Biblioteca armonica: universos

tumblr_moal8fbtAm1r4zr2vo1_r1_500

Otro libro de ciencia, multiple y extraordinario  que da que pensar:

Situado en la interfaz entre las ideas más audaces de la física actual y las preguntas más profundas acerca del universo, este libro es una colección de ensayos sobre las ideas más especulativas de la física de vanguardia. ¿Qué hay más allá del límite del Universo? ¿Podremos vivir eternamente? ¿Encontraremos alguna vez a un extraterrestre? ¿Qué sucedió antes del Big Bang? Estas son solo algunas de las provocativas preguntas que se plantea Marcus Chown para explicarnos las fascinantes ideas surgidas de la mente de los más heterodoxos científicos actuales.

Aprenderemos que, según un destacado físico, trillones de años después de haber muerto resucitaremos instantáneamente y ante nosotros se extenderá una eternidad subjetiva de existencia: los días interminables de estar muerto; que el Big Bang lo pudo haber provocado la colisión de dos universos-isla; que en alguna parte del multiverso existe una copia exacta de cada uno de nosotros, o mejor dicho, infinitas versiones que en un número infinito de universos viven todas las vidas posibles; que escudriñar el universo en busca de señales de radio no es seguramente la mejor manera de buscar extraterrestres; que un solo número, el llamado número Omega, puede contener la respuesta a todas las preguntas que podemos llegar a plantearnos; que la más ampliamente aceptada teoría del Universo implica que Elvis Presley nunca murió; y que es posible que el universo haya surgido a partir de un algoritmo informático de apenas cuatro líneas de longitud.

Chown aborda sin temor las grandes cuestiones sobre la naturaleza del Universo, de la realidad y del lugar de la vida en el Universo. Sostiene que es un privilegio estar vivo hoy, porque no solo estamos en posesión de un conocimiento acerca del Universo por el cual muchos grandes pensadores de generaciones anteriores habrían dado la vida, sino que existe la posibilidad de que en un futuro próximo podamos dar respuesta a algunas de las preguntas realmente fundamentales acerca del mundo en que vivimos. En el fondo, subraya Chown, la ciencia de primera línea trata de aquellas cuestiones más prácticas y que más nos importan: ¿De dónde viene el Universo? ¿De dónde venimos nosotros? ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?

El libro para comprar aqui.

Biblioteca Armonica: Universo

tumblr_mtbvkrRwNL1r4zr2vo2_r2_500

Otro espectacular enfoque  en un libro unico de nuestra Biblioteca.

Desde los constituyentes fundamentales de la materia a la estructura a gran escala del universo, desde los principios básicos de la relatividad general a las pruebas de la teoría del Big Bang, todas las cuestiones clave de la cosmología contemporánea se abordan en este libro de un modo claro y con muchos recursos que facilitan la comprensión. Thuan describe las cosmologías que precedieron históricamente a la actual visión científica del cosmos: el universo mágico de los hombres de las cavernas, el antiguo concepto chino, egipcio y mesopotámico del universo, el cosmos matemático introducido por los pitagóricos y el universo heliocéntrico de Copérnico.

Pero el interés de esta obra no se reduce a ser una síntesis de nuestros conocimientos sobre el universo y su evolución. Uno de los puntos más interesantes para el lector no especializado es que el autor aborda frontalmente cuestiones que demasiado a menudo se consideran tabú en el ámbito científico: ¿Tiene un sentido el universo? ¿Se nos revelará algún día la esencia del universo en toda su realidad? ¿Lograremos desvelar el secreto de su verdadera melodía? ¿Cómo, de lo infinitamente pequeño ha surgido lo infinitamente grande? ¿Cómo este universo inmenso con cientos de miles de millones de galaxias ha podido brotar desde la nada y el vacío microscópico? ¿Y cómo, gracias a la alquimia creadora de las estrellas y a la existencia de los planetas, han surgido la vida y la conciencia?

Las estrellas son nuestros verdaderos ancestros; las partículas que nos constituyen son las mismas partículas que existían en el comienzo del universo y que se formaron en estos gigantescos crisoles que son las estrellas. Para Thuan, el descubrimiento de que somos polvo de estrellas es uno de los hallazgos más grandes y poéticos de la ciencia contemporánea.

El examen del origen y la naturaleza del universo suscita inevitablemente una serie de cuestiones filosóficas, y Thuan las aborda abiertamente y sin eludir el espinoso tema de las implicaciones metafísicas y religiosas de la cosmología. Para él, la ciencia es un punto de vista sobre el mundo que no es incompatible con otros puntos de vista más intuitivos y poéticos, incluso místicos.

El libro para comprar aqui.

cuentos rusos 8

tumblr_mtjk9sHStw1r4zr2vo2_r1_500

Vladímir Korolenko :El ruido del bosque

I

El bosque estaba agitado.

Siempre había ruido en aquel bosque, un ruido regular, sordo, como el eco de las campanas lejanas; tranquilo y vago, como una dulce romanza sin palabras, como un recuerdo del pasado. Siempre había ruido en aquel bosque, porque era muy viejo y no lo había tocado jamás el hacha de los leñadores. Los altos pinos seculares, con sus rojos troncos poderosos, se alzaban como un ejército sombrío, estrechando sus copas verdes en bóvedas espesas.

Abajo había calma y olía a alquitrán. A través del tapiz de verdes agujas que cubría la tierra crecían helechos anchos y fantásticos, completamente inmóviles. En los sitios húmedos, altas hierbas verdes. Las flores humildes inclinaban, cansadas, sus pesadas cabecitas. Pero en lo alto, incesantemente, sin interrupción, se oía el ruido del bosque, lanzando suspiros dolorosos.

Ahora estos suspiros se hacen cada vez más fuertes y profundos. Yo, montado en mi caballo, caminaba por un estrecho sendero forestal. Aunque no podía ver el cielo, adivinaba, por la obscuridad del bosque, que allá en lo alto iban amontonándose gruesas nubes. La hora era bastante avanzada. Algunos rayos de sol perforaban el espeso follaje; pero sobre los árboles descendía ya la obscuridad.

Se avecinaba el huracán.

Era inútil pensar en la caza; yo cifraba mi dicha en poder llegar, antes del huracán, a un abrigo cualquiera donde pasar la noche.

Mi caballo golpeaba con los cascos las raíces desnudas de los árboles, y alargando las orejas escuchaba con ansiedad el ruido del bosque. También él estaba impaciente y apresuraba el paso.

Se oyó el aullido de un perro. A través de los árboles, ahora más distanciados, se veían las paredes blancas de una choza de cuyo tejado salía un humo azul. La choza, inclinada, con su techo de paja ennegrecida, se guarecía, como tras un muro, entre los troncos rojos. Parecía querer esconderse bajo la tierra, y los esbeltos y soberbios pinos inclinaban sobre ella sus copas majestuosas. En medio del calvero, muy apretadas, había un grupo de encinas jóvenes.

La casa estaba habitada por dos guardabosques, Zajar y Máximo, compañeros habituales de mis excursiones de caza. Pero no debían estar allí, puesto que nadie salía a mi encuentro, no obstante los ladridos del enorme perro. El abuelo, anciano de cabeza calva y bigotes blancos, permanecía sentado en el umbral de la choza. Sus bigotes le llegan casi hacia la cintura; sus ojos son obscuros. Se diría que trata de recordar alguna cosa en vano.

—¡Buenos días, abuelo! ¿Hay alguien en casa?

—¡Eh! —y el viejo dijo que no con la cabeza—. No están ni Zajar ni Máximo. Motila se ha ido también al bosque, a buscar la vaca… La vaca se ha extraviado, probablemente. Quizá la hayan devorado los osos… No, no hay nadie…

—No importa, esperaré, te haré compañía.

—Bueno, si quieres…

Y mientras ato mi caballo a una encina, el viejo me mira con sus ojos débiles y obscuros. Es muy débil, muy débil; no ve casi nada y sus manos tiemblan.

—¿Quién eres tú, buen mozo? —me pregunta cuando me he sentado a su lado.

Cada vez que vengo me hace la misma pregunta.

—¡Ah! Ahora caigo. Sí, sí, ya me acuerdo —dice, contento, mientras compone una vieja bota rota—. Mi vieja cabeza no conserva memoria de las cosas… Es como una criba… De los que han muerto hace mucho tiempo, me acuerdo bien, muy bien; pero a la gente nueva la olvido siempre. Porque, ya ves, vivo desde hace tanto tiempo en este mundo…

—¿Hace mucho tiempo que vives en él?

—¡Anda, anda! Muchísimo tiempo. Ya estaba yo en él en la época en que los franceses vinieron aquí para combatir a nuestro Emperador.

—¡Entonces, ya has visto algo! ¡Podrías contar muchas cosas!…

Me mira con extrañeza.

—¿Yo? ¿Pero qué es lo que yo he podido ver? Nada más que el bosque. Siempre hace ruido; noche y día, invierno y verano. Yo, como esos árboles, he pasado aquí toda mi vida y no me he dado cuenta de ello. Ya es hora de morir; pero a veces, cuando empiezo a reflexionar, me pregunto si he vivido verdaderamente o no. Quizá yo no he vivido jamás…

El extremo de una nube negra se deja ver detrás de las copas espesas, encima del calvero. Las ramas de los pinos que rodean la casa se agitaban al impulso del viento. El ruido del bosque se ha hecho más fuerte. El viejo levantó la cabeza y prestó oído.

—El huracán se acerca —dice—. ¡Bien le conozco! ¡Digo, digo! Cuando el huracán se pone a gruñir, a tirar los pinos, a desarraigarlos de la tierra… es cosa que da escalofríos. Es «el demonio de la selva”’ que se enfurece —añadió más bajo.

—¿Cómo lo sabes tú, abuelo?

—¡Oh, eso… yo lo sé muy bien! Entiendo el lenguaje de los árboles. Porque, mira, los árboles también tienen miedo. Por ejemplo, el álamo alpino, ese árbol maldito…, siempre está gimiendo. Tiembla hasta cuando no hace viento. El pino, también; cuando hace buen tiempo canta dulcemente, pero cuando el viento empieza a soplar, se pone a gemir angustiado, ¡escucha! Yo veo mal, pero tengo buen oído. Ahora es la encina la que empieza a quejarse. «El demonio de la selva» ataca las encinas… ¡Siempre es así antes del huracán!

En efecto, el grupo de encinas que estaban en medio del calvero, defendidas por el muro del bosque, sacudían sus ramas potentes y hacían un ruido sordo, que se podía distinguir fácilmente del de los pinos.

—¿Qué, lo oyes, buen mozo? —dice el viejo con una sonrisa maliciosa—. Yo lo sé muy bien. Cuando las encinas empiezan a agitarse, de seguro que por la noche vendrá el «demonio del bosque», tirándolo y rompiéndolo todo. Pero ni el mismo demonio puede nada contra la encina; es demasiado sólida.

—¿De qué «demonio» hablas, abuelo? ¿No dices tú mismo que es el huracán el que destroza?

Movió la cabeza.

—¡Ah, sí, ya he oído decir eso! Me han dicho que ahora hay personas que no creen en nada. ¡Es sorprendente! Y, sin embargo, yo lo he visto, como te veo ahora a ti, y aun mejor; pues ahora mis ojos no valen gran cosa, mientras que entonces eran jóvenes todavía. ¡Oh, qué bien veían cuando yo era joven!

—Pero ¿cómo le viste, abuelo?

—Era un día como hoy; primero, los pinos empezaron a gemir: ¡o–ho–ho! Así, así siempre, con pequeños intervalos. ¡O–ho–ho! ¡O–ho–ho! Y cada vez más lastimera y dolorosamente. Los pinos sabían que aquella noche el «demonio» iba a tirar a muchos por tierra… Después, al anochecer, las encinas empezaron a agitarse. Luego, cuando la noche hubo descendido, «él» estaba allí ya, recorriendo el bosque en todas las direcciones, ora riendo, ora llorando de rabia, atacando furioso a las encinas y danzando alrededor de 1os árboles… Una vez —era en otoño— yo miré por la ventana, estando «él» en el bosque. ¡Oh, qué furioso se puso cuando vio que yo le miraba! Se acercó a la ventana y lanzó contra ella un gran tronco de pino. ¡Por poco me rompe la cara; malos diablos le lleven! Pero yo no era tan tonto; en cuanto le vi acercarse, escapé. ¡Qué furioso estaba, buen mozo!

—¿Cómo es?

—Como un viejo sauce que crece en el pantano. Se le parece mucho. Sus cabellos son como las hojas; sus barbas, también; su nariz es como una rama curvada… ¡Uf, qué feo es! ¡No desearía a ningún cristiano que se le pareciera, palabra de honor!… En otra ocasión le vi en el pantano, muy de cerca. Si quieres, ven un día de invierno, quizá le veas tú también. Sube a esa montaña que se encuentra aquí detrás, y trepa a un árbol alto. A veces se le puede ver desde allí: se acerca, como una columna de humo blanco por encima del bosque, y, girando alrededor de sí mismo, desciende de la montaña al valle. Da algunas vueltas corriendo, y después desaparece en el bosque. Durante su caminata, cubre con nieve sus huellas… Si no me crees, ven a verlo tú mismo.

El viejo estaba visiblemente contento de poder charlar, como si la agitación del bosque y el huracán, suspendido en el aire, reanimaran su vieja sangre. Movía la cabeza, sonreía y guiñaba los ojos.

De pronto, su frente arrugada se ensombreció. Me empujó con el codo y me dijo misteriosamente:

—¿Sabes lo que te voy a decir? El «demonio del bosque» es muy feo; un buen cristiano no debe ni mirar siquiera a una criatura semejante; pero hay que ser justo: no hace daño a nadie. A veces gasta alguna broma; pero el hombre no tiene razón para quejarse de «él».

—Vaya, abuelo, que por lo que tú mismo me has dicho te quiso romper la cara una vez.

—Sí, es verdad; pero eso fue porque le dio mucha rabia de que yo le mirara desde la ventana. Pero si uno no se mete en sus cosas, jamás le hará daño. ¡»El» es así! Y, sin embargo, aquí, en el bosque, los hombres han hecho cosas mucho más terribles; puedes creerlo.

Bajó la cabeza, y durante algunos minutos permaneció sumido en sus reflexiones. Cuándo alzó los ojos y me miró, noté en ellos como un relámpago en su memoria apagada.

