De la Serna- Disparates

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            Ramón Gómez de la Serna
 
 Disparates
            Título original: Disparates
 
            Ramón Gómez de la Serna, 1921
 

 TEORÍA DEL DISPARATE
 
 
            Si bien no se puede decir, sin ser un insensato, que el mundo es un disparate, el pensamiento del hombre y el alma humana son unos puros disparates.
            Realmente todas nuestras credulidades, nuestras deducciones y nuestras altiveces son disparates.
            El disparate es la forma más sincera, pues, de la literatura.
            Yo, entre los disparates, en el universo mudo de los disparates, he procurado escoger los más suculentos.
            Podría haber hecho un manojo más selecto; pero como quiero que mis libros sean muy distintos unos de otros, no he querido escoger entre los disparates, tan variados como los de este libro, que hay en mis obras tituladas Muestrario, El libro nuevo, Variaciones y Virguerías. Allí están y allí se conservarán. No quiero que el lector se encuentre con nada de otro libro en el nuevo.
            Esta especie de “disparate” que he escogido para este libro procede de la persuasión de que hay cosas disparatadas de un interés que se repite en la vida; cuadros de pesadilla que tienen la particularidad de proyectarse en nosotros en momentos lúcidos; grandes arañas que bajan del cielo claro de las tardes claras; situaciones que se resuelven sin resolverse, sólo quedándose pasmadas en su absurdidad; asuntos que realizaríamos y que nunca son realizados porque, como todo lo antedicho, son disparates, grandes disparates, visibles disparates; aunque los disparates excogitables, los disparates que se destacan con rotundidad de aciertos, son tratados injustamente porque la estética del acierto les es adversa, y si no los vence por su intensidad, los vence por su legalidad y por ser la admitida.
            Todos esos conatos de drama, de escena, de realidad abrupta y borrosa; todos esos proyectos que no pueden salir de su éxtasis de proyectos; todos esos momentos que se nos clavan en la frente cuando menos febriles estamos, merecen que alguien los recoja de la realidad. Yo lo haré con sinceridad y sin corregir nada en el “disparate” ni disparatarlo más. Esto, tomado a cargo de los parlanchines, sería abominable, porque se convertiría en un nuevo producto, lleno de alarde y de cierta gracia, prevalida de lo fácil que es deformar más el disparate. ¡Cuidado!… El “disparate” tiene límites, leyes, aticismos y certezas tan ciertas como el acierto. La misma austeridad de expresión, el mismo ceñirse a algún concepto, la misma lógica en el emplazamiento de la composición.
            Se necesitaba un mártir del disparate, de ese disparate que, sin hacerlo teoría doctrinal, vio Goya, el de gran instinto y el de la magnifica incorrección, en ese proverbio que titula “Disparate claro”. Goya, que se iba detrás de la expresión de lo que veía y que se hizo así un avezado a la verdad, atisbo, aunque sin hacerse sondario de su verdad, el primer disparate factible y ostensible. Él mismo se sintió indudablemente un poco hipócrita para teorizar su disparatación; pero no tuvo más remedio que dibujar alguna de las cosas absurdas que vio repetidamente y que le propusieron desafiadoramente su transposición, pues esas señoras incongruentes que están sentadas en la rama de un árbol en el “Disparate claro” están haciendo algo que admite la misma beatitud con que se sientan en los reclinatorios de las iglesias, alguna muy vestida y con manguito, todas muy serenas, oscilando sobre el abismo y como esperando que la rama se desgaje y pierda su cohesión. ¡Qué gran espectáculo! ¡Qué gran voluptuosidad! ¡Qué atractivo presenciar esa locura hecha por gentes que, desde luego, tienen que no estar locas, porque el espectáculo de la locura ya no sirve al disparatador, que se inspira más que nada en lo que es obsesión eterna de la normalidad, disparate de la sensatez y del talento!
            Aunque en mi obra siempre ha alternado el disparate con lo que casi lo era, ahora va a figurar en estas páginas suelto, entero, dispuesto a que lo escarnezcan, dispuesto también a que interese a alguien y se lo calle.
            Nada que me haya costado pensar tanto y perderme por vericuetos más intrincados y subir a alturas más altas y asomarme a abismos más hondos, que el disparate.
            Lo que es fácil aunque interese, aunque divierta, aunque resulte muy ingeniosa, es la otra literatura, la que posee cierta lógica y cierto anodinismo. Lo más fácil de todo es hacer una novela (la acepción de esta facilidad es la buena acepción, la de producir una buena novela, no la de escribirla, porque eso lo pueden hacer muchos, todos esos que intentan repetidamente ser novelistas y nunca lo son, porque no lo aprecian así los que lo tienen que apreciar, que son los escritores).
            Lo terrible, lo difícil, lo sangriento es encontrar el disparate con cierta hechura humana de disparate, con la lógica concentrada de los disparates, con su singularidad correspondiente.
            ¡No es nada lograr disparatar un poco bien, sin recurrir a la estratagema y al método muy cuidado y frío!
            En vano me emborrachaba por estar inspirado. La embriaguez no sirve sino para escribir las mayores tonterías sentimentales. Los mismos grandes borrachos se emborracharon para festejar los aciertos de su lucidez o desesperados por no sentirse lúcidos siempre.
            La lucidez que necesita el disparate es rayana de la locura. He pasado los límites de la vigilia, me he salido de mi cerebro por poder alcanzar algún disparate.
            El disparate es la cosa más difícil, más lenta, más desesperada, y en esa temporada en que he estado alcanzando disparates me han nacido alguna noche hasta veinte y treinta canas, cuando yo no tenía ninguna.
            ¡Qué interminables pozos artesianos he hecho por encontrar un disparate!
            ¡Bah; pero nada más risueño, más convincente, más abrumador que el disparate franco, manifiesto, sobresaliente entre los disparates!
            Son humorísticos los disparates en cuanto son disparates y por ser disparates. Lo que tiene de humorístico ese asunto que al parecer es serio y hasta dramático es lo que tiene de disparate.
            Y este humorismo de mis disparates es el más español, el que informa el Buscón y el que informa también las aguafuertes de Goya. Ese humorismo central español, que no imita el humorismo inglés, ni esa forma distribuidora en partes del asunto y que saca un partido decente y sistemático de la gracia sin descabellarla, es el único humorismo que puede aspirar a quedar, porque ya ha pasado que sólo lo que abruptamente fue de ese género es lo que ha ido quedando.
            He estado a punto, en noches de querer recordar los más firmes disparates del mundo, de encontrar los más perdidos; pero ya había dado tantas vueltas a mi cabeza, la había hecho hacer tantas espirales, que temí que los disparates me la arrancasen de cuajo y me la hiciesen perder definitivamente. Estos son los antecedentes estéticos de este género, antiguo para mi pluma.
            Ya en 1910 había yo iniciado estas cosas que en 1920 y 21 parecen nuevas y originales en los desvergonzados. Así, yo sonrío cuando veo que hay cínicos que, ofreciendo al lector cualquier cosa, dicen: “¡He aquí lo singular! ¡Lo nunca visto!” y ofrecen un par de greguerías con la clavícula rota, o manejan un disparate destrozado, arrastrándolo por las calles como arrastraron al pobre Riego antaño.
            También ha habido otros aprovechadores más inteligentes y fríos que con disimulo manejan y desvían, después de diez años, mis primeros Caprichos y mis primeros Disparates, también publicados por aquella fecha. Me indignan más esos falsos “inventores” que los otros, porque no está hecho a lo bohemio su arte imitativo, sino de un modo consciente y medido. ¡Si fuesen cosas en el mismo género!; pero no, son cosas que imitan la misma desvariación en mirar al infinito y a lo absurdo, pero con una etiqueta repugnante, con modosidad de cucandas, con unas maneras muy enjabonadas, con una etiqueta y una urbanidad exagerada, digna sólo de ser lucida en los salones, y con una gramática tonta que les hace producir lo frío, lo senil en el tiempo y en el espacio, lo vano, lo que intenta hacer la más cortesana de las traiciones.
            Aunque todos convivamos en la misma especial confusión del presente, esto no puede ser mas que una cosa superficial.
            En la tosca fe de bautismo de este arte, fe de bautismo con faltas de ortografía y enmiendas, pero legítima, figura mi nombre y la fecha indestructible; por eso yo sonrío a los que me traen un disparate construido demasiado según mi sistema, y que hasta a veces me lo regalan.
            RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA.
 
 
            La motocicleta
 
 
            Estaba concurridísima la larga calle. Todos estaban endomingados sin que fuese domingo.
            En lo cerca, la multitud resultaba espaciada, clarificada, pues cada persona tenía alrededor de sus pies un pedazo de acera; pero a lo lejos, la multitud se acribillaba —ya sé que está mal empleada esta palabra, pero lo hago así porque me conviene—, y se agrupaban tanto sus cabezas, que parecía no haber posibilidad de que todos tuviesen hombros. No se sabía cómo podían andar estando tan apiñados.
            Todo era lentitud, parsimonia, juego de los bastones y de las sombrillas en la larga calle. Sólo por el centro los automóviles satisfacían el deseo de correr que había en todos al mismo tiempo.
            En eso, sentimos venir desde muy lejos una motocicleta. “Ya está ahí uno de esos burros pequeños, rebuznadores, corredores, estúpidos”, nos dijimos.
            Plumf-plumf-plumf; la motocicleta bajaba a todo escape.
            Como si nos fuese a atropellar, volvimos la cabeza y la vimos venir, embistiendo al aire y…
            ¿Cómo?
            Sí.
            Todos los que iban en la fila de fuera de los grandes escuadrones de la multitud iban cayendo hacia atrás, como sobre un suelo mullido, igual que las hierbas cortadas por la segur.
            Yo me di en seguida cuenta y me replegué hacia el fondo, viendo cómo a mi mismo lado caían silenciosamente algunos transeúntes y la fila recular de muertos se iba prolongando hacia el final de la calle.
            ¡Terrible atentado contra los transeúntes por la motocicleta ametralladora, que pudo disimular, gracias a la suelta del escape, el tac-tac continuo de sus disparos por treinta cañones dispuestos en forma de abanico!
            Mientras no corten el resuello a las motocicletas y las obliguen a ir silenciosas no se habrán acabado los atentados como éste.
            No pasaban por ella los años. Todas las amigas la envidiaban y preguntaban a su médico, a su doncella, a sus porteros, cuál era el secreto de aquella belleza siempre juvenil. En los espejos estaba revuelta la figura de hacía años con la figura de ahora, y eran como copias de la misma figura que se reproducían en los ángulos del espejo.
            ¿Cuál era el secreto de aquel milagro?
            Muy sencillo. En la jarra del agua dejaba siempre, desde que tenía quince años, un poco del agua antigua, de la primera agua con que lavó su carne engomada, abrillantada aún por la infancia.
            En la gran jarra de agua siempre dejaba, como solera de su belleza antigua, un poco de la jarra anterior, y así eso daba tono y frescura a toda el agua con que se lavaba y se rejuvenecía. ¡Admirable fórmula!
            El aeroplano de las tormentas
 
 
            Hay un aeroplano para las tormentas, ingenioso aparato que aprovecha la electricidad de las tormentas y se dispara sobre el mundo y hace trayectos maravillosos gracias al aprovechamiento de las potentes fuerzas de la tormenta.
            Cuando el cielo tormentoso se señala en el cielo, el aviador dueño del aeroplano para las tormentas sube al cielo y ajusta el trole de su aparato a la línea eléctrica de las nubes.
            El motor se llena de fuerza, y el trole, amarrado a las revueltas trayectorias de puntos de la tormenta, recorre las más largas distancias y llega al punto matriz de las tormentas sobre los Andes o sobre los Urales.
            La corbata feliz
 
 
            En la corbatería siempre había yo sospechado que entre todas las corbatas estaba “la corbata feliz”.
            La había buscado en vano y me había comprado corbatas absurdas esperando dar con la feliz.
            Siempre revolvía todos los manojos de corbatas, los haces de estolas, que parecían en su conjunte) bufandas de pesada densidad que vencen el brazo del corbatero que las enseña.
            El que se compra un mazo de esos, el que dice “échemelas todas”, es que se va a casar con la novia opulenta, hija del opulento banquero.
            ¡Cuántas veces los corbateros me han presentado sus corbatas haciendo ese nudo supuesto que ellos hacen sobre la muñeca de una mano con la otra, como si pusieran la corbata a un ser imaginario!
            Siempre me he quedado absorto en todas y cada una de las que me presentaban, sospechando que esa fuese la corbata feliz.
            Hasta que un día, estando probándome más corbatas, vi un señor alegre que se miraba al espejo con tal cara de gozo, que me di cuenta de que aquella era la corbata feliz. Era verde, espantosamente verde; pero le grité al corbatero:
            — ¡Déme otra como la de este señor!
            — No hay otra como ésa…
            Al oír eso me dejé caer como desmayado en una silla y vi la pantomima feliz representada por el señor que se llevaba la corbata feliz que yo había buscado toda la vida.
            La lluvia morada
 
 
            Las nubes estaban aquella tarde más ribeteadas de rayos que nunca. Alrededor de sus toldos morados había un festón brillante, nacarado, en el que estaban hilvanados los rayos para dar sus visos de tormentosa a la nube.
            Parecía que la tarde se había vestido de hábito, el hábito morado del Nazareno.
            Como cuando el Jueves Santo están cubiertos todos los altares con moradas cortinas, así parecía haberse cubierto el cielo con el gran telón morado que se guarda en la sacristía de la tormenta.
            Los árboles se destacaban sobre ese cielo como sobre un fondo de esmalte con labores nieladas y de un difícil artificio. Todo estaba incrustado y acoplado en la tormenta; las torres, como verdaderas cuñas.
            Refrescaba como un helado de fresa, o de frambuesa, o de vino, aquel cielo inconcebible.
            — ¡Pero si está azul! —dijo alguien sin saber lo que decía, engañado por aquel cielo de un color que parecía un azul sin luz, un azul mate, mezclado a todos los colores de los pinceles lavados en el azul después de haber andado mucho en la paleta.
            Parecía toda la ciudad en el fondo del mar; profundo mar en el que campeaban las angulas de la electricidad, las grandes y nerviosas angulas que bajaban al fondo del agua para pescar la rana humana y subir con ella en el pico hacia el cielo…
            Tenía el cielo seco el aire de las grandes solemnidades cuando el magno orador se puso en pie para lanzar el magno discurso iconoclasta.
            Se oyó el carraspeo del primer trueno y después comenzó a llover. Todos esperaban el agua de cualquier chaparrón, pero no que lo que se vaciase sobre la tierra fuesen las tinas del terrible Tinte del cielo.
            El chaparrón monumental era de gotas moradas, de un morado espeso que tiñó de morado las fachadas, las muestras de las tiendas, todo, poniendo en los trajes los más lamentables goterones, en grupos desiguales, con trechos desteñidos que daban más carácter de vejez a los trajes, desteñidos debajo de los brazos y en la entrepierna, como los que lo están de verdad por el sudor de los días.
            ¡Qué deplorables efectos los que causaron las nubes moradas!
            Los sombreros de paja quedaron completamente morados, y en todos los rostros los cuajarones morados de la lluvia anilínica parecían esas huellas que dejan en las mejillas de algunos desgraciados los antojos incumplidos que sufrió su mamá cuando estaba embarazada de ellos.
            El timbre de la catástrofe
 
 
            Sólo el director y algunos capataces de la fábrica sabían que existía el timbre que anunciaría la catástrofe.
            Pero cuando sonó el timbre que nunca había sonado, todos se dieron cuenta de que era el timbre de la catástrofe eléctrica y de la más espantosa electrización de la fábrica, y se mataron contra las puertas como cuando alguien ha gritado ¡fuego! con demasiada alarma en un teatro.
            El corral de Pathé
 
 
            Los hermanos Pathé viven en las afueras tristes de París, bajo un cielo en que se reflejan los tejados, y que es él mismo un tejado enrevesado y ciudadano. ¡Es tan gran ciudad que ya no tiene afueras!
            Lo que tienen los hermanos Pathé es un corral inmenso, el más grande corral del mundo, y en él están excluidas las gallinas. Sólo gallos infinitos, innumerables gallos que cantan como gramófonos, con aires de tenores de gramófono; gallos que las noches de luna se proyectan sobre la pantalla cinematográfica de la noche y cacarean numerosas “¡BU-E-NAS NO-CHES!”.
            El fuelle de la vida
 
 
            Los fuelles han caído en desuso, siendo tan importantes como son. Ni en las salas de Física se les ha concedido un rincón.
            Con los fuelles las brujas —las brujas de Goya sobre todo— atizan lo sobrenatural.
            El observador y descubridor encontró en el viejo palacio, junto a los cogedores de largo mango y junto a la pinza para los grandes azúcares de los leños, un fuelle maravilloso, el fuelle que reanima al que se va a morir, el verdadero fuelle de la vida.
            Desde el primer moribundo en que lo ensayó hasta el último, recobraron el alma… ¿Cómo no haber comprendido que el gran reanimador, en el que el alma tiene su aspiración y su respiración y su silencio y su inmaterialidad, es ese aparato espiritista llamado el fuelle?…
            El espantapájaros
 
 
            El especial cuidado del tío Juan era tener el mejor espantapájaros del mundo.
            Le cuidaba, le vestía con esmero, le hacía la corbata, se la centraba en medio del cuello todos los días, le ponía un sombrero al que protegía contra el aire un cordoncito de goma atado a un botón.
            — Le quiero, he llegado a quererle… Ya que no tengo ningún hijo, él ha sustituido al hijo posible —decía el tío Juan.
            En efecto: al verle por las mañanas como el único compañero en medio de sus fincas, como su propia personalidad desdoblada y hasta llena de más interés por la finca que él mismo, puesto que madrugaba e insistía más en cuidarlo que él mismo, le quería más que a sí mismo.
            Muchas veces había sentido ganas de saludarle, de darle un abrazo, de preguntarle cosas.
            — ¡Qué tiempecito…! —había empezado a decirle alguna vez, sin poderse contener, comunicativo, como vuelve de comunicativo el frío en la necesidad de denigrarlo, de hablar mal de él.
            También había sentido ganas muchas veces de ofrecerle tabaco. Cuando sacaba tabaco junto a su espantapájaros hacía un disimulado ademán de ofrecerle. El espantapájaros seguía impertérrito, y eso le parecía a él que era un gesto evidente de: “Gracias… No fumo”.
            — Mi espantapájaros… —decía con orgullo en las visitas que hacía a los otros labriegos.
            — ¿Y cómo está su espantapájaros? —le preguntaban ya en todos los pueblos de los contornos.
            — Vamos a ver al espantapájaros de don Juan —se decían los domingos los que querían señalar un final extraordinario a su paseo.
            — ¡Que viene el espantapájaros de don Juan! —decían los padres a sus hijos para obligarlos a comer o a ser buenos.
            Y don Juan seguía alhajando a su espantapájaros, poniéndole camisas nuevas con gemelos y todo.
            — La cosecha —sostenía don Juan— es mayor gracias al espantapájaros… Si sin espantapájaros se cogen veinte mil racimos con espantapájaros se cogen ochocientos mil.
            En el fondo blanco del horizonte desangrado de la tarde se proyectaba el espantapájaros como un paria, como un explotado, como un ilota, que es tan parecido a un idiota.
            — Sabe usted que me parece que ha crecido su espantapájaros —le dijo un día el terrateniente de al lado.
            Comenzó a correr por el pueblo la versión de que alguien le había visto moverse, accionar, bajarse a coger unas uvas, y le habían visto por casualidad una noche que pasaron por allí yendo a cazar alondras, u otra noche en que tuvieron que atajar para ir al pueblo de al lado a buscar al médico.
            Por lo demás, cuando se iba a observarle por el día, se le veía inmóvil, mirando con un gran dominio la naturaleza, sabiendo bien a qué atenerse, sobre todo con respecto al espacio de alrededor.
            Así, un día pasó por delante del espantapájaros la eterna comparsa del circo, con su carro como de pompas fúnebres tirado por tres caballos de gitano.
            Un momento hicieron alto junto al espantapájaros, admirados de lo bien que haría de excéntrico en sus representaciones en el circo de las plazas de los pueblos.
            — ¿Qué? ¿Te conviene, don Cayetano? —le dijo en son de burla de circo el tonto de la compañía.
            El espantapájaros, sin decir palabra, se unió a ellos, y después de una larga etapa miserable hoy es el excéntrico mejor del mundo el espantapájaros del tío Juan. Nadie mejor que él para hacer reír en cuanto entra en la pista.
            — Parece enteramente un espantapájaros —dicen las gentes, sin saber bien la enorme verdad que dicen.
            El gran «copólogo»
 
 
            Antoñito, todos los días, después de comer, tocaba con el cuchillo en las copas de la mesa. Desde el primer día que lo hizo todos se quedaron arrobados. Fue la revelación de un prodigio. La cabeza de Antoñito, descomunal, de frente en alero, oscilaba como mareada y colgante y con el cuello roto, sobre la exquisita música de las copas.
            Pronto se citó a toda la familia, hasta los parientes más lejanos, para que oyesen las sobremesas musicales en que Antoñito, como el gran violinista que coge el arco para ponerse a tocar, cogía el cuchillo y comenzaba su tocata en los vasos y las copas y los vasitos de licor.
            — ¡Parece mentira que de unas copas vulgares saque esos tonos!
            — Es enteramente un carillonero excepcional…
            — Deben ponerlo al piano…
            La familia estaba loca con el niño, y todos se bebían hasta apurar las copas en que había de tocar Antoñito, no sólo porque debían estar vacías, sino porque entraba en el agua y en el vino la nerviosa armonía de las notas de Antoñito…
            Le pusieron al piano; pero Antoñito no sentía el piano…
            — Es una cosa mucho más grosera que el cristal —decía el padre.
            — Mi hijo no toca sino las copas seráficas —decía la madre.
            Y Antoñito seguía en todas las sobremesas tocando la última partitura musical, tocando también piezas de Beethoven, que ni en guitarras ni en nada sonaban tan bien.
            — Es un gran “copólogo” —dijo una vez un señor de los que le oyeron; y desde entonces Antoñito fue llamado “copólogo”, como al tocador de pandereta se le llama “panderetólogo”.
            La vecindad bajaba a oírle tocar, y la portera llegó a pedir permiso para oír tocar a la eminencia, diciendo una frase que no porque sea de una portera no va a figurar en esta alabanza de Antoñito: “¡Esto ha sido —dijo la portera aquella tarde calurosa de verano, definiendo admirablemente la sensación de las frescas notas del cristal— como si me hubiera tomado un sorbete de lo mejor!”.
            El magnetizador de las nubes
 
 
            Los pedriscos asolaban el pueblo, lo arruinaban año tras año. Algo había en todas las cumbres de alrededor que citaba a la tormenta como torero al toro.
            El caso es que la tormenta de pedrisco asomaba sobre el pueblo, y había un momento en que seriamente amenazaba aplastarle como si fuese una gran muela de molino suspendida sobre él.
            Las autoridades y todos los vecinos se habían reunido muchas veces para pensar qué sería conveniente hacer.
            Compraron un cañón contra el pedrisco, y fue un dispendio más, porque las nubes no cedieron y sólo se vieron los agujeros que se abrieron en la especie de gran montera de cristales sucia que era la nube. El estrépito del cañón de dinamita hacía más bronca, más desesperada y más angustiosa la tormenta.
            En ese ambiente de gran agobio que pesaba sobre el pueblo se había producido la infancia de Eustaquio, don Eustaquio, como le llamaron cuando vieron que le crecía una negra y morada barba nazarena.
            Don Eustaquio pensó en el fondo de su casa durante toda la vida lo que habría que hacer con el nublado. Con su mesa de estudio muy cerca del balcón, miraba constantemente al cielo y hacía esfuerzos de dominio por variar el rumbo de las nubes. Eso, que comenzó por una ingenua y desmedida manía de colegial, acabó por ser una obsesión. Los ojos de ribete cárdeno y de hondo mirar de don Eustaquio se clavaban en el cielo sin odio, pero con una autoridad que parecería de loco si no fuese tan segura, tan sensata.
            Así, un día don Eustaquio, apoyados los brazos en la mesa como si fuese un reclinatorio, y con los ojos en el cielo, notó que una nube variaba de rumbo según su gusto, y por cerciorarse más la hizo moverse romo en una contramarcha.
            Don Eustaquio citó entonces a los prohombres del pueblo y les contó lo que podía hacer con las nubes.
            — Cuando venga el primer nublado de pedrisco ron sus nubes color de pedernal, llámenme… —dijo en párrafo elocuente y conmovedor— Yo me llevaré las nubes hacia otro sitio… Yo las haré descargar en el Valle de la Oropéndola para que allí tumben las malezas y saquen fuego a las piedras de que está lleno el valle… Me ha costado conseguir este poder toda mi niñez y mi juventud… Hoy, ya en el comienzo de la madurez, después de haber sacrificado mis amores, sin otra distracción que el haber estado mirando al cielo sin desesperar de la fuerza de mis ojos, he conseguido el triunfo apetecido… Seré el pastor de las nubes y en este pastoreo está mi misión en la vida…
            Todos, subyugados por la entonación y el aire noble y profético de don Eustaquio, quedaron convencidos y además quedaron magnetizados por aquellos ojos perforadores que tenían poder hasta sobre las nubes más distantes.
            Al primer día de nublado aguardaban todos, y, como todos los años, en el momento más florido llegaron las nubes obscuras de agua sucia y preñada.
            El alguacil fue a llamar a don Eustaquio, y detrás del alguacil todo el pueblo. Don Eustaquio tomó su impermeable de capuchón, y como el capitán de barco que sale sobre cubierta para dar fe a toda la tripulación, apareció en la puerta, miró a las nubes, y después de hacerles la señal magnética con sus manos afiladas y ascéticas, todo el pueblo vio con asombro que el nublado se movía hacia don Eustaquio, que apretaba su marcha como el que conduce una cometa y tiene que andar veloz para seguirla dominando.
            — Un caballo…, un caballo —gritó de pronto sin dejar de andar veloz.
            Le trajeron un caballo blanco, y dando un salto rápido sobre su montura avanzó hacia el monte sin dejar de mirar las nubes.
            Era indudable que se las llevaba detrás. Todos en las afueras del pueblo contemplaban aquella fuga de las nubes hacia el jinete, como empujadas por un viento fuerte.
            Se le vio subir la montaña y, ya en la cumbre, apearse del caballo y allí, a pie, hacer los gestos magnéticos y atractivos a las nubes, señalándoles, por fin, la parada y el momento de descargar. En el valle lejano, en la estéril pradera abrupta y pedregosa, cayó el pedrisco, y fue el primer año en que se cogió entera toda la cosecha.
            Lo que aprendió aquel pez
 
 
            Aquel pez era de esos grandes, torpones, de ojos de recién nacido. Siendo fuerte y estando dotado de grandes defensas, un poco parecidas a los bracitos cortos de las focas, aunque más informes, su caza de peces pequeños no saciaba toda su glotonería: su barriga era capaz de contener todo un cajón de pescadero.
            Los peces —sobre todo los listos peces pequeños— han evolucionado, han prosperado y se han enterado de muchas cosas. Saben ya más, muchos de ellos, que los peces humanos. En este estado de sabiduría se defienden perfectamente de los peces grandes, de los insaciables peces con alma de tiburón. Ya saben escapar dando el quiebro; ya saben prever cuando se acerca el pez temible, gracias a un sistema de telegrafía sin hilos para la que les sirven las antenas vivas de las langostas, que son proveedoras de noticias; ya saben todos los disimulos y ya discuten sus derechos con el pez grande y entretienen su voracidad con eso y con la predicación de instintos más humanitarios.
            Los peces grandes suelen pasar mucha hambre en el mar, y como no pueden alimentarse mas que de pescado, porque allí no suele haber carne nunca, su hambre es mayor. Sus mercados tienen muy pocos elementos. Sólo hay expendedurías de la “Coruñesa”, y para eso la mitad de los días figura en ella él “No hay pescado”. ¿Es que para comer pescado fresco tendrían que ir a Madrid, o a París, o a cualquiera otra ciudad alejada del mar?
            Aquel pez grande, obeso y vacío, estaba indignado. Un régimen de agua sola no puede ser recomendado a nadie; y si siquiera fuese agua dulce, menos mal; ¡pero agua rabiosamente salada!
            Aquel pez, constantemente purgado por esa especie de agua de Carabaña que es el agua del mar, se sentía débil y pensaba que si aquella falta de alimento continuaba mucho se convertiría en un pez espada o en una anguila.
            Muchas cosas se le ocurrieron para combatir la anemia, aquella anemia contra la que ni cabía el recurso del aceite de hígado de bacalao, sino de morralla y de boqueroncitos. ¿Le convendría ser vegetariano? Intentó ese cambio de régimen, pero le dio una indigestión de algas porque resultaron imposibles de digerir. ¿Le convendría alimentarse sólo de estrellas de mar? Probó a ver, pero vio las estrellas, de retortijones que sufrió. ¿Y un régimen de ostras? Creyó que se moría. El había oído ponderarlas ostras como lo más exquisito del mar; pero careciendo de abreostras tuvo que comérselas cerradas, y el cólico fue cerrado, y hubiera sido el definitivo y postrero si no hubiese bebido más agua de mar que nunca; tanta, que provocó antes de la hora anunciada una pequeña bajamar.
            No había solución. Aquel pobre pez iba ya lento como un submarino sin esencia, o como en la superficie del mar un barco sin carbón. Y no tenía ni fuerza para remar con sus muñones, pues estaba falto de fuerzas.
            — ¡Si siquiera hubiese latas de conserva! ¡Si se pudiesen adquirir unas cuantas latas de sardinas! —pensaba aquel pobre desgraciado.
            “¡Cada vez somos mejor pescados por los hombres y nosotros pescamos menos a estos peces que se han vuelto intelectuales y se burlan de nosotros!” —exclamaba constantemente el pobre pez vacío. ¡Ah! Pero como en este estado de inanición es cuando surgen las grandes ideas, aquel gran pez tuvo una idea estupenda, genial, morrocotuda. Viendo que no había solución para su hambre pensó pescar como los hombres, convertido en un verdadero pescador de caña; transformar la caza a diente, ya anticuada y desprestigiada, por la caza ingeniosa.
            Desde ese instante de la concepción de su gran proyecto se dedicó a confeccionar sus aparejos de pesca, y después de encontrar un anzuelo de los muchos caídos en el fondo del mar preparó con una correílla de alga y con una preciosa caña submarina el aparato completo. Cesta o bote de lata para echar la pesca no le eran necesarios, porque toda pieza cobrada iría del anzuelo a la boca. ¡Tenía mucha hambre atrasada!
            Dotado así de su caña y con un poco de sardina como cebo, se puso a pescar en una montañita del fondo, y como los peces no podían sospechar que hubiese un pescador de caña en aquellas profundidades picaron el anzuelo con ganas, y aquel gran pez volvió a recobrar sus hechuras. Estaba contentísimo, optimista, y veía que su porvenir era el de un multimillonario en peces, que es como serlo en plata de la mejor, plata viva.
            ¡Ah! Pero corrió la voz por todo el mar de que en el fondo de él había un pescador de caña disfrazado de pez.
            ¡El colmo! Aquello no podía consentirse. Se organizaron numerosas avalanchas, bancos enteros de peces para aplastar al intruso.
            Los guardias temibles del mar, los tiburones, se enteraron también y buscaron al disfrazado, al pobre pescador de caña, y se lo comieron con caña, anzuelo y todo, siendo la venganza del pez genial que por lo menos uno de aquellos tiburones llevaría siempre como dije, como leontina de un reloj imaginario, el pequeño anzuelo clavado en la barriga.
            La nueva marca de automóviles
 
 
            Era largo, larguísimo como una barca de regatas para gran equipo, quizá ya como un yacht, el automóvil que había salido de la fábrica, con su motor de tipo especial.
            Lo pintaron a listas como si fuese una celosía o una gran avispa, y para probarlo le fueron empujando como si echasen el barco al mar, haciéndole resbalar por la arena, ya que no había puerto.
            Ya en la calle, de construcciones modernas con balaustradas de delgados barrotes, el automóvil comenzó a entrar en marcha con su zambrumbrumbrum estentóreo, con su relincho de cien caballos, y, cosa extraña, cosa inaudita, al ruido del automóvil, por la vibración menuda, temblorosa, picadilleante, carcomediente, las casas de la calle comenzaron a moverse, a agrietarse, a caer. El nuevo automóvil amenazó a toda la ciudad.
            La voluptuosidad de los prestamistas
 
 
            Todos los días traen al prestamista nuevas sorpresas, y no por los objetos que entran en la cueva profunda, en la extensa alcantarilla, sino por los objetos que vencen en el día.
            Los objetos empeñados en el día no se quedarán en la tienda para siempre, volverán por ellos, los renovarán, los volverán a traer, se los volverán a llevar y raro será que se queden definitivamente en la casa de préstamos.
            El prestamista abre con emoción su tienda pensando en los objetos que vencen en el día, en los objetos que si no van hoy a renovar o a recoger pasan a ser de su pertenencia (¡qué ordinario, qué alevoso y qué egoísta es eso de “su pertenencia”!).
            El prestamista sabe perfectamente los objetos que cumplirán en el día. Así este prestamista de mi suceso.
            Este prestamista no mira a la calle. Está viendo delante de él lo que tiene a la espalda, lo que está en las amplias bibliotecas de sus objetos. En este día hay un objeto que ha entusiasmado al prestamista, un capricho que ha estado empeñado por espacio de un año y que vence hoy. ¡Cuánto lo ha acariciado día tras día, esperando este día! Pero aun no es de él y ni lo desempaqueta siquiera. Pasará un mal día, largo y cruel, en que rechazará muchas cosas que le traerán y tasará muy por lo bajo todo lo que admita. Cada ruido de la puerta le sobresaltará.
            Así hasta la noche, que cierra la tienda un poco antes que de costumbre temiendo la visita final, pues ya mañana dirá, cuando lleguen por él, que lo acaba de vender.
            Cerrada la tienda, recién cerrada, sin desrizar aún el rizo de estrépito que ha promovido el cierre metálico, una mujer ha llegado y se ha pegado llorosa contra la cortina de hierro, llamando con sus nudillos inútilmente. ¡Pobre mujer que se ha puesto en camino desde muy lejos para salvar el objeto que acababa de vencer, el objeto que era un recuerdo! ¡Y sólo ha llegado tarde porque el tren llegó con retraso!
            El gancho del plafón
 
 
            He aquí el relato de un suicida:
            «En el plafón, sobre nuestras cabezas, se veía el gancho dispuesto. En su sombra, sobre el techo, imitaba otro gancho.
            »¡Cómo pedía una araña ese gancho!
            »No me dejaba dormir su petición en la casa deshabitada, donde sólo había dos camas muy pobres.
            »Ese dedo retorcido y esperanzado del techo me pedía de tal modo una araña, que me hacía pensar en ser rico o en, aun siendo pobre, comprar una gran lámpara para colgarla de allí.
            »La habitación era baja de techo, y eso me hacía ver con más claridad el gancho retorcido, que pedía con gran desconsideración una lámpara, como uno de esos hijos insensatos que creen que su padre les puede dar lo que no tiene.
            »— ¡Pues todos los demás ganchos de plafón tienen lámpara! —me pareció que contestaba con impertinencia, faltando descaradamente a la verdad, porque hay numerosos plafones más tristes y con el gancho tan vacío.
            »Preocupado por el gancho de dedo encogido, quise quitarlo, y para eso comencé a darle vueltas sirviéndome del hierro de la estufa como palanqueta.
            »Logré sacar un buen pedazo de esa “solitaria” de los techos, pero hubo un momento en que su cuello espiralado no quiso seguir saliendo.
            »Desengañado, triste, con la mirada perdida en lo alto, he pasado muchos días, en que me parecía lo más enorme de mi carestía no poder comprar el gran farol o la lacrimosa araña para el gancho sobrecogido.
            »— Tú eres responsable —me decía a veces el gancho— de que mi destino quede incumplido… Yo, que soy capaz de sostener los pesos más formidables y que estoy ansioso de ello, tengo que soportar mi inacción por el largo alquiler a que tu has sometido este piso…
            »Por todo eso, hoy, que ha llegado a ser irresistible la contemplación del gancho, y para cumplir su cometido, para que sostenga por fin ese gran peso que espera, yo me ahorcaré de él…».
            En efecto: péndulo, holgazán, sin rotación, apareció colgado del plafón el pobre obsesionado.
            La descotada
 
 
            Ya no podía ser mayor su descote. Por eso cuando se inclinaba parecía que se le iban a escapar los dos senos, que, indudablemente, tenía prendidos con un imperdible para que no sucediese eso.
            — ¡No te descotes tanto!… ¡No te descotes tanto! —le decían sus novios; pero ella consentía en romper con ellos antes de subirse el descote.
            En las grandes reuniones todos revoloteaban a su alrededor como moscas en la proximidad de una tarta o de unas natillas. Sobre todo, lo que preferían era asomarse por detrás y lanzar con las plomadas de sus miradas sus ojos —sus propios ojos—, como peso colgado al extremo del hilo de sus miradas.
            Una vez se le cayeron los lentes en su descote a uno de sus admiradores; ella sintió un gran escalofrío, pero devolvió los lentes, tibios, al que los había perdido, caballero que le dijo caballerosamente:
            —Ahora lo veré todo color rosa…
            Todos se caían en aquel vértigo y muchos desaparecieron en el vértice de aquellas dos olas blancas. Algunos que habían prometido asomarse y no caer cayeron también.
            — Sobre todo, cuando suspira se ponen magníficos —se decían unos a otros en voz baja, y todos esperaban la hora del gran suspiro que trae obligadamente la media noche.
            Arruinados sus padres y casi en la miseria, la gran descotada se dedicó a la prestidigitación, y aparecía frente a grandes telones de terciopelo bordado en oro y en lentejuelas, y sacaba del fondo de su descote, en la hora de hacer aparecer cosas, algo que ningún ilusionista había conseguido nunca: hombres, niños, adolescentes, con ese revuelo de los pichones y de las liebres que saca de entre los pliegues de su americana el Mefisto vulgar y corriente…
            Después hacía el número del magnetismo y de la desaparición. Subían al escenario diez hombres de mirada hipócrita, ladeada, ochavada, y ella los iba poniendo en fila. Con el disimulo con que el ladrón mira la cadena de reloj que va a robar, así miraban al descote de la funámbula. Ella se movía delante de ellos, dejaba caer uno de sus guantes, se inclinaba a cogerlo, les rozaba con su emanación, y después los hacía desaparecer a todos, volviendo a sacarlos al poco rato del fondo de sus senos matemalinarios.
            El que ha dejado la llave en la cerradura
 
 
            Muchas veces nos ha ocurrido que hemos dejado la llave puesta en la cerradura de la puerta de la calle, y el corazón se nos ha llenado de sospechas que han echado de él toda la sangre.
            El que ha dejado la llave puesta en la cerradura y se ha ido ve cómo todos los que pasan por su puerta, al ver la llave puesta, la agarran la oreja y la dan vuelta, entrando con satisfacción en su casa y llevándose lo que les da la gana, lo más escogido y lo más querido.
            Pensando en la llave que ha quedado puesta en la cerradura se piensa si será verdad que se dejó; pero como si el corazón la tuviese puesta en el ojo de esa especie de candado que es el corazón, le responde: “La dejaste”.
            Parece que con esa llave que ha quedado clavada como un puñal en el alma del olvidadizo —con el puño fuera del alma— se puede abrir todo el mundo, todo su mundo, sus secretos, la historia de sus trampas, el cajón de las cartas que no quisiera que leyese nadie, las carpetas de los borradores. ¡Hasta los borradores, con sus faltas, sus descuidos, sus distracciones imperdonables, para todos menos para él, sus erratas, sus grandes lagunas, sus palabras partidas, sus l en lugar de t y sus íes sin punto…
            El que ha dejado la llave en la cerradura no está tranquilo hasta que vuelve a su casa, después de haber tenido, en sus conversaciones y en todos los momentos, una mirada hacia atrás, hacia la llave puesta…
            Al subir la escalera le palpita el corazón como una codorniz en la jaula dándose cabezadas contra el mullido de lo alto.
            — ¿Estará? ¿No se la habrá llevado alguien para volver siempre, para poder entrar antes y después, ya todos los días de mi vida?
            Pero no. La llave siempre está puesta en su sitio con la misma inocencia que la dejamos, sin que haya sido vista por nadie…
            La casa está tranquila, sin huellas, todo en su sitio, y para verlo bien vamos encendiendo todas las habitaciones de la casa y las vamos dejando encendidas; las sillas, intactas y en su sitio, como fieles oficiales de la guardia en el cuarto de banderas de cada habitación.
            El indiano
 
 
            El indiano vivía en las afueras del pueblo silente y lleno de miradores hermético, el pueblo que habían elegido los indianos para acatar de pasar su vida, porque siempre es el pobre indiano fuente de sudores repulsivos, aun después de haber dejado de trabajar.
            El estigma de aquella gran ambición, acompañada de tantas bajezas y tantas estrecheces, era ese sudor inacabable con perfume de ratón.
            El indiano este llevaba, según se decía, toda su fortuna encima, dentro de un gran cinturón que siempre ceñía su barriga y que se cerraba con un candado al costado.
            Este indiano había sido antes mozo de café, y de mozo de café había comenzado a hacer su gran fortuna.
            Por eso el café que se tomaba en su casa era el mejor café que podía imaginarse, y él mismo tenía el gusto de servirlo, manejando las cafeteras con verdadero esmero y diciendo a los invitados las palabras clásicas de todo buen camarero de café al parroquiano: “Usted dirá… ¿Quiere algo en la copa?…”.
            Pero lo que denunciaba al pobre indiano, lo que se contaba entre todos sus vecinos, chacoteándose de él, era que cuando le llamaban, cuando algún amigo pasaba por delante de su hotel y gritaba su nombre, él contestaba:
            — ¡Vaaa! —sin poderlo remediar, lanzando el “¡vaaa!” estentóreo de los echadores de café.
            La Nochebuena de los faroles
 
 
            En la blanca luz de los faroles de gas noto muchas noches alborozo y jovialidad.
            La noche está muy fría. Se pasan muchos parajes de sombra. Todo el mundo está encerrado en sus casas, y nosotros, por el Paseo del Cisne de la noche, vamos despacio, despreciando los tranvías que pasan, y en los que se banaliza uno y se atufa de tranvía, de amarillez letal, de pasillo triste.
            A lo lejos, en ese paraje de arbolado en que apenas hay faroles, divisamos uno muy contento, con la cabeza luminosa como algunas noches se nos inflama a nosotros en nuestra hora álgida de las cuatro de la mañana. Envidiamos ese farol tan luminoso de soledad, cordial dentro de sus cristales, parado en medio de la noche llena de negra nieve.
            Siempre nos damos cuenta del genio de los faroles, de su ánimo, de su desprecio por el género humano y de cómo viven la noche como un abonado al café vive el café y encuentra cordialidad en su atmósfera.
            Cuanto más frío hace, más alegres están los faroles, que lo único que no pueden aguantar es el viento.
            Pero cuando los faroles están alegres, encantados, locos, es en la Nochebuena. Todos parece que han bebido champagne gaseoso. Están radiantes como los comedores con bombillas nuevas en que se celebran las grandes cenas.
            Están arrebatados de luz. Están embriagados de su felicidad interior porque sienten toda la magnitud de la noche, todo su frío, y ese gran contraste hace más alegre que ninguna, más radiante que ninguna, su Nochebuena. ¡Envidiable Nochebuena de los faroles! Entre mi casa y la otra me gusta ver los faroles que celebran su Nochebuena, ¡la noche de Nochebuena!
            El pito
 
 
            Los cuatro ladrones estaban robando tranquilamente. Los cuatro se ayudaban con su fe.
            Sus zapapicos trabajaban mejor que los de los trabajadores.
            Eran como los rejones de unos arados perfeccionados y admirables. Sus golpes eran secos y arrancaban un gran pegote de tierra.
            El ingeniero de minas de los ladrones había señalado allí la mina de oro. “Excavad y encontraréis el sótano lleno de riquezas”.
            El uno había sido guardia.
            El otro había comenzado a estudiar para cura.
            El otro había sido portero.
            El otro había sido sereno.
            Ya estaba abierta la entrada de la mina cuando, pi-pi-pi-piii, sonó el pito particular de los serenos, que ni es pito de verbena, ni pito de los que gobiernan el remolque de los tranvías, ni pito de niño. Pi-pi-pi-piiiiiii.
            ¿Quién había tocado el pito fatal? El ladrón número cuatro; el ladrón que había sido sereno, inconsciente, idiotizado, tentando el peligro, siendo más fuerte que él y su nueva profesión su antiguo sacerdocio y su vocación de tocador del pito de la autoridad, aquel pito gracioso y agudo que siempre llevaba en el bolsillo y que tenía siempre unas atroces ansias de ser tocado…
            Numerosos faroles acudían ya, corriendo de todas partes, como una lluvia de estrellas que iban a caer en la parte baja de aquella calle.
            Entonces, sólo entonces, el ladrón número cuatro, el ex-sereno, echó a correr con desesperación, dándose cuenta de lo que había hecho, dominado al fin por el instinto de conservación.
            La varilla del tranvía
 
 
            Siempre nos hemos agarrado con seguridad a las varillas de cobre que hay atravesadas sobre los cristales que dan a las plataformas de los tranvías.
            Esas varillas son imposibles de arrancar, son como lo más infrangibie de la vida, lo que tiene más responsabilidad, lo que no podrá engañarnos nunca ofreciéndonos una ayuda que después pueda faltarnos.
            Eso pensaba yo hasta que el otro día, yendo agarrado a una de esas varillas, se soltó y me caí del tranvía. No sentí el dolor de la caída, lo que sentí fue la transgresión de una ley infalible. Se me inyectaron los ojos, se me salieron de sus órbitas, corrí detrás del tranvía y le señalé la cara al cobrador con mis nudillos como con una llave inglesa, porque estaba loco de indignación, porque era una cosa como fuera del mundo de lo posible el que se desprendiese esa varilla con un deber de fijeza como el que sostiene a la varilla que atraviesa el mundo y es su eje.
            Grité como un energúmeno, haciendo que se asomasen a los aleros de las casas las gentes de las guardillas.
            — ¡Eso no podía ser! —gritaba yo—. ¡No podía desprenderse una varilla fija sin cometerse el acto más vil y la caída más por sorpresa de las caídas!
            — Vean ustedes —gritaba yo de un modo más estentóreo aún, dirigiéndome al público— cómo han podido caerse todos. Porque todos confiamos en esas varillas, que son nuestro agarradero en los vaivenes y en el deseo que tiene el tranvía de desprenderse de nosotros cuando con velocidad tuerce las curvas exageradas… Sus madres, sus hijas, las pobres ancianas que hacen un gran esfuerzo para no desprenderse de esas varillas, todas, han podido caerse y matarse como yo…
            — ¡Tiene razón!… ¡Tiene mucha razón! —gritaban las gentes—. ¡Eso no puede quedar impune!
            Yo preparo, como abogado, y en acción combinada con aquella multitud, una acción contra el director de la Compañía de Tranvías, al que acabo de pedir una indemnización de dos millones de duros porque ha faltado con su descuido, o por culpa de quienquiera que sea, a una de las pocas leyes irrevocables: a la ley de que esas varillas de los tranvías no pueden fallar nunca y desprenderse. Esas varillas deben estar engrapadas al mundo, y una mano fuerte y formidable debe probar su resistencia antes de que los coches salgan de sus cocheras.
            La dentellada
 
 
            Pasaba por la avenida de los hotelitos, todos con enredaderas, todos con árboles en que había un poco de savia de la dueña, de la señorita de la casa.
            No se sabe por qué, pero los árboles consiguen esa transustanciación y consustanciación con la bella dueña de la casa.
            Había ya flores blancas entre las matas espesas y de ellas salía el olor de la primera comunión que todos los años tienen los jardines en los primeros días de mayo.
            Todos los hoteles estaban cerrados con escrupuloso cuidado de no dejar traspasar ni la luz de las campanillas.
            Marchaba junto a las rejas distraído y moviendo el bastón como un pollo litri, cuando por entre los barrotes de una verja salió la cabeza de un galgo y le agarró en una fuerte dentellada por el brazo.
            Fue horrible el dolor y aquel apretar como la mano de un policía secreta que ha atrapado a un asesino.
            Comenzó a gritar; pero el perro, al sentirle gritar, hundía más los dientes en su apretado mordisco, clavaba más su dentellada.
            Se calló y esperó a que pasase alguien para que avisase a los dueños del hotel y le arrancasen de la garra de aquella larga cabeza de galgo…
            Por fin, por la sangre perdida, el dolor y el miedo, se desmayó y se quedó colgado de la boca del galgo.
            Hasta la mañana nadie se dio cuenta de lo que pasaba. El primer lechero, el que se surte de la Gran Vaquería “La Aurora”, vio a aquel especie de borracho como del brazo de su enemigo, y llamó con estrépito a la campanilla, y, como quien abre el cepo del pájaro cogido por una pata, muerto y despeinado, soltaron la especie de cadáver que era el pobre joven cazado por el perro.
            Se le curó, se le cuidó y se le devolvió a su casa en el automóvil del dueño.
            Desde entonces, cuando pasa junto a las verjas de los hoteles se separa mucho de ellas y ve con indignación cómo las cabezas de los perros siguen saliendo por entre los barrotes, debiendo suceder muchas veces que el incauto cae en la misma trampa suya.
            Debía estar prohibido que los propietarios tuviesen estas fieras, sin doble verja o una alambrada alta que evitase la mordedura por sorpresa, ese echar mano al que pasa siguiendo el alegre trecho interior de la acera, ese abrigado camino por el que se hace el trayecto más fácil, más grato, más desenvuelto y silbante.
            Los claveles
 
 
            Vivía en el bajo de mi casa. Yo me asomaba al balcón y la veía levantar la cabeza. Por eso me atreví aquel día a echarle un clavel; pero ella no lo cogió y se metió dentro, cerrando con estrépito los cristales.
            ¡Ni que yo fuera aquel jacarandoso andalucito que entregó el clavel que llevaba en la boca a su novia y la contagió del mal peor de los hombres!
            De mí quizá era del único hombre del que no podía temer eso.
            Indignado esperé, y cuando llegó la ocasión compré simiente de claveles y la eché en sus macetas. Tardó en florecer aquel espolvoreo que vertí desde arriba en los bancales de su balcón; pero hubo un día en que vi crecer en sus balcones las matas apetecidas. Ella, sorprendida y cuidadosa, los regaba, y surgieron los claveles triples de marca holandesa.
            — Señorita —le dije desde arriba una noche en que las palabras se oían más que nunca por la calma de la calle—, me debe a mí sus claveles; yo los sembré.
            Ella levantó la mirada, se dio cuenta de todo, y arrancando uno me lo tiró hacia arriba.
            La revolución
 
 
            Era día de gran corrida. Las andanadas estaban llenas como nunca, y hasta en el tejado, vendidos, teja a teja, los sitios, había una humanidad que casi no tenía pies para mezclarse mejor y ocupar menos sitio.
            Las grandes autoridades ocupaban la presidencia.
            En el fondo de aquella multitud palpitaba algo diferente a lo de siempre, y por eso al encararse con la presidencia estuvo terrible, las manos amenazantes como si esgrimiesen una espada.
            Así estuvieron escandalosos, sangrientos, vociferando, hasta que alguien, impaciente, dijo: “¡Viva la revolución! ¡A la calle!”, y la más terrible e inesperada manifestación se formó en la calle, siendo el general el primer espada y algo así como el comandante a caballo el picador.
            Así se realizó la única revolución posible en aquel pueblo.
            La noche con más estrellas
 
 
            Esta noche, digan lo que digan los astrónomos, hay más estrellas que nunca en el cielo. Nos apedrean las estrellas, nos tiran chinitas de luz.
            Por entre los pinares azules de la noche obscura se ven las estrellas espolvoreando los cielos, como si todos los panes de oro se hubiesen evaporado.
            — ¿No ves que si eso fuera verdad hablarían de ello mañana los periódicos? —me dice la voz interior.
            — Sí. Es verdad. Pues por eso hablaré yo en los periódicos mañana.
            — Pero no es eso —me vuelve a interrumpir mi voz interior—, es que los astrónomos hablarían de ello.
            — ¿Los astrónomos? ¡Parece mentira que se pueda pensar eso! Los astrónomos están dormidos con el ojo contra el ojo del telescopio, y entonces aprovecha el cielo la ocasión para gastar sus sorpresas a los hombres.
            Los guardias de los Observatorios se han dormido, y sin vigilancia sucede en el cielo lo que le da la gana.
            La bella atropellada
 
 
            Todos los automóviles y coches atropellaban todos los días a esas gentes indiferentes que atraviesan la calle camino de sus casas, presurosas por llegar pronto, cuando ya no iban a llegar nunca.
            Cada día había una nueva víctima, cuyo nombre buscábamos por si era el de nosotros mismos, pues nos cabía siempre la sospecha de haber sido atropellados. El pobre nombre del muerto ni siquiera se nos pegaba al oído como se pega el de un asesinado. Las mujeres abundan mucho en la estadística de atropellados; pero siempre veíamos en la reconstrucción imaginaria del atropello mujeres ancianas, de rostro perdido bajo una manteleta negra; pobres señoras, siempre con un paraguas-sombrilla en la mano, el pobre paraguas, que fue la última cosa en que ellas pensaron al morir y que apareció diez metros más allá de su cadáver.
            ¿Cómo iba a acabar aquella obligación diaria que tenían los automóviles de causar las defunciones que ya figuraban como precisas en el tanto por ciento diario de la gran capital?
            ¿Cómo? Un día un automóvil atropello a una bellísima mujer, quizá la mujer más bella de la ciudad.
            Cuando se asomaron las gentes a ver el rostro del cadáver, prorrumpieron en gritos salvajes de indignación. Aquella cabeza era ya imposible de resucitar, y, sin embargo, era cuando más admirable parecía.
            La aglomeración de gentes iba siendo cada vez mayor y todos luchaban por alcanzar a ver la belleza que propalaban. Pronto se organizó la fila de los que la habían visto y la de los que no habían alcanzado a verla aún. En todos, después de haberla visto muerta y bellísima, surgió un loco afán de venganza, y se agruparon para recorrer la ciudad quemando automóviles, y aquella fue la terrible noche de San Cosme —era ese día— de los automóviles.
            Los nuevos párvulos
 
 
            Comenzó el nuevo curso, y el maestro abrió la puerta de la escuela pública y gratuita para que pasasen los nuevos niños, los nuevos párvulos del año que habían sido inscritos en días anteriores por sus madres.
            Sonó a entrada en el teatro aquella entrada de golpe, desparramándose todos como el agua en el comienzo del riego.
            El maestro hizo un gesto de terror al divisar el conjunto y se pegó a la pared, como un actor en la escena patética. Se veía que el pobre viejo tenía condiciones para ser un Zacconi.
            — Siéntense…, siéntense… —dijo con la voz sofocada, amedrentado ante los niños; después subió al estrado dando los traspiés del que va muerto de espanto.
            Se sentó desgualdrajado en su butaca sobre el estrado y se quedó mirando a los alumnos con los ojos desmesurados, con la cara lívida del que se ha puesto muy malo, y en el que al ponerse tan malo las cejas son como bigotes hirsutos.
            No encontraba palabras con que comenzar y con que vencer su gran amargura, cuya flema espesa le era imposible tragarse.
            ¿Pero qué veía el maestro? ¿Qué veía?
            Veía a unos niños más pequeños que nunca, más feos que nunca, con los ojos sin pestañas de las viejas, con estrabismo en ellos casi todos, con las bocas violetas, como manchadas por unas moras agraces y descompuestas, y con las cabezas en forma de martillo o en forma de pera.
            Demasiado pronto, demasiado impensadamente, de súbito, con rara unanimidad, había aparecido la generación hija o nieta del alcoholismo y de las enfermedades específicas, nombre demasiado limpio para enfermedades de tan absurda y macabra consecuencia.
            Y el pobre profesor, que no sabía cómo comenzar su curso, se despidió de sus alumnos y se jubiló de prisa y corriendo, sólo con los tres quintos de su sueldo, sin paciencia para lograr el máximum, para lo que sólo le faltaban unos meses. ¡No quiso volver a ver a aquellos niños!…
            Pasó la palmatoria
 
 
            A lo lejos vimos el fenómeno de la palmatoria que pasaba por las rendijas de las persianas de enfrente y después se repetía en las ventanas de los pasillos.
            Uno de los fenómenos más reales y misteriosos de la vida es el del paso de la palmatoria. Es indudablemente una palmatoria esa luz de ánimas que pasa por la noche por los patios, por frente a las ventanas de los corredores, palmatoria que va muchas veces hacia la caída súbita en que se rompe la carótida el que ha pasado. Esa luz temblante que ya sólo tiene la palmatoria, esa aureola de la muerte que pasea ella consigo y esa sombra gigantesca y cabezuda que proyecta sobre las paredes, todo es miedoso en el fenómeno, en ver pasar la palmatoria encendida en la noche de la casa de enfrente.
            El hotel más usurario del mundo
 
 
            La portería del hotel tenía el confinamiento de esos halls de hotel, llenos de un aire demasiado respirado por todo el mundo.
            En las butacas establecidas en ese trecho, algunos señores cansados de viajar, como mareados, aburridos y asmáticos, eran lo más impertinente que se conoce en el mundo. Esas miradas displicentes desde las butacas comodísimas es lo que puedo aguantar menos en la vida. Los insultaría y los desafiaría a todos. Ninguno se da cuenta de que uno llega de viaje y por eso llega tan sucio y tan desgalichado. Todos sonríen al que llega como a un pordiosero y se burlan de los menores detalles del indumento. “¡No me iba a poner un traje nuevo para un viaje largo!” —se les diría—.
            El conserje miró la lista de los cuartos vacíos y de los ocupados; esa lista de acomodación como la que miran ante el nuevo espectador los que ponen número a la localidad en los teatros de Francia.
            — El cuarto diez y ocho mil cuatrocientos cuarenta, en el piso ciento cuatro —le dijo al mozo que conducía mis maletas.
            Después de un cuarto de hora de ascensor llegué al piso ciento cuatro y tomé posesión del cuarto diez y ocho mil cuatrocientos cuarenta.
            El hombre del ascensor esperaba a mi puerta.
            — El ascensor es aparte —me dijo, y yo le di un billete para que me lo cambiase, pero él se despidió sin darme ni la vuelta ni las gracias. Indudablemente, encima, le había dejado de dar propina.
            Cerré la puerta, metí la llave por dentro y volví a leer el número que colgaba de ella, y que era como el número de un premio a la lotería. Me miré al espejo de luna por reconocerme, para encontrarme, y recité el monólogo de los hoteles.
            Después abrí los cajones de las mesas: me encontré en la mesilla un botón de cuatro telas para la camisa y en el cajón de la mesa un papel secante con falsilla, el pentagrama para las cartas.
            ¿La cama estaba muy usada? La abrí. Tenía alguna que otra mancha, como enfermedad de la piel de la ropa blanca de las ropas de hotel.
            ¿Hay orinal?
            Abrí la carbonera de la mesilla, y después de verlo cerré la puerta, que sonó a puerta de mesilla con un particular tono inconfundible.
            Por fin miré el cuadro impreso en que se leían las condiciones del hotel.
            Un sudor frío corrió por mi frente leyendo aquel cuadro ignominioso y abusivo:
            1.º No se podrá despedir la habitación sino con un año de anticipación, y aun así habrá que pagar medio año entero a partir del año siguiente al del aviso.
            2.º El que use un cuarto tendrá que utilizar todos los servicios del hotel todos los días, barbero, manicura, pedicuro, limpiabotas, perfumista, planchador de pantalones, pagándoles al contado.
            3.º No se podrá tocar el timbre sino en caso de estricta urgencia y necesidad perentoria, sufriendo el infractor de esta cláusula una multa que tasará el dueño según su leal saber y entender.
            4.º Para comer en la habitación se necesitará un certificado del médico y deberá acompañar a la petición la garantía de una casa de banca.
            5.º El que derrame la tinta en el suelo tendrá que pagar el importe de un “parquet” nuevo, más una indemnización.
            No seguí leyendo. Aquello era imposible. Perdería mis equipajes y todo, pero yo me iba del hotel en aquel mismo instante.
            En efecto, después de decir al conserje que iba por los bultos grandes, me escapé de aquel hotel, cuyas condiciones draconianas aun son mi pesadilla.
            La llamada
 
 
            Aquel papel se encarnizó conmigo. La noche estaba sola. Los mismos serenos habían abierto un portal y se habían metido en él.
            En aquella soledad y en aquel obscurantismo, el papel que me perseguía no era, como otras veces, ese papel que, aunque nos persigue como un perro, se queda de pronto en el remolino de los otros perros. Aquel papel me seguía de un modo ruidoso, seco, con arranques que me asustaban a ratos cuando ya me había olvidado de él.
            A veces se retrasaba y parecía quedar muerto y aplastado contra el suelo; pero de nuevo, como si aquello no lo hubiese hecho sino por descansar, salía en mi persecución.
            ¡Cómo rodaba aquella masa cuadrada! Las puntas de su cuadrado eran como las patas que iba poniendo en el suelo, e imitaban el salto cada vez que iniciaba una vuelta.
            Iba preocupado por el papel y sus carreras, así como se preocupa uno de la taba, a la que constantemente se da con el pie y a la que se lleva muy lejos.
            El danzarín papel relucía al pasar ante los faroles, y se veía entonces que no era un pedazo de periódico, sino una carta escrita.
            Juro que, sobre todo al volver las esquinas y ver que el papel volvía las esquinas, sentí lo sobrenatural que era aquello. Aunque yo procuraba dar esquinazo al papel, el papel, como una bicicleta, daba las vueltas ceñidas y ágiles a las esquinas.
            Fatigado, me senté en un banco público, y el papel, tirado y quieto, se quedó a mi lado. Parecía un papel que yo había dejado caer y olvidado a mis pies.
            — ¿Lo cojo? —me pregunté.
            Pero yo, que soy enemigo de las supersticiones, no quería incurrir en la de creer que aquel papel decía algo, con sentido, dirigido a mí. Se reiría hasta el mismo papel de ver que yo buscaba en él alguna llamada o alusión.
            Por fin, me incliné sobre el suelo y lo alcancé.
            “Secuestrada hace veinte años; hasta ahora no he podido pedir socorro de alguna manera. —Isabel”.
            Ya me explicaba la insistencia del papel, que era el papel de la secuestrada hace veinte años, es decir, el papel que no tenía más remedio que buscar al salvador, el papel lleno de ansiedad, de angustia, de deseo de auxilio.
            — Bueno… ¿Pero dónde? —me pregunté y pregunté disimuladamente al papel.
            Nada. No me podía acordar dónde comenzó a seguirme el papel. Lo dejé en el suelo para ver si me guiaba de nuevo, pero una ley que no pueden contravenir los papeles es ir contra el viento. Por eso el papel se quedó quieto, pegándose al banco como una etiqueta de facturación al baúl en que la pegan.
            Comencé a desandar el camino, y al cabo de un rato estaba completamente desorientado, y aunque de nuevo procuré orientarme no pude encontrar el punto de origen en la partida del papel extraño. La pobre secuestrada de hacía veinte años, que no había podido pedir socorro nunca, ya no encontraría medio de poder lanzar un segundo papel y morirá secuestrada.
            La copa seca
 
 
            El champagne es la cosa más ridícula del mundo y es siempre, aun en los momentos en que lo beben los más acostumbrados, la bebida del snobismo.
            Hay rastacuero ansioso que comienza el desayuno con champagne y a media noche se bebe la última copa.
            El defecto principal del champagne es que pone sentimental de un modo inaguantable y hace brotar palabras como cascabeles dulces, las peores palabras entre las palabras. Hasta al hombre abstemio que siempre se niega al champagne porque su criterio es sensato y justo y quiere ser siempre dueño de sí, cuando lo bebe se le escapan palabras de que siempre se sentirá avergonzado.
            El burgués tiene gusto de que os admiréis y os inclinéis ante la cabeza obscena de la botella de champagne que os ofrecen con procacidad y descaro. ¡Mal pacto el que se hace frente a una botella de champagne!
            Yo sólo amo la copa de champagne y tengo una veneciana sobre mi mesa; una copa siempre seca, pero erigida en nenúfera y en la que con la mirada bebo el champagne más seco y exaltador, con esa parquedad con que el pájaro bebe en su vasito de cristal.
            Todo el día me estoy tomando esa copa seca que se levanta entre mis papeles. Eso me da ánimo para trabajar.
            Cuántos días difíciles de pasar los pasé gracias a la copa seca.
            A los que me visitan les ofrezco una copa del champagne más seco del mundo, y sólo los muy inteligentes, los que son casi geniales, la saben aceptar y la saben beber mirando silenciosamente la copa, rozando sus bordes.
            El espejo del pasado
 
 
            Había perdido su espejito.
            Y comenzó a andar hacia el pasado. Como en ese caminar buscando lo que se ha perdido no se notan las distancias ni el tiempo, anduvo y anduvo caminos y caminos. En la misma noche seguía buscando, pues un espejito es cosa que puede brillar sobre la tierra de los caminos en plena noche.
            Cada vez se internaba más en su pasado, y pasó por los pinares de sus días de veraneo, cuando tenía un novio que metía el brazo bajo la arena para pellizcarla en las nalgas sin que lo notasen las amigas que los acompañaban, y que hacían labor de punto con velocidad de brujas.
            Parecía llevar una palmatoria en la mano y se encorvaba como torcida por los años. Cualquiera hubiera dicho que buscaba la pulsera de pedida, esa pulsera sin la que la mujer no se puede presentar al marido.
            ¡Qué largo camino desanduvo!
            A veces creía encontrar el relucimiento del espejito en un charco, en un cristal roto, en ese poco de mica que se mezcla a la tierra como esquirla de los huesos de la tierra…
            Nada, nada, hasta que por fin encontró el espejito; pero otro espejo, uno que perdió hacía muchos años, el espejo del pasado, con su fino marco blanco. Se miró en él y se encontró juvenil, con los ojos desengallinados y la boca sin sus dos tristes boqueras de perro melancólico.
            Todos la vieron sonreír desde entonces. Reía a carcajadas con los sombreros verdes de la juventud.
            — ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —y toda la comarca se llenaba de “¡ja-jas!”.
            El banco del bien y del mal
 
 
            El banco se replegaba en la sombra y llamaba desde lejos.
            — Anda, siéntate un ratito —decía al que pasaba, como ofreciéndole unas ancas frescas.
            Nadie dejaba de mirar o de oír, al pasar, al banco disimulado.
            Estaba frente a una tapia y bajo un árbol frondoso. Tenía sombra de sol y sombra de luna.
            En la noche, sobre todo, su posición era inquietante y se pensaba: “Si alguna vez tuviésemos que buscar un lugar oculto donde sentarnos con la mujer que parece que se pone mala, de lánguida que se pone, buscaríamos ese banco”.
            Siempre parecía habitado en la noche por la mujer con la mantilla de la noche, la mujer que tiene la cintura que estrechar, la pobre joven alocada y un poco epiléptica que quiere ser asesinada en la noche, abrumada con el conflicto espantoso de la perdición, en medio de la noche sin soluciones.
            La policía perseguía aquel banco, que era como una trampa que tenía preparada para coger a los incautos. ¡Cuántas veces fueron a la Comisaría las parejas por enredar en el banco escondido y peligroso!
            Toda la estivalidad de la noche estival caía sobre aquel banco, y los días de tormenta caían del árbol, empapado por la tormenta, las brevas de la tormenta, esos frutos, como azucarillos blandos, que caen de la naturaleza después de la tormenta exuberante.
            Las parejas caían rendidas, desfallecidas, deseosas de dormir el uno en el hombro del otro, y en esa postura eran pillados por la policía, que los empadronaba por escándalo público. ¿Escándalo público en aquel lugar tan perdido, tan obscuro, en que había que sentarse en el mismo banco y ponerse descaradamente a observar para saber lo que pasaba?
            Si era eso escándalo público, siendo tan recatadamente realizado sin ninguna luz, sin luz de una luciérnaga siquiera, ¿qué escándalo no sería el que levantan en la noche esas mujeres que se desnudan con el balcón abierto en las casas que no tienen delante vecindad o están tan altos sus pisos que es como si no la tuviesen? Mientras no vea nadie una cosa u otra, las dos cosas distintas, pero iguales, son enteramente inocentes.
            Así como sería absurda la detención de esos matrimonios que juegan tranquilamente, frente a la noche obscura y sin ojos vecinos, en las habitaciones iluminadas, así lo era la detención de los que jugaban en el banco de aquella esquina muerta, obscura e inadvertida de la ciudad.
            Ya en la Comisaría, el comisario estaba escandalizado. ¿Cómo podían incurrir en el mismo pecado en aquel mismo sitio tan numerosas parejas?
            Consultó con la superioridad: “¿Se debe quitar el banco que hay en el paseo de Diana en vista de los escándalos que produce?”.
            La superioridad contestó: “Estúdiese el sitio, el clima y el banco por los técnicos municipales”.
            Los técnicos municipales, que cobran grandes sueldos por cuidar los bancos y por contarlos todos los días por si se han llevado alguno, estudiaron el banco de referencia y recordaron que yendo con sus novias, al pasar por allí, también incurrieron en lo mismo, dominados por el banco, empujados sobre él para que se les cerrasen las articulaciones en la forma que toman los que están sentados.
            Por fin, el banco fue arrancado de su sitio y fue llevado al Centro de Estudios Históricos, Arqueológicos y Geológicos. Allí, todos a su alrededor, como los alumnos de Medicina en los quirófanos, estudiaron el banco.
            La Comisión dictaminadora escribió por fin su fallo, y en él se decía que aquel banco “debía estar fabricado indudablemente con madera del árbol del bien y del mal” y, por lo tanto, había que quemarlo y guardar sus cenizas en un frasco de Museo, que es de donde no salen ya las cosas para fructificar de nuevo.
            Las mariposas del portal
 
 
            En el farolón del portal de la casa grande volaban siempre unas mariposas blancas. Era ya una cosa tradicional, que alegraba el portal, verlas revolotear en el fondo de la gran urna.
            Todos los que entraban, y según iban subiendo por el paso de terciopelo que enguantaba las pisadas en la escalera, se quedaban mirando las mariposas blancas, de vuelos pesados, vuelos sin fuerza, que acababan en la caída atontada y precipitada de la mariposa en el fondo de cristal del farol.
            El enorme farol era como un circo de luz para las mariposas blancas. Danzaban, revoloteaban, se sentían alegres de vivir en palacio y en el fondo de las seis paredes de cristal.
            Ante aquel magnífico farol se podía decir que cabía el palacio en el farol y no el farol en el palacio. Algo como la imagen de los grandes salones, que se hunde y está entera en los grandes espejos, estaba hundido en el farol como trasunto invisible de todos los objetos, los rincones, los patios del palacio.
            Las mariposas blancas no dejaban el farol en ninguna estación. Ni tenían letargos de invierno, ni muerte. ¿Es que era una inmejorable incubadora el farol?
            Sobre las muertes de los señores, y hasta en los momentos más amargos del palacio, el portal, gracias a su gran farol con mariposas, conservaba su optimismo y una especie de indiferencia que cauterizaba un poco la inquietud de los que entraban en él esperando el desenlace.
            El farol era en el palacio la luz permanente y sin desmayos, sin ponerse a inedia luz nunca, como los demás de la casa cuando había enfermos.
            “En el portal el farol estará impertérrito y natural como siempre”, pensaba en las grandes congojas el acongojado, en las habitaciones del duelo.
            Se iban los doloridos hasta el portal para cauterizar su dolor en la fría impasibilidad del portal, sobrepuesto a todo con brillantez, con desplante y con sobrada comprensión en medio de todo. “El portal se da cuenta y se hace cargo de todo” se podía decir de él, comprendiendo en la idea el farol, colgándolo del centro de la idea.
            Así estuvo el portal siendo la fortalecedora idea de lo que permanece, mientras en el fondo de los salones del palacio temblaba todo trémulo, hasta que el modernista, el quisquilloso don Manolito, ordenó que limpiasen bien el portal, lo variasen y quitasen aquel enorme farol, matando las mariposas.
            ¡Ah desgraciado! ¡No supo bien lo que hizo!
            ¡Si lo hubiera sabido!
            Aquellas mariposas eran la encarnación preferida por los antepasados, que revoloteaban así en forma de grandes polillas en el mismo ambiente del palacio, en el aire del pasado que se alberga en el fondo de los grandes faroles, en esas peceras cuadradas, en esas pajareras para las mariposas.
            Don Manolito, el encanijado y el maldito, había matado a todos los antepasados.
            R. I. P.
 
