Clarin: otros cuentos

Manuel Fernández García, 1927 (Pintor Español)1

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Cánovas

— I —

Cánovas transeúnte

Mientras yo relato el cuento de cómo vos conocí

(N. SERRA).
No recuerdo si corrían los últimos días de Abril o los floridos de Mayo, ni del año podré decir sino que era uno de los cinco primeros de la restauración de Alfonso XII.

Sobre la calle de Alcalá volaban nubecillas tenues como una espuma de las olas de azul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseo y se parecía un poco al Madrid que soñó Musset, con sus marquesas a l’Å“il luttin, sus toros… embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y demás adornos imaginarios. Cuando Madrid toma cierto aire andaluz en los días de sol y de corrida, parece lo que no es, y el que ha vivido allí algunos años se abandona a cierta ternura patriótica puramente madrileña, que no se explica bien, pero que se siente con intensidad. Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la calle, yendo de Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de La Gran Peña, vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo; el cual, olvidado al parecer de cuanto le rodeaba, ponía el alma entera en su íntima plática con una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la corte. Aunque la comparación esté muy manoseada, parecía una virgen de las más bellas del Museo, que había saltado de su cuadro y había salido a tomar el sol por las calles alegres de la villa. Era rubia, más bien alta que baja, muy esbelta, de cabeza pequeña y modelada a lo divino; cabeza en que el oro tomaba un reflejo de aureola. Era una mujer de ambiente espiritual; y tanto, que metido en su zona D. Antonio, que se acercaba bastante, también tomaba sus tintes ideales, y a pesar del bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y a pesar de los ojos que bifurcan, y a pesar del mal torneado torso, y del pantalón prosaico, muy holgado y con rodilleras, no desentonaba el grupo por completo, ni mucho menos pasaba a la categoría de chillón contraste.

Como la dama no sé quién era, y en todo caso el ser amado no deshonra, y como el señor Cánovas es libre y puede contraer justas nupcias, y por tanto, usar de todos los derechos que para el ejercicio de ese son necesarios, no habrá indiscreción en decir que a mí se me figuró ver en los ojos del expresidente del Consejo de Ministros algo muy semejante al amor, si no era el amor mismo. Y tal como la bien avenida pareja de palomas se esponja al sol, o bañando las erizadas plumas en las gotas de lluvia fresca y sutil, y en tanto el macho arrastra la cola, caracolea y sacude ondulante el cuello hinchado, de donde salen suaves murmullos de pasión perezosa, así Cánovas y la virgen del Museo se esponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella, coqueta a la inglesa, él, galán como el más pintado de Lope.

Como el palomo del símil, D. Antonio llegó al extremo de girar en redor de su desconocida (es decir, de mi desconocida), no sin tomarla antes una mano, como quien hace que se despide y se queda. No sacudía aquella mano, según la moda grosera de entonces, sino que entre las dos suyas la sustentaba con disimuladas caricias… Y la conversación seguía en tanto animada, pienso que espiritual, pues lo era la sonrisa en ambos. No había allí escándalo ni con cien leguas, que esto tiene el saber hacer las cosas; ningún transeúnte paraba la atención en el grupo, ni mucho menos los del grupo en los transeúntes. Sólo yo era allí atento espectador, sin cuidarme de disimular mi curiosidad, pues ni la dama ni el galán veían cosa que no fuera ellos mismos. Llegó el momento de separarse; don Antonio habló al oído de su amiga, hubo un apretón de manos, callado, serio, sentimental por lo fuerte; y prolongando el roce de los guantes con la carne al separarse los dedos, al fin se fue cada cual por su lado, sin volver ninguno la cabeza. El rostro de la hermosa cambió de expresión enseguida, en cuanto dio ella el primer paso calle abajo; la sonrisa ideal había desaparecido; en aquellos ojos y en aquella frente sólo se vio la seriedad prosaica, hasta donde puede ser prosaica una divinidad, de la reflexión fría y atenta. La virgen del Museo se convirtió como por encanto en la Musa de la aritmética. A lo menos tal me pareció. Pero no pude seguirla, porque el personaje principal para mí era el otro, Cánovas, que tomó por la calle de Sevilla. Él seguía sonriendo a sus imágenes, llevaba la cabeza erguida, miraba al cielo, y de puro distraído no contestaba a los saludos exagerados de tal cual transeúnte que le reconocía. Algunos, después de pasar a su lado, se volvían para admirar no sé si al grande hombre o al gran Presidente del Consejo.

Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, torció  a la derecha, camino de la Puerta del Sol. Era su andar como el de azotacalles distraído que no sabe a dónde va, ni le importa ir a un lado o a otro. A los pocos pasos atravesó la calle y se detuvo ante el escaparate de la que es hoy librería de Fe, y que entonces era, si mal no me acuerdo, de Durán todavía.

Con la atención codiciosa de una dama que registra detrás de los cristales las joyas acostadas en muelle cama de terciopelo, Cánovas, torciendo un poco la cabeza, gesto de miope, leía los rótulos de los libros nuevos, y tal vez olvidaba un punto las dulces emociones que desde el Suizo venía saboreando. Después que leyó todos los letreros que quiso, dio un paso hacia la puerta de la librería, echó mano al picaporte…, pero lo soltó en seguida, cambió de idea, y siguió andando. Iba como antes, sonriendo; pero su sonrisa era ya más complicada.

No cabía duda; el presidente saboreaba con deleite la vida aquella tarde: me precio de observador mediano, y aquella mirada vaga y alegre, aquel andar ondulante y otros signos que se ven y no se describen, me revelaban el pensamiento del grande hombre, es decir, del gran Ministro.

Cánovas tiene bastante imaginación para gozar de esa perspectiva espiritual en que hay como una síntesis de los placeres, de la alegría,  de los bienes que nos han tocado en suerte. Suele provocar este delicioso espectáculo del panorama de nuestra dicha la feliz conjunción de algunos fenómenos halagüeños que, como en la obra de arte, en la novela, en el drama, se juntan a veces en la vida de tal forma, que se hacen transparentes, significativos y sugestivos a la par; y convertidos en símbolos, y sugiriendo mil ideas de color de rosa, nos llevan al éxtasis egoísta, tal vez el más intenso, que nos tiene amarrados por horas o por días al engaño de ver el mundo como hecho para nosotros, bueno, suave, risueño, preparado por Dios como el escenario de un drama para el interesante espectáculo de nuestra feliz existencia.

Cánovas, sin duda, se contemplaba con deleite aquella tarde en que se daba asueto, y a pie, como cualquiera, recorría las calles, y ora tropezaba con el amor, ora con el arte, con la poesía; es decir, con sus aficiones más intensas, según él, aunque en esto haya ilusión probablemente.

También, para mí, el paseo de Cánovas tenía algo de simbólico, en el sentido más alto en que el símbolo significa tal vez la forma más pura y esencial de las cosas.

Era aquella una escapatoria del hombre de Estado, del ser oficial, abstracto según la ley, que representa, como un maniquí, personificaciones  acaso falsas aun en idea; era la escapatoria del jefe de un Gobierno, que se reconocía hombre en un rato de buen humor.

No todos los jefes de gobierno son capaces de ser hombres además. Por supuesto, dando al homo un valor que no alcanzan la mayor parte de los que, por ser bimanos e implumes, ya quieren entrar en tan rara y elevada categoría. Haced a Romero Robledo presidente del Consejo, y será incapaz de ser ya otra cosa en su vida.

Cánovas sí; Cánovas es algo más que un político, es decir, más que un artefacto de palo con juego en las manos, en los pies, en el espinazo y en la lengua; Cánovas es además un hombre. Aunque llegara el tiempo fabuloso en que se encargaran de la cosa pública las personas, las verdaderas personas exclusivamente, Cánovas podría continuar siendo político.

Pues bien, aquella tarde sacaba a paseo al hombre que lleva dentro del uniforme de ministro, y a los pocos pasos encontraba a la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda ambición grande.

No se haría la ilusión D. Antonio de que le querían por su cara bonita, como se dice familiarmente; pero no padecería su amor propio aunque le quisieran por su grandeza, por el brillo de su posición y por la gracia de su talento, de su donosura mundana. Ser amado por lo mismo porque se sirve para modelo de un pintor, podrá ser halagüeño; pero la mujer también sabe apreciar otras bellezas, especialmente la mujer más digna de ser amada, la que piensa y siente con originalidad y delicadeza, un tanto desprendida de los groseros instintos, superior en parte a la tendencia animal del sexo.

Legítimamente podía D. Antonio ir satisfecho de sí mismo, como un D. Juan espiritual, por lo menos… Además, la dicha no se analiza tanto. Todas las cosas, descomponiéndolas demasiado, se reducen a átomos insípidos, incoloros e inodoros. El átomo es una cosa que, de puro insustancial, quizá no existe. D. Antonio no tenía para qué valerse de esa química psicológica que han inventado los taciturnos, los misántropos, buscando la fórmula probable del amor que inspiraba. En parte se le querría por poeta, en parte por hombre rico, en parte por hombre influyente, en gran parte por caballero cumplido, en otra no menor por galán de ameno trato, de conversación chispeante, por perfecto hombre de mundo, que es además hombre de Estado, por orador del Parlamento, por autor del prólogo a Los dramáticos contemporáneos de Novo y Colson… ¡Sabe Dios! ¡Se le podría querer por tantas cosas!… El hecho era que se le amaba. No: no tenía cara de analizar en aquellos momentos el ilustre transeúnte.

Primero la mujer… después las letras…

— II —

Intermezzo lírico

 

Pero antes de meterme en honduras, quiero hacer algunas advertencias que importan a mi crédito de hombre serio, sincero, cabalmente honrado y libre de toda pasión vil y pequeña.

Por estas advertencias debí haber empezado; pero el natural deseo de halagar el gusto dominante, que no puede ver las introducciones, me hizo tal vez prescindir hasta de mi fama para comenzar hablando cuanto antes de mi hombre, o, mejor diré, del hombre de su siglo.

Además, tan acostumbrados nos tiene Cánovas a hablar casi exclusivamente de su persona importantísima, hasta en los momentos en que más prisa corre hablar de cualquier otro, que acaso yo, por equivocación, habiéndome propuesto empezar tratando de mí mismo, la tomé con D. Antonio, como él hubiera hecho de fijo en situación análoga.

Entre el capítulo anterior y este han mediado algunos días; los más de ellos, por motivos que no importan a mis lectores, los he dedicado yo a meditaciones filosóficas y lecturas graves. Después de estar pensando en si el mundo es esto o lo otro, en si esto acabará como el rosario de la aurora, o por enfriamiento, como el teatro español, ¡quién se acuerda de querer mal al señor Cánovas!

Yo nunca le he querido mal ni bien, de ninguna manera; me encuentro con que muchos de mis contemporáneos y conciudadanos, la mayor parte con sueldo, le admiran, a veces le adoran, y resulta al cabo que es un hombre encombrant en francés, y en español insoportable.

Pero esto no me autoriza a mí para pretender burlarme del Sr. Cánovas como cualquier mequetrefe. Podré ser vulgar, superficial, insignificante en mis escritos, pero hoy no quiero serlo a sabiendas, y sé y siento que la materia que he escogido para este folleto literario ofrece el peligro de la vulgaridad más odiosa: la murmuración frívola, vanamente injusta, la maledicencia ridículamente pedantesca. Vade retro!

¿Por qué engañarme a mí mismo? Si mi espíritu no está ahora para bromas ligeras, no debo dejar que la pluma resbale por la corriente de los lugares comunes de la ironía. ¡Cuántas veces, por cumplir un compromiso, por entregar a tiempo la obra del jornalero acabada, me sorprendo en la ingrata faena de hacerme inferior a mí mismo, de escribir peor que sé, de decir lo que sé que no vale nada, que no importa, que sólo sirve para llenar un hueco y justificar un salario!… Mas ahora no ha de ser así; acabo de leer no sé qué de Schopenhauer, de ese Schopenhauer que ya fastidia a los revisteros de París, que tal vez no le han leído; y de tristeza en tristeza, de ternura en ternura, de pudor en pudor, he venido a parar en un estado de ánimo ante el cual Cánovas vale tanto como cualquiera; y en su calidad de hombre, despojado de todos sus paramentos, reales o imaginarios, merece más que respeto, amor, el amor que se deben los hermanos, aunque resulte cierto que no todos venimos del mismo padre.

Por todo lo cual, y por otros muchos motivos no menos dignos de ser puestos en verso por lo que tienen de líricos, protesto contra la maliciosa suposición de que «este trabajo» pretenda molestar al Sr. Cánovas o a sus admiradores. Aquí no hay apasionamiento: voy a hablar del autor de La Campana de Huesca, o de Velilla, o lo que sea, tal como es, o a mí me parece por lo menos; y voy a hablar de él comparándole con su tiempo, que es lo que corresponde, pues en los siglos pasados no se sabía de Cánovas diga lo que quiera La Época, o a lo sumo se sabría de él que estaba haciendo mucha falta; sería un deseo vago, una aspiración al no sé qué de las generaciones ya muertas. Bueno, ahora resulta que ese no sé qué era Cánovas; pero nuestros antepasados no podían adivinarlo. De lo que podemos estar seguros todos es de que, una vez nacido, ya hay Cánovas para rato. Comienzo, pues, a tratar de él y de algunas de sus obras como Spinoza quería: sub specie æternitatis.

Y, por supuesto, sin despojarme de este aire melancólico y filosófico, que nos hace medir todas las cosas por un rasero, y exclamar con Carlos V en el Ernani de Verdi: perdono a tutti.

— III —

Cánovas poeta

 

Aquí es donde yo, si tuviera mala intención, podría cargar la mano. Pero decidido a proceder con la nobleza a que dejo hecha referencia, prescindiré de todo, o de casi todo lo que pudiera ser desfavorable al Sr. Cánovas, y me limitaré a considerar su vida poética sólo en cuanto nos sirva de documento, como hoy se dice, para el estudio psicológico de nuestro personaje. Porque dejo advertir que es un estudio psicológico principalmente lo que estoy haciendo, aunque hasta ahora no se haya conocido.

Si Cánovas se hubiera contentado con ser poeta allá en sus mocedades, hablar hoy de sus versos hubiese sido una impertinencia. Muchos hombres que después han figurado como lumbreras en la Administración, llegando a cobrar sueldos episcopales, han comenzado por ahí, por la poesía, generalmente la erótica y la heroica; de veinte consejeros de Estado o magistrados del Supremo, diez por lo menos han comenzado su carrera escribiendo odas patrióticas y poniendo en relación al Moncayo con el mes de las flores, por razón de lo que llamaban antiguas retóricas el similiter desinens y el similiter cadens. El furor pimpleo y aquellos arrestos pindáricos de la desordenada fantasía eran un modo inconsciente y disfrazado de anhelar los más altos puestos que puede ofrecer una burocracia bien servida.

Con un poco de experiencia en el arte espinoso de la crítica al pormenor, se puede adivinar en la más fantástica y aun vaga poesía, si todas aquellas
aguas corrientes, puras, cristalinas

 

de Castalia irán a desembocar en una oficina. Yo conozco muchos jefes de negociado, o cosa así, que hace apenas diez años estaban empeñados  en restaurar el teatro de Lope y de Tirso, o la égloga de Garci-Lasso. ¡Qué Lasso ni qué Garci! Todo aquello era una secreta comezón de nómina.

Pues bien; en los versos antiguos de Cánovas se ve eso mismo: aquel suspirar por todo, aquel adorar al universo en una mujer (creo que llamada Elisa o Luisa, de esto no estoy seguro), y aquel respeto a las creencias de nuestros mayores, en medio de tanto arrebato lírico, parecían anuncio seguro de la brillante carrera política y administrativa de nuestro AUTOR (como escribe Sedano, el del Parnaso Español). En no sé qué libro viejo, tal vez una colección de alguna Revista trasnochada, vi, ya hace años, versos de Cánovas, versos auténticos. Recuerdo que la impresión era mala; el papel, delgado y amarillento, daba a aquel romanticismo manido un aspecto repugnante. Pues a pesar de tan desfavorable catadura, yo adivinaba al leer aquello —verdad es que adivinar a posteriori es fácil— el porvenir glorioso y lucrativo que aguardaba al poeta. Daba gana de gritarle: Macte animo, generose puer! ¡Sus y a ellos! deja a esa melindrosa y empréndela con los expedientes; agárrate a un periódico, después a un ministro,  más tarde a una bandera política, enseguida a una poltrona… medra, sube, crece… y olvida a la Elisa de tus pecados, y esos otros tormentos de que hablas, que son puro flato; ya llegará el día en que todas las Elisas de este mundo se mueran por tus pedazos y sus consecuencias; y en que esa desdeñosa, esa Marcela relamida cifre todo su orgullo, como la Federica Brion de Goëthe, en haber sido amada, si no por el Gran Pagano de Weimar, por el Gran Cobrador de Málaga.

En suma, aquellos versos de Cánovas no eran mejores ni peores que los que habrán escrito en igual caso Retes, Rodríguez Rubí, Catalina, Casa Valencia, Casa Sedano, y tantos y tantos otros ilustrados oficinistas y hombres políticos que han escrito o deben de haber escrito versos.

Sin embargo, advertiré que ya en aquellos primeros ensayos se nota la tendencia que más tarde ha de caracterizar poderosamente el estilo de Cánovas; ya allí se nota, digo, el prurito de decir las cosas de modo que el diablo que las entienda. Más adelante alambicó su manera nuestro Autor, hasta tal punto, que lo corriente en él ya no fue ser oscuro, sino decir lo contrario de lo que se había propuesto.

De todas suertes, de la primera época poética de Cánovas, de los años de aprendizaje, como si dijéramos, no hay para qué hablar; todos aquellos delitos han prescrito, le han sido perdonados, porque ha ascendido mucho, y el sacarlos a plaza es digna hazaña de algún gacetillero despechado a quien D. Antonio no haya querido dar un destino.

Creí yo largo tiempo que no había más versos de mi Autor que aquellos, los antiguos; y ¡cuál fue mi sorpresa cuando supe que el Sr. Cánovas insistía en que él tenía algo allí (donde lo tenía Chenier), y algo que debía brotar, no en forma de vegetación cutánea, sino en forma métrica, más o menos decimal.

Esto era ya poca formalidad. ¿Hace versos Sagasta? ¿Los hace López Domínguez? ¿Los hacía Posada Herrera? ¿Los hicieron Mon, Arrazola, Negrete? No, no los hicieron.

Mucho tiempo estuve creyendo que las poesías canovísticas que sacaba a relucir, para sacudirles el polvo, Venancio González, o sea un saladísimo escritor carlista, eran invenciones del crítico o antiguallas de que D. Antonio renegaría. No, no era así. Los versos eran recientes, acababan de salir del horno; de modo que el mal genio de Cánovas todavía podía explicarse por aquello de la naturaleza irascible de los poetas, por el manoseado genus irritabile vatum.

¡Quién había de decir que cuando D. Antonio vociferaba su constitución interna, como si la estuviera pariendo con dolores, allá en el banco  azul, y daba puñetazos a diestro y siniestro, y perdía el hilo, y echaba espuma por la boca, había que ver en él al mantés, al profeta, al vate inspirado, en sus horas de calentura!

Pero ¿qué clase de versos salían de aquellas irritaciones?… ¡Horror causa recordarlo! Los versos peores que se han escrito en España en todo el siglo.

Sí, es preciso decirlo muy bajo: los versos de Cánovas son hoy peores que ayer, mañana peores que hoy.

El Sr. Cánovas, en muchos de sus escritos, ha dejado y sigue dejando a la posteridad períodos y más períodos de tamaña sintaxis, que ni con la mejor buena fe del mundo se pueden entender, ni aun ayudada la buena fe con mucha perspicacia. Pues bien; si en prosa es Cánovas a menudo laberíntico, en el verso se crece y cultiva un dieciseisismo, como él diría (que otros barbarismos ha dicho), un gongorismo de su invención, que consiste en no poner un solo vocablo en su sitio y hacer que las palabras quieran significar lo que no pueden. Añádase a esto un arte exquisito para llenar de flato los versos mediante hiatos sin cuento, y la habilidad de convertir en granito los endecasílabos, haciendo brotar en ellos, por milagro de la musa, una vegetación tropical de cacofonías, y se tendrá una idea de lo que es la manera moderna de este demonio de parnasiano español, que a lo mejor es el que manda en todos los españoles que no somos parnasianos.

Por lo que respecta al fondo, el Sr. Cánovas, en poesía, es un cubo de las Danaides, como diría el difunto D. Pedro Mata. El Sr. Cánovas no tiene fondo poético.

Y esto es ya más serio. Sí; el Sr. Cánovas es el hombre más prosaico del mundo. Ha ido a la poesía, como a todo, por vanidad. Leyendo sus versos, lo primero que se advierte es el fuelle del orgullo. Versifica con soplete. Él cree que ha llenado hojas y más hojas con delirios poéticos, con pensamientos, confesiones del alma, sueños de la fantasía… y nunca ha podido más que hincharse con aire de vanidad, pompas de jabón… de cocina. Su alma da de sí lo que tiene: un viento desencadenado de satisfacción interior, como diría la Ordenanza. El espíritu de este poeta es el simoun del orgullo, soplando eternamente sobre la aridez sentimental de las entrañas.

Sin saber de pronto por qué, muchas veces, al leer poesías de Cánovas, me he acordado de Otero y de Oliva, que murieron en garrote.

Cánovas ripia la vida como los versos. El ripio es, a su modo, una falsedad. Es lo opaco pasando plaza de transparente; es la piedra haciendo veces de pensamiento, la nada dándose  aires de Creador. Ripiar la vida es llenar el alma de cascajo para hacerse hombre de peso; es llegar a cierta estatura añadiéndose un suplemento de cal y canto; es ser un lisiado y convertirse en un hombre completo de palo. Cánovas, a pesar de su egoísmo, está lleno de cuerpos extraños. El estilo es el hombre; pero cuando el hombre es un barro cocido, el estilo es terroso.

Todo esto es importante para mi asunto, porque he llegado ahora al quicio de este folleto, tratando, como de paso, esta cuestión de las entrañas poéticas del cantor de Luisa o de Elisa.

Difícilmente se podría idear ironía más triste que el empeño de Cánovas de ser poeta. Es el peñasco que hace alarde de resistir el empuje de las olas y tiene la pretensión de criar en su ruda superficie las flores más delicadas.

En prólogos, en brindis, siempre que ha tenido que hablar en público de alguien que no fuera él, ha sabido aprovechar la ocasión para olvidarse del otro y contarnos algo de lo que al jefe de los conservadores le pasa por dentro o le ha pasado por fuera. Nunca habla ni escribe D. Antonio, que no nos diga que es presidente de cien cosas, o que hizo tal o cual maravilla política; y si no esto, si olvida sus grandezas terrenales, vuelve con nostalgia los ojos al limbo de los recuerdos y de las ilusiones muertas; y maldiciendo su suerte, aunque sin la espontaneidad de D. Felipe Ducazcal, se queja del hado, fatum, ananke, en griego, que le condena a tener que salvar al país un día sí y otro no, y que no le permite consagrarse, con todo el ardor que le pide el cuerpo, a sus aficiones favoritas, al servicio de las Musas en uno u otro ramo del furor pimpleo.

Así como D. Quijote decía que, si se lo permitieran sus caballerías, capaz sería de hacer, no sólo versos, sino jaulas y palillos de dientes, D. Antonio, que también sabe hacer jaulas y hasta criar pájaros (que a lo mejor le sacan los ojos); D. Antonio viene a indicar que él sería un Dante o un Homero si no le llamasen a cada momento para salvar la nación. No hay más remedio, pues, que tomarle en serio lo de la poesía.

Su alma, a lo menos lo más recóndito y exquisito de ella, está en sus versos. Sea.

Pero yo entrego al brazo secular de Venancio González la poesía canovística por lo que toca a la retórica y a la poética, y para estudiar su alma de poeta, no tengo más remedio que remitirme a los capítulos en que trato de Cánovas en prosa. Y entonces iremos viendo cómo ripia la vida, cuáles son los grandes ripios de la prosa de su existencia, digna de ser estudiada por una comisión de la Academia de Ciencias morales y políticas. ¡Ay, sí! El espíritu de Cánovas  es tan árido como el concepto del Estado de Colmeiro, ¡qué tiene que ver! o las lucubraciones de D. José Barzanallana acerca del impuesto indirecto sobre los consumos.

Entremos en ese espartal por cualquier lado.

— IV —

Cánovas… «latente pensante»

 

El latente pensante es un libro del señor Conde o Marqués de Seoane, del cual hay traducciones en chino (no del Marqués, por supuesto), en alemán y en otra porción de idiomas. Yo no he leído el latente ese, como el lector supondrá, ni sé lo que es a punto fijo; pero creo, por conjeturas filológicas nada difíciles, que se trata en la Pentanomia pantanómica del latente pensante (título del libro de Seoane), de algún pensamiento oculto. Pues bien; yo voy a aplicar al estudio de la filosofía del Sr. Cánovas, si no el sistema de Seoane, el nombre del sistema.

¿Qué es Cánovas en cuanto latente pensante? Este es el problema.

De Cánovas se puede decir lo que Gibbon decía de Leibnitz, al compararle con uno de esos grandes conquistadores que ambicionan un dominio universal. Leibnitz escribía lo mismo sobre cálculo infinitesimal, que un código para los diplomáticos. Pues Cánovas entiende también de todo, y si no vuela como el sacre, ni corre como el galgo, es capaz lo mismo de ponerle un prólogo a lord Byron que de escribir el programa del Manzanares o de presidir un Congreso africano, describiendo las regiones del Congo, a guisa de Estrabón moderno (y no se crea que hay un equívoco arcaico en eso de Estrabón, pues sería de mal gusto semejante juego de palabras). Cánovas sirve para todo… pero por temporadas; es decir, que en invierno es paraguas y en verano quitasol. Cuando le hacen Presidente del Ateneo, se acuerda de que es filósofo, y saca a relucir el latente pensante. Una de las aficiones verdaderas de Cánovas, no de las que él se imagina tener y no tiene, es la bibliografía. Es bibliógrafo con algunas de las ventajas del oficio y todas las desventajas de la manía. Si se trata de historia de la literatura, piensa que lo principal es tener él en casa libros que no haya visto nadie ni por el forro. Cánovas, en esto de libros viejos y de crítica, tiene salidas como las de Carulla en Teología; y va de cuento. Discutíase hace bastantes años en el Ateneo si Cristo era Dios, y de una en otra, es decir, del Padre Sánchez en Carulla, se vino a parar a lo que era o no era el catolicismo puro, sin mezcla. «La verdadera doctrina sobre este  punto concreto (no recuerdo cuál), gritaba el padre Sánchez, es esta: el Papa infalible lo acaba de declarar así en su Encíclica tal, en el Breve cual». Y el padre Sánchez vomitaba latín muy satisfecho y se sentaba poco menos que envuelto en luz increada. Pero… ¡tate, tate, folloncicos! Del lado opuesto surgía la figura (que ya he olvidado, y lo siento) de Carulla, el cual debe de haber envejecido mucho con eso de la Biblia en verso; y el exzuavo, con una sonrisa entre burlona y benévola, seguro de sí mismo y del Vaticano, exclamaba, palabra arriba o abajo: «La doctrina que el señor Sánchez sostiene, no es a estas horas la verdadera doctrina ortodoxa; mal puede saber el señor padre Sánchez cuál es la última declaración pontificia, cuando en carta que Su Santidad se digna escribirme con fecha de anteayer, me dice lo siguiente, y carta canta». Y de los bolsillos de los pantalones sacaba Carulla un papel arrugado, que debía de ser breve o cosa así; y leía y dejaba bizco al preopinante.

Algo por el estilo hace Cánovas. Piensa él que los libros que tiene en casa son la última palabra acerca de la ciencia respectiva. No cabe negar, porque lo afirman los inteligentes, que posee libros raros, y que tiene muchos. ¡Buen provecho le hagan! Semejante mérito ya me guardaré yo de negárselo, y estoy dispuesto a   —28—   reconocerle todo el tamaño que quiera en cuanto biblioteca, y si se quiere comparar con la de Alejandría, que se compare. Pero los libros no basta tenerlos. El ricachón aquel de Iriarte era más discreto con su biblioteca pintada, que muchos prenderos bibliófilos que no ven en el libro más que el forro. Es preciso leer. Y no basta eso tampoco. Hay que entender lo que se lee, y leer a tiempo y con orden. Pues Cánovas no lee así. Lo declara él mismo. Es pensador y filósofo en sus ratos de ocio, según confesión que nos hace en la Introducción de sus Problemas contemporáneos (según se verá más despacio). De aquí proceden lamentables equivocaciones. Por ejemplo: Cánovas cree que son raros todos sus libros, y así como está seguro de que no hay más ejemplar que uno que tiene él bajo llave, y que no enseña a nadie, de tal o cual epístola de Zabaleta o de un Sánchez o Fernández, más o menos benedictinos o franciscanos, cree estarlo también de que la última palabra de la ciencia moderna la tiene él en la Revista que ha leído la noche anterior o en el libro todavía intonso que le acaba de mandar el librero. Cánovas piensa que los escritores hacen hoy ediciones de un solo ejemplar, o a un solo ejemplar, como diría algún clásico nuevo, para regalárselas a él y para que los demás no se enteren. Así habla y escribe Cánovas de las teorías  nuevas, ya filosóficas, ya políticas, como si no las conociera nadie más que él. Confunde esto con las cartas eruditas de D. Serafín Estévanez y con los libros viejos de nuestra literatura, que el señor Cánovas saca a relucir, vengan o no vengan a cuento, como se verá más adelante.

Demás de esto, como él diría, por esa afición idolátrica a los libros, por ese fetiquismo de la encuadernación, Cánovas viene a coincidir con los estudiantillos aplicados, que creen que la ciencia de la verdad más pura viene siempre por el correo, y que el último libro es el mejor, y el que los corrige y eclipsa todos. Sí; Cánovas, a pesar de ser tan reaccionario, es de esos espíritus pobres que tienen la superstición del último libro. Como no piensa con originalidad, como no está preocupado de veras y motu proprio con los grandes problemas, como él dice, de la vida, como es pensador de azar (palabras casi suyas), como es filósofo de parada, de revista oficial y de uniforme, toma el asunto que le da el vaivén de la vulgaridad pensante, se apodera del lugar común del día, de los tópicos de la plaza pública, y lee discursos y más discursos, dignos de cualquier secretario de sección del Ateneo o de la Academia de Jurisprudencia.

Cánovas no tiene bastante vigor intelectual para pensar en las ideas mismas, no pasa de pensar en las letras de molde en que suele aparecer algo de las ideas. Aquella falta de sinceridad y de íntima convicción que se nota en las obras de Cánovas, nace en parte de la sequedad de su espíritu, como ya dije, de su prurito de ripiar la vida; pero nace también en parte de ese mezquino fetiquismo en que se adora la imprenta por la imprenta.

Como no es fácil a pluma inexperta como la mía explicar todas las reconditeces de este análisis psicológico, reconditeces en cuya clara y minuciosa exposición estaría la prueba más evidente de su profunda verdad, déjome por ahora de tanteos de descripción dificilísima, y voy a ser menos oscuro refiriéndome a los textos del mismo Sr. Cánovas.

Cánovas, en cuanto filósofo, está representado principalmente por su obra titulada Problemas contemporáneos.

No consta que en parte alguna haya sido más filósofo que allí. Se trata de la colección de los discursos con que inauguró los cursos del Ateneo, las muchas veces que fue presidente de aquella sociedad científica. ¿Sabe alguno de mejor ni más filosofía de Cánovas?

Pues de esta dice él mismo: «Estos volúmenes no encierran sino estudios, por lo común en  forma de discursos, casi siempre escritos fortuitamente…».

Ya lo oye el lector: Cánovas escribe o habla casi siempre fortuitamente cuando se trata de los problemas contemporáneos, de las cuestiones más arduas, de las doctrinas filosóficas y de los varios fenómenos sociales, como dice él mismo.

Y ¿qué es escribir fortuitamente? Véase el Diccionario, de que es colaborador Cánovas mismo:

«Fortuitamente. = Casualmente, sin prevención, sin premeditación».

Es decir, que Cánovas habla de filosofía por casualidad, como el otro tocaba la flauta.

Sin premeditación. Esto debe agradecérsele, y es bueno que lo diga. No hay premeditación en los discursos científicos de Cánovas; menos mal.

Pero aclaremos más el concepto. ¿Qué es casualmente?

Dice el Diccionario: «Casualmente.— Por casualidad, impensadamente».

Bueno: otro dato. Cánovas escribe de filosofía impensadamente, sin pensar lo que escribe. También esto algún día puede ser circunstancia atenuante, si no se trata de un vicio habitual.

Pero aclaremos más el concepto todavía.

¿Qué es casualidad?

El Diccionario: «Casualidad . = Combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, y cuyas causas se ignoran».

Luego tenemos que Cánovas ha escrito sus discursos científicos fortuitamente; es decir, sin poder preverlo ni evitarlo, y por causas que se ignoran.

No sabía por qué los escribía. No se puede saber menos.

Y lo peor no es que diga esto, sino que lo pruebe. No necesitaba insistir en afirmar que son sus trabajos filosóficos «fruto no bien maduro de las inquietas horas consagradas al estudio de las doctrinas filosóficas». Harto se ve después que sus estudios científicos están verdes, y que hace mal en consagrar a la meditación horas inquietas.

El autor se disculpa teniendo en cuenta la necesidad que hay de hacer que pasen a la posteridad, por vía de documentos biográficos, sus ideas, porque la posteridad (todo lo subrayado está copiado al pie de la letra) tiene la obligación de oír con atención a los que influyen notablemente en los destinos de sus conciudadanos y de inquirir los motivos porque obraran.

Y aún mayor que esta obligación de los venideros es la que tienen los hombres influyentes de hacer públicos sus pensamientos. ¿Por qué? «Porque no hay derecho para intervenir en las cosas de los demás hombres sin deliberadas y formales doctrinas».

Vamos, vamos, Sr. Cánovas, que ahora se me contradice usted. Y si no se contradice, es que no ha cumplido con su obligación de grande hombre. Para intervenir en las cosas de los demás hay que tener doctrinas deliberadas y formales, y por esto usted expone las suyas. Pero las suyas, según lo antes copiado, son casi siempre fortuitas, casuales, poco maduras, etc., etc. ¡Vaya una formalidad!

A seguida se alaba el Sr. Cánovas de que él siempre ha pensado lo mismo desde que comenzó a publicar sus ideas en corta edad, sin tener que hacer ninguna modificación, absolutamente ninguna, en sus opiniones religiosas, filosóficas o sociológicas.

Tal creo; Cánovas, a pesar de leer muchas revistas y algunos libros, es hoy el mismo que publicaba, siendo estudiantil autor, la Historia de la decadencia (no dice la decadencia de qué, porque supone que todos lo sabemos y no pensamos en otra cosa). Amigo, esa es la ventaja de pasar la vida en un ripio perpetuo. No dudo que el Sr. Cánovas, pensando siempre lo mismo y no modificando absolutamente en nada sus pensamientos religiosos, filosóficos y políticos, se habrá ahorrado muchos dolores de cabeza; pero eso lo consigue el que puede, no el que quiere. Los hombres de esta índole nacen, no se hacen. ¡Lástima grande para el Sr. Cánovas que esta su manera de ser, ya que no por la fuerza intelectual y grandeza de espíritu, no se distinga a lo menos por lo rara! No, no se distingue. Lo general es eso. Ruiz Gómez, Jove y Hevia, Toreno y otros filósofos que no quiero nombrar, son así también, tan inquebrantables, y tan… ¿por qué no decirlo? tan inmuebles como el señor Cánovas, que es un fundo filosófico, un pensador de la clase de raíces… quod solo tenetur. El Sr. Cánovas acaso no ha pensado bien en lo corriente que es esa perseverancia en materias metafísicas; algo más dificililla suele ser la constancia política. No cambiar de Dios ni de sistema filosófico, y aun sociológico, es fácil para gente como el Sr. Cánovas y Ruiz Gómez; lo peliagudo para esta clase de personas consiste en no cambiar de partido. No se puede negar que aun en política Cánovas es consecuente y ortodoxo como él solo, desde que en su partido no manda nadie más que él. Pero dejemos esto, que nos aparta de la pura región de las ideas del Sr. Cánovas, y volvamos a la gracia que le encuentra él a eso de haber pensado siempre lo mismo.

Cuando Moreno Nieto declamaba en el Ateneo en aquellos inolvidables discursos que daban a la filosofía una fuerza dramática que no le viene  mal y que tan pocos filósofos consiguen, multitud de personas formales, de la derecha y de la izquierda, conservadores y aun retrógrados, individualistas liberales y hasta socialistas de poco pelo (la formalidad y la seriedad sistemáticas no son patrimonio de un partido, ni siquiera de la especie humana); digo que al oír a Moreno Nieto las personas más metódicamente formales e incapaces de cambiar de opinión aunque los aspen, salían de la sala de sesiones sonriendo con lástima y compadeciendo al pobre D. José, que no sabía a qué carta quedarse, y que no hacía más que poner a servicio de la sinceridad del pensamiento un corazón todo amor, caridad verdadera, un cerebro iluminado por el amor mismo, y una visión artística evangélica de las ideas, que indicaba muy poca formalidad. No se podía contar con él para nada. ¿Qué hombre era aquel que no vestía ni de azul ni de colorado, que no era de por vida y sujeto por alguna póliza, o ultramontano, o liberal, o cristiano A, o católico B, o deísta C, o panteísta H…, en fin, algo de lo que eran aquellos señores tan serios y tan invariables?

El Sr. Cánovas no presenciaba jamás estas escenas, ni oía nunca los discursos de D. José; porque ¿qué iba a enseñarle a él aquel pobre señor que ni siquiera había sido ministro? No, no lo había sido ni lo sería mientras Cánovas mandase. De modo que si D. Antonio no podía ayudar a sus compañeros en seriedad y consecuencia filosófica a murmurar y compadecer a Moreno Nieto, de lejos implícitamente les daba la razón, absteniéndose sistemáticamente de convertir en ministro de Fomento al orador ilustre; porque para fomentarnos servían Toreno, D. Fermín Lasala y otros Tales… de Mileto, o de Cangas de Tineo; pero no servía el bueno de D. José, que… ¿por qué no decirlo, verdad, señor Cánovas? que adoleció, como filósofo, del ligero modo de ser contemporáneo.

Esta frase de Cánovas, que ya analizaremos después, porque tiene mucha miga y muy poca gramática, no obedece sólo al natural antagonismo entre un pensador inmueble como Cánovas, y un hombre de corazón y de discurso fuerte y sutil como Moreno, que no se aferra de por vida a ideas profesadas en la edad en que el juicio propio vale menos; no sólo a esta oposición y antipatía natural y desinteresada se deben las duras palabras que he copiado. Al Sr. Cánovas el que se la hace se la paga, y en esto de ser rencoroso es todavía más constante que en creer en un Dios todo misericordia, y tan separado del universo como D. Antonio de sus humildes súbditos. Moreno Nieto había dicho mil veces, en el seno de la confianza, que Cánovas era un semisabio, que había leído muchos libritos franceses de esos que sirven para propagar la ciencia entre los burgueses ilustrados; pero que no era un pensador serio y profundo, ni un verdadero hombre de ciencia en materias filosóficas. Esto lo decía Moreno Nieto sin mala intención, ingenuamente, sin querer mal a Cánovas, únicamente porque era verdad. Porque podría Cánovas envidiarle algo a Moreno Nieto; pero Moreno Nieto no podía envidiarle nada a Cánovas. En la vida de Moreno Nieto no había un solo ripio; era un hombre de verdad por todos lados. En cambio Cánovas… dadle golpecitos en la cabeza (salva venia) en la protuberancia filosófica, y veréis cómo suena a Revista de Ambos Mundos, y a traducciones económicas de Büchner y Moleschott, con otras parecidas hojarascas.

Cánovas supo lo que de él decía Moreno Nieto, y se la guardó; ¿para cuándo? Como dijo el poeta:
Mejor los contarás después de muertos

 

Y en efecto, murió D. José entre bendiciones de todo un pueblo inspirado por intuiciones del amor y de la gran justicia plebeya, y entre las frases compasivas de los filósofos más o menos administrativos y raíces de inquebrantables convicciones; y Cánovas le cantó ese responso del ligero modo de ser contemporáneo.

¡Venciste, malagueño!

 

Ahora, veamos eso del modo ligero. La frase, que se encuentra en la pág. 516 del tomo II de los Problemas contemporáneos, es así: —«Que adoleció (M. Nieto), como filósofo y como sociólogo, del ligero modo de ser contemporáneo».

Antes de penetrar en la intención, estudiemos la frase.

A primera vista, parece que fue M. Nieto contemporáneo de un modo ligero, como si dijéramos, que no fue bastante contemporáneo.

Pero este disparate no es el de la interpretación más probable.

Mirándolo mejor, parece que Cánovas quiera decir que D. José, como filósofo y sociólogo, adoleció del ligero modo de ser que es propio de nuestro tiempo.

Es decir, que ahora lo corriente es ser de un modo más ligero que antes. Nego suppositum! Porque ahí está Cánovas, que, con ser quien es, es contemporáneo, y, sin embargo, no adolece de un ligero modo de ser, sino que es de un modo de ser tan pesado como pudiera serlo el hombre terciario, si lo hubo, que es el menos contemporáneo que cabe imaginarse.

Y aparte de esto, D. Antonio, ¿qué decir el ligero modo de ser? ¿Es que ahora somos menos que eran nuestros antepasados? Para comprender toda la profundidad del disparate de D. Antonio, se necesita haber estudiado metafísica; ligero modo de ser, es decir, ser menos esencia, ser menos ser… ¡el absurdo absoluto!

Pero ¡ah! que lo que quiere decir Cánovas no es nada de eso; su propósito es devolverle al difunto la píldora y llamarle semisabio y superficial. Y que conteste el muerto.

Veamos el texto, para mayor claridad. Abro el citado tomo II por la pág. 318, y leo… Aquí una advertencia que quiero que sirva para mis digresiones de más abajo. Siguiendo a Cánovas en su texto para analizar sus ideas, es casi imposible prescindir de estos episodios gramaticales que retrasan el trabajo y embrollan el asunto. Escribe Cánovas tan mal a menudo —¡testigos Dios y Antonio Valbuena!— que es imposible pasar por alto la forma para llegar al fondo. Ejemplo, esto que ahora veo. En el párrafo que debía yo citar para convencer a ustedes de que la intención que atribuyo a Cánovas es la que tiene, me encuentro con unos hombres que tienen cerebros, así, en plural. Bien, dejémosles en paz y oigamos a Cánovas. Habla este de los hombres que por no emplear en una de sus obras todo el tiempo que su índole peculiar pide, «crean únicamente cosas que valen menos de lo que ellos por sí valen. Siempre, añade, se ha visto esto en el mundo en realidad (y va de ripios: ¿si creerá que está hablando en verso?); pero nuestra época de controversias diarias, de espontáneos discursos, y mucho más que de libros, de artículos de periódicos y revistas (ahí te duele) apenas conoce otros hombres que los de este linaje, así dentro como fuera de España». Y… «y de este modo de ser contemporáneo, no cabe duda que adoleció en gran parte Moreno Nieto».

Moreno Nieto, Sr. Cánovas, le llamaba a usted semisabio, pero no ligero, porque sabía que era usted más pesado que los derechos individuales de Sagasta. Y sobre todo, sabía que si usted era así, hay por el mundo, en España y aún más fuera de ella, sabios verdaderos, que han estudiado tanto como el que más haya estudiado en otras épocas. ¿Conque era ese el ligero modo de ser contemporáneo? ¿Conque es así la ciencia de ahora? Esto no necesita refutación. Claro que hay eruditos a la violeta, Cánovas lo puede saber; pero justamente muchos se quejan del excesivo especialismo de la ciencia contemporánea. D. Antonio se figura que monsieur Valvert (Cherbuliez), su amigo, redactor de la Revue des Deux Mondes, es el tipo del sabio contemporáneo. No es tonto Cherbuliez, ni mucho menos, ni un ignorante; pero ¡hay más, D. Antonio, hay más!

¿Se le figura al biógrafo de Estévanez Calderón que todo lo que ha trabajado el siglo en Ciencias naturales, en Derecho, en Historia y Filología no supone muchos sabios verdaderos, tan constantes y laboriosos como hacen falta para llevar a término feliz obras cual las de Claudio Bernard, Renan, Strariss, Littré, Spencer, Wundt, Mommsen, Ranke, Max Müller, Max Dunker, Curtius, Grote, Thylor, Savigny, Ibering, Gervinus y… la mayor parte de los autores notables en todas las ciencias citadas y otras muchas? Que las obras de Cherbuliez y de Cánovas no son más que trabajos de revista, ya lo sé yo…; pero lo repito:
Antón, en el mundo hay más.

 

De esto es de lo que no puede convencerse nuestro ilustre malagueño: de que haya una región de la ciencia adonde él no alcanza ni levantando los puños en actitud de desafiar al cielo.

Lo más antipático que hay en las filosofías de Cánovas, después de la sequedad de espíritu que revelan y de los alardes de convicción, que trascienden a falsedad oficial y académica; lo más antipático después de esto es la constante alusión, ora explícita, ora implícita, a sus grandezas terrenales. Siempre nos está diciendo Cánovas, ya en el texto, ya entre líneas: ¡Ojo! que quien os habla es el autor de la Restauración española, el tutor y curador de la política reinante, el árbitro andaluz de vuestros destinos; fijaos en la gracia de que yo, que no debía tener tiempo ni para rascarme, me digne consagrar algunos ratos perdidos a resolver, de una vez para siempre, los grandes problemas que en vano estudian pléyades de sabios que en su vida han sido presidentes del Consejo de Ministros.

Ya veremos en otro capítulo que D. Antonio lleva esta vanidad a sus escritos puramente literarios, y que en ellos todavía insiste más en el contraste interesante que hay en ser él tan grande hombre y tan lleno de responsabilidades y en saber, sin embargo, menudencias de la vida artística actual, de esas que suelen parecer interesantísimas a los adolescentes enamorados con fe viva de la literatura de última hora. Ya veremos, digo, a D. Antonio discutiendo con los parnasianos y citando a Richepin y a los gacetilleros del Fígaro; ni más ni menos que Dios, sin desatender al cumplimiento de las leyes de Keplero y otras en la
fábrica de la inmensa arquitectura

 

que dijo el poeta, cuida también de los pajarillos del aire y de los mismísimos microbios.

A Cánovas lo que le importa más es probar que él está en todo, que él es omnium rerum causa immanes, non vero transiens, como Espinoza, equivocando los personajes, decía de Dios.

¡Oh, si Cánovas escribiera sus confesiones! ¡Quién sabe, quién sabe si allí nos describiría cómo una noche, en el cacumen del orgullo y de su gloria, pensó que el mundo pudo haberse hecho de otra manera, de un modo más conservador! ¡Quién sabe si a Cánovas, que es en religión antropomorfista, se le ocurrió alguna vez tener envidia a Dios, como positivamente se la tuvo a Moreno Nieto y se la tiene a Castelar y Menéndez Pelayo!

«La ventaja que me lleva Dios, le dirá Cánovas a La Época en el seno de la confianza, es haber venido antes. Cuando yo nací, el mundo ya estaba creado: ¿que iba yo a hacerle? Únicamente cambiarlo».

Y en eso se ocupa.

Y como yo no digo las cosas a humo de pajas, allá van textos que lo prueban.

No hace mucho tiempo que D. Antonio, ese demiurgo, ese metátronos, decía delante de un público casi dormido, y, si mal no recuerdo, en presencia de un rey, poco después difunto… pero dejemos que hable el mismo filósofo. Así resume él las ideas que expuso en la ocasión a que me refiero:

«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios, para estudiar otros conceptos de más inmediato y universal (!!) interés…».

Despachemos, en dos plumadas la cuestión gramatical, que viene a estorbarnos, como casi siempre que se copian textos canovísticos.

Dice Cánovas: «para estudiar otros conceptos»; y eso prueba que para él los primeros principios son conceptos también. De modo que la primera causa, Dios, lo Indivisible, la Fuerza, lo que sea, es un concepto para Cánovas. O Cánovas no sabe lo que se quiere decir cuando se habla de primeros principios, o no sabe lo que significa concepto. O no sabe ni uno ni otro.

Además, ¿dónde habrá cosa más universal que los primeros principios? Hablando con la mayor formalidad posible, ¿no comprende Cánovas y no lo comprende casi La Época, que eso es un disparate? ¿Que no pueden estudiarse conceptos más universales que los primeros principios? Pero dejemos la letra y vamos al espíritu.

«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios…».

Es decir, señores, no hablemos tanto de Su Divina Majestad (para Cánovas, según él declara, el principio primero es Dios, Dios Padre, Dios Trino y Uno), y estudiemos otras cosas más universales y más inmediatas… por ejemplo:  Cánovas y sus gestas, que son tan inmediatos conceptos y tan universales.

Sí; Cánovas quiere decir eso: «hablemos menos de Dios y un poco más de mí y de mi familia».

Y en efecto, mientras consagra a la materia metafísica y teológica cuatro o cinco cuartillas escritas en horas inquietas, dedica dos tomos como dos quintales a D. Serafín Estévanez Calderón, que tuvo la gloria, no de nacer tío de Cánovas, pero de llegar a serlo.

Y si La Época, el presbuteros Joannes de Cánovas, quiere que dejemos estas regiones mitológicas y estudiemos el parrafito copiado, como si su autor no fuera más que un simple mortal incapaz de rivalidades divinas, vamos allá.

Cánovas opina, ¡qué digo opina! asegura que es necesario hacer alto de vez en cuando en el examen de los primeros principios.

Prescindiendo de si lo que se puede hacer con los primeros principios es examinarlos, o algo menos, se ve que para nuestro autor hay épocas en que debe darse de mano a la metafísica y a la teología. ¡El privilegio en todo! ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser necesario que la ciencia deje de estudiar los más altos asuntos en algunas épocas? ¿Qué menos tienen unas épocas que otras? Que creyente, ni siquiera filósofo, es Cánovas, que piensa que la ciencia de un tiempo determinado puede prescindir de abarcar el problema científico en su armónica totalidad, para admitir como buenas ideas anteriores (¿cuáles?), en lo más importante, y concretarse a ser original y propiamente conscia, o como usted quiera decirlo, en especulaciones inferiores de asuntos más inmediatos (!!).

¡Más inmediatos! Sr. Cánovas (y esto es un paréntesis) para el que cree en lo transcendental, ¿hay nada más inmediato que lo que es fundamento de todo? En todo ser, ¿hay algo que le sea más inmediato que el ser mismo? Y ese ser, ¿de quién lo tiene sino es del Ser Sumo, de Dios? ¿O es que usted no cree en estas metafísicas?

Más inmediatos… y más universales, añadía el Sr. Cánovas. Aquí ya no se trata de gramáticas, sino de ideas. Al decir más universales, da a entender Cánovas que él en estas cuestiones de primeros principios, es decir, de filosofía primera, entra con la imaginación y no con la razón; sólo así se comprende que por medio de un antropomorfismo, o un fetiquisimo acaso, grosero y primitivo, se figure los primeros principios, la causa del mundo, como más lejanos y menos universales (este disparate menos universales es consecuencia necesaria del disparate del texto, que dice más universales); menos universales que lo finito, contingente, temporal y de apariencia engañosa tal vez, que constituye todo lo creado. —De lo que dice Cánovas, a decir que los dioses están lejos, no hay más que un paso, mejor no hay ninguno, y poco lo falta para dar por bueno quod sine summo scelere dare nequit, según Grocio, non esse Deum (esto no) aut non curabi ab eo negotia humana (esto sí).

Y volviendo a lo principal. ¿Qué filosofía de la historia es esa, y qué historia de la filosofía, y qué concepto del sistema de la ciencia y de todas las ideas de lógica, según los cuales puede Cánovas suponer que hay épocas en que el ser racional necesita prescindir de fundar su ciencia en lo fundamental, sea para declararlo asequible o no, de tratar, en suma, los primeros problemas, sea para negar, afirmar o dudar?

Y a todas estas preguntas retóricas podría contestarme a mí cualquiera, con esta otra:

¿Y quién le manda a usted ponerse tan serio y discutir con el Sr. Cánovas materias que exigen tanta sinceridad, tanto interés, tanto olvido de vanidades y libros raros, y cruces, y presidencias, y Estévanez y Calderón?

Es verdad. Perdóneseme esta fuga metafísica.

¿Me he puesto serio? Pues no lo volveré a hacer.

Sobre todo, consideremos que en el texto que he comentado tan detenidamente, acaso Cánovas no quiso decir nada de lo que dijo, consecuente en ello con ese estilo que se está formando poco a poco, cuyo carácter principal consiste en no decir nunca lo que se quería decir.

Anhelo de este capítulo: una voz me grita que es inútil hablar de Cánovas y de la filosofía a un tiempo. Una convicción íntima, fortísima, me hace ver que nuestro sabio andaluz es un espíritu limitado, de relumbrón, bueno para ser admirado por el vulgo de levita, ese vulgo lleno de preocupaciones como el vulgo de chaqueta; y además frío y seco, débil de voluntad, perezoso de entendimiento y útil sólo para admirar y seguir a la medianía que se pone de puntillas y habla hueco y se hace obedecer por la flaqueza de la ignorancia.

Nada más fácil, teniendo un poco de sinceridad dentro del cuerpo y siendo algo nervioso, que pasar, con motivo de Cánovas, a las declaraciones, a las palabras gordas y al cabo a ponerse serio y tocar asuntos trágicos, ideas profundamente tristes.

Cánovas y la filosofía no tienen nada que ver entre sí, decía: es verdad, en algún aspecto; pero ¡cuánto podría decirse de la filosofía de Cánovas; esto es, de lo que supone Cánovas, influyendo en la España actual, como influye, siendo lo admirado y respetado y temido que es por muchos! ¡Qué estado de voluntad y de inteligencia revela en el país este fenómeno innegable!

Por ahí, por ahí se iría a la tristeza, a los recuerdos melancólicos, a las reflexiones pesimistas. Non se ne parle piu.

Sólo diré sobre este punto, que con este folleto sé que me pongo en ridículo a los ojos de muchos, los cuales me creerán poco menos que un loco, porque siendo yo un pobre gacetillero, me atrevo a tratar de este modo al grande hombre. Ya lo sé, señores, ya lo sé; pero con ese juicio de ustedes ya contaba desde el principio. Y sin embargo, publico el folleto y no retiro ni una palabra.

Lo que no haré será seguir a D. Antonio en sus lucubraciones una por una. Esto sería darle la razón a él que pretende revolver tierra y cielo en pocas páginas, escritas en horas inquietas, para dar esplendor a fiestas oficiales, para lucir un uniforme o una dinastía.

Mi propósito no puede ser aquí rebatir las doctrinas canovísticas, ni siquiera examinarlas para ir viendo una por una las ideas, buenas o malas en sí, transformadas en vulgaridades, o en caprichos, o en imposiciones sentimentales; todo esto sería obra muy larga. Además, a mi asunto no corresponde ver si hay Dios, ni cómo es, ni si existe la libertad, ni lo que se debe entender por Estado y Nación, con tantos y tantos problemas graves como Cánovas maneja. Quédese por él traer a colación tan difíciles y complicadas y hondas materias científicas en lugares  profanos, o en tiempo inoportuno y sin preparación suficiente ni espacio bastante. El índice de los Problemas contemporáneos basta para hacer ver las pretensiones de Pandecias que tienen los discursos canovísticos. Parece que se dijo a sí propio: «Digamos lo que es el Universo… y demás, de una vez para siempre».

Vea el pío lector: Índice, tomo I, discurso primero del Ateneo: El Ateneo en sus relaciones con la cultura española. —Las transformaciones europeas en 1870. —Cuestión de Roma bajo su aspecto universal. —La guerra franco-prusiana. —Epílogo. =Discurso segundo del Ateneo. —El pesimismo y el optimismo. —Concepto de la Teodicea popular. —El Estado en sí mismo y en sus relaciones con los derechos individuales y corporativos. —De las formas políticas en general, etc., etc. =Discurso tercero del Ateneo. —El problema religioso (¿en sí mismo?) y sus relaciones con el político. —El problema religioso y la economía política. —La economía, el socialismo y el cristianismo. —Errores de las escuelas modernas en orden al concepto de Humanidad y de Estado. —Ineficacia de las soluciones propuestas hasta ahora para los problemas sociales. —El cristianismo y el problema social. —El materialismo y el socialismo científico. (No crean ustedes que los socialistas científicos son los Wagner, los Brentano, etc., no; eran Büchner,  Molleschott… y Leroux y Proudhon… ¡Y Cánovas escribía esto al acabarse el año 1872! (!) —La moral independiente. —El cristianismo como fundamento del orden social. —Lo sobrenatural y el ateísmo. —Importancia de los problemas contemporáneos y método aplicable a su estudio. (Basta este epígrafe para juzgar a un erudito a la violeta). =Discurso cuarto del Ateneo. (Hagan ustedes el favor de sentarse, que esto va largo y todavía no hemos recorrido todo el Universo). —La libertad y el progreso en el mundo moderno. —El concepto de libertad en las escuelas modernas. —El determinismo y la libertad humana. —La libertad humana y sus manifestaciones. —La idea de progreso en los sistemas de Spencer y Hækel y el cristianismo… (Voy a suprimir algo, porque si no, no acabaremos nunca). —La filosofía de Kant y el escepticismo y determinismo actuales… —Los Arbitristas. —Otro precursor de Malthus. —La Internacional. =Tomo II: Discurso en el Ateneo. —Estado actual de la investigación filosófica (1882). —La nacionalidad y la raza. —El concepto de nación en la Historia. —El concepto de nación totalmente contemplado en sí mismo y sin distinguirlo del de patria. —Tendencias comunes hoy a todas las naciones civilizadas. —Historia de las cosas y hombres del Ateneo. —La sociología moderna y el socialismo. —Los  nuevos conceptos de la sustancia y de la fuerza. —Las leyes del progreso. —Moreno Nieto. —Revilla. —Los oradores griegos y latinos. —Sebastián Elcano. —Congreso geográfico. —El libre cambio… y ¡puf! nada más.

No; nada más, aunque parezca mentira.

Todo eso sabe el Sr. Cánovas; imposible seguirle en tantos conceptos en sí mismos y en sus relaciones y en todas esas fatalidades modernas y antiguas, y demás anagnórisis, catástrofes y epanadiplosis. Ha creado usted el mundo, D. Antonio, corriente; ¡pero descansemos al séptimo día!

Así como D. Leandro nos hizo conocer a su D. Hermógenes, opositor a cátedras, sin dejarle exponer sus teorías, y sólo con unos cuantos esdrújulos griegos, así D. Antonio se nos retrata en ese índice.

Por lo demás, yo he penetrado en aquel laberinto de síntesis y grandes puntos de vista, como diría La Época, y he salido de allí también bastante sintético, por lo cual puedo decir sin engaño y en pocas palabras lo que sigue:

Cánovas ha leído deprisa y mal lo moderno, y no conoce ni por el forro lo modernísimo. Cánovas no tiene una sola idea original, aunque en la expresión de las ajenas suele ser originalísimo, hasta el punto de no saber él mismo, ni nadie, lo que dice.

Jamás discurre, y menos prueba; sólo declama.

En vez de razones, alega postulados de la voluntad. Y esto es lo más grave. Hagámosle la justicia, aunque le mortifique, de reconocer que en este punto no hace más que seguir a otros muchos que pretenden ser filósofos. Es muy corriente entre cierta clase de pensadores preferir a la verdad verdadera, la verdad cómoda, y nada más que aparente.

Para estos señores, un principio cierto, un hecho evidente, son algo peor que nada; son huéspedes inoportunos que vienen a turbar por lo pronto la paz de la conciencia o la paz del mundo. Cánovas es de los que quieren demostrar la realidad de lo ideal con argumentos ad terrorem, pintando, mejor o peor, las consecuencias de que el vulgo llegue a olvidarse de Dios. Hay algo peor que post hoc ergo propter hoc, y es lo que pudiera formularse así: oportet hoc, ergo propter hoc. Es claro que cabe una filosofía en que la razón teleológica o de la finalidad racional sea un argumento, y algo de esto hay, por ejemplo, en el optimismo de Leibnitz; pero aparte de que tal filosofía es hoy débil, en rigor inadmisible, y sólo podrá volver a ser fuerte el día en que la evidencia alumbre con claridad divina todo lo metafísico; aparte de esto, no hay que ver en la filosofía de Cánovas cosa semejante,   sino el utilitarismo imponiéndose como prueba racional. No es él solo, repito, quien discurre así. Hoy, por ejemplo, es muy común combatir el pesimismo por sus frutos amargos. La realidad no debe ser el dolor… porque lastima. ¡Vaya un argumento! Pues en síntesis, como él diría, tal es el sistema de Cánovas. «Hay Dios, porque si no, los socialistas se nos meten en casa. —El hombre es libre, porque si no, no se explica la sociedad actual», etc., etc. Estos no son argumentos. La única razón sólida de Cánovas contra el pesimismo, no se atreve D. Antonio a darla, por modestia. Dice así: «¿Cómo ha de ser malo un mundo donde nace un Cánovas, si bien uno solo, porque estas cosas no son para repetidas?».

Con semejante modo de discurrir y demostrar se desacreditan, hasta donde cabe, las ideas mejores. Así sucede muchas veces que, en lo esencial, está uno conforme con Cánovas. Es claro, ¡cuántas veces! Pero aquel aire de suficiencia, aquella falta de caridad, aquel tono de acrimonia y de pedantería, aquella argumentación imperativa, interesada, seca, llena de pasión pequeña, repugnan, hieren en lo más íntimo de lo humano, y nos hacen pasarnos al enemigo, o por lo menos defender a este, que al fin es un hermano que piensa y siente. Homo sacra res homini, dijo hace muchos siglos Séneca; y en nombre de este principio nos rebelamos contra el dogmatismo sin entrañas de esos Cánovas y demás celotas morales que creen defender a Dios aborreciendo a los ateos o a los que se lo parecen.

Escritores como Cánovas son los peores enemigos del ideal, de lo santo, de lo divino. Predican el Evangelio a son de tambor, y lo publican como ley marcial. Si Cánovas hubiese habitado a orillas del lago Tiberíades con la pretensión de enseñar la buena nueva a aquellos humildes pescadores, hubiera empezado por convertirlos en soldados de marina y armarlos en corso. Si Cánovas alguna vez llega a ser Redentor (que Dios no lo quiera) el crucificado es Pilatos.

Si Dios existe, Sr. Cánovas, tiene que ser el Dios bueno. Y el Dios bueno no admite esos discursos biliosos y escritos deprisa y corriendo.

Para seguir la causa de Dios, lo primero es la sinceridad. Y lo primero que la sinceridad exige, es saber lo que se trae entre manos. Y cuando lo que se trae entre manos son los grandes problemas contemporáneos (y antiguos también), hay que estudiar mucho, mucho, mucho, y sentir mucho, mucho, mucho…; y, créalo V. E., no queda tiempo para ser presidente del Consejo de Ministros, de la Academia de la Historia, del  Ateneo, de África, y, en suma, presidente hasta de los charcos, como lo es el presidente de los terremotos de Andalucía.

— V —

Cánovas novelista

 

No recuerdo si en otro lugar de este folleto digo que no quiero hablar de Cánovas considerado como novelista. Pues si lo digo, me arrepiento, y hablo de La Campana de Huesca, aunque sea poco.

Y hablo, porque así como a San Pablo se le apareció Jesús en el camino de Damasco, a mí se me acaba de presentar, sin saber yo de dónde viene, un certificado del correo, que dentro guarda un elegante tomo con portada a dos tintas, publicado en 1886 por el impresor de la Real Casa M. G. Hernández; y en este tomo se da a luz, por cuarta vez, la crónica del siglo XII que Cánovas escribió con el citado título de La Campana de Huesca. Semejante aparición es sin duda providencial, y suscitada para que yo vuelva sobre mi propósito y no deje en el tintero al Cánovas cronista o novelista.

No he de insistir mucho, sin embargo, en esta clase de habilidades de mi héroe, porque siendo mi principal objeto pintarlo tal como es hoy, poco me puede servir esta campana (o copa boca abajo, que diría la Academia), que se fundió allá en las remotas mocedades de D. Antonio; hace treinta y cinco años, cuando yo no había venido al mundo.

Si de Cánovas poeta hablé largo y tendido, fue porque D. Antonio es en esta materia reincidente; pero en cuanto novelista, tiene derecho a un eterno olvido, acompañado de un perdón generoso, puesto que no lo ha vuelto a hacer; no ha escrito más novelas en treinta y cinco años.

Sólo porque algunas pretensiones sobre el particular deja traslucir esto de publicar en 1886 nueva edición de su crónica, me resuelvo —amén del motivo sobrenatural de que ya dejo hecho mérito— a decir algo de esta novela histórica, que de seguro le parecerá a La Época una de las mejores de nuestro siglo…

¡Es el diablo este Sr. Cánovas! Siempre consecuente, como él dice. Sí; hace treinta y cinco años imprimía motu proprio esos disparates tan suyos y que tanto carácter habían de dar a su estilo años adelante. Digo esto, porque cuando me disponía a comenzar la lectura de este precioso tomo por el principio, o sea por el prólogo de El Solitario, el libro se me abre él solo por donde puede, y me encuentro con estas palabras en la pág. 357:

 

«Castana, que no había adivinado el propósito del almogábar, dio un grito de espanto al sentir el golpe del dardo a pocas pulgadas de su rostro».

 

Al lector se lo habrá ocurrido, como a mí, presumir que el tal Castana está herido, puesto que sintió el golpe a pocas pulgadas del rostro. Mejor sería, dirá el lector, que Cánovas nos explicase dónde había sentido el golpe del dardo Castana; pero, en fin, puesto que él lo sintió y fue a pocas pulgadas del rostro, sería en el cuello, en el pecho, o por ahí cerca. Pues no, señores; Castana sintió el golpe del dardo… «en la puerta de la ventana».

¡Ahí me las den todas! diría el Sr. Castana, sin duda.

Abro por otro lado, y leo: «Echaba rayos de fuego por los ojos». Echaba rayos, diría cualquiera; pero Cánovas necesita añadir de fuego, para no confundirse con el vulgo.

El Solitario, con el cual me sucede, dicho en puridad, lo que a cierto ilustre literato le pasaba con Dante, El Solitario comienza su prólogo hablando de Gualtero Scott.

Eso es, Gualtero… o que nos devuelvan a Gibraltar.

Y después cita a Villemain, que es, según él, el más encumbrado de los literatos de Francia.

Debo advertir a ustedes ahora que si quieren hablar bien, no han de decir novela picaresca, sino picaril, y a lo pastoral, si gustan, pueden llamarlo de sentimiento lastimoso.

Pero santa gloria haya El Solitario, y vamos con el sobrino. Del cual dice el tío que por la lección y estudio que ha hecho de su idioma nativo, será indudablemente leído y aun estudiado sabrosamente por cuantos sean amantes de las galas del castellano.

¡Cristo Padre! —Y añade El Solitario, a guisa de epifonema: «Este es el solo, pero el más subido premio que de sus vigilias puede esperar un hablista».

No por molestar a un difunto, lo cual es imposible, sino para que se vea que a los hablistas no hay que imitarlos más que cuando hablan bien, me permito fijarme en el copiado parrafillo. Si ese es el solo premio, no puede ser el más subido que puede esperar; si el hablista no puede esperar más que un premio, ese será el más y el menos subido; no cabe comparación cuando no hay más que un término. Lo que quiso decir El Solitario debe de ser, que aunque el hablista no puede esperar más que un solo premio, este es más subido que otros premios que no puede esperar. Pero no lo dijo. Dejémosle definitivamente; bien; pero nótese que este hablista que tanto bombo da a su sobrino, en cuanto hablista también, no siempre habla como Dios  manda. Y mi epifonema es este: que no basta llamar Gualtero Scott a Walter Scott, para escribir siempre lo que se quiere. Y vamos ya al sobrino.

El cual, a la página siguiente del bombo de su tío, y la primera que él escribe, ya comienza a disparatar.

«Capítulo 1.º En que se habla a manera de prólogo con el lector». Ya estamos mal. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que el autor se presenta a manera de prólogo a hablar con el lector? ¿Es el prólogo el autor mismo? No, de fijo, no. ¡Pues, Señor, decirlo a derechas!

Y comienza La Campana: «A orillas de la Iruela hallé esta crónica: en una de aquellas huertas de suelo verde y pobladas de árboles frutales, cuyas bardas y setos…».

Cualquier gacetillero mal intencionado preguntaría si las bardas y setos son de los árboles o de la huerta. Pero dejando esto como pecado venial, y aun lo del suelo verde, que es un modo canovístico de decir, y lo de pobladas, epíteto cursi y ramplón en este caso, prosaico y casi casi administrativo, dejando todo eso, vamos a lo que no puede pasar. Un hablista tan recomendado por su tío, el hablista de los hablistas, debe saber (no digo debe de saber, Sr. Cánovas, sino debe saber), que la Gramática de la Academia, donde tanta influencia tiene D. Antonio, no permite  que se diga cuyas bardas y setos; porque cuyas es femenino, y los setos son masculinos, y el masculino, en tales casos, es el que prevalece. No es esto decir que deba decirse cuyos bardas y setos; pero, amigo, decirlo como se debe, ya que se es un hablista de tanta lección y de tanto estudio.

Y dice Cánovas, a renglón seguido:

«Y en verdad que es triste crónica para hallada en un lugar tan apacible». Lo que quiso dar a entender, ya se sabe; pero lo que dice es, que la crónica es triste para hallada en un lugar apacible; de modo que si el lugar no tuviera esta condición pacífica, ya no sería tan triste la crónica.

Renglón inmediato: «Harto se ve que allí debieron vivir doña Inés y D. Ramiro».

Debieron vivir, está mal, D. Antonio, según la Gramática que han hecho sus protegidos de usted.

Debieron vivir, quiere decir que tuvieron obligación de vivir allí, y ese no es el pensamiento de usted. Cánovas quiso decir que cree que allí vivieron —por tales o cuáles indicios—; es decir, en castellano, que allí debieron de vivir…

¿Lo oye usted, santo varón?

De modo que yo no puedo continuar este examen gramatical, para el que necesito una página de comentarios por cada palabra de la novela canovística…

 

Si abriendo al azar el libro se encuentra en el medio un gazapo; si comenzando por el principio se encuentran media docena en tres renglones, ¿no es de presumir que la cosa abunda? Sí; yo lo juro, abunda. ¿No me quieren ustedes creer? Pues sigamos.

Pág. 2, a los cuatro renglones después de lo copiado:

«Con el disfraz de miradores o azoteas cuidadosamente blanqueadas». ¡Vuelta la burra al trigo! Miradores o azoteas blanqueadas, es un dislate; hay que poner el adjetivo en la terminación masculina. Por lo visto el Sr. Cánovas tiene por sistema el desobedecer a la gramática de su incumbencia. Prescindamos de que los miradores sean lo mismo que las azoteas.

«La puerta Desircata está allí, arrimada a un gótico convento de monjas. Allí está también…». ¡Qué manera de pintar! parece que también está uno viéndolo allí todo eso.

¡Y así pintaba Cánovas en su florida juventud, llena… de ciencias morales y políticas! ¡Oh, el poeta de lo contencioso!

«Las bizantinas columnas de San Pedro dan sombra aún al peregrino y piadoso recogimiento al penitente».

La sombra de las columnas se parece algo a la sombra del pino; pero, aparte de esto, yo creo (salva venia) que a esas columnas, bizantinas  y todo, les sería igual dar sombra al penitente o dársela al peregrino; y que también la darán con mucho gusto al peregrino, que a su vez puede hacer penitencia, ese recogimiento piadoso que dan al penitente. Si bien es verdad que el recogimiento no es cosa que se dé; y caso de que se diera, no lo darían las columnas, que sirven para otra cosa.

Pero ¿habrá leído El Solitario la novela de su sobrino?

Yo no lo sé; pero lo que sí puedo asegurar es que yo… no pienso leerla. Doy por hecho que Cánovas, en esto de novelas históricas, es un Gualtero Scott, un Gustavo Freytag o un Gustavo Flaubert. ¡Lástima que no sepa escribir!

He mirado aquí y allí descripciones, diálogos…

¡Válgame el señor San Pedro! No sería yo persona seria, ni siquiera leal, si insistiese en estudiar al jefe de los conservadores monárquicos en cuanto novelista.

Supongo que él mismo renegará hoy de su novela de colegio, de este cronicón donde no se ve más, por lo visto, que alardes de estilo rancio, de conocimientos históricos más o menos fáciles de adquirir, y todos los defectos necesarios para demostrar que el autor no tiene ninguna de las cualidades que ha de reunir un artista.

 

Y si La Época o cualquier otro heraldo dijere que hablo al sabor de la boca y sin fundamento, porque no he leído La Campana, doy por bueno que no la he leído, pues así lo he declarado modestamente más arriba, y repito que tengo por cierto que Cánovas es un novelista insigne, con una fantasía de oro y un estilo encantador…

Todo menos volver a La Campana.

En materia de Campanas de Huesca, he leído Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bravo, y a ella me atengo, y ya sé lo que es bueno. No me cogerán en otra. Deles la fama el premio solo, pero el más subido que merezcan, que yo no soy redentor, y a tanto precio como leer de cabo a rabo esos libros, no quiero convencer al mundo de lo poco poetas épicos que son estos trovadores trasnochados, cuyo eterno modelo será, pese a Cánovas, el barón de Campo Grande, D. Fulano Jove y Hevia, que en su tiempo, en pleno romanticismo, representaba charadas históricas en las tertulias de Oviedo, ora disfrazado de Mudarra, ora de Abderramán, ora de D. Gaiferos, tal vez de Melisendra.

Cánovas es también un soñador, ya lo sé, un soñador arqueológico… Pero mientras él sueña, los demás duermen.

Y ahora, si un crítico canovista quiere pulverizarme, ¿qué mejor ocasión que esta? ¿Dónde se habrá visto un Homeromatrix o Canovasmatrix, que es igual, que ataca con furia un libro que no ha leído entero?

Y, sin embargo, miren ustedes, puede que tenga yo razón, hablando formalmente.

Tal vez La Campana de Huesca es cosa muy mala, háyala leído o no Clarín, este mísero pecador que no siempre se atreve a confesar en público sus pecados.

——

No terminaré este capítulo sin decir que Castana, y no Castaña, como pueden creer los maliciosos, no es una perra, sino una de las heroínas de la novela, si no me engaño. ¡Castana! ¡Castana! ¡Vaya un nombre! ¡Tanto valdría llamarla Bosch y Fustegueras!

——

Tampoco terminaré sin copiar este parrafito que leo por casualidad al ir a dejar el libro:

«Caballeros todos ellos, no hay que decirlo, valerosos en armas (?), ricos en hacienda, osados y ambiciosos a porfía, basta saber lo que eran para que se suponga».

¿Conque basta saber lo que eran para que se suponga? Señor, en sabiéndolo, ya no hace falta suponerlo.

Pero; ¡ea! Cánovas no quiere decir eso; quiere decir: basta saber que eran todo eso para que se suponga que eran… caballeros. Pero ¿qué idea tiene de las distancias el monstruo?

——

Mas tampoco quiero terminar (así dure esto mil años) sin copiar la situación culminante de la novela. Se trata de describir la horrorosa Campana de Huesca. Pues verán ustedes la descripción de Cánovas, y díganme si no se ha dejado atrás a Casado.

«La escasa luz de mediodía (no quiere decir que la luz de mediodía sea escasa, si bien es verdad que eso es lo que dice) que alumbraba aquella lóbrega habitación (subrayo las palabras que tienen más color ¡habitación! parece que se está viendo) puso delante de los ojos del rey y del conde un inesperado y horroro sísimo espectáculo. (Así se pinta, con superlativos regulares). Ambos (¡terno!), rey y conde (sí, en eso estamos), prorrumpieron en una exclamación terrible, no bien lo alcanzaron sus ojos. (¿Quién es lo?) En derredor del garfio que colgaba del punto céntrico (¡ah decadentista!) de la bóveda, mirábanse cabezas recién cortadas, imitando en su colocación la figura de una campana.

«En lo interior de aquella extraña campana colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la cual reconocieron los presentes (que conmigo firman) por del arzobispo Pedro de Luesia (alias badajo); las demás eran de Lizana, de Roldán, de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del resto de los ricos—hombres rebeldes».

¡Rayo de Dios! ¡Y eso se llama pintar con la pluma! ¿Quién no admira esa hermosa perspectiva del resto de los ricos—hombres rebeldes?

¿Y qué me dirán ustedes de las demás cabezas, que eran de Lizana, de Roldán, etc. etc.? ¿Y eran de ellos así, en montón, todas de todos, pro indiviso?

Pero dejémonos de repulgos de gramática, y vamos a soñar. Cierro los ojos y veo, como si estuvieran ante mí, notario de, etc.: una colocación, los presentes, una figura, un arzobispo a modo de badajo, un espectáculo, una habitación, Lizana, ambos, el punto céntrico… ¡Basta, basta! Tanta luz deslumbra.

— VI —

Cánovas historiador

 

Conviene comenzar este capítulo advirtiendo a los papanatas que no es lo mismo historiador que presidente de la Academia de la Historia. También Cheste preside la Academia de la Lengua y no tiene lengua; quiero decir, que tiene   —68—   la lengua presa y habla un demonio de lemosín cultilatino, que recuerda aquella alalogía de los primeros cristianos. Pues volviendo a Cánovas, es preciso declarar que preside la Academia de la Historia, porque esto es un hecho; pero historiador, lo que se llama historiador, no lo es. ¿Qué historia ha escrito hasta la fecha? Una, que le han alabado mucho algunos periódicos liberales con el santo fin de echársela en cara, porque en ella ataca, según ellos, lo que hoy venera, y contribuye a desacreditar lo que hoy tiene por santo, por inviolable. Pero de ese trabajo histórico, que es la Historia de la decadencia, como Cánovas dice, casi, o sin casi, reniega hoy el autor mismo.

Declara en varios pasajes de sus obras que la tal Historia hoy no la escribiría como la escribió; que no conocía entonces los trabajos (casi todos de extranjeros, por cierto y por desgracia), que han permitido juzgar al cabo con relativa claridad y con justicia los complejos negocios de aquellos reinados, que han sido como lugar de cita para los duelos en que las pasiones de los partidos han luchado más encarnizadamente en el terreno de la historia. Se alaba, sí, de no haber seguido ciegamente a los que acogían sin examen, y sólo por mala voluntad a los reyes de la casa de Austria, cuentos y supercherías ya tradicionales; pero, en suma, estima en poco su crítica de aquel tiempo, y la disculpa, no sólo por la insuficiencia de los datos, sino por los pocos años del autor. En efecto; Cánovas era joven cuando escribió esa historia. Pero, así como fuera injusticia tomársela en cuenta para examinar las dotes de historiador que actualmente puede poseer, sería gracia excesiva el proclamarle émulo de los Prescott y de los Irving por la historia… que no ha escrito todavía.

Aquello de la Decadencia no hace cuenta, admitido: cúmplase en esto la voluntad del autor; pero lo que es la historia que está por escribir, no puede hacer cuenta tampoco.

De modo que, en rigor, no hay tal historiador.

Sin embargo, si la vida ocupadísima y azarosa que lleva Cánovas hubiera sido otra, y le hubiera permitido consagrarse con la asiduidad y constancia que toda clase de vocación especial y verdadera exige, a sus estudios literarios, don Antonio probablemente hubiera llegado a ser un mediano erudito en materia histórica, de pura crónica española, eso sí, pero al fin, trabajador útil y recomendable: una de esas figuras de segundo término, que, si no aparecen en los grandes cuadros sintéticos de una literatura (porque basta en estos presentar al gran escritor que aprovechó y reunió los documentos recogidos por otros en obra de genio y propiamente artística), deben figurar con favorable censura en todo trabajo minucioso que tenga por objeto recordar, no sólo a los maestros que dirigieron el edificio de la historia, sino también a los inteligentes y laboriosos obreros que fueron colocando piedra sobre piedra.

La afición de Cánovas que se puede tomar más en serio (fuera de su afición principal, que es la de mandar en todos nosotros), es esta de la historia española; no entendiéndose que sea él capaz de elevarse a las regiones del filósofo de la historia, ni a la del artista historiador, sino considerándole en su natural terreno de hombre capaz de escudriñar pormenores y poner en juego cierta sagacidad de palaciego mezclado de erudito, que no cabe negarle, y bastante malicia y experiencia de las tristes intrigas cortesanas y políticas para poder sacar lecciones de lo presente y penetrar y saber inducir en lo pasado. De todas suertes, y aun reduciéndose a esta historia, que no puede llamarse de escalera abajo, porque precisamente su teatro natural son los salones, los gabinetes y hasta las alcobas, Cánovas, para darnos libros que fueran expresión de sus estudios, fruto de sus vigilias, siempre tropezaría con el grave inconveniente de no saber escribir. —¡Hombre! diría Toreno, si por casualidad leyese esto. ¡Que Cánovas no sabe escribir! Pero este muchacho deslenguado, ¿por  quién nos toma? —Calma, Sr. Jove, calma, respondería yo (confundiendo a Queipo de Llano con Campo Grande); es claro que Cánovas sabe escribir, lo que se llama escribir, y mejor que usted, mucho mejor, es claro. Pero aquí no se trata de escribir como quiera, sino de escribir bien, y eso es lo que Cánovas no sabe. El historiador que hoy quiera ser leído por alguien más que por los eruditos, que van a chuparle el jugo; el historiador que quiera vivir en sus obras, y no en las notas de otros historiadores que sean mejores escritores que él, necesita ser artista, tener la visión de la realidad pasada y el arte de reproducir con la pluma esa visión, merced a cualidades que en gran parte son semejantes a las del gran novelista psicólogo y sociólogo, y en otra parte análogas a las del filósofo de la historia, que a su vez necesita muchas cualidades del artista, especialmente del poeta épico, en el lato sentido de estas palabras. El Sr. Cánovas tiene una de las imaginaciones más pobres y prosaicas que se han conocido; es bastante discreto para no embarcarse, por lo común, en esas naves de metáforas cursis que suelen naufragar casi siempre; pero si esta discreción (que no siempre le acude) le libra del ridículo, no puede ocultar la pobreza del color, la ausencia de toda fantasía plástica. Si el señor Cánovas se mete en tropos de once varas habla del viento huracanado… de las circunstancias; si describe, lo hace como en la famosa escena de La Campana de Huesca que dejo copiada; no sabe narrar con sencillez, con ese lenguaje que hace que se olviden las palabras y sus sonoridades por la cosa misma, por el objeto de la narración; lucha, armado de adjetivos y pronombres demostrativos, contra las emboscadas que le tiende la anfibología, por culpa de su endiablado afán de hipérbaton falso y de novedad culterana en palabrotas y giros; y, amigo, en estas condiciones, viendo al escritor sudar por conseguir expresar en castellano su pensamiento, sin lograrlo muchas veces, el lector no puede atender al fondo, no puede olvidar el barullo de las palabras; no parece que se lee, sino que se está oyendo leer, y entra en el alma y en el cuerpo la fatiga infalible de las lecturas públicas; pena el oyente por sí, por los efectos del narcótico musical, y pena por el lector, en quien supone mortal cansancio. Leyendo a Cánovas se está pensando sin querer en el Diccionario, en las partes indeclinables de la oración, en una porción de adverbios de modo y en el gran valor que pueden llegar a tener las conjunciones. Y después, si se cierra el libro, y se acuesta uno y sueña, se ven flotar en la fantasía, no los personajes de la historia ni los parajes por donde han pasado, sino los pujos arcaicos y castizos de Cánovas, sus muletillas adverbiales, los estos, aquellos, últimos, dichos, propios, etc., a que se agarra; conjunciones sueltas, y, en fin, una Valpuris de palabras abstractas, un aquelarre de ripios en prosa, algo como la fiebre del hambre debe de ser en el delirio de un maestro de escuela; ensueños como el de un amigo mío, abogado y jurisconsulto, que soñó una vez, con gran remordimiento, ser autor del delito de estupro consumado en una virginal raíz cuadrada. —Y digo todo eso porque estos días, que tengo yo que manejar mucho los libros de Cánovas, sueño cosas así, y tengo náuseas al despertar; y todo lo atribuyo al estilo canovístico, que es una cosa sui generis, que debe de servir para hipnotizar, como el ponerle a uno el filo de una navaja barbera sobre las narices…

Quedamos en que Cánovas podría llegar a ser historiador, dadas tales y cuales condiciones; en que no lo es todavía, y en que de todas suertes no sería un historiador de primer orden, ni aun de segundo, sino de esos tan útiles como olvidados, que suministran documentos a los verdaderos artistas, hijos de Clío, los cuales son en rigor los verdaderos historiadores; porque, como dijo Cicerón perfectamente, si se entienden bien sus palabras: Nihil est magis oratorium quam historia.

— VII —

Cánovas orador

 

Diga lo que quiera el Sr. Cánovas, la oratoria más se parece a la arquitectura que a la escultura. Es como aquella, arte bello—útil. Y así como hay edificios que son útiles, pero no son bellos, o no tienen más belleza que la que se les atribuye abstractamente al pensar en que son útiles, hay oradores que pueden ser útiles (y aun unas hormiguitas para su casa), pero que no son bellos.

Si a un orador que es artista, que produce belleza hablando, se le puede comparar con una catedral gótica, o con el Partenón, o con una formidable fortaleza ciclópea, según los géneros, a un orador como Cánovas se le puede y casi se le debe comparar, no con las Pirámides de Egipto, como decía en broma Hermosilla hablando de símiles disparatados, y como tal vez a D. Antonio le sabría bien; se le puede comparar, digo… con un gran almacén de harinas.

Que el Sr. Cánovas es orador, es indudable; que lo que dice nos suele importar mucho a  todos… porque a lo mejor nos va en ello la vida, o por lo menos la tranquilidad y hasta el pan que ganamos con el sudor de nuestro rostro, también es evidente. Cuando D. Antonio vocifera desde el banco azul, por ejemplo, que va a ver cómo se las arregla para colgarnos a todos los que no pensamos como él, ¿quién se para en pelillos retóricos, ni se detiene a considerar si Cánovas es o no tan correcto como después aparece en el Diario de Sesiones? La oratoria de Cánovas no es cosa de juego, como él dice que es el arte; y cuando habla Cánovas, estamos todos con el agua al cuello. Y así como se han dicho que en un naufragio los náufragos no son los que sienten bien el sublime (en cristiano lo sublime) del espectáculo, sino que de tal sublimidad sólo pueden disfrutar los que la ven desde lo seco, en tierra firme; y así como el soldado, envuelto en humo y en peligros inminentes, no aprecia el conjunto poético de la terrible batalla; los españoles, que siempre salimos con algo roto de los discursos trascendentales del gran conservador, no podemos contemplar tranquilamente ni disfrutar las bellezas de la elocuencia canovística. Esto por lo que toca a los españoles ilegales y sus afines; en cuanto a los canovistas, tampoco ven con la desinteresada contemplación del espectador en pura estética la arquitectónica grandeza de la oratoria del   amo; para estos, para los conservadores, sirve la comparación apuntada: la del gran almacén de harinas. Así como la antigüedad clásica pintó a la elocuencia con una cadena de eslabones de oro saliendo de los labios, hoy se puede pintar la elocuencia oficial de Cánovas figurando al monstruo con una cadena de roscas de pan candeal pendiente de la boca. Sí; la oratoria de Cánovas es eso: el bollo y el coscorrón; y ni los del coscorrón ni los del bollo podemos juzgarle como orador artístico. Sin contar con que no lo es.

Pero me apresuro a reconocer dos condiciones de la oratoria de Cánovas, que la hacen simpática hasta cierto punto.

Cánovas sabe que tiene poca imaginación (como no sea para inventar teorías políticas) y no pretende cultivar el estilo asiático ni el florido, y llama al pan pan y al vino vino, y hace bien. Tiene bastante orgullo (aquí oportuno) para no querer segundos papeles, imitaciones cursis, y deja el arte divino de la elocuencia a los pocos, poquísimos privilegiados a quien Dios llamó por ese camino. Él recaba su derecho de decir lo que quiere y de saber lo que dice; y como lo que dice suele ser importante, por ser él quien es, sus discursos tienen muchas veces interés de actualidad y grande. Además, él, como político de los que se usan, de ambición bien puesta, de pasión de partido, de energía de jefe, de intriga parlamentaria hábil, vale, ya lo creo, y sus discursos reflejan este valor. Importan los discursos de este hombre por lo que tiene que decir, no por el modo de decirlo. Aun en la forma hay a veces calor, naturalidad, y no dejan de salirle de cuando en cuando de la trabajada mollera párrafos bien construídos y hasta sonoros. Por lo general es incorrecto, sobre todo en la construcción; tiene los defectos que trae consigo la escasa fantasía; describe mal, con torpeza de lengua y vaguedad de dibujo; abusa sin conciencia de los ripios parlamentarios, de las fórmulas y muletillas corrientes; no teme la tautología, ni la repetición, ni la vana sinonimia (que no es lo mismo que la tautología), ni acierta con la precisión, ni aspira a la concisión; esa concisión que no es más que el premio de la imagen exacta, de la lógica clara, del pensamiento seguro, del dominio del idioma; concisión que es muy otra cosa que la pobreza y la frialdad, aunque muchos con ellas la confunden.

Otra cualidad buena, simpática, de la oratoria de nuestro hombre, es que se le ve trabajar, se le ve sudar el discurso. Cuando no se es el gran artista de la palabra, para el cual un discurso es la obra maestra que le hace inmortal; cuando se habla sin pretensiones de dejar a la historia de las letras patrias piezas oratorias que sirvan de modelo; cuando se habla sin pensar más que en el motivo utilitario inmediato, es preferible que al orador se le vea ir formando conciencia de las ideas y de su adecuada expresión, según van pasando de los limbos oscuros del alma a la voz y al gesto. Un orador de papel continuo, que habla como por resorte, que es facilísimo, abundantísimo, es una maravilla digna de admiración, como las de los prestidigitadores; es un producto sorprendente de la mecánica más complicada y perfecta, digna obra de un Juanelo o de un Edisson, según el motor…; pero no es un hombre. Cánovas no es así. Su palabra no es fácil, a veces se le rebela; pero dado el género de su oratoria, nada de eso le perjudica. Casi parecería mal que un hombre que está inventando en aquel momento modos de echarnos a todos a perder, de acuerdo con la última palabra de la ciencia, los inventase de corrido, sin necesidad de pararse a pensarlos un poco.

Para no ser un orador como Castelar, vale más hablar como Cánovas… salvando las incorrecciones señaladas y otras. —¿Cánovas incorrecto? preguntarán los que le leen y no le oyen. Sí; bastante incorrecto y a veces premioso; cualquiera que haya asistido al Congreso durante algún tiempo, podrá dar razón. Una cosa es el discurso de Cánovas escrito, y otra el mismo discurso cuando él lo está diciendo. Pero así y todo, no es lo peor de Cánovas su oratoria, y yo le prefiero a esos ruiseñores desplumados, de jaula, que creen ser elocuentes porque se les ocurren muchas metáforas cursis y manoseadas, en poco tiempo.

Leídos, los discursos de Cánovas podrán enseñar la hilaza del sofisma, la arbitrariedad del carácter y del juicio; pero no son ridículos, como los de esos tenores de zarzuela que suelen ocupar nuestra tribuna con párrafos de un lirismo fútil, trasnochado, que leído parece poesía de La Moda Elegante. Aquí se llama buenos oradores a muchos porque saben recitar, sin cortarse, prosa almibarada y relamida, insustancial y vulgar, que en letras de molde nadie resistiría.

No es este folleto lugar a propósito para penetrar más ni en los defectos ni en las cualidades recomendables de la oratoria de Cánovas; es orador utilitario ante todo, orador político y meramente político, y sin entrar en sus constituciones internas, y sus palos de ciego, y su romanticismo arqueológico—monárquico, no se puede examinar sus discursos, a no ser en una abstracción soporífera, vaga, insuficiente. Y lo que es de la política de Cánovas, yo no tengo que decir más que lo siguiente:

— VIII —

Cánovas político

 

——

— IX —

Cánovas pacificador

 

Cuando manda Sagasta, surgen los motines.

Cuando manda Cánovas, surgen los regicidas.

A Sagasta le silban las Instituciones.

A Cánovas se las quieren matar; y ellas se le mueren.

— X —

Cánovas prologuista

 

Así como D. Hermógenes era de oficio y ante todo opositor a cátedras, Cánovas es por esencia y potencia autor de prólogos. Unos han nacido poetas, otros bizcos, otros oradores; Cánovas nació, y morirá, prologuista. Es un prologuista  lírico, eminentemente subjetivo y a la manera que Goethe se pinta a sí propio en sus obras, y cuando está hablando de Guillermo Meister, o de Werther, o de Tasso, en cierto modo habla de sí mismo, ni más ni menos que a sí propio se escucha el autor insigne de las Cartas de Jacome Ortiz, y, según entre nosotros D. Juan Fresco es vivo retrato de D. Juan Valera, digo que así, o por el estilo, se manifiesta Cánovas en sus prólogos; es decir, en los prólogos de los libros ajenos.

De esta suerte va siempre ganando. Si él escribe un libro, le pone un prólogo su tío El Solitario, que alaba al sobrino; si se trata de libros ajenos, Cánovas les escribe el prólogo… alabando también al sobrino de su tío. Sí; siempre gana él.

En España, este país de la fiera independencia, que no consiente señores extranjeros, pero que se achica y hace un ovillo ante los tiranos nacionales; en España no se hace ya nada que sea o pretenda ser monumental que no lleve un prólogo de Cánovas. He llegado a creer que si la Biblioteca de Recoletos tarda tanto en ser construida, es porque se está esperando a que Cánovas le escriba un prólogo.

No me extrañaría saber que en unas excavaciones allá en la China se había encontrado una hermosa edición princeps del Chou-King… con  un prólogo de D. Antonio Cánovas del Castillo.

No se crea que esta especialidad la debe a su posición política. Tan presidente del Consejo de ministros como él es Sagasta, y no le pone prólogo a nadie. Sagasta protegerá, con su consejo, otras cosas, ni más ni menos que Cánovas; pero en lo de escribir prólogos no le sigue. Don Antonio saca de los prólogos un partido que no ha sacado nadie, y por esto son los suyos prólogos de singular naturaleza, que merecen estudio detenido. En ellos escribe D. Antonio sus Memorias. Sí, señores; hace lo que esos… desocupados que escriben o graban en las paredes de casas a ajenas, en los teatros, en las catedrales, en los puentes, en los pedestales de las estatuas, etc., etc., su nombre y apellido, estado, día y lugar de su nacimiento, con otra porción de circunstancias y condiciones de su vida. Cánovas va dejando por esos libros de Dios, más o menos inmortales, sus gestas y fazañas. Juan Palomo y su pichona, leyó fray Gerundio en un puente de Burdeos; cosas por el estilo se leen en la Alhambra, en el campanario de la Giralda, y cosas por el estilo va escribiendo D. Antonio en todos los prologuitos de que se encarga.

A lo mejor nos dan los periódicos una noticia como esta: «La obra monumental del Sr. X… no se ha podido publicar todavía porque el Sr. Cánovas del Castillo se ha dignado escribir el prólogo, y le está dando la última mano».

Bien hace Cánovas en seguir las voces interiores de su vocación. Él nació para mandar en España cuando no se menea una rata, y para escribir tarde y mal y con mucha prisa (sabe Dios esto último) prólogos líricos. Jamás es tan poeta Cánovas como en estas prosaicas odas, donde con el natural desorden y la natural poca memoria que la oda requiere, por culpa del furor pimpleo, se olvida a los dos renglones, o al primero, del autor del libro, del asunto del libro y de cuanto Dios crió, y comienza a cantar las alabanzas del dios desconocido que lleva dentro de sí; y si no las alabanzas, sus hazañas, sus idas y venidas, sus vueltas y revueltas.

Sólo así se explica que a D. Antonio le salgan prólogos… en dos tomos que suman 740 páginas. Véase el libro titulado El Solitario y su tiempo, que, por confesión del autor, no es más que un prólogo a las obras de D. Serafín. Se quejaba Sainte-Beuve de Edmundo About porque escribía un libro para lo que bastaría una página. ¡Fuego de Dios! ¿qué diría si leyera los prólogos de Cánovas? —Lectura o lección, según Estébanez, de todo punto inverosímil, no sólo porque hace mucho que el autor de Volupté murió, sino porque si viviera se guardaría muy bien de leer prólogos de D. Antonio; que no todos los críticos extranjeros son unos Cherbuliez.

Si Cánovas no fuera prologuista de presente, apenas se podría hablar de él en cuanto literato. Historiador bueno o malo lo ha sido, y dice que lo va a ser, pero no lo es ahora; él mismo desdeña la historia que escribió, y de la futura no se puede hablar, a menos que se sea tan lince como La Época, la cual, para elogiar a su señor D. Antonio, no necesita que este haya abierto la boca ni cogido la pluma Lo de poeta ya hemos visto que no es cierto, y que sería crueldad pedirle cuentas por este concepto. Novelista… ni por el forro; tal vez ni pretensiones siquiera, a estas horas. Orador, en cuanto político, puramente utilitario, nada artístico. ¿Qué le queda a Cánovas en las letras actualmente? Nada más que eso, los prólogos.

Metámonos, pues, en harina.

El número de prefacios, por no decir siempre prólogos, que Cánovas ha escrito, es como el de las estrellas: no podría contarlo Abraham ni nadie.

Yo, en este instante, me acuerdo de los Siguientes:

Prólogo a D. Serafín, el tío, dos tomos.

Prólogo a las obras de Moreno Nieto.

Prólogo a las obras de Revilla.

Prólogo a una traducción de lord Byron.

Prólogo a un libro de D. Arcadio Roda.

 

Prólogo a Los poetas dramáticos contemporáneos, de Novo y Colson.

Todos estos prólogos tienen mucho que estudiar, y algunos mucho que reír, aun los que menos debieran dar ocasión a las carcajadas.

¿Cómo no reír, v. gr., cuando dice con motivo de Moreno Nieto, que… «Ayala había nacido extremeño y continuó siéndolo?». —No haga usted gatadas, me diría algún académico si leyera esto; copie usted todo lo que dice Cánovas sobre el particular. —Bueno, hombre, respondería yo; pues peor que peor. Y dice: «Ayala había nacido extremeño y continuó siéndolo, a pesar de las veleidades de la división territorial». Aparte de que una división territorial puede cambiar, pero no tener veleidades, de todos modos ha dicho el señor amo una tontería. Claro que si Ayala nació en tal lugar, continuará siendo del lugar de su nacimiento, pese a todas las veleidades del mundo. Y así viene a reconocerlo Cánovas, y la tontería está en advertir lo que de sabido se calla.

Pero dejo esta digresión y me llamo al orden por primera vez.

Empecemos por lo último, es decir, por el prólogo que se refiere al libro menos importante, el del Sr. Roda. Se trata de los oradores griegos y de los romanos. ¡Cosa rara! En los primeros renglones del prólogo parece que Cánovas no habla de sí mismo. ¡Error profundo!

La primera alusión es para D. Antonio… «Mientras que la inmodestia sirve de fácil escala para alcanzar cuanto hay». ¿Quién ha alcanzado aquí cuanto hay? Cánovas. ¿Quién es inmodesto como pocos? Cánovas. Las señas son mortales. Habla, pues, de sí mismo. En el renglón onceno, Cánovas aparece en todo su esplendor, sin tapujos retóricos.

«Conocile yo (¡siempre él!) en el punto y hora (¡qué castizo y qué cronométrico!) de dar a luz una traducción de Demóstenes…». ¿Quién estaba ahí puesto a parir, D. Antonio? ¿Quién había traducido a Demóstenes? Según la gramática, yo, es decir, Cánovas.

Después viene un «que pretendía dedicarme», que si se tratara de otro yo, podría dejar clara la cuestión, pues nadie se dedica libros a sí mismo; pero tratándose de Cánovas, todo es posible.

«Dejándome llevar en aquella sazón de mis bien conocidas aficiones»…

¡Las aficiones de Cánovas! ¿Quién habla de otra cosa? Por supuesto, aquella sazón no era sazón ni Dios que lo fundó, era el punto y hora de marras. ¿Qué diría Cánovas si las palabras de los sinópticos, In illo tempore…, dixit Jesus discipulis suis, se tradujeran, v. gr.: «En aquella sazón, dijo Jesús a sus discípulos»? Pues es  igual. Hay sazón cuando la hay, pero no de sazón.

«Pronunció allí ocho discursos sobre los grandes oradores griegos y las extraordinarias circunstancias políticas y militares (¡circunstancias militares, bendito Dios!) que inspiraron sus arengas, bastantes para dar buen concepto a cualquier hombre de letras…».

¡Ya lo creo! para sí quisiera usted las arengas de los grandes oradores griegos. Qué, ¿no es eso? ¿No se refiere a las arengas griegas, sino a los discursos de Roda? Pues hijo, decirlo. Aquí no hay estrambote que explique la anfibología, ni mal siquiera.

A estas alturas, el Sr. Cánovas ya ha tomado vuelo y habla de sí propio como un libro, y se mezcla con todo lo creado, especialmente la política actual, el Parlamento, la oratoria parlamentaria… Del Sr. Roda ya no había más que a veces, por alusión lejana, y tomándole por mingo, aunque sea mala comparación.

Por lo demás, sea por ignorancia o por mala voluntad, Cánovas, con ocasión de los oradores griegos, no habla palabra de estos señores; en cuanto a citas, Cormenin y M. Perignan. ¿Y doctrina? aquello de que la escultura es el arte de Grecia y que la elocuencia era allí escultural… y nada más; después, vuelta a los Cuerpos Colegisladores y a lo mal que anda la patria (a la sazón, Cánovas no era ministro). No hay cosa más pobre, más triste, más vulgar, que los tres o cuatro párrafos que en un prólogo tan largo dedica el prologuista a hablar de la elocuencia griega. ¡Y él es orador y se las echa de filólogo y de clásico!

Antes de concluir con este asunto, copio esto: «… Ni los signos ortográficos, ni la puntuación más esmerada bastan para distribuir bien las frases (en los párrafos muy largos)». —¿Conque… ni los signos ortográficos ni la puntuación? Y la puntuación, ¿qué es si no es signo ortográfico? Coja usted la gramática, ábrala por el índice, no pasemos del índice. Pág. 418 (última edición) dice: Parte cuarta: Ortografía. —Cap. IV. De los signos de puntuación», y no habla de más signos que estos. Signos de puntuación, ya lo oye usted, y en la Ortografía…

Por lo demás, es claro que la puntuación no sirve para distribuir bien las frases en los períodos largos o cortos; este trabajo ha de tomársele el escritor, las frases son incumbencia del que escribe; los pobres signos sólo sirven para señalar, es claro, ello mismo lo dice; y bastante hacen. Ahora me explico yo cómo Cánovas es tan laberíntico en sus parrafadas. Justo; les deja a los signos ortográficos, y en su defecto a la puntuación, que distribuyan las frases (como él dice), y así sale ello.

 

Pero salgamos de este prólogo, que no merece tanta conversación.

Del prólogo a las obras de Moreno Nieto ya se ha dicho en otro lugar bastante, considerando el tal documento como discurso, que fue primero, para ser prólogo después. En efecto, los partos del ingenio monstruoso lo mismo sirven para un barrido que para un fregado.

Por supuesto, que aquí empieza Cánovas, como siempre, hablando de sí propio, y esta es mi tesis principal. Comienza reclamando para sí la pena mayor por la muerte de Moreno Nieto, y después de pocos renglones viene a decirnos que él piensa sobrevivir a todos sus contemporáneos; sobrevivir aquí en la tierra, entiéndase, vivo de veras, no ya en la fama, que de eso no hay que hablar siquiera.

Habla del hueco que van dejando los coetáneos difuntos, y dice: «Hueco que anuncia la soledad pavorosa en que hemos de llegar los más felices (por si acaso, solo y todo se tiene por feliz, ¡ya lo creo!) al fatal término de la jornada». Por donde se ve que Cánovas, como San Juan, el discípulo amado, cree tener alguna promesa de llegar a muy viejo. Y es claro que lo más del tiempo pensará gastarlo en ser presidente del Consejo de ministros. ¡Bonito porvenir!

Ahora oigan ustedes esto.

 

«Ayer, señores, o casi ayer (bueno, anteayer), desapareció Selgas, y algo antes desapareció Ayala también. Pertenecían todos tres a la generación que empieza a dispensarse, (será errata, querrá decir dispersarse; pero tampoco así está bien, ni medio bien. Morirse no es dispersarse. Y dispensarse, por si no es errata, mucho menos).

»Los tres eran purísimas glorias de ella, y lejos de estorbarse en la vida (¿por que habían de estorbarse, santo varón? ¿Cree usted que todos son como usted, que hasta les tiene envidia a los apóstoles por las muchas lenguas que sabían, siendo así que usted no sabe casi ninguna?), lejos de estorbarse en la vida se sumaban, más bien, y completaban; valían tanto los tres en suma (claro, en suma, si se sumaban…), que quizá a un tiempo (ahora va lo gordo), que quizá a un tiempo mayores no los ha producido ninguna generación en nuestra patria».

 

El que prueba demasiado no prueba nada; y acaso Cánovas prueba demasiado a propósito. Mucho, muchísimo valió Moreno Nieto; también, valió mucho Ayala…; pero en el siglo de oro, y en otros varios, han vivido a un tiempo, como usted dice, algunos varones de fama universal y españoles que, sin ofender a nadie, se puede asegurar que tienen y merecen aún más gloria que Moreno Nieto y Ayala. Y lo mismo digo de nuestro tiempo y del próximo pasado.

En cuanto a Selgas…, en fin, ha muerto, y no tiene él la culpa de que Cánovas le ponga en ridículo sacándole del modesto lugar que ocupa en la historia de nuestras letras.

Cánovas abandona a Selgas, en mal hora traído a colación, y sigue apreciando a Moreno Nieto y Ayala, que eran muy amigos, en efecto, pero que en nada se parecían más que en ser extremeños… y en continuar siéndolo, como dice Cánovas.

Mas no sólo por motivos geográficos y razones extremeñas hace semejante paralelo el prologuista. Él va a lo que va. No se me diga, Cánovas en esto de rebajar a los que cree rivales es sistemático. Moreno Nieto era orador, orador insigne, de los primeros de España. Revilla era también insigne orador, de los primeros en los debates académicos…; pues ya verán ustedes cómo rebaja esta gloria Cánovas en Revilla, y vean cómo la rebaja ahora mismo en Moreno. ¡Lo que él sabe!

Lo que cuesta trabajo aquí es seguir hablando en tono de broma y sin indignarse.

«Lo propio Moreno Nieto que Ayala eran grandes oradores».

¿Ayala grande orador? Ayala era buen poeta; escribió una comedia, Consuelo, que es acaso la mejor entre las modernas españolas; escribió  otras muy dignas de elogio, como El tanto por ciento, y dejó además excelentes poesías líricas, algunas dignas de ser modelo por la hermosura y trasparencia de la forma; pero Ayala no fue orador ni tuvo pretensiones de tal. Hablaba bien las pocas veces que hablaba, y en alguna ocasión, en pocas palabras, dijo cosas muy tiernas, que, amén de serlo, tenían que impresionar vivamente a multitud de monárquicos bien alimentados. Pero Ayala no era un orador en el sentido en que lo son Galiano, Castelar, Martos… varios otros, y el mismo Moreno Nieto. Presentar a Ayala, en cuanto orador, a la altura de Moreno Nieto, es rebajar a Moreno Nieto. Como sería rebajar a Ayala decir que Moreno Nieto hacía tan buenos versos como él.

Semejantes paralelos, o mejor, paralelas, le sirven a Cánovas para hacer planchas y levantarse dos cuartas sobre el suelo a fuerza de puños y mala intención.

Luego sigue hablando de Moreno Nieto desde el punto de vista, o bajo el punto de vista, que él escribe, de sus relaciones con el umbiliculum terræ, con el centro de la tierra, y aun del universo, o sea D. Antonio. No sigue la biografía de Moreno Nieto por el orden que señala la vida de este, sino por el que señala la vida del Sr. Cánovas. Por lo cual tiene ocasión de decirnos que un Sr. Alix, muy amigo de Cánovas,  hizo oposición a la cátedra de árabe de Toledo, y que D. Antonio de buena gana se la hubiera dado. Sí, sí, ya le conocemos a usted las mañas. Si usted hubiera podido entonces lo que pudo después, le hubiera quitado la cátedra al primer lugar, Moreno Nieto, para dársela a su amigo. Conocemos el sistema. Más adelante viene a decir que Moreno Nieto no tenía bastante paciencia para seguir estudiando de veras árabe, y que se consagró a la filología bajo su aspecto filosófico—histórico y bajo su aspecto puramente histórico. Estos dos bajos sólo sirven para que se estrelle en ellos la Gramática de la Academia. Y si no, consúltelo usted. Con esto de la Gramática y de los Académicos debe de pasar algo parecido a lo que sucede con el Derecho sagrado de la India y sus brahamanes. La Academia vela por la pureza del idioma…; pero cuando se trata de los académicos levanta el brazo, porque tolera todos sus solecismos y barbarismos y sigue llamándolos ilustres y tomándoles el voto para decidir de la suerte del idioma. A un criterio semejante obedece el llamado Código de Manú, cuando añade a la prohibición de la ley de Narada respecto al falso juramento: «Cuando se trata… de salvar a un brahmán, no es pecado mortal jurar en falso». Cánovas falta a todas horas y en todas partes a las reglas de la Academia, y sigue siendo el amo de la casa y de la docta corporación.

Pero vamos a otro prólogo, que es tarde y hay prisa.

Con Revilla se ha portado Cánovas peor todavía que con Moreno Nieto. A lo menos a este le conocía, le había oído hablar a veces; y aparte de la mala intención del biógrafo y su carencia de facultades para juzgar el corazón y la cabeza de D. José, algo podía decir de provecho, algo que tuviese parte de verdad.

Pero a Revilla ni lo había oído, ni le había visto, ni jamás había pensado en él, como el mismo Cánovas viene a confesar en buenas palabras. Si distancia inmensa hay entre un Moreno Nieto y un Cánovas, no la hay menos entre este y un Revilla. Cánovas y Moreno Nieto no se podían entender, Cánovas y Revilla tampoco.

Así es que si D. Antonio hubiera querido hacer un favor a la memoria del crítico y a la viuda de Revilla, se hubiese limitado a decir que no conocía al difunto lo suficiente para juzgarle. Pero el prólogo, si hace caso de él la posteridad, enseñará a los venideros un Revilla completamente falsificado. Afortunadamente, en la biografía escrita por el profundo y sagaz filósofo D. Urbano González Serrano, en otros documentos por el estilo, y sobre todo en las mismas obras del crítico, queda la imagen de éste fiel al original, aunque nada más que hasta donde frías letras de molde pueden conservar el espíritu de un hombre eminente, cuando este hombre, a más de escritor, fue orador como pocos, orador sobre todo, y, por desgracia, orador cuyos títulos mejores de gloria se han perdido, pues sus discursos no se conservan.

Pues bien; el Sr. Cánovas, que es de quien aquí se trata, no hizo lo que debía, sino que se metió a escribir un prólogo largo, echándolo todo a barato. Las dos afirmaciones más absurdas del tal prólogo son estas: que Revilla, como orador, no llegó a la madurez, ni valió tanto en este concepto como en el de crítico; segunda afirmación disparatada, que donde mejor podemos conocer a Revilla es en sus poesías Dudas y tristezas, que es, según D. Antonio, «lo que nos hace penetrar más adentro en su espíritu». «Yo pienso (copio) que no hay más puro y dulce amor que el que allí muestra hacia su joven y amante mujer». Aparte de que eso está muy mal escrito, es una… una necedad, ¿por qué no decirlo? ¡Recomendar a un crítico notable, a un orador insigne, por el amor que tuvo a su mujer! Eso no es un mérito literario, Sr. Cánovas; ni Revilla es de los autores que necesitan ser alabados por sus buenas condiciones de jefe de familia.

Buena cosa es que el Sr. Cánovas cuando tiene que elogiar a otros, siempre cambia las cosas;  y a un gran poeta como Ayala, le alaba por orador como Revilla, le alaba por poeta.

¿No podría la malicia ver en este prurito algo peor que la natural tendencia de D. Antonio a decir las cosas al revés?

Empieza el Sr. Cánovas pintando a Revilla como un ambicioso de melodrama, consumido por la fiebre de las grandezas, siquiera fuesen espirituales. Era Revilla hombre tranquilo, y no tenía tal fiebre, ni la ambición absurda y ridícula de querer saberlo todo. Estaba muy por encima su espíritu de esos lirismos filosóficos en que un hombre hace como que revienta de aburrido si no le dan la solución de los grandes problemas, etc., etc. Justamente porque algunas de las poesías contenidas en Dudas y tristezas participan de ese lirismo convencional, alma del autor, el cual, si se consagraba con gran ardor al estudio y con seriedad a la meditación filosófica, no lo hacía con ese amaneramiento romántico que Cánovas quiere atribuirle.

Como no podía menos, a las pocas páginas del prólogo, Cánovas se mete en escena, y nada menos que para representar el papel de dios Pan.

«No nos tropezamos, dice, en la vida él y yo sino una vez sola (ya verá el lector que no hubo tal tropiezo ni tropezón), que fue allá en los comienzos del reinado de D. Alfonso XII, cuando un tribunal de oposiciones le dio el primer lugar en la terna (a Revilla, no a D. Alfonso XII), formada para proveer la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid. Pudiera aquel Gobierno, presidido por mí, en uso de su derecho, a la sazón indisputable, vacilar (¿el derecho de vacilar? ¿qué derecho es ese? por lo visto llama Cánovas vacilar a quitarle a un primer lugar su cátedra. Dígalo yo, uno de los vacilados por el conde de Toreno); mas no vaciló un punto, y en circunstancias todavía bien críticas (¿críticas también para la literatura dinástica? ¡qué valor de hombre! ¡darle una cátedra a Revilla, y de literatura, en circunstancias todavía críticas! no le hay como él, como Cánovas), aconsejé yo mismo su nombramiento».

Lo gracioso es que, si no recuerdo mal, en las tales oposiciones no quedó más opositor que Revilla; es decir, que no fue el primer lugar solo, sino el primero y el único. ¡Oh magnanimidad de Cánovas! ¡Darle la cátedra al único propuesto! Y aunque fuera el primero y hubiera más, ¡vaya un favor para recordado, y vaya una delicadeza el recordarlo en tal ocasión, aunque fuera un favor!

Por lo demás, el Sr. Cánovas añade que le dio la cátedra porque, aunque era Revilla republicano  fogoso (¿a qué había de ser fogoso?), nada tienen entre sí que ver la literatura o la ciencia por oficio y para todos profesada, y la preferencia individual respecto a forma de gobierno. ¡Hola! ¡hola! Bonita confesión; y entonces, siendo así, ¿por qué se postergó a tantos primeros lugares y se persiguió a tantos catedráticos que no hacían más que profesar para todos la ciencia? ¿Es que una cátedra de farmacia tiene más relaciones que la literatura con la forma de gobierno? Pero, en fin, todo esto ya es viejo y no importa a mi asunto. Allá se las hayan Cánovas con su conciencia y Toreno con su abdomen.

Como si la tarea que se le había encomendado fuera disculpar a Revilla ante los fanáticos católicos, procura D. Antonio encontrar un resquicio por donde salvar al famoso crítico librepensador y francamente positivista, de la nota de descreído. ¿Con qué derecho se atreve el Sr. Cánovas a emprender estos juegos de funambulismo en materia tan delicada?

Era Revilla, y fue siempre, librepensador, y claramente partidario de la ciencia positiva, sin admitir en ella elementos metafísicos; y sea lo que quiera de este modo de pensar, como lo había adquirido por espontánea reflexión con pura conciencia, no hay para qué ocultarlo como si fuese pecado. ¿Cree el Sr. Cánovas que Revilla  necesita estos ripios, estos fingimientos y sensiblerías adocenadas de que se compone el crédito filosófico de D. Antonio?

Siento mucho que la necesidad de llegar ya al fin de este folleto no me consienta examinar más despacio este prólogo, donde Cánovas pretende en vano penetrar en un espíritu tan diferente del suyo.

Sólo con ver lo que dice para negar que Revilla fuese ya un maestro en la oratoria, tendríamos para rato y para reír a mandíbula batiente. ¡Ah, Sr. Cánovas! Era mucho mejor orador que usted; académico, es claro: ¿qué otra cosa había de ser? Lo único que le faltó para orador político fue… ser diputado. ¡Y qué cosas le hubiera dicho a usted en las Cortes si se hubieran tropezado, como usted dice, allí también! Figurémonos que un día, irritado usted por algún epigrama de Revilla, le echaba en cara el favorcillo ese de que había en el prólogo, el de no vacilar en darle la cátedra. ¡Virgen Santísima, las cosas que hubiera usted oído!

——

Todavía faltan varios prólogos (tres por lo menos) y otras muchas materias; no le conviene al editor que este folleto sea de doble volumen del que tendrá dejándolo aquí, y por consiguiente,  necesitando yo bastantes páginas para concluir, me veo en el triste deber de dejar cortada la tela y en suspenso este análisis psicológico—literario del Sr. Cánovas y de su tiempo.

Por cierto que de su tiempo apenas he dicho nada. En rigor, lo único que habría que decir es que su tiempo no es tan bobo como Cánovas se figura, y que no las traga como ruedas de molino. Pero ya que he de emplear otro folleto en este ingrato asunto, allí compararé al monstruo con sus súbditos; quiero decir, con todos nosotros y hasta con los extranjeros. Perdonen ustedes si por los motivos indicados, Cánovas y su tiempo se ha partido en dos. Acaso no será la segunda parte de este folleto la materia del próximo, porque tanto Cánovas seguido aburre, y hay asuntos de actualidad que nos están llamando, v. gr., Los Pazos de Ulloa, muy hermosa novela de Emilia Pardo Bazán, y la famosa cuestión de Miguel Escalada y los Académicos, que tiene más importancia de la que pueden darle, para la malicia, las tristes personalidades.

De todas suertes, prometo a mis lectores que sea inmediatamente o no, la segunda parte de Cánovas y su tiempo, se publicará. ¡Ya lo creo que se publicará!

— XI —

Dos cartas

 

Escrito lo anterior, recibo una carta de un amigo que ha visto en Madrid las pruebas de este folleto, y me dice:

«Amigo Clarín: He leído gran parte de tu Cánovas, y aunque estamos conformes en el fondo, me parece que en la forma te has extralimitado. El que prueba demasiado, no prueba nada. Empiezas bien, reconociendo que Cánovas es un hombre capaz de continuar siéndolo, a pesar de presidir tantos ministerios; pero después se te va la burra, como suele decirse, y no sólo te apasionas y rebajas su verdadero mérito (el de Cánovas, no el de la burra), sino que a veces te sales de la literatura y vienes a llamarle poco delicado, y mal amigo, y mal intencionado, y cruel y tirano, con otra porción de cosas feas que, por lo menos, están fuera de su sitio. ¿Qué adelantas con tratar a Cánovas así? Nadie te creerá; a él, si lee tu folleto, le darás una mortificación que, por pequeña que sea, es cruel por lo inútil, y a ti mismo te expones a que te    quiera mal, y cuando pueda te perjudique, un hombre de grandísima influencia…».

A esta carta he contestado yo con esta otra:

«Amigo Fulano: Es difícil, tratándose de Cánovas, separar su literatura de sus buenas o malas intenciones; porque él, como literato apenas tiene más que la intención, mala o buena. Siempre he huido, al atacar a un escritor, de personalidades ajenas a sus escritos o a su talento; si ahora no lo he conseguido, culpa, no a mi voluntad, sino a la torpeza de mi ingenio y a lo enmarañado de las letras canovísticas. Separar a Cánovas literato de Cánovas monstruo, es casi imposible, y además no se debe hacer, aunque se pueda, si se quiere conservarle toda su originalidad. Lo dicho, dicho está, pues. Pero advirtiendo que reconozco en D. Antonio ciertas buenas cualidades morales, de que no hablé antes porque no venían a cuento. Porque una de ellas viene ahora, hablo de ella. Supones tú que puede Cánovas leer este folleto y sentir mortificación y procurarme algún disgusto. Nada de eso. Ni Cánovas leerá este folleto, ni, caso de leerlo, sentiría el más leve rasguño, ni caso de sentirlo, me procuraría el menor disgusto. No le conoces. Cada cosa en su sitio. D. Antonio, suponiendo que sepa de mi humilde existencia, me despreciará altamente, como dice La Época; además, él no lee papeluchos de gacetilleros; y por último, ha dado pruebas siempre de no perseguir a los que personalmente le atacan, si se contienen en los límites en que yo me contengo.

Y viniendo a lo más importante, te digo que, o no has entendido mi folleto, o haces como que no lo entiendes. ¿Que pruebo demasiado y por tanto nada? ¿Que rebajo el mérito de Cánovas? No lo creas. Todo es cuestión de medida. Cuenta Odisse—Barot en sus Cartas sobre Filosofía de la Historia, que cierto monsieur, no sé cuántos, una especie de D. Manuel Barzanallana francés, tenía la manía de medir todos los monumentos públicos que visitaba, y las plazas, los paseos, las montañas, las calles, etc., etc.; en fin, la manía del marqués que suele presidir el Senado. Pero es el caso que el buen burgués medía catedrales, estatuas, castillos, teatros, etcétera, etcétera, con su paraguas; y así, decía: «la torre de la catedral de Strasburgo tiene tantos cientos de paraguas; y tantas docenas de paraguas hay desde el Capitolio hasta la roca Tarpeya, por ejemplo».

Pues los admiradores de Cánovas son como el franchute del cuento; como él, miden a su hombre con el paraguas, y resulta que es un monumento de muchos paraguas cuadrados.

Pero yo, como veo que Cánovas se tiene y los suyos le tienen por una octava maravilla, por  algo así parecido al faro de Alejandría o a las Pirámides de Egipto, le mido como Herodoto medía la torre de Belo y otros monumentos babilónicos; le mido… por estadios.

Y Cánovas, amigo mío, tendrá todos los cientos de paraguas de Barzanallana que se quiera; pero lo que es estadios, no mide ni siquiera uno.

Y ya que hablo de sus dimensiones, diré, para terminar, que es estrecho, y mucho más largo que profundo.
FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

De la Comisión…

— I —

Él lo niega en absoluto; pero no por eso es menos cierto. Sí, por los años de 1840 a 50 hizo versos, imitó a Zorrilla como un condenado y puso mano a la obra temeraria (llevada a término feliz más tarde por un señor Albornoz) de continuar y dar finiquito a El diablo Mundo, de Espronceda.

Pero nada de esto deben saber los hijos de Pastrana y Rodríguez, que es nuestro héroe. Fue poeta, es verdad; pero el mundo no lo sabe, no debe saberlo.

A los diecisiete años comienza en realidad su gloriosa carrera este favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En esa edad de las ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento de su valle natal, como dice La Correspondencia cuando habla de los poetas y del lugar de su nacimiento.

Lo vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.

El primer trabajo serio que llevó a glorioso remate aquel funcionario público fue la redacción de un oficio en que el alcalde Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la Guardia Civil para ayudarle a hacer las elecciones. El oficio de Pastrana anduvo en manos y en lenguas de todos los notables del lugar. El maestro de escuela nada tuvo que oponer a la gallarda letra bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fue quien se atrevió a sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer se escribiera con h, pues con h se escribe hoy; pero Pastrana le derrotó, advirtiendo que, según esa filosofía, también debiera escribirse mañana con h.

El boticario no volvió a levantar cabeza, y Perico Pastrana no tardó un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con sueldo. Con tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en la capital. El señor Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la Alcaldía, no se dio por ofendido; comprendió que la levita del señor secretario era una prenda que estaba muy por encima de sus tijeras. Cuando en la fiesta del Sacramento vio Pespunte a Pedro Pastrana lucir la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es verdad, pero no llevaba la levita, exclamó con tono profético:

—¡Ese muchacho subirá mucho! —y señalaba a las nubes.

Pastrana pensaba lo mismo; pero su pensamiento iba mucho más allá de lo que podía sospechar aquel alguacil, que no sabía leer ni escribir, e ignoraba, por consiguiente, lo que enseñan libros y periódicos a la ambición de un secretario de Ayuntamiento.

Toda la poesía que antes le llenaba el pecho y le hacía emborronar tanto papel de barba, se había convertido en una inextinguible sed de mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda; pero lo amaba por su cuenta y razón, a beneficio de inventario. Como era secretario del Ayuntamiento, conocía al dedillo toda la propiedad territorial del Concejo, y no se le escapaban las ocultaciones de riqueza inmueble. Así como el divino Homero, en el canto II de su Ilíada, enumera y describe el contingente, procedencia y cualidades de los ejércitos de griegos y troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el debe y haber de todos y cada uno de los vecinos de Villaconducho.

Era un catastro semoviente. Su fantasía estaba llena de foros y subforos, de arrendamientos y enfiteusis, de anotaciones preventivas, embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la Propiedad, a quien ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria los libros del Registro. Salía Perico a los campos a comulgar con la madre Naturaleza. Pero verán mis lectores cómo comulgaba Pastrana con la Naturaleza: él no veía la cinta de plata que partía en dos la vega verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos castaños que trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era a sus ojos palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües (pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana), pingües productos al marqués de Pozos-Hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de pescar a bragas enjuntas las truchas y salmones que a la sombra de aquellas peñas y enramadas buscaban mentida paz y engañoso albergue en las cuevas de los remansos. Al correr de las linfas cristalinas, fija la mirada sobre las hondas, meditaba Pastrana, pensando, no que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, sino en el valor en venta de los salmones que en un año con otro pescaba el marqués de Pozos-Hondos. «¡Es un abuso!», exclamaba, dejando a las auras un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un maquiavélico proyecto, que más tarde puso en práctica, como sabrá el que leyere.

Las sendas y trochas que por montes y prados descendían en caprichosos giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino servidumbre de paso; los setos de zarzamora, madreselva y espino de olor, donde vivían tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora y música triste de la melancólica tarde a la hora del ocaso, teníalos Pastrana por lindes de las respectivas fincas, y nada más; y, sonría maliciosamente contemplando aquella seve de Paco Antúnez, que antaño estaba metida en un puño, lejos de los mansos del cura un buen trecho, y que hogaño, desde que mandaban los liberales, andaba, andaba como si tuviera pies, prado arriba, prado arriba, amenazando meterse en el campo, de la iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral. Cada monte, cada prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban, en el plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega, mirábala el secretario abrumada bajó el enorme peso de una hipoteca y próxima a ser pasto de voraz concurso de acreedores; el soto del marqués (¡siempre el marqués!), donde crecían en inmenso espacio millares de gigantes de madera, entre cuyos pies corrían, no los gnomos de la fábula, sino conejos muy bien criados, antojábasele a Pastrana misterioso personaje que viajaba de incógnito, porque el tal soto no tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del Estado.

De esta suerte discurría nuestro hombre por aquellos cerros y vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los romanos, midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que también sabía considerar Pastrana era el de la riqueza territorial en cuanto materia imponible; él, que manejaba todos los papeles del Ayuntamiento, sabía, en cierta topografía rentística que llevaba grabada en la cabeza, cuáles eran los altos y bajos del terreno que a sus ojos se extendía, ante la consideración del Fisco. Aquel altozano de la vega pagaba al Estado mucho menos que el pradico de la Solana, metido de patas en el río; por lo cual estaba, según Pastrana, el pradico mucho más alto sobre el nivel de la contribución que el erguido cerro que era del marqués de Pozos-Hondos, y por eso pagaba menos. Por este tenor, la imaginación de Pastrana convertía el monte en llano, y el llano en monte, y observaba que eran los pobres los que tenían sus pegujares por las nubes, mientras los ricos influyentes tenían bajo tierra sus dominios, según lo poco y mal que contribuían a las cargas del Estado.

Estas observaciones no hicieron de Pastrana un filántropo, ni un socialista, ni un demagogo, sino que le hicieron abrir el ojo para lo que se verá en el capítulo siguiente.

— II —

Pastrana no daba puntada sin hilo. Aquellos paseos por los campos y los montes dieron más tarde óptimo fruto a nuestro héroe. Era necesario, se decía, sacar partido (su frase favorita) de todas aquellas irregularidades administrativas. El salmón fue ante todo el objetivo de sus maquinaciones. Varios días se le vio trabajar asiduamente en el archivo del Ayuntamiento. Pespunte le ayudaba a revolver legajos, a atar y desatar y a limpiar de polvo, ya que de paja no era posible, los papelotes del Municipio. Ocho días duró aquel trabajo de erudición concejil. Otros ocho anduvo registrando, escrituras y copiando matrices en los protocolos notariales, merced a la benévola protección que le otorgaba el señor Litispendencia, escribano del pueblo. Después… Pespunte no vio en quince días a Pedro Pastrana. Se había encerrado en su casa—habitación, como decía Pespunte, y allí se pasó dos semanas sin levantar cabeza.

En la Secretaría se le echaba de menos; pero el alcalde, que profesaba también profundo respeto a los planes y trabajos del secretario, no se dio por entendido, y suplió como pudo la presencia de Pastrana. En fin, un domingo, Pedro se presentó en público de levita, oyó misa mayor y se dirigió a casa del alcalde: iba a pedirle una licencia de pocos días para ir a la capital de la provincia. ¿A qué? Ni lo preguntó el alcalde, ni Pespunte se atrevió a procurar adivinarlo. Pastrana tomó asiento en el cupé de la diligencia que pasaba por Villaconducho a las cuatro de la tarde.

El resultado de aquel viaje fue el siguiente: un opúsculo de 160 páginas en 4º mayor, letra del 8, intitulalo Apuntes para la historia del privilegio de la pesca del salmón en el río Sele, en los Pozos-Oscuros del Ayuntamiento de Villuconducho, que disfruta en la actualidad el excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos (Primera parte), por don Pedro Pastrana Rodríguez, secretario de dicho Ayuntamiento de Villaconducho.

Sí; así se llamaba la primera obra literaria de aquel Pastrana que andando el tiempo había de escribirlas inmortales, o poco menos, no ya tratando el asunto, al fin baladí, de la pesca del salmón, sino otros tan interesantes como el de La caza y la veda, la ocultación de la riqueza territorial, Fuentes o raíces de este abuso, Cómo se pueden cegar o extirpar estas fuentes o raíces.

Pero volviendo al opúsculo piscatorio, diremos que produjo una revolución en Villaconducho, revolución que hubo de trascender a los habitantes de Pozos-Oscuros, queremos decir a los salmones, que en adelante decidieron dejarse pescar con cuenta y razón, esto es, siempre y cuando que el privilegio de Pozos-Hondos resultase claro como el agua de Pozos-Oscuros: fundado en derecho. ¿La estaba? ¡Ah! Esto era la gran cuestión, que Pastrana se guardó muy bien de resolver en la primera parte de su trabajo. En ella se suscitaban pavorosas dudas histórico-jurídicas acerca de la legitimidad de aquella renta pingüe —pingüe decía el texto— de que gozaba la casa de Pozos-Hondos; en la sección del libro titulada «Piezas justificantes», en la cual había echado el resto de su erudición municipal el autor, había acumulado argumentos poderosos en pro y en contra del privilegio; «la imparcialidad, decía una nota, nos obliga, a fuer de verídicos historiadores y según el conocido consejo de Tácito, a ser atrevidos lo bastante para no callar nada de cuanto debe decirse, pero también a no decir nada que no sea probado. Suspendemos nuestro juicio por ahora; ésta es la exposición histórica; en la segunda parte, que será la síntesis, diremos, al fin, nuestra opinión, declarando paladinamente cómo entendemos nosotros que debe resolverse este problema jurídico-administrativo-histórico del privilegio del Sele en Villaconducho, como le denominan antiguos tratadistas».

El marqués de Pozos-Hondos, que se comía los salmones del Sele en Madrid, en compañía de una bailarina del Real, capaz de tragarse el río, cuanto más los salmones, convertidos en billetes de Banco; el marqués tuvo noticia del folleto y del efecto que estaba causando en su distrito (pues además de salmones tenía electores en Villaconducho). Primero se fue derecho al ministro a reclamar justicia; quería que el secretario fuese destituido por atreverse a poner en tela de juicio un privilegio señorial del más adicto de los diputados ministeriales; y, por añadidura, pedía el secuestro de la edición del folleto, que él no había leído, pero que contendría ataques directos o indirectos a las instituciones.

El ministro escribió al gobernador, el gobernador al alcalde y el alcalde llamó a su casa al secretario para que… redactase la carta con que quería contestar al gobernador, para que éste se entendiera con el ministro. Ocho días después, el ministro le decía al diputado: «Amigo mío, ha visto usted las cosas como no son, y no es posible satisfacer sus deseos; el secretario es excelente hombre, excelente funcionario y excelentísimo ministerial; el folleto no es subversivo, ni siquiera irrespetuoso respecto de sus salmones de usted; hoy lo recibirá usted por correo, y si lo lee, se convencerá de ello. Gobernar es transigir, y pescar viene a ser como gobernar, de modo que lo mejor será que usted reparta los salmones con ese secretario, que está dispuesto a entenderse con usted. En cuanto a destituirlo, no hay que pensar en ello; su popularidad en Villaconducho crece como la espuma, y sería peligrosa toda medida contra ese funcionario…»

Esto de la popularidad era muy cierto. Los vecinos de Villaconducho veían con muy malos ojos que todos los salmones del río cayesen en las máquinas endiabladas del marqués; pero, como suele decirse, nadie se atrevía a echar la liebre. Así es que cuando se leyó y comentó el folleto de don Pedro Pastrana y Rodríguez, la fama de éste no tuvo rival en todo el Concejo, y, muy especialmente, adquirió amigos y simpatías entre los exaltados. Los exaltados eran el médico, el albéitar, Cosme, licenciado del ejército; Ginés, el cómico retirado, y varios zagalones del pueblo, no todos tan ocupados como fuera menester.

Pespunte, que también tenía ideas (él así las llamaba) un tanto calientes, les decía a los demócratas, para inter nos, que el chico era de los suyos, y que tenía una intención atroz, y que ello diría, porque para las ocasiones son los hombres, y «obras son amores, y no buenas razones», y que detrás de lo del privilegio vendrían otras más gordas, y, en fin, que dejasen al chico, que amanecería Dios y medraríamos. Pastrana dejaba que rodase la bola; no se desvanecía con sus triunfos, y no quería más que sacar partido de todo aquello. Si los exaltados le sonreían y halagaban, no los respondía a coces, ni mucho menos, pero tampoco soltaba prenda; y le bastaba para mantener su benévola inclinación y curiosidad oficiosa, con hacerse el misterioso y reservado, y para esto le ayudaba no poco la levita de gran señor, que ahora le estaba como nunca. Pero, ¡ay!, pese a los cálculos optimistas de Pespunte, no iba por allí el agua del molino, los exaltados y sus favores no eran, en los planes de Pastrana, más que el cebo, y el pez que había de tragarlo no andaba por allí; de él se había de saber por el correo.

Y, en efecto: una mañana recibió el secretario una carta, cuyo sobre ostentaba el sello del Congreso de los Diputados. Era una carta del señor del privilegio, era lo que esperaba Pastrana desde el primer día que había contemplado desde Puentemayor correr las aguas en remolino hacia aquel remanso donde las sombras del monte y del castañar oscurecían la superficie del Sele. El marqués capitulaba y ofrecía al activo y erudito cronista de sus privilegios señoriales su amistad e influencia; era necesario que en este país, donde el talento sucumbe por falta de protección, los poderosos tendieran la mano a los hombres de mérito. En su consecuencia, el marqués se ofrecía a pagar todos los gastos de publicación que ocasionara la segunda parte de la Historia del privilegio de pesca, y en adelante esperaba tener un amigo particular y político en quien tan respetuosamente había tratado la arriesgada materia de sus derechos señoriales. Pastrana contestó al marqués con la finura del mundo, asegurándole que siempre había creído en los sólidos títulos de su propiedad sobre los salmones de Pozos-Oscuros, los cuales salmones llevaban en su dorada librea, como los peces del Mediterráneo llevan las barras de Aragón, las armas de Pozos-Hondos, que son escamas en campo de oro. De paso manifestaba respetuosamente al señor marqués que el soto grande estaba muy mal administrado, que en él hacían leña todos los vecinos, y que si se trataba de evitarlo, era preciso hacerlo de modo que no se enterase la Administración de la falta de existencia económico-civil-rentística del soto, finca anónima en lo que toca a las relaciones con el Fisco. El marqués, que algunas veces había oído en el Congreso hablar de este galimatías, sacó en limpio que el secretario sabía que el soto grande no pagaba contribución. Nueva carta del marqués, nuevos ofrecimientos, réplica de Pastrana diciendo que él era un pozo tan hondo como el mismísimo Pozos-Hondos, y que ni del soto ni de otras heredades, que en no menos anómala situación poseía el marqués, diría él palabra que pudiese comprometer los sagrados intereses de tan antigua y privilegiada casa. Pocos meses después, los exaltados decían pestes de Pastrana, a quien el marqués de Pozos-Hondos hacía administrador general de sus bienes raíces y muebles en Villaconducho, aunque a nombre de su señor padre, porque Pedro no tenía edad suficiente para desempeñar sin estorbos de formalidades legales tan elevado cargo.

Y en esto se disolvieron las Cortes, y se anunciaron nuevas elecciones generales. Por cierto que cuando leyó esta noticia en la Gaceta estaba Pastrana entresacando pinos en «La Grandota», otra finca que no tenía relaciones con el Fisco; entresaca útil, en primer lugar, para los pinos supervivientes, como los llamaba el administrador; en segundo lugar, para el marqués, su dueño, y en el último lugar, para Pastrana, que de los pinos entresacados entresacaba él más de la mitad moralmente en pago de tomarse por los intereses del amo un cuidado que sólo prestaría un diligentísimo padre de familia. Y ya que voluntariamente prestaba la culpa levísima, no quería que fuese a humo de pajas. En cuanto leyó lo de las elecciones, comparó instintivamente los votos con los pinos, y se propuso, para un porvenir quizá no muy lejano, entresacar electores en aquella dehesa electoral de Villaconducho. Pespunte, que se había resellado como Pastrana, pues para los admiradores como el sastre, incondicionales, las ideas son menos que los oídos, Pespunte no podía imaginar adónde llegaban los ambiciosos proyectos de don Pedro. Lo único que supo, porque esto fue cosa de pocos días, y público notorio, que el alcalde no haría aquellas elecciones, porque antes sería destituido. Como lo fue, efectivamente. Las elecciones las hizo el señor administrador del excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos, presidente del Ayuntamiento de Villaconducho, comendador de la Orden de Carlos III, señor don Pedro Pastrana y Rodríguez. Un día antes del escrutinio general se publicó la segunda parte de los Apuntes para la historia del privilegio; en ella se demostraba, finalmente, que ya en tiempo del rey Don Pelayo pescaban salmones en el Sele de Pozos-Hondos, encargados de suministrar el pescado necesario a todos los ejércitos del rey de la Reconquista durante la Cuaresma. Al siguiente día se recogieron las redes y se vació el cántaro electoral, todo bajo los auspicios de Pastrana; jamás el marqués había tenido tamaña cosecha de votos y salmones.

— III —

Es necesario, para el regular proceso de esta verídica historia, que el lector, en alas de su ardiente fantasía, acelere el curso de los años y deje atrás no pocos. Mientras el lector atraviesa el tiempo de un brinco, Pastrana, por sus pasos contados, atraviesa multitud de funciones públicas, unas retribuidas y otras no, meramente honoríficas. Hechas las elecciones, resultó que el marqués de Pozos-Hondos era cinco veces más popular en Villaconducho que su enemigo el candidato de oposición. De resultas de esta popularidad del marqués, hubo que hacer a Pastrana administrador de Bienes Nacionales. También se le formó expediente por cohecho, y se le persiguió en justicia por no sé qué minuciosas formalidades de la ley Electoral; el marqués bien hubiera querido dejar en la estacada a su administrador de votos, salmones y hacienda; pero don Pedro Pastrana hizo comprender perfectamente al magnate la solidaridad de sus intereses, y salió libre y sin costas de todas aquellas redes con que la ley quería pescarle. Pastrana no perdonó al marqués el poco celo que había manifestado por salvarle.

Al año siguiente, en que hubo nuevas elecciones para Constituyentes nada menos, el candidato de oposición fue cinco veces más popular que el marqués. Bueno es advertir que el candidato de oposición ya no era de oposición, porque habían triunfado los suyos. El marqués se quedó sin distrito; y como se había acabado el tiempo del monopolio (según decía Pespunte, que se había echado al río para deshacer a hachazos las máquinas de pescar salmones), como ya no había clases, el pueblo pudo pescar a río revuelto, y aquel año la bailarina del marqués no comió salmón. Pasó otro año, hubo nuevas elecciones, porque las Cortes las disolvió no sé quién, pero, en fin, uno de tropa, y entonces no fueron diputados ni el marqués ni su enemigo, sino el mismísimo don Pedro Pastrana, que una vez encauzada la revolución… y encauzado el río, cogió las riendas del gobierno de Villaconducho, y, en nombre de la libertad bien entendida, y para evitar la anarquía mansa de que estaban siendo víctimas el distrito y los salmones, se atribuyó el privilegio de la pesca y el alto y merecido honor de representar ante el nuevo Parlamento a los villaconduchanos.

— IV —

Y aquí era donde yo le quería ver.

Tiene la palabra La Correspondencia:

«Ha llegado a Madrid el señor don Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por el distrito de Villaconducho, vencedor del marqués de Pozos-Hondos en una empeñada batalla electoral.»

Pasan algunos días; vuelve a tener la palabra La Correspondencia:

«Es notabilísima, bajo muchos conceptos, y muy alabada de las personas competentes, la obra publicada recientemente sobre Los amillaramientos y abusos inveterados de la ocultación de riqueza territorial, por el diputado adicto señor don Pedro Pastrana Rodríguez.»

«Ha sido nombrado de la Comisión de *** el reputado publicista financiero señor don Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por Villaconducho.»

«No es cierto que haya presentado voto particular en la célebre cuestión de los tabacos de la Vuelta del Medio el ilustrado individuo de la Comisión señor Pastrana Rodríguez.»

«Digan los que quieran los maliciosos, no es cierto que el ilustre escritor señor Pastrana haya adquirido la propiedad de la marca ‘Aliquid chupatur’, con que se distinguen los acreditados tabacos de Vuelta del Medio. No es el señor Pastrana el nuevo propietario, sino su paisano y amigo el alcalde de Villaconducho, señor Pespunte.»

«Ha sido aprobado el proyecto de ley del ferrocarril de Villaconducho a los Tuétanos, montes de la provincia de ***, riquísimos en mineral de plata; los cuales Tuétanos serán explotados en gran escala por una gran Compañía, de cuyo Consejo de Administración no es cierto que sea presidente el individuo de la Comisión a cuya influencia se dice que es debida la concesión de dicho ferrocarril.»

«Parece cosa decidida el viaje del Jefe del Estado a la provincia de ***. Asistirá a la inauguración del ferrocarril de los Tuétanos, hospedándose en la quinta regia que en aquella pintoresca comarca posee el señor Pastrana.»

«…No pueden ustedes figurarse a qué grado llegan el acendrado patriotismo y la exquisita amabilidad que distinguen al gran hacendista, de quien fue huésped Su Majestad, nuestro amigo y paisano el señor marqués de Pozos-Oscuros, presidente, como saben nuestros lectores, de la Comisión encargada de gestionar un importante negocio en las capitales de Europa.»

«Ha sido nombrado presidente de la Comisión que ha de presentar informe en el famoso negocio de los tabacos de Vuelta del Medio el señor marqués de Pozos-Oscuros, ya de vuelta de su viaje a las Cortes extranjeras.»

«Satisfactoriamente para el sistema parlamentario y su prestigio, ha terminado en la sesión de ayer tarde el ruidoso incidente que había surgido entre el señor marqués de Pozos-Oscuros y el señor Pespunte, diputado por la Vuelta del Medio. El señor Pespunte, en el calor de la discusión, y un tanto enojado por el calificativo de ingrato que le había dirigido el presidente de la Comisión, pronunció palabras poco parlamentarias, tales como ‘ropa sucia’, ‘manos puercas’, ‘río revuelto’, ‘bragas enjutas’, ‘fumarse la isla’, ‘merienda de negros’, ‘presidio suelto’, ‘cocinero y fraile’, ‘peces gordos’ y otras no menos malsonantes. El digno diputado de la isla hubo de retirarlas ante la actitud enérgica del señor marqués de Pozos-Hondos, ministro de Hacienda, que declaró que la honra del señor marqués de Pozos-Oscuros estaba muy alta para que pudieran mancharla ciertas acusaciones. Nos alegraríamos, por prestigio del sistema parlamentario, de que no se repitieran escenas de esta índole, tan frecuentes en otros Parlamentos, pero no en el nuestro, modelo de templanza.»

Hasta aquí La Correspondencia.

Ahora un oficio de la Fiscalía: «Advierto a usted, para los efectos consiguientes, que ha sido denunciado por esta Fiscalía el número primero del periódico El Puerto de Arrebatacapas, por su artículo editorial, que titula ‘¡Vecinos, ladrones!’, que empieza con las palabras ‘Pozos oscuros, y muy oscuros’, y termina con las ‘a la cárcel desde el Congreso’».

— V —
Epílogo

La Correspondencia: «Para el estudio del proyecto de reforma del Código Penal ha sido nombrada una Comisión compuesta por los señores siguientes: Presidente, don Pedro Pastrana Rodríguez…»

Doble vía

El año de ser diputado y madrileño adoptivo, Arqueta ya era bastante célebre para que todo el mundo conociera un epigrama que se había dignado dedicarle nada menos que el jefe de la minoría más importante del Congreso.

«Ese Arqueta, había dicho, no sólo no tiene palabra fácil, sino que no tiene palabra.»

Eso ya lo sabía Arqueta; nunca había pretendido ir para Demóstenes, ni ése era el camino; pero el tener palabra difícil no le estorbaba, y el no ser hombre de palabra le servía de muchísimo. Claro que este último defecto le acarreaba enemistades, pues las víctimas de aquella carencia le aborrecían e injuriaban; pero ya tenía él buen cuidado de que siempre fueran los caídos los que pudieran comprobar toda la exactitud del epigrama… de la minoría. ¿A que nunca había faltado a la palabra dada al presidente del Consejo de Ministros o a cualquier otro presidente de alguna cosa importante? ¡Ah!, pues ahí estaba el toque. Lo que era, que muchas veces había que navegar de bolina; algunas bordadas había que darlas en dirección que parecía alejarle de su objeto, del puerto que buscaba, pero aquel zig-zag le iba acercando, acercando, y a cada cambiazo, ¡claro!, algún tonto se tenía que quedar con la boca abierta.

Orador, ¡no! La mayor parte de los paisanos suyos que habían sido expertos pilotos del cabotaje parlamentario habían sido premiosos de palabras… y listos de manos. ¡La corrección! ¡Fíate de la corrección y no corras! En el salón de conferencias, en los pasillos, en el seno de la Comisión, en los despachos ministeriales, Arqueta era un águila. ¡Cómo le respetaban los porteros! Olían en él a un futuro personaje.

Además, aunque el diputado Arqueta no esperaba su medro del poder legislativo, se iba al bulto, o sea al poder ejecutivo. Se agarró a las faldas… de la señora del ministro de Hacienda, y la declaró buena presa; los Arqueta y Conchita Manzano, la ministra, se habían conocido en un balneario del Norte.

Conchita era una jamona que procuraba prolongar el otoño de su vida hasta bien entrado el invierno. Mejor. Ya sabía Arqueta que no se le iba a dar miel sobre hojuelas; se contentaba con la miel, con el turrón. En el balneario, aunque el trato fue de mucha confianza, Arqueta no pudo conocer, de seguro, si la ministra era una de las catorce señoras malas del Padre Coloma.

En Madrid creció la confianza, por la cuenta que les tenía a los diputados por Polanueva, y el ministro participó de la intimidad de los amigos de su mujer. Juana llegó a ser confidente de Concha, que algo tendría que contarla, y el ministro, Mediánez, hizo su favorito de Arqueta, que era el encargado por su excelencia de no tener palabra, siempre que convenía dársela a alguno y recogerla sin que él la devolviese.

La clase de servicios que Arqueta prestaba a Mediánez eran todos del género que a Mariano le gustaba, entre bastidores; se referían a lo que no puede decirse (¡la delicia de Arqueta!), y aquellos lazos eran de los que sólo abate la muerte; y puede que tampoco, porque lo probable será encontrarse en el infierno.

Arqueta, cuando convino, fue director general, subsecretario y otra porción de cosas, algunas sin nombre oficial, ni sueldo explícito.

A pesar de la pureza que el de Polanueva atribuía a la clase de relaciones que le unían al hombre público, ponía su principal confianza en las delicias del hogar doméstico… del hombre público. Cuando Arqueta pudo afirmar, para su coleto, que Conchita Manzano era de las catorce, fue cuando respiró tranquilo.

 

***

 

Subieron y bajaron varias veces los suyos, y Arqueta llegó a verse con méritos suficientes para entrar en una combinación, para ser ministro, siquiera fuese temporero…, que ya sabría él aprovechar la temporada y aunque fuese el temporal. Un inconveniente de jerarquía encontraba: que siendo ministro era tanto como su padrino, y no estaba bien. Pero fue el caso que las circunstancias hicieron que Mediánez estuviera indicadísimo para presidir un ministerio de transición, de perro chico, sin ministros de altura, pero que podían ser todo lo largos que quisieran. Y allí estaba él. Presidente, Mediánez, y él, Arqueta, en Fomento o donde Dios fuera servido…, ¿por qué no? Así las categorías seguían respetándose, pues el presidente seguía sien do el jefe, el amo…

¿Por qué no entraba él en las candidaturas que preparaba Mediánez por si le llamaban?

Siempre había atribuido a las faldas de Conchita la fuerza decisiva cuando había que influir en el ánimo de Mediánez y hacerle servir en caso grave los intereses de Arqueta. Ahora había que apretar por este lado.

«¡Lo que puede el amor!», pensaba Arqueta. Todo el mundo dice, y es verdad, que Mediánez sabe llevar con dignidad los pantalones; que no es de los políticos que dejan que gobierne su mujer. En efecto: yo noto que Conchita no suele imponerse a su marido; más bien le teme que le manda…, y, sin embargo, en todo lo referente a mis cosas, ¡como una seda! Pido una gollería, Mediánez se enfada, Conchita vacila…; aprieto yo, se sacrifica ella; pido, ruego, insisto, mando, y… ¡conseguido!

«Ahora el empeño es grave. Pero hay que echar el resto. Mediánez ve en mí poco ministro; tiene mil compromisos… ¡No importa venceré!… Apretemos.»

—¿No te parece a ti que debo apretar? —le decía a su mujer.

Y Juana, sin vacilar, contestaba:

—¡Pues claro! ¡Aprieta!

Ella también seguía cultivando la amistad de la de Mediánez y la del ministro mismo; pero, es claro, que, pasando lo que pasaba, y que su esposa, naturalmente, no sabía, Arqueta no creía decoroso que Juana apretase también, aparte de que lo que él no lograra menos lo conseguiría su pobre mujercita.

La ministra juraba y perjuraba que ella tenía en perpetuo asedio a su marido para que diera un ministerio, si formaba Gabinete, al pobre Mariano, que era el hombre de mayor confianza que tenían.

—Pero, desengáñate; digas tú lo que quieras, yo no mando en Mediánez tanto como tú crees. Me hace caso cuando cree que tengo razón.

Así hablaba, en sus intimidades, la ministra a su amante; pero éste no se daba a partido; insistía, insistía; aprieta que apretarás.

Era el caso que, por una de esas combinaciones tan comunes en la política de bastidores (la que gustaba a Mariano), Mediánez estaba haciendo el juego de aquel jefe del partido contrario que decía epigramas contra Arqueta. El jefe de Mediánez no quería Ministerios de transición; el enemigo sí, porque no estaba propuesto para entrar en el Gobierno; necesitaba dividir al adversario, desacreditar a un Gabinete intermedio y llegar él a tiempo y como hombre prevenido. Mediánez y Arqueta bien veían el juego; pero como la coyuntura era única para que Mediánez fuera presidente del Consejo, estaban decididos a comprar aquellos rábanos, que pasaban, y caiga el que caiga.

Lo que no sabía Arqueta era que el jefe del partido contrario, que ayudaba a subir a la Presidencia a Mediánez, ponía sus condiciones al personal del Gabinete futuro, y había declarado que Arqueta no era persona grata.

Mediánez ocultaba a su amigo las batallas que reñía con aquel señorón para obligarle a transigir con el diputado por Polanueva, a quien él quería a todo trance llevar consigo al Gabinete que iba a presidir.

En fin, para abreviar, vino la crisis, que fue laboriosa; hubo soluciones a porrillo; ministerios de altura y ministerios de perro chico…, y, por fin, ¡oh alegría!, vino un ministerio que «nacía muerto» según las oposiciones, pero nacía, que era lo principal: el Ministerio Mediánez.

¡Y Arqueta entraba en Fomento!

¡Qué escena, la de Arqueta con la ministra, cuando supo que estaba él en la lista de ministros!

Concha estaba muy contenta, claro; pero mucho más preocupada. No salía de su asombro. Estaba segura de no haberle arrancado a su marido palabra redonda de hacer ministro al buen Arqueta. Pero, en fin, ya era un hecho.

Con su mujer estuvo Mariano menos expansivo, porque tenía ciertos resquemores de conciencia, aunque muy leves… Al fin, era por una infidelidad conyugal por lo que llegaba a la anhelada poltrona… ¡Pobre Juana! Pero, ¡qué diantre!, como ella no estaba en el secreto y se veía ministra, también debía alegrarse muchísimo.

Ya lo creo que se alegraba. Estaba radiante de alegría. Ella fue la que encargó a escape el uniforme, o lo sacó de la nada, de repente, según lo pronto que estuvo listo.

A las once de la mañana iba a jurar, y a las diez Juana ya había vestido, con sus propias manos, a su marido el vistoso uniforme, reluciente de oro, con que iba a entrar en la brega ministerial. La casa se había llenado de amigos y amigas. Y, ¡oh colmo del honor y de la amabilidad!, a las diez y media recibió el matrimonio un volante de Mediánez en que decía: «Espéreme usted; voy yo a buscarle en mi coche, y a dar la enhorabuena personalmente a Juana.»

A la cual se le cayeron las lágrimas al leer esto.

¡Qué triunfo!

Llegó el presidente nuevo. Mediánez, de uniforme también, aunque no tan flamante como el de Arqueta.

Aquella casa era una Babel.

Arqueta tuvo un momento de debilidad.

Todos le decían que estaba muy guapo con el uniforme; pero el caso era que él, por no parecer fatuo, no había podido mirarse a su gusto en un espejo vestido de uniforme, ¡Y era el sueño de su vida!

Tuvo que confesarse que su dicha no hubiera sido completa aquel día si no hubiese podido aprovechar dos minutos para contemplarse a solas, a su gusto, en el espejo, adorando su propia imagen ministerial. En su gabinete, ¡dónde mejor! Allí, donde tanto había soñado con el triunfo, quería verla reflejada en aquel armario de espejo que tantas veces le había invitado a confiar en la explotación del físico.

Nada más fácil, entre el barullo de la multitud que llenaba la casa, que eclipsarse un momento…

Sin que nadie le echara de menos, con las precauciones de un ratero, Arqueta se dirigió a su gabinete. Atravesó el despacho; la puerta estaba entreabierta…, enfrente estaba el armario en cuya clara luna se quería contemplar.

¡Demonio! Antes de que las leyes físicas permitieran que Arqueta pudiera verse reflejado en el espejo… vio en él, con toda claridad…, un uniforme de ministro. ¡Era el presidente!

Pero no estaba sólo; en el espejo también vio Arqueta la imagen de Juana la regordeta…, con cuyas mejillas de rosa hacía Mediánez, el presidente sin cartera, lo mismo que él, Arqueta, había hecho la noche anterior en las mejillas, menos frescas, de la esposa del presidente.

Arqueta dio un paso atrás. No entró en su gabinete… Entró en el otro, en el que presidía Mediánez, es decir, presidir también presidía el de Arqueta, por lo visto…; pero, en fin, se quiere decir que, rechazando el primer impulso de echarlo todo a rodar, se decidió a sacrificarse en aras de la patria. Pensó primero en desgarrar el uniforme, que le quemaba, o debía quemarle el cuerpo, como la túnica de… no recordaba quién; pero no desgarró nada…, y cinco minutos después llegaba en el coche de Mediánez a casa de éste, donde aguardaban otros ministros y muchos políticos importantes. Allí estaba el protector de la nueva situación, el del epigrama, que iba a gozar de su triunfo subrepticio.

Arqueta reparó que le miraba y le saludaba aquel prócer con sonrisa burlona, tal vez despreciativa. Hubo más. Notó que en un grupo que rodeaba al ilustre jefe de la minoría se celebraban con grandes carcajadas chistes que el señor del epigrama decía en voz baja… Y a él, a Mariano Arqueta, le miraban los del grupo con el rabillo del ojo.

Sólo pudo oír esto que dijo el protector del Ministerio en voz alta y solemne:

—Sic itur ad astra!

Carcajada general.

«Sí, pensó Arqueta, eso va conmigo; el que sube así a las estrellas… soy yo.»

Y se puso como un tomate.

—Arqueta —gritó en aquel instante el cáustico jefe de la minoría, dirigiéndose al nuevo ministro de Fomento—, la calumnia ya se ceba en usted.

—¡Cómo! ¿Qué dicen?

—Que no va usted a jurar…, sino a prometer por su honor. Absurdo, ¿verdad? ¡Calumnia!…

Doctor Angelicus

— I —

¿Pánfilo había sido niño alguna vez? ¿Era posible que aquellos ojos hundidos, yo no sé si hundidos o profundos, llenos de bondad, pero tristes y apagados, hubieran reverberado algún día los sueños alegres de la infancia?

Aquella boca de labios pálidos y delgados, que jamás sonreía para el placer, sino para la resignación y la amargura, ¿habría tenido risas francas, sonoras, estrepitosas?

En aquella frente rugosa y abatida, desierta de cabellos, ¿habrían flotado alguna vez rizos blondos o negros sobre una frente de matices sonrosados?

Y el cuerpo mustio y encorvado, de pesados movimientos, sin gracia y achacoso, ¿fue esbelto, ligero, flexible y sano en tiempo alguno?

Eufemia, considerando estos problemas, concluía por pensar que su noble esposo, su sabio marido, su eruditísima cara mitad había nacido con cincuenta años y cincuenta achaques, y que así sabía él lo que era jugar al trompo y escribir billetes de amor, como ella entender las mil sabidurías que su media naranja le decía con voz cariñosa y apasionada.

Pero, de todas maneras, Eufemia quería a su marido entrañablemente. Verdad es que, en ocasiones, se olvidaba de su amor, y tenía que preguntarse: «¿A quién quiero yo? ¡Ah, sí, a mi marido!», le contestaba la conciencia después de un lapso de tiempo más o menos largo.

Esto era porque Eufemia padecía distracciones. Pero, en virtud de un silogismo, en forma de entimena, para abreviar, Eufemia se convencía cuantas veces era necesario, y era muy a menudo, de que Pánfilo era el hombre más amado de la tierra, y de que ella, Eufemia, era la mujer a quien el tal Pánfilo tenía sorbido el poco seso que Dios, en sus inescrutables designios, le había concedido.

Para sesos, Pánfilo. Era el hombre más sesudo de España, y sobre esto sí que no admitía discusión Eufemia.

No sabía ella todavía que así como los terrenos carboníferos se anuncian en la superficie por determinados, vegetales, por ejemplo, el helecho, los sesos son un subsuelo que suele señalarse en la superficie con otro vegetal, que produce madera de tinteros, como dijo el autor de la gatomaquia. No sabía nada de esto Eufemia, ni se le pasaba por las mientes que pudiera llegar a parecerle su marido demasiado sesudo.

Preciso es confesarlo. Eufemia daba por hecho que su esposo sabía todo lo que se puede saber, porque eso pronto se aprende; pero, ¿y qué? Ser el primer sabio del mundo no es más que esto: ser el primer sabio del mundo. Delante de gente, Eufemia se daba tono con su marido; veía que todos tenían en mucho la sabiduría de Pánfilo, y usaba y abusaba de aquella ventaja que Dios le había concedido, dándole por eterno compañero a un hombre que ya no tenía nada que aprender.

Pero en su fuero interno, que también lo tenía Eufemia, veía que su admiración incondicional no era más que flatus vocis (no es que ella lo pensara en latín, sino que lo que ella pensaba venía a ser esto); porque desde la más tierna infancia la buena mujer había profesado cariño a infinitas cosas; pero jamás había encontrado un mérito muy grande en tener la habilidad de estar enterado de todo.

— II —

Una tarde de mayo, el doctor don Pánfilo Saviaseca estaba más triste que un saco de tristezas arrimado a una pared.

¡Ea! Se había cansado de estudiar aquella tarde. ¡Estaba tan hermoso el sol, y la tierra, y todo!

Leía a Kant; estaba en aquello de si la percepción del yo es o no conocimiento analítico a priori.

Esto era en el Retiro, en lo más retirado del Retiro, si vale hablar así. Pánfilo estaba sentado en un banco de musgo.

Con que…, ¿en qué quedamos?… ¿Es o no es conocimiento analítico el que tenemos del yo? Así meditaba en el instante en que una galguita, muy mona, vino a posar las extremidades torácicas sobre La crítica de la razón pura.

Era la realidad, la ciencia del porvenir en figura de perro, que se le echaba encima al buen sabio y le llamaba al sentimiento positivo de las cosas.

La galga no estaba sola. Se oyó una voz argentina que gritaba:

—¡Merlina, aquí! Merlina, ¡eh!, Merli… Usted dispense, caballero, estos perros… no saben lo que hacen. Pero, Merlina, ¿qué es esto?…, etcétera, etc., etc.

Y, en fin, que Eufemia, su tía, que tenía muchas ganas de casarla, y hacía bien, y don Pánfilo, hablaron y pensaron juntos.

Resultó que eran vecinos, y como la niña no tenía novio, ni de dónde le viniera, y como don Pánfilo se había convencido de que el yo no puede vivir sin el tú para que llegue a ser aquél, y que más vale ser nosotros que yo solo, hubo boda, no sin que derramase algunas lágrimas la tía, que lo había tramado todo.

Eufemia era una rubia hermosa.

Pero no tenía nada de particular, a no ser su primo, que no tenía nada de general, porque era alférez de Ingenieros, agregado, por supuesto.

Don Pánfilo, una vez dispuesto a ser un fiel y enamoradísimo esposo, se devanaba los sesos, aquellos grandísimos sesos que tenía, para encontrarle algo de particular a Eufemia; pero no dio en la cuenta de que el primo era lo único que tenía Eufemia digno de llamar la atención.

Jamás había pensado en su prima Héctor González, que éste era el alférez; pero desde el momento en que la vio casada, se sintió tan mal ferido de punta de amor, que aprovechó la ocasión para renegar de las tiránicas leyes que no consienten a los primos enamorar a sus primas magüer estén casadas.

Pero, ¿por qué se había casado Eufemia? No, no era Héctor hombre que retrocediese ante los obstáculos de esta índole; había leído demasiados libros malos para que semejante contratiempo le acobardase a él, agregado de un Cuerpo facultativo.

Formó planes, que envidiaría cualquier novelista adúltero de Francia, y se dispuso a comenzar la novela de su vida, que hasta entonces había corrido monótona entre guardias, formaciones y pronunciamientos.

— III —

En el ínterin, como dice un orador que yo, conozco; en el ínterin, Pánfilo no pensaba más que en encontrarle el quid divinum a su mujer, sin que se ocurriera dar con el quid de la dificultad.

Y así como Don Quijote averiguó al cabo que éste, y no otro, era el nombre significativo que convenía a la altura y calidad de sus proezas, Pánfilo entendió que Eufemia se distinguía por un delicadísimo gusto, que la inclinaba a lo más espiritual y sublime, a la quinta esencia de los afectos sin nombre, cuyos misteriosos matices jamás traducirán las bellas artes, ni la más profunda armonía, ni la lírica mejor inspirada. Oigamos, o mejor, leamos a don Pánfilo:

«Pasan por el alma a veces extraños y sublimes sueños, adivinaciones de verdades del cielo, amorosas ansias, que no son, sin embargo, como la pasión ciega, sino como luz que estuviera enamorada del calor; pues todo esto es lo que siente y comprende Eufemia, mi mujercita, con maravillosa intuición. Sabe prescindir de la apariencia de las cosas, remontarse a la región ideal, que, con ser ideal, es lo más real de todo. ¿Por qué me quiere a mí, sino por eso? Porque lee en mis ojos, tristes y apagados, el fuego que por dentro me devora. Un día me preguntó: ‘Si yo no te hubiera querido, ¿qué habrías hecho tú?’ ‘¿Qué? —respondí—. Primero, llorar mucho, querer morirme y mirar de hito en hito a las estrellas; mirándolas, pensaría muchas cosas; me acordaría de mi infancia, de mi madre, de mi Dios, a quien adoré de niño, a quien olvidé de joven y a quien busco de viejo; y pensando estas cosas, no me olvidaría de ti, no, eso es imposible; sino que, mezclándote con todas ellas, poniéndote sobre todas, viendo bien claro, como lo vería, que las distancias de este mundo, así en el espacio como en el tiempo, como en las formas, como en los sentimientos, son aparentes, y que todo acaba por juntarse, entenderse y quererse, viendo esto, me consolaría, y, resignado, me pondría a estudiar mucho, mucho, para amar mucho y esperar mucho, y tener la seguridad de acercarme a ti al fin y al cabo, no sé dónde, ni sé cuándo, pero algún día, en algún lugar, donde Dios quisiera.’

»Cuando Eufemia me oyó hablar así no replicó; pero cerró los ojos, y se quedó sintiendo y pensando todas esas cosas inefables que pasan por su alma en algunos momentos de extática contemplación. Cuando despertó de su embeleso, que bien habría durado una hora, me dirigió una dulce sonrisa y me dio un abrazo; pero nada dijo. ¿Qué había de decir? Me había comprendido, había penetrado la sublimidad de mi amor; eso bastaba.

»Aquella tarde vino a buscarla su primo González para ir a la Casa de Campo; ella no quería ir, pero al fin consintió a una insinuación mía, y se despidió de mí, como si fuera al otro mundo. Y era que en aquel día inolvidable estaban tan unidas nuestras almas, que toda separación era dolorosísima.

»El alma de mi Eufemia es éter puro. ¡Cómo la quiero! Ella me inspira este buen ánimo que necesito para seguir, sin desmayar, en la formidable obra emprendida; quiero acabar para siempre con toda clase de pesimismo; quiero poner en su punto y en lo cierto la dignidad de la vida, la perfección de lo creado y la evidencia con que se presenta a mis ojos la finalidad de todo lo que existe, finalidad real a pesar del constante progreso y de la variedad infinita. Voy ahora a esperar a Eufemia, que debe de volver con su primo de los toros. Llevarla a los toros ha sido demasiada exigencia; pero como la otra vez yo la reprendí porque no era más amable con González, en esta ocasión se anticipó la pobrecita a los que consideraba mis deseos. ¡Como no vuelva desmayada!»

Lo que va entre comillas es extracto de un diario inédito.

— IV —

Ello es que el primo se había declarado a la prima. Había hablado él también de amores que en el cielo empiezan y siguen en la tierra; del más allá y del algo desconocido, trinando principalmente contra el derecho civil vigente y los matrimonios desiguales.

Que Eufemia quería a Pánfilo, no debía ponerse en tela de juicio, y no se puso. No lo hubiera consentido Eufemia, para lo cual era axiomático: primero, que su esposo era un sabio, y segundo, que ella le quería como a las niñas de sus ojos.

En vista de que el dogma era inalterable, Héctor procuró barrenar la moral, obrando como un sabio mucho mayor que su primo.

La mujer siempre es un poco protestante: piensa que fides sine operibus vale algo, y que, a fuerza de creer mucho, se puede compensar el defecto de pecar no poco.

—Tu marido es un sabio, convenido; pero ¿y eso qué? —esto dijo el primo, que fue como leer en el ya citado fuero interno de Eufemia—. Supongamos que tú te enamoras de otro hombre que sólo sepa lo que Dios le dé a entender, ¿bastará la sabiduría de tu marido para evitar lo inevitable?

Eufemia no tenía qué contestar.

De hipótesis en hipótesis, llegaron los primos

 

Al puente que separa

a Eva inocente de Eva pecadora.

— V —

Dejábamos al doctor Pánfilo entre San Marcos y la puente.

Era una tarde de mayo. Pánfilo escribía la última cuartilla de su obra, que iba a ser inmortal, y que se titulaba: Eufemia. Investigaciones acerca de la dignidad y finalidad racional de la vida humana. Endemonología aplicada, basada en una arquitectónica racional de la biología psíquica, especialmente la prasológica.

Un rayo de sol, que entraba por la ventana, caía sobre el papel que iba emborronando el doctor. Escribía esto: «…Tal ha sido el propósito del autor; demostrar con argumentos tomados de la realidad viva que el predominio de la felicidad se observa ya hoy en nuestras sociedades civilizadas, sin necesidad de recurrir a la hipótesis probable, pero no necesaria, de ulterior sanción de otros mundos mejores. Debe, sí, el filósofo recurrir a la experiencia, pero no fijando sólo su examen en la propia individual; pues nada significa el apasionado testimonio del que lamenta desgracias peculiares; hay otra experiencia, que una sabia y bien ordenada estadística moral y civil puede suministrarnos, y en ella podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que sea lo que quiera de la propia fortuna…»

Al llegar a «fortuna» sintió el filósofo que le sacudían el papel.

Era Merlina, la galguita de mi cuento, que se había subido a la mesa y se paseaba arrogante sobre Las investigaciones acerca de la dignidad, etcétera, etc.

Pánfilo suspendió su trabajo. Un recuerdo dulcísimo, el más querido de su vida, le trajo lágrimas a los ojos.

A Merlina debía el doctor su felicidad propia, individual, sin necesidad de endemonologías ni de arquitectónicas biológicas, sólo por una casualidad, por una indiscreción de la perra, según frase de Eufemia.

Embelesado por este recuerdo, se detuvo el doctor largo rato, pasando la mano izquierda por el lomo de Merlina.

La galguita se dejaba querer. Pero de pronto dio un brinco, saltó de la mesa a la ventana y apoyó las patas delanteras sobre un tiesto. Las orejas se le pusieron tiesas, y aulló Merlina con señales de impaciencia. Parecía que deseaba arrojarse por la ventana.

Se levantó de su poltrona el doctor para ver lo que causaba tal impresión en su galguita.

En el jardín, dentro de la glorieta, Héctor González y Eufemia Rivero y González representaban en aquel momento la escena culminante de Francesca da Rimini.

Pánfilo oyó el chasquido de… El lector puede imaginarse qué clase de chasquidos se usan en tales casos.

El autor de las Investigaciones retrocedió instintivamente, se desplomó sobre el sillón y ocultó la cabeza entre las manos.

Cuando volvió al sentido y abrió los ojos, vio delante, en un papel blanco, unas palabras, que se le antojaban escritas con una tinta de color de rosa.

Leyó: «…podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que sea lo que quiera de la propia fortuna…»

Pánfilo cogió con gran parsimonia la pluma, y concluyó el párrafo: «…la Humanidad, en conjunto, prospera, y es feliz en esta tierra con la conciencia del progreso y del fin bueno que aguarda al cabo a todas las criaturas. Para el que sepa elevarse a esta contemplación del bien general, como el más importante aun para el propio interés, bien puede decirse que el cielo comienza en la tierra».

Pánfilo había terminado su obra, la obra de su vida entera, la que le había gastado el cerebro y los ojos.

Por cierto que sintió en ellos algo extraño: miraba a todas partes, y aquel matiz halagüeño que veía en la tinta dominaba en todos los objetos.

¡Pobre doctor! Se había declarado la enfermedad cuyos síntomas no había conocido: el daltonismo.

Desde aquel día, Pánfilo todo lo vio de color de rosa.

 

Nota. —Pánfilo, en griego, viene a ser el que todo lo ama.

Lo cual, en castellano, significa: Quien más pone, pierde más.

 

En cuanto a Eufemia, siguió viviendo convencida: primero, de que su esposo era un sabio; segundo, de que amarle era su obligación.

El dogma era el mismo siempre: sólo se había relajado la disciplina.

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Dos sabios

En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborrecen.

¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa,… o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.

Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos.

Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.

 

***

 

Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo… ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!»

Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierto dueña… Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de si a las pocas palabras; a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos.

Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las pocas comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores tajadas.

El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por odioso privilegio.

Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidiaba, despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero éste le había contestado siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión.

Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas picantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos.Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que comer sin gana.

—¡Ya va un toque! —decía sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del comedor.

—¡Ya han tocado dos veces! —exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad.

Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales.

Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros empleados de más categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.

 

***

 

En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más desfachatez para pedir gollerías.

También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel.

A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos y unos charlatanes… menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente.

«No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades.

«Debe de ser un profesor de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para librarse de curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!»

Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.

No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara… Yallí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times…más que el archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le parecía despreciable.

«El archivero sabe inglés. ¡Pedante!»

A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica… ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto… y ¡aquello no podía aguantarse!

No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a espaldas de la casa… Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su manzano…, se encontraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.

Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.

 

***

 

Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía frito, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.

Pérez, que era un sabio hispano—americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar las cosas de España, sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quien él era; digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares menos dignos de ser llamados por su nombre.

Pérez había notado también que Álvarez despreciaba o fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.

La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos.

 

***

 

Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez.

Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Álvarez… era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. [132] No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza.

No se insultaron, ni se comieron la figura más que con los ojos.

El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo.

—¡Usted dirá! —exclamaron a un tiempo los sabios.

Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el que valía.

Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo.

Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el tiempo…pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest,no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había recibido…, y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto, ya había metido sus maletas.

Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó:

—In pari causa, melior est conditio possidentis.

Y entró y se cerró por dentro.

Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo.

En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban todos los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y buscaban los mismos sitios.

 

***

 

Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara,Pérez se fue al corredor y se sentó en una mecedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos.

Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se saludaron, por supuesto.

Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas.

De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado.

Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror.

Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito a su enemigo.

El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez.

El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir:

—Pero… usted, señor mío…, ¿es… puede usted ser… el doctor… Gilledo?…

—Y usted… o estoy soñando… o es… parece ser… ¿es… el ilustre Fonseca?…

—Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador… el apóstol del maestro Gilledo… de su doctrina…

—De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista… a quien todo se lo debo.

—¡Y estábamos juntos!…

—¡Y no nos conocíamos!…

—Y a no ser por esta flaqueza… ridícula… que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos…

—Justo, a no ser por eso…

Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los sabios.

La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente.

Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas prehistóricas, Fonseca había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni éste envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostuvieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, sólo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada, les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos más que de colegas.

Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera effigies de su amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta debilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma fecha… Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su destino el mismo día.

Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban… Pero tales noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos venían.

 

***

 

Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.

Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna…, sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte.

Y no se volvieron a ver en la vida.

Y cada cual se fue pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado… no había llegado a desaparecer después del infructuoso reconocimiento.

El personaje ideal,pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común,quedaba desvanecido… Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.

Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente científico.

Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los arqueólogos del mundo.

Se titulaba Una disidencia.

Y lo firmaba Fonseca. Elcual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movido de Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol… de Oriente a Occidente…

El Cristo de la Vega… de Ribadeo

 

Nació Facundo Cocañín, tan rollizo como hermoso, en la Vega de Ribadeo. Su padre tenía una fábrica de manteca, y parecía que Facundo había sido confeccionado en la fábrica: parecía un rollo de manteca destinado a sonsacar un premio, una medalla de oro en una exposición. Andando el tiempo. Facundo se pasó la vida, en efecto, presentándose en concursos, más industriales que otra cosa, y solicitando medallas de oro y de plata y diplomas, y cuanto puede acreditar oficialmente competencia académica, científica, moral y religiosa.

Prosperaba la industria de los Cocañines que era una bendición del cielo. A Dios, principalmente, atribuía aquella piadosa familia la corriente de plata que se les entraba por las puertas de la fábrica. Así como la India antigua creyó muy de veras que la Ganga,el Ganges, bajaba del cielo a fecundar la privilegiada tierra de los creyentes. Cocañín padre, y su esposa y el hermano de Cocañín, don Ambrosio, rector del seminario de Lugo, creían firmemente que toda aquella manteca, tan bien pagada, era gracia del Señor, que así premiaba las virtudes de varias generaciones de Cocañiques, siempre mantequeros y siempre llenos de la fe del carbonero. Sí, tenían la fe del carbonero decían, sin temor de manchar la manteca. Les iba muy bien creyendo así, y además, el negocio no hubiera dado siempre para otra cosa. ¡Creer! —Poco les faltaba para poner en la tienda de Ribadeo, donde vendían algo al pormenor, un rótulo que dijera: La Nata. Fábrica de mantecas. Proveedores de S. D. M. Lo consultaron con varios teólogos y resultó que sería un sacrilegio. Que si no…

Facundo prosperó también, desde los primeros meses, tanto como el producto industrial de sus mayores.

—Mire usted, decía la madre muy hueca: parece que lo han hecho abajo (en la fábrica); y enseñaba al mundo entero los muslos, los brazos y los lomos del futuro neo escolástico. Porque Facundo paró en eso, sin adelgazar nunca, ni perder el color. Todo él era de rosa. Y todo en él redondo con hoyos que eran redundancias de argollas de carne. Era un angelote de Murillo retocado por un repostero. Por esto, no daban ganas de ponerlo en un cuadro, sino en el escaparate de Lhardy.

Eso parecía principalmente, un gran bocado. Lo mismo al año de nacer, que cuando ganó una canonjía, digo una cátedra, en público certamen al grito de ¡Santiago y a ellos, que son pocos! (los jueces liberales).

La religiosidad de los Cocañines era tradicional y estaba enlazada, como una yedra, a las sólidas murallas de la Iglesia… que servían también de fortaleza al crédito del negocio. Porque, valga la verdad, eran unos mercaderes, para quien ya no había un Cristo que los arrojase del templo.

La clientela de frailes, cabildos, obispos, monjas, clero suelto y familias timoratas, había venido poco a poco, al principio, por la buena opinión ortodoxa de que gozaban los Cocañines; y había aumentado y se conservaba gracias al piadoso temor de Dios y de esa clientela que era el dogma de la fábrica. El más pequeño conato, no ya de herejía, de liberalismo, que hubiera podido arrancar a la casa un solo parroquiano escrupuloso en materia de fe, les hubiera parecido pecado que no se purgaría con todas las penas del infierno.

¡El infierno! Esa era la gran guardia civil en que los Cocañines, velan garantía eterna de las abundantes salidas.

Por un sórites, que inventó el Cocañín del seminario, pero que ya había hecho su hermano, sin llamarlo así, llegaban desde el mercado de su producto hasta el dogma de las penas eternas. La cosa era fácil de entender; y cuando creció Facundo y fue filósofo escolástico, pero ya de los que usan macferlan y prescindende las formas silogísticas, el chico se explicaba, y explicaba a los suyos, la necesidad… para la vida de la fábrica, del dogma, del gran dogma del fuego eterno, diciendo algo por el estilo.

—«Son habas contadas: (le gustaban mucho las cosas contadas y las habas contadas o no, pero con morcilla). Nuestro crédito se funda en nuestra religiosidad completamente correcta (hablaba con los barbarismos que leía en los periódicos neos, puristas que no practicaban). Todo Galicia y parte de Asturias, la de Occidente, y no poca parte de León y algo de Portugal, se surten infaliblemente de manteca en nuestra casa; además, contamos con la exportación para la Verde Erin, la católica Irlanda y para la Bretaña siempre fiel. Los que nos compran no nos comprarían 1º: si dejáramos de ser ortodoxos; 2.º si la fe se entibiara en los pueblos leales y esas dignísimas personas que viven del altar y de otras cosas santas, no recaudaran lo mucho que cobran, gracias a la piedad de pueblos y gobiernos. Pero ¿por qué se conserva la fe en muchos  pueblos, a pesar de la peste de la incredulidad que infesta el mundo? ¡Ay! Preciso es confesarlo: por la atrición; por miedo a los castigos terribles del infierno; por la eternidad de las penas. Suprimid el infierno y la sociedad se viene abajo, y con ella la Nata,la mejor fábrica de manteca.

II

¿A qué destinarían los Cocañines aquel vástago tan rollizo? No había que dudar. Había nacido canónigo. Aunque la fábrica ocupaba territorio de Asturias, la familia tenía su abolengo, sus amores de terruño, del otro lado del río, en Ribadeo. Además, las relaciones eclesiásticas de los mantequeros ilustres eran principalmente gallegas. —Facundo, como buen rayano, era más gallego que uno de la Coruña, aunque civil y geográficamente era hijo de Pelayo. El siempre invocaba al apóstol: ¡Santiago y a ellos! —Fue, muy niño todavía, al lado de su tío el rector del seminario de Lugo, que dejó este oficio por el de magistral de aquel ilustre cabildo, —Facundo fue colegial, niño de coro, interno en el seminario. Aprendió muy bien latín; de memoria, se echó al cuerpo una porción de filosofía de Balmes, Fray Ceferino González, todo en latín, y entró triunfante en la teología desempedrando Santos Padres y doctores de la Iglesia, como si dijéramos; y hasta los PP. griegos citaba de memoria, sin entender una palabra. Uno de sus principales cuidados en estos estudios de retentiva era estar al quite, como decía él, de las citas que se hicieran pretendiendo demostrar que de la Patrología se reciben grandes argumentos de autoridad en pro de las ideas socialistas y aún de las comunistas. Facundo deslumbraba al Verbo con las contras teológicas, citando textos menos vulgares de los mismos santos autores en los que se deshacía el efecto disolvente de las citas incendiarias. Para mayor seguridad, añadía todo de memoria, por supuesto, los artificiosos comentarios con que el clero burgués y sabiode nuestros días retorcía y mellaba las armas temibles de aquellos textos alarmantes, convirtiéndolos en espadas de Bernardo. ¡No faltaba más! «La Iglesia no podía morir… ¡Pero La Nata tampoco!»

Cuando ya Facundo era redactor vergonzante de La Atalaya espiritual,y desde ella, y desde seguro, despreciaba la ciencia de todo liberal a partir de Kant y Fichte y el frenético Hegel (pronunciado como se escribe) hasta Castelar y Pi; cuando ya había adquirido estilo propio, que consistía en insultar y calumniar al enemigo, leerle, y condenarle al fuego eterno, siempre con textos del Dante;  cuando en fin, era ya una maza de Fraga de todo sospechoso de relajamiento en materia de fe, moral o disciplina, se consideró, y le consideraron los suyos, en punto de caramelo para entrar en el sacerdocio de una religión de paz y misericordia, por los pasos contados del derecho canónico.

Pero quiso Dios, o quien fuera que illo tempore,por aquel tiempo, heredara una prima de Facundo un fortunón en prados y vacas de leche. ¡Leche para la Nata! —Nohabía más que hablar. El matrimonio también era un sacramento. El caso era no ir a la cópula por concupiscencia, sino para procreación y educación de los hijos y mutuo auxilio de los cónyuges.

Facundo puso el cerco a la plaza y la tomó, por el valor del propio mérito plástico, en parte, y con la ayuda de dos párrocos, un coadjutor y un cabecilla carlista. Estas influencias consiguieron que Facundo pudiera criar hijos para el cielo y miles de vacas para las primeras materias de la Nata.

¡Cuánta leche!

 

«Lacteos, virgíneos candores

gusto Bernardo ¡oh portento!

ya no es extraño lo dulce,

pues tan melifluo fue el premio».

 

Así dice una cuarteta, inscripción de una iglesia de Madrid, aludiendo a la Virgen María y a San Bernardo. Pues, si no fuera profanación, se podría decir que la Nata y suspropietarios, gozaron lacteos candores gracias al matrimonio de Facundo.

III

Pero él no podía contentarse con dirigir una fábrica de manteca. Aquella filosofía escolástica; aquella teología de perro rabirabiado, aquel anhelo de dictar sentencias en primera instancia para mandar precitos a los profundísimos Infiernos, necesitaban horizontes más anchos de los que ofrece la raya de Asturias y Galicia.

Voló Facundo. Fue periodista en Valladolid Neo caliente hasta el blanco. Allí empezó a vestir con elegancia y a usar un macferlan que ya no abandonó nunca.

¡Le parecía a él tan chic, tan picante, pensar y sentir como un Torquemada y vestir como un currutaco de Valladolid! Acudió, calada la visera y con cartas de recomendación subrepticias, a multitud de certámenes de la Unión católica,de cofradías y del gay saber… ultramontano. En prosa o en verso siempre triunfó, gracias a su intransigencia; el argumento Aquiles que siempre arrojaba sobre el enemigo, las penas eternas. Calumniaba, insultaba, demostraba que el impío está fuera de la ley y que vale todo contra el réprobo… y se le llenaba la casa de pensamientos de oro, de escribanías de plata, jarrones e imágenes sagradas. Pero a todos aquellos crucifijos que le regalaban y que tenía tasados en lo mucho que valían, pesando el metal precioso, sin menoscabo de la religiosidad; a todos, prefería un Cristo, que le había regalado su padre, antiguo recuerdo de familia. Era una tosca imagen de talla, pero no era escultura; repitiéndose aquí el milagro de otro Crucifijo que un célebre poeta español heredó de sus mayores también; Crucifijo que tampoco es escultural, pero es de talla. Milagro.

Cuando en la academia de Jurisprudencia, (pues Facundo pasaba meses en Madrid) discutía contra los liberales, nuestro paladín divino, y los injuriaba y levantaba falsos testimonios como chichones, siempre imaginaba él que su arma de combate era el crucifijo de tosca madera, que él, Hércules cristiano, manejaba como una maza santa para aplastar hidras, domesticar leones y acabar con otras calamidades liberales.

También hizo oposición a una cátedra y la ganó, como pudo haber ganado un Jubileo o Indulgencia plenaria. Los ejercicios fueron unos fervorines, varias novenas, y casi casi las misas de San Gregorio. Esto en la parte positiva; en la negativa, que era su fuerte, aquello fue las Navas de Tolosa, o la batalla de Lepanto. ¡Pobre Kant! ¡Pobre Voltaire! (¡todavía!) Pobre Hegel, pobre Jovellanos, pobre Sanz del Río, pobre Pi y Margall ¡y pobre humanidad libre—pensadora o por lo menos liberal, o amiga de la desamortización por lo mínimo! Con todos aquellos cientos de pensadores, estadistas, literatos, etc., etc. Facundo se portó como un Vargas Machuca. El Cristo, el Crucifijo de encina, chorreaba sangre y tenía incrustaciones de hueso, de esquirlas, adornadas con piel humeante de liberal y heterodoxo.

De los contrincantes, sospechosos de filosofía alemana siquiera, no hay que hablar. Un portero tuvo que barrer sus restos. El salón de actos quedó hecho un spollarium. Había dos jueces de la cáscara amarga, y como eran minoría… se quedaron sin cáscara; Facundo les hundió el Cristo en el cráneo ochenta veces. Era el diablo. Por lo menos, disponía del infierno como si él mandase allí.

IV

Pasó mucho tiempo. Tanto, que el día en que volvemos a ver a nuestro héroe es… el día del Juicio por la tarde.

Cocañín se presenta en el valle de Josafat, triunfante,  alegre, seguro de sí mismo, con el mismo cuerpo que tuvo y con el mismo macferlan de siempre. Sigue pareciendo un bocado exquisito del escaparate de Lhardy; fresco, rechoncho, sonrosado. Avanza impaciente, dando codazos y pisotones, como cuando iba a recoger un premio, por haber aplastado a media docena de apóstatas o réprobos. No duda ni un instante de que en el cielo le pondrán muy cerca de los tronos y dominaciones, que son sus predilectos. El juicio supremo para él es una ceremonia, como la de hacerse doctor. Está convencido de que se salva, con los más favorables pronunciamientos.

Por fin,le llega la vez… «Facundo Cocañín». Adelante… Saluda con cierto aire de confianza… ¿Qué ve enfrente de sí? Un crucifijo clavado en una pared, cubierta de paño negro. El crucifijo es el suyo, el de sus mayores; el Cristo de la Vega… de Rivadeo… Pero ha crecido. Es de tamaño natural. De repente… sobre la encina de la cruz, la encina del crucificado empieza a transformarse en carne… ¡pero, qué carne! Carne macerada, carne atormentada… Todas las llagas a que reza la piedad, están sangrando, pero además ¡cuántas otras! ¡Y qué de huesos rotos! Un fémur quebrado; la frente con diez agujeros, una mandíbula desencajada, un ojo colgando… ¡Y sangre… sangre brotando de todo el cuerpo! ¡De sangre, un río!

—¡Facundo, mira como me has puesto! —exclama una voz de agonía.

Un minuto después, Cocañín ingresaba, entre cuatro del orden celestial… en el infierno. En el infierno, que no existía antes, pero que se inventó, para Facundo, que tanto lo había deseado… para los demás.

El doctor Pértinax

— I —

El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.

—¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!… ¡No confesará ni a la hora de la muerte!…

Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo.

—¡Agua! —exclamaba el mísero filósofo.

—¡Vinagre! —contestó la vieja, sin moverse de su sitio.

—Mónica, buena Mónica —prosiguió el doctor, hablando como pudo—, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel…, tu conciencia te lo premie…; esto se acaba… llegó mi hora, pero no temas…

—No, señor; pierda usted cuidado…

—No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo… individual puede quejarse de la muerte…

Yo expiro, es verdad, nada queda de mí…, pero la especie permanece… No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame agua.

Mónica vaciló, y, ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no se qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.

Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.

Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.

«¡No sería mala especie la que saliera de tu cuerpo enclenque y de tu meollo consumido por las herejías!»

Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio magno de la Naturaleza.

Amanecía.

— II —

Era la hora de las burras de leche. San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol. ¡Claro! Como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mismísimo sol que nosotros vernos aparecer todas las mañanas por el Oriente.

El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire, muy parecido al ça irá de los franceses.

—¡Hola! Parece que se madruga —dijo inclinando la cabeza y mirando de hito en hito a un personaje que se le había puesto delante en el umbral de la puerta.

El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos.

—Sin duda —prosiguió San Pedro—, ¿es usted el sabio que se estaba muriendo esta noche?… ¡Vaya una noche que me ha hecho usted pasar, compadre!… ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que a usted se le antojase llamar, y como tenía órdenes terminantes de no hacerle a usted aguardar ni un momento!… ¡Poquito respeto que se les tiene a ustedes aquí en el cielo! En fin, bien venido, y pase usted; yo no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba usted… todo derecho… No hay entresuelo.

El forastero no se movió del umbral, y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de San Pedro, que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol.

Era el recién venido delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura, y medía los ademanes y gestos con académico rigor.

Después de mirar una buena pieza la obra de San Pedro, dio media vuelta y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado, pero vio que estaba sobre un abismo de oscuridad en que había tinieblas como palpables, ruidos de tempestad horrísona, y a intervalos ráfagas de una luz cárdena, a la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le habían subido tampoco estaba a la vista.

—Caballero —exclamó con voz vibrante y agrio tono—, ¿se puede saber qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Por qué se me ha traído aquí?

—¡Ah! ¿Todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito —y sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó—: ¿Su gracia de usted?

—Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su vigésima edición, que se intitula Filosofía última.

San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito a todo esto Pértinax…

—Bien. ¿Pértinax de qué?

—¿Cómo de qué? ¡Ah, sí! ¿Querrá usted decir de dónde? Así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea…, Michelet de Berlín.

—Justo. Quijote de la Mancha…

—Escriba usted: Pértinax de Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué farsa es ésta?

—¿Cómo farsa?

—Sí, señor; yo soy víctima de una burla. Esto es una comedia. Mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mi imaginación con algún brebaje, han preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el engaño. Sobre todas estas apariencias está mi razón, mi razón, que protesta con voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni relumbrones, que a mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que siempre dije y tengo consignado en la página trescientas quince de la Filosofía última…, nota b de la subnota alfa, a saber: que después de la muerte no debo subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese el concupiscente querer vivir, Nolite vivere, que es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc., etc. Con que así, una de dos: o yo me he muerto o no me he muerto; si me he muerto, no es posible yo sea yo, como hace media hora, que vivía. Y todo esto que delante tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación no es, porque no soy; pero si no me he muerto y sigo siendo yo, éste que fui y soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como representación, no es lo que mis enemigos quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme, pero en vano, porque ¡vive Dios!…

Y juró el filósofo como un carretero. Y no fue lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo, y los que en él estaban comenzaron a despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas, cuál de gualda, cuál otra de azul marino.

Entre tanto San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos por no descoyuntarle con la risa, que le sofocaba. Mas, se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y éste hubo de suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras:

—Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar a usted, sino de darle el cielo, que, por lo visto, ha merecido por buenas obras, que yo ignoro; como quiera que sea, tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allá dentro y habrá quien le conduzca donde todo se lo expliquen a su gusto, para que no le quede sombra de duda, que todas se acaban en esta región donde lo que menos brilla es este sol que estoy limpiando.

—No digo yo que usted quiera engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y usted sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace.

—Yo soy San Pedro…

—A usted le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que usted lo sea.

—Caballero, llevo más de mil ochocientos años en la portería…

—Aprensión, prejuicio…

—¡Qué prejuicio ni qué calabaza! —grita el Santo, ya incomodado un tantico—; San Pedro soy, y usted un sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza… La culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio…

A la sazón aparecióse en el portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual, mirando con dulces ojos al filósofo colérico, le dijo, mientras cogía sus flacas manos, con las que él tenía de luz, o, por lo menos, de algo muy tenue y esplendoroso:

—Pértinax, yo soy el solitario de Patmos; ven conmigo a la presencia del Señor. Tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te levantaron, como alas, de la tierra triste, y llegaste al cielo, y verás al Hijo a la diestra del Padre… El Verbo que se hizo carne.

—Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero, señor San Juan, digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los escenógrafos; pero la farsa, buena para alucinar un espíritu vulgar, no sirve contra el autor de la Filosofía última —y el pobre filósofo escupía espuma de puro rabiado.

El portal estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían coro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa… de bienaventurados la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor del Apocalipsis y el de la Filosofía última. Como San Juan se explicara en términos un tanto metafísicos, fue apaciguándose poco a poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó a olvidar la que él llamaba farsa indigna.

Entre los del coro había dos que se miraban de reojo, como animándose mutuamente a echar su cuarto a espadas. Eran Santo Tomás y Hégel, que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de la Filosofía última, obra detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo, interrumpió al filósofo intruso, gritando sin poder contenerse:

Nego suppositum!

Volvióse el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como se merecía al Doctor Angélico el cual, después de haberle negado el supuesto, se preparaba a anonadarle bajo la fuerza de la Summa Teologica, que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico, que andaba por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra cosa; Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo, desde la bodega hasta el desván. A esto, Santo Tomás apóstol dijo: «Perfectamente; eso es, ver y creer.» Pero su tocayo, el de Aquino, no se dio a partido; insistió en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era recurrir a la Summa. Y dicho y hecho; ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy guapo que llamaban allí Alejandrito, y era, efectivamente, Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya, y la primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba a balbucir latines, cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Callen todas las Escolásticas del mundo donde está mi Filosofía última!En ella queda demostrado…

—Oiga usted, señor filósofo —interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida—; yo no quiero callar, ni es usted quién para venir aquí con esos aires de taco, y lo que yo digo es que ya no hay clases, y que aquí entra todo el mundo.

—Señora —exclamó el santo Job, haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba a guisa de cepillo—; señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar a Santo Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero, en fin, por mucho que valga la Summa, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra; más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado, y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una Comisión de nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, a quien siento no ver entre nosotros.

Grandísimo era el respeto que a todos los santos y santas merecía el santo Job, y así, aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo a torcer, y Pidal volvió con la Summa a la biblioteca. Procedióse a votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo, por haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y resultaron elegidos de la Comisión los señores siguientes: el santo Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por mayoría. Tuvieron votos Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.

El doctor Pértinax accedió a las súplicas de la Comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu.

—Hombre, no sea usted pesado —le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje que iban a emprender—. Aquí me tiene usted a mí, que me resistía a creer en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí. Usted hará lo mismo…

—Caballero —replicó Pértinax—, usted vivía en tiempos muy diferentes; estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosofía última, de modo que no creo en nada, ni en la madre que me parió; no creo más que en esto: en cuanto me sé de saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la asencia, que es inasequible, esto es, fuera de, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo), sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer por nueva representación volitiva y afectiva, representación dañosa por irracional y pecado original de la caída, pues deshecha esta apariencia del deseo, nada queda por explorar, ya que ni la voluntad del saber queda.

Sólo el santo Job oyó la última palabra del discurso, y, rascándose con la teja la pelada coronilla, respondió:

—La verdad es que son ustedes el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda usted, porque con esas cosas que tiene metidas en la cabeza o en la representación, como usted quiere, va a costar sudores hacerle ver la realidad tal como es.

—¡Andando, andando! —gritó Diógenes en esto— A mí me negaban los sofismas el movimiento, y ya saben ustedes cómo se lo demostré. ¡Andando, andando!

Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo:

—¿Piensan ustedes hacerme ver todo el Universo?

—Sí, señor —respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante)—, eso pronto se ve.

—¡Pero, hombre, si el Universo (en el aparecer, por supuesto) es infinito! ¿Cómo conciben ustedes el límite del espacio?

—Lo que es concebirlo, mal; pero verlo, todos los días lo ve Aristóteles, que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y, por cierto, que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que las disputas de sus peripatéticos.

—Pero, ¿cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite, tiene que ser la nada; pero la nada, como no es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado.

El santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con éstas:

—¡Bueno, bueno, conversación! Más le vale a usted bajar la cabeza para no tropezar con el techo, que hemos llegado a ese límite del espacio que no se concibe, y si usted da un paso más, se rompe la cabeza contra esa nada que niega.

Efectivamente; Pértinax notó que no había más allá; quiso seguir, y se hizo un chichón en la cabeza.

—¡Pero esto no puede ser! —exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro mundo.

No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el Universo se había acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brilla el firmamento con sus millones de millones de estrellas!

—¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra?

—¡Buena nebulosa te dé Dios! —contestó Santo Tomás—. Aquélla es la Jerusalén celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado usted con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad de Dios.

—¿De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand, y que yo juzgaba indignas de un hombre serio?…

—Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos a descansar en esta estrella que pasa por debajo, que, a fe de Diógenes, que estoy cansado de tanto ir y venir.

—Señores, yo no estoy presentable —dijo Pértinax—; todavía no me he quitado la mortaja, y los habitantes de esa estrella se van a reír de este traje indecoroso…

Los tres cicerones del cielo soltaron la carcajada a un tiempo. Diógenes fue el que exclamó:

—Aunque yo le prestara a usted mi linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella ni en estrella alguna de cuantas Dios creó.

—¡Claro, hombre, claro! —añadió muy serio Job—. No hay habitantes mas que en la tierra; no diga usted locuras.

—¡Eso sí que no lo puedo creer!

—Pues vamos allá —replicó Santo Tomás, a quien ya se le iba subiendo el humo a las narices.

Y emprendieron el viaje de estrella en estrella, y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y los sistemas estelares más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba horrorizado.

—¡Está es la Creación! —exclamó—. ¡Qué soledad! A ver, enséñeme usted la tierra; quiero ver esa región privilegiada; por lo que barrunto, debe de ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y a su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las esferas…

—Nada de eso —repuso Santo Tomás; la Astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol, y ya verá usted qué insignificante aparece. Vamos a ver si la encontramos entre todo este garbullo de astros. Búsquela usted, santo Job, usted que es cachazudo.

—¡Allá voy! —exclamó el Santo de la teja, dando un suspiro y asegurando en las orejas unas gafas— ¡Es como buscar una aguja en un pajar!… ¡Allí la veo! ¡Allí va! ¡Mírela usted, mírela usted, qué chiquitina! ¡Parece un infusorio!

Pértinax vio la tierra, y suspiró, pensando en Mónica y en el fruto de sus filosóficos amores.

—¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra?

—Nada más.

—¿Y el resto del Universo está vacío?

—Vacío.

—Y entonces, ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas?

—Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven, además, para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio a la poesía. Y no se puede negar que son muy bonitas.

—¡Pero vacío todo! ¡Vacío!

Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Filosofía última amenazaba ruina. Al ver que el Universo era tan distinto de como lo pedía la razón, empezaba a creer en el Universo. Aquella lección brusca de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu para creer. «¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad!», así pensaba el filósofo.

De repente se volvió hacia sus compañeros, y les preguntó:

—¿Existe el infierno?

Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión, y respondieron:

—Sí, existe.

—Y la condenación, ¿es eterna?

—Eterna.

—¡Solemne injusticia!

—¡Terrible realidad! —respondieron los del cielo a coro.

Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sinrazón de todo le convencía.

—¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la verdad?

—Sí; la primera y última filosofía.

—¿Luego no sueño?

—No.

— ¡Confesión, confesión! —gritó, llorando el filósofo; y cayó desmayado en los brazos de Diógenes.

Cuando volvió en sí, estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, a los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más le chocó fue ver, efectivamente, al Hijo sentado a la diestra de Dios Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba que el Padre estaba a la izquierda. No sé si un Trono o una Dominación, se acercó a Pértinax y le dijo:

—Oye tu sentencia definitiva —y leyó la que sigue—: «Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu, incapaz de matar un mosquito;

»Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos años a un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del filósofo;

»Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa,

»Fallamos que debemos absolver y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal señor don Ramón Nocedal, y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna.»

Oída la sentencia, Pértinax volvió a desmayarse.

 

***

 

Cuando despertó, se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban a su lado.

—Señor —dijo la bruja—, aquí está el confesor que usted ha pedido…

Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo ambas manos gritó, mirando al confesor con ojos espantados:

—Digo y repito que todo es pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. Y, en último caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo, debió haberlo hecho de otro modo —y expiró de veras.

No le enterraron en sagrado.

El entierro de la sardina

Rescoldo, o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el  suelo para calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per l’aer bruno.

Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa de esta desolación de honesto recreo.

Mas como quiera que esta piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos.

Pero no es eso lo peor, desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo. En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega la ceniza…y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara. Viene la reacción del terror… triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios…

En Rescoldo, Antruejo dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval, memento homo,arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo mismo que viene después del propósito de enmienda, después del  desengaño; por lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.

No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa. Somos ceniza,ha dicho por la mañana el cura, y… ya lo sabemos,dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia…

 

***

 

Celso Arteaga era uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos concupiscentes.

Su flaco era el entierro de la sardina. Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia la romería inverniza,como algunos meses antes veía, cubierto de verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles, por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el fondo apasionado, soñador, del buen Celso.

Solían agruparse los polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que se congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros, que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés; todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando al aire libre las libaciones,comoellos decían, de la colación de casa. Celso, en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas respetables. Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto; los más formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo del entierro de la sardina.

Celso, ya se sabía, en la clásica cena se ponía a medios pelos,pronunciaba veinte discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando la paz universal, la hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! —Y este era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con la palabra.

 

***

 

Un año, cuando tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra, ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir que el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.

Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de guasa,que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano,de paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura,la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional,como él la llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y a sus triunfos de invierno.

Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levítico.Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!

Como a dos pasos del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies, y, con ademanes del Tenorio,le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de Zorrilla… en fin, un encanto.

Todo era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida!

El público rió y aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:

—Tiene gracia, tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!

A la media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.

 

***

 

Celso Arteaga volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio, tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos, se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.

Algo pensó durante unos días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y aquien había regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura», pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo.

Pero lo raro fue que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista temporero,como decía él, no se hizo rogar… y habló, y venció, y… ¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡Pero qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la escena del año anterior.

Y sí era casualidad, porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez; yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…»

 

***

 

Y al día siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la chica de Pla, el del ferrocarril.

Varias veces la vio en la calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.

Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente, que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso, juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con su señora e hijos a Rescoldo.

Vio a Cecilia Pla algunas veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio que estaba muy delgada, mucho más que antes.

 

***

 

El juez llegó poco a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya para él la poca poesía que le quedaba en la tierra.

Estuvo en la fonda algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las habitaciones.

Le gustó la casa, y quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.

—Parece una sardina, —pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.

Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:

—¡Caramba! ¡Pues si es aquella… aquella del entierro!… ¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast… o cosa así.

Don Celso, con su ama de llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era en efecto; sola en el mundo.

Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia.

—¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí! —pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían volado.

Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo.

—Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche… del entierro de la sardina.

Y después pensó:

—Pero también es verdad que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante… O ¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero… de todas maneras… Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves que este sargento que tengo, había de serlo…

Y suspiró el viejo, casi burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos.

¡Lo que era la vida! Un miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina… y después la Cuaresma triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo el año hastío y tristeza.

 

***

 

Una tarde de lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino, defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.

Por la calle estrecha, detrás de él, vio que venía un entierro.

—¡Maldita suerte! —pensó, al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro—. ¡Lo que voy a toser esta noche! —se dijo, mirando distraído el féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le preguntó el señor Arteaga:

—¿De quién es?

—Una tal Cecilia Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted?

—¡Ah, si! —dijo don Celso.

Y se quedó bastante triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores del duelo.

De pronto se acordó de la frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre Cecilia.

«Parece una sardina».

Y el diablo burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo:

—Sí, es verdad, era una sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete, si tienes gana.

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La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados