Camoens Los Lusiadas

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Luís de Camões
Los Lusiadas
Poema Épico

Canto Primero.

Argumento del Canto Primero.

Navegación de los Portugueses por los mares Orientales: celebran los dioses un consejo: se opone Baco á la navegacion: Vénus y Marte favorecen á los navegantes: llegan á Mozambique, cuyo gobernador intenta destruirlos: encuentro y primera funcion de guerra de los Portugueses contra los gentiles: levan anclas, y pasando por Quiloa, surgen en Mombaza.
I.

Las armas y varones distinguidos,

Que de Occidente y playa Lusitana

Por mares hasta allí desconocidos,

Pasaron más allá de Taprobana;

Y en peligros y guerra, más sufridos

De lo que prometia fuerza humana,

Entre remota gente, edificaron

Nuevo reino, que tanto sublimaron:

II.

Y tambien los renombres muy gloriosos

De los Reyes, que fueron dilatando

El Imperio y la Fé, pueblos odiosos

Del África y del Asia devastando;

Y aquellos que por hechos valerosos

Más allá de la muerte ván pasando;

Si el ingenio y el arte me asistieren,

Esparciré por cuantos mundos fueren.

III.

Callen del sabio Griego, y del Troyano,

Los grandes viajes, conque el mar corrieron;

No diga de Alejandro y de Trajano

La fama las victorias que obtuvieron;

Y, pues yo canto el pecho Lusitano,

A quien Neptuno y Marte obedecieron,

Ceda cuanto la Musa antigua canta,

A valor que más alto se levanta.

IV.

Vosotras, mis Tajides, que creado

En mí habeis un ingenio, nuevo, ardiente;

Si siempre, en verso humilde, celebrado

Fue por mí vuestro rio alegremente,

Dádme ahora un son noble y levantado,

Un estilo grandílocuo y fluyente,

Con que de vuestras aguas diga Apolo,

Que no envidian corrientes del Pactolo.

V.

Dádme una furia grande y sonorosa,

Y no de agreste avena ó flauta ruda:

Más de trompa canora y belicosa,

Que arde el pecho, y color al rostro muda:

Canto digno me dad de la famosa

Gente vuestra, á quien Marte tanto ayuda:

Que se estienda por todo el universo,

Si tan sublime asunto cabe en verso.

VI.

Y vos, ¡oh bien fundada aseguranza,

De la Luseña libertad antigua,

Y no menos ciertísima esperanza

De la estension de cristiandad exigua!

Vos, miedo nuevo de la Máura lanza,

En quien hoy maravilla se atestigua,

Dada al mundo por Dios, Rey sin segundo,

Para que á Dios gran parte deis del mundo:

VII.

Vos, tierno y nuevo ramo floreciente

De una planta, de Cristo más amada

Que otra alguna nacida en Occidente,

Cesárea, ó Cristianísima llamada:

Mirad el vuestro escudo, que presente

Os muestra la victoria ya pasada,

En el que os dió, de emblemas por acopio,

Los que en la Cruz tomó para sí propio:

VIII.

Vos, poderoso Rey, cuyo alto imperio

El primero ve al sol en cuanto nace,

Y en el medio despues del hemisferio,

Y el último, al morir, saludo le hace:

Vos, que yugo impondreis y vituperio

Al ginete Ismaelita y duro Trace,

Y al turco de Asia y bárbaro gentío,

Que el agua bebe aún del sacro rio:

IX.

Breve inclinad la majestad severa

Que en ese tierno aspecto en vos contemplo,

Que luce ya, como en la edad entera,

Cuando subiendo ireis al árduo templo;

Y ora la faz, con vista placentera,

Poned en nos: vereis un nuevo ejemplo

De amor de patrios hechos valerosos,

Sublimados en versos numerosos.

X.

Amor vereis de patria, no movido,

De vil premio, mas de alto casi eterno;

Que no es un premio vil ser conocido

Por voz que suba del mi hogar paterno.

Oid; vereis el nombre engrandecido

Por los de quienes sois señor superno,

Y juzgareis lo que es más escelente,

Si ser del mundo Rey, ó de tal gente.

XI.

Oid, que no á los vuestros con hazañas

Fantásticas, fingidas, mentirosas,

Vereis loar, cual hacen las estrañas

Musas, de engrandecerse deseosas:

Las nuestras, no fingidas, son tamañas,

Que á las soñadas vencen fabulosas,

Y con Rugiero á Rodamonte infando

Y, aun siendo verdadero, hasta á Rolando.

XII.

Os daré en su lugar un Nuño fiero,

Que hizo al reino y al Rey alto servicio:

Un Égas y un Don Fúas; que de Homero,

Para ellos solos el cantar codicio;

Y por los doce Pares daros quiero,

Los doce de Inglaterra y su Magricio;

Y os doy, en fin, á aquel insigne Gama,

Que de Eneas tambien vence la fama.

XIII.

Y si del Franco Cárlos en balanza,

O de César quereis igual memoria,

Ved al primer Alfonso, cuya lanza

Oscurece cualquiera estraña gloria:

Y á aquel que al nuevo reino aseguranza

Dejó, con grande y próspera victoria,

Y á otro Juan, siempre invicto caballero,

Y al quinto Alfonso, al cuarto y al tercero.

XIV.

Ni dejarán mis versos olvidados

A aquellos que en los reinos de la Aurora,

Alzaron, con sus hechos esforzados,

Vuestra bandera, siempre vencedora:

A un Pacheco glorioso, á los osados

Almeidas, por quien siempre Tajo llora:

Al terrible Alburquerque y Castro fuerte,

Y otros, con quien poder no halla la muerte.

XV.

Y hora (que en estos versos os confieso.

Sublime Rey, que no me atrevo á tanto)

Tomad las riendas del imperio vueso

Y dad materia á nuevo y mayor canto:

Y empiecen á sentir el duro peso

(Que por el mundo todo cause espanto)

De ejércitos y hazañas singulares,

De Africa tierras y de Oriente mares.

XVI.

El Máuro en vos los ojos pone frio,

Viendo allí su suplicio decretado:

Por vos solo el gentil bárbaro impío

Al yugo muestra el cuello ya inclinado:

Tétis todo el cerúleo poderío

Para vos tiene, en dote, preparado:

Que, aficionada al rostro bello y tierno,

Adquiriros desea para yerno.

XVII.

Míranse en vos, de la eternal morada,

De los avos las dos almas famosas,

Una en la paz angélica dorada,

Otra en las duras lides sanguinosas;

En vos hallar esperan renovada

Su memoria y sus obras valerosas;

Y allá os muestran lugar, como acá ejemplo,

Que abre al mortal de eternidad el templo.

XVIII.

Mas mientras ese tiempo se dilata

De gobernar los pueblos, que os desean

Dad á mi atrevimiento ayuda grata,

Para que estos mis versos vuestros sean:

Y mirad ir cortando el mar de plata

A vuestros argonautas, porque vean

Que son vistos de vos en mar airado;

Y á ser, acostumbraos, invocado.

XIX.

Ya por el ancho Oceáno navegaban,

Las inconstantes ondas dividiendo:

Los vientos blandamente respiraban,

De las náos la hueca lona hinchendo:

Blanca espuma los mares levantaban,

Que las tajantes proras van rompiendo

Por la vasta marina, donde cuenta

Proteo su manada turbulenta;

XX.

Cuando los Dioses del Olimpo hermoso,

Dó está el gobierno de la humana gente,

Van á verse en consejo majestoso

Sobre futuras cosas del Oriente:

Del cielo hollando el éter luminoso,

Van, por la Láctea vía juntamente,

Convocados de parte del Tonante,

Por el nieto gentil del viejo Atlante.

XXI.

Dejan de siete cielos regimiento,

Que por poder más alto les fué dado;

Poder que, con el solo pensamiento,

Cielo y tierra gobierna, y mar airado:

Allí juntos se ven en un momento,

Los que habitan Arturo congelado,

Los que tienen el Austro y partes donde

La aurora nace, el rojo sol se esconde.

XXII.

Estaba el padre allí sublime y dino

Que vibra el fiero rayo de Vulcano,

En asiento de estrellas cristalino,

Con semblante severo y soberano:

Exhalaba del rostro aire divino,

Que en divino tornára un cuerpo humano,

Con corona y el cetro rutilante,

De otra piedra más clara que el diamante.

XXIII.

Más abajo, en asientos tachonados,

De perlas y oro lúcidos, estaban

Todos los otros dioses asentados,

Segun saber y juicio demandaban.

Los antiguos preceden honorados:

Los menores tras ellos se ordenaban;

Y aquí Júpiter alto, de este modo

Dijo, y llenó su voz el cielo todo:

XXIV.

«Eternos moradores del luciente

Estrellífero polo y claro asiento,

Si del esfuerzo grande de la gente

Lusa no habeis quitado el pensamiento,

Recordareis que existe permanente,

De los hados escrito anunciamiento;

Por el que han de olvidarse los humanos

De Asirios, Persas, Griegos y Romanos.

XXV.

«Ya les fué, bien lo visteis, concedido,

Que un poder, de recursos poco lleno,

Tomase Máuro fuerte y guarnecido

Todo el suelo que riega el Tajo ameno:

Y luego le asistió, contra el temido

Castellano, favor alto y sereno:

Así que siempre, en fin, con fama y gloria,

Victoria consiguió tras de victoria.

XXVI.

«Dejo, Dioses, la fama que, no exigua,

Sobre la grey de Rómulo alcanzaron,

Cuando con su Viriato, en esa antigua

Romana guerra, tanto se afanaron:

Y tambien la memoria, que atestigua

El valor de su nombre, cuando alzaron

Por jefe á un capitan que peregrino,

Simuló en Cierva espíritu divino,

XXVII.

«Y hora mismo admirais que acometiendo

Al inconstante mar, á más se atreve,

Por vias nunca usadas, no temiendo

Iras de Áfrico y Noto, en tabla leve:

Que ya, de dominar no poco habiendo

Donde larga es la luz y donde es breve,

Dirigen su propósito y porfía

A ver la cuna donde nace el dia.

XXVIII.

«Prometido les es del hado eterno,

Cuya ley ser no puede quebrantada,

Que tengan largos años el gobierno

Del mar que ve del sol la roja entrada:

En el agua han pasado el duro invierno

Va perdida la gente y trabajada;

Y justo ya parece que le sea

Mostrado el nuevo suelo que desea.

XXIX.

«Y porque, como visteis, han pasado

En el viaje tan ásperos castigos,

Tantos climas y cielos han probado,

Tanto furor de vientos enemigos,

Que sean acogidos he pensado

En la africana costa como amigos

Y allí repuesta la cansada flota,

Que torne á proseguir su alta derrota».

XXX.

Estas palabras Júpiter decia,

y los Dioses por órden respondiendo,

Uno de otro en el juicio diferia,

Razon diversa dando ó recibiendo.

El padre Baco allí no consentia

De Jove en el acuerdo, conociendo

Que acabará su gloria del Oriente,

Si fuere allá la Lusitana gente.

XXXI.

De los Hados oyó que llegaria

Una gente fortísima de España,

Por alto mar, la cual sujetaria

Cuanto del Indio suelo Dóris baña,

Y con nuevas victorias venceria

Toda fama anterior suya ó estraña,

Haciéndole perder la escelsa gloria,

De que Nisa aun celebra la memoria.

XXXII.

Ve que tuvo ya al Gánges sometido,

Y nunca lo quitó fortuna ó caso

Por vencedor del Indo ser tenido

De cuantos beben linfas del Parnaso:

Su nombre teme ver, que esclarecido

Hoy suena, descender al negro vaso

Del agua del olvido, si allí aportan

Los Portugueses que los mares cortan.

XXXIII.

Militaba en su contra Vénus bella,

Aficionada á gente Lusitana,

Por cuantas calidades via en ella

De la que antes amó tanto Romana:

Por su gran corazon, su grande estrella,

Ya probada en la tierra Tingitana:

Por la lengua, que ser se le imagina,

Con corruptela breve, la Latina.

XXXIV.

Estas razones tiene Citeréa;

A más que de las Parcas claro entiende,

Que célebre ha de ser la hermosa Dea,

Por dó la gente bélica se estiende:

Así que, por el caso que á uno afea,

Y otro por los honores que pretende,

No es mucho que entenderse no consigan,

Y este bando ó aquel los Dioses sigan.

XXXV.

Como el Bóreas y el Austro, en selva oscura

De silvestre arboleda y escondida,

Rompiendo ramos, van por la espesura,

Con ímpetu y braveza desmedida,

Y el monte entero con el son murmura,

Que hierve, de la junta hoja barrida;

Entre los Dioses del antiguo culto,

Tal andaba ardientísimo el tumulto,

XXXVI.

Marte que de la diosa sustentaba

Entre todos la parte, con porfía,

O, porque amor antiguo le obligaba,

O, porque el Portugués lo merecia,

Contra todos en pie se levantaba.

Irritado en el rostro aparecia:

Y el escudo, que lleva al cuello altivo,

Atras aparta, en ademan esquivo.

XXXVII.

La visera del yelmo de diamante

Apenas alza, Y firme, y bien seguro,

A esponer su opinion salta delante

De Júpiter, armado, fuerte y duro:

Y dando con el cabo resonante

Del asta en el cristal del cielo puro,

Le hizo temblar, y Apolo de asustado,

Un tanto amortiguó su luz turbado.

XXXVIII.

Y á Jove dijo: «¡Oh padre! á cuyo imperio

Obedece sumiso cuanto existe,

Si esta gente, que busca otro hemisferio,

Cuyo ingenio y valor tanto quisiste,

No quieres que padezca vituperio,

Como tiempo hace ya que dispusiste,

No escuches más, pues juez de todos eres,

De sospechosa parte pareceres,

XXXIX.

«Que si el de Baco aquí no se mostrase

Oprimido de miedo demasiado,

Fuera bien que su juicio sustentase

De no ser contra el Luso odio privado.

Mas esta su intencion no es bien que

Pues de interes al fin nace dañado;

Que lo que el cielo otorga al que bien lidia,

No ha de turbarlo nunca ajena envidia.

XL.

«Y tú, padre de inmensa fortaleza

De la resolucion por ti tomada

No te desdigas hoy, que es vil flaqueza

De empresa desistir ya comenzada.

Mercurio, pues que escede en ligereza

Al viento y la saeta disparada,

Vaya á tierra á mostrarles dó se informen

De la India, y se amparen y reformen».

XLI.

Dijo Marte, y el padre poderoso

La cabeza inclinó, como aprobando

Lo que el Dios proponia valeroso,

En la asamblea néctar derramando.

Por el lácteo camino luminoso

Cada númen despues se fue buscando,

Hecho el debido y real acatamiento,

Su habitual residencia y aposento.

XLII.

Mientras esto pasaba en la lumbrosa

Casa del puro Olimpo omnipotente,

Cortaba el mar la armada valerosa

Del lado allá del Austro y del Oriente,

Entre la costa Etiópe y la famosa

isla de San Lorenzo: el sol ardiente

Abrasaba á los dioses, en pescados,

Por susto de Tifeo, trasformados.

XLIII.

Tan plácidos los vientos los llevaban,

Como á quien tiene por amigo el cielo;

Aire y tiempo serenos se mostraban,

Sin nubes, sin peligro, sin recelo:

De Praso el promontorio ya pasaban,

De antiguo nombre, en el Etiópe suelo,

Cuando el mar les mostraba descubiertas

Islas que con sus olas baña inciertas.

XLIV.

Vasco de Gama, el ínclito caudillo

Que á cosas tan impávidas se ofrece,

Que aduna ciencia del valor al brillo,

Al que siempre fortuna favorece,

El detenerse aquí no vé sencillo,

Que inhóspite la tierra le parece;

Y adelante pasar determinaba,

Si bien no le ocurrió, como pensaba.

XLV.

Porque venir ven pronto, en compañía,

Varios breves bajeles, sin cautela,

Del puerto que más cerca aparecia,

Cortando el ancho mar, con larga vela.

Se alboroza la gente, y su alegría

Con mirar y mirar templa y consuela;

Y ¿quién es esta gente? (entre, sí dicen)

¿Qué ley tienen, qué rey, qué Dios bendicen?

XLVI.

Las navecillas son, á su manera,

Muy veloces, estrechas y estendidas:

Las velas con que vienen son de estera,

De unas hojas de palma bien tejidas:

La gente es de la cútis verdadera

Que Faeton, en las tierras encendidas,

Dió al mundo, por osado y no prudente;

Lampedusa lo sabe, el Pó lo siente.

XLVII.

De paños visten de algodon, teñidos

De color vária, blancos y listados;

Unos los llevan en redor ceñidos,

Otros de airoso modo al brazo echados:

Van de cintura arriba no vestidos:

Tienen por arma adargas y acolchados,

Y en la cabeza toca; y mar corriendo,

Añafiles sonoros van tañendo.

XLVIII.

Con la ropa y los brazos indicaban

A la gente del Luso que esperasen:

Mas ya las ráudas proras se inclinaban,

Porque junto á las islas penetrasen:

La tropa y marineros trabajaban

Cual si aquí los trabajos se acabasen:

Toman velas, se amaina la verga alta;

Por el áncora herida, la mar salta.

XLIX.

Ni aún anclados están, cuando la gente

Estraña por las cuerdas ya subia;

Vienen con ledo gesto, y blandamente

El noble Capitan los recibia.

Manda ponerles mesas prontamente,

Y el licor que plantado Baco habia,

Y que de vidrio en vasos aparejan:

Los de Faeton quemados nada dejan.

L.

Comiendo alegremente, preguntaban,

En arábigo hablar, de dó venían;

Quiénes son; de qué tierra; qué buscaban;

parte de la mar corrido habian.

Las respuestas que al caso acomodaban,

Con discrecion los Lusos les volvian:

Los Portugueses somos de Occidente,

En busca de las tierras del Oriente,

LI.

Del mar toda la parte hemos sulcado,

Del Antártico polo y de Calisto,

Toda la costa de Africa rodeado,

Y tierra y cielos varios hemos visto.

Somos de un Rey glorioso y estimado,

Y en todo respetable, y tan bien quisto,

Que por él, no en el mar con gozo interno,

Mas en el lago entráramos de averno.

LII.

Y porque él lo mandó, buscando andamos

La gran tierra oriental que el Indo riega:

Por él la mar remota navegamos

Que solo de las focas se navega.

Mas ya es razon tambien de que sepamos,

Si verdad en vosotros no se niega,

Quién sois, si de esta tierra naturales,

Y si del Indo, en fin, teneis señales.

LIII.

Somos (dijo uno de ellos que dió cara)

Estranjeros en ley, suelo y ambiente;

Porque á los de estas islas los criara

Natura sin razon ni ley prudente:

Siguiendo nos la cierta que enseñara

De Abraham el preclaro descendiente

(Si de padre gentil, de madre hebrea)

Que gran parte del mundo señorea.

LIV.

Esta islilla pequeña que habitamos,

Es en todo el país segura cala

De cuantos en el golfo navegamos

De Quíloa, de Mombaza y de Sofála:

Y asegurarnos de ella

Como dueños, por ser precisa escala;

Y porque todo, en fin, se os notifique,

Llámase la insulilla Mozambique.

LV.

Y ya que de tan lejos navegades

Buscando el Indo Hidaspe y tierra ardiente,

Piloto aquí tendreis, por quien seades

Guiados por los mares sabiamente:

Tambien será bien hecho que tengades

De tierra algun refresco; y que el Regente

Que esta tierra gobierna, pronto os vea,

Y de lo más preciso se os provea.

LVI.

A sus barcos, diciendo así, tornóse

El Moro de su gente en compañía;

Y del Caudillo y Lusos apartóse,

Con muestras de debida cortesía.

En tanto Febo al hondo mar llevóse

En carro de cristal el claro dia,

Ordenando, que en tanto él reposase,

Su hermana el ancho mundo iluminase,

LVII.

Pasó la gente de la Lusa flota

La noche en alegría y descansada,

Por encontrar de tierra tan remota,

Nueva por tanto tiempo deseada;

Y entre sí cada cual advierte y nota

La gente y uso y ropa desusada,

Y cómo los que en secta infiel creyeran,

Tanto por todo el mundo se estendieran.

LVIII.

De la luna los rayos rutilaban

Por las plácidas ondas neptuninas:

Las estrellas el cielo asimilaban

A prado de azucenas argentinas;

Y los furiosos vientos reposaban

En las oscuras cuevas peregrinas:

Mas segun su costumbre, por cautela,

La gente de la escuadra estaba en vela.

LIX.

Pero así que llegó la luz rosada

Por el sereno cielo á derramarse

Del alba hermosa, abriendo roja entrada

Al claro sol que prueba á despertarse,

Se empieza á embanderar toda la armada,

Y de toldos alegres á adornarse,

Por recibir con fiestas y alegría,

Al Rector de las islas que venia,

LX.

Venia ledamente navegando

A ver las prestas naves lusitanas,

Con refrescos de tierra, en sí cuidando

Que son aquellas gentes inhumanas

Que las tierras caspianas habitando

A conquistar pasaron las Asianas,

Y por decreto y órden del destino,

Ganaron la ciudad de Constantino.

LXI.

Recibe el Capitan alegremente

Al jefe y su completa compañía:

Dále de ricas piezas un presente,

Que para estos efectos ya traia;

Dulces conservas dále, y dále ardiente

Desusado licor que da alegría;

Nada hay que el Moro con placer no tome,

Y con placer más grande bebe y come.

LXII.

La marítima gente está del Luso

Subida por las jarcias, admirada,

Notando el estranjero modo y uso,

Y la lengua tan bruta y enredada.

Tambien el Moro astuto está confuso,

Viendo el traje y color y fuerte armada;

Y todo preguntando, les decia

Si vienen por acaso de Turquía.

LXIII.

Y les dice tambien, que ver desea

El libro que á su ley y fe presido;

Por ver si con la dél conforme sea,

O si moral diversa las divide;

Y porque todo note, observe y vea,

Que le presente al Capitan, le pide,

Aquellas fuertes armas, de que usaban

Cuando con sus contrarios peleaban.

LXIV.

El valeroso Capitan responde,

Por uno que la lengua vil sabia:

Y le hace relacion, y poco esconde,

De su ley, tierra y armas que traia:

Dice que no es su raza la de donde

Procede la impia gente de Turquía;

Y que son de la Europa belicosa,

Y que la India buscan tan famosa.

LXV.

Que la ley de Aquel sigue, á cuya mano

Obedecen lo oculto y lo visible:

De aquel Ser que, creó todo lo humano

Lo que tiene sentido y lo insensible:

Que ofensas padeció y ultraje insano,

Sufriendo inmerecida muerte horrible;

Y en fin, que desde el cielo bajó al suelo,

Para el hombre subir del suelo al cielo,

LXVI.

«De este Dios-Hombre, altísimo, infinito,

No estrañes que hoy el libro aquí no lleve,

Escusando en papel traer escrito

Lo que estar en el alma impreso debe:

Que veas nuestras armas te permito,

Pues así lo pediste claro y breve.

Las verás amigable, pues espero

Que no las quieras ver como guerrero».

LXVII.

Esto diciendo, manda á diligentes

Ministros enseñar las armaduras;

Ven arneses y petos relucientes,

Mallas finas, de acero planchas puras,

Escudos de labores diferentes,

Trabucos y espingardas muy seguras,

Arcos y sagitíferas aljabas,

Partesanas agudas, picas bravas.

LXVIII.

Las bombas de disparo y juntamente

Las sulfúreas pelotas, tan dañosas:

Pero á los de Vulcano no consiente

Dar fuego á las bombarda temerosas;

Porque el gallardo espíritu valiente,

Entre gentes tan pocas y medrosas,

Para no ser cual es, tiene razones:

Que es flaqueza, entre ovejas, ser leones,

LXIX.

Pero de esto que al Moro se le muestra

Y de cuanto observó con ojo atento,

Le vino al alma cólera siniestra

Y á la mente torcido pensamiento:

Mas en gesto y accion no lo demuestra,

Sino que, con risueño fingimiento,

Blandamente tratarlos determina

Hasta que pueda hacer lo que imagina.

LXX.

Pilotos luego el Capitan le pide,

Por quien pudiese al Indo ser llevado:

Y dícele que el pago no se mide

Del trabajo que en ello hayan tomado.

Prométeselo el Moro, en quien reside

Tal intencion, intento tan malvado,

Que, á poderlo, la muerte, en aquel dia,

En igual de Piloto le daria.

LXXI.

¡Tal era el odio y malquerer tenaces

Que encendió contra el Luso la venganza,

De la verdad al ver que son secuaces

Que el hijo de David da en enseñanza!

¡Oh profundos arcanos no falaces

A que juicio mortal ninguno alcanza!

¡Que nunca falte un pérfido enemigo

Aun al que siempre fue del cielo amigo!

LXXII.

Partió en esto y llevó su compañía

De las náos el Moro despachado,

Con engañosa y grande cortesía,

Con aspecto de halago simulado.

Cortaron los bateles la ancha via

Del conocido mar; y acompañado,

Ya en tierra, de obsequioso ayuntamiento,

Fuese el Moro á su cógnito aposento.

LXXIII.

Desde su etéreo asiento el gran Tebano

Que del muslo paterno fue nacido,

Viendo que el fuerte pueblo Lusitano

Es al Moro molesto, aborrecido,

En la mente revuelve intento insano

Con que sea del todo destruido;

Y mientras en la mente lo ordenaba,

Consigo estas palabras platicaba.

LXXIV.

«Está ya decidido por el Hado

Que alcance las victorias más famosas

La fuerte grey del Portugués estado

De las indianas gentes belicosas:

Yo solo, hijo de padre sublimado,

Con cualidades tantas generosas,

¿Sufriré que el destino favorezca

A aquel por quien mi nombre se oscurezca?

LXXV.

«Ya los dioses quisieron que tuviese

El hijo de Filipo en esa parte,

Tanto poder, que todo lo rindiese

Bajo su imperio el furibundo Marte.

¿Mas háse de sufrir que el Hado, diese

A tan pocos tamaño esfuerzo y arte,

Y yo, y el Macedonio, y el Quirite,

Demos lugar al que el honor nos quite?

LXXVI.

«No será así, porque antes que llegado

Hubiere el Capitan, astutamente

Le será tanto engaño fabricado

Que jamás toque al suelo del Oriente.

Yo á tierra bajaré, y el inflamado

Pecho haré incendio de la Máura gente:

Porque siempre por via irá derecha,

Quien de oportuno tiempo se aprovecha».

LXXVII.

Esto diciendo, Mero y cuasi insano.

Sobre la tierra de África lanzóse,

Donde tomando forma y gesto humano,

Para el sabido Praso encaminóse;

Y por mejor fingir el hecho vano,

En natural figura convirtióse

De un Moro, en Mozambique conocido,

Viejo sabio, del Jeque muy valido.

LXXVIII.

Al cual entrando á hablar, al tiempo y horas

A la malicia aquella acomodadas.

Le dice, que eran hordas malhechoras

Las que allí nuevamente eran llegadas;

Que vino, de las gentes moradoras

De la costa, rumor que de robadas

Por estos hombres que pasaban, fueron,

Que con pactos de paz siempre mintieron.

LXXIX.

«Y á más sabe (le dice) que entendido

Tengo de estos cristianos, que ladrones,

El comercio del mar han destruido,

Con incendios y bárbaras acciones,

Y ya traen, de largo, engaño urdido

Contra nos; y que son sus intenciones

Solo de asesinarnos y robarnos,

Y á los hijos y esposas cautivarnos.

LXXX.

«Y sé tambien que tiene ya tratado

De venir á buscar agua, muy cedo,

El Capitan, de muchos resguardado,

Que de intencion dañada nace el miedo.

Tú tambien debes, con tu gente, armado,

Ir á esperarlo al paso, oculto y quedo;

Con que al bajar la suya descuidada,

Pueda toda caer en la celada.

LXXXI.

«Y no quedando aún de esta pelea

Destruidos ó muertos totalmente,

Imaginado tengo, aca en la idea,

Otra maña y ardid, que te contente,

Manda darles Piloto infiel, que sea

De astucia natural, y tan prudente,

Que los lleve á dó fueren destrozados,

Perseguidos sin fin y esterminados».

LXXXII.

No bien estas palabras lento dijo,

El Moro atento al fraude, al sabio viejo

El cuello le ciñó con regocijo,

Agradeciendo mucho el buen consejo:

Y luego preparó, nada prolijo

Para la empresa el bélico aparejo,

A fin que al Portugués se le volviese

En rojo humor el agua que obtuviese

LXXXIII.

Y busca para el logro del engaño

Quien á la escuadra por Piloto mande;

Sabio, astuto, sagaz en todo daño,

A quien pueda confiarse un hecho grande.

Dícele que, siguiendo al Lusitano

Por tales costas y corrientes ande

Que si de una escapare, en otra ciego

Vaya, con más desastre, á caer luego.

LXXXIV.

Ya Apolo con sus rayos visitaba

Los Nabateos montes, ascendido,

Cuando Gama á ir á tierra se aprontaba

Por agua con su tropa, decidido.

En las naves la gente se aprestaba

Cual si le fuese el fraude conocido:

Mas sospecharlo puede fácilmente,

Que cuando avisa, el corazon no miente.

LXXXV.

Cuanto mas, que mandado habia á tierra

Al piloto á traer refresco vario:

Y respondido fuele en son de guerra,

Caso de lo ofrecido muy contrario.

Por eso, y porque sabe cuánto yerra

Quien se cree, de su pérfido adversario,

Apercibido va, como podia,

En tres bateles solos que traia.

LXXXVI.

Mas los moros, que andaban por la playa,

A impedirles el agua apetecida,

Uno armado de escudo y de azagaya,

Otro de arco y de aljaba guarnecida,

Esperan que la Lusa gente vaya

La mayor parte de ellos escondida;

Si bien para lograr mejor el lance,

Algunos por ñagaza están de avance.

LXXXVII.

Y van por la ribera alba, arenosa,

Con ademanes bélicos, alzando

La adarga y arco, y flecha peligrosa,

A los callados Lusos incitando.

No sufre asaz la gente valerosa,

Que los canes el diente estén mostrando,

Y cada cual dá en tierra tan ligero,

Que nadie decir puede que es primero.

LXXVIII.

Cual en coso sangriento el ledo amante,

Viendo á la bien querida hermosa dama,

Busca al toro, y saliéndole delante,

Salta, corre tras él, le silba y llama:

Mas el fiero animal, en tal instante,

La cornígera frente inclina y brama,

Y arrancándo feroz, los ojos cierra,

Hiere, rompe, destroza y echa á tierra:

LXXXIX.

Así, en la escuadra ruido se levanta

De la dura y horrenda artillería:

La férrea bola mata, el ruido espanta:

El aire zumba, el humo turba el dia:

El pecho de los moros se quebranta:

Y creciendo el terror, su sangre enfria,

Y el descubierto muere destrozado,

Y el que estaba escondido huye asustado.

XC.

No contenta la gente portuguesa,

Prosigue la victoria, hiere y mata:

La poblacion, sin muros, es ya opresa,

Y la incendia, bombea y desbarata.

De la celada al moro ya le pesa,

Que bien cuidó comprarla más barata.

Y el anciano y la madre, hoy infelice,

Execra de la guerra, y la maldice.

XCI.

Corre el moro y saetas va arrojando

Sin fuerza, de cobarde y presuroso,

Palos, piedras y troncos vá tomando,

Y armas dále el furor ciego y rabioso:

Y ya el pueblo y la isla abandonando,

Huye á la tierra-firme temeroso:

Pasa, y corta del mar el brazo estrecho

Que de aquella la aparta breve trecho.

XCII.

Unos en almadias van fajadas;

Quién cruza el agua á nado diligente;

Quién se ahoga en las olas encrespadas;

Quién el mar bebe y echa juntamente.

Derriban las frecuentes bombardadas

Los Pánguios breves de la bruta gente:

Terrible, en fin, el portugués castiga

La vil malicia pérfida enemiga.

XCIII.

Y tornan victoriosos á la armada

Con el largo despojo y rica presa;

Y van á su placer á hacer aguada

Ya sin miedo de daño y de sorpresa.

Queda la Máura gente malparada,

Mas que nunca en el odio antiguo accesa;

Y viendo sin venganza tanto daño,

Solo esperando está del otro engaño.

XCIV.

Proponer paz dispone arrepentido

El Regidor de aquella inicua tierra,

Sin que sea del Luso conocido

Que en figura de paz le mandan guerra;

Porque al falso piloto prometido

(Promesa favor que el daño encierra)

En señal de las paces que trataba,

A que á morir los lleve le mandaba.

XCV.

El capitan, á quien entonces place

Tornar á su camino acostumbrado:

A quien tiempo ya dulce y próspero hace

Para en busca salir del Indo ansiado,

Al piloto recibe y satisface

Que le envian; y en todo agasajado,

Y despedido el mensajero atento,

Las velas manda dar al largo viento.

XCVI.

De esta suerte, ya en paz, la armada airosa

De Anfitrite las aguas dividia:

De Nereo la prole vá gozosa

En torno, fiel y alegre compañía.

El capitan sin maliciarse cosa

Del engañoso ardid que el moro urdia,

Del mismo largamente se informaba,

Del Indo todo y costas que pasaba.

XCVII.

Mas instruido el Moro en los engaños

Que el malévolo Baco le ha tejido,

De cautiverio y muerte nuevos daños,

Antes que al Indo llegue, ha prevenido:

De los puertos le da razon Indianos,

Y de cuantos detalles le ha pedido;

Y en tanto el Portugués nada temia,

Tomando por verdad lo que decia.

XCVIII.

Y añadió, con el falso pensamiento

Con que al Frigio á Sinón burlar se ha visto:

Que está cerca una Isla, cuyo asiento,

Siempre antiguo ocupó pueblo de Cristo.

El Capitan que á todo estaba atento,

Alégrase al relato no previsto,

Y á que le lleve al puerto le incitaba

Con grandes dones dó el cristiano estaba.

XCIX.

Lo mismo el falso Moro determina

Que lo que el capitan desear puede;

Que la tierra habitada es de ferina

Gente que sigue el culto de Mahomede.

Aquí el engaño y muertes imagina,

Porque en poder y fuerzas mucho escede

A Mozambique el pueblo, que se llama

Quíloa, muy conocido por su fama.

C.

Dirigíase allá la alegre flota:

Mas las la diosa en Citéres bendecida,

Viendola abandonar la cierta rota

Por ir tras de la muerte imprevenida,

No consiente que, en tierra tan remota,

Se pierda gente de ella tan querida,

Y con vientos contrarios la apartaba

De á dó el falso piloto la llevaba.

CI.

Con que el malvado Moro no pudiendo

Tal determinacion llevar avante,

Otra perfidia en su lugar urdiendo,

Prosigue en su propósito constante.

Dice que, pues las aguas impeliendo

Los llevan á la fuerza hácia adelante,

Que cerca hay otra Isla cuya gente

Son cristianos y moros juntamente.

CII.

Tambien en este aserto le mentia,

Como en fin, por costumbre ya llevaba;

Porque de Cristo allí gente no habia

Sino la que á Mahoma celebraba.

El Capitan, que al Moro bien creia,

Velas virando, la Isla demandaba:

Mas no quiere la diosa guardadora,

y la barra no vence la alta prora.

CIII.

La Isla á Quíloa está tan allegada,

Que un paso estrecho á entrambas dividia,

y una ciudad en ella está situada,

Que al frente de la mar aparecia;

De nobles edificios está ornada

Cual, de lejos, por fuera, bien se vía:

Mómbaza, isla y ciudad por nombre tienen,

Y á un Rey anciano á someterse vienen.

CIV.

Y el Capitan á vista de ella Ira anclado,

Estrañamente alegre porque espera,

Que va á ver aquel pueblo bautizado,

Como el falso piloto le dijera;

Cuando héte que de tierra con recado

Llegan barcos del Rey, que ya supiera

Quien son, que Baco de antes le avisára,

De otro Moro en la forma que tomára.

Canto Segundo.

Argumento del Canto Segundo

Instigado por el demonio, pretende el Rey de Mombaza destruir á los navegantes: dispóneles traiciones bajo el fingimiento de amistosa acogida. Vénus se presenta á júpiter é intercede por los Portugueses: él le promete favorecerlos, y le refiere, como en profecía, algunas hazañas de aquellos en el Oriente. Mercurio se aparece en sueños á Gama, y le advierte que evite los peligros que le amenazan en Mombaza: leva anclas y llega a Melinde, cuyo Rey le recibe y hospeda benigna y generosamente.
I.

Ya en este tiempo el fúlgido planeta

Que las horas del dia vá midiendo

Llegaba lento á la anhelada meta,

La alba luz á las gentes encubriendo,

Y de la casa de la mar, secreta,

La puerta el Dios nocturno le está abriendo,

Cuando los de la Isla se llegaron

Á las naves, que há poco que ancoráron.

II.

Uno entre ellos, que el cargo há recibido

Del mortífero engaño, así decia:

«Capitan valeroso, que has corrido

Del salado Neptuno la honda via,

Del Rey que esta Isla manda tanta há sido,

Por tu venida, el gozo y la alegria,

Que su deseo solo es complacerte,

Y de cuanto quisieres proveerte.

III.

«Y por que está en estremo ya ganoso

Do verte, cual persona tan nombrada,

Te ruega que, de nada receloso,

Penetres por la barra con tu armada;

Y como del camino trabajoso

Traerás la gente débil y cansada,

Restauro puedes da-cla en este suelo,

Que há menester natura algun consuelo.

IV.

«Y si buscando vás la mercancía

Que produce el aurífero Levante,

Clavo ardiente, canela, especería,

Ú otro objeto valioso comerciante;

Ó si quieres luciente pedrería,

Encendido rubí, duro diamante,

Lo tendrás aquí todo tan de sobra,

Que podras convertir la idea en obra».

V.

Al mensajero el Capitan responde,

Las palabras del Rey agradeciendo,

Y diz que porque el sol pronto se esconde

No está ya con su entrada, obedeciendo:

Mas que cuando la luz muestre por dónde

Pueda sin ningun riesgo ir mar midiendo,

Cumplirá sin tardanza su mandado:

Que á más, por tal señor, se vé obligado.

VI.

Le pregunta despues si son en tierra

Cristianos, y el piloto no mentia;

El mensajero astuto no lo yerra,

Y diz que es de ellos la mayor cuantía.

De esta suerte del pecho le destierra

El temor y sospecha a de falsía;

Por lo que el Capitan, incautamente,

Teme ya menos de la falsa gente.

VII.

Y de algunos que trae, condenados

Por culpas y por hechos vergonzosos

Porque pudiesen ser aventurados

En casos de esta suerte peligrosos,

Manda á dos, muy sagaces, ensayados,

A observar de los moros engañosos

La ciudad y el poder, y porque vean

Los cristianos que tanto ver desean.

VIII.

Por ellos manda al Rey dádiva afable

Porque la voluntad que les mostraba

Tenga firme, segura, inalterable,

La cual bien al contrario en todo estaba.

Ya el séquito salia abominable

De las naves y el campo azul cortaba;

Y los dos de la flota, con fingidos

Halagos, son en tierra recibidos.

IX.

Y despues de que al Rey le presentaron

El mensaje y los dones que traian,

La ciudad recorrieron y observaron,

Si bien menos de aquello que querian;

Que los moros astutos se guardaron

De todo les mostrar lo que pedian:

Que es propio el recelar de obrar no bueno,

Y lo hace imaginar del pecho ajeno.

X.

Mas aquel que por jóven siempre pasa,

Con belleza perpétua, y fue nacido

De dos senos y el mal urde sin tasa,

Por ver al náuta Luso destruido,

De la ciudad moraba en una casa,

Con rostro humano, en hábito fingido:

Decíase cristiano y culto hacia

En un suntuoso altar que construia.

XI.

Allí tiene en retablo figurada

Del Espíritu Santo la escultura:

La cándida paloma bien labrada

Sobre la única fénix Vírgen pura.

La compañía santa está imitada

Tan propia de los doce en la figura,

Cual, de los que entre lenguas que cayeron

De fuego, libros santos refirieron.

XII.

Y los dos camaradas conducidos

Donde con este engaño Baco estaba.

Ponen la vista en tierra, y los sentidos

En aquel Dios que el mundo gobernaba.

Los plácidos aromas, producidos

Por Pancaya odorífera, quemaba

El de Thion; y así con fraude artero,

El falso dios adora al verdadero.

XIII.

Aquí fueron de noche agasajados

Con todo honesto tratamiento digno

Los dos Lusos, no viendo que, engañados,

Tienen por santo el fingimiento indigno,

Mas así que los rayos derramados

Al universo van del sol benigno,

Y por la puerta asoma del Oriente

La moza de Titon la roja frente:

XIV.

Vuelven moros de tierra con recado

Del Rey para que entrasen, y consigo

Llevan los que el de Gama hubo mandado,

De quien mostróse, el Rey sincero amigo.

Y habiéndose el caudillo asegurado

De no tener recelo de enemigo

Y que gente de Cristo en tierra habia,

Por la ofrecida barra entrar queria.

XV.

Los que mandó le dicen que allá vieron

Aras sagradas, sacerdote santo:

Que allí se confortaron, y durmieron

Cuando tendió la noche el negro manto.

Y que en el Rey y gente no advirtieron

Sino contentamiento y gusto tanto,

Que no podia haber arte suspecta

En conducta tan clara y tan perfecta.

XVI.

Con esto el noble Gama alegremente

Recibia á los moros que subian;

Que ánimo fiel se fia fácilmente

De muestras que verdades parecian.

La nao se henchia de perversa gente;

Su circo de los barcos que traian:

La turba alegre vá, pues se figura

Que ya la ansiada presa está segura.

XVII.

En tierra cautamente aparejaban

Municion y armas, porque así que viesen

Que en el rio las naves ancoraban,

Escalarlas impávidos pudiesen;

Y de traicion tan útil esperaban

Que á todos los Lusiadas destruyesen,

Pagando incautos, en tan duro estrecho,

El mal que en Mozambique tienen hecho.

XVIII.

Las áncoras tenaces van levando,

Con la grita nautil acostumbrada:

De la proa las velas solo dando,

A enfilar van la barra, de bordada.

Alas la bella Ericina, que guardando

Iba siempre á su gente denodada,

Viendo la gran celada, tan secreta,

Del cielo al mar se lanza, cual saeta.

XIX.

Llama á las bellas hijas de Neréo,

Y á la demas cerúlea compañía;

Que por nacer del piélago Eritréo

Toda marina grey la obedecia;

Y la ocasion propuesta y su deseo,

Con todas juntamente allá partia,

Para impedir que el portugués llegase,

Donde en lugar de gloria, tumba hallase.

XX.

Ya del agua aventando van de priesa

Con las colas de plata blanca bruma

Con pechos de marfil Doto atraviesa,

Con no usado vigor, la hirviente espuma:

Salta Nise, Nerina se arrepesa

Sobre la crespa mar con fuerza suma;

Y abren senda las ondas encorvadas,

De miedo á las Nereidas conjuradas.

XXI.

En hombros de un Triton, con rostro inceso

Dione, aunque divina, vá furiosa:

No siente el que la lleva el dulce peso,

De soberbio con carga tan hermosa.

Ya cerca llegan donde el aire opreso

Hinche el lino á la gente belicosa:

Y repártense y cercan al instante

Las ráudas naves que iban por delante.

XXII.

Vénus, con otras, corta á breve trecho

La proa capitana; allí cerrando

El camino á la barra están derecho:

En vano el aire entró la vela hinchando;

Ponen contra el tajante el blando pecho,

La fuerte nave para atrás forzando

Cercándola en redor, muchas la alzaban,

Y de la adversa tierra la apartaban.

XXIII.

Como á su cueva próvidas hormigas

Llevando el grave peso bien cargado

Las fuerzas ejercitan, enemigas

De su grande enemigo invierno helado:

Allí son sus trabajos y fatigas:

Aquí muestran vigor nunca esperado

Así andaban las ninfas impidiendo

Del bravo portugués el fin tremendo,

XXIV.

La nave para atras se precipita,

Magüer de los que lleva, que clamando

Bajan velas: la gente más se agita

A un bordo y otro cables arrastrando:

El mestre activo de la popa grita,

Viendo como delante amenazando

Le está un grande marítimo rochedo

Que de romper la náo pone miedo.

XXV.

El vocerío airado se levanta

Del marinero: en el confuso embate

El bronco estruendo á la morisma espanta,

Como si viesen hórrido combate:

Ignoran la razon de furia tanta:

No saben quién les valga ó desbarate:

Piensan que sus engaños son sabidos

Y que han de ser por eso allí oprimidos.

XXVI.

Ved cual muchos de pronto se lanzaban

A los barcos veloces que traian,

Y unos el agua en alto levantaban

Brincando al mar y á nado se fugian:

De este á aquel bordo los demas saltaban,

Movidos del temor que en otros vian:

Que antes que á sus contrarios entregarse,

Quieren al hondo mar aventurarse.

XXVII.

Así cual junto al charco, al mor de luna

Las ranas, otro tiempo Licia gente,

Si sienten acercar persona alguna.

Estando en duro suelo incautamente,

De aquí y de allí saltando á la laguna

Por huir del peligro que se siente,

Métense en la sabida madriguera

Las cabezas no más dejando fuera:

XXVIII.

Así los Moros huyen; y el piloto

Que las naves al riesgo infiel llevára,

Creyendo que su engaño ya era noto,

Huye tambien, saltando al agua amara.

En tanto, por no dar en el innoto

Rochedo y por salvar la vida cara,

La Capitana el ancla arroja al punto,

Y las demas ancóran, de ella junto.

XXIX.

Viendo Gama el intento y la vileza

Del Máuro, no cuidada, y juntamente

Del huir del piloto la presteza,

Conoce la intencion de la impia gente;

Y al ver que, sin contraste y sin braveza

De viento, y de los mares sin corriente,

Pasar más adelante no podia,

Por divino teniéndolo, decia:

XXX.

«¡Oh caso grande, estraño y no esperado!

¡Oh milagro clarísimo, flamante!

¡Oh descubierto engaño descuidado!

¡Oh perfidia enemiga amenazante!

¿Quién podría del daño aparejado

Librar la vida, con saber bastante,

Si de arriba la guarda soberana,

No acudiera á la flaca fuerza humana?

XXXI.

«Bien nos muestra la diva Providencia

De estos puertos la paz engañadora:

Bien nos hizo patente la evidencia,

Que la hospital confianza era traidora:

Mas ya que ni poder, ni humana ciencia,

Fraude tan bien urdido vé, ni esplora,

¡Oh tú, guarda celeste, tén cuidado

Del que sin ti no puede ser guardado!

XXXII.

«Y si á tanto se inclinan tus piedades

Por esta pobre gente peregrina;

Puesto que, por tu amor y tus bondades,

La salvas de la infiel gente felina,

A algun asilo y puerto de verdades,

Desde aquí conducirnos determina:

Ó muéstranos la tierra que buscamos,

Pues solo en tu servicio navegamos».

XXXIII.

Estas palabras le escuchó piadosas

La hermosa Citeréa, y conmovida

Parte de entre las ninfas que llorosas

Quedaron de la súbita partida:

Ya sube á las estrellas luminosas:

Ya en el cielo tercero es recibida:

Pasa adelante, y en la sesta esfera

Entra, dó más de cerca el padre impera,

XXXIV.

Y como iba animada del camino,

Tan hermosa de aspecto se mostraba,

Que á estrellas, cielo y luz, y aire vecino

Y á cuanto la iba viendo enamoraba.

De sus ojos, que el nido peregrino

Del hijo son, ardores derramaba

Con que el polo y sus hielos encendia,

Y tornaba en volcan la esfera fria.

XXXV.

Por mas enamorar al soberano

Padre, a quien siempre fué tan dulce y cara,

Se le presenta tal cual al Troyano

Ya del Ida en el bosque, se mostrára.

Si la viese el garzón que el bulto humano

Perdió, viendo á Diana en fuente clara,

No le hirieran los propios canes feos,

Mas antes le acabaran los deseos.

XXXVI.

Los crespos hilos de oro le flotaban.

Por cuello que afrentar puede á la nieve

Sus duros pechos, al andar, temblaban,

Que amor en ellos retozon se mueve:

Llamas del seno muelle le brotaban,

De dó las almas caza el niño aleve:

Por las lisas columnas la subian

Deseos que cual yedra se tejian.