            El postrero, definitivo y sin aniversario, R. I. P.
            El prestidigitador
 
 
            El prestidigitador es de los pocos hombres que no se han afeitado. Le va muy bien con su gran barba, y eso le da un gran prestigio. Así, todas las cosas, que de otro modo resultarían graciosas, resultan muy serias.
            El prestidigitador, el hombre del paraguas bastón y mil cosas más, no viaja mas que con sombrero de copa. Ni maleta, ni baúl, ni nada.
            Cuando el prestidigitador necesita algo se quita el sombrero de copa y saca de él lo que sea.
            El prestidigitador, con un gran disimulo, se quita el sombrero de copa, lo coloca sobre las piernas y va sacando los elementos de aseo para el viaje, la manta con que se arropa, la gorra para el camino, las zapatillas del hombre cómodo, el vaso, la cafetera con café, la merienda, las naranjas del postre y, por fin, los palillos de los dientes.
            El que veía en la obscuridad
 
 
            Aquel joven veía en la obscuridad porque le había mordido un gato, siendo niño, en el centro más nervioso del ser, en el codo.
            Primero se creyó que aquello sería una ventaja para él; pero poco a poco fue volviéndose un misántropo.
            Por ver en la obscuridad había visto antes de tiempo la verdad de la vida, la escena que la resume por entero.
            Por ver en la obscuridad había visto a los seres a quienes tenía más respeto aprovecharse de la obscuridad.
            Por ver en la obscuridad había visto en los túneles cómo las mujeres pálidas y de una hipocresía perfecta se dejaban coger la mano en la obscuridad, mientras los demás, desconfiando unos de otros, se echaban mano a la cartera.
            Por ver en la obscuridad al entrar en los sótanos o en las profundas minas vio a los animales genuinos de la obscuridad con su cara más fea que la de nadie.
            Por ver en la obscuridad vio su mismo gesto en el espejo, gesto mortal, que sin ver en la obscuridad no habría visto nunca y no le habría dejado tan desengañado.
            Por ver en la obscuridad vio el gesto de hastío de las mujeres, hasta en las que dormían a su lado, y a las que no decía que veía en la obscuridad por no asustarlas.
            Por ver en la obscuridad ha comprendido lo cochina que es la humanidad, que aprovéchala obscuridad para andarse en las narices.
            Por ver en la obscuridad se tuvo que suicidar.
            Después de un largo viaje
 
 
            Cuando entraron en la casa después de un largo viaje —tres años y diez días— se encontraron con que por olvido se habían dejado encendida la luz eléctrica.
            ¡Qué horror!
            Era triste ver el espectáculo. Las bombillas estaban hechas un gurruño, reblandecido el cristal, como esas gaitas de goma que se venden en las ferias y que desinfladas tienen un aspecto lamentable de pasas pochas, de bolsas arrugadas.
            Lucían, sin embargo, con luz amarilla de lámparas de carbón, cuando eran de las perfeccionadas.
            Toda la habitación había perdido la vista con aquella luz constante que no la dejó dormir. Como todo lo que no duerme, su aspecto era senil. Los espejos se habían quedado cortos de vista por el esfuerzo de ver, de tener que ver, que habían hecho aquellos tres años con la luz encendida, y casi no se veían en ellos los que se miraban.
            Todo lo que esperaban ver dormido, y que esperaban ir a despertar con encanto, estaba desvelado desde que se fueron. Todo estaba rendido; todo, por el contrario, en aquellos momentos quería entrar en un descanso largo, en un sesteo de un extenso verano.
            ¿Y el contador? ¡La cuenta de la luz sería terrible! ¡Tres años de luz perpetua!
            Por fortuna, el contador se había muerto, se había estropeado con el esfuerzo de aquella vigilia que todo había tenido que aguantar y la factura fue menor que nunca: fue de tres pesetas con diez céntimos.
 
            La casa con lápida
 
 
            Siempre lo había dicho:
            — Yo quiero, cuando nos mudemos, encontrar una casa con lápida… ¡Lo que yo daría por vivir en la misma casa y en el mismo piso en que vivió el gran suicida! ¡Me suicidaría en prueba de admiración!
            Mucho buscó por toda la ciudad la casa con lápida. Llegó a dibujarse un verdadero itinerario que ligaba unas con otras las casas con lápida.
            La esposa sólo imponía una condición a aquel deseo:
            — ¡Que no sea la casa del suicida! ¡No quiero que te suicides!
            No le importaba la lápida que fuese. Lo que quería es que entre balcón y balcón hubiese una lápida, de bronce, de piedra o de mármol.
            Por fin encontraron la casa con lápida, y se mudaron a ella.
            El despacho lo puso en la habitación que estaba de espaldas a la lápida y en la que indudablemente meditaba el gran hombre.
            En la alcoba sintió un problema en que no había pensado: “que él había ido a vivir a la casa en la que había vivido el gran hombre, pero no en la que había muerto”. “¡El gran hombre ha muerto en esta alcoba!”, se decía al entrar en ella.
            La cama establecida allí era como la cama del muerto, la cama en la que acababa de morir. No le dijo nada de aquello a su esposa por evitar sus miedos y hasta que se negase a acostarse allí.
            Antes de dormirse estuvo durante un largo rato con la luz encendida mirando al techo de la alcoba, pensando que él se llevó al otro mundo la descripción de ese cielo lívido, con brillos de sepultura. Hubo un momento en la noche en que agonizó y dio sus boqueadas ideales, como si fuese el pez que mira a lo alto del lago en que se ahoga, a la superficie sobre la que flotará dentro de poco. “¿Es que los muertos estarán en los techos?”, fue el problema que se planteó por fin antes de dormirse.
            Acostumbrado a la casa del grande hombre, llegó a creerse el mismo grande hombre y su secretario. Tenía en el estante central de la habitación una edición encuadernada con gran lujo de todas las obras del ilustre antecesor en el cuarto.
            Un gran retrato del muerto, en buena ampliación y dentro de un marco estupendo, presidía el despacho.
            Al andar por los pasillos sentía sus pasos como si fuesen los del otro, y al asomarse al balcón creía recordar el paisaje del otro y lo que sobre cada cosa de las que estaban enteramente como entonces pensaba el otro.
            Así, sucedió que una noche, ya en las altas horas, apareció el gran hombre. Se abrió la pared en el respaldo de la lápida y salió como de un armario el hombre altivo, dueño por su lápida de aquella casa, como enterrado en aquel nicho que daba a la calle.
            La esposa, que estaba con él, se llevó un susto atroz.
            — ¿Queréis ser mi familia? —preguntó el lapidado—. Los otros vecinos no quisieron nada conmigo y no paré hasta que los eché de la casa.
            — Encantado, querido maestro —dijo el dueño de la casa—; usted mandará en mi casa y nada más honroso para mí que obedecer.
            — Le presentaremos como si el tío Cayetano que está en América hubiese vuelto —dijo la mujer.
            — No necesitaréis presentarme a nadie… Que todos los que vengan pasen al comedor o a la sala… Aquí no recibáis a nadie… —dijo el grande hombre.
            Después se paseó por la habitación y observó los libros de los estantes.
            — Mira, batata —le dijo al dueño de la casa—, estos libros hay que tirarlos todos…
            — Lo que usted quiera maestro.
            Y el grande hombre comenzó a hacer un limpión entre los libros y a tirarlos al cesto de los papeles…
            — ¡Pero me va a dejar sin un libro, maestro! —se atrevió a decir quejosamente el dueño de la casa.
            — Además —dijo el grande hombre—, esta luz eléctrica me molesta demasiado… Hay que variarla por la de petróleo, que es la luz con que yo escribía mis libros y que espanta menos a las ideas; fuera esta luz estrepitosa.
            — Bueno, maestro —dijo el dueño de la casa. La esposa estaba amilanada en un rincón de la habitación. No hablaba ni respiraba hacía un rato largo, pero por fin dijo:
            — Es ya muy tarde. ¿Vamos a acostarnos todos?…
            — Sí… Buenas noches —dijo el grande hombre—; acuéstense y ciérrenme por fuera… Yo entraré en mi pared cuando llegue el alba…
            Después de esa presentación del grande hombre, todos fueron mandatos, exigencias, y en las discusiones siempre el grande hombre quería tener razón y no admitía que pudiera discutir el dueño de la casa.
            En vista de eso, el hombre que había deseado vivir en una casa con lápida, y precisamente en el piso de la lápida, tuvo que mudarse.
            El explorador del Polo
 
 
            El explorador del Polo había encontrado las señales de los puntos que habían alcanzado los otros exploradores, y como quien arranca de una bandeja de dulces la banderita que la remata, así fue variando su banderita española, siempre avanzando, avanzando más de lo que había avanzado nadie, porque había una ley secreta por la que hasta que no fuese un español el que descubriera el Polo, el Polo no sería descubierto.
            “Aquí estuvimos el día tantos de tantos de tantos”, había escrito en algunas de las grandes moles de hielo.
            El explorador ponía la huella de sus zapatos en la inmensa sabana. Le parecía andar por encima de una gran cama hecha, corriendo por ella en busca de la araña que se ha visto en el techo. A veces se enredaba en las ropas de la cama y caía en ella como un niño que juega en el gran lecho de sus papas.
            Como el explorador llevaba cecina de Burgos y jamón de Aviles, su resistencia era ya en aquellas latitudes mucho mayor que la de los exploradores que habían ido antes.
            Como estimulante del estómago, y para aprovechar lo que a ningún explorador se le había ocurrido aprovechar, llevaba una heladora, con la que se fabricaba los más estupendos y exquisitos helados.
            El explorador tenía esperanzas de descubrir el Polo. ¡Ah, es que como el frío de Madrid, un día de frío, no hay ninguno en el mundo! Envuelto en su capa española, avanzaba con sus compañeros de expedición, obligados a seguirle porque, como Hernán Cortés, había cometido la brutalidad de quemar las naves.
            Por fin, un día, en la clara mañana nevada del Polo, como Colón cuando gritó “¡Tierra!”, lanzó el explorador el grito de: “¡El Polo! ¡El Polo!”.
            ¿Qué había visto? ¿Por qué había lanzado ese grito tan seguro?
            En lo alto del horizonte visible, como se destacan en los caminos de la Sierra los cipos que señalan la carretera cuando se pierde entre la nieve, así se destacaba una especie de agudo e interminable obelisco de algo más duro que la piedra.
            — ¡El eje del mundo! ¡El remate del eje del eje del mundo! ¡El pingorote del eje! ¡Estamos en el Polo!
            Sacó fotografías, hizo ondear la bandera en el eje del mundo y volvieron hacia la orilla por ver si encontraban un barco danés que los devolviese a Europa, ansiosos de contar la maravilla en la Puerta del Sol. El barco danés tenía que pasar y pasó, y en él volvieron a España los descubridores del kirikikí del mundo. En España los metieron en la cárcel.
            Las lámparas
 
 
            Había estado en un sitio lleno de lámparas, en la probatura de la iluminación eléctrica en el teatro mayor del mundo, próximo a inaugurarse.
            Los conmutadores habían encendido varias veces parte y todo el alumbrado. Cada vez era como si nuevas lámparas cayesen sobre mí y me inundasen.
            Si yo hubiese tenido que decir cuántas lámparas había visto, siempre diría seis veces más de las que había visto. Las lámparas tengo observado que dejan su huevo de caviar en el fondo del alma tantas veces como se iluminan.
            Si en aquel teatro había un millón de lámparas, yo divisé siete millones.
            Era prodigioso el efecto de luces.
            — Nunca estarán todas encendidas… Porque cuando sea de día en la escena sólo allí estarán encendidas las lámparas —decía el director de luminarias—. Sólo los días de gran gala se aproximará un poco el teatío a esta iluminación que han visto ustedes esta noche.
            Yo, en los momentos más espléndidos de luz, cerraba los ojos como si me estuvieran retratando al magnesio, un magnesio de gran exposición.
            Cuando me íuí hacia casa, el recuerdo de la gran iluminación quemrba mi frente. La ciudad, con sus tiendas y sus calles iluminadas, me resultaba muy obscura.
            Al llegar a casa estaba enfermo y llamé al médico.
            — Está lleno de lámparas —dijo el doctor— y no sé cómo se las voy a poder sacar de la cabeza. Tiene una indigestión de lámparas. Esto se le irá quitando poco a poco.
            Y, en efecto, se me fue poco a poco; pero durante mucho tiempo yo veía al cerrar los ojos un teatro de la Opera radiante, embombecido.
            El degüellen de las alabardas
 
 
            Los alabarderos son los soldados que cortan más el aire con sus vueltas y medias vueltas.
            Es el espectáculo de mayor elegancia ver cómo todos los soldados que llevan alabardas, desde los que sirven al Papa hasta los que sirven a los reyes, giran sobre sus talones y sus alabardas, hacen una curva cortante y limpia como ella sola.
            Sin embargo, era de temer lo que por fin ha sucedido.
            Era un día de gran procesión y de público congregado en las calles. Los alabarderos pasaban por la calle concurrida, y al dar la vuelta en la esquina en que se congregaba un grupo numeroso de gente, zas, zas, zis, los alabarderos cortaron con el lado de afiladísima hacha en media luna de las alabardas las cabezas de todo el grupo: “Cinco señoras, seis mujeres del pueblo, quince soldados, dos curas, diez caballeros bien vestidos, doce obreros y cinco niños de los que tenían en brazos sus madres para que viesen pasar la tropa”.
            Día de luto fue el día en que dieron esa vuelta fatal, cortante, cercenadura, elegante como la del cuchillo cuando corta el plátano, los alabarderos de la reina.
            Todas las cabezas, cortadas con fantástica precisión, cayeron a un lado, y los cuerpos por un momento se quedaron en pie y en haz, como esos maniquíes, también sin cabeza, que presencian la fiesta de la calle en las afueras de la gran sastrería.
            El vagón despertador
 
 
            Yo siempre había pensado que sólo con una especie de asociación de ideas, con una aplicación, con un modo nuevo de ordenar las cosas, estaría resuelto el invento que se podría llamar del VAGÓN DESPERTADOR.
            El despertador en mi mesilla, porque no hay nadie que me llame en la casa en que trabajo, y en que no tengo ni servidumbre, he pensado mucho en ese aprovechamiento de los despertadores para realizar ciertos viajes.
            En efecto, esa sensación de viajar que provoca el despertador, ese golpeteo de un tren expreso, interminable, que no para en las estaciones, me hizo por fin encontrar la manera de viajar los viajes más extensos y circulares.
            He conseguido que provoque el paisaje de tal modo el despertador, que no hay medio de diferenciarlo del paisaje natural, de todos los paisajes que he visto a través de mis viajes. Enteramente lo mismo, con todos los detalles de luz, de matices; hasta cuando viajo por Suiza, los mismos timbres en las estaciones, aquellas campanas timbrológicas.
            Puedo decirlo ya: he conseguido ordenar el despertador con los viajes. No podré decir cómo lo he conseguido. Me aproveché para ello de la unión del espacio y del tiempo.
            Todas las noches —es decir, todas las mañanas, porque yo me acuesto a las siete y media de la mañana— pido billetes para un nuevo viaje, y me voy en el tren rápido de lujo del despertador. Les doy cuerda a las dos llaves, le pongo a las dos y media de la tarde, le desembrago el timbre, que el día anterior contuve con la manivela que tiene para el timbre, y me acuesto y me duermo, es decir, entro en mi reservado del sueño, en ese vagón en cuya portezuela cuelga el RESERVADO que indigna a los demás viajeros.
            Así, ahora, cuando oigo una conversación sobre automóviles y me marean con las nuevas marcas, y el uno me dice, como si lo que tuviese fuese un niño:
            — Yo tengo un “Bebé”…
            Y el otro me dice, como si se tratase de otro rorro:
            — Yo tengo un “Roic-Roicee”… Yo digo:
            — Y yo tengo un despertador.
            El timbre
 
 
            Sonó el timbre en mi oído, insistente, inacabable, como si hubiese puesto el dedo en el botón con tal fuerza que se hubiesen quedado en contacto interminable las dos rodajas, las dos mondaduras de cobre de su almeja sonora.
            Estuve por gritar, llamando a mi criada: “¡Pero, María, que están llamando hace una hora! ¿No oyes?”.
            Toda la casa, todo el mundo debía de estar oyendo el timbre, que era como un calambre de la casa.
            — ¡Que pase! ¡Que le abran! —dije cerrando los ojos con fuerza, como si fuese a ver así el fondo obscuro de la habitación y la puerta a que llamaban, y por la que alguien debía aparecer.
            En la penumbra de mi cabeza, como abriéndose y prolongándose una rendija, apareció un dintel iluminado y apareció la sombra blanca.
            Entonces me despedí de la vida y me MORÍ.
            ¡Ah! Pero al fin se calló el timbre inaguantable, que amenazaba con un horror mayor que el de la muerte si no se callaba en seguida.
            La señal pata los autos
 
 
            Este atentador contra la vida de los demás fue uno de los mayores malvados de la humanidad. Se coloca en primer término de la criminalidad a los regicidas, pero no acaba de estar bien pesado eso. Claro que si se tratase de hacer la formación para el día final con todos los que fueron ejecutados por la justicia, los jefes, los cabos gastadores, los que abrirían filas en ese escuadrón de muertos serían los regicidas; pero en la clasificación de “más graves” ocuparía mejor sitio el bandido este, por ejemplo.
            Este malvado se quiso divertir aunque no fuese mas que un solo día, en la vuelta aquella de la carretera.
            Siempre se había dicho: “¿Y si yo quitase esa señal que orienta a los automóviles al dar la vuelta?”.
            “¿Quitarla? —se había respondido a sí mismo—. No. Porque les chocaría a los conductores encontrar punto tan estratégico sin señal ninguna… Quitarla no; pero sí sustituirla…”.
            Durante mucho tiempo estuvo tentado de darse tamaño espectáculo. Sustituiría la S que señalaba la revuelta y pondría en su lugar la V de los simples ángulos de la carretera. Así, al no hacer la S o N cerrada que hacía allí el camino, se lanzarían por el extremo de la V, que terrible, insondable, con sus peñas despeñadas en el fondo se abría a ambos lados de la S, que sólo si el automóvil hacía su trazo muy ceñido podía evitar la caída.
            Lo patológico en él pedía saciarse en la desgracia, en algo rumbosamente catastrófico. Aquella violencia cerebral, aquella excitación de los nervios, aquellas contenciones de sangre violada en algunos rincones de su ser, le hacían pensar en lo mismo. Su arrebato era enteramente carnal, insaciabilidad de la naturaleza en el fondo volitivo de su ser. ¿Qué iba a hacer él?
            Por fin, inducido por el deseo de algo que calmase su frenética excitación cerebral, varió el cartel del “R. A. C.” y puso en su lugar el que había imitado él con misterioso cuidado. Lo hizo muy de mañana porque quería ver caer en el abismo desde el primer automóvil al último.
            En efecto: la primera víctima fue el primero que pasó rápido, expreso, aprovechando esa hora en que los caminos están despejados, y vio la V y tomó la curva como si sólo fuese una, haciendo el rizo breve que se piensa desrizar en cuanto se pase el ángulo, redoblando la velocidad inmediatamente después de “arrelantida” al hacer la curva. Con gran velocidad se hundió en el abismo, como en las películas, como si fuese falsa su caída.
            Escondido entre las matas de la vuelta, observando el sitio por donde habían de desembocar los que fuesen cayendo en la trampa, observó con alegría cómo era de ingenioso su cambio de signo.
            Cincuenta, ciento, ciento cincuenta, doscientos, doscientos cincuenta, trescientos…, en una rápida progresión, fueron descalabrándose en el abismo, sin que ni un “¡ay!”, ni nada, saliesen del fondo perdido del barranco.
            El cazador de automóviles estaba satisfecho. La caza resultaba esplendida. Pensaba que no tendría fin; pero del fondo del abismo brotaba un coro de brama de automóvil, de relinchos, de rumor extraño —pues los motores seguían vivos—, y un hombre que pasó en un burro se asomó al abismo y fue a buscar a la guardia civil. El malvado huyó atemorizado; pero pronto moría en el cadalso, tratado el hipertiroidismo terrible de su naturaleza, lo que le conminó al asesinato insaciable, con la corbata del garrote vil.
            El conejo de los antípodas
 
 
            Aquel cazador era un observador del campo y de la naturaleza más que un cazador. Había recorrido toda la tierra y había disparado sus escopetas en distintos mundos, en el nuevo y en el viejo mundo.
            Se preciaba de gran observador y aprendía la botánica, entre otras ciencias, para poder llamar por sus nombres las hierbas del campo y decir de la pieza cobrada que “estaba junto a una planta de genciana”, o poder asegurar que “la perdiz asomó la cabeza por entre la adrenalia espicosa”.
            — Voy leyendo el campo —decía el ilustre cazador—. Para mí no hay planta que no merezca ser observada. Es innumerable el campo y no hay cosa más divertida y que me deje la imaginación más descansada que ir viendo florecer el mazorral que cubre los campos.
            Hombre rico, suntuoso, de gustos refinados, de originalidades que sólo él se podía pagar, usaba cartuchos con perdigón de plata.
            — Son mucho más ligeros y matan mejor —decía él, y siempre añadía como coletilla de su orgullo—: ¡Mire que no habérsele ocurrido esto ni a los reyes! El mundo es un gran tacaño, y por eso no puede inventar cosas.
            Un día que le acompañaba por el magnífico coto de caza en el que sólo cazaba él, vio de pronto un conejo que le sorprendió con un género de sorpresa que no era la del cazador.
            — ¿Qué le pasa? —le pregunté temiendo que viese otra cosa.
            — ¿Ve aquel conejo?… Pues aquel conejo me ha hecho burla, la misma burla que me hace ahora, en la Patagonia… No me querrá creer usted, pero es cierto… Con sus orejas, con su hocico de viejo me ha sonreído como hoy otra vez… Así como está ahora de plantado se me plantó entonces y también entonces como ahora… —Y después de la última palabra el cazador se echó la escopeta a la cara y descargó, para asegurar bien la pieza, los dos cartuchos de su escopeta.
            —… Como ahora —reanudó en seguida el párrafo interrumpido el cazador— disparé mi escopeta sobre el animal, pero se me escapó…
            El perro esta vez había topado con e) conejo burlón, de hocico de viejo muy afeitado —sólo los pelos obscuros estaban crecidos—, y nos lo traía.
            El gran cazador tomó el conejo en sus manos y lo examinó. Aun estaba caliente, como el pan recién salido del horno.
            — ¡Oh! Es magnífico… Este es aquel, sin duda… Aquí tiene las cicatrices de aquel disparo… —Después con una navaja le abrió las cicatrices y comprobó que, en efecto, en el fondo de ellas había perdigones de plata, y de los grandes, de los que gastaba en la época de sus cacerías en Patagonia. Me los enseñó en silencio.
            Estábamos admirados; el paisaje, el bosque se habían complicado. 1 are cía que en la naturaleza hay más secretos designios y juegos más importantes de lo que parece. La conejera que hizo aquel conejo atravesaba la tierra, y se abría desde el principio al final del mundo. El hurón se perdería en la larga catacumba y no le volveríamos a ver si le introdujésemos en la gruta inmensa, insaciable, verdadera perforación del terráqueo, de aquella madriguera.
            La mano del robajoyerías
 
 
            Los escaparates de las joyerías son como teatros de las joyas, con su telón de terciopelo al fondo y sus candilejas y todo.
            Esos terciopelos gris perla obscura de las joyerías hacen resaltar las joyas y son como su traje corporativo.
            Pasando frente a esos escaparates me he quedado mirando lo que vale una cruz pectoral de obispo y cómo son de claros y de rosas algunos brillantes. Estando parado frente a esos escaparates he visto de pronto aparecer la mano que alcanza la joya que una señora ha visto del otro lado del escaparate, y que ya ahora, desde dentro, cuando se la enseñe esa mano, es posible que no le guste.
            Es misterioso, delicado y lleno de puntería el gesto del manipulador de las joyas, que casi sin que se le vea mirar el par de pendientes que busca los alcanza en seguida, como el íiniquitudo que pinza los lentes.
            Una tarde, frente a una de esas joyerías con escaparate de terciopelo, vi la misma escena de la mano, sino que completamente diferente.
            Aquella mano no era la mano del dueño, sino la mano del ladrón.
            No se apresuraba aquella mano, no es que se hubiera vendido ante mis ojos por su gran glotonería por las joyas, no, nada de eso; la mano era delicada, de dedos blancos y largos, de gestos de araña lenta y distinguida. ¿Por qué me pareció, pues, la mano del ladrón?…
            Pues, sencillamente, porque, en su palidez y en su afrodisismo al tocar las joyas, estaba imantada y se las llevaba sin cogerlas, sólo con tocarlas con las yemas de los dedos.
            No se veía al hombre que movía aquella mano, pero ella, muy aplicada, iba cazando las mejores joyas de la tienda.
            Confieso que fue un gran espectáculo el haber visto al ladrón operar con limpieza, con mangas y puños intachables, con las manos muy cuidadas por la manicura y las uñas discretas, limpias, pareciendo mentira que fuesen las de un ladrón.
            Tan seguro estuve desde el primer momento de que aquella era la mano del ladrón, aunque hiciese los gestos del propietario, que avisé a la pareja de guardias y entramos en la tienda.
            El ladrón pudo huir y vimos que estaban en tierra, con algodones en las narices, los verdaderos propietarios.
            La estación
 
 
            Una estación es lo más lleno de fantasmas y lo más tétrico que hay. Se pasean por su andén muchos seres que quisieran tomar el tren, ansiosos, invisibles y misteriosos viajeros. Hay una inquietud en la estación que no es de los que están, sino de los otros, de los que estuvieron, de los que estarían, de los que se despidieron, de los que quisieran irse, de los que quisieran volver.
            En la alta noche, sobre todo, es más verdad, cuando las estaciones están iluminadas como por una cerilla, sólo por una cerilla, y esa cerilla muy mortecina.
            Pero lo fantástico en las estaciones, lo que nadie ha tenido el valor de descubrir, es lo que se oculta en esos armarios grises y siempre cerrados que hay en la habitación del jefe.
            En esos armarios están los que ha matado el tren obscuramente, los viajeros que silenciosamente han sido atropellados y los que han sido asesinados en los vagones de última clase, y que si se supiese se retraería el público de viajar durante una temporada. La Compañía tiene ordenado que sean metidos en esos armarios grises preparados al efecto y que hacen que pasen por lo menos diez años sin ser trasladados al depósito general de la Compañía, de donde salen para el entierro definitivo.
            Desde que sé eso miro esos armarios grises con sus puertas largas, como las de los féretros verticales de los judíos, y al pasearme por los andenes medito sobre esos seres desgraciados y perdidos, colgados como un gabán viejo en el fondo del armario sucio, cargado en lo alto de papeles, lleno del ambiente impaciente, trémulo y trascendental que caracteriza a las estaciones. ¡Obscura guardarropía de los muertos más extraviados!
            El artículo que hizo dormido.
 
 
            El escritor se había levantado tarde. La noche anterior había estado hasta las diez de la mañana de su hoy. Es decir, un lío de horas, de tiempo y de sintaxis.
            El escritor veía ya una especie de atardecer precoz, como si en la mañana hubiese un eclipse de Sol. Se había levantado más tarde que ningún día; pero es que después de haber ultimado otros trabajos no había querido dejar de hacer su articulo diario, el artículo que llevaba todas las mañanas el botones a la portería del periódico.
            Después de almorzar con lentas maneras, aprendiendo poco a poco los movimientos de siempre, reponiéndose como el que resucita, leyó los periódicos del día, que se da el caso sorprendente de que son nuevos, enteramente nuevos, cada día.
            — ¡Parece mentira! —se decía el escritor, ya tan avezado a los periódicos, cuando cada día abría los diarios y los veía nuevos, recientes, originales. Es que tenía alma de escritor, de periodista, de enamorado, es decir, de hombre que encuentra nueva cada día a la mujer de todos los días.
            — Bueno ¿y qué artículo envié yo ayer a mi periódico? —se preguntó de repente, un poco sobresaltado.
            No daba con él en su memoria, miraba a todos lados buscándole. No estaba ni en las estanterías, ni junto a aquel jarro azul, ni junto a aquel cuadro, ni junto a nada.
            Estaba vacío de la idea de su artículo de la noche anterior. ¿Cómo principiaba? ¿Qué mayúsculas imitando la imprenta escribió en su título?…
            Nada. No podía dar con lo que fuese.
            — Es que estaba casi dormido… Más rendido que nunca, sin aliento ya —se dijo el escritor, pensando en cómo con los ojos apagados supo guiarse por las cuartillas llenas de luz. Recordaba haber mirado mucho, como el que quiere entender lo que no entiende, lo que otra mano ha ido escribiendo. Apurado, deseoso de que saliese el artículo, para acostarse, tirando de su alma como de la mano de un niño que no quiere andar, acabó el artículo sonambúlico, que no sabía sobre qué trataba.
            Inquieto, esperó la noche para ver el periódico, y en cuanto lo oyó vocear muy a lo lejos —alcanzando su oido más lejos que nunca— lo mandó comprar.
            — Ya es irreparable… Lo que haya dicho estará en él —pensaba— y está ya en manos de todos… —Confiaba en su alma, en la que había un mecánico raciocinio capaz de escribir un artículo en medio de la catalepsia, y confiaba en que si se había equivocado y dormido mucho, fuese todo una pura errata inacabable, cuantiosa, desparramada por el artículo.
            Por fin, ya con el periódico en la mano, abrió los ojos con desgarrado gesto. Buscaba el epígrafe de todos los días. No lo encontraba. Quiso abrir una hoja en dos, o sea en cuatro páginas, como si pudiese exfoliarla como una lámina de cartón. Sólo al repasar por tercera vez el periódico encontró su artículo… Se titulaba… “Hora de justicia”… “¡Arrea!”, exclamó el escritor.
            “Ese escritor de la crápula, ese gran zangolotino, de cerebro pesado como el de la vaca, de carne de panza de reptil…”, leía el escritor, asombrado, detrás del verdadero nombre y apellido del aludido. Así continuaba todo el artículo. El escritor, nervioso, indignado como ante una inmensa imprudencia, se dio un golpe con la cabeza en la mesa y se quedó con esa apariencia de muerte inanimada de los polichinelas cuando se los cuelga, cuando se los deja en cualquier sitio desemperchados del brazo que los movía.
            Le sacó de aquella postura, que adoptó para no recriminarse y no pensar más en el estropicio, la llamada del timbre. Abrieron y la muchacha anunció: “Dos señores que han dicho que tienen que ver irremisiblemente al señor”. El escritor se dio cuenta de lo que aquello significaba, y cuando decía “ahora mismo voy” se oyó de nuevo el timbre.
            — Vaya usted y diga a esos otros dos señores que indudablemente han llamado, que pasen también y que me esperen en otra habitación… Esta noche van a venir unas diez o doce parejas de caballeros… Vaya usted pasándolos a todos a distinta habitación, y si coinciden demasiados, a los últimos que lleguen los pasa usted hasta a mi alcoba…
            En efecto, toda la noche estuvieron llegando caballeros en parejas, y el escritor a todos les contó el caso de su sueño. “Ahora bien: si ustedes o su representado insisten, yo estoy pronto a responder de mí aun habiendo cometido el atentado en ese estado de sueño”. Nadie volvió, y al día siguiente el escritor escribió un artículo de rectificación que titulaba “El artículo que escribí dormido”.
            Iba tras de aquel invento hacía tiempo, y por fin logró realizarlo. La vela eterna estaba inventada.
            El inventor estaba satisfecho. La vela, encendida según su sistema, luciría siempre, siempre.
            Sin embargo, su esposa estaba consternada. Aquel era un peligro constante en la casa. La pobre mujer la sopló para apagarla, pero no pudo conseguirlo. No había medio.
            El inventor de la vela hizo un ciento de velas eternas, y las vendió y las regaló en seguida.
            Todo el mundo quería velas eternas. La novedad hacía que no pensasen en sus inconvenientes.
            Pero a los pocos días de lanzar su invento comenzaron a surgir las consultas, las protestas, los incendios; incendios inacabables hasta que los bomberos encontraban la vela eterna entre los escombros.
            — Apagúenos usted la vela o devuélvanos el dinero —le decían a su puerta los compradores de hacía unos días, con la vela en la mano, como si estuviesen a la puerta de un W. C.
            — No es posible —decía él consternado, asomando un ojo por la mirilla—; yo les he vendido la vela eterna, que nadie, ni yo mismo, puede apagar.
            — Pues aquí se la dejamos en un escalón. ¡Que le quemen con su vela eterna!…
            Y el pobre inventor tenía su casa iluminada como un monumento de iglesia.
            Así las cosas, el gobernador mandó un oficio al inventor de la vela eterna prohibiéndole la fabricación de velas eternas.
            Y el pobre inventor regaló para las lamparillas perpetuas de las iglesias las cien velas que había fabricado. Por lo menos, así salvó su alma, porque las indulgencias que gana una vela eterna son eternas.
            “L. G.”
 