—Voy a contarte, buen mozo, una historia que sucedió aquí mismo, en nuestro bosque. Hace mucho tiempo de esto… Me acuerdo de ella como de un sueño vago; pero cuando el bosque comienza a agitarse, mi memoria se hace más clara… ¿Quieres que te la cuente?

—¡Sí, sí, abuelo! ¡Con mucho gusto!

—Pues bien, sea. Escucha…

II

Tengo que decirte que mis padres murieron cuando yo era todavía muy niño. Me dejaron completamente solo en este vasto mundo. ¡Triste situación! Nuestro Municipio no sabía qué hacer de mí. El señor tampoco lo sabía. Pues bien, precisamente en aquel momento vino del bosque a la aldea el guardabosque Román, y dijo a los del Concejo:

—Dame al chico. Yo le daré de comer. Me aburro allí solo, en el bosque.

Nuestros convecinos se pusieron muy contentos.

—¡Tómale! —le dijeron.

Y me llevó a su casa. Desde entonces he vivido siempre en el bosque.

Román fue quien me educó. Era un hombre terrible. Dios me perdone. Enorme, con ojos negros y alma también negra, había pasado toda su vida solo en el bosque. La gente decía que los osos eran como hermanos suyos, y los lobos, como sobrinos. Conocía todas las fieras y no las temía, pero huía de los hombres y ni siquiera los miraba… ¡Así era aquel Román! Cuando me miraba, yo sentía como si un gato me pasara la cola por la espalda. Y, sin embargo, no era malo y me daba bien de comer; a veces, hasta me guisaba patos. En cuanto a eso, no tenía de qué quejarme, ¡no!

Pues bien; así vivíamos los dos. Cuando Román se iba al bosque, me encerraba en casa y echaba la llave, por miedo a que me devoraran las fieras… Además tenía una mujer…

El señor fue el que se la dio. Una vez le llamó a su casa y le dijo:

—¡Cásate, Román!

—¿Para qué? —preguntó Román—. Cásese el diablo, que yo no quiero. Ninguna falta me hace una mujer en el bosque tanto más cuanto que tengo ya en casa a un chico.

No estaba acostumbrado a las mujeres y no quería. Pero nuestro señor era malo. Cuando me acuerdo de nuestro señor, quiero creer que no hay ya señores semejantes. ¡No, no los hay ya! Por ejemplo, tú; se dice que también tú eres de origen señorial. Quizá sea verdad; pero no hay nada de señorial en ti… Un buen mozo, y nada más.

Pero el otro, del que te estoy hablando, era un verdadero señor, de los antiguos. El mundo es así: centenares de hombres tienen miedo de uno solo, ¡y qué miedo! Compara un gavilán y un pollo: los dos han salido de un huevo; pero el gavilán se levanta hasta el cielo, y cuando grita, no ya los pollos, sino que hasta los gallos viejos se echan a temblar. Pues bien, el gavilán es un pájaro señorial y el pollo es un simple campesino.

Me acuerdo de cuando todavía era yo pequeño; unos campesinos, treinta hombres, por lo menos, transportaban grandes vigas en sus carros; por el mismo camino pasa el señor, montado en su caballo y acariciándose el bigote. Al verle, los aldeanos se asustan, fustigan a sus caballos para que dejen libre el camino y echan los carros a un lado, en la nieve profunda. Después pasaron grandes trabajos para sacar de la nieve los pesados carros.

Y el señor se paseaba tranquilamente por el largo camino, tan a gusto. ¡Dios mío, qué severo era! Los «mujiks» temblaban ante su mirada. Cuando reía, todo el mundo estaba contento; cuando fruncía el ceño, todo a su alrededor se ensombrecía. No había nadie que se atreviera a llevarle la contraria.

Pero Román, que había pasado toda su vida en el bosque, no comprendía estas cosas, y el señor le perdonaba mucho.

—Quiero que te cases — dijo el señor—. No me preguntes por qué. Cásate con Oxana.

—¡No quiero! —respondió Román—. No la necesito. ¡Que se case con ella el diablo, que yo no quiero!

El señor ordenó que trajeran los vergajos. Echaron a Román al suelo.

—¿Quieres casarte? — preguntó el señor.

—¡No!

—¡Está bien! Dadle de vergajazos, ¡pero de los buenos!

Le dieron tantos, que ya no podía más, aunque era un mocetón bastante duro.

—¡Dejadme! —gritó—. ¡Que el diablo se lleve a esa mujer! No vale una mujer la pena de sufrir tanto. Está bien, me caso.

En el territorio señorial vivía un cazador, Opanas Schvidky. Precisamente volvía del campo en aquel momento. Cuando se enteró de que obligaban a Román a casarse con Oxana, cayó de rodillas ante el señor y le besó la mano.

—En vez de martirizar a ese hombre —dijo—, permitid que me case con Oxana.

¡Qué hombre aquél!

Román estaba muy contento. Se levantó, se puso los pantalones y dijo:

—¡Esto va bien! ¡Ya podías haber llegado un poco antes! Vos, señor, estabais equivocado; debisteis primero preguntar si había alguien que quisiera casarse de buena gana; pero, en vez de eso, mandáis apalear a un pobre hombre. Los buenos cristianos no obran así…

Román, a veces, sabía cantarle las verdades hasta al mismo señor. Cuando se enfadaba, todo el mundo le tenía miedo, incluso el señor. Pero esta vez’ el señor tenía su idea: dio orden de que echaran nuevamente al suelo a Román.

—¡Quiero hacer tu felicidad, bestia, animal! — dijo—. Ahora estás solo en el bosque, y yo no tengo ningún deseo de ir a tu casa… Dadle otra vez de vergajazos, hasta que se harte. ¡Y tú, Opanas, vete al diablo! Nadie te ha convidado y no tenías por qué sentarte a la mesa; pero si te empeñas, te servirán el mismo plato que a Román.

Román estaba muy enfadado. Los vergajazos le hacían mucho daño. ¡Antiguamente se sabían dar muy bien! Soportó largo rato este martirio; pero, al fin, escupió con indignación y gritó:

—¡Sería demasiado honor para esa maldita Oxana el que, por ella, le den de vergajazos a un cristiano! ¡Basta! ¡Yo no soy una bestia de carga para que me peguen así! Ya que ha de ser, bueno: ¡me caso!

El señor reía a carcajadas.

—¡Al fin has entrado en razón! —dijo— La verdad es que no te podrás sentar junto a la novia el día de la boda; pero, en cambio, bailarás bien.

Gustaba de bromear nuestro señor. Pero tuvo un fin triste. ¡Que Dios libre a todos los buenos cristianos de un fin semejante! ¡No; yo no se lo desearía a nadie, ni siquiera a un judío!…

En fin, que un día Román se vio casado. Llevó a la joven a su choza del bosque. Los primeros días no hacía más que reñirla, echándole en cara los vergajazos que había recibido por su causa.

—¡No vale la pena de que por ti se martirice así a un buen cristiano!

Cuando volvía del bosque, empezaba por querer echarla de casa.

—¡Vete! ¡Yo no quiero una mujer en mi casa! No me gusta que una mujer duerma conmigo, porque huele mal…

¡Eso decía!

Pero luego, poco a poco, se fue acostumbrando. Oxana ponía la casa en orden, barría, lavaba, todo estaba limpio y arreglado. Román se sentía contento y ya no reñía. No sólo se reconcilió con ella, sino que empezó a quererla. ¡Palabra de honor! Hasta él mismo se sorprendió.

—Debo dar las gracias al señor, que me ha enseñado a ser razonable —decía después—. ¡Dios mío, qué tonto era yo! Recibir tantos vergajazos, ¿y por qué? Ahora veo que hacía mal negándome a casarme. Estoy muy contento de tener a Oxana. ¡Pero muy contento!

Pasaron las semanas y los meses. Un día vi que Oxana se echó en el banco y empezó a gemir. Por la noche se puso muy mala. Al día siguiente, de mañana, con gran sorpresa mía, oí el llanto de un niño. «¡Toma! ¡Hay un bebé en casa!», me dije. Y no me equivocaba.

El niño no vivió mucho tiempo: hasta la noche nada más. Cuando llegó la noche, ya no se le oyó. Oxana se echó a llorar. Román dijo:

—¡Vaya, se acabó! ¡Ya no hay niño! No vale la pena de llamar al pope; nosotros mismos le enterraremos debajo de un pino.

¡Esto se atrevió a decir Román! Y no sólo a decirlo, sino a hacerlo: cavó un agujero y enterró al niño. ¿Ves aquel viejo tronco, allí? Son los restos de un pino que fue abrasado por un rayo. Allí, precisamente, es donde Román enterró al niño. Y oye lo que te voy a decir, buen mozo: cuando se pone el sol y aparece en el cielo la primera estrella, un pajarito vuela por encima de ese sitio, lanzando gritos lastimeros. Se me parte el corazón al oír esos gritos. Pues bien, ese pájaro es el alma en pena del niño que fue enterrado sin el sacramento, y suplica que se le ponga una cruz. Me han dicho que sólo un sabio que conozca los libros santos podrá salvar a esa almita en pena. Y sólo entonces dejará de lanzar gritos lastimeros. Nosotros, los que estamos aquí, no sabemos nada y nada podemos hacer por ella. Cuando vuela por encima de nosotros pidiendo una cruz, le decimos solamente: «¡Vete, pobre almita, que nada podemos hacer por ti!» Echa a volar, llorando, y luego vuelve otra vez. ¡Ah, buen mozo, qué digna de compasión es la pobre alma en pena!

Oxana estuvo mucho tiempo enferma. Cuando se restableció un poco, pasaba horas enteras sobre la tumba de su hijo. ¡Dios mío, lo que ella ha llorado! ¡Se oían sus lamentos en todo el bosque! No se podía consolar la pobre… Román era indiferente a la pérdida del niño; pero compadecía a Oxana. Viéndola llorar, le decía:

—¡Cállate, mujer estúpida! No hay por qué llorar. Aquel niño se murió, pero quizá tengamos otros, y quizá sean mejores que aquél. Porque el niño muerto puede ser que no fuera mío… Yo no sé nada, pero la gente charla… Y el nuevo, seguramente que será mío…

A Oxana no le gustaba oírle hablar así. Se ponía muy enfadada, mucho, y empezaba a decirle cosas terribles. Pero Román no lo tomaba en serio.

—Haces mal en gritar —decía tranquilamente a Oxana—. Yo no afirmo nada; digo solamente que no sé si era mío o no. Porque, mira, antes no eras mía y tampoco vivías en el bosque, sino entre la gente. ¿Sé yo lo que pasaba por allí? Ahora que estás aquí conmigo, estoy seguro; pero antes… Hace algunos días, cuando fui al pueblo, una mujer me dijo: «¡Es raro lo pronto que has hecho un hijo!» ¿Comprendes?… ¡Basta de llorar y de gritar! ¡Cállate, que si no te pego!

Oxana secaba a toda prisa sus lágrimas y se callaba. Verdad es que a veces se permitía reñir a Román y hasta darle algún golpe; pero cuando él se enfadaba, le tenía miedo; en estos momentos, le colmaba de caricias, de besos; le miraba con ternura en los ojos, y Román no tardaba en calmarse. Tú, buen mozo, no lo comprendes todavía pero yo que he vivido tanto, conozco la vida. Y te diré que las mujeres saben acariciar admirablemente, de manera que al hombre más enfadado lo vuelven dulce como un cordero. ¡Ya, ya! ¡Yo he visto mujeres de esas! Y Oxana era tan bella, que no se veía otra igual. Las mujeres no son todas iguales.

Pues bien; una vez se oyó el cuerno en el bosque: ¡tra–ta, tará–tará, ta, ta, ta! Todo el bosque se llenó de sonidos alegres. Yo era entonces muy pequeño y no comprendía lo que significaba aquello. Los pájaros, asustados, echaron a volar llenos de pánico; las liebres empezaron a correr locamente en todas las direcciones. Creía yo que aquello sería alguna fiera que rugía. Pero no era una ñera: era el señor, que, montado en su caballo, tocaba el cuerno. Numerosos cazadores, también a caballo, le seguían, conduciendo muchos perros de caza. El más hermoso era Opanas Schvidky, que iba el primero después del señor. Llevaba un traje azul, un «schapka» con franjad doradas, un magnífico fusil al hombro y un laúd sujeto al costado. El señor quería bien a Opanas porque tocaba admirablemente el laúd y cantaba canciones muy bonitas. Además, era guapo. ¡Qué guapo era! El señor, comparado con Opanas, era muy feo: calvo, con la nariz roja, los ojos grises, nada bonitos. Opanas era un gran conquistador de corazones. Hasta yo mismo, cuando le miraba, sentía ganas de reír; ya te puedes figurar, pues, el efecto que produciría en las mujeres. Me han dicho que los padres y los abuelos de Opanas eran cosacos, libres como el viento, del Sur de Rusia, y que todos eran gallardos, fuertes y bellos. Se comprende: no se veían obligados a trabajar rudamente en el bosque, como nosotros; no hacían más que correr sobre sus caballos, rápidos, por los campos y los caminos, con la lanza a la espalda…

Pues bien, yo salí y vi al señor y toda la comitiva, que se detuvo delante de la casa. Roma» ayudó al señor a bajar del caballo y le saludó.

—¿Cómo va, Román? —preguntó el señor.

—¡No va mal, gracias! —respondió el otro—. Y vos, ¿cómo estáis?

Decididamente, no sabía hablar el señor. Todos los que estaban presentes se rieron.

—Bien, me alegro de que todo marche bien en tu casa —dijo sonriendo el señor—. Y tu mujer, ¿dónde está?

—¿Dónde ha de estar? En casa, como es natural.

—Entonces, entremos —dijo el señor.

Y dirigiéndose a sus hombres, añadió:

—Mientras tanto, poned una alfombra sobre la hierba y preparad todo lo necesario para felicitar a los jóvenes esposos.

