conan doyle 7.La aventura de los planos del Bruce-Partintong

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La aventura de los planos del Bruce-Partintong

Arthur Conan Doyle

Una densa niebla amarillenta cayó sobre Londres durante la tercera semana de noviembre del año 1875. Creo que desde el lunes hasta el jueves no llegamos a distinguir desde nuestras ventanas de Baker Street la silueta de las casas de la acera de enfrente. Holmes se pasó el primer día metodizando su índice del grueso volumen de referencias. El segundo y el tercer día los invirtió pacientemente en un tema que venía siendo de poco tiempo a aquella parte su afición preferida: la música de la Edad Media. Pero el cuarto día, cuando al levantarnos después de desayunarnos, vimos que seguía pasando por delante de nuestras ventanas el espeso remolino parduzco condensándose en aceitosas gotas sobre la superficie de los cristales, el temperamento activo e impaciente de mi camarada no pudo aguantar más tan monótona existencia. Se puso a pasear incansablemente por nuestra sala, acometido de una fiebre de energía contenida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles, lleno de irritación contra la falta de actividad.

– ¿No hay nada interesante en el periódico, Watson? – preguntó.

Yo sabía que al preguntar Holmes si no había nada de interesante, quería decir nada interesante en asuntos criminales. Traían los periódicos noticias de una revolución, de una posible guerra, de un inminente cambio de Gobierno; pero esas cosas no caían dentro del horizonte de mi compañero. En lo referente a hechos delictivos todo lo que yo pude leer eran cosas vulgares y fútiles. Holmes refunfuñó y reanudó sus incansables paseos.

– En Londres el mundo criminal es, desde luego, una cosa aburrida – dijo con la voz quejumbrosa de un cazador que no levanta ninguna pieza -. Mire por la ventana, Watson. Fíjese en cómo las figuras de las personas surgen de pronto, se dejan ver confusamente y vuelven a fundirse en el banco de las nubes. En un día como éste, el ladrón y el asesino podrían andorrear por Londres tal como lo hace el tigre en la selva virgen, invisible hasta el momento en que salta sobre su presa, y, en ese momento, visible únicamente para la víctima.

– Se ha llevado a cabo infinidad de pequeños robos – le dije.

Holmes bufó su desprecio y dijo:

– Este grandioso y sombrío escenario está montado para algo más digno. Es una suerte para esta comunidad que yo no sea un criminal.

– ¡Ya lo creo que lo es! – exclamé de todo corazón.

– Supongamos que yo fuese Brooks o Woodhouse, o cualquiera de los cincuenta individuos que tienen motivos suficientes para despacharme al otro mundo. ¿Cuánto tiempo sobreviviría yo a mi propia persecución? Una llamada, una cita falsa, y asunto acabado. Es una suerte que no haya días de niebla en los países latinos, los países de los asesinatos. ¡Por vida mía que aquí llega por fin algo que va a romper nuestra mortal monotonía!

Era la doncella y traía un telegrama. Holmes lo abrió y rompió a reír diciendo:

– ¡Vaya, vaya! ¿Qué más? Mi hermano Mycroft está a punto de venir.

– ¿Y eso le extraña? – le pregunté.

– ¿Que si me extraña? Es como si tropezase usted con un tranvía caminando por un sendero campestre. Mycroft tiene sus raíces, y de ellas no se sale. Sus habitaciones en Pall Mall, el club Diógenes, White May; ese es su círculo. Una vez, una sola, ha venido a esta casa. ¿Qué terremoto ha podido hacerle descarrilar?

– ¿No lo explica?

Holmes me entregó el telegrama de su hermano, que decía:

 

« Necesito verte a propósito de Cadogan West. Voy enseguida. – Mycroft.»

 

– ¿Cadogan West? Yo he oído ese nombre.

– A mi recuerdo no le dice nada. ¡Quién iba a imaginarse que Mycroft se nos fuese a presentar  de esta manera tan excéntrica! Eso es como si un planeta se saliese de su órbita. A propósito, ¿sabe usted cual es la profesión de mi hermano?

Yo conservaba un confuso recuerdo de una explicación que me dio cuando la Aventura del intérprete griego.

– Me dijo usted que ocupaba un pequeño cargo en algún departamento del Gobierno británico.

Holmes gorgoriteó por lo bajo.

– En aquel entonces yo no le conocía a usted tan bien como ahora. Es preciso ser discreto cuando uno habla de los altos asuntos del Estado. Acierta usted con lo que está bajo el Gobierno británico. También acertaría en cierto sentido si dijese que, de cuando en cuando, el Gobierno británico es él.

– ¡Mi querido Holmes!

– Creí que lograría sorprenderle. Mycroft cobra cuatrocientas cincuenta libras al año, sigue siendo un empleado subalterno, no tiene ambiciones de ninguna clase, se niega a recibir ningún título ni condecoración, pero sigue siendo el hombre más indispensable del país.

– ¿Por qué razón?

– Porque ocupa una posición única, que él mismo se ha creado. Hasta entonces no había nada que se le pareciese si volviera a haberlo. Mi hermano tiene el cerebro más despejado y más ordenado, con mayor capacidad para almacenar datos, que ningún otro ser viviente. Las mismas facultades que yo he dedicado al descubrimiento del crimen, él las ha empleado en esa otra actividad especial. Todos los departamentos ministeriales le entregan a él conclusiones, y él es la oficina central de intercambio, la cámara de compensación que hace el balance. Todos los demás hombres son especialistas en algo, pero la especialidad de mi hermano es saber de todo. Supongamos que un ministro necesita datos referentes a un problema que afectaba a la Marina, a la India, al Canadá y a la cuestión del bimetalismo; él podría conseguir los informes por separado de cada uno de los departamentos y sobre cada problema, pero únicamente Mycroft es capaz de enfocarlos todos, y de enviarle inmediatamente un informe sobre cómo cada uno de esos factores repercutiría en los demás. Empezaron sirviéndose de él como de un atajo, de una comodidad; ahora ha llegado a convertirse en cosa fundamental. Todo está sistemáticamente archivado en aquel gran cerebro suyo, y todo puede encontrarse y servirse en el acto. Una vez y otra han sido sus palabras las que han decidido la política nacional. Eso constituye para él su vida. No piensa en nada más, salvo cuando, a modo de ejercicio intelectual, afloja su tensión cuando yo voy a visitarle y le pido consejo acerca de alguno de mis pequeños problemas. Pero hoy nuestro Júpiter baja de su trono. ¿Qué diablos puede significar eso? ¿Quién es Cadogan West, y qué representa para Mycroft?

– ¡Ya lo tengo! – exclamé, y me zambullí en el montón de periódicos que había encima del sofá.

¡Sí, sí, aquí está, cómo no! Cadogan West era el joven al que se encontró muerto el martes por la mañana en el ferrocarril subterráneo.

Holmes se irguió en su asiento, con la pipa a mitad de camino en la boca:

– Esto tiene que ser cosa seria, Watson. Una muerte que ha obligado a mi hermano a alterar sus costumbres no puede ser cosa vulgar. ¿Qué demonios puede Mycroft tener que ver en el asunto? Yo lo recordaba como un caso gris. Se hubiera dicho que el joven se había caído del tren, hallando así la muerte. No le habían robado, y no existía ninguna razón especial para sospechar que se hubiese cometido violencia. ¿No es así?

– Se ha realizado una investigación – le dije -, y han salido a relucir muchos hechos nuevos. Mirándolo más de cerca, yo aseguraría que se trata de un caso curioso.

– A juzgar por el efecto que ha producido sobre mi hermano, yo diría que es el más extraordinario de los casos – Holmes se arrellanó en un sillón -. Veamos, Watson, los hechos.

– El nombre de la víctima era Arthur Cadogan West, de veintisiete años, soltero, y empleado de las oficinas del arsenal Woolwich.

Un empleado del Gobierno. ¡Ahí tiene usted el eslabón que le une a mi hermano Mycroft!

– Salió súbitamente de Woolwich el lunes por la noche. La última persona que lo vio fue su novia miss Violet Westbury, a la que él abandonó bruscamente en medio de la niebla a eso de las siete y media de aquella noche. No medió riña alguna entre ellos, y la muchacha no sabe dar explicación de la conducta del joven. No se volvió a saber de él hasta que su cadáver fue descubierto por un peón de ferrocarril apellidado Mason, en la parte exterior de la estación de Aldgate, que pertenece al ferrocarril subterráneo de Londres.

– ¿Hora?

– El cadáver fue descubierto el martes a las seis de la mañana. Yacía a bastante distancia de los rieles, al lado izquierdo de la vía conforme se va hacia el Este, en lugar próximo a la estación, donde la línea sale del túnel, por el cual corre. Tenía la cabeza destrozada; herida que bien pudo producirse al caerse del tren. Sólo de ese modo pudo quedar el cadáver sobre la vía. De haber llegado hasta allí desde algunas de las calles próximas, habrían tenido  que cruzar las barreras de la estación, donde hay permanentemente un cobrador. Este detalle parece ser absolutamente seguro.

– Perfectamente. El caso se presenta bastante concreto. Ese hombre, muerto o vivo, cayó o fue lanzado desde el tren. Todo eso lo veo claro. Prosiga.

– Los trenes que corren por la vía junto a la cual fue encontrado el cadáver son los que traen dirección de Oeste a Este, siendo algunos exclusivamente metropolitanos, y procediendo otros de Willesden y de los empalmes que allí coinciden. Puede darse por seguro que, cuando el joven halló la muerte viajaba en esa dirección a una hora avanzada; pero es imposible afirmar la estación en la que subió al tren.

– Eso lo demostraría su billete.

– No se le encontró billete alguno de ferrocarril en el bolsillo.

– ¡Que no se le encontró billete! Por vida mía, Watson, que eso sí que es extraño. Si mi experiencia no me engaña no es posible pasar a un andén del ferrocarril subterráneo sin mostrar el billete. Es, pues, de presumir que el joven lo tenía. ¿Se lo quitaron para que no se supiese en que estación había subido? Es posible. ¿No se le caería en el vagón mismo? También eso es posible. Sin embargo es un detalle curioso- Tengo entendido que no mostraba señales de haberse cometido robo alguno.

– Por lo menos en apariencia. Aquí viene una lista de todo lo que llevaba encima. Su cartera contenía dos libras y quince chelines. Llevaba también un talonario de cheques de la sucursal en Woolwich del Capital and Countries Bank. Gracias a él se le pudo identificar. Llevaba también dos billetes de anfiteatro para Woolwich Theater, para la función de aquella misma noche. Y también un pequeño paquete con documentos técnicos.

Holmes dejó escapar una exclamación de júbilo:

– ¡Ahí, por fin, lo tenemos, Watson! Gobierno británico, arsenal de Woolwich, documentos técnicos, mi hermano Mycroft; la cadena está completa. Pero aquí llega él, si no me equivoco, para hablar por sí mismo.

Un instante después fue introducida en nuestra habitación la figura alta y voluminosa de Mycroft Holmes. Hombre fuerte y macizo, su figura producía una sensación de desmañada inercia física, pero, en lo alto de aquella corpulencia alsábase rígida una cabeza de frente tan dominadora, de ojos de un gris acero tan vivos y penetrantes, de labios tan firmemente apretados y tan sutil en el juego expresivo de sus facciones, que desde la primera mirada se olvidaba uno del cuerpo voluminoso y sólo pensaba en el alma dominadora.

Traía a sus talones a nuestro viejo amigo Lestrade, de Scotland Yard, delgado y severo. La expresión grave de las dos caras nos anunció por adelantado alguna investigación de mucho peso. El detective cambió apretones de manos sin decir palabra. Mycroft Holmes forcejeó el gabán, y luego se dejó caer en un sillón, diciendo:

– Asunto por demás desagradable, Sherlock. Me molesta muchísimo alterar mis costumbres, pero no era posible contestar con una negativa a los altos poderes. Tal como están las cosas en Siam, es un inconveniente el que yo me ausente de mi despacho. Pero esto de ahora constituye una auténtica crisis. Jamás vi tan alterado al primer ministro. En cuanto al Almirantazgo, allí hay un bordoneo como de colmena a la que se ha vuelto al revés. ¿Has leído lo referente al caso?

– Acabamos de leerlo. ¿Qué documentos técnicos eran esos?

– ¡Ahí está la cuestión! Por suerte, no se ha hecho pública la cosa. De haber sido, los periódicos habrían venido furiosos. Los documentos que este desdichado joven llevaba en su bolsillo eran los del submarino Bruce-Partington.

Mycroft Holmes hablaba con una solemnidad que daba a entender hasta que punto le parecía importante el tema. Su hermano y yo estábamos llenos de expectación.

– Con seguridad estarás enterado. Yo pensé que no habría nadie que no hubiese oído de este asunto.

– Para mí es solamente un apellido.

– Es imposible exagerar la importancia que tiene. De todos los secretos del Gobierno, el de este submarino era el más cautelosamente guardado. Puedes creerme si te digo que dentro del radio de acción de un submarino Bruce-Partington se hace imposible toda operación de guerra naval. Hará dos años se coló de rondón en los presupuestos una suma importante que se invirtió en comparar el monopolio de ese invento. Se ha realizado toda clase de esfuerzos para conservar el secreto. Los planos, que son extraordinariamente complicados, abarcan unas treinta patentes separadas, cada una de las cuales es esencial para el funcionamiento del conjunto. Esos planos se guardaban en una caja fuerte muy ingeniosa que está dentro de unas oficinas confidenciales anexas al arsenal y que tienen puertas y ventanas a prueba de ladrones. Bajo ningún concepto y en ninguna circunstancia podían ser sacados los planos de aquellas oficinas. Si el jefe de construcciones de la Marina deseaba consultarlos, tenía que ir con ese objeto a las oficinas de Woolwich. Pues bien: nos encontramos ahora con esos planos en los bolsillos de un empleadillo que aparece muerto en el corazón de Londres. Desde un punto de vista gubernamental, ese hecho es sencillamente espantoso.

– Pero ¿no los habéis recuperado?

– No, Sherlock, no; ahí está el apuro. No los hemos recuperado. Se sustrajeron de Woolwich diez planos. En los bolsillos de Cadogan West fueron encontrados siete. Los tres más esenciales han desaparecido: fueron robados, se esfumaron. Sherlock, es preciso que dejes todo cuanto tengas entre manos. Despreocúpate de esos acertijos insignificantes y propios de tribunales de Policía. Aquí tienes que resolver un problema de vital importancia internacional. ¿Por qué se llevó Cadogan West los planos? ¿Dónde están los que han desaparecido? ¿Cómo murió ese joven? ¿De qué manera llegó su cadáver hasta donde fue encontrado? ¿Cómo puede enderezarse este entuerto? Encuéntrame contestaciones a todas estas preguntas, y habrás realizado un buen servicio a tu país.

– ¿Y por qué no lo resuelves tú mismo, Mycroft? Tu vista alcanza tanto como la mía.

– Quizá sí, Sherlock. Pero es cuestión de conseguir una cantidad de detalles. Tú dame esos detalles, y yo podré darte una excelente opinión de hombre técnico, desde mi sillón. Pero correr de aquí para allá, someter a interrogatorio a los guardas ferroviarios, tumbarse de cara en el suelo con un cristal de aumento pegado a mi ojo, todo eso se sale de mi oficio. No, tú eres la única persona capaz de poner en claro el asunto. Si tienes el capricho de leer tu nombre y apellido en la próxima lista de honores y condecoraciones…

Mi amigo se sonrió, movió negativamente la cabeza y dijo:

– Yo entro en el juego por puro amor al juego. Ahora bien: el problema presenta determinados puntos de interés y lo tomaré en consideración muy a gusto. Vengan algunos datos más.

– He garrapateado los mas esenciales en esta hoja de papel, junto con unas cuantas direcciones que te serán útiles. El verdadero custiodiador oficial de los planos es el célebre técnico del Gobierno sir James Walter, cuyas condecoraciones y subtítulos cubren dos líneas en un diccionario de personalidades. Ha encanecido en el servicio, es un caballero, lo reciben con favor en las mansiones más altas, y es, sobre todo, un hombre cuyo patriotismo está fuera de cualquier sospecha. Él es una de las dos personas que tienen una llave de la caja de seguridad. Agregaré que los planos se hallaban, sin duda alguna, en las oficinas durante las horas de trabajo del lunes, y que sir James salió para Londres a eso de las tres de la tarde, llevándose con él la llave. Estuvo en casa del almirante Sinclair, en la plaza Barclay, durante toda la velada, mientras ocurrió este incidente.

– ¿Ha sido contrastado este hecho?

– Sí; su hermano, el coronel Valentine Walter, ha dado testimonio de la hora en que salió de Woolwich, y el almirante Sinclair de la de su llegada a Londres; de modo, pues, que sir James ha dejado de ser un factor directo en el problema.

– ¿Quién era la otra persona que disponía de una llave?

– El empleado mayor y dibujante mister Sydney Jonson. Es hombre de cuarenta años, casado, con cinco hijos, callado y huraño, pero, en conjunto, tiene una hoja excelente de servicios al Estado. Goza de pocas simpatías entre sus colegas, pero es un trabajador infatigable. Según lo que él mismo cuenta, y que está corroborado por las afirmaciones de su esposa, permaneció sin salir de su casa durante toda la tarde del lunes, después de las horas de oficina, y su llave no abandonó ni un solo instante la cadena del reloj de la que cuelga.

– Háblame ahora de Cadogan West.

– Lleva diez años en el servicio del Gobierno, y ha trabajado bien. Tiene fama de ser hombre arrebatado e impetuoso, pero recto y honrado. Nada podemos decir en contra suya. Él ocupaba en las oficinas el lugar siguiente a Sydney Jonson. Sus obligaciones le ponían en contacto diario y personal con los planos. Nadie más podía manejarlos.

– ¿Quién guardó aquella noche los planos en la caja fuerte?

– Mister Sydney Jonson, primer oficial.

– Entonces, es cosa completamente clara quien se los llevó, ya que  fueron encontrados sobre el cuerpo del segundo empleado, Cadogan West. La cosa parece definitiva, ¿no es así?

– En efecto, Sherlock; sin embargo, quedan sin explicar muchas cosas. En primer lugar, ¿por qué se los llevó?

– Me imagino que su valor será muy grande, ¿no es cierto?

– Le habrían pagado sin dificultad por ellos varios miles de libras.

– ¿Puedes apuntarme alguna razón posible que explique el que llevase los planos a Londres, como no fuere para venderlos?

– No, no puedo.

– Pues entonces, es preciso que aceptemos lo que digo como hipótesis de trabajo. El joven West se llevó los planos. Ahora bien: eso sólo pudo realizarlo si él disponía de una llave falsa.

– De varias llaves falsas, puesto que tenia que abrir las puertas del edificio y las de la habitación.

– Disponía, pues, de varias llaves falsas. Se llevó los planos a Londres para vender el secreto, sin duda, con el propósito de devolverlos a la caja fuerte por la mañana siguiente antes que nadie los echase en falta. Mientras se hallaba en Londres entregando a esa empresa traidora encontró la muerte.

– ¿De qué manera?

– Supondremos que regresaba a Woolwich cuando fue asesinado lanzado fuera del compartimiento del tren.

– Aldgate, lugar donde fue hallado el cadáver, se encuentra mucho más allá de la estación Puente de Londres, que sería la de su ruta hacia Woolwich.

– Es posible imaginar muchas circunstancias que hicieron que siguiese viaje más allá del Puente de Londres. Por ejemplo, iba en el coche alguien con el que había trabado una conversación que absorbió su atención. La conversación terminó en una escena de violencia, en la que él perdió la vida. Es posible que él intentase salir de aquel coche, que cayese a la vía y hallase de ese modo la muerte. Entonces el otro cerró la puerta. La niebla era muy espesa y nadie vio nada de lo que había ocurrido.

– Dentro de los datos que poseemos hasta ahora, no puede darse una explicación mejor; sin embargo, Sherlock, fíjate en los muchos puntos que has dejado sin tocar. Supondremos, para seguir el razonamiento, que el joven Cadogan West había dado previamente una cita al agente extranjero, y que por esa razón no hubiese adquirido ningún compromiso por otro lado. En lugar de eso, Cadogan West tomó dos billetes para el teatro, marchó hacia el mismo acompañando a su novia y, de pronto, desapareció.

– Una añagaza para despistar – dijo Lestrade, que había estado escuchando con cierta impaciencia el diálogo.

– Una añagaza rarísima. Esa es la objeción número uno. Paso a la objeción número dos: supongamos que llega a Londres y se entrevista con el agente extranjero. Es preciso que devuelva los documentos antes de la mañana siguiente, porque, de lo contrario, se descubriría su desaparición. Se llevó diez planos. Sólo se encontraron siete en el bolsillo. ¿Qué fue de los otros tres? Por propia voluntad no se habría desprendido de ellos. Además, ¿dónde está el precio de su traición? Lo natural es que se le hubiese encontrado en el bolsillo una importante suma de dinero.

– Yo lo veo todo perfectamente claro – dijo Lestrade -. No cabe la menor duda de lo que ocurrió. Se llevó los planos para venderlos. Se entrevistó con el agente. No lograron ponerse de acuerdo en cuanto al precio. Emprendió el viaje de regreso a su casa, pero el agente marchó con él. Dentro del tren, ese agente lo asesinó, se apoderó de los planos más esenciales y arrojó su cadáver a la vía. Eso lo explicaría todo, ¿no es así?

– ¿Y por qué no llevaba billete?

– El billete habría dado a entender cual era la estación del metropolitano más próxima a la casa del agente. Por eso éste se lo quitó del bolsillo.

– Muy bien, Lestrade, muy bien – dijo Holmes -. Su teoría forma un todo ajustado. Pero si eso es cierto, el caso está prácticamente terminado. Por un lado tenemos al traidor muerto. Por otro lado, los planos del submarino Bruce-Partington estarán ya, según toda probabilidad, en el Continente. ¿Qué nos queda por hacer nosotros?

– ¡Actuar, Sherlock, actuar! – exclamó Mycroft, poniéndose bruscamente en pie -. Todos mis instintos están en contra de esa explicación. ¡Pon todas tus facultades en la obra! ¡Vete al escenario del crimen! ¡Habla con las personas relacionadas con el asunto! ¡No dejes piedra sin mover! En toda tu carrera no tuviste jamás una oportunidad tan grande de servir a tu país.

– ¡Bueno, bueno! – dio Holmes, encogiéndose de hombros -. ¡Vamos, Watson! Y usted, Lestrade, ¿podría favorecernos con su presencia durante algunas horas? Empezaremos nuestras pesquisas con una visita a la estación de Aldgate. Adiós, Mycroft. Te haré llegar un informe antes de la noche, pero te advierto por adelantado que es poco lo que puedes esperar.

 

Una hora más tarde estábamos Holmes, Lestrade y yo en el ferrocarril subterráneo y en el punto mismo en que éste sale del túnel que desemboca en la estación de Aldgate. Un anciano, cortés y rubicundo, representaba a la compañía del ferrocarril, y nos dijo, señalando un punto que distaba cosa de un metro de los raíles:

– Aquí es donde yacía el cadáver del joven. No pudo caer de arriba porque, según ven ustedes, se trata de muros completamente limpios. Por consiguiente, sólo pudo caer de un tren, y ese tren, hasta donde nos es posible localizar, debió de cruzar a eso de la medianoche del lunes.

– ¿Se ha hecho un examen de los vagones para ver si presentan alguna señal de lucha violenta?

– No hay tales señales, tampoco se le encontró billete.

– ¿Nadie dio parte de que había sido encontrada abierta una portezuela?

– Nadie.

– Esta mañana hemos recibido nuevos datos – dijo Lestrade -. Un pasajero que cruzó por Aldegate en un tren metropolitano corriente, a eso de las once y cuarenta de la noche del lunes, oyó un pesado golpe como si hubiese caído a la línea un cuerpo, un momento antes de que el tren llegase a la estación. Pero la niebla era muy espesa y nada podía verse. No dio ningún aviso de lo ocurrido en aquel momento… ¿Qué le ocurre, Holmes?

Mi amigo se había quedado inmóvil, con una expresión de la más tensa atención en el rostro, mirando a los raíles del ferrocarril en el sitio mismo en que éstos formaban una curva a la salida del túnel. Aldgate es una estación de empalme, y los raíles forman allí una verdadera red. Holmes tenía fija en ellos su mirada anhelante e interrogadora; advertí en su rostro vivo y penetrante aquel apretamiento de labios, aquel vibrar de las ventanas de la nariz y aquella contracción de las cejas, largas y tupidas, que tan elocuentes eran para mí.

– Agujas – murmuró -; las agujas.

– ¿Qué les pasa a las agujas? ¿Qué quiere decir usted con ello?

– Me imagino que en un sistema ferroviario como éste no existirá gran numero de agujas, ¿verdad?

– No; son muy pocas.

– Y, además, una curva, agujas y una curva. ¡Por vida de…! Si fuera nada más que eso…

– ¿Qué le ocurre, señor Holmes? ¿Ha descubierto usted una pista?

– Una idea, una simple indicación y nada más. Pero va aumentando mi interés este caso. Sería un detalle único, completamente único, y, sin embargo, ¿por qué no? No descubro rastro alguno de sangre sobre la línea.

– En efecto, no hay sino ninguno.

– Sin embargo, tengo entendido que el cadáver presentaba una herida muy importante.

– El cráneo estaba roto, pero exteriormente no se advertían indicios de la herida.

– Pero lo natural es que sangrase algo. ¿Podría yo examinar el tren en que iba el viajero que oyó aquel golpe seco de una caída en medio de la niebla?

– Me temo que no podrá hacerlo, mister Holmes, porque ahora el tren ha sido ya deshecho y los coches han sido distribuidos en otros trenes.

– Puedo asegurarle, Holmes – dijo Lestrade -, que todos los coches fueron revisados cuidadosamente. Yo mismo me ocupé de ello.

Una de las más evidentes debilidades de mi amigo era la de su impaciencia al tropezar con inteligencias menos despiertas que la suya. En esta ocasión contestó alejándose de allí:

– Es muy inverosímil lo que usted me dice; pero da la casualidad de que lo que yo deseaba examinar no eran precisamente los coches. Watson, ya hemos terminado aquí. Lestrade, no necesitamos molestarle más. Creo que ahora nuestras pesquisas van a llevarnos a Woolwich.

Al llegar al Puente de Londres, Holmes escribió un telegrama para su hermano, y me lo dio a leer antes de entregarlo en la ventanilla. Decía así:

 

«Veo alguna luz en la oscuridad, pero es posible que se apague. Mientras tanto, envíame por un mensajero, que aguardará mi regreso en Baker Street, una lista completa de todos los espías extranjeros o agentes internacionales de cuya existencia en Inglaterra se tienen noticias, con la dirección completa de sus domicilios.

                                                                                             Sherlock»

 

– Esto debería sernos útil, Watson – contestó mientras ocupábamos nuestros asientos en el tren que pasaba por Woolwich -. Hemos contraído, desde luego, una deuda con mi hermano Mycroft por habernos hecho participar en este caso que promete ser verdaderamente extraordinario.

Su rostro anhelante seguía manifestando la energía intensa y la extrema tirantez, que me hacía comprender la existencia de algún detalle nuevo y sugestivo que había abierto una dirección estimulante a sus pensamientos. Fíjese el lector en el perro zorrero cuando pasa holgazán el tiempo alrededor de las perreras, con las orejas colgantes y el rabo caído, y compárelo con su actitud cuando, con ojos llameantes y músculos tensos, corre por la línea del husmillo que sube hasta la altura del pecho. Así era el cambio que se había efectuado en Holmes desde aquella mañana. Era un hombre distinto de aquel otro, lleno de flojedad y como inválido, que algunas horas antes había merodeado tan inquieto, vestido con su batín color arratonado, por la habitación rodeada de un cinturón de niebla.

– Aquí contamos con materiales. Aquí hay campo de acción. He dado pruebas de estar dormido al no haber caído en la cuenta de las posibilidades que encerraba el caso.

– Pues para mí son todavía un misterio.

– El misterio es para mí el final, pero he aferrado ya una idea que quizá nos lleve lejos. Ese hombre fue muerto en algún otro sitio y su cadáver estaba encima del techo de un coche del ferrocarril.

– ¡Encima del techo!

– Extraordinario, ¿verdad? Pero medite usted en los hechos. ¿Se trata de una simple coincidencia el que haya sido encontrado en el lugar mismo en que el tren da saltos y balanceos al salir de una curva para entrar en las agujas? ¿No es precisamente ese lugar en que es probable que cayese a la vía cualquier objeto colocado encima del techo de un coche? Las agujas no influirían en ningún cuerpo que fuese dentro del tren. O bien el cadáver cayó desde el techo, o, por el contrario, se ha dado una coincidencia por demás curiosa. Pero medite usted en la cuestión de la sangre. Desde luego, si el cadáver había sangrado en algún otro lugar, no se observarían rastros de sangre en la línea. Cada uno de estos dos hechos es por si mismo sugestivo. Juntos tienen fuerza acumulativa.

– ¡Eso sin contar la cuestión del billete! – exclamé yo.

– Exactamente. No logramos explicarnos la falta del billete. Esto nos lo explicaría. Todo encaja perfectamente entre sí.

– Pero supongamos que sea ese el caso: nos encontramos tan lejos de desentrañar el misterio de su muerte como antes. La verdad es que el caso no se simplifica, sino que se hace más extraordinario.

– Quizá – dijo Holmes, pensativo – quizá.

Volvió a caer en su silencio ensimismamiento que duró hasta que el tren se detuvo en la estación de Woolwich. Una vez allí llamó a un coche de alquiler y sacó de su bolsillo el papel que le había entregado Mycroft.

– Tenemos una bonita lista de visitas para hacer esta tarde. Creo que la que reclama en primer término nuestra atención es la de sir James Walter.

La casa del célebre funcionario público era una elegante villa con verdes praderas que se extendían hasta la orilla del Támesis. Cuando llegamos a ella se levantaba la niebla, y un resplandor de sol diluido y tenue, se abría paso por entre la misma. A nuestra llamada acudió un despensero, que nos contestó con rostro solemne:

-¡Señor, sir James murió esta mañana!

– ¡Santo Dios! – exclamó Holmes, atónito -. ¿De qué murió?

– Señor, quizá le convenga a usted pasar y hablar con su hermano, el coronel Valentine.

– Si, eso será lo mejor.

Nos pasaron a una salita que estaba a media luz y a la que acudió enseguida un caballero de unos cincuenta años, muy alto, bello, de barba rubia. Era el hermano mas joven del hombre de ciencia fallecido. Todo en él delataba lo súbito del golpe que se había descargado sobre aquella familia: la mirada ojerosa, las mejillas descoloridas y el cabello enmarañado. Casi no lograba articular las palabras al hablar de aquella muerte.

– La culpa la tiene este horrendo escándalo – nos dijo -. Mi hermano sir James era hombre muy sensible a todo lo que afectaba su honor, y no podía sobrevivir a este asunto. Le destrozó el corazón. Él se mostraba siempre muy orgulloso de la eficacia de su departamento, y esto fue para él un golpe aplastador.

– Veníamos con la esperanza de que nos diese algunos datos que habrían podido ayudarnos a poner en claro el asunto.

– Les aseguro que todo constituía para él un misterio, como lo es para ustedes y para todos nosotros. Había puesto ya a disposición de la policía todos sus datos. Naturalmente, no dudaba que Cadogan West era culpable. Pero todo lo demás le resultaba inconcebible.

– ¿No puede usted darnos algún dato nuevo capaz de hacer una luz en este asunto?

– No sé sino lo que he leído u oído hablar. No deseo parecer descortés, mister Holmes; pero ya comprenderá que en este momento nos encontramos completamente trastornados, y por eso no tengo mas remedio que suplicarle que demos fin a esta entrevista.

Cuando volvimos a estar en el coche, me dijo mi amigo:

– Ha sido, desde luego, una novedad inesperada. ¿Habrá sido natural la muerte, o se habrá matado al pobre viejo? En este último caso, ¿no se podrá interpretar esa acción como una censura a su propia persona por el abandono de sus obligaciones? Dejemos para más adelante esta cuestión. Y ahora vamos a visitar a la familia de Cadogan West.

La desconsolada madre residía en una casa pequeña, pero bien cuidada, de los alrededores de la población. La anciana estaba afectada por el dolor para poder sernos de alguna utilidad; sin embargo, había a su lado una joven de pálido rostro, que se nos presentó como miss Violet Westbury, la prometida del muerto y la última persona que habló con él aquella noche fatal.

– No consigo explicármelo, mister Holmes – nos dijo -. No he pegado un ojo desde que ocurrió la tragedia, pensando, pensando y pensando, de día y de noche, en lo que pueda verdaderamente significar todo esto. Arthur era el hombre más sincero, más caballeroso y el mejor patriota del mundo. Antes de vender un secreto de Estado confiado a él, Arthur habría sido capaz de cortarse la mano derecha. A cualquiera que lo conociese tiene que resultarle semejante suposición una cosa absurda, imposible, disparatada.

– Pero ahí están los hechos, miss Westbury.

– En efecto, sí, confieso que no consigo explicármelos.

– ¿Andaba acaso necesitado de dinero?

– No; sus necesidades eran modestas y su sueldo generoso. Había conseguido economizar algunos centenares de libras y nos íbamos a casar por Año Nuevo.

– ¿No advirtió usted en él señales de excitación mental? Ea, miss Westbury, sea absolutamente franca conmigo.

La vista rápida de mi compañero había advertido alguna leve mutación en las maneras de nuestra interlocutora. Ésta se sonrojó y titubeó hasta que, por fin, dijo:

– Sí. Yo tenía como una sensación de que algo le preocupaba.

– ¿Desde hace mucho tiempo?