 
            Ella bordó en todas las piezas blancas del trousseau las iniciales L. G.
            Fue larga aquella labor de bordado, pero no escatimó trabajo, procurando ofrecerle cada tarde de los muchos días de idilio que aquello duró, en una orla diferente, las mismas iniciales en letras diferentes. Un día en estilo gótico: L. G. Otro en letras ajaponesadas: L. G., y muchas veces en las bastardillas de todos los colegios de señoritas, bastardillas del Sagrado Corazón, bastardillas de las Redentoristas, bastardillas de las Escocesas, etc., etc. (L. G…, L. G…, L. G…, L. G…, L. G…, L. G…).
            Sobre el dibujo acabado ella elevaba los ojos hacia él, como si mirase a un cielo muy alto y le ofreciese con ofrecimiento de cáliz el bastidor con la huella de su devoción.
            Había agotado la pauta de esos libros antipáticos en los que las letras de los bordados son esquemas azules, tristes, cargantes, siempre como los mismos, sobre un monótono fondo de comercial cañamazo. Ya no había en los almacenes más piezas de música de bordadora, ya no había nuevas partituras que ejecutar en el bastidor.
            En las orlas no escatimaba seda y trabajo, siendo como verdaderas coronas de flores las que rodeaban las L. G. Entretenía así una espera que no tenía justificación y que no explicaría por miedo a la explicación.
            Hasta en los paños de cocina hizo preciosas filigranas para demostrarle su abnegación, para convencerle de su laboriosidad, para que viese desangrado y como en calcomanía el fondo florido de su amor.
            Ella, en lo recóndito de su alma, estaba un poco insegura, y procuraba así, con esa estratagema, envolverle y maniatarle con las orlas, grabándole las iniciales con efecto indeleble.
            El calavera, sin embargo, se escapó, se escabulló, dejando aquella ropa blanca lavada y planchada, pues lo que ha sido bordado, por muy limpias que sean las manos de la bordadora, queda empañado y muy herido por la aguja.
            La muchacha lloró y se enjugó el llanto con los pañuelos bordados con las L. G., llenando las cinco docenas de pañuelos del trousseau, tan espléndido para las lágrimas.
            Desnaturalizada, incrédula, coqueta, la abandonada buscó un nuevo novio, y le buscó con frialdad, para que respondiese a las iniciales del L. G., y después de mucho buscar encontró al fin el que hacía juego, y que se casó con ella y se lavó con las toallas del otro, y sin saberlo le servía de babero el embozo de la cama, en que estaban más góticas y mejor dibujadas que en ningún sitio las iniciales L. G.
            ¡Ah! Hay que consolarse. Todas las mujeres buscarán siempre al hombre que aplicar a unas iniciales antiguas.
            El armario
 
 
            Era un armatoste aquel armario. Sus puertas eran precisamente como las puertas de una habitación, naciendo como en su zócalo y llegando a la altura de las puertas antiguas.
            En la casa, generalmente sola, en aquella habitación en la que todo estaba distante, el armario parecía contener al hombre de los armarios, ese hombre al que, como se comprenderá, no espantan las bolitas de naftalina o de alcanfor, que, por el contrario, él se toma como quien se atraca de bombones o de yemitas de coco artificial.
            El armario, además, tenía rechinamientos, desencolamientos, entreabrimientos que acentuaban la sombra interior. Muchas veces lo abría para ver.
            El hombre de los armarios era la momia viva.
            La casa de jabón
 
 
            En aquella tienda no se había vendido desde su fundación nada más que jabón, grandes jabones en bloques inmensos.
            CASA FUNDADA EN 1810
 
            ponía en la portada, con letra de aquella época y un 1810 en las cifras desiguales y con un 8 en que se reconocía que era auténtica la fecha de su fundación.
            El dueño se había hecho rico y se paseaba satisfecho, orondo, munificente, por las afueras, viendo cómo nacían y crecían las nuevas casas. El ya estaba sólo para eso, recordando los cementerios, hacia donde daría su último paseo por las afueras.
            Siempre había deseado comprar un solar, pero quería encontrar la ganga de una huerta pagada como huerta. Muchas veces se había acercado a los huertanos para preguntarles; pero había huido de ellos asustado de que le pidiesen por su huerta tanto como si hubiese sobre ella una casa y la vendiesen con el terreno.
            Desconfiaba de esos planos tan chicos que hay pintados en las vallas en que se anuncia la venta de los solares. Alguna vez había llegado al sitio en que daban razón y donde, cansados de recibir a mucha gente que iba a preguntar, le trataron con desabrimiento.
            Un día por fin se decidió a comprar un terreno en que el Sol optimista de junio se reflejaba como en un espejo y en el que había un árbol simpático, bíblico, retoño de uno que hubo allí desde el principio del mundo. “La construcción toda —pensó él— rodeará ese árbol y le salvará de ser podado. Yo mismo le regaré siempre con petróleo Gal para que no se le caiga nunca el pelo”.
            ¡Ah! ¡Qué hotelito más original sería el suyo, todo construido con jabón estilo jaspe!
            En efecto, compró el terreno, y los chicos de la tienda, con sus mandiles color jabón de cocina, enganchándose al carricoche negro, llevaban a la obra los bloques de jabón, los grandes bloques con calidad muchas veces de piedra artificial o de portland del mejor…
            Uno solo de aquellos bloques, si hubiese sido de piedra vulgar, hubiera necesitado una carreta y tíos bueyes para poderlo transportar.
            “El jabonero” se paseaba encantado por enfrente del hotelito planeado por él, y que iba a ser la gran originalidad del porvenir. Veía cómo es hasta más bonita la veta del jabón que la del mármol.
            Por fin estuvo acabado el hotelito, y vio pasmado que el efecto de la casita de jabón, detrás de la reja, era el de un palacio hecho con un mármol precioso, como el que se gasta para hacer las sortijas de ágata.
            “Muy pocos de los que pasean por aquí —pensaba ‘el jabonero’— creerán que es de jabón… Pero al que lo dude se lo demostraré haciendo que saque espuma al mármol”.
            Defendió de la lluvia al hotelito poniéndole los más largos aleros, temeroso de que las lluvias pudiesen derretir sus paredes.
            — Parece un palacio de cartón piedra —oyó que decían un día dos transeúntes, asomándose a su verja.
            — No, señores —les atajó “el jabonero”—, es de jabón, y para que se convenzan pasen adentro y les permitiré que se laven las manos con sus paredes.
            ¡Con qué orgullo miraba su casa el “jabonero”! Todos podrían, si él quisiera, hacer las abluciones que fuesen precisas, empleando el jabón de su alcoba, sin necesidad de ponerles pastilla en la jabonera.
            — Algún día será mármol, y bien duro y resistente —decía él a los que le querían oír.
            La casa de jabón, como una ironía y una realidad, se halla en las afueras, un poco adelgazada ya por las lluvias que empuja el viento, y que dan en las fachadas N., E., O. o S., según el viento sea N., E., O. o S. (Esto de N., E., O. o S. es una especie de renovado “Colorín colorado, este cuento se ha acabado”).
            La señorita barométrica
 
 
            Yo creo que las ligas son el mejor barómetro de los conocidos. Yo cuando todos los días me abrocho las ligas —ese aparato tan ortopédico por sus broches de níquel— sé qué día va a hacer: “Hoy lloverá” —me digo—, u “hoy hará un día caluroso”, u “hoy hará un día muy seco”.
            Sin embargo, el día que conocí a la señorita barométrica me di cuenta de que no había nada como ella en el mundo.
            — Venga usted —me dijo aquel amigo que era el encargado de presentar en las casas pintorescas— y conocerá a la señorita barométrica.
            Fui con él y me presentó a la joven. Estaba lánguidamente echada en un diván, entre almohadones y almohadones.
            — Tiene la languidez que presagia lluvia larga —nos dijo su padre.
            Nos sentamos en la sala y fueron apareciendo gentes.
            Hacían como que iban a hacer una visita; pero a lo que iban realmente era a saber si llovería o no, a cerciorarse por anticipado de si podrían hacer una excursión el domingo. Muchos eran vecinos de la casa que querían saber si tenían que sacar paraguas o bastón, estudiando también las señoras en la fisonomía de la prodigiosa señorita si podían sacar tal sombrero o tal otro.
            — Los días de tormenta se pone frenética —me decía la madre—, y no sabe usted cómo se pone los días indecisos.
            Apenado ante el espectáculo de aquella joven sacrificada a su especialidad, estreché su mano húmeda y me fui. No quise presenciar aquello mucho rato. Cuando salí llovía.
            El banquete de los criados
 
 
            El príncipe se fue de excursión al extranjero y los criados se dispusieron a celebrar la más alegre francachela en la mesa de los señores.
            Todos tenían un traje de etiqueta viejo —ellos sobre todo, puesto que servían de frac—, y ellas también un traje viejo de la señora, descotado, con encajes y con cola.
            Prepararon la mesa con la mejor vajilla, usando los platos con cifras de oro y las más finas copas, las que sólo se sacaban cuando Su Majestad se dignaba cenar en aquella casa.
            Fué un banquete muy bien preparado. En todos los platos había tarjetones con los títulos supuestos que se había adjudicado cada criado. El menú era un menú irónico, que imitaba los ingeniosos menús de las grandes solemnidades. Entre otros platos estaba la “calabaza rellena estilo príncipe tonto”.
            Los mejores vinos habían sido subidos de la bodega, entre ellos las tres últimas botellas de un “siglo pasado”, cuya etiqueta, para que no se notase la falta, se la habían pegado a una botella de vino un poco más reciente.
            Al hablar unos con otros, frente a los espejos, perdían la hilazón del discurso, de puro abstraídos que se quedaban ante el caso de su suplantación y su aspecto de legitimidad.
            Todos se sentaron a la mesa, promoviendo al correr las sillas y sentarse un ruido de cocina que nunca había sentido el comedor. Después desplegaron las servilletas como si fuesen a extender el mantelillo en las mesas de té.
            La que estaba más ocurrente era la doncella predilecta de la princesa, pues imitaba toda la impertinencia que caracterizaba a la princesa. Se había hecho de unos impertinentes y hacía la parodia perfecta de los gestos de la princesa. Todos los criados reían a pierna suelta, levantando los pies por el aire.
            El que hacía de príncipe, con unos bigotes postizos, perdía los bigotes constantemente en el plato o en la copa, y era deplorable vérselos pinzar de nuevo y vérselos poner otra vez.
            Hasta las conversaciones eran de imitación, pues todos recordaban retazos enteros de conversaciones y las volvían a reproducir como discos hechos con retazos verdaderos, pero inacabados e incongruentes.
            El vino, los postres, las aceitunas, todo volaba por la mesa.
            — Estáte quieto, Pedro, que me has dado en un ojo con esa ciruela que me has tirado.
            En eso que el timbre sonó, y se presentaron el príncipe y la princesa. Habían estado de incógnito en casa de su prima, pero no habían salido de Madrid.
            Entraron en el comedor y se dieron cuenta de lo que allí estaba pasando.
            — Siéntense y sigan cenando —dijo el príncipe con extremada cortesía…— Así es que usted es el príncipe y la señora la princesa… Mucho gusto… Cenen… No es cosa que quede interrumpida la cena de gentes tan distinguidas… Hasta luego… Cuando acaben ya saben que los espero en mi despacho…
            Hubo un momento en que todos, con la servilleta hecha un gurruño en el puño cerrado, no sabían qué hacer…
            — Esto es irreparable —dijo uno de ellos—; así es que comamos y brindemos.
            Después fueron a ver al príncipe, y éste les fue dando su cuenta, diciéndose los unos a los otros, al cruzarse en la puerta del despacho del dueño, las sacramentales palabras de: “Voy por el baúl”.
            Un nido de brujas
 
 
            Yo no he visto nada extraordinario ni fantástico en los bosques; pero esto que vi es bastante singular.
            De pronto, yendo bajo el palio alzado de los grandes árboles, vi que algo se movía en el corazón de un árbol, y miré… ¡Nunca hubiera mirado!… No se me ha olvidado ni un momento lo que vi, y hay días en que tengo eso más recrudecido que otros; vi un nido por cuyo balaustre o balconada sacaban la cabeza unas crías de bruja, con sus caras de viejas en la infancia de su vejez, los ojos un poco huevudos y como con la sombra de las gafas, así como en el centro de la nariz se veía la sombra del montante de las gafas; crías de bruja con cara de pájaro sin ser pájaros.
            Sacaban la cabeza por intervalos y me miraban a mí, que, parado y patidifuso, contemplaba el hallazgo del nido de brujas, verdadero nido de brujas, inconfundible nido de brujas, con sus crías amoñetadas y con el moño canoso, muy canoso.
            Los palitroques, las zarzas del nido, eran mucho más tupidas y altas que las de otros nidos.
            Volviendo la cabeza constantemente, asombrado de haber visto aquello, me rehice al llegar al pueblo; pero no conseguí que nadie me acompañase a bascar y a cazar el nido de las brujas.
            El cojo
 
 
            Le faltaba un pie casi desde la cadera; pero ya no sentía la pérdida, de acostumbrado que estaba a ello; es decir, sentía el no tener la otra pierna sólo por una cosa: porque tenía que comprarse un par de botas en vez de una sola bota, que era lo que le hacía falta, y si se mandaba hacer esa única bota los zapateros abusaban de su desgracia y le cobraban encima el precio de tres botas en vez del de dos.
            — Es como si le hiciéramos las dos… ¿No lo comprende? —le decían; pero él no lo comprendía.
            Su misión en los paseos, en los viajes, en todo momento, consistía en encontrar el cojo del pie contrario al suyo y que calzase su mismo número. Si lo encontraba, comprarían los dos, a medias, los pares de botas y cada uno se quedaría con la de su pie. Además, pasearían del brazo y probablemente no sentirían la necesidad del pie que les faltaba ni de las muletas.
            Buscó, indagó, fue a ver a los inválidos, hasta que un día encontró al cojo apetecido. Le propuso la cosa, y por fin logró el ideal: entrar en una zapatería y no ser estafado como cualquier ciudadano, resultándole a mitad de precio el calzado y yendo siempre como dos amigos íntimos, siempre del brazo, acordes para la marcha, en dos únicos pies.
            El bastón
 
 
            Hay que tener cuidado y guardar, hasta si es necesario durante toda la vida, esos paraguas y esos bastones que se olvidan en nuestro perchero quienes no sabemos quienes fueron. Muchas veces sólo hay un “debe ser”, que no nos orienta ni hace que podamos desprendernos nunca del paraguas o del bastón.
            ¿Ha dejado quizá el paraguas en nuestro perchero aquella señora antipática que nos dejó una nota escrita en la hoja de un cuaderno rayado y dejó el paraguas para volver algún día y llamarnos canallas si no se lo devolvíamos?
            ¿Ha dejado el bastón aquel bandido que nos quería comprometer de algún modo y probarnos iguales flaquezas que las que le caracterizaban a él?
            También es posible que nos haya dejado ese paraguas la que nos exigirá que nos casemos con ella si no se lo devolvemos, porque es un paraguas de puño singularísimo que no podrá ni siquiera ser imitado, o también es posible que nos haya dejado ese palasan de quince nudos, de una equidistancia admirable entre sí, un estafador deseoso de pedirnos una indemnización brutal.
            Tengamos buen cuidado de guardar los paraguas y los bastones que se quedan olvidados en nuestro perchero. Yo guardo hace veinte años un paraguas ya corrompido y del que sólo queda el esqueleto murcielagoso, porque estoy asustado de no guardar estas cosas desde que me pasó aquello.
            ¿Aquello? ¿Qué es “aquello”?
            Aquello fue que una vez apareció en mi perchero un paraguas de hombre con puño de plata, y después de guardarlo durante seis meses esperando a su dueño, me puse a usarlo. Era bonito aquel paraguas. Tenía algunas abolladuras y hasta algunos arañazos profundos; pero con todo era un paraguas solemne, que daba gran empaque al que lo llevaba.
            Lo usé, lo rompí, desgasté su puño como un duro sobado de un modo excesivo, se rompió su tela por las articulaciones, tuve que tirarlo.
            De vez en cuando me acordaba de él, porque, eso sí, había sido el paraguas más simpático de los que había tenido, uh paraguas con un no sé qué perturbador.
            Pasaron los años, y, por fin, al cabo del tiempo, un día recibo la visita de un señor inquieto, trémulo, que me hace una pregunta a boca de jarro:
            — ¿Y aquel paraguas?
            — ¿Qué paraguas? —le pregunto yo para ganar tiempo y por decir algo, aunque era claro que me preguntaba por el paraguas de marras, por el paraguas inolvidable.
            — Un paraguas con un grueso y trabajado puño de plata… —insistió suplicante aquel hombre.
            — ¿Un paraguas con puño de plata?… —dije yo repitiendo las palabras del desconocido por ganar tiempo.
            — Sí, un paraguas de puño de plata, por el que he vuelto desde América… Sólo he hecho este viaje, desde allí lejos, por mi paraguas…, porque ese paraguas tiene un secreto que no le podré revelar… El día que estuve aquí acompañando a aquel amigo de usted, Berlán, fue la víspera de mi viaje a América y por eso no pude volver por el paraguas…
            — Pues su paraguas, siento mucho decirle que se estropeó y se perdió —le contesté.
            En cuanto oyó aquello, aquel hombre se echó a llorar. No he visto llorar a un hombre tan desconsoladamente nunca. Lloraba como podía haber llorado la lluvia sobre su desaparecido paraguas. En el recuerdo, el paraguas estaba mojado, reluciente, calado de lágrimas.
            — Me ha matado usted, caballero —me dijo, por fin, entre sus lágrimas—. Rico, poderoso al fin, quería haber compartido mi fortuna, mis días espléndidos, con aquel paraguas… Por volver por él, para rescatarle a su perchero, para pasearme de su mano por los paseos seguros de la posición asegurada, me ha hecho luchar durante estos largos años… Era como una mujer, era como si fuese ella misma, porque fue el paraguas que me regaló mi muerta el día de mi santo… Era mi pareja ideal.
            — Ya no tiene remedio… Si lo hubiera sabido… Le pido mil perdones —le dije yo.
            El se levantó, y murmurando “No tiene remedio… No tiene remedio” se fue a la calle.
            El gato policía
 
 
            “¿Por qué son siempre perros los animales policías, cuando el gato es mucho más listo, más lince, más psicólogo, más misterioso?”. Esa fue la pregunta que se hizo el detective admirable, que después de plantearse esa utopía lógica de un gato policía comenzó a amaestrar y a orientar el más hermoso gato del Brasil.
            El gato hacía pesquisas, divagaba por entre las chimeneas, aprovechándose de que las chimeneas son los mejores teléfonos para sorprender las conversaciones de los criminales; se asomaba a las guardillas, que es donde se prepara el complot y se prepara la bomba; percibía con su finísimo olfato las huellas más imperceptibles.
            El gato aquel fue el temor de los ladrones y descubrió crímenes que hacía diez años que estaban impunes…
            Así como el perro no busca mas que los caminos claros y es enemigo de la obscuridad y no sabe meterse por entre los barrotes de los sótanos y no cabe por las troneras y las gateras de que están perforadas las casas, los gatos son capaces de pasar por el ojo de una cerradura, tienen menos huesos para todo y más flexibilidad, además de que ven en la sombra…
            El gato policía era sobrentendido por el célebre detective gracias a una especie de transmisión del pensamiento fácil de ensayar con un animal de nervios tan agudos como el gato.
            Contra el gato no había misterio ni secreto. Los criminales daban tales patadas de disgusto en el suelo, que retemblaba toda la ciudad.
            Hubo una reunión magna de ladrones y asesinos. Estaban amilanados y sólo levantó los ánimos el que uno propusiese matar al gato.
            — Es verdad. ¡Estábamos tontos! —gritaron todos a coro, y se propuso la conspiración.
            En efecto, aquel mismo día se mató al gato, y acabó de ese modo el más ingenioso recurso que han empleado nunca los detectives.
            La risa
 
 
            Don Manuel tenía a mucha honra que de él nunca se habían reído. La peor bofetada que podía haber recibido hubiera sido una risa en sus barbas.
            Se paseaba por la ciudad sintiendo obscuramente la sensación de carne cruda que dan sus casas patinadas por el tiempo betuminoso que gravita sobre ellas.
            De noche muchas veces salía a pasearse en la alta noche, temeroso de morir en la cama de su alcoba, ahogado en la casa de huéspedes, alcoba con montante de ahorcado, con la emoción de una horca por estar en casa tan miserable y de empapelados tan tristes y abrumadores que imitaban la madera como en una pesadilla del cadalso.
            — De mí nadie se ríe —decía a ratos, refiriéndose a gentes que le temían y a las que ponía más serias que un huso sin poderlo evitar.
            — Si alguien se riese de mí, celebraríamos un lance singular a espada y pistola al mismo tiempo —decía también.
            Cada vez más señaladas por la navaja del tiempo las arrugas de su rostro, su tipo era más adusto.
            Así las cosas, una noche, al pasear por una calleja obscura y solitaria, oyó de pronto una carcajada larga, rasgada, modulada como en los salterios. Desgranada la risa por quien hubiese sido, se volvió a quedar sola y callada la calle.
            Don Manuel, airado, descompuesto, loco, comenzó a mirar hacia lo alto. Todos los balcones estaban cerrados y no se veía a nadie en ellos. ¿De dónde pues, había salido aquella carcajada que le había herido con seis tiros de browning disparados en abanico?
            Pasó de una acera otra para ver si veía al culpable, habló en voz alta para ver de ofender al que fuera o para hacer que diese la cara por él.
            Nadie. Era aquel el fracaso de su dignidad frente a una carcajada torpe como un anónimo.
            Volvió a repasar aquellas calles y volvió a la de la carcajada, donde de pronto sorprendió la causa de aquella hilaridad. A su vista apareció una persiana de esas de flejes de madera rota en forma de abanico. Allí estaba la carcajada. Al soltarse, al romperse la cuerda que sostenía el lado izquierdo de la persiana, se había producido esa especie de risa precipitada, aturdida, de tiro rápido, de rasgadura seguida.
            Los choferes
 
 
            Los choferes tienen dominados a sus señores. Es ese un encanto más del automóvil. Aunque digan otra cosa los señores esa es la verdad. El dueño del automóvil, el que por consideración lleva detrás a alguien, es el chofer.
            Pero el caso más palmario de esa denominación, de ese secuestro del dueño del automóvil por su chofer, lo he visto caracterizado por ese señor que viene por las noches a ver a la del principal.
            A eso de las cuatro de la mañana llega el automóvil, y se queda tronando como una tormenta de las que se paran un largo rato sobre la ciudad. Después pasa tiempo, y hay una hora en que el chofer toca la bocina, impaciente llamando a su amo. El amo baja metiendo gran ruido por la escalera, como un beodo, y cuando me he asomado a la mirilla para verle bajar, le he observado despavorido, desencajado, ansioso de obedecer, a medio vestir, cerrándose el chaleco y los pantalones con verdadera actitud de magnetizado.
            Hay bocinazos de los choferes que son comunicaciones, órdenes y amenazas.
            El ladrón de mercurio
 
 
            Ningún negocio le resultaba y se le había cerrado la vida como una calle sin salida.
            — Sin capital no se puede hacer nada —repetía el miserable, y buscaba el capital, el principio de su negocio.
            ¡En cuántas interminables conversaciones envolvió a muchos, mirándoles al alfiler de la corbata más que a los ojos, porque él sostenía que para convencer a un rico es necesario convencer a su alfiler de corbata y admirarle!
            Tan escurridos están todos los negocios, tan escatimados y tan peligrosa es la estafa, que mejor es meditar el negocio para toda la vida que sólo aproveche el salto de agua del tiempo.
            ¿Qué negocio de ésos, sutiles y originales, queda por inventar?
            El miserable especulador se encerró en la habitación de las meditaciones y salió de ella alegre, radiante, convencido que de aquella hecha sería rico.
            ¿Cuál era su invento?
            Su negocio sería el de succionar el mercurio que hay en los termómetros de balcón y en los grandes depósitos de los dos o tres enormes termómetros que hay en casa del óptico, en el Ayuntamiento y en el Jardín público, señalando la inestabilidad del tiempo. Estando el mercurio tan caro, aquellos globitos de plata serían pesetas derretidas, pero salvadoras.
            En efecto, con su alcuza y con gran cuidado, fue por todos los pisos bajos ordeñando los termómetros, poniendo una inyección a su fortuna.
            Del termómetro del óptico, al aire libre, que quedaba de noche abierto a las miradas del público, y de los termómetros del Estado, sacó jicaras de mercurio, y, con todo en la pesada alcuza, se fue a su casa rico, inmensamente rico.
            Electrocuciones
 
 
            Todos contaban casos espeluznantes de gentes electrocutadas.
            Todas las noches robaban las escobillas de cobre de la máquina en aquella fábrica, hasta que se cansó el propietario y dejó toda la máquina con su alta tensión… Aquella noche, cuando fue el ladrón, se quedó agarrado por la electricidad. Los otros compañeros que aguardaban, se acercaron a arrancarle; pero el primero no pudo y se quedó pegado al otro, y el otro al otro, y así sucesivamente se formó una larga fila de electrocutados, como la que, también así de agarrados y en postura acaballada y junto a una ventana, forman los niños que juegan a saltar sobre la larga bestia de los compañeros.
            — Pues yo conocí el caso —dijo otro— de un obrero que al orinar en un rincón de la fábrica, sobre las planchas electrizadas, formó su chorro una comunicación entre él y la electricidad, quedando electrocutado…
            — Pues yo he conocido el caso más fantástico —contó un tercero—. Aquella fábrica de electricidad tenía una arquitectura romántica, la arquitectura de los castillos que se levantan en la Selva Negra… Un amigo mío, estudiante en la Universidad también, era novio de la hija del director… Me llevó alguna noche con él para que viese lo que tenía de aparición ideal y llena de modernidad la aparición de su novia en la ventana gótica, detrás de la que resplandecían todos los voltios de la fábrica… Una noche de aquellas mi amigo charlaba con ella, cuando a la joven se le ocurrió tirarle un beso… ¡Nunca lo hubiese hecho…! Mi amigo, al recibirlo, cayó carbonizado al mismo tiempo que ella, que había tropezado con alguna vena eléctrica de las que recorrían la fábrica…
            Los borrachos
 
 
            El borracho entra en un bosque obscuro cuando su borrachera se declara y allí divaga en voz alta, poseído por el sueño que acude a su caletre, sueño movido, pesadilla en que el dormido cree estar de pie.
            Los machos cabríos de la borrachera le embisten y le empujan. Guardias misteriosos le zarandean y le barren fuera del bosque. Es el hombre empujado el hombre borracho.
            A lo lejos del bosque de su borrachera aparece Ja brecha clara en que el bosque se abre no se sabe a qué horizonte ni cuándo.
            El borracho, en el punto álgido de su borrachera, momentos antes de caer en el sueño, entra en un pueblo desconocido en que los portales tienen dos columnas, una a cada lado.
            Le esperan todas las autoridades a la entrada del pueblo, dotado de una luz resplandeciente de gran día de agosto —eso es lo que se veía al final del bosque—, y comienza a caminar por su calle Mayor, al lado del alcalde del pueblo, y seguido de la charanga y de los guardias de orden público, vestidos con los trajes viejos de los guardias de Madrid.
            En el Ayuntamiento se celebra una recepción en honor del borracho y sobre la mesa se mueven los vinos claros para los pasteles, los vinos amatistas que adensa el azúcar y los vinos morados como hechos con moras en vez de con uvas. Los puñetazos del discurso desnivelan los niveles que son las copas llenas.
            El borracho promete cubrir la tierra rasa, la tierra seca por el sol, de viñedos bajo cuyo verdor se oculta el sexo de la tierra, su feminidad más dulce.
            “Las viñas son las bastas de la tierra, que hacen que sea dulce el colchón del mundo”, fue una de las frases más felices de su discurso.
            El borracho recorre después la ciudad y le enseñan los lagares antiguos, con sus tinajas góticas y las enormes panzudas en que está el mejor vino, porque han arrojado a ellas numerosos niños, sacrificio en el que está el secreto de que el vino sea tan bueno en aquel pueblo. ¡Solera del crimen! Y, por fin, le llevan a la casa de la esposa que le regala el pueblo y con la que se casará en seguida en la iglesia —ya espera el cura—, celebrándose después un solemne banquete.
            El borracho se encuentra a su esposa muy vestida de blanco y la coge de la barbilla para saludarla, y la acaricia así a la vista de todos. Ella baja la cabeza y juega con sus guantes blancos.
            Se casan, se celebra la comida precipitadamente y bajo una sensación de sol —el sol que da las solaneras y que cuaja el vino en la viña—, recorre las calles de la mano de su esposa y se acuesta en la cama de matrimonio, en un exquisito epitalamio sestero, sin tocar a su esposa, como si el fin del matrimonio fuese dormir la mona.
            El borracho duerme su borrachera en ese momento y ya cuando despierte estará en cualquier parte, pero no se acordará del pueblo luminoso y efectivo en que ha estado durante la borrachera.
            La herencia
 
 
            Yo siempre había sospechado que encima de los armarios podía haber una fortuna. Nadie ha quitado ni revisado nunca todo lo que hay sobre ellos.
            “—Un día que yo suba y revuelva ahí…” —me decía.
            “— Aquél debe ser un sombrero viejo” —pensaba también, observando una caja de cartón que había sobre uno de los más altos armarios.
            Un día, por fin, me decidí a buscar en aquellas alturas. Aquella caja para un sombrero de copa era una caja de cuero envuelta en correas.
            Había sobre los armarios los grandes algodones y madréporas del tiempo, las grandes nubes de polvo.
            Las anginas se me iban irritando e hinchando como balones. Yo seguía moviendo y desempolvando todas las cosas.
            ¿De quién sería este juguete que acababa de encontrar?
            Seguía y seguía inquiriendo, cuando encontré una escritura enterrada en polvo, con peluca de musgo. Era la propiedad de un palacio y una finca que el abuelo Pedro tenía en el fondo de Castilla.
            Enseñé a un abogado la escritura y me dijo que aquello no había caducado y que la finca era de una medida tan desusada que parecía tener un cero de más, por equivocación.
            Rico, magníficamente rico por haber seguido mi sospecha de que encima de los armarios está nuestra fortuna, gocé de una herencia maravillosa, porque el palacio era extraordinario y la finca no tenía fin: tenía hasta un mar muerto dentro de ella.
            Los que robaron al condestable
 
 
            Había la leyenda de que aquel gran condestable enterrado en la catedral dormía el sueño eterno con sus magníficos toisones y sus ricas sortijas.
            Unos ladrones osados y atrevidos se atrevieron a robar aquellas joyas del condestable. La catedral estaba sola en la noche, y aunque los ruidos que se oyen en ella dan la vuelta a las naves y se propagan por todos sus rincones durante media hora, los ladrones ya procurarían hacerlo todo muy sigilosamente.
            Entraron fácilmente y se dirigieron hacia el sepulcro del condestable con paso seguro y confiado. En el profundo silencio de la catedral se oían sus pasos como si hubiese entrado un colegio de niños.
            Iluminados por su linterna sorda miraron bien el sepulcro del condestable. El condestable, con la cabeza sobre una dura almohada de mármol que nadie escardaba hacía mucho tiempo, ni tampoco mullía, yacía extendido más largo de lo que era, con la enorme espada entre manos y sobre su pecho, como esos niños que no quieren dormirse sin haberse acostado con su juguete. En toda su figura había la animación del sueño, y sólo en los pies se notaba que estaba muerto, porque jamás, mientras se está vivo, caen los pies hacia abajo y pierden su ángulo de sostén. Sus pies, estirados por la gafedad de la muerte, estaban distendidos y pegados al mármol de la tapa del sarcófago.
            Después de sus pies había un perro dogo, dormido más que muerto, porque si hubiese estado muerto habría estado estirado, abierto, como los que mueren en la calle. Así de enroscado en sí mismo, la cabeza sobre un hombro, era el perro que descabezaba un sueño vigilante, muy abrigado en sí mismo porque teme las noches gélidas de la catedral.
            Los ladrones encontraron por fin la raja del cierre y el fondo del sarcófago, y poco a poco lograron meter la palanca y apalancar con éxito. Todo el sepulcro se conmovió y sonó a tapadera de pozo removida sobre la profunda sima del agua.
            El condestable, como estaba muerto, no se movió; pero el perro dogo, sobresaltado como el perro al que se intenta tirar de la silla en que se había dormido, comenzó a ladrar desaforadamente; tan desaforadamente que hasta el campanero oyó los ladridos.
            Los ladrones huyeron despavoridos.
            ¡Leal perro del condestable!
            El día del juicio final aullará detrás del condestable con aullidos tan lastimeros que rasgarán más las nubes tristes sobre un cielo todo abierto sobre el trasmundo.
            El hundimiento de la losa
 
 
            Yo pasaba todas las noches por encima de una losa de esas que tapan los registros subterráneos de la luz eléctrica, del gas o del agua.
            Algunos días me decía: “¡Si alguna vez eso estuviese inseguro y diese la vuelta!”; y esos días bordeaba la losa, como también algunos días me salgo de la acera y ando por medio de la calle para no pasar bajo los andamios.
            Noche tras noche pasaba sobre la losa floja, que sonaba a plataforma de trenes y me ofrecía para alguna vez la caída en su fondo. Por hacerme el valiente —bien sabía yo lo que me iba a suceder—, cuando ya tenía un pie puesto dentro de la orla de la lápida, me decía: “Ya tengo que poner el otro, porque si ahora se hundiese, ya de todos modos perdería el equilibrio y caería en el fondo del agujero”.
            Así llegó la noche fatal en que puse el pie en la losa y caí detrás de ella en una profunda obscuridad.
            ¿Dónde había caído?
            Había caído en la red del agua.
            Me desenredé de ella, y, viendo una puerta que giraba sobre sus goznes, entré por allí en la habitación de los cuentos de niños, en la verdadera habitación famosa, y me paseé por todos los salones, teniendo mucha desconfianza por la espalda, por si me hacían algo los gnomos del misterio.
            Estuve sentado en el salón subterráneo de los lampadarios, en el cómodo diván de la habitación azul…
            Después sentí voces, gritos de “¡Agárrese! ¡Agárrese!”, y viendo cómo llegaba a mí la escala de fémures para esas ocasiones, la escalera de cuerda y flautas para los alcantarilleros, me agarré a ella, venciendo en mí el instinto de conservación al instinto de lo fantástico.
            Así vi el subterráneo de los cuentos de niños aquella noche en que se me fue la losa de la calle, que parecía dar a un registro de luz, de gas o de agua.
            Los pendientes de las casas
 
 
            Ya las casas nuevas se construyen sin pendientes, es decir, sin llamadores. En sus puertas de cristales no se cuelga nada.
            Si alguien quisiera llamar al portero en la noche sin sereno, porque al sereno le dio un mal a eso de las doce y tuvo que marcharse, no tendrá medio de hacerlo.
            En la escena de la cena del Don Juan, en casa de los modernos don Juanes no puede haber aldabonazo, y Ciutti perderá el momento de más lucimiento de su papel. Aquel aldabonazo que dejaba ya acentuada toda la obra y que era el acento grave de lo patético, ya no podrá resonar.
            Las casas están desoladas, porque por lo que más se sentían halagadas era por sus pendientes, los dos pendientes segovianos de oro que colgaban de las orejas de sus puertas.
            El misterio, que antes se atrevía a pasear por la vida y a jugar seriamente con las personas mayores, ya no podrá utilizar su llamador clásico.
            Aun quedan algunas casas a las que el portero quita para acostarse —como las mujeres que dejan los pendientes en la mesilla de noche— los llamadores relucientes, y después, en la mañana, después de haber hecho el aseo del portal, se los vuelven a poner con cuidado, charnelándolos por detrás.
            Aquellos pendientes en forma de lágrimas, de ancla, de chorizo, de media luna, de mano, de martillo, de maza, sólo permanecerán sosteniendo la tradición en las casas que ya son antiguas. En las casas futuras, así como se suprimieron las argollas de la fachada, se suprimirán los pendientes, que eran la prueba del rumbo y del regalo del dueño.
            No hace mucho llegó un postillón retrasado del rey Don Felipe a dar un recado al descendiente de un antiguo título de Castilla. Venía en un caballo viejo y renqueante. Traía el pliego cerrado con un cuidado de espolique antiguo.
            Y al llegar a la casa-palacio buscó en todas las puertas el aldabón del llamador; pero como estaba reedificada y sus puertas eran de cristal y verja de encaje inglés en hierro, no tenía aldabones. En vista de eso volvió a montar en su caballo de tacones desgastados y tomó el camino del pasado, volviéndose con el pliego cerrado hacia la eternidad.
            La sala de Física
 
 
            Nada más interesante y, sin embargo, nada más inútil que la sala de Física de un colegio.
            Yo, cuando entré en la gran sala de Física de aquel colegio —por eso le había costado tanto dinero adquirirle en traspaso al que era mi director—, pensé que aquello necesitaba que alguien lo fecundizase.
            “Si me dejara el director trabajar en la sala de Física —pensaba yo—, y tocar todos los objetos, yo podría descubrir muchas cosas y sacar a cada uno de esos aparatos una utilidad social”.
            Sobre todo, el gran aparato que tiene unos platillos mecánicos, y que parece, por lo muy complicado, el hombre que pasa por los domingos tocando cinco instrumentos, era el que más me tentaba.
            Alguna vez el director lo había puesto en marcha y el aparato había lanzado numerosas chispas eléctricas, como si se hubiese encendido el carbón de encina de la electricidad. “¿Y cómo el director no usaba esa electricidad que producía el gran aparato? ¿Por qué no surtía, por lo menos, de luz al colegio esa máquina admirable?” —preguntaba yo.
            Es que no se atrevía el pobre timorato. Tenía gran miedo a esa máquina, a la gran cocina de la electricidad que era, y siempre estaba recomendando prudencia a los alumnos que le rodeaban.
            Entonces yo, decidido y audaz, le pedí un cacharro a mi madre, uno de esos cacharros que sirven a las criadas para ir por la leche y que se parecen a unos pingüinos completamente blancos, y todas las tardes le llevaba una buena jarra de electricidad, que yo producía dando sigilosamente a la máquina de la sala de Física, que comenzaba a tocar con sus platillos el “chin-chin” de la electricidad, cuyo ordeñe yo recogía en mi cacharro. Todas las lámparas de la casa vivían con los dos litros que hacía aquella jarra.
            Las telarañas
 
 
            La casa había estado sola, habitada por el alma del jardín, durante muchos años.
            Sobre los baldosines blancos y negros de las habitaciones había solo hojas de almanaque.
            En una mesa, el hule blanco estaba destrozado por los navajazos del tiempo. Algunos jabeques estaban cortados en forma de cruz por la navaja que hiere en la cara a los hules.
            En una percha, el último sombrero viejo se había cubierto tanto de polvo que era como un sombrero gris muy claro.
            El nuevo dueño pasó mirando las habitaciones como rey que mira un Museo, con las paredes y los plafones llenos de pinturas.
            — Más adelante abriré una ventana ahí y tiraré esos tabiques —dijo, y se fue.
            Las llaves, como cencerro de la portera, sonaban detrás del nuevo dueño.
            — Ya usted le encargo —dijo, dirigiéndose a la portera— que quite todas las telarañas, que ponen una especie de cornisa en lo alto de las paredes y son como visillos de los balcones…
            — No sé si podré yo sola —contestó la encargada.
            — Pues llame usted a los hombres que sean precisos —replicó el dueño.
            En efecto; al día siguiente se comenzaron a arrancar las telarañas, que hacían chaflán en todos los rincones y en todas las esquinas.
            A media tarde, cuando ya se llevaba mediado el trabajo, sintieron que la casa se les venía encima, toda reblandecida, desgualdrajada, como encuadernación a la que cortan los hilvanes, como casa a la que quitan los puntales.
            Las telarañas eran las palomillas sostenedoras de la casa. ¡Quién iba a pensarlo!
            La carta comprometedora
 
 
            Uno de los placeres mayores del rey, más grande que el de reinar, es el de abrir los bargueños, y los secrétaires, y los baúles, y los armaritos, y mandar subir de los sótanos los legajos arrinconados.
            Este rey disfrutaba de ese placer con más encanto que sus antepasados, porque era un rey más inteligente que ellos. Cuando desliaba el lazo de los bramantes de oro que cerraban los paquetes de cartas, sentía una viva satisfacción. ¡Qué interesante novela! La historia, más viva que en los libros, se le iba apareciendo, ingenua como una novia que se ha carteado mucho con su novio.
            Este rey buscó en los más perdidos rincones y encontró los secretos más indecibles. Eso le enseñó, entre otras cosas, a repetir las mismas aventuras y a encontrar en el palacio las huellas de sus antepasados.
            Las tardes del otoño eran las que más dedicaba a aquella tarea.
            Una de esas tardes de otoño, en que en el ocaso parece que está la regia majestad bajo palio de brocado de oro, encontró la carta más inesperada y más comprometedora.
            El no era hijo de su padre. Aquella era la carta en que quedaba evidente su ilegitimidad.
            El rey la partió en pedacitos pequeños durante dos horas largas, quebrándose algunas uñas en el trabajo. Después quemó los pedacitos pequeños, y con las cenizas de la carta en el bolsillo hizo una excursión a sus palacios esparcidos por la nación, y asomándose al balcón principal de cada uno arrojó un poco de ceniza en cada bosque.
            Cuando el último poquitín fue lanzado al viento se volvió tranquilo al palacio de la corte.
            Tranquilo y creyendo haber evaporado la idea de su ilegitimidad, la rebelión, sin embargo, ganó su reino; una voraz rebelión que brotó en aquellas regiones en que él había aventado su carta.
            Y como un rey ilegítimo tuvo que huir y emigrar.
            Por entre los barrotes
 
 
            Así como los barrotes de la cárcel no tienen ese gesto de desesperación de la cabeza que intenta asomar por entre los barrotes, pues los que hay detrás de ellos son resignados, los de los manicomios tienen siempre un perfil humano como el hocico de un lobo en la jaula del parque.
            Gulusmea así, la nariz de las locas sobre todo, lo que pasa a lo lejos, lo que no volverán a ver, una fiesta de la que se dan cuenta completa gracias a su hiperestesia, un duelo lejano, y hasta gozan de esa gran retreta con faroles de papel que se celebra en Pekín a esa hora.
            Los ojos intentan salirse de las rejas para buscar lo que pasa en la esquina, lo que viene muy de lado junto a la pared en que se abren las ventanas del manicomio, y lo consiguen como ojos de langosta. No conviene acercarse a esas rejas de la locura, pues yo recordaré siempre la escena de aquella dama caritativa que acercándose mucho a una loca asomada a una reja le decía: “¡Pobrecita! ¡Pobrecita!”; a lo que contestó la loca echándole mano al sombrero y arrancándoselo unido al peluquín: “¡Toma pobrecita!… ¡Pobrecita!”.
            Pero el suceso más dramático e impresionante de una reja de loca lo he visto en el hotelito de las locas de pago, esas que son como máscaras provisionales de la locura. Incógnitas copartícipes en la mascarada de las locas, sufren el entredicho de locas hasta que paren su locura y se van. Muchas veces pasaba junto a ese hotelito blanco cuyas rejas son disimuladas rejas, todas con tipo de otra cosa, tipo modernista, tipo de adorno superfluo del balcón, de adorno para que no se caigan los niños.
            Últimamente, al pasar frente a él vi una cabeza de loca que se había logrado entremeter por entre los barrotes y que parecía sometida a un suplicio chino. Los cerrajeros tuvieron que ir y vencer con gran trabajo los hierros que la estrangulaban. No olvidaré aquella cabeza de loca parlante, desarticulada, de mirada despavorida, que se movía como la de una serpiente o un “matasuegras” mirando a un lado y otro del camino.
            La lámpara de basalto
 
 
            Sobre la cama roja, todo, colcha, almohadones y edredón rojos, lucía, pendiente como un florero de galería, una lámpara de basalto, a la que la luz hacía carnosa, veteada, venosa, cruda, como la carne que se revolvía bajo ella.
            ¡Cuántas veces habían mirado esa lámpara, en que parecía lucir un pedazo de la entraña de la tierra!
            Muchas veces se había columpiado su espíritu, había saltado como el pájaro en la taza de la fuente de mármol, en la taza de la lámpara. Era como un travesaño de la jaula íntima, para no estar siempre tendidos en tierra o en la cama; era otro término más.
            Un día murió ella, la pobrecita, la infeliz, la que no quería salir nunca de casa ni para ir a la vuelta de la esquina, y que, sin embargo, tuvo que irse muy lejos, al terreno solitario y removido y húmedo de las cruces…
            ¿Y su alma? Su alma se hospedó en el cuévano de basalto de la lámpara suspendida sobre la cama, y cuyo nido apenas tocaba la mano humana. El lo sospechó en la atención que le sugirió la lámpara cuando se acostó solo bajo su pesada morbidez. Ella estaba allí como otra luz, más amarillenta, como luz de lamparilla, en la especie de lámpara lamparillera que parecía la lámpara suspendida.
            — No limpie ni toque por encima de esa lámpara —dijo a la doncella.
            Y después de acostarse se quedaba las horas muertas boca arriba, mirando la lámpara, que era como el seno del espíritu de ella, pues indudablemente ella encontró muy fácil disimularse allí y dar el saltito al exhalar el último suspiro en aquel mismo lecho.
            Como trapecista que trabajase en lo más alto del circo, así aquella alma vestida con mallot inconsútil trabajaba en lo alto de la lámpara.
            El cartel de la Providencia
 
 
            La catástrofe fue terrible. Todo se derrumbó con estrépito inaudito, y sólo se salvaron los que en el centro de las grandes plazas esperaban un tranvía o un amigo, porque hasta ese centro no llegaron los remates de los edificios al proyectarse sobre tierra. ¡Que nos coja así, en el centro de las grandes plazas o en las afueras, la hora de los derrumbamientos!
            Entre los que se salvaron del gran cataclismo estaba el observador que casi siempre suele estacionarse en las plataformas aisladas. El observador sostenía que si todos hubiesen sido observadores, todos se habrían salvado, porque en la víspera apareció en todas las paredes uno de esos carteles en letras grandes que parecen el preámbulo de un anuncio. Aquel cartel decía:
            HOY…
 
 
            Indudablemente aquel anuncio no anunciaba ningún estreno, sino el trágico cataclismo. Pegado por el alba, entre la confusión de colores de los carteles, nadie cayó en lo que era.
            Aquella mujer
 
 
            Según el deseo del emperador llamado
            Antepasado-Secular, esta variedad
            era de ese matiz azul de los claros
            del cielo que aparecen después de las
            lluvias entre las desgarraduras de las
            nubes; también eran llamadas
            Porcelanas Selectas —porcelanas de Tchar.
            —El hombre más perverso no habría osado romperlas.
            (LAFCADIO HEARN. —Fantasmas de la China).
 
            En el centro de la sala no había mas que una mesita, y en esa mesita un jarrón. Todos los que se ponían a mirar el decorado de la sala después de mirarse bien en los espejos, aprovechando la ocasión para ver si sus encías estaban o no descoloridas, paraban mientes por fin, como posándose en la mejor flor del decorado, en el jarrón magnífico, de una familia rosa desaparecida. No era muy grande; pero mostraba él solo la carnosidad y la vida que hay en las cosas. Se respetaba a los muebles y a la materia de todos los objetos por el ejemplo de espiritualidad y delicadeza que aquello era.
            Cuando, después de cenar, el matrimonio —Adelaida y Luis— se reunían en la salita, sus miradas coincidían en el jarrón rosa.
            Adelaida, impaciente, rompía aquella fría estancia en la sala y llevaba a su marido hacia habitaciones más íntimas. Sólo los días de enfado o de escándalo conyugal, tan frecuentes en su vida, se reunían más tiempo en la sala.
            Muchas veces peligraba en esas refriegas el jarrón rosa. Ella era la mujer que sabe tirar las cosas. No se las tiraba a él, no quería matarle, pero se las tiraba al lado, como disparo que se tira intencionadamente al aire, aunque un poco ceñido al que se quiere asustar. Había roto ya varias pantallas, dos tinteros, siendo su especialidad la de sacrificar la vajilla tirando del mantel con todo lo que tenía encima.
            Una noche en que parecía más grave la separación, la división de los dos que había ocasionado la disputa, Adelaida, para señalar bien la fecha y para llenar con una catástrofe verdadera el abismo del disgusto, sacrificó el jarrón rosa de una progenie tan magnífica como la de las porcelanas selectas que “el hombre más perverso no habría osado romper”. El hombre más perverso, sí, bien pensado, pero ¿y la mujer? La mujer, sin ser la más perversa, aun siendo la más inocente, es capaz de romper la más pura de las porcelanas en la hora definitiva. Eso rompe la farsa dolorosa del enfado y enseña más prudencia a la crueldad caprichosa del marido…
            El romper a tiempo lo más precioso de una vitrina o de un aparador, evita un divorcio.
 
            El robo de los plomos
 
 
            Por el lado de las escaleras interiores, en el patio triste, que era como el reverso de la casa, habia un espectáculo más deplorable que ninguno: el de las grandes pesas del ascensor, su dije, su colgante, algo tan feo como los plomos de los trajes de las señoras, como los cubos del agua del lavabo vistos por dentro, sin su tapa con cierre inodoro.
            Al pobre vecino del patio interior le irritaba esa fealdad del mecanismo ascendente, esa revelación del feo secreto del ascensor.
            En vista de eso, y como para hacer purgar al edificio aquella falta de decoro, que ponía las vergüenzas al aire en aquel lado de la casa, robó un día los plomos, dejando las grandes pesas al descubierto…
            A la mañana, cuando el primer inquilino dio al botón del ascensor para que bajase del último piso, donde lo dejó el último trasnochador, el ascensor se hundió como una exhalación y se rompió las asentaderas.
            El grito nocturno de la Casa de fieras
 
 
            En las casas de fieras, durante la noche, vibra un grito que no es de ningún animal en particular, sino algo así como el grito de la animalidad.
            Ese grito nocturno de la Casa de fieras, que no es ni de la hiena, ni del canguro, ni del elefante, ni del león, ni del chacal, no ha preocupado a los naturalistas, pero me preocupa a mí.
            El grito nocturno de la Casa de fieras es como el grito humano del perro al que le han pisado el rabo.
            Lo que hay indudablemente de reencarnado en el fondo de los animales es lo que sale a relucir en la noche de la Casa de fieras, y es lo que lanza ese grito de condenado, ese grito humanísimo, personalísimo, agudísimo.
            Yo escribiría en el cartel de una jaula vacía, de esas en las que queda el cartel pero no la fiera, algo así como:
            PANTERA MANCHADA
            (Penterus javanensis)
 
            (JAVA)
            Reencarnación desconocida.
            Lanza en la noche el grito
            humano.
 
            Las abejas
 
 
            Exquisita es la miel, pero es uno de los más terribles abusos de los hombres. La hiel humana se solaza con la miel abejil.
            La miel es un robo, y un robo de los más viles… ¡Ah, pero de algún modo pagan su culpa los humanos: la pagan manchándose los dedos con la miel que roban, untándose con ella como los pájaros con la liga, sufriendo el penoso embadurneo con la miel de inextirpable dulzarronería manual!
            La miel es la fortuna aurífera de las abejas, su stock de oro, su fortuna de avaras. El gran edificio del panal es como un Banco, como una especie de “Previsión del porvenir”, segura y auténtica.
            — Cuando seamos viejas —se dicen las abejas— tendremos una peseta diaria de miel.
            Pero año tras año, siglo tras siglo, les roban sus ahorros, y después se los comen los hombres, solazándose mucho en el chorreo de la miel en el plato, después de haber liado a la cucharilla toda la miel posible y haberla convertido en la verdadera cucharilla de oro. Los poetas floridos que riman la mariposa con la rosa deben su inspiración a la miel; es que beben miel, ardiente y embriagadora como un mosto preparado con toda clase de pólenes amarillos.
            Por fin las abejas se enterarán, lograrán dejar escrito en alguna parte el vilipendio de que son objeto año tras año, para que lo lea la próxima generación, cuando se congregue en el árbol, como un dolor de cabeza del árbol, todo el enjambre, convertido en una cosa negra y espesa y febril.
            Por fin llegará la temporada en que la miel causará numerosas defunciones, pues habrá sido envenenada previamente por las propias abejas, recogiendo sólo el polen amarillo de las flores venenosas y la pelusa mohosa de los hongos venenosos y de las setas malditas, llegando a ser la mortandad de un 80 por 100.
            El hijo que yo hubiera tenido
 
 
            Yo no había tenido ningún hijo, y me salió al encuentro el hijo que yo hubiera tenido si yo hubiera tenido un hijo.
            — Papá, yo hubiera sido tu hijo, el hijo que tu hubieras tenido, el hijo que te correspondía —me dijo aquel joven adolescente cuando salí a las afueras de la vida y entré en una especie de alcoba inmensa, algo así como una alcoba de hospital, sin ventanas, y, sin embargo, iluminada por una lívida luz de domingo perpetuo.
            Miré a aquel que hubiera sido mi hijo y le dije:
            — Me alegro mucho de haberte conocido, hijo mío, es decir, hijo mío que no eres mi hijo… Tenía cierta curiosidad por conocerte… ¡Conque tú! ¡Caramba, caramba!… ¡Lo que le hubiera reservado a uno la vida de ser de otra manera!
            — He esperado en vano, papá —me dijo el pálido adolescente, pálido como no puede llegarlo a estar ni un muerto.
            — ¡Qué vamos a hacerle, hijo mío! ¡Si yo hubiera sabido que eras tú!… Pero figúrate que me sale uno de esos hijos idiotas, que no piensan en nada, que maltratan a sus padres, y en los que lo que es más doloroso contemplar es la insana ambición de doblegar al mundo que tienen… No serán nunca unos tiranos, serán el proletariado más arruinado de la vida; pero su padre debería estrellarlos, por tener tan innoble e injustificado orgullo…
            — Yo ya ves que no hubiera sido así; yo hubiera sido sensato, sencillo, digno de ti…
            — Ahora lo veo… Pero ¿cómo me lo iba a suponer? Si yo lo hubiera sabido, te hubiera buscado madre… Pero todas las posibilidades son de que le salga a uno un hijo antipático o cinco escuerzos de espíritu cursi y ruin.
            — O un padre antipático —me interrumpió él.
            — Sí, tienes razón… Pero yo no hubiera sido un padre malo, yo no hubiera tenido favoritismos, porque no hay cosa que justifique tanto el odio del hijo como el favoritismo entre los hijos. Yo hubiera sido uno de los pocos padres equitativos y capaces de sentirse hijos de sus hijos.
            Mi hijo, es decir, el hijo que yo hubiera tenido de haber tenido un hijo, me contestó:
            — Ya lo sé, papá.
            Y haciendo una pausa sacó de su bolsillo una serie de cartas, y me dijo:
            — Mira las cartas que yo te hubiera escrito.
            Ese rasgo tan de presidiario, que hubiera entretenido las horas de su prisión escribiéndome a mí, me conmovió más que nada en mi hijo posible, y le vi inclinado sobre el pupitre de la nada matando la nostalgia que sentía de su padre, escribiéndole las cartas que le hubiera escrito en las ausencias que le habrían separado de mí en la vida. La caligrafía de esas cartas era débil, como escritas con tinta blanca, pero su letra era una bella letra inglesa, y el estilo de la que elegí entre todas, sincero, lleno de recuerdos, de ternura, de soledad…
            Yo ya estaba impaciente, acongojado, sin saber qué decir ni cómo disculparme, y dando unos golpecitos en el hombro al hijo que yo hubiera tenido, le dije:
            — Bueno, hijo mío, me alegro mucho de haberte conocido…
            Y salí de aquella gran sala como la de un hospital, sin ventanas a ningún lado, y, sin embargo, con luz lívida de domingo eterno, fluorescente en su estuco de alcoba.
            La casa del pescador de peroles
 
 
            Para comenzar a comprenderla hay que dar una vuelta a la casa del pescador de peroles.
            Es una casa pobretona, pero de ladrillo. Su puerta se abre como una ventana y como una puerta, en dos mitades, superior e inferior, para que no se escapen los gatos, y el hueco superior está tapado por la cortina roja que cierra por dentro la puerta. No se privan de nada sus moradores.
            No es gente a la que importe el mundo; así es que por las rendijas de la cortina no fisgan la calle. En otras provincias, de todas las casillas asoman cabezas mironas. Aquí, hasta puede estar sentado fuera el morador leyendo un libro y no levantar la vista sobre el que pasa, aun cuando es una rareza que pase alguien por la calle.
            Son fiera y sepulcralmente independientes estas casillas de las afueras de Madrid. Su propietario es propietario por ocupación de la casa, y, por lo tanto, es creador de su propiedad, que no procede de herencias ni compraventa. Es propietario como lo pudo ser el Creador cuando se le ocurrió la idea del mundo y la realizó.
            A veces, un guardia municipal, que lleva cuidadosamente unos papeles en la mano, llama a la puerta de la casilla, y nadie responde. Está abierta, puede levantar la falleba; pero no se atreve, y yo le he visto marcharse resignado, porque sabe que cuando una de estas casas se hace la sorda no se le podrá hacer oír nada, de ninguna manera.
            La casilla del pescador de peroles, ¿en qué se diferencia de todas las otras? El pescador de peroles tiene a ambos lados de la puerta de la casa, hacinados y revueltos, peroles azules, blancos, roñosos, morados, orinientos, un montón de peroles aplastados, abollados, agujereados, desmaltados, reteniéndolos quietos, prendidos en las afueras de la casa, gracias a unas redes de alambre que, clavadas en el suelo, evitan que se los lleve esa inquietud que hace correr a los peroles por los caminos, por los campos y por los estercoleros, como olisqueando aquellos guisos que ebullieron en su fondo.
            El pescador de peroles sale de vez en cuando a pescar peroles, y los deja orearse, curarse y sazonarse en esos fondos de alambrera. Sólo él sabe cómo los hará comestibles, y por eso no hay quien se los robe.
            Lo único que le da la profesión de pescador de peroles es ese stock de peroles, ese muestrario que retiene, como en un gallinero, a la puerta de su casa.
            La especialidad del pescador de peroles es maravillosa, y yo paso admirado por delante de su casilla porque, según me han contado, es difícil la pesca, pues para pescar peroles hay que saber dónde suelen coincidir, dónde hay verdaderos “bancos” de ellos, y, además, hay que lograr que el anzuelo les entre por el agujerito que tienen en su mango, y del que las cocineras los tienen colgados de un clavo en las cocinas.
            Esto ha pasado
 
 
            De pronto, los pobres mendicantes se encuentran con un restaurante o un café, a través de cuyo gran cristal, que por su tamaño es ya luna, ven comer o tomar chocolate o café con tres medias tostadas al burgués.
            No pueden entrar en el café, y, sin embargo, quizá obtendrían una limosna de ese tío que está tan orondo y tan repanchigado, tan ventrudo o tan ventripotente.
            Hay alguien al que apena ver ese rostro de hambriento ávido, que le daría una limosna si pudiese, y que sufre también el conflicto del obstáculo transparente. “Resulta inabordable”, piensa el pobre. “Resulto inalcanzable”, piensa el hombre caritativo.
            — ¡Y se ve tan bien! —piensa el pobre, reclinándose, sin acabarse de resignar a esa fría expectación, en el quicio de la ventana. Al fin se marcha, o porque se ha cansado de reflexionar o de acusar con la mirada, o porque la mano del burgués le ha espantado como a una mosca.
            Los niños pobres son más ávidos, más lentos y más torpes. No comprenden cómo no pueden traspasar el cristal, como el sollo en ese experimento que cuenta Moebius, y que consiste en meter en un acuarium, dividido verticalmente en dos partes, un sollo en una y una tenca en la otra, sucediendo que el sollo se echa sobre la tenca para devorarla en cuanto la ve al otro lado del cristal, y se rompe la mandíbula, y vuelve a la carga, y vuelve… hasta que cree que la defiende un poder superior, y entonces, aunque se quite el crista y pase a su lado, no la hace nada.
            Los niños lo intentan todo; miran ese terrón de más que queda sobre la mesa del café; piden, abren la boca, chupan el cristal de la ventana para derretirlo, y, al fin, después de mucho estar así, se van, y ya, aunque se levantase el cristal, no se atreverían a pedir.
            Es eterna esa historia de los peces hambrientos que se asoman al cristal del acuarium; pero pasó que una vez a un burgués, egoísta y fanfarrón, se le ocurrió reírse con sarcasmo de un pobre famélico, rubio, con tipo de panoja esmirriada, y entonces éste pasó la mano por el cristal sin romperlo ni mancharlo, y el burgués, sin la impunidad del cristal, intimidado y deslumbrado por el milagro sencillo y hecho con tanta limpieza, entregó al pobre, voluntariamente, su reloj de oro y su cadena, que pesaban juntos unos diez mil quilates.
            El hombre al que mató la avispa
 
 
            Acostumbraba a comer en su jardín, sobre todo porque él mismo alcanzaba su postre de los árboles con una alegría íntima de gorila, y después, en la hora de la siesta, esa hora llena de papas calientes de agosto, se dormía en su sillón de mimbre, apoyando la cabeza, echada hacia adelante, en la almohada de su papera. Así su nuca se atirantaba, aunque sin perder esa madura redondez, bajo la que parecía esconderse y estar preparado, igual que el monte que contiene un volcán posible, un ántrax definitivo.
            Realmente, su cogote era espléndido: uno de esos cogotes que el peluquero limpia cada dos días, esmerándose con la tijera y con la maquinilla del cero para dejarle limpio y depilado.
            Aquella tarde de la desgracia, una avispa revoloteaba sobre el cogote espléndido, y tomaba carrerilla y volvía sobre la nuca, y volvía a tomar carrerilla y volvía, hasta que se posó con furia, como una flechilla de las escopetas de aire comprimido, en la cruz de la vida, en esa menuda crucecita en la que nada, un alfiler o la cerda de un cepillo o el aguijón de una avispa matan de repente. (Además, contra la muerte hay que estar muy apercibido. A mí me dio un día tal punzada el corazón, que gracias a que me apercibí de que me quería matar no me mató).
            El burgués de la nuca florida cayó desplomado, muerto por el descabello a pulso que había ejecutado la avispa. (Ovación y oreja).
            La casa del concejal
 
 
            Este concejal imaginario tiene un hotelito entre la Guindalera, la Prosperidad, Madrid Moderno y el barrio de Doña Carlota. ¡Que lo entienda el que pueda!
            Está disimulado en ese intermedio que queda un poco vago. El edificio parece un edificio municipal y tiene amarilleces que justifican esa sospecha. Por lo menos, es un hijo de los edificios municipales.
            El jardín, desde lejos y a través de la verja monumental que le defiende, recuerda, sobre todo en las noches de gran iluminación, aquellos jardines del Buen Retiro, cuyas guirnaldas de bombas desaparecieron. Es un jardín con arbolitos de esos que se crían con biberón para los concejales, y hasta tiene alguno de esos árboles centenarios que figuran en los fondos de los pintores de Madrid.
            La puerta, con sus columnas de orden dórico a los lados, tiene una inscripción latina en el frontis. Está hecha con los restos de una de aquellas puertas de Madrid que desaparecieron. Debajo de la inscripción latina hay colocada una gran lápida de mármol, en la que se lee con letra gótica y dorada: «Asegurada de incendios». (Es la mejor lápida de esa clase y proviene de los derribos). A ambos lados de la puerta hay unos faroles como los que hay junto al Teatro Real o como los que custodian la puerta del Senado, faroles con algo de maceros. No se sabe por qué esos faroles dan una fúnebre distinción a la entrada del hotel del concejal.
            Después de tocar la gran campana se entra en el interior. Todo él está asfaltado, porque, como dice con confianza la señora del concejal a sus íntimos: “Está probado que el asfalto es lo más resistente y duradero”.
            Muchas cosas sorprenden en ese interior. En la sala, un antiguo reloj de torre da la hora; en muchas habitaciones hay bancos de los paseos, en piedra y madera; faroles del alumbrado público iluminan las habitaciones, y esas papeleras de hierro que el Ayuntamiento mandó colocar en la calle aparecen adosadas a las paredes del hotel.
            — ¡Ah! Pero ya verá usted el jardín… El jardín es el encanto de la casa —dice la concejala siempre que enseña el hotel.
            En efecto: el jardín es algo extraordinario. Tiene algo de necrópolis y de gran ruina. A un lado se eleva el monumento a los héroes de Esporciola, que se quitó de aquella plazuela; la gran fuente de los cachalotes, que lanzaba el agua a trescientos metros de altura en el primitivo jardín del Príncipe, se destaca en el centro; grandes hombres en piedra y bronce; reyes que sobraron de los jardines y en los palacios, más otras fuentes, se elevan alrededor, y en el fondo se destaca el gran cenador monumental, que es la armazón de una antigua plaza de abastos.
            — Nuestra cama es un regalo del servicio de Pompas fúnebres agradecido, y es el aprovechamiento de la mejor de sus carrozas, convertida en cama de pavés —dice siempre el marido, que en invierno usa el fajín como la faja del hombre de faja.
            — Y el chocolate y los churros los hacemos en una antigua máquina de asfaltar. No se puede usted figurar qué continua y qué en su punto sale la masa —dice la señora.
            Así es el retiro para la vejez del buen concejal y de su señora, siempre con los papillotes cogidos, cuidando el jardín y limpiando los faroles como un farolero.
            La sombra de los focos
 
 
            Nadie notaba que aquella sombra que proyectaban los focos de aquel automóvil no era la de nadie. ¡Era tan difícil caer en eso! Tanto más cuanto que ya es extraña de por sí nuestra propia sombra siempre y cuando se refleja en las paredes, proyectada por los focos lunares de los automóviles.
            Sólo el dueño del automóvil sabía que siempre, aun no interponiéndose nadie entre sus focos y los lienzos de la pared o de la tapia a que alcanzaba su resplandor, siempre reproducían aquella sombra con sombrero flexible. Cuanto más blanca era la tapia que cogía por delante el automóvil más firme era la proyección.
            Aquel distinguido automovilista no hacía mucho había atropellado a alguien que tenía ese mismo tipo de silueta, y al que mató en lo alto de la noche sin ser visto, sin que nadie tomase su número y lo denunciase. Desde entonces, la sombra de aquel hombre, tranquila, quieta, correcta, con su sombrero flexible, siempre sale sobre las paredes que enfila el automóvil, como en la pantalla del cinematógrafo impresionado por la linterna chinesca.
            Ese cinismo, esa flema, ese empedernimiento del automovilista que “ha matado” le hizo mirar desafiador la sombra, y apresurando la marcha virar hacia calles o caminos al final de los que no hubiese ninguna sábana vertical en que proyectar aquel peatón recalcitrante.
            Pero un día no pudo más, y desesperado, temerario, suicida, dirigió el automóvil a toda velocidad contra la tapia en que se proyectaba el tío sombrío, y se disparó contra ella deseoso de pillarle, de darle, de despanzurrarle, estrellándose el automóvil y él, como un torpedo, contra la sombra impertérrita, como sobre una de esas siluetas de un caballero en pie que sirven de blanco en los tiros de pistola.
            Yo hubiera querido ser un objeto del Museo Arqueológico
 