Y seguido de Opanas y de Román, que tenía su “’schapka» en la mano, entró en la casa. Poco después entró también Bogdan, el fiel servidor del señor. No hay ya servidores semejantes; con los demás criados era extremadamente severo, pero con el señor era como un perro dócil. Sólo existía para él el señor. Me han contado que después de la muerte de sus padres Bogdan quiso casarse. Pero el padre del señor no lo consintió e hizo de él una especie de niñera de su hijo. »Este es tu padre, tu madre y tu mujer», le dijo. «Cuídale bien». Bogdan se resignó; fue el servidor, la niñera y el mayordomo del joven señor; le enseñó a montar a caballo, a tirar con el fusil; cuando el pequeño señor fue grande, continuó sirviéndole dócilmente, como un perro. Y no te lo he de ocultar: cuantos le rodeaban, detestaban a Bogdan y le maldecían, porque hacía mucho daño a los pobres. Por dar gusto a su señor hubiera sido capaz de matar a su propio padre.

Pues bien, yo entré también en la casa; ¡era yo tan curioso! El señor se atusaba el bigote y sonreía con aire de satisfacción. Román estaba a su lado, con el «schapka» en la mano. Opanas, apoyado en la pared, estaba sombrío y pensativo, como un roble joven bajo la tempestad.

Los tres miraban a Oxana. Sólo el viejo Bogdan, sentado en un rincón, esperaba las órdenes de su señor. Oxana estaba de pie, junto a la estufa, con los ojos bajos, muy encamada. Se diría que la pobre tenía el presentimiento de que iba a suceder alguna desgracia a causa de ella. Siempre pasa lo mismo: cuando tres hombres se interesan por una mujer, no puede resultar nada bueno. Tiene que acabar fatalmente en riña. Eso lo sé yo porque he visto muchas cosas…

—Bien, Román, ¿estás contento de la mujer que te di? —preguntó el señor.

—Sí; no tengo de qué quejarme.

Opanas miró a Oxana y dijo muy bajo:

—¡Es demasiado bruto para apreciar a una mujer como ésta!

Román lo oyó, y, volviéndose a Opanas, le preguntó:

—Dígame: ¿por qué le parezco yo tan estúpido?

—¡Porque no sabes guardar a tu mujer! —respondió Opanas.

¡Qué palabra tan grave había pronunciado! El señor, lleno de cólera, dio una patada en el suelo; y el viejo Bogdan movió la cabeza, y Román, habiendo reflexionado un instante, levantó la cara y miró al señor.

—¿Y de quién tengo yo que guardar a mi mujer? —preguntó, sin dejar de mirar al señor—. De las fieras, ya la guardo. Diablos no hay en el bosque. ¿Del señor, que viene por aquí algunas veces? Así, pues, ¿qué es lo que tengo que temer? Ten cuidado —prosiguió, amenazando a Opanas—; no me digas esas cosas si no quieres pescar algo.

Un poco más, y hubieran empezado a pegarse; pero el señor intervino, previendo las consecuencias de la disputa.

—¡Callaos! —ordenó—. No hemos venido aquí a peleamos. Tenemos que felicitar a los jóvenes esposos, y después, de noche, comenzará la caza. ¡Vamos!

Salió. Los criados lo habían preparado ya todo bajo los árboles.

Bogdan siguió a su amo. Opanas detuvo a Román en la puerta.

—¡No te enfades, valiente! —le dijo el cosaco—. Escucha lo que te voy a decir. ¿Viste cómo le supliqué de rodillas al señor que me permitiera casarme con Oxana? No quiso; nada se puede hacer contra el destino. Pero… yo no he de permitir que nuestro enemigo común, el señor, se burle de ella y de ti. No puedo soportarlo. Estoy dispuesto a todo. Tú no conoces todavía a Opanas. Antes de que Oxana caiga en brazos de ese miserable, los mataré a los dos. ¡Que la tumba les sirva de lecho!…

Román miró fijamente al cosaco y le preguntó:

—Di, ¿no estás loco? ¿Un poquito?…

Yo no oí lo que respondió el otro. Estuvieron largo rato hablando en voz baja. Finalmente, Román golpeó amistosamente a Opanas en el hombro.

—¡Ah, amigo mío! ¡Qué mala es la gente! Yo, que he vivido siempre en el bosque, ni siquiera lo sospechaba. Si es verdad eso que me has dicho, nuestro señor me lo va a pagar caro…

—Bueno  —dijo Opanas—, ahora, vete, y haz como si nada supieras. Sobre todo, que ese viejo asqueroso de Bogdan no sospeche nada. Tú no te pasas de listo, y ese perro tiene buen olfato. No bebas el «vodka» del señor. Si te quiere mandar de caza para quedarse solo en la choza, conduce a los cazadores hasta II encina vieja, diles que avancen solos y que tú irás a reunirte con ellos por otro camino más corto. Y en seguida vuelve aquí.

—Bien—dijo Román—; hoy voy a cobrar una buena pieza. Cargaré mi escopeta con balas de las que empleo para los osos.

Y salieron ambos. El señor estaba sentado sobre el tapiz, con la garrafa y la copa en las manos. Llenó una copa y se la dio a Román. El vodka señorial era delicioso; después de la primera copa, el alma se regocijaba; después de la segunda, el paraíso se abría ante uno, y si uno no tenía costumbre de beber, a la tercera rodaba por el suelo.

¡Era muy truhan el señor! Quería emborrachar a Román con su vodka, pero Román tenía una cabeza firme, y ningún vodka en el mundo hubiera sido capaz de hacerle perder la razón. Bebió la primera copa, la segunda, la tercera; pero no produjeron en él ningún efecto. Solamente sus ojos brillaban más que de costumbre, como los de un lobo. El señor se enfadó.

—¡Es un diablo! Se diría que bebe agua y no vodka. Otro, en su lugar, tendría ya lágrimas en los ojos, y él sonríe…

El señor sabía bien que, si uno empieza a llorar después de haber bebido, caerá muy pronto como muerto. Por esta vez se había engañado.

—No tengo motivos para llorar—dijo Román—. Nuestro buen señor ha venido a felicitarme, y yo sería el último de los canallas si me echara a llorar como una vieja. Gracias a Dios, no tengo por qué llorar. Prefiero que sean mis enemigos los que viertan lágrimas.

—Entonces, ¿estás contento? —preguntó el señor.

—¿Y por qué no he de estar contento?

—Pero ¿te acuerdas de los vergajazos que tuve que darte para que te casaras?

—¡Que si me acuerdo! Yo era entonces tan tonto, que no sabía lo que es dulce y lo que es amargo. El vergajo es amargo, y, sin embargo, yo le prefería a una mujer. Os doy las gracias, mi buen señor, por haberme enseñado a comer miel.

—Bien, bien —respondió el señor—. Para agradecérmelo mejor, irás con mis cazadores y me traerás mucha caza.

—¿Y cuándo queréis que vayamos?

—Vamos a beber otro poquito —respondió el señor—. Opanas nos cantará algo, y luego saldremos.

Román le miró y dijo:

—Va a ser difícil eso; se hace tarde, el pantano está muy lejos de aquí… Además, el ruido del bosque anuncia el huracán. En este tiempo es difícil cazar.

El señor estaba ya un poco borracho, y cuando estaba así, se enfadaba fácilmente. Al ver que todos los que estaban allí daban la razón a Román, diciendo que el tiempo presentaba mal cariz, se llenó de cólera, dio un puñetazo… y todo el mundo se calló.

Opanas era el único que no tenía miedo al señor. Cogió su laúd, se puso a templarle, y mirando al señor fijamente a la cara, dijo:

—Reflexiona bien, señor; no se manda cazar a la gente cuando sopla el huracán; sobre todo, de noche.

¡Era muy valiente aquel Opanas! Los otros temblaban ante el señor; pero a él le importaba un bledo. Era un libre cosaco. Siendo todavía muy pequeñito, un viejo músico cosaco lo llevó allí, de Ucrania. Allá, en Ucrania, había guerra en aquella época. Al viejo cosaco, que había caído prisionero, le sacaron los ojos, le cortaron las orejas y le dijeron: «Puedes ir donde quieras.» Como no veía, le acompañaba un chicuelo, aquel mismo Opanas. El padre del señor lo llevó consigo. Desde entonces estaba aquí Opanas. El señor actual le quería mucho y le perdonaba cosas que no hubiera perdonado jamás a ningún otro.

Esta vez se enfadó mucho contra Opanas. Todos estaban seguros de que iba a pegarle; pero, en lugar de hacerlo, le dijo: ‘

—¡Escucha, Opanas! Eres demasiado inteligente para comprender que no hay que meter la nariz en una puerta entreabierta.

El cosaco entendió inmediatamente lo que le quería decir, y respondió a su señor con una canción. Y si el señor hubiera comprendido también la canción del cosaco, su mujer no hubiera tenido quizá que verter lágrimas sobre su tumba.

—Para darte las gracias, señor, por la lección que me acabas de dar, te voy a cantar algo. ¡Escucha!

Y pulsó las cuerdas de su laúd.

Luego levantó la cabeza, miró al águila que volaba sobre el bosque y contempló las nubes empujadas por el viento; escuchó el ruido de los altos pinos, y pulsó de nuevo las cuerdas de su laúd.

¡Ah, buen mozo! Tú no has tenido la dicha de oír tocar a Opanas, y ya no la puedes tener. El laúd no es un instrumento muy complicado; pero cuando se le sabe manejar habla con una voz elocuente. Le bastaba a Opanas tocarle con sus manos, y él se lo decía todo: cómo se agita el bosque bajo la tempestad, cómo sacude el viento la hierba seca y cómo lloran los sauces sobre la tumba de un cosaco.

¡No, buen mozo, vosotros no oiréis jamás una música como aquélla! Llegan por aquí con frecuencia personas que han visto algo, que han pasado por Kiev, Poltava y por toda la Ucrania, y todos dicen que no hay ya buenos tocadores de laúd ni en las ferias ni en las romerías. Yo tengo un laúd. El mismo Opanas me enseñó a tocarle. Pero cuando yo me muera, que ya será pronto, en ninguna parte del mundo se sabrá tocar bien el laúd.

Opanas se puso a cantar una canción, acompañándose con el laúd. Su voz era dulce y melancólica, y penetraba directamente en el corazón. Aquella canción la había improvisado expresamente para el señor. Yo le he suplicado después que me la cantara otra vez, pero no quiso.

—Aquel para quien la canté no existe ya —decía—. No vale la pena de volverla a cantar.

En esta canción le decía al señor toda la verdad todo lo que le iba a suceder. El señor, al oírla, lloraba; pero, probablemente, no entendió su significado.

No me acuerdo más que de una parte de aquella canción. Oye algunos fragmentos:

»Tú sabes muchas cosas,
¡oh, Iván, mi señor!
Tú sabes muchas cosas.
Tú sabes que el gavilán
es más fuerte que el cuervo.
Pero quizá no sepas
que a veces ocurre
todo lo contrario, señor.
Cuando el gavilán ataca el nido
del cuervo y éste se defiende,
es el cuervo más fuerte,
¡oh, Iván, mi señor!”

Me acuerdo de todo esto como si hubiera sido ayer: el cosaco, con su laúd, de pie, junto a un árbol; el señor, sentado sobre el tapiz, con la cabeza baja y lágrimas en los ojos; los criados, emocionados, dándose el uno al otro con el codo; el viejo Bogdan, moviendo la cabeza. El bosque se agitaba lo mismo que ahora; el laúd lanzaba sonidos melancólicos, y Opanas contaba, en su canción, cómo la mujer del señor lloraba sobre su tumba:

«La pobre mujer llora,
llora lágrimas de fuego,
sobre la tumba fría
donde el esposo yace.
Un cuervo vuela por encima,
graznando sin cesar.»

Pero el señor no había comprendido la canción. Enjugó sus lágrimas y exclamó:

—¡Ea, Román, en marcha! ¡Montad todos a caballo! Tú, Opanas, vas a ir con ellos; ¡ya estoy harto de tus canciones! Es muy bella esa canción tuya; pero lo que cuentas en ella no sucede jamás.

El mismo Opanas estaba conmovido por su canción; su corazón se dulcificaba, sus ojos estaban velados por las lágrimas.

—No, señor —dijo—. Nuestros ancianos afirman que las canciones dicen siempre la verdad, como los cuentos; pero la verdad contenida en un cuento es como el hierro, que, a fuerza de pasar de mano en mano, se cubre de roña; mientras que la verdad de la canción es como el oro, que no teme a la roña. ¡Esto es lo que me han enseñado mis ancianos!

El señor hizo un gesto de desprecio.

—Quizá sea eso verdad en vuestro país, pero no aquí… Y basta de conversación. ¡Vete, Opanas!

El cosaco permaneció un momento sumido en reflexiones; luego, de pronto, cayó de rodillas ante el señor.

—¡Escúchame, señor! Monta a caballo y vuélvete a casa, al lado de tu mujer. El corazón me dice que va a ocurrir una desgracia.

Entonces el señor fue presa de una cólera terrible; rechazó al cosaco con el pie, como si fuera un perro.

—¡Déjame en paz! ¡Vete! ¡Pareces una vieja llorona, no un cosaco! ¡Vete, o no respondo de mí!

Y después, dirigiéndose a los otros:

—Y vosotros, ¿por qué seguís aquí? ¿O es que yo no soy ya vuestro señor? ¡Tened cuidado, si monto en cólera!…

Opanas se levantó sombrío y amenazador, como una de aquellas nubes que se amontonaban sobre el bosque. Cambió una mirada con Román, que seguía, de pie, un poco apartado, con las dos manos apoyadas en su escopeta y perfectamente tranquilo.

El cosaco dio a su laúd un golpe formidable contra un árbol; el laúd se rompió en mil pedazos, con un gemido sonoro.

—¡Que el mismo diablo diga la verdad al que no quiere escuchar buenos consejos! —gritó—. Tú, señor, no quieres tener un servidor fiel… ¡Peor para ti!

En aquel mismo instante Opanas saltó sobre su caballo y se fue. Los demás cazadores hicieron lo mismo. Román se echó la escopeta al hombro y se fue también. Al pasar junto a la casa gritó a Oxana.

—¡Acuesta al chico; ya es tarde! ¡Y prepárale la cama al señor!

A los pocos minutos todo el mundo había desaparecido por el bosque. No quedó allí más que el señor, que entró en la casa; su caballo lo dejó atado a un árbol. Poco a poco descendían las tinieblas de la noche. La lluvia empezaba a caer, igual que ahora.

Oxana me acostó en la paja, y me hizo la señal de la cruz. Vi que lloraba. Yo era demasiado pequeño y no comprendía nada de lo que pasaba a mi alrededor. Me quedé pronto dormido, bajo el ruido monótono de la tempestad.

De pronto vi a alguien que rondaba la casa. Se acercó al árbol y desató el caballo, que golpeó la tierra con el pie, y, relinchando, huyó por el bosque. Después volví a oír alguien, a caballo, que se acercaba a la casa. Llegó hasta la puerta, saltó a tierra y se asomó por la ventana

—¡Señor! —gritó Bogdan, pues era él; reconocí su voz—. ¡Señor, abre en seguida! ¡El maldito Opanas trama alguna cosa! ¡Ha desatado tu caballo, que ha huido por el bosque!…

Pero apenas había dicho esto, cuando alguien le sujetó por detrás. Oí el ruido de un cuerpo que caía.

El señor abrió la puerta, con su escopeta en la mano; pero en el umbral de la casa Román le sujetó y le tiró al suelo.

El señor comprendió que aquello tomaba mal aspecto, y dijo:

—¡Déjame, Román! ¿Es así como me agradeces el bien que te he hecho?

Y Román le respondió:

—Sí, canalla; me acuerdo muy bien de lo que has hecho por mí y por mi mujer. Ahora te lo voy a pagar.

Entonces el señor dijo:

—¡Defiéndeme, Opanas, mi fiel servidor! Siempre te he amado como a un hijo.

Pero Opanas respondió:

—¡Tú me has echado como a un perro! Es verdad que tú me has amado… Como el palo ama la espalda que golpea; ahora me amas como la espalda ama al palo… Te rogué, te supliqué y no me hiciste caso.

Entonces el señor se puso a implorar a Oxana:

—¡Tú que tienes tan buen corazón, defiéndeme!

Oxana salió desesperada, y empezó a llorar con más fuerza.

—Yo te rogué — dijo — y me arrastré a tus plantas, suplicándote que no me deshonraras, que no me cubrieras de vergüenza; pero tú fuiste implacable. ¿Qué es lo que puedo hacer por ti, desgraciada de mí?

—¡Dejadme! —exclamó nuevamente el señor—. Por mi causa os perderéis todos en el destierro siberiano.

—No te ocupes de nosotros —respondió Opanas—. Román estará en el pantano antes que tus cazadores, y yo, gracias a ti, estoy solo en el mundo y no tengo miedo a nada. Con mi escopeta al hombro me iré por los bosques. Organizaré una banda de bravos mozos como yo, y, ¡mucho ojo los ricos! Recorreremos los caminos en busca de botín, y, si el azar nos lleva a una aldea cualquiera, no dejaremos de visitar el castillo señorial… ¡Ea, Román, pongamos a su señoría bajo la lluvia… que se refresque un poco!…

El señor empezó a lanzar alaridos, pero ni Román ni Opanas se preocupaban de ello; le sacaron fuera. Lleno de espanto, yo me había arrojado sobre Oxana, que permanecía sentada en un banco en el interior de la casa, blanca como H nieve y llorando.

El huracán se hizo mucho más fuerte. El bosque gritaba con mil voces; el viento soplaba rabioso. De vez en cuando se oía el trueno. Yo y Oxana, apretados el uno contra el otro, seguíamos sentados, inmóviles, por el terror. De pronto oímos ut: gemido en el bosque. Era tan doloroso, que aun hoy, pasados tantos años, se me oprime el corazón cuando pienso en ello.

—Oxana, querida, ¿qué es lo que gime tan dolorosamente en el bosque? —pregunté.

Me cogió en sus brazos, y meciéndome como a un niño de pecho, me dijo:

—¡Duérmete, hijo mío! No es nada… Es él ruido del bosque…

Era verdad; el bosque estaba muy agitado.

A los pocos momentos oí como un tiro.

—Oxana querida, ¿quién es el que dispara?

Me respondió sin dejar de mecerme:

—¡Cállate, hijo mío; es el trueno de Dios!…

Y la pobre mujer lloraba lágrimas ardientes, me estrechaba contra su corazón y repetía sin cesar:

—¡Es el ruido del bosque, hijo mío! Es el nido del bosque…

Y así me quedé dormido entre sus brazos. Al día siguiente, de mañana, abrí los ojos y vi que todo estaba inundado de sol. Oxana dormía vestida, sobre el banco. No había nadie en la casa. Me acordé de lo que había pasado la víspera y empecé a creer que había tenido una pesadilla. ¡Pero aquello no había sido un sueño, sino la triste realidad! Salí al bosque. La hierba brillaba, los pájaros cantaban. De pronto vi en los matorrales dos cuerpos: los del señor y el viejo Bogdan, el uno junto al otro. El rostro del primero estaba sereno y pálido; el del segundo, severo, como cuando aún vivía. Ambos tenían manchas de sangre…

El viejo bajó la cabeza y calló.

··········································

—¿Y qué fue de los otros? —le pregunté.

—Sucedió lo que había predicho Opanas. Este, durante mucho tiempo, habitó en el bosque; recorría los caminos con otros mozos, atacaba los castillos señoriales. Tal era su destino: sus abuelos habían sido bandidos también. A veces venía a nuestra casa, a esta misma casita; sobre todo, cuando no estaba Román. Se sentaba en el banco, cogía el laúd y nos cantaba canciones. A veces venía con sus camaradas. Román y Oxana los recibían siempre muy bien. Para decirlo todo, en aquello había algo que no era bueno; luego vendrán Zajar y Máximo. Míralos bien. Yo no les digo nada; pero cualquiera que haya conocido a Román y a Opanas, verá en seguida a quién se parecen. A Román, no… Y esto es lo que pasó antiguamente en estos sitios… ¿Oyes cómo se agita el bosque? El huracán está encima; ya no cabe duda.

III

El viejo estaba visiblemente cansado: su lengua se entorpecía cada vez más; sus ojos estaban enrojecidos, y su cabeza, inclinada.

La noche había descendido sobre la tierra. Casi no fie veía en el bosque, que se agitaba alrededor de la casita, como un mar ondulante. Las copas de los árboles parecían las olas del mar durante la tempestad.

El ladrido del perro anunció la llegada de los dueños de la casa. Los dos guardabosques se acercaban apresuradamente, seguidos por Motria, que traía la vaca que creyeran perdida.

Pocos minutos después estábamos todos en el interior de la casa. El fuego ardía alegremente en la estufa. Motria servía la cena.

No era la primera vez que yo veía a Zajar y a Máximo; pero en esta ocasión los examiné con más interés. Zajar tenía el rostro sombrío, cejas negras, que se juntaban en la frente estrecha; había en él ese aire de hombría de bien qué caracteriza la fuerza. Máximo tenía la expresión franca, grandes ojos grises y cabellos rizosos. Su risa era alegre y contagiosa.

—¿Con que el viejo le ha contado a usted la historia de nuestro abuelo? —preguntó Máximo.

—Sí — respondí.

—Siempre le pasa lo mismo. Cuando el bosque empieza a agitarse, se acuerda del pasado. Ahora no se podrá dormir.

—¡Qué niño es! —dijo Motria, dándole sopa al viejo.

Este no comprendía que era de él de quien hablaban. Estaba abatido. En algunos momentos, cuando el viento golpeaba la ventana, manifestaba angustia y prestaba oído, como espiando algo, con espanto.

Pronto se restableció la calma. La antorcha iluminó débilmente la habitación. Un grillo cantaba junto a la pared su canción monótona. Parecía que millares de voces sordas, pero potentes, disputaban en el bosque; fuerzas tenebrosas V amenazadoras se disponían a lanzarse por todos lados sobre la casita, y elaboraban el plan de ataque. A veces, cuando el ruido aumentaba, temblaba la puerta, como empujada desde fuera. El viento lanzaba por la chimenea sonidos lastimeros. Luego la tempestad se calmó un poco; por un momento reinó un silencio pesado y amenazador, que cedió en seguida ante nuevos ruidos: se diría que los viejos pinos tramaban entre sí desprenderse de la tierra y volar al espacio desconocido, en la tempestad.

Estuve dormido unos instantes. La tempestad seguía su curso. La antorcha, tan pronto se extinguía como se reanimaba, alumbrando la habitación. El viejo, sentado en su banco, buscaba en derredor, como esperando que alguien viniera a sentarse a su lado. Su rostro tenía la expresión del espanto y la impotencia infantiles.

—¡Oxana, querida mía! —balbuceó—. ¿Qué es lo que gime en el bosque?

Buscó algo con la mano y prestó oído.

—No, no es nada —se respondió a sí mismo—. Es la tempestad… Es el ruido del bosque, nada más que el ruido del bosque…

Pasaron algunos minutos… Los relámpagos iluminaban de vez en cuando las ventanas, detrás de las cuales se veían los árboles, entre relámpagos, con formas fantásticas. Uno de aquellos relámpagos, seguido de un trueno formidable, nos hizo estremecer a todos.

El viejo parecía muy asustado.

—Oxana, querida mía, ¿quién es el que tira tiros en el bosque?

—¡Duérmete, viejo! —dijo tranquilamente Motria, que se había despertado también—. Siempre lo mismo —añadió dirigiéndose a mí—. Cuando la tempestad ruge, llama a Oxana, que hace mucho tiempo que está en el otro mundo.

Y Motria bostezó, murmuró una oración y se durmió de nuevo. Se restableció la calma, entrecortada a ratos por los ruidos de la tempestad y por el balbuceo ansioso del viejo.

—¡Es el ruido del bosque!… ¡Es el ruido del bosque… Oxana, querida mía!…

Poco después, un chaparrón cayó sobre el bosque. El ruido del agua, que caía abundante, ahogaba los rugidos del viento y los gemidos de los altos pinos, sacudidos por la tormenta.

Biblioteca Armonica: Cuerpo humano

tumblr_mka7q9HdtQ1r4zr2vo1_500

Destacaré de vez en cuando libros y noticias increibles de la ingente Biblioteca del Saber que nos asombra dia a dia, como la siguiente:

Cada ser humano lleva consigo un cargamento secreto: una población enorme de microorganismos que viven en nuestra boca y en nuestra nariz, en nuestra piel o en nuestros intestinos. Es lo que se llama el microbioma humano, y recientemente se ha convertido en uno de los campos de investigación que más interés despierta entre los biólogos. En cada nuevo descubrimiento acerca del micromundo que nos habita, los números son sorprendentes. Pese al carácter inevitablemente contingente de este tipo de estimaciones, los microbiólogos calculan que en todos los tejidos de nuestro cuerpo hay unos 37 billones de células, que conviven con más de 100 billones de bacterias.

Tenemos unos 24.000 genes en nuestras células, y el total de genes de las bacterias con las que formamos un cuerpo es de más de 10 millones. Estos microorganismos se encuentran dentro de nosotros y también sobre nosotros: en la piel, en la boca, en las vías respiratorias, en la vagina o en el pene, y sobre todo, por su importancia numérica y funcional, en nuestros intestinos. Mucho más numerosos que las células humanas, los invisibles pasajeros que forman el microbioma son de una importancia vital para la vida. Nos ayudan a digerir la comida, fabrican nutrientes esenciales y combaten muchas enfermedades. Es posible incluso que desempeñen un papel importante en el desarrollo de nuestro comportamiento.

Por poco que profundicemos en el conocimiento de nuestro microbioma, resulta evidente que no somos simples individuos aislados, ni siquiera organismos meramente muy complejos. Somos, literalmente, superorganismos. Como seres humanos, no somos simplemente organismos pluricelulares. Somos en realidad una ingente masa de células y de microorganismos para los que nuestro cuerpo también es su hogar. Estos microorganismos influyen en nuestras vidas hasta un punto que solo ahora empezamos a comprender. De reconstruir la historia de nuestra interacción con ellos se ocupa la nueva ciencia de la microbiómica. Y este libro de Jon Turney es una concisa y amena introducción a este nuevo y floreciente campo de la Biología.

Gran libro para comprar y leer . Aqui.

cuentos rusos 7

tumblr_mw4cehhypN1r4zr2vo1_500
León Tolstói (1828–1910)
Iván el Imbécil
No juzguéis un libro por su tamaño
Goldsmith
I
En una comarca de cierto reino, vivía un rico mujik[1]. Este mujik tenía tres hijos: Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo, Iván el Imbécil y una hija, muda, llamada Malania.
Seman el Guerrero se fue a pelear por el Zar; Tarass se encaminó a la ciudad, colocándose en un comercio, Iván el Imbécil se quedó con su hermana al frente de la casa.
Seman el Guerrero obtuvo un alto grado y un señorío, en recompensa a sus servicios, y se casó con la hija de un barín[2]. Su sueldo era crecido y pingues sus rentas, pero no le bastaban: lo que él recogía, era despilfarrado por la mujer.
Y Seman se fue a sus tierras para cobrar las rentas. Díjole su administrador:
«Nuestro ganado no ha tenido crías; tampoco tenemos caballos, ni bueyes, ni arado; es preciso comprarlo todo, y luego habrá rentas»
Entonces Seman fue a casa de su padre el mujik.
—Tú —le dijo—, eres rico y no me diste nada; dame el tercio que me corresponde. Lo emplearé en mis tierras.
Entonces el anciano contestó:
—No has traído nada a casa; ¿por qué razón he de darte el tercio de mis bienes? Sería perjudicar a Iván y a mi hija.
Y Seman repuso:
—Él es imbécil, y mi hermana muda. ¿Para qué quieren el dinero?
—Pues bien —exclamó el viejo— se hará lo que diga Iván.
E Iván dijo entonces:
—¡Bueno! Que lo tome.
Seman el Guerrero tomó el tercio del patrimonio. Lo empleó en sus tierras y volvió a servir al Zar.
Tarass el Panzudo ganó también mucho dinero y se casó con la hija de un comerciante; pero siempre andaba apurado. Como su hermano, fue también en busca de su padre.
—Dame mi parte —le dijo.
El viejo no quiso, tampoco, dar a Tarass la parte que pedía.
—Tú —le arguyó— nada nos has traído; todo lo que hay en casa lo ha ganado Iván. No puedo perjudicarle, ni a tu hermana tampoco.
Y Tarass dijo:
—¿A qué guardas el dinero para Iván? Es Imbécil y no logrará casarse. Ninguna muchacha le querrá por marido. Y una chica muda tampoco necesita nada… Dame, Iván —añadió—, la mitad del trigo; te daré los aperos de labranza y del ganado, sólo quiero el caballo tordo, que a ti no te sirve para la labor.
Iván se echó a reír y dijo:
—¡Conforme!
Y Tarass tuvo su parte. Se llevó el trigo a la ciudad, y también el caballo tordo. E Iván, al que sólo quedó una yegua vieja, araba el suelo y mantenía a sus padres.
II
Muy apenado estaba el viejo diablo porque no habían reñido con motivo del reparto, habiéndose separado en paz y gracia de Dios. Llamó a tres diablillos y así les habló:
—Escuchad: hay tres hermanos, Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo e Iván el Imbécil. Conviene que riñan, pues los tres viven en buena armonía… El Imbécil es quien ha estropeado mi negocio. Id, cogedlos y no paréis hasta que se saquen los ojos… ¿Lo lograréis?
—Claro que sí —contestaron a una.
—Y ¿cómo os las compondréis?
—Pues de este modo: empezaremos por arruinarles, para que no tengan nada que comer; luego les enfrentaremos y se pelearán.
—Está bien —dijo el diablo—. Veo que sabéis vuestra obligación. Id y no volváis hasta que se maten; pues de lo contrario os arrancaré la piel.
Los diablillos partieron a los pantanos[3] y allí deliberaron acerca de lo que debían hacer para salir airosos en su cometido. Discutieron largo rato, porque todos querían el trabajo más fácil. Al no entenderse, deciden hacerlo por suertes, y convinieron que, el que acabase más pronto, iría a prestar ayuda a sus compañeros. Echadas suertes, se fija el día en que se reunirán de nuevo para saber a quién será preciso ayudar.
El día fijado llegó y los diablillos se reunieron en el pantano y hablaron de sus negocios. El primero habló de Seman y dijo:
—Mi trabajo va por buen camino. Mañana Seman irá a casa de su padre.
Sus compañeros le preguntaron cómo se las había arreglado para alcanzar este resultado, a lo que contestó:
—Mi primer cuidado fue inspirar a Seman un valor tan grande, que prometió al Zar que le conquistaría el mundo entero. Entonces el Zar le nombró jefe de su ejército y le envió a pelear contra el zar de las Indias. Los ejércitos estaban ya a la vista. Por la noche, mojé la pólvora de los soldados de Seman; luego fui al campamento del zar indio y fabriqué soldados de paja. Las gentes de Seman, habiendo observado que de todos lados avanzaban soldados, cobraron miedo. Entonces Seman ordenó hacer fuego; pero ni los cañones ni los fusiles dispararon. Asustáronse los soldados de Seman y se dispersaron como corderos. Y el zar indio los pasó a cuchillo. Seman ha caído en desgracia; le han quitado el señorío, y quieren matarle mañana. Poco me queda ya que hacer; sacarle de la cárcel para que pueda irse a su casa. Mañana todo quedará listo. Decidme, pues, a cuál de vosotros dos he de ayudar.
El segundo diablillo habló de Tarass:
—Mi negocio marcha, también, viento en popa; no necesito ayuda. No pasarán ocho días sin que Tarass vea cambiada su posición… Lo primero que hice fue hincharle más el vientre, y aumentar aún su afán de lucro. Codiciaba tanto y tanto el bien ajeno que anhelaba adquirir todo cuanto veía. Ha comprado muchas cosas con su dinero, y sigue comprando; pero, ahora, con dinero prestado. Es demasiada carga para sus hombros y está tan metido, que no podrá salir del aprieto. Dentro de ocho días vencen los plazos; he trocado sus mercancías en estiércol; no podrá pagar, y tendrá que irse a casa de su padre.
Preguntaron al tercer diablillo, el cual habló así:
—¿Qué queréis que os diga? Mi asunto con Iván no marcha bien. Comencé por escupir dentro de su jarro de sidra para producirle dolor de tripas. Fui a su campo, endurecí la tierra como piedra para que no pudiese labrar. Pensaba que no podría hacerlo; pero él, el Imbécil, vino con su arado y roturó la tierra. Aunque le costaba mucho, él proseguía con afán. Entonces le rompí el arado; volvió a su casa, tomó otro, y de nuevo se puso a labrar. Me metí entonces bajo tierra, y quise sujetarle la reja; tampoco conseguí detenerle, porque empujaba con demasiado brío; además, con el filo del arado me ensangrenté las manos. Sólo le falta un surco por labrar. Venid, hermanos míos, necesito me ayudéis, pues, si no le dominamos, nuestros esfuerzos se perderán. Si el Imbécil sigue trabajando, no sentirán la miseria; él mantendrá a sus hermanos.
El diablillo de Seman prometió volver al día siguiente, después de lo cual se separaron.
III
Iván había arado todo el campo, menos un surco Tenía dolor de vientre y, sin embargo, necesitaba trabajar. Limpió el arado y empezó su labor. Pero apenas habla comenzado, se sintió detenido por una raíz: era el diablillo que se habla aferrado a la reja y le detenía.
—¡Que raro es esto! —pensaba Iván.
Metió la mano en el surco y buscando tocó una cosa blanda. La cogió y la sacó Era un objeto negro como una raíz: pero, encima de ella, algo se movía.
—¡Cómo! ¡Un diablillo vivo! ¡Vaya con el bicho malo!
Iván hizo ademán de aplastarle contra el suelo. El diablillo empezó a gemir:
—No me mates y haré cuanto quieras.
—¿Y qué harás por mí?
—Lo que gustes; pide lo que quieras.
Iván se rasco la cabeza y luego de pensar dijo:
—Me duele el vientre; ¿sabrías curarme?
—Sí, puedo curarte.
—Hazlo, pues, en seguida
El diablillo se agachó hacia el surco y, escarbando con las uñas sacó una raíz con tres tallos y se la dio a Iván.
—Toma —díjole—; basta que te tragues una de estas puntas para que tu dolor desaparezca.
Iván arrancó una punta y se la tragó. En el acto dejo de dolerle el vientre.
El diablejo volvió a suplicarle:
—Suéltame ahora —dijo—. Me escurriré bajo tierra y no volveré más por aquí.
—Sea —dijo Iván—. ¡Vete con Dios!
Y en cuanto Iván hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en lo más profundo de la tierra, como una piedra en el agua. Sólo dejo un agujero como rastro.
Iván guardó los otros dos tallos en su gorro, y volvió a labrar. Concluyó lo que le faltaba, dio vuelta al arado y regreso a su casa.
Desunció, entro en la isba[4] y vio a su hermano mayor, Seman el Guerrero, sentado a la mesa con su esposa para cenar. Le habían confiscado su hacienda y, a duras penas, había logrado escapar de la cárcel para refugiarse en casa de sus padres.
Seman dijo a Iván, al verle entrar:
—He venido para vivir en tu Casa. Manténme con mi mujer hasta que encuentre otro domicilio.
—Sea según tu voluntad —dijo Iván—. Vivid aquí, en paz.
Pero como Iván fuese a sentarse en un banco, su cuñada, molesta por el olor del Imbécil, dijo a su marido:
—No puedo comer con un mujik que apesta,
Seman el Guerrero se volvió hacía Iván.
—Mi esposa dice que hueles mal. Harás bien en ir a comer al establo.
—Como queráis —repuso—. Precisamente es ya de noche, y es hora de dar el pienso a la yegua.
El Imbécil cogió pan, se puso el caftan y se retiró para hacer la guardia de noche.
IV
El diablillo de Seman el Guerrero, listo de su labor, llegó, según lo convenido, en ayuda del diablillo de Iván para vencer entre los dos al Imbécil,
Fue al campo en busca de su camarada, pero sólo encontró el agujero por dónde había huido.
—Sin duda —pensó— le ha sucedido alguna desgracia a mi compañero. Es preciso sustituirlo. La tierra está labrada. Cogeré al Imbécil en la siega.
Y se fue al prado y cubriólo de barro. Al despuntar el día, Iván regresó de su guardia de noche, cogió la hoz y marchó a segar.
Al empezar el trabajo, no le cortó la hoz. Díjose entonces:
—Volveré a casa en busca de una piedra de afilar y cogeré pan.
—¿Es testarudo este imbécil! —dijo el diablo al oír estas palabras—. No le venceremos fácilmente.
Iván afiló la hoz y se puso a segar, concluyendo su trabajo. No quedaba nada más que un trocito de prado a la orilla de un pantano.
El diablillo se zambulló en el pantano, diciendo para sí:
«—Antes me dejo cortar las patas, que consentir que siegue este trozo.»
Aquí la hierba era corta; no obstante, Iván no podía manejar la hoz Se enfadó, y lanzóla con todas sus fuerzas, partiendo por la mitad la cola del diablillo, que permanecía oculto tras un arbusto. Concluido su trabajo, ordenó a su hermana que recogiera el heno, y se fue por su lado, provisto de una zapa a cortar el centeno.
El diablejo había enredado los tallos e Iván tuvo de volver a casa, dejar la zapa que de nada le servía, y tomar de nuevo la hoz para segar. Y cortó así todo el centeno.
—Es preciso ahora que me apresure para la avena—díjose.
El diablillo de la cola cortada le oyó, y pensó:
—No pude impedir que segara el centeno, pero veremos quién puede en la avena. No necesito más que aguardar hasta mañana.
Y llegó, al rayar el día, al campo de avena; mas ésta estaba ya cortada. Iván había trabajado toda la noche.
El diablillo se incomodó, exclamando:
—La ha cortado toda. Ni en la guerra me cansé tanto ni tuve tantos apuros. No duerme el maldito y no hay manera de adelantársele. Iré ahora al pajar y haré que se pudra.
En efecto, el irritado diablillo fue hacia las eras, metióse entre las gavillas y trató de pudrirlas. Las calentó y con el calor se quedó dormido.
Iván aparejó su yegua y, acompañado de su hermana, fue en busca de sus haces. Llegó al montón en que se había dormido el diablillo, levantó dos gavillas con la horca y la metió justo por el trasero del diablillo.
—¡Dale con este bicho! ¿Aun andas por aquí?
—Yo soy otro —gruñó—. El que tú dices era un compañero mío. Yo estaba en casa de tu hermano Seman.
—Quienquiera que seas, no me importa; tendrás el mismo fin.
—Déjame —suplicó —. ¡No volveré más y te complaceré en lo que gustes!
—Y ¿qué puedes hacer tú?
—Puedo hacer soldados con cualquier cosa.
—Y ¿para qué sirve eso?
—Para lo que gustes: un soldado sirve para todo.
—¿Sabrán cantar?
—Sí.
—Pues, a ver cómo los haces.
—Toma esta gavilla de centeno —explicó el diablillo—. Sacude las espigas contra el suelo y di: «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla, y que cada una de tus espigas se trueque en soldados»,
Iván hizo lo que el diablejo le indicara; la gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en otros tantos soldados, que desfilaron al son de los clarines y al redoblar de los tambores.
Iván se echó a reír y exclamó:
—¡Esto si que es divertido! ¡Será la alegría de las mozas!…
—Bueno —dijo el diablillo— pero, ahora, suéltame.
—No, quiero rehacer mi haz para no perder mis granos. Enséñame el medio de cambiarlos otra vez en gavillas.
El diablo repuso entonces:
—Di: «Tantos soldados, tantas espigas. Mi esclavo manda que os volváis de nuevo gavillas.»
Iván obedeció consiguiendo lo que apetecía.
El diablillo suplicó, nuevamente, le soltara. Iván lo dejó en el suelo, lo aguantó con una mano y con la otra le quitó la horca.
—¡Vete con Dios! —le dijo Iván; pero apenas hubo éste pronunciado tan dulce nombre, el diablillo se hundió en el suelo como una piedra en el agua, dejando un agujero como rastro de su paso.
Iván volvió a su casa; en ella encontró a su hermano Tarass con su mujer, que estaban cenando. Tarass el Panzudo no había podido cumplir con sus compromisos, y se refugiaba en casa de su padre.
Al ver a Iván, díjole:
—Oye, Iván: hasta que sea rico otra vez, manténme con mi mujer.
—Como quieras; vivid aquí a vuestro gusto.
El Imbécil se quitó el caftán y se sentó a la mesa.
—No puedo comer con el Imbécil —dijo la mujer del comerciante—; huele a sudor.
Tarase el Panzudo, volviéndose hacía su hermano, dijo:
—Iván, hueles mal. Vete a comer fuera.
—Como quieras —dijo Iván. Cogió pan y se fue al corral—. De todos modos he de salir para la guardia de noche, y el pienso del caballo.
V
El diablejo de Tarass, terminada su tarea, partió en auxilio de sus camaradas como estaba convenido. Llegó al campo del Imbécil, buscó y a nadie halló. Sólo encontró un agujero. Se fue al prado y tropezó con la cola de su segundo compañero y, en el campo de centeno, otro agujero,
Ah! —se dijo—. Les habrá ocurrido alguna desgracia. Debo substituirles para combatir a Iván.
Y el diablillo se fue en busca de Iván. Pero éstehabía concluido sus faenas en los campos y estaba cortando árboles en el bosque. Sus hermanos, encontrándose estrechos en la casa de Iván, le habían mandado que les construyese casa propia,
Y el diablillo corrió al bosque, se deslizó entre las ramas y se propuso estorbar a Iván en su trabajo.
Iván cortó el árbol de modo que cayera en un sitio adecuado y comenzó, luego, a empujarlo: pero el árbol se desvió, y se enredó con los árboles contiguos; Iván se dio muy mal rato antes de lograr derribarlo.
Atacó entonces otro árbol y se produjo el mismo hecho. Trabajó como un desesperado y, sólo a costa de grandes esfuerzos, logró abatirlo.
Todavía cortó otro y otro, mas siempre sucedíale lo mismo. Iván pensaba cortar unos cincuenta, y no había logrado cortar diez cuando sobrevino la noche. Estaba rendido, su cuerpo despedía un vaho como una niebla en el bosque, y seguía trabajando. Sintió tal fatiga que, no pudiendo ponerse en pie, tiró el hacha y se sentó para descansar.
El diablillo, al ver que Iván se sentaba, se alegró. Pensó:
—¡Bueno! Ahora abandonará el trabajo. También yo descansaré un rato.
Y se sentó a horcajadas sobre una rama, muy contento. Pero he aquí que Iván se levanta, empuña nuevamente el hacha, la blande y la tira con todas sus fuerzas contra un árbol, que cayó de un golpe, crujiendo
El diablillo no tuvo tiempo de retirarse, la rama se desgajó y le pilló una pata.
—Pero bicho feo, ¿otra vez por aquí?
—Es que yo —dijo— soy otro. Yo estaba en casa de tu hermano Tarass.
—Quienquiera que seas, tendrás tu merecido.
Iván, enarbolando el hacha, se disponía a dar con ella al diablillo.
—No me des con el hacha —suplicó—. Haré por ti cuanto quieras.
—¿Y qué puedes tú hacer?
—Tanto oro como desees.
—Pues ya lo estás fabricando —ordenó el Imbécil.
—Recoge estas hojas de roble —explicó el diablillo—, frótalas entre tus manos y verás caer el oro a raudales.
Iván tomó las hojas, las frotó y el oro cayó.
—Servirá para juguete de los niños
El diablejo pidió la libertad e Iván. Cogiendo la pértiga, le soltó diciendo: Vete con. Dios.
De igual modo que los otros, apenas el Imbécil hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en los abismos de la tierra, como la piedra en el fondo del agua, y no quedó de su paso más rastro que un agujero.
VI
Cuando los hermanos tuvieron casa, se instalaron cada cual en la suya. Iván, terminadas las labores del campo, fabricó cerveza, e invitó a Seman y a Tarass a una fiesta en su isba.
Sus hermanos rehusaron.
—¡Cómo si no supiéramos lo que es una fiesta de mujik!
Iván festejó a los mujiks vecinos, a las babas[5], y bebió él también; hasta llegó a alegrarse un poco, y salió a la calle a ver las khórovods[6]. Hizo más: se acercó a ellas e invitó a las muchachas a que cantaran en honor suyo.
—Quiero ofreceros —les dijo— una cosa que jamás habéis visto.
Las babás rieron como descosidas y las muchachas cantaron sus alabanzas.
Cuando hubieron acabado, le dijeron:
—Ahora te toca darnos lo prometido.
—En seguida os lo traigo.
Y cogiendo una criba se fue al bosque próximo. Las jóvenes reían y exclamaban:
—¡Que imbécil!
Y luego ya nadie se acordó de él. Pero al cabo de un rato le vieron volver corriendo, con la criba llena.
—Ea, ¿queréis?
—Si, sí —dijeron a coro.
Iván cogió un puñado de oro y lo tiró a las muchachas.
—¡Pero, padrecito…!
Y admiradas, se tiraron al suelo para recogerlo.
Los mujiks también acudieron, y se quitaban unos a otros las monedas de oro. Una pobre anciana corrió peligró de morir aplastada. Iván se reía.
—¡Oh, pequeños imbéciles! ¿Por qué hacéis daño a una babuchka[7]? ¡Tened más cuidado! Os daré cuanto queráis.
Y volvió a echarles puñados de oro. Tenía en torno suyo a una gran muchedumbre. Iván había vaciado la criba, y aun le pedían más. Entonces dijo:
—No; no hay más. Otro día volveré a daros. Y ahora, ¡bailemos y cantemos!
Las jóvenes empezaron a cantar.
—No son bonitas vuestras canciones —les dijo—, ¿no sabéis otras?
—¿Acaso las sabéis vos mejores? —le contestaron.
—Desde luego. Vais a oírlas.
Y, al decir esto, se fue a la era, cogió una gavilla, y, según se lo había enseñado el diablillo, sacudió las espigas sobre el suelo.
—¡Ea! —dijo—. «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla y que cada una de tus espigas se truequen en soldados».
La gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en soldados. Redoblaron los tambores y los clarines sonaron. Iván mandó a los soldados que cantasen y que desfilasen con él por las calles. Los espectadores quedaron asombrados. Cuando los soldados hubieron acabado de cantar, Iván se los llevó otra vez a la era, prohibiendo que nadie le acompañase, cambió otra vez en gavillas a los soldados. Fuese luego a su casa y se echó a dormir.
VII
A la mañana siguiente, su hermano mayor. Seman el Guerrero, se enteró de todo lo ocurrido y fue a ver a Iván.
—Dime —le preguntó—, ¿de dónde sacaste los soldados y dónde los escondiste?
—¿Para qué quieres saberlo?
—¡Cómo que para qué! —replicó—. ¡Pero si con soldados se puede conseguir todo! ¡Hasta conquistar todo un reino!
Iván se admiró.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? Yo te daré los que quieras. Precisamente, entre mi hermana y yo hemos recogido muchos.
Iván se llevó a su hermano a la era, y le dijo:
—Fíjate bien: yo voy a hacerte soldados, pero tú te los llevarás, porque si hubiera que mantenerlos devorarían en un día todo lo que hay en la aldea.
Seman prometió llevarse los soldados, y entonces Iván puso manos a la obra. Sacude una gavilla, y hete aquí una compañía; sacude otra, y sale una nueva compañía. Los soldados ocupaban ya casi el campo.
—Bien, ¿tienes bastante o no?
Seman, muy regocijado, respondió:
—Sí, tengo bastantes. Gracias, Iván.
—Cuando precises más, ven; yo te daré todos los que necesites. Precisamente estamos sobrados de centeno.
Seman el Guerrero dio sus órdenes al ejército, lo formó y se fue a pelear.
Apenas hubo partido, llegó Tarass el Panzudo. Acababa de enterarse de lo que había ocurrido la víspera.
—Dime: ¿de dónde sacas el oro? Si yo obtuviese el dinero tan fácilmente como tú, podría reunir todo el que hay en el mundo.
Iván se sorprendió.
—¿Es de veras? ¿Por qué no lo dijiste antes? Voy a darte cuanto quieras.
El hermano no cable de gozo.
—Dame sólo tres cribas.
—Bien —le dijo—. Vamos al bosque; pero unce el caballo, si quieres traértelo todo.
Se fueron al bosque Iván restregó las hojas de roble entre sus manos y amontonó gran cantidad de oro.
—¿Te basta?
—Por ahora sí —dijo Tarass muy contento—. Gracias, Iván.
—Conforme. Si necesitas más, ven; no es hoja lo que falta.
Tarass cargó una carreta con el dinero y fuese a traficar.
De nuevo Seman peleaba, y Tarass comerciaba. Y Seman el Guerrero conquistó todo un reino. Y Tarass ganó muchísimo dinero.
Al encontrarse un día los dos hermanos, se dijeron mutuamente de dónde habían sacado, Seman los soldados, y Tarass su fortuna.
Y Seman el Guerrero dijo a su hermano:
—Yo me he conquistado un reino y vivo espléndidamente. Sólo que no tengo dinero bastante para mantener a mis soldados.
Y Tarass el Panzudo le contestó:
—Y .yo he ganado muchísimo dinero; sólo una cosa me apena: no tener quién me lo guarde.
Seman el Guerrero replicó:
—Vamos a ver a nuestro hermano, Yo le diré que me haga más soldados, y te los daré para que protejan tu dinero. Tú, en cambio, pídele más dinero; me lo darás para yo mantener a mis tropas.
Y se fueron a casa de Iván. Y Seman le dijo:
—No me bastan, hermano mío; mis soldados. Vengo a que me des más.
Iván movió, negativamente la cabeza y contestó:
—No te haré ni uno mas sin razón justificada.
—¡Cómo! ¡Me lo prometiste!
—Es verdad, pero es inútil.
—¿Y por qué, imbécil, no has de complacerme?
—Porque tus soldados —explicó Iván— mataron hace poco a un hombre. Estaba yo labrando cerca del camino y vi pasar a una babé que seguía llorando a un féretro. Le pregunté entonces:
«¿Quién ha muerto?»
Y ella me contestó:
«Mi marido, a quien los soldados de Seman mataron en la guerra».
Yo pensaba que los soldados iban a cantar solamente canciones y he aquí que han matado a un hombre cruelmente. No quiero darte más.
Y se obstinó Y no hizo más soldados.
Entonces Tarass el Panzudo suplicó a Iván el Imbécil que le diese más oro.
Iván movió la cabeza, negativamente.
—No te haré más sin razón justificada.
—¡Cómo! ¿No fue ésta tu promesa?
—Es cierto, pero es inútil. No te doy más oro.
—¿Y por qué, imbécil, no has de darme más?
—Porque con tu oro quitaron la vaca a Mikhailovna.
—¡Cómo que se la quitaron!
—¡Sí, se la quitaron! Mikhailovna tenía una vaca; sus hijos bebían leche. Pero he aquí que uno de estos días sus hijos vinieron a pedirme leche. Y como yo les preguntase dónde estaba la vaca, me contestaron:
«El administrador de Tarass el Panzudo ha venido, ha dado a nuestra madre tres piezas de oro y ella le entregó la vaca; ya no tenemos qué beber».
¿Yo que me imaginaba que ibas a divertirte con esos discos dorados y resulta que sirvieron para quita su vaca a los niños! No te daré más.
Y el imbécil se obstinó también esta vez y Tarass el Panzudo no tuvo más oro.
Contrariados se volvieron los hermanos, hablando en el camino del modo de salir de sus apuros. Y Seman dijo:
—Escucha, he aquí lo que haremos. Tú me darás dinero para mantener a mis soldados; en cambio yo te daré la mitad de mi reino con soldados para guardar tus tesoros.
Tarass accedió. Los hermanos se repartieron sus bienes como habían convenido y los dos fueron zares poderosos y ricos.
VIII
E Iván se quedó en casa para mantener a sus padres, y trabajaba en el campo con su hermana muda.
Y sucedió un día que el viejo perro que guardaba la casa cayó enfermo: se moría. Iván tuvo piedad de él, pidió pan a su hermana, lo guardó en su gorro y salió para echarlo al perro. Pero el gorro se le agujereó y, con el pan, cayó una raicilla. El perro se la comió. Y en cuanto hubo tragado la raíz, el animal se levantó deprisa y se puso a juguetear, ladrando y moviendo la cola en señal de contento: estaba completamente curado.
Los padres de Iván, al apercibirse de ello, se sorprendieron y maravillaron.
—¿Cómo se habrá curado el perro? —pensaban.
E Iván díjoles:
—Yo tenía dos raíces, que curan todos los males, y el perro se ha comido una.
En esto ocurrió que la hija del Zar se puso enferma, y el Zar hizo saber por ciudades y aldeas que recompensaría espléndidamente al que la curase, y que, si era soltero, se la daría por esposa.
Este edicto se publicó también en la aldea de Iván.
Entonces los padres de éste le llamaron y le dijeron:
—¿Te enteraste de lo que dice el Zar? Si aun te queda una raíz, vete a curar a la hija del Zar; serás feliz para el resto de tus días.
—¡Está bien! —dijo, y el imbécil se dispuso a partir.
Le vistieron decentemente. Salió al umbral de la puerta y vio a una mendiga, que se le acercaba, con el brazo roto.
—He oído decir que curas; cúrame el brazo, pues no puedo vestirme sola.
—¡Hágase según tus deseos! —exclamó el imbécil y sacando la raicilla la dio a la mendiga para que la comiera.
La mendiga así lo hizo y sanó, pudiendo mover el brazo.
Los padres de Iván salieron a despedirle. Pero al saber que había dado su última raíz, le riñeron viendo que no tenía con qué curar a la princesa.
—¡Una mendiga! —le decían—. ¡Te has compadecido de una mendiga! ¡Y de la princesa, no!
Pero Iván también de ésta se había compadecido. Enganchó su caballo, cargó de paja la carreta y subió al pescante.
—Pero ¿a dónde vas, imbécil?
—A curar a la Zarevna[8].
—¿Cómo, si no tienes remedio para ella?
—¿Y qué importa? —repuso y fustigó al caballo.
Llegó a la corte, y, apenas había pisado las escaleras del palacio del Zar, la Zarevna estaba curada.
El Zar se alegró luego llamó a Iván, ordenó que le vistieran suntuosamente, y díjole:
—Serás ahora mi yerno.
—¡Bien! —contestó.
E Iván fue el esposo de la Zarevna. El Zar murió al poco tiempo y sucedióle Iván el Imbécil.
Y de este modo los tres hermanos llegaron a reinar.
IX
Los tres hermanos vivían y reinaban.
El mayor, Seman el Guerrero, era dichoso. Había añadido muchos soldados a sus soldados de paja.
Mandó en todo su reino, que se le diera un soldado por cada diez casas, y que esos soldados fueran muy altos, de rostro afable, y fuerte complexión, Reclutó gran número y les adiestró convenientemente. Si alguien rehusaba obedecer, le mandaba sus soldados, y hacía cuanto quería. Y así se hizo temer de todo el mundo. Su vida transcurría feliz. Cuanto se le antojaba, todo lo que veía, era suyo. Le bastaba mandar soldados, que se apoderaban de cuanto quería.
Tarass el Panzudo vivía también dichoso. Había conservado el dinero que le diera Iván, y con él había ganado mucho más. Había ordenado los negocios de su reino; guardaba su oro en fuertes arcas, y aún exigía más a sus súbditos. Pedía tanto por aldea, tanto por habitante, tanto sobre los trajes, sobre lapti[9] y sobre los onutchi[10] y las más nimias cosas.
Cuanto deseaba tenía. A cambio de su dinero le traían de todo y todos acudían a su casa a trabajar, pues todo el mundo necesitaba dinero.
Iván el Imbécil tampoco vivía mal.
En cuanto hubieron enterrado a su suegro, se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones, sus lapti, y volvió a trabajar.
—¡Me aburro! —dijo—. Mi barriga crece, y no tengo apetito ni sueño.
Y mandó venir a sus padres a su antigua isba con su hermana muda, y se puso a trabajar otra vez.
Y cuando le decía:
—¡Pero, si tú eres un Zar!
—¿Y eso qué importa? —contestaba— ¡También los Zares necesitan comer!
Su ministro fue a encontrarle:
—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.
—Pues si no hay —repuso Iván—, no les pagues.
—¡Es que se irán!
—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.
Fueron a pedir justicia a Iván. Uno se quejaba de que otro le había robado dinero. E Iván dijo:
—¡Será, sin duda, por necesidad!
Y de este modo supieron todos que Iván era un imbécil.
Y su mujer se lo dijo.
—Dicen de ti que eres un imbécil.
—¿Y qué?
Ella pensó, pensó; pero era tan imbécil como su marido, y, al fin, dijo:
—Yo no puedo oponerme a la voluntad de mi marido. Donde va la aguja, allá va el hilo.
Se quitó su vestido de Zarevna, lo guardó en el arca, y se fue á casa de su cuñada la muda, para que le enseñase a trabajar. Aprendió, y ayudó a su marido.
Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.
X
El viejo diablo estaba aguarda que te aguarda noticias de sus diablillos, para saber cómo habían arruinado a los tres hermanos. Pero como tardaban mucho, se impacientó y fuese a averiguar lo que había ocurrido. Mucho anduvo buscando, mas sólo tres agujeros halló.
—¡Ea! —pensó—. No habrán sabido vencer; es preciso que yo mismo emprenda la tarea.
Y púsose a buscar los tres hermanos en sus antiguos domicilios; pero allí no estaban, y les encontró cada cual al frente de su reino. Eso molestó mucho al viejo diablo.
—Pues voy en persona a ocuparme de ese asuntó» —pensó.
Y comenzó por ir a casa de Seman el Zar. Tomó el aspecto de un voivoda[11] y se presentó ante él.
—He oído afirmar —le dijo— que tú, Seman el Zar, eres un gran guerrero. Y yo conozco perfectamente el arte de guerrear. Quiero servirte.
Seman el Zar le interrogó, reconociéndole apto, y lo tomó a su servicio.
Y el nuevo voivoda enseñó al Zar el arte de organizar un poderoso ejército.
—Lo esencial —le dijo— es tener muchos soldados; porque de seguro que tienes en tu reino demasiada gente inútil. Has de reclutar a todos los jóvenes indistintamente, y tendrás cinco veces más soldados que ahora Luego hacen falta fusiles y cañones de un nuevo modelo. Te inventaré fusiles que disparen cien balas a la vez, que lloverán como guisantes. ¡Y cañones! ¡Te haré que provoquen el incendio a lo lejos y arderán hombres, caballos y muros!
Seman el Zar escuchó al nuevo voivoda y mandó reclutar a todos los jóvenes; construyó nuevas fábricas de fusiles y cañones, y, poco después, declaró la guerra al Zar vecino.
En cuanto estuvo frente al enemigo, Seman mando a sus soldados que disparasen sobre aquél las balas de sus fusiles y las llamas de sus cañones. La primera descarga hirió y quemó a la mitad de las tropas enemigas.
El Zar vecino cobró miedo. Se sometió y entregó su reino a Seman, que se puso contentísimo.
—Ahora —dijo— voy a combatir con el Zar de las Indias.
Pero el Zar indio, que había oído hablar de Seman, imitó sus innovaciones e inventó algo mejor todavía. No sólo reclutó a todos los jóvenes, sino también a las muchachas solteras de su reino, y así pudo reunir a un ejército más numeroso que el de Seman. Y, además de tener los mismos fusiles e idénticos cañones, el Zar indio halló el medio de volar por el aire y lanzar, desde lo alto, bombas explosivas.
Fue, pues, Seman a pelear contra el Zar indio, creyendo derrotarle como al otro: Pero después de cortar mucho y mucho, la guadaña pierde su filo. El Zar indio no aguardó a que se le acercara el enemigo; mandó a sus babás que le salieran al encuentro, y echaran sobre el ejercito de Seman sus bombas explosivas. Y, en efecto, tal granizada de bombas cayó, que los soldados apelaron a la fuga, dejando a Seman solo. Y el Zar indio se apoderó del reino de Semana el Guerrero, mientras éste se iba donde le guiaban sus ojos.
El viejo diablo, habiendo concluido con Seman el Guerrero, se fue hacia la casa de Tarass el Zar.
Para este menester, tomó las especies de mercader, se estableció en el reino de Tarass y comenzó a traficar. Lo pagaba todo a buen precio, y todos acudían a su casa para ganar buen jornal. Y era tanto lo que se ganaba, que todos pudieron pagar los impuestos atrasados, y, desde entonces, los tributos se satisfacían con regularidad.
Todo esto alegró a Tarass el Zar.
—«Debo dar gracias a este mercader —pensaba—, porque ahora tendré más dinero, y viviré mejor.»
Y Tarass se dedicó a nuevas empresas: y se le ocurrió hacerse un nuevo palacio. Hizo saber al pueblo que podía traerle madera y piedra y trabajar en su casa. Fijaba buenos precios para todo. Creía que, a cambio de su dinero, todos acudirían como antes a trabajar para él. Y sucedió que toda la piedra y toda la madera era llevada a casa del mercader, para quien todos preferían trabajar.
Tarass subió los jornales, pero el mercader subíalos más todavía. Porque, si bien Tarass tenía mucho dinero, el mercader le ganaba y éste venció. Y no hubo manera de que Tarass se construyera su nuevo palacio.