– Nada más que en la última semana, o cosa así. Se mostraba pensativo y preocupado. En una ocasión le insté a que me dijese lo que ocurría. Reconoció que, en efecto, algo le preocupaba, y que se refería a cuestiones de su cargo oficial. «La cuestión es demasiado grave para que yo hable de ella, ni aún contigo», me dijo, y eso fue todo lo que conseguí sacarle.

Holmes tenía una expresión grave.

– Prosiga, miss Westbury. Dígamelo todo, aunque parezca que le perjudica a él. Ignoramos adónde nos puede llevar, en fin de cuentas.

– La verdad es que nada más tengo que decir. En una o dos ocasiones tuve yo un barrunto de que iba a contarme algo. Una noche me habló de la importancia que tenía aquel secreto, y creo recordar que me dijo que los espías extranjeros pagarían sin duda por el mismo una fuerte suma.

El rostro de mi amigo se puso todavía mas serio.

– ¿Algo mas?

– Dijo que nosotros procederíamos con abandono en esta clase de asuntos, que sería cosa fácil para un traidor hacerse con los planos.

– ¿Le hizo esas manifestaciones recientemente?

– Si; muy recientemente.

– Cuéntenos ahora lo que ocurrió la última noche.

– Íbamos al teatro. La niebla era tan espesa que de nada nos hubiera servido tomar un coche. Fuimos caminando y pasamos cerca de las oficinas. De pronto se lanzó como una flecha y se perdió en la niebla.

– ¿Sin dar una explicación?

– Dejó escapar una exclamación. Eso fue todo. Esperé, pero él no regresó. Entonces volví caminando a mi casa. A la mañana siguiente, después de la hora de abrir las oficinas, vinieron a preguntar por él. A eso de las doce nos enteramos de la terrible noticia. ¡Oh, mister Holmes, si pudiera usted salvar su honor, por lo menos su honor! Para él lo era todo.

Holmes movió tristemente la cabeza y me dijo:

– Vamos, Watson. El deber nos llama a otra parte. Nuestra próxima visita debe ser a las oficinas donde fueron sustraídos los planos.

Cuando el coche se alejaba de aquella casa, me dijo:

– Las cosas se presentaban antes feas para este joven, pero las pesquisas que hemos realizado las presentan aún peor. Lo inminente de su boda proporciona un móvil para la comisión del delito. Como es natural, necesitaba dinero. Que la idea estaba dentro de su cabeza lo da a entender el que hablase del asunto. Estuvo a punto de convertir a la muchacha en cómplice suya, hablándole de sus proyectos. Todo eso se presenta muy feo.

– Pero, Holmes, también el testimonio unánime de su honradez debe ser tenido en cuenta. Además, ¿cómo es posible explicar que dejase a la muchacha en mitad de la calle y saliese de pronto como disparado a cometer el delito?

– Así es, en efecto. Es indudable que se pueden poner objeciones. Pero frente a ellas se alza una argumentación formidable.

Mister Sydney Jonson, oficial primero, salió en las oficinas a nuestro encuentro y nos acogió con el respeto que imponía siempre la tarjeta de mi compañero. Era un hombre delgado, huraño, de gafas y edad mediana; estaba ojeroso y las manos le temblequeaban por efecto de la tensión nerviosa a que había estado sujeto.

– ¡Qué desgracia, mister Holmes, que desgracia! ¿Se ha enterado usted de la muerte de nuestro jefe?

– Hemos estado hace poco en su casa.

– Aquí está todo desorganizado. El jefe muerto, Cadogan muerto y los planos robados. Y, sin embargo, cuando el lunes por la tarde cerramos las oficinas, era ésta una dependencia de funcionamiento tan perfecto como la mejor de las del Gobierno. ¡Santo Dios, y qué espanto  causa pensar en ello! ¡Pensar que West, el hombre de quien menos lo habría uno pensado, haya hecho semejante cosa!

– Según eso, ¿usted está seguro de su culpabilidad?

– Es la única posibilidad que veo. Sin embargo, yo me habría sentido tan seguro de él como de mí mismo.

– ¿A qué hora cerraron las oficinas el lunes?

– A las cinco.

– ¿Fue usted quien las cerró?

– Soy siempre el último empleado que abandona el local.

– ¿Dónde estaban guardados los planos?

– En aquella caja fuerte.

– ¿No queda en el edificio ningún vigilante?

– Sí que queda; pero tiene que vigilar otros departamentos además de éste. Es un veterano del Ejército; hombre de la mayor confianza. No observó nada anormal esa noche. Hay que tener en cuenta que la niebla era muy espesa.

– Suponiendo que Cadogan West hubiese querido penetrar esa noche en el edificio fuera de las horas de trabajo, ¿no es cierto que habría necesitado tres llaves para llegar a los planos?

– Así es. La llave de la puerta exterior, la llave de las oficinas y la llave de la caja.

– ¿No tenía esas llaves otras personas que sir James Walter y usted?

– Yo no disponía de las llaves de las puertas, sino la de la caja.

– ¿Era sir James Walter hombre de costumbres ordenadas?

– Sí, creo que sí. Por lo que se refiere a esas tres llaves, creo que las guardaba en el mismo llavero en que yo se las había visto muchas veces.

– ¿Y se lo llevaba a Londres?

– Así lo decía.

– ¿Y usted no se separaba nunca de su llave?

– Nunca.

– De modo, pues, que si West ha sido el culpable tenía por fuerza que poseer un duplicado. Y, sin embargo, no se le encontró al cadáver. Otro punto: si un empleado de estas oficinas hubiese querido vender los planos, ¿no le habría sido más sencillo sacar una copia de los mismos, que el apoderarse de los originales, como lo hicieron?

– El copiar los planos de manera tan eficaz habría exigido grandes conocimientos técnicos.

– Me imagino que tanto sir James como usted o Cadogan poseían esos conocimientos técnicos.

– Está claro que lo poseíamos. Pero no trate usted, mister Holmes, de embrollarme a mí en el asunto. ¿Qué se adelanta con esta clase de especulaciones, siendo así que se encontraron los planos originales encima de West?

– Lo digo porque resulta verdaderamente extraño que corriese con los riesgos de sustraer los planos originales pudiendo haber sacado tranquilamente copias que le habrían servido igual para el caso.

– Desde luego que es raro; sin embargo, lo hizo.

– Cuantas pesquisas se llevan a cabo en este asunto nos ponen al descubierto algo inexplicable. Vamos a otra cosa: faltan todavía tres de los planos. Son, según tengo entendido, los más esenciales.

– En efecto, así es.

– ¿Quiere decir esto que cualquiera que posea esos tres planos, aun sin los siete restantes, estaría en condiciones de construir el submarino Bruce-Partington?

– Yo he informado en ese sentido al Almirantazgo. Pero hoy he vuelto a repasar los planos y ya no estoy seguro. En uno de los planos devueltos están dibujadas las válvulas dobles con las guías ajustables automáticamente. Los extranjeros no podrían construir el submarino hasta que no inventen por sí mismos este dispositivo. Naturalmente podrían vencer pronto semejante dificultad.

– Pero los tres planos que faltan son los más importantes.

– Sin duda alguna.

– Si usted me lo permite, haré un recorrido por las oficinas. No creo que tenga que hacerle ninguna otra pregunta.

Holmes estudió la cerradura de la caja fuerte, la puerta de la habitación y los postigos de hierro de la ventana. Sólo cuando estuvimos en la pradera del lado de afuera de la ventana, se despertó vivamente su interés. Había allí un arbusto de laurel y varias de sus ramas parecían haber sido torcidas o quebradas. Las examinó cuidadosamente con su lente de aumento y examinó luego algunas huellas borrosas y confusas que habían dejado en el suelo. Por último, pidió al oficial primero que cerrase los postigos de hierro, y me hizo notar que no encajaban bien en el centro y que cualquiera podía ver desde fuera lo que pasaba en el interior.

– Todas estas indicaciones han sido echadas a perder por el retraso de tres días. Quizá no signifiquen nada, pero también pudiera darse el caso contrario. Bueno, Watson, yo no creo que Woolwich pueda dar de sí más de lo que ha dado. Parca es la recolección que aquí hemos hecho. Vamos a ver si se nos dan mejor las cosas en Londres.

Sin embargo, antes que abandonásemos la estación Woolwich agregamos una nueva gavilla a nuestra cosecha. El empleado de la taquilla pudo informarnos con absoluta seguridad de que había visto a Cadogan West – al que conocía muy bien de vista – la noche del lunes, y que se había trasladado a Londres por el tren de las ocho y quince que se dirige al Puente de Londres. Iba solo y tomó un billete de tercera. Al taquillero le llamaron la atención sus maneras, nerviosas y llenas de excitación. De tal forma le temblequeaban las manos, que anduvo con dificultad para recoger el cambio, y el empleado mismo tuvo que ponérselo en la mano. Consultando el horario, se vio que aquel era el primer tren que podía tomar West, después de abandonar a su novia a eso de las siete y media.

Después de media hora de silencio, dijo de pronto Holmes:

– Reconstruyamos los hechos, Watson. No creo que en todas las pesquisas que llevamos realizadas conjuntamente hayamos tropezado jamás con otro caso más difícil de abordar. Paso que damos hacia delante no nos sirve para otra cosa que para descubrirnos una nueva loma que escalar. Sin embargo, hemos realizado algunos progresos apreciables… En términos generales, nuestras investigaciones en Woolwich han sido contrarias a Cadogan West: pero los indicios de la ventana quizás se presten a una hipótesis favorable. Supongamos, por ejemplo, que se le hubiese acercado para hacerle proposiciones algún agente extranjero. Quizás lo hizo poniendo por delante determinadas condiciones que le impedían dar parte de lo ocurrido, pero que, sin embargo, lograron influir en el curso de sus pensamientos de la manera que hemos visto por las palabras a su prometida. Perfectamente. Supongamos ahora que, cuando se dirigía al teatro con su novia, distinguió a ese mismo agente que marchaba en dirección a las oficinas. Era hombre impetuoso, rápido en tomar sus resoluciones. Lo sacrificaba todo al deber. Siguió al hombre, llegó a la ventana, presenció la sustracción de los documentos y salió en persecución del ladrón. De esa manera salvamos la dificultad de que nadie que estuviera en condiciones de sacar copias de los planos, robaría los originales. Trantándose de una persona ajena a las oficinas, no tenía más remedio que sustraer los originales. Hasta ahí la hipótesis está dentro de la lógica.

– Y después de eso, ¿qué?

– Ahí es donde empiezan las dificultades. Cualquiera se imaginaría que el acto primero del joven Cadogan West sería echar mano al canalla y dar la alarma. ¿Por qué no lo hizo? ¿No cabría la posibilidad de que quien se apoderó de los papeles fuese un funcionario de categoría superior a la suya? Eso explicaría la conducta de West. ¿No podría ser también que ese funcionario superior le hubiese dado esquinazo en medio de la niebla y que West saliese inmediatamente para Londres, a fin de llegar antes que él a sus habitaciones, dando por supuesto que sabía dónde estaba su residencia? La llamada debió de ser muy apremiante, para dejar como dejó a su novia abandonada en medio de la niebla y para no haber hecho ninguna tentativa con objeto de ponerse en comunicación con ella. Al llegar aquí nuestro husmillo se enfría. Existe un ancho foso entre cualquiera de estas dos hipótesis y la colocación del cadáver de West en el techo de un coche de ferrocarril metropolitano, con siete planos en el bolsillo. El instinto me empuja a trabajar desde este momento por el otro extremo. Si Mycroft nos ha enviado las direcciones que le pedí, quizá podamos elegir en ellas nuestro hombre y seguir dos pistas, en lugar de una sola.

 

Como era de presumir, en Baker Street nos estaba esperando una carta. La había traído con urgencias de correo un mensajero del Gobierno. Holmes le echó un vistazo y luego me la pasó a mí. Decía así:

 

« La morralla es abundante, pero hay muy pocos capaces de acometer un negocio de tal envergadura. Los únicos dignos de ser tomados en consideración son: Adolph Meyer, del número 13, Great George Street, Westmister; Louis La Rothière, de Campeen Masions, Nottin Hill, y Hugo Oberstein, número 13, Caulfield Gardens, Kensington. De este último se sabe que se hallaba en Londres el lunes y que se ha ausentado posteriormente. Me satisface que veas alguna luz. El Gabinete espera tu informe definitivo con la mayor ansiedad. Se han hecho desde las más altas esferas apremiantes llamamientos. Toda la fuerza del Estado estará dispuesta a apoyarte en caso de necesitarlo.

                                                                                                        Mycroft. »

 

– Me temo que en un asunto como éste no van a servirnos de nada todos los caballos de la reina y todos los hombres de la reina.

Holmes había extendido encima de la mesa su gran plano de Londres y estaba ansiosamente inclinado encima del mismo. De pronto, y con una exclamación de sorpresa, dijo:

– Vaya, vaya, las cosas van, por fin, viniendo hacia nosotros. ¡Por vida mía, Watson, que aun tengo confianza en que nos vamos a salir con la nuestra!

Y me palmeó en el hombro, en un estallido de hilaridad.

– Voy a salir. Se trata nada más que de un reconocimiento. No emprenderé nada serio sin llevar a mi lado a mi leal camarada y biógrafo. Quédese aquí. Según toda probabilidad, estaré de vuelta dentro de algunas horas. Si le pesa el tiempo, ármese de papel oficio y pluma y comience su relato de cómo en cierta ocasión salvamos a nuestro país.

Aquel optimismo se reflejó hasta cierto punto en mi propio ánimo, porque sabía perfectamente que para apartarse de su habitual seriedad de maneras hacía falta que hubiese razones muy fuertes que despertasen su júbilo. Esperé lleno de impaciencia su regreso durante toda aquella tarde de noviembre. Por fin, y poco después de las diez, llegó un mensajero con una carta que decía:

 

Estoy cenando en el restaurante Goldini, Gloucester Road Kensington. Venga enseguida a compartir mi cena. Tráigase una llave de mecánico, una linterna sorda, un escoplo y un revolver.

 

                                                                                                          S. H.

 

Era un lindo herramental para que un ciudadano respetable anduviese con el mismo por las calles envueltas en niebla. Guardé todo convenientemente en mi gabán y me hice llevar derecho a la dirección que se me había dado. Allí estaba mi amigo, sentado a una mesita redonda, cerca de la puerta del chillón restaurante italiano.

– ¿Ha cenado usted ya? Pues entonces, acompáñeme en el café y el curaçao. Pruebe uno de los cigarros del propietario. No son tan venenosos como parecen. ¿Trajo las herramientas?

– Las tengo aquí, en mi gabán.

– Magnífico. Voy a darle un ligero esbozo de lo que he realizado, con algunas indicaciones de lo que vamos a emprender. Empiece, Watson, por tener como hecho evidente el de que, en efecto, el cadáver de ese joven fue colocado encima del techo del tren. Eso estaba ya claro desde el momento en que dejé establecido que el cadáver había caído del techo del tren y no del interior de uno de sus vagones.

– ¿No podrían haberlo dejado caer desde alguno de los puentes?

– Yo diría que eso es imposible. Si usted se fija en los techos de los coches, verá que son ligeramente curvos, sin barandilla de ninguna clase en los bordes. Podemos, pues, afirmar con seguridad que el cadáver fue colocado allí.

– ¿Pero cómo es posible semejante cosa?

– Ésa era la pregunta a la que era preciso contestar. Pues bien: sólo de una manera podía hacerse. Ya sabrá usted que en algunos puntos del West End, el ferrocarril subterráneo corre a cielo abierto, entre túnel y túnel. Yo conservaba un recuerdo confuso de haber visto ventanas por encima de mi cabeza en alguno de mis viajes por el metropolitano. Supongamos que el tren se detuviese debajo de alguna de esas ventanas: ¿qué dificultad había en colocar el cadáver encima del techo?

– Parece sumamente improbable.

– Tenemos que echar mano otra vez del viejo axioma de que, cuando fallan todas las demás posibilidades, la verdad tiene que estar en la única que permanece en pie, por muy poco probable que sea. Aquí han fallado todas las demás posibilidades. Pues bien: cuando descubría que el más importante de los agentes internacionales, el que acababa de ausentarse de Londres, vive en una casa de pisos cuyas ventanas dan a las líneas del ferrocarril subterráneo, me entró tal alegría, que le asombré a usted con mi súbita frivolidad.

– Vamos, ¿de modo que fue eso?

– Sí, eso fue. Mister Hugo Oberstein, del número trece, Caulfield Gardens, se convirtió en mi objetivo. Empecé mis operaciones en la estación de Gloucester Road, en la que un empleado muy servicial se prestó a caminar conmigo por la vía, permitiéndome comprobar, no sólo que las ventanas de la escalera interior de Caulfield Gardens dan a las líneas, sino de un hecho todavía más fundamental, a saber: que, debido a la interacción de uno de los ferrocarriles mayores, es frecuente que los trenes del subterráneo tengan que detenerse durante algunos minutos en aquel sitio precisamente.

– ¡Estupendo, Holmes! ¡Ya es suyo el problema!