XXXVII.

Un delgado cendal es ténue capa

A aquellas partes del pudor reparo:

Mas ni el todo descubre, ni lo tapa,

De las purpúreas flores poco avaro:

Para arrancar el alma que se escapa,

Delante pone el dulce objeto raro:

Se abrasa el cielo ya de Sur á Norte:

Celos Vulcano siente, ardor Mavorte,

XXXVIII.

Y mostrando en su angélico semblante

Una sonrisa de pesar teñida

Como dama que fué de incauto amante

En amorosas riñas afligida,

Que solloza y sonrie al mismo instante

Y entre alegre se muestra y dolorida:

Así la diosa, á quien ninguna iguala,

Más mimosa que triste, el eco exhala,

XXXIX.

«Siempre (dice) creí, padre glorioso,

Que hácia las cosas que en verdad yo amase,

Te hallaría benigno y amoroso,

Por más que á algun contrario le pesase:

Pero, pues contra mí te miro iroso,

Sin merecerlo, sin que en nada errase,

Hágase como Baco ha decidido:

Yo asentaré que una inocente he sido.

XL.

«Y al pueblo, mío hoy, por quien derramo

Las lágrimas que en vano caer veo:

Al que précio bien poco, pues le amo

Siendo tu tanto en contra á mi deseo,

Por el que á tí, gimiendo pido y clamo

Y contra lo que ansío al fin peléo;

Pues por quererle yo voy á dañarle,

Quiérole querer mal para salvarle.

XLI.

«Y acabe á manos de las brutas gentes,

Que pues yo fuí…» y en esto de mimosa

El rostro baña en lágrimas ardientes,

Cuajándose rocío en fresca rosa:

Y aquí un poco calló, cual sí entre dientes

Se le cortára el habla congojosa;

Y volvia á seguir, cuando el Tonante,

De lo que vá á decir ya está delante,

XLII.

Y de las blandas muestras conmovido

Que amansáran de un tigre el pecho duro,

Con rostro cual de cielo en luz teñido,

Torna claro y sereno el aire oscuro.

Las lágrimas la enjuga, y encendido

Besa su faz; su cuello abraza puro,

Y es fijo que si allí solo se hallára,

Otro nuevo Cupido se engendrara.

XLIII.

Y á su rostro juntando el rostro amado,

Que el sollozo y las lágrimas aumenta

(Como niño del ama castigado

Que quien le halaga, el lloro le acrecienta)

Por ponerla en sosiego el pecho airado,

Muchos casos futuros la presenta;

Y del hado los fondos revolviendo,

De esta manera en fin le vá diciendo:

XLIV.

«Hija cara preciosa, ningun trance

Rendirá á tus valientes Lusitanos:

Ni habrá quien de mí nunca más alcance

Que esos llorosos ojos soberanos;

Y te ofrezco, hija mía, que aún avance

Su fama á la de Griegos y Romanos,

Por los hechos ilustres que esta gente

Ha de obrar en los climas del Oriente

XLV.

«Que si el facundo Ulises escapara

De car en la Ogigia eterno esclavo

Y si Antenor los senos penetrára

Ilirios y en la fuente de Timavo;

Y si el piadoso Eneas navegara

De Scila y de Caribdis el mar bravo.

Tus Lusos, con designios más profundos,

Irán mostrando al mundo nuevos mundos.

XLVI.

«Altos muros, castillos, pueblos varios,

Hija, verás por ellos construidos:

Los Turcos, ferocísimos contrarios,

Siempre por su valor serán vencidos:

A los Reyes del Indo, voluntarios,

Los verás al Rey suyo sometidos,

Y por ellos de todo en fin señores,

La tierra alcanzára leyes mejores.

XLVII.

Y verás al que ahora presuroso,

Con riesgo tanto, al Indo vá buscando,

Rendírsele Neptuno, de medroso,

Sus, espaladas sin vientos encrespando.

¡Oh nunca visto caso y milagroso

Que hierve y trema el mar en calma estando!

¡Oh gente, fuerte y de altos pensamientos!

¡Miedo tienen de tí los elementos!

XLVIII.

«Verás que el que agua darle no queria,

En puerto ha de tornarse conveniente,

En que descansen de su larga via

Las naves que naveguen de Occidente.

Toda esta costa, en fin, que há poco urdia

El engaño mortífero, obediente

Le pagará tributos, conociendo

Del Luso invicto el ímpetu tremendo.

XLIX.

«Y vereis el mar rojo, tan famoso,

Amarillo tornársele de hinchado:

Vereis de Ormúz el Reino poderoso

Por dos veces rendido y subyugado:

Allí vereis al Moro temeroso

De sus saetas mismas traspasado;

Y verá, en fin, quien contra Lusos trate,

Que, si resiste, contra si combate.

L.

«Vereis á Dío, inexpugnable corte,

Sufrir dos sitios, de los vuestros siendo:

Allí se mostrará su pró y su porte,

Hechos de armas grandísimos luciendo:

Envidioso vereis al gran Mavorte

Del Lusitano corazon tremendo:

La voz del Moro allí sonará estrema,

Que, á nombre del Koran, de Dios blasfema,

LI.

«Goa será á los Moros conquistada,

La cual vendrá despues á ser señora

Del Portugués Oriente, y sublimada

Con los triunfos de gente vencedora:

Allí soberbia, altiva y ensalzada,

Al Gentil, que los ídolos adora,

Pondrá freno, y pondrálo á cuanta tierra

Levante imbécil á los vuestros guerra.

LII.

«Vereis la fortaleza sustentarse

De Cananor, con poca fuerza y gente;

Y á Calecut vereis desbaratarse,

Populosa ciudad, grande y potente:

Y vereis en Coquim significarse

Tanto un pecho de escelso y de valiente,

Que cítara jamás cantó victoria

Que merezca tan alta fama y gloria.

LIII.

«No de Marte al clamor se vió furioso

Hervir Léucada en armas cuando Octavio,

Del Accio en la civil pugna, animoso,

Al capitan Romano cerró el labio

Que del mar do la Aurora y del sañoso

Scítico Bactra y desde el Nilo sabio

La victoria traia y rica presa,

Preso él tambien de impúdica princesa:

LIV.

«Como vereis el mar, hirviendo acaso

Al incendio del Luso que brillando,

Al Moro y al Gentil llevará opreso,

De naciones sin número triunfando:

Sujetando el dorado Quersoneso

Y hasta el lejano China navegando,

Siéndole todo el piélago obediente

Con las islas remotas del Oriente.

LV.

«De manera, hija mia, que, a despecho

Do Baco, cumplirá su alto destino,

Pues nunca brillará tan fuerte pecho

Del Gangético mar al Eritrino,

Ni de las Bóreas aguas al estrecho

Que el agraviado Luso á mostrar vino,

Aunque del mundo entero, de afrentados,

Todos resucitáran los pasados».

LVI.

Esto diciendo, envia al mensajero

Hijo de Maya á tierra, á que prevenga

Un pacífico y fácil surgidero

Dó la armada, sin riesgo, puerto tenga;

Y para que en Mombaza aventurero

El fuerte Capitan no se detenga,

La tierra dó el alivio halle el Luseño,

Manda que se le muestre allá en su sueño.

LVII.

Bajando el Cilenéo, el aire corta,

Que al calzado de pluma se estremece:

La fatal vara suya en alto porta,

Con que los cánsos ojos adormece,

Con que saca de averno el alma absorta,

Y á cuya vista el báratro obedece:

Cubre el sombrero alígero el cabello,

Y así llega á Melinde el númen bello.

LVIII.

Con él lleva á la fama, porque diga

Del Lusitano el grande esfuerzo raro:

Que nombre ilustre á cierto amor obliga,

Y le hace, al que lo tiene, dulce y caro.

De ese arte haciendo va la gente amiga

Con el rumor altísimo y preclaro:

Ya Melinde en deseos arde todo

De ver del fuerte Luso el gesto y modo.

LIX.

De allí para Mombaza luego parte,

Dó las naves estaban temerosas,

A mandar á la gente que se aparte

De la barra y las tierras sospechosas

Porque valen muy poco esfuerzo y arte

Contra infernales fraudes engañosas;

Y poco astucia, y brio, y altos vuelos,

Si su aviso y favor no dan los cielos.

LX.

Del camino la noche ha andado:

Las estrellas con luz tienen ajena

El mundo, desde el cielo, iluminado:

La gente duerme tras de larga pena;

Y el capitan ilustre, ya cansado

De la vigilia, en la alta noche plena,

Breve reposo á sus pupilas daba,

Mientras la guardia á cuartos vigilaba.

LXI.

Mercurio en sueño aquí se le aparece,

Diciéndole: «Huye, Lusitano,

Del riesgo que el perverso rey te ofrece

Con oculta celada y golpe insano:

Huye, que el viento asaz te favorece:

Tienes sereno al cielo y al Océano;

Y Rey te espera amigo en otra parte,

Donde puedas seguro repararte.

LXII.

«El hospedaje, en esta prevenido

Es el que Diomedes fiero daba

Dó tenian por pasto conocido

Sus caballos la gente que hospedaba:

Es de Busiris el altar temido,

Dó sus huéspedes tristes inmolaba:

Eso hallarás aquí, si mucho esperas:

Huye de gentes pérfidas y fieras.

LXIII.

«Ve lejos de la costa discurriendo,

Y hallarás otra tierra de verdades,

Casi junto de allí dó el sol ardiendo

Iguala sombra y luz en cantidades:

Allí tu flota afable recibiendo

Un rey, con bien seguras amistades,

Amparo te dará con alegría,

Y para el Indo cierto, y sabio guia».

LXIV.

Dice, y del Dios se borra la figura

Al Capitan, que con muy grande espanto

Despierta y ve romper la sombra oscura

Una súbita luz y rayo santo;

Y la verdad del sueño viendo pura,

Y la impia tierra que amenaza tanto,

Con mente nueva, á su maestre ordena

Que las velas dé al punto al aura amena.

LXV.

«Da, da las velas (dice) al largo viento,

Que el tiempo es de favor y Dios lo manda;

Y un mensajero vi del claro asiento

Que en pro no más de nuestros pasos anda».

En esto ya comienza el movimiento

De marineros de una y otra banda,

Que tiran de las áncoras, gritando,

Las rudas fuerzas útiles mostrando,

LXVI.

En esto que las anclas levantaban,

En la sombra los Moros escondidos,

Las amarras, muy quedo, les cortaban,

Porque á las costas fueran sacudidos.

Mas con vista de lince vigilaban

Los Portugueses, siempre apercibidos;

Y aquellos que, en alerta, ya los vieron,

No remando, volando, se fugieron.

LXVII.

Ya las agudas proras apartando

Iban las moles húmedas de plata:

Soplándoles va el aire igual y blando,

Con ráfaga benigna, fresca y grata:

De los pasados riesgos van hablando;

Que la memoria dura y se aquilata

En los grandes peligros, dó se acierta

De la tumba a escapar que estaba abierta.

LXVIII.

Dado habia una vuelta el sol ardiente,

Y otra nueva empezaba, cuando miran

Dos naves, desde lejos, blandamente

Navegando á los vientos que respiran:

Que seria juzgaron Máura gente,

Pues las velas, al verlos cerca, viran.

Uno del mal pasar que recelaba,

Por salvarse, la costa bien tomaba.

LXIX.

No el otro que se queda es tan mañoso:

Que cae en el poder del Lusitano,

Sin el rigor de Marte pavoroso,

Ni las horrendas furias de Vulcano;

Que como débil era y temeroso,

Aquel corto rebaño mauritano,

Resistirse no quiso, conociendo

Que peor lo pasara resistiendo.

LXX.

Y como tanto Gama desease

Piloto para el Indo que buscaba,

Pensó que de estos Moros le tomase:

Mas no le sucedió como trataba,

Que ninguno encontró que le enseñase

A qué parte del cielo la India estaba;

Si bien dícenle allí que no remoto,

Melinde está, donde hallará piloto.

LXXI.

Loan del Rey los Moros las bondades,

Condicion liberal, franca y sincera,

Ímpetus compasivos y piedades,

Y lo que por su grey se le venera.

No duda el Capitan de estas verdades,

Porque ya de esta suerte lo supiera

Del Cilenéo, en sueño; así partieron,

Donde el sueño y el Moro les dijeron.

LXXII.

Era en el tiempo alegre, cuando entraba

De Europa al robador la luz Fébea,

Y el uno y otro cuerno le contaba,

Y derramaba Flora el de Amaltéa.

La memoria del dia renovaba

El sol, que al cielo rápido rodea.

En que el autor que todo lo dispuso,

Á cuanto habia hecho el sello puso.

LXXIII.

Y llegaba la armada á aquella parte

Dó el Reino de Melinde ya se via,

De alegres toldos puesta de tal arte,

Que bien muestra estimar santo dia:

Flota al viento bandera y estandarte

Que purpúreo color lejos lucia:

Suenan los atambores y panderos:

Y así entraban alegres los guerreros:

LXXIV.

Llénase la ancha playa Melindana

De los que van á ver la alegre flota,

Gente mas verdadosa y mas humana

De cuanta atras dejaba en su derrota

Surge al frente la armada Lusitana

Con el ancla lanzada el mar azota;

Y uno va de la nave antes cogida,

Á prevenir al Rey de su venida.

LXXV.

El Rey que la lealtad sabe de cierto

Que al Portugués espíritu engrandece,

Se complace de verlos en su puerto

Cuanto la gente altísima merece:

Y con la fe y el corazon abierto

Que ánimos generosos ennoblece,

Les suplica desciendan á su tierra,

Y que dispongan de cuanto ella encierra.

LXXVI.

Ofrecimientos eran verdaderos,

Y palabras sinceras, no amañadas,

Las del Rey á tan dignos caballeros,

Que tienen tantas aguas navegadas.

Y les manda lanígeros carneros,

Y gallinas domésticas cebadas,

Y las frutas que entonce en tierra habia;

Y el modo aun á la dádiva escedia.

LXXVII.

Recibe el Capitan ledo y seguro

Al mensajero alegre y su recado;

Y manda luego al Rey otro, no oscuro,

Que traia de lejos preparado:

Purpurina color de fuego puro,

Y ramoso coral fino y preciado,

Que bajo de las aguas blando crece,

Y estando fuera de ellas se endurece.

LXXVIII.

Mándale uno ademas de habla elegante

Que paces con el Rey instituyera,

Y que, de no bajar en el instante

Á verle, sus disculpas le ofreciera.

Con tal mision el nuncio bien parlante,

En cuanto al Moro á presentarse fuera,

Con estilo, que Palas le enseñaba,

Estas palabras fácil pronunciaba:

LXXIX.

«Alto Rey, á quien fue del cielo puro

Por la justicia suma concedido

Refrenar al soberbio pueblo duro,

Del que eres tan amado cuan temido:

Como amparo muy fuerte y muy seguro,

Y del Oriente todo conocido,

Venímoste á buscar, para que hallemos

En tí el remedio cierto que queremos.

LXXX.

«Robadores no somos que, pasando

Por las flacas ciudades descuidadas,

La gente á fierro y fuego van matando,

Por robar sus haciendas codiciadas;

Sino que desde Europa navegando,

Vamos buscando tierras apartadas

Del Indo grande y rico, por decreto

De un Rey que habemos de alto y gran respeto.

LXXXI.

«¡Qué raza hemos hallado ¡oh Dios! de gente!

¡Que uso y costumbre de tan torpe laya,

Que no el puerto nos vedan solamente,

Sino hasta el suelo de desierta playa!

¿Qué daño de nosotros se presiente,

Que de tan pocos á temerse vaya,

Y en hundirnos se empeñen y perdernos,

Con astucia robada á los infiernos?

LXXXII.

«Mas tú, de quien seguros confiamos

En más recta verdad, ¡oh Rey benino!

Tú, de quien el auxilio aquel buscamos

Que el Ítaco estraviado hubo de Alcino:

Á tu puerto tranquilos aportamos,

Conducidos de intérprete divino;

Que pues á tí nos manda, es bien seguro

Que es sincera tu fe, tu afecto puro.

LXXXIII.

«Y no cures, Señor, de que no venga

El nuestro Capitan esclarecido

Á verle ó á servirte por que tenga

Sospecha de que tu ánimo es fingido:

Mas sabe que así lo hace por que obtenga

Completa ejecución lo prevenido

Por su Rey, que le manda que, en su viaje,

A ningun puerto de las náos baje.

LXXXIV.

«Y como á los vasallos es propicio

Que gobierne los miembros la cabeza,

No querrás, pues de Rey tienes oficio,

Que faltemos del nuestro á la entereza.

Mas al favor y al alto beneficio

Que ora halla en ti promete con firmeza,

Que en gratitud los Lusos no declinen

Mientras los rios á la mar caminen».

LXXXV.

Así decia; y todos juntamente

Unos con otros en corrillo hablando.

Loaban el esfuerzo de la gente,

Que tanto cielo y mar iba pasando;

Y el Rey ilustre el ánimo obediente

Del Luso, entre sí mismo, contemplando,

Tenia por valor grande, y subido,

El de Rey de tan lejos bien servido.

LXXXVI.

Y con vista risueña y franco pecho

Así al embajador dice y anima:

«Cual de vosotros yo nada sospecho,

Que en vosotros ningun temor se imprima,

Pues vuestras obras y valor derecho

Os dan del mundo á merecer la estima;

Y quien os cause daño y sufrimiento,

Mal tener puede alzado pensamiento.

LXXXVII.

«De no á tierra venir toda la gente,

Por no escederse de la real licencia,

Si verdad es que mi amistad lo siente,

Tengo en mucho, yo Rey, tanta obediencia;

Y pues que vuestra ley no lo consiente,

Tampoco quiero yo que la escelencia

De pueblo tan leal caiga en desvío,

Solo por complacer al gusto mio.

LXXXVIII.

«Así cuando la pura luz llegada

Fuere al mundo, en mis leves almadías,

A visitar iré la fuerte armada,

Que tanto ver anhelo há tantos dias.

Y si viene del mar muy maltratada,

De adversos vientos, de penosas vias,

Pilotos, municiones, armamentos,

Aquí tendrá, con limpios pensamientos».

LXXXIX.

Dice; y al mar en tanto descendia

La gran rueda del sol, y el mensajero

Con la embajada alegré ya venia

Para la flota, en su batel ligero.

Hínchese todo pecho de alegria,

Porque tienen el medio ya postrero

Para encontrar la tierra que buscaban;

Y así ledos la noche festejaban.

XC.

No allí faltan los rayos de artificio,

A trémulos cometas imitando:

Las bombardas tambien hacen su oficio,

Mares, tierras y cielos atronando.

Del Cíclope se imita el ejercicio,

En las bombas, que luego están brotando:

Otros con voces, con que el cielo herian,

Instrumentos altísonos tañian.

XCI.

De tierra les responden bravamente

Con volador cohete y con tronido:

En giros corre el aire rueda ardiente:

Truena el sulfúreo polvo comprimido;

Sube la grita alegre de la gente;

El mar se vé de fuegos encendido

Y no menos la tierra; así en peléa

Parece que uno á otro se festéa.

XCII.

Mas ya el dia entre rosas esparciendo,

Invitaba las gentes al trabajo

La madre de Memnón, la luz trayendo

Que al dulce sueño, humano pone atajo:

Y vánse ya las perlas deshaciendo,

Que al cáliz de la flor la noche atrajo,

Cuando el Rey se embarcaba de Melinde,

Por ver las naves á que el mar se rinde.

XCIII:

Vianse en rededor hervir las playas

Con la gente que alegre se apareja:

Brillan de fina púrpura las sayas:

Lucen las tramas de sedil madeja:

En vez de las guerreras azagayas,

Y el arco, que los cuernos asemeja

De Febe, ramos de la planta lucen

Que al vencedor corona le producen.

XCIV.

Ancho batel y largo, que entoldado

Viene de telas varias y colores,

Tráe al Rey Melindano, acompañado

De nobles de su reino y de señores:

Viene de ricos paños adornado,

Segun son la costumbre y los honores:

Lleva en la frente venda guarnecida

De oro, y de seda, y de algodon tejida.

XCV.

Un ropon de damasco ostenta fino,

De color Tíria, entro ellos muy preciada:

Y un collar cuelga al cuello, diamantino,

Dó el arte á la materia vé humillada:

Con resplandor reluce damasquino

Rica daga, en el cinto, bien labrada:

Y orla, y sandalia, y todo, con primores

Cubren aljófar y oro en mil labores.

XCVI.

Con un redondo quitasol de seda,

En escelsa y dorada asta ingerido

Un ministro al rigor del sol le veda

Que el rostro ofenda al Rey esclarecido

Música trae á prora estraña y leda,

De bronco son, aspérrimo al oido,

De arqueadas trompas, que en redor tañendo

Producen sin concierto un ruido horrendo

XCVII.

No con menos ornato el Lusitano,

De la flota en los botes ya salia,

A encontrar en el mar al Melindano,

Con honrosa y brillante compañía.

Viene Gama, en conjunto, al modo Hispano,

Aunque es de Francia el traje que vestia,

De satin de Venecia de hilos flojos,

Del color carmesí grato á los ojos.

XCVIII.

Las mangas con boton de oro tomadas,

Cuyo brillo ante el sol la vista ciega:

Las calzas soldadescas pespunteadas

Del metal que fortuna á tantos niega:

Con puntas de lo mismo, muy labradas,

Los golpes del jubon junta, y allega;

Al Itálico modo espada fina,

Y las terciadas pluma y berretina.

XCIX.

Mostraban los de su alta compañía,

Aunque el traje en el modo es diferente,

El color, que á la vista dá alegría,

De la tinta del múrice esplendente;

Y así el esmalte hermoso se veía

De los trajes, mirados juntamente,

Cual aparece el arco rutilante

De la gallarda hija de Taumante.

C.

Sonorosas trompetas escitaban

Los ánimos alegres, resonando:

Los bateles del Moro el mar cuajaban,

Sobre el agua los toldos desplegando:

Las bombardas horrísonas bramaban,

Con las nubes del humo el sol tapando:

Menudean del bronce los tronidos:

Lleva el Moro la mano á los oídos.

CI.

No bien pisa el batel del negro augusto

Gama, y ya aquel al corazon le estrecha:

Y este, con el honor que á Rey es justo,

La ocasion de atraérsele aprovecha:

Mas, con admiracion y raro gusto,

Gesto y actos del Luso el Moro acecha,

Porque le inspira estimacion may grande

Quien hasta el indo de tan lejos ande.

CII.

Y con nobles palabras le ofrecía

Cuanto del reino suyo le cumpliese,

Y que si provisiones no tenia,

Como á cosa que es propia, le pidiese:

Dícele que, por fama, ya sabia

Del bravo Portugués, sin que le viese;

Y que decir oyó que en otra tierra

Con gente de su raza tuvo guerra.

CIII.

«Y como toda el Africa pregona

(El prosigue) los triunfos que adquirieron.

Cuando en ella ganaron la corona

De allá dó las Hespérides vivieron;»

Y con muchos elogios alto abona

Lo menor que los Lusos merecieron,

Y lo más que por fama el Rey sabia;

A lo que Vasco así le respondía:

CIV.

«¡Oh tú, Rey, que piedad solo tuviste,

Benigno con la gente Lusitana,

Que entre tanta miseria y pena triste

Va afrontando del mar la furia insana!

Aquel divino Sér que eterno existe

Y rige el cielo y la familia humana,

Te pague, pues nosotros no podemos,

Tanta merced como de tí obtenemos.

CV.

«Tú solo, tú, de cuantos quema Apolo,

Nos recibes en paz, del mar profundo;

En tí, del daño y del furor de Eólo,

Refugio hallamos fácil y jocundo;

Mientras reluzcan desde polo á polo

Las estrellas, y el sol dé luz al mundo

Dó quier que viva yo, con fama y gloria,

Vivirá tu alabanza en la memoria».

CVI.

Diciendo así, los barcos van reinando,

A la flota, que el Moro ver desea:

Las naves, una, van rodeando,

Porque en todas lo note todo y vea.

Vulcano hácia los cielos disparando,

Desde el mar le festeja y bombardea;

Y las canoras trompas le tañian,

Y añafiles del Moro respondian.

CVII.

Mas despues que ya todo lo ha observado,

El generoso Rey, que se asombraba

Oyendo el instrumento inusitado

Que tamaño poder en sí mostraba,

Manda que quieto yazca y ancorado

El ligero batel que le llevaba,

Por platicar con Gama con delicia,

De cosas de que cuenta ya noticia.

CVIII.

En pláticas el Moro diferentes

Se deleitaba, preguntando ahora,

Por las guerras famosas y escelentes

Hechas al pueblo que el Koran adora:

Ya le pregunta por las bravas gentes

De la última Hesperia, donde mora:

Ya por los fuertes pueblos, sus vecinos,

Ya del mar por los húmidos caminos.

CIX.

«Mas antes, noble Capitan, nos traza

(Le decia) puntual y diligente

El clima de tu tierra, y dó se emplaza

La region que habitais, distintamente;

Dínos la fuente, de tu antigua raza,

Y el monarca de reino tan potente,

Con las guerras y causas de tenerlas

Que cuánto valen sé, sin bien saberlas.

CX.

«Y los viajes nos cuenta, de horror llenos,

En que tanto corriste mar airado,

Viendo los usos bárbaros ajenos

Que nuestra África ruda ha procreado:

Cuenta; que vienen ya con áureos frenos

Los caballos que el carro tachonado

Del nuevo sol por arrastrar batallan,

Y duermen viento y mar, las ondas callan.

CXI.

«Y no menos al tiempo se parece

Mi deseo de oir lo que contáres:

¿Que quien hay que de oir no se estremece

Las Portuguesas obras singulares?

No de nos tan lejano respladece

El claro sol, que á imaginar llegáres

Que en Melinde tan ruda mente habemos,

Que las grandes acciones no estimemos».

CXII.

Embistieron soberbios los gigantes

Con guerra desigual al cielo puro:

Piritóo y Teseo, de ignorantes,

Atentaron del Orco al reino oscuro:

Si hechos hubo en el mundo tan sonantes.

No menos es trabajo ilustre y duro

Cómo fue el de embestir cielo y averno,

El de arrostrar del mar el trance eterno.

CXIII.

Quemó el templo sagrado de Diana,

Del hábil Tesifonio fabricado,

Eróstrato, por ser de gente humana

Conocido en el mundo y renombrado;

Si pues por tales obras nos afana

El deseo de un nombre aventajado,

Más razon es que quiera eterna gloria

Quien las hace tan dignas de memoria.

Canto Tercero.

Argumento del Canto Tercero.

Vasco de Gama hace al Rey de Melinde una estensa narracion, en que, despues de una sucinta descripcion geográfica de Europa, le cuenta el origen y principios del reino de Portugal, de sus Reyes (hasta D. Fernando) y de sus principales hechos: notable accion de Égas Moñiz: viene a Portugal la reina doña María, esposa del Rey de Castilla e hija del de Portugal á pedir socorro contra los moros, que despues son vencidos en la batalla del Salado por las fuerzas reunidas de ambos reinos: amores y catástrofes de Inés de Castro: algunos sucesos de la época del rey D. Fernando.
I.

Agora tú, Calíope, me ilumina

Lo que discreto al Rey le contó Gama:

Inspira inmortal canto y voz divina

En el pecho mortal que tanto te ama:

Así el claro inventor de Medicina,

De quien pariste á Oríeo, ¡oh linda dama!

Nunca por Leucotóe, Dafne, y Clice

Te niegue la señal de amor felice.

II.

Pón tú, Ninfa, tu ayuda en mi trabajo,

Cual merece la gente Lusitana:

Que vea y sepa el mundo que del Tajo

El Castalio licor bullente mana:

Deja el verdor del Pindo; que ya trajo

Para mí Febo el agua soberana:

Diré, si nó, que temes que merezca

Más que tu caro Orfeo, y le oscurezca.

III.

Fijos estaban todos aguardando

Lo que el sublime Gama contaria,

Cuando él, despues de un poco estar pensado,

Alzando la cabeza, así decia:

«Mándasme ¡oh Rey! que vaya relatando

De mi gente la audaz genealogía:

No me mandas contar estraña historia,

Mas de los mios alabar la gloria.

IV.

«De alabar gloria de otros el empleo

Cosa es que se acostumbra y se desea,

Mas la alabanza de los propios véo

Que se tendrá por sospechosa y fea

Y, para tanto referírte, creo

Que cualquier largo tiempo corto sea:

Mas todo, pues lo mandas, se te debe,

Iré contra lo usado y seré breve.

V.

«Lo que tambien en esto más me obliga,

Es no poder mentir en mi relato;

Pues por mucho que de obras tales diga,

Aun dejaré por alabar ingrato.

Y porque bien el órden lleve y siga

De cuanto saber quieres, por un rato

Trataré antes de la vasta tierra,

Y contaré despues de la impia guerra.

VI.

«Entre la zona donde Canero influye,

Meta setentrional del sol luciente,

Y aquella que por fria se rehuye

Tanto cual la del medio por ardiente,

Yace la altiva Europa, á quien circuye

Por la parte de Arturo y de Occidente

El Atlántico mar, de riesgos lleno,

Y por la Austral, más plácido, el Tirreno.

VII.

«Por el lado en que el dia nace blando,

Al Asia se avecina; mas el rio

Que del Riféo monte vá bajando

A la Méotis laguna corvo y frio,

Las divide y el mar que alto bramando

Sufrió del griego el vano poderío,

Que si de Troya ayer se vió triunfante,

Hoy vé tambien su ruina el navegante.

VIII.

«Allí dó más cercana está del polo,

Las Hiperbóreas cimas aparecen,

Y aquellas de dó siempre sopla Eólo,

Que de llevar su nombre se envanecen.

Aquí tan poca fuerza tiene Apolo

Con sus rayos, que apenas resplandecen:

Que la nieve perpetua es en los altos

Y helados están mar, rios, y saltos,

IX.

«Aquí vive de Escitas gran cuantía,

Que en otros dias sostuvieron guerra,

Sobre la humana antigua primacía,

Con los cultores de la Egipcia tierra:

Mas de eso á la verdad distancia habia

(¡La opinion de los hombres tanto yerra!)

Y el que juicio formar quiera más pleno,

Preguntar puede al campo Damasceno.

X.

«Tambien yacen por esta parte insana,

Yerta la Lapia, inculta la Noruega,

La Escandinava isla, que se ufana

De victorias que Italia no le niega;

Aquí mientra el invierno el mar no gana,

Congelando sus olas, se navega

Un brazo del Sarmático Oceano,

Por el Brusio, y Suecio, y por el Dano.

XI.

«Entre este mar y el Tánais, vive estraña

Gente: Ruténos, Moscos, y Libonios

(Sármatas otra edad), y en la montaña,

Hircios, los Marcomános (hoy Polonios),

Los que al Imperio sirven de Alemaña,

Sajones, y Bohemios, y Panonios;

Y otros pueblos que cuentan por su rio,

Amasis, Albis, ó Danubio frio.

XII.

«Entre el Istro remoto y claro estrecho

Donde Héle dejó el nombre con la vida,

Están los Traces, de robusto pecho,

Patria del fiero Marte tan querida;

Que con Hemo y Rodope, por derecho,

Obedece al Sultan, que sometida

Tiene á Bizancio, que á servirle vino

Con injuria del grande Constantino.

XIII.

«Luego de Macedonia están las gentes

Á quien baña del Áxio la onda fria.

Y estais vosotras, tierras escelentes,

En costumbres, ingenio y osadía,

Que los foros creásteis elocuentes,

Y los vuelos del alta fantasía

Con que ¡oh Grecia! sublime en guerra y letras

Hasta los cielos con tu luz penetras.

XIV.

«El Dálmata es despues; y en el sereno

Cielo dó alzó Antenor muros flamantes,

En medio, y de los mares en el seno,

Soberbia está Venecia, humilde de antes.

Viene de tierra al mar brazo que, lleno

De vigor, sujetó pueblos distantes,

Brazo fuerte de gente sublimada

No menos en la ciencia que en la espada.

XV.

«Le cerca en torno el reino Neptunino,

Con muros naturales de otra parte:

Por el medio le corta el Apenino,

Que hizo ilustre y famoso al patrio Marte.

Mas despues que guardian tiene divino,

Dejando antigua fuerza y bélico arte,

Ha perdido el ardor y el poder loco;

Que á la humildad de Dios le basta poco.

XVI.

«Despues se vé la Galia, que afamada

Por la gloria de César fue en el mundo,

Que del Secuana y Ródano es bañada,

Y del Garumnio frio y Rhin profundo:

De la ninfa Pirene, allí enterrada,

Se alzan tambien los montes sin segundo,

Que cuenta historia antigua que si ardieran,

Rios de oro y de plata mil corrieran.

XVII.

«Luego tendida allí la noble España,

Como cabeza de la Europa queda,

En cuyo señorío y gloria estraña

Cien vueltas de fortuna dió la rueda:

Mas no sera jamás que fuerza ó maña

De la inconstante dominaría pueda;

Que siempre ha de salvarla la osadía

De los pechos magnánimos que cria.

XVIII.

«Frente de Tingitania está, y parece

Que allí limita del Tirreno el vaso,

Donde el sabido estrecho se ennoblece,

Y el Tebano á las aguas abre paso.

Con pueblos diferentes se engrandece,

Cercada por el mar de Oriente á Ocaso,

Todos de tal nobleza y valor tanta,

Que cada cuál más noble se decanta.

XIX.

«Tiene al Tarraconés, que se hace claro

Sujetando á Parténope la inquieta:

Al Navarro, al Asturio que reparo

Fuera ya contra el bárbaro Mahometa:

Tiene al cáuto Gallego, al grande y raro

Castellano, á quien hizo su planeta

Que á España unificára, siendo silla,

De Granada y Leon, Murcia y Castilla.

XX.

«Y vé aquí, como cima de la testa

De toda Europa, al reino Lusitano,

Dó se acaba la tierra, el mar se apresta

Á dar reposo al sol en el Oceáno.

El cielo quiso que en las armas esta

Nacion exulte y lance al Mauritano

De sus playas, y allá al África ardiente

Vaya á seguirle y humillar su frente.

XXI.

«¡Esa es la dulce patria mia amada:

Á la cual, si al traves de cielo opaco

Logro volver, mi empresa ya acabada,

Acabe allí conmigo el cuerpo flaco!

¡Esa es la Lusitania, nominada

De Luso ó Lis, que del antiguo Baco

Hijos fueron, parece, ó compañeros

Y en ella entonces íncolas primero!

XXII.

«Á esta el cielo un pastor hizo que asome,

Que en caudillo tornándose invencible,

No halla en el mundo quien su frente dome,

Pues ni á Roma lograrlo fue posible,

Á esta aquel que sus propios hijos come,

Por decreto de Dios siempre infalible,

La dió formar del mundo insigne parte

Y un gran reino crear; y fué de este arte:

XXIII.

«Un Rey llamado Alfonso hubo en España,

Que movió al Sarraceno tanta guerra,

Que por sangrientas armas, fuerza y maña

Perder á muchos hizo vida y tierra.

Volando de este Rey la gloria estraña

Del Calpe hercúleo á la Caspiana sierra,

Muchos, para en la lid esclarecerse,

A la muerte y á él van á ofrecerse.

XXIV.

«Y del amor vivísimo encendidos

De la Fe, más que de honras populares,

Iban de varias tierras impelidos,

Dejando el patrio suelo y propios lares;

Y luego que en cien hechos distinguidos

Ostentaron sus dotes militares,

Quiso Alfonso inmortal que sus acciones

Tuviesen digno premio en justos dones.

XXV.

«De estos á Enrique (dicen) que segundo

Era de un Rey de Hungría denodado,

Portugal tocó en suerte, que en el mundo

No era entonces ilustre ni preciado;

Y para más señal de amor profundo,

Quiso el Rey Castellano que casado

Con Teresa su hija el Conde fuese,

Y con ella el dominio compartiese.

XXVI.

«Al cual (despues que contra el fruto odioso

De Agar él solo á combatir se atreve,

Tierra en torno ganando valeroso,

Y haciendo lo que un pecho fuerte debe),

De su piedad y amor, cual premio hermoso,

Diole benigno Dios, en tiempo breve,

Un hijo que ilustrase el nombre, ufano,

Del ya creciente reino Lusitano.

XXVII.

«Y despues de vencida la conquista

De la inmortal Jerusalen sagrada,

Y del claro Jordan la arena vista,

Que en sí de Dios la carne vió lavada,

Cuando á Bullon no hay gente que resista,

Y Judea á su imperio es subyugada,

Y al cabo á sus Estados se volvieron

Muchos que en esa guerra le asistieron,

XXVIII.

«Al límite postrero de su vida

El húngaro famoso al fin llegado,

Dejó la ley de humanidad cumplida,

Dando el ánima á aquel que se la ha dado;

Y quedó la alta prole no crecida,

Siendo del padre ilustre fiel traslado;

Que los fuertes más fuertes igualaba

Hijo cual de tal padre se esperaba.

XXIX.

«Mas refiere rumor, no sé si errado

(Que en tiempo tan antiguo no hay certeza),

Que allí la madre se apropió el Estado,

Y dobló á nuevo yugo la cabeza;

Y al huérfano dejó desheredado,

Sosteniendo que el rango y la riqueza

Del señorío entero suyo fuese,

Porque el padre al casarla se lo diese.

XXX.

«Y el gran príncipe Alfonso, que de ese arte

Del nombre de su abuelo se nomina,

Viendo que no en sus tierras tiene parte,

Pues con su esposo aquella las domina,

Hirviéndole en el alma el duro Marte,

Modo de conquistarlas imagina;

Y revolviendo afectos en el pecho,

Al propósito firme sigue el hecho.

XXXI.

«De Guimarens el suelo se teñia

Con sangre propia de intestina guerra,

Dó la madre, que tal no parecia,

Al hijo le negaba amor y tierra.

Ella al campo á afrontarle ya salia;

Y no ve su soberbia cuanto yerra,

Faltando aquel amor que Dios le mande,

Porque el suyo sensual era más grande.

XXXII.

«¡Oh Progne cruda! ¡Oh mágica Medea!

Si os vengais en los propios hijos caros

De la maldad paterna y culpa rea,

No podeis con Teresa aun igualaros.

Incontinencia vil, codicia fea,

La causa son de sus delitos raros:

Scila mata por una al viejo padre;

Por ambas contra el hijo va esta madre.

XXXIII.

«Ya el Príncipe glorioso á vencimiento

Al padrastro y la madre infiel llevaba;

Y el suelo le obedece en un momento

Que en contra suya há poco batallaba,

Cuando, al furor cediendo el sentimiento,

Entre cadenas á su madre ataba,

Que de Dios fue vengada en tiempo breve:

¡Tal respeto á los padres se les debe!

XXXIV.

«Ajúntase el soberbio castellano

Para vengar la injuria de Teresa

Contra el de gente escaso Lusitano

A quien ningun trabajo rinde ó pesa.

Mas su gran pecho, en el peligro insano

Ayudado de angélica promesa,

No solo contra tantos está entero,

Si no que ahuyenta al enemigo fiero.

XXXV.

«A breve tiempo de esto, el noble y fuerte

Príncipe en Guimarens está cercado

De infinito poder; que de esta suerte

Se rehizo el que fue de antes lanzado:

Mas porque se ha ofrecido á dura muerte,

El fiel Égas Moñiz, se ve salvado;

Que sin rehen tan noble era perdido,

Segun al caso está mal prevenido.

XXXVI.

«Y aquel noble vasallo conociendo

Que no puede oponerse resistencia,

Al castellano váse, prometiendo

Que hará que su señor le dé obediencia.

Levanta el enemigo el cerco horrendo,

Fiado en la promesa y la conciencia

De Moñiz; mas del mozo no consiente

El corazon doblar á otro la frente.

XXXVII.

«Cuando el plazo há llegado prometido,

En que el Rey castellano no dudaba

Que el Príncipe á su mando sometido,

Le diese la obediencia que esperaba,

Quedó Moñiz por falso y fementido;

Y ante Castilla, que en su honor fiaba,

Determinóse á dar la dulce vida,

De la palabra, en cambio, no cumplida.

XXXVIII.

«Y con su esposa y con sus hijos parte

A levantar con ellos la fianza,

Descalzos y maltrechos, de tal arte,

Que más mueve á piedad, que no á venganza.

«Si es tu intento, gran Príncipe, vengarte

De mi estremada y túmida confianza.

Vé aquí (decia) que á traerte vengo

Por lo ofrecido lo mejor que tengo.

XXXIX.

«Traigo á tus pies las vidas inocentes

De los hijos sin culpa, y de la esposa;

Y si á pechos piadosos y valientes,

No satisface herir próle llorosa,

Vé aquí mi lengua y manos delincuentes:

Toda laya de muertes espantosa

Esperimenta en ellas, al estilo

De Scinis, y del toro de Perilo».

XL.

«Como al pie del verdugo el condenado

Que si bien, vivo aun, —tragó la muerte,

Estiende la garganta, y ya postrado,

El golpe tan temido espera inerte,

Tal Moñiz, ante el Príncipe —irritado,

Dispuesto está tambien á cualquier suerte:

Mas en el Rey, que vé la insigne hazaña,

Puede en fin la piedad más que la saña.

XLI.

«¡Oh lealtad famosa Portuguesa

De vasallo que accion tan grande acaba!

¿Qué más el Persa aquel hizo en la empresa

En que boca y nariz al fierro daba?

Lo une al grande Darío tanto pesa,

Que suspirando veces mil clamaba,

Que á su Zopiro solo más quisiera,

Que á veinte Babilonias que rindiera,

XLII.

«Mas ya el Príncipe Alfonso se dirige

Con el Lusiada ejército dichoso

Contra el Moro que el blando suelo aun rige

De allá del limpio Tajo deleitoso.

Ya en el campo de Urique alza y erige

El estandarte Luso belicoso,

Y con número de armas tan pequeño,

Da frente al enemigo Sarraceno.

XLIII.

«En ninguna otra cosa iba confiado,

Sino en el que los cielos dirigia;

Que tan corto era el pueblo bautizado,

Que Moros cien por cada Luso habia:

Y piensa todo juicio no exaltado,

Que es mas temeridad que bizarría

Acometer el loco atrevimiento

De oponer un ginete á cada ciento.

XLIV.

«Son cinco Reyes moros los contrarios

De los que el principal Ismar se llama.

Todos espertos en peligros varios

De guerra, dó se alcanza ilustre fama:

Armada, cual sus nobles partidarios,

Damas van, como aquella insigne dama

Que con su lanza defendió á la gente

Que las aguas bebió del Simoente.

XLV.

«La matutina luz serena y fria

Las estrellas del cielo ya apagaba,

Cuando en la Cruz el hijo de María,

Apareciendo á Alfonso, le animaba;

Y él, adorando al que merced le hacia,

De fe todo abrasado, así clamaba:

«¡No á mí, Señor, que sé lo que hacer sueles,

A los infieles id, á los infieles!».

XLVI.

«Con tal milagro inflámase el brioso

Lusitano, y con ímpetu guerrera,

Por su Rey natural alza al glorioso

Príncipe que tan caro á todos era:

Y al frente del contrario poderoso

Sueltan la voz al aire y la bandera,

Gritando en fuerte son: «Real, Real,

Por Alfonso alto Rey de Portugal».

XLVII.

«Cual de gritos y voces incitado,

Por la montaña el rápido moloso

Al toro embiste audaz, que está fiado

En la fuerza del cuerno temeroso:

Ora ataca á la oreja, ora al costado,

Latiendo, más que fuerte, presuroso,

Hasta que al fin prendido á la garganta,

Del fiero bruto la cerviz quebranta:

XLVIII.

«Tal del Rey nuevo el ánimo encendido

Por Dios y por el pueblo juntamente,

Al bárbaro acomete apercibido

Innumerable ejército potente.

Y esos perros levantan su alarido

De gritos: tocan arma, hierve gente,

Arcos y lanzas toman, trompas suenan,

Y con creciente son el aire atruenan.

XLIX.

«Como cuando una llama es encendida

En los áridos campos (resoplando

El sibilante Bóreas), y acrecida

Del viento, las retamas va abrasando:

La pastoril familia, que dormida

En dulce sueño estaba, despertando

Al estridor del fuego que ya ondea,

Recoge el hato, huyendo hácia la aldea:

L.

«De ese arte el Moro atónito y turbado,

Busca sin tino escudo ó coselete:

Mas no huye, que espera confiado,

Y avanza su belígero ginete:

El Portugués le embiste denodado,

Y por los pechos el lanzon le mete:

Unos caen medio muertos de los potros,

Y al Koran invocando espiran otros,

LI.

«Allí se ven encuentros desiguales,

Por hacerse los dueños de alta sierra,

Y furiosos correr los animales

Que Neptuno brotar hizo á la tierra:

Golpes fieros se dan, descomunales,

Arde por todas partes la impia guerra;

Y el Luso adarga, arnés, malla y coraza

Abolla, raja, hiende, y ataraza.

LII.

«Por el campo sin dueño van saltando

Brazos, piernas, cabezas sin sentido,

Las entrañas en cuerpos palpitando

Están de rostro helado, amortecido:

Ya deja el campo el Sarraceno infando,

Ya de sangre torrentes han corrido;

Y el prado su color con ellos pierde,

Tornado en carmesí, de jalde y verde.

LIII.

«Y vencedor se ostenta el Lusitano,

Recogiendo el trofeo y presa rica;

Y que ha roto y vencido al Moro hispano,

Con su estancia tres dias certifica.

Aquí pinta en su blanco escudo ufano

Lo que victoria tan feliz publica:

Cinco escudos, de azul color teñidos,

Los cinco contarán Reyes vencidos,

LIV.

«Y en estos cinco pone aquellos treinta

Dineros porque fué Jesus comprado,

La memoria escribiendo en justa cuenta,

De aquel por quien se vió tan amparado:

De cada uno en los cinco, cinco asienta,

Y porque sea el número colmado,

En forma tuya ¡oh Cruz que allí apareces!

Los pone en el de en medio por dos veces.

LV.

«Pasado ya algun tiempo que ganada

Era esta gran victoria, el Rey querido

Vá á rendir á Leiria, que apresada

De poco antes se vió por el vencido.

Tambien con ella Arronches fue tomada,

La fuerte; y la que siempre ilustre ha sido,

Calabicastro, cuyo campo ameno

Tú, limpio Tajo, riegas tan sereno.

LVI.

«A tan nobles ciudades sometidas,

Junta Mafra tambien con duro brazo,

Y de Lisa en las sierras atrevidas

Rinde á la fria Cintra, en breve plazo:

Cintra, dó las Nayádes escondidas

En fuentes, van huyendo el dulce lazo

Con que amor las enreda blandamente,

Encendiendo en las aguas fuego ardiente.

LVII.

«Y tú, noble Lisboa, que en el mundo

Fácil de las demas eres princesa,

Que naciste del genio del facundo

Por cuyo engaño fue Dardania opresa;

Tú, á quien dócil se humilla el mar profundo,

Te humillaste á la audacia Portuguesa,

Asistida tambien de fuerte armada,

De las Boreales playas destacada.

LVIII.

«Del Germánico Álbis, y del Reno,

Y la fria Bretaña allí venidos,

Fueron á destruir al Sarraceno,

De inspiracion cristiana conducidos;

Y embistiendo el bocal del Tajo ameno,

Del grande Alfonso al estandarte unidos,

A cuya sombra y fama van seguros,

Ponen el cerco á los Ulíseos muros.

LIX.

«Cinco luces la luna brilló entera,

Y otras cinco escondió su imágen clara,

Cuando el pueblo rendirse considera

Que es la suerte que el cielo le depara;

Y fue la lucha tan sangrienta y fiera,

Cuanto el firme propósito obligara

De vencedores ásperos y osados,

Y de vencidos ya desesperados.

LX.

«De este arte en fin, postrada se rendia

Aquella que en los tiempos ya pasados

Jamás á la gran fuerza obedecia

De los pueblos Escíticos osados:

Cuyo poder á tanto se estendia,

Que Íber y Tajo viéronle asombrados,

Y del Bétis gran tierra poseyendo

Con nombre de Vandalia fue creciendo.

LXI.

«¿Habrá ciudad alguna por ventura

Tan fuerte que resista, si Lisbona

No puede resistir la fuerza dura

De gente á quien laurel siempre corona?