A Tarass se le ocurrió la idea de hacer un jardín. Llegó el otoño, y el Zar hizo saber al pueblo que podían ir a trabajar a su casa. Nadie acudió. Todos estaban ocupados en casa del mercader, que abría un estanque.
Llegó el invierno. Tarass quiso hacerse un abrigo de marta cibelina. Mandólas comprar; pero su enviado regresó, diciendo:
—No hay marta cibelina. Todas las pieles las tiene el mercader, que las pagó muy bien de precio, para alfombrar sus habitaciones.
Tarass el Zar necesitó comprar caballos. Envió a buscarlos; pera los comisionados regresaron, diciendo:
—Todos los buenos caballos están en las cuadras del mercader. Los adquirió para acarrear las aguas que han de llenar su estanque.
Así quedaban sin realizar todos los proyectos de Tarass. Nadie quería hacer nada para él, mientras se hacía todo para el mercader. A Tarass sólo le llevaban el dinero para pagar los tributos.
Y el Zar tuvo tanto dinero, que no supo dónde meterlo; pero vivía muy mal. Había renunciado a todas sus empresas, conformado con un vivir llevadero. En todo se veía contrariado. Sus criados, cocineros y cocheros, le habían abandonado para irse con el mercader. De suerte que hasta el alimento le faltaba. Cuando mandaba al mercado a sus servidores, lo encontraba desprovisto: todo lo había comprado el mercader. A él solo le llevaban el dinero de las contribuciones.
Tarass el Zar se enojó y despidió al hombre, que así lo perjudicaba, de su reino. Pero el mercader se estableció en la misma frontera y continuó su negocio. Seguían llevándoselo todo a cambio de su dinero, y al Zar, nada. Para éste, todo iba de mal en peor y Tarass pasaba días enteros sin comer. Y empezó a correr el rumor de que el mercader se había jactado de que, el día menos pensado, compraría al mismo Zar. Este tuvo miedo y no supo ya qué hacer.
Entonces fue a encontrarle Seman el Guerrero.
—Préstame tu ayuda —profirió—; el Zar indio quitóme cuanto poseía.
—Pues yo —repuso Tarass—me paso los días sin comer.
XI
El viejo diablo, habiendo concluido con los dos hermanos, se fue a casa de Iván. Tomó el aspecto de un voivoda y persuadió a Iván de que organizara un ejército en su reino.
—No le estábien a un Zar —le dijo— vivir sin ejército. Déjame hacer; yo te reclutaré soldados de entre tus súbditos.
Iván le escuchó.
—Sea —dijo —. Hazlo. Y enséñales canciones bonitas. Me gusta mucho eso.
El viejo diablo recorrió todo el reino de Iván para reclutar voluntarios. Hizo saber que todos serían admitidos, y que a cada soldado se le daría un chtof[12] de vodka y un gorro colorado. Los imbéciles se echaron a reír.
—Tenemos toda la vodka que queremos, puesto que nos lo hacemos nosotros. En cuanto al gorro, nuestras mujeres los hacen de todos los colores, y hasta a rayas, si así los preferimos.
Y nadie se alistó:
Entonces el diablo volvió a ver a Iván y le dijo:
—Tus imbéciles no quieren alistarse voluntariamente. Es preciso obligarles por la fuerza.
—Sea como dices —le contestó—. Reclútalos por fuerza.
Y el diablo anunció al pueblo que todos los imbéciles debían alistarse como soldados, y que cuantos se resistieran serían condenados a muerte.
Los imbéciles se fueron a ver al voivoda:
—Nos dices —expusieron—, que si nos negamos a ser soldados, el Zar nos ejecutará. Pero no nos dices qué será de nosotros cuando seamos soldados. Parece que también se les mata.
—Si, también sucede esto.
Al oír los imbéciles esta respuesta, se obstinaron en su negativa.
—No seremos soldados —gritaban—. Preferimos morir en casa, puesto que también a los soldados matan.
—¡Qué imbéciles sois! ¡Qué imbéciles! —repetía el diablo— A los soldados se les puede matar, pero tienen probabilidades de poder escapar; mientras que, si no obedecéis, Iván, de seguro, os ejecutará.
Los imbéciles, después de reflexionar, fuéronse en busca de Iván y le dijeron:
—Un voivoda nos manda que nos hagamos soldados y nos dice: «Si os hacéis soldados, no es seguro que os maten; y si no queréis serlo, Iván os matará seguramente». ¿Es eso cierto?
Iván soltó la carcajada.
—Pero, ¿cómo me las compondré —les dijo— para mataros yo solo a todos? Si no fuera imbécil, os lo explicaría; pero ni yo mismo acierto a entenderlo.
—Entonces. ¿No vamos?
—¡Como queráis! —les dijo— No os alistéis.
Los Imbéciles volvieron a casa del voivoda, y le manifestaron su propósito firme de no ser soldados.
Viendo el diablo que su negocio tomaba mal cariz, se fue a casa del Zar Tarakanski, cuya confianza se había ganado.
—Vamos a combatir —le dijo— a Iván el Zar. Es verdad que no tienedinero; pero, en cambio, posee abundancia de trigo, ganado y otros bienes.
Tarakanski reunió muchos soldados, que armó con fusiles y proveyó de cañones, marchando a la frontera para invadir el reino de Iván.
Iván tuvo de ello noticia. Le habían dicho:
—Tarakanski viene a pelear contra ti.
—¡Que venga!
Y Tarakanski pasó la frontera, enviando a su vanguardia en busca del ejército de Iván. Busca que te busca, esperaban que al fin surgiera algún ejército porel horizonte; pero ni siquiera oyeron hablar de soldados. Era, pues, imposible combatir.
Tarakanski mandó ocupar los pueblos. Los imbéciles de ambos sexos salían de sus casas, miraban los soldados, y se extrañaban. Los soldados les robaron el trigo y el ganado; pero los imbéciles lo daban todo sin defenderse.
Los soldados ocuparon otro pueblo y acaeció otro tanto. Así marcharon un día y otro día y por todas partes sucedía lo mismo; se lo daban todo, nadie se defendía, y hasta los mismos del pueblo les invitaban a quedarse con ellos.
—Si, queridos amigos —les decían—; si vivís mal en vuestro país, estableceos aquí para siempre.
Los soldados anduvieron más aún, sin encontrar ejercito ninguno. Por todas partes hallaban gentes que vivían a la buena de Dios: se alimentaban de su trabajo y no se defendían.
Los soldados acabaron por aburrirse, regresando a casa del Zar Tarakanski para decirle:
—No hay medio de batirse. Llévanos a otra parte para guerrear, porque aquí no hay guerra posible. Tanto valdría cortar manteca.
Tarakanski se enfadó. Dio orden a sus soldados de recorrer todo el reino, asolando aldeas, incendiando casas, quemando los trigales y matando todo el ganado.
—Y si no me obedecéis — rugió—, os haré matar a vosotros.
Los soldados, presos de pánico, cumplieron la despótica orden, y quemaron casas, incendiaron trigales, exterminando los rebaños.
Ni aun así se defendieron los imbéciles, que no hacían otra cosa que llorar: lloraban los ancianos y los niños también.
—¿Por qué —decían —perjudicarnos? ¿Para qué destruir tantos bienes? ¡Si os hacen falta, tomadlos; pero no los malogréis!
Pronto se cansaron también los solados, negándose a seguir más adelante, y todo el ejército se retiró.
XII
Viendo el diablo que no había manera de acabar con Iván por medio de los soldados, se fue, para volver al punto bajo la forma de un caballero bien vestido, y, estableciéndose en el reino de Iván, decidió combatirle como a Tarass el Panzudo, por medio del dinero.
—Yo —les dijo— quiero haceros bien y enseñaros cosas excelentes Por lo pronto voy a hacerme mi casa entre vosotros.
—Si es de tu agrado —se le respondió—, quédate.
Al día siguiente, el elegante caballero salió a la plaza pública con un talego de oro y una hoja de papel. Ante el pueblo dijo:
—Vivís como cerdos; quiero enseñaros cómo hay que vivir. Me construiréis una casa según este plano. Vosotros trabajaréis, yo os dirigiré, y os pagaré con monedas de oro.
Y les enseñó el talego de oro.
Los imbéciles se extrañaron: nunca habían visto dinero; sólo cambiaban entre si los productos de su trabajo. Admiraron el oro.
—¡Qué bonito y cómo brilla! —se dijeron.
Y cambiaron con el caballero su trabajo por las monedas de oro. Como en el reino de Tarass el diablo, vestido de señor, repartió el oro a puñados, y en cambio, obtuvo toda clase dé trabajos y de productos. El se alegró y pensó:
—«Mis asuntos van por buen camino. Arruinare ahora al imbécil como arruiné a Tarass, y llegaré a comprar a él mismo.»
Pero cuando los imbéciles hubieron reunido suficientes piezas de oro, se las dieron a sus mujeres para que se hicieran collares. Todas las muchachas adornaron con ellas sus trenzas, y los niños se divertían con monedas en la calle. Y como tenían muchas, los imbéciles no quisieron ya más.
Y, sin embargo la casa del diablo seguía sin terminar, y tampoco había hecho aún su provisión de trigo y de ganado.
Anunció, pues, que podían ir a trabajar a su casa y llevarle trigo y ganado. Que él, a cambio, les daría muchas monedas de oro.
Inútilmente insistía e invitaba al trabajo. Sólo de vez en cuando, algún muchacho o alguna chiquilla iba a cambiar un huevo por una moneda de oro. Y el caballero no tuvo qué comer.
Acosado por el hambre, se fue a la aldea en busca de alimento. Entró en un corral y ofreció su dinero por una gallina, pero la dueña rehusó la moneda.
—Tengo muchas monedas como ésta —dijo.
Se fue a casa de otra mujer; esta no tenía hijos. Quiso comprarle un arenque por una pieza de oro.
—No la necesito —le contestó la buena mujer—, porque no tengo hijos para que jueguen con ella. Tengo tres, que guardo por curiosidad.
Fue entonces a casa de un mujik para comprar pan, y también el mujik rehusó el dinero.
—No hace falta —dijo— ¿Quieres algo, quizá, por amor de Dios? Aguarda y le diré a mi esposa que te dé un trozo…
El diablo escupió y salió de allí más que aprisa, antes que el mujik terminase su ofrecimiento caritativo. Para el diablo, oír que le ofrecían algo en nombre de Cristo, era lo peor de lo peor.
Por esta razón no encontró pan, pues por donde quiera que iba, se negaban a darle nada por su dinero y todos le decían:
—Ofrécenos otra cosa, o trabaja. Pídelo, en todo caso, por amor de Dios.
Y él diablo no podía ofrecer nada más que dinero. Trabajar no quería y aceptar la caridad por amor de Cristo, le era imposible.
Y se enfadó el diablo.
—¿Para qué necesitáis otra cosa —les dijo—, si os ofrezco oro? Con el oro compraréis cuanto queráis, y haréis trabajar al que se os antoje.
Los imbéciles no le escucharon.
—No —dijeron—, no hace falta. No tenemos deudas y tampoco impuestos. ¿Para qué, pues, nos hace falta el dinero?
Y el diablo hubo de acostarse sin cenar.
Iván se enteró de lo que ocurría, pues habían acudido a preguntarle:
—¿Qué hemos de hacer? Ha venido a nuestras casas un señor bien puesto, que gusta de comer bien, de beber mejor, y que se viste con las mejores ropas. No quiere trabajar, ni pedir por amor de Dios. El sólo ofrece piezas de oro a todo el mundo. Antes de que tuviéramos bastantes de estas monedas, se le daba de todo; ahora no se le da ya nada. ¿Qué hemos de hacer para que no se muera de hambre?, porque sería una pena que esta acaeciera.
Iván les escuchaba.
—Hemos de darle de comer. Que vaya de casa en casa y sea atendido.
Y el viejo diablo llamó de puerta en puerta y llegó un día a casa de Iván el Imbécil, y pidió de comer a la muda, que estaba preparando comida para su hermano. Antes de ahora, su buena fe había sido sorprendida por gente haragana y perezosa, que acudía mendigando por no trabajar; los mendigos la habían dejado, más de una vez, sin gachas, No daba ahora al perezoso; los conocía en las manos: a los que tenían callos, les sentaba a su mesa, y para los otros, los holgazanes, sólo había lo que los primeros dejaban.
El viejo diablo se acercó a la mesa; pero la muda le cogió la mano y se la examinó. No tenía callos, al contrario, sus manos eran blancas y bien cuidadas; sus uñas largas y agudas. Se puso a chillar, y echó al diablo de la mesa.
La mujer de Iván, dijo al huésped:
—No te enfades, apuesto caballero; mi cuñada impide que se sienten a la mesa los que no tienen las manos callosas. Aguarda un poco; cuando todos hayan comido, ella te dará las sobras.
El diablo se sintió humillado: «¡Comer él, en casa del Zar, con los cerdos!».
Y acudió a Iván:
—Esta ley de tu reino es absurda. Vosotros sois imbéciles, y creéis que sólo se puede trabajar con las manos. Sois unos necios, pensando así. ¿Con qué te figuras que trabajan las: personas inteligentes?
E Iván le preguntó:
—¿Cómo hemos de saberlo, si somos tontos? Nosotros sólo con las manos sabemos trabajar.
—Desde luego… Pero yo —replicó el diablo—, voy a enseñaros a trabajar con la cabeza: veréis entonces cuál sistema es mejor.
Iván se extrañó, y dijo:
—¿De veras? ¡Ah, cuánta razón tienen en llamarnos imbéciles!
Y el diablo explicó:
—No creas que es fácil: trabajar con la cabeza cuesta mucho más. No me dais de comer porque no tengo callosas las manos, ignorando que es cien veces más difícil lo que yo hago. La cabeza se calienta tanto con el trabajo que a veces estalla.
Iván se quedó pensativo.
—¿Por qué, en este caso, amigo mío, te das tanta molestia? No es bueno que la cabeza estalle; te valdría mucho más trabajar como nosotros, con las manos.
Y, el diablo replico:
—Si me tomo tanta molestia, es precisamente porque tengo piedad de vosotros, imbéciles. Sin mí, toda la vida seríais idiotas. Pero yo, que trabajo con la cabeza quiero que aprendáis de mí.
Iván se extrañó; pero, intrigado, dio ánimos:
—Sí, sí; enséñanos. A veces, uno acababa por cansarse las manos; entonces, para descansar, podremos trabajar con la cabeza.
Y el diablo prometió enseñarles.
E Iván hizo saber por todo el reino, que había llegado un caballero distinguido que enseñaría a todos a trabajar con la cabeza; que se adelantaba más trabajo con la cabeza que con las manos, y que todos debían acudir a aprender.
Había en el reino de Iván una torre muy alta, con una escalera muy empinada a lo largo de las paredes, que conducía a la cúspide, coronada por una plataforma. E Iván hizo subir hasta lo alto al caballero para que todos pudieran verle y aprender.
Desde la plataforma, el caballero empezó a hablar. Los imbéciles le miraban; creían que aquel caballero iba á enseñarles, verdaderamente, como se trabajaba sin manos, sólo con la cabeza; mientras que el viejo diablo sólo enseñaba con discursos cómo se puede vivir sin trabajar.
Los imbéciles no le entendieron. Cansados de mirar constantemente, se fueron cada cual a su trabajo. Pero el viejo diablo seguía en lo alto de la torre un día y otro día, siempre hablando. Y llego a tener hambre. A los imbéciles no se les ocurrió darle comida. Pensaban que, sabiendo trabajar mejor con la cabeza que con las manos, se haría pan con suma facilidad.
Y el diablo pasó aún otro día, en lo alto de la torre, y no paraba de charlar. Y la gente se acercaba, miraba pensativa, y, luego, se volvía.
Iván preguntaba:
—Pues que, ¿ha empezado ya ese caballero a trabajar con la cabeza?
—Aún no —le contestaban sus súbditos—. Todavía está charlando.
El viejo diablo pasó otro día más en la torre; y se debilitaba. Una vez vaciló sobre sus piernas y dio de cabeza contra una columna. Una de los imbéciles, que lo vio, se lo dijo a la mujer de Iván. Esta corrió a buscar a su marido, que estaba en el campo.
—Corre a ver el caballero; parece que empieza a trabajar con, la cabeza. Iván se extrañó.
—¿De veras? —preguntó. Y se acerco.
El viejo diablo, completamente agotadas sus fuerzas, se tambaleaba y dábase de cabeza contra la columna. En cuanto llegó Iván, el diablo vaciló más todavía; cayóse, rodando por las escaleras y golpeando con la frente todos los peldaños.
—¡Oh, oh! —dijo Iván—. Era, pues, verdad lo que decía ese caballero tan elegante: Es posible que estalle la cabeza; las callosidades no son tan dolorosas. Con esta clase de trabajo, se expone uno a que le salgan chichones.
Y el viejo diablo cayó,y su dura cabeza hundióse en el suelo.
Iván se le acercó para ver si había trabajado mucho; pero de repente la tierra se había entreabierto para tragarse al espíritu del mal. No quedando esta vez ni el agujero.
Iván se rasco la cabeza.
—¡Cuidado —dijo— con el animalejo! ¡Otra vez por aquí! Este era, sin duda, el padre de aquéllos. ¡Uf, qué asqueroso es!
XIII
Iván vive todavía. Todos acuden a su reino. Sus hermanos viven con él, y él los mantiene. A cuantos llegan y dicen:
—¡Aliméntanos!
—Sea —les responde—. Vivid en paz. Tenemos de todo. Pero en este reino existe una ley: es una costumbre muy nuble y singular. Al que tiene callosas las manos, le decimos: «Siéntate a la mesa con nosotros.» Pero si las tiene blancas y finas, a ése, sólo las sobras le damos.
 FIN

compositores: Vicente Goicoechea

tumblr_mucs6cN8Px1r4zr2vo1_r1_500

1 Biografia

2 Obras.

Compositor español, es de los más importantes Personajes respecto a la evolución de la Música religiosa de la Península Ibérica del Último Tercio del siglo XIX. Goicoechea pertenecía un Una familia de Músicos y se trasladó de Joven un Valladolid miedo estudiar en el Seminario Conciliar . su formación musical fue en buena medida autodidacta, Salvo algún maestría ocasional; como el de F. Gorriti. Conoció la obra de JS Bach, C. Franck y C. Gounod, así como la cecilianistes de los Alemanes y de la polifonía del siglo XVI. Todo este bagaje ayudará un Configurar su propio estilo. en 1890 obtuvo la Placa de Maestro de Capilla de la Catedral Metropolitana de Valladolid. la música de culto Católico pasaba por un momento crítico ó. Marginada por los autores y más relevantes con más formación la Música sacra. Goicoechea Iniciar Una reforma amplía ¿Que tendría Una repercusión en todo el territorio peninsular, siguiendo de cerca los movimientos Restauradores de Solesmes y Ratisbona. Una biblioteca Adquiere valiosa musicales con las ediciones de los más grandes Recientes en autores de polifonía clásica. No tiene sentido oposición, importantes fue introduciendo modificaciones En El Repertorio de la Catedral de Valladolid, introduciendo las grandes obras de autores del siglo XVI como Morales, Palestrina y Victoria; y del siglo XIX como Eslava y Gounod. va dirigió el Orfeón Vasco-Navarro, formación que Bajo su tutela Llega un altas Côtes de calidad, e introdujo la formación musical, antes inexistentes, en el Seminario de Valladolid. Considera suma de Importancia la formación de los Responsables parroquiales, por lo que asume la instrucción musical del Seminario, en Lo que crea una «Schola Cantorum» y establece Enseñanza del Canto y Gregoria de la polifonía clásica, aletas de Cosa del Entonces totalmente inusual. Además à mes, trabaja con los alumnos de la Universidad de Valladolid, creando  Orfeó con los estudiantes «Vasco-Navarros». en 1904, supusó  Cambio En El Mundo de la Música sacra. Es El Año En que San Pío X, recientemente consagrado Papa, publica su «motu proprio», Estableciendo las bases miedo Reforma radicales Uña de la Música Sacra. Jahr llevaba Goicoechea Ya ejerciendo this Tarea y en Aquellos años ya Era Un compositor de Gran Prestigio. Goicoechea colaboraba ya Côn Vicente Arregui. Pronto se les unieron Jóvenes con Sólida  Formación Como Nemesio Otaño, Julio Valdés, Marcelino Villalba, M. José Olaizola, Gaspar Arabaolaza, etc. . Las Ideas of this Círculo Reformista tuvieron Un gran peso en el cebador Congreso de Música Sagrada, Celebrando la Valladolid en abril de 1917. Nemesio Otaño VA Dirigir el Congreso en Pero junto  siempre encontraremos a Vicente Goicoechea.  Cabe Destacar la Asistencia de Música Vasca, miedo atraidos Las Cifras de Goicoechea y Otaño. Como un Vehículo de Estas inquietudes se fundo la revista «Música sacro-Hispana», Que empezo editándose  Valladolid y trasladarse posteriormente Bilbao Vitoria. «la paternidad  se debia al insigne Maestro Don Vicente Goicoechea. La humildad de Este músico excelente no le permitio Escribir en Nuestra Revista Más Que el título. Por los senderos del Verdadero Arte Religioso español, con El SUS Consejos CONTINUAS Y Sabías Orientaciones eL FUE Hasta su muerte el mejor censor de Cada número «(» Música Sacro Hispana «, agosto de 1907, p.72; abril de 1911, p.65) .. Raíz del Congreso de Música de Valladolid, Goicoechea considera Cumplidos SUS Objetivos y concluída su carrera. Sus Discípulos ya Eran Mayores de Edad.Así pues Goicoechea pasa Una unidad ONU Segundo plan de Y Todo Que siguiera Colaborando activamente . en la Organización de los Congresos de Sevilla I de Barcelona Su Salud Cada Época Vez Más y delicada llevaba una Vida Retirada Pesar que Sigue aletas de Componentes de su muerte. Fue un músico de Prestigio; Suyas las obras de Han interpretadas España Foros del estado . . la Producción de Goicoechea this Dedicada Exclusivamente a la música religiosa del heno destacar: el Miserere y el Christus factus este, Unas obras con las Cuales consigue Efectos de notable grandiosidad con una Relativa Simplicidad de recursos. en 1890 se Decisivo en Su creadora Actividad: Marca Paso de su Epoca de Juvenil «Gozos» (Dedicados uno Santos Varios) Una unidad ONU Período de Reflexión y Madurez. SE Confirma su personalidad artística y Su se perfila ideales de la Música sacra. Las obras de Goicoechea se Avanzar Más de Diez años en la reforma de San Pío X. Tres de las obras dientes Anteriores a la reforma del Papa Son: los Maitines «», las «Kalendas» y los «Responsorias». compuso TAMBIEN Varios Moteles: O Corazón, amoris Víctima «,» Ave, verum Corpus «,» Tantum ergo «Al Principio del siglo XX comenzo ONU interesarse Cada Vez Más miedo la Música Polifónica del Renacimiento, Hecho Que se reflejarán baño. creaciones Sus Entre 1902 y 1904 VA componer Sus obras MAS reconocidas:. » Oremus pro Pontifice «, Que Más tarde se transformará en su popular» Ave María «, el Salmo» credidi «, Conocido en su versión del» Benedictus «; su reconocida» Misa en el honor de de la Inmaculada Concepción «, el Salmo» Miserere «y el Responsorio «Christus factus est Nona» aunque Fue retocada y MODIFICADA Más tarde «Also in this Período compuso.». aletas de Componentes va agustinianos Goicoechea al Último de su vida Hacia el Último de su carrera, a partir del Congreso de Música de Valladolid, Y Cuando Su Salud Comienza la ONU decaer compuso obras de Como:. «Salve Regina» en honor a un Andra Mari de Ibabe, VARIAS sin Alcanza un miedo capilla Adviento y Cuaresma, la versión definitiva de la «Nona» para el oficio de la Ascensión; y VARIOS motetes. Podemos OBSERVAR La influencia de JS Bach en el «Te Deum». de Sus Últimos años de Son La lamentación «Cogitavi» y la «Misa de Réquiem».