– No tanto, Watson, no tanto. Avanzamos, pero la meta está todavía lejos. Después de reconocer la parte posterior de Caulfield Gardens exploré la delantera y me convencí de que el pájaro había huido, efectivamente. La casa es espaciosa, pareciéndome que las habitaciones del piso superior están desamuebladas. Oberstein vivía allí con un único ayuda de cámara, que será probablemente algún cómplice que goza de toda su confianza. Es preciso que tengamos muy presente que Oberstein ha marchado al Continente para dar salida a su botín, pero no como un fugitivo. Ningún motivo tiene para temer una orden de detención, y con seguridad que no se le va a ocurrir la idea de que un detective aficionado le vaya a hacer una visita domiciliaria. Y eso es precisamente lo que ahora estamos a punto de llevar a cabo.

– ¿No  habría modo de conseguir una orden de allanamiento que le dé legalidad?

– Será difícil obtenerla nada más que con las pruebas de las que ahora disponemos.

– ¿Y qué esperamos sacar de esta visita?

– No sabemos la clase de correspondencia que podemos encontrar allí.

– No me gusta la cosa, Holmes.

– Usted, mi querido compañero, quedará de centinela en la calle. Yo me encargaré de la parte criminal. No es momento de pararse en barras. Piense en la carta de Mycroft, en el Almirantazgo, en el Consejo de ministros, en la alta personalidad que espera noticias. Es preciso que vayamos.

Mi respuesta fue ponerme de pie y decir:

– Tiene razón, Holmes. Es preciso ir.

Holmes se puso rápidamente en pie y me estrechó la mano.

– Estaba seguro de que no se echaría usted atrás en el último instante.

Eso me dijo, y yo descubrí durante un momento en sus ojos algo que acercaba a la ternura mucho más que a todo lo que yo había visto en él hasta entonces. Un momento después había vuelto a ser el hombre dominador y práctico.

– Desde aquí hasta allí hay casi un kilómetro, pero no tenemos prisa. Vayamos caminando. No deje caer ninguna de las herramientas, por favor. El que lo detuviesen como tipo sospechoso nos acarrearía una complicación lamentable.

Caulfield Gardens era una de esas hileras de casas de fachadas chatas, con columnas y pórtico, que en el West End de Londres constituyen un producto tan característico de la época media victoriana. En la casa de al lado parecía que hubiese una fiesta de niños, porque el alegre runrún de las voces infantiles y el estrépito del piano llenaban la noche. La niebla seguía envolviéndolo todo y nos cubría con sus sombras amigas. Holmes encendió su linterna y proyectó su luz sobre la maciza puerta.

– El problema es serio – dijo -, porque, además, de cerrada con llave, tiene echado el cerrojo. Quizás se nos presente mejor por el patinejo. En caso de que se entrometa algún agente de Policía demasiado celoso, tenemos allí un magnifico arco de puerta. Écheme una mano, Watson, y yo haré lo mismo con usted.

Unos momentos después nos encontrábamos los dos en el patinejo del sótano. Apenas habíamos tenido tiempo de meternos en la parte más sombría del mismo, cuando oímos entre la niebla de la acera, encima de nosotros, los pasos de un agente de Policía. Cuando su lento ritmo murió a lo lejos, Holmes se puso a trabajar en la puerta del patinejo. Lo vi inclinarse y hacer fuerza hasta que se abrió aquélla con un chasquido seco. Nos lanzamos inmediatamente al oscuro pasillo, cerrando a nuestras espaldas la puerta. Holmes abrió la marcha, subiendo por la escalera caracolada y sin alfombra. Su pequeño foco de luz amarillenta iluminó su ventana baja.

– Ya estamos en el sitio, Watson. Ésta debe ser.

Abrió la ventana de par en par y, al hacerlo, llegó hasta nosotros un rumor apagado, áspero, que fue encrespándose con firmeza hasta convertirse en el huracán estrepitoso de un tren que cruzó por delante de nosotros y se perdió en la oscuridad. Holmes barrió con la luz de su linterna el antepecho de la ventana. Tenía una espesa capa de hollín, de las locomotoras que pasaban, pero la negra superficie estaba como raspada y borrosa en algunos sitios.

– Vea usted dónde apoyaron el cadáver… ¡Hola, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de que es una mancha de sangre.

Holmes me mostraba unas débiles manchas descoloridas a lo largo del marco de la ventana.

– Y aquí también, en la piedra del escalón. La prueba es completa. Esperemos aquí hasta que se detenga un tren.

No tuvimos que esperar mucho. El tren siguiente rugió como el anterior desde dentro del túnel, pero acortó la marcha al salir a cielo abierto, y acto seguido se detuvo, entre rechinamientos de frenos, debajo mismo de donde estábamos. Desde el antepecho de la ventana hasta el techo de los vagones no había ni un metro de distancia. Holmes cerró suavemente la ventana, y dijo:

– Hasta aquí tenemos la prueba de que estábamos en lo cierto. ¿Qué piensa de esto, Watson?

– Que es una obra maestra. Jamás rayó usted a tanta altura.

– Ahí no puedo estar de acuerdo con usted. Desde el momento en que concebí la idea de que el cadáver había estado en el techo del tren, idea que nada tiene de abstracta, todo lo demás era inevitable. Si no fuera por los grandes intereses en juego, el asunto, hasta ahora, sería insignificante. Lo difícil es lo que aun tenemos por delante. Pero quizás descubramos aquí algo que nos sirva de ayuda.

Llegamos al alto de la escalera de la cocina y entramos en las habitaciones del primer piso. Una de ellas estaba destinada a comedor, severamente amueblada, pero que no contenía nada de interés. La segunda era un dormitorio, también vacío de interés. La otra habitación ofrecía mejores perspectivas, y mi compañero se dispuso a realizar un trabajo sistemático. Por todas partes se veían en ella libros y papeles, y era evidente que se empleaba para despacho. Holmes revolvió rápida y metódicamente el contenido, uno tras otro, de los cajones y armarios, pero su rostro severo no llegaba a iluminarse con el más leve resplandor de un éxito. Al cabo de una hora seguía estando en la misma situación que cuando había empezado.

– Este perro astuto ha hecho desaparecer sus huellas – dijo al fin -. No ha dejado nada que pueda servir de base a una acusación. Ha destruido o se ha llevado su correspondencia peligrosa. Ésta es nuestra última probabilidad.

Lo decía por una pequeña caja de hojalata que tenía encima de la mesa de escritorio. Holmes la abrió con su cortafrío. Había en el interior varios rollos de papel cubiertos de números y de cálculos, sin nota alguna que indicase a qué se referían. Las frases presión de agua y presión por pulgada cuadrada apuntaban una posible relación con un submarino. Holmes los tiró con impaciencia a un lado. Sólo quedaba ya un sobre que contenía algunos pequeños recortes de periódicos. Los vertió sobre la mesa y pude ver enseguida por la expresión anhelante de su rostro que se habían despertado sus esperanzas.

– ¿Qué es esto, Watson? ¡Eh! ¿Qué es esto? El comprobante de una serie de mensajes publicados en la sección de anuncios de un periódico. Es la columna de anuncios del Daily Telegraph, a juzgar por el papel y por el tipo de letras. Ángulo superior derecho de una pagina. No hay fechas, pero los mensajes se clasifican por sí mismos.

Éste debe ser el primero:

«Esperaba noticias mas pronto. Convenidas las condiciones. Escriba con todos los detalles a la dirección de la tarjeta. –Pierrot.»

 

Viene a continuación:

«Demasiado complicado para descripción. Tiene que darme informe completo. Dinero dispuesto contra mercancía. –Pierrot.»

Y ahora éste:

«Asunto apremia. He de retirar ofrecimiento de no cumplirse contrato. Señale entrevista por carta. La confirmará por anuncio. –Pierrot»

Y por último:

«Lunes noche después de las nueve. Sólo nosotros. No desconfíe. Pago contante a la entrega de mercancías. –Pierrot.»

¡Un registro completo, Watson! ¡Ay, si pudiéramos llegar hasta el corresponsal que está en el otro extremo!

Holmes se quedó ensimismado, tamborileando con los dedos encima; por último se puso vivamente en pie.

– Bien, quizás no sea tan difícil, después de todo. Aquí ya no nos queda nada por hacer, Watson. Creo que podríamos hacernos llevar en coche hasta las oficinas del Daily Telegraph, para dar así un digno remate a las tareas de un día afortunado.

 

Mycrof Holmes y Lestrade, a los que Holmes había dado cita, vinieron a visitarnos al día siguiente después del desayuno, y Sherlock Holmes les hizo el relato de nuestras gestiones de la víspera. Al oír la confesión de nuestro allanamiento de morada, el detective profesional movió la cabeza y dijo:

– Nosotros, los del Cuerpo de Policía, no podemos hacer esas cosas, Holmes. No es de extrañar que consiga resultados superiores a los nuestros. Pero cualquier día de éstos irán demasiado lejos y se encontrarán usted y su amigo en dificultades.

– ¡Por Inglaterra, nuestros hogares y una mujer hermosa! Qué se nos da, ¿verdad, Watson? ¡Mártires en el altar de nuestro país! ¿Pero a ti que te parece, Mycroft?

– ¡Magnífico, Sherlock! ¡Admirable! Pero, ¿en qué forma vas a emplear todo eso?

Holmes echó mano al Daily Telegraph que estaba encima de la mesa.

– ¿No han visto ustedes el anuncio que hoy ha insertado Pierrot?

– ¡Cómo! ¿Otro mas?

– Sí. Óiganlo. «Esta noche. A la misma hora. Mismo lugar. Dos golpes. De absoluta necesidad. Va en ello su propia seguridad. –Pierrot

– ¡Por vida de…, que si contesta al anuncio ya es nuestro! – exclamó Lestrade.

– Eso mismo pensé yo al ponerlo. Creo que si les conviniese a ustedes dos venir con nosotros a Caulfield Gardens, quizás nos encontrásemos un poco mas cerca de una solución.

 

 

Una de las más extraordinarias características de Sherlock Holmes era su capacidad para desembragar su cerebro de toda actividad, desviando sus pensamientos hacia cosas más livianas, así que llegaba al convencimiento de que nadie podía adelantar en una determinada tarea. Recuerdo que durante todo aquel día memorable se enfrascó en una monografía que tenía empezada sobre Los motetes polifónicos, de Lassus. Yo, en cambio, carecía por completo de esa facultad de diversión, y el día, como es de suponer, me resultó interminable.

Todo convergió para excitar mis nervios: la extraordinaria importancia internacional de lo que allí se jugaba, la expectativa de las altas esferas, la índole directa del experimento que íbamos a llevar a cabo. Sentí alivio cuando, después de una cena ligera, nos pusimos en marcha para nuestra expedición. Lestrade y Mycroft se reunieron con nosotros delante de la estación de Gloucester Road, que era donde nos habíamos dado cita.

La noche anterior habíamos dejado abierta la puerta del patinejo de la casa de Oberstein, y como Mycroft Holmes se negó de redondo, indignado, a trepar por la barandilla, Sherlock y yo no tuvimos mas remedio que penetrar en la casa y abrir la puerta del vestíbulo. A eso de las nueve de la noche estábamos todos nosotros sentados en el despacho, esperando pacientemente a nuestro hombre.

Transcurrió una hora y luego otra. Cuando dieron las once, las acompasadas campanas del gran reloj de la iglesia parecieron doblar fúnebres nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft se movían nerviosos en sus asientos y cada cual miraba su reloj dos veces en un minuto. Holmes permanecía callado, pero sereno, con los parpados medio cerrados, pero con todos sus sentidos alerta.

Alzó la cabeza con un respingo súbito, y dijo:

– Ahí llega.

Por delante de la puerta se había oído los pasos furtivos de un hombre que cruzaba. Poco después se oyeron en sentido contrario. Luego, un arrastrar de pies y dos aldabonazos secos. Holmes, se levantó indicándonos que siguiésemos sentados. La luz de gas del vestíbulo era un simple puntito. Abrió la puerta exterior, y después que una negra figura pasó por delante de él, la cerró y aseguró.

«Por aquí», le oímos decir, y un instante después surgía ante nosotros nuestro hombre.

Holmes le había seguido de cerca, y cuando el desconocido se dio media vuelta, dejando escapar un grito de sorpresa y de alarma, él le sujetó por el cuello de la ropa, y lo volvió de un empujón a la habitación. Antes que hubiese recobrado el equilibrio, se cerró la puerta y Holmes apoyó en ella su espalda. Aquel hombre miró con ojos sin sentido. Con el golpe se le desprendió el sombrero de anchas alas, la bufanda que le tapaba la boca se le cayó, y quedaron al descubierto la barba rubia y sedosa y las facciones hermosas y delicadas del coronel Valentine Walter.

Holmes lanzó un silbido de sorpresa, y dijo:

– Esta vez, Watson, califíqueme en su relato como de burro completo. No era éste el pájaro que yo esperaba.

– Pero, ¿quién es él? – preguntó Mycroft ansiosamente.

– El hermano mas joven del difunto sir James Walter, jefe del Departamento de submarinos. Sí, sí; ya veo hacia qué lado se inclinan las cartas. Ya vuelve en sí. Creo que lo mejor sería que me dejasen que le interrogue.

Habíamos transportado hasta el sofá el cuerpo caído en el suelo. Nuestro preso acabó por incorporarse, miró en torno suyo con expresión de espanto, y se pasó la mano por la frente como quien no puede creer a sus propios sentidos. Luego le preguntó:

– ¿Qué significa esto? Yo vine a visitar a mister Oberstein.

– Coronel Walter, se sabe ya todo – dijo Holmes -. Lo que rebasa mi comprensión es cómo un caballero inglés ha podido conducirse de esta manera. Pero estamos enterados de toda su correspondencia y de sus relaciones con Oberstein. Y también de las circunstancias en que halló la muerte el joven Cadogan West. Permítame que le aconseje que haga usted por ganar siquiera un poco de respeto mediante su arrepentimiento y su confesión en vista de que hay todavía algunos detalles que solo podemos saberlos de los labios de usted.

El coronel Walter gimió y hundió la cabeza entre las manos.

Nosotros esperábamos, pero él guardó silencio. Holmes le dijo:

– Puedo asegurarle que sabemos todo lo esencial. Sabemos que le urgía el dinero; que sacó usted un molde de las lleves que tenia su hermano; que se puso usted en correspondencia con Oberstein, y que éste contestaba sus cartas mediante anuncios insertados en las columnas del Daily Telegraph. Sabemos que usted se digirió a las oficinas el lunes por la noche, aprovechando la niebla, y que el joven Cadogan West le vio y le siguió, porque tenía alguna razón para sospechar de usted. Le vio cuando usted estaba robando, pero le fue imposible dar la alarma, no constándole que no había ido por encargo de su hermano para llevarle los planos. West, abandonando todos sus asuntos particulares, como buen ciudadano que era, marchó detrás de usted oculto en la niebla y no le perdió la pista hasta que usted llegó a esta misma casa. Entonces intervino y usted, coronel Walter, agregó al crimen de traición el más terrible aún de asesinato.

– ¡Yo no le maté! ¡No le maté! ¡Juro ante Dios que no le maté! – gritó nuestro desdichado preso.

– Pues entonces, cuéntenos de qué manera encontró Cadogan West su muerte antes que colocasen su cadáver encima del techo de un coche del ferrocarril.

– Se lo contaré. Le juro que se lo contaré. En lo demás sí que intervine. Lo confieso. Fue como usted dice. Yo tenía que pagar una deuda contraída en la Bolsa. Me era indispensable el dinero. Oberstein me ofreció cinco mil. Con aquello me salvaba de la ruina. Pero, por lo que respecta al asesinato, soy tan inocente como usted.

– ¿Qué fue, pues, lo que ocurrió?

– Él venía sospechando de mí, y me siguió. Yo no me di cuenta hasta que llegué a esta misma puerta. La niebla era muy espesa y no se distinguía a tres metros de distancia. Yo había llamado con dos aldabonazos, y Oberstein había acudido a la puerta. Entonces, el joven se abalanzó hacia nosotros, y preguntó qué íbamos a hacer con los planos. Oberstein llevaba siempre una porra corta. Al intentar West meterse a viva fuerza en la casa, Oberstein le golpeó en la cabeza. El golpe fue mortal. Murió antes de cinco minutos. Allí quedó tendido en el vestíbulo, y nosotros nos quedamos sin saber qué hacer. De pronto se le ocurrió a Oberstein la idea esa de los trenes que se detenían debajo mismo de su ventana. Pero antes examinó los planos que yo había llevado. Me dijo que los esenciales eran tres, y que tendría que quedarse con ellos.

«No puede usted quedarse con ello – le dije -. Si no son devueltos a Woolwich se armará un jaleo espantoso.» «Es preciso que me quede con ellos – me contestó -, porque son de un tipo tan técnico que es imposible sacar copias en tan escaso tiempo.», le dije yo. Él meditó un momento y de pronto exclamó que ya había encontrado la solución, diciéndome: «Me guardaré tres. Los demás se los meteremos en el bolsillo a este joven. Cuando se descubra, todo el asunto se lo cargarán a él.» Yo no veía otra solución, y por eso obramos como él indicó. Esperamos media hora en la ventana hasta que se detuvo el tren. La niebla era tan espesa que no podía verse nada, y ninguna dificultad tuvimos en bajar el cadáver de West hasta el techo del tren. Mi intervención en el asunto terminó ahí.

– ¿Y qué me cuenta de su hermano?

– Mi hermano no dijo una palabra, pero en una ocasión me había sorprendido con sus llaves, y creo que sospechaba. Leí en sus ojos que sospechaba. Como ya ustedes saben, no volvió a levantar cabeza.

Reinó el silencio en la habitación Mycroft Holmes fue quien lo rompió:

– ¿Y por qué no repara usted el daño que ha hecho? Con ello aliviaría su conciencia y quizá su castigo.

– ¿Y qué clase de reparación puedo ofrecer?

– ¿Dónde se encuentra Oberstein con los planos?

– Lo ignoro.

– ¿No le dio alguna dirección?

– Me dijo que si le escribía al hotel Du Louvre, en París, quizá le llegasen las cartas.

– Pues entonces, aún está usted en situación de reparar un mal – dijo Sherlock Holmes.

– Haré todo cuanto esté en mi mano. No precisamente es cariño lo que tengo a este individuo, que ha sido mi ruina y mi caída.

– Aquí tiene papel y pluma. Siéntese a esa mesa y escriba lo que le digo. Ponga en el sobre la dirección que le dio. Perfectamente.

He aquí ahora la carta:

«Querido señor: Refiriéndome a nuestra  transacción, habrá usted observado, sin duda y ahora, que falta en ella un detalle esencial. Dispongo de un dibujo con el cual quedará completo. Sin embargo, esto me ha ocasionado una molestia especial. Y no tengo más remedio que pedirle un nuevo adelanto de quinientas libras. No quiero confiarlo al correo, ni aceptaré nada como no sea oro o billetes. Habría ido a visitarle fuera de Inglaterra, pero el que yo saliese en esta ocasión del país llamaría la atención. Por consiguiente, espero encontrarme con usted en la sala de fumar del hotel Charing Cross, el sábado al mediodía. Billetes ingleses u oro únicamente. Recuérdelo.» Esto producirá efecto, y mucho me sorprendería si no nos entregase a nuestro hombre.

 

¡Y nos los entregó! Es asunto que pertenece ya a la historia; a esa historia secreta de una nación que suele ser con frecuencia mucho más íntima e interesante que sus relatos públicos. Oberstein, ansioso de completar el golpe maestro de toda su vida, acudió al reclamo, y pudo ser encerrado con seguridad durante quince años en un presidio de Inglaterra. Le fueron encontrados en su maleta los inapreciables planos del submarino Bruce-Partington, que él había puesto a subasta en todos los centros de Europa.

El coronel Walter falleció en la cárcel antes que se cumpliese el segundo año de su condena. En cuanto a Holmes, volvió reconfortado a su monografía sobre Los motetes polifónicos, de Lassus, que posteriormente fue impresa para circular en privado, y que, según dicen los técnicos, constituye la última palabra sobre el tema. Algunas semanas después me enteré de una manera casual que mi amigo había pasado un día en Windsor, de donde regresó con un precioso alfiler de corbata de una esmeralda fina. Al preguntarle yo si la había comprado, me contestó que era un regalo que le había hecho cierta generosa dama en interés de la cual había desempeñado un pequeño encargo con bastante fortuna. Nada más me dijo; pero yo creo que podría adivinar el nombre de aquella dama augusta, y tengo muy pocas dudas de que el alfiler de esmeralda le recordará para siempre a mi amigo la aventura de los planos del submarino Bruce-Partington.

pintores: De Blaas

CHERUBINI - Eugen von Blaas, Two Venetian Women

320px-Eugene_de_Blaas_A_Pensive_Moment

In_the_Water_by_Eugen_von_Blaas_(1843-1931)

Pintor italiano que vivio entre 1843 y 1932 . Escuela Academicista. Principales obras:

The Sisters 1878
Conversions of the Rhætians by St. Valentine
Cimabue and Giotto
Scene from the Decameron
Dogaressa Going to Church
Venetian Balcony Scene
God’s Creatures
Bridal Procession, in San Marco
Venetian Masquerade
A Journey to Murano (Vienna Museum)
Die Wasserträgerin (1887)
In the Water (1914)

Biografía

navidad – cuento

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Pintura navdideña de Jan  Bruegel el joven.

BIOGRAFÍA

Emilia Pardo Bazán                                              Los Magos

En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.

Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.

«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.

La llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así:

-Poder celeste, no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille de nuevo!

Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente.

Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del cielo.

Al alba dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno.

Baltasar y Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón… No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso…

Mientras rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos:

-Yo le adoré la noche en que nació -dijo transportado.

-Pues llévanos a su palacio y te recompensaremos.

-¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal tiempo.

-Qué, ¿no tiene palacio? ¿No tiene guardias?

-Una mula y un buey le calientan con su aliento… -respondió el pastor-. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos…

Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros:

-¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!

El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez:

-Estoy aquí, estoy aquí…

Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba del Niño Rey.

-Este pobre zagal nos engaña o se engaña -exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya.

Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño.

-¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje… o volvernos a nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.

-Y vosotros, ¿no oís la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto.

-Nada oímos, nada vemos… -responden los dos Magos, afligidos.

-Orad, y veréis… Orad, y oiréis… Orad, y Dios se revelará a vosotros.

Magos y séquito echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén.

La niebla se disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.

-Van ciegos -exclama Melchor.

Y los Magos aprietan el paso, mientras se aleja la cohorte.

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conan doyle 6. El pulgar del ingeniero

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Arthur Conan Doyle   EL PULGAR DEL INGENIERO

Entre todos los problemas presentados a mi amigo el señor Sherlock Holmes para que les diera solución, durante los años de nuestra relación, hubo sólo dos en los que yo fui el medio de introducción: el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del coronel Warburton. De ellos, el último pudo haber proporcionado mejor campo para un observador agudo y dotado de originalidad, pero el otro fue tan extraño en su comienzo y tan dramático en sus detalles, que bien puede ser el más merecedor de quedar registrado por escrito, aunque diera a mi amigo menos oportunidades para practicar aquellos métodos deductivos de razonamiento con los que conseguía tan notables resultados. Según creo, la historia ha sido explicada más de una vez en los periódicos, pero, como ocurre con todas estas narraciones, su efecto es mucho menos chocante cuando se presenta en bloque, en una sola media columna de letra impresa, que cuando los hechos se desenvuelven lentamente ante nuestros ojos y el misterio se aclara de manera gradual, a medida que cada nuevo descubrimiento representa un caso más que conduce a la completa verdad. En su momento, las circunstancias me causaron una profunda impresión, y el paso de dos años apenas ha podido debilitar sus efectos.

En el verano de 1889, poco después de mi matrimonio, ocurrieron los acontecimientos que ahora me dispongo a resumir. Yo había vuelto a practicar la medicina civil y había abandonado finalmente a Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba continuamente y a veces incluso le persuadía para que abandonara sus hábitos bohemios hasta el punto de venir él a visitarnos. Mi clientela había aumentado con toda regularidad y, puesto que yo vivía a poca distancia de la estación de Paddington, conseguí unos cuantos pacientes entre sus empleados. Uno de éstos, al que le había curado una enfermedad tan dolorosa como persistente, no se cansaba de pregonar mis talentos, ni de procurar enviarme todo enfermo sobre el cual él tuviera alguna influencia.

Una mañana, poco antes de las siete, me despertó la sirvienta al golpear mi puerta, para anunciarme que habían llegado de Paddington dos hombres y que esperaban en la sala de consulta. Me vestí apresuradamente, pues sabía por experiencia que los casos que afectaban a usuarios del ferrocarril rara vez eran triviales, y me apresuré a bajar. Aún me encontraba en la escalera cuando mi fiel aliado, el guarda, salió de la sala de consulta y cerró con cuidado la puerta tras él.

-Lo tengo aquí -susurró, señalando con su pulgar por encima del hombro-. Está bien.

-¿De que se trata? -pregunté, pues su actitud sugería que hablaba de alguna extraña criatura a la que hubiera encerrado en la sala.

-Es un nuevo paciente -murmuró-. He pensado que lo mejor era traerlo yo mismo, ya que de este modo no podría escabullirse. Y aquí está, totalmente sano y salvo. Ahora debo marcharme, doctor, pues yo tengo mis obligaciones, lo mismo que usted.

Y diciendo esto, aquel fiable individuo se retiró, sin darme tiempo siquiera para expresarle mi agradecimiento.

Entré en mi gabinete de consulta y encontré un caballero sentado ante la mesa. Iba vestido discretamente con un traje de mezclilla de lana y había dejado sobre mis libros una gorra de tela. Un pañuelo, todo él manchado de sangre, envolvía su mano. Era un hombre joven, de no más de veinticinco años, hubiera asegurado yo, con un rostro enérgico y varonil, pero estaba muy pálido.

Me dio la impresión de ser víctima de una intensa agitación que sólo dominaba recurriendo a toda su energía.

-Siento haberle hecho levantar tan temprano, doctor -dijo-, pero durante la noche he sufrido un accidente muy grave. He llegado esta mañana en tren y, al preguntar en Paddington dónde podía encontrar un médico, un buen hombre me ha acompañado hasta aquí. He dado una tarjeta a la criada, pero veo que la ha dejado sobre la mesita.

La tomé para examinarla. «Víctor Hatherley. Ingeniero de obras hidráulicas. Victoria Street, 16 A, 3er. Piso.»

Tales eran el nombre, la profesión y el domicilio de mi visitante matinal.

-Lamento haberle hecho esperar -le dije, sentándome en el sillón de mi biblioteca-. Acaba usted de realizar un viaje nocturno, por lo que tengo entendido, y esto no deja de ser obviamente una ocupación monótona.

-¡Pero es que a mi noche nadie puede calificarla de monótona! -respondió él, y se echó a reír.

Se rió con ganas, con una nota aguda y penetrante, repantigándose en su silla y estremeciéndose de la cabeza a los pies. Todo mi instinto médico se alzó contra esta risa.

-¡Basta! -grité-. ¡Domínese!

Le serví un poco de agua de una garrafa, pero de nada sirvió. Era presa de uno de aquellos arrebatos histéricos que se apoderan de una naturaleza vigorosa cuando acaba de pasar por una fuerte crisis. Finalmente, volvió a recuperar el control sobre sí mismo, pero se mostró muy fatigado y al mismo tiempo se sonrojó intensamente.

-Me he puesto en ridículo -jadeó.

-En absoluto. ¡Bébase esto!

Añadí un poco de brandy al agua y empezó a reaparecer el color en sus mejillas exangües.

-¡Ya me encuentro mejor! -dijo-. Y ahora, doctor, quizá tenga usted la bondad de echar un vistazo a mi pulgar, o, mejor dicho, al lugar donde estaba antes.

Retiró el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos notaron un escalofrío cuando la miré. Había cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y esponjosa allí donde había estado el pulgar. Éste había sido seccionado o arrancado directamente desde sus raíces.

-¡Cielo santo! -exclamé-. Esto es una herida terrible. Ha de haber sangrado muchísimo.

-Ya lo creo. Me desmayé al hacérmela, y creo que permanecí largo tiempo sin sentido. Cuando volví en mí, descubrí que todavía sangraba, por lo que até un extremo de mi pañuelo estrechamente en torno a la muñeca y lo aseguré con un palito.

-¡Excelente! Usted hubiera podido ser cirujano.

-Es cuestión de hidráulica, como usted sabe, y entraba en mi especialidad.

-Esto lo ha hecho -dije, examinando la herida- un instrumento muy pesado y afilado.

-Algo así como un cuchillo de carnicero -repuso.

-¿Un accidente, supongo?

-En modo alguno.

-¿Cómo, una agresión criminal?

-Y tan criminal.

-Me horroriza usted.

Apliqué una esponja a la herida, la limpié, la curé y, finalmente, la cubrí con una almohadilla de algodón y vendajes tratados con ácido carbólico. Él lo aguantó sin parpadear, aunque de vez en cuando se mordiera el labio.

-¿Qué tal? -le pregunté cuando hube terminado.

-¡Magnífico! Entre su brandy y su vendaje, me siento como nuevo. Estaba muy débil, pero tengo que hacer muchas cosas.

-Tal vez sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que pone a prueba sus nervios.

-Oh, no, nada de esto ahora. Tendré que contar lo sucedido a la policía, pero le diré, entre nosotros, que si no fuera por la convincente evidencia de esta herida, me sorprendería que dieran crédito a mi declaración, pues es realmente extraordinaria y, como pruebas, no dispongo de gran cosa con que respaldarla. Y aunque lleguen a creerme, las pistas que yo pueda darles son tan vagas que dudo de que llegue a hacerse justicia.

-¡Ajá! -exclamé-. Si se trata de algo así como un problema que usted desea ver resuelto, debo recomendarle encarecidamente que vea a mi amigo el señor Sherlock Holmes antes de ir a la policía oficial.

-He oído hablar de ese señor -contestó mi visitante-. Mucho me alegraría que se hiciera cargo del asunto, aunque, desde luego, debo hacer uso también de la policía oficial. ¿Me dará una carta de presentación para él?

-Haré algo mejor. Yo mismo le acompañaré a visitarlo.

-Le quedaré inmensamente reconocido por ello.

-Llamaremos un coche de alquiler e iremos juntos. Llegaremos justo a tiempo para compartir con él un ligero desayuno. ¿Se siente usted con ánimos?

-Si, y no me consideraré tranquilo hasta haber contado mi historia.

-Entonces mi criada llamará un coche y yo estaré con usted al instante.

Subí apresuradamente al primer piso, expliqué el asunto a mi esposa, en pocas palabras, y cinco minutos después me instalé en el interior de un coche de alquiler que me condujo, junto con mi nuevo conocido, a Baker Street.

Como yo me había figurado, Sherlock Holmes se encontraba en su sala de estar, en bata, entregado a la lectura de la columna de anuncios de personas desaparecidas en The Times, y fumando su pipa anterior al desayuno, que se componía de todos los residuos que habían quedado de las pipas fumadas el día anterior, cuidadosamente secados y reunidos en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su actitud discreta pero cordial, pidió más huevos y lonchas de tocino ahumado, y se unió a nosotros en un copioso refrigerio. Una vez concluido el mismo, instaló a nuestro nuevo cliente en un sofá, le puso un cojín debajo de la cabeza y colocó un vaso con agua y brandy a su alcance.

-Es fácil ver que su experiencia no ha tenido nada de vulgar, señor Hatherley -le dijo-. Por favor, siga echado aquí y considérese absolutamente en su casa. Díganos lo que pueda, pero deténgase cuando esté fatigado y reponga sus fuerzas con un poco de estimulante.

-Gracias -dijo mi paciente-, pero me siento otro hombre desde que el doctor me hizo la cura, y creo que su desayuno ha completado el restablecimiento. Le robaré tan poco como sea posible de su valioso tiempo, por lo que pasaré a explicarle en seguida mi peculiar experiencia.

Holmes se acomodó en su butacón, con los párpados caídos y la expresión de cansancio que velaban su carácter vivo y fogoso, mientras yo me sentaba ante él, y escuchamos en silencio la extraña historia que nuestro visitante procedió a referirnos.

-Deben saber -dijo- que soy huérfano y soltero, y que vivo solo en una pensión de Londres. Tengo la profesión de ingeniero especializado en hidráulica, y conseguí una experiencia considerable en mi trabajo con mis siete años de aprendizaje en Venner and Matheson, la reputada empresa de Greenwich. Hace dos años, cumplido mi periodo de prácticas y tras haber conseguido una sustanciosa suma de dinero debido a la muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un despacho profesional en Victoria Street.

»Supongo que todo el que da sus primeros pasos, como independiente en el mundo de los negocios, pasa por una dura experiencia. Para mí lo ha sido y con carácter excepcional. Durante tres años, me han hecho tres consultas y se me ha confiado un trabajo de poca monta, y esto es absolutamente todo lo que me ha aportado mi profesión. Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete libras con diez chelines. Cada día, de las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, esperaba en mi pequeña oficina, hasta que finalmente empecé a perder el ánimo y llegué a creer que jamás conseguiría hacerme una clientela.

»Ayer, sin embargo, precisamente cuando pensaba abandonar el despacho, entró mi dependiente para anunciarme que esperaba un caballero que deseaba verme por cuestiones de negocio. Me entregó también una tarjeta con el nombre «Coronel Lysander Stark»  grabado en ella. Pisándole los talones entró el propio coronel, un hombre de talla más que mediana pero de una excesiva delgadez. No creo haber visto nunca un hombre tan flaco. Toda su cara se afilaba para formar nariz y barbilla, y la piel de sus mejillas se tensaba con fuerza sobre sus huesos prominentes. No obstante, este enflaquecimiento parecía cosa natural en él, sin que se debiera a enfermedad alguna, pues tenía los ojos brillantes, su paso era firme y su oído muy fino. Vestía con sencillez pero pulcramente, y su edad, diría yo, se acercaba más a los cuarenta que a los treinta.

»-¿El señor Hatherley? -dijo con un vestigio de acento alemán-. Usted me ha sido recomendado, señor Hatherley, como un hombre que no sólo es eficiente en su profesión, sino además discreto y capaz de guardar un secreto.

»Me sentí tan halagado como podría sentirse cualquier joven ante semejante introducción.

»-¿Puedo preguntarle quién le ha dado tan buenas referencias? -inquirí.

»-Tal vez sea mejor que de momento no le diga esto. Sé, a través de la misma fuente, que es usted a la vez huérfano y soltero, y que vive solo en Londres.

»-Es exacto -respondí-, pero me excusará si le digo que no acierto a distinguir qué tiene que ver todo esto con mis calificaciones profesionales. Me ha parecido entender que usted deseaba hablar conmigo acerca de una cuestión profesional.

»-Indudablemente, pero comprobará que todo lo que yo digo tiene algo que ver con el asunto. Reservo para usted un encargo profesional, pero es esencial que usted guarde absoluto secreto, ¿me entiende? Como es lógico, esto lo podemos esperar más bien de un hombre que vive solo que de otro que viva en el seno de su familia.

»-Si yo prometo guardar un secreto -dije-, pueden estar totalmente seguros de que así lo haré.

»Me miró con gran fijeza mientras yo hablaba, y a mí me pareció que nunca había visto unos ojos tan suspicaces e inquisitivos.

»-¿Lo promete, pues?

»-Sí, lo prometo.

»-¿Un silencio absoluto, completo, antes, durante y después? ¿Ninguna referencia al asunto, tanto oral como por escrito?

»-Ya le he dado mi palabra.

»-Muy bien.

»Se levantó de pronto y, cruzando como un rayo la pequeña oficina, abrió la puerta de par en par. Afuera, el pasillo estaba vacío. Todo va bien -dijo al regresar-. Sé que los empleados se muestran a veces curiosos con los asuntos de sus amos. Ahora podemos hablar con toda seguridad. Colocó su silla muy cerca de la mía y empezó a contemplarme de nuevo con la misma mirada interrogante y pensativa. Una sensación de repulsión, junto con algo similar al temor, había empezado a surgir en mi interior ante la extraña actitud de aquel hombre descarnado. Ni siquiera mi temor a perder un cliente pudo impedirme que le mostrase mi impaciencia.

»-Le ruego que explique lo que desea, caballero -le dije-. Mi tiempo es valioso.

»Que el cielo me perdone esta frase, señor Holmes, pero así acudieron las palabras a mis labios.

»-¿Qué le parecerían cincuenta guineas por una noche de trabajo? -preguntó el coronel Stark.

»-Me parecerían muy bien.

»-Digo una noche de trabajo, pero hablar de una hora seria más exacto. Deseo simplemente su opinión sobre una máquina estampadora hidráulica que no funciona como es debido. Si nos indica dónde radica el defecto, pronto lo arreglaremos nosotros mismos. ¿Qué me dice de un encargo como éste?

»-El trabajo parece llevadero y la paga generosa.

»-Así es. Queremos que venga usted por la noche, en el último tren.

»- ¿Adónde?

»-A Eyford, en el Berkshire. Es un pueblecillo cercano a los límites del Oxfordshire y a siete millas de Reading. Sale un tren desde Paddington que le dejará allí a eso de las once y cuarto.

»-Muy bien.

»-Vendré a buscarlo en un coche.

»-¿Hay qué hacer un trayecto en coche, pues?

»-Sí, nuestro pueblecillo queda adentrado en la campiña. Está a sus buenas siete millas de la estación de Eyford.

»-Entonces dudo de que podamos llegar a él antes de medianoche. Supongo que no habrá ningún tren de vuelta y me veré obligado a pasar allí la noche.

»-Si, pero podemos improvisarle una cama.

»-Esto resulta muy inconveniente. ¿No podría acudir a una hora más oportuna?

»-Hemos considerado que llegue usted tarde. Precisamente, para compensarle por cualquier inconveniente, le pagamos, pese a ser un joven desconocido, unos honorarios como los que requeriría una opinión por parte de algunas de las figuras más descollantes de su profesión. No obstante, si prefiere retirarse del negocio, no es necesario decirle que hay tiempo de sobra para hacerlo.

»Pensé en las cincuenta guineas y en lo muy útiles que podían serme.

»-De ningún modo -contesté-. Con mucho gusto me acomodaré a sus deseos, pero me agradaría comprender algo más claramente lo que desea usted que haga.

»-Desde luego. Es muy natural que el compromiso de secreto que hemos obtenido de usted haya suscitado su curiosidad. No pretendo que se comprometa a nada antes de que lo haya visto todo ante sus ojos. Supongo que aquí estamos totalmente a salvo de curiosos capaces de escuchar detrás de las puertas, ¿no es así?

»-Totalmente.

»-Entonces he aquí el asunto. Usted sabe probablemente que la tierra de batán es un producto valioso y que en Inglaterra sólo se encuentra en uno o dos lugares.

»-He oído decirlo.

»-Hace algún tiempo compré una pequeña propiedad, una finca pequeñísima, a diez millas de Reading, y tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos había un filón de tierra de batán.

»Al examinarlo, sin embargo, observé que ese filón era relativamente pequeño y que constituía un enlace entre dos mucho más grandes a la derecha y a la izquierda, aunque ambos se encontraban en terrenos de mis vecinos. Esa buena gente ignoraba totalmente que sus tierras contenían lo que era tan valioso como una mina de oro. Como es natural, a mí me interesaba comprar sus tierras antes de que descubriesen su auténtico valor, pero desgraciadamente yo no disponía de capital que me permitiera hacerlo. No obstante, revelé el secreto a unos pocos amigos y ellos me sugirieron que explotáramos muy discretamente nuestro pequeño filón, y ello nos permitiría adquirir los campos vecinos. Y esto es lo que hemos estado haciendo durante algún tiempo, y con el fin de que nos ayudara en nuestras operaciones montamos una prensa hidráulica. Como ya le he explicado, esta prensa se ha estropeado y deseamos que usted nos aconseje al respecto. Pero nosotros guardamos celosamente nuestro secreto, porque si llegara a saberse que vienen ingenieros a nuestra propiedad, pronto se desataría la curiosidad y entonces, si se averiguase la verdad, adiós a toda posibilidad de conseguir aquellos campos y llevar a la práctica nuestros planes. Por esto yo le he hecho prometer que no dirá a nadie que va a Eyford esta noche. Espero haberme explicado con toda claridad.

»-Le entiendo perfectamente -aseguré-. El único punto que no acierto a comprender es qué servicio puede prestarles una prensa hidráulica para excavar tierra de batán, que, según tengo entendido, se extrae de un pozo, como la gravilla.

»-Si -repuso él con indiferencia-, pero es que nosotros tenemos un proceso propio. Comprimimos la tierra en forma de ladrillos a fin de sacarlos sin revelar lo que son. Pero esto es un mero detalle. Acabo de hacerle objeto de toda mi confianza, señor Hatherley, y le he demostrado hasta qué punto confío en usted. -Se levantó mientras hablaba-. Le esperaré, pues, en Eyford a las once y cuarto.

»-No dude de que estaré allí.

»-Y ni una sola palabra a nadie -dijo, dirigiéndome una última y prolongada mirada inquisitiva, y acto seguido, dando a mi mano un húmedo y frío apretón, salió presuroso de la oficina.

»Bien, cuando pude recapacitar con sangre fría me sentí estupefacto, como ustedes pueden pensar, ante aquel encargo repentino que me había sido confiado. Por un lado, como es natural, me alegraba, pues los honorarios eran como mínimo diez veces superiores a los que hubiera pedido de haber fijado yo precio a mis servicios, y cabía la posibilidad de que este encargo condujera a otros. Por otro lado, el rostro y la actitud de mi cliente me habían causado una desagradable impresión, y no me parecía que sus explicaciones sobre la tierra de batán bastaran para explicar la necesidad de que yo llegara allí a medianoche ni su extrema ansiedad respecto a la posibilidad de que yo hablara con alguien de mi misión. Sin embargo, deseché todos mis temores, despaché una buena cena, tomé un coche de punto hasta Paddington y di comienzo a mi viaje, tras haber obedecido al pie de la letra mi compromiso de guardar silencio.

»En Reading tuve que cambiar, no sólo de vagón, sino también de estación, pero llegué a tiempo para abordar el último tren con destino a Eyford. Poco después de las once me personé en la pequeña y mal iluminada estación. Fui el único pasajero que se apeó en ella y en el andén no había más que un soñoliento mozo de equipajes con una linterna. Pero al traspasar el portillo vi que mi visitante de la mañana me esperaba entre las sombras al otro lado. Sin pronunciar palabra, aferró mi brazo y me hizo subir apresuradamente a un carruaje cuya puerta había quedado abierta. Subió las ventanillas de ambos lados, dio un golpecito en la estructura de madera y partimos con toda la rapidez que podía conseguir el caballo.

-¿Un caballo? -intervino Holmes.

-Sí, sólo uno.

-¿Se fijó en el color?

-Si, lo vi a la luz de los faroles laterales cuando yo subía al carruaje. Color castaño,

-¿Aspecto fatigado o fresco?

-Fresco y pelo reluciente.

-Gracias. Siento haberle interrumpido. Le ruego que prosiga su interesantísíma narración.

-Emprendimos la marcha, pues, y corrimos al menos durante una hora. El coronel Lysander Stark había dicho que el trayecto sólo era de siete millas, pero yo creería, a juzgar por el promedio que parecíamos llevar y por el tiempo que empleamos, que debían de ser más bien unas doce. Sentado a mi lado, él guardó silencio en todo momento, y advertí más de una vez, al mirar en su dirección, que tenía la vista clavada en mi con gran intensidad. Las carreteras rurales no parecían muy buenas en aquella parte del mundo, pues los baches imprimían un traqueteo terrible. Traté de mirar a través de las ventanas para ver algo de los alrededores, pero eran cristales esmerilados y sólo pude distinguir el resplandor borroso y ocasional de alguna luz ante la que pasábamos. De vez en cuando, me aventuraba a hacer alguna observación para quebrar la monotonía del viaje, pero el coronel sólo contestaba con monosílabos y la conversación no tardaba en extinguirse. Finalmente, sin embargo, las asperezas de la carretera se convirtieron en la crujiente regularidad de un camino de grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysander Stark se apeó de un salto y, al seguirlo yo, me empujó en seguida hacia un porche que se abría ante nosotros. De hecho, nos apeamos del coche para entrar directamente en el vestíbulo, de modo que no me fue posible dirigir la menor mirada a la fachada de la casa. Apenas hube cruzado el umbral, la puerta se cerró pesadamente a nuestra espalda y oí el leve traqueteo de las ruedas al alejarse el carruaje.

»Dentro de la casa reinaba una oscuridad absoluta y el coronel buscó en vano cerillas, mientras rezongaba para sus adentros, pero de pronto se abrió una puerta al otro lado del pasillo y una larga y dorada franja de luz avanzó en nuestra dirección. La franja se ensanchó y apareció una mujer que sostenía una lámpara encendida por encima de su cabeza y avanzaba el cuello para mirarnos. Pude ver que era hermosa y, por el brillo que la luz producía en su vestido oscuro, comprendí que éste era de un género de gran calidad. Dijo unas palabras en un idioma extranjero y en el tono de quien hace una pregunta, y cuando mi acompañante contestó con un brusco monosílabo, ella experimentó tal sobresalto que la lámpara estuvo a punto de caérsele de la mano. El coronel Stark se acercó a ella y le quitó la lámpara, murmurándole algo al oído, y después, empujándola hacia el cuarto del que había salido, avanzó de nuevo hacia mí con la lámpara en la mano.

»-Le ruego que tenga la bondad de esperar unos minutos en esta habitación -me dijo, abriendo otra puerta. Era una habitación pequeña, discreta, amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, en la que había esparcidos varios libros en alemán. El coronel Stark puso la lámpara sobre un armario que había junto a la puerta-. No le haré esperar mucho tiempo -me aseguró, y se desvaneció en la oscuridad.

»Examiné los libros y, a pesar de mi ignorancia del idioma alemán, pude ver que dos de ellos eran tratados científicos y los otros volúmenes de poesía. Entonces me dirigí hacia la ventana, esperando poder echar un vistazo al paisaje rural, pero la cubría un porticón de madera de roble asegurado con recios barrotes. Era una casa asombrosamente silenciosa. Un reloj antiguo dejaba oir un ruidoso tictac en algún lugar del pasillo, pero aparte dc esto reinaba por doquier una quietud mortal. Una vaga sensación de intranquilidad empezó a apoderarse de mí. ¿Quiénes eran aquellos alemanes, y qué hacían en un lugar tan extraño y aislado? ¿Y dónde estaba ese lugar? A unas diez millas de Eyford era todo lo que sabía yo, pero si era al norte, al sur, al este o al oeste, no tenía la menor idea. En este aspecto, Reading, y acaso otras poblaciones importantes, se encontraba dentro de este radio, de modo que tal vez el lugar no estuviera tan aislado, después de todo. No obstante, a juzgar por aquella quietud absoluta no cabía duda de que estábamos en el campo. Paseé de un lado a otro de la habitación, entonando una cancioncilla entre dientes para mantener el ánimo y pensando que me estaba ganando cumplidamente las cincuenta guineas de mis honorarios.

»De pronto, y sin ningún sonido preliminar en medio del profundo silencio, la puerta de mi habitación se abrió lentamente. La mujer se perfiló en la abertura, con la oscuridad del vestíbulo detrás de ella, mientras la luz amarillenta de mi lámpara iluminaba su bellísima y angustiada cara. Pude ver en seguida que estaba aterrorizada, y esta visión provocó también un escalofrío en mi corazón. Mantenía en alto un dedo tembloroso para pedirme silencio y murmuró unas cuantas palabras entrecortadas en un inglés vacilante, con unos ojos como los de un caballo asustado, mirando hacia atrás, hacia las tinieblas a su espalda.

»-Yo me iría -dijo, procurando, según me pareció, hablar con calma-. Yo me iría. Yo no me quedaría aquí. quedarse no es bueno para usted.

»-Pero, señora -repuse-, todavía no he hecho lo que me ha traído aquí. No puedo marcharme sin haber visto la máquina.

»-No merece la pena que espere -insistió ella-. Puede salir por la puerta y nadie se lo impedirá.

»Entonces, al ver que yo sonreía y meneaba la cabeza negativamente, abandonó toda compostura y dio un paso adelante, con las manos entrelazadas.

»-¡Por el amor de Dios! -exclamó-. ¡Márchese de aquí antes de que sea demasiado tarde!

»Pero por naturaleza soy un tanto obstinado y más me empeño en hacer algo cuando se tercia algún obstáculo. Pensé en mis cincuenta guineas, en mi fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Iba a ser todo a cambio de nada? ¿Por qué tenía yo que escabullirme sin haber realizado mi misión y sin cobrar lo que se me debía? Que yo supiera, aquella mujer bien podía ser una monomaniaca. Con una firme postura, por consiguiente, aunque la actitud de ella me había impresionado más de lo que yo quisiera admitir, seguí denegando con la cabeza e insistí en mi intención de quedarme. Estaba ella a punto de reanudar sus súplicas cuando arriba se cerró ruidosamente una puerta y se oyeron los pasos de varias personas en la escalera. Ella escuchó unos instantes, alzó las manos en un gesto de desesperación y desapareció tan súbitamente como silenciosamente se había presentado.

»Los recién llegados eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y grueso, con una barba hirsuta que crecía en los pliegues de su doble papada y que me fue presentado como el señor Ferguson.

»-Es mi secretario y administrador -explicó el coronel-. A propósito, yo tenía la impresión de haber dejado la puerta cerrada hace unos momentos. Temo que le haya molestado la corriente de aire.

»-Al contrario -repliqué-, yo mismo la he abierto, porque este cuarto me parecía un poco cerrado.

»Me lanzó una de sus miradas suspicaces.

»-Pues tal vez sea mejor que pongamos manos a la obra -dijo-. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina.

»-Entonces será mejor que me ponga el sombrero.

»-No vale la pena, pues está aquí en la casa.

»-¿Cómo? ¿Extraen tierra de batán en la misma casa?

»-No, no. La máquina sólo se emplea cuando comprimimos la tierra. ¡Pero esto poco importa!

Lo único que deseamos es que la examine y nos diga qué le pasa.

»Subimos los tres, el coronel delante con la lámpara y detrás el obeso administrador y yo. Era una casa vieja y laberíntica, con corredores, pasillos, estrechas escaleras de caracol y puertas pequeñas y bajas, cuyos umbrales mostraban la huella de las generaciones que los habían cruzado. No había alfombras ni señales de mobiliario más arriba de la planta baja y, en cambio, el estuco se estaba desprendiendo de las paredes y la humedad se filtraba formando manchones de un feo color verdoso. Yo procuraba mostrar una actitud tan despreocupada como me era posible, pero no había olvidado las advertencias de la dama, aunque las dejara de lado, y mantenía una mirada vigilante sobre mis dos acompañantes. Ferguson parecía ser un hombre malhumorado y silencioso, pero, por lo poco que dijo, supe que era por lo menos compatriota mío.

»El coronel Lysander Stark se detuvo por fin ante una puerta baja, cuya cerradura abrió. Había al otro lado un cuarto pequeño y cuadrado, en el que los tres difícilmente podíamos entrar al mismo tiempo. Ferguson se quedó afuera y el coronel me hizo entrar.

»-De hecho -dijo-, nos encontramos ahora dentro de la prensa hidráulica, y seria particularmente desagradable para nosotros que alguien la pusiera en marcha. El techo de este cuartito es en realidad el extremo del pistón descendente, y baja con la fuerza de muchas toneladas sobre este suelo metálico. Afuera, hay unos pequeños cilindros laterales de agua que reciben la presión y que la transmiten y multiplican de la manera que a usted le es familiar. La máquina se pone en marcha, pero hay una cierta rigidez en su funcionamiento y ha perdido algo de su potencia. Tenga la bondad de examinarla y de explicarnos cómo podemos repararla.

»Me entregó su lámpara y yo inspeccioné detenidamente la máquina. Era, desde luego, una prensa gigantesca, capaz de ejercer una presión enorme. Cuando pasé al exterior, sin embargo, y accioné las palancas que la controlaban, supe en seguida, por un ruido siseante, que había una ligera fuga que permitía una regurgitación del agua a través de uno de los cilindros laterales. Un examen mostró que una de las bandas de goma que rodeaban el cabezal de una de las barras impulsoras se había encogido y no cubría por completo el cilindro a lo largo del cual trabajaba. Tal era, claramente, la causa de la pérdida de potencia, y así lo indiqué a mis acompañantes, que escucharon muy atentamente mis observaciones e hicieron varias preguntas concretas sobre lo que debían hacer para reparar la prensa. Una vez se lo hube explicado, volví a la cámara principal de la máquina y le eché un buen vistazo para satisfacer mi curiosidad.

»Al momento resultaba obvio que la historia de la tierra de batán no era más que un embuste, pues resultaba absurdo suponer que se pudiera destinar una máquina tan potente a una finalidad tan inadecuada. Las paredes eran de madera, pero el suelo consistía en una gran plancha de hierro, y cuando la examiné detenidamente pude ver sobre ella una costra formada por un poso metálico. Me había agachado y la raspaba para saber exactamente qué era, cuando oí una sorda exclamación en alemán y vi la faz cadavérica del coronel que me miraba desde arriba.

»-¿Qué está haciendo aquí? -pregunto.

»Yo estaba indignado por haberme dejado engañar por una historia tan rebuscada como la que me había contado.

»-Estaba admirando su tierra de batán -repliqué-. Creo que podría aconsejarle mejor respecto a su máquina, si supiera exactamente con qué propósito ha sido utilizada.

»Apenas había pronunciado estas palabras, lamenté la franqueza de las mismas. El rostro del coronel pareció endurecerse y una luz amenazadora bailó en sus ojos grises.

»-Muy bien -dijo-, pues va a saberlo todo acerca de ella.

»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla y dio vuelta a la llave en la cerradura. Me precipité hacia ella y forcejeé con la manija, pero era una puerta muy segura y no cedió en lo más mínimo, pese a mis patadas y empujones.

»-¡Oiga! -grité-. ¡Oiga, coronel! ¡Déjeme salir!

»Y entonces, en el silencio, oyóse de pronto un ruido que hizo agolpar la sangre en mi cabeza. Era el chasquido metálico de las palancas y el silbido del escape en el cilindro. Había puesto la máquina en marcha. La lámpara se encontraba todavía en el suelo metálico, donde la había colocado al inspeccionarlo. Su luz me permitió ver que el negro techo descendía sobre mí, lentamente y a sacudidas, pero, como nadie podía saber mejor que yo, con una fuerza que al cabo de un minuto me habría reducido a una papilla informe. Me abalancé, chillando, contra la puerta y forcejeé con la cerradura. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el implacable ruido de las palancas sofocó mis gritos. El techo se encontraba tan sólo a tres o cuatro palmos de mi cabeza; levanté la mano y pude palpar su dura y áspera superficie. Acudió entonces a mi mente la idea de que la condición dolorosa de mi muerte dependería muchísimo de la posición con la que yo la esperase; si me echaba boca abajo el peso gravitaría sobre mi columna vertebral. Me estremecía al pensar en el espantoso chasquido al romperse. Tal vez resultara más fácil hacerlo al revés, pero ¿tendría la sangre fría necesaria para contemplar, echado, aquella mortal sombra negra que descendía, oscilante, sobre mí? Ya no me era posible mantenerme de pie, cuando mi vista captó algo que devolvió un soplo de esperanza a mi corazón.

»He dicho que, aunque el suelo y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al dar una última y apresurada mirada a mí alrededor, vi una fina línea de luz amarilla entre dos de las tablas, línea que se ensanchó más y más al correrse hacia atrás un pequeño panel. Por un instante apenas pude creer que hubiese de veras una puerta que me alejara de la muerte. Un momento después, me lancé a través de la abertura y me desplomé, medio desmayado, al otro lado de ella. El panel se había cerrado de nuevo detrás de mí, pero la rotura de la lámpara y, momentos después, el choque entre las dos planchas metálicas, me indicaron bien a las claras que había escapado por los pelos.

»Me hizo volver en mí un frenético tirón en mi muñeca, y me encontré echado en el suelo de piedra de un estrecho corredor, con una mujer agachada que tiraba de mí con la mano izquierda, mientras sostenía una vela con la derecha. Era la misma buena amiga cuya advertencia había despreciado con tanta imprudencia.

»-¡Vamos, vamos! -exclamó casi sin aliento-. Estarán aquí dentro de un momento y descubrirán su ausencia. ¡Por favor, no pierda un tiempo tan precioso y venga!

»Esta vez, al menos, no eché en saco roto su consejo. Me levanté, tambaleándome, y corrí con ella a lo largo del pasillo, para bajar después por una escalera de caracol. Esta conducía a otro pasillo ancho y, apenas llegamos a él, oímos el ruido de pies que corrían y gritos de dos voces -una que contestaba a la otra- desde la planta en que nos encontrábamos y desde el piso de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor, como la persona que llega al término de sus recursos. Abrió entonces una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana la luna brillaba espléndidamente.

»-Es su única posibilidad -dijo-. Es alto, pero tal vez usted sea capaz de saltar.

»Mientras hablaba, se dejó ver una luz en el extremo más distante del pasillo, y vi la magra silueta del coronel Lysander Stark que corría hacia nosotros con una linterna en una mano y un arma parecida a un cuchillo de carnicero en la otra. Crucé precipitadamente el dormitorio, abrí de par en par la ventana y miré al exterior. El jardín no podía parecer más tranquilo, agradable y acogedor a la luz de la luna, y la altura no podía superar los quince pies. Trepé al alféizar pero vacilé antes de saltar, hasta haber oído lo que pasaba entre mi salvadora y el malvado que me perseguía. Si la maltrataba, yo estaba dispuesto, a cualquier precio, a correr en su ayuda. Apenas acababa de imponerse este pensamiento en mi mente, cuando él ya se encontraba en la puerta, forcejeando con la mujer para abrirse camino, pero ella le rodeó con los brazos y trató de contenerlo.

»-¡Fritz! ¡Fritz! -gritó. Y en inglés le dijo-: Recuerda lo que prometiste la última vez. Dijiste que no volvería a pasar. ¡El no hablará! ¡Te digo que no hablará!

»-¡Estás loca, Elise! -gritó él a su vez, luchando para desprenderse de ella-. Será nuestra ruina. Ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo!

»La empujó a un lado y, precipitándose hacia la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo había atravesado la ventana y me sujetaba con ambas manos, colgando del alféizar, cuando descargó su golpe. Noté un dolor sordo, mis manos se distendieron y caí al jardín.

»Me sentí conmocionado pero no lesionado por la caída, de modo que me levanté y eché a correr con todas mis fuerzas a través de los matorrales, pues comprendía que todavía distaba mucho de poder considerarme fuera de peligro. Sin embargo, mientras corría me invadió de pronto una violenta sensación de mareo, acompañada de náuseas. Miré mi mano, que experimentaba dolorosas pulsaciones, y vi entonces, por primera vez, que mi pulgar había sido seccionado y que la sangre brotaba de mi herida. Me las arreglé para atar mi pañuelo a su alrededor, pero noté un repentino zumbido en mis oídos y un momento después yacía entre los rosales, víctima de un profundo desmayo.

»No me es posible decir cuánto tiempo permanecí inconsciente. Debió de ser mucho tiempo, pues al volver en mí la luna se había puesto y despuntaba ya una radiante mañana. Mis ropas estaban empapadas por el rocío y la manga de mi chaqueta manchada por la sangre procedente de mi pulgar amputado. El dolor que sentía en la herida me recordó en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me puse en pie con la sensación de que muy difícilmente podía estar a salvo de mis perseguidores. Pero, con gran asombro por mi parte, cuando me decidí a mirar a mi alrededor, no había ni casa ni jardín a la vista. Había estado tumbado junto a un seto próximo a la carretera; un poco más abajo había un edificio de construcción baja y alargada que, al aproximarme, resultó ser la misma estación a la que yo había llegado la noche anterior. De no ser por la fea herida en mi mano, todo lo ocurrido durante aquellas terribles horas bien hubiera podido ser una pesadilla.

»Medio aturdido, entré en la estación y pregunte por el tren de la mañana. Habría uno con destino a Reading antes de una hora. Observé que estaba de servicio el mismo mozo de estación al que vi cuando llegué yo, y le pregunté si había oído hablar del coronel Lysander Stark. El nombre le era desconocido. ¿No había observado, la noche antes, un carruaje que me estaba esperando? No, no lo había visto. ¿Había un puesto de policía cerca de allí? Había uno, a unas tres millas de distancia.

»Era demasiado trecho para mí, débil y enfermo como me sentía. Decidí esperar hasta volver a la ciudad antes de contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué, de modo que lo primero que hice fue pedir que me curasen la herida y después el doctor ha tenido la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos y haré exactamente lo que usted me aconseje.

Los dos permanecimos sentados y en silencio un buen rato, después de oír su extraordinaria narración. Finalmente, Sherlock Holmes extrajo de la estantería uno de los gruesos libros de aspecto corriente en los que colocaba sus recortes.

-Hay aquí un anuncio que le interesará -dijo-. Apareció en todos los periódicos hace cosa de un año. Escuche esto: «Desaparecido, a partir del nueve del corriente, Jeremiah Haydling, de veintiséis años, ingeniero de obras hidráulicas. Salió de su domicilio a las diez de la noche y desde entonces no se ha sabido de él. Vestía… » ¡Ajá! Esto indica la última vez, sospecho, que el coronel necesitó reparar su máquina.

-¡Cielos! -exclamó el paciente-. Entonces, esto explica lo que dijo la joven.

-Indudablemente. Está bien claro que el coronel es un hombre frío y desesperado, absolutamente decidido a que nada le obstaculice el camino en su juego, como aquellos piratas encallecidos que no dejaban ningún superviviente en el barco que capturaban. Bien, ahora cada momento es precioso, por lo que, si usted se siente con fuerzas para ello, iremos en seguida a Scotland Yard como preliminar a nuestra visita a Eyford.

 

Unas tres horas después nos encontrábamos todos en el tren, en el trayecto desde Reading hasta el pueblecillo de Berkshire. Éramos Sherlock Holmes, el ingeniero de obras hidráulicas, el inspector Bradstreet de Scotland Yard, un agente de paisano y yo. Bradstreet había desplegado un mapa del condado sobre el asiento y con un compás se dedicaba a trazar un círculo con Eyford como centro.

-Ya ven ustedes -dijo-. Este círculo ha sido trazado con un radio de diez millas respecto al pueblo. El lugar que nos interesa debe de estar próximo a esta línea. ¿Dijo diez millas, verdad, señor?

-Fue una hora de trayecto bien larga.

-¿Y usted cree que le llevaron de nuevo al punto de partida, cuando estaba inconsciente? -Tuvieron que hacerlo. Tengo también el confuso recuerdo de haber sido levantado y conducido a alguna parte.

-Lo que no logro comprender -dije yo- es por qué le respetaron la vida cuando lo encontraron desmayado en el jardín. Tal vez el villano se ablandó ante las súplicas de la mujer.

-Esto no me parece nada probable. En toda mi vida he visto un rostro más inexorable.

-Muy pronto aclararemos todo esto -aseguró Bradstreet-. Bien, yo he dibujado mi circulo, y lo único que desearía saber es en qué punto se puede encontrar a la gente que andamos buscando.

-Creo que yo podría señalarlo -manifestó tranquilamente Holmes.

-¿De veras? -exclamó el inspector-. ¿De modo que ya se ha formado su opinión? Vamos a ver quien está de acuerdo con usted. Yo digo que está al sur, pues la campiña allí está más solitaria.

-Y yo digo al este -aventuró mi paciente.

-Yo me inclino por el oeste -observó el agente de paisano-. Hay allí unos cuantos pueblecillos muy tranquilos.

-Y yo por el norte -declaré-, porque allí no hay colinas y nuestro amigo asegura que no notó que el coche subiera ninguna cuesta.

-¡Vaya diversidad de opiniones! -exclamó el inspector, riéndose-. Entre todos hemos agotado las posibilidades del compás. ¿Y usted, a quien concede su voto decisorio?

-Todos ustedes están equivocados -afirmó Holmes.

-¡Es imposible que lo estemos todos!

-Ya lo creo que sí. Este es mi punto. -Puso el dedo en el centro del círculo-. Aquí es donde los encontraremos.

-Pero ¿y el trayecto de doce millas? -dijo Hatherley estupefacto.

-Seis de ida y seis de vuelta. Nada puede ser más simple. Antes ha dicho que, al subir usted al carruaje, observó que el caballo estaba tranquilo y tenía el pelo reluciente. ¿Cómo se explicaría esto, tras un recorrido de doce millas por caminos intransitables?

-Desde luego, es un truco que no deja de ser probable -observó Bradstreet pensativo-. De lo que no puede haber duda es acerca de la naturaleza de esta pandilla.

-Ni la menor duda -dijo Holmes-. Son falsificadores de moneda a gran escala que utilizan la máquina para prensar la aleación que sustituye la plata.

-Sabíamos desde hace tiempo que actuaba una banda bien organizada -explicó el inspector-. Han estado acuñando monedas de media corona a millares. Incluso les seguimos la pista hasta Reading, pero no nos fue posible llegar más lejos, pues habían disimulado sus huellas de una manera que indicaba su gran veteranía. Pero ahora, gracias a esta afortunada oportunidad, creo que los tenemos bien atrapados.

Pero el inspector se equivocaba, pues aquellos criminales no tenían como destino el de caer en manos de la policía. Al entrar el tren en la estación de Eyford, vimos una gigantesca columna de humo que ascendía por detrás de una pequeña arboleda cercana y se cernía sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz.

-¿Una casa incendiada? -preguntó Bradstreet, mientras el tren proseguía su camino.

-Sí, señor -contestó el jefe de estación.

-¿Cuándo se ha producido?

-He oído decir que ha sido durante la noche, pero ha ido en aumento y todo el lugar es una hoguera.

-¿De quién es la casa?

-Del doctor Beecher.

-Dígame -intervino el ingeniero-, ¿el doctor Beecher es alemán, un hombre muy delgado y con una nariz larga y ganchuda?

El jefe de estación se rió con ganas.

-No, señor. El doctor Beecher es inglés y no hay hombre en toda la parroquia que tenga mejor relleno bajo el chaleco. Pero vive en su casa un señor, un paciente según tengo entendido, que es extranjero y que da la impresión de que le convendría un buen bisté del Berkshire.

No había terminado su explicación el jefe de estación cuando ya nos dirigíamos todos, presurosos, hacia el fuego. La carretera ascendía a lo alto de una colina y apareció ante nosotros un gran edificio de paredes encaladas del que brotaban llamas por todas las ventanas y aberturas, mientras en el jardín anterior tres coches de bomberos trataban en vano de sofocar el incendio.

-¡Es aquí! -gritó Hatherley muy excitado-. Allí está el camino de entrada, y allá los rosales donde yacía yo. Aquella segunda ventana es la que utilicé para saltar.

-Al menos -dijo Holmes- se vengó usted de ellos. No cabe la menor duda de que fue su lámpara de aceite la que, al ser aplastada por la prensa, prendió fuego a las paredes de madera, aunque tampoco cabe duda de que estaban demasiado excitados persiguiéndole a usted, para darse cuenta de ello en aquel momento. Y ahora mantenga los ojos bien abiertos y busque, entre esta multitud, a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que en estos momentos se encontrarán a un buen centenar de millas de distancia.

Los temores de Holmes se hicieron realidad, pues hasta el momento no se ha oído ni una sola palabra de la hermosa mujer, el siniestro alemán o el huraño inglés. Aquella mañana, a primera hora, un campesino había visto un carruaje en el que viajaban varias personas y que transportaba unas cajas muy voluminosas, dirigirse con rapidez hacia Reading, pero allí desaparecía toda traza de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de averiguar la menor pista de su paradero.

Los bomberos se habían sentido muy desconcertados ante la extraña disposición del interior de la casa, y todavía más por el descubrimiento de un dedo pulgar humano, recientemente amputado, en el alféizar de una ventana del segundo piso. Al atardecer, sin embargo, sus esfuerzos se vieron por fin recompensados y lograron sofocar las llamas, pero no antes de que se hubiera derrumbado el techado y de que todo el lugar hubiera quedado reducido a una ruina tan absoluta que, con la excepción de unos cilindros y unos tubos metálicos retorcidos, no quedaba ni el menor vestigio de la maquinaria que tan cara le había costado a nuestro infortunado amigo. Se descubrieron grandes cantidades de níquel y estaño en un edificio exterior, pero no se encontraron monedas, lo que tal vez explicara la presencia de aquellas voluminosas cajas que ya han sido citadas.

De cómo había sido trasladado nuestro ingeniero especializado en hidráulica desde el jardín hasta el lugar donde volvió en si, tal vez se hubiera mantenido como un misterio para siempre a no ser por el blando musgo que nos contó una versión bien sencilla. Era evidente que lo habían transportado dos personas, una de las cuales tenía unos pies notablemente pequeños y la otra unos pies extraordinariamente grandes. En resumidas cuentas, era lo más probable que el silencioso inglés, menos osado o menos sanguinario que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a transportar al hombre inconsciente hasta un lugar menos comprometido para ellos.

-Bien -dijo nuestro ingeniero con una sonrisa forzada, al ocupar nuestros asientos para regresar a Londres-, ¡yo sí que he hecho un buen negocio! He perdido mi dedo pulgar y también unos honorarios de cincuenta guineas. ¿Y qué he ganado?

-Experiencia -repuso Holmes, riéndose-. Indirectamente, sepa que puede resultarle valiosa. Le basta con traducirla en palabras para conseguir la reputación de ser un excelente conversador durante el resto de su existencia.

FIN

 

pintores: Pearl Frush

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Pearl Frush

Como uno de los tres mejores mujeres pin-up y pin-up artistas en el mercado del arte calendario a mediados de siglo, Pearl Frush fácilmente inspiraba el respeto de los directores de arte, editores, directores de ventas, y las impresoras con las que trabajaba.

Sin embargo, debido a que trabajó sobre todo en la acuarela y el gouache, sus originales rara vez se podía reproducir en cantidades suficientemente grandes para ella para lograr la aclamación popular. Un examen detallado de su trabajo, sin embargo, revela un talento para meticulosamente realistas imágenes comparables a las del mucho más conocido de Alberto Vargas .

Mas en : PAGINA DIBUJOS PIN UP

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conan doyle 5. Espanto en las alturas

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Arthur Conan Doyle  Espanto en la Alturas

En el que se transcribe el manuscrito conocido con el nombre de Notas Fragmentarias de Joyce—Amstrong.

Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la idea de que el relato extraordinario conocido con el nombre de Notas—fragmentarias de Joyce—Armstrong, sea una complicada y macabra broma tramada por un desconocido que poseía un sentido perverso del humorismo. Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación. Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar, diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce—Armstrong, no puede ponerse ni por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a míster Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que en el documento se describe.

Las Notas fragmentarias de Joyce—Armstrong fueron encontradas en el campo conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día 15 del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja con el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa de palo de rosa, cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último, distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco abultado, con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles, algunas de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la que debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las buscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo relato. El peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al doctor H. M. Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la necesidad de que tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra actualmente.

Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la página final en que termina el relato: sin embargo, su pérdida no le hace perder coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como aeronauta poseía míster Joyce—Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en otras fuentes, siendo cosa reconocida por todos que nadie le superaba entre los muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Míster Joyce—Armstrong gozó durante muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de poner a prueba varios dispositivos nuevos entre los que está incluido el hoy corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del manuscrito está escrita con tinta y buena letra. pero, unas cuantas líneas del final lo están a lápiz y con letra tan confusa, que resultan difíciles de leer. Para ser exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna, de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce—Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos de nuestros detectives.

Digamos ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este relato que hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en verdad algo de Joyce—Armstrong, era éste un poeta y un soñador, además de mecánico e inventor. Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena parte de ella en su afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de Devizes tenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso del año pasado realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado y sufría de accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los demás. El capitán Dangerfield, que era quien más a fondo le trataba, afirma que en ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir contornos de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su costumbre de llevar una escopeta en su aeroplano.

Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo en sus facultades el accidente del teniente Myrtle. Éste había caído desde una altura aproximada de treinta mil pies, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su cabeza. Joyce—Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa: ¿Quieren decirme adónde fue a parar la cabeza de Myrtle?

En otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después de escuchar las opiniones que allí se fueron exponiendo acerca de los baches aéreos, la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno para exponer su opinión, se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la impresión de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus compañeros.

No estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares, después de la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo arreglado con tal exactitud que parece indicar que había tenido una fuerte premonición de la catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar la narración al pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado cuaderno:

«Sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond, pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba; pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres hueros y vanidosos, que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los veinte mil pies de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro, dando siempre por bueno el que mis barruntos y corazonadas sean exactos.

La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que sobrevolar los Alpes fue juzgado hazaña extraordinaria. En la actualidad, la norma corriente es inconmensurablemente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de altura se han acometido sin daño alguno. Los treinta mil pies han sido alcanzados una y otra vez sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos. Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau—Biarritz, en Francia: la otra queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de Homburg—Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores. Claro está que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no me quedé en modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de Verrier en Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona, pero nunca se descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de Baxter, que desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro fueron descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury, que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara que un momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el aparato, que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea perpendicular hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás habría creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de Baxter. Se publicaron en los periódicos cartas, pero no se llegó a nada concreto. Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry Connor. ¡Qué cacareo se armó a propósito del misterio sin resolver que se encerraba en los aires. y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los periódicos populares; pero qué, poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo del problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De qué murió? Enfermedad cardíaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo Venables? Venables fue el único que estaba a su lado cuando Connor murió. Dijo que el piloto temblaba y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un susto terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué fue lo que le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables; una palabra que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no consiguieron sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de miedo, tal y como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creen ustedes —cree en realidad nadie— que la fuerza de la caída desde lo alto puede arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien; quizá eso sea posible pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle le ocurriese una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban manchadas sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me hicieron meditar, aunque, a decir verdad. ya pensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado a cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la suficiente
—¡cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta! En la actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul Veroner, con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar fácilmente mañana mismo los treinta mil pies. Llevaré mi escopeta al tratar de superar esa marca, y quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna. Quien no quiera correr peligros es mejor que renuncie por completo a volar y que se acoja a las zapatillas de franela y al batín. Pero yo haré mañana una visita a la selva de la atmósfera, y si hay algo oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, me habré convertido en hombre bastante célebre. Si no regreso este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de chácharas tontas acerca de accidentes ni de misterios.

Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en los primeros días de la aviación. Empezando porque no le perjudica la humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde lo mismo que responde a las riendas un caballo de boca blanda. El motor es un Robur de seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos. Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades, se timonea mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve se quedará helado o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.

Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba con toda suavidad. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi instantáneamente en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor se calentase; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, horizontalicé los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de ocho o diez millas; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a la presión atmosférica conforme se sube.

El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando en cuando llegaban por el Sudoeste súbitas ráfagas de viento. Una de ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió distraído y casi me hizo cambiar de dirección por un instante. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el altímetro señalaba los tres mil pies, empezó a caer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten por lo menos el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!

A eso de las nueve y media me estaba yo aproximando a las nubes. Allá abajo, convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de dos mil pies, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigir el aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima mío y con un suelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.

Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea, distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme profundidad por debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me encontraba.

Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato de nubes sobre mí. Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido subiendo de manera constante la fuerza del viento hasta convertirse en una fuerte brisa de veintiocho millas por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi altímetro sólo señalaba los nueve mil pies. El motor funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto, y la aguja del barógrafo señalaba los doce mil ochocientos pies. Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo runruneo de mi motor y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones, como en el marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas, que no les queda tiempo para preocuparse de sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas. A los quince mil pies, la mía señalaba hacia Occidente,
con un punto de desviación hacia el Sur; pero el sol y el viento me proporcionaron la orientación exacta.

Esperaba encontrar en semejantes alturas una inmovilidad absoluta; pero a cada mil pies de nueva elevación, el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato gruñía y se estremecía en todas sus junturas y remaches cuando se ponía de cara al viento, y era arrastrado lo mismo que una hoja de papel cuando yo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior quizá a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliese a la superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.

Cuando alcancé los diecinueve mil pies de altura, a eso del mediodía, el viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación los sostenes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se aflojasen. Llegué incluso a soltar el paracaídas que llevaba detrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo hay, sin duda alguna, de divino en el hombre mismo para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle impuestas por la creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?

Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, y el país de nubes que quedaba por debajo de mí se hundía a distancia tal, que los pliegues y montículos de plata habían quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora riada de viento de que he hablado ya, tenía, según parece, dentro de su corriente, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente y sin un segundo de advertencia hasta el corazón de uno de ellos. Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca chimenea que formaba el eje de aquél. Caí lo mismo que una piedra, y perdí casi mil pies de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación de que el descenso se retardaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión en el vértice mismo. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante después salí como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente por el firmamento abajo. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo por la espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar el punto de peligro del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima suyo. Muy poco después de la una me encontraba a veintiún mil pies sobre el nivel del mar. Vi jubiloso que había salido por encima del huracán, y que el aire se iba calmando más y más a cada cien metros que subía.

Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del gas reconfortante. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar a medida que me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en menor grado de Coxnvell, cuando, en 1862, llegaron en su ascensión en globo hasta la altura de treinta mil pies, fue causada por la extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo siguiendo una suave cuesta arriba, acostumbrándose de ese modo, por una graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los treinta mil pies no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin exagerada fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado Fahrenheit. A la una y media me hallaba yo casi a siete millas por encima de la superficie de la tierra, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías, empezó a fallar otra vez, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Se me angustió el corazón temiendo que iba a fracasar.

Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que pasaba por mi lado y que se me adelantaba algo sibilante que dejaba un reguero de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego, recordé que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas sería habitable si ésas piedras no se convirtiesen casi siempre en vapor al entrar en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba acercándome a la marca de los cuarenta mil pies. No me cabe la menor duda de que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.

La aguja de mi barógrafo marcaba cuarenta y un mil trescientos pies, cuando me di cuenta de que ya no podía seguir subiendo. Físicamente, el esfuerzo no era todavía tan grande que me resultase insoportable; pero mi aparato sí que había llegado a su límite. El aire rarificado no presentaba seguro apoyo a las alas, y el menor movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; también sus controles respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una manera perfecta, habríamos podido subir otro millar de pies, pero seguía teniendo fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si yo no había alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los cuarenta mil pies, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar con cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba absolutamente limpio sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.

He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El cazador que penetra en una selva terrestre, la atraviesa cuando busca levantar caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea cuya existencia yo había supuesto tenía que caer más o menos por encima del Wiltshire. En ese caso, debía de estar hacia el Sur y el Oeste de donde yo me encontraba. Me orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible punto alguno de la Tierra. Únicamente se distinguía la lejana llanura plateada de nubes. Sin embargo, obtuve mi dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi provisión de gasolina no duraría sino otra hora más o menos; pero podía permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier momento lanzarme en un planeo ininterrumpido y magnífico que me condujese hasta la superficie de la Tierra.

De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que una materia orgánica infinitamente tenue flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero sin vida, como algo difuso y en iniciación, que se extendía por muchos acres cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el jueves pasado?

Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era ligeramente sonrosado con venas de un fino color verde; pero el conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.

Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme colgaban dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia atrás y hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa majestad, por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de jabón, y se deslizó majestuosa por su ruta.

Yo había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de una manera instantánea, me encontré en medio de una verdadera escuadra de otros iguales, de todos los tamaños, aunque ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran pequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menos el volumen de un globo corriente, con idéntica curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una finura de grano y de color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de mejor calidad. Los matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos mostraban encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus formas delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres, formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y desconocidos del océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra tierra.

Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes de las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas, delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que apenas mis ojos podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían veinte o treinta pies de largura, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las circundaba. Esas serpientes aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable, que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me lo sugirieron los bellos seres acompañados que los habían precedido. Su contextura no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al romperse.

Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por vez primera, me pareció pequeña; pero se fue agrandando rápidamente a medida que se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de pies cuadrados de volumen. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa, tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo que había visto anteriormente. Se advertían también más detalles de que poseía una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la curvatura y la crueldad del pico de un buitre.

El aspecto total de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura sombrío e irritado, tan espeso, que, al interponerse entre mi monoplano y el sol, proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se distinguían tres grandes salientes que sólo se me ocurre comparar con enormes burbujas, y al contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún gas extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y semisólida que flota en el aire rarificado. Aquel ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendo fácilmente su misma velocidad: me dio escolta horrible en un trecho de más de veinte millas, cerniéndose sobre mí como ave de presa que espera el instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistema de avance —tan rápido que no era fácil seguirlo— consistía en proyectar delante de él un saliente largo y gelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo contorsionante. Era tan elástico y gelatinoso, que no ofrecía en dos momentos sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía más amenazador y repugnante.

Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes, vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su glutinosidad rencorosa. Lancé mi monoplano en picada hacia abajo para huir de aquello. Al hacer yo esa maniobra, con la rapidez de un relámpago se disparó desde aquella masa de burbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un trallazo sobre la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre el motor caldeado, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma rapidez, mientras que el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido de un dolor súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobre mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que habría cortado una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida al anillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieron en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un instante de aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por una de mis botas y me dio tal tirón, que casi me hizo caer de espaldas.

En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo que atacar a un elefante con un tirador, pues no se podía suponer que ningún arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda explosión al ser perforada por las postas de mi escopeta. Había acertado en mi suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las distendía con su fuerza elevadora; el cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y jadeaba, presa de una furia espantosa.

Pero yo había huido, lanzándome por el plano más escarpado que me atreví a buscar; mi motor a toda marcha y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza de gravedad, me lanzaron hacia la tierra lo mismo que un aerolito. Al volver la vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta fundirse en el azul del firmamento que tenía detrás. Yo me encontraba fuera de la selva mortal de la región exterior de la atmósfera.

Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque no hay nada que destroce tan rápidamente a un avión como el lanzarse con toda la potencia del motor en marcha desde gran altura. Fue el mío un vuelo planeado magnífico, en espiral, desde casi ocho millas de altura primero, hasta el nivel del banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y, por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto también el espanto de las alturas; una belleza mayor y un espanto mayor que ésos no están al alcance del hombre.

Pues bien: tengo el proyecto de volver a esas alturas antes de anunciar al mundo lo que he descubierto. Me mueve a ello el que necesito poder mostrar algo tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que llevo relatado. Es cierto que no tardarán otros en seguir mi camino y traerán la confirmación de lo que yo he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas burbujas iridiscentes y encantadoras del aire. Se dejan arrastrar tan lentamente en su carrera, que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en cortarles el paso. Es muy probable que se disolverían en las capas más densas de la atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo podría traerme a la tierra sería un montoncito de jalea amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcionaría consistencia a mi relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que esos espantables seres purpúreos abunden. Es probable que no tropiece con ninguno; pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos, dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar…»

Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras grandes e inseguras, aparecen estas líneas:

«Cuarenta y tres mil pies. No volveré ya a ver de nuevo la tierra. Por debajo de mí hay tres de esos
seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!»

Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce—Armstrong. De su autor nada ha vuelto a saberse. En el coto de míster Budd—Lushington, en los límites de Kent y de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, han sido recogidas algunas piezas de su monoplano destrozado. Si la hipótesis del desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama la selva aérea en un espacio limitado de las regiones atmosféricas que quedan encima del Sudoeste de Inglaterra resulta exacta, se deduciría de ello que Joyce—Armstrong lanzó su monoplano a toda velocidad para salir de la misma, pero que fue alcanzado y devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la atmósfera exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos restos dolorosos. Una persona que apreciase su equilibrio cerebral preferiría no hacer hincapié en el cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad cielo abajo, perseguido por los seres espantosos e innominados que se deslizaban con igual rapidez por debajo de él, cortándole siempre el camino de la tierra y estrechando el cerco de su víctima gradualmente. Sé muy bien que son muchos los que todavía toman a chacota los hechos que acabo de relatar; pero incluso quienes se mofan tendrán que reconocer por fuerza que Joyce—Armstrong ha desaparecido, y yo les recomendaría que hiciesen caso de las palabras que él escribió: «Este cuaderno puede servir de explicación de lo que estoy intentando y de cómo perdí mi vida en el intento. Pero, por favor, que se dejen de chácharas y no hablen de accidentes y de misterios».