Conan Doyle Sherlock Holmes

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painting-backgrounds-42465-43469-hd-wallpaper222s

painting-wallpaper-42463-43467-hd-wallpapers A continuacion ofrecemos para su descarga todas las obras de Sherlock Holmes en un solo volumen y la mejor obra de novela historica del autor:

Conan Doyle Arthur – La Guardia Blanca

La obra de Sherlock Holmes son las novelas y relatos que siguen a continuacion (unos 60 relatos incluidas 4 novelas):

Estudio en escarlata. Novela. 1887
El signo de los cuatro. Novela. 1890
Las aventuras de Sherlock Holmes. Relatos. 1892
Las memorias de Sherlock Holmes. Relatos. 1894
El sabueso de los Baskerville. Novela. 1902
El regreso de Sherlock Holmes. Relatos. 1905
El valle del terror. Novela. 1915.
El último saludo de Sherlock Holmes. Relatos. 1917
El archivo de Sherlock Holmes. Relatos. 1927

Estan completos , excepto unos pocos ,en los siguientes enlaces:

Estudio en escarlata

Relatos sHolmes1

Relatos SHolmes2

Relatos SHolmes3

El valle del terror

El signo de los cuatro 1890

El perro de los Baskerville 1902

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RELATOS DE LA LAMPARA ROJA 1 (sel.)

LA MALDICIÓN DE EVA
Robert Johnson era un hombre como tantos otros, carente de todo rasgo que lo distinguiese de un millón de hombres como él. Era pálido, de físico normal, neutral en sus opiniones; tenía treinta años y era un hombre casado. De profesión, era sastre de caballeros en New North Road, y la competencia profesional a la que tenía que hacer frente había acabado por despojarlo del escaso carácter que tenía. Su afán por atraer clientes lo había obligado a ser acomodaticio y obsequioso hasta el punto de que, al llevar la misma rutina diaria, había acabado por convertirse en algo más parecido a una máquina que a un hombre. Ninguna cuestión de importancia lo había inquietado nunca. En los tranquilos estertores de aquel fin de siglo, en el seno del reducido círculo en el que se movía, tenía la sensación de vivir ajeno a las ineludibles y primitivas pasiones que sufre el resto de la humanidad. Lo que no quita para que el alumbramiento, el deseo, la enfermedad o la muerte no sean situaciones inmutables que, cuando en el curso de la vida de cada cual, le tocan a uno de repente, no puedan arrumbar con los afeites de la civilización y obligamos a vislumbrar el rudo y desconocido rostro que se oculta tras ellos.
La esposa de Johnson era una mujer callada y menuda, de pelo castaño y amables modales. El cariño que sentía por ella constituía el único rasgo positivo de su carácter. Juntos preparaban el escaparate de la tienda todos los lunes por la mañana: camisas inmaculadas con sus cajas de cartón verde, en la parte de abajo; las corbatas, por encima, colgadas y alineadas a lo largo de barras de latón; los botones baratos de cuello de camisa, resplandecientes en sus cartones blancos a ambos lados y, en la parte de atrás, hileras de gorros de tela y unas cajas alineadas que protegían de la luz del sol los sombreros más caros. Como era ella quien llevaba los libros de contabilidad y la que se encargaba de las facturas, nadie conocía mejor las satisfacciones y las preocupaciones que poblaban los minúsculos confines de la vida de su marido. Con él había compartido la alegría en aquella ocasión en que un caballero, que se iba a la India, había comprado diez docenas de camisas y un increíble número de cuellos, igual que compartió el desánimo, cuando, una vez expedidas las mercancías, recibieron la factura devuelta desde el hotel, con la aclaración de que tal persona jamás se había alojado en él. Mano a mano, dado que no tenían hijos, llevaban trabajando cinco años para sacar adelante aquel negocio. Pero, en aquellos momentos, todo parecía indicar que se iba a producir un cambio de forma inmediata. La señora Johnson ya no podía bajar las escaleras, y su madre, la señora Peyton, había venido desde Camberwell para echarle una mano y asistir al nacimiento de su nieto.
A medida que se aproximaba el momento en que su mujer habría de dar a luz, Johnson atravesó breves períodos de ansiedad. Después de todo, era un proceso natural. Si las esposas de otros pasaban por lo mismo sin mayores percances, ¿por qué no la suya? Él mismo provenía de una familia de catorce hermanos, y su madre aún vivía y gozaba de buena salud. Raro sería que algo saliera mal. Mas, a pesar de aquellos razonamientos, el simple hecho de recordar el estado de su esposa era como una sombra que se cernía sobre cuanto se le venía a la cabeza.
El doctor Miles, de Bridport Place, el mejor del vecindario, había sido puesto al corriente con cinco meses de antelación y, a medida que se acercaba el momento, junto a los enormes envíos de prendas masculinas, comenzaron a recibir un montón de pequeños paquetes de ropita blanca, absurdamente minúsculos, cargados de volantes y cintas. Una tarde, en la que Johnson se dedicaba a poner etiquetas en unas bufandas en la tienda, oyó jaleo en el piso de arriba, momento en el que apareció la señora Peyton para decirle que Lucy no se encontraba bien y que el médico debería pasarse a verla cuanto antes.
Apresurarse era algo que no iba con la forma de ser de Robert Johnson. Era un hombre pausado y formal, al que le gustaba proceder con orden. Un cuarto de milla separaba la tienda de New North Road de la casa del doctor, en Bridport Place. Como no vio ningún coche de punto por allí, se puso en marcha, tras dejar la tienda en manos del dependiente. Al llegar a Bridport Place, le dijeron que el doctor había tenido que ir a Harman Street para atender a un hombre que había sufrido un ataque. Menos calmado porque su preocupación iba en aumento, Johnson se dirigió a Harman Street. Mientras iba de camino, dos simones, ocupados, pasaron de largo. Una vez en Harman Street, se enteró de que el médico se había ido para atender un caso de sarampión aunque, por suerte, había dejado una dirección, el número 69 de Dunstan Road, al otro lado del Regent’s Canal. Al pensar en las dos mujeres que lo esperaban en casa, Johnson se olvidó de la compostura, y echó a correr con todas sus fuerzas por Kingsland Road. Por el camino, se topó con un coche de alquiler que estaba estacionado y le pidió que lo llevase a Dunstan Road. Pero el médico acababa de irse y, sumido en la desesperación, Robert Johnson se quedó sentado en los escalones de la entrada.
Por suerte no había despedido al simón, por lo que no tardó en encontrarse de vuelta en Bridport Place. Aunque el doctor Miles aún no había regresado, lo aguardaban de un momento a otro. En una habitación de techos altos y escasa luz, en la que reinaba un olor difuso y nauseabundo a éter, Johnson se dispuso a esperar, mientras tamborileaba con los dedos en las rodillas. Los muebles de la estancia parecían sólidos, los libros de las estanterías eran de tonos oscuros, y un reloj negro y tripudo desgranaba un melancólico tictac en la repisa de la chimenea; gracias a él supo que ya eran las siete y media, y que llevaba fuera de casa una hora y cuarto. ¡Qué pensarían de él aquellas dos mujeres! Cada vez que, a lo lejos, oía una puerta, impaciente, daba un bote en el asiento que ocupaba, y aguzaba el oído para captar el tono grave de la voz del médico. Hasta que, de repente, con un estallido de gozo, oyó unos pasos rápidos en el exterior, y el chirrido de una llave en la cerradura. Antes de que el médico hubiera cruzado el umbral, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba en el vestíbulo.
—Acompáñeme, doctor, se lo ruego —exclamó-; lo he buscado por todas partes; mi esposa se ha sentido indispuesta a las seis de la tarde.
Ni siquiera sabía qué haría el médico. En cualquier caso, reaccionaría con rapidez, quizá recogiera algunas medicinas y echara a correr con él por esas calles iluminadas con luz de gas. Por el contrario, el doctor Miles dejó el paraguas en el paragüero, se sacudió el sombrero con gesto malhumorado y casi le obligó a que entrase de nuevo en la consulta.
—¡Vamos por partes! ¿Tiene usted una iguala conmigo? —le preguntó, en un tono poco cordial.
—Por supuesto doctor; desde el pasado mes de noviembre. Mi nombre es Johnson, ya sabe, el sastre de New North Road.
—Sí, sí; ya veo que se ha retrasado un poco la cosa —comentó el doctor, mientras comprobaba una lista de nombres que tenía anotados en una agenda de tapas lustrosas—. Y bien, ¿cómo se encuentra?
—No sabría decirle…
—Entiendo; es la primera vez. Para usted. Verá como para la próxima ya es un experto.
—La señora Peyton aseguró que había llegado el momento en el que se requería su presencia, doctor.
—Querido amigo, tratándose de una primeriza, no puede ser tan urgente. Me imagino que nos llevará toda la noche. Señor Johnson, no es posible que una máquina funcione sin carbón, y se da la circunstancia de que, aparte de un ligero almuerzo, no he comido nada en todo el día.
—Podríamos prepararle algo, algo caliente y una taza de té.
—Se lo agradezco, pero supongo que tendré la cena ya en la mesa. Además, en esta fase, mi presencia será de escasa utilidad. Vuélvase a casa, y diga que me pasaré en seguida por allí; le aseguro que no tardaré mucho.
Al ver como aquel hombre era capaz de pensar en ponerse a cenar en un momento así, un escalofrío de horror recorrió el cuerpo de Robert Johnson. No era capaz de darse cuenta de que aquel acontecimiento, de primordial importancia para él, no era sino una situación banal que se le presentaba a diario al médico, quien, de no haber mirado por su propia salud, no habría soportado siquiera un año la urgencia que requería su trabajo. A ojos de Johnson, sin embargo, era poco mejor que un monstruo, y regresó a la tienda, sumido en acerbos pensamientos.
—Pues sí que has tardado —le reprochó su suegra desde lo alto de la escalera, en el momento en el que puso el pie en casa.
—No he podido hacer otra cosa —dijo, jadeante—. ¿Ya ha pasado todo?
—¿Que si ya ha pasado? Mucho peor habrá de pasarlo, antes de que empiece a sentirse mejor. ¿Y el doctor Miles?
—Vendrá en cuanto acabe de cenar.
A punto estaba la anciana de decir algo cuando, a través de la puerta entreabierta, oyó un grito agudo y quejoso que la llamaba. Fue al cuarto a toda prisa y cerró la puerta, mientras Johnson, desconsolado, se dirigió a la tienda. Una vez allí, le dijo al dependiente que podía irse a casa y, frenético, se puso a cerrar las trapas y a mover cajas de un lado para otro. Cuando consideró que la tienda estaba en orden y bien cerrada, fue a sentarse en la salita de la trastienda. Pero estaba inquieto. No hacía más que levantarse, dar unos cuantos pasos y sentarse otra vez. De repente oyó un tintineo de porcelana, y vio que, por delante de la puerta, pasaba la criada con una taza y una tetera humeante en una bandeja.
—¿Para quién es ese té, Jane? —preguntó.
—Para la señora, señor Johnson. Dice que le sentaría muy bien.
Aquella simple taza de té supuso un enorme consuelo para él. Si, a pesar de todo, su esposa aún podía pensar en eso, las cosas no estaban tan mal. Fue tal el alivio que experimentó que pidió que le llevase a él otra taza de té. Acababa de tomársela cuando apareció el médico, con un pequeño maletín negro de piel en la mano.
—Y bien, ¿cómo se encuentra? —preguntó con cordialidad.
—Yo creo que está mucho mejor —repuso Johnson, muy animado.
—¡Qué fastidio! —replicó el doctor—. A lo mejor basta con que me pase mañana por la mañana, cuando vaya a visitar a mis pacientes…
—No, no —exclamó Johnson, aferrándose al grueso abrigo satinado del médico—. Estamos encantados de que haya venido. Suba a verla, doctor, y regrese cuanto antes a contarme qué impresión le ha causado.
Con unos pasos firmes y pausados, que resonaron por toda la casa, el médico subió al piso superior. Johnson oyó el chirrido de sus botas, mientras andaba por arriba, y escuchó aquel ruido como un consuelo: eran los pasos rápidos y decididos de alguien que sabe lo que se trae entre manos. Aguzó el oído para tratar de discernir lo que pasaba, y oyó cómo arrastraban una silla por el suelo; un instante más tarde, oyó cómo la puerta se abría de repente, y cómo alguien bajaba por las escaleras a toda velocidad. Con los pelos de punta, Johnson dio un brinco, convencido de que había ocurrido algo espantoso; pero no se trataba más que de su suegra, que, hecha un manojo de nervios, iba en busca de unas tijeras y unas vendas. Desapareció de nuevo y Jane subió las escaleras con un montón de toallas limpias. Más tarde, tras un rato de silencio, Johnson oyó otra vez unos fuertes pasos que hacían que el suelo retumbase, y el doctor apareció en el salón.
—Ahora parece que se encuentra mejor —dijo, tras detenerse con una mano apoyada en la puerta—. Está usted pálido, señor Johnson.
—Oh, no, señor, nada de eso —replicó, como si buscase disculparse, al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo.
—No hay motivo inmediato de preocupación —observó el doctor Miles—. El caso no se presenta de la mejor forma posible, pero hay que ser optimistas.
—¿Hay algún peligro, doctor?
—Está claro que algún peligro hay; no es un parto que se presente bien, pero podría ser mucho peor. Le he administrado un calmante. Cuando venía hacia aquí, he visto que han construido un edificio enfrente del suyo. Es una zona que cada vez está mejor. Seguro que las rentas no paran de subir. Me imagino que tiene usted el local en traspaso.
—Así es, señor —repuso Johnson, que no se perdía ninguno de los ruidos que le llegaban del piso de arriba, pero a quien no dejaba de resultar tranquilizador que el médico pudiese entablar una conversación trivial en tales circunstancias—. Es decir, no, doctor; tengo un contrato de alquiler por un año.
—En su caso, yo trataría de hacerme con el traspaso. Mire lo que le pasó a Marshall, el relojero, que está al cabo de la calle. He asistido a su mujer en dos partos, y a él le curé de unas fiebres tifoideas que atrapó cuando abrieron las alcantarillas de Prince Street. Fíjese, el propietario le subió de golpe la renta anual a casi cuarenta, y no le quedó más remedio que pagar o buscarse otro sitio.
—Pero ¿su mujer dio a luz sin problemas, doctor?
—Por supuesto; todo salió bien. ¡Vaya, vaya!
El médico aguzó el oído, se preguntó qué estaría pasando allí arriba y salió a toda prisa de la habitación.
Estaban en el mes de marzo, y las noches aún eran frescas; Jane había encendido la chimenea, pero el aire hacía que el humo revirtiese y el ambiente estaba cargado, viciado. Más por la aprensión que le oprimía que por el tiempo, Johnson estaba helado hasta los tuétanos. Se agachó delante del fuego, y arrimó a las llamas sus manos delicadas y blancas. A las diez, Jane puso la mesa y le sirvió una cena fría, pero no se sintió con fuerzas ni de probarla. Se tomó, sin embargo, un vaso de cerveza que le sentó muy bien. La tensión nerviosa parecía haber agudizado su capacidad auditiva, y podía escuchar con toda claridad hasta el menor de los movimientos que se producían en el piso de arriba. En un momento dado, aún bajo los efectos de la cerveza, se atrevió a subir de puntillas por la escalera para oír mejor lo que pasaba. La puerta del dormitorio estaba ligeramente entreabierta y, a través de aquella ranura, contempló el rostro rasurado del médico, que le pareció más cansado y nervioso que antes. Bajó las escaleras como un poseso y se llegó corriendo hasta la puerta de la casa, donde, mientras trataba de pensar en otra cosa, se entretuvo mirando lo que ocurría por la calle. Todas las tiendas estaban ya cerradas, y unos cuantos juerguistas salían de la taberna dando voces. Se quedó en la puerta hasta que desapareció el último rezagado, y entró en casa de nuevo para sentarse junto a la chimenea. Su confuso cerebro se hacía preguntas que nunca antes se había planteado. ¿Qué clase de justicia era aquélla? ¿Qué había hecho su cariñosa e inocente mujercita para merecerse algo así? ¿Por qué era tan cruel la naturaleza? Aunque estaba asustado de las cosas que pensaba, no dejaba de preguntarse por qué no se las había planteado con anterioridad.
Cuando el día comenzó a despuntar, Johnson, sumido en la desdicha y aterido de frío, seguía en el mismo sitio, envuelto en un grueso abrigo, sin dejar de mirar aquellas cenizas grises y esperando algo que pudiera aliviarlo. Tenía el rostro blanco y cubierto de sudor y, por culpa de la angustia, se encontraba en un estado de semiinconsciencia. Pero cuando oyó cómo se abría la puerta del dormitorio y los pasos del médico por las escaleras, recuperó de pronto toda la fuerza vital. En su vida diaria, Robert Johnson era un hombre predecible y poco emotivo pero, en aquel instante, a punto estuvo de ponerse a chillar mientras corría para enterarse de si todo había terminado.
Al observar el rostro tenso y grave que tenía ante sus ojos, al instante comprendió que no eran buenas las noticias que traía el médico. Con el paso de las horas, el semblante del doctor parecía tan alterado como el del propio Johnson. Estaba despeinado, con el rostro congestionado y, en la frente, tenía gotas de sudor. Un resplandor animal lucía en su mirada y trazos de agresividad se le reflejaban en la comisura de los labios, como corresponde a un hombre que, durante horas, ha estado disputando la presa más preciada al enemigo más encarnizado. Al mismo tiempo, parecía cabizbajo, como si su siniestro adversario hubiera podido con él. Tomó asiento y apoyó la cabeza en las manos, como si fuera un hombre abatido.
—He creído, señor Johnson, que tenía la obligación de hablar con usted, para decirle que las cosas se presentan muy mal. Su esposa no goza de un corazón muy resistente, y da muestras de algunos síntomas que no me gustan. Lo que quería decirle era que, si desea buscar una segunda opinión, estaré encantado de reunirme con la persona que usted designe.
Johnson estaba tan confuso por la falta de sueño y las malas noticias que acababa de oír que apenas comprendió lo que el médico trataba de decirle. Al ver que parecía dudar, éste pensó que estaba echando cuentas de cuánto podría costarle algo así.
—Smith o Hawley se pasarían por aquí por dos guineas —le comentó—. Pero, en mi opinión, el mejor es Pritchard, de City Road.
—Claro que sí; tráigame al mejor —exclamó Johnson.
—Pero Pritchard le cobrará tres guineas. Es toda una autoridad.
—Le daría todo cuanto tengo, con tal de que ella se ponga bien. ¿Quiere que vaya a buscarlo?
—Sí; pero, antes, pásese por mi casa, y diga que le den el maletín de fieltro verde. Mi ayudante se lo entregará. Dígale que necesito un preparado A. C. E. Tiene el corazón demasiado débil para soportar el cloroformo. Luego, vaya a buscar a Pritchard y venga para acá con él.
A Johnson le supo a gloria saber que podía hacer algo y serle de alguna utilidad a su esposa. Acompañado por el ruido de sus pasos, que retumbaban por las calles silenciosas mientras fornidos policías de oscuro lo enfocaban con sus linternas de luz amarilla, fue tan rápido como pudo hasta Bridport Place. Dos llamadas al timbre bastaron para que bajase a abrir un ayudante somnoliento y a medio vestir, que le entregó un frasco de cristal tapado y un maletín de tela en cuyo interior, al moverlo, resonaba algo. Johnson se metió el frasco en un bolsillo, recogió el maletín verde y, tras calarse el sombrero a duras penas, echó a correr a toda prisa hasta llegar a un lugar de City Road en el que vio el apellido Pritchard grabado en letras blancas sobre una placa de color rojo. Encantado, subió de un salto los tres escalones que lo separaban de la puerta de entrada y entonces, a sus espaldas, oyó un estruendo: el precioso frasco que llevaba se había hecho añicos contra la acera.
Por un instante tuvo la sensación de que allí yacía el mismísimo cadáver de su mujer. Pero la carrera le había refrescado las ideas, y comprendió que se trataba de algo que bien podía remediarse, y llamó al timbre con la máxima energía.
—Está bien. ¿Se puede saber qué pasa? —preguntó una voz, en tono áspero, que parecía provenir de su propio codo; retrocedió unos pasos y miró a las ventanas, pero no vio a ningún ser vivo. Ya se aproximaba al timbre de nuevo, con intención de llamar otra vez cuando, a través de la pared, pudo escuchar un rugido perfecto—. No puedo quedarme aquí tiritando toda la noche —gritó la voz—, así que dígame quién es y qué es lo que quiere, o cerraré el tubo de comunicación.
En ese momento, Johnson acertó a distinguir que, justo por encima del timbre, sobresalía el extremo de un tubo acústico, de modo que gritó a través de él:
—Quiero que me acompañe ahora mismo para que se reúna con el doctor Miles, que está atendiendo un parto.
—¿Queda muy lejos? —gritó la voz malhumorada.
—New North Road, en Hoxton.
—Mis honorarios por consulta ascienden a tres guineas, pagaderas al instante.
—De acuerdo —gritó Johnson—. Procure llevar una botella de preparado A.C.E.
—Muy bien. Espere un momento.
Cinco minutos después abría la puerta un hombre mayor, de rostro adusto y cabellos canosos. Cuando salía, se oyó una voz que gritaba desde la oscuridad de la casa:
—No olvides ponerte el pañuelo, John —a lo que el médico masculló algo por encima del hombro a modo de respuesta.
El médico era un hombre endurecido por una vida de trabajo constante y que, al igual que tantos otros, se había visto obligado por las exigencias de una familia que iba en aumento a centrarse más en el aspecto económico de su profesión que en la vertiente filantrópica. Pero, bajo aquella apariencia de rudeza, latía un corazón bondadoso.
—No es preciso que batamos ningún récord —exclamó, tras detenerse para recuperar el resuello, después de haber intentado seguir el paso de Johnson durante cinco minutos—. Tenga por seguro que andaría más deprisa si pudiera, amigo mío, y comprendo perfectamente su preocupación, pero le juro que no puedo hacerlo.
De este modo, Johnson, aunque corroído por la impaciencia, se vio obligado a aminorar el paso hasta que llegaron a New North Road: entonces salió pitando para que, al llegar, el doctor encontrase la puerta abierta. Oyó cómo ambos médicos se saludaban fuera del dormitorio, y escuchó algunos retazos de la conversación que sostuvieron: «Lamento haberlo molestado a estas horas… Un asunto feo… Es buena gente», hasta que la charla se convirtió en un murmullo y cerraron la puerta tras ellos.
Rígido y atento, Johnson se sentó en una silla, porque estaba seguro de que iba a producirse una crisis. Oía cómo ambos doctores se afanaban en el piso de arriba, incluso era capaz de distinguir la forma de andar de Pritchard, que arrastraba un poco los pies, de los pasos precisos y rápidos de su colega. Se produjo un silencio que duró unos cuantos minutos hasta que, de repente, se oyó una voz, para él desconocida, vacilante, cantarina, como de alguien en estado de ebriedad. Al mismo tiempo, por las escaleras, llegó hasta la estancia en la que se encontraba un olor dulzón y penetrante, del que quizá no se hubiera percatado nadie que no se hallara en su estado de nervios. Aquella voz acabó por convertirse en un zumbido hasta fundirse con el silencio, y Johnson emitió un hondo suspiro; acababa de caer en la cuenta de que las medicinas habían cumplido su cometido y que, pasase lo que pasase, la paciente ya no sentiría ningún dolor.
Pronto el silencio le resultó más insoportable que los gritos que había oído. Como no tenía ni idea de lo que estaba pasando, se imaginó una variedad de espantosas posibilidades. Se puso en pie de nuevo, y se acercó a la escalera. Escuchó el ruido de un metal al chocar contra otro, y la conversación en voz baja de ambos médicos. A continuación oyó cómo, asustada o disgustada, la señora Peyton decía algo, a lo que siguió el susurro de la conversación de los médicos. Y allí se quedó, apoyado en la pared veinte minutos, escuchando de vez en cuando retazos de conversaciones cuyo sentido no llegaba a captar. Hasta que, de repente, en medio del silencio, oyó un chillido más que agudo y sorprendente, la señora Peyton daba gritos de contenta, y el hombre corrió al salón y se desplomó en el sofá relleno de crin de caballo mientras, encantado, no paraba de golpear el suelo con los tacones.
Pero son muchas las ocasiones en las que ese gato gordo que es el Destino nos deja rienda suelta por un instante para volver a atraparnos con más fuerza entre sus garras. A medida que pasaban los minutos sin que, desde arriba, le llegasen más que aquellos leves gemidos insistentes, Johnson llegó a olvidarse de la alegría que había sentido y, sin respiración, aguzó el oído. Se movían despacio, y hablaban en voz baja. Pasaban los minutos, pero no oyó la voz que él esperaba. Con los nervios destrozados después de aquella noche de angustia, se quedó en el sofá sumido en la más negra desesperación. Y allí estaba todavía cuando los médicos bajaron a verlo: era un hombre sucio y miserable, con la cara sucia y el pelo despeinado después de una vigilia tan larga. Cuando los vio llegar, se puso en pie y buscó apoyo en la repisa de la chimenea.
—¿Ha muerto? —les preguntó.
—Se encuentra perfectamente —repuso el médico.
Y, al oír tales palabras, aquella alma tan pequeña y corriente, que nunca hasta aquella noche había experimentado la capacidad de lacerante tortura que llevaba en su interior, tuvo la oportunidad de descubrir, además, que también había estallidos de alegría que jamás había sentido. De no haber sido por la presencia de los médicos, que lo intimidaban, se habría postrado de rodillas.
—¿Puedo subir a verla?
—Es mejor que espere un poco.
—Doctor, le estoy… le estoy muy… —intentó decir—. Aquí tiene sus tres guineas, doctor Pritchard. Ojalá fueran trescientas.
—Ya me gustaría a mí —dijo el médico de más edad mientras, entre risas, se estrechaban la mano.
Johnson les abrió la puerta de la tienda, y escuchó durante un momento lo que hablaban una vez que ya estaban en la calle.
—Al principio, las cosas no pintaban nada bien.
—Menos mal que he contado con su ayuda.
—La verdad es que ha sido un placer. ¿Le apetece que vayamos a tomar una taza de café?
—Se lo agradezco, pero estoy a la espera de otro aviso.
Y tanto los pasos firmes como los que iban a rastras se fueron cada uno por su lado. Con el corazón aún henchido de alegría, Johnson se apartó de la puerta. Tenía la sensación de que la vida comenzaba de nuevo para él, incluso se sentía más fuerte y sereno. Quizá tanto sufrimiento tenía algún sentido, podía llegar a ser una especie de bendición tanto para su esposa como para él. Doce horas antes, ni siquiera se le hubiera ocurrido pensar tal cosa. En su interior, todo eran emociones nuevas. Si había sido preciso rastrillar el terreno, eso quería decir que algo había germinado.
—¿Puedo subir? —preguntó en voz alta y, sin esperar respuesta, subió las escaleras de tres en tres.
Con un bulto en las manos, la señora Peyton estaba en pie junto a un barreño de agua con jabón. Entre los pliegues de un chal marrón, asomaba una carita sorprendentemente rubicunda, arrugadita y húmeda, con los labios caídos y unos párpados que se agitaban como el hocico de un conejo. El cuello, aún débil, no le sujetaba la cabeza, que apoyaba contra el hombro.
—¡Dale un beso, Robert! —gritó la abuela—. ¡Dale un beso a tu hijo!
Pero él albergó una especie de rencor por aquella criaturita enrojecida, que no dejaba de parpadear. No era capaz de perdonarle aún aquella larga noche de sufrimiento. Contempló un rostro lívido en la cama, y corrió hacia él con tanto cariño y compasión que no podía expresarlos con palabras.
—¡Gracias a Dios, ya ha pasado todo! ¡Lucy, querida, ha sido espantoso!
—Pero estoy tan contenta en estos momentos. Creo que nunca en mi vida había sido tan feliz.
Y clavó la mirada en aquel bulto de color marrón.
—Casi mejor que no hables —dijo la señora Peyton.
—Pero no te vayas —musitó su mujer.
Se sentó en silencio, con su mano entre las suyas. La luz de la lámpara se debilitaba por momentos y, por la ventana, aparecían ya las primeras luces frías del amanecer. La noche había sido larga y oscura, así que el día sería más apacible y radiante. Londres comenzaba a despertarse, y empezaba a oírse el ruido de la calle. Nuevas vidas habían aparecido; otras se habían ido, mientras la gran maquinaria seguía adelante, cumpliendo con su incierto y trágico destino.

DOS ENAMORADOS
A un médico de cabecera, que atiende día y noche a sus pacientes, cuando no tiene que ir a verlos a su casa, no le resulta nada fácil encontrar un hueco a diario para salir a tomar el aire. Si quiere hacerlo, ha de levantarse temprano y caminar entre tiendas que aún están cerradas, a esa hora en que todavía hace fresco, cuando el aire parece limpio y el perfil de las cosas se dibuja con nitidez, como cuando cae una helada. Es una hora que tiene un encanto peculiar porque, a menos que nos encontremos con un cartero o con un lechero, uno tiene la calle sólo para sí y hasta las cosas más corrientes recuperan un aspecto novedoso, como si aceras, farolas y señales acabasen de abrir los ojos a un nuevo día. Se trata de un momento en el que hasta una ciudad del interior puede resultar hermosa, y ofrecer su rostro más amable, a pesar del aire enrarecido que en ella se respira.
Yo vivía, sin embargo, en una ciudad que estaba a orillas del mar, una ciudad desagradable sobremanera si no fuera por los magnificentes parajes que la rodeaban. Además, nadie se agobia por cómo sea una ciudad, siempre y cuando pueda sentarse en un banco, en lo alto de un promontorio, y contemplar una inmensa bahía azul y esa cimitarra amarilla que la circunda. Me encantaba contemplar aquel enorme rostro, salpicado de botes de pesca, igual que me encantaba ver cómo, a lo lejos, pasaban enormes barcos, majestuosos y pausados, pequeñas colinas blancas, sin casco, con las gavias tan abombadas como un canesú. Pero cuando más a gusto me sentía era cuando la huella del hombre no turbaba el esplendor de la naturaleza; cuando, entre veloces nubes cargadas de lluvia, los rayos oblicuos del sol iluminaban aquellos parajes. Más tarde, tendría ocasión de contemplar el horizonte envuelto en tules de ráfagas de lluvia, con el delicado halo gris que le prestaba el paso de unas lentas nubes plomizas, mientras el sol doraba el lugar en el que me encontraba, resplandecía por encima de las olas que rompían, sus rayos hendían las ondas verdes que crecían a lo lejos, y dejaban al descubierto esas zonas de color púrpura donde se mecen las algas. Una mañana así, con el aire azotándonos el pelo, el sabor de las olas en los labios y los graznidos de las gaviotas arremolinadas, hace que uno se sienta como un hombre nuevo al regresar a las hediondas habitaciones de los enfermos y al aburrimiento taciturno y mortal de la profesión que ha elegido.
Fue en otra de esas mañanas cuando vi por primera vez a aquel anciano, que se acercó a mi banco justo en el momento en que me disponía a irme. Me habría fijado en él incluso en una calle atestada, porque era un hombre corpulento y de aspecto refinado, con un toque de distinción en la curvatura de los labios y en la forma que tenía de ladear la cabeza. Con esfuerzo, apoyado en un bastón, subía aquel sendero sinuoso, como si sus anchos hombros fueran demasiado grandes para los vacilantes miembros que habían de cargar con ellos. A medida que se acercaba, no pude dejar de observar las señales de peligro que la naturaleza me ofrecía, como aquel leve color azulado de la nariz y de los labios, síntomas evidentes de un corazón cansado.
—Es un camino un poco empinado, señor —le dije—. Como médico, creo que tengo la obligación de decirle que haría bien en pararse a descansar aquí un momento, antes de continuar.
Inclinó la cabeza con gesto amable, pero a la antigua, y se sentó en el banco. Al ver que no parecía tener deseos de hablar, también yo me callé, aunque no pude dejar de mirarlo de reojo porque, con aquel sombrero plano de bordes alzados, la corbata de seda negra sujeta con un broche a la altura de la nuca y, sobre todo, aquel ancho y carnoso rostro, perfectamente rasurado, y aquellas arrugas, se trataba de un magnífico representante de la primera mitad del siglo. Antes de perder su agudeza, aquellos ojos habían observado lo que los rodeaba desde el pescante de una diligencia y habían visto a montones de obreros excavando por las cunetas. Seguro que aquellos labios habían esbozado una sonrisa al hojear los primeros capítulos de Pickwick, y algo habrían comentado acerca de cuánto prometía el joven que los había escrito. Su rostro, en realidad, era como un almanaque de los últimos setenta años: cada una de sus arrugas era un reflejo de las penalidades tanto públicas y privadas que había pasado. La profunda arruga de la frente probablemente se debía al motín de los hindúes; esa otra arruga de preocupación quizá tuviera relación con aquel invierno en Crimea, y aquellas patas de gallo, me imaginaba yo, con la muerte de Gordon. Mientras yo dejaba volar mi imaginación, aquel anciano caballero de reluciente corbata se había difuminado y, con él, se habían ido setenta años de la historia de una gran nación que, aquella mañana y en aquel promontorio, habían tomado cuerpo ante mis ojos.
Pero no tardó mucho en devolverme al mundo real. En cuanto recuperó el aliento, sacó una carta del bolsillo y, tras ponerse unas gafas de montura de concha, la leyó con extrema atención. Aunque no tenía intención alguna de espiar lo que hacía, caí en la cuenta de que se trataba de una escritura de trazo femenino. Cuando hubo terminado, la leyó de nuevo, y sin moverse, con las comisuras de los labios caídas y la mirada perdida en un vacío que se extendía más allá de la bahía; su imagen era la del anciano más desamparado que había visto en mi vida. Al observar aquel rostro melancólico, noté cómo se revolvía en mi interior la mejor parte de mí mismo pero, al mismo tiempo, supe que no tenía ganas de hablar, así que, atendiendo al reclamo de mi desayuno y de los pacientes que me esperaban, lo dejé allí, en aquel banco, y regresé a mi casa.
No volví a pensar a él en todo el día; pero, a la mañana siguiente, a la misma hora, apareció de nuevo por el promontorio, y tomó asiento en aquel banco que yo ya consideraba de mi propiedad. A pesar de que hizo un gesto de saludo antes de acomodarse, igual que el día anterior, no parecía tener ganas de entablar conversación. Durante esas veinticuatro horas había experimentado un cambio a peor. Tenía el rostro más abotargado y arrugado, y aquel preocupante color azulado se manifestó con mayor nitidez una vez que hubo subido la cuesta. Una barba gris de un día ocultaba los nítidos rasgos de sus mejillas y de su barbilla, y su grande y bien formada cabeza había perdido algo de aquella prestancia que me había llamado la atención la primera vez que lo vi. Llevaba una carta en la mano, la misma u otra, pero también escrita por una mujer; y la contemplaba, sin dejar de farfullar, con aspecto senil, con la frente fruncida y las comisuras de los labios apretadas, como un niño enfurruñado. Me aparté de él, no sin dejar de preguntarme quién podría ser y cómo era posible que, en el transcurso de un solo día de la primavera, hubiera experimentado tal cambio.
Tanto me picaba la curiosidad que, al día siguiente, aguardé su llegada con impaciencia. Como era de esperar, a la misma hora, vi que subía la cuesta, pero muy despacio, con la espalda encorvada y la cabeza colgando. Al verlo de cerca, me quedé sorprendido del cambio.
—Mucho me temo que el aire de por aquí no le sienta bien, señor —me aventuré a decir.
Pero daba la impresión de que no se encontrase con fuerzas para hablar. Creí que iba a darme una respuesta, pero ésta se quedó en un susurro, seguido de un silencio. ¡Qué hundido, débil y viejo me pareció, como si le hubieran echado por lo menos diez años encima desde la primera vez que lo había visto! Ver cómo aquel admirable anciano se venía abajo me llegó al corazón. Y siempre aquella carta, que desdoblaba con dedos temblorosos. ¿Quién sería aquella mujer cuyas palabras llegaban a conmoverlo hasta tal punto? Una hija, sin duda o, quizá, una nieta, que habrían tenido que ser la alegría de su hogar en vez de…, y sonreí para mis adentros al caer en la cuenta de lo ácido que me estaba volviendo, por la ligereza con que me había inventado un episodio romántico a propósito de aquel hombre mayor sin afeitar y su correspondencia. El caso es que no se me fue de la cabeza en todo el día, y no dejé de atisbar retazos de aquellas manos temblorosas, cargadas de venas azuladas y nudosas, que desplegaban una carta.
La verdad es que no tenía esperanzas de volver a verlo, porque pensé que otro día de declive lo obligaría a quedarse en su cuarto, o en su cama. Así que me sorprendí mucho cuando, al acercarme a mi banco, observé que él ya estaba allí. En cuanto me acerqué, sin embargo, no estaba muy seguro de que se tratase del mismo individuo, a pesar de que llevaba el mismo sombrero de alas, la reluciente corbata y las gafas de concha; pero ¿qué había sido de aquella espalda encorvada, de aquel rostro cubierto de vello gris que daba pena? Estaba recién afeitado, tenía los labios firmes, una mirada penetrante y una cabeza que se alzaba sobre sus anchos hombros, como la de un águila erguida en lo alto de un peñasco. Tenía la espalda tan tiesa y recta como la de un granadero y, con una vitalidad increíble, removía guijarros con el bastón que llevaba en la mano. Lucía una flor de color dorado en el ojal del abrigo negro y bien cepillado y, en el bolsillo de la pechera, destacaba la punta de un coqueto pañuelo de seda roja. Cualquiera hubiera dicho que se trataba del mayor de los hijos de aquel individuo agotado que había estado sentado allí mismo la mañana anterior.
—¡Buenos días, señor, buenos días! —gritó, agitando alegremente el bastón.
—¡Buenos días! —repuse—. ¡Qué hermosa está la bahía!
—Sin duda. Pero tendría que haberla visto antes de que saliera el sol.
—¿Cómo es que lleva aquí tanto tiempo?
—Estoy aquí desde que no había ni suficiente luz para ver el sendero.
—Pues sí que es usted madrugador.
—Sólo a veces, señor, sólo a veces —y clavó en mí los ojos, como para discernir si era digno de que depositase en mí su confianza—. La verdad, señor, es que hoy mi esposa vuelve a mi lado.
Me imagino que mi rostro no daba a entender que comprendiese lo que acababa de decirme por completo. Pero, por mi mirada, debió de reparar en que estaba de su lado, porque se acercó a mí y comenzó a hablarme en voz baja, en tono confidencial, como si fuese a hacerme partícipe de algo tan importante que ni siquiera las gaviotas tenían por qué darse por enteradas.
—¿Está usted casado?
—No, no lo estoy.
—En ese caso, no podrá entenderlo. Mi mujer y yo llevamos casados desde hace casi cincuenta años, y nunca, nunca hasta ahora, nos habíamos separado.
—¿Ha sido una larga separación? —pregunté.
—Así es, señor. Hoy hace cuatro días. Unos asuntos requerían su presencia en Escocia, y los médicos no me han permitido acompañarla. Ellos jamás me habrían parado los pies, por supuesto, pero ella se puso de su parte. En cambio, ahora, gracias a Dios, ya ha pasado todo, y en cualquier momento habrá vuelto.
—¿Aquí mismo?
—Así es. Este promontorio y este banco nos han acompañado desde hace treinta años. Si he de serle sincero, las personas con las que vivimos no son muy agradables y, en su casa, apenas tenemos intimidad. Por eso prefiero que nos veamos aquí. No sé en qué tren ha de regresar pero, aunque hubiera tomado el primero de la mañana, me habría encontrado aquí, esperándola.
—En ese caso… —dije, poniéndome en pie.
—¡Oh, no, señor! —me suplicó—. Le ruego que se quede, siempre y cuando no le aburran estas reflexiones hogareñas.
—Todo lo contrario.
—¡Me he sentido tan apocado estos pocos días! ¡Han sido como una pesadilla! A lo mejor, le resulta extraño que un anciano como yo sea capaz de experimentar tales sentimientos.
—Me parece maravilloso.
—¡No piense que es cosa mía, señor! Cualquier hombre sentiría lo mismo que yo, si hubiera tenido la dicha de casarse con semejante mujer. Quizá, al verme con este aspecto y, después de haberle hablado del mucho tiempo que llevamos juntos, piense que ella también es mayor.
Y se echó a reír con ganas, mientras los ojos le hacían chiribitas sólo de pensarlo.
—Debe saber que se trata de una de esas mujeres que están dotadas de un corazón joven, algo que, por fuerza, ha de reflejarse en su rostro. Para mí, se conserva igual que en el cuarenta y cinco, cuando tomó mi mano entre las suyas por primera vez; quizá lo hiciera con un poco más de fuerza, y eso que, cuando era joven, su defecto más sobresaliente consistía en que era más delgada de lo normal. Ella estaba por encima de mí: yo era un empleado, y ella era la hija de mi jefe. Le juro que fue un verdadero flechazo, y acabé por conquistarla, aunque, debo confesarle que jamás me he habituado a las delicias y maravillas de tal situación. Pensar que una mujer tan delicada y adorable se ha pasado la vida a mi lado, y que he sido capaz de…
Se calló de repente, mientras yo, sorprendido, me quedé observándolo. Todas las fibras de su enorme cuerpo, de los pies a la cabeza, se pusieron a temblar. Se agarraba con las manos al asiento de madera del banco, sin dejar de patear la gravilla. Supe lo que le pasaba: trataba de ponerse en pie, pero estaba tan nervioso que no era capaz de hacerlo. Hice ademán de tenderle la mano, pero, por cortesía, me sentí obligado a retirarla y mirar al mar. Un instante después, se había puesto en pie y corría cuesta abajo.
Una mujer se dirigía hacia nosotros. Antes de que él llegase a verla, estaba ya cerca, a unas treinta yardas como mucho. No sé si alguna vez había sido tal como él la describía, o si se trataba de un ideal forjado en su imaginación. En efecto, la persona que tenía ante mis ojos era alta, pero gruesa y carente de formas, de rostro rubicundo y simpático, y llevaba la falda recogida de un modo grotesco. Llevaba una cinta verde en el sombrero que me hizo daño a la vista, y un canesú en forma de blusa, carente de gracia, que parecía que iba a estallar. ¡Conque aquélla era la chica adorable, la eternamente joven! Me entristecí al pensar en lo poco que había de quererlo una mujer así, tan poco merecedora de tanto amor. Subía por el sendero con paso firme, mientras él iba dando tumbos a su encuentro. Cuando se alcanzaron, observé discretamente, de reojo, cómo él le tendía las manos, mientras ella, acobardada por recibir una caricia en público, le estrechaba una mano entre las suyas y lo saludaba. En ese momento, me fijé en su rostro, y recobré la tranquilidad al pensar en aquel anciano. Quiera Dios que, cuando mis manos se tornen temblorosas y se me encorve la espalda, cuente con una mujer que me mire a los ojos de ese modo.

LA ESPOSA DE UN FISIÓLOGO
El profesor Ainslie Grey no había bajado a desayunar a la hora que tenía por costumbre. El reloj de carillón que, en la repisa de la chimenea del comedor, sobresalía entre los bustos de terracota de Claude Bernard y John Hunter, había dado la media y los tres cuartos. En aquel instante, el minutero dorado se acercaba a las nueve, y el dueño de la casa aún no había dado señales de vida.
Se trataba de un hecho sin precedentes. En los doce años que llevaba al frente de aquella casa, su hermana menor nunca había observado que se retrasase ni un segundo. Así que, sentada ante la impresionante cafetera de plata, dudaba si ordenar que tocasen el gong o aguardar en silencio porque, en ambos casos, podía cometer un error, y su hermano no era un hombre que tolerase los yerros.
La señorita Ainslie Grey era un poco más alta de lo normal, delgada, con patas de gallo y esos hombros encorvados que distinguen a una persona aficionada a la lectura. De rostro enjuto y alargado, y de pómulos sonrosados, tenía una frente que denotaba prudencia y reflexión, mientras que los labios finos y la barbilla prominente indicaban una obstinada cabezonería. Reflejo de sus gustos eran un cuello y unos puños blancos, como único adorno de un vestido negro tan sencillo como el de una cuáquera. En su pecho liso, lucía una cruz de ébano. Muy tiesa en su silla, con las cejas arqueadas, estaba atenta a todo lo que pasaba a su alrededor, sin dejar de mover las gafas de atrás hacia delante, en un gesto nervioso que era muy suyo.
De pronto, al oír el sonido apagado de unos pasos cadenciosos sobre la alfombra mullida, hizo un gesto de satisfacción con la cabeza, y comenzó a servir el café. Se abrió la puerta y, con paso rápido y nervioso, apareció el profesor. Hizo un ademán con la cabeza para saludar a su hermana y, tras sentarse enfrente de ella, al otro extremo de la mesa, empezó a abrir el pequeño montón de correo apilado junto a su plato.
El profesor Ainslie Grey tenía por aquel entonces cuarenta y tres años, casi doce más que su hermana. Había hecho una brillante carrera y, tanto en Edimburgo como en Cambridge y en Viena, gozaba de una enorme reputación en los campos de la fisiología y de la zoología.
Había llegado a ser miembro de la Royal Society gracias a su opúsculo Sobre el origen mesoblástico de las terminaciones nerviosas excitomotrices, y sus investigaciones Acerca de la naturaleza del Bathybius junto con algunas observaciones sobre los Lithococci habían sido traducidas por lo menos a tres de las lenguas que se hablaban en Europa. Una de las más reputadas autoridades vivas lo había calificado de claro ejemplo y encarnación viviente de lo mejor que deparaba la ciencia moderna. No tiene, pues, nada de extraño que, cuando la industriosa ciudad de Birchespool decidió dotarse de una facultad de medicina, ofreciese encantada la cátedra de fisiología al señor Ainslie Grey, que gozaba aún de mayor consideración, pues no en vano todo el mundo pensaba que aquel puesto no era sino un paso más en su camino a la cima y que, en cuanto se produjese una vacante, lo dejaría para ocupar alguna cátedra más prestigiosa.
Físicamente, se parecía a su hermana, idéntica mirada, perfil similar, idéntica frente de intelectual. No obstante, tenía la boca más firme, y su alargada y delgada mandíbula inferior, que acariciaba de vez en cuando con el pulgar y el índice, mientras echaba un vistazo a la correspondencia, era más angulosa, más decidida.
—Estas criadas son muy parlanchinas —comentó, mientras a lo lejos se oía lo más parecido a un chasquido de lenguas.
—Es Sarah —dijo su hermana-; hablaré con ella.
Le había acercado una taza de café, mientras ella tomaba la suya a sorbitos, sin dejar de observar a hurtadillas el rostro austero de su hermano.
—El primer gran avance de la raza humana —aseguró el profesor— se produjo con el desarrollo de las circunvoluciones frontales del hemisferio izquierdo del cerebro, gracias a lo cual adquirió la capacidad del lenguaje. El segundo avance, en este sentido, fue cuando aprendió a controlar dicha facultad. Pero la mujer aún no ha alcanzado dicha fase.
Cuando hablaba solía hacerlo con los ojos entrecerrados y la barbilla echada hacia delante pero, en cuanto se callaba, abría unos ojos como platos y miraba fijamente a su interlocutor.
—Yo no soy charlatana, John —dijo su hermana.
—Tienes razón, Ada; en muchos aspectos estás más cerca del tipo superior o masculino.
El profesor se inclinó sobre el huevo que tenía delante con los mismos modales con que un hombre acompaña un cumplido, pero la muchacha hizo un mohín y, molesta, se encogió de hombros.
—Esta mañana te has retrasado, John —señaló tras un momento de silencio.
—Así es, Ada; he pasado una mala noche. Una congestión cerebral sin duda, debida a una estimulación excesiva de los centros del pensamiento. Se me ha dispersado un poco la mente.
Atónita, su hermana clavó la vista en él. Hasta aquel instante, los procesos mentales del profesor habían sido tan regulares como sus costumbres. Después de doce años de convivencia, ya había caído en la cuenta de que su hermano vivía en una serena y rarificada atmósfera de calma científica, que lo situaba muy por encima de las emociones cotidianas que influyen en mentes no tan superiores como la suya.
—Veo que te ha pillado de sorpresa, Ada —añadió él—, y no me extraña nada. También yo me habría sorprendido si alguien me hubiera dicho que era tan sensible a las molestias de origen vascular. Porque, en definitiva, cuando se las estudia a fondo, todas nuestras molestias tienen un origen vascular. Estoy pensando en casarme.
—¡Supongo que no será con la señora O’James! —exclamó Ada Grey, al tiempo que dejaba la cucharilla para el huevo.
—Querida, tienes altamente desarrollada esa capacidad tan femenina que es la receptividad. En efecto, se trata de la señora O’James.
—Pero si no sabes casi nada de ella; ni siquiera los Esdaile están muy al tanto. No es más que una conocida, por mucho que viva en The Lindens. John, ¿no sería mejor que hablases antes con la señora Esdaile?
—Ada, no creo que la señora Esdaile vaya a decirme nada que modifique sustancialmente el patrón de conducta que he de seguir. He considerado el asunto desde todos los puntos de vista. Un espíritu científico tarda en extraer conclusiones pero, una vez que ha llegado a ellas, no suele cambiar de idea con facilidad. El matrimonio es el estado natural de los seres humanos. Como de sobra sabes, he andado tan ocupado con mis obligaciones académicas y de otra índole que apenas he tenido tiempo de prestar atención a mis asuntos personales. Ahora veo las cosas de un modo diferente, y no se me alcanza razón alguna para desechar la ocasión de encontrar una compañera que esté a mi altura.
—¿Estáis comprometidos?
—No hay que precipitarse, Ada. Ayer me atreví a decirle a la dama en cuestión que estaba dispuesto a seguir el destino común de todos los hombres. Iré a verla después de la clase de hoy por la mañana, a fin de recabar noticias de cómo ha recibido mi proposición. ¡Estás frunciendo el ceño, Ada!
Su hermana pareció sobresaltarse, y trató de que desapareciese de su rostro aquel gesto de contrariedad. Llegó incluso a balbucir algunas palabras de enhorabuena, pero su hermano parecía tener la mirada ausente, signo inequívoco de que no la escuchaba.
—Por supuesto, John, deseo que seas todo lo feliz que te mereces. Si te pareció que albergaba alguna duda, es porque conozco la importancia de un asunto así, y porque todo ha sido tan de repente, tan inesperado —aseguró, llevando su delicada mano blanca hasta la cruz que pendía de su pecho—. Se trata de momentos en los que todos necesitamos que alguien nos guíe, John. Si pudiera convencerte para que buscases asistencia espiritual…
Con un gesto de censura con la mano, el profesor declinó tal sugerencia.
—No merece la pena volver sobre eso —apuntó—. No podemos enzarzarnos en una discusión otra vez. Tú das por sentadas muchas cosas que yo no estoy dispuesto a aceptar, lo que me lleva a poner en duda las premisas de las que partes. No partimos de la misma base.
Su hermana emitió un suspiro.
—Porque te falta fe —le dijo.
—No es así; creo en las inmensas fuerzas de la evolución que hacen que la raza humana camine hacia un desconocido, aunque sin duda excelso, destino.
—No crees en nada.
—Al contrario, mi querida Ada; creo en la diferenciación protoplasmática.
La joven negó tristemente con la cabeza. Se trataba del único asunto en el que se atrevía a poner en duda la infalibilidad de su hermano.
—En cualquier caso, ésa no es la cuestión —añadió el profesor, doblando la servilleta—. Si no me equivoco, existe la posibilidad de que, en nuestra familia, se produzca algún otro acontecimiento que también tiene que ver con el matrimonio. ¿No es así, Ada? ¿No dices nada?
Con una mirada cargada de gracia picarona, le guiñó un ojo a su hermana. Ella estaba muy tiesa en la silla y trazaba surcos sobre el mantel con las pinzas del azúcar.
—El doctor James M’Murdo O’Brien —dijo el profesor, en voz alta.
—No, John, no —le rogó la señorita Ainslie Grey.
—El doctor James M’Murdo O’Brien —continuó su hermano, de forma implacable— es un hombre que ya ha dejado su huella en la ciencia de nuestros días. Es el mejor, el más cualificado de mis alumnos. Te doy mi palabra, Ada, de que sus Observaciones sobre los pigmentos biliares, con especial mención de la urobilina llevan camino de convertirse en todo un clásico. Ni que decir tiene que ha revolucionado los conocimientos de que disponíamos sobre dicho pigmento.
Hizo una pausa, pero su hermana, con la cabeza gacha y las mejillas ruborizadas, guardó silencio, mientras la pequeña cruz de ébano subía y bajaba al ritmo de su respiración acelerada.
—Como ya sabrás, al doctor James M’Murdo O’Brien le han ofrecido la cátedra de fisiología de Melbourne. Ya ha vivido cinco años en Australia, y tiene ante él un prometedor futuro. Hoy se despide de nosotros, porque se va a Edimburgo y, dentro de dos meses, partirá para hacerse cargo de su nuevo cometido. Sabes lo que siente por ti. Así que de ti depende que se vaya solo o no. Por mi parte, no soy capaz de concebir una misión más excelsa para una mujer cultivada que la de acompañar en su existencia a un hombre capaz de llevar a cabo con éxito investigaciones como las realizadas por el doctor James M’Murdo O’Brien.
—Pero no me ha dicho nada —musitó la dama.
—Hay insinuaciones más sutiles que las palabras —repuso su hermano, mientras afirmaba con la cabeza—. Estás pálida. Tu sistema vasomotor está sobrecargado; por eso se te han contraído las arteriolas. Trata de sobreponerte. Me parece oír un coche. Imagino que quizá esta mañana tengas una visita, Ada. Y ahora, te ruego que tengas a bien disculparme.
Tras echar una ojeada al reloj, salió al vestíbulo y, unos minutos más tarde, recorría en el interior de su silencioso y confortable carruaje las calles de fachadas de ladrillo de Birchespool.
Cuando terminó la clase, el profesor Ainslie Grey se dio una vuelta por su laboratorio; reguló diversos instrumentos científicos, tomó algunas notas sobre la evolución de tres distintos cultivos de bacterias, preparó unas cuantas muestras para el microscopio con un micrótomo y, finalmente, resolvió las dificultades que le presentaron siete estudiantes que llevaban a cabo otras tantas y diferentes investigaciones. Tras haber cumplido metódicamente y a conciencia con sus obligaciones diarias, regresó al carruaje y ordenó al cochero que lo llevase a The Lindens. Por el camino, mostraba un rostro frío e impasible pero, de vez en cuando, se llevaba los dedos a aquella barbilla prominente, con gesto inquieto y nervioso.
The Lindens era una mansión antigua, cubierta de hiedra, situada en un lugar que, en otro tiempo, se consideraba ya campo, pero que se había visto atrapado entre los largos tentáculos de ladrillo rojo del ensanche de la ciudad. Con todo, el recinto quedaba apartado de la carretera, y tenía su propio jardín. Un camino sinuoso, con laureles a ambos lados, conducía hasta un pórtico en forma de arco que estaba a la entrada. A la derecha había césped y, al fondo, a la sombra de un espino blanco, vio a una dama sentada en una silla de jardín, con un libro en las manos. Al oír el ruido de la puerta de la entrada, se incorporó; al verla, el profesor se apartó de la puerta y se acercó a ella.
—¡Cómo! ¿No viene a ver a la señora Esdaile? —le preguntó, tras abandonar con rapidez la sombra del espino blanco.
Era una mujer menuda, muy femenina, desde los generosos bucles de sus cabellos rubios y delicados hasta el delicado calzado de jardín que sobresalía por la parte inferior de su vestido de color crema. Mientras lo saludaba con una delicada mano, enguantada con elegancia, sujetaba con la otra un grueso libro de tapas verdes. Sus modales seguros, naturales y comedidos eran los de una mujer madura y desenvuelta; pero el rostro que alzaba hacia él conservaba la expresión inocente, incluso infantil, de una joven, gracias a unos enormes y confiados ojos grises, y a una boca sensual y burlona. A sus treinta y dos años, la señora O’James era viuda, pero nada en su rostro daba pie a suponer tales circunstancias.
—Estoy convencida de que ha venido para ver a la señora Esdaile —insinuó, con una mirada tan desafiante como acariciante.
—No, no he venido a ver a la señora Esdaile —repuso él, sin abandonar su actitud fría y seria-; he venido a verla a usted.
—Me hace un gran honor —le replicó ella, con cierto deje irlandés—. ¿Qué harán esos pobres estudiantes sin su profesor?
—Ya he finalizado mis obligaciones académicas. Acepte mi brazo, y demos una vuelta al sol, verá lo fácil que resulta comprender que los orientales hayan hecho del sol una divinidad: es la representación de la gran fuerza benéfica de la naturaleza, aliado del hombre contra el frío, la esterilidad y todo cuanto le resulta aborrecible. ¿Qué está leyendo?
—Materia y vida, de Hale.
El profesor alzó sus espesas cejas.
—¡Hale! —dijo, para repetir de nuevo en una especie de susurro—: ¡Hale!
—¿No está usted de acuerdo con él? —le preguntó la dama.
—No, no se trata de eso. Yo no soy más que una mónada, algo insignificante; es la tendencia más excelsa del pensamiento moderno la que se aparta de él, porque defiende lo indefendible. Es un observador excelente, pero sus razonamientos son endebles. No le recomendaría que fundamentase en Hale sus opiniones.
—Claro, y tendré que leer la Crónica de la naturaleza para contrarrestar tan perniciosa influencia —comentó la señora O’James, con una risa suave y arrulladora.
Aquella Crónica de la naturaleza era una de las muchas obras en las que el profesor Ainslie Grey se había puesto del lado de las negativas doctrinas del agnosticismo científico.
—Es una obra bastante deficiente —repuso—, y no podría recomendársela. Preferiría que leyera más bien las obras clásicas de algunos de mis anteriores y más elocuentes colegas.
Interrumpieron la conversación un momento mientras paseaban, bajo aquel espléndido sol, a lo largo y ancho de un césped verde y aterciopelado.
—¿Ha pensado algo —le preguntó por fin— de lo que le dije anoche?
No obtuvo respuesta, pero la dama seguía caminando a su lado, con la vista puesta en otra parte y la cabeza gacha.
—No tengo intención de apremiarla —continuó—. Sé que se trata de una decisión que no puede tomarse a la ligera. Yo mismo reflexioné bastante, antes de atreverme a hacerle tal proposición. Aunque no soy un hombre emotivo, cuando estoy a su lado, tomo conciencia del irreprimible deseo evolutivo que hace que un sexo se complemente con el otro.
—¿Significa eso que cree en el amor? —le preguntó, con una mirada rápida y centelleante.
—No me queda más remedio.
—¿Y aun así se atreve a negar la existencia del alma?
—Hasta qué punto se trata de cuestiones psicológicas o materiales es algo que aún está por decidir —repuso el profesor, con actitud tolerante—. También podríamos llegar a la conclusión de que, igual que lo es de la vida, el protoplasma es el fundamento físico del amor.
—¡Qué cabezota es usted! —le respondió ella—. Es capaz de rebajar el amor al nivel de la física.
—Y también de elevar la física hasta las alturas del amor.
—Bueno, eso está mejor —repuso la dama, con una sonrisa de comprensión—. Lo que acaba de decir es muy bonito, y permite contemplar la ciencia desde una perspectiva más agradable.
Con una mirada radiante, alzó la barbilla con el grácil y decidido mohín de toda mujer que sabe que domina una situación.
—Creo que no me falta razón —añadió el profesor— al pensar que mi cometido actual no es más que un peldaño que me guiará hasta un más vasto terreno de la actividad científica. Ahora mismo, la cátedra me proporciona mil quinientas libras al año, a las que hay que sumar algunos centenares más gracias a mis libros. Creo, en consecuencia, que estoy en condiciones de garantizarle las comodidades a las que está usted acostumbrada. Eso por lo que se refiere a mi situación económica. En cuanto a mis condiciones físicas, siempre he sido un hombre sano. No he padecido ninguna enfermedad en mi vida, aparte de algunos episodios pasajeros de jaquecas, como consecuencia de una actividad cerebral demasiado prolongada. Ni mi padre ni mi madre presentaron síntomas de ninguna diátesis mórbida, pero no le ocultaré que mi abuelo padecía de podagra.
La señora O’James pareció sobresaltarse.
—¿Se trata de algo grave? —preguntó.
—Tenía gota —repuso el profesor.
—¿Nada más? Porque sonaba mucho peor.
—Es una grave tara, pero espero no ser una víctima del atavismo. Si me he decidido a contárselo es porque se trata de factores que no ha de pasar por alto a la hora de tomar una decisión. ¿Puedo preguntarle ahora si tengo alguna posibilidad de que acepte usted mi proposición?
Dejó de andar un instante, y la miró con ojos graves y esperanzados.
Estaba claro que algo bullía en su interior: con la vista baja, pisaba el césped con su delicado calzado y, con dedos nerviosos, no dejaba de juguetear con la cadena que llevaba al cuello. Hasta que, de pronto, con gesto brusco y precipitado, tras dejarse llevar por una especie de abandono y temeridad, tendió la mano a su acompañante.
—Acepto —fue su respuesta.
Se habían detenido a la sombra del espino blanco. Él se inclinó ceremoniosamente, y besó su mano enguantada.
—Confío en que nunca tenga ocasión de lamentarse de la decisión que acaba de tomar —le dijo.
—Y yo confío en que usted jamás me dé motivos para ello —contestó ella, con respiración entrecortada.
Lo dijo con lágrimas en los ojos y labios temblorosos de tan emocionada como estaba.
—Vamos a que nos dé un poco el sol —dijo él—. Es un magnífico tonificante. Tiene usted los nervios a flor de piel. No se trata más que de una leve congestión de la médula y del bulbo cerebral. Nunca está de más limitar los estados psicológicos o emocionales a sus meros soportes físicos. Sólo gracias a eso nos damos cuenta de que aún nos queda algo sólido a lo que asimos.
—Pero es tan poco romántico lo que dice —observó la señora O’James, con unos ojos chispeantes de nuevo.
—El romanticismo es tan sólo un efecto de la imaginación y la ignorancia. Felizmente no hay espacio para algo así allí donde llega la luz pausada y clara de la ciencia.
—¿Así que no hay nada de romántico en el amor? —le preguntó la dama.
—Nada de nada. El amor les ha sido arrebatado a los poetas y ha ido a caer en los confines de la verdadera ciencia. Podría decirse que es una de esas descomunales fuerzas cósmicas elementales. Cuando un átomo de hidrógeno atrae a un átomo de cloro para formar esa molécula perfecta que es el ácido clorhídrico, la fuerza de atracción que ejerce podría ser similar en esencia a la misma que hace que me sienta atraído por usted. Por lo visto, las únicas fuerzas elementales son la atracción y la repulsión. Parece ser que, en este caso, se trata de atracción.
—Y aquí llega la repulsión —dijo la señora O’James, al ver a una dama corpulenta y coloradota que se acercaba a ellos andando por el césped—. ¡Qué bien que haya salido de casa, señora Esdaile! Ha venido el profesor Grey.
—¿Cómo está usted, profesor? —dijo la señora, en un tono demasiado formal—. Han acertado al quedarse aquí fuera con un día tan bueno. ¿No les parece divino?
—Realmente, hace un tiempo maravilloso —replicó el profesor.
—¡Escuchen el susurro del viento en los árboles! —exclamó la señora Esdaile, mientras alzaba un dedo al aire—. Es el arrullo de la naturaleza. ¿Acaso no podríamos imaginamos, profesor Grey, que sean los ángeles los que susurran?
—Confieso que no se me había ocurrido una cosa así, señora.
—Profesor, me veo obligada a plantearle siempre la misma queja: su falta de comunión con el significado profundo de la naturaleza. ¿O quizá no se trate más que de una carencia de su imaginación? ¿Acaso no siente cierta emoción al escuchar el canto de ese zorzal?
—He de confesar que ni me había dado cuenta, señora Esdaile.
—¿O al contemplar los delicados tonos de las hojas de los árboles? ¡Fíjese en la variedad de verdes!
—Clorofila —musitó el profesor.
—La ciencia es prosaica hasta la desesperación: disecciona y clasifica, y fija tanto su atención en nimiedades que llega a olvidarse de las cosas realmente grandiosas. Tiene una pobre opinión acerca de la inteligencia femenina, profesor Grey. Al menos, creo que le he oído expresarse en ese sentido.
—Se trata de una cuestión de peso —observó el profesor, tras cerrar los ojos y encogerse de hombros—. Como media, el cerebro femenino pesa unas dos onzas menos que el masculino aunque, por supuesto, hay excepciones, porque la naturaleza siempre es cambiante.
—Pero no aquello que más pesa ha de ser necesariamente más fuerte —añadió la señora O’James, entre risas—. ¿Acaso no hay una ley de compensación también en la ciencia? ¿No nos queda ninguna esperanza de que hayamos ganado en calidad aquello que nos falta en cantidad?
—No lo creo —aseguró el profesor, muy serio—. Pero oigo que la reclaman para el almuerzo. Muchas gracias, señora Esdaile, pero no puedo quedarme. Mi carruaje me está esperando. Hasta la vista. Hasta pronto, señora O’James.
Se puso el sombrero, y se fue andando lentamente entre los macizos de laureles.
—Carece de gusto —comentó la señora Esdaile—, no tiene sensibilidad para la belleza.
—¡Ni mucho menos! —repuso la señora O’James, mientras hacía un gesto de picardía con la barbilla—. Acaba de pedirme que sea su esposa.
Cuando el profesor Ainslie Grey subía los escalones de su casa, se abrió la puerta de la calle y, precipitadamente, salió un hombre vestido con elegancia. Tenía el rostro amarillento, unos ojos oscuros y brillantes, y una perilla negra erizada y fuerte. En su rostro se percibían las huellas de la reflexión y el trabajo, pero se movía con la energía de un hombre que aún no ha dicho adiós a la juventud.
—Vaya, hoy es mi día de suerte —exclamó—, porque tenía pensado ir a verlo.
—En ese caso, acompáñeme a la biblioteca —contestó el profesor-; se quedará con nosotros a almorzar.
Ambos regresaron al vestíbulo; el profesor lo condujo a su santuario privado y le indicó a su acompañante que tomase asiento en un sillón.
—Confío en que haya tenido éxito, O’Brien —comenzó—, porque no me gustaría apremiar a mi hermana Ada sin necesidad; en cualquier caso, ya le he hecho saber que, como cuñado, nadie mejor que mi alumno más destacado, el autor de Observaciones sobre los pigmentos biliares, con especial mención de la urobilina.
—Agradezco su deferencia, profesor Grey —repuso el otro-; siempre ha sido usted muy amable conmigo. He planteado el asunto a la señorita Grey, y no me ha dicho que no.
—¿Quiere decir eso que le ha dado el sí?
—No; me sugirió que lo dejásemos todo en el aire hasta que regresase de Edimburgo. Como sabe, me voy hoy mismo, y confío en poder iniciar mis investigaciones mañana.
—Anatomía comparada del apéndice vermiforme, por James M’Murdo O’Brien —dijo el profesor, en voz alta—. Ha elegido un magnífico tema, un asunto que tiene que ver con el mismísimo fundamento de la filosofía evolutiva.
—¡Es una muchacha encantadora! —exclamó O’Brien, en un arranque repentino de céltico entusiasmo—. ¡Es el alma de la verdad, del honor!
—El apéndice vermiforme… —empezó a decir el profesor.
—Es un ángel del cielo —lo interrumpió su acompañante—. No creo que mi postura en favor de la libertad de la ciencia con respecto del pensamiento religioso haya de representar un obstáculo para ella.
—No debe dar su brazo a torcer en esa cuestión. Ha de seguir fiel a sus convicciones: en eso sí que no caben componendas.
—Mi razón sigue fiel al agnosticismo y, sin embargo, he de confesar que siento una especie de ausencia, como un vacío. En la vieja iglesia del lugar donde nací, entre el olor a incienso y las notas del órgano, sentí emociones que nunca más he vuelto a experimentar, ni en el laboratorio ni en las aulas.
—Se trata de algo sensual, que sólo tiene que ver con la sensibilidad —replicó el profesor, frotándose la barbilla—. Confusas tendencias hereditarias que reviven gracias a la estimulación de las terminaciones nerviosas olfativas y auditivas.
—Cierto, no me cabe la menor duda —repuso el joven, pensativo—. Pero no era de eso de lo que quería hablar con usted. Antes de que entre a formar parte de su familia, tanto su hermana como usted tienen derecho a saber cómo pienso enfocar mi carrera. Creo que ya está usted al tanto de mis perspectivas materiales. Pero hay algo que aún no sabe. Soy viudo.
El profesor alzó las cejas.
—¡Vaya! Eso sí que es una novedad —dijo.
—Me casé poco después de llegar a Australia. La muchacha se apellidaba Thurston. La conocí en los círculos que frecuentaba. El matrimonio fue un fracaso.
Una emoción dolorosa se apoderó de él. Contrajo sus rasgos vivarachos y expresivos, y sus manos blancas se agarraron con fuerza a los brazos del sillón. El profesor se volvió hacia la ventana.
—Nadie mejor que usted puede emitir un juicio al respecto —aseveró—, pero no creo que sea necesario que entremos en detalles.
—Usted y la señorita Grey tienen derecho a saberlo todo. No es un asunto del que pueda hablar con ella cara a cara. La pobre Jinny era la mejor mujer del mundo, pero no le hacía ascos a la adulación y se dejaba llevar por personas sin escrúpulos. Me fue infiel, Grey. Ya sé que es duro hablar así de alguien que ha muerto, pero me fue infiel. Huyó a Auckland con un hombre al que había conocido antes de casarse conmigo. El bricbarca en el que iban naufragó, y no hubo ningún superviviente.
—Todo eso me parece muy lamentable, O’Brien —declaró el profesor, expresando su desaprobación con la mano—. Pero no alcanzo a ver en qué puede afectar a su relación con mi hermana.
—He aliviado mi conciencia —dijo O’Brien, poniéndose en pie—. Ya le he dicho todo lo que tenía que contarle. No me habría gustado que hubiera llegado a enterarse del asunto por alguien que no fuera yo.
—Bien hecho, O’Brien. Es un gesto considerado por su parte y que le honra. Pero no creo que haya nada que pueda reprocharse a sí mismo, de no ser quizá haberse precipitado ligeramente a la hora de elegir una compañera de por vida de manera imprudente y sin las informaciones de rigor.
O’Brien se frotó los ojos con las manos.
—¡Pobrecilla! —exclamó—. ¡Dios mío, ayúdame! ¡La quiero todavía! Tengo que irme.
—¿No va almorzar con nosotros?
—No, profesor; aún he de hacer las maletas. Ya me he despedido de la señorita Grey. Volveré a verlos dentro de un par de meses.
—Casi seguro que me encontrará usted casado.
—¡Casado!
—Así es; eso es lo que tengo pensado.
—Querido profesor, permítame que le dé mi enhorabuena de todo corazón. No sabía nada. ¿Quién es la dama?
—Es la señora O’James, tal es su apellido, una viuda también australiana, como usted. Pero hablemos de lo que de verdad importa: me gustaría ver las pruebas de su trabajo sobre el apéndice vermiforme. Quizá pueda sugerirle algún material para redactar un par de notas a pie de página.
—Será una ayuda inestimable —dijo O’Brien, entusiasmado, mientras ambos se dirigían al vestíbulo.
El profesor hizo acto de presencia en el comedor, donde su hermana ya estaba sentada a la mesa.
—Me casaré en el registro civil —le comunicó-; te sugiero que sigas mi ejemplo.

El profesor Ainslie Grey cumplió su palabra. Un par de semanas sin clases le ofrecieron una oportunidad estupenda y no la desaprovechó. La señora O’James era huérfana, y no tenía parientes y casi tampoco amigos en aquel lugar. No había nada que impidiese la rápida celebración del matrimonio. Se casaron, pues, de forma discreta, y ambos fueron a Cambridge, donde el profesor y su encantadora esposa asistieron a diversos actos académicos y tuvieron oportunidad de realizar diversas incursiones en laboratorios de biología y en bibliotecas de medicina que les permitieron aligerar la rutina del viaje de novios. Sus amigos científicos no escatimaban elogios, no sólo de la belleza de la señora Grey, sino también de la rapidez e inteligencia excepcionales de las que daba prueba a la hora de enzarzarse en cuestiones relacionadas con la fisiología. El propio profesor no pudo ocultar su sorpresa ante la precisión de la información de la que disponía su esposa. «Para ser una mujer, tienes un muy alto nivel de conocimientos, Jeannette», se vio obligado a reconocer en más de una ocasión. Parecía incluso dispuesto a admitir que el cerebro de su esposa tenía un peso normal.
Una mañana de niebla y llovizna regresaron a Birchespool, porque al día siguiente comenzaban las clases, y el profesor Ainslie Grey tenía a gala que nunca, en toda su vida, había dejado de comparecer en el aula a la hora prevista. La señorita Ada Grey los recibió con una amabilidad un poco forzada, y entregó las llaves de la despensa a la nueva señora de la casa. A pesar de que la señora Grey le rogó con cariño que se quedase, la joven insistió en que ya había aceptado una invitación que la llevaría lejos por unos cuantos meses y, aquella misma tarde, partió rumbo al sur de Inglaterra.
Unos días más tarde, nada más desayunar, la criada llevó una tarjeta a la biblioteca, donde se encontraba el profesor preparando la clase que había de impartir aquella misma mañana. Por ella, supo que el doctor James M’Murdo O’Brien había vuelto. Cuando volvieron a verse, el joven dio muestras de una cordialidad exuberante, mientras que su antiguo profesor guardaba una actitud deliberadamente fría.
—Como verá, se han producido algunos cambios —dijo el profesor.
—Estoy al corriente. La señorita Grey me lo contó por carta, y leí la noticia en el British Medical Journal. Así que se ha convertido en todo un hombre casado. ¡Con qué rapidez y discreción lo preparó todo!
—Por mi forma de ser, soy contrario a cualquier ostentación o ceremonia. Y mi esposa es una mujer comprensiva, incluso llegaría a decir que demasiado sensata para ser mujer, y estuvo por completo de mi parte a la hora de hacer todo según yo lo tenía pensado.
—¿Y cómo van sus investigaciones sobre la Vallisneria?
—He tenido que interrumpirlas por esta incidencia matrimonial, pero ya he comenzado mis clases de nuevo, así que pronto me pondré de nuevo con ellas.
—Me gustaría ver a la señorita Grey antes de irme de Inglaterra. Por la correspondencia que hemos intercambiado, me inclino a pensar que todo va a salir bien. Confío en que venga conmigo, porque no creo que pudiera partir sin ella.
El profesor asintió con la cabeza.
—No tiene usted tan poco carácter como quiere aparentar —le dijo-; asuntos de tal naturaleza han de quedar siempre por detrás de los graves compromisos de la vida.
O’Brien sonrió.
—Para conseguir una cosa así, tendría que arrancarme mi alma celta, e insuflarme una sajona en su lugar —repuso—. O bien mi cerebro es demasiado pequeño, o tengo un corazón muy grande. Pero… ¿cuándo le parece bien que pase a presentar mis respetos a la señora Grey? ¿Estará en casa esta tarde?
—Y ahora mismo. Acompáñeme al saloncito. Estará encantada de saludarlo.
Recorrieron el suelo de linóleo del vestíbulo. El profesor abrió la puerta de la sala de estar, y entró, seguido de su amigo. Luminosa y radiante, la señora Grey estaba sentada en un sillón de mimbre al lado de la ventana, ataviada con un amplio salto de cama de color rosa. Al ver que tenía visita, se puso en pie y se acercó a ellos. El profesor oyó un golpe sordo a sus espaldas. O’Brien se había desplomado en una silla, y se llevaba una mano crispada al corazón.
—¡Jinny! —acertó a decir-; ¡Jinny!
La señora Grey se detuvo en seco, y clavó en él sus ojos, con un rostro carente de cualquier otra expresión que no fuera ajena a la sorpresa y el horror que sentía. A continuación, tras recuperar el aliento, pareció tambalearse y se habría caído al suelo si el profesor no la hubiera rodeado con su largo y enérgico brazo.
—Acomódate en el sofá —le dijo.
Con un rostro lívido, frío y carente de vida, se dejó caer en aquellos cojines. De pie, y de espaldas a la chimenea vacía, el profesor no paraba de mirarlos a ambos.
—Bueno, O’Brien —dijo, por fin—, ¡creo que ya ha conocido a mi esposa!
—Su esposa —gritó el amigo, con voz ronca—. No es su esposa. ¡Que Dios me ampare! Es la mía.
El profesor se quedó inmóvil y rígido delante del hogar. Había cruzado sus largos y delicados dedos y tenía la cabeza un poco hundida. Las otras dos personas allí presentes no hacían más que mirarse el uno a la otra.
—¡Jinny! —decía el hombre.
—¡James!
—¿Cómo pudiste abandonarme así, Jinny? ¿Cómo tuviste agallas para hacerlo? Pensaba que habías muerto, y te lloré; he llevado luto por una persona que estaba viva. Has destrozado mi vida.
La mujer no dijo nada; siguió recostada en los cojines, sin apartar los ojos de él.
—¿No tienes nada que decir?
—Que tienes razón, James; que me he comportado contigo de un modo vergonzoso y cruel, pero no tan terrible como piensas.
—Te fugaste con De Horta.
—No, no fue así. En el último instante, se impuso mi lado bueno. Se fue solo. Pero, después de lo que te había escrito, me sentí avergonzada de volver a tu lado. No habría sido capaz de mirarte a la cara. Con un nuevo apellido, adquirí un pasaje para Inglaterra, y he vivido aquí desde entonces. Llegué a pensar que había conseguido rehacer mi vida. Sabía que creías que había muerto ahogada. ¡Quién se hubiera atrevido a pensar que el destino habría de reunirnos de nuevo! Así que, cuando el profesor me pidió…
Hizo una pausa, y jadeó casi sin aliento.
—Estás desfallecida —aseveró el profesor, mientras aplastaba uno de los cojines-; baja la cabeza; eso favorece la circulación en el cerebro. Siento tener que dejarle, O’Brien, pero mis obligaciones académicas me reclaman. Es posible que aún siga aquí usted a mi regreso.
Con rostro severo e impasible, abandonó la estancia. Ninguno de los trescientos alumnos que asistieron a su clase notaron ningún cambio ni en sus modales ni en su aspecto; ninguno habría sido capaz de imaginarse que aquel hombre austero que les hablaba se había dado cuenta, por fin, de lo difícil que es a veces estar por encima de la propia humanidad. Concluida la clase, continuó con sus tareas habituales en el laboratorio y, más tarde, regresó a su casa. No entró por la puerta de delante, sino que cruzó el jardín y entró por la puerta acristalada que daba al saloncito. Mientras se acercaba, pudo oír las voces de su esposa y de O’Brien, que sostenían una animada conversación en voz alta. Se detuvo junto a los rosales, sin saber si debía interrumpirlos o no. Nada era tan ajeno a su forma de ser como espiar a hurtadillas, pero, cuando se quedó quieto, asaltado aún por la indecisión acerca de qué debía hacer, escuchó algo que lo obligó a quedarse donde estaba.
—Sigues siendo mi esposa, Jinny —decía O’Brien-; te perdono de corazón. Te quiero; nunca dejé de quererte, a pesar de que tú me habías olvidado.
—No, James, mi corazón siempre se quedó en Melbourne. Siempre he pensado que era tuya. Pero creí que, para ti, sería mejor que todo el mundo pensase que había muerto.
—Ha llegado el momento de que elijas entre nosotros, Jinny. Si decides quedarte aquí, me callaré la boca, y no habrá ningún escándalo. Si, por el contrario, tomas la decisión de venir conmigo, poco me importará lo que pueda pensar la gente. Sin duda, tengo tanta culpa como tú, por haber pensado demasiado en mi trabajo y muy poco en mi mujer.
El profesor tuvo ocasión de escuchar aquella risa arrulladora y acariciante que tan bien conocía.
—Me iré contigo, James —le dijo.
—¿Y el profesor?
—¡Pobre profesor! Aunque no lo sentirá demasiado, James, porque no tiene corazón.
—Tenemos que informarle de la decisión que hemos tomado.
—No hará falta —dijo el profesor Ainslie Grey, entrando por la puerta abierta—. He escuchado la última parte de la conversación. Y he tenido mis dudas acerca de si debía interrumpiros antes de que llegarais a una conclusión.
O’Brien extendió un brazo y tomó de la mano a la mujer. Y así se quedaron ambos, con el sol dándoles en la cara. Con las manos a la espalda, el profesor se detuvo en el umbral, mientras su sombra, alargada y negra, se cernía sobre la pareja.
—Habéis tomado una sabia decisión —afirmó—. Volved juntos a Australia, y dejad que caiga en el olvido todo lo que os ha pasado.
—Pero usted, usted… —balbució O’Brien.
El profesor hizo un gesto con la mano.
—No debéis preocuparos por mí —dijo.
La mujer reprimió un grito.
—¿Qué puedo hacer o decir? —se lamentó—. ¿Cómo podría haberme imaginado algo así? Pensaba que no quedaba nada de mi antigua vida. Pero se ha hecho presente de nuevo, preñada de esperanzas y deseos. ¿Qué puedo decirte, Ainslie? Soy responsable de la vergüenza y el deshonor de un hombre intachable. He arruinado tu vida. ¡Cómo debes odiarme, aborrecerme! ¡Ojalá Dios no hubiese permitido que llegase a nacer!
—Ni te odio ni te aborrezco, Jeannette —repuso el profesor, con voz tranquila—. Te equivocas al desear no haber nacido, porque tienes ante ti una importante misión, la de ayudar a que un hombre como él, que ha demostrado que es capaz de llevar adelante una investigación científica de primer orden, culmine el propósito de su vida. En justicia, no puedo echarte la culpa de lo que ha ocurrido. La ciencia aún no ha dicho la última palabra acerca de hasta qué punto esa mónada que es cada individuo ha de ser responsable de las predisposiciones que ha desarrollado o recibido en herencia.
Tenía las puntas de los dedos juntas y el cuerpo inclinado, como si estuviera disertando sobre un tema difícil e impersonal. O’Brien dio un paso adelante, como si fuera a decir algo, pero el gesto y la actitud del profesor le dejaron con la palabra en la boca. Cualquier gesto de condolencia o de apoyo sólo habría sido una impertinencia para alguien que era capaz de sofocar sus propias penas en cuestiones filosóficas abstractas de mayor calado.
—No es necesario prolongar esta situación —continuó el profesor, en el mismo tono de mesura—. Mi carruaje está a la puerta. Os ruego que dispongáis de él como si fuera vuestro. Creo que deberíais abandonar la ciudad sin más dilaciones. Ya te enviaré tus cosas, Jeannette.
Con la cabeza gacha, O’Brien parecía dudar.
—Casi no me atrevo ni a estrecharle la mano —aseguró.
—Por Dios. Pienso que, de nosotros tres, es usted quien sale mejor parado en esta situación. No tiene nada de que sentirse avergonzado.
—Pero su hermana…
—Ya me las compondré para contarle lo que ha sucedido. Adiós, y no olvide enviarme un ejemplar de su último trabajo. ¡Adiós, Jeannette!
—¡Adiós!
Se dieron la mano, y sus miradas se cruzaron durante un instante. No fue más que un segundo pero, por primera y última vez en su vida, la intuición femenina de Jeannette se hizo cargo de los oscuros recovecos del alma de aquel hombre fuerte. Dio un respingo, y puso la otra mano, blanca y ligera como la flor de un cardo, sobre el hombro del profesor.
—¡James, James! —exclamó—. ¿No te das cuenta de que está destrozado?
Él se limitó a apartarle la mano con suavidad.
—No soy un hombre emotivo —añadió—. Tengo unas obligaciones que cumplir, como esas investigaciones sobre la Vallisneria. Ahí tenéis el coche. Su abrigo está en el vestíbulo. Decidle a John adónde queréis que os conduzca. Él os llevará todo lo que necesitéis. Y ahora, iros, os lo ruego.
Sus últimas palabras fueron tan inesperadas, tan impetuosas, tan diferentes de su tono de voz mesurado y de su rostro impasible, que bastaron para que ambos desapareciesen. El profesor cerró la puerta tras ellos, y anduvo lentamente por la habitación. De allí pasó a la biblioteca y echó un vistazo al exterior por encima de los visillos. El carruaje ya se alejaba. Vio por última vez a la mujer que había sido su esposa, y se fijó en la femenina inclinación de aquella cabeza, en el perfil de su precioso cuello.
Guiado por un estúpido y vano impulso, dio unos pasos rápidos hacia la puerta. Pero se dio media vuelta y, tras sentarse en la silla en la que trabajaba, se sumió de nuevo en sus tareas.

Tan singular incidente doméstico no causó casi ningún revuelo. Pocos eran los amigos personales del profesor, que apenas llevaba vida social. Su matrimonio se había celebrado con tanta discreción que la mayoría de sus colegas pensaban que aún seguía soltero. La señora Esdaile y algunos otros podían hacer comentarios, pero sus cotilleos siempre tenían un límite, porque sólo vagamente podían intuir la causa de tan repentina separación.
El profesor seguía asistiendo a sus clases con puntualidad, igual que seguía de cerca los trabajos de laboratorio de los estudiantes a su cargo. Incluso reanudó sus propias investigaciones con febril dedicación. Cuando bajaban por la mañana, los criados ya no se sorprendían si escuchaban el agudo rasgueo de su infatigable pluma, o si se lo encontraban subiendo por la escalera, ceñudo y silencioso, camino de su cuarto. De nada sirvió que sus amigos le dijesen que una vida como aquélla acabaría por minar su salud, porque prolongaba sus jornadas hasta el punto de que el día y la noche ya no eran más que una larga e incesante labor.
Poco a poco, por culpa de aquel esfuerzo, su físico sufrió algunas alteraciones. Aunque siempre había sido un poco enjuto, sus rasgos se volvieron demacrados y más pronunciados. En las sienes y en la frente, le aparecieron profundas arrugas. Tenía las mejillas hundidas y el rostro lívido. A veces, cuando andaba, le fallaban las rodillas, hasta que un día, al salir del aula, se cayó y hubo que acompañarle hasta su carruaje.
Aquello ocurrió justo antes de que acabasen las clases y, poco después de que dieran comienzo las vacaciones; los profesores que se habían quedado en Birchespool se llevaron una gran sorpresa al enterarse de que su colega de la cátedra de fisiología se encontraba tan mal que había pocas esperanzas de que llegara a recuperarse. Dos eminentes médicos a los que se consultó sobre el particular no fueron capaces de identificar el mal que lo aquejaba. El único síntoma apreciable era una vitalidad que se apagaba, un debilitamiento corporal, que no le afectaba la cabeza. Mostraba un enorme interés por su propio caso y, para ayudar a establecer un diagnóstico, tomaba nota de las sensaciones que experimentaba. Se refería a su propia muerte con la falta de emoción un poco pedante que siempre lo había caracterizado.
—Es la afirmación de la célula individual —aseguraba— frente a las agrupaciones celulares. Es como la disolución de una sociedad cooperativa. Un proceso muy interesante.
Hasta que una mañana gris, aquella sociedad cooperativa se disolvió por completo. Muy tranquilo y sin sobresaltos, se sumió en el sueño eterno. Cuando se les pidió que firmasen el certificado de defunción, los dos médicos se vieron algo apurados.
—No va a ser fácil establecer la causa de la muerte —dijo uno de ellos.
—Desde luego que no —repuso el otro.
—Si no hubiera sido un hombre tan poco emotivo, me atrevería a decir que ha muerto a consecuencia de una repentina crisis de nervios, con el corazón partido, como diría la gente de la calle.
—No creo que al pobre Grey le haya pasado una cosa así.
—Digamos que ha sigo algo relacionado con el corazón, en cualquier caso —insinuó el mayor de los dos médicos.
Y ése fue el tenor del certificado que extendieron.

EL CASO DE LADY SANNOX
Las relaciones entre Douglas Stone y la célebre lady Sannox eran la comidilla de todo el mundo, tanto en los círculos más de moda, de los que ella formaba parte como miembro destacado, como en los medios académicos, de los que él era uno de los representantes más eminentes. Por eso, y como es natural, una mañana se recibió con gran expectación la noticia de que la dama había tomado la decisión irrevocable de retirarse del mundo y de que no la volverían a ver jamás. Cuando empezó a darse pábulo a semejante rumor, se supo de buena fuente que aquella misma mañana el ayuda de cámara había encontrado al aplaudido cirujano, un hombre de nervios de acero, sentado al borde de la cama, sonriendo tontamente al vacío, con las dos piernas embutidas en una de las perneras de los pantalones y su prodigioso cerebro reducido a un estado similar al de un plato de gachas, lo que bastó para que la situación cobrase unos tintes lo bastante inquietantes para suscitar una punzada de interés en muchas personas que, a pesar de su temple, curtido en tantos avatares, no salían de su asombro ante una cosa así.
Cuando aún estaba en la flor de la vida, Douglas Stone había sido uno de los hombres más sobresalientes de Inglaterra. Aunque lo cierto es que podríamos preguntarnos si alguna vez disfrutó de ese momento, puesto que no tenía más que treinta y nueve años cuando se produjo aquel pequeño incidente. Quienes mejor lo conocían sabían más que de sobra que, por mucha fama que hubiese adquirido como cirujano, habría sido capaz de triunfar en la vida, incluso más rápidamente, en cualquier camino que hubiese elegido. Lo mismo habría llegado a la cima como militar que habría alcanzado la gloria como explorador, habría conseguido fama en los tribunales o la habría cimentado en piedra y acero, si hubiera decidido hacerse ingeniero. Había nacido para algo grande, porque lo mismo se habría trazado un plan que a cualquier otro le hubiese amilanado que habría sacado adelante algo que ningún otro hubiera sido capaz de planear. En el terreno de la cirugía, nadie lo superaba. En audacia, templanza e intuición, no tenía rival. Día tras día, bisturí en mano, ahuyentaba la muerte sin dejar de rozar centros vitales, lo que ponía a sus ayudantes tan lívidos como a sus pacientes. ¿Acaso no se conserva aún el recuerdo de su osadía, de su dinamismo y de su increíble seguridad al sur de Marylebone Road y al norte de Oxford Street?
Sus vicios eran tan fastuosos como sus cualidades, e infinitamente más llamativos. Por muy importantes que fueran sus ingresos, y en Londres era el tercero de los que más dinero ganaban en su profesión, estaban muy por debajo del lujoso ritmo de vida que llevaba. Por lo más hondo de su compleja forma de ser discurría un exuberante filón de sensualidad al que sacrificaba cualquier ganancia con tal de darle cumplida satisfacción. Estaba dominado por la vista, el oído, el tacto y el paladar. Todo el dinero que entraba en sus arcas lo transformaba en el aroma de grandes vinos, en el perfume de plantas exóticas o en las curvas y colores de las mejores porcelanas de Europa. Hasta que de repente le sobrevino aquella loca pasión por lady Sannox: dos miradas provocativas y una palabra susurrante, la primera vez que se vieron, bastaron para enardecerlo. Era la mujer más hermosa de Londres; para él, no había otra igual. Era una mujer que gustaba de probar experiencias nuevas, y se mostraba complaciente con la mayoría de los hombres que le hacían la corte. Quizá aquella actitud fuera la causa de que lord Sannox aparentara cincuenta años a la sazón, cuando sólo tenía treinta y seis.
Era un hombre tranquilo, silencioso, de tez normal, labios delgados y párpados hinchados, muy aficionado a la jardinería y de costumbres muy hogareñas. En otro tiempo le habían gustado las candilejas, y llegó incluso a arrendar un teatro en Londres, en cuyo escenario contempló por primera vez a la señorita Marion Dawson, a quien le ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Tras casarse con ella, desarrolló una profunda aversión por su pasada afición. Y no fue posible convencerle de que diera muestras de aquel talento que había demostrado tener con creces ni con motivo de representaciones de carácter privado. En medio de sus orquídeas y de sus crisantemos, con un escardillo y una regadera en las manos, se sentía feliz.
Algo que no dejaba de suscitar la interesante cuestión de si se trataba de un hombre ajeno por completo al sentido de la realidad, o si, por desgracia, carecía de carácter. ¿Sabía a qué se dedicaba su esposa y lo disculpaba, o estaba ciego de amor? La gente hablaba sobre el particular, lo mismo en confortables saloncitos en torno a una taza de té que, cigarro en mano, tras los curvos ventanales de los clubes. Amargos y carentes de toda conmiseración eran los comentarios que, acerca de su forma de comportarse, hacían sus congéneres masculinos. Todos menos uno, que siempre hablaba en su favor, a pesar de ser el más callado de los habituales del salón de fumadores porque, cuando estaban en la universidad, había sido testigo de cómo domaba un caballo, y aquel recuerdo le había dejado una profunda huella.
Pero, cuando Douglas Stone pasó a ser el favorito, dejaron de lado y para siempre todas las dudas acerca de lo que podía saber o ignorar lord Sannox. Tratándose de Stone, nadie se llamaba a engaño. Con sus modales impetuosos y altivos, plantó cara a toda prudencia, a toda discreción. El escándalo fue mayúsculo. Una sociedad científica le hizo saber que su nombre ya no figuraba entre los de sus vicepresidentes. Dos amigos suyos le rogaron que no pusiese en peligro su reputación profesional. Pero, en vez de prestar atención a tales advertencias, derrochó cuarenta guineas en comprarle una pulsera a la dama en cuestión. Iba a su casa todas las noches, y ella salía por las tardes en el carruaje de él. Ninguno de los dos hacía nada por disimular la relación que existía entre ambos; hasta que se produjo un incidente fortuito, que bastó para desbaratarla.
Ocurrió en una oscura noche de invierno, muy fría y con viento racheado, un aire que aullaba por las chimeneas y arremetía contra las ventanas. Un suave crepitar de lluvia repicaba en los cristales con cada ráfaga de viento, que amortiguaba de vez en cuando el sordo gorgoteo del agua que caía del tejado. Douglas Stone ya había cenado y estaba sentado en su estudio junto a la chimenea, con una copa de exquisito oporto en la mesa de malaquita que tenía al lado. Antes de llevársela a los labios, la sostuvo en alto a la luz de la lámpara y, con ojos de entendido, contempló las diferentes tonalidades rojas que encerraban aquellas profundidades de color rubí. Al avivarse, las llamas iluminaban aquel rostro osado, de rasgos bien definidos, de grandes ojos grises, labios gruesos y, no obstante, decididos, a los que acompañaba una fuerte y angulosa mandíbula que, por su fortaleza y fiereza, recordaba más bien a la de un romano. Arrellanado en su cómodo sillón, esbozaba una sonrisa de vez en cuando. No le faltaban razones para estar satisfecho porque, a pesar de la opinión contraria de seis de sus colegas, aquel día había efectuado una operación que sólo se había realizado en dos ocasiones, y los resultados habían sido mucho más satisfactorios de lo que hubiera cabido esperar. Nadie más en Londres habría tenido el valor para ponerse manos a la obra y culminar con bien tan arriesgada decisión.
Pero había prometido a lady Sannox que iría a verla aquella noche, y ya eran las ocho y media. Ya tenía la mano tendida hacia el timbre para ordenar que le preparasen el coche cuando se oyó un golpe seco en el llamador de la puerta. Un momento más tarde, oyó pasos en el vestíbulo y el ruido de una puerta al cerrarse.
—Un paciente desea verlo en su consulta, señor —le avisó el mayordomo.
—¿Qué le ocurre?
—Creo que nada. Más bien pienso que desea que lo acompañe.
—Es muy tarde —se quejó Douglas Stone, de mal humor—. Creo que no lo acompañaré.
—Aquí tiene su tarjeta, señor.
El mayordomo se la acercó en una bandeja de oro, regalo de la esposa de un primer ministro a su señor.
—Hamil Alí, Esmima. ¡Vaya! Me imagino que será turco.
—Así es, señor. Parece que acaba de llegar del extranjero, señor. Tiene un aspecto lamentable.
—Bueno, bueno. El caso es que tengo una cita. Tengo que ir a otro sitio. Pero lo atenderé. Hágalo pasar, Pim.
Unos instantes después, el mayordomo abría la puerta de par en par y cedía el paso a un hombre menudo y decrépito, que andaba con la espalda encorvada, con el rostro inclinado hacia delante y los ojos entrecerrados como las personas que son cortas de vista. Era de tez morena, con cabellos y barba de un color negro intenso. Llevaba un turbante de muselina blanca con rayas rojas en una mano y, en la otra, un pequeño bolso de piel de camello.
—Buenas noches —dijo Douglas Stone, una vez que el mayordomo hubo cerrado la puerta—. Me imagino que hablará usted inglés.
—Por supuesto, señor. Soy de Asia Menor, pero hablo inglés, aunque un poco despacio.
—Tengo entendido que desea usted que lo acompañe a alguna parte.
—Así es, señor. Le agradecería que se acercase a ver a mi esposa.
—Podría ir a verla mañana por la mañana, pero no en estos momentos, porque tengo una cita.
La respuesta del turco le dejó boquiabierto. Tiró del lazo que cerraba el bolso de piel de camello y arrojó un montón de oro encima de la mesa.
—Ahí tiene cien libras —le dijo—, y le prometo que no le ocupará más de una hora. Tengo un coche de alquiler a la puerta de su casa.
Douglas Stone echó un vistazo a su reloj. Aunque emplease una hora, aún no sería demasiado tarde para ir a ver a lady Sannox. A veces, había ido a su casa incluso más tarde.
Y la suma de dinero que le ofrecían era exorbitante. Hacía tiempo que sus acreedores le pisaban los talones, y no estaba como para desaprovechar aquella ocasión. Realizaría aquella visita.
—¿Qué le ocurre? —preguntó.
—¡Una tragedia! ¡Una pena! No sé si habrá oído hablar usted de las dagas de los almohades.
—Jamás.
—Se trata de unos puñales orientales que vienen de tiempo inmemorial, y que tienen una curiosa forma, con una empuñadura parecida a lo que ustedes llaman estribo. Verá usted: soy anticuario, y tal es la razón de que haya venido a Inglaterra desde Esmirna, adonde regresaré la semana próxima. Había traído muchas cosas, y ya me quedan muy pocas, entre las que, y para mi desgracia, se cuenta una de esas dagas.
—No olvide que tengo una cita concertada de antemano, señor —le interrumpió el cirujano, un poco molesto—. Le ruego, en consecuencia, que me ahorre los detalles innecesarios.
—No tenía otro remedio que explicárselo. Hoy, mi mujer sufrió un desmayo en la estancia en la que guardo los objetos que he traído y, al caer al suelo, se cortó el labio inferior con esa maldita daga de los almohades.
—Entiendo —dijo Douglas Stone, tras ponerse en pie—. Desea usted que vaya a curarle la herida.
—No, no; se trata de algo mucho peor.
—¿Qué ocurre, pues?
—Que esas dagas están envenenadas.
—¡Envenenadas!
—Así es; y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa de qué veneno se trata ni de cuál pueda ser el antídoto. Todo lo que sé lo aprendí de mi padre, que también era anticuario, y muchas veces tuvimos que vérnoslas con esas armas envenenadas.
—¿Cuáles son los síntomas?
—Un sueño profundo, al que sigue la muerte en un plazo de treinta horas.
—Si, como usted dice, no hay remedio posible, ¿cómo es que me ofrece una suma tan disparatada?
—En efecto, no hay antídoto alguno, pero el bisturí podría ser de gran ayuda.
—¿A qué se refiere?
—Se trata de un veneno que tarda mucho en extenderse, que sigue activo en la herida durante horas.
—¿No bastaría con limpiar la herida para verse libre de él?
—No, como tampoco puede hacerse en el caso de una mordedura de serpiente. Se trata de una sustancia demasiado sutil, demasiado mortal.
—¿No queda otra solución que extirpar la herida?
—Exacto. Si ha sido en un dedo, más vale amputar el dedo. Eso es lo que decía mi padre. Pero piense en dónde se ha producido la herida y que se trata de mi mujer. ¡Es espantoso!
El exceso de familiaridad con asuntos tan graves puede llegar a embotar la sensibilidad de un hombre. Desde el punto de vista de Douglas Stone, aquella situación parecía un caso interesante, por lo que dejó de lado, por irrelevantes, las débiles objeciones de aquel marido.
—Al parecer no queda otro remedio —afirmó con brusquedad—. Más vale quedarse sin un labio que perder la vida.
—Sé que no le falta razón. Qué se le va a hacer, es el destino y hay que afrontarlo como se presenta. Tengo el coche de punto a la puerta; así que vendrá conmigo, y realizará esa intervención.
Douglas Stone sacó de un cajón el estuche de los bisturís, y se lo metió en un bolsillo junto con unas vendas y gasas hidrófilas. Si aún quería pasar a ver a lady Sannox, no podía perder más tiempo.
—Cuando quiera —dijo, mientras se ponía el abrigo—. ¿Le apetece un poco de vino antes de salir al frío de la calle?
El visitante dio un paso atrás, y alzó una mano en señal de protesta.
—No olvide que soy musulmán, y que sigo las enseñanzas del profeta al pie de la letra —replicó—. Pero, dígame, ¿qué contiene esa botella verde que se ha metido en el bolsillo?
—Cloroformo.
—¡Ah, eso también lo tenemos prohibido! Como contiene alcohol, no podemos recurrir a dicha sustancia.
—¿Cómo dice? ¿Sometería a su esposa a una operación sin anestesia?
—Por desgracia, la pobre no sentirá nada. Ya está sumida en ese sueño profundo, que es el primero de los efectos que causa el veneno. Además, ya le he suministrado opio de Esmima. Pero, pongámonos en camino, señor, que ya hemos perdido casi una hora.
En cuanto se internaron en la oscuridad, una cortina de agua les dio en la cara, y la lámpara del vestíbulo, que colgaba de uno de los brazos de una cariátide de mármol, vaciló y acabó por apagarse. Pim, el mayordomo, cerró la maciza puerta empujándola con fuerza con el hombro contra el viento, mientras los dos hombres se dirigían a tientas hacia la linterna amarilla que les indicaba dónde se encontraba el coche. Un instante después, ya se habían puesto en camino.
—¿Está muy lejos? —quiso saber Douglas Stone.
—No; disponemos de un apartamento tranquilo, no lejos de Euston Road.
El cirujano apretó el muelle de su reloj y escuchó el leve soniquete que le indicaba la hora que era, las nueve y cuarto. Calculó mentalmente las distancias y el poco tiempo que le llevaría practicar una operación de tan poca importancia. Podría pasarse a ver a lady Sannox a eso de las diez. A través de los cristales empañados, veía cómo se sucedían los macilentos resplandores de las farolas de gas y, de vez en cuando, el resplandor más vivo de algún escaparate. Llovía a cántaros y el agua caía con fuerza sobre la capota de cuero del carruaje, mientras el agua y el barro de los charcos salpicaban las ruedas. Frente a él, en la oscuridad, resplandecía levemente el turbante de su acompañante. El cirujano se echó mano a los bolsillos, y colocó las agujas, las vendas y los imperdibles para no perder tiempo una vez que llegasen a su destino. Parecía impaciente, mientras daba golpes en el suelo con el pie.
Por fin, el simón aminoró la marcha y se detuvo. Douglas Stone bajó del coche en un abrir y cerrar de ojos, con el comerciante de Esmima pisándole los talones.
—Haga el favor de esperar aquí —le indicó al cochero.
Se encontraban ante una casa con bastante mala pinta, en una calle sórdida y angosta. El cirujano, que presumía de conocer bien la ciudad de Londres, echó una ojeada rápida en la oscuridad, pero no observó nada que lo situase, ninguna tienda, nadie por la calle, tan sólo una hilera doble de casas de fachada anodina, una hilera también doble de escalones húmedos que brillaban bajo la luz de las farolas y una doble serie de canalones por los que descendía y gorgoteaba el agua antes de desaparecer por las rejillas de las alcantarillas. La puerta que tenían delante estaba sucia y descolorida, y la luz macilenta del montante sólo permitía distinguir el polvo y la suciedad que la recubrían. Más arriba, de la ventana de uno de los dormitorios, salía una pálida luz amarillenta. El comerciante llamó con fuerza y, al volver su oscura tez hacia la luz, Douglas Stone percibió un gesto de ansiedad en su rostro. Se oyó cómo abrían un cerrojo y, en el umbral, apareció una mujer mayor que llevaba una palmatoria, cuya débil llama protegía con una mano deformada.
—¿Va todo bien? —preguntó el comerciante, con voz entrecortada.
—Sigue como usted la dejó, señor.
—¿No ha dicho nada?
—Está profundamente dormida.
El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por un pasillo estrecho, mientras observaba sorprendido todo lo que había a su alrededor. Los suelos no estaban encerados, no había felpudo, ni tampoco perchero. No veía más que espesas capas de polvo y guirnaldas de telarañas por todas partes. Mientras seguía con paso firme a la anciana escaleras arriba, sus pisadas resonaron en el silencio de la casa. No había alfombra.
El dormitorio se encontraba en el segundo rellano. Douglas Stone entró en el cuarto detrás de la anciana, seguido por el comerciante. Por lo menos la estancia estaba amueblada, en exceso incluso. El suelo estaba lleno de objetos y, por los rincones, se amontonaban muebles turcos, mesas de marquetería, cotas de mallas, pipas de extrañas formas y armas inauditas. La única luz procedía de una lamparita situada en una repisa que sobresalía de la pared. Douglas Stone se hizo con ella y, tras sortear varios de aquellos objetos, se acercó a una cama que había en un rincón, en la que estaba tendida una mujer vestida al estilo turco, con velo y toca. Tenía la parte inferior del rostro al descubierto, y el cirujano observó un corte de forma irregular que recorría en zigzag el borde del labio inferior.
—Supongo que no le importará que lleve la toca encima —dijo el turco—. Ya sabe de la consideración que, en Oriente, nos merecen las mujeres.
Pero el cirujano no estaba pensando en eso. Para él, ya no era más que una mujer, un caso más. Se inclinó y examinó la herida de cerca.
—No hay señal alguna de irritación —comentó—. Podríamos aplazar la operación hasta que se presenten los primeros síntomas.
Pero el marido, muy nervioso, se retorció las manos.
—Caballero —exclamó—, no hay que tomar estas cosas a la ligera. Usted no se da cuenta, pero se trata de algo mortal, lo sé, y le aseguro que es inevitable operarla. Sólo su escalpelo podrá salvarle la vida.
—A pesar de todo, creo que sería mejor que esperásemos un poco —apuntó Douglas Stone.
—¡Oh, ya basta! —gritó el turco, encolerizado—. Cada minuto cuenta, y no puedo quedarme aquí tan tranquilo mientras mi esposa se me va. Permítame que le dé las gracias por tomarse la molestia de venir y que vaya en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde.
Douglas Stone pareció dudar. No tenía la menor intención de devolver aquellas cien libras, pero no le quedaría más remedio que hacerlo, si renunciaba al caso. Y si el turco tenía razón y la mujer moría, su actuación podría quedar en entredicho a ojos de un juez.
—¿Ha tenido alguna experiencia personal acerca de cómo actúa este veneno? —preguntó.
—Así es.
—E insiste en que no hay más remedio que operar.
—Se lo juro por lo más sagrado.
—Quedará espantosamente desfigurada.
—Supongo que será una boca que apetecerá poco besar.
Irritado, Douglas Stone se encaró con aquel hombre. Acababa de decir una barbaridad, pero los turcos tienen sus propias maneras de expresarse y de pensar, y no había tiempo para más miramientos. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche que llevaba encima, lo abrió y, con el dedo índice, comprobó que estaba afilado y recto. Acercó la lámpara a la cama. Dos ojos oscuros lo observaban a través de la abertura del velo. No se apreciaba más que el iris; las pupilas eran casi invisibles.
—Le ha suministrado una fuerte dosis de opio.
—Sí; eso es lo que he hecho.
Miró de nuevo aquellos ojos negros que no se apartaban de los suyos. Parecían apagados y sin brillo pero, al observarlos, emitieron un breve fulgor, y notó un estremecimiento en aquellos labios.
—No está inconsciente del todo —dijo.
—Con todo, ¿no sería mejor hacerlo ahora que no siente nada?
Eso era lo que acababa de pensar el cirujano. Separó el labio con las pinzas y, con dos gestos rápidos, cercenó un enorme trozo en forma de V. La mujer dio un salto sobre su lecho, con un espantoso gemido, como un aullido. Se desgarró el velo que le cubría la cara. Era un rostro que le resultaba conocido. A pesar de aquel labio superior prominente y de aquel torrente de sangre, reconocía aquella cara. La mujer no dejaba de llevarse la mano a la herida, gritando sin parar. Douglas Stone se sentó a los pies de la cama con el bisturí y las pinzas en las manos. La habitación le daba vueltas en la cabeza, y le pareció oír que algo se desgarraba a su lado. Cualquiera que lo hubiera visto habría dicho que estaba más lívido que la mujer. Como en sueños, o como si hubiera asistido a una representación, vio el cabello y la barba del turco encima de la mesa, y a lord Sannox que, reclinado contra la pared y con los brazos en jarras, sonreía en silencio. En aquel momento, cesaron los aullidos, y aquella horrible cabeza cayó de nuevo sobre la almohada, pero Douglas Stone seguía sin poder moverse, mientras lord Sannox no dejaba de reírse para sus adentros.
—Era indispensable que Marion sufriera esta operación —comentó—, no desde un punto de vista físico, como usted comprenderá, sino desde un punto de vista moral.
Douglas Stone se inclinó hacia delante y comenzó a juguetear con el borde del cobertor. El escalpelo rebotó contra el suelo, pero aún tenía las pinzas en las manos, con algo más.
—Hacía mucho que había pensado en darle una lección —dijo lord Sannox—. Su nota del pasado miércoles llegó a mis manos, y la llevo aquí, en la cartera. No me resultó fácil llevar a cabo este plan y, dicho sea de paso, esa herida no se la hice con ningún objeto peligroso, sino con mi propio sello.
Clavó la mirada en su silencioso acompañante, y amartilló el pequeño revólver que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone no dejaba de juguetear con el cobertor.
—Como verá, ha acudido a su cita, después de todo —dijo lord Sannox.
Al oír aquello Douglas Stone se echó a reír. Se rió con fuerza y durante mucho rato. Todo lo contrario que lord Sannox, que no sólo no reía, sino que algo muy parecido al miedo volvía su rostro más anguloso y duro. Salió de puntillas de la estancia. La anciana lo esperaba en el exterior.
—Cuando se despierte, ocúpese de la señora —dijo lord Sannox.
Salió a la calle a continuación. El coche de alquiler seguía a la puerta, y el cochero se llevó la mano al sombrero.
—John —ordenó lord Sannox—, en primer lugar, dejará al doctor en su casa. Me imagino que tendrá que ayudarle a bajar del coche. Al mayordomo bastará con que le diga que ha pasado un mal momento cuando estaba atendiendo a un enfermo.
—Muy bien, señor.
—A continuación, lleve a lady Sannox a casa.
—¿Y qué hará usted, señor?
—Durante los próximos meses, mi dirección será la del Hotel di Roma, en Venecia. Procure que me envíen las cartas allí. Y dígale a Stevens que, el próximo lunes, organice una exposición de todos los crisantemos púrpura y me envíe un telegrama con el resultado.

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