cuentos rusos 8

tumblr_mtjk9sHStw1r4zr2vo2_r1_500

Vladímir Korolenko :El ruido del bosque

I

El bosque estaba agitado.

Siempre había ruido en aquel bosque, un ruido regular, sordo, como el eco de las campanas lejanas; tranquilo y vago, como una dulce romanza sin palabras, como un recuerdo del pasado. Siempre había ruido en aquel bosque, porque era muy viejo y no lo había tocado jamás el hacha de los leñadores. Los altos pinos seculares, con sus rojos troncos poderosos, se alzaban como un ejército sombrío, estrechando sus copas verdes en bóvedas espesas.

Abajo había calma y olía a alquitrán. A través del tapiz de verdes agujas que cubría la tierra crecían helechos anchos y fantásticos, completamente inmóviles. En los sitios húmedos, altas hierbas verdes. Las flores humildes inclinaban, cansadas, sus pesadas cabecitas. Pero en lo alto, incesantemente, sin interrupción, se oía el ruido del bosque, lanzando suspiros dolorosos.

Ahora estos suspiros se hacen cada vez más fuertes y profundos. Yo, montado en mi caballo, caminaba por un estrecho sendero forestal. Aunque no podía ver el cielo, adivinaba, por la obscuridad del bosque, que allá en lo alto iban amontonándose gruesas nubes. La hora era bastante avanzada. Algunos rayos de sol perforaban el espeso follaje; pero sobre los árboles descendía ya la obscuridad.

Se avecinaba el huracán.

Era inútil pensar en la caza; yo cifraba mi dicha en poder llegar, antes del huracán, a un abrigo cualquiera donde pasar la noche.

Mi caballo golpeaba con los cascos las raíces desnudas de los árboles, y alargando las orejas escuchaba con ansiedad el ruido del bosque. También él estaba impaciente y apresuraba el paso.

Se oyó el aullido de un perro. A través de los árboles, ahora más distanciados, se veían las paredes blancas de una choza de cuyo tejado salía un humo azul. La choza, inclinada, con su techo de paja ennegrecida, se guarecía, como tras un muro, entre los troncos rojos. Parecía querer esconderse bajo la tierra, y los esbeltos y soberbios pinos inclinaban sobre ella sus copas majestuosas. En medio del calvero, muy apretadas, había un grupo de encinas jóvenes.

La casa estaba habitada por dos guardabosques, Zajar y Máximo, compañeros habituales de mis excursiones de caza. Pero no debían estar allí, puesto que nadie salía a mi encuentro, no obstante los ladridos del enorme perro. El abuelo, anciano de cabeza calva y bigotes blancos, permanecía sentado en el umbral de la choza. Sus bigotes le llegan casi hacia la cintura; sus ojos son obscuros. Se diría que trata de recordar alguna cosa en vano.

—¡Buenos días, abuelo! ¿Hay alguien en casa?

—¡Eh! —y el viejo dijo que no con la cabeza—. No están ni Zajar ni Máximo. Motila se ha ido también al bosque, a buscar la vaca… La vaca se ha extraviado, probablemente. Quizá la hayan devorado los osos… No, no hay nadie…

—No importa, esperaré, te haré compañía.

—Bueno, si quieres…

Y mientras ato mi caballo a una encina, el viejo me mira con sus ojos débiles y obscuros. Es muy débil, muy débil; no ve casi nada y sus manos tiemblan.

—¿Quién eres tú, buen mozo? —me pregunta cuando me he sentado a su lado.

Cada vez que vengo me hace la misma pregunta.

—¡Ah! Ahora caigo. Sí, sí, ya me acuerdo —dice, contento, mientras compone una vieja bota rota—. Mi vieja cabeza no conserva memoria de las cosas… Es como una criba… De los que han muerto hace mucho tiempo, me acuerdo bien, muy bien; pero a la gente nueva la olvido siempre. Porque, ya ves, vivo desde hace tanto tiempo en este mundo…

—¿Hace mucho tiempo que vives en él?

—¡Anda, anda! Muchísimo tiempo. Ya estaba yo en él en la época en que los franceses vinieron aquí para combatir a nuestro Emperador.

—¡Entonces, ya has visto algo! ¡Podrías contar muchas cosas!…

Me mira con extrañeza.

—¿Yo? ¿Pero qué es lo que yo he podido ver? Nada más que el bosque. Siempre hace ruido; noche y día, invierno y verano. Yo, como esos árboles, he pasado aquí toda mi vida y no me he dado cuenta de ello. Ya es hora de morir; pero a veces, cuando empiezo a reflexionar, me pregunto si he vivido verdaderamente o no. Quizá yo no he vivido jamás…

El extremo de una nube negra se deja ver detrás de las copas espesas, encima del calvero. Las ramas de los pinos que rodean la casa se agitaban al impulso del viento. El ruido del bosque se ha hecho más fuerte. El viejo levantó la cabeza y prestó oído.

—El huracán se acerca —dice—. ¡Bien le conozco! ¡Digo, digo! Cuando el huracán se pone a gruñir, a tirar los pinos, a desarraigarlos de la tierra… es cosa que da escalofríos. Es «el demonio de la selva”’ que se enfurece —añadió más bajo.

—¿Cómo lo sabes tú, abuelo?

—¡Oh, eso… yo lo sé muy bien! Entiendo el lenguaje de los árboles. Porque, mira, los árboles también tienen miedo. Por ejemplo, el álamo alpino, ese árbol maldito…, siempre está gimiendo. Tiembla hasta cuando no hace viento. El pino, también; cuando hace buen tiempo canta dulcemente, pero cuando el viento empieza a soplar, se pone a gemir angustiado, ¡escucha! Yo veo mal, pero tengo buen oído. Ahora es la encina la que empieza a quejarse. «El demonio de la selva» ataca las encinas… ¡Siempre es así antes del huracán!

En efecto, el grupo de encinas que estaban en medio del calvero, defendidas por el muro del bosque, sacudían sus ramas potentes y hacían un ruido sordo, que se podía distinguir fácilmente del de los pinos.

—¿Qué, lo oyes, buen mozo? —dice el viejo con una sonrisa maliciosa—. Yo lo sé muy bien. Cuando las encinas empiezan a agitarse, de seguro que por la noche vendrá el «demonio del bosque», tirándolo y rompiéndolo todo. Pero ni el mismo demonio puede nada contra la encina; es demasiado sólida.

—¿De qué «demonio» hablas, abuelo? ¿No dices tú mismo que es el huracán el que destroza?

Movió la cabeza.

—¡Ah, sí, ya he oído decir eso! Me han dicho que ahora hay personas que no creen en nada. ¡Es sorprendente! Y, sin embargo, yo lo he visto, como te veo ahora a ti, y aun mejor; pues ahora mis ojos no valen gran cosa, mientras que entonces eran jóvenes todavía. ¡Oh, qué bien veían cuando yo era joven!

—Pero ¿cómo le viste, abuelo?

—Era un día como hoy; primero, los pinos empezaron a gemir: ¡o–ho–ho! Así, así siempre, con pequeños intervalos. ¡O–ho–ho! ¡O–ho–ho! Y cada vez más lastimera y dolorosamente. Los pinos sabían que aquella noche el «demonio» iba a tirar a muchos por tierra… Después, al anochecer, las encinas empezaron a agitarse. Luego, cuando la noche hubo descendido, «él» estaba allí ya, recorriendo el bosque en todas las direcciones, ora riendo, ora llorando de rabia, atacando furioso a las encinas y danzando alrededor de 1os árboles… Una vez —era en otoño— yo miré por la ventana, estando «él» en el bosque. ¡Oh, qué furioso se puso cuando vio que yo le miraba! Se acercó a la ventana y lanzó contra ella un gran tronco de pino. ¡Por poco me rompe la cara; malos diablos le lleven! Pero yo no era tan tonto; en cuanto le vi acercarse, escapé. ¡Qué furioso estaba, buen mozo!

—¿Cómo es?

—Como un viejo sauce que crece en el pantano. Se le parece mucho. Sus cabellos son como las hojas; sus barbas, también; su nariz es como una rama curvada… ¡Uf, qué feo es! ¡No desearía a ningún cristiano que se le pareciera, palabra de honor!… En otra ocasión le vi en el pantano, muy de cerca. Si quieres, ven un día de invierno, quizá le veas tú también. Sube a esa montaña que se encuentra aquí detrás, y trepa a un árbol alto. A veces se le puede ver desde allí: se acerca, como una columna de humo blanco por encima del bosque, y, girando alrededor de sí mismo, desciende de la montaña al valle. Da algunas vueltas corriendo, y después desaparece en el bosque. Durante su caminata, cubre con nieve sus huellas… Si no me crees, ven a verlo tú mismo.

El viejo estaba visiblemente contento de poder charlar, como si la agitación del bosque y el huracán, suspendido en el aire, reanimaran su vieja sangre. Movía la cabeza, sonreía y guiñaba los ojos.

De pronto, su frente arrugada se ensombreció. Me empujó con el codo y me dijo misteriosamente:

—¿Sabes lo que te voy a decir? El «demonio del bosque» es muy feo; un buen cristiano no debe ni mirar siquiera a una criatura semejante; pero hay que ser justo: no hace daño a nadie. A veces gasta alguna broma; pero el hombre no tiene razón para quejarse de «él».

—Vaya, abuelo, que por lo que tú mismo me has dicho te quiso romper la cara una vez.

—Sí, es verdad; pero eso fue porque le dio mucha rabia de que yo le mirara desde la ventana. Pero si uno no se mete en sus cosas, jamás le hará daño. ¡»El» es así! Y, sin embargo, aquí, en el bosque, los hombres han hecho cosas mucho más terribles; puedes creerlo.

Bajó la cabeza, y durante algunos minutos permaneció sumido en sus reflexiones. Cuándo alzó los ojos y me miró, noté en ellos como un relámpago en su memoria apagada.

—Voy a contarte, buen mozo, una historia que sucedió aquí mismo, en nuestro bosque. Hace mucho tiempo de esto… Me acuerdo de ella como de un sueño vago; pero cuando el bosque comienza a agitarse, mi memoria se hace más clara… ¿Quieres que te la cuente?

—¡Sí, sí, abuelo! ¡Con mucho gusto!

—Pues bien, sea. Escucha…

II

Tengo que decirte que mis padres murieron cuando yo era todavía muy niño. Me dejaron completamente solo en este vasto mundo. ¡Triste situación! Nuestro Municipio no sabía qué hacer de mí. El señor tampoco lo sabía. Pues bien, precisamente en aquel momento vino del bosque a la aldea el guardabosque Román, y dijo a los del Concejo:

—Dame al chico. Yo le daré de comer. Me aburro allí solo, en el bosque.

Nuestros convecinos se pusieron muy contentos.

—¡Tómale! —le dijeron.

Y me llevó a su casa. Desde entonces he vivido siempre en el bosque.

Román fue quien me educó. Era un hombre terrible. Dios me perdone. Enorme, con ojos negros y alma también negra, había pasado toda su vida solo en el bosque. La gente decía que los osos eran como hermanos suyos, y los lobos, como sobrinos. Conocía todas las fieras y no las temía, pero huía de los hombres y ni siquiera los miraba… ¡Así era aquel Román! Cuando me miraba, yo sentía como si un gato me pasara la cola por la espalda. Y, sin embargo, no era malo y me daba bien de comer; a veces, hasta me guisaba patos. En cuanto a eso, no tenía de qué quejarme, ¡no!

Pues bien; así vivíamos los dos. Cuando Román se iba al bosque, me encerraba en casa y echaba la llave, por miedo a que me devoraran las fieras… Además tenía una mujer…

El señor fue el que se la dio. Una vez le llamó a su casa y le dijo:

—¡Cásate, Román!

—¿Para qué? —preguntó Román—. Cásese el diablo, que yo no quiero. Ninguna falta me hace una mujer en el bosque tanto más cuanto que tengo ya en casa a un chico.

No estaba acostumbrado a las mujeres y no quería. Pero nuestro señor era malo. Cuando me acuerdo de nuestro señor, quiero creer que no hay ya señores semejantes. ¡No, no los hay ya! Por ejemplo, tú; se dice que también tú eres de origen señorial. Quizá sea verdad; pero no hay nada de señorial en ti… Un buen mozo, y nada más.

Pero el otro, del que te estoy hablando, era un verdadero señor, de los antiguos. El mundo es así: centenares de hombres tienen miedo de uno solo, ¡y qué miedo! Compara un gavilán y un pollo: los dos han salido de un huevo; pero el gavilán se levanta hasta el cielo, y cuando grita, no ya los pollos, sino que hasta los gallos viejos se echan a temblar. Pues bien, el gavilán es un pájaro señorial y el pollo es un simple campesino.

Me acuerdo de cuando todavía era yo pequeño; unos campesinos, treinta hombres, por lo menos, transportaban grandes vigas en sus carros; por el mismo camino pasa el señor, montado en su caballo y acariciándose el bigote. Al verle, los aldeanos se asustan, fustigan a sus caballos para que dejen libre el camino y echan los carros a un lado, en la nieve profunda. Después pasaron grandes trabajos para sacar de la nieve los pesados carros.

Y el señor se paseaba tranquilamente por el largo camino, tan a gusto. ¡Dios mío, qué severo era! Los «mujiks» temblaban ante su mirada. Cuando reía, todo el mundo estaba contento; cuando fruncía el ceño, todo a su alrededor se ensombrecía. No había nadie que se atreviera a llevarle la contraria.

Pero Román, que había pasado toda su vida en el bosque, no comprendía estas cosas, y el señor le perdonaba mucho.

—Quiero que te cases — dijo el señor—. No me preguntes por qué. Cásate con Oxana.

—¡No quiero! —respondió Román—. No la necesito. ¡Que se case con ella el diablo, que yo no quiero!

El señor ordenó que trajeran los vergajos. Echaron a Román al suelo.

—¿Quieres casarte? — preguntó el señor.

—¡No!

—¡Está bien! Dadle de vergajazos, ¡pero de los buenos!

Le dieron tantos, que ya no podía más, aunque era un mocetón bastante duro.

—¡Dejadme! —gritó—. ¡Que el diablo se lleve a esa mujer! No vale una mujer la pena de sufrir tanto. Está bien, me caso.

En el territorio señorial vivía un cazador, Opanas Schvidky. Precisamente volvía del campo en aquel momento. Cuando se enteró de que obligaban a Román a casarse con Oxana, cayó de rodillas ante el señor y le besó la mano.

—En vez de martirizar a ese hombre —dijo—, permitid que me case con Oxana.

¡Qué hombre aquél!

Román estaba muy contento. Se levantó, se puso los pantalones y dijo:

—¡Esto va bien! ¡Ya podías haber llegado un poco antes! Vos, señor, estabais equivocado; debisteis primero preguntar si había alguien que quisiera casarse de buena gana; pero, en vez de eso, mandáis apalear a un pobre hombre. Los buenos cristianos no obran así…

Román, a veces, sabía cantarle las verdades hasta al mismo señor. Cuando se enfadaba, todo el mundo le tenía miedo, incluso el señor. Pero esta vez’ el señor tenía su idea: dio orden de que echaran nuevamente al suelo a Román.

—¡Quiero hacer tu felicidad, bestia, animal! — dijo—. Ahora estás solo en el bosque, y yo no tengo ningún deseo de ir a tu casa… Dadle otra vez de vergajazos, hasta que se harte. ¡Y tú, Opanas, vete al diablo! Nadie te ha convidado y no tenías por qué sentarte a la mesa; pero si te empeñas, te servirán el mismo plato que a Román.

Román estaba muy enfadado. Los vergajazos le hacían mucho daño. ¡Antiguamente se sabían dar muy bien! Soportó largo rato este martirio; pero, al fin, escupió con indignación y gritó:

—¡Sería demasiado honor para esa maldita Oxana el que, por ella, le den de vergajazos a un cristiano! ¡Basta! ¡Yo no soy una bestia de carga para que me peguen así! Ya que ha de ser, bueno: ¡me caso!

El señor reía a carcajadas.

—¡Al fin has entrado en razón! —dijo— La verdad es que no te podrás sentar junto a la novia el día de la boda; pero, en cambio, bailarás bien.

Gustaba de bromear nuestro señor. Pero tuvo un fin triste. ¡Que Dios libre a todos los buenos cristianos de un fin semejante! ¡No; yo no se lo desearía a nadie, ni siquiera a un judío!…

En fin, que un día Román se vio casado. Llevó a la joven a su choza del bosque. Los primeros días no hacía más que reñirla, echándole en cara los vergajazos que había recibido por su causa.

—¡No vale la pena de que por ti se martirice así a un buen cristiano!

Cuando volvía del bosque, empezaba por querer echarla de casa.

—¡Vete! ¡Yo no quiero una mujer en mi casa! No me gusta que una mujer duerma conmigo, porque huele mal…

¡Eso decía!

Pero luego, poco a poco, se fue acostumbrando. Oxana ponía la casa en orden, barría, lavaba, todo estaba limpio y arreglado. Román se sentía contento y ya no reñía. No sólo se reconcilió con ella, sino que empezó a quererla. ¡Palabra de honor! Hasta él mismo se sorprendió.

—Debo dar las gracias al señor, que me ha enseñado a ser razonable —decía después—. ¡Dios mío, qué tonto era yo! Recibir tantos vergajazos, ¿y por qué? Ahora veo que hacía mal negándome a casarme. Estoy muy contento de tener a Oxana. ¡Pero muy contento!

Pasaron las semanas y los meses. Un día vi que Oxana se echó en el banco y empezó a gemir. Por la noche se puso muy mala. Al día siguiente, de mañana, con gran sorpresa mía, oí el llanto de un niño. «¡Toma! ¡Hay un bebé en casa!», me dije. Y no me equivocaba.

El niño no vivió mucho tiempo: hasta la noche nada más. Cuando llegó la noche, ya no se le oyó. Oxana se echó a llorar. Román dijo:

—¡Vaya, se acabó! ¡Ya no hay niño! No vale la pena de llamar al pope; nosotros mismos le enterraremos debajo de un pino.

¡Esto se atrevió a decir Román! Y no sólo a decirlo, sino a hacerlo: cavó un agujero y enterró al niño. ¿Ves aquel viejo tronco, allí? Son los restos de un pino que fue abrasado por un rayo. Allí, precisamente, es donde Román enterró al niño. Y oye lo que te voy a decir, buen mozo: cuando se pone el sol y aparece en el cielo la primera estrella, un pajarito vuela por encima de ese sitio, lanzando gritos lastimeros. Se me parte el corazón al oír esos gritos. Pues bien, ese pájaro es el alma en pena del niño que fue enterrado sin el sacramento, y suplica que se le ponga una cruz. Me han dicho que sólo un sabio que conozca los libros santos podrá salvar a esa almita en pena. Y sólo entonces dejará de lanzar gritos lastimeros. Nosotros, los que estamos aquí, no sabemos nada y nada podemos hacer por ella. Cuando vuela por encima de nosotros pidiendo una cruz, le decimos solamente: «¡Vete, pobre almita, que nada podemos hacer por ti!» Echa a volar, llorando, y luego vuelve otra vez. ¡Ah, buen mozo, qué digna de compasión es la pobre alma en pena!

Oxana estuvo mucho tiempo enferma. Cuando se restableció un poco, pasaba horas enteras sobre la tumba de su hijo. ¡Dios mío, lo que ella ha llorado! ¡Se oían sus lamentos en todo el bosque! No se podía consolar la pobre… Román era indiferente a la pérdida del niño; pero compadecía a Oxana. Viéndola llorar, le decía:

—¡Cállate, mujer estúpida! No hay por qué llorar. Aquel niño se murió, pero quizá tengamos otros, y quizá sean mejores que aquél. Porque el niño muerto puede ser que no fuera mío… Yo no sé nada, pero la gente charla… Y el nuevo, seguramente que será mío…

A Oxana no le gustaba oírle hablar así. Se ponía muy enfadada, mucho, y empezaba a decirle cosas terribles. Pero Román no lo tomaba en serio.

—Haces mal en gritar —decía tranquilamente a Oxana—. Yo no afirmo nada; digo solamente que no sé si era mío o no. Porque, mira, antes no eras mía y tampoco vivías en el bosque, sino entre la gente. ¿Sé yo lo que pasaba por allí? Ahora que estás aquí conmigo, estoy seguro; pero antes… Hace algunos días, cuando fui al pueblo, una mujer me dijo: «¡Es raro lo pronto que has hecho un hijo!» ¿Comprendes?… ¡Basta de llorar y de gritar! ¡Cállate, que si no te pego!

Oxana secaba a toda prisa sus lágrimas y se callaba. Verdad es que a veces se permitía reñir a Román y hasta darle algún golpe; pero cuando él se enfadaba, le tenía miedo; en estos momentos, le colmaba de caricias, de besos; le miraba con ternura en los ojos, y Román no tardaba en calmarse. Tú, buen mozo, no lo comprendes todavía pero yo que he vivido tanto, conozco la vida. Y te diré que las mujeres saben acariciar admirablemente, de manera que al hombre más enfadado lo vuelven dulce como un cordero. ¡Ya, ya! ¡Yo he visto mujeres de esas! Y Oxana era tan bella, que no se veía otra igual. Las mujeres no son todas iguales.

Pues bien; una vez se oyó el cuerno en el bosque: ¡tra–ta, tará–tará, ta, ta, ta! Todo el bosque se llenó de sonidos alegres. Yo era entonces muy pequeño y no comprendía lo que significaba aquello. Los pájaros, asustados, echaron a volar llenos de pánico; las liebres empezaron a correr locamente en todas las direcciones. Creía yo que aquello sería alguna fiera que rugía. Pero no era una ñera: era el señor, que, montado en su caballo, tocaba el cuerno. Numerosos cazadores, también a caballo, le seguían, conduciendo muchos perros de caza. El más hermoso era Opanas Schvidky, que iba el primero después del señor. Llevaba un traje azul, un «schapka» con franjad doradas, un magnífico fusil al hombro y un laúd sujeto al costado. El señor quería bien a Opanas porque tocaba admirablemente el laúd y cantaba canciones muy bonitas. Además, era guapo. ¡Qué guapo era! El señor, comparado con Opanas, era muy feo: calvo, con la nariz roja, los ojos grises, nada bonitos. Opanas era un gran conquistador de corazones. Hasta yo mismo, cuando le miraba, sentía ganas de reír; ya te puedes figurar, pues, el efecto que produciría en las mujeres. Me han dicho que los padres y los abuelos de Opanas eran cosacos, libres como el viento, del Sur de Rusia, y que todos eran gallardos, fuertes y bellos. Se comprende: no se veían obligados a trabajar rudamente en el bosque, como nosotros; no hacían más que correr sobre sus caballos, rápidos, por los campos y los caminos, con la lanza a la espalda…

Pues bien, yo salí y vi al señor y toda la comitiva, que se detuvo delante de la casa. Roma» ayudó al señor a bajar del caballo y le saludó.

—¿Cómo va, Román? —preguntó el señor.

—¡No va mal, gracias! —respondió el otro—. Y vos, ¿cómo estáis?

Decididamente, no sabía hablar el señor. Todos los que estaban presentes se rieron.

—Bien, me alegro de que todo marche bien en tu casa —dijo sonriendo el señor—. Y tu mujer, ¿dónde está?

—¿Dónde ha de estar? En casa, como es natural.

—Entonces, entremos —dijo el señor.

Y dirigiéndose a sus hombres, añadió:

—Mientras tanto, poned una alfombra sobre la hierba y preparad todo lo necesario para felicitar a los jóvenes esposos.

Y seguido de Opanas y de Román, que tenía su “’schapka» en la mano, entró en la casa. Poco después entró también Bogdan, el fiel servidor del señor. No hay ya servidores semejantes; con los demás criados era extremadamente severo, pero con el señor era como un perro dócil. Sólo existía para él el señor. Me han contado que después de la muerte de sus padres Bogdan quiso casarse. Pero el padre del señor no lo consintió e hizo de él una especie de niñera de su hijo. »Este es tu padre, tu madre y tu mujer», le dijo. «Cuídale bien». Bogdan se resignó; fue el servidor, la niñera y el mayordomo del joven señor; le enseñó a montar a caballo, a tirar con el fusil; cuando el pequeño señor fue grande, continuó sirviéndole dócilmente, como un perro. Y no te lo he de ocultar: cuantos le rodeaban, detestaban a Bogdan y le maldecían, porque hacía mucho daño a los pobres. Por dar gusto a su señor hubiera sido capaz de matar a su propio padre.

Pues bien, yo entré también en la casa; ¡era yo tan curioso! El señor se atusaba el bigote y sonreía con aire de satisfacción. Román estaba a su lado, con el «schapka» en la mano. Opanas, apoyado en la pared, estaba sombrío y pensativo, como un roble joven bajo la tempestad.

Los tres miraban a Oxana. Sólo el viejo Bogdan, sentado en un rincón, esperaba las órdenes de su señor. Oxana estaba de pie, junto a la estufa, con los ojos bajos, muy encamada. Se diría que la pobre tenía el presentimiento de que iba a suceder alguna desgracia a causa de ella. Siempre pasa lo mismo: cuando tres hombres se interesan por una mujer, no puede resultar nada bueno. Tiene que acabar fatalmente en riña. Eso lo sé yo porque he visto muchas cosas…

—Bien, Román, ¿estás contento de la mujer que te di? —preguntó el señor.

—Sí; no tengo de qué quejarme.

Opanas miró a Oxana y dijo muy bajo:

—¡Es demasiado bruto para apreciar a una mujer como ésta!

Román lo oyó, y, volviéndose a Opanas, le preguntó:

—Dígame: ¿por qué le parezco yo tan estúpido?

—¡Porque no sabes guardar a tu mujer! —respondió Opanas.

¡Qué palabra tan grave había pronunciado! El señor, lleno de cólera, dio una patada en el suelo; y el viejo Bogdan movió la cabeza, y Román, habiendo reflexionado un instante, levantó la cara y miró al señor.

—¿Y de quién tengo yo que guardar a mi mujer? —preguntó, sin dejar de mirar al señor—. De las fieras, ya la guardo. Diablos no hay en el bosque. ¿Del señor, que viene por aquí algunas veces? Así, pues, ¿qué es lo que tengo que temer? Ten cuidado —prosiguió, amenazando a Opanas—; no me digas esas cosas si no quieres pescar algo.

Un poco más, y hubieran empezado a pegarse; pero el señor intervino, previendo las consecuencias de la disputa.

—¡Callaos! —ordenó—. No hemos venido aquí a peleamos. Tenemos que felicitar a los jóvenes esposos, y después, de noche, comenzará la caza. ¡Vamos!

Salió. Los criados lo habían preparado ya todo bajo los árboles.

Bogdan siguió a su amo. Opanas detuvo a Román en la puerta.

—¡No te enfades, valiente! —le dijo el cosaco—. Escucha lo que te voy a decir. ¿Viste cómo le supliqué de rodillas al señor que me permitiera casarme con Oxana? No quiso; nada se puede hacer contra el destino. Pero… yo no he de permitir que nuestro enemigo común, el señor, se burle de ella y de ti. No puedo soportarlo. Estoy dispuesto a todo. Tú no conoces todavía a Opanas. Antes de que Oxana caiga en brazos de ese miserable, los mataré a los dos. ¡Que la tumba les sirva de lecho!…

Román miró fijamente al cosaco y le preguntó:

—Di, ¿no estás loco? ¿Un poquito?…

Yo no oí lo que respondió el otro. Estuvieron largo rato hablando en voz baja. Finalmente, Román golpeó amistosamente a Opanas en el hombro.

—¡Ah, amigo mío! ¡Qué mala es la gente! Yo, que he vivido siempre en el bosque, ni siquiera lo sospechaba. Si es verdad eso que me has dicho, nuestro señor me lo va a pagar caro…

—Bueno  —dijo Opanas—, ahora, vete, y haz como si nada supieras. Sobre todo, que ese viejo asqueroso de Bogdan no sospeche nada. Tú no te pasas de listo, y ese perro tiene buen olfato. No bebas el «vodka» del señor. Si te quiere mandar de caza para quedarse solo en la choza, conduce a los cazadores hasta II encina vieja, diles que avancen solos y que tú irás a reunirte con ellos por otro camino más corto. Y en seguida vuelve aquí.

—Bien—dijo Román—; hoy voy a cobrar una buena pieza. Cargaré mi escopeta con balas de las que empleo para los osos.

Y salieron ambos. El señor estaba sentado sobre el tapiz, con la garrafa y la copa en las manos. Llenó una copa y se la dio a Román. El vodka señorial era delicioso; después de la primera copa, el alma se regocijaba; después de la segunda, el paraíso se abría ante uno, y si uno no tenía costumbre de beber, a la tercera rodaba por el suelo.

¡Era muy truhan el señor! Quería emborrachar a Román con su vodka, pero Román tenía una cabeza firme, y ningún vodka en el mundo hubiera sido capaz de hacerle perder la razón. Bebió la primera copa, la segunda, la tercera; pero no produjeron en él ningún efecto. Solamente sus ojos brillaban más que de costumbre, como los de un lobo. El señor se enfadó.

—¡Es un diablo! Se diría que bebe agua y no vodka. Otro, en su lugar, tendría ya lágrimas en los ojos, y él sonríe…

El señor sabía bien que, si uno empieza a llorar después de haber bebido, caerá muy pronto como muerto. Por esta vez se había engañado.

—No tengo motivos para llorar—dijo Román—. Nuestro buen señor ha venido a felicitarme, y yo sería el último de los canallas si me echara a llorar como una vieja. Gracias a Dios, no tengo por qué llorar. Prefiero que sean mis enemigos los que viertan lágrimas.

—Entonces, ¿estás contento? —preguntó el señor.

—¿Y por qué no he de estar contento?

—Pero ¿te acuerdas de los vergajazos que tuve que darte para que te casaras?

—¡Que si me acuerdo! Yo era entonces tan tonto, que no sabía lo que es dulce y lo que es amargo. El vergajo es amargo, y, sin embargo, yo le prefería a una mujer. Os doy las gracias, mi buen señor, por haberme enseñado a comer miel.

—Bien, bien —respondió el señor—. Para agradecérmelo mejor, irás con mis cazadores y me traerás mucha caza.

—¿Y cuándo queréis que vayamos?

—Vamos a beber otro poquito —respondió el señor—. Opanas nos cantará algo, y luego saldremos.

Román le miró y dijo:

—Va a ser difícil eso; se hace tarde, el pantano está muy lejos de aquí… Además, el ruido del bosque anuncia el huracán. En este tiempo es difícil cazar.

El señor estaba ya un poco borracho, y cuando estaba así, se enfadaba fácilmente. Al ver que todos los que estaban allí daban la razón a Román, diciendo que el tiempo presentaba mal cariz, se llenó de cólera, dio un puñetazo… y todo el mundo se calló.

Opanas era el único que no tenía miedo al señor. Cogió su laúd, se puso a templarle, y mirando al señor fijamente a la cara, dijo:

—Reflexiona bien, señor; no se manda cazar a la gente cuando sopla el huracán; sobre todo, de noche.

¡Era muy valiente aquel Opanas! Los otros temblaban ante el señor; pero a él le importaba un bledo. Era un libre cosaco. Siendo todavía muy pequeñito, un viejo músico cosaco lo llevó allí, de Ucrania. Allá, en Ucrania, había guerra en aquella época. Al viejo cosaco, que había caído prisionero, le sacaron los ojos, le cortaron las orejas y le dijeron: «Puedes ir donde quieras.» Como no veía, le acompañaba un chicuelo, aquel mismo Opanas. El padre del señor lo llevó consigo. Desde entonces estaba aquí Opanas. El señor actual le quería mucho y le perdonaba cosas que no hubiera perdonado jamás a ningún otro.

Esta vez se enfadó mucho contra Opanas. Todos estaban seguros de que iba a pegarle; pero, en lugar de hacerlo, le dijo: ‘

—¡Escucha, Opanas! Eres demasiado inteligente para comprender que no hay que meter la nariz en una puerta entreabierta.

El cosaco entendió inmediatamente lo que le quería decir, y respondió a su señor con una canción. Y si el señor hubiera comprendido también la canción del cosaco, su mujer no hubiera tenido quizá que verter lágrimas sobre su tumba.

—Para darte las gracias, señor, por la lección que me acabas de dar, te voy a cantar algo. ¡Escucha!

Y pulsó las cuerdas de su laúd.

Luego levantó la cabeza, miró al águila que volaba sobre el bosque y contempló las nubes empujadas por el viento; escuchó el ruido de los altos pinos, y pulsó de nuevo las cuerdas de su laúd.

¡Ah, buen mozo! Tú no has tenido la dicha de oír tocar a Opanas, y ya no la puedes tener. El laúd no es un instrumento muy complicado; pero cuando se le sabe manejar habla con una voz elocuente. Le bastaba a Opanas tocarle con sus manos, y él se lo decía todo: cómo se agita el bosque bajo la tempestad, cómo sacude el viento la hierba seca y cómo lloran los sauces sobre la tumba de un cosaco.

¡No, buen mozo, vosotros no oiréis jamás una música como aquélla! Llegan por aquí con frecuencia personas que han visto algo, que han pasado por Kiev, Poltava y por toda la Ucrania, y todos dicen que no hay ya buenos tocadores de laúd ni en las ferias ni en las romerías. Yo tengo un laúd. El mismo Opanas me enseñó a tocarle. Pero cuando yo me muera, que ya será pronto, en ninguna parte del mundo se sabrá tocar bien el laúd.

Opanas se puso a cantar una canción, acompañándose con el laúd. Su voz era dulce y melancólica, y penetraba directamente en el corazón. Aquella canción la había improvisado expresamente para el señor. Yo le he suplicado después que me la cantara otra vez, pero no quiso.

—Aquel para quien la canté no existe ya —decía—. No vale la pena de volverla a cantar.

En esta canción le decía al señor toda la verdad todo lo que le iba a suceder. El señor, al oírla, lloraba; pero, probablemente, no entendió su significado.

No me acuerdo más que de una parte de aquella canción. Oye algunos fragmentos:

»Tú sabes muchas cosas,
¡oh, Iván, mi señor!
Tú sabes muchas cosas.
Tú sabes que el gavilán
es más fuerte que el cuervo.
Pero quizá no sepas
que a veces ocurre
todo lo contrario, señor.
Cuando el gavilán ataca el nido
del cuervo y éste se defiende,
es el cuervo más fuerte,
¡oh, Iván, mi señor!”

Me acuerdo de todo esto como si hubiera sido ayer: el cosaco, con su laúd, de pie, junto a un árbol; el señor, sentado sobre el tapiz, con la cabeza baja y lágrimas en los ojos; los criados, emocionados, dándose el uno al otro con el codo; el viejo Bogdan, moviendo la cabeza. El bosque se agitaba lo mismo que ahora; el laúd lanzaba sonidos melancólicos, y Opanas contaba, en su canción, cómo la mujer del señor lloraba sobre su tumba:

«La pobre mujer llora,
llora lágrimas de fuego,
sobre la tumba fría
donde el esposo yace.
Un cuervo vuela por encima,
graznando sin cesar.»

Pero el señor no había comprendido la canción. Enjugó sus lágrimas y exclamó:

—¡Ea, Román, en marcha! ¡Montad todos a caballo! Tú, Opanas, vas a ir con ellos; ¡ya estoy harto de tus canciones! Es muy bella esa canción tuya; pero lo que cuentas en ella no sucede jamás.

El mismo Opanas estaba conmovido por su canción; su corazón se dulcificaba, sus ojos estaban velados por las lágrimas.

—No, señor —dijo—. Nuestros ancianos afirman que las canciones dicen siempre la verdad, como los cuentos; pero la verdad contenida en un cuento es como el hierro, que, a fuerza de pasar de mano en mano, se cubre de roña; mientras que la verdad de la canción es como el oro, que no teme a la roña. ¡Esto es lo que me han enseñado mis ancianos!

El señor hizo un gesto de desprecio.

—Quizá sea eso verdad en vuestro país, pero no aquí… Y basta de conversación. ¡Vete, Opanas!

El cosaco permaneció un momento sumido en reflexiones; luego, de pronto, cayó de rodillas ante el señor.

—¡Escúchame, señor! Monta a caballo y vuélvete a casa, al lado de tu mujer. El corazón me dice que va a ocurrir una desgracia.

Entonces el señor fue presa de una cólera terrible; rechazó al cosaco con el pie, como si fuera un perro.

—¡Déjame en paz! ¡Vete! ¡Pareces una vieja llorona, no un cosaco! ¡Vete, o no respondo de mí!

Y después, dirigiéndose a los otros:

—Y vosotros, ¿por qué seguís aquí? ¿O es que yo no soy ya vuestro señor? ¡Tened cuidado, si monto en cólera!…

Opanas se levantó sombrío y amenazador, como una de aquellas nubes que se amontonaban sobre el bosque. Cambió una mirada con Román, que seguía, de pie, un poco apartado, con las dos manos apoyadas en su escopeta y perfectamente tranquilo.

El cosaco dio a su laúd un golpe formidable contra un árbol; el laúd se rompió en mil pedazos, con un gemido sonoro.

—¡Que el mismo diablo diga la verdad al que no quiere escuchar buenos consejos! —gritó—. Tú, señor, no quieres tener un servidor fiel… ¡Peor para ti!

En aquel mismo instante Opanas saltó sobre su caballo y se fue. Los demás cazadores hicieron lo mismo. Román se echó la escopeta al hombro y se fue también. Al pasar junto a la casa gritó a Oxana.

—¡Acuesta al chico; ya es tarde! ¡Y prepárale la cama al señor!

A los pocos minutos todo el mundo había desaparecido por el bosque. No quedó allí más que el señor, que entró en la casa; su caballo lo dejó atado a un árbol. Poco a poco descendían las tinieblas de la noche. La lluvia empezaba a caer, igual que ahora.

Oxana me acostó en la paja, y me hizo la señal de la cruz. Vi que lloraba. Yo era demasiado pequeño y no comprendía nada de lo que pasaba a mi alrededor. Me quedé pronto dormido, bajo el ruido monótono de la tempestad.

De pronto vi a alguien que rondaba la casa. Se acercó al árbol y desató el caballo, que golpeó la tierra con el pie, y, relinchando, huyó por el bosque. Después volví a oír alguien, a caballo, que se acercaba a la casa. Llegó hasta la puerta, saltó a tierra y se asomó por la ventana

—¡Señor! —gritó Bogdan, pues era él; reconocí su voz—. ¡Señor, abre en seguida! ¡El maldito Opanas trama alguna cosa! ¡Ha desatado tu caballo, que ha huido por el bosque!…

Pero apenas había dicho esto, cuando alguien le sujetó por detrás. Oí el ruido de un cuerpo que caía.

El señor abrió la puerta, con su escopeta en la mano; pero en el umbral de la casa Román le sujetó y le tiró al suelo.

El señor comprendió que aquello tomaba mal aspecto, y dijo:

—¡Déjame, Román! ¿Es así como me agradeces el bien que te he hecho?

Y Román le respondió:

—Sí, canalla; me acuerdo muy bien de lo que has hecho por mí y por mi mujer. Ahora te lo voy a pagar.

Entonces el señor dijo:

—¡Defiéndeme, Opanas, mi fiel servidor! Siempre te he amado como a un hijo.

Pero Opanas respondió:

—¡Tú me has echado como a un perro! Es verdad que tú me has amado… Como el palo ama la espalda que golpea; ahora me amas como la espalda ama al palo… Te rogué, te supliqué y no me hiciste caso.

Entonces el señor se puso a implorar a Oxana:

—¡Tú que tienes tan buen corazón, defiéndeme!

Oxana salió desesperada, y empezó a llorar con más fuerza.

—Yo te rogué — dijo — y me arrastré a tus plantas, suplicándote que no me deshonraras, que no me cubrieras de vergüenza; pero tú fuiste implacable. ¿Qué es lo que puedo hacer por ti, desgraciada de mí?

—¡Dejadme! —exclamó nuevamente el señor—. Por mi causa os perderéis todos en el destierro siberiano.

—No te ocupes de nosotros —respondió Opanas—. Román estará en el pantano antes que tus cazadores, y yo, gracias a ti, estoy solo en el mundo y no tengo miedo a nada. Con mi escopeta al hombro me iré por los bosques. Organizaré una banda de bravos mozos como yo, y, ¡mucho ojo los ricos! Recorreremos los caminos en busca de botín, y, si el azar nos lleva a una aldea cualquiera, no dejaremos de visitar el castillo señorial… ¡Ea, Román, pongamos a su señoría bajo la lluvia… que se refresque un poco!…

El señor empezó a lanzar alaridos, pero ni Román ni Opanas se preocupaban de ello; le sacaron fuera. Lleno de espanto, yo me había arrojado sobre Oxana, que permanecía sentada en un banco en el interior de la casa, blanca como H nieve y llorando.

El huracán se hizo mucho más fuerte. El bosque gritaba con mil voces; el viento soplaba rabioso. De vez en cuando se oía el trueno. Yo y Oxana, apretados el uno contra el otro, seguíamos sentados, inmóviles, por el terror. De pronto oímos ut: gemido en el bosque. Era tan doloroso, que aun hoy, pasados tantos años, se me oprime el corazón cuando pienso en ello.

—Oxana, querida, ¿qué es lo que gime tan dolorosamente en el bosque? —pregunté.

Me cogió en sus brazos, y meciéndome como a un niño de pecho, me dijo:

—¡Duérmete, hijo mío! No es nada… Es él ruido del bosque…

Era verdad; el bosque estaba muy agitado.

A los pocos momentos oí como un tiro.

—Oxana querida, ¿quién es el que dispara?

Me respondió sin dejar de mecerme:

—¡Cállate, hijo mío; es el trueno de Dios!…

Y la pobre mujer lloraba lágrimas ardientes, me estrechaba contra su corazón y repetía sin cesar:

—¡Es el ruido del bosque, hijo mío! Es el nido del bosque…

Y así me quedé dormido entre sus brazos. Al día siguiente, de mañana, abrí los ojos y vi que todo estaba inundado de sol. Oxana dormía vestida, sobre el banco. No había nadie en la casa. Me acordé de lo que había pasado la víspera y empecé a creer que había tenido una pesadilla. ¡Pero aquello no había sido un sueño, sino la triste realidad! Salí al bosque. La hierba brillaba, los pájaros cantaban. De pronto vi en los matorrales dos cuerpos: los del señor y el viejo Bogdan, el uno junto al otro. El rostro del primero estaba sereno y pálido; el del segundo, severo, como cuando aún vivía. Ambos tenían manchas de sangre…

El viejo bajó la cabeza y calló.

··········································

—¿Y qué fue de los otros? —le pregunté.

—Sucedió lo que había predicho Opanas. Este, durante mucho tiempo, habitó en el bosque; recorría los caminos con otros mozos, atacaba los castillos señoriales. Tal era su destino: sus abuelos habían sido bandidos también. A veces venía a nuestra casa, a esta misma casita; sobre todo, cuando no estaba Román. Se sentaba en el banco, cogía el laúd y nos cantaba canciones. A veces venía con sus camaradas. Román y Oxana los recibían siempre muy bien. Para decirlo todo, en aquello había algo que no era bueno; luego vendrán Zajar y Máximo. Míralos bien. Yo no les digo nada; pero cualquiera que haya conocido a Román y a Opanas, verá en seguida a quién se parecen. A Román, no… Y esto es lo que pasó antiguamente en estos sitios… ¿Oyes cómo se agita el bosque? El huracán está encima; ya no cabe duda.

III

El viejo estaba visiblemente cansado: su lengua se entorpecía cada vez más; sus ojos estaban enrojecidos, y su cabeza, inclinada.

La noche había descendido sobre la tierra. Casi no fie veía en el bosque, que se agitaba alrededor de la casita, como un mar ondulante. Las copas de los árboles parecían las olas del mar durante la tempestad.

El ladrido del perro anunció la llegada de los dueños de la casa. Los dos guardabosques se acercaban apresuradamente, seguidos por Motria, que traía la vaca que creyeran perdida.

Pocos minutos después estábamos todos en el interior de la casa. El fuego ardía alegremente en la estufa. Motria servía la cena.

No era la primera vez que yo veía a Zajar y a Máximo; pero en esta ocasión los examiné con más interés. Zajar tenía el rostro sombrío, cejas negras, que se juntaban en la frente estrecha; había en él ese aire de hombría de bien qué caracteriza la fuerza. Máximo tenía la expresión franca, grandes ojos grises y cabellos rizosos. Su risa era alegre y contagiosa.

—¿Con que el viejo le ha contado a usted la historia de nuestro abuelo? —preguntó Máximo.

—Sí — respondí.

—Siempre le pasa lo mismo. Cuando el bosque empieza a agitarse, se acuerda del pasado. Ahora no se podrá dormir.

—¡Qué niño es! —dijo Motria, dándole sopa al viejo.

Este no comprendía que era de él de quien hablaban. Estaba abatido. En algunos momentos, cuando el viento golpeaba la ventana, manifestaba angustia y prestaba oído, como espiando algo, con espanto.

Pronto se restableció la calma. La antorcha iluminó débilmente la habitación. Un grillo cantaba junto a la pared su canción monótona. Parecía que millares de voces sordas, pero potentes, disputaban en el bosque; fuerzas tenebrosas V amenazadoras se disponían a lanzarse por todos lados sobre la casita, y elaboraban el plan de ataque. A veces, cuando el ruido aumentaba, temblaba la puerta, como empujada desde fuera. El viento lanzaba por la chimenea sonidos lastimeros. Luego la tempestad se calmó un poco; por un momento reinó un silencio pesado y amenazador, que cedió en seguida ante nuevos ruidos: se diría que los viejos pinos tramaban entre sí desprenderse de la tierra y volar al espacio desconocido, en la tempestad.

Estuve dormido unos instantes. La tempestad seguía su curso. La antorcha, tan pronto se extinguía como se reanimaba, alumbrando la habitación. El viejo, sentado en su banco, buscaba en derredor, como esperando que alguien viniera a sentarse a su lado. Su rostro tenía la expresión del espanto y la impotencia infantiles.

—¡Oxana, querida mía! —balbuceó—. ¿Qué es lo que gime en el bosque?

Buscó algo con la mano y prestó oído.

—No, no es nada —se respondió a sí mismo—. Es la tempestad… Es el ruido del bosque, nada más que el ruido del bosque…

Pasaron algunos minutos… Los relámpagos iluminaban de vez en cuando las ventanas, detrás de las cuales se veían los árboles, entre relámpagos, con formas fantásticas. Uno de aquellos relámpagos, seguido de un trueno formidable, nos hizo estremecer a todos.

El viejo parecía muy asustado.

—Oxana, querida mía, ¿quién es el que tira tiros en el bosque?

—¡Duérmete, viejo! —dijo tranquilamente Motria, que se había despertado también—. Siempre lo mismo —añadió dirigiéndose a mí—. Cuando la tempestad ruge, llama a Oxana, que hace mucho tiempo que está en el otro mundo.

Y Motria bostezó, murmuró una oración y se durmió de nuevo. Se restableció la calma, entrecortada a ratos por los ruidos de la tempestad y por el balbuceo ansioso del viejo.

—¡Es el ruido del bosque!… ¡Es el ruido del bosque… Oxana, querida mía!…

Poco después, un chaparrón cayó sobre el bosque. El ruido del agua, que caía abundante, ahogaba los rugidos del viento y los gemidos de los altos pinos, sacudidos por la tormenta.