 
            En mi deseo eficaz de perpetuidad, yo, que soy un escéptico, hubiera deseado ser un objeto del Museo Arqueológico.
            Ni un cuadro del Museo del Prado hubiera querido ser como ideal de perennidad. Se discute demasiado frente a los cuadros indiscutibles y se supone demasiado lo que se quiere, ante el rostro del retratado.
            Yo no, yo quiero ser un objeto del Museo Arqueológico. Mejor que nada, un diosecillo en hierro de la dominación romana. (Es imposible aspirar a ser una antigüedad egipcia. Eso sólo les está reservado a los dioses, pues ya todos esos objetos en barro cocido o de madera empastada y pintada, son dioses).
            En los museos arqueológicos no se discute. Se admite. Se soporta lo que se ve. No hay más remedio que aceptarlo. Se ve lo que es firme e intangible. Se tiene un gran cuidado con que no roben las cosas, y hay un momento en que los objetos se paran y ya no envejecen más en las vitrinas.
            Lo único que va a pasar sin deterioro y sin consunción y desaparición por el tiempo son los objetos arqueológicos.
            Sólo trepidaciones muy lejanas los despiertan, los hacen moverse, como embriagados por la sutil circulación de la vida en sus materias anquilosadas, pero permanentes.
            Si hubiera algún Dios a quien pedir esto con eficacia, yo le pediría ser un objeto cualquiera de los que se guardan en los museos arqueológicos, tan gratamente solos en las mañanas, tan lánguidamente solos en las tardes y tan estupendamente solos en la noche precoz, pues muy pronto los bedeles, impacientes por marcharse, comienzan a cerrar con estrépito las persianas.
            El gran latigazo eléctrico
 
 
            Bajo los cables de los tranvías presiento siempre el mismo peligro, porque hay pocas capitales que estén tan amenazadas por el hilo de cobre a gran voltaje como esta en que vivimos.
            Después que pasan los tranvías el gran cable de cobre se queda demasiado violentado, y moviéndose con los vaivenes de la cuerda, tirante o floja, cuando ha pasado el equilibrista. ¿Qué raro que algún día se desprenda un cable?
            Esa tirantez en que se mantiene tiránicamente el alambre, lleno de resabios, se volverá fuerte espiralismo cuando el cable salte desprendido. Será feroz el latigazo envolvente del cable arrancado a sus clavijas y rizado en tirabuzón, como las cuerdas de guitarra cuando saltan; seremos cogidos dentro de esa espiral de alambre, que nos fustigará como un látigo de cochero, y moriremos como destapados y dejados sin vida por un sacacorchos eléctrico. ¡Qué sencilla y qué lamentable una muerte así! Sólo nos compensará el que se necesita ser muy señalado y muy escogido de los dioses para que a éstos se les ocurra cimbrearnos en el cable con silbido de serpiente al desprenderse y realizar el acto de su rebeldía, la fina rebeldía de lo tirante. ¡Morir envuelto y liado en el cable de cobre!
            Suicidio
 
 
            Siempre estaba abriendo libros nuevos, como interminable guillotina…: ras y ras y ras y ras…
            Nunca acababa de abrir libros…: ras… ras… ras… ras… interminablemente.
            Su cortapapeles era fuerte y afilado, uno de esos cuchillos de campo cuyo puño es una pata de ciervo impregnada de su bondad nativa, en contraste con la crueldad de la hoja.
            Ras, ras, ras…: más libros.
            Ras, ras, ras…: más libros.
            Cansado de abrir tantos libros, y sin tiempo para leerlos todos, se mató con el cortapapeles.
            Yo vi matar a aquella mujer
 
 
            En la habitación iluminada de aquel piso vi matar a aquella mujer.
            El que la mató le dio veinte puñaladas, que la dejaron convertida en un palillero.
            Yo grité. Vinieron los guardias.
            Mandaron abrir la puerta en nombre de la ley, y nos abrió el mismo asesino, al que señalé a los guardias diciendo:
            — Este ha sido.
            Los guardias lo esposaron y entramos en la sala del crimen. La sala estaba vacía, sin una mancha de sangre siquiera.
            En la casa no había rastro de nada, y además no había tenido tiempo de ninguna ocultación esmerada.
            Ya me iba, cuando miré por último a la habitación del crimen, y vi en el pavimento del espejo del armario de luna que estaba la muerta tirada como en la fotografía de todos los sucesos, enseñando las ligas de recién casada con la muerte…
            — Vean ustedes —dije a los guardias—. Vean… El asesino la ha tirado al espejo, al trasmundo.
            El milagro
 
 
            Las catedrales están muy abandonadas por los fieles. El público prefiere las ermitas. Es ruin hasta en esto.
            Los pobres cristos de las catedrales ya no tienen gran fama de milagrosos.
            No hay tampoco ningún necesitado dueño de posada que invente la idea del milagro, desgastándose dando las voces que consagran cualquier milagrería.
            A las catedrales no va casi nadie, ni mujeres, ni hombres, ni perros, por lo que es inútil el perrero de catedral.
            Los perros sólo entran en las catedrales en las épocas de mayor religiosidad; cuando el fanatismo también les poseía.
            En esa enorme soledad de las catedrales —soledad de grandes grutas marinas— lo que hacen los fieles es andarse en las narices. Sibaríticos, flemáticos, sabiendo bien lo que se hacen, todos se andan en las narices, con intención, misticismo, reflexión, delectación y ensañamiento.
            En la gran catedral color de ocaso, la que parecía un picacho de la sierra, los santos habían llegado a estar desesperados, a no poderse contener, a ponerse atrozmente nerviosos ante ese espectáculo, y hace pocos días hubo un cristo que, desclavando su mano de la cruz, agarró a la sucia beata y le quitó la mano de la nariz, como se hace con los niños pequeños.
            La risa contagiosa
 
 
            La risa que se oye por las bocinas de los gramófonos es una risa ahogada, asmática, que me crispaba siempre. En todos los gramófonos hay ese disco lleno de espirales de risas. Yo siempre he huido de esas risas, que parece que destrozan el aparato de la risa al que ríe.
            — ¡Ja! ¡Ja-ja! ¡Jui! ¡Jui-jui-jui-jui! ¡Ja!
            Pero el otro día me paré en la calle de balcones abiertos en que todos reían, y tuve que reír. El gramófono había despertado la risa en todos: primero, en el hombre ingenuo que se ríe como un pulpo que se riese; después, en el que se ríe de ver reír al hombre desatado, y después, en el portero de la casa al sentir las risas constantes que salían por el balcón, y así sucesivamente hasta llegar a mí.
            No he visto nunca calle más graciosa que aquélla. Quizá por eso, porque los extremos se tocan y se parecen, se parecía aquella multitud de reidores que se retorcían desesperados a esas mismas gentes en la hora del terremoto y el pavor.
            Desgraciado en cepillos
 
 
            Así como hay el desgraciado en amores o el desgraciado en el juego, yo soy el desgraciado en cepillos.
            El desgraciado en amores se conoce que es desgraciado por cómo una novia antigua no le deja nunca, y el desgraciado en el juego se conoce, más que en el juego —porque ahí puede ser que sea la casualidad la que le sea adversa— en cómo cuando va a dar cuerda al reloj de pared, siempre pasa que, cuando se decide, el minutero tapa uno de los ojos de la cuerda, y el horario el otro; en cómo cuando va a coger el “Metro”, el “Metro” acaba de salir; y en cómo el día que va al Museo es el día de limpieza, etc., etc.
            El desgraciado en cepillos se conoce que es desgraciado en varios síntomas:
            Primero. Nunca encuentra su cepillo.
            Segundo. Tampoco encuentra el de los demás, hermanos, esposa, criada.
            Tercero. Si tiene perro, el perro toma su cepillo por un animal y lo persigue, lo muerde, lo destroza.
            Cuarto. Al llegar al extranjero, creyendo que llevaba el cepillo en la maleta, resulta que no lo lleva, y él, que sabe hablar bien la lengua de ese país en que ha caído, no sabe la palabra cepillo, ni la tiene su Manual de conversación, y tendrá que estar durante toda su estancia allí, con la caspa del viaje sobre los hombros, pesada como un saco.
            Quinto. Al limpiarse con los cepillos, éstos se le caerán de la mano.
            Sexto. Los cepillos se comerán su ropa y le quitarán todo el pelo; pero sus familiares le recriminarán encima diciéndole: “Es que no sabes cepillarte”.
            Séptimo. Todo el pelo del cepillo se ladeará, y si, para vencer dificultades y dominar su desgracia, se decide, por fin, a comprarse tres cepillos, para que no falten nunca en su camino, los tres estarán pasados y pelecharán con el último pelecheo.
            Casi todas estas cosas y algunas más me han ocurrido a mí, porque yo soy desgraciado en cepillos. Yo no podré tener un cepillo decente y ligero, uno de esos cepillos ideales, que son los que usan en las peluquerías de un modo servicialísimo e hidalgo.
            El desgraciado en cepillos, hasta cuando no le ocurre ninguna de estas cosas se pincha con las cerdas del cepillo y hasta se clava algunas, necesitando una difícil operación para devolverle a la normalidad, para desenconarle la espina,
            Mi estigma es éste.
            El robo de la maleta
 
 
            Siempre había temido eso; pero en alguien hay que confiar. Además, tenía número el mozo, el 85. Me repetí varias veces el número y el rostro del mozo. Mi creencia era que podría reconocerle.
            Todo el día estuve asomándome al balcón. Pero no se le veía por ningún lado.
            “Estos mozos se suelen emborrachar, y eso los aleja mucho de la casa a que van y les hace buscar el número al otro lado de los desmontes que cortan estas calles en las afueras”, me decía yo.
            En mi maleta no había casi nada de particular. ¿Qué puede valer todo junto? Nada apenas, y, sin embargo, sería espantosa la extorsión que me haría, la extorsión que a todo pobre hombre que ha ido coleccionando poco a poco, y siempre con dificultad, sus cosas y sus cosillas.
            Por de pronto, no me pude afeitar y tuve que ir a la peluquería, donde las manos escalofriantes de los barberos me tocaron como ya sólo me tocan las manos de los fotógrafos, y eso porque no me puedo hacer yo las fotografías a mí mismo.
            No perdí la esperanza en todo el día.
            — Pues verás; te traigo… —decía yo a los que les traía un regalo en la maleta; y después de ese preámbulo les hacía la descripción del regalo, porque quizá se tendrían que quedar sólo con la descripción.
            Esas cuartillas escritas en tardes y horas irreparables —yo me siento rico de todo menos de tiempo, desgraciadamente— ya no podrán ser vueltas a escribir, y si fuesen escritas de nuevo quitarían su tiempo a otras cuartillas más evolutas que uno querría producir.
            El libro de señas, ¡Ah, el libro de señas! Esa sí que sería desgracia.
            Mi ropa blanca. ¿No sería estúpido tener que volver otra vez a equiparme de camisas, de calzoncillos, de camisetas, de calcetines, de todo? ¡Como si me fuese a casar!
            Yo veía con claridad el sitio en que estaba cada cosa: el peine, los zapatos, ¡las zapatillas! Al acordarme de las zapatillas sentí particular ternura, porque me habían devuelto mi casa, la emoción de mi casa, cuando de vuelta en el hotel me las ponía con sosiego, quitándome los zapatos de hierro.
            El otro traje, el traje mejor, ¡desaparecido! Sería como si no hubiese vuelto aún, como si, por lo menos, durante un mes —mientras me hago otro, que no sé cómo podré pagar— no pudiese hacer ninguna visita.
            ¡Tan bien como coloqué todo! Unas cosas a un lado de la división de cartón forrado de tela blanca, y al otro lado, los libros, los papeles, los regalos, el jabón y el peine, el calzador, la otra pluma estilográfica, ¡la que escribe mejor! ¡La que en la colaboración de las dos plumas, como la de los dos Quinteros, es la que pone los rasgos más delicados y agudos! ¡La que yo solo sé cuánto vale en el trabajo de las dos!
            — No, no te la traen ya —me decía uno de los míos.
            — Sí, yo creo que ya la debes dar por perdida. Aunque quizá es posible que no haya entendido las señas que le diste… Quizá la ha dejado en otro sitio.
            A la noche me dirigí por fin a la estación. Iba decidido a hacer todas las pesquisas necesarias, a convertirme en el detective de mi maleta.
            ¿Quién me iba a decir a mí, con el asco de los trenes y de las estaciones que me había dado un viaje tan reciente, que iba a volver a la estación como para irme en un tren de la noche?
            — Señorito, ¿tiene algo que facturar? —me dijeron los mozos del camino, como con cierta sorna.
            La estación ya tenía el olvido de los trenes de la mañana. Un viajero de la mañana era un ser que todos habían olvidado y al que la estación no daba más beligerancia que a un viajero de la noche. Busqué, con la mirada en forma de linterna sorda, a los mozos de blusa suelta y sombrero con número. Buscaba el 85; entré en la estación. Nada. Ni el 85, ni el tipo de aquel mozo, tipo que divertía a mi memoria olvidar, como para ponerme rabioso —uno mismo es su propio enemigo—, olvidándole, en el momento en que era más perentoria su ayuda. ¡Maldita memoria! Por minutos borraba y se complacía en hacer dudosos y equívocos los rasgos de mi mozo. Tan pronto le ponía bigote como se lo quitaba.
            Por fin me dirigí a otros mozos y les pregunté por el 85.
            — No existe el 85; llegamos sólo hasta el 60…
            Les conté entonces lo que me había pasado. Todos se indignaron. Era monstruoso que un mozo con número hubiera hecho eso.
            Avisé a la policía. La policía me dijo: “¡Si siquiera fuese un baúl o un maletín! ¡Pero una maleta!”.
            Vi que no iban a buscar al ladrón de mi maleta; pero, volviese o no, perdería más dinero que yo, y por lo menos le arruinaría.
            Por eso voy todas las mañanas a la estación, como si fuese el comisionista de un hotel o como si esperase a alguien. Bajaré a esa estación todas las mañanas de mi vida, a esperar al que se ha llevado la maleta con las cosas que cuesta toda una vida volver a improvisar.
            Luz para los patios interiores
 
 
            Toda mi preocupación de inventor estriba en eso, en dar luz a los patios interiores.
            El día en que yo pueda gastarme unas pesetas en tener un taller y en comprar materiales, ese día inventaré un sol para los patios interiores.
            Cuando me asomaba al balcón del cuarto interior de un amigo, y recordaba en comparación el día que había dejado en la calle, me prometía, con más solemnidad que nunca, dotar de sol a los patios interiores.
            Pobres los que viven en los cuartos interiores. No saben lo amarilla que es la luz del Sol y se ven ramajes verdes y cantan los pájaros. En el cuarto interior todo da a un pasillo obscuro de paredes de un gris sucio y hay que dar a las tres de la tarde a las llaves de la luz.
            Esa teoría de la conservación de la luz del sol para iluminar las noches, que preocupa a algunos hombres de ciencia, es algo excesivo. Basta con dar luz a los cuartos interiores.
            Por medio de un gran espejo empinado en lo alto del tejado de los patios interiores, y dirigido hacia el Sol, yo lanzaría el sol hacia el fondo de esos patios para alegrar su vida. Esto sería sencillo y no muy costoso. Y sería seguro.
            Yo he sorprendido esa posibilidad viendo como alegra a todo el patio ese rayo de Sol que lanza su última ventana cuando su cristal, ladeado de cierta manera, recoge un destello y lo proyecta como un rayo verdadero.
            Dotemos de sol artificial a los patios interiores, y rescataremos las almas en pena que allí se pudren y tienen la cara llena de polvo y de obscuridad y en los ojos la telaraña de la miopía.
            El pésame
 
 
            Entramos en casa del viudo mirándonos la corbata por si aun era negra, temiendo que se nos hubiera desteñido o se nos hubiera olvidado.
            La antesala estaba más obscura con el luto y el espejo resultaba una esquela de defunción. Ya no estaría allí, desde luego, la que se había ido y, sin embargo, estaba en sus cuadros, en sus tapetitos, en su loro, en todo.
            — El señor está en el despacho —nos dijo la muchacha.
            Entramos. Estaba escribiendo. Parecía estar componiendo la elegía a la muerta.
            — Si le interrumpo me voy —le dije.
            — No. Estaba contestando un pésame… He escrito más de mil, y, sin embargo, eso me resulta muy difícil.
            Sobre la mesita de en medio de la habitación tenía su sombrero de copa todo cubierto por el crespón. Parecía un tarjetero.
            Dio la luz, y al verle no tuve más remedio que reírme.
            — ¡Conque tan desolado! —le dije sonriendo.
            — Sí, tan desolado.
            Nuevas visitas fueron entrando, y todos se sonreían al darle el pésame.
            Es que estaba graciosísimo con el tipo de viudo que le había salido. El cuello se le quedaba muy alto, como ahogándole en medio de la negrura. Tenía guantes, quería que le viésemos su disfraz de viudo. Sacaba de vez en cuando un pañuelo negro para limpiarse los bigotes y sacaba también muy a menudo un reloj para que viésemos que estaba empavonado en negro. Se había teñido de negro toda la cabellera. Por todos corrió una sonrisa en aquel pésame, el pésame de la broma y de la alegría.
            El disimulado Barba Azul
 
 
            En el despacho del hombre de la barba de tenor, la barba de cuando el tenor se maquilla para los papeles de mayor seducción varonil, esa barba puntiaguda, pretenciosa y falaz, que tan antipática es, todos eran libros simulados, grandes tomos de lomo tirante, bruñido, duro, con morbidez de talón de zapato nuevo.
            En aquel despacho no entraba nadie. Sólo él se paseaba por entre los libros de lomo grueso y burdo, en los que había pegadas etiquetas en las que sólo había escrito un nombre de mujer.
            Margarita Pares.
            Carlota Bernáldez.
            Carmen Román.
            Julia Bendaya.
            Patrocinio Ubierna.
            Paulina Seros, etc., etc.
            Entre esas cuatro librerías, que llegaban a la altura prudencial para poder coger todos los libros a mano, se pasaban sus horas de recordación, sus sobremesas peripatéticas, que duraban desde la primera comida a la última.
            Su barba cana, irremisiblemente cana, conservaba ya apenas las últimas manchas del último teñido. Se había dejado de teñir porque su barba teñida, en contraste con su rostro pálido y envejecido, daba a su fisonomía un tinte de esquela de defunción.
            Ya cansado, sin fuerzas para más, invertía su último interés en la vida en conservar su disimulo y en abrir de vez en cuando alguno de aquellos libros simulados y repasar historias que no había olvidado. Recordaba la vida de aquellas mujeres cuyo nombre aparecía en el lomo del libro, como novelas que hubiese repasado con mucha frecuencia y hubiera leído por primera vez con la luz de la mejor lámpara.
            Porque este hombre de la barba de tenor deslucido había sido el mayor Barba Azul del mundo e iba a morir impune por haberlo hecho muy bien: tenía las cenizas de los cadáveres, que había quemado en la cocina de su hotel, guardadas con aquellos librotes de lomo formidable y con las venas transversales muy hinchadas.
            Cada libro simulado de su biblioteca era un ataúd limpio y breve de una de aquellas amadas que mató.
            — Ante todo, la clasificación… No hay nada como una buena clasificación —solía decir en cualquier parte, a propósito de cualquier cosa, el Barba Azul de los libros simulados.
            La estucada
 
 
            En una cama del hospital de las estucadas, que sólo existe en París, se pasó Genoveva la temporada necesaria para que prendiese el estuco. Salió desconocida, más hermosa y más hipócrita que nunca.
            Miró al mundo al salir del hospital como la que va a apoderarse de él de nuevo. Pareció amenazarle con el gesto que hizo con su mano fina y ensortijada.
            Otra vez se encontró su primer enamorado con la mujer que conoció en su juventud, y rodó a sus pies como habiendo recibido un mazazo en la nuca. Despertó en sus brazos mecido por un sueño mucho más joven que él.
            — Enrique —le decía ella—, soy la misma, que vuelve a quererte.
            Enrique, ya encanecido, aunque era mucho más joven que ella cuando la conoció, ahora resultaba más viejo. Esa paradoja le sorbía el seso. Su fortuna la puso a nombre de ella para arrancársela a sus herederos legítimos.
            La estucada asistía con él a los palcos, desde los que se mira a la sala como si se mirase al fondo de un estanque en que se ahogan los de las butacas. Los brillantes lucían con más fuerza sobre su escote palidísimo, pero su sonrisa era la que no lucía ya. En la tirantez de su rostro Enrique notaba una extraña seriedad, que no perturbaba ningún espectáculo, por gracioso que fuese. Ante ese y otros síntomas comenzó a sospechar el antiguo enamorado, de amor renacido, lo que pudiese ser aquel gesto lleno de tirantez y en la noche se acercó al bello rostro de ella como si lo estudiase al microscopio.
            Notó que tenía la inflexibilidad de los rostros desmayados, en los que se atiranta la piel y la frente se estira como parche de tambor pegado al cráneo, redondeándose mucho y rizándose hacia atrás como nunca lo estuvo.
            No podía sospechar lo que había hecho aquella mujer; pero un día de gran crueldad, en que ella le recriminaba, la cogió de las muñecas y, llamándola mentirosa, le arrancó la careta del estuco.
            La escena fue de un trágico sin precedente, de un trágico superior al del mismo teatro griego.
            La pobre mujer, orgullosa y cruel con careta, sin ella se encontró horripilada, como si se desconociese y se supusiese, como si frente a ella se abriese un espejo clarividente.
            Nunca se ha visto un gesto tan desesperado. El huyó y dejó caer al suelo la careta de estuco, que se partió en pedazos.
            Al salir del banquete
 
 
            Los banquetes al mediodía dejan una tarde inutilizada, destartalada, en la que no se sabe qué hacer.
            No había tenido más remedio que ir a aquel homenaje, que además había estado bien; ¡pero qué tontísima era la tarde, a la que había ido a parar más vestido y retocado que de costumbre y con la sangre más mezclada con vino que las demás tardes!
            Siempre recordaba esos días de banquete por la tarde como grandes jueves de colegial mayorcito, pero aun con algo de pavo en el espíritu…
            Por lo menos, me aparto de los amigos después de esos banquetes, porque con amigos encima, resulta mucho más desacertada y llena de despropósitos la tarde. Yo solo, emprendo cualquier camino y voy de nuevo acordándome, armonizándome conmigo mismo, logrando al fin afinar el espíritu, desafinado.
            Esta tarde me sentía muy otro que otras tardes de banquete, y me dirigí hacia la calle de los escaparates, por el contrario de otras tardes de banquete, que tiraba hacia los jardines para saciarme mirando las hojas de los falsos plátanos y de los castaños de Indias.
            Miré despectivamente un escaparate de antigüedades, y me sorprendió pensar una cosa tan estúpida como que “eran un asco las antigüedades”.
            Seguí la calle, y me paré con admiración ante un escaparate de objetos de Eibar… ¡Qué raro que yo admire tanto los objetos de Eibar! ¿Es que estaré borracho?
            No, borracho no estaba. Veía con claridad la luz y las gentes y la perspectiva de la calle.
            — “Es usted monísima…, pero que monísima” —dije de pronto a una muchacha de esas que son como todas las muchachas y por las que nunca sentí curiosidad. ¡Qué raro ese piropo estúpido en mí!
            Seguí andando, y me paré con arrobo ante un escaparate de flores artificiales…
            — ¡Cómo imitan la naturaleza estos artistas!… ¡A lo que han llegado ya en la imitación de la rosa!… ¡Qué bonitas harían esas flores encima de mi mesa!…
            Como si yo mismo me hubiese dado un tirón del brazo, llegándome a hacerme daño con un pellizco, así me arranqué a ese escaparate. ¿Pero es que me he vuelto idiota?
            Seguí mi camino. Intentaba mi pensamiento, al mirar las nubes, hacer una poesía.
            “Las nubes, con su gran fantasía, imitan al dragón y al cocodrilo”.
            Yo quería borrar en mi pensamiento ese anodino deseo de hacer unos versos sobre las formas que toman las nubes, pero no podía.
            “¡Pero a estas alturas con eso!”, me decía yo, queriéndome avergonzar y disuadir.
            ¡Qué imaginación tengo yo esta tarde! —volvía a pensar, después de una pausa—. Tengo que escribir una novela en la que intervendrá una niña provinciana, y el diablo…
            “¡Pero Ramón!”, me volví a reprender a mí mismo, sintiendo una náusea. “¿Será el nervio gástrico, que se me ha irritado y pone en comunicación exaltada con mi cabeza la mezquina inspiración del vientre abyecto?” —me dije…
            Otra vez hice una pausa en mis pensamientos chabacanos y tópicos, entreteniéndome en mirar los tejados.
            Mirando a lo alto vi a una joven asomada y en seguida me puse a pasearle la calle.
            Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo me di un empellón para obligarme a continuar el camino.
            “¡Pero yo convertido en ese hombre tan obcecado, de cabeza de hierro, que es el que pasea cualquier calle a cualquier muchacha! Yo, a esta hora, en la calle más concurrida, paseando como un silbante a una muchacha desconocida”.
            Seguí mi camino, y me paré ante una librería. Allí mi imaginación se puso a descansar en los libros de los otros…
            “Qué bien escribe ese novelista mundano y exquisito, siempre con su bastón de nácar”.
            “Qué bellos versos los de ese poeta de la Academia”:
            La bandera arrebolada
            “Qué bien está ese…”.
            Ya no pude más, y no me dejé concluir el pensamiento, empujando yo mismo la cabeza contra el cristal del escaparate, como queriendo hacerla añicos…
            ¡Miserable de mí! ¡Traidor de mí mismo! ¡Me era odioso por haber podido incurrir en esas admiraciones!
            ¿Pero estaría malo? ¿Qué pasaba en mí? No sentía el dolor de cabeza pertinaz y propio de las indigestiones; pero entré en la farmacia a comprar un sello de aspirina y me metí en un café a tomar un te y a echar la cabeza hacía atrás en el diván y adormecer mi pensamiento, el pensamiento de un cerebro degradado. Busqué una rinconada de los divanes, y quitándome el sombrero me eché como en un rincón del tren al que se ha llegado rendido, creyendo que se llegaba tarde.
            Inmediatamente me sentí aliviado, y no por el reposo, sino porque mi cabeza se había refrescado nada más que con quitarme el sombrero.
            Y al pensar en el sombrero con cierta rabia, lo miré, y al mirarlo noté que… no era mío.
            Lo volví y me asomé a sus adentros buscando sus iniciales.
            Ya estaba explicado todo…
            No había mas que ver las iniciales para saber de quién era. (Bastaría transcribir las iniciales para que todo el mundo lo comprendiese; pero soy generoso y me las callo, aunque sería lo bastante valiente para decirlas o, en último caso, podría vengarme poniendo las de R. C. A., o las de R. L. de la V., pero no, no).
            ¡Ese había sido todo el trastrueque de mis ideas durante todo mi paseo de la tarde y por eso había sido grotesco, cursi, anodino, chabacano, y, sobre todo, había admirado frente al escaparate de la librería a las glorias académicas, convencionales, llenas de latiguillos!…
            Sin temor a costiparme salí del café sin sombrero, como un higienista recalcitrante, y aquella misma noche se lo envié a su dueño.
            La ley de herencia
 
 
            Todos estaban preocupados con la dentición del niño. ¡Eran tantos dientes los que tenía que echar!
            Habían comprado el mejor libro sobre la dentición y se habían quedado turulatos. “¡No es posible que un niño eche tantos dientes!”, se decían unos a otros, como si ellos mismos no hubiesen pasado por el mismo trance.
            — A mí es a quien más me han costado los dientes —decía el padre sonriendo y enseñando su dentadura de oro, la dentadura que era su vanidad y que enseñaba en los teatros con terrible descaro, riéndose hasta en los dramas para que se la viesen.
            — Mire usted, señora —decía su madre a cada nueva visita, enseñándole el libro recién traducido, señalando el esquema de la dentición:
              
 
            La dentición del niño se presentaba terrible, calenturienta, como si se anunciase una tormenta tremenda en el fondo del niño. Para aminorar los dolores su madre le frotó las encías con jarabe de azafrán y con una mezcla de miel y cloruro de sodio. Nada. Se veía que le dolían tremendamente las encías y que sólo podía compararse su dolor al que sufriría la tierra si le doliese un anfiteatro romano.
            Al tercer día de un llanto interminable salió la primera punta de los dientes, y ¡cuál no sería la sorpresa de todos cuando se vio que era un diente de oro el que apuntaba!
            Se llamó al dentista, que se quedó asombrado, y, “por de pronto —dijo—, hay que esperar”.
            Al poco tiempo le había salido toda una dentadura de oro, pues que están lo bastante aclimatadas en la vida ya, lo bastante inducidas en ella: que la ley de herencia ha podido producirse también en eso.
            — Enseña tus dientes, Juanito —decía la madre, y Juanito enseñaba sus dientes de oro, de un oro juvenil que daba luz a su boca.
            — ¡Es prodigioso, es prodigioso! —decían los papas y las mamas de los otros niños, muertos de envidia.
            El anuncio de la Bolsa
 
 
            Todas las tardes el encargado de escribir el resultado de la Bolsa cogía su escalera y un tarro de pintura blanca, con un largo pincel, y escribía en la pizarra de cristal el estado de los valores.
            El especulador sobre los especuladores vio al pasar que sería un sistema de hacer fortuna el comprar a aquel hombre que escribía los números.
            Todas las tardes veía parado al rico Fostier, que era el que tenía mayor fortuna en acciones. Con que el pintor equivocase un número, él, distraídamente, se acercaría al gran accionista y le propondría la compra de los valores que inusitadamente habían bajado. Primero encontró gran resistencia en el hombre del pincel maravilloso para hacer números, letras y rayitas.
            — Veinte mil pesetas por un treinta y seis en vez de un cincuenta y seis en las minas de Aguado…
            Ante esa propuesta, el hombre se convenció.
            Y al día siguiente, a esa hora de la tarde en que se pone antes que el de la naturaleza el sol de oro de la Bolsa, apareció en el umbral del Banco el pendolista de las pizarras, y subiéndose a la escalera de mano comenzó a escribir el menú del día:
            Azucarera… 80
            — Hoy está dulcísima —dijo el especulador de los especuladores al oído de don Damián, con los lentes ya puestos, como mirando con avidez la salida de los premios mayores y menores…
            Unión de Explosivos… 200,000
            — Hoy están más cargados los explosivos que otros días —insistió el ladino especulador al oído de don Damián, para darle confianza cuando llegase la hora.
            Minas de Aguado… 36
            A don Damián se le cayeron los lentes.
            — Yo tengo confianza en ellas, sin embargo —dijo el capigorrón.
            — Yo no —dijo don Damián.
            — Pues entonces, ahora mismo vamos a su casa y le compro mil acciones —insistió el farfullero…
            Don Damián, que era hombre de experiencia y que sabía que cuando se iniciaba una baja así es que habían descubierto que la mina estaba vacía, dijo: “Vamos”.
            Y ya en su casa abrió su caja de caudales, sacó sus cien acciones en aquellos grandes papeles en que copiosamente se reproducía lo de “minas de Aguado”, “minas de Aguado”, “minas de Aguado”, etceterísima, etceterísima, y recibió un cheque del especulador.
            ¡Magnífico negocio!
            ¿Pero y mañana la protesta?
            Entonces el especulador, a las cuatro de la mañana, disfrazado de pegacarteles, borró el 3 e hizo un 5 confuso, para que pudiese ser discutible la cifra al día siguiente, sin comprometer al pendolista.
            El mirador
 
 
            Era aquel mirador un verdadero coche estufa para los ancianos. Vieja tras vieja se mudaban a aquella casa, y vieja tras vieja se iban muriendo en aquel cuarto del mirador.
            Era un mirador de primer piso, un poco ladeado, un poco vencido hacia el lado derecho.
            Se le sentía lleno de ancianidad, denso de muerte, lleno de despedida.
            Al asomarse a él se veía el mundo a través de unos cristales tristes, cristales de lágrimas, los cristales de las heladas de invierno, cristales que alejaban muchísimo del mundo.
            No se sentía ruido dentro del mirador. Se volvía sordo el que entraba.
            Encima colgaba del mirador un pensil, una de esas macetas colgadas de tres cadenas como los incensarios, y de la que salía la más triste de las enredaderas colgantes.
            Yo veía que se repetía el caso demasiado, y a toda la calle le daba tristeza de cristal de hornacina aquel mirador en el que se rompía el ocaso en lágrimas de espejo, en destellos que herían nuestros ojos con más dolor que los espejitos que sacan al balcón los niños malditos para cegar al que pasa.
            Algún día que lo vi con papeles se me ocurrió ir disuadiendo a los que subían a alquilarle. Era un pecado no salir al paso de esa anciana que se asomaba a él para tener idea de la calle en que iba a vivir, y que me miraba dos o tres veces como al vecino de enfrente, con el cual se va a tener el parentesco de la vecindad.
            Ya llegó un momento en que la evidencia de que aquel mirador era la muerte de los ancianos que caían en él como en una trampa había llegado a impresionar a todos los habitantes de la calle. Estaba la vecindad exaltada y furibunda.
            Entonces compré un pliego de papel muy grande e hice una solicitud al casero en nombre de toda la calle para que quitase aquel mirador. De puerta en puerta fui recabando la firma, y después entregué al casero nuestra propuesta.
            El casero se me quedó mirando con recelo; pero pronto se dio cuenta de que corría el peligro de no volver a alquilar el piso. Prometió quitar el mirador, y a los pocos días se montó el andamiaje del apeo del mirador.
            — Que lo entierren —gritaba mi corazón.
            Ya lo bajaban, cuando se mató un obrero.
            Fue la última víctima del mirador, de la gran caja fúnebre de cristal, de la capilla en que vimos coser, sólo unos cuantos días cada una, a numerosas ancianas que creían haber encontrado la pecera llena de sol de invierno en que se alargaría su vida.
            Los marinos amigos
 
 
            Si tenemos un amigo en el mar hay que tenerle propicio. No hay peor enemigo que un marino enemistado con nosotros.
            Desde esa soledad del mar en que se interna, puede enviar la muerte. Parece que está más cerca de las deidades que pueden mantener la vida o acabar con ella.
            El marino que alguna vez sorprende la infidelidad de su mujer no la mata en el acto. No se conoce ningún caso de éstos. Espera a estar lejos, entre las olas, donde la vida oye mejor lo que se le pide, y desde allí enviar la muerte a uno de los adúlteros o a los dos.
            No seáis nunca enemigos de un marino, porque hará lo que se llama “la novena del mar” en contra vuestra y caeréis la última noche de su novena.
            Yo tengo un amigo marino al que no contradigo, y al que cuando da por acabada la visita le doy en propia mano el curvo sable —de la admirable casta, casi extinguida, de los sables curvos— que al entrar suele dejar en el perchero. Somos sinceramente buenos amigos, pero aun así procuro esmerarme en el trato con él.
            De él me viene la más firme comprobación de esta ley del marino que he sospechado.
            Teníamos un amigo común, desleal, antipático, abominable, que le faltó a la consideración y consiguió que se fuese rabioso al mar. Cuando le fui a despedir noté que recordaba y parecía repetirse la desagradable escena de la discusión estúpida e inaguantable. En el barco se iba a estar repitiendo la escena brusca, difícil, irritante, en que siempre vería al otro, incomprensivo, soez, con su tipo de hombre de sangre blanca.
            Hubiera querido disuadirle y decirle que tampoco era para tanto. El tren partió.
            Desde aquel día estuve preocupado. El amigo de sangre blanca vino a verme: “Yo no hubiera querido disgustarle tanto” —me dijo, y seguimos conviviendo, recordando al ausente.
            Yo veía cómo iba consumiéndole el lejano deseo del marino, a solas con el mar lleno de los dioses irritables de la venganza, del castigo, de la muerte.
            En el Casino le veía tornarse viejo por momentos y desfigurarse noche tras noche hundido en un sillón.
            “El marino piensa en él” —me decía al verle.
            Hasta que por fin vi cómo caía su cabeza sobre una revista abierta de par en par en la mesa de la sala de lectura y se quedaba muerto de repente, probablemente porque aquélla era la fecha final en que se había acabado “la novena del marino”.
            El testamento
 
 
            — Ya no puede hablar, y, sin embargo, es necesario que revoque su testamento —dijo el mayor de sus sobrinos, el que tenía en la barba negra las hebras blancas de la maldad premeditada, de la sensualidad aviesa.
            Todos los sobrinos, todos, con terribles barbas negras, se reunieron en el cuarto de plancha de la casa, y trataron allí del caso.
            — Basta de discusiones y a tomar una resolución para modificar el testamento —dijo el de la barba con hebras de plata—. ¿Qué ventrílocuo actúa en estos momentos en los teatros?…
            — No lo sé —contestó el más tonto.
            — Pronto, un periódico —dijo el de la barba canosa, y en seguida le trajeron tres periódicos.
            Buscó la sección de espectáculos.
            — Como siempre —dijo impaciente—, no se encuentra… Si pudiese haber días sin espectáculos, diríamos siempre tirando el periódico: “Hoy no hay espectáculos”.
            Daba vueltas al periódico.
            — ¿Queréis buscar en los otros? —dijo a sus otros primos, y continuó:
            — En los periódicos no se encuentran mas que las esquelas de defunción… Mañana encontraremos la de la tía, y si no modificamos el testamento, lo de “sus desconsolados sobrinos” tendrá el más terrible de los significados. Tengo que convencer a peso de oro al ventrílocuo para que nos ayude a variar el testamento… ¡El solo puede hacer que hable la vieja a nuestro favor!
            — En el Teatro Nuevo trabaja Edmanuel, el ventrílocuo que me hace a mí más gracia —dijo el más tonto, el de nariz de ventanas muy abiertas.
            — Bueno, pues voy a buscarle —dijo el de la barba canosa—, y vosotros buscad un notario, al más serio de todos, a don Sabas… urgentemente para renovar un testamento…
            El cuarto de la plancha quedó vacío y con la luz encendida.
            Hubo un rato de tregua en la casa.
            Al poco rato sonó el timbre. El sobrino de la barba canosa había logrado convencer al ventrílocuo y entraba con él. Lo llevó directamente a la alcoba de la moribunda y lo colocó en un rincón disimulado. “Que se proyecten bien las palabras en su boca… Va usted a realizar el trabajo más complicado de su vida” —le dijo al oído.
            Poco después llamó el notario de barbas mesiánicas. Le pusieron la mesita al lado de la cama, y, como siempre, el cuadro del testamento era el de Isabel la Católica por Rosales.
            La mujer de ojos entornados parecía hablar, porque al oír que otra voz se mezclaba al silencio de su boca quería ella desmentirla y eso le hacía remover los labios. Tan bien lo hacía el ventrílocuo, que parecía realmente dictar con voz agónica el testamento en favor de sus sobrinos, los de las barbas negras.
            El ventrílocuo ni siquiera movía los enormes bigotes que tapaban el agujero de su boca, por donde de vez en cuando tomaba aire el órgano de su estómago. El ombligo hablaba bien.
            La moribunda, ante tan extraña farsa, hizo un esfuerzo supremo y miró al ventrílocuo, porque ella sentía como un soplo que la guió hacia el sitio de donde la insuflaban las palabras. El ventrílocuo guardó un momento silencio, impresionado por aquella mirada.
            Entonces la moribunda intentó incorporarse, agarrándose a los columpios del aire, y después se cayó hacia atrás muerta. El testamento estaba variado. El más tonto de los sobrinos dio la mano al ventrílocuo con alegría. El sobrino de la barba canosa, para distraer al notario, lanzó un grito de dolor que hizo que todos volviesen hacia él la cabeza.
            El mismo ventrílocuo, para deshacer la torpeza del sobrino tonto, imitó su voz y dijo, como si saliese de los labios del sobrino y se dirigiesen a él sus palabras: “La mano, mi querido amigo, como consuelo a lo irreparable”.
            El vagón de los sobraderos
 
 
            Todos iban haciendo que viajaban hacia algún sitio, muy serios, como deseando llegar a alguna parte…
            Pero poco a poco se fueron confiando unos a otros la verdad.
            — Yo voy al pueblo de Segor porque me sobran kilómetros del kilométrico y cumple dentro de veinte días…
            — Pues yo, por lo mismo, voy a la ciudad de Aldenza —dijo el otro.
            — Pues no se rían ustedes —dijo el tercero—. A mí me pasa igual, sino que yo no sé dónde voy, porque me sobran tantos kilómetros que no sé cómo utilizarlos…
            Los tres miraban el paisaje con displicencia. No tenían ningún deseo de él, sólo querían gastar sus billetes, consumir sus kilómetros… Comían por comer, por no dejar nada. ¡Tan bien como hubiera estado en su vida el recuerdo de esos kilómetros que no utilizaron!
            Los tres se fueron despidiendo y sólo quedó en el vagón, internándose en la península, el hombre al que le sobraban no sabía cuántos kilómetros…
            Cansado de correr mundo se durmió, y entonces el asesino de los trenes, con su traje de revisor, fue y le dio muerte.
            ¡Desgraciado crimen, porque había sido la víctima el viajero que no necesitaba viajar, el viajero que iba agotando su kilométrico y al que así le quedaron kilómetros aun después de haberse ido al otro mundo!
            ¡No beba usted!…
 
 
            Muchas veces siento impulso en los cafés, en los hoteles, de retener la mano del que se lleva a los labios un vaso de agua…
            Siento ganas de tirarme hacia el que bebe con desaprensión ese vaso de agua; pero hay algo en mí que me retiene.
            — ¡No! ¡No! —gritaría—. ¡No beba usted!…
            ¡Cuántos envenenamientos pude evitar y no los evité!
            Pero ya este día no pude resistirme. Vi a través de su alcoba entreabierta que la más bella señorita del hotel echaba agua en un vaso y se lo iba a beber.
            — No —le dije entrando de estampido en su cuarto y quitándole el vaso, que por la fuerza y la decisión de mi mano al agarrarlo no se rompió, sino que se arrugó por la boca como un vaso de papel…
            La señorita dio un grito y acudió su hermano.
            — Caballero, ¿qué ha intentado usted? —me dijo.
            — Nada… No he dejado que su hermana se contagie… Iba a beber de esa garrafa de alcoba, de la que no bebe ningún huésped y en la que viven los más terribles microbios…
            — Esa es una suposición que no consiente lo que usted ha hecho —dijo el hermano.
            — Llevemos al Laboratorio este frasco, y si no contiene el microbio del tifus le debo a usted la más humillante de las explicaciones…
            — Sea —me contestó.
            Muy serios fuimos y depositamos en el Laboratorio el vaso. Al día siguiente recibimos un largo pliego de papel en el que se empadronaban un millón de bacterias en el agua que habíamos llevado a analizar, entre ellas el bacilo del tifus.
            La hermana entonces se echó en mis brazos al grito de “¡usted me ha salvado!”. Y yo me tuve que casar con ella en X nupcias.
            Llega y se va
 
 
            El hotel estaba ya dormido. Parecía que iban a decirle que no había sitio; pero él tenía confianza en que podría dormir en una cama de madera, junto a un timbre mágico y después de haberse lavado en un lavabo con cuatro toallas.
            Dejó sus maletas en el suelo, junto al comptoir, en que sólo había una luz mortecina, como si una luz fuerte en el hall hubiese podido desvelar a todo el hotel, y esperó que le dieran el número del cuarto y del piso.
            El conserje observaba el plano de disposición del hotel y pensaba en qué rincón, a ser posible el más malo, metería al pobre viajero.
            El viajero, resignado, acariciaba con su mirada la nuca del conserje para darle buena voluntad y buenos pensamientos.
            — En el 25, piso segundo —dijo el conserje al mozo que esperaba sus órdenes para subir los equipajes del viajero por las escaleras obscuras, mientras el nuevo huésped subía en el ascensor.
            El nuevo huésped miraba con temor, muy encogido, la nueva casa, en que se había metido y de la que no se lograría dar cabal cuenta hasta por la mañana.
            Al pasar por el pasillo que conducía a su cuarto fue mirando los zapatos que había a las puertas y ante los cuales los novelistas fulastres hacen siempre suposiciones de cuya facilidad no se dan cuenta. El nuevo huésped iba viendo con naturalidad el gran contraste de unos con otros, cuando de pronto se paró y se quedó mirando fijamente un par de botas de color avellana con todos los dedos señalados en la piel, sobre todo el gordo.
            — No me quedo… tome una propina y vámonos otra vez abajo… Ahora me doy cuenta de que no puedo quedarme… He olvidado cualquier cosa… Daré una propina al conserje, a todos… Pero no puedo quedarme —dijo el viajero.
            — Lo que el señor mande —dijo el mozo del ascensor, convencido porque le había dado una propina que ni los que están un mes subiendo y bajando en el ascensor suelen dar…
            Al mozo de las maletas, al que se encontró arriba en la entrada del pasillo, le dijo lo mismo.
            — Le daré doble de lo pactado y vámonos otra vez a la estación.
            El mozo volvió a bajar las escaleras con sus brazos largos, a los que había alargado considerablemente el llevar las maletas.
            Ya en la estación respiró el viajero, esperando el tren ascendente.
            ¡No era nada el haber podido escapar del posible encuentro con el monstruo de pies más duros, el que le había dado el más terrible pisotón de su vida!
            El burro zancón
 
 
            Recuerdo mi entrada buscando algo en un corral, ya tarde, cuando había obscurecido, en aquel pueblo de Castilla.
            Había pisado las piedras puntiagudas, los borrillos puntiagudos, que son lo que más sensación de la realidad me ha dado en la realidad, y fui a aquella casa a buscar a Lucio, un criado patudo, al que le salía perilla de chivo por toda la sotabarba.
            — Espera un poco que eche de comer a los animales… Es su hora…
            El burro gris, zancudo, de Lucio estaba sentado como después he visto que Goya pintó sentados a los burros, y a la luz del farol vi que escribía… ¿Qué escribía?… Me acerqué y vi que escribía: “El Quijote. —Tercera parte”…
            Eso es lo que yo recuerdo confusamente, apareciéndoseme aquel corral a esa hora en que las bestias son personas porque la fuerza de la realidad permite una cosa así… Sospecho que aquella tercera parte del Quijote debía estar bien de realidad, además de escrita en el mejor y más puro de los castellanos, en el castellano del rebuzno, que es el más denso y sesudo.
            La clepsidra
 
 
            Mi amigo trabajaba en el cuarto pobre y destartalado. Se sentía feliz, sin embargo, en medio de toda su pobreza. Tenía en la mesa del centro un cuévano lleno de huevos, y bajo una alambrera se veía una cosa así como un cuarto de kilo de carne…
            — Las gallinas ponen para mí. ¿No es eso dichoso? —me dijo señalándome el frutero lleno de huevos.
            Charlamos. Preparaba todas las cosas.
            — Todo se me viene a ofrecer, descontento de los demás… Siendo tan fácil de describir las piedras toscas, nadie ha sabido darles la importancia que tienen.
            En las pausas de nuestra conversación se oía la gota persistente del lavabo cayendo en el cubo. En una de las pausas, ya cansado de oír aquello, se lo dije.
            — Mira, o tiras de una vez esa agua o me voy. La tragedia más larga de la noche es la de esa gota cayendo sin cesar.
            — ¿Pero sabes tú lo que es eso? —me repuso.
            — Lo más desagradable de oír… Parece que el silencio se desangra gota a gota desesperadamente… Que alguien como un ser vivo necesita un poco de adrenalina o de tafetán para contener la hemorragia…
            — Pues te equivocas… Ese es mi reloj… No teniendo reloj de pared ni de bolsillo y teniendo que saber por lo menos el final de la jornada, necesito tener la medida. Lleno tres veces al día el lavabo, y recurro a él para saber cuándo es suficiente la labor… Sólo cuando se agota, gota a gota, la última jarrada, me meto en la cama…
            — ¿Pero puedes soportar eso?
            — Claro está… Y además te advierto que es muy excitante… Se siente el agua, a la que no hay que olvidar… Se siente el lamento que durante siglos llora el fondo del mundo hasta que la estalactita se forma… Tritura menos el espacio que el tic-tac de un reloj, y, sin embargo, marca la hora…
            Seguimos hablando un rato, y, no pudiendo aguantar la insistencia de su clepsidra, me despedí de él.
            La casa que parece que se incendia
 
 
            Parecía toda la casa iluminada por el fuego, abiertos de par en par los balcones sobre los comedores iluminados y asfixiantes de agosto…
            Estaba irritante la noche, desesperada, digna de cometer una barbaridad.
            No sé por qué me paré frente a la casa tan unánimemente encendida y abierta.
            Una desesperación de calor se sentía allí dentro, quizá porque daba a una calle que hacía un recodo que mataba la poca brisa que siempre corre por la ciudad. Como si fuesen sombras de mariposas que pasaban y repasaban ante las luces en un vuelo pesado y constante, los abanicos daban su parpadeo a la luz, aun siendo luz eléctrica.
            En algún balcón, alguien en mecedora se abanicaba moviéndose como en un columpio loco.
            Algún gran pay-pay era como un eclipse de luna en su balcón.
            ¿Qué esperaba yo de aquella casa que lanzaba siluetas, imágenes, aparadores y lámparas a la calle como en un incendio?
            Yo no sé qué tengo que siempre he pasado frente a los grandes relojes en que sucede algo cuando suena la hora —¡maravillosos relojes de Amberes, de Dijon y de Berna!—, a la hora en punto, un minuto antes de que fuese a ser una hora un poco larga. Por eso al pararme frente a esa casa en que el verano prorrumpía en gritos de gramáfonos y de luces, esperé ver algo…
            , Y en efecto. De pronto vi una silueta de mujer en el primer piso que se quitaba, como el torero el capote de paseo, su bata de volante de encajes y la tiraba por el balcón, y después se quitaba el corsé y lo tiraba por el balcón, y después, más frenética, la camisa y, por fin, desnuda y audaz, como nadadora que se tira al agua desde lo alto, se tiró a la calle… Fue el suicidio de la belleza desesperada de calor una noche de agosto, en la casa con todos los balcones desesperados de luz de incendio.
            La consulta
 
 
            Aquel hombre vino a mí consternado, triste, con los ojos fijos como al que le duelen todas las muelas y todos los dientes, incisivos y colmillos, es decir, un dolor duro y sonoro como cuando todos los niños de la casa, en fila, golpean con sus veinticuatro manos todas las teclas del piano y le duele al piano toda la dentadura, las teclas negras y cariadas y las teclas ligeramente amarillas de no gastar cepillo ni polvos de bicarbonato.
            — Necesito que me extraiga usted —me dijo— aquello de:
            Vámonos juntos del brazo
            hasta la próxima aldea,
            que todo el mundo nos vea
            como marido y mujer…
            Y me lo cantó con la dulce entonación de barcarola y sueño con que eso se canta.
            — He llegado a no poder pensar sino a través de esa canturia melancólica, repetidora, que a todas horas aduerme a mi alma como a un niño. Tengo ya la repugnancia de esa cápsula de veneno sentimental…
            Yo, silenciosamente, cogí por junto a la contera mi bastón de muletilla, y buscando en su cabeza la localización número 51, que es donde está la “memoria cantable”, según Wort, le di un golpe de martillo con el puño y le dejé sin el “vamonos juntos del brazo”…
 
            El jugador
 
 
            El pobre jugador arruinado se paseaba por los jardines con las manos trenzadas a la espalda, como atado por la guardia civil.
            Era en los jardines donde disuadía más a su imaginación de las imágenes del juego, y sólo cuando en el invierno las hojas hacen remolinos como en los “caballitos” se acordaba de las salas de juego.
            Para amortiguar un poco su voraz deseo de jugar el montón de perras chicas que los hijos le echaban en los bolsillos antes de que saliera de casa se paraba un largo rato ante la ruleta de los barquillos, atraído por el círculo de los colorines y los números, alimentándose con el ruido de la ballena rascando la barandilla de la caja.
            Era conmovedor ver jugar y jugar a los barquillos a aquel hombre de vejez prematura, que después regalaba los largos bambúes de barquillos a todos los niños del jardín; pero era su último refugio de jugador esa ruleta de los niños.
            El pase de quintas
 
 
            Ya tenía arrugado, medio roto, viejo como el de un descuidado, mi pase de quintas, y eso que lo había querido salvar al cortapapeles del tiempo, que los corta todos por sus dobleces, metiéndole en sobres nuevos de vez en cuando.
            Estaba rondando “la absoluta”: ese momento medio triste, medio alegre. Por lo menos resulta en ese momento que eso está arreglado y nos hemos quitado un deber de encima. Ya, como no haya una guerra entre la Tierra y la Luna, no seremos llamados a filas. (“¡A la fila! ¡Póngase usted en la fila!”).
            Mi pase roto aun en mi poder, y aunque lindase con la absoluta, era una vergüenza de mi bolsillo cuando me lo tenía que echar en él, y por él me asemejaba a uno de esos paletos que sacan las cartas así de rotas.
            — ¿Cómo me trae usted el pase en cuarterones? —me preguntó el jefe de la Zona cuando fui por la absoluta.
            — No señor, en onzas es como se lo traigo —le contesté—. El veterano militar me miró airado. ¿Aun no había pasado el límite militar y ya me portaba así?
            Buscaba en mi pase alguna nota, alguna incorrección, alguna falta. Parecía que leía en mi pase mi vida de rebeldías constantes, y que me las iba a reprochar.
            Una mancha de grasa se mostraba descarada con el jefe, porque el pase, un poco levantado sobre el aire, daba luz a aquella mancha, que se convertía en un cristal esmerilado.
            Yo tenía la falsa, la insultante humildad que se toma en esas oficinas. El seguía buscando la tara del pase. Tomó una pluma y fue apuntando en su papel los años incrustados en los sellos de caucho.
            — ¡Falta la revista del año quince! —dijo por fin. Una nube de cólera y de impaciencia pasó por mis ojos y se me llenaron de los mosquitos luminosos del arrebato.
            — No, no… No puede ser verdad —dije—. Yo he pasado todas las revistas, estoy seguro, completamente seguro… Me he dirigido durante muchos años, en una mañana cuartelera como ésta y dominada por la figura de una gran garita y un centinela muy erguido y derecho, hacia este mismo cuartel… Por cierto, que después no sabía lo que hacer con el resto de la mañana, dónde guardarla, dónde gastarla, dónde tirarla…
            — Yo no le pregunto qué pensaba usted hacer con la mañana —me dijo desabridamente el jefe—; yo lo que le digo es que le falta una revista y que no se le puede dar la absoluta por eso.
            — Pero, señor, mire usted… Yo le juro que, año tras año, el 31 de diciembre he pasado la revista. Quería entrar en el año nuevo libre del terrible, del pesado pecado de no haberla pasado.
            — Bueno, pues lo que yo le digo —me dijo, resumiendo, el jefe— es que no hay licencia absoluta hasta que pase esa revista retrospectiva.
            — ¿Pero cómo, si ya está perdido el sello de aquel año?
            — Naciendo otra vez.
            — ¿Pero cómo si pudiese nacer de nuevo iba a nacer en el mismo tiempo?
            — No quiero decir eso… Quiero decir que naciendo otra vez como nuevo recluta, ya entonces cuidará de pasar todas sus revistas.
            — ¡Pero si las he pasado! Eso es extrañísimo. ¿Me quiere usted dejar ver el pase?
            Me lo alargó y me puse a contar los sellos y los años. Sí. Faltaba el quince.
            — Me lo han robado. Tenga usted la completa seguridad de que me lo han robado…
            — Eso, usted verá… Yo no tengo nada que ver con ello… No hay “absoluta”.
            Y estas últimas palabras me las dijo de manera tan absoluta que me despedí y me marché como un ser fallido, como un esperanzado que ha perdido la esperanza, como un cristiano sin absolución, como un condenado a algo eterno.
            — ¡Me han robado ese sello! ¡Me lo han robado! —me fui llorando como un niño, como un ser de algún modo infantil, porque me condenaba a una minoridad perpetua el no poder aspirar a “la absoluta”.
            El plumero
 
 
            El plumero es el pájaro que tiene cortado el pico. Eso, desde luego. Pasemos a otra cosa.
            El plumero es el pájaro escopeta. Tiene ademanes de escopeta y de flecha. Su gran deseo sería dispararse por entero.
            Yo tengo amaestrado mi plumero. Le digo ¡ven!, y da un salto hacia mí, con el mango por delante siempre.
            Le llamo cariñosamente plumerín, y atiende por ese nombre, tan parecido a Javierín.
            — ¡Plumerín! Mira que este rincón está muy sucio —le digo—, y plumerín acude en un vuelo.
            Siempre he pensado que la caza de plumeros debe ser magnífica, porque es la caza de los Tartarines modernos, de los que se contentan con que caiga en su poder el pájaro que no tiene carne ni pescado, el pájaro de la humildad.
            Dios parece que premiará en el paraíso la caza del plumero, así como los Ayuntamientos premian la caza del águila. Y premiará esa caza porque es algo así como la caza de la penitencia, puesto que vale más el cartucho que el pájaro.
            La caza del plumero es caza a la que se niegan los perros, resistiéndose a salir con el cazador cuando éste persigue una bandada de plumeros.
            ¡Gran animal doméstico, que mueve su plumaje asentándose sobre las cosas, como cuando el perro mueve el rabo al sentirse alegre y halagüeño frente a su amo!
            Yo tengo disecado un plumero en un búcaro de mi cuarto; un plumero lindo como una cotorra y un colibrí; un plumero que alegra mi vida con el recuerdo de cuando aquella mujer jugaba con él por las mañanas.
            El tirón
 
 
            Cuando tiré de la cadena, la ola impulsiva aumentó, creció, rebasó los cauces, inundó la casa.
            Yo estaba asustado, turulato, anonadado. ¡Haber provocado la hemorragia del mundo por haber tirado demasiado fuerte!…
            Los vecinos bajaban por las escaleras como por una cascada, empujados por la corriente. La puerta de la calle era como la puerta de un pontón abierto. Borboteaba el agua y empujaba por la espalda a todos, porque el agua corría a empujones.
            Iba cargada de las banastas de los fruteros el agua inundante e interminable. También llevaba pescado muerto, como si unos pescadores hubiesen jugado a los prohibidos en el agua, cazando los peces con dinamita. ¿Si no, cómo tantos besugos, tantas sardinas y tantos salmonetes muertos, flotantes, haciendo estrellas de cadáveres?
            ¿Cómo cortar la hemorragia? El bombero más valiente subió a la casa, chorreante, reblandecida, ya como de papel mojado, y arregló el flotador del depósito. Todo se contuvo entonces. Estaba salvada la ciudad. Se le dio un premio al bombero y se le dejó gastar una pluma en el casco.
            El bulto del balcón
 
 
            Al entrar el buen señor vio en la turbiedad de la noche una mancha obscura en el balcón.
            El sereno le dio la cerilla pascual y el buen señor comenzó a subir las escaleras con tristeza infinita; subía un calvario de ciento diez escalones.
            La raya de lápiz del chico que había bajado desde la guardilla señalando con lápiz la rápida sismografía de su descenso le irritaba siempre que subía a su casa. “Esos que atenían contra las escaleras son unos estúpidos y unos criminales natos”, pensaba.
            Quería olvidar el bulto del balcón. No quería llegar y abrir aquel balcón para saber lo que era aquello. Además, sentía piedad por ella, que se enfriaría probablemente al abrir a esas horas el balcón que daba a la alcoba.
            — No le diré nada —se decía—. Levantaré un poco los visillos y miraré fuera.
            Pero después de una pausa en un descansillo pensando en eso: “Pero tendré que abrir las ventanas de madera, y ella se enterará… Tendré que decirle que quiero ver qué día hará mañana, porque se me ha olvidado mirar al cielo y ver si estaba o no estrellado”.
            Subió hasta el final y abrió su puerta con el llavín de aluminio. La puerta sonó a llanto de niño.
            Se recreó en el espejo antes de entrar en la alcoba, mirándose pálido y sin atributos, a no ser que se diputase como atributo la huella morada del sombrero sobre la frente, como una profunda ojera de la frente.
            — Vamos allá, vamos a verla —se dijo, como un médico de aquella mujer que estaba acostada en la cama, y en cuya carne había algo canceroso.
            Entró en la alcoba, encendió todas las luces y se quedó mirando a su esposa como un doctor.
            — Desde luego no está dormida… —se dijo. Hasta podría decirse, por ese efecto de luz y de excitación que causa el insomnio, que estaba con todas las luces encendidas y que, por lo tanto, es de una hipocresía irresistible ese gesto de haber sido despertada y de extrañarse de la luz.
            Ella le preguntó qué hora era y él contestó desabridamente que no lo sabía. En seguida ella notó que algo le pasaba a su esposo y se puso a mirar, ya sin sueño ninguno, cómo daba vueltas por la habitación.
            El marido estaba indeciso entre abrir o no abrir el balcón. Es ese un gesto de curiosidad celosa que hasta en los teatros está prohibido. En los peores dramas de engaño y de adulterio el balcón no es revisado nunca. Hay derecho de asilo en el balcón, como antiguamente lo había en las iglesias. Es el último refugio del que quiere esconderse en la impunidad.
            — ¿Te pasa algo? —le preguntó ella.
            — No. Nada —respondió él—. Estoy un poco nervioso.
            El marido miraba al balcón como a una puerta cerrada. Nunca se le ocurrió que detrás de las maderas de un balcón se ocultase, como detrás de una puerta, el que acechaba.
            Por fin, después de varios paseos por la habitación, se decidió a abrir las maderas. La mujer, que le miraba desde la cama, con la cabeza sobre la almohada alta del sobreaviso, saltó de la cama y le detuvo.
            — ¡Luego es verdad! —dijo él, buscando el objeto con que amenazarla por lo menos.
            — No abras… no abras —dijo ella.
            El se desprendió de sus brazos y, sin tener en cuenta todo el frío de la noche, abrió el balcón, quedándose asombrado al ver una alta canastilla de flores escondida en el esquinazo del balcón.
            — ¿De quién es este canastillo? —preguntó después de asomarse y mirar a los otros balcones y debajo del balcón, por si “él” estaba colgado de su estribo.
            — Cierra… Cierra y te lo diré —gritó ella. El cerró y ella entonces le preguntó:
            — ¿Qué fecha es mañana?…
            — No me importa… ¿Cómo tienes ese canastillo en el balcón?…
            — Pues porque mañana hace diez años que nos casamos y quería sorprenderte con esas flores adornando todo el despacho…
            — ¡Ah! —exclamó él, y arropó a su mujer en las mantas más espesas del cariño, queriendo hacerla reaccionar contra la avalancha del frío que había desenvainado con la crueldad de sus celos.
            El mancebo
 
 
            El mancebo de aquella botica era poeta, y en los ratos en que no recibía ningún “despáchese”, el “despáchese” conminatorio como la orden de un general, se ponía a escribir versos.
            Primero agotó con naturalidad su fantasía e hizo versos de botica, siendo los más conmovedores de todos los que hizo ala “hierbaluisa” y al “pesaniños”, “que esperaba con su cesta flotante al Moisés recién llegado ala vida”.
            Buscando una inspiración más fuerte recurrió a los paraísos artificiales. Primero se preparó, con un poco de cáñamo indio, una pócima amarga y difícil de tomar, y todos los días, buscando una inspiración nueva, se hacía una receta diferente.
            Sus versos realmente variaron y eran muy desiguales.
            El apuntaba el resultado de cada preparación, porque buscaba la substancia poética por excelencia. De todos los frascos que no fuesen venenosos se fue tomando un poco, abusando de las píldoras que parecen gránulos de plata.
            Hay cosas muy poéticas, como la trifolisema; pero la noche en que alcanzó las cimas del poema de un modo álgido, espontáneo y con un caudal de mil versos, fue cuando se tomó un sello de una de las cosas que contenían los frascos antiguos, los frascos que procedían de cuando la farmacia era del licenciado Burmardon: un sello de jebiana oriental.
            Tan buen resultado le dio, que inventó unas cajitas de sellos poéticos contra la falta de imaginación, de inspiración o de elocuencia, que vendía en su domicilio anunciándolas en dos o tres periódicos. Para los oradores, sobre todo, fue de un resultado maravilloso, porque tomándose una pastilla antes del discurso éste era fácil, sin premiosidad, y no necesitaba demasiados paseos por el escaño.
            Así, el poético mancebo de la botica del licenciado Burillo fue un ser benemérito, que además resultó sacrificado por la investigación, pues si alcanzó al fin la inspiración, sus ensayos le habían hecho perder el estómago.
            Aquel armario de luna
 
 
            Aquel armario de luna del piso primero afrontaba la calle, y si se entreabría se veía el fondo empedrado de un río a través de aguas muy transparentes y finas.
            Yo, que soy un nadador que va detrás de la corriente, juntando mis manos como el místico y como el que se tira al mar desde el trampolín, ¡zas!, me tiré con las manos en forma de quilla hacia el agua del armario de luna.
            Aparecí, por de pronto, dentro, entre blusas que olían a mujer limpia y a perfumes de verbena.
            Había sido mi tránsito como el más arriesgado paso del canal de la Mancha, siendo un secreto hasta para mí cómo atravesé toda la líquida mirada del espejo, que unía como un puente de espejos la calle y el armario de luna.
            ¡Qué dulce reposo el de aquel armario! Todo lo fui tocando en la semiobscuridad. Las medias de seda, gratas de apretujar, los devocionarios de marfil, los rosarios de cuentas de nácar, los guantes de cabritilla, exquisitos como manos.
            Después, como nadador que vuelve a la calle por el mismo camino, me eché al agua del espejo y nadé hasta la otra orilla, tomando la acera que llevaba cuando encontré el camino de la cuarta dimensión ante el espejo que me reflejaba a mí y a la calle.
            El conformador
 
 
            El conformador de las sombrererías es un trampa que la sociedad subvenciona para regularizar las cabezas, para achicar el vuelo de la imaginación.
            No os pongáis nunca el conformador, poetas. Será el torniquete de hierro para vuestro talento poético.
            En cuanto los sombrereros ven a un poeta le ponen el conformador y le aprietan con fuerza a su cabeza, dejándolo encasquetado un buen rato bajo cualquier pretexto.
            Yo nunca me he dejado poner el conformador, esa máquina apisonadora y prensadora de las ideas, ese círculo de hierro, que consigue que la cabeza adquiera el tipo común, la estrechez normal. Los vuelos los chafa desde luego, y en ese papel, con un punteado de papel de música, que sacan de la parte que se impresiona hay un poema abortado, algo así como el ritmo interior de la cabeza.
            Ya que la policía nos obliga a dejar la huella dactilográfica, no dejemos voluntariamente esa huella de lo que no puede ser objeto de medición.
            Cuando enjaula la cabeza el conformador, los pájaros de los pensamientos se ponen tristes, y se callan, y se suicidan.
            Cuando el sombrerero coja el conformador y tome el ademán de iros a cazar la cabeza, huid, aunque os dejéis vuestro sombrero y el bastón apoyado en una silla.
            El conformador es como la talla: que después de haber pasado por ella, y si el sargento se ensaña con vosotros bajando el índice de madera que aprieta la estatura, ya no creceréis más.
            Esa camisa de fuerza para las cabezas, ese ridículo sombrero enrejado, ese falso sombrero de género medieval, debe ser el odio de los poetas, de los soñadores, de los rebeldes, cuyas iniciativas malogrará si logra taladrar esa blanca reproducción del pensamiento que sale llena de agujeritos.
            Venta del alma al diablo
 
 
            Se hacen muchas menos ventas del alma al diablo porque el diablo ya no tiene dinero y su papel es como papel quemado.
            Gastó sus grandes cantidades de oro y plata, y ya no puede entrar, como antes, en las jugadas de Bolsa como valor fuerte. El diablo tenía antaño días de valer el doble que todo el dinero del mundo.
            Hacía mucho tiempo que el diablo no compraba un alma, hasta que este invierno, uno de los días de más frío, adquirió el alma de Carlos Bachental.
            Era un día de un frío atroz y espeluznante. Todas las cabezas estaban nevadas de frío por el frío que hacía; es decir, se había dado el fenómeno de un encanecimiento general de niños y de jóvenes por causa del frío.
            Carlos Bachental tenía un frío inaguantable, y el caso era que Carlos tenía ingredientes con que seguir manteniendo el calor; pero se le había apagado la lumbre después de las dos de la noche y se había encontrado sin cerillas.
            Buscó por todos los bolsillos esa cerilla de non que se queda naufragando en las pelusas de las americanas, pero ¡nada!, aunque otras veces hubiera conseguido gracias a ese recurso alguna cerilla perdida.
            Y el frío de la noche apretaba y él quería acabar el trabajo que tenía entre manos. Buscó por los suelos esa cerilla que se cayó en alguna ocasión y que está metida en las rendijas de las uñas del entarimado.
            Nada. Cada vez buscaba más y se irritaba más. El frío no aguardaba y sus piernas estaban cogidas ya por la gota del frío.
            Entonces fue cuando llamó al diablo y le propuso la venta de su alma a cambio de un poco de lumbre en aquel momento y de que le dotase de una calefacción para no pasar frío el invierno próximo.
            — Es usted muy listo —= le dijo el diablo—; ha visto que no soy explotable de ninguna manera ya, en vista del encarecimiento de las cosas… Pero mi calor no se consume y no me es difícil traerle un cesto de fuego que dure toda la semana. Por de pronto le dio una cerilla.
            ¡Cien sobres!
 
 
            Aquel muerto, que no esperaba eso, exclamaba en el otro mundo, indignado, rabioso, elegiaco:
            — ¡Y yo que había comprado cien sobres aquel mismo día para poder escribir a mucha gente durante mucho tiempo!…
            Realmente el comprar cien sobres parece que da una irresistible continuidad a la vida, que consigue que la muerte tenga la obligación de no llegar hasta que no se hayan agotado los cien sobres.
            — ¡Con cien sobres! ¡Con cien enveloppes recién comprados! —gritaba el muerto—. ¡Eso no se hace!
            Realmente cien sobres parecen servir para toda la vida, no acabarse nunca, prevenirlo todo, dar tregua mucho tiempo, participar que se vive a mucha gente…
            ¡Ahora no servirían ya ni para participar que había muerto porque no tenían luto!…
            — ¡Con cien sobres recién comprados ayer mismo! —es lo único que dice ese muerto en el hoy eterno de la muerte.
            Soy el espada de los enchufes
 
 
            En el despacho solitario, dos veces al día, todos los días, me hago café en el aparato eléctrico.
            Es ese un momento satisfactorio, en que me froto alegremente con el espacio y con el tiempo.
            Sólo me molesta, de ese acto de poner el cacharro y de hacer hervir el agua, que se parece al acto de hervir agua para una irrigación. Eso destruye un poco su romanticismo.
            Ya con esa práctica que he adquirido para enchufar el macho, que parece la mano del que dice “¡lagarto!, ¡lagarto!”, en los agujeritos de la hembra, que es como la gata de las paredes, soy el mejor descabellador del toro eléctrico, pinchándole en la misma cruz al primer envite.
            Es una lástima que realice este acto en la soledad que lo realizo, porque ya no soy un aficionado, ya soy un gran profesional del enchufe. Yo comprendo que cae en el vacío esa valentía que supone el no dudar ante el chispazo posible del contacto y evitarlo gracias a la precisión.
            Generalmente, los que meten el doble estoque en el enchufe, dudan, lo retiran muchas veces porque han dado en hueso, esperan a que se apague la cólera del aparato, y cuando intentan enchufar de nuevo vuelven a sacarle chispas de ira, resoplidos de dragón por las narices igníferas. Muchas veces funden la luz de la casa con tanto provocarla, irritarla y pincharla en los costados. Terrible silba la que propina toda la casa a obscuras y con las velas encendidas, las velas del fracaso, al que ha logrado fundir la instalación.
            Yo no. Yo, con pulso seguro y puntería estupenda, coloco en el sitio el enchufe y después me vuelvo como al público y espero un aplauso que no brota de mi alrededor. Por eso es molesta la soledad, porque está llena de impertinencias como esta.
            ¡Ah! Pero hoy he sido premiado por fin. Hoy, cuando después de enchufar como los propios ángeles, como Frascuelo mataba a sus toros, me volví orgulloso hacia un imaginario público silencioso e injusto, vi y oí que los caballeros de los cuadros y las estatuas me hacían gestos de parabién entusiasta y me aplaudían frenéticamente.
            Entonces yo, con ademanes como los del torero que devuelve los sombreros, di la vuelta a la habitación recogiendo los puros del éxito.
            La mestiza
 
 
            Su padre fue español, y un español castizo, que fue a probar fortuna al Japón, a esa gran isla que es como un transatlántico en medio del mar. Su madre fue una japonesa de las que apenas tienen peana, una japonesa de sonrisa llorosa y mortecina.
            Ella tenía dos perfiles y dos frentes. Por el día era una chula, en la que, como si fuese un rompiente, chocaban todos los piropos de la multitud. El terrible negro de su pelo, un negro morado, fascinaba en el contraste con su blanco cutis, cuyo único defecto era que sus poros eran muy abiertos, y eso daba un aspecto corrompido a su blancura.
            Por la noche ella notaba que era otra mujer. Por la noche era japonesa, completamente japonesa, y hasta recordaba con incongruencia palabras sueltas de su madre. Por la noche le gustaba pasar ante los espejos con sus kimonos deslumbradores.
            El que se la llevó fue el que gozó bien este encanto de la mestiza; pero temeroso de todos, la apartó del mundo y los amigos no los volvieron a ver en parte alguna. Tenía prisa por gozar durante el día a la flamenca española de brazos frescos, y se sentaba a cenar con ella en el límite de las dos personalidades, pues cuando ella se levantaba de cenar ya era la japonesa de pies chiquitos, de pasos silenciosos, de ojos rasgados por ese sueño de los siglos que pesa sobre aquella raza.
            Era su otra mujer aquella segunda mujer, y su boca era más fruncida y en toda su carne se encendía un rescoldo lunar.
            — Ji-pi-ti-pi-ji —le decía él en broma, según suposición de lo que era el japonés. Ella, medio en serio medio en broma, le contestaba en un japonés más reminiscente, aunque tan falso.
            Su pasión crecía con este juego de personalidades, hasta que un día notó que en las noches de ella las miradas eran lejanas y como para otro. ¿Cómo no había caído hasta entonces? El no podía ser el japonés que ella soñaba en la noche.
            Desesperando, cerciorándose cada nuevo día de aquel desvío de las noches, fue tramando un plan de venganza, y una de aquellas noches en que él era el extranjero al lado de su mujer, la mató cuando en medio del placer entornaba más, más que nunca, los ojos japoneses la muy ladina. Al morir sólo pronunció estas palabras:
            — Pues aunque me mates te adoro, adoro a mi Lai-Ti-Che.
            Los terrones para el misterio
 
 
            Yo he observado una cosa misteriosa que me ha probado el misterio como nada.
            No sé qué día pensé en que podía ser verdad lo que había sospechado, y conté los terrones del azucarero. Los conté a los seis días y faltaban tres. Recelé de la portera, que era el único ser viviente que penetraba en mi estudio para hacerme la cama, y volví a intentar la experiencia cerrando con llave mi estudio y no dejando siquiera que me hiciesen la cama durante unos días. Quería comprobar mi sospecha.
            Nada de anormal pasó, nadie vino a turbar mi aislamiento, y, sin embargo, tres terrones faltaban al cabo del sexto día. ¿Quién devoraba los terrones?
            Se puede asegurar que los seres misteriosos y vagos sólo desean un terrón de azúcar. Quizá su principal desazón es la de la boca amarga y seca.
            Unas manos invisibles pinzan esos terrones que desaparecen, quizá porque todos los muertos están hechos el espíritu de la golosina y son las hormigas blancas de la media noche.
            El héroe doméstico
 
 
            Había dejado dicho: “Cuando yo me muera que me envuelvan en una cortina de mi despacho, en una de esas cortinas a rayas largas, amarillas, rojas, azules y negras, que han resultado para mí las banderas de la patria en la insistencia de mi trabajo”.
            En efecto, al buen hombre doméstico, siempre metido en su despacho y mirando a través de sus cristales el cuadro dudoso de la vida, al héroe de esa heroicidad íntima y escéptica, lo envolvimos en uno de los paños de las cortinas de su despacho como se envuelve en la bandera a los militares que mueren en campaña.
            La casa de los galápagos
 
 
            No sé de dónde salieron, pero se me llenó la casa de galápagos.
            Yo estaba escribiendo sin levantar la vista del bordado, cuando vi en el suelo una especie de oleaje indeciso, leve y sucio, sucísimo, oleaje de puerto.
            Levanté la cabeza sobre la mesa como la levantamos para ver al diablo o dónde ha caído la cuartilla que se nos fue, y vi que estaba llena de galápagos la habitación.
            ¿Qué hacer? El fenómeno era inesperado y no tenía recursos contra él. ¿Cómo subirme sobre los galápagos e irlos pisando? Hay cosas que no pueden ser. De ningún modo era posible aplastarlos. ¡Púa!…
            Ese movimiento de los lomos del agua que los días de viento se produce en las aguas obscuras y galapagosas del puerto es el que tenía toda la habitación. Me entró una especie de mareo al sentirme sobre ese suelo movible y tenebroso.
            ¿Qué hacer? Llamé por teléfono al cuerpo de bomberos y de allí me contestaron que eso no era de su incumbencia.
            El caso es que si yo pudiese salir, yo me las arreglaría para acabar con los galápagos, esos seres atontados, extrañas concreciones del agua legamosa. ¿Pero cómo pisar los duros y blandos emparedados?
            Era peor que una inundación, porque ni a nado se podía transitar sobre la obscura falange, como llena de pensamientos secretos.
            Volví a llamar al teléfono y mandé anunciar en un periódico, en sitio visible y con letras grandes: “Tortugas contra las cucarachas. Se dan gratuitamente a todo el que se pase por estas señas mañana de doce a una”. Después avisé a esa hora al cerrajero y el numeroso público que acudió al anuncio me despejó de galápagos la casa.
            La cruz en desuso
 
 
            El viejo tendero de la tienda de condecoraciones conoce todas las condecoraciones. Es el único que sabe todas las cruces vivas y existentes en la nación, todas las cruces que pueden ser concedidas.
            Muchas veces me enseñó una a una todas las condecoraciones. Sabía cuál era de gran capitán, cuál de comendador, cuál de oficial.
            — Hay días solemnes en que son necesarias como un vaso de agua esas cruces… El que no las tiene está inquieto, desesperado, avergonzado, —me decía.
            Un día me llevó hacia un rincón y me enseñó la cruz que ya nadie posee.
            — Se suprimió ella sola… Se evitó ella sola… Es la gran cruz entre las cruces… Pero que nadie tiene ni a nadie se le da… Es la cruz virgen, inédita, desde hace más de cincuenta años. No hay nadie que la merezca.
            Yo miré con envidia la cruz desusada.
            Los dos agujeros
 
 
            En la pared me miraban los agujeros que habían dejado los clavos, me miraban de un modo bizco e intencionado. No me dejaban de mirar.
            No tuve más remedio que tapar los dos agujeros. Toda la pared y la vida me vigilaban desde esos dos puntos negros y profundos. La policía y otras fisgonerías seguían mis pasos, vigilaban mis movimientos.
            No olvidaré aquella mirada certera, de ojos pequeños, pero perspicaces.
            El día que se rompió toda la vajilla
 
 
            Yo siempre había temido aquello, como había pensado en el día en que una catástrofe borrase a todos menos a mí de la faz de la tierra.
            ¡El día en que se rompa toda la vajilla y todas las copas!
            En efecto, de pronto oímos en el pasillo el estrépito terrible. Todo se había hecho añicos.
            Purrum-pum-pum…
            Era la noche de la gran cena, y la criada llevaba en la gran bandeja todo el servicio, porque era una criada de esas que hasta cuando quitaba la mesa le gustaba llevárselo todo de una vez e ir abriendo las puertas con los pies.
            Nos quedamos como arruinados y como si ya sólo fuésemos a beber agua en el cuévano de la mano.
            Todos lloraban en mi casa. Todos. Ya tendríamos que comer en la cazuela, metiendo cada uno en esa cazuela común su tenedor y su cuchara.
            Nada podía ser recompuesto. Todo se había partido. Ninguna catástrofe tan total y tan irreparable.
            Desde entonces soy pobre.
            La anguila del agua
 
 
            Yo veo lo viva que es el agua, y ya de pequeño aguardaba ver asomar por los caños gordos el animal, la larga pescadilla del agua. Cerrando los ojos y recordando, recuerdo muchas de esas apariciones coleantes y vivas.
            Ahora hay muchas tardes de verano en que salgo a pescar el pescado de la fuente. Me siento al lado del caño y espero. Mi pesca consiste en poner mi cantarilla en el momento preciso en que sale lo que yo llamo “la anguila del agua”.
            Espero largos ratos viendo correr la rica cadena, admirando el derroche de agua —ni el derroche de dinero es tan rico como el derroche de agua—. Cualquiera diría que estoy cogido por la elocuencia inacabable del agua; pero no es eso, es que espero que salga la anguila, porque la anguila no es todo lo que sale. La anguila del chorro va mezclada a tantas partes de agua como la anguila de río lo está a las que tiene alrededor.
            — Ahora, ahora viene la anguila —me digo con seguridad, porque nada como la videncia para las cosas del agua, y yo soy un vidente del agua. En efecto, la cabeza de la anguila asoma, y pongo mi cantarillo en la boca de la fuente para conseguir mi anguila entera…
            Nadie, como no sea un iniciado como yo, reconocerá a la anguila en esta veta de agua un poco más brillante, radiante, condensada.
            Y me llevo a mi casa la anguila del agua y no hay cosa más exquisita que en la tarde un poco calurosa echar en la gran copa de la abuela el agua del cantarillo y tomársela en seguida, sorbiendo la verdadera anguila de fuente, la que está entremedias de ese chorro continuo, y que es la anguila sutil, de carne más fina, de tono más igual, sin hueso, sin espina y sin ese sobrante que es en el pescado la cabeza y la cola.
            El secreto de aquel pueblo
 
 
            No había fiesta del pueblo en aquel pueblo, y era al que más largo camino había desde cualquiera de los pueblos comarcanos. Parecía que había puesto a su alrededor aquel ancho espacio para aislarse.
            Siempre decían los de los pueblos comarcanos: “Los de Liria no quieren nada con nadie”.
            Parecía un pueblo de judíos o de una religión extinguida que les recomendaba el aislamiento.
            Entre todos aquellos pueblos como de esquimales que había alrededor, pueblos hambrientos y entecos, el pueblo de Liria era el ricachón, el sano, el que no se sabía cómo había resuelto el problema. ¿Qué comía? Nadie lo sabía, porque su región era tan pobre como las demás. Tan esquilmada y tan llena de piedras, que parecía realmente como si Dios la hubiese llenado de piedras a propósito.
            En el pueblo sabían la invención maravillosa que se le ocurrió al pobre maestro de escuela, el salvador del pueblo, el rey pobre del pueblo.
            Un día de hambre social y de gritar mucho y de impetrar la ayuda del cielo, se le ocurrió al maestro hacer esos torteles y esas tortas que son la gloria del pueblo y su única manutención, y que no tienen parecido con esos dulces o almendras que caracterizan a todos los pueblos y que es menester llevarse siempre que se pasa por ellos. No, los torteles de Liria eran cosa secreta que no se vendía en la confitería, y que probablemente los forasteros se los hubieran tirado a la cara de los lirenses si a éstos se les hubiera ocurrido agasajarlos con lo que ellos llamaban “el tortel de carne y pescado”.
            El invento del maestro fue sencillo, tonto, abyecto, pero eficaz. El maestro había leído que en algunos pueblos se come la tierra, y entonces se puso a reflexionar frente aquella tierra que antiguamente se empleó hasta en el vidriado, tierra rica, rojiza y cernida, de aspecto muy saludable, amasando un día de mucha hambre una gran libreta, que se comió. ¡Cuántas veces, en medio de la triste y macabra tarea de comerse la tierra se le enclavijaron los dientes y tuvo que desencajarlos haciendo palanca entre los de arriba y los de abajo con un gran clavo!
            Sólo al final de la comida comprendió que había resuelto su hambre y que comenzaba a sentir el agrado de la digestión. Al día siguiente no se había muerto, y comprobó durante algunos días que la alimentación era excelente y que, aunque pesaba al principio, al final se sedimentaba.
            Entonces hizo propaganda entre sus íntimos y les comunicó la noticia. En ninguna mesa de Liria faltó el plato de tierra del país, aunque en las casas ricas fuese unido a otros manjares mejores. Hasta hubo quien se tomó el tortel de tierra rociado con un rico vino añejo. ¡Qué exquisita la tierra con chorizo!…
            Después de los primeros meses de ensayo, el pueblo se sintió dichoso. Había resuelto la vida. No podrían agotar la tierra nunca. Estaba comiendo todo el pueblo hacía un año ya de la tierra del paraje llamado “la pradera de los lentiscos”, y casi no se notaba la disminución del terreno.
            Entonces fue cuando dieron leyes rígidas de exclusivismo, temiendo la invasión de los demás pueblos queriéndose comer su tierra. Había que aparentar por lo menos que se trabajaba. Sólo se podrían casar los del pueblo con las del pueblo. Quedaban suprimidas las fiestas y las ferias.
            El pueblo feliz que comía tierra era un pueblo francote, divertido, de mirada clarividente.
            Cada vez encontraban nuevos sabores a la tierra. La tierra sabía a todo.
            ¡Con qué tranquilidad se paseaba por el campo el pueblo terreniego! Se sentía tranquilo, seguro, rico, y había resuelto el comer sin el sudor de su frente.
            La misma tuberculosis cedió a los torteles de tierra, que tenían el sabor de la vida, pero también el de la muerte, conminándola y curando de ella hasta la vejez, que acababa en aquellos labriegos por la “arterioterrosis”.
            “Entre, o le mato”
 
 
            Todos los tenderos han intentado siempre hacer entrar en su tienda con la imposición del título. “Hay que dejar clavado al público”, se dicen los tenderos. “Hay que cogerle de las solapas y meterle en casa” insisten algunos.
            En la Edad Media parece ser que había tiendas frente a las que se disimulaba un cepo o un balancín, al pisar el cual el transeúnte era lanzado al fondo de la tienda.
            Por ahí hay tiendas en que pone: “Mi casa”, “Lo que usted busca”, “Entraré”, “Mi favorita”, etc., etc. Es muy difícil hacer que sea como un grito interior y personal del que pasa, el grito del título de la tienda; pero a veces consigue pillarnos distraídos y que nos digamos “¿El qué?” como si nos hubiésemos dicho algo, como si nos hubiésemos oído hablar interiormente.
            Pero frente a todo eso, y dejándolo chico, se ha abierto una tienda en Granada en que pone:
            ENTRE, O LE MATO
 
 
            El conflicto que ha creado al público y a las autoridades ese título de tienda es tremendo. El que pasa por esa calle solitaria y ve el letrero, que se repite en dos banderines que sobresalen, no tiene más remedio que entrar. Es la copa obligada.
            Todo el mundo sospecha que, aunque eso parezca una broma, el primero que pase y no entre se la cargará, morirá a mano airada, y, en vista de eso, todos, sonrientes, gachones, jacarandosos, entran en la tienda y toman el chato de la amistad sobrentendida.
            Las mismas autoridades entran gachas y mohínas. El gobernador, en el paseo a pie que se dio el otro día por la población, al pasar por la tienda del “Entre, o le mato” no titubeó, y por sí o por no entró a tomarse unas copas.
            “Yo soy tu esposa”
 
 
            Era la hora en que todos salían del teatro. Era la hora que es cuando el esposo va más con su esposa. Pasaban en parejas aferradas.
            Yo iba hacia una amante, que es algo más verdadero que una esposa; pero sentía la triste nostalgia de no tener una esposa con la que ir sintiendo la tragedia común, camino del piso adornado por el bazar de la unión conyugal.
            Cuando de pronto me vi cogido del brazo.
            — Soy tu esposa —me dijo—. Vamos de prisita a casa.
            Los letreros de las peluquerías, que es lo que más se ve y se deletrea cuando se va con la esposa, se destacaban ante mí con claridad pasmosa. Tenía verosimilitud mi esposa. Iba arropada en un cuellecito de piel. Se escondía en una capa obscura, como una verdadera esposa. Además pisaba mucho sobre los talones para dar más verdad a su tipo.
            — Bueno, ¿y dónde está la casa? —pregunté yo, ya un poco cansado de la caminata.
            — Ya estamos… Llama a Pepe… —me dijo mi esposa.
            Yo grité:
            — ¡Pepeeee! —reforzando con las tres eee de los serenos la e final de Pepe.
            El sereno vino y me dijo, dándome la cerilla:
            — Ya era hora de que viniese el señorito. La larga cerilla del sereno daba una autenticidad innegable a la escena. Mi esposa era tan real, que proyectamos una gran sombra, escalonada y gigantesca, sobre la escalera.
            Pero lo raro era que yo encontraba cierta naturalidad en lo que estaba pasando. Sucedía tal como yo había previsto todo lo que sucede en el matrimonio, todo lo que hubiera sucedido en mi matrimonio.
            Hasta tuve la coquetería matrimonial de cansarme en la escalera, de ir despacio, dejando que ella subiese delante, yendo yo muy lento, sin ninguna impaciencia.
            Sonó la campanilla de la casa, porque yo era un pobre marido de casa con campanilla, y salió a abrir la criada, parecida a la que me llevó en brazos.
            El recibimiento era el esperado, y un bastón que tuve alguna vez estaba en el escopetero de los percheros.
            Todo se realizó como se tenía que realizar en un matrimonio al parecer antiguo.
            — Bueno, hasta mañana —dije yo volviéndole la espalda sin haberla tocado apenas, después de darle un beso casi fuera de la mejilla.
            El atropello máximo
 
 
            A eso de las nueve cogí el camino de mi casa, como todos los días. Iba a cenar. Llegué; la puerta se abrió con la facilidad de todos los días y vi el comedor ya encendido.
            Los siete cubiertos de mi familia brillaban con el frío de la vajilla limpia y preparada. Sus brillos eran desoladores en la impaciencia de verlos llegar a todos, pues ya a esta hora todos solían estar todos los días congregados en la mesa.
            — ¿Qué les habrá pasado? —me preguntaba mirando el ojo de buey del comedor, blanco, tímido, con soñarrera en sus horas.
            — ¿Han echado el periódico? —pregunté.
            — Sí, tome —me dijo la doncella cogiéndolo de encima de una silla.
            Yo lo extendí y cubrí con él los platos, fríos como el hambre, destartalada y vacía.
            Me entretuve en unos versos, libé el poco jugo de una crónica, repasé lo que había del extranjero, leí la sesión del Congreso, me manché en un anuncio de grasas para camiones, hasta que di con la sección titulada “Los automóviles”, y en la que se relataban los atropellos del día.
            Siempre voy a esa sección como con el temor de ver que he resultado yo mismo atropellado.
            Cuando… ¡!… no di un grito porque eso no pasa mas que en las comedias y en las novelas, pero produje un gran ruido de apretujamiento de papel, de engurruñamiento del diario.
            ¡Las seis personas de mi familia habían sido atropelladas en distintos sitios aquella misma tarde por automóviles diferentes!
            ¡Todos de pronóstico grave!
            ¡Corrí hacia todas las Casas de Socorro!…
            La sortija
 
 
            Ponía en todos los cristales del mundo su nombre con la sortija de diamante que le cubría todo el dedo.
            Yo se lo tenía reprendido.
            — No ves —le decía— que si todos escriben con su diamante no podríamos ver nada con la maraña garrapatosa que harían las firmas… Hay que conformarse con ser el espectador que no siente la ambición de quedarse con las cosas ni de imponer a los demás su firma…
            Ella no me hacía caso y seguía rayando todos los cristales con una letra menuda y sutil.
            Un día se nos presentó en casa un señor con dos guardias. Venían por ella. La habían descubierto al fin y el juez de guardia traía un legajo de reclamaciones y procesos por estropear cristales nacionales y extranjeros. Entre todos se destacaba uno de Suiza que decía: “En nuestro Gran Hotel teníamos la luna más grande del mundo, porque queríamos que el viajero viese el paisaje mejor que se ve en plena naturaleza. Ahora con ese tatuaje impreso en la gran luna por la sortija maldita se ha corrompido toda la visión y el gozo del paisaje”.
            Los guardias se la llevaron y la encerraron en la cárcel de mujeres. Lo primero que hizo al entrar en su celda fue escribir su nombre en el cristal, y tantos gritos subversivos llegó a distribuir en todos los cristales de la cárcel que le decomisaron la sortija, gran multa pagada al Estado además de a los particulares, pues con la venta del gran diamante se podría renovar buen número de los cristales inutilizados, aunque no todos.
            El calvorota
 
 
            El periódico, a través de los días es monótono, aunque sea imprescindible. Los corresponsales dan generalmente las buenas noches o los buenos días en esos telegramas que se reciben en rachas de cuatro o cinco.
            Estábamos aquella noche tranquilos. Algunos compañeros recortaban cuartillas con minuciosa aplicación y hacían un encaje de Malinas admirable.
            El reloj tenía el son escéptico que tiene en las redacciones. Iba a señalar el minuto final del cierre.
            Cuando el conserje entró a avisar que un señor quería hablar con todos urgentemente.
            — ¿Con todos?
            — Sí, con todos…
            — Pues que pase —dijo el director.
            Todos esperamos ver pasar al señor que quería hablar con todos.
            Los que estaban haciendo sus calados con las largas tijeras se quedaron perplejos, con las tijeras aun en sus dedos abiertos y con las orejas aguzadas y atentas como conejos de la atención.
            Una reluciente calva apareció por entre la cortina de la puerta. Aquella calva blanca, brillante, palidísima, sobre una cara blanca, brillante, palidísima, nos dio cierto pánico en el primer momento. Parecía que la muerte venía por todos.
            ¡Ah! Pero no, la calva de la vida tiene siempre carne encima, grasa, opulencia. La flacura de la calva de la muerte no tiene comparación.
            — Señores —dijo el calvo dirigiéndose a nosotros—, en la edición de hoy han publicado ustedes una caricatura sobre los calvos, que ya es de una insolencia inaguantable… Vengo a que uno de ustedes, el de más pelo, se desafíe conmigo… Ese anuncio caricatura ha hecho a mi esposa reírse de mí ya sin poderse aguantar, como me ha dicho después, cuando hasta ha llorado de verme tan furioso… Durante quince años de matrimonio he visto muchos anuncios contra la calvicie, muchos dibujos de contraste entre un hombre con pelo y otro sin él, muchos chistes, pero ninguno tan irresistible como éste…
            — Usted comprenderá —le dijo el director— que el responsable de esa caricatura es el anunciante…
            A nosotros se nos envía desde la administración el aviso de inserción y tenemos que insertarlo…
            — No han debido publicarlo aunque se lo enviasen… Además, ustedes comprenderán que un industrial que anuncia específicos para hacer crecer el pelo es un estafador… Durante diez años he estado yo usando todos los que se han anunciado en los periódicos de Europa y he pescado con ellos un reuma cerebral terrible, y yo creo que si me ha crecido el pelo ha sido del revés, hacia dentro, en una horrorosa melena, que me llega hasta los talones, pero por dentro…
            A todos nos daba risa de aquel hombre, pero nadie se atrevía a reírse.
            — Es inaguantable su caricatura de hoy… En la oficina, en el círculo, en todos lados he notado la popularidad de su periódico por cómo me han mirado sonriéndose… Yo necesito desfogarme con… aquel —dijo señalando al que más figura de poeta tenía, a Enrique, con el pelo crecido y rizoso…
            — Bueno, ¿y sus padrinos? —preguntó Enrique…
            — Mis padrinos vendrán ahora mismo… Son dos amigos calvos… He venido yo antes que ellos porque quería darles las razones que me asisten y discutir el principio de la ofensa, contra la que ya sabía yo que iban ustedes a argüir… Las últimas caricaturas de los últimos anuncios de ese específico ya habían hecho temer que eso iba a llegar a lo inadmisible… Ya lo de “¿De qué queso?”, aquella caricatura en que un mozo de restaurante con un queso en la mano hace esa pregunta a dos cocottes, junto a la mesa de un hombre perfectamente calvo, era de una burlonería que sólo estaría justificada en el caso de que no hubiese calvos en el mundo…
            El conserje interrumpió al gran calvo anunciando dos señores.
            — Son ellos —dijo el calvo—. Ahora somos ya esos tres calvos que figuran en esa otra caricatura que también han publicado muchas veces, y que, inclinados sobre una mesa de billar, miran atentamente la posición dudosa de las bolas… Nombre usted sus padrinos y despachemos esta misma noche el asunto. Enrique me nombró a mí y a Lastras sus representantes, y pasamos al despachito de recibir para hablar con los otros dos calvos.
            Estaba más iluminado que de costumbre el obscuro gabinete, gracias a las dos calvas relucientes, calvas de hombres de mundo, grandes, estupendas, de cien vatios por lo menos.
            Se planteó el debate de la ofensa y no tuvimos más remedio que acceder. Sus calvas llenas de dignidad daban un gran empaque a sus palabras. No había derecho, realmente, a meterse con tan solemnes eminencias. Se trató del arma a elegir.
            — El sable, usted comprenderá que no puede ser aceptado por un calvo —dijo uno de los padrinos—. Está en terribles condiciones de inferioridad porque si le cae el sable sobre la cabeza puede muy bien abrirle la cabeza de un modo insoldable por no encontrar resistencia ninguna en ella.
            — Pues entonces la pistola tampoco —dije yo— porque el blanco que ofrece el calvo sería terrible…
            — Tampoco la pistola, y en vista de eso será la espada el arma de combate. Todos los demás detalles se ultimaron, y en la madrugada salíamos en dos coches, como un grupo de juerguistas, camino del campo del honor.
            El espectáculo iba a ser interesante, pues se iba a dilucidar completamente en serio la más pesada de las bromas.
            ¡Lo que son los hombres!
            En la carretera, a aquella hora, ni pájaros había.
            La luz del alba iba a orientar las espadas hasta el corazón, en una herida sutil, recta y segura.
            Los dos adversarios frente a frente, hubo un incidente previo: el calvo, al quitarse el sombrero de copa había aparecido como demasiado desnudo para estar a la intemperie, como si se hubiese quedado sin calzoncillos ni camiseta, y nos dijo, sacando un gorrito negro de un bolsillo:
            — Ustedes me permitirán que me cubra, ¿no?
            Debatimos el caso y se lo consentimos.
            Al verlos dispuestos al asalto tomó el pugilato el sentido de una lucha en que parecía que el calvo tratase de apoderarse del pelo de Enrique.
            Se hicieron el saludo, un saludo sin etiqueta por parte del calvo, por estar cubierto mientras hacía ese saludo que es el saludo más fino, más puro, más digno, más limpio que se hacen los hombres.
            Las tazas de las espadas comenzaron a sonar como timbres. Parecían llamar a los guardas jurados o a la Guardia civil.
            Los padrinos del calvo, los dos calvos, seguían con impasibilidad el desafío y hacían gestos extraños y como imitativos con el bastón, pues ellos también se sentían ofendidos.
            Por fin se oyó un grito y se vio caer a Enrique, atravesado de parte a parte como si fuese de mentira, como si hubiese llevado preparada esa otra media espada que les sale a los clowns por la espalda cuando hacen que les clavan la espada que se encoge.
            Nuestro amigo había muerto instantáneamente, y por eso el ¡Adiós! que habíamos creído oír llegó a nuestros oídos tarde, como retrasado, como lanzado desde detrás del horizonte.
            Todos nos quitamos el sombrero, como se hace en estos casos. Los padrinos calvos y el mismo matador lucieron con gran compunción sus calvas venerables, y como bajaban la cabeza, agobiada por la desgracia, parecían las calvas unos rostros informes, los rostros sin dibujar y sin modelar…
            Y en aquella gran seriedad de la hora y del suceso, vimos lo milagroso: que las tres calvas se fueron cubriendo de pelo, como si la muerte del burlón melenudo hubiese compensado sobre el mismo terreno su falta capilar. Al reconquistar el honor de sus cabezas por un acto así, habían conseguido restaurar el pelo perdido.
            En vista del suceso tan trágico en que se habían metido, la naturaleza, ejemplarizada y restaurada, les devolvió el pelo que les había tomado.
            El recibimiento del rey extranjero
 
 
            No había apenas ciudad en la ciudad. Sólo había casi rey —giro feo, pero necesario—, y si se pudiera decir eso sin que pareciese exageración, se podría decir que no había pueblo.
            En esas condiciones hubo que aceptar la visita que quiso hacer al país el emperador del pueblo próspero y enorme.
            El conflicto era morrocotudo, flamígero, estallante como el estallido de un polvorín.
            — Lo que hay que hacer es planear bien los sitios por los que ha de pasar —dijo el rey a su consejo de ministros—. Hagan ustedes venir a todos los habitantes de mi reino y que traigan tiendas de campaña para establecerse en las afueras hasta el día del desfile…
            En la carrera de la estación a palacio se plantaron faroles falsos, y como había grandes trechos sin construir se hicieron edificaciones de cartón piedra con sólo fachada y ventanas, pues las gentes se asomarían a ellas gracias a unas grandes escaleras de bombero que las encaramarían y les permitirían bajar después de esas casas sin fondo.
            Con toda la guardarropía de los teatros se improvisó un falso ejército bastante numeroso y se le dotó de falsas armas, que debía presentar al paso de los reyes.
            La artillería, a la que pasaría revista el emperador, sería de madera con balas de cartón, lo bastante para dar la sensación de la artillería al ilustre huésped.
            Se imitaron un par de estatuas, se hicieron un par de relojes de torre sólo con esfera y manillas, pues sólo durante el festejo estaría encargado un muchacho de hacerles andar un rato.
            Así de preparadas las cosas, llegó el emperador, y fue conducido por el falso camino, por la falsa gran vía, que era sólo como un vasto proyecto. Como habían faltado elementos, había trechos de calle en que el rey se veía obligado —y así lo tenía apuntado en el trazado del trayecto— a distraer al emperador hacia el otro lado. En su programa tenía escrito: “Distraer al emperador hacia el lado derecho o el izquierdo”, y en un trecho en que no había sido posible construir nada ni a un lado ni a otro tenía escrito esta prescripción: “En este trecho debe cuidar de hacerle mirar al cielo”.
            Después de pasar ante los falsos faroles, los falsos árboles y los falsos edificios, el emperador se sintió satisfecho y le dijo al soberano falsificador: “Vuestro país es admirable, y si todas las calles son como la que he visto, esta ciudad es maravillosa…”.
            Después se fue entusiasmado el ilustre huésped.
            Los fotógrafos fueron los únicos de su séquito que cayeron en el engaño. Hicieron publicar tales fotografías en las revistas del mundo, que provocaron un turismo desenfrenado, encontrándose entonces los pobres extranjeros con una ciudad que no existía, y en la que la mejor muestra de arte son las composiciones hechas con bacalao.
            La astilla del destino
 
 
            Siempre temo a que se me clave la astilla del destino.
            Cuando se cruzan dos trenes en marcha con velocidad acrecentada hasta el máximum, siempre temo que de una portezuela, de la esquina de un vagón, de las mercancías que van apiladas sobre las plataformas, surja la astilla fatal con violencia de faca tirada con fuerza por el que la ha empalmado, por el mismo destino, tan artero en las cuchilladas que dispara.
            Siempre me he replegado dentro del vagón al ver pasar el otro tren, procurando evitar la astilla de la Providencia, la puñalada del cruce.
            FIN DE “DISPARATES”
 
 
 

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