Ya toda le obedece Estremadura,

Obidos, Alenquer, y los que abona

Campos vívida linfa que entre piedras

Va murmurando alegre á Torres-Vedras.

LXII

«Y vosotras ¡oh tierras Transtagañas!

Del don tan ricas de la rubia Céres,

Las ciudades le dais y las cabañas,

Obedeciendo á más que humanos séres:

Y tú, Moro cultor, ¡cuánto te engañas

Si sustentar el fértil campo quieres!

Ya Moura, y Serpa, y Elvas distinguidas,

Y Alcázar de la Sal están rendidas.

LXIII.

«Ved á la gran Ciudad, seguro asiento

Del rebelde Sertorio antiguamente,

De donde rio líquido de argento

Hoy lejos va a surtir á tierra y gente

Por los arcos de Rey que ciento á ciento

En los aires se elevan noblemente:

Vedla ceder al brio y fuerza brava

De Giraldo, que medios no llevaba.

LXIV.

«Ya á la ciudad de Beja á imponer grave

Pena va de Trancoso destruida

Alfonso, á quien reposo no le cabe

Por alargar con fama corta vida;

Y aunque asaz poco resistirlo sabe,

No bien la ciudad triste cae rendida,

En lo que aun vivo está, la gente airada

Ensangrienta los filos de la espada.

LXV.

«Con ella subyugada fue Palmella

Y Coimbra Florida juntamente;

Y solo á fuer de su propicia estrella,

Desbarata un ejército potente;

Que yendo á la ciudad, al señor de ella

Ve que a ampararla viene diligente

Por la falda del monte, descuidado

Del temeroso encuentro inopinado.

LXVI.

«Era el de Badajoz, Rey y alto Moro,

Con cuatro mil caballos escogidos,

Y peones si a fin, de armas y de oro

A barbárica usanza guarnecidos.

Mas como en el de Mayo el bravo toro,

De vaca con los celos encendido,

Al sentir gente, bruto y ciego amante,

Asalta al descuidado caminante:

LXVII.

«Así Alfonso de pronto ha aparecido

A la gente que pasa bien segura:

Hiere, mata y derriba enfurecido,

Y huye el Rey, que salvarse solo cura:

Su ejército, de espanto poseido,

Todo seguirle en dispersion procura

Siendo los que esto hicieron (no lo callo)

Nada más que sesenta de á caballo.

LXVIII.

«Y sigue la victoria sin tardanza

El gran Rey incansable, reuniendo

Gente de todo el reino, cuya usanza

Era andar siempre tierra sometiendo.

Y cerca á Badajoz y luego alcanza

El fin de sus deseos, combatiendo

Con tanto esfuerzo, y arte, y valentía,

Que hace pronto á las otras compañía.

LXIX.

«Pero el Señor, que hasta muy lejos guarda

El castigo de aquel que lo merece,

Y para que se enmiende lo retarda,

Por designio que al hombre no aparece,

Si hasta aquel dia al fuerte Rey resguarda

De tanto y tanto riesgo á que se ofrece,

Ora á la maldicion le entrega impresa

Por la madre infeliz, que tiene aun presa.

LXX.

«Que en la ciudad estando que cercára,

Cercado en ella fué por Leoneses,

Porque aquella conquista les quitára

Suya de antes, que no de Portugueses.

La pertinacia aquí le costó cara,

Cual del hado sucede en los reveses,

Que cayó de su orgullo en el acceso,

Y en la lid que buscó, vencido y preso.

LXXI.

«¡Oh famoso Pompeyo, no te pene

De tus hazañas ínclitas la ruina,

Ni el ver que justa Némesis ordene

Victoria contra ti del suegro dina!

Y por más que tu nombre el Síner lleno

Que la sombra á ningun estremo inclina,

El Fásis frio, el Bótes congelado,

Y de la Línea el límite abrasado;

LXXII.

«Y aunque domes á Arabía, y los feroces

Heniócos, y los Cólcos, cuya fama

Dice el áureo vellon: los Capadoces;

Y á Judea, que á un Dios adora y ama:

Los blandos de Sofène, y los atroces

Cilícios, y la Armenia, que derrama

Las aguas de dos rios, cuya fuente

Está en monte más santo y eminente:

LXXIII.

«Y aunque, en fin, desde el mar este de Atlante

Hasta el Scítico Táuro cerro erguido

Vencedor te temblaren, no te espante

Si el Emátio una vez te vió rendido:

Porque verás á Alfonso, antes triunfante

De todos y soberbio, ser vencido.

Quísolo así el consejo divo, eterno;

Que á aquel venciera el suegro yá este el yerno

LXXIV.

«Ya vuelto el Rey sublime finalmente

Por el divino juicio castigado;

Despues que en Santarem osadamente

Del Sarraceno en vano fué cercado,

Y despues que del gran mártir Vicente,

El santísimo cuerpo venerado

Del sacro promontorio tan sabido,

A la ciudad de Ulises fue traido:

LXXV.

«Porque su ansiado plan lleve adelante,

Al hijo fuerte manda el laso viejo

Que, con hueste y apresto fulminante

Marcial la tierra embista de Alentejo.

Sancho, de esfuerzo y ánimo pujante,

Pasa, y pronto correr hace vermejo

El rio que á Sevilla va regando,

Con sangre vil del Sarraceno infando.

LXXVI.

«Y con esta victoria, más ansioso,

Ya no descansa el mozo hasta que mira

Otro estrago, cual este temeroso,

En el infiel que á Beja en torno gira.

No tardó mucho el Príncipe dichoso

Sin realizado ver lo que suspira;

Con que rabioso el Moro, en la venganza

De sus pérdidas, pone su esperanza.

LXXVII.

«Júntanse los del monte á quien Medusa.

Le hizo perder el cuerpo de antes feo:

Vienen del promontorio de Ampelusa,

Y del Tingo, que asiento fue de Anteo.

Del Ábila la gento, no se escusa

Do llevar á la empresa armas y arreo;

Y se alza, al son de la morisca tuba,

Todo el reino que fue del noble Juba.

LXXVIII.

«Con tal entraba inmensa compañía

El Mir-Almumenim en Lusitaña,

Que á trece Reyes Moros de valía

Rige, con superior cetro, en campaña,

Y haciendo al paso cuanto mal podia,

Y á impulso acaso de no propia saña,

Va á cercar, no viniéndole muy ancho,

En Santarem con ímpetu á D. Sancho.

LXXIX.

«Dále combates ásperos, haciendo

Mil ardides de guerra el Moro odioso:

Mas no allí le aprovecha tubo horrendo,

Secreta mina, ariete poderoso;

Porque el hijo de Alfonso, no perdiendo

Ni el sentido, ni el brío generoso,

Opone en todas partes resistencia,

Ánimo incontrastable, alta prudencia.

LXXX.

«Y el viejo, á quien habian obligado

Los trabajosos años al sosiego,

En la ciudad estando, cuyo prado

Enverdecen las aguas del Mondego:

Sabiendo cómo el hijo está cercado

En Santarem del Moro pueblo ciego,

Parte de la ciudad tan diligente,

Que no parece que contó los veinte.

LXXXI.

«Y con la vieja hueste, en guerra usada,

Al hijo va á ayudar; y así ayuntados,

La Portuguesa furia acostumbrada

A los moros dispersa destrozados,

Dejando la campiña bien cuajada

De plumas, y marlotas, y tocados,

De caballo, y jaez, y escudo, y pica,

De hartos muertos señores presa rica.

LXXXII.

«Lo que quedó de tantos salió fuera

De Lusitania, en espantosa huida;

El Mir-Almumenim solo no huyera,

Porque antes, triste, se le huyó la vida.

A quien les dió victoria tan entera

Dan loores y gracias, sin medida;

Que en casos tan estraños, claramente

Más es Dios quien pelea que la gente.

LXXXIII.

«De tamañas victorias se rodeaba

El viejo Rey Alfonso esclarecido,

Cuando el que tanta lid venciendo andaba,

De años duros y muchos fue vencido:

Pálida le tocó dolencia brava

Con fria mano el cuerpo enflaquecido:

El tributo, á que nadie se resiste,

Así pagando á Libitina triste.

LXXXIV.

«Los altos promontorios le aclamaron

Y sembradas campiñas pesarosas:

Aguas de río y fuente le lloraron,

Con lágrimas corriendo más copiosas;

Y tanto por el reino se, espaciaron

De su virtud las obras valerosas,

Que Alfonso, Alfonso, en monte y valles huecos

No dejan nunca de sonar los ecos.

LXXXV.

«Sancho, fuerte mancebo; que quedaba,

Imitando á su padre en valentía,

Como en vida del mismo lo probaba

Cuando el Bétis de sangre reteñia

Y el bárbaro poder desbarataba

Del Ismaelita Rey de Andalucía;

Y cuando los que á Reja circunyeron,

De su brazo á los golpes sucumbieron,

LXXXVI.

«Despues que por Monarca fué elevado,

Y á pocos años que reinado había

Y a la ciudad de Silves ha cercado,

Y campos que sembró la gente impía,

Fué por huestes valientes ayudado

De la armada Germana, que venía

Con ejército y medios de pelea,

El recobro á buscar de la Judea.

LXXXVII.

«Iban la empresa á secundar que intenta

El rojo Federico, que provisto

De poderosa hueste, se presenta

En la ciudad de la pasion de Cristo,

Despues que Guido su legion sedienta

Rindió de Saladino al pueblo misto,

Allí donde al cristiano le faltaba

El agua que á los impios les sobraba.

LXXXVIII.

«Y á aquella arma hermosa, que aparece

Por contraste del viento hácia esa parte,

Ayudar á D. Sancho bien parece:

Y porque asiste y sirve al santo Marte,

Así como á su padre le acontece

Cuando tomó á Lisboa, de igual arte,

Del Germano ayudado, á Silves toma,

Y á su infiel poblador destruye y doma.

LXXXIX.

«Y si trofeos tantos del Mahometa

Conquista su valor, tambien del fuerte

Y fiero Leonés la tierra inquieta,

Y por do quiera esparce estrago y muerte,

Hasta que al yugo la cerviz sujeta

De Tuy soberbia que la misma suerte

Vió tener á otras villas aledañas.

Que de Sancho pregonan las hazañas.

XC.

«Mas entre tantas palmas asaltado

De muerte por la ley, quedó heredero

Hijo suyo, de todos estimado,

Que fué segundo Alfonso y Rey tercero.

En su tiempo á los Moros fué tomado

Alcázar de la Sal, á lo postrero:

Porque de antes lo entró la sarracina:

Mas ora lo pagaron con gran ruina.

XCI.

«Del muerto Alfonso el genio no reside

En el segundo Sancho descuidado;

Que tanto en su desidia se desmide,

Que de aquellos que manda es él mandado.

De gobernar el reino que otro pide,

Por causa de privados, fué privado;

Porque como por ellos se regia,

En sus vicios y fraudes consentia.

XCII.

«Ni tampoco su pueblo era oprimido

Como Sicilia fué por sus tiranos;

Ni habia como Fálaris querido

Género de tormentos inhumanos;

Mas reino que guiado está y servido

Por señores en todo soberanos,

A otro Rey no obedece ni consiente

Que no sea ante todos escelente.

XCIII.

«No era Sancho, en verdad, tan deshonesto

Como Neron, que á un mozo recibia

Por mujer, y despues horrendo incesto

Con su madre Agripina cometia:

Ni tan crudo á las gentes y funesto,

Que la ciudad quemase en que vivia:

Ni cual lo fué Heliogábalo, fué malo:

Ni como el muelle Rey Sardanapálo.

XCIV.

«Por esta causa el mando encomendóse

Al conde Boloñés, por Rey no alzado

Hasta que el plazo de vivir cumplióse

A su hermano D. Sancho, al ocio dado:

Ese, que Alfonso el Bravo apellidóse,

Despues de haber el reino asegurado,

De dilatarlo cuida: que ancho pecho,

En espacio y lugar no cabe estrecho.

XCV.

«De los Algarves, tierra de que afora

Por el su casamiento, estensa parte,

Con duras armas, de la gente Mora

Conquista, mal querida ya de Marte.

Él del todo dejó libre y señora

A Lusitania con esfuerzo y arte;

Y acabó de formar la nacion fuerte,

En la tierra que al Luso cupo en suerte,

XCVI.

«Viene luego Dionis, que bien parece

Del bravo Alfonso estirpe noble y dina;

Que con su genio espléndido escurece

La liberalidad Alejandrina:

Con este el reino próspero florece

(Ya asentada la paz áurea y divina)

En estatutos, leyes, y costumbres,

En paises, ya quietos, claras lumbres.

XCVII.

«En Coimbra primero ejercitarse

Hizo en la sabias artes de Minerva;

Y de Helicón las musas trasladarse

Del Mondégo á pisar la fértil yerba.

Cuanto puede de Atenas desearse,

Todo el facundo Apolo aquí conserva:

Las liras y los plectros de oro y nácar,

Las coronas de verde lauro y bácar.

XCVIII.

«En pueblos convirtió las soledades:

Alzó torres, castillos muy seguros:

Reformó todo el reino, y las ciudades

Adornó de edificios y altos muros:

Y despues que dió fin á sus bondades

Atropos y á sus dias ya maduros,

A Alfonso cuarto deja, no obediente

Hijo, mas Rey glorioso y escelente.

XCIX.

«Este las arrogancias Castellanas

Desprecia y al contrario deja absorto:

Porque no es de altiveces Lusitanas

Que tema á otro poder el suyo corto:

Antes, cuando invadió tierras hispanas

La Máura gente, del infierno aborto,

Entró Alfonso esforzado á hacerles guerra,

Y á defender la Castellana tierra.

C.

«Con Semíramis nunca gente tanta

Fue los campos Hidáspicos hinchendo;

Ni Atila, que á la Italia toda espanta,

Llamándose de Dios azote horrendo,

Nunca gótica gente llevó cuanta

Del Sarraceno bárbaro estupendo,

De Granada á la inmensa tropa unida,

Fue en los Tartésios campos contenida.

CI.

«Con que viendo el Rey noble Castellano

La inexpugnable hueste, grande y fuerte,

Temiendo más el fin del pueblo Hispano,

Ya perdido una vez, que no su muerte,

Pidiendo ayuda al bravo Lusitano

Le envió la esposa á quien lo unió la suerte,

Mujer del que la manda, su hija amada

De aquel á cuyo reino fue mandada,

CII.

«Pisaba la hermosísima María

Los paternos palacios sublimados,

Lindo el rostro, aunque exento de alegría,

Y los ojos de lágrimas bañados;

Los cabellos angélicos traia

Por los ebúrneos hombros derramados;

Y al padre ledo, cuyo gozo aflige,

Llorando, estas palabras le dirige:

CIII.

—«De cuanta raza cuenta el pueblo misto

De África toda, horrible gente estraña,

El gran Rey de Marruecos va provisto,

A la conquista de la noble España:

Poder tamaño junto no se há visto,

Desque el salado mar la tierra baña;

Y crudos y feroces vienen tanto,

Que á los vivos y aun muertos dan espanto.

CIV.

«En tanto el que me diste por marido,

Por defender la patria amedrentada

Con ejército escaso está ofrecido

Al duro golpe de la Máura espada;

y si de ti no fuere socorrido,

Me verás de su Trono, y dél privada,

Y viuda, y triste, y puesta en vida escura,

Sin marido, sin reino y sin ventura.

CV.

«Por tanto ¡oh Rey! de quien con largo miedo

El corriente Mulucha se alborota,

Rompe toda tardanza, acorre cedo

A estorbar de Castilla la derrota;

Si ese aspecto que maestras claro y ledo,

De padre el verdadero amor denota,

Acudo, padre; si veloz no entras,

Á quien ya socorrer quizá no encuentras»—.

CVI.

«De igual modo la tímida María

Hablando está, que Vénus triste cuando

A Júpiter su padre le pedia

Por hijo que el Tirreno está sulcando;

Y con tanta piedad le conmovia,

Que soltando á sus pies el rayo infando,

Todo lo otorga el padre, de amor loco,

Pesándole que pídale tan poco.

CVII.

«Pero ya del tropel de gente armada

Los Eborenses campos van cuajados:

Brillan al sol arnés, lanza y espada,

Los caballos relinchan enjaezados;

Y la canora trompa enlistonada

Los pechos, á la paz acostumbrados,

Va incitando al combate, con sus ecos,

Que zumban de los valles por los huecos,

CVIII.

«En medio y entre todos se sublima,

Do las insignias reales adornado,

El valeroso Alfonso, que por cima

De todos se levanta decorado.

Con su aspecto no más mueve y anima

A cualquier corazon amedrentado;

Y con la hija así que en ella manda,

A entrar vá de Castilla por la banda.

CIX.

«Dan á los dos Alfonsos finalmente

Los campos de Tarifa ancho horizonte,

Que tapa multitud de Máura gente,

Para quien son estrechos campo y monte.

No hay corazon tan alto y tan potente

Que con gran desconfianza no se afronte,

A menos que conozca y claro vea,

Que con sus brazos Cristo es quien pelea.

CX.

«Del cristiano poder están riendo

Los de Agár en el campo muy vecino,

La tierra de antemano repartiendo.

Con que ya cuenta el fiero damasquino;

Y el que, con falso título, luciendo

Está el famoso nombre Sarracino,

Así tambien la tierra que circuya,

Con cuenta equivocada, llama suya.

CXI.

«Como el membrudo bárbaro gigante,

Del Rey Saúl con causa tan temido,

Viendo al pastor inerme de él delante

De esfuerzo y piedras solo apercibido,

Con palabra soberbia y arrogante

Desprecia al flaco mozo no vestido,

Que de la honda al son lo desengaña

De que más puede fé que fuerza y maña:

CXII.

«Del mismo modo el Máuro la firmeza

Desprecia de los fieles, y no entiende

Que aquella alta divina fortaleza,

De quien tiembla el infierno, les defiende.

Con ella el Castellano y con destreza,

De Marruecos al Rey embiste, ofende;

Y temblar hace al Moro de Granada

El Luso que la vida pone en nada.

CXIII.

«Las espadas y lanzas recrujian

Sobre escudos y arneses ¡fiero estrago!

Llaman (segun la ley que allí seguian)

A su Mahoma aquel, este á Santiago;

Los heridos con grito el cielo herian,

Haciendo de su sangre negro lago,

Donde otros, que del fierro se salvaban,

Semi vivos caian y se ahogaban.

CXIV.

«Con esfuerzo tan grande de horror llena

El Luso al Granadil, que en duro estrecho

Le pone en poco tiempo y desordena

Armas y gente, en huracan deshecho.

Mas de alcanzar victoria á poca pena

No muy contento el generoso pecho,

Vá en ayuda del noble castellano

Que está en lid con el fuerte Mauritano.

CXV.

«Ya se iba el sol ardiente recogiendo

A la casa de Tétis, y estinguido

(Para el poniente á Véspero atrayendo)

Era aquel dia tanto esclarecido,

Cuando el poder del bárbaro tremendo

Fue por los bravos Reyes oprimido

Con mortandad tan larga, que memoria

Nunca habrá el mundo de mayor victoria.

CXVI.

«No de muertos la cuarta parte Mario

Hizo de los que en este vencimiento,

Cuando el agua, con sangre del contrario,

Dió á beber á su ejército sediento:

Ni el de Cartago, aspérrimo adversario

Del Ítalo poder por nacimiento,

Que celemines tres de anillos toma

Solo de nobles que mató de Roma.

CXVII.

«Y si tú tantas ánimas pudiste

Mandar al negro reino del Cocito,

Cuando la ciudad santa destruiste

Del pueblo, pertinaz en torpe rito,

Fue permision celeste, ejemplo triste,

No fuerza de tu brazo, insigne Tito;

Que así por los poetas fue anunciado,

Y por Jesus despues certificado.

CXVIII.

«Alcanzada tan próspera victoria,

Y vuelto Alfonso á portuguesa tierra,

A disfrutar en paz de tanta gloria

Como supo ganar en dura guerra,

El caso triste y digno de memoria,

Que á huésped del sepulcro desentierra

Aconteció de mísera y cuitada,

Que fue despues de muerta coronada.

CXIX.

«¿Quien será, ciego dios, que de ti huya,

Y de tu dulce ley, que á tanto obliga?

Tú causaste la odiosa muerte suya,

Tratándola cual pérfida enemiga.

Si dicen, fiero Amor, que la sed tuya

Ni con lágrimas tristes se mitiga,

Es porque quieres, con maldad tirana,

Tus aras empapar en sangre humana.

CXX.

«Te hallabas, bella Inés, quieta en sosiego,

De tus años cogiendo el blando fruto,

Del alma en el engaño dulce y ciego

(Que la dicha no dura, como el luto)

En el florido campo del Mondégo,

Del cristal de tus ojos nunca enjuto,

A las plantas diciendo y flores nuevas

El nombre que en el pecho escrito llevas.

CXXI.

«De tu Príncipe allí te respondian,

Los recuerdos que en su alma dominaban;

Que siempre ante sus ojos te traían,

Cuando ausentes los tuyos dél estaban,

De noche, dulces sueños que mentian,

De dia pensamientos que volaban;

Siendo, en fin, todo sueño y pensamiento,

Sola ocasion de dicha y de contento.

CXXII.

«De Princesas y damas mil hermosas

Él los preciados tálamos no aceta,

Que no halla fino amor prendas preciosas,

Sino en el caro bien que nos sujeta.

Viendo estas raras muestras amorosas

El noble padre anciano, que respeta

El murmurar del pueblo ante el capricho

De no casarse, que el doncel le ha dicho:

CXXIII.

«Sacar á Inés del mundo determina,

Para sacarle al que ella tiene preso,

Creyendo, con matar á la mezquina,

Sanar de amor el incurable acceso.

¿Qué furor hizo que la espada fina

Que pudo sustentar el grave peso

Del mauritano esfuerzo, fuese alzada

Contra una flaca fembra delicada?

CXXIV.

«Los sayones llevábanla feroces

Ante el Rey, que ya pio se conduele:

Mas el pueblo con bárbaras y atroces

Razones, á que muera le compele.

Ella con ruegos y afligidas voces

Salidas del recuerdo que la duele,

Del amante y los hijos que dejaba,

Que más que no la muerte, la apenaba:

CXXV.

«Al cielo cristalino levantando

Los ojos, con las lágrimas piadosos;

Los ojos, que las manos le vá atando

Uno de los ministros rigurosos;

Y á los pequeños luego contemplando,

Que tan tiernos criaba y tan mimosos,

Cuya orfandad más que el morir temia,

Vuelta al cruel abuelo, así decía:

CXXVI.

—«Si va en las brutas fieras, cuya mente

Natura hizo feroz de nacimiento,

Y en las aves, que ponen solamente

En la aérea rapiña el pensamiento,

Con tiernos rapazuelos vió la gente

Despertarse piadoso sentimiento,

Como ya con Semíramis mostraron,

Y con los dos que á Roma edificaron:

CXXVII.

«Tú, que de humano tienes voz y aspeto

(Si de humano es matar una doncella

Flaca y débil, por solo haber sujeto

El corazon del que logró vencella),

De estas pobres criaturas ten respeto,

Ya que no de la oscura muerte de ella:

Muévate la piedad de su agonía,

Pues no te mueve la no culpa mía.

CXXVIII.

«Y si, venciendo Alarbe resistencia,

La muerte sabes dar con fuego y fierro,

Sabe tambien dar vida con clemencia,

A quien para perderla está sin yerro;

O si merece tanto esta inocencia,

Pónme en perpetuo y mísero destierro,

Allá en la Escitia helada, ó Libia ardiente,

Donde en lágrimas viva eternamente,

CXXIX.

«Pónme dó más se usare fuerza dura,

Entre pardos y tigres, y veremos

Si alcanzamos entre ellos la blandura

Que entre pechos humanos no podemos.

Allí la voluntad puesta y ternura

En aquel por quien muero, criaremos

Estas reliquias suyas que aquí viste;

Que consuelo serán de madre triste»—.

CXXX.

«Perdonarla queria el, Rey benigno,

Sensible á las palabras que la abonan;

Mas el pueblo tenaz y su mal signo

Que lo quieren así, no la perdonan.

Las hojas sacan del acero indigno

Los que el hecho por bueno allí pregonan,

¿Contra una dama? ¡Oh pechos carniceros!

¡Así valientes sois y caballeros!

CXXXI.

«Como contra la linda Polixena,

Amor postrero de la madre anciana,

Porque la Aquílea sombra la condena,

Pirro apresta el acero y furia insana;

Y ella los ojos con que el mar serena,

Cual mansa oveja que á morir se allana

Vuelve á la triste madre que flaquece,

Y al sacrificio bárbaro se ofrece:

CXXXII.

«Tal contra Inés los crudos matadores

En el cuello y marfil, que sostenia

Las obras con que amor mató de amores

Al hombre que despues Reina la haria,

Hundiendo el hierro entre las blancas flores

Que el llanto del dolor regado habia,

Se encarnizaban torpes y furiosos,

Del futuro castigo no cuidosos.

CXXXIII.

«Bien pudieras ¡oh sol! del caso reo

Tus ojos apartar corno aquel dia

Cuando Tiéste, en el festin de Atréo,

De sus hijos los miembros se comia.

Cóncavos valles que gemísteis, creo,

La voz estrema de su boca fria,

El nombre de su Pedro que la oísteis,

Por espacio muy largo repetísteis.

CXXXIV.

«Como pura azucena que cortada

Antes de tiempo fue cándida y bella,

Siendo entre los cabellos maltratada

Por mano esquiva de vivaz doncella,

Pierde aroma y color ya marchitada,

Tal muerta está la Lusitana estrella:

Secas las puras rosas, y perdida

La luz del rostro con la dulce vida.

CXXXV.

«Las hijas del Mondégo ¡oh noche oscura!

Llorando sin cesar te recordaron;

Y para alta memoria, en fuente pura

Las lágrimas lloradas trasformaron:

El nombre le pusieron, que aun le dura,

De «Las Cuitas de Inés» que allí pasaron;

Y de esa fuente, hoy vida de las flores,

Son lágrimas el agua, el nombre Amores.

CXXXVI.

«Largo tiempo no fué sin que venganza

No aliviara de Pedro las heridas;

Que del reino al tomar cetro y balanza,

Hízola en los fugaces homicidas.

De otro Pedro, muy crudo, los alcanza

Que, enemigos los dos de humanas vidas,

Hicieron el feroz concierto insano

Que con Antonio y Lépido, Octaviano.

CXXXVII.

«Este castigador fué de maldades,

De latrocinios, muertes y adulterios,

Y los duros suplicios é impiedades

Eran sus más sabrosos refrigerios:

Justiciero guardaba las ciudades

De todos los soberbios vituperios,

Más ladrones lanzando á los profundos,

Que Teséo y Alcides vagabundos.

CXXXVIII.

«Del justo y duro Pedro nació blando

(Ve de natura la inconstancia terca)

Manso, remiso y sin vigor, Fernando,

Que á todo el reino á gran desdicha acerca;

Pues el Leonés á devastar entrando

La tierra sin defensa, estuvo cerca

De destruirse el Reino totalmente:

Que vil Rey torna en vil la brava gente.

CXXXIX.

«O castigo fue claro del pecado

De quitarle á Leonor á su marido

Y casarse con ella, aconsejado

De un fálso parecer, mal sugerido:

O fué que el corazon entregó atado

Al vicio torpe á que se vió rendido,

Hízose al fin cobarde: que envilece,

Un amor que en el alma infame crece.

CXL.

«Sufrieron siempre del pecar la pena

Muchos de quien nos cuenta la Escritura:

La sufrió quien al robo fué de Helena,

Y con Opio, á Tarquino estrechó dura:

¿Y por qué á David santo se condena?

¿Y quién de Benjamin la tribu impura

Ya destruyó? Patente lo declara

Siquém en Dina, Faraón en Sara.

CXLI.

«Si los pechos más fuertes enflaquece

Un inconsciente amor desatinado,

Bien en el noble Alcides aparece,

Por Onfále de tocas adornado.

De Marco Antonio el nombre se oscurece

Con estar de Cleopatra enamorado;

Y tú, Peno inmortal, lo repetiste

Cuando de Apulla á moza vil te diste.

CXLII.

«¿Mas puede uno librarse por ventura

De lazos que arma Amor tan blandamente

Entre la nieve humana y rosa pura

Y el oro y alabastro trasparente?

¿Quién resiste la plácida hermosura

De un rostro, de Medusa propiamente,

Que, si no en piedra, en Mongibelo inceso

Convierte el corazon que tiene preso?

CXLIII.

«¿Quién un dulce mirar, un gesto blando

Vió, ni una suave, angélica apariencia

Que sin cesar al alma está acechando,

Que hubiese contra tanto resistencia?

Disculpado por cierto está Fernando

Para quien del amor tiene esperiencia;

Mas quien dél libertó su fantasía,

Culpado mucho más le juzgaría».

Canto Cuarto.

Argumento del Canto Cuarto.

Continúa Gama su narracion al Rey de Melinde, y le refiero las guerras de Portugal con Castilla sobre la sucesion del reino a la muerte del Rey don Fernando: hazañas del condestable D. Nuño Alvarez Pereira: batalla y victoria de Aljubarrota: diligencias hechas para descubrir la India por mar en tiempo de D. Juan II, y cómo el Rey D. Manuel consiguió ese fin, determinando este viaje: prevenciones para emprenderlo: embarque y despedida de los navegantes en las playas de Belem.
I.

«Despues de procelosas tempestades,

Nocturnas sombras, sibilante viento,

Trae el alba serenas claridades,

Esperanza de puerto y salvamento;

Y alumbra el sol las negras soledades,

Apartando el temor del pensamiento;

Así en el reino fuerte acontecia,

Despues que el Rey Fernando fallecia.

II.

«Pues si los nuestros mucho desearan

Quien el daño y el mal fuese vengando

De aquellos que tan bien se aprovecharan

Del descuido remiso de Fernando,

Pasando poco tiempo lo alcanzaran,

A don Juan, siempre ilustre, levantando

Rey, de Pedro cual hijo y heredero,

(Aunque en verdad bastardo) verdadero.

III.

«Que era órden suya, el cielo con luz pura

Por muy claras señales demostrólo,

Cuando en Evora, hablando una criatura

Antes de tiempo, fuerte nominólo;

Y alzó el cuerpo y la voz de su envoltura,

Cual cosa revelada por Dios solo,

Y dijo: Portugal (la mano alzando),

Portugal por D. Juan, Rey venerando.

IV.

«Alterados entonces de las gentes

Los pechos, que el rencor del odio abrasa,

Crueldades horribles y evidentes

Del pueblo hace el furor por donde pasa:

Matando van amigos y parientes

Del conde, y de la Reina, y de su casa;

Que ella su incontinencia deshonesta

Más, desde que está viuda, manifiesta.

V.

«Pero él, en fin, perece deshonrado

Ante la Reina, que á salvarle acorre,

De otros muchos muriendo acompañado:

Que todo fuego inceso quema y corre.

Quién muere, como Astiánax, arrojado

(Sin órdenes valerle) de alta torre:

Quién, sin valerle honor, altar, derecho,

Desnudo por la calle, trozos hecho.

VI.

«Quedan con estas en bien largo olvido

Las mortales fierezas que vió Roma,

Hechas por Mario crudo, y el temido

Sila, cuando el rival la fuga toma.

Leonor por ellas y el dolor crecido

Del muerto conde, que á su frente asoma,

Opone á Portugal Castilla entera,

Diciendo que es su hija la heredera.

VII.

«Pretenden que Beatrice, proclamada

(Aunque la fama apenas lo concede)

Por hija de Fernando, y ya casada

Con el Rey de Castilla, el trono herede,

Y con la voz Castilla levantada

De que la hija al padre le sucede,

Junta sus fuerzas ya para esta guerra

De varios climas y diversa tierra.

VIII.

«Vienen de la provincia que de Brigo,

Sí fué, lleva ya el nombre derivado:

Del suelo, que Fernando y que Rodrigo

Al opresor ganaron Máuro estado:

No esquivan de las armas el castigo

Los que cortando van con duro arado

Los Leoneses campos, cuya gente

Contra el infiel en armas fue escelente.

IX.

«Los Vándalos, de antigua valentía,

El blason conservando, se juntaban,

Cabeza de la estensa Andalucía,

Que del Guadalquivir las ondas lavan.

La noble isla tambien se apercibia

Que los de Tiro de antes habitaban,

Trayendo, como insignias verdaderas,

Las Hercúleas columnas por banderas.

X.

«Vienen tropas del reino de Toledo,

Ciudad noble y antigua, á quien cercando

El Tajo en torno va tranquilo y ledo,

Que de Cuenca en la sierra está manando.

Ni tampoco á vosotros pára el miedo,

¡Oh sórdidos Gallegos! duro bando

Que para resistir hoy os armásteis

A aquellos cuyos golpes ya probásteis.

XI.

«Mueven tambien de guerra negras furias

Al Vizcaino pueblo, que carece

De pulido decir, y las injurias

De estraños y de propios mal padece;

De Guipúzcoa la gente; y la de Asturias,

Que con minas de hierro se ennoblece,

De él armó á sus soberbios moradores,

Para ayudar guerreando á sus señores.

XII.

«Juan, que del pecho el ardimiento saca,

Cual las fuerzas Sanson de la guedeja,

De verse pocos la inquietud aplaca,

Y con los pocos se arma y apareja;

Y no porque razon le asista flaca,

Con los grandes señores se aconseja:

Mas solo por buscar verdad ó indicios,

Que siempre hubo, entre muchos, muchos juicios

XIII.

«Y hay alguno que turba con razones

De todos la opinion y voluntades;

Y ya que el viejo esfuerzo en los varones

Se haya trocado en vicios y maldades,

Ya que puede el temor, en ocasiones,

Más que propios deberes y lealtades:

Niega al Rey, y á la Patria, y si conviene

Negará, como Pedro, al Dios que tiene.

XIV.

«Mas no en yerro cayó tan infelice

Don Nuño Alvar Pereira, sino que antes

Viendo que en sus hermanos se autorice,

Condena las flaquezas inconstantes

De los dudosos ánimos, y dice,

Con palabras más duras que elegantes,

Puesto el puño en la espada, y no jocundo,

Amenazando el mar, la tierra, el mundo:

XV.

—«¿Cómo de la alta raza Portuguesa

Ha de haber quien rehuse el patrio Marte?

¿Cómo de esta provincia, que princesa

Fue de gente de guerra en cualquier parte,

Ha de salir quien á su patria opresa

Niegue el amor, la fe, y esfuerzo, y arte,

Portugués siendo, y por ningun respeto,

Quiera su reino propio ver sujeto?

XVI.

«¡Qué! ¿vosotros no sois los descendientes

De aquellos que, al flotar de la bandera

Del grande Enríquez, fieros y valientes

Vencieron á esa hueste tan guerrera,

Cuando tanto estandarte, tantas gentes

En huida pusieron, de manera

Que, aparte de la presa que cogieron,

Á siete ilustres condes nos trujeron?

XVII.

«¡Por quiénes fueron siempre destruidos

Sino por vuestros fuertes padres y avos,

Por Diónis y su hijo conducidos,

Estos de quien quereis veros esclavos!

¡Ea! si por pecados y descuidos,

Os trocó así Fernando en poco bravos,

Que os vuelva el nuevo Rey la fuerza ruda,

Si verdad es que un Rey á un pueblo muda.

XVIII.

«Teneis tal Rey, que si valor tuviéreis

Igual al Rey que agora levantásteis,

Desbaratar podreis a quien quisiéreis,

Cuanto más á quien ya desbaratásteis;

Y si con esto, en fin, aun no perdiéreis

El invencible miedo que tomásteis,

Las manos entregad, tascad el freno:

Resistiré yo solo al yugo ajeno.

XIX.

«Solo con mis vasallos, y con esta

(Y saca, así diciendo, media espada)

Defenderé de la ambicion infesta,

La tierra nunca de otros subyugada.

Del Rey en nombre y de la Patria espuesta,

Y de la fe que le teneis jurada,

Venceré, no solo estos adversarios,

Sino cuantos al Rey fueron contrarios».

XX.

«Como entre los mancebos acogidos

A Venusio, postrer resto de Cánnas,

Que al ir á darse cuasi por rendidos

Al poder de las huestes Africanas,

Hace el mozo Cornelio que, impelidos

Por su espada, le juren las romanas

Armas no abandonar, mientras la vida

No allí por todos fuero antes perdida:

XXI.

«Así á la gente esfuerza y fuerza en uno

Alvarez; y á las últimas razones

Remuévese el temor frio, importuno,

Que abatiera hasta allí los corazones.

Cabalgan en las fieras de Neptuno,

Escarcean, blandiendo los lanzones,

Y discurren gritando á abierta boca:

¡Viva el ínclito Rey que nos convoca!

XXII.

«Las gentes del comun todas aprueban

Guerra con que á la Patria se sostiene:

Unos las armas limpian, ó renuevan,

Que el orin de la paz gastadas tiene:

Morriones, acolchados, petos prueban;

Se arma cada varon cual le conviene:

Trajes aprestan otros con colores

Y letras y señal de sus amores.

XXIII.

«Con toda esta fulgente compañía,

Juan fuerte sale de la fresca Abrantes:

De Abrantes, donde corre fuente fria,

Que surte el Tajo en linfas abundantes.

Los primeros armígeros regia

Quien bien regir pudiera los gigantes

Ejércitos de Jerjes, con que pronto

Pasó y volvió á pasar el Hellesponto:

XXIV.

«Nuño Alvarez Pereira, verdadero

Azote de soberbios Castellanos,

Como el Hunno lo fuera ya primero

De los pueblos Franceses é Italianos;

Y en el ala derecha otro guerrero,

Afamado tambien, los Lusitanos

Guia bajo su mando al enemigo…

De Men-Rodrigo Vasconcelos digo.

XXV.

«Á Anton Vazquez de Almada corresponde

La ala izquierda regir de tropas dinas,

El que despues, de Abranches noble conde

Llegó á ser por sus glorias no mezquinas.

Luego en la retaguardia no se esconde

El pendon de Castillos y de Quinas,

Dó Juan está, Rey noble en cualquier parte,

Que oscurece el valor del mismo Marte.

XXVI.

«Rezando, por los muros, temerosas

De la suerte que aguarda á sus varones,

Las hermanas, las madres, las esposas,

Van ayuno ofreciendo, y oraciones.

Ya llegan las falanges belicosas

Frente de los contrarios escuadrones,

Que con grita espantable las reciben,

Y dudas todos de la lid conciben.

XXVII.

«Suenan, del mal cercano mensajeras,

Las voces de clarines y atambores:

Los Alféreces írguen sus banderas,

Que muchas son y varias en colores.

Domina el seco tiempo que en las eras

Recogen su sudor los labradores:

Entra en Astréa el sol, y rige Agosto:

Baco esprime á las uvas dulce mosto.

XXVIII.

«Dió señal la trompeta castellana,

Horrenda, ingente, fiera, temerosa;

La oyó el Ártabro monte, y el Guadiana

Atras volvió su linfa caudalosa:

La oyeron Duero y tierra Transtagana:

Llevó el Tajo á la mar su voz medrosa;

Y las madres, que el son rudo escucharon,

Á sus pechos los hijos estrecharon.

XXIX.

«Muchos rostros allí mudan colores,

Dando á la sangre el corazon abrigo;

Que en los grandes peligros, los temores

Mayores son á veces que el castigo

Ó parécenlo así, que los furores

De ofender y vencer al enemigo

Casi hacen no sentir la dolorida

Pérdida de los miembros y la vida.

XXX.

«Comiénzase á trabar la incierta guerra:

De acá avanza y de allá la primer ala;

A estos mueve el guardar la propia tierra;

A aquellos la ambicion, mucha aunque mala.

Pronto el grande Pereira, en quien se encierra

Todo esfuerzo, el primero se señala:

Hiere aquí, rompe allí, siembra el terreno

De los que así le ocupan, siendo ajeno.

XXXI.

«Ya por el aire tiros estridentes

De arpon y flechas sin cesar volaban:

Bajo los duros pies de los ardientes

Caballos, monte y valle resonaban:

El romper de las lanzas, las frecuentes

Caidas todo en torno lo atronaban:

Del fiero Nuño, que al contrario apoca,

Carga el tropel sobre la gente poca.

XXXII.

«Ved allí que le embisten inhumanos

Los hijos de su padre, y no se espantan;

Que hacen poco en matar propios hermanos

Los que contra la Patria se levantan.

Muchos de esos apóstatas insanos

Van en ese escuadron, y se adelantan

Contra su misma sangre: ¡ejemplos viles,

Cual de Roma en los ímpetus civiles!

XXXIII.

«¡Oh tú Sertorio! ¡Oh fuerte Coriolano.

Catilina, y vosotros dos, no amigos,

Que contra vuestras patrias, con profano

Corazon, os alzásteis enemigos!

Si allá en el reino oscuro de Sumano

Recibiéreis gravísimos castigos,

Decidles que cual ellos, ó peores,

Lusitania tambien tuvo traidores.

XXXIV.

«Rómpense aquí los nuestros los primeros

¡Tanta es la gente que los cerca y daña!

Nuño está allí; cual ves por los oteros

De Ceuta al gran Leon, ardiendo en saña,

En medio á los ginetes, que ligeros

Discurren de Tetuan por la campaña:

Con las lanzas le hieren, y él furioso

Si turbado está un poco, no medroso.

XXXV.

«Con torva luz los vé; mas la natura

Ferina y el ardor no le enflaquecen

La espalda á dar: que brinca á la espesura

De lanzas apiñadas que recrecen:

Así don Nuño está, que la llanura

Tiñe con sangre ajena: allí perecen

De los suyos algunos: que el bizarro

Cuerpo no puede á tantos, que es de barro.

XXXVI.

«Conoció Juan el riesgo que pasaba

Nuño: que como jefe esclarecido,

Todo lo recorria y animaba,

A las palabras el ejemplo unido.

Cual parida leona fiera y brava,

Que los cachorros que dejó en el nido

Ve que, mientras que el pasto ha procurado,

El pastor de Masilia le ha robado:

XXXVII.

«Salta furiosa y ciega, y con rugidos,

Por el fragor de Siete Hermanos corre:

Así Juan, con los suyos escogidos

A sostener la primer ala acorre:

«¡Oh fuertes compañeros! ¡Oh subidos

Caballeros á quienes Dios socorro,

Vuestra tierra guardad, que la esperanza

Está de libertad en vuestra lanza!

XXXVIII.

«Heme aquí que, Rey vuestro y compañero,

Entre las picas corro y los paveses

Y al contrario tropel voy el primero:

Pelead, verdaderos Portugueses».

Así dice el magnánimo guerrero,

Y tres veces del brazo los arneses

Levanta y tira el asta; y cada tiro

Arranca á muchos el postrer suspiro,

XXXIX.

«Encendidos, con esto, nuevamente

Los suyos de vergüenza y noble fuego,

Luchan sobre cual más, con brazo ardiente

Riesgos arrostrará del marcial juego:

Y ese ardor, que hasta el fierro esterno siente,

Rompe mallas primero, y pechos luego;

Y como si no estimen ya las vidas,

Junto dan y reciben las heridas.

XL.

«Van á ver muchos el Estigio lago

En cuyo cuerpo fierro y muerte entraba:

Allí sucumbe el Mestre de Santiago,

Que con esfuerzo altísimo lidiaba:

Tambien muere, causando horrible estrago

El no menos feroz de Calatrava:

Los Pereiras tambien la vida entregan;

Y renegados, de morir reniegan.

XLI.

«Mucha gente del vulgo turbulento

Y de nobles, con ella, va al profundo

Donde el trifauce can siempre está hambriento

De las almas que pasan de este mundo;

Y porque más allí tenga escarmiento,

La altivez del contrario furibundo,

Hoy á los pies del Portugués se humilla,

Cayendo, la bandera de Castilla.

XLII.

«Aquí el fiero combate se encrudece

Con muertes, gritos, sangre, cuchilladas:

La multitud de gente que perece,

Las flores tiene de color mudadas:

Ya dan espalda y vida: ya fallece

El furor, y no suenan las espadas:

Ya de Castilla el Rey desbaratado

Queda, y de su propósito mudado.

XLIII.

«Deja el campo á los fuertes vencedores

De no dejar contento allí la vida.

Los que quedan le siguen: sus terrores

Alas les dan, no pies, en la fugida:

Esconden en el pecho los dolores

Del cuerpo, de la hacienda ya espendida,

La ruina del orgullo, el duro enojo

De ver que otro disfruta su despojo.

XLIV.

«Unos van maldiciendo y blasfemando

Del primero que guerra hizo en el mundo:

Otros la ambicion dura van culpando

Del pecho de codicia sitibundo

Que, por tomar lo ajeno, al miserando

Pueblo espone á las penas del profundo,

Dejando á tanta esposa, virgen, madre,

Sin hijos, sin maridos ó sin padre.

LXV.

«Estuvo el vencedor don Juan los días

De costumbre en el campo, con gran gloria:

Con promesas despues y romerías

Gracias le rindo al que le dió victoria.

Mas Nuño que no quiere por más vias

En el mundo dejar de sí memoria

Que por las de las armas soberanas,

A las tierras se pasa Transtaganas.

XLVI.

«Su destino le ayuda de tal arte,

Que pronto trueca en hecho el pensamiento:

Pues de Vándala tierra mucha parte,

Le rinde su despojo y vencimiento

Y de Sevilla el Bético estandarte

Y los de altos señores al momento

Caen ante sus plantas, honra, y presa

Que conquista la espada Portuguesa.

XLVII.

«De estas victorias y otras largamente

Eran los castellanos oprimidos,

Cuando la paz, ya ansiada do, la gente,

Dan á los vencedores los vencidos,

Despues que quiso el Padre Omnipotente

Dar los Reyes rivales por maridos

A dos Princesas de Inglaterra, esposas

Dulces, prudentes, ínclitas y hermosas.

XLVIII.

«No sufre pecho acostumbrado á guerra,

No tener enemigo ya á la mano;

Y así, no habiendo á quien vencer en tierra,

Va á embestir con las ondas del Oceáno.

Es este el primer Rey que se destierra

De su suelo por ir al Africano

A enseñar con las armas cuánto cede

A la cristiana ley la de Mahomede.

XLIX.

«Ir nadando aves mil por el argento

De la ancha espalda de la mar inquieta.

Ved, las tendidas alas dando al viento,

Hácia dó puso Alcides la alta meta.

De Avila el monte y el seguro asiento

Toman de Ceuta, y al feroz Mahometa.

Echan fuera; y segura á toda España

Dejan de otra Juliana indigna maña.

L.

«No permitió el Señor que los humanos

Le vieran mucho y Portugal se irguiese

Por tal Rey; que á los coros soberanos

Del alto cielo quiso que ascendiese.

Y para defension de Lusitanos,

Mandó quien le llevó, quien le supliese,

Aumentando en el suelo más que de antes

Noble generacion de altos Infantes.

LI.

«No fue el Rey don Duarte tan dichoso

El plazo que ocupó la suma alteza;

Que así el tiempo alternando va dudoso

El bien y el mal, el gozo y la tristeza.

¿Quién vió siempre un estado deleitoso,

Ni siempre en la ventura la fijeza?,

Verdad es que en tal reino y tales Reyes

Ella no usó tan largo de estas leyes.

LII.

«Cautivo vió á su hermano, el buen Fernando,

Que á tan santas acciones aspiraba,

Que por salvar de cerco miserando

Al pueblo, al sarraceno se entregaba.

Por amor á la patria va pasando

La vida que de libre él hizo esclava,

Por no dar en rescate á Ceuta fuerte;

Y su mal en bien público convierte.

LIII.

«Codro, porque el contrario no triunfase,

Vencedor de la muerte, dió la vida:

Régulo, porque Roma se librase,

Contento vió su libertad perdida;

Y éste, porque la España no temblase,

A eterno cautiverio se convida;

Pues Codros, Curcios y los Decios fieles

No á más costa ganaron sus laureles.

LIV.

«Alfonso, de aquel Rey solo heredero,

¡Nombre en armas feliz en nuestra Hesperia!

Que el orgullo del bárbaro frontero

Tornó en dura, humildísima miseria,

Fuera en verdad invicto caballero

Si no quisiera hollar la fuerte Iberia:

Mas África dirá si al Rey terrible

Que otro llegue á vencer será posible.

LV.

«Este las pomas coge al árbol áuro

Que al Tirintio veloz solo no ilude:

Y del impuesto yugo el fuerte Máuro

La cerviz hasta ahora no sacude:

La palma va en su frente y verde láuro

Que gana al fiero bárbaro, que acude

De Alcacér en defensa, fuerte villa,

De Tánger vasta, y de la agreste Arcilla.

LVI.

«Todas tres por la fuerza al fin entradas,

Abatieron los muros de diamante

A las armas del Luso, acostumbradas

A derribar cuanto hallan por delante.

Maravillas de acciones estremadas,

Dignas de las contar pluma elegante,

Caballeros hicieron en la empresa,

Acreciendo la fama Portuguesa.

LVII.

«Mas de ambicion cegado por la lumbre

Y de mandar por gloria amarga y bella,

Al de Aragon (Fernando) va, en la cumbre

Del poder, á embestir en su Castiella.

Júntase la enemiga muchedumbre

De la soberbia y varia gente de ella:

Que, desde Cádiz á Piréne fria,

Toda al Rey poderoso obedecia.

LVIII.

«En el reino quedar no quiere ocioso

El mancebo don Juan, y luego ordena

Ir en ayuda al padre codicioso,

A quien bien llega en situacion no buena.

Salióse al fin del trance peligroso,

Si no con gloria, con virtud serena;

Pues aunque asaz el íbero ha sufrido,

Quedó en duda si el Luso fue vencido.

LIX.

«Porque el hijo sublime y soberano,

Gentil, fuerte, animoso, caballero,

Haciendo al enemigo estrago insano,

Permaneció en el campo un dia entero.

De este modo vencido fue Octaviano,

Y Antonio vencedor, su compañero,

Cuando de los que á César inmolaron

En los Filipios campos se vengaron.

LX.

«Mas luego que la oscura noche eterna

Llevose á Alfonso al Inmortal sereno,

El Príncipe que entonces lo gobierna

Todo fue Juan Segundo, Rey treceno.

Este, por ganar fama sempiterna

Cuanta pueda lograr un ser terreno

Los términos, que voy buscando ahora,

Dar quiso al mundo de la roja Aurora.

LXI.

«Manda á sus mensajeros, que pasaron

España, Francia, Italia celebrada,

Y allá en el puerto ilustre se embarcaron,

Donde ya fue Parténope enterrada:

Nápoles, dó sus hados se vengaron,

Despues de verla á tantos subyugada

Subiéndola, tras tanto tiempo impío,

Al Español escelso señorío.

LXII.

«Por el noble mar Sículo navegan

Ven las playas de Ródas arenosas:

Y luego á las riberas altas llegan

Con la muerte de Magno tan famosas:

A Mémfis y á las tierras van, que riegan

Las crecientes Nilóticas undosas:

Suben á la Etiópia, sobre Egito,

Que, de Jesus conserva el santo rito.

LXIII.

«Pasan tambien las ondas Eritréas

Que el pueblo de Israel cruzó sin nave:

Dejan detras las gentes Nabathéas,

A quien el nombre de Israel les cabe:

Las costas odoríferas Sabéas,

Que de Adónis la madre vestir sabe,

Y la Arabia feliz van contemplando,

La Desierta y Petréa no cuidando.

LXIV.

«Entran en el estrecho, donde aun dura

De Babél confundida la memoria;

Dó el Eúfrates al Tígris se mistura,

Rios que de su cauce sacan gloria.

De allí van en demanda de agua pura.

Que aun la causa ha de ser de larga historia,

Al Indo, entre las olas del Oceáno,

Las que así navegar n o osó Trajano.

LXV.

«Vieron gentes incógnitas, y estrañas

De la India, Carmania y Gedrosía,

Con diversas costumbres y arte, y mañas.

Que cada clima y suelo forma y cria.

Pero de vias tantas y tamañas,

Volverse fácilmente no podia:

Allí, en fin, perecieron y quedaron;

¡Que á la patria querida no tornaron!

LXVI.

«Parece que guardaba el cielo en breve

A Manuel y á su gran merecimiento

Seguir esta alta empresa, á que le mueve

El más noble y sublime movimiento.

Al suceder á Juan no es mucho lleve

A su trono su escelso pensamiento;

Así que no tomó del reino el cargo,

Cuanto la ardua conquista del mar largo.

LXVII.

«La cual, como la voz siempre sonora

De aquella obligacion que le quedara

De sus pasados, que incesante implora,

No cesar de acrecer la tierra cara,

En paz no le dejaba á ningun hora;

Así que, al tiempo en que huye la luz clara,

De las estrellas que la noche traen

Y al reposo convidan cuando caen:

LXVIII.

«Ya en paz estando, en el dorado lecho

Dó la imaginacion no encuentra meta,

Resolviendo en la mente el cargo estrecho

A que su oficio y sangre le sujeta,

Llenó sus ojos, sin vaciarle el pecho,

Sueño que, aunque le embarga, no le aquieta,

Porque en tanto que laso se adormece,

Morfeo en formas mil se le aparece.

LXIX.

«Allí se le figura que subia

Muy alto, hasta tocar la prima esfera

Do por delante varios mundos via

Y naciones de gente estraña, fiera;

Y allá, muy junto a donde nace el dia,

Despues que su mirar largo tendiera,

Vió de montes, muy altos y distantes,

Nacer dos claras fuentes abundantes.

LXX.

«Por el verde fragor de las forestas,

Fieras y aves salvajes habitaban:

Arboles, matas, yerbas mil agrestas

Paso y trato á las gentes atajaban;

Estas duras montañas contrapuestas

Solo entre sí comunicar mostraban;

Y que de Adan hasta la edad presente,

No las pisó jamás planta viviente.

LXXI.

«Del agua se le antoja que salian,

A él sus largos pasos inclinando,

Dos hombres que muy viejos parecian,

De aspecto, aunque silvestre, venerando:

De las puntas del pelo les caian

Gotas que el cuerpo todo van bañando:

Su piel es de color negri-verdosa:

La barba hirsuta y fosca, mas copiosa.

LXXII.

«De ambos á dos la frente coronada

Ramaje no sabido y yerbas tiene;

Uno de ellos la marcha trae cansada,

Como quien de camino largo viene;

Y así el agua, con ímpetu alterada.

Parece que, en distinta parte suene

Tal el Arcadio Alféo en Siracusa,

A buscar va los brazos de Aretusa.

LXXIII.

«Este, que era el más grave en la persona,

De este modo hácia el Rey de lejos grita:

—«Monarca, á cuyos reinos y corona

Del mundo grande parte está prescrita:

Nosotros, cuya fama tanto abona

El que en nos nunca yugo se ejercita,

Te avisamos que es tiempo ya que mandes

A recibir de nos tributos grandes.

LXXIV.

«Yo soy el noble Gánges, que en la tierra

Celeste el cauce tengo verdadero;

Este es el Indo, Rey que en esa sierra

Que miras, su nacer tuvo primero:

Aun hemos de costarte dura guerra:

Mas con constancia tuya, á lo postrero.

A cuantos pueblos veas, valeroso

Rendirás á tu esfuerzo poderoso.

LXXV.

«No dijo más el rio noble y santo,

Pero huyeron los dos en un momento.

Manuel despierta, con sublime espanto

Y grande alteracion del pensamiento.

Estiende en esto Febo el claro manto

Por el pardo hemisferio soñoliento,

Y el alba presta al cielo los colores

De cándida azucena y rojas flores.

LXXVI.

«Llama el Rey á los Grandes á consejo

Y la vision y el caso les relata:

Les dice el razonar del santo viejo,

Que les admira á todos y arrebata:

Y disponen naval grande aparejo,

Con que, en navegacion menos ingrata,

Lleve la gente que los mares corte,

Y á regiones incógnitas aporte.

LXXVII.

«Yo no curaba mucho de que á punto

Llegase lo que el pecho me pedia;

Si bien gran cosa de tan grave asunto

Présago el corazon me prometia:

Mas no sé por qué causa ó qué presunto,

O qué buena señal que en mí veria,

En las manos me pone el Rey la llave

De este acaecimiento vasto y grave.

LXXVIII.

«Y con ruego y palabras amorosas

Que es, en Rey, el mandar que á más dispone,

Me dijo: —«Cosas árduas y gloriosas

El trabajo y fatiga las pospone:

Hace á las gentes altas y famosas

La vida que se pierde o que se espone;

Que cuando al miedo vil no se la humilla,

Si menos dura, por más tiempo brilla.

LXXIX.

«Entre todos os tengo ya escogido

Para alta empresa, cual á vos se debe:

Trabajo ilustre, duro, esclarecido,

Que yo sé que ha de seros por mí leve»—.

Sin más oir, le dije: —«¡Oh Rey querido!

Aventurarme á hierro, y fuego, y nieve,

Es tan poco por vos, que se me idea

Que esta vida muy pobre cosa sea.

LXXX.

«Imaginad tan bravas aventuras

Cual Euristéo á Alcides inventaba:

El Neméo Leon, las sierpes duras,

El Jabalí Erimanto, la Hidra brava;

Y, en fin, á las regiones ir oscuras

De Dite ardiente y de la Estigia lava,

Pues por vos tengo á riesgos, aun más que estos,

La carne y el espíritu dispuestos».

LXXXI.

«Con suntuosas mercedes me agradece

Y su alabanza, en mí, virtud produce:

Que mérito alabado vive y crece,

Y á escelsos hechos el loor conduce.

A acompañarme luego se me ofrece,

Del afecto movido que le induce,

No menos codicioso de honra y fama,

Mi hermano caro y fiel, Pablo de Gama.

LXXXII.

«Y á Nicolás Coello no me dejo,

Ya probado en trabajos los mayores:

Ambos son de valía y de consejo,

Y espertos en la guerra y sufridores;

Y de manceba gente me aparejo,

De quien enciende el campo los ardores;

Todos de esfuerzo grande, cual se pide

A quien á tales cosas se decide.

LXXXIII.

«Y fueron por Manuel remunerados,

Porque con más amor se apercibiesen,

Y con palabras altas animados

Para cuantos trabajos sucediesen.

Así fueron los Minias ajuntados

Para que al Vellocino acometiesen

En el barco fatal, que osó primero,

Lanzarse al mar Euxino aventurero.

LXXXIV.

«Ya en el puerto de la ínclita Ulisena

Con noble ardor, sin miedo ni trabajo

(Donde mezcla su humor y blanca arena

A la salada mar el dulce Tajo),

Prestas las naves son; y no refrena

Ningun peligro el juvenil destajo;

Que pronta está á seguirme á cualquier parte

La gente de Neptuno y la de Marte.

LXXXV.

«Pasean los soldados, con vestidos

De variado color y pretensiones.

Si no menos de esfuerzos prevenidos,

Para buscar del mundo más regiones.

En las naves los vientos complacidos

Tremolan los aéreos pabellones;

Y ellas juran, al ver los mares largos.

Ser del Olimpo estrellas, cual la de Argos.

LXXXVI.

«Despues de prepararnos de este porte

De todo lo que tal demanda,

Preparamos el alma al postrer corte

Que al náuta siempre ante los ojos anda;

Y al Poder sumo que la etérea corte

Sustenta con la vista venerada

Imploramos favor que nos guiase,

Y que nuestros comienzos inspirase.

LXXXVII.

«Así partíamos del augusto templo,

Que en las playas del mar está asentado,

Con el nombre del suelo, para ejemplo,

Donde fue Dios en carne al orbe dado.

Certifícote ¡oh Rey! que si contemplo

Cómo fuí de estas playas apartado,

de dudas y temores quedo lleno

Y apenas á mis ojos pongo freno.

LXXVIII.

«De la ciudad la gente, en aquel dia,

Unos de amigos, otros por parientes,

Muchos por ver tan solo, concurria

Con rostros pensativos, no rientes:

Nosotros con la santa compañía

De asaz de sacerdotes diligentes,

En procesion solemne, á Dios rezando,

Ibamos á las naves caminando.

LXXXIX.

«En tránsito tan largo y tan nocivo,

Por perdidos las gentes nos juzgaban:

Las mujeres con lloro compasivo,

Los hombres con suspiros que exhalaban,

Madres, hijas, esposas (que el más vivo

Amor más desconfía) acrecentaban

La desesperacion, el frio miedo

De no volver á vernos ya tan cedo.

XC.

«Cuál va diciendo: ¡Oh hijo! á quien tenia

por refrigerio solo y dulce amparo

de esta ya tan cansada vejez mia,

Que en lloro acabará penoso y raro,

¿Por qué me dejas en miseria impía?

¿Por qué de mí te ausentas, hijo caro,

A servir al funéreo enterramiento

En que á los peces sirvas de alimento?

XCI.

«Cuál, suelto el pelo: ¡Oh dulce, amado esposo,

Que de mi ser la clave sois maestra!

¿Por qué vais á esponer al mar furioso

Esa vida que es mia, y que no es vuestra?

¿Cómo, por un camino tan dudoso,

Os deja ir la amistad tan dulce nuestra?

Nuestro bien, nuestro amor, nuestro contento,

¿Con las velas quereis se lleve el viento?

XCII.

«Con tales voces y otras que decian

De piedad, y de amor, y de ternura,

Los viejos y los niños las seguian

En quien pone la edad mayor blandura.

Los más cercanos montes respondian

Cuasi movidos de tan gran tristura:

Las arenas sus lágrima bañaban,

Que en el número de ellas se igualaban.

XCIII.

«No alzábamos nosotros la cabeza

A madre ni á mujer, en tal estado,

Por no ver quebrantarse la firmeza

Del propósito fuerte comenzado;

Y embarcarnos dispuse con presteza,

Sin el último adios acostumbrado;

Pues para el que se ausenta es dulce usanza,

Y al que queda le queda la esperanza.

XCIV.

«Mas un viejo de aspecto venerando,

Que en las playas quedaba entre la gente,

En nos puestos los ojos, meneando

Tres veces la cabeza tristemente,

La voz, pesada un poco, levantando,

Que, en el mar escuchamos claramente,

Con el sabor que la esperiencia ha hecho,

Estas voces sacó del sabio pecho:

XCIV.

«¡Oh gloria de mandar, vana codicia

De la soberbia á que decimos fama!

¡Oh fraudulento gusto, que se inficia

Con el aura vulgar que honra se llama!

¡Que castigo impones qué justicia

En el vano mortal que mucho te ama!

¡Qué peligros, qué luchas, qué tormentas,

Qué crueldades en él esperimentas!

XCVI.

«¡Dura inquietud del alma y de la vida,

Fuente de desamparos y adulterios,

Sagaz consumidora conocida

De haciendas, y de reinos, y de imperios:

Llámante ilustre, grande, esclarecida,

Siendo digna de infames vituperios:

Llámante fama y dulcedumbre estraña,

Nombres con que al cerril pueblo se engaña!

XCVII.

«¿A qué nuevos desastres determinas

Conducir á estos reinos y á esta gente?

¿Qué peligros, qué muertes les destinas

Cubiertos de qué nombre preminente?

¿Qué promesas de reinos y de minas

Ricas, que los darás tan fácilmente?

¿Qué famas les prometes, y qué historias

Y qué triunfos, qué palmas, qué victorias?

XCVIII.

«Mas ¡oh generacion de aquel insano,

Cuyo pecado y gran desobediencia

No tan solo del reino soberano

Te condenó á la dura y triste ausencia,

Sino que de otro estado, más que humano,

De sencilla quietud y de inocencia,

Edad dorada, te arrojó al destierro

De esta vil de las armas y del hierro!

XCIX.

«Ya que en estas gustosas vanidades

Alzas tanto la leve fantasía:

Ya que á torpes fierezas y crueldades

Diste existencia, y nombre, y valía:

Ya que precias en altas cantidades

El despreciar la vida, que debia

Ser estimada tanto, pues sintiera

Tanto perderla Aquel que nos la diera:

C.

«¿No se halla de ti cerca el Ismaelita

Con quien siempre tendrás nuevos embates?

¿No sigue él del Koran la ley maldita,

y tú por la de Cristo no combates?

¿No tienes pueblos mil, tierra infinita

Cuando riqueza y suelo ganar trates?

Y si quieres por gloria ser loado,

¿No es él en lid Y en armas esforzado?

CI.

«¿Te dejas á tu puerta al enemigo,

Buscando que lejano otro te salte,

Por el cual se despueble el pueblo antigo,

Se enflaquezca y la vida al fin le falte?

¿Buscas incierto, incógnito castigo,

Porque la fama te dé honor y exalte,

Llamándote señor, con larga copia

De Persia, India, Arabia y Etiópia?

CII.

«¡Maldito tú el primero que en el mundo

Diste lona á la mar en leño esquivo!

El infierno te guarda espacio inmundo,

Si es justa la ley justa en que yo vivo

¡Ah! nunca juicio alguno alto y profundo,

Ni sonoro laud, ni genio activo,

Te dé por eso fama ni memoria,

Antes contigo acaben nombre y gloria.

CIII.

«Para su mal robó del Empiréo

El hijo de Japeto el fuego estraño

Que por el mundo derramó el deseo,

Vicios, deshonras, muertes ¡grande engaño!

¡Cuánto mejor no fuera, Prometéo,

Y cuánto para el mundo menos daño,

Que á tu estatua famosa no llegara

La luz de la ambicion que la animara!

CIV.

«No acometiera el mozo miserando

El gran carro paterno, ni el vacío

El arquitecto con el hijo, dando

Fama el uno á la mar, y el, otro al rio.

Ningun intento sumo, audaz, nefando,

Por tierra y agua, y fierro, y fuego, y frio,

De acometer dejó la especie humana:

¡Misera suerte, condicion tirana!».

Canto Quinto.

Argumento del Canto Quinto

Prosigue su narracion Vasco de Gama, y describe al Rey de Melinde su salida de Lisboa: las diversas tierras en que tocaron, y las gentes que vieron hasta el cabo de Buena-Esperanza: caso de Fernan Velloso: fábula del Gigante Adamastor: continuacion del viaje hasta Melinde: concluida la narracion, se establece la paz con el Melindano, y una verdadera amistad entre Gama y este Rey.
I.

«Esta sabia doctrina el viejo honrado

Vociferando estaba, cuando abrimos

Las alas al sereno y sosegado

Cielo, y del puerto plácido partimos:

Y, como es en el mar lo acostumbrado,

Las velas al soltar, el viento herimos

Buen viaje, demandando: luego el aire

Dió á los leños su marcha y su donaire.

II.

«En este tiempo el rey de eterna lumbre

Entraba en el Nemeo truculento,

Y el mundo, con creciente pesadumbre.

Iba en su sesta edad, enfermo y lento:

En ella ve, cual tiene por costumbre

De su curso el catorce veces ciento,

Con más noventa y siete, que corria.

Cuando en el mar la armada se estendia.

III.

«La vista poco á poco se destierra

De aquellos patrios montes que quedaban:

Quedaba el Tajo ameno y la alta sierra

De Cintra, en que los ojos se alargaban:

Tambien quedaban en la amada tierra

Corazones que amores mil llenaban;

Y ya, despues que todo se escondia,

No vimos más, en fin, que el mar y el dia.

IV.

«Así fuimos abriendo aquellos mares,

Que nunca holló generacion pasada,

Las nuevas islas viendo, y los hogares

Que Enriquez descubrió con arte osada,

Los Mauritanos montes y lugares,

Tierra un tiempo de Antéo disfrutada,

Dejamos á la izquierda: al diestro lado,

Si hay otra, de sospecha no ha pasado.

V.

«Por la gran isla fuimos de Madera,

Que del mucho arbolado así se llama,

De las que hemos poblado la primera,

Más sabida por nombre que por fama;

Pues ni por ser del mundo la postrera,

Le dan ventaja las que Vénus ama;

Antes, si suya fuese, en sus placeres

La prefiriera á Páfos, y á Citéres.

VI.

«De Masilia pasé la playa adusta,

Dó su ganado los Zenégües pastan.

Gente que frescas aguas nunca gusta,

Pues ni las yerbas á sus usos bastan:

Dó la tierra al cultor rechaza injusta:

Dó hay aves que en su vientre el fierro gastan,

Dó se padece, en fin, estrema inópia,

Y Berbería apártase de Etiópia.

VII.

«El límite pasamos á dó llega

El sol que para el Norte el carro guia,

Donde yacen los pueblos á quien niega

El de Climéne la color del dia.

Aquí gentes estrañas lava y riega

Del negro Senegal el agua fria,

Donde el Cabo Arsinario el nombre pierde,

Poniéndole nosotros Cabo Verde.

VIII.

«Pasamos las Canarias, islas fijas

Que tuvieron por nombre Afortunadas;

Entramos navegando por las hijas

Del viejo Hesperio, Hespérides llamadas:

Tierras por dó sorpresas mil prolijas

Fueran hallando ya nuestras armadas:

Allí tomamos puerto con buen viento,

Para tomar despues mantenimiento.

IX.

«La que mejor al caso pareciónos,

Es la que el nombre toma de Santiago,

El que tanto á españoles ayudónos

A hacer entre los moros grande estrago.

De aquí, mientras que Bóreas aventónos,

Tornamos á cortar el vasto lago

Del salado Océano: así salimos

De la tierra en que el dulce pasto hubimos.

X.

«Por aquí rodeamos larga parte

De Africa, que dejábamos á Oriente:

De Jalof la provincia, que reparte

A una y otra nacion la negra gente:

La muy grande Mandinga (por cuyo arte

Logramos el metal rico y luciente),

Que del corbo Gambéa el agua admite,

Que entra luego en la concha de Anfitrite.

XI.

«Y pasamos las Dórcadas, guardadas

Por hermanas que un tiempo allí vivian,

Que del ver natural siendo privadas,

Todas tres de un solo ojo se servian;

Si tú sola, con trenzas encrespadas,

Que hasta el seno á Neptuno descendian,

De las tres la más fea te volviste,

Y la arena de vívoras henchiste.

XII.

«Siempre hácia el Austro, en fin, la prora aguda,

En el inmenso golfo nos metimos,

Dejando la Leona sierra cruda,

Y el cabo al que de Palmas nombre dimos;

Y el grande rio, en que batiente suda

El mar en playas ciento que allí vimos,

Quedó, con la isla insigne que ha tomado

El nombre del que á Dios tocó el costado.

XIII.

«Allí el muy vasto reino está del Congo,

Que convertimos á la fe de Cristo,

Por donde el Záine pasa claro y longo,

Rio de los antiguos nunca visto.

Por este mar a navegar me pongo

Largo al sabido polo de Calisto,

Habiendo el punto ardiente ya pasado,

Dó la mitad del mundo se ha contado.

XIV.

«Ya descubierto habíamos al frente,

En el nuevo hemisferio, nueva estrella

No vista de otros; que la ignara gente,

Incierta largo tiempo estuvo de ella;

Vimos la parte allí menos luciente,

Y por la falta de astros menos bella,

Del polo fijo, donde aun no se sabe

Si empiece tierra, ó si la mar no acabe.

XV.

«Así pasando los marinos llanos,

Por los cuales dos veces pasa Apolo,

Dos inviernos haciendo y dos veranos,

En cuanto va del uno al otro polo:

Entre las calmas ó ímpetus insanos

Con que siempre la mar agita Eolo,

Las Osas vimos, con dolor de Juno,

En las aguas bañarse de Neptuno.

XVI.

«Propiamente contar las duras cosas

De la mar que los hombres poco entienden,

Las súbitas borrascas temerosas,

Relámpagos que el agua en fuego encienden,

Negras lloviznas, noches tenebrosas,

Los silbos de Aquilon que el aire hienden

No menos fuera error, que grave apuro,

Aunque fuese mi voz de bronce duro.

XVII.

«Los casos ví que rudos marineros,

De quien maestro fue larga esperiencia,

Cuentan por ciertos siempre y verdaderos,

Las cosas al juzgar por su apariencia:

Casos que, los de juicios más enteros,

Que solo ven por puro ingenio y ciencia

Del mundo los secretos portentosos,

Los dan por mal sabidos y engañosos.

XVIII.

«Ví, visto claramente, el fuego vivo

Que la gente de mar tiene por santo

En tiempo de tormenta ó viento esquivo,

De tempestad horrible y triste llanto.

Y no menos fue á todos escesivo

Milagro y cosa cierta, y de alto espanto,

Ver las nubes sorber por caño estenso.

Y las aguas subir del plano inmenso.

XIX.

«Yo ví con claridad (y no presumo

Que me engañó la vista) levantarse

Un cierto vaporcillo y sutíl humo,

Que, agitado del viento, fué á enroscarse,

Y elevado en columna, al polo sumo

Subió tan tenue y fino, que notarse

De ojo no muy esperto mal podria,

Pues materia de nube parecia.

XX.

«Ibase poco á poco acrecentando

Y más que un ancho mástil se engruesaba

Aquí haciéndose estrecho, allí, ensanchando,

Segun los golpes de agua que chupaba:

Con las nubes mecíase ondulando,

Y por cima un nublado se espesaba,

Mostrándose más lleno y más crecido,

Con la gran copia de aguas que ha bebido.

XXI.

«Cual tenaz sanguijuela que porfía

En los belfos de bestia (que imprudente

Bebiendo la cogió de fuente, fría),

En sangre ajena hartar su sed ardiente:

Que chupa más y más, y engruesa y cria,

Llenándose y creciendo largamente:

Ta la grande columna hinchendo aumenta

Su fusta y la alta nube que sustenta.

XXII.

«Mas despues quo del todo se ve harta,

El pie que toca al golfo, es bien recoja,

Y que lloviendo por los aires parta:

Ya el agua de la mar con aguas moja,

Y vuelve al mar el robo que la infarta:

Mas si salado fue, dulce le arroja.

¡Vean ora los sabios de este mundo

Qué arcano aquí se encierra tan profundo!

XXIII.

«Si los viejos filósofos, que hollaran

Tantas tierras, por ver secretos de ellas,

Por tanto riesgo cual pasé, pasaran,

Maravillas topando y cosas bellas:

¡Qué escritos tan magníficos dejaran!

¡Qué influencias de signos y de estrellas!

¡Qué estrañezas! ¡qué insignes cualidades!

Y todo, sin mentir, puras verdades.

XXIV.

«Pero ya cinco veces, bien ligero,

El planeta, que el primo cielo habita,

Ora el su medio rostro, ora el entero,

Mostró, mientras el mar la escuadra agita,

Cuando de la alta gavia un marinero

De pronta vista ¡tierra, tierra! grita;

Y á la cubierta la gaudiosa gente

Salta, y ve el horizonte del Oriente.

XXV.

«A manera de nubes ya se aclaran

Poco á poco los montes que antes vimos:

Las áncoras pesadas se preparan,

Y en llegando, las velas recogimos;

Para que así más ciertas se mostraran

Las partes que tan lejos descubrimos,

Por el nuevo instrumento de Astrolabio,

Invencion de sutíl ingenio y sabio:

XXVI.

«Desembarcamos luego en la espaciosa

Arena dó la gente se lanzaba

De ver las cosas raras codiciosa

De tierra que otro pueblo no soñaba:

Mas yo, con los pilotos, en la hermosa

Playa (por ver la parte en que me hallaba)

Me detengo á tomar del sol la altura,

Y á acompasar del mundo la figura.

XXVII.

Y vi que habia ya más que pasado

Del semícapro pez la grande meta,

Estando entre ella y el circuito helado

Austral, parte del mundo más secreta.

Aquí, de mis compaños rodeado.

Un hombre estraño ví, de cútis prieta,

Que la gente prendió, mientras apaña

Dulces panes de miel en la montaña.

XXVIII.

«Él parece cual hombre sorprendido

Que no se ha visto nunca en tal estremo:

Ni entiende, ni de nos es entendido,

Salvaje más que el rudo Polifemo:

Le enseño muestras del vellon pulido

Dó el de Cólcos halló metal supremo,

Y plata fina, y rica especería,

Y á nada de esto el bruto se movia.

XXIX.

«Mando mostrarle luego con empeño,

Ya cuentas varias de cristal luciente,

Ya algun sonante cascabel pequeño,

Ya un gorro del color de grana ardiente;

Y conocí, por su cambiar de ceño,

Que con esto se alegra largamente:

Le hago soltar, con todo, y así fuimos

Para el pueblo que ya muy cerca vimos.

XXX.

«Mas luego al otro dia sus parceros,

Desnudos, negros como tinta nueva,

Vienen bajando á nos por los oteros,

Las piezas á buscar que el otro lleva;

Y domésticos tanto y compañeros

Se nos muestran, que logran que se atreva

A ir Fernan Velloso á ver sus modos;

Y al monte y poblacion sube con todos.

XXXI.

«Es Velloso en sus fuerzas muy confiado,

Y de arrogante cré que va seguro:

Mas un espacio grande ya ha pasado

En que un buen signo descubrir procuro

Del esplorante audaz con el cuidado,

Citando vé aquí que por el monte oscuro

Aparece, y segun del trote infiero,

Muy más de lo que fue, vuelve ligero.

XXXII.

A recogerle el bote se aproxima

De Coello, mas antes que llegase,

Un Etíope audaz se le echa encima,

Porque no el Portugués se le escapase;

Y otro, y otro despues; y él ya se estima

Perdido, sin que nadie lo ayudase:

Mas yo acudo; y ya llego á remo abierto,

Cuando un negro tropel es descubierto,

XXXIII.

«Nube espesa de flechas y pedradas

Llueve sobre nosotros sin medida;

Y no fueron al aire en vano echadas,

Que esta pierna de allí saqué yo herida:

Mas nosotros, cual gentes traicionadas,

La respuesta les dimos tan cumplida,

Que, más que en los birretes, se sospecha

Que llevan color rojo de esta hecha.

XXXIV.

«Y así que puesto en salvo fue Velloso,

Luego nos recogimos á la armada;

Y viendo ya el designio codicioso

De la gente bestial, bruta y malvada,

De quien ningun aviso provechoso

Pudiéramos tener de la India ansiada,

Sino el estar aún de ella muy distante,

Pronto la quilla al mar lancé cortante.

XXXV.

«Dijo entonce á Velloso un compañero

(Y en todos causó risa la salida):

—«¡Hola! amigo Velloso, aquel otero

Es de mejor bajada que subida».

Sí (responde el osado aventurero):

Mas cuando tantos perros de embestida

Bajaron, venir quise donde estábais,

Recordando que acá sin mí quedábais,

XXXVI.

«Y nos contó que al punto que pasaron

El monte, no quisieron ya dejarle

Los perros de quien hablo: mas trataron,

Si allí no se paraba, de matarle.

Luego, retrocediendo, se emboscaron,

Porque saliendo nos para tomarle,

Nos pudieran mandar al reino oscuro,

Y robarnos así más de seguro.

XXXVII.

«Cinco soles en tanto eran cumplidos,

Desque de allí partímos, cortando

Los mares hasta allí jamás corridos,

Siempre los vientos prósperos soplando;

Cuando, estando una noche entretenidos

En la cortante prora, vigilando,

Una nube que el ámbito oscurece,

Sobre nuestras cabezas aparece,

XXVIII.

«Tan cargada venia, y tan malina,

Que miedo grande en nuestras almas puso;

Pues cual si diese en vago en roca alpina,

Bramaba negra el agua en son confuso.

¡Oh tempestad (esclamé yo) divina!

¿Qué amenaza celeste, qué desuso

De esto mar y este clima se presenta

Que aparece aun más cosa que tormenta?

XXXIX.

«Y no acababa yo, cuando figura

En el aire se vió robusta y válida,

De deforme y grandísima estatura,

De rostro pavoroso y barba escuálida,

De ojos, que en cueva están, y de apostura

Espantable y de piel cetrina y pálida;

Algas lleva del pelo en los anillos,

Y en negra boca, dientes amarillos.

XL.

«Tan grande era de, miembros, que bien oso

Certificarte que este era el segundo

De Rodas estrañísimo Coloso,

Que uno de los milagros fue del mundo:

Nos habla en son de voz tan espantoso,

Que parece salir del mar profundo;

Y á todos, al oille solo y vello,

Se nos rigen las carnes y el cabello.

XLI.

«Y —«¡oh gente (dice) osada más que cuantas

Hicieran en el mundo horrendas cosas!

Tú, que por guerras vas tales y tantas,

Y por pena y trabajos no reposas;

Pues los vedados términos quebrantas,

Y navegar los anchos mares osas

Que há tanto tiempo guardan mis cuidados,

Nunca de estraño ó propio leño arados:

XLII.

«Pues rompes los secretos escondidos

De natura y del húmido elemento,

A ningun grande humano concedidos,

De noble ó de inmortal merecimiento;

Los daños oye aquí que apercibidos

Están á tu soberbio atrevimiento,

Por todo el vasto mar y por la tierra

Que aun has de sojuzgar con dura guerra.

XLIII.

«Sabe que cuantas náos este viaje

Que tú logras hicieren atrevidas,

Hallarán enemigo este paraje,

Con vientos y tormentas desmedidas:

y en la primera armada, que pasaje

Haga por estas ondas mal sufridas,

Causare tal estrago de improviso,

Que aun será más el daño que el aviso.

XLIV.

«Aquí espero tomar, si no me engaño,

De quien me descubrió fiera venganza;

en esto ha de parar tan solo el daño

De vuestra osada y pertinaz confianza:

Mas vuestras naves sufrirán cada año

(Si verdad es lo que mi juicio alcanza)

Naufragios y desdichas de tal suerte,

Que de ellas la menor será la muerte.

XLV.

«Y del primero aquel, que la ventura

Alcanzó de unos hechos gigantéos,

Seré nueva y eterna sepultura,

De Dios por los recónditos deseos,

Aquí de la Turquesa gente dura

Vendrá á humillar los ínclitos trofeos:

Y Quilóa y Mombaza destruidas,

Le amenazan conmigo doloridas.

XLVI.

«Otro vendrá tambien de ilustre fama,

Liberal, caballero, enamorado,

Y consigo traerá la hermosa dama

Que amor por gran merced habrále dado:

Triste destino y negro mal lo llama

A este mi reino; que implacable, airado,

Para largos trabajos y escesivos,

De gran naufragio dejarélos vivos.

XLVII.

«Verá de sed morir sus hijos caros,

Con tanto amor formados y nacidos;

A los Cafres verá quitar avaros,

A la dama pulida sus vestidos;

Y los de blanca nieve miembros raros,

Al aire, al frio, al mar verá ofrecidos,

Despues de haber pisado largamente,

Con sus mórbidos pies la arena ardiente.

XLVIII.

«Y ver podrán los ojos que escaparen

De tanto mal y negra desventura,

El final que los tristes alcanzaren

En la implacable y férvida espesura:

Pues luego que las piedras ablandaren,

Con lágrimas de insólita amargura,

De su prision con vencedoras palmas,

Abrazados verán salir sus almas»—.

XLIX.

«Más queria ir diciendo el mónstruo horrendo,

De nuestra suerte y hados, cuando erguido

Dije: —«¿Y quién eres tú? Que ese estupendo

Cuerpo en verdad me tiene sorprendido».

La boca y negros ojos retorciendo,

Y dando un espantoso y gran bramido,

Me respondió con voz lenta y no clara,

Cual si de la pregunta le pesara:

L.

—«Yo soy aquel oculto y grande Cabo

A quien llamais vosotros Tormentorio:

Que nunca á Pompio, Toloméo, Estrabo,

Plinio, ni á cuantos fueron, fue notorio.

Yo la costa del Africa aquí acabo

Con el mi nunca visto promontorio,

Que para el polo Antártico se estiende,

A quien vuestra osadía tanto ofende,

LI.

«Fuí de los duros hijos de la tierra,

Cual Encélado, Egéo, y Centimano:

Me llamé Adamastor: hice la guerra

Contra el que vibra rayos de Vulcano;

Y no poniendo sierra sobra sierra,

Mas las ondas ganando del Océano,

Capitan fuí del mar por donde andaba

La armada de Neptuno que buscaba.

LII.

«Amor por la alta esposa de Peléo

Hízome de esa empresa ser el cabo,

Y á las hijas no amé del Empiréo,

Por seguir á la Reina del mar bravo.

Un dia con las hijas de Neréo

La ví salir desnuda; y luego esclavo

El corazon sentí de tal manera,

Que desde allí no hay cosa que más quiera.

LIII.

«No siéndome el lograr su afecto dable,

Por la grandeza fea de mi gesto,

La juzgué por las armas conquistable,

Y á Dóris puse el caso manifiesto.

Esto dió que, por miedo, á Tétis hable:

Mas ella con gentil sonriso honesto

Respondió: ¿Pues qué amor hay suficiente

De ninfa para esposo tan ingente?

LIV.

«Con todo, por librar nuestro aledaño

Mar de tal guerra, buscaré manera

Con que, con la honra mia, escuse el daño,

Tal respuesta me da la mensajera:

Yo, que caer no pude en este engaño

(Que es grande en los amantes la ceguera),

Henchíme, con insólita confianza,

El pecho de deseos y esperanza.

LV.

«Y necio, y ya de guerra desistiendo,

Una noche, de Dóris prometida,

Ví de lejos el rostro apareciendo,

De aquella blanca Tétis, tan querida:

Como loco al instante corrí, abriendo

Los brazos hácia aquella que era vida

De mi ser, y empecé los ojos bellos

A besarla, y la fáz, y los cabellos.

LVI.

«¡Oh! ¡que no sé de enojo si lo cuente!

Que en mis brazos creyendo a la que amaba,

Abrazado me hallé con un ingente

Monte de jaras y espesura brava,

Y un escollo teniendo frente á frente,

Que por el rostro angélico tomaba;

Con que hombre no fuí ya, mas quedó mudo,

Y junto de un peñasco, otro más rudo.

LVII.

«¡Oh ninfa la más bella del Oceáno!

Ya que la mi presencia no te agrada,

¿Qué te costó guardarme el símil vano,

Ya fueses monte, nube, sueño, ó nada?

Luego partí rabioso y cuasi insano,

De la pena y deshonra allí pasada,

Otro mundo á buscar, donde no viese

Quien de mi llanto y de mi mal riese.

LVIII.

«Eran ya en este tiempo mis hermanos

Vencidos y en miserias singulares;

Y por alivio de los dioses vanos,

Montañas son de algunos espaldares;

Y como contra el cielo nunca hay manos,

Yo, que andaba llorando mis pesares,

A sentir empecé de hado enemigo,

Por mis atrevimientos, el castigo.

LIX.

«Mudóseme la carne en tierra dura,

Y mis huesos peñascos se volvieron:

Estos miembros que ves, y esta estatura,

Por estas anchas aguas se estendieron:

De esto remoto Cabo en la figura

Los dioses mi gran cuerpo convirtieron:

Y para que mis penas sean solas,

Me anda Tétis cercando con sus olas»—.

LX.

«Así decia, y con doliente, lloro

Súbito de mis ojos se separa:

Deshácese la nube, y de sonoro

Bramido suena lejos timbre rara.

Yo las manos alzando al santo coro

De ángeles, que tan lejos nos guiára,

Pedí á Dios que apartase aquellos duros

Casos que Adamastor contó futuros.

LXI.

«Piróis y Flegón ya van volviendo,

Con los dos más el carro fulgurante,

Cuando la escelsa tierra iba saliendo

En que fue convertido el gran gigante.

De esa costa á lo largo aquí rompiendo

Las olas á sulcar, hácia el Levante,

Por ella abajo un poco navegamos,

Y pos segunda vez tierra tomamos.

LXII.

«Las gentes que en sus límites habia,

Aunque tambien Etiópes nacieron,

Mostraban condicion menos impía

Que los que antes tan mal nos recibieron.

Con bailes y con fiestas de alegría,

Por la arenosa playa á nos vinieron

Sus esposas trayendo, y su ganado,

Que apacentaban gordo y bien cuidado.

LXIII.

«Las quemadas mujeres van encima

De los bueyes corníferos sentadas,

Animales que tienen en estima,

Más que los de las otras sus manadas:

Cántigas de pastor, en prosa ó rima,

Cantan en su 1enguaje, concertadas.

Al dulce son de rústicas avenas,

De Títiro imitando á las Camenas.

LXIV.

«Estos que aparecian placenteros

Á la vista, propicios nos trataron,

Trayéndonos gallinas y carneros,

En cambio de otras cosas que llevaron:

Mas como en fin jamás los compañeros

Ni palabra ni indicio les sacaron

Que nos sirva a encontrar lo que pedimos,

Las blancas lonas á los vientos dimos.

LXV.

«Dado habíamos ya rodeo ingente

A la costa africana, y ya tornaba,

La prora á demandar el centro ardiente,

Dó el cielo y polo Antártico

Y dejamos la línea, dó igualmente

Otra armada encontróse, que buscaba,

El Tormentorio cabo, y descubierto,

Hizo de ella tambien su rumbo cierto,

LXVI.

«Fuimos de aquí sulcando muchos dias,

Entre tormentas tristes y bonanzas,

Al ancho mar abriendo nuevas vias,

Solo llevados de arduas esperanzas:

Luchas tuvimos con las ondas frias;

Que como todo en ellas son mudanzas,

Allí corriente hallamos tan pujante,

Que pasar nos costó más adelante.

LXVII.

«Era mayor la fuerza en demasía,

Segun que para atrás nos empujaba,

Del mar, que contra nos allí corría,

Que la del viento que por nos soplaba:

Noto, que airado está de la porfía

Que con el mar parece sustentaba,

Esfuerza su soplar furiosamente,

Con que vencer nos hace la corriente.

LXVIII.

«Traía el sol el dia celebrado,

En que tres reyes desde el rojo Oriente

Van á buscar un Rey de corto estado,

En quien tres forman uno solamente:

En tal luz otro puerto fue tomado

Por nos de aquella misma negra gente,

En ancho rio, al cual el nombre puse

Del dia en que á su playa a entrar dispuse.

LXIX.

«De ese pueblo vituallas adquirimos,

Y agua fresca del rio: mas no pudo

Luz allí descubrirse cual quisimos,

Que el negro es con nosotros casi mudo.

¡Oh Rey! Ve aquí por cuales tierras fuimos,

Sin salir nunca de aquel pueblo rudo,

Sin nunca hallar noticias ni señales,

De las buscadas tierras orientales.

LXX.

Imagínate ahora ¡cuán cuitados

Andaríamos todos, cuán perdidos,

Por hambres, por tormentas quebrantados,

Por chinas y por mares no sabidos:

De esperar realidades tan cansados,

Cuanto á desesperar ya compelidos:

Por cielo innatural, de leyes varias,

Á nuestra propia especie tan contrarias!

LXXI.

«Ya dañado y corrupto el alimento,

Doliente, enfermo el flaco cuerpo humano:

Sin tampoco encontrar contentamiento

Con que engañar el esperar en vano:

¿Piensas tú que si el nuestro ajuntamiento

Del soldado no fuese Lusitano,

Por ventura siguiera así obediente

Tanto tiempo á su Rey y á su regente?

LXXII.

«¿Piensas que no los vieras tú ya alzados

Contra su capitan, si mal los mira,

Haciéndose piratas, obligados

De desesperación, de hambre, de ira?

Grandemente, por cierto, están probados

Pues que ningun trabajo les retira

De aquella Portuguesa alta escelencia

De firme lealtad y de obediencia.

LXXIII.

«Dejando el puerto, en fin, del dulce rio,

Y volviendo á cortar la agua salada.

Hicimos de esta costa algun desvío,

Echando al alto mar toda la armada

Porque Noto, soplando manso y frio,

No nos dejara en calma en la ensenada

Que la costa de aquella parte indica

Donde el Oro nos dá Sofála rica.

LXXIV.

«Y despues de pasarla, el breve lema

(Que encomendado á Nicolás se sabe)

Para dó rompe el mar su ímpetu estrema

Guía las proras de una y otra nave,

Cuando ya el corazon, que espera y trema,

Y que tanto ha fiado á débil trabe,

Yendo al fin de esperar desesperado,

Fue de gran novedad alborozado.

LXXV.

«Y fue, que estando ya cerca del puerto,

Pues las playas y valles bien se vian,

Por un rio, que sale al mar abierto,

Barcos de vela entraban y salian,

Alegria muy grande fue por cierto,

Encontrar á criaturas que sabian

Navegar; porque entre ellas esperamos

Hallar las nuevas que en efecto hallamos.

LXXVI.

«Todos Etiópes son, aunque publica

Que con pueblo mejor comunicaban

Alguna árabe voz que así lo indica,

A la lengua mezclada con que hablaban:

Con una tela muelle, aunque no rica,

De algodon, las cabezas apretaban;

Y cada cual lo vergonzoso ciñe

Con paño que en color azul se tiñe.

LXXVII.

«En la arábiga lengua que señalan,

Y que Fernan Martin muy bien entiende,

Dicen que en naves que en grandeza igualan

A las muestras, su mar se corta y hiende,

Mas que dó sale el sol ya se resbalan

Para donde la costa al Sur se estiende;

Y del Sur para el sol, tierra dó habia

Gente cual nos de la color del dia.

LXXVIII.

«Muy grandemente aquí nos alegramos

De las nuevas, del cielo, y naturales,

Y por los gratos signos que encontramos

A ese rio llamé Buenas Señales;

Y un padrón en el pueblo levantamos,

(Pues para bautizar encuentros tales

Los llevaba), y le puse el nombre bello

Del que guió á Tobías á Gabello.

LXXIX.

«Aquí de conchas, limazon y ostrino,

Enfadosa creacion de aguas profundas,

La armada se limpió, que del camino

Por tanto mar las naves van inmundas.

Del huésped que allí habíamos vecino,

Con afectuosas muestras y jocundas,

Tuvimos siempre el natural sustento,

Limpio de todo mal su pensamiento.

LXXX.

«Mas no fue la esperanza grande, inmensa

Que en esta tierra hubimos, larga y pura

En su gozo: que luego le compensa

La Rhamnusia, con nueva desventura.

Así el cielo sereno lo dispensa,

Y en esa condicion pesada y dura

Nacimos: mas sufrir nos endurece,

Y la prosperidad nos emblandece,

LXXXI.

Ocurrió que de un mal (de que ni idea

Jamás tuve), cruel, sucio, acabáran

Muchos cuerpos, y en tierra estraña y fea,

Para siempre sus huesos se enterráran.

Sin verlo, ¿habrá quizá mortal que crea,

Que tan disformemente allí se hincharan

Las encías, que, mientras que crecia,

En la boca la carne se podria?

LXXXII.

«Pudríase con peste y maleficio

Tanto, que el aire en torno inficionaba:

De médico no habia el beneficio,

Y menos cirujano hábil se hallaba:

Mas cualquiera, no docto en ese oficio,

Por la podrida carne así cortaba,

Cual si de muerto fuese; y convenia:

Que á quien no la cortaban, se moria.

LXXXIII.

«En fin, en esta incógnita espesura

Dejamos, para siempre, camaradas

Que en tal camino y tanta desventura

Nos siguieron, con almas esforzadas.

¡Cuán fácil halla el cuerpo sepultura!

Cualquiera mar o tierras apartadas,

Cualquier otero humilde, cual los de esos,

De los más grandes guardará los huesos.

LXXXIV.

«Así que del fatal lugar partimos,

Con fe mayor, si con mayor tristeza,

Y por la costa abajo el mar abrimos,

Buscando signos de mejor certeza,

En la infiel Mozambique nos metimos:

De cuya falsedad y gran vileza

Ya serás sabedor, con los villanos

Actos de los Mombazes inhumanos.

LXXXV.

«Luego vinimos á tu fácil puerto

Dó al suave goce de tu genio grato,

Que salud dará á un vivo y vida á un muerto.

Nos trujo el hado, al fin, benigno un rato.

Aquí reposo, aquí dulce concierto,

Aquí el consuelo de tu dulce trato

Hallamos; y vé aquí, si atento oiste,

Que todo te conté cuanto pediste.

LXXXVI.

«¿Piensas tú ahora ¡oh Rey! que hubo en el mundo

Gentes que tal camino acometiesen?

¿Juzgas que tanto Enéas, ó el facundo

Ulises por el mundo se estendiesen?

¿A ver lanzóse alguno mar profundo,

Por muchos que dél versos se escribiesen,

Más del que á impulso ví de esfuerzo y arte,

Que es del que aun he de ver la octava parte?

LXXXVII.

«Aquel que bebió tanta de agua Aónia.

Sobre quien traban pugna peregrina

Entre sí Esmirna, Rodas, Colofonia,

Argos, Atenas, Io, Salamina;

Y el otro que ilustró toda la Ausónia,

Y cuya voz altísima y divina

Oyendo el patrio Mincio se adormece,

Mientras su son al Tibre ensoberbece:

LXXXVIII.

«Canten, loen y escriban siempre estremos

De esos sus semidioses que encarezcan,

Magas fingiendo, Circes, Polifemos,

Sirenas que con cantos adormezcan:

Dénles el navegar, á vela y remos,

Los Ciconios y, tierras dó se empezcan.

Los compañeros al gustar del loto:

Dénles que caiga el agua su piloto:

LXXXIX.

«De las odres les suelten, é imaginen

Vientos fieros, Calipsos agitadas,

Harpías, que el manjar les contaminen:

Bajar á ver las almas ya finadas,

Que por mucho que pulan y que afinen

Estas fábulas ya tan bien soñadas,

La verdad que yo cuento, escueta y pura,

Vence á toda grandílocua pintura».

XC.

Del Capitan facundo y de su boca

Todos están pendientes, embebidos,

Cuando á la narracion dar fin le toca

De hechos tan singulares y subidos.

El corazon sublime el Rey evoca

De esos Reyes, en guerras tan sabidos:

Loa la antigua Lusa fortaleza,

La lealtad del pecho y la nobleza.

XCI.

Y cada hombre del pueblo que se admira,

Lo que más le chocó cuenta y repito;

Y del Luso la vista no retira,

Quo corrió tantos senos de Anfitrite.

Mas ya el Délio garzon las riendas vira,

Que de Lampecia el deudo se permite,

Por ir á descansar en el ameno

Centro de Tétis y en su dulce seno.

XCII.

¡Cuán dulce es la alabanza y justa gloria

De propios hechos cuando son cantados!

Quiere el noble varon en la memoria,

Igualar ó vencer á sus pasados:

Las envidias de ajena y propia historia

Actos crean á veces sublimados;

Y al que obras valerosas ejercita,

El ajeno loor mueve y escita.

XCIII.

No estimaba los hechos valerosos

De Aquiles Alejandro, en la pelea,

Cuanto de su cantor los numerosos

Versos, que son lo que su afan desea.

Los trofeos Milciádicos famosos

Ocupan de Temístocles la idea;

Y diz que nada le halagaba tanto

Cual de sus glorias escuchar el canto.

XCIV.

Trabaja por mostrar Vasco de Gama

Que la gloria de mar que en más se estima,

No merece tan grande gloria y fama

Cual la suya, que al cielo se sublima.

Sí; mas el héroe aquel que precia y ama

Y con mercedes y favor le anima,

La lira del Mantuano hace que suene,

Y de Enéas y Roma el mundo llene.

XCV.

La tierra lusitana de Escipiones,

Césares y Alejandros, y da Augustos:

Mas no les da, con todo, aquellos dones

Por cuya falta son fieros, adustos.

Octavio, entre desastres y opresiones,

Versos hacia doctos y vetustos.

Ni en verdad dirá Fluvia que es mentira

Que la dejaba Antonio por Glafira.

XCVI.

Por las Galias triunfante Julio avanza,

Y las armas no quítanle la ciencia,

Y con la pluma en mano, ó con la lanza,

Iguala á Ciceron en la elocuencia.

Cuanto se sabe de Escipion y alcanza,

Dice de sus comedias la escelencia,

Y Alejandro leia tanto á Homero,

Que su libro era dél el compañero.

XCVII.

No ha habido gran varon en armas vivo,

Que no fuera en las ciencias eminente,

Bárbaro de nacion, Lacio, ni Argivo.

Esceptuando á la Lusa, solamente:

Ni digo sin vergüenza que el motivo

De que en ellas no salga uno escelente,

Es el tenerse en menos verso ó rima;

Que quien no sabe el arte, no le estima.

XCVIII.

Por eso, y no por falta de ventura,

Portugueses Virgilios no hay, ni Homeros;

Y hasta no habrá, si esa costumbre dura,

Enéas con piedad, ni Aquiles fieros.

Mas de todo es peor, que la natura

Tan ásperos los hace y tan austeros,

Tan rudos y de ingenio tan escaso,

Que poco ó nada se les dá del caso.

XCIX.

Agradezca á las Masas nuestro Gama,

El que tú, patrio amor, hoy las obligas

Para que en verso suene la alta fama

De los suyos, y bélicas fatigas

Que ni él, ni otro que cual él se llama

Habrian de tener por tan amigas

A Caliópe y sus ninfas, que dejasen

Por él sus telas de oro y le cantasen.

C.

Porque el fraterno amor á las civiles

Glorias y á todo Lusitano fecho

Es loor de las Tájides gentiles,

Su solo intento, su especial derecho:

Por eso nadie deje á varoniles

Hazañas de tener dispuesto el pecho;

Que como el nombre Portugués levante,

Musa no há de faltarle que le cante.

Canto Sesto.

Argumento del Canto Sesto.

Sale Vasco de Gama de Melinde, y en cuanto empieza á navegar prósperamente, baja Baco al mar: descripcion del palacio de Neptuno: convoca el mismo Numen, irritado contra los Portugueses, á los dioses marítimos, y los escita á la destruccion de los navegantes: mientras esto pasa, Velloso, para entretener á sus compañeros, les refiere el paso honroso de los doce Portugueses en Inglaterra: levántase una horrorosa tempestad: es aplacada por Vénus y las Nereidas: llegan finalmente con bonanza a Calecut, último y deseado término de esta navegacion.
I.

No sabia en qué forma complaciese

El Pagano á los fuertes navegantes,

Para que la amistad lograr pudiese

Del Rey cristiano y gentes arrogantes:

Pésale que tan lejos le pusiese,

De Europa y de sus tierras abundantes

La ventura, no haciéndole vecino

De dó Alcides al mar abrió camino.

II.

Con fiestas, juegos, danzas y alegrías,

Según el uso y arte Melindana,

Con osadas y ledas pesquerías

(Como Antonio á Lágen tiene ufana)

Este famoso Rey todos los dias

Obsequia á su falange Lusitana,

Con banquetes, manjares desusados,

Gon frutas, aves, carnes y pescados.

III.

Mas viendo el capitan que se detiene,

Más de lo que debia, y fresco el viento

Le convida á partir, y que ya viene,

Piloto á bordo, y agua, y alimento,

No quiere esperar más, que aun mucho tiene

Que atravesar del húmedo elemento;

Y del Pagano ilustre se despide

Que á todos amistad eterna pide.

IV.

Y les pide además que siempre sea

De sus flotas el puerto visitado;

Pus ningun otro bien mayor desea,

Que dar á pueblo tal su propio Estado:

Que mientras en su cuerpo su alma vea,

Estará de continuo preparado

A esponer vida y reino bravamente,

Por tan buen Rey, por tan sublime gente.

V.

Con no menor responde cortesía

El Capitan, y pronto velas dando,

De la Aurora á los términos partia

Que há tanto tiempo ya que va buscando:

En el piloto de hoy maldad no habia,

Que cierto y fijo rumbo va mostrando;

Y sigue así seguro su camino,

Muy más tranquilo de lo que antes vino.

VI.

Las ondas navegaban del Oriente

En los Índicos mares, y asaltaban

Los tálamos del sol que nace ardiente:

Ya cuasi sus deseos se acababan.

Mas Tionéo, que en el alma siente

Las venturas, que entonces se aprestaban

A la gente del Luso, de ellas dina,

Irrítase, blasfema y desatina.

VII.

Ve que está todo el cielo preparado

A convertir Lisboa en nueva Roma,

Y no puede impedir lo que acordado

Fue por el que fatal todo lo doma.

Del Olimpo desciende arrebatado,

Y remedio en el mundo busca y toma,

Y á demandarlo baja al reino fuerte

De aquel á quien la mar le tocó en suerte.

VIII.

En lo más interior de las profundas

Altas cavernas donde el sol se esconde,

De dó salen las ondas furibundas,

Cuando al furor del viento el mar responde,

Neptuno mora, y moran las jocundas

Nereidas y otros dioses del mar, donde

Las aguas dejan campo á las ciudades

Que habitan estas húmidas deidades.

IX.

Vénse en el fondo, nunca descubierto,

Las arenas allí de plata fina:

Torres altas se ven, á mar abierto,

De transparente masa cristalina:

Cuanto sé acerca más el ojo esperto,

Tanto menos la vista determina

Si es cristal lo que mira, ó si es diamante:

¡Tanto se muestra claro y rutilante!

X

Las puertas de oro puro y recamadas

Del rico aljófar que en las conchas brota,

De famosa escultura están labradas

Que del airado dios la vista nota,

Se ve primero en tintas alternadas,

El viejo caos que el espacio azota:

Y los cuatro elementos figurados,

En diversos oficios ocupados.

XI.

Allí el fuego sublime estaba encima,

Que en ninguna materia se contiene,

Desde allí todo cuanto vive anima,

Desde que Prometéo a hurtarlo viene.

Luego tras él ligero se sublima

El invisible aire, que perene

Existe, y ni por cálido ó por frío,

Deja espacio ninguno estar vacío,

XII.

La tierra está de montes revestida,

De verdes yerbas y árboles colmados,

Dando pasto diverso, y dando vida

A los brutos en ella derramados:

Allí la clara forma está esculpida

Del agua, en jugos por el suelo echados,

Criando peces mil, de varios modos

Nutriendo con su humor los cuerpos todos.

XIII.

Pintada en otra parte está la guerra

Que á los dioses movieron los gigantes:

Está Tiféo, bajo la alta sierra

De Etna, que arroja llamas crepidantes:

Esculpido á Neptuno herir la tierra

Se ve, cuando á las gentes ignorantes

Les dió el caballo, y luego el productivo

Minerva hizo brotar primer olivo.

XIV.

Poco fija la vista el dios airado

En esto; que al palacio va corriendo

De Neptuno, que estaba ya avisado

Y se previene, á recibirlo yendo:

Le aguardaba á la puerta, acompañado

De las Ninfas, que están pasmadas viendo

Cómo, por tan insólito camino,

Entra al reino del agua el rey del vino.

XV.

«¡Oh Neptuno! (le dice) no te espantes

Si en tus reinos hoy Baco te importuna;

Que tambien á los altos é imperantes,

Muestra su injusto enojo la Fortuna:

Pero manda llamar los dioses antes,

Si quieres que mi arenga esprese en una:

Verán de desventura estraños modos:

Oigan todos el mal que toca á todos».

XVI.

Juzgando ya Neptuno que sería

Estraño caso aquel, á Triton manda

Los dioses convocar de la mar fría,

Que le habitan de la una á la otra banda:

Triton, que de ser hijo se gloría

Del Rey y de Salacia veneranda,

Era mancebo grande, pardo y feo,

Trompeta de su padre y su correo.

XVII.

De su barba el cabello y el que salta

Por el cuello y espalda aparecia

Acuoso limo que el verdin esmalta,

Dó nunca escármen penetrado habia;

Ni de las puntas columpiando falta

El percebe que negro allí se cria;

Y gasta por morrion en la cabeza,

De tapa de langosta una gran pieza.

XVIII.

Lleva desnudo el cuerpo y genitales

Por no hallar cuando nada impedimento,

Aunque bien se los cubren animales

Pequeños de las aguas ciento á ciento,

Como almejas, cangrejos y otros tales

Que reciben de Febe crecimiento;

Y enrédanse en la espalda ostras, sangujos,

Camarones, breguichos, caramujos.

XIX.

La concha que traia retorcida

En la mano con fuerza ya tocaba,

Y la señal canora bien oida

Fue por la mar dó lejos retumbaba.

Ya la cohorte toda apercibida

De dioses al palacio caminaba

Del dios que de Dardania hizo los muros,

Que abatió el odio de los Griegos duros.

XX.

El padre Oceáno viene acompañado

De sus hijos é hijas, prole larga:

Neréo, que con Dóris fue casado,

Y el mar de sucesion y ninfas carga:

Protéo el nunciador, que su ganado

Paciendo deja por el agua amarga,

Llega tambien, cuyo saber deduce

Lo que al padre Liéo al mar conduce.

XXI.

De otra parte allí va la linda esposa

De Neptuno, del Cielo y Vesta hija,

Grave y dulce de aspecto, y tan hermosa

Que al verla el mar su oleaje calma y fija:

Traia una camisa primorosa

De trama tan delgada, aunque prolija,

Que el cristalino cuerpo deja verse,

Pues no es bien que tal bien pueda esconderse.

XXII.

Anfitrite, más bella que las flores,

No era propio que en caso tal faltase:

Con ella va el delfin, que á los amores

Del Rey la aconsejó no se negase:

Con sus ojos, de todo amor señores,

Al sol no fuera mucho que eclipsase:

Van ambas por la mano, á igual partido,

Pues son ambas esposas de un marido.

XXIII.

Aquella que las furias de Atamante

Huyendo, á tener vino divo estado,

A su hijo trae consigo, bello infante,

De dioses en el número contado;

El cual jugando va playa adelante

Con las conchillas lindas del salado;

Si bien á veces en su carga emplea

Cuello y brazos la hermosa Panopéa.

XXIV.

Y el dios que pescador fue de Nereo,

Y convertido en pez, por poderosa

Virtud de yerba, á cuyo audaz deseo

Debió el verse despues deidad gloriosa,

Viene aun llorando el artificio feo

Que usó la inicua Circe con la hermosa

Scila á quien ama, de ella siendo amado;

Que eso merece amor mal empleado.

XXV.

Y todos ya sentándose reunidos

En el salon de fiestas divinales,

Las diosas en estrados bien pulidos,

Los dioses en cadira de cristales,

Son por el alto padre complacidos

(En tronos el Tebano y él iguales)

Dó los inciensa con la rica goma

Que da el mar, y la Arabia vuelve aroma.

XXVI.

Y el rumor sosegado y el tumulto

De los divos forzosos cumplimientos,

Empieza Baco del que juzga insulto

A revelar los íntimos tormentos;

Y algo ardiendo la faz del fuego oculto,

Y haciendo alarde de ímpetus violentos,

Solo por dar al Luso triste muerte

Por mano ajena, dice de esta suerte:

XXVII.

«¡Oh Rey! que por derecho señoreas

De un polo al otro el mar airado;

Y á las gentes con fuerzas giganteas

Pasar impides el dintel vedado;

Y tú, padre Oceáno, que rodeas

Todo el mundo y le tienes bien cercado,

Y haces que de natura la ley valga,

Y de sus propios límites no salga:

XXVIII.

«Dioses, que no sufrís que nadie infeste

Con su osadía vuestro imperio grande,

Y haceis que cual la culpa igual se apreste

Castigo al que por él discurra y ande:

¿Qué gran descuido en vuestro mal es este?

¿Quién puede haber que tanto así os ablande

Los pechos, con razon endurecidos,

Contra los ciegos hombres atrevidos?

XXIX.

«Vísteis que con grandísima osadía

Fueron al cielo á acometer supremo:

Vísteis aquella insana fantasía

De pentrar el mar á vela y remo:

Vísteis, y viendo estamos cada dia,

Insolencia y soberbia tal, que temo

Que imponiendo hasta á cielo y mar sus nombres,

Vengan dioses á ser, nosotros hombres.

XXX.

Ved ahora la flaca y pobre raza

Que de un súbdito mio el nombre toma,

Cómo altiva al valor el arte enlaza,

Y á vos, y á mí, y al mundo humilla y doma:

Ved como en vuestro mar su quilla traza

Huella que no hizo nunca la alta Roma;

Ved cómo vuestro reino traspasando,

Van vuestra órden y leyes allanando.

XXXI.

«Yo ví contra los Minias, que primera

Senda cual esta en vuestro reino abrieron,

Cual Boréas y Aquilon, con saña fiera,

Y otros hermanos combatir supieron;

Si pues la corta union aventurera

De vientos esa injuria repelieron,

Vosotros, á quien toca hoy la venganza,

¿A qué aguardais? ¿Qué os mueve á la tardanza?

XXXII.

«Ni creais que del cielo al mar tendido

Por amor vuestro de venir me alabe;

Ni por la injuria atroz que habeis sufrido,

Sino por la que á mí tambien me cabe;

Que aquel honor escelso que he adquirido.

Cuando á mi ley sujetas cual se sabe,

Dejé las Indias tierras del Oriente,

Todo á los pies le miro de esta gente.

XXXIII.

«Que el Señor y los hados, que se dignan

De dar, cual les parece, al hombre impuro

Fama aun mayor que aquella que designan

Por el mar á esta gente en lo futuro,

Aquí vereis ¡oh dioses! como asignan

Daño á dioses tambien, que de seguro

El hombre va á valer más, en su esfera,

Que quien con más razon valer debiera.

XXXIV.

«Por esto aquí desciendo, algun consuelo

Buscando cual remedio á mis pesares;

Por ver si el precio que perdí en el cielo,

Por dicha puedo hallar en vuestros mares».

Quiso seguir, y no siguió, que el duelo

Le ahogó la voz, y lágrimas á pares

Saltaron de sus ojos; con que en fragua

Se abrasaron los númenes del agua.

XXXV.

La llama del furor, con que alterado

El pecho de los dioses fue en momentos

No sufre ya consejo meditado,

Ni mayor dilacion ni aplazamientos;

Y al grande Eolo mándanle recado,

De parte de Neptuno, que los vientos

Suelte con sus furores más pujantes,

Con que en la mar no queden navegantes.

XXXVI.

Bien quisiera Proteo el adivino

Decir en caso tal lo que sentía,

Y segun lo que en mente á todos vino,

Era alguna profunda profecía:

Pero en el conciliábulo divino

Tal tumulto, por ello, se movía,

Que Tétis le gritó con tono airado:

Neptuno sabe bien lo que ha ordenado.

XXXVII.

Ya Hipótades soberbio allá soltaba

De la cerrada cárcel los furiosos

Hijos, que con palabras animaba

Contra los Lusitanos animosos.

Ya el cielo, antes azul, se encapotaba;

Y cual nunca los vientos impetuosos

Comienzan nuevas fuerzas á ir tomando,

Torres, montes y casas derribando.

XXXVIII.

Mientras este consejo se tenia

En la acuosa region, la alegre flota

Con aura sosegada proseguia

Por el tranquilo mar su gran derrota.

Era en el tiempo en que la luz del dia

Del Eódo hemisferio está remota:

Los del cuarto de prima se acostaban,

Y ya los del segundo despertaban.

XXXIX.

De su escaso dormir no bien despiertos,

Bostezando á menudo, se tendian

Por las entenas todos, mal cubiertos

Contra los finos aires que corrian;

Y los ojos, no á gusto suyo abiertos,

Frotándose, los miembros estendian.

Contra el sueño buscar remedio quieren:

Historias cuentan, casos mil refieren.

XL.

«¿Con qué mejor vencer (uno decia)

Podemos este sueño tan pesado,

Que con oir un cuento de alegría

Que nos alivie del velar cansado?».

Y responde Leonardo, que traia

Pensamientos de firme enamorado:

«¿Pues qué cuentos podreis oir mejores,

Para pasar el tiempo, que de amores?».

XLI.

Velloso replicó: «No es cosa justa

De blanduras tratar entre durezas;

Pues del mar la fatiga más que adusta

Repele amores dulces y ternezas:

Que de guerra mejor dura y robusta

Sea la historia aquí, pues de asperezas

Nuestra vida hade ser, segun entiendo

Que rudo porvenir me está advirtiendo».

XLII.

Consienten todos, y que diga quieren

Velloso, cual propuso, alguna cosa:

Y él dice: «La diré, sin que pudieren

Tacharme de que es nueva ó fabulosa;

Y por que aprendan hoy, los que me oyeren,

Una hazaña á acabar grande y famosa,

De fuertes contaré de nuestra tierra,

Y estos sean los doce, de Inglaterra.

XLIII.

«En tiempo que, del reino el cetro leve

Don Juan, hijo de Pedro, moderaba:

Cuando tranquilo y libre ya se mueve

Del vecino poder que lo inquietaba:

Allá en la gran Britania, que de nieve

Siempre abunda Boreal, dura sembraba

La fiera Ericnis pérfida zizaña,

Si en pro de nuestra gente Lusitana.

XLIV.

«Entre las bellas de la corte inglesa

Y nobles cortesanos, cierto dia

Se levantó discordia en ira incesa,

Por causa de opinion ó de porfía.

Los de la corte, á quien tan poco pesa

Soltar graves palabras de osadía,

Dicen que probarán que honras y famas

En tales damas no hay, para ser damas.

XLV.

«Y que si hubiese quien guerrero el paso

Quisiere sustentar, que presto acuda;

Que ellos, en estacada ó campo raso,

Le darán vituperio, ó muerte cruda.

La femenil flaqueza, para caso

De tanta injuria viéndose desnuda

De fuerzas, propias á marcial refriega,

Socorro á amigos y á parientes ruega.

XLVI.

«Mas como sean altos y pujantes

En el reino los otros, no se atreven

Ni parientes, ni férvidos amantes

Á defender las damas como deben.

Con lagrimas hermosas y abundantes,

Que en su favor hasta á los cielos mueven,

Por sus rostros corriendo de alabastro,

Vánse todas al Duque de Alencastro.

XLVII.

«Era este inglés potente, y combatido

Habia con los Lusos en Castiella,

Y el magnánimo esfuerzo conocido

De sus compaños y benigna estrella.

Y amorosa pasion tambien sentido

Habia en Lusitania, cuando á ella

Á su hija llevó, que el pecho doma

Del fuerte Rey que por mujer la toma.

XLVIII.

«El Duque, que la carga no queria

Por no encender rencores intestinos,

Los dice: —«Cuando el goce pretendia

Portugal de los campos Iberinos,

En los Lusiadas ví tanta osadía,

Y arte tanto, y alientos peregrinos,

Que podrán ellos solos, sino yerro,

Sustentar vuestra parte á maza y fierro.

XLIX.

«Y si os agrada, damas ofendidas,

Les mandaré por vos embajadores,

Que por cartas discretas y pulidas,

De vuestro mal les hagan sabedores.

Tambien por vuestra parte encarecidas

Con palabras de halagos y de amores,

Seánles vuestras lágrimas, que juro

Que habreis socorro allí grande y seguro»—.

L.

«Así las aconseja el Duque esperto,

Y luego les elige doce fuertes;

Y porque cada dama tenga un cierto,

Las manda que sobre ellos echen suertes,

Pites ellas doce son; y descubierto

Cual con cual resultó de los consuertes,

Escribe cada cual, por varios modos,

Y todas á su Rey, y el Duque á todos.

LI.

«Llegado á Portugal el mensajero,

la corte aplaude el caso alegremente:

Quisiera el mismo Rey ser el primero:

Mas el regio esplendor no lo consiente.

Cortesano no hay ya que aventurero

No quiera ser con voluntad ferviente;

Y se juzga tan solo bien hadado,

Quien viene por el Duque designado.

LII.

«Y en la ciudad, modelo de nobleza,

Y que dió á Portugal su nombre eterno,

Manda nave aprestar de ligereza

El que las riendas lleva del gobierno.

Se preparan los doce con presteza

De armas, y trajes, de uso el más moderno,

De caballos, jaeces, y primores,

De bandas, yelmos, letras y colores.

LIII.

«Toman de su Monarca la licencia,

Para partir del Duero celebrado

Aquellos que escogidos por sentencia

Fueron del Duque Inglés tan bien probado:

No hay en la compañía diferencia

Por ginete, por diestro, ni esforzado:

Mas uno que llamábase Magricio

Habla á todos así sin artificio:

LIV.

—«Compañeros de honor, mucho ha que quiero

Andar y recorrer tierras estrañas,

Por ver más aguas que del Tajo y Duero,

Leyes, usos y gentes, y sus mañas;

Y ora que ya este viaje es verdadero

(Pues las cosas del mundo son tamañas)

Pido me dejeis ir solo por tierra,

Que os buscaré despues en Inglaterra.

LV.

«Pues si ocurriere el caso que impedido

Por quien todo lo rige cual le place,

No llegare en el punto instituido,

Poca falta, lo sé, mi falta os hace:

Todos hareis por mí lo que es debido.

Mas si es verdad lo que en mi mente yace,

Rios, montes, fortuna, envidia fea,

No han de impedir que con vosotros sea».

LVI.

«Dice, así, y abrazados los amigos

Con su licencia, trámites acorta.

Pasa Leon, Castiella, viendo antiguos

Sitios cuyo dominio tanto importa:

Navarra con los montes enemigos

De Pirene, que á España y Galia corta:

Vistas de Francia, en fin, las cosas grandes,

Al grande emporio fue rico de Flandes.

LVII.

«Y allí llegado, ó fuese caso ó maña,

Sin pasar se detuvo muchos dias.

En tanto de los once la compaña

Cortan del Norte al mar las ondas frias;

Y ganando de Albion la costa estraña,

A Lóndres llegan por seguras vias,

Y son del Duque amigo agasajados,

Y de las damas con favor mimados.

LVIII.

Y llega el plazo y dia prevenido

De entrar en liza con los doce ingleses,

Como ya su gran Rey lo ha concedido:

Toman cota, morrion, grevas y arneses;

Ya las damas por ellas ven erguido

El pavés de los bravos Portugueses;

Y ellas de joyas mil ricas y ledas

Órnanse, y de recamos, y oro, y sedas.

LIX.

«Mas á aquella á quien fuera en suerte dado

Magricio, que no viene, asáz le pesa

Vestirse, pues no tiene al que nombrado

Fue por su caballero en esta empresa;

Aunque afirman los once que acabado

Será así el paso ante la corte Inglesa,

Que su gloria las damas recuperen,

Aunque dos ó tres de ellos perecieren.

LX.

«Ya en un sublime y público teatro,

El Rey Inglés se asienta con su corte:

Estaban tres á tres, y cuatro á cuatro,

Por gerarquías, desde Sur a Norte.

Jamás ha visto el sol de Duero á Batro

De esfuerzo y brío y generoso porte

Otros doce salir cual los ingleses,

Al frente de los once Portugueses.

LXI.

«Mastican los caballos espumando

Los áureos frenos, con feroz talante:

En las armas el sol está brillando,

Como en cristal ó rígido diamante;

Y movíase entre uno y otro bando

Ruido sobre el partido disonante

De ir doce á once allí, cuando la gente

A agitarse comienza alegremente.

LXII.

«Vuelven todos el rostro dó se oia

La causa principal del rebullicio;

Y ven á un caballero, que traia

Armas, caballo, y bélico servicio.

Al Rey y damas habla, y compañía

A los once va á hacer, que era Magricio;

Y abraza á los amigos, pues su oferta

Que de cumplir habia, es cosa cierta.

LXIII.

«La dama en cuanto oyó que es el que suele,

Viniendo á defender su nombre y fama,

Se alegra y viste con la piel del Héle.

Que el vulgo más que las virtudes ama.

Ya el eco dando, la trompeta impele

Los belicosos ánimos que inflama:

espuelas pican, sueltan riendas luego,

Bajan lanzas, la tierra escupe fuego.

LXIV.

«Al pisar de los brutos, que se abaja

Dirás el suelo, y que á tus plantas muge:

El corazon en lo interior trabaja

De gozo y de temor al vivo empuje:

Ya el eco dando, la trompeta impele

los belicosos ánimos que inflama:

Espuelas pican, sueltan riendas luego,

Bajan lanzas, la tierra escupe fuego.

LXV.

«De allí alguno sacó perpetuo sueño,

Y un instante bastó para acaballo:

De una parte un corcel corre, sin dueño,

Y de otra parte, el dueño sin caballo.

Cae la soberbia inglesa de su empeño,

Que á dos ó tres ya alcanza el triste tallo;

Y aquellos que han buscado el trance rudo,

Hallaron, más que arnés, malla y escudo.

LXVI.

«Gastar palabras en contar estremos

De fieros golpes, crudas estocadas,

Es de esos que del tiempo conocemos

Gastadores, en fábulas soñadas:

Basta por fin del caso que espliquemos

Que con proezas grandes y variadas,

Quedó por nos la palma y la victoria,

Y triunfantes las damas, y con gloria.

LXVII.

«Junta el Duque á los doce vencedores

En sus salas, con fiestas y alegría:

Cocineros emplea y cazadores,

De las damas la hermosa compañía,

Para dar á sus nobles salvadores

Banquetes mil, cada hora, y cada dia,

Mientras parar los doce en Inglaterra

Puedan, ausentes de su dulce tierra.

LXVIII.

«Mas dicen que con todo el buen Magricio

Codicioso de ver las cosas grandes,

Apartóse y fue á dar donde un servicio

Notable á la Condesa hizo de Flandes;

Y como quien no es ya ningun novicio,

Mavorte, en todo asunto en que tú mandes,

Mató en campo un francés, que en mal destino

Tuvo allí de Torcuato y de Corvino.

LXIX.

«De los doce tambien en Alemaña

Uno tuvo furioso desafío,

Con un germano astuto, que con maña

Quiso burlar su honor, con fraude impío».

Esto cuenta Velloso; y la compaña

Le pide que no deje en tal desvío

A Magricio y Condesa, ni tampoco

Al que venció al Germano estime en poco.

LXX.

Mas cuando están la historia ya aguardando,

Vea aquí que el Mestre, que en sus artes anda,

Toca el pito; y se agitan despertando

Los marinos de la una y la otra banda;

Y porque viene el viento refrescando,

Los rizos de la gavia coger manda;

Y dice: «Alerta estad que el viento crece

De aquella negra nube que aparece».

LXXI.

Y los rizos no bien toman veloces,

Cuando estalla la súbita procela:

«¡Amaina (dice el Mestre á grandes voces)

Amaina (grita) amaina la gran vela!».

Mas no esperan que amainen los feroces

Vientos, que ya la lona rota vuela,

Convertida en pedazos, con tal ruido,

Que parece que el mundo es destruido.

LXXII.

Alzase aquí la grita de la gente,

Del súbito temor el alma yerta,

Que la vela al volar, la náo pendiente

Dejó, y de mar henchida la cubierta.

«¡Alija! (gritó el Mestre rudamente:)

Alija: todo al mar, órden y alerta:

A la bomba den unos, no parando:

Apretad, que nos vamos anegando».

LXXIII.

Y corren los soldados animosos,

Dando á la bomba, mas su ardor contrastan

De la mar los balances temerosos,

Que contra el bordo opuesto los aplastan:

Tres marinos, de bríos poderosos,

A manejar la caña ya no bastan:

Trabes la ponen de una y otra parte,

Sin que de hombres alcance fuerza y arte.

LXXIV.

Tales los vientos son, que no pudieran

Mostrar más fuerza de ímpetus crueles,

Si á la sazon que derribar tuvieran

Dos torres de fortísimas Babeles.

En los mares, que altísimos crecieran,

El pequeño grandor de unos bateles

Muestran las grandes naos, y da espanto

De ver cómo en las olas duran tanto.

LXXV.

La mayor en que está Pablo de Gama,

Roto el palo maestro, va contino

El mar tragando ya: la gente clama

Á Aquel que á nos salvar á todos vino.

No menos gritos de doquier derrama

La nave de Coello, ya sin tino,

Con quien el Mestre tuvo tanto tiento,

Que antes amáina que estallara el viento.

LXXVI.

Ora junto á las nubes los subian

Las ondas de Neptuno furibundo:

Ora á tocar dirás que descendian

Las íntimas entrañas del profundo.

Noto, Austro, Bóreas y Aquilon querian

Fieros romper la máquina del mundo:

La noche oscura y fea se alumbraba

De rayos con que el polo se inflamaba.

LXXVII.

Las aves de Alcion su triste canto

Junto á las bravas costas despidieron,

Al recordar aquel pasado llanto,

Que las aguas furiosas les trajeron:

Los delfines amantes entre tanto

En las cuevas marítimas se hundieron,

De la borrasca huyendo, y vientos duros.

Que ni allí les permite estar seguros.

LXXVIII.

Nunca tan vivos rayos fabricára

Contra el ciego furor de los gigantes

El que del entenado bien forjára,

Gran herrero, las armas rutilantes,

Ni tantas el gran Júpiter lanzára

Á la tierra centellas fulminantes,

En el diluvio que tan solo huyeron

Los que en gente las piedras convirtieron.

LXXIX.

¡Cuántos, montes entonces derribaron

Las ondas que batian denodadas!

¡Cuántos árboles viejos arrancaron

De los vientos las furias desatadas!

Las violadas raices no pensaron

Que fuesen nunca al cielo reviradas,

Ni las hondas arenas que pudiese

Tanto el mar, que sobre él las revolviese.

LXXX.

Vasco de Gama, al ver que tan de cierto

El fin de su deseo se perdia,

Viendo el mar, ora hasta el infierno abierto,

Ora que hasta los cielos se subia,

Confuso de temor, de vida incierto,

Pues que ningun remedio le valia,

A aquel remedio acude venerando,

Que puede lo imposible, así esclamando:

LXXXI.

«¡Oh celestial Autor de cuanto existe,

Que mar, y tierra, y cielo, señoréas!

Tú, que á todo Israel refugio diste

Por mitad de las aguas Eritréas:

Tú, que á Pablo libraste y defendiste

De sirtes arenosas y ondas feas,

Y con su grey guardaste á aquel segundo

Poblador de anegado y vácuo mundo:

LXXXII.

«Si tengo muchos trances peligrosos

De Caribdis y Scilas ya pasados:

De otras Sirtes, y bajos arenosos,

De otros Aeroceráunios dominados,

Al fin de tantos riesgos trabajosos,

¿Por qué somos de Tí desamparados,

Cuando esta empresa nuestra no te ofende,

Sino que solo á tu servicio tiende?

LXXXIII.

«¡Oh dichosos aquellos que pudieron,

Entre las duras lanzas Africanas

Morir, mientras que fuertes sostuvieron

La Fe santa en las tierras Mauritanas!

Que de ellos grandes hechos se supieron.

De ellos quedan memorias sobrehumanas:

Y la vida ganaron sin perdella,

Dulce haciendo la muerte el honor de ella».

LXXXIV.

Esto al decir los vientos, que luchaban

Como toros indómitos mugiendo,

Más y más la tormenta acrecentaban,

Por las menudas jarcias recrugiendo:

Los relámpagos vivos no cesaban,

Y el trueno avisa que se están ya haciendo

Los elementos entre sí la guerra

Y el cielo va á caer sobre la tierra.

LXXXV.

Mas la amorosa estrella al fin lucia

Por delante del sol, al horizonte;

Y mensajera plácida del dia,

Visitaba la mar, la tierra, el monte.

La diosa que en los cielos la regia,

De quien huye el signífero Orionte,

En cuanto vió la mar y cara armada,

De miedo y rabia á un tiempo fue asaltada.

LXXXVI.

«Obras estas de Báco son, de cierto,

(Dijo) mas no será que avante lleve

Tan dañada intencion, que descubierto

Me será siempre el mal á que se atreve».

Y baja en el instante al mar abierto,

Gastando en el camino espacio breve,

Y allí manda á las ninfas amorosas

Que ornen sus sienes de fragantes rosas.

LXXXVII.

Ceñidas de guirnaldas de colores,

Sobre cabellos áureos á porfía,

¿Quién no dirá que nacen rojas flores

De el oro natural que allí las cria?

Ablandar determina con amores

De los vientos la horrenda compañía,

Mostrándole las caras ninfas bellas,

Que peregrinas viene más que estrellas.

LXXXVIII.

Y así fue; porque luego que llegaron

A sus ojos, al punto desfallecen

Las fuerzas con que de antes batallaron;

Y parece que humildes ya obedecen,

Y que los pies y manos les ataron

Los cabellos, que al sol mismo oscurecen:

Y á Bóreas, á quien tanto ella queria,

Dícele así la angélica Oritía:

LXXXIX.

«No creas, fiero Bóreas, que te creo

Que me tuviste nunca amor constante:

Que señal es de amor más blando arréo:

Y no es propio el furor de fino amante;

Si pues no pones fin á horror tan feo,

No aguardes más de mí que en adelante

Te pueda ya querer, sino temerte,

Que amor contigo en miedo se convierte».

XC.

Asimismo la hermosa Galatéa

Decia al crudo Noto, que bien sabe

Que dias há que en verla se recréa,

Y hoy quiere que con él todo se acabe;

De ver que ya su amada le procura;

Que luego será blanda, si hoy es dura.

XCI.

De igual arte las otras amansaban

De súbito á los otros amadores;

Y á Vénus bella luego se entregaban,

Amansados la fuerza y los furores;

Y ella les prometió, viendo que amaban,

Sempiterno favor en sus amores;

Y en sus manos de rosa el homenaje

Toma de su lealtad en aquel viaje.

XCII.

Ya daba el alba clara en los oteros

Que fertiliza el Gánges y el sol dora,

Cuando desde el gavion los marineros

Divisaron la tierra por prora.

Pasados la borrasca y mares fieros,

Ya ningun miedo el pecho les azora;

Y alegre dice el nauta Melindaño:

Tierra de Calecut, si no me engaño.

XCIII.

«Esa tierra que allí la atencion llama,

Es la que vuestro afan tanto apetece;

Y si del mundo más ya no reclama,

Vuestro largo trabajo aquí fenece».

No puede entonces contenerse Gama

De gozo, en ver que la India le aparece:

Y altos los brazos, y la vista al suelo,

Favor tan alto lo agradece al cielo.

XCIV.

Daba á Dios gracias, y razon tenia;

Que no solo la tierra le mostraba

Que buscado con tanto riesgo habia,

Por quien trabajos tantos afrontaba;

Sino que libertado se veia

De muerte, con que el mar le amenazaba

De los vientos alzado el duro empeño,

Como quien despertó de horrible sueño,

XCV.

Por medio de estos hórridos castigos,

De estos graves trabajos y temores,

Alcanzan los que son de fama amigos,

Las honras inmortales y mayores:

No cobijados siempre en los antigos

Troncos de sus insignes genitores:

No en los dorados lechos, ni entre finas,

Do Moscovia cubiertas Zibelinas:

XCVI.

No con manjares nuevos y esquisitos

No con paseos plácidos y ociosos,

No con varios deleites infinitos

Que afeminan los pechos generosos:

No con nunca vencidos apetitos

Que la fortuna tiene, tan mimosos,

Cuerpo vil, que no dejan que te mudes

Para ocasion ninguna de virtudes:

XCVII.

Sino con aspirar con fuerte brazo

A honor, del propio honor con las ayudas,

Vistiendo el duro arnés sin embarazo,

Sufriendo tempestades y ondas crudas:

Venciendo yerto frio, en el regazo

De regiones de abrigo y sol desnudas:

Tragando el alimento ya podrido,

Con el tormento y el dolor cocido:

XCVIII.

Y el corazon forzando, que se enfria,

A esperar bien seguro, alegre, entero,

El globo que encendió la saña impía,

Y lleva pierna ó brazo al compañero.

De ese arte el pecho humano callo cria,

Despreciador de rango y de dinero,

De dinero y favor que la ventura

Forjó, que no virtud costosa y dura.

XCIX.

De ese arte se esclarece el pensamiento,

Que hacen las esperiencias contenido;

Y vé de allí, como desde alto asiento,

El bajo trato humano retorcido.

El que obre así, con alto y recto intento,

Y no de otros afectos poseido

Subirá (como debe) á escelso mando.

Contra su voluntad, y no rogando.

Canto Sétimo.

Argumento del Canto Sétimo.

Exhortacion á los Príncipes cristianos para que emprendan tan grandes empresas como la presente en servicio de la Cristiandad, y no gasten sus fuerzas en guerras entre si, y menos en perjuicio de la unidad religiosa: descripcion del Malabar, al que pertenece la provincia de Calecut, en cuyo puerto fondea la Armada: recibe el Samorim, ó Emperador, á Gama con honoríficas demostraciones: se presenta el Moro Monzaide, que, informado de Gama, informa tambien á los naturales del pais: va el Catüal, ó gobernador de Calecut, a ver la Armada.
I.

Ya llegaron por fin cabe la tierra

Tan ansiada de gente emprendedora,

Que entre las aguas Índicas se encierra

Y el Gánges que el terrestre cielo mora.

Hora ¡sus! gente fuerte, que en la guerra.

Quereis llevar la palma vencedora:

Ya llegásteis: teneis por fin delante

La tierra de riquezas abundante.

II.

A tí, generacion del Luso, digo,

Que tan pequeña parte eres del mundo:

Y no del solo, mas del cerco amigo

Del que gobierna cielo y mar profundo,

Tú, á quien no solo espíritu enemigo

Estorba conquistar el pueblo inmundo,

Sino codicia, error, desobediencia

A la que allá en el cielo está en esencia,

III.

Vosotros, Lusos, pocos cuanto fuertes,

Que el flaco poder vuestro no midiendo,

A costa vais de vuestras varias muertes

La ley de vida eterna difundiendo:

Del cielo en vuestra pró teneis las suertes

Pues aun así tan reducidos siendo,

Mucho hareis por la fe sublime y alta;

Que con ella Jesus al hombre exalta.

IV.

Ved de alemanes el infiel ganado

Que por tan vastos campos se apacienta,

Que, al sucesor de Pedro rebelado,

Nuevo pastor y nueva secta inventa:

Vedle en indignas guerras ocupado,

Que no con su error solo se contenta,

No con ir contra el ímpio sarraceno,

Mas con romper del Superior el freno.

V.

Ved al soberbio Inglés, que se nomina

De la ciudad muy santa soberano

Que el Ismaelita pérfido domina

(¡Quién vió honor de lo cierto más lejano!)

Que entre boreales nieblas se imagina

Nuevo modo intentar de ser Cristiano;

Y contra los Cristianos hace guerra,

No por tomar la que llamó su tierra,

VI.

Mirádle á un falso Rey guardar benigno

En la Salem terrestre desdichada,

Mientras la Santa Ley pisa maligno

De la eternal Jerusalen sagrada.

Pues ¿qué diré de tí, Francés indigno,

Que el nombre Cristianísimo te agrada,

Para hacer en su contra y rebajarlo,

No para defenderlo ni guardarlo?

VII.

¿Piensas tener derecho á señoríos

De Cristianos, el tuyo siendo tanto,

Y dejas Nilo y Cínife, esos rios

Enemigos sin fin del nombre Santo?

En esto: allí se han de probar los brios:

En quien reprueba de la Iglesia el canto:

¿De Cárlos y de Luis heredas tierra

Y nombre, y no el deber de justa guerra?

VIII.

¿Pues qué diré de aquellos que en delicias

Que el vil ocio en el mundo trae consigo,

Gastan las vidas, gozan las caricias

Olvidando el esfuerzo suyo antigo?

Nacen en el mandar inimicicias

De que el pueblo es sosten, de sí enemigo:

Hablo contigo, Italia, en culpa varia

Hoy sumida, y de tí misma contraria,

IX.

¡Oh míseros Cristianos! ¿Por ventura

Sois de Cadmo los dientes esparcidos

Que se dan entre sí la muerte dura

Siendo todos de un seno producidos?

¿Viendo no estais la santa sepultura

De canes en poder que, siempre unidos,

A tomar vienen vuestra antigua tierra

Haciéndose famosos por la guerra?

X.

Ellos tienen por uso y por decreto,

Del que son tan perfectos observantes,

Su ejército juntar, nómada, inquieto,

Contra los pueblos de Jesus amantes;

Y en vosotros no deja nunca Aleto

De derramar zizañas repugnantes;

Teniendo (ved qué suerte) en trances varios,

A ellos y á vosotros por contrarios.

XI.

Si codicia de grandes señoríos

Os hace ir á buscar tierras ajenas,

Del Hermo y del Pactólo ved los ríos,

Que ambos mueven auríferas arenas:

Tejen oro el Asiro y Lidio impíos:

Africa esconde en sí lucientes venas:

Siquiera os muéva ya riqueza tanta,

Pues no os puede mover la Casa Santa,

XII.

Aquellas invenciones fieras, nuevas,

De instrumentos de horrenda artillería,

¿Por qué no están haciendo duras pruebas

De Bizancio en los muros, y en Turquía?

Haced volver á las silvestres cuevas

Del Caspio monte y de la Scitia fría

La turca raza que, creciendo, acopa

Tierra y poder en vuestra culta Europa.

XIII.

Griegos, Traces, Armenios, Georgianos,

Os gritan que les hace el pueblo bruto

Los hijos someter á los profanos

Preceptos del Korán: ¡fiero tributo!

De castigar los hechos inhumanos

Os gloriad con poder fuerte y astuto,

Y no busqueis loores presuntuosos

De ser contra los vuestros poderosos.

XIV.

Mas en tanto que ciegos y sedientos

Andais de vuestra sangre ¡oh pueblo insano!

No faltarán cristianos ardimientos

En este corto aprisco Lusitano:

Tiene Áfricos marítimos asientos:

Más que todos en Asia es soberano:

La cuarta parte nueva rompe y ara,

Y si hubiese más mundo, en él entrara,

XV.

Y veamos en tanto qué acontece

A aquellos tan famosos navegantes,

Despues que la alma Vénus enflaquece

Las furias de los vientos arrogantes:

Despues que la ancha tierra se aparece,

Término de trabajos tan constantes,

Dó vienen á estender la fe cristiana

Y á traer nuevo Rey, ley más humana.

XVI.

Mientra á la nueva tierra no llegaron.

Cogieron breves barcos pescadores,

Los cuales el camino les mostraron

De Calecut, donde eran moradores;

Y para allá las proras enfilaron,

Porque era esa ciudad de las mejores

Del mejor Malabar, donde vivía

El Rey que todo el suelo poseia.

XVII.

De acá el Ganges, el Indo de allá ciñe

Un terreno grandísimo y famoso,

Que por la parte Austral el mar le tiñe

Y del Norte el Emódio cavernoso:

Yugo de varios Reyes le constriñe

A ley diversa: algunos el vicioso

Korán, otros los ídolos adoran,

Y hasta los brutos que en sus tierras moran.

XVIII.

En la estensa montaña que, cortando

Tierra tanta, recorre el Asia entera,

Y nombres tan diversos va tomando

Segun son las regiones donde impera,

Las fuentes son de donde van manando

Los rios que terminan su carrera

En el Índico mar, dó queda opreso

El terreno, formando el Quersoneso.

XIX.

Allí, entre rio y rio, en vasto trazo,

Larga punta de tierra se presenta

Cuasi piramidal, que en el regazo

Del mar, frente á Ceilan su talle ostenta:

Y cabe donde nace el ancho brazo

Gangético, rumor antiguo cuenta

Que los de aquella tierra moradores

Del olor se mantienen de las flores.

XX.

Mas ya gozan de nombres y de usanza,

Nuevos y varios hoy los habitantes,

Son Delijes, Patanes, en pujanza

De gente y tierra allí los más boyantes:

Canijes y Oriás, que la esperanza

Ponen de salvacion en las sonantes

Ondas del Gange; y la gentil Bengala,

A quien en lo feraz ninguna iguala.

XXI.

Y de Cambaya el pueblo belicoso

(Que diz que fue de Poro Rey valiente):

El reino de Narsinga, poderoso

Más de oro y piedras que de brava gente.

Se mete luego allá del mar undoso

Alto monte, que corre largamente,

Sirviendo al Malabar de fuerte muro,

Con que del Canará vive seguro.

XXII.

Las gentes del pais le dicen Gate,

Al pie del cual á dilatarse empieza

Breve y estrecha falda, á quien combate

Del duro mar la natural fiereza;

Y aquí de otras ciudades, sin debate,

De imperio rico espléndida cabeza,

Se ostenta Calecut, de ilustre fama,

Y el señor de ella Samorim se llama.

XXIII.

Llegada á este soberbio señorío,

Sale enviado al instante de la flota

Un Portugués que anuncie al Rey impío

Su aborde allí de parte tan remota;

Y entrando el mensajero por el rio,

Cuya corriente hasta la mar azota,

El gesto, la color, el traje, el modo,

Lleva corriendo á verle al pueblo todo,

XXIV.

Y entre la multitud que concurría

Llégase un Mahometano, que nacido

Habia en la region de Berbería,

Donde otro tiempo Antéo fue temido

Y ya que por vivir cerca, tendría

Al Lusitano reino conocido,

Ya que en este recuerda aquel trabajo

De la suerte que allí tambien le trajo:

XXV.

En cuanto al mensajero vió jocundo,

Como que sabe bien la lengua hispana,

Le dice: «¿Quién te trae á este otro mundo,

Tan lejos de ta patria Lusitana?».

«Abriendo (le responde) el mar profundo,

Por donde no fue nunca gente humana,

Vinimos á buscar el Indo ardiente

Dó nuestra ley divina se acreciente».

XXVI.

Quedó espantado del tremendo viaje

El Moro, que Monzaide se llamaba,

Oyendo las fatigas del pasaje

Por los mares que el Luso le contaba:

Mas al fin enterado que un mensaje

Al señor de esta tierra le llevaba,

De la ciudad le dice que está ausente,

Si bien no lejos de ella, el Rey potente,

XXVII.

Y que mientras la nueva le llegase

De su estraña venida, si queria

En su pequeña casa reposase,

Que del pais los frutos comeria,

Y que despues que un tanto se gozase,

A la flota con él se volveria;

Que alegría no puede haber tamaña

Que compatricios ver en tierra estraña.

XXVIII.

El Portugués de recibir no deja

El favor que Monzaide ledo ofrece:

Y cual si su amistad fuera va vieja,

Come y bebe con él, y le obedece:

Y luego torna la feliz pareja

A la Armada, que al Moro el gusto acrece.

Montan la Capitana, y viejo y mozo

A Monzaide ven todos con gran gozo.

XXIX.

Le abraza el Capitan con rostro ledo,

De Castilla al oir la lengua clara:

Cerca de sí le asienta, y luego cedo

Del pais le pregunta y gente rara.

Cual circunda en Rodópe el arboledo

Al dulce amante de Euridice cara,

Por oirlo tocar la lira de oro,

Tal se Junta á escuchar la gente al Moro.

XXX.

Y él comienza: «¡Oh nacion que la natura

De mi paterno nido cerca puso!

¿Qué destino tan grande, ó qué ventura

Os guió por camino tan profuso?

No sin causa recóndita y escura

Del Tajo y Miño ignoto alguien dispuso

A estos reinos traeros apartados,

Por mares de otro leño nunca arados.

XXXI.

«Dios os trajo no más, que así pretende

Que algun servicio lo dejeis cumplido;

Por eso solo os guia y os defiende

De enemigos, de viento y mar temido.

Sabed que en India estais, donde se estiende

Diverso pueblo, rico, abastecido

De oro luciente y fina pedrería,

Suaves aromas y alta especería.

XXXII.

«Esta provincia, de que habeis surgido

Al puerto ahora, Malabar se llama:

El culto antiguo idólatra ha seguido

Que acá por estas partes se derrama:

De varios Reyes es: más de uno ha sido

En los tiempos de atras, segun es fama.

Sarama Perimal fue el Rey postrero

Que este reino mandó junto y entero.

XXXIII.

«Entonces ocurrió que aquí vinieran

De allá del seno Arábigo otras gentes,

Que el culto Mahomético trujeran,

En el que me instruyeron mis parientes:

Y tambien que con preces convirtieran

A Perimal, muy sabias y elocuentes;

El cual tomó la ley con fervor tanto,

Que propúsose en ella morir santo.

XXXIV.

«Arma naves, y activo y cuidadoso.

Mercadería espléndida previene,

Y á ofrecerse con todo religioso

Va donde cultos el Profeta obtiene.

Mas antes el su reino poderoso

En los suyos reparte, pues no tiene

Propio heredero, y por afectos hace

Libre al esclavo, rico al que le place.

XXXV.

«Cochim al uno, al otro Cananóres,

A este Chalé, y á aquel la isla Pimienta:

A quién Coulon, á quién da Granganóres,

Y al que más lo sirvió, más le contenta:

Pero un mozo que ha sido sus amores,

Despues de todo dar, se le presenta,

Y á este ya Calecut solo le aplica,

Ciudad por su comercio noble y rica.

XXXVI.

Mas se la da con título fastoso

De Emperador que sobre todos mande:

Esto acabado, parte presuroso

A donde en santa vida á morir ande;

Y de aquí queda el nombre de glorioso

Samorim (más que todos digno y grande)

Al mozo y sucesores, de dó viene

Este que hoy el imperio manda y tiene.

XXXVII.

«La ley de toda gente, escelsa ó chica,

De fábulas parece de quien sueña;

Anda desnuda, y solo un paño aplica

A aquello que á cubrir natura enseña.

Dos clases hay de grey: la grande y rica

Náire tiene por nombre, y la pequeña

Pólea se llama, á quien su ley le manda

No mezclarse á la antigua veneranda,

XXXVIII.

«Porque el que siempre tiene un mismo oficio

De otro tomar mujer no puede en suerte,

Ni sus hijos seguir otro ejercicio

Sino el de su familia hasta la muerte.

Para los Náires es deshonra y vicio

Ser tocados por Póleas; y si advierte

Alguno haberlo sido, ó se lo indica,

Con ceremonias mil se purifica.

XXXIX.

«Así el antiguo pueblo de Judea

No tocaba á la gente de Samária.

Otras cosas no os digo en que se emplea

Esta gente, do usanza estraña y vária:

Solo el Náire es dispuesto á la pelea:

Solo él defiende de agresion contraria

A su Rey, á llevar acostumbrado

A izquierda escudo, espada al diestro lado.

XL.

«Brahmenes son sus hombres religiosos,

Nombre antiguo de escelsa preminencia,

Y observan los preceptos muy famosos

De uno que el primer nombre dió á la ciencia:

No matan nada vivo, y temerosos,

De carne observan rígida abstinencia:

De mujer solo, en grato ayuntamiento,

Tienen menos estrecho mandamiento.

XLI.

«Ellas comunes son, mas solamente

Para los de la grey de sus maridos:

¡Felice condicion, dichosa gente

Que no son por los celos ofendidos!

Estos y otros más usos variamente

Son por los Malabares muy cumplidos

Rica es la tierra en suelo yen marina,

Comerciante en el mar del Nilo al China».

XLII.

Esto el Moro decia: mas vagando

La fama ya por la ciudad andaba

Del viaje de esta gente estraña, cuando

a saber la verdad el Rey mandaba.

Ya vienen por las calles caminando,

(Y toda edad y sexo les cercaba)

Los Grandes, que á traer son elegidos

Al jefe de los náutas atrevidos.

XLIII.

Este, que ya del Rey tiene licencia

Para desembarcar, acompañado

De nobles Portugueses, con urgencia

Parte, de ricas galas adornado.

De colores la hermosa diferencia

La vista alegra al pueblo alborozado;

Y el remo hiere, acompasado y frio,

Primero el mar, y luego el fresco rio.

XLIV.

En la playa un rector del reino habia

Que en lengua suya Catüal se llama,

Rodeado de Naires, que venia

Con desusada fiesta al noble Gama.

Ya en sus brazos en alto le tenía.

Y de un portátil lecho en rica cama

Le coloca (segun estilo usado)

Que por fornidos hombros es llevado.

XLV.

De este arte el Malabar, de este arte el Luso,

Caminan á dó el Rey ya les espera:

Los otros Portugueses van, al uso

De sus infantes, en escuadra fiera:

El pueblo que concurre está confuso

De ver la estraña gente, y bien quisiera

Preguntar: mas de tiempo asaz pasado

Entenderse en Babel les fue vedado.

XLVI.

El Gama y Catual iban diciendo

Cosas que la ocasion les ofrecia

Monzaide entre los dos va traduciendo

Las palabras que de ambos entendia.

Por la ciudad en tanto discurriendo,

A dó sublime fábrica se erguia

De templo suntuosísimo llegaban;

Por las puertas del cual juntos entraban.

XLVII.

En él están de dioses las figuras

Escultas en madera y piedra fría:

Varias en gesto, varias en pinturas,

Segun que allí el demonio las fingía:

Se ven abominables esculturas

Cual Quimera, que en miembro mil varía,

Los Cristianos, á Dios acostumbrados

A ver en forma humana, están pasmados.

XLVIII.

Este, con cuernos en la frente erguidos,

Cual Júpiter Hamón en Libia estaba:

Aquel dos rostros en un busto unidos,

Como el antiguo Jano se mostraba:

Uno con muchos brazos esparcidos

A Briaréo parece que imitaba:

Otro con faz de perro está que azora,

Cual á Anubis Memfítico se adora.

XLIX.

Hecha allí de aquel ciego pueblo impío

La adoracion fanática frecuente,

Caminan ya derecho, sin desvío,

Donde está el Rey de la pagana gente:

Van, engruesando el bárbaro gentío,

Los que á ver van al Capitan valiente,

Y están por las ventanas y tejados,

Mujeres, mozos, viejos agolpados.

L.

Ya llegan cerca, y no con pasos lentos,

De los jardines bellos y olorosos,

Que en sí cierran los regios aposentos,

No muy altos de muros, mas suntuosos;

Que edifican los nobles sus asientos

Cercados de arboledos deleitosos;

Y así viven los Reyes de esa gente

En la ciudad y el campo juntamente.

LI.

Del cercado en las puertas, con destreza

De la Dedálea facultad, se nota

En trazadas figuras la nobleza

De la India y su historia más ignota;

Y recuérdanse allí con tal viveza

Los sucesos de aquella edad remota,

Que quien bien los conoce y ha aprendido,

Goza de la verdad en lo fingido.

LII.

Era un inmenso ejército, que pisa

La oriental tierra que el Hidaspe lava:

Le rige un Capitan de barba lisa

Que con tirsos frondíferos peleaba:

Por él edificada estaba Nisa,

Al pie de un rio que á su voz manaba:

Y es tal, que si Seméle allí estuviera,

Que su hijo es aquel pronto dijera.

LIII.

Más delante, bebiendo, seca el rio

Muy grande multitud de Asiria gente,

Sujeta al femenino señorío

De mujer, cuanto bella, incontinente:

Allí esculpido tiene el nunca frio

A su lado, feroz ginete ardiente,

Con quien sostiene un hijo competencia:

¡Nefando amor, brutal concupiscencia!

LIV.

De allí más apartadas tremolaban

(Tercera monarquía) las gloriosas

Banderas de la Grecia, y subyugaban

Del Gange hasta las aguas caudalosas:

A un capitan mancebo se postraban

Circundado de palmas valerosas,

Que no ya de Filipo, mas de fijo

Se proclama de Júpiter por hijo.

LV.

Admirando el Lusiada estas memorias.

Al Capitan el Catüal le dice:

«Pronto tiempo vendrá que otras victorias,

Las que viendo ora estais despreconice:

Aquí se han de escribir nuevas historias

De gente estraña que vendrá felice,

Que nuestros sabios magos lo alcanzaron,

Cuando tiempos futuros consultaron.

LVI.

«Y les dijo ademas su maga ciencia,

Que para contrastar fuerza tamaña,

No valdrá de los hombres resistencia.

Que es contra el cielo inútil mortal maña;

Y añadió, que la bélica escelencia,

En paz y en guerra, de la gente estraña

Será tal, que hará el nombre esclarecido

Del vencedor, la fama del vencido».

LVII.

Así hablando ya entraban en la sala

Donde aquel Imperante poderoso

En un lecho descansa, al que no iguala

En precio ningun otro primoroso:

En la muelle postura se señala

Venerando señor y bondadoso;

Y paño de oro ciñe su cabeza,

Que con preciosas joyas se adereza.

LVIII.

Baja la vista, en actitud muy sierva,

Un viejo cerca dél, de cuando en cuando,

Hoja verde le da de ardiente yerba,

Que está, segun su estilo, rumiando.

A un Brahamene elevado se reserva

Que á Gama á lentos pasos avanzando,

Le tome, y al monarca le presente,

Que, ya ante sí, le indica que se siente.

LIX.

Gama, sentado junto al rico lecho,

Y más lejos la corte que ora asista,

Mirando el Samorim está deshecho

El traje, el gesto, la actitud no vista:

Sacando aquí la voz del sabio pecho,

Que grande autoridad pronto conquista

En la opinion del Rey y el pueblo todo,

El Capitan prorumpe de este modo:

LX.

«Un grande Rey de los lugares donde

Con perpetuo girar voluble el cielo

Con la tierra á la tierra el sol esconde,

Dejando la que queda en negro velo,

Al oir del rumor, que allá responde

El eco, de que está del Indio suelo

En tí todo el poder, la fuerza entera,

Quiere á tí unirse en amistad sincera.

LXI.

«Y para que te anuncie á tí me manda,

De largas vueltas anudando el hilo,

Que cuanto por el mar y tierras anda

De riquezas, de allá del Tajo al Nilo,

Y de las frias playas de Zelanda,

Hasta donde en los dias va de estilo

No muda el sol sobre la Etiópia,

De todo hay en su reino inmensa copia.

LXII.

«Y si quieres con pacto y con alianzas

De paz y de amistad sacra y desnuda

Comercio consentir de las sobranzas

De uno y otro pais que el cielo ayuda,

Para acrecer sus rentas y abastanzas,

Por que tanto trabaja el hombre y suda,

Eso dará á los reinos ciertamente

Provecho, y á vosotros gloria ingente.

LXIII.

«Y mientras ese nudo de amistades

Entre los dos bien firme permanezca,

Pronto en todo rigor de adversidades

Que por guerras ó males se te ofrezca,

Le verás, dirigir á tus ciudades

Sus huestes, y que hermano te aparezca:

Saber sobre esto tu opinion aguardo.

Y que he de verte en responder no tardo».

LXIV.

Tal embajada el Capitan espone

Á quien el Rey gentil le respondia:

Que el recibir gran gusto le ocasione

Embajador que tan de allá venia:

Mas que en caso tan grave se propone

Escuchar al consejo que tenia,

Tomando exacto informe de quien era

La gente, el Rey, la tierra que dijera.

LXV.

Y que del largo viaje pena y susto

Podia en tanto descansar, que en breve,

Despacho le daria de su gusto,

Que en respuesta á su Rey contento lleve.

Pone en esto la noche el corte justo

Del hombre á los afanes, por que cebe

En el sueño sus miembros trabajados,

Y en el ocio los ojos no ocupados.

LXVI.

A Gama y Portugueses generoso

Agasaja en su espléndido aposento

Del Indio puerto el Regidor celoso,

Con fiesta y general contentamiento.

Al Catüal le cumple en el penoso

Cargo que del Rey tiene en regimiento,

Saber de dó la gente estraña viene,

Qué costumbres, qué tierra, que ley tiene.

LXVII.

No bien alumbra el carro del brillante

Mancebo Délio que la luz renueva,

Llamar manda á Monzaide en el instante,

Para informarse de la gente nueva:

Pregúntale, curioso y anhelante,

Si tiene claro indicio, ó cierta prueba

De quiénes son; que á sus oidos vino

Que es pueblo al pueblo suyo muy vecino.

LXVIII.

Y que en particular allí le diese

Informacion muy larga, pues hacia

Servicio en eso al Rey, con que ejerciese

Lo mejor que en el caso convendria.

Y respondió Monzaide: «Aunque quisiese

Decirte yo más que esto, no podria;

Que todos ellos son de allá de España

Dó en mi patria y el mar el sol se baña.

LXIX.

«Ley de un Profeta siguen, engendrado

Sin hacer en la carne detrimento

De la madre, pues hijo es aclamado

Del Dios que tiene el orbe en regimiento.

Lo que entre mis antiguos hay probado

Es que es muy grande su poder, sangriento

En armas, dó su brazo resplandece,

Como en su contra y daños aparece.

LXX.

«Por que ellos los lanzaron con no humana

Potencia de los campos abundosos

Del rico Tajo y rápido Guadiana,

Con hechos memorables y famosos:

Y sin parar aun en la Africana

Tierra, cortando mares procelosos,

No nos quieren dejar vivir seguros,

Sin temer a Ciudades y altos muros.

LXXI.

«Ni menos han mostrado esfuerzo y maña

En otras varias guerras que han tenido,

Ó con gentes belígeras de España,

Ó que hayan del Piréne descendido:

Así que nunca, en fin, por fuerza estraña

Fue su valor postrado ni vencido;

Ni se sabe que salga en ningun suelo,

Para Aníbales tales, un Marcelo.

LXXII.

«Y si esta informacion no fuese entera,

Y saber de ellos mismos se te antoja,

Entiende que es veraz gente y severa

Y á quien engaño y falsedad enoja:

Vé á ver su flota y hueste, y la manera

Del fundido metal que muerte arroja;

Y te holgarás de ver la alta pericia

Portuguesa en la paz y la milicia».

LXIII.

Ya por ver el Idólatra se muere

Cuanto el Moro de aquellos le contaba:

Manda equipar bateles, que ver quiere

Las náos en que el Luso navegaba.

Salen los dos del puerto, á ellos se adhiere

Naire generacion que el mar cuajaba,

Y á montar van del Capitan la nave

Do Pablo atento recibirlos sabe.

LXXIV.

Purpúreos son los toldos; las banderas,

De trama del vellon que el Tajo cria,

Pintadas allí lucen las guerreras

Proezas que el Lusiada acabó un dia:

Lizas en campo abierto aventureras,

Desafios de muerte: ¡historia impía

Que uso es siempre que espante y que deslumbre

A Gentil y á Cristiana muchedumbre!

LXXV.

Empieza el Indio á preguntar: mas Gama

Le suplica primero que se siente,

Y que el suave deleite que más ama

La Epicúrea familia esperimente:

Del espumante vaso se derrama

El licor que Noé mostró á la gente.

Mas el Gentil que lo dispensen pide,

Que la secta que sigue se lo impide.

LXXVI.

Rompe el aire el clarin, que el pensamiento

Es en la paz de trances militares,

Con el fuego el diabólico instrumento

Se hace oir en el fondo de los mares.

Todo el Catual lo nota: mas atento

Está siempre á los hechos singulares

De aquellos hombres cuya imágen propia

Traza allí la pintura en muda copia.

LXXVII.

Allí el Gentil de pie, do Gama junto

Y Coello tambien, y el Mauritano,

Ponen la vista en el marcial trasunto

De encanecido viejo soberano,

Cuyo nombre jamas será difunto

Mientra hubiere en el mundo trato humano:

Su traje, que es de griego estilo muestra.

Y un ramo por señal lleva en la diestra.

LXXVIII.

Un ramo por señal… Mas ¡oh cuán ciego

Yo que emprendo con paso temerario,

Sin vosotras del Tajo y del Mondego,

Por tan rudo camino, estenso y vario!

Vuestro favor imploro: que navego

Por alto mar con viento tan contrario,

Que si no me ayudais, al cielo plegue

Que mi batel muy pronto no se anegue.

LXXIX.

Mirad que há tiempo mucho que cantando

Vuestro Tajo voy ya, vuestros Lusiadas,

Y fortuna me trae peregrinando,

Sufriendo sus injurias duplicadas;

Ayer peligros de la mar pasando,

Hoy de Marte las furias desatadas,

Cual Canáce, ya pronto á la hora suma,

Una mano en la espada, otra en la pluma.

LXXX.

Ora con la pobreza aborrecida,

Por ajenos hospicios degradado:

Ora de la esperanza ya adquirida,

De nuevo, más que nunca derribado:

Ora escapando apenas con la vida,

Que de un hilo pendia tan delgado,

Que no menos milagro fue librarse,

Que al Rey judáico en el cubil salvarse.

LXXXI.

Y aun así, Ninfas mias, no bastaba

Que tan grandes miserias me oprimiesen,

Sino que aquellos que cantando andaba

Tal precio por mis versos me volviesen.

A trueque de descansos que esperaba,

De coronas de lauro que me diesen,

Trabajos nunca vistos me inventaron

Con que á estado tan triste me arrojaron.

LXXXII.

Ved ¡oh Ninfas! qué engendros de señores

Vuestro Tajo produce valerosos

Que así saben premiar con sus favores

A quien los hace con cantar gloriosos.

¡Qué ejemplos á futuros escritores,

Que despierten á ingenios perezosos

Que aquellas cosas den á la memoria,

Que merecen tener eterna gloria!

LXXXIII.

En tantos males, pues, séame dado

Solo que vuestro amor no me fallezca,

Principalmente aquí, que ya he llegado

Donde diversos hechos engrandezca:

Vuestro amparo me dad, que yo he jurado

No gastarle en quien bien no lo merezca:

Y ni por miedo al daño que ya espero,

Ensalzaré á los altos lisonjero.

LXXXIV.

Ni creais que yo fama nunca diera

A aquel que alm bien comun de inmensas greyes

Su privado interes antepusiera,

Adverso á humanas y á divinas leyes:

Ni á ningun ambicioso que quisiera

A los mandos subir que dan los Reyes

Solo para, con torpes ejercicios,

Poder usar más ancho de sus vicios.

LXXXV.

A nadie que poder quiera bastante

Para el servicio de designio feo,

Y que por complacer al vulgo errante,

De más formas se vista que Protéo:

Ni tampoco penseis, Musas, que cante

Al que, hipócrita en traje honesto veo,

Por contentar al Rey en nuevo oficio,

Robar y hacer al pueblo maleficio.

LXXXVI.

Ni á quien juzga que es justo y caso estrecho

Guardar leyes del Rey severamente,

Y no piensa que es justo y de derecho

Que se pague el sudor de pobre gente:

Ni á quien siempre, con poco osado pecho,

Razones busca, y cuida que es prudente

Con mano avara al premio poner tasa

De trabajos ajenos que él no pasa.

LXXXVII.

Yo solo he de decir los que espusieron

Por su Dios y su Rey la amada vida,

Que, haciéndola inmortal, la revivieron

A la luz de su gloria esclarecida.

Febo y las que hasta agora me siguieron

Me doblarán la llama concedida,

Mientras que tomo aliento, descansando,

Para seguir despues mayor cantando.

Canto Octavo

Argumento del Canto Octavo

Ve el gobernador de Calecut varias pinturas recamadas en las banderas de la Armada, y oye la esplicacion que le hace de ellas Pablo de Gama. Origen del nombre de Lusitania: hechos gloriosos de los Reyes de Portugal y de sus vasallos, hasta el Rey D. Alfonso V: manda el Samorim á sus Arúspices que consulten lo futuro respecto de la Armada: informan contra los navegantes: pretenden destruir á Gama, el cual satisface al Rey sobre sus injustos cargos y sospechas.
I.

Vimos que el Catüal se detenia

En la primer figura que hay pintada,

Que en la diestra por signo un ramo erguia,

Blanca barba luciendo dilatada.

Saber quien es, y la razon quería

De por qué lleva la señal narrada;

Y dice Pablo, caya voz discreta

El Mauritano al Indio le interpreta:

II.

«Estos varones todos que parecen

Tan fieros á la vista en sus aspectos,

Más fieros y más bravos aparecen

De su esfuerzo y valor por los efectos:

Antiguos son, y aun ora resplandecen

Grandes entre los hombres más perfectos:

Luso es este que ves, por quien la fama

A nuestro reino Lusitania llama.

III.

«Fue hijo, ó compañero del Tebano

De quien se cuenta el conquistar contino:

Parece que á parar al suelo Hispano,

Siguiendo el curso de sus armas vino.

Del Guadiana y del Duero el campo ufano,

Ya Elisio dicho, tanto le convino,

Que nombre allí dejar quiso á los nuesos,

Y sepultura á sus cansados huesos.

IV.

«El ramo que le ves como divisa,

El verde Tirso fue de Baco usado,

El cual á nuestra edad muestra y avisa

Que fue su hijo ó compañero amado.

Ese otro que del Tajo el suelo pisa,

Despues de haber tan largo mar sulcado,

Muros perpetuos á su orilla eleva

Y á Palas templo, de su amor en prueba.

V.

«Es Ulises quien labra santa casa

Al Númen que le da lengua facunda

Que si en Asia á la grande Troya abrasa.

En Europa á Lisboa insigne funda».

«¿Quién es ese otro acá que el campo arrasa,

Con presencia entre muertes furibunda,

Y destroza legiones cien guerreras,

Que las águilas llevan por banderas?».

VI.

Dice el gentil; y le responde Gama.

«Ese que ves, pastor fue de ganado:

Viriato sabe el mundo que se llama,

En espada más diestro que en cayado:

De Roma á escurecer llegó la fama,

Vencedor invencible y celebrado.

Con él no alcanzan, ni tener pudieron,

Los modos que con Pirro antes tuvieron.

VII.

«Con fuerza no, con maña vergonzosa

Le quitaron la vida: ¿qué os espanta?

Si la gente, aun la grande y generosa,

La ley á veces de virtud quebranta.

Contra su patria ese otro, que orgullosa

Le trata, con nosotros se levanta:

Y cierto escoge bien con quien se alzase,

Para que eternamente se ilustrase.

VIII.

«Tambien, con nos, abate las banderas

De esas aves de Júpiter amadas;

Que desde el tiempo aquel las más guerreras

Huestes son por nosotros ya arrolladas.

Ve de qué artes se vale, y qué maneras

Para ganar los pueblos amañadas:

Fatídica una cierva se lo avisa:

Él es Sertorio, y ella su divisa,

IX.

«Mira esotra bandera y ve esculpido

Al gran tronco de Reyes Lusíberos:

Nos Húngaro le hacemos: que nacido

En Turingia le dicen estranjeros.

Despues que tiene al Moro ya vencido

Y á Galicia y Leoneses caballeros,

Porque la real raiz se santifique,

Pasa al Santo Sepulcro el Santo Enrique».

X.

«Dime quien es ese otro, que me espanta

(Pregunta el Malabar maravillado),

Que escuadrones sin fin de gente tanta,

Con tan poca ha vencido y destrozado:

Que á tantos hijos de Ismael quebranta,

Tantas batallas da, jamás cansado,

Y que coronas huella en todas partes

A sus pies derribadas, y estandartes».

XI.

«Es Alfonso Primero (dice Gama),

Que todo Portugal al Mauro toma;

Por quien jura al Estigio ya la fama,

Que más no ha de ensalzar glorias de Roma

Este es aquel piadoso á quien Dios ama,

Por cuyo brazo al Moro adverso doma,

Y de su reino abátele los muros,

No dejando que hacer á los futuros.

XII.

«Sí César y Alejandro así tuvieran

Tan pequeño poder, tan poca gente,

contra enemigos tantos cuantos eran

Los que venció este Príncipe escelente,

No creas que sus nombres se estendieran

Con renombre inmortal tan largamente:

Mas deja hazañas suyas, no esplicables,

Que asaz las de su gente son notables.

XIII.

«Este á quien ves decir con gesto airado

Al derrotado alumno mal sufrido

Que recoja el ejército sembrado

Y en su campo se encierre defendido

Es el que anciano al mozo ha libertado,

Y en vencedor le torna de vencido;

Egas Moñiz se llama el fuerte viejo:

De súbditos leales claro espejo.

XIV.

«¡Ved que va con sus hijos á entregarse!

La cuerda al cuello, en ropas de villano,

Porque el mozo no quiso ya doblarse

Cual él lo ha prometido, al Castellano,

Cuando hizo con ofertas levantarse

El cerco en que cayó su soberano:

Con hijos y mujer busca la pena,

Y por salvar al Rey, él se condena.

XV.

«No tanto el Cónsul hizo que, cercado

En las Caudinas horcas ignorante,

A pasar por debajo fue obligado

De aquel yugo Samnítico triunfante.

Este por el su pueblo desdeñado,

Entrega su persona, audaz, constante:

El otro, á él y á lo que más le duele:

A la esposa sin culpa, al hijo imbele.

XVI.

«Ved aquel que saliendo de celada

Da sobre el Rey que cerca un muro fuerte:

Ya le prende y la villa es descercada,

¡Hecho inmortal que coronó la suerte!

Vedle que va pintado en esta Armada.

Dando en el mar tambien al Moro muerte,

Cogiéndole las naves, con la gloria

De la primer marítima victoria.

XVII.

«Es Don Fúas Rupiño, que en la tierra

Resplandece y la mar con el cruento

Fuego con que encendió, junto á la sierra

Abilense, del Moro el armamento:

Mira cuál, por tan justa y santa guerra,

De morir combatiendo está contento:

Desde las manos del Infiel el alma.

Sube al cielo, feliz con justa palma.

XVIII.

«¿Ves allí mucha gente de estranjero

Traje salir de grande armada y nueva,

Que á combatir ayuda al Rey primero

A Lisboa, y de si da tanta prueba?,

¿Ves de Enrique, famoso caballero,

Una palma nacer junto á la cueva?

Milagro hace por ellos Dios no visto:

Hermanos son los mártires de Cristo.

XIX.

«La espada un sacerdote lleva erguida

Contra Arronches, que toma por venganza

De Leiria, que de antes fue vencida

Del que por Mahomede enristra lanza:

Es Teotonio el Prior. Vé aquí ceñida

A Santarem, y vé la aseguranza

De esta figura que alza la primera,

Sobre el muro, de quinas la bandera.

XX.

«Y mira aquí dó Sancho desbarata

Los moros de Vandalia en dura guerra;

Rompe las huestes, al Alférez mata,

Y el Hispano pendon echa por tierra:

Es Mem Móñiz, que el gran valor retrata

Del padre, que en su tumba no le cierra:

¡Digno es de esas banderas, pues la suya

Ensalza ¡oh castellano! á costa tuya!

XXI.

Mira aquel que desciende por la lanza,

Con las cabezas dos de los vigías,

La celada ocultando con que alcanza

La ciudad, por sus artes y osadías;

La cual toma por armas la semblanza

Del vencedor que las cabezas frias

Lleva en la mano: ¡esfuerzo jamás hecho!

¡De Giraldo sin miedo este es el pecho!

XXII.

«¿No ves á un castellano, que agraviado

De Alfonso Nono por el odio antigo

Al Moro, con los Laras, se ha pasado,

De Portugal haciéndose enemigo?

De Abrantes la ciudad toma, ayudado

De Máura multitud que trae consigo:

Mas vé que un Portugués con poca gente

Lo desbarata y prende bravamente.

XXIII.

«Martin Lopez se llama el caballero

Que de este rico honor gana el tesoro.

Mas mira un eclesiástico guerrero,

En lanza convertir báculo de oro:

Mírale entre dudosos tan entero

En no negar batalla al fuerte moro:

Vé el signo que en el cielo le aparece

Con que en sus pocos el esfuerzo crece.

XXIV.

«Ve los Reyes de Córdoba y Sevilla

Aquí con otros dos correr el llano,

Para morir al fin ¡oh! ¡maravilla

Hecha por Dios, que no por brazo humano!

Vé, ya se rinde de Alcacer la villa,

Que todo muro y ardimiento es vano,

A Mateos, Obispo de Lisbona,

A quien palma celeste allí corona.

XXV.

«Mira un Mestre, que baja de Castiella

Portugués de nacion, cómo conquista

Tierra de los Algarves, y ya en ella,

No encuentra quien por armas le resista:

Con arte, esfuerzos, y benigna estrella,

Castillos, villas toma á escala vista:

Vé á Tavira ganada á sus señores

Por vengar á los siete cazadores.

XXVI.

«Vé que á Silves tomando, al Moro engaña

Que antes la conquistó con fuerza ingente,

Don Payo de Correa, cuya maña

Y valor es envidia de la gente;

Y vé los tres que en Francia y en España

Hácense conocer perpetuamente

En torneos, en lucha, en desafíos,

Dejando en ellos fama de sus bríos.

XXVII.

«Con nombre los ve entrar de aventureros

Castiella do la prez solos llevaron,

De los juegos de Marte verdaderos,

Que de muchos con daño ejercitaron.

Ve muertos á los bravos caballeros

Que de los tres al principal retaron;

De Gonzalo Ribeiro esa es la alteza,

Y la ley del morir con él no reza.

XXVIII.

«Mira aquel que su fama tanto estiende

Que con ninguna antigua se contenta,

Y el pais, que de un hilo flaco pende,

Sobre sus hombros sólidos sustenta:

¿No le ves, de ira lleno, que reprende

La desconfianza vil, inerte y lenta

Del pueblo, y le somete al dulce freno

De su Rey natural, no del ajeno?

XXIX.

«Vé que por su consejo que tomaba,

De Dios guiado y do su santa estrella,

Puede lo que imposible se juzgaba:

Vencer al pueblo ingente de Castiella.

Vé, por industria suya y fuerza brava,

Otro estrago y victoria clara y bella,

En la gente feroz, cuanto infinita,

Que entre el Tartesio y el Guadiana habita.

XXX.

«¿Mas no ves cuasi aquí desbaratado

El poder Lusitano, por la ausencia

Del Capitan devoto, que apartado

Invoca en su oracion la Trina Esencia?

Vélo, con prisa de su gente hallado,

Que le dice que falta resistencia

Contra tal fuerza, y pídele que acuda

Para que á los ya flacos lleve ayuda.

XXXI.

«Pero vé con qué santa confianza,

Que no era tiempo aún le respondia,

Como quien tiene en Dios la aseguranza

Del triunfo que luego le daria:

Así Numa al oir que la pujanza

Del contrario las tierras le corria,

Responde al que la nueva le esta dando:

¿Pues no miras que estoy sacrificando?

XXXII.

«Si ora el nombre á decir quieres que pruebe

Del que fiado en Dios así campea,

Escipion Portugués llamarse debe,

Mas con el de Nuñ’Alvarez se arrea:

¡Patria dichosa que á tal hijo lleve!

Padre aun mejor, que en cuanto el sol rodea

El gran globo de Céres y Neptuno,

Nunca cual este se hallará ninguno.

XXXIII.

«Vé que en la misma guerra presa apaña

Este otro Capitan de poca gente.

Comendadores vence en la campaña,

Y su botin rescata bravamente.

Vé que otra vez la lanza en sangra baña

Solo por libertar con celo ardiente

Al preso amigo: ¡ejemplo de leales,

Pero Rodriguez es de Landroáles!

XXXIV.

«Mira el traidor aquel, y cómo paga

El perjurio que fizo, y vil engaño:

Es Gil Fernandez d’Elvas quien le amaga

Y hace luego sufrir el mayor daño:

Do Jerez roba el campo y le encenaga

En la sangre del mísero aledaño:

Y mira á Ruiz Pereira cual de frente,

Escudo á las galeras es potente.

XXXV.

«Vé cómo diez y siete Lusitanos

De lo alto de eso otero se defienden,

Fuertes de cuatrocientos castellanos,

Que por cogerlos en redor se estienden:

Mas pronto anunciarán ayes vanos

Que no se guardan solo, mas que ofenden:

¡Accion que debe el mundo hacer eterna

Grande en la edad antigua y la moderna!

XXXVI.

«Sábese, de muy lejos, que trescientos

Contra un mil de Romanos pelearon

En tiempos que civiles ardimientos

De Viriato las glorias levantaron:

Que de aquellos, logrando vencimientos,

Herencia memorable nos dejaron,

(Como despues probamos en cien luchas)

De arrostrar pocas fuerzas á las muchas.

XXXVII.

«Los infantes vé aquí Pedro y Enrique,

de Juan progenie ilustre y generosa:

Hace aquel que su fama certifique

Germania, con su muerte valerosa:

Este, que ella en los mares le publique

Por su descubridor, y la orgullosa

Ceuta postre su Islámica jactancia

Y rinda, con sus puertas, su arrogancia.

XXXVIII.

«Mira al Conde Don Pedro, que sustenta

Dos cercos contra toda Berbería;

Y otro Conde ve allí que representa

En la tierra, de Marte la osadía;

Con defender no solo se contenta

Á Alcacér contra inmensa compañía,

Mas de su Rey la vida, en grave apuro,

Salva y pierde la suya allí en el muro.

XXXIX.

«Verias muchos más que los pintores

Aquí tambien de cierto pintarian:

Mas les faltan pinceles y colores,

Honra, premio y favor que ingenios crian:

Culpa es de los viciosos sucesores,

Que en verdad se degradan y desvian

Del lustre y del valor de sus pasados,

En gustos y altiveces atollados.

XL.

«Los altos padres que principio dieron

Á la generacion que de ellos baja,

Mucho por la virtud entonce hicieron,

Que tambien por formar nietos trabaja.

¡Ciegos que de las penas que sufrieron

Si la fama las glorias nunca ataja,

Oscuros deja siempre á sus menores,

Con dejarles descansos corruptores!

XLI.

«Tambien hay otros grandes y abastados

Que de troncos ilustres no provienen,

Por la culpa de Reyes, que á privados

Dan más que á los que esfuerzo y saber tienen

Á estos, sí, que á los suyos ver pintados

No place, y diz que orgullos no convienen;

Y es su contrario natural la tabla,

Y quieren mal á la pintura que habla.

XLII.

«No niego que hay á veces descendientes

De generoso tronco y casa rica,

Cuya nobleza en usos escelentes

Su blason heredado magnifica;

Y si la antigua luz de sus parientes

Con su valer no aumenta y clarifica,

Al menos no se apaga ni hace escura:

Mas de estos halla pocos la pintura».

XLIII.

Gama así con acentos no prolijos

Los hechos cuenta que, con varia tinta,

Claros, perfectos, del pincel son hijos

Del artífice docto que allí pinta.

El Catüal los ojos prestos, fijos

Tiene en la historia vívida y distinta,

Mil veces preguntando y mil oyendo

Las gustosas batallas que está viendo.

XLIV.

Mas ya la luz mostrábase dudosa

Porque la inmensa lámpara se hundia

Bajo del horizonte, y luminosa

Llevaba á los antípodas el dia;

Cuando la Naire gente numerosa

De la gran Capitana ya salia

A buscar el reposo, que descansa

Los lasos miembros en la noche mansa.

XLV.

En tanto los Arúspices famosos

De la ciencia Gentil, que en sacrificios

Dicen adivinar casos dudosos

Por señales diabólicas ó indicios,

Por el Rey mismo enviados, estudiosos

Ejercian el arte y sus oficios

Sobre esta gente y su venida estraña

Del mar remoto de la ignota España.

XLVI.

Dáles signo el demonio verdadero

De aquel nuevo pueblo les seria

Cautividad y yugo postrimero,

Destruccion de su gente y su valía;

Y espantado el atónito agorero

Al Rey le va á decir (cual lo entendian)

Las señales que halló fieras y estrañas

De las víctimas viendo las entrañas.

XLVII.

Y á todo esto se añade que á un devoto

Que profesa la ley de Mahomede,

Del odio concebido no remoto

A la fe santa que sufrir no puede,

En forma del Profeta, que tan noto

Del hijo de la esclava Agar procede,

Baco, que de sus odios no desiste,

En sueños se le muestra fiero y triste.

XLVIII.

Y le dice: «¡Oh mi gente! estad alerta

Del daño que os prepara el enemigo,

Que por los mares ya el camino acierta,

Antes que esteis más cerca del castigo».

Esto escuchando, el Moro se despierta

De la vision absorto; mas consigo

Piensa que es de comun sueño el efeto,

Y se vuelve á dormir tranquilo y quieto.

XLIX.

Y torna Baco, y dice: «¿No conoces

Al gran legislador que á tus pasados

El precepto enseñó, que reconoces,

Sin el cual fuérais muchos bautizados?

Yo velo, si tú duermes á mis voces:

Pues sabe que los otros, que llegados

Serán despues, harán daño infinito,

En el culto que al hombre dejé escrito.

L.

«Mientras flaca es la fuerza de esta gente,

Ordenad que con fé se la resista,

Pues cuando sale el sol, bien fácilmente

Se puede en él poner fija la vista:

Mas así que subió claro y ardiente,

Ciego queda el que á verle un tiempo asista,

Cual quedareis vosotros, si raices

Permitís que estos crien ¡infelices!».

LI.

Dice Baco; y se ausenta, con su trama

Espantado dejando al Agareno:

Salta del lecho, y luces pide y clama,

Labrando en él el férvido veneno;

Y en cuanto aquella, á quien el sol inflama,

Muestra su rostro angélico y sereno,

Junta á los jefes de la torpe secta

Y del sueño les da version perfecta.

LII.

Pareceres diversos contrarios

Allí se oyen segun que lo entendian:

Engañosa traicion y ardides varios,

Perfidias inventaban y decian;

Mas dejando consejos temerarios,

La destruccion del Luso pretendian

Con artes más sutiles y mejores,

Y empiezan á ganar á los rectores.

LIII.

Con joyas, oro, y dádivas secretas

Vienen á su opinion los principales;

Y con razones prueban muy discretas

Que á su ruina ya van los naturales,

Diciendo aquellas ser gentes inquietas

Que los mares corriendo Occidentales,

Viven del robo y vil fraude malina,

Sin Rey, sin ley humana, ni divina.

LIV.

¡Oh cuánto debe el Rey que bien gobierna

Ver que los consejeros y privados

De honor, conciencia y de virtud interna,

Y de sincero amor, sean dotados!

Pues como se halla en sede tan superna,

Mal puede de los hondos y apartados

Negocios adquirir relato entero

Más que el del labio mismo consejero.

LV.

Mas tampoco diré que cuesta tanto

La conciencia encontrar límpida y cierta,

Que solo se halle en pobre humilde manto,

Dó acaso la ambicion ande encubierta:

Y hombre hay tambien, que bueno, y justo, y santo,

En negocios del mundo poco acierta;

Que mal podrá cuidarlos entre el dolo

Dulce conciencia puesta en Dios tan solo.

LVI.

En tanto los avaros Catüales

Que al Gentílico pueblo gobernaban,

Inducidos por gentes infernales,

Despacho al Portugués dificultaban.

Mas Gama, que no busca en las señales

De cuanto allí los Moros preparaban,

Si no á su Rey llevar relato cierto

Del mundo que dejaba descubierto:

LVII.

De eso cura no más; que bien sabia

Que despues que llevara esa certeza.

Armas, naves y gente mandaria

Manuel, que ocupa allá la suma alteza,

Con que á su yugo y ley someteria

De esos mares y tierras la grandeza;

Puesto que él no era más que un diligente

Descubridor del mundo del Oriente.

LVIII.

Y para hablar al Rey, hora designa

En que pedir que fiel le despachase;

Que en todo viendo está que la maligna

Gente quiere impedir que lo lograse.

El Rey, que de la nueva falsa, indigna,

No es mucho de admirar que se espantase,

Pues es en sus agüeros tan creyente,

Ora afirmados por la Máura gente:

LIX.

Ante el relato tiembla que le han hecho,

Si bien por otra parte ba codicia,

Que es prenda innata de su bajo pecho.

Con deseo inmortal su sangre vicia;

Pues vé bien cuán amplísimo provecho

Tendrá si con verdad y con justicia,

El comercio y el trato acepta sanos

Que le propone el Rey de los Lusianos.

LX.

Sobre esto en los consejos que tomaba

Recibia contrarios pareceres;

Que en los que él su poder depositaba,

Ejercia el dinero sus poderes.

Al fin, venir al Capitan mandaba,

Y en llegando le dice: «Si quisieres

Decirme la verdad limpia y desnuda,

A tu culpa daré perdon y ayuda,

LXI.

«Bien informado estoy que la embajada

Que me diste de un Rey tuyo es fingida:

Pues tú ni tienes Rey ni patria amada,

Sino que arrastras vagabunda vida:

Que ¿quién desde la Hesperia así apartada,

Rey ó señor, de insania desmedida,

Ha de venir á entrar con gente y flotas

Tierras dél tan inciertas y remotas?

LXII.

«Y si de grandes reinos poderosos

Tiene tu Rey las regias majestades,

¿Qué presentes me traes valerosos,

Señal de tus incógnitas verdades?

Con prendas suelen y actos generosos

Los Reyes enlazar sus amistades:

Que no es prenda de ley ni don sincero.

La palabra de un vago aventurero.

LXIII.

«Si venís por ventura desterrados

Cual hombres ya lo han sido de alta suerte,

En mi reino sereis agasajados,

Que toda tierra es patria para el fuerte:

Mas si piratas sois del mar probados,

Decidlo sin temor de infamia ó muerte;

Que por buscar de sustentarse el modo,

Vital necesidad obliga á todo».

LXIV.

Esto así dicho, Gama que ya tiene

Sospecha de la insidia que ordenaba

El odio Mahometano, de dó viene

Ese que el Malabar tan mal celaba,

Con gran seguridad, como conviene

A quien seguro crédito alcanzaba

De Vénus Accidalia al dulce amparo,

Este sacó del pecho acento claro.

LXV.

«Si antiguas culpas, que mortal nequicia

En la primera edad cometió humana,

No hicieran que en el vaso de malicia

(Azote crudo de la grey cristiana)

Cayera la perpetua inimicicia

¡Oh poderoso Rey! de la pagana

Raza de Adan, que secta torpe estrecha,

No concibieras tú tan vil sospecha.

LXVI.

«Mas porque ningun bien grande se alcanza

Sin gran lucha tambien, y en todo hecho

Sigue el temor el paso á la esperanza,

Que siempre vive con sudor del pecho.

Por eso miro en tí tal desconfianza

De mi verdad, sin conceder derecho

A razones, que justas hallarias,

Si no escuchases voz que no debias.

LXVII.

«Que si de robos yo solo viviese

Undivago, sin patria, desterrado,

¿Cómo imaginas que hasta acá viniese

A buscar nido incógnito, apartado?

¿Qué intereses me harian que corriese

Así sufriendo por el mar airado,

El Antártico frio, y los ardores

De los pueblos del Aries moradores?

LXVIII.

«Si con grandes presentes de alta estima

Me exiges la verdad de lo que digo,

Sabe que, solo á hallar vine este clima

Dó puso el cielo tu imperial abrigo:

Mas si tanto la suerte me sublima

Que retorne á mi reino y suelo amigo,

La alta prenda verás rica y preciada

Con que mi vuelta te será anunciada.

LXIX.

«Si te parece de imposible efecto

Que el Rey de allá de Hesperia á tí me mande,

Mente sublime, generoso afecto,

Ningun caso posible juzga grande;

Aunque es verdad que el mérito perfecto

Del Lusitano espíritu demande,

Para creerlo, fe de más alteza:

¡Tan inaudita y tanta es su grandeza,

LXX.

«Sabe que há muchos años los antigos,

Reyes nuestros vencer se propusieron

Firmemente los riesgos y castigos

Que siempre á grandes cosas se opusieron!

Y luchando en los mares, que enemigos

Son del muelle descanso, pretendieron

Saber que fin tenian y dó estaban

Las playas postrimeras que lavaban.

LXXI.

«Digna fue inspiracion del Tirso raro

Del venturoso Rey que holló el primero

Los mares yendo á echar del nido amparo

Al morador del Ábila postrero.

Ese de industrias y saber avaro.

A un madero juntando otro madero,

Descubrió aquella parte, que hacen clara

De Hidra y Argus la luz, de Liebre y Ara.

LXXII.

«Aumentando en los pechos las primeras

Venturas la osadía, descubrieron

Poco á poco más vias estranjeras,

Que siempre unos tras otros prosiguieron:

Las gentes que del Africa postreras

Las Siete Llamas en lo Austral no vieron,

Fueron vistas de nos, atras dejando

Á los que están los Trópicos quemando.

LXXIII.

«Así con fuerte pecho hemos vencido

Y alta constancia á la fortuna impía,

Hasta que á tu terreno hemos venido

Al mundo á abrir del mar la mejor vía.

Entre el furor del golfo entumecido,

De negro cielo, y tempestad bravía,

A tí llegamos, de quien pido ardiente

Solo señal que á nuestro Rey presente.

LXXIV.

«Esta es, Rey, la verdad; pues nunca haria

Por un incierto bien, un flojo premio,

(Como esperar, no siendo así, podria)

Tan largo y vano artificial proemio:

Mas antes descansar me dejaria

En el no descansado y fiero gremio

De Tétis, cual pirata descreido

Con ajeno trabajo enriquecido.

LXXV.

Así que ¡oh Rey! si tienes mis verdades

Como cosa leal, y no amañada,

Une á breve despacho tus bondades,

Sin quitarme el placer de la tornada;

Y si aun juzgas mis dichos falsedades,

Medítalo mejor, que bien probada.

Mi causa en claro juicio puede verse,

Que fácil la verdad es de entenderse».

LXXVI.

Atento estaba el Rey á la pujanza

Con que Gama sus pruebas sostenía:

Concibe de él completa aseguranza

En su alma fe, certeza en su hidalguía;

Estima de su acento la confianza,

Juzga su autoridad de gran valía,

Y comienza á tener por mal servidos,

¡Estulto! á los Catuales corrompidos.

LXXVII.

Esto, junto á las ansias del provecho

Que espera del contrato Lusitaño,

Hácele obedecer más, al derecho

Del Capitan, que al Sarraceno engaño.

En fin, dícelo a Gama que de hecho

Vaya á la escuadra y sin temor de daño,

Mande á tierra á su gusto toda prenda

Que por la especería trueque ó venda.

LXXVIII.

Que envie mercancía, en fin, le manda

Que en los reinos Gangéticos no hubiere,

Si trae alguna al caso de la banda

De allá dó empieza el mar, la tierra muere.

Ya de la real presencia veneranda

Parte Gama á dó barco pedir quiere

Al Catual, que las naves y aparejos

Rige, pues que los suyos se hallan lejos.

LXXIX.

Barco le pide que á las naos le llevo:

Mas el Catual, con proceder rehacio,

Nada concede, y á idear se atreve

Cómo le haca traicion en corto espacio:

Le lleva al muelle, con la mente aleve

De detenerle lejos del palacio,

Donde sin que su Rey noticia tenga,

Su infame intento á consumarle venga.

LXXX.

Dícele que muy lejos le podria

Barco facilitar en que partiese,

O que mejor para el siguiente dia

Su poco urgente embarque difiriese.

Ya, con tardanzas tantas, comprendia

Gama que este Gentil de acuerdo fuese,

(Lo que hasta aquel momento no creyera)

Con la Máura intencion cobarde y fiera.

LXXXI.

Era este Catual de los que estaban

Ganados de los Moros por la gente,

Y de los que las villas gobernaban,

El Principal del Samorim potente:

Así que de sus fraudes aguardaban

El logro, por su medio solamente;

Y él, que con ellos pérfido conspira,

Ni la esperanza ni la accion retira.

LXXXII.

Gana (aunque en vano) activo le requiere

Le dé un batel, pues su mision es esa,

Y que así lo ha mandado, le refiere,

El Samorim, que en ello se interesa:

Le pide la razon por qué difiere

Sacar la mercancía Portuguesa,

Y alegra no poder ser derogado

Aquello que ya el Rey tiene mandado.

LXXXIII.

Razones tales el Catual corruto

Atiende poco, y sigue revolviendo

En su mente y sutil ingenio astuto

Algun fraude diabólico, estupendo:

Ya cómo bañar pueda el fierro bruto

En la sangre odiosísima está viendo,

Y ya cómo las llaves abrasase,

Por que ninguno á Portugal tornase.

LXXXIV.

Que no vuelva ninguno: eso prescribe

El consejo infernal de Mahometanos;

Porque á saber no llegue la que vive

Eóda tierra el Rey de Lusitanos.

No parte Gama, en fin, que lo prohibe

El regidor de bárbaros profanos;

Y no hay, sin sin licencia, quien se arroje,

Porque todos los barcos los recoge.

LXXXV.

Del Capitan al grito y las razones,

El Catüal le responde que mandase

Acercar sus distantes galeones,

Para que así mejor fuese y tornase;

Que enemiga parece, y de ladrones

Flota que tan lejana se apartase,

Y que no es bien que evite sus abrigos;

Que no es el desconfiar, prueba de amigos.

LXXXVI.

Conoce en estos dichos el buen Gama

Que pretende las náos en el puerto

Meter el Indio, porque á fierro y llama

Con furor las asalte descubierto:

Su inventiva eu proyectos mil derrama;

Y fantaseando en él buscar lo cierto

Del mal que amaga lo que á cargo tiene,

Todo lo trama, y piensa, y lo previene.

LXXXVII.

Cual reflejo de luz que del pulido

Acero salta, ó del cristal hermoso,

Del sol brillante, por el rayo herido,

Que á otra parte á tocar va luminoso,

Y de la astuta mano ser movido,

Desde la estancia del muchacho ocioso,

Anda por la calle, y muros, y tejado,

Trémulo aquí, y allí no sosegado:

LXXXVIII.

Vagando así la mente fluctüaba

De Gama, preso ya, cuando al sentido

La viene que Coello le aguardaba

En la playa, quizá dél advertido:

Así que el avisarle solo ansiaba,

Que á la flota volviese, prevenido

De los engaños, y traicion maldita,

Que les reserva el pérfido Ismaelita.

LXXXIX.

Así ha de hacer quien quiera, en dón de Marte

Copiar hombres famosos é igualarlos;

Con la idea volar de una á otra parte;

Adivinar peligros y evitarlos:

Con militar ingenio y sutil arte

Atraer á enemigos, ó engañarlos:

Pensar en todo, en fin, que no es servible

El capitan que diga: Era increible.

XC.

Insiste el Malabar en que esté preso,

Si hasta el muelle no manda entrar la armada

Él, constante y en ira noble acceso,

Su amenaza y furor no estima en nada;

Que antes quiere cargar él solo el peso

De cuanto mal dispone la malvada

Gente infiel, que esponer á la ventura

La flota de su Rey que está segura.

XCI.

Allí sigue esa noche detenido,

Y parte de otro dia, cuando pide

Y resuelve ir al Rey; mas reprimido

Es por guardia caudal, que se lo impide,

Aquí ocurre al Gentil otro partido;

Pues del Rey el castigo pesa y mide,

Si entiende su maldad, la cual al cabo

Sabrá, si más detiene al jefe bravo.

XCII.

Las especies que el Luso trueca ó vende

Dícele que traer ordene á tierra,

Pues su comercio establecer pretende;

Que quien no quiere trato, busca guerra

Aunque el torpe designio Gama entiende

Que en su dañado corazon se encierra,

Consiente: pues al fin así podria

Ganar su libertad por mercancía.

XCIII.

Conciertan que el Gentil armar ordene

Embarcaciones propias en que venga;

Que aventurar sus barcos mal le viene,

No el Malabar los robe ó los detenga.

Las almadías salen que él previene,

A traer lo de España que convenga,

Y Gama escribe á Pablo que disponga

Cuál mercancia por rescate esponga.

XCIV.

Viene la carga al puerto donde luego

El Catüal á a agasajarla sale:

Con ella han de quedar Alvaro y Diego

Para buscar lo que con ella iguale.

Si más que obligacion, y mando, y ruego,

En pecho vil el premio puede y vale,

Bien lo muestra el Gentil á quien lo entienda

Pues si á Gama soltó, fue por la hacienda.

XCV.

Por ella lo soltó, pues prenda cara

Tiene allí de la cual sacar pudiese,

Interes muy mayor del que ganara,

Si al Capitan más tiempo detuviese.

Él, viendo que seria estultez clara

Que nuevamente á la ciudad volviese,

Despues que á sus galeras ha llegado

Estar se deja en ellas descansado.

XCVI.

En ellas quieto está, si cuidadoso

Hasta ver lo que el tiempo trae consigo:

Que no se fia más del codicioso

Regidor, ya corrupto y enemigo.

Hora aquí vea el ánimo juicioso

Cuánto puede en el rico y el mendigo

El interes y sórdida fatiga

Del dinero, que á todos nos obliga.

XCVII.

Por hacerse señor el Rey Treicio

De gran riqueza, mata a Polidoro:

Entra por el fortisimo edificio

A la hija de Acrisio lluvia de oro:

Tanto puede en Tarpeya avaro vicio,

Que, á trueque de estranjero vil tesoro,

Entrega al enemigo el muro aciago,

Entre el cual, casi ahogada, muere en pago.

XCVIII.

¡El interes! Él rinde armas caudales:

El inicuo y traidor vuelve al amigo:

Él hace á nobles madres desleales,

Y Capitanes rinde al enemigo:

Él corrompe purezas virginales,

Sin temer honra, fama, ni castigo:

XCIX.

Él interpreta más que sutilmente

Testos, y leyes forja, y las deshace:

Él los perjurios causa entre la gente;

A los Reyes á veces monstruos hace:

Y hasta aquellos que solo á Dios clemente

Se dedican, oireis que se complace,

En corromper, al pie de sus laúdes,

No sin color entonces de virtudes.

Canto Noveno.

Argumento del Canto Noveno.

Libre de las traiciones y peligros que le amenazaban, sale Vasco de Gama de Calecut, para volver al reino con las alegres nuevas del descubrimiento de la India Oriental: Vénus le encamina á una isla deliciosa: descripcion de esa isla: desembarco de los navegantes: festivas demostraciones con que son allí recibidos los Portugueses por Tétis y por las ninfas.
I.

Largamente á cumplir su vano empleo,

Están en la ciudad los dos factores;

Pues los infieles, con sutil rodeo,

Hacen que hallar no puedan compradores:

Que todo su propósito y deseo

Era á aquellos guardar descubridores

De la India. hasta tanto que viniesen

Las naves de la Meca, y los prendiesen.

II.

En el seno Eritréo, dó fundada

Por Toloméo la Arsinóe ha sido,

Del nombre de la Egicia, hermana armada,

Que en el de Suez, al fin, se ha convertido:

No el puerto lejos es de la afamada

Ciudad de Meca, el cual se ha engrandecido

Con la supersticion á que sujeta

El agua religiosa del Profeta.

III.

Gidá se llama el puerto, en donde el trato

De todo el Rojo mar más florecia,

Del que sacaba fruto inmenso y grato

El Soldan que aquel reino poseia.

Desde aquí al Malabar, por un contrato

Entre ellos, sulca hermosa compañía

De náos, que á buscar cada año viene

Lo que al comercio cada cual previene.

IV.

De estas náos los Moros esperaban

(Porque siempre eran fuertes y bastantes)

Que á aquellas que su trato amenazaban,

Las ardiesen en llamas coruscantes;

Y en tal socorro tanto confiaban,

Que es su afan que no más los navegantes,

Hasta que de su gran Meca vinieran,

Los bajeles allí les detuvieran.

V.

Mas el Rey de los cielos y las gentes,

Que para cuanto tiene imaginado.

Da de lejos los medios convenientes,

Por donde á efecto llega lo ordenado:

Movió afectos y espíritus ardientes

De piedad en Monzáide, á quien guardado

Tenia para dar á Gama aviso,

Y merecer a un tiempo el Paraiso.

VI.

Este, del que los otros no curaban,

Por ser cual ellos Moro, y antes era

Sabedor del delito que intentaban,

La intencion lo descubre torpe y fiera:

Las naves que allí lejos siempre estaban.

A menudo visita, y considera

La suerte á que, sin fe, se las destina,

Por la malvada gente Sarracina.

VII.

Informe á Gama da de las armadas

Que de la Meca vienen cada un año,

Y de los suyos ora son ansiadas,

Para instrumento hacerlas de este engaño:

Dícele que de gente van cargadas,

Y de truenos, de horrible estruendo y daño;

Y que puede por ellas ser vencido,

Segun está de poco prevenido.

VIII.

Gama, que ve que el trato le encadena,

Cuando ya el tiempo á navegar le llama,

Y no espera del Indio cosa buena,

Que á los infieles Mahometanos ama:

A los factores retirarse ordena

A las naves; y á fin de que la fama

De esta súbita vuelta no lo impida,

Que la ejecuten manda de escondida.

IX.

Pero no tardó mucho, que volando

Rumores, y no falsos, discurrieron

De haberse preso á los factores, cuando

Que abandonaban la ciudad sintieron:

La fiel noticia del suceso infando

Al Capitan muy pronto lo trujeron:

Mas él prende en su nave compañía

Que á vender á ella vino pedrería.

X.

Eran estos antiguos tratadores,

Quistos en Calecut, y conocidos:

Bien pronto entre los ricos y mejores,

Corre, que están del Luso detenidos.

En las naves, en tanto, los sudores

Del náuta empiezan, y obran repartidos:

Quién mueve cabrestante, quien la amarra,

Quien el forzudo pecho da á la barra.

XI.

Y de las vergas cuelgan, y desatan

La vela, que soltó chuma infinita,

Cuando con gran rumor, al Rey relatan

La prenda con que el Luso se desquita.

Los hijos y mujeres, a quien matan

Los que anuncian los presos, con su grita,

Al Samorim se quejan, que perdidos

Son sus padres, sus hijos, sus maridos.

XII.

Y á pesar de los odios Mauritaños,

El suelta los factores libremente,

Con sus géneros todos y sin daños,

Por que le vuelvan su cautiva gente:

Disculpas manda, en fin, de sus engaños

Al Capitan, que acéptalas riente,

Y á sus presos mejor; y devolviendo

Algunos pardos, váse el mar rompiendo.

XIII.

Costa abajo navega; por que entiende

Que en balde con el Indio lucharia

Por asentar la paz, que bien comprende

Que comercial tratado afirmaria.

Mas como ya la tierra que se estiende

Hácia la Aurora descubierto habia,

Con esta nueva, y prendas que llevaba,

Á la patria contento se tornaba,

XIV.

Indios lleva consigo los mejores

De los que el Samorim le hubo mandado

Cuando volvió á las naves los factores;

Lleva ardiente pimienta, que ha mercado:

Ni de Banda olvidó las secas flores:

La nuez y el negro clavo, que ha ilustrado

La isla Maluco; y la canela rica,

Que á Ceilan enriquece y magnifica.

XV.

Y á Monzáide tambien, cuya asistencia

Esto facilitó, se lleva, y cura

Que, inspirado de angélica influencia,

Quiere seguir de Cristo la luz pura.

¡Africano feliz, que la clemencia

De Dios sacó de la tiniebla oscura,

Y halló, tan lejos de su patrio suelo,

El modo de buscar patria en el cielo!

XVI.

Así, apartadas de la costa ardiente,

Pena á las naves dirigir no cuesta

La prora á dó la meta Austral riente

Natura tiene, entre esperanzas, puesta.

Y llevan á Lisboa, desde Oriente,

Hora nuevas felices y respuestas,

Afrontando otra vez firmes y ledos,

De inciertos mares los seguros miedos.

XVII.

El placer de aun pisar la patria cara

Y los penates ver, y los parientes,

Para contar la peregrina y rara

Navegacion, los varios cielo y gentes:

Ir á lograr el premio, que ganára

Entre riesgos tan grandes y accidentes,

Cada cual siente, en gozo tan deshecho,

Que el corazon á tanto es vaso estrecho.

XVIII.

La Cipria diosa, en esto, designada

Para favorecer á Lusitaños

Por el eterno Padre, y por él dada

Cual númen que los guia há largos años:

Á su gloria en trabajos alcanzada,

Y por satisfaccion de tantos daños,

Íbales previniendo y pretendía,

Darles en el mar triste una alegría.

XIX.

Despues de haber un poco revolvido

En su mente el gran mar que recorrieron,

Y tanto mal, que por el dios nacido

En Tébas Anfionéa padecieron,

Traía ya de lejos consentido,

Por premio de las penas que sufrieron,

Darles algun deleite, algun descanso,

Del mar entre el cristal líquido y manso:

XX.

Alguna dicha, de inquietud exenta,

Y al invernal sufrir plácido estío

Del Luso nauta suyo, por contenta

Del dolor que envejece y rinde el brío;

Y piensa que hará bien en darle cuenta

Al hijo, cuyo escelso poderío

Hace bajar los dioses hasta el suelo,

Y los hombres subir al claro cielo.

XXI.

Y todo bien pensado, determina

Tenerles, en mitad de la serena

Tétis, alguna ínsula divina,

De esmaltado verdor y flores llena,

De las que cuenta el reino que confina

Con la primera madre antigua y buena,

Fuera de las que tiene soberanas,

Dentro va de las puertas Herculanas.

XXII.

Quiere que allí las húmidas doncellas,

De ojos placer, dolor de corazones,

Que disfrutan la fama de más bellas,

Esperen á los ínclitos varones

Con danzas y cantigas, pues con ellas

Se inspirarán secretas aficiones,

Para que, más gustosas se apoderen

Del cariño de aquel á quien quisieren.

XXIII.

Tal arte ya otra vez usó Ciprina,

Para que Eneas grato recibido

Fuese en el campo que la piel bovina

Tomó de espacio, por sutil partido.

Y ora tambien al hijo se encamina,

Pues todo su poder está en Cupido;

Y así como en aquella antigua empresa,

Le compromete en esta, y le interesa.

XXIV.

Ata al carro las aves que, en la vida,

Las exequias de muerte van cantando.

Aquellas en que fue ya convertida

Peristéra, azucenas apañando.

En torno de la diosa, ya ascendida,

Por el éter mil besos se van dando;

Y ella por donde pisa, el aire y viento

Serena en suave y dulce movimiento.

XXV.

De Idalia Ya sobre los montes prende.

Dó estaba entonces el rapaz flechero

A otros muchos juntando, pues pretende

Famosa espedicion llevar guerrero

Contra el mundo rebelde porque enmiende

Grandes yerros que há tiempo sigue fiero,

Cosas amando que nos fueron dadas,

No para ser queridas sino usadas.

XXVI.

Á Actéon en la insípida alegría

Viendo está de la caza bruta, insana,

Que por seguir una alimaña, huia

De la gente y la bella forma humana;

Y quiere, por templar su demasía,

Mostrarle la hermosura de Diana:

¡Y guárdese no sea en su quebranto

Comido de los perros que ama tanto!

XXVII.

Y ve en el mundo todo altos señores,

Á quien Filandia amaestró mezquina,

Que en sí propios no más ponen amores,

Y ninguno el bien público imagina:

Los ve del regio alcázar pobladores,

Que, en lugar de veraz, sana doctrina,

Venden adulacion, que no consiente,

Que espigue el nuevo trigo floreciente.

XXVIII.

Ve, que el que amor divino á la pobreza

Debe y al pueblo caridad cristiana.

Ama solo los mandos y riqueza,

Fingiendo integridad, justicia sana:

De fea tiranía y aspereza

Forman derecho y compostura vana:

Leyes en pro del Rey no hay miedo aplacen,

Y las en pro del pueblo nunca se hacen.

XXIX.

Yo, en fin, que no ama nadie lo que debe,

Sino lo que, indebido, mal desea;

Y quiere ya el Amor que el mundo pruebe

El castigo que duro y justo sea.

Junta, pues, sus secuaces, con que lleve

Ejército adecuado á la pelea

Que tendrá con la gente mal regida,

De quien fuere su voz no obedecida.

XXX.

Muchos de esos rapaces voladores

Están en obras varias trabajando:

Afilan unos férreos pasadores,

Otros astas de flecha están tallando;

Y trabajan, y cantan, y de amores

Casos están en verso modulando;

¡Suave armonía, concertado ruido

De dulce letra y celestial sonido!

XXXI.

En la fragua inmortal, donde forjaban

De los dardos las puntas penetrantes,

Corazones por leña ardiendo estaban,

Y entrañas todavía palpitantes:

El agua en que los fierros se templaban,

Lágrimas son de míseros amantes:

Y es el fuego que eterno allí presume,

El deseo, que quema y no consume.

XXXII.

La mano algunos ejerciendo andaban

En duros pechos de la plebe ruda:

Por el aire suspiros resonaban,

De los que heridos van de flecha aguda:

Hermosas ninfas son las que curaban

Las heridas causadas, y su ayuda

No solo da la vida á los heridos,

Mas á aquellos la inspira no nacidos.

XXXIII.

Y unas las hay horribles, y otras buenas,

Segun la calidad es de las llagas:

El veneno esparcido por las venas,

Curan unos con pócimas aciagas:

Otros quedan atados con cadenas

Á las palabras de las doctas magas;

Y esto ocurre al llevar en ocasiones,

Jugos de ocultas yerbas los arpones.

XXXIV.

De esos tiros, así mal dirigidos,

Que estos niños, no diestros, van tirando,

Nacen muchos amores maldecidos

Entre el herido pueblo miserando;

Y en los héroes tambien esclarecidos

Se ven ejemplos mil de amor nefando,

Como el de aquellas Bibli y Ciniréa,

Y el Asirio garzon, y el de Judea.

XXXV.

Y vosotros ¡oh grandes! de pastoras

Á rogar cuántas veces vais mercedes;

Y de humildes y rudos ¡oh señoras!

Tambien topais vosotras en las redes

Unas buscando vais nocturnas horas:

Otros saltais tejados y paredes;

Si bien de tal amor, que ya maldijo,

La culpa es de la madre, y no del hijo.

XXXVI.

Mas ya en el verde prado el carro leve

Posan los cisnes que acaricia el viento;

Y Dione, que rosas entre nieve

Lleva en la linda faz, baja al momento:

El rapaz, que aun al cielo guerra mueve,

Á recibirla va ledo y contento,

Y á besar van sus otros servidores

La mano á la deidad de los amores.

XXXVII.

Ella, por no gastar el tiempo en vano,

Cogiendo al hijo en brazos, y confiada,

Le dice: «Hijo querido, en cuya mano

Toda la fuerza mia está fundada:

Hijo, autor de mi imperio soberano,

Que el Tiféo vigor tienes en nada,

Necesidad estrecha que me azora,

Á ampararme de tí me trae ahora.

XXXVIII.

«Bien veo que hace tiempo que averiguas

Que al valor Lusitano favorezco,

Por merced de las Parcas, que no exiguas,

Las confianzas me otorgan que merezco;

Y como tanto imitan las antiguas

Obras de mis Romanos, yo me ofrezco

Á darles tanta ayuda cuanto alcanza

Del tuyo mi poder en la balanza.

XXXIX.

«Y porque de los fraudes del odioso

Baco en la India han sido maltratados,

Y porque del furor del mar undoso

Pudieran más ser muertos que cansados:

En ese mismo mar, que temeroso

Les fue, quiero que sean halagados,

Recibiendo aquel premio y dulce gloria

De trabajos que agrandan la memoria.

XL.

«Por eso era mi intento que hoy heridas

Las hijas de Neréo, amor jocundo

Sintieran por los Lusos, encendidas,

Que nuevo acaban de encontrar un mundo;

Y todas á una ínsula venidas,

Que bella en las entrañas del profundo

Occéano tendré yo preparada,

Del don de Flora y Zéfiro adornada:

XLI.

«Allí, con mil refrescos y manjares,

Con vinos odoríferos, y rosas,

De cristal en palacios singulares,

En lechos bellos, y ellas más hermosas,

Con deleites, en fin, no ya vulgares,

Los esperen rendidas y afectuosas,

Heridas del amor, por que les donen

De sí cuanto los ojos ambicionen.

XLII.

«Quiero que haya en el reino Neptunino,

Dó yo nací, progenie fuerte y bella,

Y tome ejemplo el mundo vil, mezquino,

Que contra tu potencia ora se estrella;

Y entienda, que ni muro diamantino,

Ni hipocresía audaz puede con ella;

Que mal habrá en la tierra quien se guarde,

Si tu luego inmortal las aguas arde».

XLIII.

Vénus propone así; y el hijo hermoso

Se apresta á obedecerla como debe:

Manda traer el arco ebúrneo, airoso,

Dó saetas con punta de oro embebe:

Cipria, con ledo aspecto, impudoroso,

En su coche recibe al hijo aleve;

Y da rienda á las aves cuyo canto

De Faetónte la muerte lloró tanto.

XLIV.

Mas Cupido la diz que es necesaria

Una famosa y célebre tercera,

La cual, aunque mil veces le es contraria,

Otras muchas le ayuda compañera:

La diosa gigantea, temeraria,

Jactanciosa, verídica, embustera,

Que con sus ojos mil todo inspecciona,

Y con mil bocas lo que ve pregona.

XLV.

Vánla á buscar y envíanla delante,

Á que vaya á contar con trompa clara,

La gloria de la gente navegante,

Más de lo que hasta aquí de otras cantára.

Ya, gorjeando la Fama penetrante,

Por las hondas cavernas se dispara:

Dice verdad, y por verdad se sella;

Que el dios de bien creer marcha con ella.

XLVI.

El elogio y rumor grande, escelente,

El juicio de los dioses (que indignados

Fueron por Baco contra Lusa gente)

Cambia, y los va poniendo ya amansados;

Y el pecho femenil, que feblemente

Muda y deja propósitos tomados,

Ya por crudeza bárbara designa

El no amar á la hueste brava y digna.

XLVII.

Una tras otra, en esto, sus saetas

Despide el dios, y el mar gime á sus tiros:

Derechas, al traves de ondas inquietas,

Algunas van, y alguna haciendo girós:

Caen ninfas, lanzando las secretas

Entrañas ardientísimos suspiros,

Y caen, aun sin ver la faz que se ama,

Que tanto como el ver, puede la fama.

XLVIII.

Junto los cuernos de la ebúrnea luna

Con fuerza el mozo indómito escesiva,

Que á Tétis quiere herir más que á ninguna,

Porque más que ninguna le era esquíva:

Ya no queda en la aljaba flecha alguna,

Ni en los equóreos campos ninfa viva;

Que si heridas aún están viviendo,

Será para sentir que van muriendo.

XLIX.

Dad lugar, altas y cerúleas ondas,

Que Vénus trae (mirad) la medicina,

Mostrando blancas velas y redondas,

Que viene sobre el agua Neptunina;

Y porque tú recíproco respondas,

Vivo Amor, á la llama femenina,

Es fuerza que el pudor honesto ceje,

Y haga aquí cuanto Vénus aconseje.

L.

Ya todo el bello coro se apareja

De Nereidas, y junto caminaba

En bandada gentil, á usanza vieja,

Á la isla á que Vénus las guiaba:

La linda diosa allí las aconseja.

Lo que ella hizo mil veces cuando amaba,

Y ellas, que opresas van de afecto vivo,

Abren á su consejo el pecho esquivo.

LI.

Corta, en tanto, la flota la ancha via

Del hondo mar hácia la patria amada,

(Proveerse anhelando de agua fria.

Para marcha seguir tan dilatada)

Cuando todos, con súbita alegría,

Vista dan á la isla enamorada;

Pues de Memnonio allí la más hermosa

Se levanta risueña y deleitosa.

LII.

De lejos ven la isla, dulce estela

Que Vénus por las ondas les llevaba

(Tal como lleva el viento blanca vela)

Guiándola á la flota que buscaba;

Que porque no pasase sin cautela,

Y aportasen allí cual deseaba,

Accidália, que todo lo podia,

Hácia dó el mar, cortaban, la movia,

LIII.

Mas inmóvil la deja y firme ahora

Que es de los nautas vista y demandada:

Así, mientras nació la Cazadora

Con su hermano, quedó Délos parada

Pronto la armada allá guía la prora

Dó la costa formaba una ensenada,

Corva y tranquila, cuya blanca arena

Vénus de lindas conchas pinta y llena.

LIV.

Tres oteros hermosos se mostraban,

Con altivez irguiéndose graciosa,

Que de gramíneo esmalte se adornaban,

En la ínsula alegre y deleitosa:

Claras fuentes y, límpidas manaban

De cumbre, entre verdura lujuriosa;

De dó pisando guijas se deriva

La sonorosa linfa fugitiva.

LV.

En valle que los dos oteros hiende

Iban las claras ondas á juntarse,

Donde un remanso forman, que se estiende

Bello, cuanto no es dado el idearse:

Arboledo gentil sobre ese pende,

Que cual contento está de acicalarse,

Viéndose en el cristal terso y pulido,

Que lo retrata su esplendor florido.

LVI.

Entre pomas el aire embalsamando,

Mil arbustos al cielo alzan los cuellos:

El naranjo en su fruto va ostentando

El color que usó Dafne en los cabellos:

Se enreda en el jazmin que está flotando,

Ya el citronero con sus frutos bellos,

Ya el limon con sus puntas naturales,

Imitando los pechos virginales.

LVII.

Los árboles, que afrenta á los pinceles,

Y agreste pompa son á los oteros,

Son álamos de Alcídes, son laureles

Caros al rubio dios y placenteros;

Y mirtos de Dione, y de Cibeles

Pinos, que á nuevo amor ceden los fueros:

Y allí sube el agudo Cipariso,

Apuntando al celeste Paraiso.

LVIII.

Los dones de Pomona allí natura

Diferentes produce en los sabores,

Sin haber menester de la cultura,

Pues silvestres se crian superiores:

La cereza de vívida pintura:

Las moras recordando otros amores,

La poma que de Persia da el terreno,

Y se torna mejor en el ajeno.

LIX.

Luce allí la romana rubicunda

Color con quien el suyo el rubí pierde:

La vid con sus racimos va jocunda,

Del olmo entre los brazos que le muerde:

Y á tí, piramidad pera fecunda,

Por madurar sobre tu rama verde,

Te veo darte al mal, que con sus picos

Hacen en ti los pájaros más chicos.

LX.

Pues el tapiz de espléndida belleza,

Con que se cubre el rústico terreno,

Hace á Aqueménia de menor riqueza,

Pero al valle sombrío más ameno.

Allí dobla Cephisia la cabeza,

Sobre el estanque lúcido y sereno.

Y el hijo y nieto vive de Ciniras,

Por quien tú, la de Pafos, aun suspiras.

LXI.

Y juzgar es difícil, viendo ahora

En cielo y tierra iguales los colores,

Si á la flor da color la bella Aurora,

O si á ella lo dan las bellas flores.

Pintando están allí Céfiro y Flora

Las viólas como rostro de amadores,

Y el rojo lirio y fresca rosa bella,

Cual mejillas de púdica doncella.

LXII.

Rociadas de las lluvias matutinas.

Se ven blanca azucena y manyerona:

Y la letra en las flores jacintinas,

Tan queridas del hijo de Latona:

Bien se mira en las pomas y murinas,

Que competian Clóris y Pomona

Y si allí vuelan pájaros cantando,

Bellos brutos tambien vagan saltando.

LXIII.

A lo largo del lago el cisne canta,

Y del ramo responde Filomela:

De la cuernosa sombra no se espanta

En el agua Acteón, que le consuela:

Aquí de espesa mata se levanta

Liebre fugaz, ó tímida gacela:

Allí el sustento lleva apetecido

El leve pajarillo al caro nido.

LXIV.

En tan risueño Eden el pie ponian

De la mar los segundos Argonautas,

A dó por la floresta se fingian

Andar las diosas lindas, como incautas:

De ellas algunas, cítaras tañian,

Algunas, arpas y sonoras flautas:

Otras, con arcos de oro, que persiguen

Figuran animales, que no siguen.

LXV.

Las aconseja así Ciprina esperta

Que vaguen por los campos derramadas,

Y vista de varon la presa incierta,

Que no dejen de hacerse deseadas.

Algunas, que en la forma descubierta

Del peregrino cuerpo están confiadas,

Ponen artificiosas su hermosura,

Desnudas, á lavar en agua pura.

LXVI.

Mas los fuertes mancebos, que en la playa

Ponen el pie, de tierra codicioso,

Que no hay ninguno de ellos que no vaya

De hallar agreste caza deseoso,

No cuidan que, sin lazo ó redes, haya

Caza, por aquel monte deleitoso,

Tan doméstica, suave y peregrina

Como herida la tiene ya Ericina.

LXVII.

Unos que en espingardas y en ballestas

Para herir á los ciervos se fiaban,

A los sombríos bosques y florestas

Determinadamente se lanzaban:

Otros por sombras, que en ardientes siestas

Los céspedes defienden, paseaban

Junto á un arroyo, que en su curso sabe

Ir al mar entre piedras manso y suave.

LXVIII.

Mas empiezan á ver súbitamente

Por entre rama verde otros colores:

Colores que la vista juzga y siente

Que no son ni de rosas ni de flores,

Mas de lana ó sutil seda luciente,

Que á los sentidos habla de amadores,

Con que para ostentarse más hermosas,

Vestirse suelen las humanas rosas.

LXIX.

Da Belloso asombrado un alto grito,

Y dice: «Amigos, caza estraña es esta:

Si es que aun dura el gentil antiguo rito,

Consagrada está á diosas la floresta;

Y descubrimos hoy más que fue escrito,

Y á deseo mortal se manifiesta:

En verdad que altas cosas y escelentes,

Se muestran á los hombres imprudentes.

LXX.

«Sigamos á estas diosas, y veamos

Si fantásticas son, ó verdaderas».

Esto dicho, veloces más que gamos,

Se lanzan á correr por las riberas.

Ellas huyendo van entre los ramos,

Aunque más industriosas que ligeras,

Dando gritos, si luego sonriendo,

Se dejan de los galgos ir cogiendo.

LXXI.

De una el áureo cabello el viento lleva:

De otra, al correr, las faldas delicadas;

Y el deseo se enciende, que se ceba

En las formas de súbito mostradas:

Otra cae, de exprofeso, y ya se eleva,

Con muestras mas benignas que indignadas,

Con el que en ella al tropezar caia,

Y por la blanda playa la seguia.

LXXII.

Unos, que hácia el gran lago se dirigen,

Topan con las desnudas que se lavan:

Ellas gritan, haciendo que se afligen

Del asalto fatal que no esperaban.

Estas, fingiendo que el rubor eligen

Esponer por salvarse, se lanzaban

Desnudas por el bosque, al ojo dando

Lo que avaras las manos van tapando.

LXXIII.

Una, como teniendo en mayor cura

El pudor, cual la diosa cazadora,

Hunde el cuerpo en el agua: otra se apura

Por tomar sus vestidos, y se azora.

De los mancebos hay quien se apresura,

Calzado como está (que en la demora

De desnudarse cré se le hace tarde)

A dar al agua el fuego que en él arde.

LXXIV.

Cual perro ardiente, astuto, muy sabido

En coger en el agua el ave herida,

Viendo en el arco el fierro dirigido

Contra el pato ó la garza sorprendida,

Antes que silbe el nervio, mal sufrido

Salta y da ya la presa por cogida,

Y nada, y va latiendo, así el mancebo,

Embiste á la que hermana no es de Febo.

LXXV.

Leonardo, guerrero audaz, robusto,

Mañoso, caballero, enamorado,

A quien diera el amor más de un disgusto,

Que siempre del rapaz fue maltratado,

Y tiene por seguro ya lo injusto

De ser en sus afectos desdichado

No abandona, con todo, la esperanza

De que aun pueda en su sino haber mudanza.

LXXVI.

Quiso aquí su ventura que corria

En pos de Efira, ejemplo de belleza,

Que más caro que nadie dar queria

Lo que dió para dar naturaleza.

Él corriendo cansado, la decia:

«Hermosura, no digna de aspereza:

Ya que te doy mi vida, el pie retarda,

Y pues llevas el alma, al cuerpo aguarda.

LXXVII.

«Todas ya de correr, ¡oh ninfa pura!

Se cansan, y se dan al enemigo:

Tú sola huyes es de mí por la espesura:

¿Quién te dijo que yo soy quien te sigo?

Si te lo ha dicho aquella no ventura,

Que á todas partes siempre va conmigo,

No la creas; yo á veces la creia,

Y mil á cada hora me mentia.

LXXVIII.

«Descansa, y no me canses, que si quieres

Huir porque no pueda ni tocarte,

Es mi desdicha tal, que aunque me esperes,

Ella hará que no pueda yo alcanzarte.

Espera: quiero ver, si tú quisieres,

Qué sutil modo buscas de escaparte;

Y en la prueba veremos que aun me falta,

Cual muro entre la espiga y mano salta.

LXXIX.

«¡No me huyas! ¡Así jamás el breve

Tiempo abandone tu esplendor divino!

Solo con refrenar el paso leve,

Vencerás el rigor de mi destino.

¿Qué Emperador, qué ejército se atreve

La dura fuerza á quebrantar del sino?

Pues si en cuanto yo amé me fue siguiendo,

Tú la podrás vencer, de mí no huyendo.

LXXX.

«¿Tomas la parte, de mi suerte impía

Dando cobarde ayuda al más potente?

¿Te llevas lo que libre yo tenía?

Lánzalo, y correrás más sueltamente.

¿No te fatiga esa alma pobre mia

Que en esos hilos de, oro reluciente

Atada llevas? ¿O despues de presa,

Le mudaste la suerte, y menos pesa?

LXXXI.

«Con esperanza tal te voy siguiendo:

Que, ó tú no sufrirás el peso de ella,

O la nueva virtud ella sintiendo

De tu hermosura, cambiará su estrella:

Y si ha de ser así, ¿qué haces huyendo

Pues puede herirte Amor, gentil doncella?

Y tú me esperarás si Amor te hiere,

Y si esperas, no hay, nada que no espere».

LXXXII.

Mas la ninfa amorosa tarda tanto

En dar cara al doncel que la seguia,

Solo por ir oyendo el dulce canto

De enamoradas cosas que decia:

Y el rostro al fin volviendo, y dulce encanto,

Todo en risa bañado y alegría,

Caer al pie del vencedor la place,

Que todo en amor vivo se deshace.

LXXXIII.

¡Oh qué besos de fuego en la floresta,

Y qué mimoso acento resonaba!

¡Qué plácidos suspiros…! ¡Qué ira honesta

Que en sonrisas alegres se tornaba…!

Y lo demas que por mañana y siesta

Vénus con sus placeres inflamaba

Es mejor el probarlo, que el juzgarlo:

Júzguelo, pues, quien no puede probarlo.

LXXXIV.

De este arte, así conformes las hermosas

Ninfas con sus amados navegantes,

Los ornan de coronas deliciosas

De láuro, y de oro, y flores abundantes:

Les dan las blancas manos como esposas;

Y con tratos de ley estipulantes,

En vida, en muerte, en pena, en alegría,

Se prometen eterna compañía.

LXXXV.

Una de ellas mayor, á quien con celo

Todo el coro de ninfas obedece,

Que dicen hija ser de Vesta y Cielo,

Al que en el bello rostro se parece,

De maravilla hinchendo el mar y el suelo,

Al Capitan, que tanto amor merece,

Mostrándose señora grande, egregia,

Recibe allí con pompa honesta y regia.

LXXXVI.

Y despues de decirle ya quién era,

Con noble exordio, de alta gracia ornado,

Dándole á conocer, que allí viniera

Por inmutable prescripcion del hado,

Para esplicarle de la unida esfera,

De la tierra, y del mar, no navegado,

Los secretos que solo al digno Luso

Revelar hoy profético dispuso;

LXXXVII.

De la mano tomándole, le guia

A la cumbre de un monte alto y divino,

En el cual rica fábrica se erguia

De cristal transparente y oro fino.

La mayor parte allí pasan del dia,

En dulces juegos y en placer contino:

Ella en la estancia logra sus amores;

Las demas, por las sombras, y entre flores.

LXXXVIII.

Así la hermosa y fuerte compañía

Del bonancible tiempo va gozando,

Con una dulce incógnita alegría

Los pasados trabajos compensando;

Porque de las hazañas y osadía

Insigne el mundo les está guardando

El premio allá, de sobra merecido,

Con fama ilustre y nombre esclarecido.

LXXXIX.

Que las ninfas Oceánicas hermosas,

Tétis, y la feliz isla pintada,

Otra cosa no son que las gustosas

Honras, que hacen la vida sublimada.

Las preminencias altas y gloriosas,

El triunfante esplendor, la sien ornada

De oro, y palma, y laurel bien merecido,

Esos son los deleites de este egido.

XC.

Que esa inmortalidad que antes fingia

El mundo antiguo al que por grande aclama,

Cuando hasta el claro olimpo le subia

Sobre las alas de la heróica fama,

Por las hazañas ínclitas que hacia,

De la virtud la trabajosa trama,

Siguiendo y el camino alto y fragoso,

Si allá, á su fin, alegre y deleitoso:

XCI.

Es el premio tan solo, que reparte

Por inmortales hechos, soberanos,

El mundo á los varones, que con arte

Y esfuerzo, los cumplieron, siendo humanos:

Que Júpiter, Mercurio, y Febo, y Marte,

Quirino, Enéas, y los dos Tebanos,

Céres, y Juno, y Pálas, y Diana,

Fueron todos de carne flaca humana.

XCII.

Mas la fama, trompeta de obras tales,

Les dió de semidioses los canoros

Nombres, y hasta de dioses inmortales,

Y los de Magno ó Indígeta sonoros.

Vosotros, los que amais honras iguales,

Si quereis de la gloria los tesoros,

Del sueño despertad del ocio ignavo,

Que el ánimo, de libre, torna esclavo.

XCIII.

Ponedle á la codicia un freno duro,

Y á la ambicion tambien, que indignamente

Mil veces os sumerge en el oscuro

De tiranía vil vicio insolente.

Porque la pompa vana, el oro impuro,

Verdadero esplendor no da á la gente,

Y es mejor merecerlo sin tenerlo,

Que llegarlo á tener sin merecerlo.

XCIV.

Dad, en paz, justas leyes y constantes

De grandes no en favor, sino de buenos.

Ó vestíos las armas rutilantes

Contra el poder de inicuos Sarracenos:

Y hareis los reinos vastos y pujantes,

Y todos tendreis más, y nadie menos;

Y poseereis riquezas merecidas,

Con honra, que es la vida de las vidas.

XCV.

Y hareis preclaro al Rey que amais celosos,

Ora con los consejos bien pensados,

Ora con las espadas, que gloriosos

Os harán, como allá vuestros pasados:

Ni asuntos hallareis dificultosos:

Quien quiso, siempre pudo; así contados,

Sereis entre los héroes conocidos

Y en esta isla de Vénus recibidos.

Canto Décimo

Argumento del Canto Décimo.

Convite de Tétis á los descubridores: cancion profética de la ninfa, en que bosqueja rápidamente las principales conquistas y hazañas de los Vireyes, Gobernadores, y caudillos Portugueses hasta don Juan de Castro: sube Tetis con Gama los demas á un monte, desde el cual le muestra las esferas celeste y terrestre: descripcion del orbe, especialmente del Asia y del Africa: salen los navegantes de la Isla, y continuando su viaje, llegan felizmente a Lisboa, y ofrecen al Rey el resultado de sus trabajos: invocacion, consejos y ofrecimiento que le hace el Poeta de cantar sus hechos, si emprende las gloriosas empresas que le vaticina, y que anuncia su espiritu generoso.
I.

De la adúltera, en esto, Lariséa

Guiaba el amador sus animales

Hácia el lago feliz dó señoréa

Tierras Temistiton occidentales:

El grande ardor del sol Fabonio oréa,

Con soplo que en los tanques naturales

Crespa el agua serena, despertando

Lirio y jazmín que yacen dormitando.

II.

Entonces de las manos los amantes

Cogidos, y conformes, y rientes,

Subian á las salas rutilantes,

Ricas de argenterías relucientes,

Dispuestas por la Reina, que abundantes

Mesas de altos manjares escelentes

Les dispone, restauro á la flaqueza

De la cansada al fin naturaleza,

III.

Allí en sillas se sientan cristalinas

Todos, de dos en dos, amante y dama;

Y á su cabeza, en otras de oro finas

Está con la alta diosa, el claro Gama.

Los manjares y especies peregrinas

Que atras dejan de Egipto antigua fama,

Se acumulan en anchos platos de oro,

Venidos del Atlántico tesoro.

IV.

Los vinos odoríferos que encima

De las mesas se ven, no de Falerno,

De la Ambrosía son que tanto estima

Jove en el divo coro sempiterno;

Los vasos de labor dó no entra lima,

Alzan crespas espumas que á lo interno

Del corazon dan súbita alegría,

Saltando misturadas de agua fria.

V.

Mil pláticas alegres se contaban:

Dulce risa sutil, dicho jocundo,

Entre uno y otro plato, despertaban

Apetito y contento sin segundo:

Y acordes instrumentos resonaban,

Que á las desnudas almas del profundo

Hicieran suavizar la eterna pena,

La voz siguiendo de inmortal Sirena.

VI.

Cantaba la deidad, y á los acentos

Que por los altos techos van sonando,

En consonancia igual los instrumentos

Siguen suaves, sus tonos concertando:

Ponen silencio súbito los vientos,

Y hacen ir mansamente murmurando

Las aguas, y en las casas naturales

Aduermen á los fieros animales.

VII.

Con dulce voz levanta al Empiréo

Altos varones que vendrán al mundo,

Cuyas nobles figuras vió Protéo

En vano globo diáfano y rotundo,

En sueño concedido á su deseo

Por Jove, él despues al mar profundo

Lo dijo, en vaticinio, y la memoria

Guardó esta ninfa de la clara historia.

VIII.

Asunto es alto, y de valor no poco,

Lo que aprendió la ninfa en el gran lago,

Como Jopas un tiempo, ó Demodoco

El uno en la Feácia, otro en Cartago.

Hora, Caliópe mia, aquí te invoco

De este trabajo al fin, para que en pago

Me des de lo que escribo (¿qué pretendo?)

El gusto de escribir, que voy perdiendo.

IX.

Van los años corriendo, y del estío

Me queda espacio que pasar pequeño:

La Fortuna mi ingenio torna frio,

Y ya en jactarme de él no pongo empeño:

Los disgustos me van llevando al rio

Del negro olvido y del eterno sueño:

Mas dame tú cumplir, Musa del canto,

Lo que debo á mi patria, que amo tanto.

X.

Cantaba la doncella que vendrian

Del Tajo, por los mares que abrió Gama,

Flotas que las riberas vencerian

Por dó el índico Oceáno se derrama;

Y que los Reyes que negar querrian

Al yugo su cerviz, la ardiente llama

Del valor probarian duro y fuerte,

Hasta rendirse ó recibir la muerte.

XI.

Cantaba de uno, entre altos Malabares,

Gran sacerdote de sus cultos rudos,

Que solo por guardar los singulares

Que estrechó con nosotros caros nudos,

Sufrirá ver sus campos y lugares,

Con incendios, furor y horrores crudos,

Servir de pasto al Samorim potente,

Por odio inmenso hácia la Lusa gente.

XII.

Y canta cómo pronto le llegare

De Belem á este mal remedio sano

Cuando, sin conocerlo, el mar llevare

Al gran Pacheco, Aquiles Lusitano.

Su peso sentirá cuando empujáre,

La vasta móle al férvido Oceáno

Los troncos que en el mar quejas exhalan,

Porque contra natura allí los calan.

XIII.

Y llegado á las playas Orientales,

Y del Rey de Cochim dejando al brio

Ayuda, y á sus pocos naturales

En brazos del salado y corvo rio,

Hará estrago en los Naires infernales,

De Cambál en el paso, dando frio

Miedo al ardor inmenso del Oriente

De ver que tanto obró tan poca gente.

XIV.

Llamará el Samorin más gente nueva:

De Bipúr vendrá el Rey, y el de Tanores:

Vendrán los de Narsinga, que alta prueba

Prometerán de esfuerzo á sus señores:

Hará que todo Naire, en fin, se mueva

Morador de Calcúta á Cananores,

Y que al comun contrario hagan la guerra

Moros por mar, Indianos por la tierra.

XV.

Y por tierra y por mar desbaratando

A todos otra vez Pacheco erguido,

La grande multitud que irá matando,

Entero al Malabar tendrá aturdido;

Y volverá el Gentil de nuevo, dando

Combate tras combate enfurecido,

Injuriando á la paz y haciendo votos

A sus dioses que vé sordos é inmotos.

XVI.

Y no solo en defensas y reparos

Lidiará, mas quemando templos, casas;

É inceso el cán de rabia, al ver preclaros

A los que sus ciudades dejan rasas,

Hará que los de vida poco avaros,

Por dos pasos aun tiempo, con sus masas

Embistan á Pacheco que, corriendo

De una á otra, lo irá todo rompiendo.

XVII.

Canta que el mismo Rey irá en persona

A ver la lid por que á su gente anime:

Mas que un rugir tronante de Belona

Le tiñe en sangre, y su furor reprime;

Que no hay defensa á la imperial corona,

Ni resistencia que Pacheco estime:

Y apresta el Samorin artes, venenos;

Mas Dios lo quiere, y cada vez va á menos.

XVIII.

«Que por séptimo impulso irá (cantaba)

A combatir con el valiente Luso,

A quien ningun esfuerzo pone traba,

Aunque este solo le pondrá confuso:

Que traerá el Rey para la pugna brava

Máquinas de maderos, fuera de usa,

Para romper los barcos y altas trabes,

Hasta allí invictos á las Máuras naves.

XIX.

«Que llevará por mar artes de fuego,

Para abrasarle cuanta armada tenga:

Mas que del Luso la pericia luego

Hará vanas las furias con que venga.

Que ningun varon claro en marcial juego,

Que en alas de la fama se sostenga,

Á este alcanza, que el puesto á todos toma

Y perdonen ilustres Grecia y Roma.

XX.

«Porque tantas batallas sustentadas

Por él, con pocos más de cien soldados,

Contra tantas malicias inventadas:

Tantas gentes y pueblos dominados,

Parecerán, ó fábulas soñadas,

O que los altos coros invocados

Bajaron y le dieron compañía,

Esfuerzo y fuerza, ingenio y valentía.

XXI.

«Que ni aquel que en los campos Maratonios

De Darío el poder destroza y hiende,

Ni el que con cuatro mil Lacedemonios

Las estrechas Termópilas defiende:

Ni el jóven Cocles, prez de los ausonios,

Que con el Tusco ejército contiende

El puente al sostener, ni Quinto Fabio

Fue cual este en la guerra fuerte y sabio».

XXII.

Mas la ninfa el acento aquí canoro

Apaga y muda en ronco, entristecido,

Cantando en baja voz, envuelto en lloro,

El esfuerzo inmortal no agradecido;

Y dice: «¡Oh Belisario, que en el coro

De las Musas serás siempre aplaudido!

Si en tí viste abatir al bravo Marte,

Tienes ya con quien puedas consolarte.

XXIII.

«Compañero aquí ves, así en los hechos,

Como en el galardon injusto y caro:

En tí y en él veremos altos pechos

Bajar á estado de vileza raro.

¡En hospicios morir y humildes lechos

Los que al Rey y á la ley sirven de amparo!

Esto los Reyes hacen, cuyo gusto

Manda más que lo digno y que lo justo.

XXIV.

«Esto los Reyes hacen que sumidos

En falso bien estan que los contenta:

¡Dar los trofeos de Áyax merecidos,

De Ulises á la lengua fraudulenta!

Y los bienes así mal repartidos,

Por quien solo de halagos se alimenta,

No otorgados á sabios caballeros,

Van á parar á torpes lisonjeros.

XXV.

«Mas tú, por quien quedó tan mal pagado

Tal hombre ¡oh Rey! inicuo en esto solo,

No fuiste para darle honroso estado

Al que un reino te dió de polo á polo.

Mientras el mundo fuere circundado

(Yo te lo afirmo) por la luz de Apolo,

Él será entre las gentes grande y claro,

Y tú tenido por cruel y avaro.

XXVI.

«Mas ve otro (cantaba) que va honrado

Con nombre real, y que llevó consigo

Un hijo, que en el mar será ilustrado

Tanto como el mayor Romano antigo:

Ambos darán, con fuerte brazo armado,

A Quíloa fértil áspero castigo,

Lanzando fuera á pérfido tirano,

Y Rey estableciendo fiel y humano.

XXVII.

«Y tambien á Mombaza, que se arrea

De nobles casas, de altos edificios,

Deshecha dejará, quemada y fea,

Por mor de sus antiguos maleficios:

Y despues en la costa que campea

De barco, enemigos y artificios,

Contra el Luso, con velas y con remos,

Hará Lorenzo de valor estremos.

XXVIII.

«En altas naos del Morim potente,

Que llenan aire y mar de férrea pella

Que despide tronando el bronco ardiente,

Hará en mástil y borda estrago y mella:

Y echando garfios luego osadamente

En la enemiga Capitana, en ella

Saltará y dejarála á arpon y espada,

De cuatrocientos Moros despejada.

XXIX.

«Mas de Dios la escondida providencia,

Que sabe sola á quien el bien reserve,

Le pondrá dó ni esfuerzo ni prudencia

Podrá haber que la vida le conserve.

En Chaúl, donde en sangre y resistencia

El mar todo con fierro y fuego hierve,

Le harán que á vida mas dichosa vaya,

Las armadas de Egipto y de Cambaya.

XXX.

«De enemigos sin fin que allí acudieron,

De la mar que contraria les ofende,

Del viento que faltó rendir se vieron,

Que solo así tanto valor se prende.

Alcense aquí los héroes cuantos fueron:

Vengan á ver virtud, que aquí se aprende:

Scévola nuevo es este que, rompido,

Antes quiere ser muerto que rendido,

XXXI.

«Con todo un muslo roto, que en pedazos

Lo lleva un ciego tiro que pasaba,

Se sirve aún de los valientes brazos,

Y del gran corazon quo le quedaba:

Hasta que otro fatal rompe los lazos

Con que el ánima al cuerpo se ligaba,

Y ella, suelta y felice, sube ahora

A dó libre se encuentra y vencedora.

XXXII.

«Vete, alma, en paz de guerra turbulenta,

En la cual mereciste luz serena,

Que el cuerpo que en pedazos se presenta

A aquel que le engendró venganza ordena,

Y oigo ya que retumba la tormenta

Que trae la dura indeclinable pena

De esperas, basiliscos y trabucos,

A cambáicos y atroces Mamelucos.

XXXIII.

«Ved ya al padre venir con brio horrendo,

Pena y furor trayendo por antojos,

Con que el paterno amor le está moviendo

Fuego en el corazon, llanto en los ojos:

Ya su espada le viene prometiendo

Mares de sangre y bárbaros despojos

De la flota gentil; la siente el Nilo:

La escucha el Indo, el Ganges ve su filo.

XXXIV.

«Como el ocioso toro, que se ensaya

A la pelea, el cuerno esperimenta

En el tronco de duro roble ú haya,

Y al viento hiriendo así las fuerzas tienta;

Tal, antes que en el seno de Cambaya

Entre Francisco airado, en la opulenta

Dabúl afila su cuchilla impía,

Humillando su túmida osadía.

XXXV.

«De Dío entrando luego en la ensenada,

Ilustre en cerco y lides por estremo,

Dispersará la grande y flaca armada

De Calcut, que por lanza tiene el remo;

Y á la del Yaz Melique acautelada,

Con los que forja Múlciber supremo,

La echará al frio y devorante fondo,

Duro lecho y secreto del mar hondo.

XXXVI.

«Mas la de Mir-Hocem, que bravoneando

Aguardará á los fuertes vengadores,

Verá brazos y piernas ir nadando

Sin cuerpos, por la mar, de sus señores;

Rayos de fuego irán representando,

En su inmenso furor, los domadores:

Cuanto allí sentirán ojos y oidos,

Será llamas, y estruendos, y alaridos.

XXXVII.

«Mas ¡ah! ¡que de esta próspera victoria

Que llegará despues al patrio Tajo,

Casi le robará la insigne gloria

Un suceso fatal que triste atajo!

El Tormentorio cabo la memoria

Guardará con sus huesos, sin trabajo.

Apagando aquel ánimo terrible

Que á India toda y Egipto fue invencible.

XXXVIII.

«Allí Cafres podrán sin artificios

Lo que diestros contrarios no pudieron,

Y harán, con fuego y palos, maleficios

Que flecha y globos férvidos no hicieron.

¡Oh del cielo qué ocultos son los juicios!

Los que, vanos, jamás los comprendieron,

Signo suelen llamar, desdicha oscura,

La que solo es de Dios voluntad pura.

XXXIX.

«Mas ¿qué fulgor tan grande allí distinto

(Decia, y la voz clara levantaba)

De Melinde en el golfo, en sangre tinto,

Aparece, y en Lamo, y Hoja, y Brava,

Y por Cuña tambien —que nunca extinto

Verá su fuego —ni en el mar que lava

Islas del Austro, y playa á que da nombre

Lorenzo, y todo el Sur alto renombre?

XL.

«El brillo de esa luz son las potentes

Armas con que Alburquerque irá amansando

De Ormuz los Párseos, por su mal valientes,

Que rechazan el yugo honroso y blando.

Allí verán las flechas estridentes

En el aire chocarse, revirando

Contra quien las tiró; que Dios peléa

Por el que de su Iglesia en pro campea.

XLI.

«Allí de sal los montes no defienden

De corrupcion los muertos en combate,

Que cuerpos por la playa y mar se tienden

De Gerum, de Mascate, y Calayate;

Y á bajar la cerviz tan solo aprenden

Por la fuerza, y es bien que se les ate

Con la carga de dar el Indio astuto

De perlas de Barem rico tributo.

XLII.

«¡Oh qué gloriosas palmas tejer miro

Que en ofrecerle la ocasion no tarda,

Cuando sin miedo y sin perder respiro,

De Goa rinde la ínsula gallarda!

Cediendo luego de la guerra al giro,

La deja, y ocasion mejor aguarda

De tomarla otra vez, que al mismo Marte

Vencerán y á la suerte esfuerzo y arte.

XLIII.

«Y ya vuelve sobre ella, y va rompiendo

Por muros, fuego y tiros mil sonoros,

Abriendo con la espada el tan tremendo

Ejército de indios y de Moros;

E irán los Lusos ínclitos haciendo

Más que hambrientos leones y que toros,

Dando honor á esa luz, que es la divina

De la Santa Egipciaca Catalina.

XLIV.

«Ni evitar tú podrás tu suerte triste,

Aunque rica te encuentres y asentada

De la Aurora en el gremio dó naciste,

Opulenta Malaca celebrada:

Las flechas veneníferas que hiciste,

Los crisos de que ya te miro armada,

Y amorosos Malayos, Faos valientes,

Todos al Luso doblareis las frentes».

XLV.

Aun cantando siguiera esta sirena

En loor del clarísimo Alburquerque:

Mas le asaltó un sentir que le condena,

Aunque su nombre al mundo todo cerque.

El grande Capitan que el hado ordena

Que gloria eterna con trabajos merque,

Más que juez á los suyos duro, entero,

Ha de serles benigno y compañero.

XLVI.

Pues en tiempos que males y aspereza,

Hambres, flechas, dolor, globos ardientes,

Y el cielo y la estacion hacen crudeza

En soldados bizarros y obedientes,

Parece de selvática fiereza,

De pechos inhumanos é insolentes

Penas estremas imponer por culpa

Que flaca humanidad, que amor disculpa.

XLVII.

Que el mal, no siendo abominable incesto,

Ni estupro de violencia en virgen pura.

Ni tampoco adulterio deshonesto,

Sino en esclava vil lascivia oscura:

Entonces si el varon, por mal dispuesto,

O dado á crueldad soberbia y dura,

El furor con los suyos no escasea,

Pone en su limpia fama tacha fea.

XLVIII.

Vió á Apeles Alejandro enamorado

De su Campaspe, y diósela riente,

No siendo su fielísimo soldado,

Ni viéndose en temor duro y urgente.

Conoció Ciro que era devorado

Araspe por Pantéa en fuego ardiente,

Cuando en guarda teniéndola, ofrecia

Que no deseo vil le venceria.

XLIX.

Mas viendo el persa insigne que vencido

Fué por amor, que todo lo atraiciona,

Fácil perdon le otorga y fue servido

Dél, salvándole en pago la corona.

De Judit á la fuerza fue marido

El férreo Baldovino, y lo perdona

Su padre Cárlos, puesto en cosas grandes,

Dejándola que viva y pueble á Flandes.

L.

La ninfa prosiguiendo el largo canto,

A Suarez ensalzó, que sus banderas

Haria tremolar, llevando espanto

A las rojas Arábigas riberas.

Que de el Medina infiel temblará tanto,

Cuanto Meca y Gidá, con las postreras

Playas de Abásia; y no del mal se exime

Barberá, de que el Zeile emporio gime.

LI.

Que tambien la noble isla Taprobana,

Ya por el nombre antiguo tan famosa,

Cuanto soberbia ahora y soberana

Con su corteza cálida, olorosa,

Dará tributo de ella á la Lusiana

Bandera, cuando escelsa y victoriosa

Alla en Columbo flotará en la erguida

Torre, que es de los suyos tan temida.

LII.

Que Sequeira, las ondas Eritrenas

Dividiendo, abrirá nuevo camino

Al imperio, que cuenta corno arenas

Los que en Subá y Candáx plegan su lino.

A Macuá, con cisternas de agua llenas

Verá y al puerto Arquico, allí vecino;

Y haciendo descubrir islas remotas,

Maravillas al mundo dará ignotas.

LIII.

«Y tú, Meneses (canta), cuyo fierro

Más que en India fue en Africa probado,

Castigarás de Ormuz soberbia el yerro,

Con hacerla tributo dar doblado;

Y tú, gran Gama, en pago del destierro

En que una y otra vez fuiste apartado,

Con título de Conde irás ¡Ay triste!

La tierra á gobernar que descubriste.

LIV.

«Mas el forzoso término venido,

Que no conjuran suplicas y amaños,

Con regia dignidad esclarecido

Te sacará del mundo y sus engaños.

Otro Meneses luego, más crecido

Ea razon y prudencia, que no en años,

Gobernará: tú harás, dichoso Enrique,

Que glorioso tu nombre se publique.

LV.

«No solo doma tercos Malabares,

Destruyendo á Panáne y á Coulete,

Y vence daños y artes militares,

Que solo el pecho hieren que acomete,

Sino que con virtudes singulares

Vence del alma á los contrarios siete,

Y á la codicia y viva incontinencia,

Que es por cierto, en su edad, alta escelencia.

LVI.

«Mas despues que los astros le llamaren,

Tú obtendrás, Mascareñas, su respeto;

Y aunque injustos el mando te quitaren,

Que tendrás fama eterna te prometo;

Y que tus mismos émulos declaren

Tu valor; que del hado es el decreto

Que gobiernes de palmas coronado,

Más que de suerte justa acompañado.

LVII.

«En Binton, cuyo reino se gloría

De daños tantos á Malacas hechos,

Injurias de años mil en solo un dia

Vengarás, con valor de ilustres pechos:

Trabajos duros, riesgos, muerte impía,

De fuego y fierro ardid, pasos estrechos,

Trincheras, foso, y lanzas, y saetas,

Todo espero que rompas y sometas.

LVIII.

«Mas la ambicion en India y la codicia

Que enseñan sin reparo el rostro adusto,

No podrán contra Dios y la justicia

Torcerte, mas causarte, sí, disgusto.

Quien obra sin razon y maleficia

Con fuerzas del poder que ejerce augusto,

No es vencedor: la palma verdadera

En la justicia está desnuda, entera.

LIX.

«Mas no niego, con todo, que Sampayo

Será, por su valor esclarecido,

Mostrándose en el mar tremendo rayo,

De contrarios sin número oprimido.

Hará en el Malabar horrible ensayo

En Bancanor, con que despues vencido

Cutial, espantado á verse venga

Con cuanta gente y cuantas naves tenga.

LX.

«Y no menos de Dío la impia flota,

Que Chaul temerá por grande, osada,

Con la vista no más quedará rota

Por Héctor de Silveira, y destrozada:

El Héctor Portugués, de quien se anota

Que, en la costa Cambáica con su armada,

Será á los Guzarates tan insano,

Cuanto ha sido á los Griegos el Troyano.

LXI.

«De Sampayo feroz, Cuña, mas pío,

Tiempo largo el poder tendrá sublime;

Hará las altas torres con que á Dío

Chale desde sus muros la reprime,

Y á Basáin ganará su fuerte brío,

No sin sangre en verdad; que de ella gime

Melique, porque solo de la espada

La trinchera á la fuerza ve tomada.

LXII.

«Viene tras él Noroña, cuyo brazo

A los Ramos de Dío bravo ahuyenta:

Dío, que con marcial desembarazo

Antonio de Silveira bien sustenta.

Á Noroña de muerte llega el plazo,

Y un ramo tuyo ¡oh Gama! esperimenta

Del imperio el gobierno, cuyo brillo

De miedo al Rojo mar pondrá amarillo.

LXIII.

«De manos de tu Estéban irá el mando

A un varon que ya se hizo distinguido

En el Brasil, venciendo y castigando

Al pirata Francés, del mar temido.

En el índico luego comandando

Cual Mayor de Dalmáo, el muro ardido

Escala, y antes rompe por la puerta

Que fuego y flechas mil tienen cubierta.

LXIV.

«Darále el Rey Cambáico soberbioso

Fortaleza en la noble y rica Dío,

Porque contra el Mogor tan poderoso

Le ayude á defender su señorío:

Irá despues con pecho valeroso

Á impedirle que pase al Rey impío

De Calecut, que así como á su gente,

Entre sangre correr le hará tremente.

LXV.

«Destruirá la ciudad de Repelimo

Viendo á su Rey con muchos en huida,

Y despues junto al cabo Comorimo

Acabará proeza esclarecida;

Que á la flota imperial del Samorimo,

Que juzga al mundo perdonar la vida,

Vencerá con furor de fierro y fuego,

En sí viendo Badála el marcio fuego.

LXVI.

«Así, limpia la India de enemigos,

Gobernarla ya en paz tiene por gala

Sin que halle la traicion campo, ni abrigos,

Que todos tiemblan del que nadie iguala.

Solo probar los ásperos castigos

Quiso Baticalá que vió Badála:

Mas fue por fierro y fuego destruida,

Y de sangre y de muertos quedó henchida.

LXVII.

«Esto Martiño hará, que del gran Marte

Con razon lleva el nombre derivado,

Tanto en armas ilustre en cualquier parte,

Cuanto sabio en consejos y acordado:

Castro, que le sucede, el estandarte

Portugués tendrá siempre levantado:

Uno le yergue otro le guarda erguido:

Propio es del sucesor el sucedido.

LXVIII.

«Persas, Abásis, Rumos, con sus lumbres,

Pues del Romano imperio el nombre tienen,

Varios de aspectos, varios en costumbres

(Que mil pueblos al cerco horribles vienen),

Lanzan á tierra y cielo sus quejumbres

Porque unos pocos sus comarcas llenen;

Y en sangre Lusa juran descreidos

Empapar sus bigotes retorcidos.

LXIX.

«A horrendos basiliscos y leones,

Trabucos fieros, minas encubiertas

Resisten Mascareña y sus varones,

Que sus muertes sin miedo ven ya ciertas:

Hasta que, de tan duras opresiones,

Castro, libertador, abre las puertas;

Y que allí por su Dios se sacrifican

Las vidas de sus hijos testifican.

LXX.

«Fernando el uno, ramo de gran planta,

Allá dó el fuego horrible concentrado

Los muros en pedazos mil levanta,

Será á los cielos súbito elevado.

Álvaro, cuando Enero al hombre espanta,

Y el camino del mar tiene cortado,

Le abre, y rompe las ondas, y el castigo

Del viento vence, y luego al enemigo.

LXXI.

«Llega el padre despues, á mar abierta,

Con el resto de gente Lusitana,

Y con fuerza, y conciencia, que es más cierta,

Da batalla feliz y soberana:

Unos, muros subiendo, escusan puerta:

Se la abren otros por la escuadra insana;

Y hechos se hacen tan dignos de memoria,

Que en verso no cabrán, ni en larga historia.

LXXII.

«Luego él mismo en el campo se presenta.

Vencedor fuerte, intrépido, al pujante

Rey Cambayo, y a vista le amedrenta

De su gran multitud cuadrupedante.

Tampoco el Hidalcham mejor sustenta

Sus tierras contra el brazo triunfante;

Y Dabúl castigada es en la costa,

Y á Pondal no valió su entrada angosta.

LXXIII.

«Este y otros así por varias partes,

Dinos todos de loa no sencilla.

Paseando invencibles estandartes

Por los mares que corta aguda quilla,

Mostrándose en el mundo nuevos Martes,

Gozarán de este Eden la maravilla,

Y hallarán estas ninfas y estas mesas,

Que pago y honra son de altas empresas».

LXXIV.

Así canta la ninfa, y no hay ninguna

Que no responda al eco que sonaba,

Las bodas celebrando en oportuna

Dulce cancion que de placer llenaba.

«Por más que anden las ruedas de Fortuna

(El coro de las ninfas entonaba)

Nunca os ha de ha de faltar timbre gloriosa,

Y renombre, y honor gente famosa».

LXXV.

Despues que con los goces aplacada

La corporal necesidad se siente,

Y en la celeste armónica tonada

Suenan los hechos de la Lusa gente;

Tétis, de gracia y majestad ornada,

Para que con deleite más se aumente

La fiesta de tan ledo y claro dia,

Vuelta á Gama feliz, así decia:

LXXVI.

«Te hace ¡oh varon! la celestial sapiencia

Merced de que con ojos corporales

Veas lo que jamás la vana ciencia

Podria ver de míseros mortales.

Por este áspero monte con prudencia

Sígueme, y firme, y vengan tus parciales».

Dice, y vale guiando por sendero

Duro y á humana planta arduo y severo.

LXXVII.

Mucho no van, sin que á la erguida cumbre

No lleguen, donde un campo se esmaltaba

De esmeralda y rubí, cuyo relumbre

Celeste suelo anuncia que se hollaba.

Globo ven en el aire, en el que lumbre

Clarísima por dentro fulguraba,

De modo que su fondo está evidente,

Como su superficie transparente,

LXXVIII.

Cuál su materia es, no se adivina,

Mas se comprende bien que lo formára

De varios orbes la bondad divina,

Y un centro solo á todos les fijára:

Suba ó baje la rueda cristalina,

Nunca sube ni baja, y de igual cára

Se le halla por doquier: por cualquier parte

De comienzo ó de fin se oculta el arte.

LXXIX.

Uniforme, en sí mismo sostenido,

Y digno, en fin, del Constructor Maestro,

Viendo Gama aquel globo, conmovido

Quedó, y de asombro á razonar no diestro.

Y la diosa: «El trasunto reducido

En volúmen pequeño aquí te muestro

Del orbe todo, porque claro veas

Por dó vas, y á dó irás, y qué deseas.

LXXX.

«Vé aquí la insigne máquina del mundo,

Etérea, elemental, que fabricada

Así fue de saber alto y profundo,

Sin principio ni meta limitada.

Quien cerca en rededor este rotundo

Globo y su superficie tan labrada

Es Dios; mas lo que es Dios nadie comprende,

Que ingenio humano á tanto no se estiende.

LXXXI.

«Este orbe que primero va cercando

Los otros más pequeños que en sí tiene,

Y con tan viva luz está radiando,

Que ciega, y que la mente mal contiene,

Empiréo se llama, dó morando

Toda alma pura está que á gozar viene

De bien cuyo tamaño nadie alcanza,

Pues no hay dél en el mundo semejanza.

LXXXII.

«Aquí los verdaderos y gloriosos

Divos están; pues yo, Saturno, y Jano,

Y Jove, y Juno, somos fabulosos,

Fingidos de invencion y de humo vano:

Solo para hacer versos deleitosos

Servimos; y si más el arte humano

Nos dió, fue solo que el ingenio vuestro

Á esos astros pusiera el nombre nuestro.

LXXXIII.

«Y en Júpiter, que aquí se representa,

La sapiencia eternal pone sucinta,

Que á todo el orbe rige y le sustenta

Con especie de númenes distinta.

En los ejemplos muchos que presenta,

Así la docta antigüedad lo pinta;

Y que el buen númen guia y favorece,

Y el malo, en cuanto puede, al hombre empece.

LXXXIV.

«Luego quiere el pincel, que asaz varía,

Ora deleite siendo, ora enseñando,

Nombres dar, que la antigua poesía

Los tiene por de dioses, fabulando.

Mas sacra Musa, á la alta compañía

De los ángeles solo así llamando,

Si sufre dar tal nombre preeminente

A los falsos, ficcion es solamente.

LXXXV.

«Es, en fin, siempre Dios, aunque segundas

Causas dispone, quien el orbe manda.

Y volviendo á narrar de las profundas

Obras de su potencia veneranda,

Debajo de ese cerco dó las mundas

Almas divas están (el cual no anda)

Otro corre tan rápido, que estimo

Que no le ves; y es ese el móvil primo.

LXXXVI.

Y con su andar veloz, grande y seguro

Van todos los que dentro hay en su seno.

Por obra suya, atento Febo y puro,

Dia y noche nos da, de impulso ajeno:

Debajo de este leve anda otro duro,

Tan lento y subyugado al firme freno,

Que mientra el sol, de lumbre nunca escaso,

Doscientas vueltas hace, él anda un paso,

LXXXVII.

«Mira ese otro debajo, embellecido

Por otros cuerpos lisos y radiantes,

Que tambien curso en él tienen ceñido,

Y corren en sus ejes rutilantes:

Mira bien cuál se adorna y va vestido

Con ancha banda de oro, que brillantes

Doce animales cuenta figurados,

Aposentos á Febo reservados.

LXXXVIII.

«Mira de esa otra parte la figura

Que los astros fulgentes van haciendo:

Mira el Carro, y patente á Cinosura,

Á Andromeda, á su padre, al Drago horrendo,

Y ve de Casiopéa la hermosura,

Y de Orionte el gesto ve tremendo,

Y muriendo y llorando al Cisne mira:

La Náo, la Liebre, el Can, la dulce Lira.

LXXXIX.

«Debajo de este inmenso firmamento

El cielo es de Saturno, dios antigo;

Júpiter sigue luego el movimiento,

Y abajo Marte, bélico enemigo:

Y es, cual ojo del sol en cuarto asiento,

Vénus, que los amores trae consigo:

Mercurio, el de elocuencia soberana

Sigue, y debajo la trifáz Diana,

XC.

«En cada globo curso á varia mano

Verás, y en unos grave, en otros leve:

Ora el centro al huir dejan lejano,

Ora están de la tierra á trecho breve,

Como lo quiso el Padre soberano,

Que hizo el fuego y el aire, y viento y nieve:

Y verás que aun se mueven más adentro

Tierra y mar, y que ocupan allá el centro.

XCI.

«Y en la triste mansion de los humanos,

Que no con sufrir solo se contentan

De la tierra los males tan insanos,

Sino que los del mar instable tientan,

Verás las varias partes que Oceános

Cortan, donde naciones se aposentan

Varias, y que dominan varios Reyes,

Con sus varias costumbres y sus leyes.

XCII.

«A la cristiana Europa ve, mas clara

Que ninguna en cultura y fortaleza:

Al África, del bien mundano avara,

Inculta y llena toda de impureza,

Con el cabo que de antes se os negara

Que hácia el Austro asentó naturaleza:

Mira esa tierra toda, que se habita

De esa gente sin ley, casi infinita.

XCIII.

«Ve de Monomotapa el grande imperio,

De selvática grey, negra y desnuda,

Dó sufrirá Gonzalo vituperio

Por la fe santa, y luego muerte, cruda.

Nace por este incógnito hemisferio

El metal por que más la gente suda:

Mira el lago, de donde allí derrama

El Nilo su caudal, y ve á Cugama.

XCIV.

«Y ve, allí de los negros la techumbre

Sin puertas, y confiados sus destinos

Á la justicia Real, en servidumbre,

Y en la lealtad no más de sus vecinos:

Mira de ellos la bruta muchedumbre,

Cual banda espesa y negra de estorninos,

Que de Sofála asaltará la alteza,

Defendida por Naya con destreza.

XCV.

«Mira allí las lagunas de dó el Nilo

Nace, que no supieron los pasados:

Vé regar, criando al cocodrilo,

Los pueblos Abasis, de Cristo amados:

Mira cómo sus muros (nuevo estilo)

Se defienden mejor de impios soldados:

Ve á la isla Meróe, de antigua fama,

Que ora, del natural, Noba se llama.

XCVI.

En tan remota tierra un hijo tuyo

Contra el Turco en las armas se hará claro,

Cristóbal ha de ser el nombre suyo,

Mas contra el fin postrero no hay reparo.

Mira la costa allí que yo circuyo,

Donde te dió Melinde hospicio caro,

Y mira el rio Rapto, que el romance

Del pais llama Oby, que entra en Quilmance.

XCVII.

«Mira el cabo, Aromáta antes llamado,

Que hoy dicen Guardafú los moradores,

Donde la boca está del mar nombrado,

Que toma al rojo fondo los colores.

Este está como límite lanzado

Entre el África y Asia; y las mejores

Ciudades que en la parte hay Africana,

Son Sanaquem, Arquico, y Macüana.

XCVIII.

«Ve el estremo Suéz, antiguamente

Por pueblo de los Héroas conocido:

De otros por Arsinóe, y al presente,

Puerto de Egipcias naves poseido.

Ve las aguas por donde á la potente

Voz de Moisés camino abierto ha sido:

El Asia empieza aquí, que se presenta

En tierras grande, en reinos opulenta.

XCIX.

«Mira el monte Siná, que se ennoblece

Con el sepulcro y fe de Catalina:

Mira á Toro, y Gidá, la cual carece

De agua de fuentes dulce y cristalina:

La entrada del estrecho, que fenece

De Adem seca en el suelo, que confina

Con la sierra de arcira, viva roca

A dó lluvia del cielo nunca toca.

C.

«Ve las Arabias tres, dó tanta tierra

Con parda turba errante aun se embaraza:

Que produce corcel para la guerra,

Sobrio, enjuto, veloz, de insigne raza:

Ve la costa que sigue hasta que cierra

Otro estrecho de Persia, que allí traza

El cabo que del nombre se apellida

De la ciudad Fartaque bien sabida.

CI.

«A Dofar ve, preciada porque manda

Para el altar aromas deliciosas;

Pero ve atento, acá de esta otra banda,

De Rosalgat las playas codiciosas

Dó el reino está de Ormuz, que todo se anda

Por las riberas que se harán famosas

Cuando la armada atroz del Turco fiero

Vea de Castel-Branco el limpio acero.

CII.

«Mira el cabo Asobóro, hoy nominado

Mozandon de los duros navegantes:

Entra por aquí el lago derivado

De Arabia y Persas, tierras abundantes.

Ve la Isla Barem, que el fondo ornado

Lleva de ricas perlas, imitantes

Del alba en la color; y en la salada

Mar, del Tigris y Úfrates ve la entrada.

CIII.

«Ve el grande imperio de la Persia, sobre

Las armas levantado y el caballo;

Que precia de no usar fundido cobre,

Y de llevar del fierro siempre callo.

Mas ve la Isla Gerúm ¡cuánto hace pobre

La existencia del Rey la del vasallo!

¿Qué queda ya de Armuza, que allí estuvo?

¿Qué ha de durarle lo que de ella tuvo?

CIV.

«Aquí don Felipe de Meneses

Lucirá la virtud, en armas clara,

Cuando con reducidos Portugueses

Los muchos Párseos vencerá de Lara;

Que vendrán a sufrir golpes, reveses,

De don Pedro de Sousa, que probara

En Ampaza su ardor, pues conquistóla

Por tierra, á esfuerzos de la espada sola.

CV.

«Mas el estrecho deja y conocido

Cabo de Jasque, y antes de Carpella,

Con todo su terreno, mal querido

De la natura y de los dones de ella,

Que llevó de Carmania el apellido;

Y mira el lado hermoso, que de aquella

Altura brota, y junto al cual, naciendo

De otra, el Ganges aquí viene corriendo.

CVI.

«Ve la tierra de Ulcinde fertilísima,

Y de Jaquete la íntima ensenada:

La plea-mar, de súbito grandísima,

Y la que baja huyendo apresurada.

La tierra de Cambaya ve riquísima,

Donde el seno del mar hace una entrada;

Aquí ciudades mil, que voy pasando,

Para vosotros hoy se están guardando.

CVII.

«Ve la costa seguir célebre Indiana,

Que al Sur el cabo Camorí contiene,

Hoy llamado Corí, que á Taprobana

(Hora Ceilan) enfrente de sí tiene.

Por este mar la gente Lusitana

Que irá tras tí, con armas que previene,

Victorias ganará, tierras, ciudades,

En las que ha de vivir largas edades.

CVIII.

«Las provincias que, entre uno y otro rio,

Ves, son naciones varias, infinitas:

Mahometano ó Gentil es su gentío,

A quien da leyes el demonio escritas.

Mira cuál de Narsinga el señorío

Tiene (¡reliquias santas y benditas!)

El cuerpo de Tomás, varon sagrado,

Cuya mano á Jesus tocó el costado.

CIX.

«Aquí fue la ciudad que se llamaba

Meliapór, muy hermosa, grande y rica:

Los ídolos antiguos adoraba,

Como el culto aun de ahora nos lo indica:

Lejos del mar en aquel tiempo estaba,

Cuando la ley, que la verdad predica,

Tomás vino á esplicar, antes corriendo

Pueblos mil, que á la fe va convirtiendo.

CX.

«Y predicando aquí, y á un tiempo dando

Al enfermo salud y al muerto vida,

Trajo un dia el acaso, el mar sulcando,

Un leño de grandeza desmedida:

Desea el Rey, que andaba edificando,

Util hacerlo, y piensa de seguida

Poder sacarlo á tierra con pujantes

Fuerzas de ingenio, y de hombres, y elefantes.

CXI.

«Era tan grande el peso del madero,

Que no hay fuerza á moverlo tan potente:

Mas el Nuncio de Cristo verdadero

Menos trabajo aplica al caso urgente:

El cordon, de su túnica atadero,

Ata al tronco y lo arrastra fácilmente

Para donde ha de hacerse templo y gloria,

Que quede á los futuros por memoria.

CXII.

«Sabia bien que el que con fe inspirada

A escelso monte ordena que se mueva,

Le verá obedecer la voz sagrada;

Que así lo enseña Cristo, y él lo aprueba.

Quedó la gente de esto alborozada,

Y lo tiene el Brahamen por cosa nueva,

Temblando que á estinguir va su prestigio

De santidad tan grande aquel prodigio.

CXIII.

«Estos Brahamenes son de los Gentiles

Los en que más entró la envidia fea:

Buscan astucias é invenciones miles

Con que Tomás vencido ó muerto sea.

El jefe, á quien le asaltan los más viles,

Inventa crimen con que el mundo vea

Que es el culto falaz, del verdadero

El contrario más grande, y el más fiero,

CXIV.

«A un hijo suyo mata y luego acusa

De homicidio á Tomás, que era inocente:

Falsos testigos pone, cual se usa,

Y á muerte le condenan brevemente.

El Santo que no ve mas cierta escusa

Quo apelar á aquel Juez Omnipotente,

Quiere, á vista del Rey y los señores,

Un milagro ejercer de los mayores.

CXV.

«Manda que sea el cuerpo allí traido,

Que él le dará la vida; y demandado,

Dirá su matador, y así creido

Será por testimonio el más probado;

Y al mozo vieron todos vivo, erguido,

En nombre de Jesus sacrificado,

Dar gracias á Tomás que le dió vida,

Y decir que es su padre el homicida.

CXVI.

«Causó tan gran milagro tal espanto,

Que quiso el Rey bañarse en la agua santa

Y otros muchos con él: quién besa el manto,

Quién de Tomás las maravillas canta;

Y es el furor á un tiempo y el quebranto

De los Brahamenes y la envidia tanta,

Que persuadiendo al fin al pueblo rudo,

Matarle quieren con tormento crudo.

CXVII.

«Un dia que exhortando al pueblo estaba,

Fingen entre la ente alarma y ruido:

Ya en este tiempo Dios le decretaba

Ser al cielo entre palmas ascendido.

La multitud de piedras que volaba

Da en el Santo, de hinojos ofrecido;

Y uno, por acabarle más de priesa,

Con fiera lanza el pecho le atraviesa.

CXVIII.

«Indo y Ganges, Tomás, te están gimiendo:

Te lloró todo el suelo que pisaste,

Y las almas aun más que ibas vistiendo

Del color de la fe que las mostraste.

Mas cantando los coros y riendo

Te admiten en la gloria que ganaste:

Rogámoste que á Dios pidas ferviente

Por la salud de tu Lusiana gente.

CXIX.

«Y vosotros que el título quisísteis

De ser, como Tomás, por Dios mandados,

Si eso es cierto, decid, ¿cómo vivísteis

Sin llevar la fe santa á esos Estados?

Aunque os tengáis por puros, no cumplísteis,

Que en la patria en que no hay profetas dados,

¿Con qué se limpiarán en nuestros dias

(No hablo de infieles) tantas herejías?

CXX.

«Mas dejemos materia peligrosa,

Y á la costa volvamos dibujada.

Ya con esa ciudad rica y hermosa,

Se encorva la Gangética ensenada:

Baña á Narsinga noble y poderosa,

Y á Orixa, por sus telas afamada:

De esa ensenada al fondo, el santo rio

Se lanza en el salado señorío.

CXXI.

«El Gánges es, y en él sus pobladores

Se lavan al morir, con la certeza

Que por más que se juzguen pecadores

Esta agua celestial les da pureza.

Ve á Cathigon, ciudad de las mejores

Del Bengalés, que de abundante ampleza

Se precia, pero puesta aquí la mira,

Donde al Austro la costa se revira.

CXXII.

«Mira á Tavay, ciudad en donde empieza

De Sion el imperio dilatado:

Tenassári, y Quedá, que es la cabeza

De las que la pimienta han cultivado.

Más adelante hareis de esa riqueza

Centro á Malaca, emporio celebrado,

Dó toda la provincia del mar grande

Sus esquisitas mercancías mande.

CXXIII.

«Dicen que de esta tierra la potente

Furia del mar entrante dividiera

La noble isla Samátra, y que la gente

En más remota edad juntas las viera.

Llamose Quersoneso, y del luciente

Oro en filon que el suelo produjera,

El epíteto de áureo le pusieron,

Y algunos que el Ofir fuese creyeron.

CXXIV.

«En la punta verás de Singapura.

Que paso más estrecho al mar se fije:

De allí la costa, vuelta á Cinosura,

Se encorva y recta hacia la Aurora rige.

Ve á Pantane y á Pám, y la largura

De Sion, que á esos reinos los dirige:

Mira el rio Menon, que se derrama

Del grande lago, que Quiamái se llama.

CXXV.

«Ve, en esta gran region, los diferentes

Nombres de mil naciones no sabidas:

Los Laos, en tierra y número potentes,

Bramas y Avas, con sierras estendidas.

Ve en los montes lejanos otras gentes

Llamadas Guéos, de salvajes vidas,

Que comen carne humana (bestial yerro)

Y ornan la suya con ardiente fierro.

CXXVI.

«Ve pasar por Camboya al Mecom, río

Que de las aguas capitan se siente:

Tantas de otro recibe en el estío,

Que inunda el campo, fiero en su creciente:

Igual en eso imita al Nilo frio:

Cree en su bruta ignorancia aquella gente

Que tiene pena y gloria, así que pase,

Todo animal de toda suerte y clase.

CXXVII.

«Acogerá ese suelo pio y blando,

En su regazo, el canto humedecido

En el naufragio triste y miserando,

De escollos procelosos perseguido,

De grandes hambres y peligros, cuando

El Mandato cruel será cumplido

Contra aquel, cuya lira sonorosa

Será más afamada que dichosa.

CXXVIII.

«Ve allí la costa que Campá se llama,

De olorosas maderas revestida,

Y á Cauchichina ve, de oscura fama,

Y de Ainon la ensenada no sabida.

Aquí es el grande imperio, que se afama

Con tierras y riqueza que mal cuida,

De la China, que ocupa el señorío

Desde el trópico ardiente al Cinto frio.

CXXIX.

«Ve la muralla inmensa no creida,

Que un gran imperio de otro ha separado,

Cierta señal y prueba conocida

De muy rica potencia y regio Estado.

La real progenie en esos no es nacida

Para reinar, ni el trono es heredado,

Sino que á aquel eligen que es famoso

Por caballero, sabio y por virtuoso.

CXXX.

«Aun mucha tierra á tu mirar se esconde

Hasta que el tiempo venga de mostrarse:

Mas no dejes del mar las islas, donde

Quiso naturaleza señalarse:

Esta, medio escondida, corresponde

A la China, y de allí viene á buscarse:

Es Japon, que produce plata fina,

Y á la que ha de ilustrar la ley divina.

CXXXI.

«Mira allí por los mares del Oriente

Las infinitas islas derramadas:

Ve á Tidor y Ternate, con su hirviente

Cumbre, que arroja llamas onduladas;

Y las plantas verás del clavo ardiente

Con sangre Portuguesa conquistadas:

Las áureas aves viven en su cielo,

Y se ven, solo muertas, en el suelo.

CXXXII.

«Ve las islas de Banda, que se esmaltan

De la color que pinta el rojo fruto,

Y las variadas aves que allí saltan,

Cobrando á la nuez verde su tributo:

Ve á Borneo tambien, donde no faltan

Lágrimas del humor cuajado, enjuto,

Del árbol que Camphor es nominado,

Que de la Isla el suelo hace afamado.

CXXXIII.

«Tambien allí es Tidor, que el palo manda

Saludable de sándalo oloroso:

A Sunda ve, tan lejos, que una banda

Esconde paso al Sur dificultoso:

La gente activa que las tierras anda

Dice que un rio tiene milagroso,

Que por dó el agua propia suya trae,

Convierte en piedra el palo que en él cae.

CXXXIX.

«Ve la que tornó en isla el tiempo iroso,

Que tambien llama trémula evapora:

La fuente que óleo da, y el prodigioso

Balsámico licor, que el tronco llora

Más que cuanto destila de oloroso

Ciniras en la Arabia donde mora;

Y ve que de las otras el tesoro

Tiene junto, y añade seda y oro.

CXXXV.

«Ve, en Ceilan, cómo el monte se levanta

Que de las nubes hiende el aire vano,

Y cuál muestra pasar por cosa santa

La piedra que desgasta el paso humano:

En las Islas Maldivas ve la planta,

En el fondo del agua árbol galano,

Cuyo fruto, al veneno más urgente

Se tiene por antídoto escelente.

CXXXVI.

«Mira al frente del Rojo mar confusa

Socotorá con sus Alóes famosa,

Y otras más islas de la gente Lusa,

En la costa del África arenosa:

De dó sale de aroma la profusa

Masa, á todos incógnita y preciosa:

De San Lorenzo ve la Isla afamada,

Madagascar de algunos nominada.

CXXXVII.

«Ve aquí las nuevas partes del Oriente,

Por las que el mundo ahora os viene estrecho,

La puerta abriendo al vasto mar patente,

Que navegais con tan heróico pecho.

Mas tambien es razon que en el Poniente,

De un Lusitano conozcais un hecho,

Que al darse de su Rey por agraviado,

Un camino ha de abrir jamás sulcado.

CXXXVIII.

«Mira la grande tierra que contina

Va de Calixto á su contrario polo,

Que hará soberbia la luciente mina

Del metal, del color del rubio Apolo.

Castilla, vuestra amiga, será dina

De someterla á su coyunda solo:

Provincias tiene de diversas gentes,

En costumbres y ritos diferentes.

CXXXIX.

«Pero tendreis tambien, allí en su anchura,

Tierra, por el bermejo palo, nota:

El nombre la pondreis de la cruz pura,

Pues ha de descubrirla vuestra flota:

Si bien al largo de esa costa dura

Buscando irá la parte más remota

Magallanes que, Luso por la gloria,

Mas no por la lealtad, dirá la historia.

CXL.

«Cuando pasar más que mi concha vea,

Que de línea al Antártico declina,

Hallará de estatura gigantéa

Hombres en la alta tierra allí vecina;

Y más allá el estrecho, que se arrea

Hoy con su claro nombre, el cual camina

Para otro mar y tierra, que está donde

Austro en sus alas frígidas la esconde.

CXLI.

«Hasta aquí, Portugueses, concedido

Os ha sido el saber futuros hechos,

Que por el mar, que ya dejais vencido,

Vendrán á hacer varones de altos pechos.

Y ahora, pues, lograis, por el sufrido

Árduo trabajo, uniros tan estrechos

A las ninfas y cándidas esposas

Que coronas os tejen muy gloriosas:

CXLII.

«Embarcaros podeis, que teneis viento,

Y blando el mar, para la patria amada».

Así les dice: y luego en movimiento

Se ponen en la alegre isla encantada:

Amplios llevan refrescos y alimento:

Y, en fin, la compañía deseada

De aquellas que consigo eternamente

Vivirán, mientra al mundo el sol caliente.

CXLIII.

Fueron así cortando el mar sereno

Con viento siempre manso y nunca airado,

Hasta que á ver volvieron del terreno

Patrio el cielo, y el nido siempre amado.

Entran por el bocal del Tajo ameno.

Y á su patria y su Rey muy venerado

La gloria y premio dan, pues él la manda,

Y con títulos nuevos hoy la agranda.

CXLIV.

Musa, no más; que ya la lira tengo

Destemplada, y la voz enronquecida;

Y no del canto, mas de ver que vengo

A cantar á una gente ensordecida.

No da la patria, no (yo lo sostengo),

Al ingenio favor; que está sumida

En el lucro no más, y en la aspereza

De apagada, y sombría, y vil tristeza.

CXLV.

Y no sé por qué influjo del destino

No goza esa alegría altiva y clara

Que los ánimos alza de contino,

Y hace dar al trabajo leda cara.

Por eso vos ¡oh Rey! á quien divino

Querer el regio solio vos depara,

Mirad que sois (y ved las otras gentes)

Monarca de vasallos escelentes.

CXLVI.

Ved cuán contentos, por tan varias vías,

Como leones van, y bravos toros,

Dando el cuerpo á las penas más impías,

Al ruego, y fierro, y flechas, y Peloros:

A caliente region, y á playas frías:

A los golpes de idólatras y Moros:

A peligros incógnitos del mundo,

A naufragios, á peces, al profundo.

CXLVII.

A todo, en el servicio vuestro, listos,

Y tan lejos de vos, siempre obedientes

A los mandatos vuestros imprevistos,

Sin dar respuesta, alegres y pacientes:

Con saber solo que de vos son vistos,

Por vos embestirán hornos ardientes,

Demonios del infierno pavoroso,

Y os sacarán de todo victorioso.

CXLVIII.

Favorecedlos luego y alegradlos

Con vuestro halago y vuestra real presencia;

De rigorosas leyes aliviadlos,

Que así se abre el camino á eterna ciencia:

A los ejercitados levantadlos,

Si hermanan la virtud con la esperiencia,

Hasta el consejo vuestro, pues que saben

Cómo, y cuándo, y á dó las cosas caben.

CXLIX.

Segun es su valer en sus oficios,

Que á todos sostengais es bien presumo:

Háganse religiosos ejercicios

Por vuestra vida y regimiento sumo:

Y ayuno y disciplina por los vicios,

Y porque la ambicion tengan por humo;

Que el católico bueno y verdadero,

No busca gloria vana, ni dinero.

CL.

Tened á los de guerra en mucha estima,

Pues con su sangre y su virtud ferviente,

No la ley sola, que de todo es cima,

Mas las vuestras sostienen igualmente:

Pues los que van á tan remoto clima

A serviros con paso diligente,

Vencen á más de los contrarios vivos,

Lo que es más, los trabajos escesivos.

CLI.

Haced, señor, que nunca los pasmados

Germanos, Galos, Ítalos é Ingleses,

Puedan decir que son para mandados,

Más que para mandar, los Portugueses:

Consejo solo oid de ejercitados

Que vieron largos dias, hartos meses;

Que aunque en talento grande mucho cabe,

Mas, en los casos, el esperto sabe.

CLII.

A Formion el filósofo elegante,

Cómo Anníbal, sabeis, escarnecia,

Cuando del arte bélica, él delante,

O daba esplicaciones, ó leia.

El órden de la guerra militante

No se aprende, señor, de fantasía,

Estudiando, soñando ó discurriendo,

Sino entrando, mirando y combatiendo.

CLIII.

Mas yo, que humilde y rudo trato de esto,

De tí no conocido ni soñado,

Sé que del más pequeño y más modesto

Sale el loor á veces acabado:

Ni del vivir me falta estudio honesto,

Con esperiencia larga misturado,

Ni este ingenio que viendo estás presente,

Cosas que se hallan juntas raramente.

CLIV.

Para servirte, brazo á guerras hecho.

Para cantarte, tengo mente incesa:

Solo me falta hallarte satisfecho,

Pues solo es tu poder quien mide y pesa:

Si eso Dios me concede, y si tu pecho

Toma de ser cantada digna empresa,

Cual, viendo en tí la inclinacion divina

Ya la présaga mente vaticina,

CLV.

Ora haciendo que más que de Medusa

Tema la vista tuya el monte Atlante,

Ora rompiendo en campos de Ampelusa

Al Moro de Marruecos y Trudante;

A mi apacible y ya estimada musa

La haré que á todo el mundo de tí cante;

De suerte que Alejandro en tí se vea,

Sin que la dicha envidies Aquilea.

Luís Vaz de Camões o Camoens (Lisboa, c. 1524 ibídem, 10 de junio de 1580). Escritor portugués. Frecuentó la corte real de Lisboa, pero la indiferencia que le mostró el rey le incitó a afincarse en Ceuta (1547), donde formó parte de la guarnición de la plaza. A finales de 1549 se hallaba de vuelta en Lisboa, 1553,  pudo emprender el viaje que había planeado hacia la India. En 1555 se hallaba en Goa, y no tardó en embarcarse de nuevo en una expedición. En el viaje de regreso a Goa, en 1559, su barco naufragó. En 1567 emprendió el viaje de vuelta a Portugal, y, tras una estancia de varios años en Mozambique, llegó a Lisboa en 1570. Como poeta lírico, Camoes cultivó las formas petrarquistas, y dominaba perfectamente la ejecución del soneto. Es autor también de tres comedias: Anfitrión, El rey Seleuco (1545) y Filodemo (1555). Pero su verdadera importancia como escritor radica en la poesía épica. En 1572 apareció la obra que le hizo célebre, Los Lusiadas, epopeya semimítica en verso en la línea de Virgilio y Tasso que narra la expansión portuguesa por el mundo, sin que falten elementos pertenecientes a la tradición legendaria de Portugal, como el episodio de Inés de Castro.

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados