EL SABUESO DE LOS BASKERVILLE 1902 Apreciado Robinson: El presente relato debe su origen a la descripción que usted me hizo de una leyenda existente en el oeste de nuestro país. Por ello, y por la ayuda que me proporcionó dándome detalles, reciba mi agradecimiento. Afectuosamente, A. Conan Doyle Hindhead, Haslemere I - Míster Sherlock Holmes Míster Sherlock Holmes, que generalmente se levantaba muy tarde, a no ser en las frecuentes ocasiones en que permanecía en vela toda la noche, estaba sentado frente a su desayuno. Yo, en pie sobre la alfombra situada frente a la chimenea, tomé en mis manos el bastón que nuestro visitante se había dejado olvidado la noche anterior. Era un grueso bastón de madera, de buena calidad, redondeado en su empuñadura y que pertenecía al tipo denominado Penang lawyer. Inmediatamente por debajo de la empuñadura había un ancho aro de plata, de unos dos centímetros de altura, en el cual aparecía grabada la siguiente inscripción: «A James Mortimer, M. R. C. S., sus amigos del C. C. H.» y la fecha «1884». Era el tipo de bastón que solía llevar —dignificado, firme y tranquilizante— el antiguo médico de cabecera chapado a la antigua. —Bien, Watson, ¿qué deduce usted de él? Holmes estaba sentado de espaldas a mí y yo no le había dado ningún indicio sobre el objeto de mi interés. —¿Cómo supo lo que estaba haciendo? Creo que usted tiene ojos detrás de la cabeza. —Tengo, al menos, una cafetera plateada y brillante frente a mí —contestó—. Pero dígame, Watson, ¿a qué conclusiones le lleva el bastón de nuestro visitante? Este objeto dejado aquí accidentalmente tiene una gran importancia, ya que, por no haber tenido la suerte de encontrarnos con él, ignoramos qué le trajo a nuestra casa. ¿Cómo reconstruye usted al hombre a base del examen de su bastón? —Yo creo —respondí, siguiendo en lo posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un anciano médico a quien sonríe el éxito y a quien se aprecia, ya que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su estimación. —¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente! —Creo también que probablemente se trata de un médico rural que hace una buena parte de sus visitas a pie. —¿Por qué? —Porque este bastón, aunque originalmente haya sido muy bonito, se ha utilizado tanto, que apenas puedo imaginarme que lo use un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está desgastada, lo cual demuestra que ha caminado mucho con él. —¡Perfecto! —dijo Holmes. —Y, por otra parte, ahí tenemos a los «amigos del C. C. H.». Yo diría que se trata de la Asociación de Cazadores… lo que sea, una asociación local a cuyos miembros posiblemente ha tratado y que, a cambio, le han entregado este pequeño regalo. —Excepcionalmente, está usted superándose a sí mismo, Watson —dijo Holmes, mientras retiraba su silla y encendía un cigarrillo—. Debo decir que, en todas las manifestaciones que tan gentilmente ha hecho acerca de mis pequeños éxitos, normalmente ha infravalorado su propia capacidad. Puede ser que usted no sea luminoso, pero es un conductor lumínico. Hay hombres que, sin estar dotados de genio, poseen una destacada capacidad de estimularlo en otras personas. Confieso, estimado colega, que le debo mucho. Jamás, hasta ese momento, había dicho tanto, y he de admitir que sus palabras me proporcionaron un intenso placer, ya que con frecuencia me había herido la indiferencia que mostraba ante mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos. Estaba también orgulloso de pensar que había llegado a adquirir tal dominio de su sistema, que era capaz de aplicarlo de un modo tal que me había valido su aprobación. Cogió entonces el bastón de mis manos y lo examinó a simple vista durante unos minutos. A continuación, con una expresión de interés, dejó su cigarrillo, se acercó a la ventana y examinó nuevamente el bastón con una lupa. —Interesante, pero elemental —dijo mientras volvía a ocupar el rincón favorito de su sofá—. Evidentemente, en el bastón hay una o dos indicaciones que nos proporcionan la base para llegar a varias deducciones. —¿Se me ha escapado algo? —le pregunté, dándome cierta importancia—. Espero que no haya nada significativo que yo pueda haber olvidado. —Me temo, querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones han sido erróneas. Cuando afirmé que usted me estimulaba, quise decir, francamente, que en ocasiones sus falacias me conducían a la verdad. Y no es que en el presente caso se haya usted equivocado completamente. Este hombre, no cabe duda, es médico rural y camina mucho. —Entonces, yo tenía razón. —No del todo. —Pues eso fue todo. —No, no, querido Watson; eso no fue todo, en modo alguno. Yo sugeriría que un regalo para un médico es más probable que proceda de un hospital que de una sociedad de cazadores; y si las iniciales «C. C.» aparecen mencionadas antes de dicho hospital, esas iniciales, prácticamente, le sugieren a uno el Charing Cross. —Puede ser que tenga razón. —La probabilidad está en esa dirección. Y, si aceptamos este punto como hipótesis de trabajo, disponemos de una nueva base para iniciar la reconstrucción de nuestro desconocido visitante. —Bien. Supongamos que «C. C. H.» quiere decir Charing Cross Hospital. ¿Qué otras cosas podemos inferir? —¿No se le ocurre ninguna? Usted conoce mis métodos. Aplíquelos, pues. —No se me ocurre más que la evidente conclusión de que este hombre ha ejercido en la ciudad antes de ir al campo. —Creo yo que podríamos aventurarnos un poco más allá. Mírelo desde ese punto de vista. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciese un regalo como este? ¿Cuándo se unirían sus amigos para ofrecerle una muestra de sus buenos deseos? Evidentemente, en el momento en que el doctor Mortimer dejó de prestar sus servicios en el hospital para ejercer libremente. Sabemos que ha habido un regalo. Creemos que ha habido un cambio de un hospital de la ciudad a un pueblo. En este caso, ¿es llevar demasiado lejos nuestras deducciones, si afirmamos que el regalo se hizo con ocasión de dicho cambio? —Ciertamente, eso parece probable. —Veamos. Usted se dará cuenta de que este médico no podía contarse entre el personal de plantilla del hospital, ya que, para detentar tal cargo, se requiere que la persona en cuestión tenga una especialidad bien establecida en Londres, y, de ser este el caso, tal persona no se hubiese retirado al campo. ¿Qué era, en ese supuesto? Si estaba en el hospital, pero todavía no se contaba entre los miembros del personal de plantilla, no pudo ser sino un interno, es decir, poco más que un estudiante de los últimos cursos. Y abandonó el hospital hace cinco años: la fecha aparece en el bastón. Así pues, mi querido Watson, se desvanece en el aire su grave médico de cabecera, de media edad, para dejar su lugar a un hombre joven, de menos de treinta años, amable sin ambiciones, distraído y dueño de un perro favorito que, de un modo impreciso, describiría como más grande que un terrier y más pequeño que un mastín. Me eché a reír, incrédulo, mientras Sherlock Holmes se reclinaba en el sofá y despedía pequeños anillos de humo que ascendían, con suaves ondulaciones, hacia el techo. —No tengo medios de comprobar la veracidad de la segunda parte —dije—, pero al menos no es difícil saber algunos detalles acerca de la edad y la carrera profesional de nuestro hombre. De mi pequeño estante dedicado a las cuestiones de medicina, tomé el Directorio Médico y busqué su nombre. Había varios Mortimer, pero solo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí su ficha en voz alta: Mortimer, James, M. R. C. S., 1882, Grimpen, Dartmoor, Devon. Interno en el Charing Cross Hospital desde 1882 hasta 1884. Obtuvo el Premio Jackson de Patología Comparada por su ensayo titulado ¿Es la enfermedad una reversión? Miembro correspondiente de la Sociedad Patológica Suiza. Autor de «Algunas rarezas del atavismo» (Lancet, 1882), y «¿Progresamos?» (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow. —Parece que no dice nada de esa sociedad de cazadores, Watson —dijo Holmes con una maliciosa sonrisa—, sino de un médico rural, como usted observó astutamente. Creo que mis suposiciones están bastante justificadas. Y, si no recuerdo mal, le apliqué los atributos de afable, sin ambiciones y distraído. Mi experiencia me dice que en este mundo solo un hombre afable recibe regalos, solo el que no tiene ambición abandona Londres para ejercer en el campo y solo un distraído olvida su bastón, y no su tarjeta de visita, después de esperar en esta habitación durante una hora. —¿Y el perro? —Está habituado a llevar este bastón detrás de su amo. Como el bastón es pesado, el perro lo ha sujetado con fuerza por el centro, donde aparecen bien visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como se ve en el espacio que media entre estas marcas, son, en mi opinión, demasiado grandes para un terrier y demasiado reducidas para un mastín. Podría ser… ¡Claro! ¡Por Júpiter! Es un perro de aguas de pelo rizado. Se había levantado y, mientras hablaba, caminaba por la habitación. De pronto se detuvo en el saliente de la ventana. Había tal timbre de convicción en su voz, que le miré sorprendido. —Mi querido amigo, ¿cómo puede estar tan seguro de eso? —Sencillamente, porque estoy viendo el perro a la misma puerta de nuestra casa, y aquí tenemos el timbrazo de su dueño. No se vaya, Watson, por favor. Es hermano profesional suyo, y la presencia de usted puede servirme de ayuda. Este es el momento dramático del destino, Watson, cuando en la escalera oye uno unas pisadas que se aproximan a nuestra vida y no se sabe si lo hacen para bien o para mal. ¿Qué requiere el doctor James Mortimer, el hombre de la ciencia, de Sherlock Holmes, el especialista del crimen? ¡Pase! La apariencia de nuestro visitante me sorprendió, ya que había esperado que se tratase de un típico médico rural. Era muy alto, delgado, con una larga nariz picuda que surgía entre dos ojos grises y penetrantes, bastante juntos, cuyo brillo se percibía tras las gafas con montura de oro que llevaba. A pesar de su ligero desaliño —llevaba una levita deslucida y unos pantalones deshilachados—, su modo de vestir reflejaba su profesión. Aunque era joven, su larga espalda ya estaba curvada, caminaba con la cabeza inclinada hacia delante y su aspecto general reflejaba una curiosa benevolencia. Así que hubo entrado, sus ojos se fijaron en el bastón que Holmes tenía en sus manos y se apresuró hacia él con una exclamación de alegría. —Me alegro muchísimo —dijo—. No sabía si lo había olvidado aquí o en la oficina naval. No me gustaría perder este bastón por nada del mundo. —Ya veo que se trata de un regalo —dijo Holmes. —Sí, señor. —¿Del Hospital Charing Cross? —Unos amigos que tuve allí me lo regalaron con ocasión de mi matrimonio. —¡Vaya, vaya; eso no está bien! —dijo Holmes, al tiempo que movía la cabeza. Atónito, el doctor Mortimer miró atentamente a través de sus gafas. —¿Por qué no está bien? —Solo porque usted ha dado al traste con nuestras pequeñas deducciones. ¿Dice que fue con motivo de su boda? —Sí, señor. Al casarme dejé el hospital y, con él, toda esperanza de tener una consulta propia. Me era necesario crear un hogar propio. —Pues, después de todo, no nos hemos equivocado tanto —dijo Holmes—. Y ahora, doctor Mortimer… —Míster, solamente míster…, un humilde licenciado M. R. C. S. —Y, evidentemente, un hombre dotado de una mente precisa. —Un aficionado en el terreno científico, míster Holmes, que se limita simplemente a recoger las conchas en las orillas del gran océano desconocido. Supongo que me estoy dirigiendo a míster Sherlock Holmes y no a… —No, aquí mi amigo, el doctor Watson. —Mucho gusto. He oído mencionar su nombre en unión del de su amigo. Usted me interesa mucho, míster Holmes. Apenas hubiese esperado un cráneo tan dolicocéfalo y un desarrollo supraorbital tan marcado. ¿Le importaría si paso el dedo por la fisura de su parietal? Hasta que se pueda disponer del original, un molde de su cráneo sería un adorno digno de cualquier museo antropológico. No es mi intención ser grosero, pero le confieso que envidio su cráneo. Sherlock Holmes señaló un asiento a nuestro singular visitante. —Comprendo que usted es un entusiasta en su modo de pensar, señor, del mismo modo que yo lo soy en el mío —dijo—. Por sus falanges, observo que lía sus propios cigarrillos. No dude en encender uno. Sacó papel de fumar y tabaco y lió un cigarrillo con una sorprendente destreza. Tenía unos dedos largos y ligeros, tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto. Holmes permanecía en silencio, pero sus profundas miradas me hicieron ver el interés que despertaba en él nuestro curioso compañero. —Supongo, caballero —dijo al fin—, que el honor de sus visitas de anoche y de hoy no se debe puramente a su deseo de examinar mi cráneo. —No, señor, no; aunque me alegro de haber tenido la oportunidad de hacer también eso. Vine a verle, míster Holmes, porque reconozco que no soy un hombre práctico y porque de pronto se me ha planteado un problema extraordinario y de suma gravedad. Reconociendo que usted es el segundo mejor experto de Europa… —¡Vaya, caballero! ¿Me permite que le pregunte quién es el primero? —exclamó Holmes con cierta aspereza. —Al hombre de mente precisa y científica siempre le ha atraído extraordinariamente la labor de monsieur Bertillon. —¿No sería mejor, entonces, que le consultase a él? —Hice referencia, señor, a la mente precisa y científica. Pero hay que reconocer que, como hombre práctico, usted es el único. Espero, señor, no haber inadvertidamente… —Un poco —dijo Holmes—. Por favor, doctor Mortimer, creo que sería mejor que me explicase simplemente, sin más preámbulos, el carácter exacto del problema por el cual solicita mi ayuda. II - La maldición de los Baskerville —Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor Mortimer. —Ya me di cuenta de ello cuando entró en esta habitación —contestó Holmes. —Se trata de un manuscrito antiguo. —Principios del siglo dieciocho, a no ser que sea un fraude. —¿Cómo puede saberlo, señor? —Durante toda su conversación he podido examinar una o dos pulgadas de él. Mal experto sería quien no pudiese fijar la fecha de un documento dentro de un margen de unos diez años. Posiblemente haya leído usted la pequeña monografía que tengo escrita al respecto. El suyo lo dataría en 1730. —La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer lo sacó del bolsillo delantero—. Este documento familiar fue puesto bajo mi cuidado por Sir Charles Baskerville, cuya trágica y repentina muerte, hace unos tres meses, dio origen a una gran excitación en Devonshire. Debo decir que fui amigo suyo a la vez que su médico personal. Fue un hombre firme, sagaz, práctico y tan poco dado a fantasías como yo mismo. No obstante, se tomó muy en serio este documento y su mente estaba preparada precisamente para el fin que eventualmente le cupo. Holmes alargó la mano para tomar el manuscrito y lo alisó sobre su rodilla. —Observará usted, Watson, el uso alternativo de la «s» larga y la «s» corta. Fue una de las varias indicaciones que me permitieron fijar la fecha. Por encima de su hombro miré el papel, amarillento y con la escritura descolorida. En la parte superior aparecía un nombre: Baskerville Hall, y abajo, en grandes cifras, estaba garabateada la fecha: 1742. —Parece ser cierta declaración. —Sí, es la exposición de una leyenda que afecta a la familia Baskerville. —Pero creo suponer que hay algo más actual y práctico sobre lo cual desea consultarme. —Sumamente actual. Un asunto absolutamente práctico y urgente que debe decidirse en veinticuatro horas. Pero el manuscrito es corto y está íntimamente relacionado con el asunto. Con su permiso, voy a leérselo. Holmes se recostó en su sillón, juntó las puntas de los dedos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó en voz alta y potente la curiosa y antigua narración que sigue: Muchas explicaciones se han dado en torno al origen del sabueso de los Baskerville; sin embargo, dado que yo procedo por línea directa de Hugo Baskerville y supe esta historia a través de mi padre, que a su vez la supo a través del suyo, la he puesto por escrito con la seguridad de que sucedió como aquí se describe. Desearía que creyeseis, hijos míos, que la misma justicia que castiga el pecado puede también perdonarlo con magnanimidad y que ningún anatema es tan pesado que no pueda desaparecer por medio de la oración y el arrepentimiento. Aprended de esta historia, no a temer los frutos del pasado, sino más bien a ser circunspectos en el futuro; que no vuelvan a desatarse, para nuestra perdición, esas impuras pasiones por las que tan dolorosamente ha sufrido nuestra familia. Sabed que, en tiempos de la «Gran Rebelión» (cuya historia, escrita por el gran erudito Lord Clarendon, os recomiendo firmemente), este señorío de Baskerville era propiedad de un Hugo de dicho apellido, del cual no puede negarse que era el hombre más salvaje, profano y descreído. Ciertamente, sus vecinos le hubiesen perdonado esto, ya que jamás han florecido los santos en estos lugares; pero había en él un desenfreno tal y un humor tan cruel, que su nombre se hizo proverbial en todo el oeste de la isla. Dio la casualidad de que este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse tal palabra a la negra pasión que le dominó) de la hija de un labriego que cultivaba unas tierras cerca del señorío de los Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y de buena reputación, siempre lo evitaba, temerosa de su mal nombre. Y fue así como un día de san Miguel este Hugo y cinco o seis de sus ociosos y perversos amigos asaltaron la granja y se llevaron consigo a la doncella aprovechando que ni su padre ni sus hermanos estaban allí, cosa que él bien sabía. Una vez en la mansión, la doncella fue encerrada en una habitación del piso superior, en tanto que Hugo y sus amigos se entregaban a una larga francachela, como era su costumbre todas las noches. Entre tanto, la muchacha estaba fuera de sí en su habitación al oír los cantos, gritos y terribles juramentos que le llegaban desde abajo, pues se dice que, cuando Hugo Baskerville estaba dominado por el alcohol, utilizaba unas palabras tales que hubiesen sido capaces de hacer volar al hombre que las pronunciase. Al fin, en el extremo de su terror, la joven hizo lo que hubiese arredrado al hombre más valiente o más osado, pues, ayudándose con la yedra que cubría (y aún cubre) la pared sur, descendió desde el alero y, a través del páramo, se encaminó hacia su casa, que se encontraba a una distancia de tres leguas de la mansión. Sucedió que, al poco rato, Hugo abandonó a sus comensales para llevar a su cautiva comida y bebida —y, ¿qué duda cabe?, otras cosas peores—, encontrándose con que la jaula estaba vacía y el pájaro había escapado. La transformación que se obró en él diríase que era la de una persona poseída por el demonio; bajó a toda prisa las escaleras y, al llegar al comedor, saltó encima de la gran mesa, haciendo saltar por los aires bebidas y viandas, y a voz en grito proclamó ante todos los presentes que esa misma noche entregaría cuerpo y alma a los Poderes del Mal con tal de poder atrapar a la fregona. Mientras los calaveras permanecían horrorizados ante la furia del hombre, uno de ellos, peor que los otros —o tal vez más ebrio que los demás—, gritó que deberían soltar los sabuesos en su persecución. Hugo, al oírlo, salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a los palafreneros que le ensillasen su yegua y soltasen la trailla; y, dando a oler a los sabuesos un pañuelo de la doncella, los encaminó hacia la senda, con lo que, en medio de grandes aullidos, se perdieron en el páramo, que se encontraba iluminado por la luz de la luna. Los juerguistas quedaron boquiabiertos durante un tiempo, incapaces de entender todo lo que había sucedido con tal rapidez. Pero tan pronto como su confuso juicio comprendió la naturaleza de la hazaña que probablemente iba a desarrollarse en el páramo, la casa se convirtió en un formidable barullo; unos pedían sus pistolas; otros, sus caballos; otros, una nueva botella de vino. Al fin se hizo el sentido en sus mentes delirantes y todos ellos, en número de trece, montaron en sus cabalgaduras e iniciaron la persecución. Habían recorrido una o dos millas cuando pasaron junto a uno de los pastores nocturnos del páramo, al que gritaron inquiriendo si había visto pasar la cacería. Según cuenta la historia, el hombre estaba tan dominado por el pavor, que apenas podía hablar; pero al fin dijo que sí había visto a la desgraciada doncella, tras cuyo rastro iban los sabuesos. «Pero he visto algo más —añadió—. Hugo Baskerville pasó galopando en su yegua y, silenciosamente, detrás de él, corría un sabueso tal que Dios no quiera que jamás corra uno como ese tras de mis talones». Los caballeros, borrachos, maldijeron al pastor y siguieron cabalgando. Pero pronto se les heló la sangre al percibir el ruido de un galope a través del páramo y ver cómo les pasaba la yegua negra, empapada de sudor, suelta la brida y vacía la silla. Dominados por un intenso pavor, los caballeros siguieron cabalgando juntos por el páramo, aunque, si cada uno de ellos hubiese estado solo, habría sentido gran satisfacción en hacer volver grupas a su caballo. Cabalgando lentamente de esta suerte, llegaron al fin junto a los sabuesos. Aunque estos eran reconocidos por su valor y casta, en ese momento ladraban plañideramente, apiñados junto a una profunda depresión o buzamiento del páramo; unos trataban de escabullirse, mientras que otros, con los pelos de punta y ojo avizor, miraban hacia el estrecho valle que se abría ante ellos. Cuando el grupo se detuvo, se habían desvanecido ya, como podéis figuraros, los vapores del alcohol que los habían dominado desde el principio. La mayoría no se atrevió en modo alguno a avanzar, pero hubo tres de ellos, más intrépidos que los demás (o tal vez más borrachos), que descendieron con sus cabalgaduras al fondo de la hondonada. Esta se ensanchaba, dando lugar a un espacio abierto en el cual aparecían dos de esas grandes piedras, que todavía pueden verse allí, plantadas en la antigüedad por ciertos pueblos olvidados. La luna iluminaba el claro con su brillo y en el centro del mismo yacía la desgraciada doncella, en el lugar donde había caído muerta a causa del miedo y la fatiga. Pero no fue la visión de su cuerpo, ni la del cuerpo de Hugo Baskerville, que yacía junto a ella, lo que erizó el cabello de los tres osados fanfarrones, sino que sobre Hugo, y aferrado a su garganta, había un ser espantoso, una enorme bestia negra que tenía la forma de un sabueso, pero de un tamaño muy superior a cualquiera que ojo humano haya visto jamás. Aún estaban mirándolo cuando dicho ser arrancó la garganta de Hugo Baskerville y se volvió hacia ellos con ojos brillantes y fauces chorreando sangre, ante lo cual los jinetes gritaron despavoridos y se lanzaron al galope por el páramo, en medio de grandes chillidos, con intención de salvar su vida. Se dice que uno de ellos murió aquella misma noche debido a la visión que había tenido, en tanto que los otros dos quedaron destrozados para el resto de sus vidas. Tal es, hijos míos, la historia de la aparición del sabueso, del cual se dice que ha atormentado desde entonces a nuestra familia de modo tan penoso. Si la he puesto por escrito es porque menos terror produce lo que se sabe con claridad que lo que solo se supone y se insinúa. Tampoco puede negarse que muchos miembros de la familia han tenido muertes desgraciadas, acaecidas de un modo repentino, sangriento y misterioso. Sin embargo, quiera Dios que podamos acogernos a la infinita bondad de la Providencia, que no por siempre jamás castigará al inocente, más allá de la tercera o cuarta generación, con que se amenaza en las Sagradas Escrituras. A dicha Providencia, hijos míos, os recomiendo por la presente, y os aconsejo que tengáis cuidado de no cruzar el páramo durante esas horas de la oscuridad en que andan sueltos los poderes del mal. [De Hugo Baskerville a sus hijos Rodger y John, con instrucciones de que no digan a su hermana Elizabeth nada de lo aquí expuesto.] Cuando el doctor Mortimer hubo acabado de leer esta singular historia, se colocó las gafas sobre la frente y miró directamente a míster Sherlock Holmes; este último bostezó y arrojó a la chimenea la colilla de su cigarrillo. —¿Y bien? —dijo. —¿La encuentra interesante? —Para un coleccionista de historias fantásticas. El doctor Mortimer sacó un periódico que llevaba doblado en el bolsillo. —Pues ahora, míster Holmes, le comunicaré algo más reciente. Este es el Devon Country Chronicle del 14 de junio del presente año, el cual incluye una breve descripción de los hechos relativos a la muerte de Sir Charles Baskerville, acaecida unos cuantos días antes. Mi amigo se inclinó ligeramente hacia delante con expresión atenta. Nuestro visitante volvió a ajustarse las gafas y comenzó: La reciente muerte repentina de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como el de un probable candidato liberal por Mid-Devon en las próximas elecciones, ha arrojado una sombra de tristeza por todo el condado. Aunque Sir Charles solo había residido en Baskerville Hall durante un periodo bastante corto, la amabilidad de su carácter y su extrema generosidad le habían ganado el afecto y el respeto de todos aquellos que estuvieron en contacto con él. En estos días de nouveaux riches, resulta un alivio encontrar un caso en que el vástago de una antigua familia del condado, que se había hundido a causa de los malos tiempos, es capaz de rehacer su fortuna y traerla aquí con el fin de restaurar la desaparecida grandeza de su linaje. Como todo el mundo sabe, Sir Charles consiguió grandes sumas de dinero en África del Sur, gracias a sus negocios. Más cuerdo que aquellos que no cesan hasta que la rueda de la fortuna se les pone en contra, Sir Charles se dio cuenta de las ganancias obtenidas y regresó con ellas a Inglaterra. No hace más de dos años que fijó su residencia en Baskerville Hall, y en los labios de todo el mundo han estado los planes de reconstrucción y mejora que su muerte ha interrumpido. Carente de hijos, expresó abiertamente su deseo de que, en vida suya, todo el campo se beneficiase de su buena fortuna, y muchos serán los que tengan motivos personales para llorar su prematuro final. Estas columnas se han hecho eco frecuentemente de sus generosas donaciones, con fines caritativos, tanto en la propia localidad como en el condado. No puede decirse que la encuesta haya aclarado completamente las circunstancias que han rodeado la muerte de Sir Charles, pero al menos se ha hecho lo suficiente para acallar los rumores a que ha dado lugar la superstición local. No hay motivo alguno para sospechar la existencia de perfidia o para imaginarse que la muerte haya podido deberse a otras causas que no sean las naturales. Sir Charles era viudo y, en ciertos aspectos, podría tachársele de excéntrico. A pesar de su considerable riqueza, sus gustos personales eran simples, y el servicio que le atendía en Baskerville Hall estaba integrado únicamente por un matrimonio, los Barrymore; el marido actuaba como mayordomo y la mujer como ama de llaves. Su evidencia, corroborada por la de varios amigos del finado, demuestra que la salud de Sir Charles había sido delicada desde hacía algún tiempo, y señala especialmente una afección cardiaca que se manifestó en cambios de color, ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico personal del finado, ha declarado lo mismo. Los detalles del caso son simples. Sir Charles Baskerville tenía la costumbre de dar un paseo todas las noches, antes de retirarse a la cama, por el famoso Paseo de los Tejos de Baskerville Hall. Los Barrymore han declarado la existencia de este hábito. Sir Charles manifestó, el 4 de junio, que tenía la intención de marchar al día siguiente a Londres y ordenó a Barrymore que le preparase su equipaje. Aquella noche salió, como de costumbre, para dar su paseo nocturno, durante el cual solía fumar un puro. Jamás regresó. Al darse cuenta Barrymore, a las doce de la noche, de que aún estaba abierta la puerta del salón, empezó a alarmarse y, encendiendo su linterna, marchó en busca de su señor. El día había sido húmedo y en el paseo podían percibirse fácilmente las huellas de Sir Charles. A mitad del paseo hay una puerta que da al páramo. Había indicios de que Sir Charles había permanecido en dicho lugar durante un rato, y después siguió caminando por el paseo, al final del cual fue donde se descubrió su cuerpo. Un detalle que no se ha aclarado es la manifestación de Barrymore de que las huellas de los pasos de su señor habían cambiado de forma a partir del lugar donde se encuentra la puerta del páramo, ya que desde ese punto parecía como si hubiese caminado de puntillas. A no mucha distancia, en esos momentos, se encontraba en el páramo un tal Murphy, gitano que se dedica a la compraventa de caballos; pero parece ser, por su confesión, que estaba ebrio. Declara haber oído gritos, pero no puede decir de qué dirección procedían. En la persona de Sir Charles no se descubrió ninguna señal de violencia, y aunque el doctor declaró la existencia de una distorsión facial casi increíble —tan grande, que el doctor Mortimer se negó al principio a creer que se tratase realmente de su amigo y paciente—, se explicó que dicha distorsión es un síntoma no infrecuente en casos de disnea y de muertes debidas a agotamiento cardiaco. Esta explicación ha sido corroborada por el examen post-mortem, que ha demostrado la existencia de una larga enfermedad orgánica, y el jurado del forense ha emitido un veredicto que concuerda con la evidencia médica. Es beneficioso que haya sido así, ya que, sin duda, es de suma importancia que el heredero de Sir Charles fije su residencia en Baskerville Hall y continúe la buena labor que tan tristemente se ha interrumpido. De no haber puesto punto final el prosaico dictamen del forense a las fantásticas historias que han circulado en relación con el caso, podría haber sido difícil encontrar un residente para Baskerville Hall. Se cree que, si aún está vivo, el pariente más próximo de Sir Charles es míster Henry Baskerville, hijo del hermano menor de Sir Charles Baskerville. Según las últimas noticias, el joven se encontraba en América y se están llevando a cabo indagaciones con el fin de poder informarle acerca de la fortuna que le ha correspondido. El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo. —Estos son los datos públicos, míster Holmes, en relación con la muerte de Sir Charles Baskerville. —Debo manifestarle mi agradecimiento —dijo Sherlock Holmes— por haber llamado mi atención acerca de un caso que, ciertamente, presenta algunos aspectos interesantes. En su día leí algunos comentarios que la prensa hizo al respecto, pero estaba sumamente preocupado por aquella pequeña cuestión de los camafeos del Vaticano y, en mi deseo de complacer al Papa, perdí el contacto con varios asuntos interesantes de Inglaterra. ¿Dice usted que el artículo incluye todos los detalles públicos? —Eso es. —Entonces, infórmeme de los privados. Se reclinó en su asiento, juntó las puntas de los dedos y adoptó su expresión más imperturbable y judicial. —Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer, que había empezado a mostrar signos de una fuerte emoción—, voy a manifestarle lo que no he confiado a nadie. El motivo que me llevó a ocultarlo en el curso de la investigación del forense fue el de que un hombre de ciencia rehuye situarse públicamente en una postura tal que parezca que apoya una superstición popular. Además, tenía fuertes razones para creer que, como dice el periódico, Baskervillle Hall permanecería vacío si se incrementara de algún modo la fea reputación de que goza. Por estos dos motivos pensé que estaba justificado decir menos de lo que sabía, ya que de lo contrario no resultaría nada que fuese bueno en la práctica; pero con usted no hay razón alguna que me impida ser completamente franco. »El páramo está muy poco poblado y los que viven cerca permanecen muy unidos. Por este motivo veía con mucha frecuencia a Sir Charles Baskerville. A excepción de míster Frankland, de Lafter Hall, y de míster Stapleton, el naturalista, no hay otras personas cultas en unas millas a la redonda. Sir Charles era persona retraída, pero su enfermedad fue la causa que nos puso en contacto, unión que se mantuvo gracias a la comunidad de intereses entre él y yo. De África del Sur había traído un buen bagaje de información científica, y hemos pasado veladas estupendas discutiendo la anatomía comparada de bosquimanos y hotentotes. »En el curso de los últimos meses se me hizo cada vez más evidente que el sistema nervioso de Sir Charles estaba forzado al máximo. Había tomado demasiado a pecho la leyenda que le he leído, hasta el punto de que, aunque paseaba por los terrenos de su propiedad, por nada del mundo hubiese salido al páramo durante la noche. Por increíble que pueda parecerle, míster Holmes, Sir Charles estaba plenamente convencido de que sobre su familia pesaba un destino terrible, y ciertamente no eran alentadores los informes que podía dar de sus antecesores. Constantemente le horrorizaba la idea de cierta presencia espantosa, y en más de una ocasión me preguntó si en mis desplazamientos profesionales durante la noche no había visto alguna extraña criatura o había oído el aullido de un sabueso. En varias ocasiones me interrogó acerca de este último punto, y siempre con un tono de voz en el que vibraba la excitación que le dominaba. «Recuerdo muy bien cierta tarde en que fui a su casa, unas semanas antes del fatal acontecimiento. Dio la casualidad de que él se encontraba a la puerta de la casa; cuando descendí de mi calesín y me encontraba ya junto a él, vi que fijaba su atención en algo que había detrás de mí, y lo miraba con una expresión del más profundo horror. Me giré rápidamente y tuve el tiempo justo de contemplar lo que tomé por un ternero negro de gran tamaño que cruzaba el final del paseo. Observé que él se mostraba tan excitado y alarmado, que me vi obligado a ir al lugar donde había estado el animal y a buscarlo por los alrededores. No obstante, había desaparecido, y parece ser que el incidente dejó en su mente una malísima impresión. Permanecí con él toda la tarde, y fue tal la emoción que había experimentado, que esta fue la ocasión en que me confió la custodia de la historia que leí a usted al poco de llegar. Menciono este pequeño episodio porque adquiere cierta importancia a la vista de la tragedia que siguió, pero en aquellos momentos estaba convencido de que el asunto era absolutamente trivial y que la excitación de Sir Charles no tenía justificación alguna. »Sir Charles, siguiendo mi consejo, estaba a punto de ir a Londres. Yo conocía su afección cardiaca, y, por quimérica que fuese la causa, la constante ansiedad en que vivía estaba ejerciendo un grave efecto sobre su salud. Creía que volvería hecho un hombre nuevo después de pasar unos cuantos meses en medio de las distracciones de la ciudad. De mi misma opinión fue míster Stapleton, mutuo amigo nuestro, que también estaba muy preocupado por su estado de salud. Esta terrible catástrofe acaeció en el último instante. »La noche de la muerte de Sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que hizo el descubrimiento, envió a caballo a Perkins, el criado, para que yo acudiese. Como, a pesar de ser tarde, aún no me había acostado, pude llegar a Baskerville Hall antes de que hubiese transcurrido una hora desde el suceso. Comprobé y corroboré todos los hechos que se mencionaron en la investigación. Seguí las huellas de sus pisadas a lo largo del Paseo de los Tejos y vi el lugar, junto a la puerta del páramo, donde parecía que había estado esperando. Me fijé en el cambio que se operaba en sus huellas más allá de ese punto y en que no había ninguna otra huella en la grava, aparte de las de Barrymore; por último, examiné el cuerpo, que nadie había tocado hasta mi llegada. Sir Charles yacía rostro en tierra, con los brazos extendidos, los dedos hincados en la tierra y sus facciones tan convulsionadas, a causa de alguna fuerte emoción, que difícilmente hubiera jurado que era él. Por supuesto, no había señal de lesión física de ninguna especie. Pero Barrymore hizo una declaración falsa en el curso de la investigación. Dijo que no había huellas en el suelo, en torno al cuerpo. Si él no observó ninguna, yo sí las vi… Estaban a alguna distancia, pero eran frescas y precisas. —¿Pisadas? —Pisadas. —¿De hombre o de mujer? El doctor Mortimer nos miró de un modo extraño durante un instante; luego su voz se convirtió casi en un murmullo, al responder: —¡Míster Holmes, eran las pisadas de un sabueso gigantesco! III - El problema Confieso que sentí un estremecimiento al oír estas palabras. La excitación que se manifestaba en la voz del doctor mostraba que también él estaba profundamente afectado por lo que nos había dicho. Holmes se inclinó hacia adelante, lleno de excitación, y en sus ojos podía percibirse el duro brillo que los caracterizaba cuando estaba muy interesado por algo. —¿Las vio usted? —Con tanta claridad como le estoy viendo a usted. —¿Y no dijo nada? —¿Para qué? —¿Cómo es que nadie más las vio? —Las marcas se encontraban a unas veinte yardas del cuerpo y nadie reparó en ellas. Supongo que yo tampoco lo hubiera hecho de no haber conocido la leyenda. —¿Hay muchos perros pastores en el páramo? —Sin duda; pero este no era un perro pastor. —¿Dice usted que era grande? —Enorme. —¿Pero no se había acercado al cuerpo? —No. —¿Cómo estaba la noche? —Húmeda y desapacible. —¿Pero no llovía? —No. —¿Cómo es el paseo? —Hay dos hileras antiguas de setos de tejo; tienen unos doce pies de altura y resultan impenetrables. Por el centro discurre el paseo, que tiene unos ocho pies de anchura. —¿Hay algo entre los setos y el paseo? —Sí, a cada lado hay una franja de hierba de unos seis pies de anchura. —Creo entender que el seto está cortado en un punto por una puerta. —Sí; el portillo que da al páramo. —¿Hay alguna otra abertura? —Ninguna. —¿De modo que, para penetrar en el Paseo de los Tejos, uno ha de hacerlo desde la casa o por la puerta del páramo? —Hay una salida por el pabellón situado en el extremo. —¿Había llegado Sir Charles hasta este punto? —No; yacía a unas cincuenta yardas de distancia. —Dígame ahora, doctor Mortimer, un detalle que tiene mucha importancia: ¿vio usted las marcas en el paseo y no en la hierba? —En esta no hubiera podido verse ninguna huella. —¿Estaban en el lado del paseo más próximo a la puerta de salida del páramo? —Sí; estaban en el borde del paseo, en el mismo lado en que se encuentra la puerta del páramo. —Está usted despertando profundamente mi curiosidad. Otro detalle: ¿estaba cerrado el portillo? —Cerrado y con el candado echado. —¿Qué altura tiene? —Unos cuatro pies. —¿Podría haber saltado alguien por encima? —Sí. —¿Y qué marcas vio usted junto al portillo? —Ninguna en particular. —¡Dios mío! ¿No lo examinó nadie? —Lo hice yo mismo. —¿Y no encontró nada? —Todo estaba muy confuso. Evidentemente, Sir Charles había permanecido allí durante cinco o diez minutos. —¿Cómo lo sabe? —Porque por dos veces había caído ceniza de su puro. —¡Excelente! He aquí, Watson, un colega que aplica perfectamente nuestros métodos. Pero ¿y las marcas? —Había dejado marcadas sus propias huellas por toda la pequeña superficie de grava, pero no pude distinguir otras que no fuesen las suyas. Holmes se golpeó dos veces las rodillas con la mano en un gesto de impaciencia. —¡Si yo hubiera podido estar allí! —gritó—. Evidentemente, es un caso de verdadero interés y que ofrecía unas oportunidades inmensas para un experto científico. El sendero de grava, en el que tantas cosas hubiera podido leer yo, ha sido lavado durante este tiempo por la lluvia y alterado por las pisadas de los zapatones de campesinos curiosos. ¡Oh, doctor Mortimer, doctor Mortimer; y pensar que usted no me llamó! Ha de reprochársele no haberlo hecho. —Yo no podía llamarle a usted, míster Holmes, sin dar publicidad a estos hechos, y ya le he explicado mis razones para no hacerlo. Además… —¿Por qué duda usted? —Hay un reino en el cual el más astuto y experimentado de los detectives se encuentra desamparado. —¿Quiere decir usted que la cosa es sobrenatural? —No he dicho positivamente eso. —Pero, evidentemente, lo piensa. —Desde la tragedia, míster Holmes, han llegado a mis oídos varios incidentes cuya explicación resulta difícil de conciliar con el orden establecido de la naturaleza. —Por ejemplo… —Supe que antes de que sucediera este terrible acontecimiento varias personas habían visto en el páramo un ser que encaja con el demonio de los Baskerville y que no podía ser animal alguno conocido por la ciencia. Todas las personas que lo vieron coincidieron en que era un ser enorme, luminoso, pálido y espectral. He interrogado a estos hombres (uno de ellos es un terco campesino; otro, un herrero, y el tercero, un labrador del páramo) y todos explican la misma historia acerca de esta terrorífica aparición, que se corresponde exactamente con el sabueso diabólico de la leyenda. Le aseguro que por el distrito impera el terror y que difícilmente se encontrará un hombre que se atreva a cruzar el páramo durante la noche. —¿Y usted, un experto hombre de ciencia, cree que es sobrenatural? —Yo no sé qué creer. Holmes se encogió de hombros. —Hasta la fecha he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—. He combatido, modestamente, el mal, pero tal vez resultaría una labor demasiado ambiciosa emprenderla con el propio Padre del Mal. No obstante, ha de admitir usted que unas pisadas son algo material. —El sabueso que las imprimió fue lo bastante material como para desgarrar la garganta de un hombre; sin embargo, también fue diabólico. —Veo que en buena parte se ha pasado usted al terreno de los que creen en lo sobrenatural. En fin, dígame una cosa, doctor Mortimer: si usted tiene estas ideas, ¿por qué ha venido, pues, a consultarme? Me dice que es inútil investigar la muerte de Sir Charles y, al mismo tiempo, desea que lo haga. —No dije que desease que usted lo hiciera. —Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? —Aconsejándome qué debo hacer con Sir Henry Baskerville, que llegará a la estación de Waterloo… —el doctor Mortimer consultó su reloj— exactamente dentro de una hora y cuarto. —¿Es él el heredero? —Sí; a la muerte de Sir Charles hicimos indagaciones acerca de este joven y descubrimos que se había dedicado a la agricultura en el Canadá. A juzgar por los testimonios que nos han llegado, es una persona excélente en todos los sentidos. Estoy hablando en estos momentos no como médico, sino como depositario y ejecutor del testamento de Sir Charles. —Supongo que no habrá ningún otro pretendiente… —No; el otro único pariente al que hemos podido seguir la pista fue Rodger Baskerville, el más joven de los tres hermanos, de los cuales Sir Charles fue el mayor. El segundo hermano, que murió joven, es el padre de Sir Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la familia. Había heredado la misma disposición de los antiguos Baskerville y, según dicen, era idéntico al retrato que conserva la familia del primitivo Hugo. Inglaterra se le quedó demasiado pequeña y escapó a Centroamérica, donde murió de fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de la familia y dentro de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He recibido un cable anunciando su llegada a Southampton esta mañana. Así pues, míster Holmes, ¿qué me aconseja que haga con él? —¿Por qué no habría de ir al hogar de sus padres? —Parece natural que lo haga, ¿verdad? No obstante, tenga en cuenta que todos los Baskerville que van allí se enfrentan con un destino aciago. Estoy seguro de que, si Sir Charles hubiese hablado conmigo antes de su muerte, me hubiese aconsejado no llevar a ese lugar fatídico al último vástago de la antigua estirpe, heredero de una gran riqueza. Y, sin embargo, no puede negarse que la prosperidad de todo el pobre y yermo campo vecino depende de la presencia de esa persona. Toda la noble labor llevada a cabo por Sir Charles se vendrá por tierra si la mansión se queda vacía. Temo que mi obvio interés por el asunto pueda influir excesivamente sobre mi decisión; tal es el motivo por el que le planteo a usted el caso y le solicito su consejo. —Dicho con palabras simples —manifestó Holmes, después de reflexionar unos momentos—, la cuestión es esta: según su opinión, existe un agente diabólico que hace de Dartmoor un lugar inseguro para un Baskerville, ¿no es así? —Al menos, me atrevería a decir que existen ciertas pruebas de que pueda ser así. —Exactamente; pero es evidente que, de ser correcta su teoría de lo sobrenatural, el mal podría abatirse sobre este joven tanto en Londres como en Devonshire. Resultaría demasiado inconcebible un diablo que poseyese un simple poder local, constreñido, por ejemplo, a la sacristía de una parroquia. —Usted, míster Holmes, plantea la cuestión de un modo más petulante de lo que quizá lo haría si hubiese mantenido un contacto personal con estas cosas. Así pues, creo entender que su opinión es que este joven estará tan a salvo en Devonshire como en Londres. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría? —Le recomiendo, caballero, que tome un coche, llame a su perro, que está arañando la puerta de la calle, y se dirija a la estación de Waterloo para recibir a Sir Henry Baskerville. —¿Y luego? —Luego no le diga nada en absoluto hasta que yo haya tomado una decisión al respecto. —¿Cuánto tiempo tardará usted en decidirse? —Veinticuatro horas. Me sentiré muy honrado si mañana a las diez acude usted aquí, doctor Mortimer; y será de gran ayuda para nuestros planes futuros que se traiga consigo a Sir Henry Baskerville. —Así lo haré, míster Holmes. Apuntó la cita en el puño de su camisa y se apresuró a salir con su extraño aire distraído y atisbante. Holmes le detuvo en el alto de la escalera. —Una pregunta más, doctor Mortimer: ¿dice usted que, con anterioridad a la muerte de Sir Charles Baskerville, varias personas vieron aquella aparición en el páramo? —La vieron tres personas. —¿La ha visto alguien después de la muerte? —No he oído de nadie. —Gracias. Buenos días. Holmes regresó a su asiento con tranquilo aspecto de satisfacción interna, indicio de que tenía ante sí una misión que le gustaba. —¿Va a salir, Watson? —A no ser que pueda ayudarle. —No, estimado colega; es a la hora de la acción cuando recurro a su ayuda. Pero esto es espléndido, único, desde varios puntos de vista. Cuando pase por casa de Bradley, haga el favor de decir que me envíen una libra del tabaco de pipa más fuerte que tengan. Sería también conveniente que no regresase hasta la noche; entonces, me gustaría cambiar impresiones acerca de este interesantísimo problema que se nos ha planteado esta mañana. Sabía yo que la soledad y el encierro eran muy necesarios para mi amigo en las horas de intensa concentración mental, durante las cuales calibraba las más pequeñas pruebas existentes, elaboraba distintas alternativas, sopesaba unas frente a otras y decidía qué puntos eran esenciales y cuáles carecían de importancia. Así pues, pasé el día en mi club y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando me encontré de nuevo en el salón. Cuando abrí la puerta, mi primera impresión fue la de que se había declarado un incendio: la habitación estaba tan llena de humo, que apenas podía verse la luz de la lámpara que había en la mesa. Sin embargo, mis temores se calmaron cuando hube entrado, ya que se trataba del humo acre de un tabaco fuerte y ordinario que se me agarró a la garganta e hizo que me pusiera a toser. A través de la niebla percibí una vaga visión de Holmes; llevaba puesta su bata, estaba acurrucado en un sillón y en los labios tenía su pipa de arcilla negra. Alrededor de él había varios papeles enrollados. —¿Se ha resfriado, Watson? —dijo. —No; es esta atmósfera envenenada. —Ahora que lo dice, supongo que está un poco cargada. —¿Cargada nada más? Es intolerable. —¡Abra la ventana, pues! Veo que ha pasado todo el día en el club. —¡Vaya, Holmes! —¿No tengo razón? —Desde luego. ¿Pero cómo…? —Emana de usted, Watson, un frescor tan agradable, que supone un placer para mí ejercer a su costa los pequeños poderes que poseo. Un caballero sale en un día borrascoso y húmedo y regresa, por la noche, con lustre aún en su sombrero y sus botas. Así pues, no se ha movido usted en todo el día. Pero, como es un hombre que no tiene amigos íntimos, ¿dónde ha podido estar? ¿No es evidente? —Bueno, es bastante evidente. —El mundo está lleno de cosas evidentes que nadie observa ni por casualidad. ¿Dónde cree usted que he estado yo? —Tampoco se ha movido. —Al contrario: he estado en Devonshire. —¿En espíritu? —Exactamente. Mi cuerpo no se ha movido de este sillón; y lamento observar que, en mi ausencia, ha consumido dos grandes jarras de café y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se marchó, mandé a buscar a la tienda de Stamford las hojas del mapa oficial correspondiente a dicha parte del páramo por la cual ha revoloteado mi espíritu todo el día. Me enorgullezco de decir que no podría perderme por esa zona. —Un mapa a gran escala, supongo. —Muy grande —desenrolló una sección y la colocó sobre sus rodillas—. Aquí está el distrito que nos interesa en especial. Ahí, en el centro, está Baskerville Hall. —¿Hay arbolado alrededor? —Exactamente. Aunque no esté marcado con su nombre, supongo que el Paseo de los Tejos debe de encontrarse a lo largo de esta línea; como usted observará, el páramo se extiende a la derecha del mismo. El pequeño grupo de casas que se señala aquí es la aldea de Grimpen, donde reside nuestro amigo el doctor Mortimer. Como puede ver, no hay más que unas cuantas viviendas diseminadas en un radio de cinco millas. Aquí se encuentra Lafter Hall, que se menciona en la leyenda. En este punto aparece indicada una casa que puede ser la residencia del naturalista… Stapleton; creo recordar que este es su nombre. En esta parte del páramo hay dos casas de labranza: High Tor y Foulmire. Más allá, a catorce millas de distancia, está la prisión de Princetown. En torno a estos puntos diseminados se extiende el páramo, desolado y yermo. Este es, pues, el escenario donde se representó la tragedia y donde podemos ayudar a que se represente de nuevo. —Debe ser un lugar salvaje. —Sí; el emplazamiento merece la pena. Si el diablo decidió realmente meter baza en los asuntos del hombre… —Así que se inclina usted por la explicación sobrenatural. —Los agentes del diablo pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto? Para empezar, hay dos cuestiones que nos están esperando. La primera es saber si se cometió realmente un delito. La segunda es conocer cuál fue el delito y cómo se cometió. Lógicamente, de ser correctas las suposiciones del doctor Mortimer, nos estaríamos enfrentando con unas fuerzas ajenas a las leyes naturales, y, por lo tanto, nuestra investigación tiene un límite. Pero estamos obligados a agotar todas las demás hipótesis antes de recurrir a esta. Creo que deberíamos cerrar otra vez esa ventana, si no le importa. Resulta singular, pero encuentro que un ambiente cargado ayuda a que se concentre el pensamiento. Aún no he llegado al extremo de encerrarme en una caja para pensar, pero ese es el resultado lógico de mis convicciones. ¿Ha dado usted vueltas al caso? —Sí, he pensado mucho acerca de él en el transcurso del día. —¿Y qué cree? —Que es desconcertante. —Tiene, evidentemente, una personalidad propia. Hay en él detalles muy peculiares. Con respecto, por ejemplo, a las pisadas, ¿qué deduce de ellas? —Mortimer dice que el hombre había caminado de puntillas en aquella parte del paseo. —Se limitó a repetir lo que algún necio manifestó en el curso de la investigación judicial. ¿Por qué una persona había de caminar de puntillas por el paseo? —¿Pues qué, entonces? —Iba corriendo, Watson… Iba corriendo desesperadamente; corría para salvar su vida; corrió hasta que su corazón estalló y cayó muerto rostro en tierra. —¿Y de qué escapaba? —Ahí reside nuestro problema. Hay indicios de que el hombre estaba loco de terror, incluso antes de que empezase a correr. —¿En qué se basa para decirlo? —Presumo que la causa de su terror procedía del páramo. De ser así, lo cual parece ser lo más probable, solo un hombre que hubiera perdido el juicio correría desde la casa, en lugar de hacerlo hacia la misma. Si puede tomarse como cierta la declaración hecha por el gitano, corrió pidiendo ayuda en la dirección desde la cual era menos probable que la recibiera. Y, por otra parte, ¿a quién esperaba aquella noche, y por qué lo hacía en el paseo y no en su propia casa? —¿Cree usted que estaba esperando a alguien? —El hombre era anciano y estaba enfermo. Podemos comprender que diese un paseo todas las noches, pero el terreno estaba encharcado y la noche era inclemente. ¿Es lógico que esperase cinco o diez minutos, como el doctor Mortimer, con más sentido práctico del que yo le hubiese atribuido, dedujo de la ceniza de su puro? —Pero Sir Charles salía todas las noches. —No creo probable que esperase en la puerta del páramo todas las noches. Por el contrario, tenemos pruebas de que evitaba el páramo. Aquella noche esperó en dicho punto. Era la noche anterior a su venida a Londres. El asunto empieza a adquirir forma, Watson; empieza a hacerse coherente. Haga el favor de alcanzarme el violín y dejemos de pensar en este asunto hasta mañana, en que tendremos la ventaja de reunimos con el doctor Mortimer y Sir Henry Baskerville. IV - Sir Henry Baskerville La mesa del desayuno quedó limpia desde temprano y Holmes, embutido en su bata, estaba esperando la llegada de la visita prometida. Nuestros clientes llegaron a su cita con puntualidad, pues el reloj acababa de dar las diez cuando apareció el doctor Mortimer seguido por el joven baronet. Este era un hombre bajo, avispado y de ojos negros; tendría unos treinta años, su complexión era fuerte, poseía unas cejas espesas y negras, un rostro fuerte y un carácter combativo. Llevaba un traje de tweed de tonos rojizos y su aspecto era el de una persona que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. No obstante, en su mirar reposado y en la tranquila serenidad de su porte había algo que demostraba que se trataba de un caballero. —Les presento a Sir Henry Baskerville —dijo el doctor Mortimer. —¡Oh, sí! —dijo el joven—. Y lo extraño del caso es, míster Holmes, que, aun cuando su amigo no me hubiese propuesto venir a visitarle esta mañana, yo lo habría hecho personalmente. Sé que usted resuelve pequeños enigmas, y esta mañana yo he tenido uno que requiere más atención de la que soy capaz de prestarle. —Le ruego que tome asiento, Sir Henry. Si no he entendido mal, afirma usted que ha tenido una experiencia digna de mención después de su llegada a Londres… —Nada de importancia, míster Holmes. Lo más probable es que se trate de una broma. Es esta carta (si es que podemos llamarla así), que me llegó esta mañana. Colocó un sobre en la mesa y todos nos inclinamos a mirarlo. Era de calidad corriente y de un color grisáceo. La dirección, «Sir Henry Baskerville, Northumberland Hotel», estaba escrita con caracteres toscos. El matasellos rezaba: «Charing Cross», y la fecha correspondía a la tarde anterior. —¿Quién sabía que iba a ir al Hotel Northumberland? —preguntó Holmes, mirando directamente a nuestro visitante de un modo penetrante. —Nadie pudo saberlo, ya que lo decidimos después de reunirme con el doctor Mortimer. —Pero, sin duda alguna, el doctor Mortimer ya se hospedaba allí… —No; he estado en casa de un amigo —dijo el doctor—. No había la más ligera indicación de que pensásemos ir a ese hotel. —¡Hum! Hay alguien que me parece muy interesado en sus movimientos. Sacó del sobre medio folio de papel, doblado en cuatro, lo extendió y colocó en la mesa. En el centro del papel había una sola línea, formada por palabras impresas que habían sido recortadas y pegadas en él. Decía: «Si tienen valor para usted su vida o su razón, deberá alejarse del páramo». La palabra «páramo» estaba escrita con tinta. —Ahora —dijo Sir Henry Baskerville—, tal vez pueda usted decirme, míster Holmes, qué diablos quiere decir esto y quién se toma tanto interés por mis asuntos. —¿Qué cree usted, doctor Mortimer? Tendrá que aceptar que en esto no hay nada absolutamente que sea sobrenatural. —No, señor; pero podría proceder muy bien de alguien que estuviese convencido de que el asunto es sobrenatural. —¿Qué asunto? —preguntó impetuosamente Sir Henry—. Me parece que todos ustedes, caballeros, saben más acerca de mis cosas que yo mismo. —Le prometo, Sir Henry, que, antes de que usted haya salido de esta habitación, habremos compartido con usted nuestros conocimientos —dijo Sherlock Holmes—. Con su permiso, ahora vamos a limitarnos al problema que tenemos entre manos, a este interesantísimo documento, que debe de haberse preparado y echado al correo ayer por la tarde. ¿Tiene usted el Times de ayer, Watson? —Está aquí, en el rincón. —Perdone que le moleste… Déme la página anterior, con los artículos de fondo. Paseó ágilmente su mirada por ella, recorriendo las columnas arriba y abajo. —Es de suma importancia este artículo sobre el mercado libre. Con su permiso, voy a leerles un extracto del mismo: «Tal vez se imagina usted que su propio comercio o su industria se verán incrementados si tienen un arancel protector; pero hay razón para creer que, con dicha legislación, a la larga, la riqueza deberá alejarse del país, se reducirá el valor de nuestras importaciones y bajará el nivel general de vida de esta isla». ¿Qué piensa de esto, Watson? —exclamó alegremente Holmes, mientras se frotaba las manos con satisfacción—. ¿No cree usted que se trata de una opinión admirable? El doctor Mortimer contempló a Holmes con aire de interés profesional y Sir Henry me miró con ojos intrigados. —No sé mucho acerca de aranceles y de cosas por el estilo —dijo el joven—; pero me parece que nos hemos apartado un poco de nuestro camino, por lo que respecta a la nota. —Al contrario; yo creo que estamos precisamente en la senda correcta, Sir Henry. Aquí, Watson sabe más que usted acerca de mis métodos, pero diría que ni siquiera él ha comprendido el significado de esta frase. —No, confieso que no veo la relación. —Sin embargo, estimado Watson, hay una relación tan estrecha, que una frase se deduce de la otra. «Usted», «su», «o», «su», «si», «tienen», «razón», «para», «deberá», «alejarse», «del», «valor», «vida». ¿No ven ahora de dónde proceden estas palabras? —¡Diablos, tiene razón! ¡Qué agudeza la suya! —exclamó Sir Henry. —Y, por si quedase alguna duda, esta se aleja si nos fijamos en que «si tienen», «o su» y «deberá alejarse del» se han recortado formando una pieza. —Bien, pues… ¡Sí, es cierto! —Realmente, míster Holmes, esto supera todo lo que yo hubiera podido imaginar —exclamó el doctor Mortimer, mientras miraba atónito a mi amigo—. Hubiera podido comprender que alguien dijera que las palabras procedían de un periódico; pero que usted dijese el nombre de este y añadiese que eran del artículo de fondo, ha sido una de las cosas más notables que jamás he visto. ¿Cómo pudo hacerlo usted? —Supongo, doctor, que usted sabría distinguir el cráneo de un negro del de un esquimal. —¡Claro! —¿Cómo lo haría? —Porque esta es mi afición principal. Las diferencias son evidentes: la prominencia supraorbital, el ángulo facial, la curva del maxilar, la… —Pues esta otra es mi principal afición. Para mí hay tanta diferencia entre el emplomado de los tipos de imprenta bourgeois que utiliza el Times y la pobre impresión de un periódico barato de tarde, como para usted entre un negro y un esquimal. El conocimiento de los tipos de imprenta es una de las más elementales ramas de conocimiento del especialista en delitos, si bien confieso que en cierta ocasión, cuando era muy joven, confundí el Leeds Mercury con el Western Morning News. Pero un artículo de fondo del Times es completamente evidente y esas palabras no podían proceder de otro lugar. Y como el trabajo se realizó ayer, lo más probable era que procediesen del ejemplar de ayer. —Por lo que deduzco de su hipótesis, míster Holmes —dijo Sir Henry Baskerville—, alguien recortó el mensaje con unas tijeras… —Tijeras cortaúñas —dijo Holmes—. Puede usted ver que se trata de unas tijeras de hoja muy corta, ya que hubieron de accionarlas dos veces para cortar «deberá alejarse del». —Es cierto. Así pues, alguien recortó el mensaje con unas tijeras cortaúñas, lo pegó con pasta… —Con goma —dijo Holmes. —… con goma en el papel. Pero me gustaría saber por qué se escribió a mano la palabra «páramo». —Porque no pudo encontrarla impresa. Todas las demás palabras eran sencillas y podían encontrarse en cualquier ejemplar, pero «páramo» es menos corriente. —¡Vaya! Lógicamente, eso lo explica. ¿Ha leído algo más en el mensaje, míster Holmes? —Hay uno o dos indicios, a pesar de que han hecho lo posible por eliminar todas las pistas. Observará que la dirección está escrita con una caligrafía muy burda y, sin embargo, el Times es un periódico que raramente se encuentra en manos que no sean las de personas altamente educadas. Debemos suponer, pues, que ha sido compuesta por un hombre culto que desea pasar por persona inculta; su esfuerzo por ocultar su propia caligrafía sugiere, por otra parte, que su escritura podría ser reconocida, o llegar a ser conocida, por usted. Observará además que las palabras no están pegadas formando una línea recta, sino que unas están mucho más altas que otras. Por ejemplo, «vida» está bastante fuera del lugar correcto. Esto puede indicar una falta de cuidado o también agitación y prisa por parte de quien las cortó. En conjunto, me inclino por la segunda hipótesis, ya que el asunto era evidentemente importante y es poco probable que el que compuso tal carta fuese descuidado. Si tenía prisa, se plantea el interesante interrogante de por qué la tenía, ya que, echando la carta por la mañana temprano, hubiera llegado a Sir Henry antes de que saliera del hotel. ¿Temía el que la compuso una interrupción… y de quién? —Estamos adentrándonos ahora en la región de las suposiciones —dijo el doctor Mortimer. —Diga más bien en la región donde sopesamos las probabilidades y elegimos la más factible. Es el uso científico de la imaginación, pero disponemos siempre de algunas bases materiales para iniciar nuestras especulaciones. Por otra parte, aunque usted lo llame suposición, estoy casi seguro de que esta dirección se escribió en un hotel. —¿Pero cómo puede afirmarlo? —Si la examina con cuidado, se dará cuenta de que tanto la pluma como la tinta causaron problemas al que escribió. La pluma ha derramado tinta en dos ocasiones en una misma palabra y se ha secado tres veces en una dirección corta, lo cual indica que el tintero tenía poca tinta. Raramente un tintero o una pluma particulares se encuentran en tal estado, y la combinación de ambas cosas es bastante rara. Pero ya conoce las plumas y los tinteros de hotel, donde precisamente es difícil encontrar algo distinto. Sí, tengo muy pocas dudas al afirmar que, si pudiésemos examinar las papeleras de los hoteles situados en la zona de Charing Cross, hasta encontrar los restos del Times mutilado, podría caer directamente en nuestras manos la persona que envió este singular mensaje. Pero…, ¡hola! ¿Qué es esto? Estaba examinando el papel sobre el cual habían pegado las palabras y lo mantenía a una distancia de una o dos pulgadas de sus ojos. —¿Y bien? —Nada —contestó mientras lo dejaba de lado—. Es una hoja de papel en blanco, en la que ni siquiera aparece la filigrana. Creo que hemos deducido todo lo que se puede sacar en limpio de esta curiosa nota. Y ahora, Sir Henry, ¿le ha sucedido alguna otra cosa interesante desde que llegó a Londres? —¿Por qué? No, míster Holmes. Yo creo que no. —¿No se ha fijado si le sigue alguien o si le observan? —Me da la sensación de haber penetrado en el meollo de una novela barata —comentó nuestro visitante—. ¿Por qué diablos habían de seguirme o de observarme? —Ahí vamos a parar. ¿No tiene nada más que informarnos antes de que nos adentremos en este asunto? —Bueno, depende de lo que usted considere que merece la pena de informar. —Creo que lo merece cualquier cosa que se salga de la rutina de la vida cotidiana. Sir Henry sonrió. —Todavía no sé muchas cosas acerca de la vida británica, ya que he pasado casi toda mi vida en los Estados Unidos y en el Canadá. Pero supongo que perder una bota no forma parte de la rutina cotidiana en este país. —¿Ha perdido una bota? —Señor mío —exclamó el doctor Mortimer—, solamente se ha extraviado. La encontrará cuando regrese al hotel. ¿Qué utilidad tiene molestar a míster Holmes con pequeñeces de este tipo? —Bueno, él me ha preguntado acerca de cualquier cosa que se salga de la rutina diaria. —Exactamente —dijo Holmes—, por muy trivial que pueda parecerle el incidente. ¿Dice que ha perdido una bota? —En fin, al menos se me ha extraviado. Puse las dos, anoche, en el exterior de mi puerta y por la mañana solamente había una. Del individuo que las limpia no obtuve ninguna razón que tuviese sentido. Lo peor de todo es que acababa de comprar el par anoche, en The Strand, y ni siquiera las he estrenado. —Si no se las llegó a poner, ¿por qué las sacó para que se las limpiasen? —Eran unas botas marrones y nunca se las había abrillantado. Por eso las saqué. —Así pues, al llegar ayer a Londres, ¿salió inmediatamente a comprar un par de botas? —Hice bastantes compras. Aquí, el doctor Mortimer, fue conmigo. Verá usted: si he de convertirme en señor de mi casa señorial en Denvonshire, debo vestir de acuerdo con mi rango, y posiblemente me he vuelto un poco descuidado en el Oeste. Entre otras cosas, compré esas botas marrones (pagué diez dólares por ellas) y me han robado una, incluso antes de estrenarlas. —El robo de una bota parece ser algo inútil —dijo Sherlock Holmes—. Le confieso que soy de la opinión del doctor Mortimer de que no tardará en aparecer la bota perdida. —Y ahora, caballeros —dijo decididamente el baronet—, me parece que ya he hablado bastante acerca de lo poco que sé. Es hora de que cumplan su promesa y me den una información completa en torno al asunto que tenemos entre manos. —Su petición es razonable —respondió Holmes—. Creo, doctor Mortimer, que lo mejor será que explique su historia del mismo modo que nos la describió a nosotros. Animado de este modo, nuestro amigo científico sacó del bolsillo los documentos y expuso todo el caso, igual que lo había hecho la mañana anterior. Sir Henry escuchó con profunda atención, lanzando de cuando en cuando exclamaciones de sorpresa. —Bueno, parece ser que ha llegado a mis manos una herencia que lleva consigo una venganza —dijo cuando se hubo concluido la larga narración—. Naturalmente, he oído hablar del sabueso desde que era niño. Es la historia favorita de la familia, si bien jamás pensé anteriormente en tomarla en serio. Pero, con respecto a la muerte de mi tío… Bueno, tengo un enorme lío en la cabeza y todavía no puedo ver claro. Parece que usted no ha llegado a una conclusión definitiva con respecto a si el caso es de la incumbencia de un policía o de un clérigo. —Exacto. —Por otra parte, tenemos la cuestión de la carta que recibí en el hotel. Supongo que ahora encaja en la situación. —Parece ser que hay alguien que sabe más que nosotros acerca de lo que ocurre en el páramo —dijo el doctor Mortimer. —También —intervino Holmes— que hay alguien que no se encuentra predispuesto en contra de usted, ya que le pone en guardia frente al peligro. —También puede que tenga motivos para asustarme y hacer que me vaya. —Bueno, en realidad también eso es posible. Estoy en deuda con usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un problema que tiene tantas alternativas interesantes. Pero el detalle práctico que ahora hemos de decidir es, Sir Henry, si es o no aconsejable que vaya usted a Baskerville Hall. —¿Por qué no habría de hacerlo? —Parece existir un peligro. —¿Se refiere al peligro de ese diablo familiar, o a un peligro procedente de seres humanos? —Bueno, eso es precisamente lo que hemos de averiguar. —Sea lo que fuere, mi respuesta sigue siendo la misma. No hay, míster Holmes, diablos en los infiernos ni hombres en la tierra que me impidan ir al hogar de mi gente; puede considerar que esta es mi respuesta definitiva. Arrugó el entrecejo y su rostro enrojeció mientras hablaba. Era evidente que aún se conservaba el fiero temperamento de los Baskerville en este último representante. —Entre tanto —siguió diciendo—, apenas he tenido tiempo para reflexionar acerca de todo lo que me han dicho. Resulta una ardua labor para un hombre tener que comprender y decidir en una misma sesión. Me gustaría disponer de una hora para tomar una decisión con tranquilidad. Bien, mire usted, míster Holmes; ahora son las once y media y voy a regresar directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el doctor Watson, se reúnen a comer con nosotros a las dos? Entonces podré decirle con más claridad de qué modo me afecta esto. —¿No tiene usted ningún inconveniente, Watson? —Ninguno. —Entonces, allí estaremos. ¿Les llamo un coche? —Preferiría pasear, pues este asunto me ha confundido un tanto. —Le acompañaré en su paseo con mucho gusto —dijo su compañero. —Así pues, hasta las dos. Adiós y buenos días. Oímos los pasos de nuestros visitantes mientras bajaban la escalera y el golpe de la puerta de la calle al cerrarse. En un instante, Holmes se transformó de un lánguido soñador en un hombre de acción. —¡Rápido, Watson, póngase las botas y el sombrero! ¡No tenemos ni un momento que perder! Penetró en su habitación a toda prisa, vestido con su bata, y a los pocos segundos estaba de vuelta vestido con una levita. Nos apresuramos a bajar las escaleras y salimos a la calle. El doctor Mortimer y Baskerville eran aún visibles, a unas doscientas yardas por delante de nosotros, encaminándose hacia Oxford Street. —¿Voy corriendo y los detengo? —Nada de eso, querido Watson. Me satisface plenamente su compañía, si es que la mía no le molesta a usted. Nuestros amigos han obrado cuerdamente, ya que la mañana es excelente para dar un paseo. Aceleró el paso hasta que hubimos acortado en la mitad la distancia que nos separaba de ellos. De este modo, manteniéndonos a cien yardas detrás de ellos, seguimos hasta Oxford Street y, luego, bajamos por Regent Street. En cierta ocasión, nuestros amigos se detuvieron para contemplar un escaparate y Holmes hizo otro tanto. Poco después lanzó una exclamación de satisfacción; seguí la dirección de su afanosa mirada y vi un coche de pescante trasero, con un pasajero en su interior, que se había detenido en el otro lado de la calle y en ese momento se ponía de nuevo en marcha. —¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Vamos a estudiarlo detenidamente en el caso de que no podamos hacer otra cosa! En aquel momento percibí una espesa barba negra y un par de ojos penetrantes que nos miraban desde la ventanilla del coche. De pronto se abrió la trampilla superior del coche, gritó algo al cochero y el vehículo se lanzó en una precipitada huida a lo largo de Regent Street. Holmes buscó ansiosamente otro coche, pero no se veía ninguno vacío. Se lanzó, entonces, en una loca persecución en medio de la corriente del tráfico, pero la delantera era demasiado grande y el coche se perdió de vista. —¡Vaya! —dijo Holmes con acritud, cuando, jadeante y blanco de enojo, pudo salir de entre la marea de vehículos—. ¿Ha visto usted qué mala suerte y, al mismo tiempo, qué mal lo he hecho? Amigo Watson, si es usted un hombre honrado, deberá dejar testimonio también de esto y sopesarlo frente a mis éxitos. —¿Quién era el hombre? —No tengo ni idea. —¿Un espía? —Bueno, por lo que se nos ha dicho, es evidente que Baskerville ha sido estrictamente vigilado desde que llegó a la ciudad. ¿De qué otro modo hubieran podido saber tan rápidamente que había elegido el Hotel Northumberland? Si le siguieron el primer día, era de suponer que lo hicieran también el segundo. Tal vez se haya dado usted cuenta de que en dos ocasiones me acerqué a la ventana mientras el doctor Mortimer leía la historia. —Sí, lo recuerdo. —Intentaba ver si había alguien apostado en la calle, pero no vi a nadie. Nos estamos enfrentando con un hombre inteligente, Watson. Este asunto cala muy hondo, y aunque no sé aún si nos las tenemos que ver con un agente benevolente o malevolente, siempre tengo en cuenta el poder y la intención existentes. Cuando salieron nuestros amigos, los seguí inmediatamente con la esperanza de descubrir a su invisible acompañante. Es tan astuto, que no se confió en ir a pie, sino que se valió de un coche para así seguirlos o adelantarlos y, de ese modo, no despertar sus sospechas. Este método tenía la ventaja de que, si ellos tomaban un coche, él ya estaba en condiciones de seguirlos. Tiene, no obstante, una evidente desventaja. —Se pone en manos del cochero. —Exactamente. —¡Qué lástima no haber tomado el número! —Querido Watson, tal vez haya sido torpe, pero no creo que usted se pueda imaginar en serio que olvidé tomar el número. Nuestro hombre es el 2704, pero esto no tiene utilidad para nosotros por el momento. —No logro ver qué otra cosa pudo haber hecho usted. —Al observar el coche, debí haber dado la vuelta inmediatamente y caminar en dirección contraria. Entonces habría tomado tranquilamente un segundo coche y hubiera seguido al primero a una distancia prudencial; o, mejor aún, hubiera podido encaminarme al Hotel Northumberland para esperarlos allí. Cuando nuestro desconocido hubiera seguido a Baskerville hasta ese punto, habríamos tenido la oportunidad de practicar con él su mismo juego y ver adonde se encaminaba. La verdad es que, por culpa de una indiscreta impaciencia (de la que se ha aprovechado nuestro rival con una energía y una rapidez extraordinaria) nos hemos descubierto y hemos perdido a nuestro hombre. Durante esta conversación habíamos ido caminando lentamente Regent Street abajo, y hacía rato que el doctor Mortimer había desaparecido en unión de su compañero. —Ya no hay razón para seguirlos —dijo Holmes—. Su sombra ha volado y no volverá. Hemos de ver, pues, qué otras bazas tenemos en nuestras manos, y las jugaremos con decisión. ¿Podría usted estar seguro de la cara del hombre que iba en el coche? —Solo de la barba. —Lo mismo me pasa a mí… De lo cual deduzco que probablemente era postiza. Un hombre inteligente que realiza una misión tan delicada no tiene necesidad de una barba, a no ser para ocultar sus facciones. ¡Venga, Watson! Penetró en uno de los despachos de recaderos del distrito, donde el encargado le recibió efusivamente. —¡Ah, Wilson! ¡Ya veo que no ha olvidado el pequeño caso en que tuve la buena suerte de ayudarle! —No, señor, desde luego que no. Salvó mi buen nombre y quizá, incluso, mi vida. —Exagera usted, amigo. Creo recordar, Wilson, que entre sus muchachos había uno llamado Cartwright, el cual demostró tener cierta habilidad durante la investigación. —Sí, señor; aún está con nosotros. —¿Podría llamarle? ¡Gracias! Le agradecería que me cambiase este billete de cinco libras. Obedeciendo la llamada del director, apareció un muchacho de catorce años, con cara inteligente y avispada, quien permaneció en pie observando con reverencia al famoso detective. —¿Puede darme el directorio de hoteles? —pidió Holmes—. ¡Gracias! Mira, Cartwright, aquí están los nombres de veintitrés hoteles, todos ellos en las proximidades de Charing Cross. ¿Ves? —Sí, señor. —Irás a cada uno de ellos. —Sí, señor. —En cada caso empezarás por dar un chelín al portero. Aquí tienes veintitrés chelines. —Sí, señor. —Le dirás que quieres ver las papeleras de ayer; que se ha perdido un telegrama importante y que lo estás buscando. ¿Comprendes? —Sí, señor. —Pero lo que realmente vas a buscar es una página central del Times de ayer, en la que verás unos agujeros recortados con unas tijeras. Aquí tienes un ejemplar del Times, y esta es la página. La podrás recordar fácilmente, ¿verdad? —Sí, señor. —En cada caso, el portero llamará al conserje, a quien también darás un chelín. Aquí tienes veintitrés chelines más. Este último, posiblemente, te diga, en veinte de los veintitrés casos, que ya han quemado o retirado los papeles del día anterior. En los otros tres casos te enseñarán un montón de papeles, entre los cuales buscarás esta página del Times. Hay muchísimas probabilidades de que no la encuentres. Aquí hay otros diez chelines para casos de emergencia. Mándame un telegrama a Baker Street, antes de la noche, informándome. Y ahora, Watson, solo nos queda saber por un cable la identidad del cochero, el número 2704; después nos dejaremos caer en una de las galerías de pintura de Bond Street y pasaremos el rato hasta la hora de ir al hotel. V - Tres cabos sueltos Sherlock Holmes poseía una gran capacidad para apartar de su mente cualquier cuestión siempre que quería. Durante dos horas pareció haber olvidado el extraño asunto que teníamos entre manos y estuvo completamente absorto en las obras de los modernos maestros belgas. Desde que salimos de la galería hasta que llegamos al Hotel Northumberland, no habló más que de arte, acerca del cual tenía unas ideas sumamente personales. —Sir Henry Baskerville los espera arriba —nos informó el recepcionista—. Me pidió que les dijera que subiesen tan pronto como llegasen. —¿Le importaría si miro el registro? —dijo Holmes. —No, en absoluto. En el libro se habían incluido los nombres de dos clientes después del de Baskerville; uno era Theophilus Johnson y familia, de Newcastle, el otro, mistress Oldmore y su doncella, de High Lodge, Alton. —Seguramente, este debe ser el mismo Johnson que yo conocí —dijo Holmes al recepcionista—. ¿No es un abogado de pelo canoso y que tiene una cojera? —No, señor. Este míster Johnson posee una mina de carbón; es un caballero muy activo y no será mayor que usted. —¿No estará usted equivocado acerca de sus negocios? —No, señor. Ha sido cliente de este hotel durante años y le conocemos muy bien. —Bueno, no cabe duda de que tendrá usted razón. Me parece que también recuerdo el nombre de mistress Oldmore. Perdone mi curiosidad, pero a veces, cuando uno visita a un amigo, se tropieza con otro. —Es una dama inválida, señor. Su marido fue, en otro tiempo, alcalde de Gloucester; y siempre reside con nosotros cuando viene a Londres. —Gracias; me temo que no la conozco. Mediante estas preguntas, hemos fijado un dato de suma importancia —continuó en voz baja, mientras subíamos las escaleras—. Ahora sabemos que las personas que tanta atención muestran por nuestro amigo no se han hospedado en este hotel. Lo cual indica que, como hemos observado, tienen gran interés en vigilarle y, al mismo tiempo, en que no se las vea. Esto es, pues, un detalle muy sugestivo. —¿Qué le sugiere? —Pues me sugiere… Pero oiga, amigo, ¿qué sucede? Cuando llegamos al final de la escalera nos tropezamos de manos a boca con el propio Sir Henry Baskerville. Su rostro estaba rojo de ira y en sus manos sujetaba una bota vieja y llena de polvo. Estaba tan furioso, que apenas podía articular palabra; cuando al fin pudo hablar, lo hizo en un dialecto mucho más vulgar y propio del Oeste que el que le habíamos oído utilizar por la mañana. —¡Me parece que en este hotel me están tomando por un primo! —gritó—. Como no tengan cuidado, van a saber que se han equivocado de hombre en sus burlas. ¡Maldita sea! Como ese individuo no pueda encontrar mi bota, va a haber jaleo. Sé aceptar una broma como el mejor, pero esta vez, míster Holmes, se han pasado de la raya. —¿Todavía está buscando su bota? —Sí, señor; y al fin la he encontrado. —¿Pero no dijo usted que era una bota nueva? —Lo era. Y ahora es negra y vieja. —¿Qué? No querrá usted decir que… —Eso es precisamente lo que quiero decir. Solamente tenía tres pares: las marrones, nuevas; las negras, ya viejas; y las de charol que llevo puestas. Anoche se llevaron una de las marrones y hoy una de las negras. ¿Entiende usted esto? ¡Diga algo, hombre, y no se quede ahí mirando! Ante nosotros había aparecido un agitado camarero alemán. —No sé, señor. He preguntado por todo el hotel y nadie sabe nada. —Pues, o aparece esta bota antes de que se ponga el sol, o iré al director y le diré que me marcho inmediatamente de este hotel. —Ya la encontraremos, señor… Le prometo que, si tiene un poco de paciencia, la encontraremos al fin. —Ojalá sea así, porque es el último objeto que pierdo en este antro de ladrones. En fin, míster Holmes, perdone que le esté molestando con esta pequeñez… —Creo que merece la pena la molestia. —¿Por qué? Usted parece tomarlo muy en serio. —¿Cómo lo explica usted? —No puedo explicarlo. Creo que es la cosa más estúpida y extraña que me ha sucedido en mi vida. —Posiblemente, la más extraña —dijo Holmes pensativo. —¿Qué opina usted de este asunto? —Pues le confieso que todavía no lo entiendo. Este caso suyo es muy complejo, Sir Henry. Puesto en relación con la muerte de su tío, no estoy seguro de que, en los quinientos casos de capital importancia en que he intervenido, haya habido uno solo que haya calado tan profundo. Pero en nuestras manos tenemos varios cabos y es probable que uno u otro nos conduzca a la verdad. Podremos perder tiempo siguiendo uno equivocado, pero más pronto o más tarde llegaremos al verdadero. Tuvimos un almuerzo muy agradable, en el cual se habló poco acerca del asunto que nos había reunido. En el salón privado, donde recalamos más tarde, Holmes interrogó a Sir Henry acerca de sus intenciones. —Pienso ir a Baskerville. —¿Cuándo? —A fines de semana. —Creo, en conjunto —dijo Holmes—, que su decisión es acertada. Tengo amplias pruebas de que le siguen en Londres, y entre los millones de personas que habitan en esta ciudad es muy difícil saber quiénes le siguen y cuál puede ser el objeto. Si sus intenciones son malas, podrían ocasionarle a usted un daño que nosotros seríamos incapaces de prevenir. ¿No sabía usted, doctor Mortimer, que esta mañana los fueron siguiendo desde mi casa? —¿Nos siguieron? ¿Y quién lo hizo? —exclamó el doctor con violencia. —Desgraciadamente, no puedo contestar a su pregunta. Entre sus vecinos o conocidos de Dartmoor, ¿hay alguno que tenga una barba completa de color negro? —No… O, espere; déjeme ver… ¿Por qué? Sí, claro; Barrymore, el mayordomo de Sir Charles, lleva una barba negra y completa. —¡Ah! ¿Dónde está Barrymore? —Se encuentra al frente de la mansión. —Lo mejor que podemos hacer es asegurarnos de que está realmente allí o de si puede darse la posibilidad de que estuviera en Londres. —¿Cómo puedo hacerlo? —Déme un impreso de telegrama. «¿Está todo dispuesto para llegada Sir Henry?» Con esto bastará. Diríjalo a míster Barrymore, Baskerville Hall. ¿Cuál es la oficina de Telégrafos más próxima? ¿Grimpen? Vamos a enviar un segundo telegrama al encargado de la oficina de Correos de Grimpen: «Telegrama para míster Barrymore. Entréguese en mano. Si ausente, se ruega devolver telegrama Sir Henry Baskerville. Hotel Northumberland». Con esto podremos saber antes de la noche si Barrymore se encuentra o no en su puesto de Devonshire. —Eso es —dijo Baskerville—. A propósito, doctor Mortimer, ¿quién es, en todo caso, este Barrymore? —Es hijo del antiguo mayordomo, que murió. Hace ya cuatro generaciones que cuidan de la mansión. Por lo que sé, tanto él como su mujer son tan respetables como cualquier otra persona del condado. —Al mismo tiempo —dijo Baskerville—, es evidente que, mientras no resida nadie de la familia en la mansión, estas personas poseerán una casa excelente y no tendrán ningún trabajo. —Es cierto. —¿Recibió Barrymore algún legado en el testamento de Sir Charles? —preguntó Holmes. —El y su mujer han recibido quinientas libras cada uno. —¡Ah! ¿Sabían que iban a heredar esa cantidad? —Sí; a Sir Charles le gustaba hablar acerca de las provisiones de su testamento. —Eso es muy interesante. —Espero —dijo el doctor— que no mire con ojos sospechosos a todo el que haya recibido un legado de Sir Charles, ya que también a mí me legó mil libras. —¡Vaya! ¿Y a alguien más? —Hubo muchas sumas insignificantes para personas particulares y un gran número destinado a caridades públicas. Todo el resto fue para Sir Henry. —¿Y a cuánto ascendía ese resto? —A setecientas cuarenta mil libras. Holmes elevó las cejas con gesto de sorpresa. —No sabía que existiese una cifra tan grande —dijo. —Sir Charles tenía fama de ser rico, pero no supimos cuánto poseía hasta que examinamos sus títulos. El valor total del mayorazgo asciende casi a un millón. —¡Caramba! Es una apuesta por la que un hombre podría muy bien hacer una jugada desesperada. Otra pregunta, doctor Mortimer: supongamos que sucediera algo a nuestro joven amigo aquí presente (y perdone esta desagradable hipótesis), ¿quién heredaría el mayorazgo? —Como Rodger Baskerville, hermano menor de Sir Charles, murió soltero, las posesiones pasarían a los Desmond, que son unos primos lejanos. James Desmond es un anciano clérigo que vive en Westmorland. —Gracias. Todos estos detalles tienen gran interés. ¿Conoce usted a míster James Desmond? —Sí; en cierta ocasión fue a visitar a Sir Charles. Es un hombre de aspecto venerable y que lleva una vida santa. Recuerdo que se negó a aceptar legado alguno de Sir Charles, a pesar de la insistencia de este. —¿Y ese hombre de gustos simples sería el heredero de la fortuna de Sir Charles? —Heredaría el mayorazgo, porque está vinculado a él. También heredaría el dinero, a menos que dispusiese lo contrario su dueño actual, quien, lógicamente, puede hacer con él lo que quiera. —¿Ha hecho usted testamento, Sir Henry? —No, míster Holmes. No he tenido tiempo de hacerlo, ya que hasta ayer no supe cómo estaba la situación. Pero en cualquier caso creo que el dinero debe acompañar al título y al mayorazgo. Tal fue la idea de mi pobre tío. ¿Cómo puede el propietario restaurar la gloria de los Baskerville, si no dispone de dinero suficiente para conservar sus propiedades? Casa, tierras y dólares deben ir juntos. —Muy bien. Sir Henry, tengo la misma opinión que usted en cuanto a la conveniencia de que marche sin demora a Devonshire. Pero quiero darle un consejo: no debe ir, evidentemente, solo. —El doctor Mortimer regresa conmigo. —Pero el doctor tiene que atender a sus pacientes y su casa se encuentra a millas de distancia de la suya. A pesar de sus buenos deseos, podría ser incapaz de ayudarle. No, Sir Henry; debe llevar con usted a alguien, digno de confianza, que esté continuamente a su lado. —Si las cosas se pusieran mal, procuraría estar presente en persona. Pero usted comprenderá que me es imposible estar ausente de Londres por tiempo indefinido, debido al número de consultas que recibo y las constantes llamadas que me llegan de los distintos distritos. En este momento, uno de los hombres más dignos de Inglaterra está siendo mancillado por un chantajista y solo yo puedo impedir un desastroso escándalo. Ya ve que me es imposible ir a Dartmoor. —¿A quién me recomendaría, entonces? Holmes me puso la mano en el brazo. —Si mi amigo se hace cargo, no hay hombre mejor capacitado que él para que esté a su lado en caso de dificultad. Nadie mejor que yo puede decirlo con tanta confianza. Su proposición me cogió completamente por sorpresa, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de responder, Baskerville me agarró la mano y la apretó cordialmente. —Verdaderamente, es usted muy amable, doctor Watson —dijo—. Ya ve cómo me va y sabe del asunto tanto como yo mismo. Si viene conmigo a Baskerville Hall y logramos que no me suceda nada, jamás lo olvidaré. Las perspectivas de una aventura siempre me han fascinado y me sentí halagado por las palabras de Holmes y el entusiasmo con que me aceptó el baronet como compañero suyo. —Iré con mucho gusto —dije—. No podría emplear mi tiempo de un modo mejor. —Y me informará cuidadosamente de todo —dijo Holmes—. Cuando sobrevenga una crisis (que la habrá), ya le indicaré cómo debe actuar. Supongo que todo puede estar dispuesto para el sábado, ¿no? —¿Le va bien a usted, Watson? —Perfectamente. —Entonces, a no ser que le diga algo en sentido contrario, nos veremos en el tren que sale de Paddington a las 10,30. Ya nos habíamos levantado para salir, cuando Baskerville profirió una exclamación de triunfo y, después de acercarse a uno de los rincones de la habitación, sacó una bota de debajo de un armario. —La bota que se me había perdido —exclamó. —¡Ojalá todas nuestras dificultades se resuelvan con tanta facilidad! —dijo Sherlock Holmes. —Pero esto es muy singular —dijo el doctor Mortimer—. Registré esta habitación con todo cuidado antes de comer. —Yo también lo hice —dijo Baskerville—: no dejé sin registrar ni una pulgada. —Entonces no estaba aquí la bota; estoy seguro de ello. —En ese caso, el camarero debe de haberla traído mientras comíamos. Se mandó buscar al alemán, pero este manifestó que no sabía nada del asunto, y nada se pudo aclarar a pesar de las indagaciones que se hicieron. Un elemento más se había añadido a la serie constante, y, al parecer, sin ningún propósito fijo, de pequeños misterios que se habían ido sucediendo con tal rapidez. Dejando de lado la triste historia de la muerte de Sir Charles, temamos una sucesión de incidentes inexplicables, todos ellos acaecidos en el límite de dos días, que incluían la llegada de la carta impresa, el espía de barba negra del coche, la pérdida de la bota nueva (la de color marrón), la pérdida de la bota usada (la de color negro) y, ahora, el retorno de la bota marrón. Holmes permaneció silencioso en el asiento del coche que nos llevaba a Baker Street; por su entrecejo arrugado y su rostro concentrado, deduje que su mente, al igual que la mía, se esforzaba por situar dentro de cierto esquema todos aquellos episodios extraños y, al parecer, inconexos entre sí. Pasó toda la tarde, hasta bien entrada la noche, sentado y perdido entre las brumas del tabaco y de sus pensamientos. Justo antes de cenar nos llegaron dos telegramas. El primero decía: «Acabo saber que Barrymore está en la mansión. Baskerville». Y el segundo: «Visité veintitrés hoteles según indicación; lamento informar incapaz encontrar hoja recortada Times. Cartwright». —Ahí desaparecen dos de nuestros cabos, Watson. Nada hay más estimulante que un caso en el que todo se vuelve contra uno. Hemos de volver a buscar otra pista. —Aún tenemos el cochero que llevó al espía. —Exactamente. He telegrafiado al registro oficial para que nos envíen su nombre y dirección. No me extrañaría que esta llamada trajese la respuesta a mi pregunta. Habían llamado a la puerta y el timbrazo demostró ser algo incluso más satisfactorio que una respuesta, ya que, cuando se abrió la puerta, apareció un individuo de aspecto ordinario que era, evidentemente, el hombre en cuestión. —Recibí un recado de la central que decía que en esta dirección un caballero había estado preguntando por el 2704 —dijo—. Con este, hace siete años que he conducido mi coche, y jamás he tenido queja. Vengo directamente de las cuadras para preguntarle cara a cara qué tiene contra mí. —No tengo nada en absoluto en contra de usted, buen hombre —dijo Holmes—. Al contrario, le tengo preparado medio soberano si me responde claramente a unas preguntas. —Bueno, he tenido un buen día, no cabe duda —dijo el cochero haciendo una mueca—. ¿Qué es lo que quería preguntarme, señor? —En primer lugar, su nombre y dirección, para el caso de que vuelva a necesitarle. —John Clayton; 3, Turpey Street; The Borough. Mi coche está en las cuadras de Shipley, cerca de la estación de Waterloo. Sherlock Holmes tomó nota. —Bien, Clayton, hábleme ahora del viajero que vino a espiar esta casa a las diez de esta mañana y después siguió a dos caballeros por Regent Street. El hombre pareció estar sorprendido y un poco perplejo. —¿Por qué? No hace falta que yo le diga nada, ya que usted parece saber más que yo —contestó—. La verdad es que el caballero me dijo que era un detective y que no debía hablar de él a nadie. —Buen hombre, este es un asunto muy serio y puede encontrarse con dificultades si me oculta algo. ¿Dice usted que su cliente afirmó ser un detective? —Eso es. —¿Cuándo lo dijo? —Cuando se marchó. —¿Dijo algo más? —Mencionó su nombre. Holmes me lanzó una mirada de triunfo. —¡Ah!, ¿así que le dio su nombre? Eso es importante. ¿Y qué nombre mencionó? —Su nombre —dijo el cochero— era míster Sherlock Holmes. Jamás había visto tan desconcertado a mi amigo como esta vez, al oír la respuesta del cochero. Por un momento permaneció sentado, estupefacto y silencioso. De pronto estalló en él una risa abierta. —¡Vaya un detalle, Watson…! ¡No se puede negar que es un detalle! —dijo—. Presiento un florete tan rápido y ágil como el mío, que me tocó en esta ocasión muy limpiamente. ¿Así que su nombre era Sherlock Holmes? —Sí, señor; ese era el nombre del caballero. —¡Excelente! Dígame dónde lo cogió y todo lo que sucedió. —Me alquiló a las nueve y media en Trafalgar Square. Me dijo que era un detective y me ofreció dos guineas si hacía lo que me pidiese todo el día, sin hacer preguntas. Acepté encantado. Primero fuimos al Hotel Northumberland y esperamos hasta que salieron dos caballeros, los cuales cogieron un coche de la parada. Seguimos a este hasta que se detuvo en algún sitio de por aquí. —En esta misma puerta —dijo Holmes. —Bueno, yo no podía estar seguro de eso, pero diría que mi pasajero sabía bien adonde iba. Nos detuvimos a mitad de la calle, hacia abajo, y esperamos hora y media. Luego dos señores pasaron a nuestro lado, andando, y los seguimos por Baker Stret y por… —Ya lo sé —dijo Holmes. —Cuando habíamos recorrido tres cuartas partes de Regent Street, el caballero abrió la trampilla y me gritó que le llevase a la estación de Waterloo tan rápido como pudiera. Fustigué a la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Entonces me pagó las dos guineas, como los buenos, y entró en la estación. En el momento de irse se volvió hacia mí y dijo: «Tal vez le pueda interesar saber que ha llevado usted en su coche a Sherlock Holmes». Así supe su nombre. —Ya. ¿Y no volvió a verle? —No, después de que entrara en la estación. —¿Y cómo me describiría usted a míster Sherlock Holmes? El cochero se rascó la cabeza. —Bueno, en conjunto no es un caballero fácil de describir. Le pondría unos cuarenta años de edad; y tenía una altura media, dos o tres pulgadas más bajo que usted, señor. Iba vestido como un dandi, llevaba barba negra, recortada en cuadro al final, y tenía el rostro pálido. No sé qué más podría decirle. —¿Color de sus ojos? —No puedo decirle. —¿No puede recordar nada más? —No, señor; nada. —Bien, pues aquí tiene su medio soberano. Y estará esperándole otro más si puede traerme más información. Buenas noches. —Buenas noches, señor; y gracias. John Clayton se marchó riendo entre dientes; Holmes se volvió hacia mí con un encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza. —De golpe se nos escapa el tercer cabo del ovillo y volvemos al punto donde comenzamos —dijo—. ¡El muy astuto pícaro! Sabía nuestro número, sabía que Sir Henry Baskerville me había consultado, se dio cuenta de que era yo en Regent Street, supuso que había cogido el número del coche y que pondría las manos encima del cochero, así que nos envió este audaz mensaje. Le advierto, Watson, que esta vez hemos tropezado con un contrincante digno de nosotros y que me ha derrotado en Londres. Solo me queda desearle mejor suerte en Devonshire. Pero no me siento tranquilo acerca de ello. —¿Acerca de qué? —De enviarle a usted. Es un asunto feo, Watson; un asunto feo y peligroso, y cuanto más lo miro menos me gusta. Sí, querido colega; tal vez se ría usted, pero le prometo que me alegraré mucho de tenerle de vuelta en Baker Street sano y salvo. VI - Baskerville Hall Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban prestos el día acordado y, como habíamos decidido, partimos hacia Devonshire. Míster Sherlock Holmes me acompañó hasta la estación y me dio sus últimos consejos e instrucciones antes de partir. —No voy a influir sobre usted sugiriendo teorías o sospechas, Watson —dijo—. Deseo que me informe simplemente de los hechos, del modo más completo que pueda, y la teorización de todo ello correrá a mi cargo. —¿Qué tipo de hechos? —Todo aquello que pueda parecer que tiene alguna relación con el caso, por muy indirecta que sea; me interesan especialmente las relaciones entre el joven Baskerville y sus vecinos, o cualquier otro detalle nuevo acerca de la muerte de Sir Charles. En los últimos días he hecho personalmente algunas investigaciones, pero me temo que los resultados sean negativos. Al parecer, solo una cosa hay segura, a saber: que míster James Desmond, el heredero siguiente, es un anciano caballero de disposición muy afable, de lo cual se infiere que esta persecución no procede de él. Creo, realmente, que podemos eliminarle completamente de nuestros cálculos. Quedan, pues, las personas que viven cerca de Sir Henry en el páramo. —¿No convendría, para empezar, eliminar de la lista al matrimonio Barrymore? —De ninguna manera. No podría cometer un error mayor. Si son inocentes, sería una injusticia cruel; si son culpables, daríamos al traste con la oportunidad de que se descubran. No, no; seguiremos conservándolos en nuestra lista de sospechosos. Luego, si no recuerdo mal, en la mansión hay un criado. Hay también un par de agricultores en el páramo. Están nuestro amigo, el doctor Mortimer (a quien considero completamente honesto), y su esposa, de quien no sabemos nada. Están Stapleton, el naturalista, y su hermana, que al parecer es una joven llena de atractivos. Está míster Frankland, de Lafter Hall, que es también un factor desconocido para nosotros, y uno o dos vecinos más. Estas son las personas que deberán ser objeto de estudio especial por su parte. —Haré todo lo que pueda. —Supongo que lleva armas… —Sí; pensé que sería conveniente llevarlas. —¡Claro que sí! No se aparte de su revólver ni de día ni de noche, y jamás se olvide de tomar sus precauciones. Nuestros compañeros habían reservado ya asientos en un coche de primera clase y nos esperaban en el andén. —No; no tenemos ningún tipo de noticias —respondió el doctor Mortimer a las preguntas de mi amigo—. Puedo jurar una cosa, y es que no nos han seguido en los dos últimos días. Jamás hemos salido sin estar ojo avizor, y nadie hubiera podido escapar a nuestra vigilancia. —Supongo que siempre han estado juntos. —Excepto ayer por la tarde. Cuando vengo a Londres, generalmente dedico un día para mi distracción; así que pasé la tarde en el Museo del Colegio de Cirujanos. —Y yo fui a mirar a la gente que estaba en el parque —dijo Baskerville—. Pero no tuvimos ningún tipo de problemas. —A pesar de ello, fue una imprudencia —dijo Holmes, denegando con un gesto y mirándolos con seriedad—. Sir Henry, le pido que no salga solo. Alguna grave desgracia puede abatirse sobre usted si lo hace. ¿Encontró la otra bota? —No, señor; ha desaparecido para siempre. —¡Vaya! Eso es muy interesante. Bueno, ¡adiós! —dijo, mientras el tren empezaba a desplazarse por la estación—. Tenga siempre presente, Sir Henry, una de las frases de esa curiosa leyenda antigua que nos leyó el doctor Mortimer: evite el páramo en esas horas de la oscuridad en que andan sueltos los poderes del mal. Miré hacia el andén cuando ya había quedado atrás y vi la figura alta y austera de Holmes, que permanecía inmóvil, siguiéndonos con su mirada. El viaje fue rápido y agradable, y durante él intimé con mis dos compañeros y me entretuve jugando con el perro del doctor Mortimer. En el transcurso de unas horas, la tierra marrón se había hecho rojiza, la arcilla se había convertido en granito, y las vacas, rojas, pastaban en unos prados bien delimitados por medio de vallas, en los cuales la hierba fresca y la vegetación más lujuriante daban testimonio de un clima más rico y húmedo. El joven Baskerville miraba con atención por la ventanilla y exclamó en voz alta, al reconocer el aspecto familiar del paisaje de Devon: —Desde que salí de aquí, doctor Watson, he recorrido una buena parte del globo —dijo—, pero jamás he visto un lugar que se pueda comparar con este. —Nunca he visto una persona de Devonshire que no se sienta orgullosa de su condado —respondí. —Ello se debe tanto a la raza de los hombres como al propio condado —dijo Mortimer—. Una ojeada a nuestro amigo, aquí presente, revela la cabeza redondeada del celta, que lleva en su interior el entusiasmo y el poder de adhesión de esa raza. La cabeza del pobre Sir Charles era de un tipo muy raro, medio gaélica y medio hibernesa en sus características. Usted era muy joven cuando vio por última vez Baskerville Hall, ¿verdad? —Era un adolescente cuando murió mi padre y jamás había visto la mansión, ya que vivía en una pequeña casa de campo en la costa sur. Desde allí marché directamente a casa de un amigo, en América. Puedo asegurarle que es todo tan nuevo para mí como para el doctor Watson, y estoy terriblemente interesado en ver el páramo. —¿Sí? En tal caso, su deseo puede verse satisfecho fácilmente, ya que allí tiene usted su primera visión del páramo —afirmó el doctor Mortimer, al tiempo que señalaba una parte del paisaje que se veía por la ventanilla. Por encima de los verdes recuadros de los campos y de la curva baja de un bosque, se elevaba a lo lejos una ondulación del terreno gris y melancólica, con una extraña cima dentada, confusa e imprecisa a causa de la distancia, como si fuese el paisaje fantástico de un sueño. Baskerville permaneció observándola durante largo rato, fijos sus ojos en ella; en su mirada pude percibir cuánto significaba para él aquella su primera visión del extraño lugar donde la gente de su sangre había dominado durante tanto tiempo, dejando una huella tan profunda. Allí le teníamos, sentado en el rincón de su prosaico vagón de ferrocarril, con su traje tweed y su acento norteamericano; y, al ver su rostro moreno y expresivo, sentí con mayor fuerza que nunca que era un verdadero descendiente de aquella larga estirpe de hombres nobles, dominadores y fieros. En sus espesas cejas, en las sensibles ventanillas de su nariz y en sus grandes ojos castaños, se percibían el orgullo, el valor y la fuerza. Si en aquel repulsivo páramo nos esperaba una prueba difícil y peligrosa, este era, al menos, un camarada por quien uno podía aventurarse a correr cualquier riesgo, con la certeza de que él lo compartiría con valor. El tren se detuvo en una pequeña estación secundaria y todos descendimos de él. Fuera, más allá de la tapia blanca y baja, esperaba un carricoche abierto, arrastrado por un par de jacas. Nuestra llegada suponía, evidentemente, un gran acontecimiento, ya que en torno nuestro se reunieron el jefe de estación y varios mozos para llevar nuestro equipaje. Era un lugar agradable y sencillo; pero me sorprendió ver que junto a la puerta había dos hombres, de porte militar, vestidos con uniformes oscuros, que estaban apoyados en sus cortos fusiles y nos miraban atentamente cuando pasamos junto a ellos. El cochero, hombre de corta estatura y rostro duro y retorcido, saludó a Sir Henry Baskerville, y a los pocos minutos nos deslizábamos suavemente por la amplia y blanca carretera. A ambos lados se sucedían tierras de pastos, suavemente onduladas, y por entre el verde follaje surgían antiguas casas con vertientes a dos aguas; pero más allá de este paisaje pacífico y soleado no dejaba de ver ni por un momento la lóbrega y larga curva del páramo, oscurecida frente al cielo del atardecer, rota por las siniestras colinas dentadas. El coche se adentró por un camino secundario y giramos, ascendiendo por los profundos surcos que habían ido horadando las ruedas de los vehículos que por allí habían transitado durante siglos; a ambos lados nos flanqueaban altos taludes, cargados de musgo goteante y grandes helechos de la especie lengua cervina. A la luz del sol poniente brillaban los helechos bronceados y las zarzas jaspeadas. Pasamos por un puente de granito, aún firmemente erguido, y bordeamos un arroyo ruidoso que corría con estrépito, formando espuma, por entre grises peñascos. El camino y el torrente discurrían, ondulantes, por un valle lleno de encinas y pinos enanos. A cada vuelta, Baskerville emitía una exclamación admirativa, observando atentamente en torno suyo y haciendo un sinnúmero de preguntas. Todo era hermoso a sus ojos; pero, para mí, el paisaje estaba cubierto en su totalidad por un tinte de melancolía que llevaba la marca inconfundible del año que concluía. Hojas amarillas cubrían los senderos y caían sobre nosotros al pasar. El ruido de nuestras ruedas quedaba ahogado cuando pasábamos sobre montones de vegetación que se pudría: tristes presentes, como a mí me parecían, que la naturaleza arrojaba ante el coche que conducía al heredero de los Baskerville. —¡Hola! —exclamó el doctor Mortimer—. ¿Qué es eso? Frente a nosotros apareció un espolón del páramo, con su curva empinada de tierra cubierta de brezal. En su cima, recortado claramente como si fuese una estatua ecuestre sobre un pedestal, se destacaba un soldado a caballo, oscuro y torvo, con el fusil presto sobre su antebrazo, el cual vigilaba el camino que nosotros seguíamos. —¿Qué es eso, Perkins? —preguntó el doctor Mortimer. Nuestro conductor se volvió en su asiento. —Un prisionero se ha escapado de Princetown, señor. Hace ya tres días que huyó y los guardias vigilan los caminos y todas las estaciones, pero todavía no lo han visto. Lo cierto es que a los agricultores de la zona no les gusta esto, señor. —Bueno, sé que pueden ganarse cinco libras si dan alguna información. —Sí, señor; pero la posibilidad de las cinco libras es algo muy pobre si se compara con la de que a uno le corten el cuello. No es un prisionero corriente, ¿sabe usted? Es un hombre capaz de hacer cualquier cosa. —¿Quién es? —Selden, el asesino de Notring Hill. Recordaba bien el caso, ya que en él había intervenido Holmes a causa de la peculiar ferocidad del crimen y la absoluta brutalidad que había caracterizado todas las acciones del asesino. La conmutación de su condena a muerte se había debido a que existían ciertas dudas respecto a su salud mental, tan atroz había sido su acción. Nuestro vehículo ascendió por una elevación del terreno y ante nuestros ojos se mostró la enorme extensión del páramo, salpicado de tormos y amontonamientos rocosos, agrestes y escabrosos. Un viento frío procedente de él hizo que nos pusiéramos a tiritar. En algún lugar de la desolada llanura estaba emboscado aquel hombre perverso, oculto en alguna madriguera como si fuera una fiera, con un corazón lleno de maldad contra toda la raza humana, que le había arrojado de su lado. No se necesitaba más que eso para completar la sombría apariencia de la desolada soledad, el viento helador y el cielo oscurecido. Incluso Baskerville quedó silencioso y se ciñó con más fuerza el abrigo. Los fértiles campos habían quedado ahora por detrás y debajo de nosotros. Volvimos nuestra mirada para contemplarlos y pudimos ver cómo los rayos oblicuos del sol bajo convertían los arroyos en hilos de oro y hacían que brillase la tierra roja y nueva que el arado había dejado al descubierto, así como la gran maraña de terrenos cubiertos de vegetación. El camino que se extendía ante nosotros aparecía cada vez más desnudo y salvaje en medio de las enormes prominencias de color rojizo y aceitunado, salpicadas de gigantescas peñas. De vez en cuando pasábamos ante una casa del páramo, con paredes y techo de piedra, sin enredaderas que rompiesen su dura silueta. De pronto se abrió ante nosotros una depresión en forma de copa, cubierta aquí y allá por encinas y pinos enanos que la furia de muchos años de tempestad había doblado y retorcido. Por encima de los árboles se elevaban dos torres estrechas. —Baskerville Hall —dijo el cochero, señalando con el látigo. Su señor, con las mejillas encendidas, se puso en pie y miró brillándole los ojos. Unos minutos después llegábamos ante las puertas del jardín, formadas por una fantástica red de hierro forjado y flanqueadas por sendos pilares que el tiempo había desgastado, en las cuales se habían incrustado líquenes, y que estaban coronadas por las cabezas de jabalí de los Baskerville. La casa del portero era una ruina de granito negro de la cual surgía el esqueleto de sus vigas; pero frente a ella había un nuevo edificio, a medio construir, que había sido el primer fruto del oro sudafricano de Sir Charles. Al otro lado de la puerta se abrió ante nosotros una avenida en la cual el ruido de las ruedas del coche se vio de nuevo amortiguado por las hojas caídas; los viejos árboles extendían sus ramas por encima de nosotros, formando un túnel sombrío. Baskerville se estremeció al ver el largo y oscuro corredor, en cuyo extremo brillaba la casa como si fuera un fantasma. —¿Sucedió aquí? —preguntó en voz baja. —No, fue en el Paseo de los Tejos, al otro lado. El joven heredero miró en derredor con el rostro sombrío. —Es explicable que mi tío presintiese, en un lugar como este, que se le avecinaba una desgracia —dijo—. Es suficiente para aterrorizar a cualquiera. Haré instalar una serie de bombillas eléctricas en menos de seis meses; y será imposible reconocer este lugar cuando haga colocar frente a la puerta principal un foco Swan and Edison de mil bujías. La avenida desembocaba en un amplio espacio cubierto de césped y ante nosotros apareció la casa. En medio de la luz difusa percibí que el centro era un bloque de aspecto macizo, del cual se proyectaba el porche. Toda la fachada estaba cubierta de hiedra, salvo en algunos lugares aislados, donde surgían una ventana o un escudo de armas a través del oscuro velo. De este bloque central se elevaban dos antiguas torres gemelas, almenadas, en las cuales se abrían numerosas aspilleras. A derecha e izquierda de las torres había unas alas más modernas, construidas con granito negro. Por las ventanas, divididas en parteluces, se filtraba una luz muy pobre; una sola columna de humo negro se elevaba por encima de las altas chimeneas, enclavadas en el tejado, que era muy inclinado y con un ángulo muy alto. —¡Bienvenido, Sir Henry! ¡Bienvenido a Baskerville Hall! Del porche, en sombras, se adelantó un hombre alto para abrir la puerta del coche. Frente a la luz amarilla de la entrada se veía la figura de una mujer, que salió para ayudar al hombre a bajar nuestro equipaje. —¿No le importa que siga directamente a mi casa, Sir Henry? —preguntó el doctor Mortimer—. Mi esposa está esperándome. —¿No le apetece quedarse a cenar algo? —No, tengo que irme. Probablemente, hallaré algún trabajo esperándome. Me gustaría quedarme para enseñarle la casa, pero Barrymore será mejor guía que yo. ¡Adiós! Y no dude en mandar a buscarme, de día o de noche, si puedo servirle en algo. Las ruedas del coche se perdieron por la avenida mientras Sir Henry y yo penetrábamos en el vestíbulo y la puerta se cerraba pesadamente a nuestras espaldas. El salón donde nos encontrábamos era excelente, grande, elevado y sólidamente techado con unas vigas enormes de roble que el tiempo se había encargado de oscurecer. En la chimenea, grande y antigua, chisporroteaban unos leños que ardían tras los morillos de hierro. Sir Henry y yo acercamos a él nuestras manos, ya que estábamos ateridos después del largo viaje. Luego miramos a nuestro alrededor: la alta ventana de antiguos vidrios coloreados, el chapado de roble del salón, las cabezas de ciervo disecadas, los escudos de armas colocados en las paredes… todo oscuro y sombrío frente a la tenue iluminación de la lámpara central. —Es justamente lo que me imaginaba —dijo Sir Henry—. ¿No es el propio retrato del hogar de una antigua familia? ¡Y pensar que este es el mismo salón donde han vivido mis antecesores durante quinientos años! Pensar en ello hace que me invada cierta solemnidad. Vi cómo su rostro se encendía con un entusiasmo infantil mientras miraba en torno suyo. La luz iluminaba el punto donde él se encontraba, mientras por las paredes ascendían unas sombras que luego quedaban colgadas como formando un dosel encima de él. Barrymore había regresado, después de dejar el equipaje en nuestras habitaciones, y permanecía inmóvil frente a nosotros con el aire atento de un criado que conoce bien su oficio. Era un hombre de aspecto digno, alto y elegante, con una barba negra, cuadrada, y facciones pálidas. —¿Desea que se sirva la cena inmediatamente, señor? —¿Está lista? —Dentro de unos minutos, señor. En sus habitaciones encontrarán agua caliente. Mi mujer y yo nos sentiremos felices de permanecer con usted hasta que haya tomado nuevas disposiciones, Sir Henry. Pero, ante las nuevas condiciones, comprenderá usted que esta casa requiere un servicio numeroso. —¿Qué nuevas condiciones? —Quería únicamente decir, señor, que Sir Charles llevaba una vida muy retirada y nos era posible realizar todos sus deseos. Naturalmente, usted deseará tener más compañía, de modo que habrá que introducir cambios en el gobierno de la casa. —¿Quiere ello decir que usted y su mujer desean marcharse? —Solo cuando le sea conveniente a usted, señor. —Pero su familia ha estado con nosotros durante varias generaciones, ¿no es así? Sentiría comenzar mi vida aquí rompiendo con una antigua conexión familiar. Me pareció recibir ciertos signos de emoción en el blanco rostro del mayordomo. —Yo también siento lo mismo, señor, y otro tanto le pasa a mi mujer. Pero, para serle sincero, señor, ambos sentíamos un gran afecto por Sir Charles y su muerte ha supuesto un choque para nosotros y ha hecho que estos contornos nos resulten dolorosos. Temo que jamás nos volvamos a encontrar a gusto, emotivamente, en Baskerville Hall. —¿Y qué piensan hacer? —Probablemente, podremos establecernos en algún tipo de negocio, señor. La generosidad de Sir Charles nos ha dotado de los medios necesarios para hacerlo así. Y ahora, señor, tal vez lo mejor será que les muestre sus habitaciones. Por encima del antiguo salón corría una galería cuadrada, como una balaustrada, a la cual se ascendía por medio de una escalera doble. Desde este punto central partían dos largos corredores, que se extendían a lo largo del edificio, y a los cuales se abrían los dormitorios. El mío se encontraba en la misma ala que el de Baskerville y casi pared por medio con el suyo. Estas habitaciones parecían ser mucho más modernas que la parte central de la casa; el papel claro y las numerosas bujías contribuían a alejar la impresión sombría que nuestra llegada había producido en mi mente. No obstante, el comedor, al que se pasaba desde el hall, era un lugar sombrío y triste. Se trataba de una sala larga, con un escalón que separaba la plataforma, donde se sentaba la familia, de la porción inferior, destinada a sus invitados. En un extremo y dominando sobre él, se encontraba una galería destinada a los juglares. Por encima de nuestras cabezas podían verse las vigas ennegrecidas y el techo oscurecido por efecto del humo. Su aspecto hubiera podido suavizarse si hubiese una hilera de antorchas que lo iluminaran y pudieran percibirse el color y las rudas risotadas de los banquetes de otros tiempos. Pero en esos momentos, con dos caballeros de trajes oscuros sentados en torno a un pequeño círculo de claridad que emitía una lámpara de luz atenuada, las voces quedaban amortiguadas y el espíritu se sentía oprimido. Una oscura línea de retratos de los antecesores de la familia, con gran variedad de vestimentas —desde el caballero de la época de Isabel I al petimetre de la Regencia—, nos contemplaban y arredraban con su silenciosa compañía. Hablamos poco, y por una vez me sentí satisfecho al ver que habíamos concluido la cena y podíamos retirarnos a la sala de juegos, más moderna, para fumar un cigarrillo. —En fin, no es un lugar muy alegre —dijo Sir Henry—. Supongo que podré acostumbrarme a él, pero en estos momentos me siento un poco fuera de lugar. No es de extrañar que mi tío se volviese algo maniático al vivir solo en una casa como esta. Sin embargo, si no tiene usted inconveniente, podemos retirarnos pronto esta noche, y tal vez las cosas sean más alegres por la mañana. Cuando subí a acostarme descorrí las cortinas y miré desde mi ventana, que daba al espacio cubierto de césped que había frente a la puerta del salón de entrada. Por entre la línea de nubes que corrían veloces, surgió media luna. A su fría luz vi, más allá de los árboles, una franja quebrada de rocas y la curva larga y baja del páramo melancólico. Corrí la cortina sintiendo que mi última impresión estaba en concordancia con las anteriores. Y, no obstante, no fue la última. Me encontraba incómodo, insomne, y no cesaba de dar vueltas de un lado al otro, inquieto, tratando de conciliar un sueño que no me llegaba. En la vieja mansión imperaba un silencio mortal que solo rompía el ruido de un reloj lejano, que daba los cuartos. De pronto, en medio del silencio sepulcral de la noche, mis oídos percibieron un sonido claro, fuerte e inequívoco. Era el llanto de una mujer, el sollozo apagado y reprimido de una persona dominada por una pena incontrolable. Me senté en la cama y escuché con atención. El ruido no podía haberse producido muy lejos y procedía, sin lugar a dudas, de la misma casa. Esperé durante media hora con los nervios en tensión, pero no llegó ningún otro ruido, a no ser el del reloj distante y el de la hiedra que se agitaba en el muro de la casa. VII - Los Stapleton de Merripit House La fresca belleza de la mañana siguiente contribuyó a alejar de nuestras mentes la impresión triste y sombría que nos había dominado a causa de nuestra primera experiencia en Baskerville Hall. Mientras Sir Henry y yo permanecíamos sentados, desayunando, la luz del sol entraba a raudales a través de las ventanas, produciendo manchas de color a causa de los escudos de armas que cubrían sus parteluces. Con los rayos dorados, las paredes de oscuras maderas brillaban como si fueran de bronce, y era difícil creer que esta era precisamente la sala que había infundido en nuestras almas un pesimismo tal la noche anterior. —Supongo que la culpa es nuestra y no de la casa —dijo el baronet—. Estábamos cansados del viaje y helados a causa del tiempo que pasamos en el coche, así que nuestra visión del lugar fue falsa. Ahora que estamos frescos y descansados, todo se nos presenta de nuevo alegre. —Y, sin embargo, no fue enteramente una cuestión de imaginación —respondí—. ¿Oyó, por ejemplo, algo? ¿Una mujer que, según me pareció a mí, sollozaba durante la noche? —Es curioso: yo estaba medio dormido cuando oí algo parecido. Esperé durante un rato, pero no se repitió, así que deduje que había sido un sueño. —Yo lo oí con claridad y estoy seguro de que fue realmente el llanto de una mujer. —Pues vamos a preguntar inmediatamente. Hizo sonar la campanilla y preguntó a Barrymore si podía explicar nuestra experiencia. Me dio la sensación de que la pálida faz del mayordomo palidecía aún más al oír la pregunta que le hacía su señor. —Solamente hay dos mujeres en la casa, Sir Henry —contestó—. Una es la criada de la cocina, que duerme en la otra ala. La segunda es mi mujer, y puedo asegurarle que el sonido no pudo proceder de ella. Y, no obstante, mentía al afirmar esto, ya que dio la casualidad de que después del desayuno me encontré con mistress Barrymore por el largo corredor, mientras el sol le daba de pleno en el rostro. Era una mujer corpulenta, impasible, de facciones duras y con una expresión de firmeza y seguridad en la boca. Pero sus vivos ojos estaban rojos y, cuando me miraron, percibí que tenía los párpados hinchados. Era ella, pues, quien había llorado la noche anterior, y, si lo hizo, su marido debía saberlo. No obstante, él se había arriesgado a que se descubriese que no había sido cierto lo que dijo. ¿Por qué lo había hecho y por qué lloró ella con tal amargura? En torno a este hombre apuesto, de rostro pálido y barba negra, se estaba creando una atmósfera de misterio y oscuridad. El había sido el primero en descubrir el cuerpo de Sir Charles y no disponíamos más que de su palabra para aclarar todas las circunstancias que habían conducido a la muerte del anciano. ¿Sería posible que, a fin de cuentas, fuese Barrymore la persona que habíamos visto en el coche en Regent Street? La barba podía haber sido la misma. El cochero había hablado de un hombre más bajo, pero esa impresión pudo muy bien ser errónea. ¿De qué modo podría resolverse el asunto para siempre? Evidentemente, lo primero que había que hacer era ver al encargado de la oficina de Correos de Grimpen para saber si el telegrama de prueba había sido entregado realmente en las propias manos de Barrymore. Fuera cual fuese la respuesta, al menos tendría algo para informar a Sherlock Holmes. Después del desayuno, Sir Henry se dedicó a examinar los numerosos papeles que requerían su atención, de modo que el momento era adecuado para mi excursión. Fue un agradable paseo de cuatro millas por el borde del páramo, que me condujo, al fin, a una pequeña aldea gris en la que había dos edificios más grandes que destacaban sobre el resto, que resultaron ser la posada y la casa del doctor Mortimer. El jefe de correos, que era también el tendero de la aldea, recordaba perfectamente el telegrama. —Ciertamente, señor —dijo—: el telegrama se entregó a míster Barrymore en mano, tal como se indicaba. —¿Quién lo entregó? —El chico. James, tú entregaste el telegrama a míster Barrymore en la mansión, la semana pasada, ¿verdad? —Sí, padre. —¿En sus propias manos? —Bueno, en aquel momento estaba en el desván, así que no pude ponerlo en sus propias manos, pero se lo di a la señora Barrymore y ella prometió entregárselo inmediatamente. —¿Viste a míster Barrymore? —No, señor; ya le digo que estaba en el desván. —Si no lo viste, ¿cómo sabes que estaba arriba? —Bueno, es seguro que su mujer sabía dónde estaba —dijo el encargado de Correos, de un modo impertinente—. ¿No recibió el telegrama? Si hay algún error, a quien corresponde quejarse es al propio míster Barrymore. Parecía absurdo proseguir la investigación; pero era evidente que, a pesar de la treta de Holmes, no teníamos pruebas de que Barrymore no hubiese estado en Londres todo el tiempo. Suponiendo que fuera así…, suponiendo que el último hombre que vio vivo a Sir Charles había sido el mismo que siguió al nuevo heredero cuando regresó a Inglaterra, ¿qué conclusión se infería? ¿Era agente de otros o tenía cierto designio propio? ¿Qué interés podría tener para perseguir a la familia Baskerville? Pensé en la rara advertencia hecha a base del artículo de fondo del Times. ¿Era obra de él o tal vez de alguien que había estado oponiéndose a sus planes? El único motivo concebible era el que había sugerido Sir Henry, a saber: si podía alejarse a la familia a base de atemorizar a sus miembros, los Barrymore se aseguraban un hogar cómodo y permanente. Pero era seguro que esta explicación no encajaba en el profundo y sutil plan que parecía estar entretejiendo una red invisible en torno al joven baronet. El propio Holmes había manifestado que jamás le había llegado un caso tan complejo en la larga serie de sus sensacionales investigaciones. Mientras volvía sobre mis pasos por el camino gris y solitario, pedía que mi amigo se viese pronto libre de sus preocupaciones y pudiese venir para quitar de mis hombros la pesada carga de esta responsabilidad. Mis pensamientos se vieron interrumpidos, de pronto, por el sonido de unos pies que corrían detrás de mí y una voz que me llamaba. Di la vuelta esperando ver al doctor Mortimer, pero, para sorpresa mía, el que me seguía era una persona desconocida. Se trataba de un hombre de baja talla, delgado, de facciones rasuradas y rostro fino; tenía entre treinta y cuarenta años, el pelo rubio y las mandíbulas pequeñas; vestía un traje gris y se tocaba con un sombrero de paja; sostenía colgada del hombro una caja de metal para muestras de botánica y en una de sus manos llevaba una red verde para cazar mariposas. —Estoy seguro de que perdonará mi atrevimiento, doctor Watson —dijo cuando llegó jadeante al lugar donde yo me encontraba—. Aquí, en el páramo, somos gente llana y no esperamos a que nos llegue una presentación formal. Tal vez nuestro amigo, Mortimer, le haya mencionado mi nombre. Soy Stapleton, de Merripit House. —Lo hubiera deducido de su red y su caja —respondí, ya que sabía que míster Stapleton era naturalista—. ¿Pero cómo me conoció usted? —He estado en casa del doctor Mortimer, quien me dijo que era usted cuando pasó por delante de la ventana de su clínica. Como seguimos el mismo camino, pensé adelantarle y presentarme yo mismo. Espero que Sir Henry se encuentre bien después del viaje. —Está muy bien, gracias. —Todos teníamos algo de miedo de que, a la triste muerte de Sir Charles, el nuevo baronet pudiese negarse a vivir aquí. Es pedir demasiado, a un hombre de fortuna, que venga a enterrarse en un lugar como este; pero no tengo por qué decirle cuánto significa para estas vecindades. Supongo que Sir Henry no tendrá un temor supersticioso en este asunto. —No lo creo. —Naturalmente, usted conocerá la leyenda del perro infernal que aterroriza a la familia… —He oído hablar de él. —¡Es extraordinario lo crédulos que son por aquí los campesinos! Muchos están dispuestos a jurar que han visto a dicha criatura por el páramo. Hablaba con una sonrisa en los labios, pero me pareció leer en sus ojos que se tomaba el asunto con mayor seriedad. —La historia influyó mucho sobre la imaginación de Sir Charles, y no me cabe la menor duda de que le llevó a su trágico fin. —¿Pero de qué modo? —Sus nervios estaban tan desgastados, que la aparición de cualquier perro pudo haber ejercido un fatal efecto sobre su corazón enfermo. Me inclino a creer algo de esta especie en aquella última noche en el Paseo de los Tejos. Temía que pudiese sobrevenirle algún desastre, pues tenía gran afecto por el anciano y sabía que su corazón estaba débil. —¿Cómo lo sabía? —Mi amigo el doctor Mortimer me lo había dicho. —¿Así que usted cree que algún perro persiguió a Sir Charles y, como consecuencia de ello, él murió de miedo? —¿Tiene usted una explicación mejor? —No he llegado a ninguna conclusión. —¿Y Sherlock Holmes? Sus palabras me dejaron atónito por un instante; pero una mirada a la plácida faz y a la firmeza de los ojos de mi compañero me aseguró que no intentaba lograr ninguna sorpresa. —No tiene sentido que pretendamos no conocernos, doctor Watson —dijo—. Las historias de su detective nos han llegado aquí, y usted no podría contar sus éxitos sin darse a conocer usted mismo. Cuando el doctor Mortimer me dijo su nombre, no pudo negar su identidad. Dado que usted está aquí, se deduce que el propio Sherlock Holmes está interesado en el asunto, y, lógicamente, tengo curiosidad por saber su opinión. —Me temo no poder responder a esta pregunta. —¿Puedo preguntarle si va él a honrarnos personalmente con su visita? —No puede salir de Londres en estos momentos, ya que tiene otros casos que ocupan su atención. —Es una pena, porque él hubiese podido arrojar alguna luz en lo que se muestra tan oscuro para nosotros. Pero, con respecto a sus propias indagaciones, si hay algo en que mis servicios puedan serle de utilidad, espero que no dude en decírmelo. Si tuviese alguna idea del carácter de sus sospechas, o de cómo se propone investigar el caso, tal vez en estos momentos podría proporcionarle alguna ayuda o algún consejo. —Le aseguro que mi estancia en este lugar se debe únicamente a que estoy de visita en casa de Sir Henry y que no necesito ninguna ayuda. —¡Excelente! —dijo Stapleton—. Está en su perfecto derecho de ser discreto y prudente. He sido justamente reprendido por lo que considero una imperdonable intromisión por mi parte, y le prometo no volver a mencionar el asunto. Habíamos llegado a un punto donde salía de la carretera un estrecho sendero en el que crecía la hierba y que se adentraba ondulante por el páramo. A la derecha se elevaba una empinada colina, salpicada de rocas, que en otro tiempo había servido como cantera para extraer granito. La pared que daba hacia nosotros formaba un farallón oscuro en cuyos huecos crecían helechos y zarzas. De una elevación distante ascendía un penacho gris de humo. —Un pequeño paseo por este sendero nos lleva a Merripit House —dijo—. Si dispone de una hora, tendré el gusto de presentarle a mi hermana. Mi primer pensamiento fue que debía permanecer al lado de Sir Henry. Pero luego recordé el montón de papeles y recibos que se apilaban en la mesa de su estudio. Estaba seguro de no poder ayudarle en esos momentos, y Holmes había afirmado de un modo expreso que debía estudiar a nuestros vecinos del páramo. Así pues, acepté la invitación de Stapleton y ambos nos adentramos por el sendero. —El páramo es un sitio excelente —dijo, paseando su vista por las ondulaciones del terreno, largas y verdes, con crestas dentadas de granito que se elevaban en fantásticas formaciones—. Uno jamás se cansa del páramo; no puede imaginarse los fantásticos secretos que contiene. Es tan enorme, tan desnudo, tan misterioso. —¿Lo conoce usted bien? —Solo he estado aquí dos años. Los residentes me considerarían recién llegado. Vinimos poco después de que lo hiciera Sir Charles, pero mis aficiones me han llevado a explorar todas las zonas del campo que nos rodea y creo que habrá pocos hombres que lo conozcan mejor que yo. —¿Es tan difícil de conocer? —Muy difícil. Vea usted, por ejemplo, esa gran llanura que se extiende al norte, con aquellas curiosas colinas que surgen de ella. ¿Ve algo especial allí? —Sería un peregrino lugar para una galopada. —Es natural que lo crea así, y esa idea ha costado vidas a ciertas personas. ¿Ve usted aquellos puntos de color verde claro, tan espesamente difundidos por el lugar? —Sí; parecen más fértiles que el resto. —Ese lugar es la ciénaga de Grimpen —dijo Stapleton, echándose a reír—. Un paso en falso en ese sitio equivale a la muerte de la persona o del animal que sea. Ayer, sin ir más lejos, vi cómo uno de los ponis del páramo se precipitaba en él para no salir más. Durante un largo rato vi cómo su cabeza se erguía por encima de la ciénaga, que al final se lo tragó. Es peligroso cruzarlo incluso en las estaciones secas, pero después de estas lluvias otoñales es un lugar terrible. No obstante, yo puedo llegar al mismo centro de él y regresar vivo. ¡Mire usted, allí está otro de esos pobres ponis! Algo de color castaño estaba sumergiéndose y agitándose entre los verdes juncos. Luego se vio un largo cuello, agonizante y contorsionado, que pugnaba por elevarse, y un aullido horroroso se dejó sentir en el páramo. Me quedé helado de pavor, pero los nervios de mi compañero parecían ser más fuertes que los míos. —Desapareció —dijo—. La ciénaga se ha apoderado de él. Dos en tan solo dos días, y tal vez muchos más, ya que acostumbran ir allí cuando el tiempo es seco y no se dan cuenta de la diferencia hasta que la ciénaga hace presa de ellos. La gran ciénaga de Grimpen es un mal lugar. —¿Y dice que usted puede penetrar en ella? —Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede seguir. Yo los descubrí. —¿Y para qué puede interesarle penetrar en un lugar tan horrible? —Pues mire: ¿ve usted las colinas que hay detrás? Son, en realidad, islas que están cortadas en todos sus lados por la ciénaga infranqueable, que en el curso de los años ha ido cercándolas. Allí es donde se encuentran las mariposas y las plantas más raras, si se tiene el valor suficiente para llegar a ellas. —Probaré suerte un día. —¡Por amor de Dios, quítese esa idea de la cabeza! —me dijo mientras me miraba con cara de sorpresa—. Su sangre caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no tendría la menor oportunidad de salir con vida. Yo puedo hacerlo únicamente gracias a que recuerdo ciertas complicadas señales del terreno. —¡Hola! —grité entonces—. ¿Qué es eso? Por el páramo se había dejado oír un largo lamento, de un tono profundo y una tristeza indescriptible. Llenaba todo el aire y, no obstante, era imposible decir de dónde procedía. Sordo murmullo al principio, fue creciendo hasta convertirse en un profundo gruñido, para luego cambiar de nuevo en un murmullo melancólico y vibrante. —¡El páramo es un lugar extraño! —dijo él. —¿Pero qué es eso? —Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville, que llama a su presa. Lo he oído una o dos veces anteriormente, pero jamás tan fuerte. Con un escalofrío de terror en mi corazón, miré en torno nuestro a la enorme llanura ondulada, moteada con las manchas verdes de los juncos. Nada se movía por la gran extensión, excepto un par de cuervos que graznaban estrepitosos desde un tormo situado a nuestras espaldas. —Usted es un hombre culto y no irá a creer una tontería como esa —dije—. ¿Cuál cree usted que es la causa de ese extraño sonido? —Las ciénagas producen a veces unos ruidos curiosos. Es el lodo que se sedimenta o el agua que asciende, o algo así. —No, no; eso era el aullido de un ser vivo. —Bien, tal vez lo fuese. ¿Ha oído alguna vez el grito de un avetoro? —No, nunca. —Es un ave actualmente muy rara en Inglaterra, prácticamente extinguida; pero cualquier cosa es posible en el páramo. Sí; no me sorprendería saber que lo que hemos oído es el grito del último de los avetoros. —Es la cosa más extraordinaria y fantástica que he oído en mi vida. —Sí, es un lugar bastante misterioso en conjunto. Mire aquella ladera que hay allí. ¿Qué cree que es aquello? Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos circulares de piedra, de los que había, al menos, una veintena. —¿Qué son? ¿Corrales para encerrar ovejas? —No; son los hogares de nuestros valerosos antecesores. El hombre prehistórico pobló densamente el páramo y, como nadie en particular ha vivido aquí desde entonces, encontramos todas esas pequeñas instalaciones tal y como ellos las dejaron. Son las habitaciones comunales, de las que han desaparecido los tejados. Aún pueden verse el hogar y el lugar que les servía de cama, si se tiene la curiosidad de penetrar en ellas. —Es una agrupación considerablemente grande. ¿Cuándo estuvo poblada? —La habitó el hombre neolítico. Sin fecha conocida. —¿A qué se dedicaban? —Criaban ganado en estas colinas y aprendieron a excavar el terreno en busca de estaño cuando la espada de bronce empezó a desbancar al hacha de piedra. Mire aquella gran zanja en la colina de enfrente. Esto es una señal suya. Sí, encontrará algunos lugares muy singulares en el páramo, doctor Watson. ¡Oh perdóneme un momento! Seguramente es una Cyclopides. Una pequeña mariposa o alevilla revoloteó a través de nuestro sendero y, al instante, Stapleton se lanzó en su seguimiento con una rapidez y una energía extraordinarias. Para espanto mío, el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga; pero mi conocido no se detuvo ni un instante, saltando de montón en montón y agitando en el aire su red verde. Sus ropas grises y su avance a tirones, zigzagueante e irregular, le daban la apariencia de otra gran alevilla. Permanecía yo observando su persecución, con una mezcla de admiración por su extraordinaria agilidad y de temor de que pudiera equivocarse en su avance y caer en la traicionera gran ciénaga, cuando oí el sonido de unos pasos y, al volverme, vi a una mujer en el sendero, cerca de donde yo me encontraba. Procedía de la dirección donde el penacho de humo indicaba la situación de Merripit House, pero la pendiente del páramo la había ocultado hasta que se encontró muy próxima a mí. No cabía duda de que se trataba de miss Stapleton, de quien me habían hablado, ya que en el páramo no abundan las damas y había oído decir que era muy hermosa. La dama que se acercaba era ciertamente hermosa, y su belleza era de un tipo poco frecuente. El contraste no podía ser mayor entre los dos hermanos, ya que Stapleton poseía una apariencia neutral, con cabello claro y ojos grises, mientras que ella era más morena de lo que suele encontrarse en Inglaterra; era delgada, alta y elegante. Poseía un rostro altivo y de rasgos correctos, tan regular, que hubiera podido dar la sensación de ser una persona impasible, a no ser por su boca, sensible, y sus bellos ojos, negros y vehementes. Con su tipo perfecto y su elegante vestido, era, ciertamente, una extraña aparición en un solitario sendero del páramo. Cuando me volví, tenía los ojos fijos en su hermano, y entonces caminó con mayor rapidez, acercándose a mí. Me quité el sombrero, y estaba a punto de hacer algún comentario que explicase la situación, cuando sus propias palabras dieron un nuevo enfoque a todos mis pensamientos. —¡Regrese! —dijo—. ¡Regrese inmediatamente a Londres! No pude evitar contemplarla con una expresión de estúpida sorpresa. Sus brillantes ojos me miraron al tiempo que golpeaba el suelo impacientemente con el pie. —¿Por qué he de hacerlo? —respondí. —No puedo explicárselo —hablaba en voz baja y anhelante, con un curioso balbuceo—. Haga, por Dios, lo que le pido. Regrese y no vuelva a pisar el páramo. —Pero si acabo de llegar. —Váyase… ¿Es que no puede darse cuenta de cuándo un aviso es por su propio bien? —exclamó—. ¡Vuelva a Londres esta misma noche! ¡Escape de este lugar cueste lo que cueste! ¡Silencio, mi hermano regresa ya! Ni una palabra de lo que acabo de decirle. ¿Me hace el favor de alcanzarme aquella orquídea que hay allí, entre aquellas correhuelas? En el páramo abundan las orquídeas, aunque, lógicamente, ha llegado usted un poco tarde para ver lo más bello del lugar. Stapleton había abandonado su caza y regresaba respingando agriadamente y con el semblante enrojecido a causa del esfuerzo. —¡Hola, Beryl! —dijo él, saludando a su hermana en un tono que no me pareció del todo cordial. —Estás muy acalorado, Jack. —Sí; estaba cazando una Cyclopides. Es muy rara y es difícil encontrarla a finales de otoño. ¡Qué lástima haberla dejado escapar! Hablaba de un modo indiferente, pero sus pequeños ojos claros se desplazaban incesantemente de la muchacha a mí. —Ya veo que se han presentado ustedes mismos. —Sí; estaba diciendo a Sir Henry que es un poco tarde para que pueda ver las bellezas que encierra el páramo. —¡Vaya! ¿Quién te imaginas que es este caballero? —Supongo que será Sir Henry Baskerville. —No, no —dije yo—; soy una simple persona normal, pero amigo de él. Mi nombre es doctor Watson. El expresivo rostro de la mujer se sonrojó. —Hemos estando jugando a los despropósitos —dijo entonces ella. —¿Por qué? No han tenido mucho tiempo para hablar —puntualizó su hermano con los mismos ojos interrogantes. —Hablé con el doctor Watson como si se tratase de un residente y no de un visitante —dijo ella—. No puede tener mucha importancia para él si es pronto o tarde para las orquídeas. Pero vendrá con nosotros a Merripit House, ¿verdad? Después de un breve paseo llegamos a la casa. Se trataba de una edificación fría que en época anterior, más próspera, había sido la granja de algún ganadero, ahora convertida en una moderna vivienda. Estaba rodeada de un pomar; pero los árboles, como era corriente en el páramo, aparecían canijos y resecos, produciendo todo el lugar una sensación de melancolía y pobreza. Nos franqueó la entrada un extraño criado anciano, marchito y ruinoso, que encajaba perfectamente en el ambiente de la casa. No obstante, el interior disponía de grandes habitaciones, amuebladas con una elegancia en la que me pareció reconocer el gusto de la dama. Mientras contemplaba, a través de las ventanas, el granítico páramo interminable, que se perdía en el horizonte con sus ininterrumpidas ondulaciones, no pude por menos de maravillarme de que pudiesen vivir en un lugar como aquel un hombre tan educado como Stapleton y una mujer tan bella como su hermana. —Hemos elegido un lugar extraño, ¿verdad? —dijo él, como si respondiera a mis pensamientos—. Y, no obstante, logramos ser bastante felices aquí, ¿verdad, Beryl? —Efectivamente —contestó ella, si bien en sus palabras no se percibía un tono de mucha convicción. —Teníamos un colegio en el norte —dijo Stapleton—. Para una persona de mi temperamento, el trabajo era mecánico y carente de interés, pero me encantaba tener el privilegio de vivir con los jóvenes, de ayudarlos a moldear sus inteligencias no maduras y de imprimirles mi propio carácter e ideales. Sin embargo, el destino se mostró adverso con nosotros. En el colegio cundió una grave epidemia y murieron tres de los muchachos; la institución jamás se recuperó del golpe y buena parte de mi capital desapareció irreparablemente. Y, a pesar de todo, si no hubiera sido por la pérdida de la encantadora presencia de los chicos, hubiese podido alegrarme de mi propia desgracia, ya que aquí encuentro un campo ilimitado para mis aficiones en el terreno de la botánica y la zoología; y mi hermana es tan aficionada a la naturaleza como yo mismo. Por la expresión de su rostro, al contemplar el páramo por la ventana, supuse, doctor Watson, que se imaginaba que… —Evidentemente, me vino a la mente la idea de que tal vez era un poco triste…, quizá no tanto en su caso como en el de su hermana. —No, yo nunca estoy triste —se apresuró a responder ella. —Tenemos nuestros libros, nuestros estudios y unos vecinos interesantes. El doctor Mortimer es un hombre muy ilustrado en su especialidad. El pobre Sir Charles era también un compañero admirable. Le conocíamos bien y le echamos en falta más de lo que puede imaginarse. ¿Cree usted que pecaría de impertinente si fuese esta tarde a saludar a Sir Henry? —Estoy seguro de que le encantaría. —Siendo así, le agradeceré que le mencione mi visita. Podemos, humildemente, hacerle las cosas más fáciles hasta que se acostumbre a este ambiente. ¿Quiere subir arriba, doctor Watson, para que le enseñe mi colección de lepidópteros? Creo que es la más completa del suroeste de Inglaterra. Cuando haya terminado de verlos, el almuerzo estará dispuesto. Pero yo estaba ansioso por reincorporarme a mis ocupaciones. La melancolía del páramo, la muerte del desgraciado poni, el fantástico sonido que había sido asociado con la horrenda leyenda de los Baskerville… todos estos factores teñían de tristeza mis pensamientos. Luego, encima de estas impresiones más o menos vagas, había surgido la advertencia, clara y terminante, de miss Stapleton, hecha con tal ardor, que no podía dudar de que tras ella se escondía un motivo grave y profundo. Me resistí a la insistente invitación a que me quedase a comer y emprendí inmediatamente el regreso, tomando el sendero de hierba por donde habíamos venido. No obstante, parece ser que los que estaban familiarizados con el terreno conocían un atajo, ya que, antes de llegar al camino principal, me quedé atónito al ver a miss Stapleton sentada en una piedra al lado del camino. Su rostro estaba bellamente sonrosado a causa de su esfuerzo y se llevaba una mano al costado. —He venido corriendo para adelantarme a usted, doctor Watson —dijo—. No tuve ni siquiera tiempo de ponerme el sombrero. No puedo detenerme, no sea que mi hermano note mi falta. Quería decirle cuánto siento la estúpida equivocación que cometí al confundirle con Sir Henry. Por favor, olvide las palabras que pronuncié, ya que en modo alguno se aplican a usted. —Pero no puedo olvidarlas, míss Stapleton —dije yo—. Soy amigo de Sir Henry y su bienestar me preocupa profundamente. Dígame por qué estaba tan interesada en que Sir Henry regresase a Londres. —Una extravagancia de mujer, doctor Watson. Cuando me conozca mejor, se dará cuenta de que no siempre puedo dar una razón para justificar lo que digo o hago. —No, no; recuerdo el temblor que había en su voz y la mirada de sus ojos. Por favor, le ruego que sea franca conmigo, miss Stapleton, ya que desde que llegué aquí tengo conciencia de estar rodeado de sombras por todos lados. La vida se me ha hecho como esa gran ciénaga, con pequeñas manchas verdes en derredor, en las cuales puede uno precipitarse, sin que haya una guía que indique la senda segura. Dígame, pues, qué es lo que quiso indicar, y le prometo transmitir su advertencia a Sir Henry. Por su rostro cruzó, durante un instante, una expresión de irresolución; pero sus ojos se habían endurecido una vez más cuando me respondió. —Usted concede demasiada importancia a este asunto, doctor Watson —dijo—. A mi hermano y a mí nos impresionó mucho la muerte de Sir Charles. Le conocíamos íntimamente, ya que su paseo favorito consistía en cruzar el páramo hasta nuestra casa. Estaba profundamente impresionado a causa de la maldición que pesaba sobre su familia, y yo, cuando sobrevino la tragedia, me sentí inclinada a creer, naturalmente, que los temores que había experimentado tenían algún fundamento. Me encontré, pues, angustiada, al ver que otro miembro de la familia venía a vivir aquí, y creí que debía advertirle del peligro que correría. Eso es todo lo que quería transmitirle. —Pero ¿cuál es el peligro? —¿Conoce usted la historia del sabueso? —No creo en tal disparate. —Pues yo sí. Si ejerce usted alguna influencia sobre Sir Henry, lléveselo de un lugar como este, que siempre ha sido fatal para su familia. El mundo es muy grande. ¿Por qué habría de querer vivir en un lugar peligroso? —Porque es un lugar peligroso. Así es el carácter de Sir Henry. Me temo que, a no ser que pueda darme una información más concreta que esta, me será imposible hacer que se marche. —No puedo decir nada concreto, porque yo misma lo desconozco. —Permítame que le haga una pregunta más, miss Stapleton. Si no deseaba decirme más que esto la primera vez que se dirigió a mí, ¿por qué no quiso que su hermano la oyese? No hay nada contra lo que él o cualquier otra persona pudiese hacer una objeción. —Mi hermano desea profundamente que vayan a vivir en la mansión, ya que opina que eso beneficia a las pobres gentes del páramo. Se enfadaría mucho si supiese que yo he dicho algo que pudiese inducir a Sir Henry a marcharse. Pero ahora ya he cumplido con mi misión y no diré nada más. He de regresar o, de lo contrario, me echará de menos y sospechará que le he visto a usted. ¡Adiós! Se volvió y a los pocos minutos desapareció entre las peñas dispersas, mientras yo, con el alma llena de vagos temores, proseguía mi camino hacia Baskerville Hall. VIII - Primer informe del doctor Watson A partir de este momento, seguiré el curso de los acontecimientos transcribiendo las cartas, que tengo sobre mi mesa, enviadas a Sherlock Holmes. A excepción de una página que se ha perdido, aparecen transcritas tal y como las escribí, y muestran mis sentimientos y sospechas, en aquellos momentos, con una exactitud mayor de la que permitiría mi memoria, a pesar de la claridad con que recuerdo aquellos trágicos acontecimientos. Baskerville Hall, 13 de octubre Estimado Holmes: Mis anteriores cartas y telegramas le han tenido al corriente de todo lo que ha ocurrido en este rincón del globo, dejado de la mano de Dios. Cuanto más tiempo se permanece aquí, más cala el espíritu del páramo en el alma, con su inmensidad y su sombrío encanto. Una vez en él, todos los vestigios de la moderna Inglaterra quedan atrás; pero, al mismo tiempo, en cualquier lugar se tiene conciencia de los hogares y las obras del hombre prehistórico que habitó aquí. Cuando uno camina por el páramo, por todos lados encuentra las casas de este pueblo olvidado, con sus sepulturas y los enormes monolitos que, al parecer, señalan el emplazamiento de sus templos. Al contemplar sus grises cabañas de piedra gris en las agrestes pendientes de las colinas, nuestro momento actual se queda atrás; si nos tropezásemos con un hombre velludo, cubierto de pelos, que saliese por la pequeña puerta de una de esas cabañas y encajase una flecha con punta de pedernal en la cuerda de su arco, tendríamos la seguridad de que su presencia en este lugar era más natural que la nuestra. Lo extraño es que han debido vivir apiñados en un terreno que siempre ha sido sumamente estéril. A pesar de no ser historiador, me imagino que debió de ser una raza poco belicosa, formada por merodeadores que se vieron obligados a aceptar un paraje que ningún otro pueblo ocupaba. No obstante, todo esto es ajeno a la misión que usted me encomendó y, probablemente, tiene poco interés para una mente tan práctica como la suya. Todavía puedo recordar la completa indiferencia de usted acerca de si el Sol se mueve en torno a la Tierra o si es la Tierra la que gira en torno al Sol. Voy a volver, por lo tanto, a los detalles concernientes a Sir Henry Baskerville. Si no le ha llegado ningún informe en los últimos días, se debe a que hasta hoy no ha habido nada interesante que relatar. De pronto ha surgido una circunstancia harto sorprendente que le explicaré en su momento; pero, antes de nada, debo informarle de otros factores relativos a la situación. Uno de estos es el preso que escapó al páramo, de lo cual le he hablado poco. Existen poderosas razones para creer que en estos momentos ha huido de él, lo que supone un gran alivio para las personas que viven aisladas en sus casas por esta zona. Ya ha transcurrido una quincena desde su fuga, durante la cual no se le ha visto ni se ha oído nada acerca de él. Es inconcebible que pueda haber resistido en el páramo todo ese tiempo. Naturalmente, no habría dificultad alguna por lo que se refiere a permanecer oculto, ya que cualquiera de estas cabañas de piedra le hubiera servido de escondite. El problema reside en que no hay nada que comer, a no ser que cogiese y sacrificase una de las ovejas del páramo. Creemos, por lo tanto, que se ha marchado, y, como consecuencia de ello, los campesinos que pernoctan en el campo duermen más tranquilos. En esta casa somos cuatro hombres robustos, de modo que podemos cuidarnos bien; pero le confieso que he pasado momentos difíciles al pensar en los Stapleton. Viven a muchas millas de distancia de cualquier socorro. Son, solamente, una doncella, un criado ya viejo, la hermana y el hermano, y este último no es un hombre muy fuerte. Estarían indefensos en manos de un individuo desesperado, como ese criminal de Notting Hill, si lograse penetrar en la casa. Tanto Sir Henry como yo estuvimos preocupados por su situación y se sugirió que fuese a dormir allí Perkins, el criado, pero Stapleton no quiso ni oír hablar de ello. La cuestión es que nuestro amigo, el baronet, empieza a mostrar un interés considerable por nuestra bella vecina. No hay por qué admirarse de ello, ya que el tiempo corre muy lentamente en este lugar solitario para un hombre tan activo como él, y ella es una mujer muy bella y fascinante. Posee algo exótico y tropical que forma un contraste singular con la frialdad y falta de emotividad de su hermano. No obstante, también él da la idea de guardar un fuego oculto. Él ejerce, ciertamente, una fuerte influencia sobre ella; he visto que, cuando habla, mira continuamente a su hermano, como si buscase su aprobación a todo cuanto dice. Confío en que él sea amable con ella. En los ojos de Stapleton hay un brillo frío, y sus estrechos labios dan una sensación tal de firmeza, que creo que son síntomas de un carácter obstinado y posiblemente duro. Resultaría un interesante motivo de estudio para usted. Stapleton vino a visitar a Baskerville el primer día, y a la mañana siguiente nos enseñó a los dos el lugar donde se supone que se originó la leyenda del malvado Hugo. Fue una excursión de unas cuantas millas a través del páramo; el lugar es tan lúgubre, que podría haber dado origen a la leyenda. Entre los rugosos tormos encontramos un corto valle que lleva a un espacio abierto, cubierto de hierba, sobre la cual destacan las flores blancas de unos erióforos. En el centro se elevaban dos grandes piedras, desgastadas y aguzadas en su extremo superior, que se asemejaban a unos enormes colmillos descarnados de un animal monstruoso. Correspondía, en todos los sentidos, al escenario de la antigua tragedia. Sir Henry estaba muy interesado y preguntó a Stapleton más de una vez si creía realmente en la posibilidad de una intervención de lo sobrenatural en los asuntos del hombre. Hablaba a la ligera, pero era evidente la seriedad de sus preguntas. Stapleton se mostró cauto en sus respuestas, pero era fácil ver que no decía todo lo que hubiera deseado y, por consideración a los sentimientos del baronet, no expresaba abiertamente su opinión. Nos habló de casos similares, en los que ciertas familias habían sufrido a causa de alguna influencia nefasta, y nos dejó la impresión de que compartía la creencia popular acerca del asunto. De regreso nos quedamos a almorzar en Merripit House, y allí fue donde Sir Henry conoció a miss Stapleton. Desde el mismo momento en que la vio pareció sentirse fuertemente atraído por ella, y creo no equivocarme al afirmar que el sentimiento fue mutuo. De vuelta a casa, Sir Henry se refirió a ella una y otra vez, y desde entonces apenas ha pasado día sin que hayamos visto a los dos hermanos. Esta noche van a cenar aquí y se habla de que nosotros vayamos a su casa la semana que viene. Yo me hubiera imaginado que Stapleton se sentiría muy satisfecho con este partido, pero en más de una ocasión he percibido en su rostro señales de la más fuerte desaprobación mientras Sir Henry prestaba sus atenciones a miss Stapleton. No cabe duda de que está muy unido a ella y sin ella su vida sería muy solitaria; pero sería el colmo del egoísmo si fuera a interponerse en su camino e impedir que realizara un enlace tan ventajoso. No obstante, estoy seguro de que no desea que la intimidad de ambos se convierta en amor, y en varias ocasiones he observado sus esfuerzos por impedir un téte-á-téte entre la pareja. Por cierto, las instrucciones que usted me dio de no permitir jamás que Sir Henry salga solo serán mucho más duras de cumplir si a nuestras dificultades se añade un asunto amoroso. Mi popularidad se vería pronto menoscabada si fuese a cumplir sus órdenes al pie de la letra. El otro día —el jueves, para ser más exactos— almorzó con nosotros el doctor Mortimer. Ha estado realizando excavaciones en un túmulo de Long Down y ha descubierto un cráneo prehistórico que le proporciona una gran alegría. ¡Jamás he visto un entusiasta tan sincero como él! Después llegaron los Stapleton y, ante la petición de Sir Henry, el hermano nos llevó a todos al Paseo de los Tejos para explicarnos exactamente cómo sucedió todo en la noche fatal. Es un paseo largo y lóbrego que corre entre dos altos setos podados, a cuyos lados discurre una franja de hierba. Hacia el centro del mismo se encuentra la puerta del páramo, punto donde el anciano caballero dejó caer la ceniza. Se trata de una puerta blanca de madera que está provista de un cerrojo. Al otro lado se extiende el páramo. Recordé su teoría acerca del asunto e intenté figurarme todo lo que había ocurrido. Mientras el anciano permanecía allí, vio algo que se acercaba a él desde el páramo, algo que le aterrorizó de tal modo, que perdió el juicio y no paró de correr hasta que murió de puro horror y agotamiento. Cuando escapó por el largo y siniestro túnel, ¿de qué huía? ¿De un perro pastor del páramo? ¿De un sabueso espectral negro, silencioso y monstruoso? ¿Intervino la mano del hombre en el asunto? ¿Sabía el pálido y observador Barrymore más de lo que se atrevió a decir? Todo era oscuro e impreciso, pero detrás de ello se encuentra siempre la negra sombra del crimen. Desde que le escribí la última vez he conocido a otro vecino. Se trata de míster Frankland, de Lafter Hall, que vive a unas cuatro millas al sur de nosotros. Es un anciano colérico, de rostro enrojecido y pelo blanco. Su pasión es el derecho británico y ha gastado una fortuna en pleitos. Lo hace por el mero placer de litigar y tanto le da estar a uno u otro lado de la cuestión judicial, de modo que es fácil comprender que el entretenimiento le está saliendo muy caro. Unas veces impide el derecho de tránsito por algún lugar y desafía a la parroquia para que le obligue a abrirlo; otras veces derriba con sus manos la puerta de otra persona y declara que por allí ha corrido un sendero desde tiempo inmemorial, y desafía al propietario a que le lleve a juicio por allanamiento de propiedad privada. Es un erudito en la antigua legislación feudal y comunal. Unas veces aplica sus conocimientos en favor de los habitantes de Fernworthy y otras en su contra. Ello hace que periódicamente le paseen triunfalmente por la calle del pueblo o quemen su efigie, según haya sido su última hazaña. Se dice que tiene en sus manos, en estos momentos, unos siete pleitos, los cuales probablemente se llevarán el resto de su fortuna y, privado de su acicate, le dejarán indefenso para el futuro. Aparte de la ley, parece ser una persona amable y de buen natural. Le hablo de este caballero únicamente porque usted insistió en que le enviase una descripción de nuestros vecinos. En estos momentos está ocupado en un curioso menester. Por ser aficionado a la astronomía, dispone de un excelente catalejo con el cual se echa sobre el tejado de su casa y estudia el páramo durante todo el día, con la esperanza de localizar al preso escapado. Todo iría bien si limitase sus energías a esta cuestión, pero ha corrido el rumor de que piensa llevar al doctor Mortimer ante los tribunales por haber abierto una sepultura sin el consentimiento del pariente más próximo, ya que extrajo el cráneo neolítico en el túmulo de Long Down. Nos ayuda a impedir que nuestras vidas sean monótonas y proporciona un poco de humor en estos momentos en que tanto se necesita. Y ahora, después de haberle puesto al corriente acerca del preso que ha huido, los Stapleton, el doctor Mortimer y Frankland, de Lafter Hall, permítame que concluya con lo más importante y le hable algo más acerca de los Barrymore, especialmente en torno a los sorprendentes acontecimientos de anoche. En primer lugar, le hablaré del telegrama de prueba que usted envió desde Londres para asegurarse de que Barrymore estaba realmente aquí. Ya le he explicado que el testimonio del encargado de Correos ha demostrado que el intento no sirvió de nada y que no poseemos pruebas en un sentido o en otro. Expliqué a Sir Henry cómo estaban las cosas, e inmediatamente, siguiendo su costumbre de resolver los asuntos de modo terminante, llamó a Barrymore y le preguntó si él mismo había recibido el telegrama. Barrymore respondió que sí. —¿Se lo entregó el chico en sus propias manos? —preguntó Sir Henry. La pregunta pareció sorprender a Barrymore, quien reflexionó durante un momento. —No —contestó—; en ese momento yo estaba en el desván y mi mujer me lo subió. —¿Lo contestó usted mismo? —No; dije a mi mujer que tenía que contestar y ella bajó para escribirlo. Por la noche, Barrymore volvió sobre el tema por propia voluntad. —No pude entender bien el objeto de sus preguntas de esta mañana, Sir Henry —dijo—. Espero que no quieran decir que he hecho algo que pueda desmerecer su confianza. Sir Henry tuvo que asegurarle que no había nada de eso y, para apaciguarlo, le entregó una parte considerable de su antiguo guardarropa, pues ya le habían llegado las nuevas adquisiciones que había hecho en Londres. Mistress Barrymore despierta mi interés. Es una persona robusta, sólida, muy reservada, respetable y con apariencia de puritana. Apenas podría imaginarse usted persona menos emotiva. No obstante, como ya le expliqué, la primera noche que pasamos aquí oí cómo lloraba amargamente, y desde entonces, en más de una ocasión, he observado en su rostro huellas de lágrimas. Su corazón se siente afectado por alguna profunda pena. A veces me pregunto si tendrá algún recuerdo de una culpabilidad que la aterroriza; otras veces sospecho que Barrymore es un tirano con ella. Siempre me ha parecido que en el carácter de este hombre hay algo singular y sospechoso, pero la aventura de anoche hace que esas sospechas pasen a un primer plano. No obstante, el asunto en sí puede parecer que carece de importancia. Ya sabe usted que no tengo un sueño muy profundo, y desde que estoy custodiando esta casa mis sueños han sido más ligeros que nunca. Anoche, alrededor de las dos, me despertaron unos pasos cautelosos que cruzaban por delante de mi habitación. Me levanté, abrí la puerta y salí al exterior. Por el pasillo se deslizaba la sombra larga de un hombre que caminaba silenciosamente por el corredor con una vela en la mano. Iba descalzo y solo llevaba puestos una camisa y un pantalón. Apenas pude ver su silueta, pero, por su altura, supe que se trataba de Barrymore. Caminaba con gran lentitud y cuidado, y en todo su aspecto se percibía algo culpable y furtivo que escapa a toda descripción. Ya le expliqué que el pasillo queda cortado por la balaustrada que corre en torno al salón, reanudándose al otro lado de la misma. Esperé hasta que se hubo perdido de vista y entonces le seguí. Cuando di la vuelta a la balaustrada, él ya se encontraba en el otro extremo del pasillo; por la luz que salía a través de una puerta que estaba abierta, vi que había penetrado en una de las habitaciones. Ahora bien, todas esas habitaciones están desamuebladas y vacías, lo que hacía que su expedición pareciese más misteriosa que nunca. Como la luz no oscilaba en absoluto, daba la sensación de que él permanecía inmóvil. Me deslicé por el pasillo tan silenciosamente como me fue posible y miré a hurtadillas, asomándome por el quicio de la puerta. Barrymore estaba agachado frente a la ventana y mantenía la vela al lado de los cristales. Tenía el perfil medio vuelto hacia mí y su rostro parecía estar rígido, expectante, mientras miraba la negrura del páramo. Permaneció unos minutos mirando atentamente; luego, dando un profundo suspiro, apagó la vela con un gesto de impaciencia. Regresé inmediatamente a mi habitación y poco después cruzaban los pasos silenciosos en su viaje de regreso. Mucho más tarde, cuando ya había caído yo en un ligero sueño, oí una llave que giraba en alguna cerradura, pero me fue imposible saber de dónde procedía el ruido. No puedo imaginarme qué significa todo esto, pero algo secreto ocurre en esta tenebrosa casa y, más pronto o más tarde, llegaremos a saberlo. No voy a molestarle con mis teorías, ya que usted me pidió que le informase únicamente de los hechos. Esta mañana he tenido una larga charla con Sir Henry y hemos trazado un plan de acción basado en mis observaciones de anoche. No voy a hablarle hoy de ello, pero es probable que mi próximo informe resulte muy interesante a causa de este plan. IX - Segundo informe del doctor Watson - LA LUZ DEL PÁRAMO Baskerville Hall, 15 de octubre Estimado Holmes: Si en los primeros días de mi misión me vi obligado a dejarle sin muchas noticias, debe reconocer que ahora estoy recuperando el tiempo perdido y que los acontecimientos se están desencadenando con abundancia y rapidez. En mi último informe concluí con la noticia de Barrymore ante la ventana, y ahora dispongo de toda una colección de noticias que, o mucho me equivoco, o van a sorprenderle a usted enormemente. Las cosas han tomado un sesgo que yo no hubiera podido predecir. En cierto sentido, en las últimas cuarenta y ocho horas se han hecho mucho más claras; en otro, se han complicado aún más. Pero voy a explicarle todo y usted mismo podrá juzgar. En la mañana que siguió a mi aventura, antes de desayunar pasé por el corredor y examiné la habitación en que había estado Barrymore la noche anterior. Me fijé en que la ventana oeste, por la que había mirado con tanta atención, tenía una peculiaridad que no compartía ninguna de las demás ventanas de la casa: es la que permite una visión más próxima del páramo. Entre los árboles hay un espacio abierto que permite contemplar el páramo directamente, mientras que por las demás ventanas no se tiene más que una visión distante. Se desprende, por lo tanto, que Barrymore ha debido estar buscando algo o a alguien en el páramo, ya que esta es la única ventana que le serviría para este propósito. La noche estaba muy oscura, de modo que casi no puedo imaginarme cómo esperaba él poder ver a nadie. Se me había ocurrido que posiblemente se estaba desarrollando una intriga amorosa. Ello hubiera explicado los pausados movimientos de Barrymore, así como el malestar de su mujer. Este hombre es un individuo de aspecto sorprendente, muy bien dotado para robar el corazón de una muchacha del campo, de modo que esta teoría parecía tener cierta base. El ruido de la puerta que se abría, oído por mi parte después de haber regresado a mi habitación, podría indicar que había salido para tener una cita clandestina. De este modo razoné yo por la mañana; como ve, le explico por dónde iban mis sospechas, a pesar de que luego se ha podido demostrar que eran infundadas. No obstante, fuera cual fuese la verdadera explicación de los movimientos de Barrymore, comprendí que la responsabilidad de guardármelos para mí, hasta que pudiera explicarlos, era algo superior a mis fuerzas. Después del desayuno tuve una entrevista con el baronet en su estudio y le expliqué todo lo que había visto. Él se mostró menos extrañado de lo que yo hubiera podido suponer. —Sabía que Barrymore andaba por la casa durante la noche, y tenía la idea de hablarle de ello —dijo—. Dos o tres veces he oído sus pasos en el corredor, yendo y viniendo, precisamente a la hora que usted me indica. —Entonces, quizá haga todas las noches una visita a esa ventana concreta —sugerí. —Tal vez. De ser cierto, podría seguirle y ver qué se trae entre manos. ¿Qué haría Holmes si estuviera aquí? —Creo que haría exactamente lo que usted sugiere —contesté—. Seguiría a Barrymore para ver qué hace. —Pues lo haremos juntos. —Pero seguramente nos oirá. —El hombre es bastante sordo y, en cualquier caso, tenemos que arriesgarnos. Permaneceremos esta noche en mi habitación y esperaremos hasta que pase. Sir Henry se frotó las manos satisfecho. Era evidente que le gustaba la aventura, ya que suponía una ruptura del tranquilo ritmo que tenía su vida en el páramo. El baronet ha estado en contacto con el arquitecto que preparó los planos para Sir Charles y con un contratista de Londres, de modo que podemos esperar que no tarden en introducirse profundos cambios en este lugar. De Plymouth han venido decoradores y comerciantes de muebles; es evidente que nuestro amigo tiene grandes ideas y medios suficientes para no escatimar preocupaciones o medios a fin de restaurar la grandeza de su familia. Cuando termine de amueblar y renovar la casa, todo lo que necesitará para completarla será una esposa. Entre nosotros: hay signos bastante claros de que esto no será difícil si la dama se muestra favorable, ya que raras veces he visto a un hombre más apasionado por una mujer que a él por nuestra bella vecina, miss Stapleton. No obstante, el curso del sincero amor no es tan suave como podríamos imaginarnos, dadas las circunstancias. Hoy, por ejemplo, la superficie de ese amor ha quedado rota a causa de una ola inesperada que ha causado en nuestro amigo considerable perplejidad y disgusto. Después de la conversación acerca de Barrymore que le acabo de mencionar, Sir Henry se caló el sombrero y se preparó para salir. Yo, naturalmente, hice otro tanto. —¿Qué? ¿Viene usted también, Watson? —preguntó mirándome de un modo curioso. —Depende de si usted va al páramo o no —respondí yo. —Sí que voy. —Bien, ya conoce las instrucciones que tengo. Lamento parecer un intruso, pero ya oyó usted con qué apremio insistió Holmes en que no le abandonase; especialmente si salía solo al páramo. Sir Henry me puso una mano en el hombro con una agradable sonrisa. —Querido amigo —dijo—, a pesar de toda su sabiduría, Holmes no pudo prever ciertas cosas que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me comprende? Estoy seguro de que usted sería la última persona del mundo que desearía estropearme una entrevista. He de ir solo. Esto me puso en una posición muy difícil. No sabía qué hacer ni qué decir y, antes de que yo hubiese podido tomar una decisión, él cogió su bastón y se marchó. Pero cuando volví a pensar en el asunto mi conciencia me reprochó amargamente haberle perdido de vista, fuera cual fuese el pretexto. Me imaginé cuáles serían mis sentimientos si tenía que volver a usted y confesarle que había sucedido una desgracia por no escuchar sus instrucciones. Le aseguro que mis mejillas enrojecieron solo de pensar en ello. Tal vez no fuera demasiado tarde para adelantarme, así que me puse en camino inmediatamente en dirección a Merripit House. Recorrí el camino todo lo aprisa que pude, sin ver a Sir Henry, hasta llegar al lugar en que el sendero se divide en dos. Allí, temiendo que tal vez hubiese seguido una dirección equivocada, ascendí a una colina desde la cual dominaba una mayor superficie de terreno (la misma colina que ha sido convertida en una oscura cantera). Entonces le vi inmediatamente. Se encontraba en el camino del páramo, a una distancia de un cuarto de milla, y a su lado se hallaba una dama que no podía ser otra que miss Stapleton. Era evidente que entre ellos había un acuerdo y que se habían reunido mediante una cita previa. Caminaban lentamente, embebidos en su conversación, y vi cómo ella gesticulaba como si estuviese diciendo algo muy importante mientras él escuchaba atentamente y, en una o dos ocasiones, denegaba con la cabeza para expresar su profundo disentimiento. Yo permanecía observándolos entre las rocas, sin saber qué hacer. Seguirlos e introducirme en su íntima conversación me parecía un ultraje, y, no obstante, mi deber era clarísimo en cuanto que no debía perder de vista a Sir Henry ni por un instante. Espiar a un amigo era, por otra parte, un acto despreciable. A pesar de todo, no veía qué otra cosa podía hacer, a no ser observarlos desde la colina y limpiar más tarde mi conciencia confesándole lo que había hecho. Es evidente que, si hubiese corrido algún presunto peligro repentino, yo estaba demasiado lejos para serle de utilidad; no obstante, Holmes, estoy seguro de que estará de acuerdo con que mi postura era muy difícil y no había nada más que yo pudiera hacer. Sir Henry y la dama se habían detenido en el camino; estaban totalmente absortos en su conversación, cuando de pronto me di cuenta de que no era el único testigo de la entrevista. Mis ojos percibieron algo de color verde que flotaba en el aire y una mirada más atenta me mostró que aquella cosa iba sujeta al extremo de un palo que llevaba un hombre que iba caminando por el desigual terreno. Se trataba de Stapleton y su red para cazar mariposas. Se encontraba mucho más próximo a la pareja que yo y parecía que se movía en dirección a ellos. En aquel momento, Sir Henry atrajo a miss Stapleton a su lado. Tenía un brazo en torno a ella, pero me pareció que miss Stapleton intentaba apartarse de él y desviaba su rostro. Sir Henry inclinó su cabeza hacia ella y esta elevó una mano como si protestase. Un segundo después vi cómo se separaban y se volvían con rapidez. La causa de su interrupción había sido Stapleton, que corría a toda prisa hacia ellos mientras la absurda red se agitaba tras él. Empezó a gesticular y a moverse agitado frente a los amantes, casi como si estuviese interpretando una danza. No podía yo imaginarme cuál era el significado de la escena, pero me pareció que Stapleton estaba insultando a Sir Henry; a pesar de las explicaciones de este, el primero se negaba a aceptarlas, lo cual enfurecía más a Sir Henry. La dama permanecía a su lado, con una expresión de altanero silencio. Finalmente, Stapleton dio media vuelta e hizo señas a su hermana de un modo perentorio, y ella, después de mirar a Sir Henry de un modo indeciso, se alejó acompañada por su hermano. Los gestos de enfado del naturalista mostraban que la dama quedaba también incluida en su disgusto. El baronet se quedó mirándolos un momento y luego emprendió el camino de regreso a su casa con la cabeza gacha y un aspecto que mostraba el más puro descorazonamiento. No podía imaginarme cuál era el significado de todo esto, pero estaba profundamente avergonzado por haber sido testigo de una escena tan íntima sin que mi amigo lo supiera. Descendí, pues, apresuradamente de la colina y me encontré abajo con el baronet. Su rostro estaba enrojecido por el enfado y tenía las cejas fruncidas, prueba de que no sabía qué partido tomar. —¡Hola, Watson! ¿De dónde sale usted? —dijo—. No me diga que al fin me siguió a pesar de todo. Le expliqué todos los detalles: cómo había encontrado imposible quedarme atrás, cómo le había seguido y cómo había presenciado todo lo que le había ocurrido. Me miró irritado durante unos instantes, pero mi franqueza le desarmó y al final se echó a reír de un modo que casi daba lástima. —Había creído que el centro de esta planicie era un lugar bastante seguro para que una persona estuviera aislada —dijo—; pero, ¡diablos!, parece ser que todo el mundo estaba allí para ver mis galanteos… ¡Y vaya un pobre galanteo! ¿Desde dónde presenció la función? —Estaba en aquella colina. —En la última fila, ¿eh? Pero el hermano de ella estaba cerca del escenario. ¿Vio usted cuando se nos acercó? —Sí. —¿Nunca le pareció que este hombre estaba loco? —No puedo decir que me lo haya parecido. —Pues yo no me atrevería a negarlo. Siempre le creí cuerdo hasta el día de hoy; pero puede creerme: o él o yo deberíamos estar con una camisa de fuerza. ¿Qué de raro hay en mí, a fin de cuentas? Usted ha vivido conmigo varias semanas, Watson. ¡Dígamelo ahora mismo! ¿Existe algo que pueda impedirme ser un buen marido para la mujer que quiero? —Yo diría que no. —Él no puede oponerse a causa de mi posición social, así que debe tener algo en contra de mi propia personalidad. ¿Qué puede ser ello? Que yo sepa, jamás le he hecho daño a ningún hombre o mujer. Y, no obstante, no me permitiría ni tocar a su hermana la punta de los dedos. —¿Así lo dijo? —Eso y mucho más. Mire usted, Watson; solo hace unas cuantas semanas que la conozco, pero desde el principio me di cuenta de que estaba hecha para mí…, y ella, por su parte, también era feliz cuando estaba conmigo; de eso estoy seguro. En los ojos de una mujer hay una luz que habla con mayor claridad que las palabras. Pero él jamás nos ha permitido estar juntos y hoy fue la primera vez que vi la oportunidad de hablar un poco con ella a solas. Ella se alegró de verme, pero no habló de amor y ni siquiera me hubiera dejado hacerlo a mí si hubiera podido impedirlo. Volvió una y otra vez a decir que este lugar era peligroso y que no se sentiría feliz hasta que me hubiese marchado. Yo le dije que después de verla no tenía ninguna prisa en marchar y que, si realmente quería que me fuese, la única forma de conseguirlo sería que ella lo hiciera conmigo. Con esto le ofrecí casarme con ella; pero antes de que pudiera responder apareció su hermano corriendo hacia nosotros, con una cara que parecía la de un loco. Estaba blanco de ira y sus claros ojos lanzaban miradas furiosas. ¿Qué estaba yo haciendo con la dama? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle atenciones que a ella no le eran gratas? ¿Creía yo que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en gana? Si no hubiera sido su hermano, yo hubiera sabido muy bien cómo responderle; pero como no era este el caso, le confesé que no tenía por qué avergonzarme de mis sentimientos hacia su hermana y esperaba que ella me hiciese el honor de ser mi mujer. Esto no pareció mejorar las cosas, de modo que yo también perdí los estribos y le respondí tal vez de un modo indebido, si tenemos en cuenta que ella estaba presente. Así que todo concluyó, como usted pudo ver, con la marcha de ambos, y heme aquí tan atónito como el que más. Dígame, Watson, qué significa todo esto y contraeré con usted una deuda que jamás podré pagarle. Intenté darle alguna explicación, pero la verdad era que yo mismo estaba intrigado. El título de nuestro amigo, su fortuna, su edad, su carácter y su físico estaban todos a su favor, y yo no sabía que hubiera nada en su contra, a no ser el oscuro destino a que se veía atada su familia. Es muy sorprendente esto de que se rechacen sus intenciones de un modo tan brusco sin que intervengan para nada los deseos de la dama, y que esta acepte la situación sin protestar en absoluto. No obstante, nuestras conjeturas quedaron aclaradas gracias a una visita que hizo Stapleton aquella misma tarde. Había ido a presentar sus disculpas por la falta de modales que había mostrado por la mañana; después de una larga entrevista privada en el estudio de Sir Henry, el resultado de la conversación fue que la herida había quedado completamente curada y, como signo de ello, íbamos a cenar a Merripit House el sábado siguiente. —No puedo negar que tal vez esté chiflado —me dijo Sir Henry—. No puedo olvidar la mirada de sus ojos cuando corrió hacia nosotros esta mañana; pero he de confesar que nadie hubiera hecho una apología más bella que la suya de esta tarde. —¿Explicó de algún modo su conducta? —Dice que su hermana lo es todo para él en esta vida. Eso es natural, claro está, y me alegro de que reconozca su valor. Siempre han estado juntos y, según me ha dicho, siempre se ha encontrado muy solo, a no ser por la compañía de ella; de ahí que la idea de perderla sea realmente tan terrible para él. Afirmó que no se había dado cuenta de que yo me estaba sintiendo tan atraído por ella, pero cuando vio por sus propios ojos que esto estaba sucediendo realmente, y que yo podía quitarle a su hermana, había experimentado un choque tan duro, que durante algún tiempo no fue responsable de lo que dijo o hizo. Sentía mucho todo lo que había ocurrido y reconocía lo estúpido y egoísta que resultaba imaginarse que él pudiera guardar para sí, para toda la vida, a una mujer tan bella como su hermana. Si había de abandonarle, prefería que lo hiciera con un vecino como yo y no con otra persona. Pero, en cualquier caso, se trataba de un rudo golpe para él y tardaría un tiempo antes de que pudiese acostumbrarse a ello. Él se comprometía a retirar toda oposición con tal de que yo le prometiera dejar las cosas como estaban y limitarme a cultivar la amistad de la dama durante ese tiempo, sin tratar de conquistar su amor. Yo se lo he prometido y así ha quedado la cosa. De este modo se ha aclarado uno de nuestros pequeños misterios. Ya es algo haber tocado fondo en algún lugar de este pantano en el que carecemos de rumbo. Ahora ya sabemos por qué Stapleton veía con tan malos ojos al pretendiente de su hermana, incluso tratándose de un pretendiente tan apetecible como Sir Henry. Y ahora voy a pasar a otro cabo que he desenredado en esta enredada madeja, a saber, el misterio de los sollozos nocturnos, de las huellas de llanto en el rostro de mistress Barrymore, del secreto viaje del mayordomo a la enrejada ventana que mira al oeste. Felicíteme, querido Holmes, y dígame que no le he defraudado como agente suyo; que no lamenta haber depositado en mí su confianza al enviarme aquí. Todas estas cosas se han aclarado gracias al trabajo de una noche. Digo «trabajo de una noche» cuando en realidad fueron dos noches, ya que la primera la pasamos completamente en blanco. Permanecí en vela en la habitación de Sir Henry casi hasta las tres de la mañana, pero no oímos ruido alguno, a excepción del reloj que desgranaba las horas en medio de la noche. Fue una vigilia sumamente aburrida y al final ambos nos quedamos dormidos en nuestros respectivos asientos. Por fortuna, no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la noche siguiente bajamos la luz de la lámpara y nos sentamos, fumando cigarrillos, sin hacer el menor ruido. Es increíble lo lentas que pasaban las horas; no obstante, nos animaba el mismo tipo de paciente interés que debe sentir el cazador cuando vigila la trampa en la que espera que caiga su presa. El reloj dio la una, luego las dos, y ya casi estábamos desesperando y a punto de abandonar, cuando repentinamente nos incorporamos en nuestros asientos con todos nuestros sentidos alterados. Acabábamos de oír un crujido en el comedor. Oímos los pasos que se deslizaban cautelosamente y se perdían en la distancia. Entonces el baronet abrió suavemente la puerta y nos preparamos a seguirlos. Nuestro hombre había dado ya la vuelta a la galería y el pasillo se encontraba en plena oscuridad. Avanzamos sigilosamente hasta llegar a la otra ala. Tuvimos tiempo de entrever la alta figura de barba negra, con el torso encorvado, que avanzaba de puntillas por el pasillo. Luego penetró por la misma puerta de la vez anterior, que quedó enmarcada por la luz de la vela y proyectó un recuadro de luz en el oscuro corredor. Seguimos con sumo cuidado, probando cada tabla del piso antes de aventurarnos a descansar todo nuestro peso en ella. Habíamos tomado la precaución de descalzarnos, pero aun así las viejas maderas crujían y chasqueaban a nuestro paso. A veces parecía imposible que él no oyese cómo nos acercábamos. No obstante, por fortuna, el hombre es bastante sordo y estaba preocupado únicamente por lo que hacía. Cuando al fin llegamos a la puerta y nos asomamos, le vimos agachado junto a la ventana, con la vela en la mano, su rostro blanco y atento pegado a los cristales, exactamente como le había visto dos noches antes. No habíamos preparado ningún plan de ataque, pero el baronet es hombre a quien le parece que lo más natural es el camino directo. Penetró en la habitación y, al hacerlo, Barrymore se apartó rápidamente de la ventana con un agudo silbido de su respiración y quedó inmóvil, lívido y temblando ante nosotros. Sus oscuros ojos, que nos miraban a través de la blanca máscara de su rostro, expresaban horror y asombro. —¿Qué hace aquí, Barrymore? —Nada, señor —su agitación era tal, que apenas podía hablar y las sombras se agitaban al unísono con el temblor de su mano, con la que sujetaba la vela—. Era la ventana, señor; por la noche doy una vuelta para asegurarme de que estén cerradas. —¿En el segundo piso? —Sí, señor, todas las ventanas. —Mire usted, Barrymore —dijo Sir Henry con firmeza—: hemos decidido arrancarle a usted la verdad, así que se evitará problemas si nos la dice pronto. ¡Vamos, no nos mienta! ¿Qué hacía usted en esa ventana? El individuo nos miró como implorando ayuda, mientras se retorcía las manos, dando la sensación de una persona que se encuentra en el extremo de la duda y el sufrimiento. —No hacía ningún daño, señor. Mantenía la vela contra la ventana. —¿Y por qué lo hacía? —No me pregunte eso, Sir Henry… ¡No me lo pregunte! Le prometo que no es un secreto mío y no puedo decírselo. Si únicamente se refiriese a mí, no intentaría ocultárselo. De pronto se me ocurrió una idea y quité la vela del alféizar de la ventana, donde el mayordomo la había dejado. —Ha debido de mantenerla aquí como una señal —dije—. Voy a ver si obtiene respuesta. La sujeté como él había hecho antes y miré hacia la oscuridad de la noche. Vagamente pude distinguir el negro grupo de árboles y la extensión, más clara, del páramo, ya que la luna estaba oculta tras las nubes. Lancé una exclamación al ver un pequeño punto de luz amarilla que acababa de atravesar el negro velo y brillaba fijamente en el centro del cuadro oscuro que enmarcaba la ventana. —¡Ahí está! —grité. —No; no, señor. No es nada… Nada en absoluto —interrumpió el mayordomo—. Le aseguro, señor… —¡Mueva la vela a través de la ventana! —gritó el baronet—. ¡Mire cómo el otro también la mueve! Y ahora, pícaro, ¿niega usted que sea una señal? ¡Vamos, hable! ¿Quién es su compinche del páramo y qué conspiración se traen entre manos? El rostro del hombre mostró un gesto de desafío. —Es un asunto mío que no le incumbe a usted. No diré nada. —Entonces, abandone su empleo inmediatamente. —Muy bien, señor; así lo haré si es su deseo. —Y lo hará con deshonor. ¡Diablos, bien puede avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido con la mía, bajo este techo, durante más de cien años, y he aquí que de pronto le descubro en medio de una conspiración contra mí. —No; no, señor; no es contra usted. Era la voz de una mujer: en la puerta estaba ahora mistress Barrymore, más pálida y más asustada que su marido. Su voluminosa figura, vestida con una falda y envuelta en un chal, podría haber resultado cómica a no ser por la intensidad del sentimiento que mostraba su rostro. —Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer las maletas —dijo el mayordomo. —¡Oh John, John, a qué situación te he conducido! Es culpa mía, Sir Henry…, solo mía. El no ha hecho nada, a no ser por mí y porque yo se lo pedí. —¡Hable, pues! ¿Qué significa esto? —Mi infeliz hermano está muriendo de hambre en el páramo y no podemos permitir que perezca a las puertas de nuestra casa. La luz sirve para indicarle que ya le tenemos preparados alimentos. La luz suya indica el lugar adonde hemos de llevárselos. —Así pues, su hermano es… —El preso que se fugó, señor… Selden, el criminal. —Esa es la verdad, señor —dijo Barrymore—. Ya le dije que el secreto no me pertenecía y que no podía decírselo. Pero ahora ya lo ha oído usted y comprenderá que no había ninguna conspiración en su contra. Esta era, pues, la explicación de las cautelosas expediciones nocturnas y de la luz dispuesta frente a la ventana. Tanto Sir Henry como yo miramos atónitos a la mujer. ¿Era posible que por las venas de esta mujer tan respetable corriese la misma sangre que por las del criminal más famoso del país? —Sí, señor; mi nombre de soltera era Selden y él es mi hermano menor. Le mimamos excesivamente siendo muchacho y le permitimos que hiciera siempre su deseo en todo, hasta que llegó a creer que el mundo solo estaba hecho para su placer y el podía hacer lo que le viniera en gana. Más tarde, cuando fue creciendo, trabó conocimiento con compañeros malvados y el diablo entró en su cuerpo, hasta el punto de partir el corazón de mi madre y arrastrar nuestro nombre por el fango. De delito en delito, cada vez fue hundiéndose más, hasta que solo la misericordia de Dios le ha librado del patíbulo. Pero para mí, señor, siempre ha sido el muchacho de cabello rizado que yo crié y con quien jugué, como lo haría una hermana mayor. Por ello escapó de la cárcel, señor; sabía que yo estaba aquí y que no le negaríamos ayuda. Cuando llegó aquí cierta noche, fatigado y hambriento y con los guardias pisándole los talones, ¿qué podíamos hacer? Le permitimos pasar, le dimos de comer y le atendimos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano creyó que estaría más seguro en el páramo que en ningún otro lugar hasta que finalice su persecución, de modo que ha permanecido oculto allí. Mas cada dos noches nos asegurábamos de que aún seguía allí, para lo cual colocábamos esa luz en la ventana. Si había respuesta, mi marido le llevaba algo de pan y de carne. Todos los días esperábamos que se hubiera ido, pero mientras permaneciera allí no podíamos abandonarle. Esa es toda la verdad, señor, como que soy una honrada cristiana; ya se dará cuenta de que si hay algo reprobable en todo el asunto, no se puede acusar a mi marido, sino a mí, ya que él lo ha hecho todo por mí. La mujer pronunció estas palabras con tal ansiedad, que nos convenció. —¿Es cierto, Barrymore? —Sí, Sir Henry, palabra por palabra. —Bien, no puedo censurarlo por haber permanecido del lado de su mujer; olvide lo que le dije. Vayan ustedes dos a su habitación y ya hablaremos de este asunto por la mañana. Cuando se hubieron ido, volvimos a mirar por la ventana. Sir Henry abrió de par en par y el frío viento de la noche nos dio de lleno en el rostro. A lo lejos, en la oscura distancia, seguía brillando el diminuto punto de luz amarilla. —Me pregunto cómo se atreve —dijo Sir Henry. —Tal vez está tan bien emplazado, que solo se ve desde aquí. —Es muy posible. ¿A qué distancia cree usted que se encuentra? —Creo que hacia el Cleft Tor. —A no más de una milla o dos. —Apenas eso. —Bien, no puede estar lejos si Barrymore tenía que llevarle allí los alimentos. Y ese villano está esperando junto a la vela. ¡Diablos, Watson, voy a cazar a ese hombre! El mismo pensamiento había cruzado por mi mente. La cosa sería distinta si los Barrymore nos lo hubiesen dicho por propia voluntad, pero en realidad era que nosotros les habíamos obligado a revelar el secreto. El hombre constituía un peligro para la comunidad, era un canalla redomado con quien no cabían la piedad o la excusa. No cumplíamos sino con nuestro deber al aprovechar la oportunidad de hacer que volviera al lugar donde no podría causar ningún daño. Con su carácter brutal y violento, otras personas tendrían que pagar las consecuencias si no conseguíamos ponerle las manos encima. Por ejemplo, nuestros vecinos, los Stapleton, podrían verse atacados, y tal vez fue esta idea la que hizo que Sir Henry mostrase tal interés por la aventura. —Le acompaño —dije. —Pues tome su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos será mejor, ya que el individuo puede apagar la vela y marcharse. A los cinco minutos estábamos fuera e iniciábamos nuestra expedición. Nos apresuramos por los oscuros matorrales, en medio del lúgubre sonido del viento otoñal y el susurro de las hojas que caían. El aire de la noche estaba cargado con el olor de humedad putrefacta de la vegetación. De vez en cuando la luna se asomaba por unos instantes, pero por la faz del cielo corrían nubarrones y en el momento en que salimos al páramo empezó a llover. La luz seguía brillando inmóvil frente a nosotros. —¿Va usted armado? —Llevo un arma de caza. —Debemos cercarle inmediatamente, ya que dicen que es un individuo desesperado. Le cogeremos por sorpresa y le tendremos a merced nuestra antes de que pueda resistirse. —Oiga, Watson —dijo entonces el baronet—. ¿Qué dirá Holmes de esto? ¿Qué pasa con esas horas de oscuridad en que los poderes del mal andan sueltos? Como respondiendo a sus palabras, por la inmensa negrura del páramo se elevó de pronto aquel extraño aullido que ya había oído anteriormente junto a la gran ciénaga. El viento arrastró, en medio del silencio de la noche, un largo y profundo murmullo, luego un aullido creciente y, por último, un triste lamento que se fue perdiendo gradualmente. Sonó una y otra vez, haciendo que el aire vibrase con aquel sonido estridente, salvaje y amenazador. El baronet me tomó del brazo y, a pesar de la oscuridad, pude ver la palidez que le cubrió el rostro. —¡Dios mío! ¿Qué es eso, Watson? —No lo sé. Es un ruido que se eleva en el páramo. Ya lo he oído anteriormente en otra ocasión. Luego se desvaneció y sobre nosotros se abatió un silencio absoluto. Aguzamos nuestros oídos, pero no pudimos percibir nada más. —Watson —dijo el baronet—, era el aullido de un sabueso. Se me heló la sangre en las venas al percibir su voz entrecortada, prueba del horror que se había apoderado de él. —¿Qué creen que es ese sonido? —preguntó. —¿Quiénes? —La gente del campo. —¡Oh, son personas ignorantes! ¿Qué puede importarle lo que ellos crean? —Dígamelo, Watson. ¿Qué dicen de él? Dudé, pero no pude evitar la respuesta. —Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville. Gimió y guardó silencio durante unos momentos. —Era un sabueso —dijo al fin—, pero parecía proceder de una distancia de varias millas; hacia aquella dirección, creo. —Sería difícil decir de dónde. —Llegó con el viento y este se lo llevó. ¿No es esa la dirección de la gran ciénaga? —Sí. —Pues procedía de allí. ¡Vamos, Watson, no me va a decir que usted no creyó que era un aullido de un sabueso! No soy un crío, y no tiene por qué temer decirme la verdad. —Stapleton estaba conmigo la última vez que lo oí. Dijo que podría ser la llamada de un ave extraña. —No, no; era un sabueso. ¡Dios mío! ¿Habrá algo de verdad en esas historias? ¿Es posible que me encuentre realmente en peligro y que este proceda de una fuente tan oscura? Usted no lo cree, ¿verdad, Watson? —No, no. —Y, sin embargo, reírse de ello en Londres era una cosa, y otra muy distinta es permanecer aquí, en medio de la oscuridad del páramo, y escuchar un aullido como ese. ¡Y luego está el triste destino de mi tío! Allí estaban las huellas del sabueso, en el lugar donde yacía. Todo encaja. No creo ser un cobarde, Watson, pero ese sonido pareció helarme la sangre en las venas. ¡Toque mi mano! Estaba fría como un bloque de mármol. —Mañana se sentirá bien. —No creo que logre sacar de mi cabeza ese aullido. ¿Qué aconseja usted que hagamos ahora? —¿Regresamos? —¡Diablos, no! Hemos salido por ese hombre y lo cogeremos. Estamos persiguiendo al prisionero y a nosotros nos persigue lo que debe de ser un sabueso infernal. Vamos a concluir nuestra misión aunque todos los demonios del pantano anden sueltos por el páramo. Seguimos nuestra dificultosa marcha en medio de la oscuridad, rodeados por la presencia lúgubre de las escabrosas colinas y la mancha amarillenta de la luz que ardía fijamente frente a nosotros. Nada hay más engañoso que la distancia a que se encuentra una luz en medio de una noche oscura como la boca del lobo. Unas veces el brillo parecía estar muy lejano y otras podía haberse encontrado a unas yardas de nosotros. Al fin pudimos ver de dónde procedía y nos dimos cuenta de que realmente estábamos muy próximos a la luz. Esta procedía de una gruta de las rocas, las cuales la flanqueaban por ambos lados para resguardarla del viento y, a la vez, impedir que se viese en otras direcciones que no fuese Baskerville Hall. En nuestro camino se interponía una roca de granito, y, ocultos tras ella, miramos en dirección a la señal. Era extraño ver brillar esa luz solitaria en medio del páramo, sin ninguna señal de vida en derredor: únicamente la llama, recta y amarilla, y la roca, que aquella iluminaba a ambos lados. —¿Qué hacemos ahora? —cuchicheó Sir Henry. —Espere aquí. El debe de encontrarse cerca de la luz. A ver si podemos localizarle. Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando apareció entre las rocas, en la grieta en que se encontraba la luz, un rostro amarillento y maligno, el rostro de un animal terrible, plagado y dominado por viles pasiones. Lo tenía cubierto de barro y llevaba una barba de varios días. Tal y como estaba, manchado de barro, cubierto por esas barbas y con el cabello enmarañado, su rostro hubiera podido pertenecer a uno de los antiguos salvajes que habitaron en las covachas de las colinas. La luz se reflejaba en sus astutos ojillos, los cuales miraban a derecha e izquierda queriendo traspasar la oscuridad, como si fuera un animal salvaje y astuto que hubiera oído las pisadas de los cazadores. Evidentemente, algo había despertado sus sospechas. Tal vez Barrymore hacía alguna señal que nosotros no habíamos dado, o quizá el individuo tenía algún otro motivo para pensar que algo no iba bien, pero el caso es que en su perverso rostro pude leer los temores que le dominaban. En cualquier momento podía salir del círculo de luz y perderse en la oscuridad. Así pues, me lancé hacia delante, seguido por Sir Henry. En el mismo momento, el prisionero lanzó un juramento y nos arrojó una piedra que fue a estrellarse contra el peñasco tras el que nos habíamos refugiado. En el momento de ponerse en pie y emprender la huida, pude percibir su figura corta, achaparrada, y su fuerte complexión. Por suerte, en ese mismo momento apareció la luna entre las nubes. Nos precipitamos hacia la cresta de la colina y vimos que el hombre descendía a gran velocidad por la otra vertiente, saltando por las rocas con la agilidad de una cabra montes. Un disparo afortunado de mi revólver hubiera podido herirle, pero lo llevaba conmigo solo para defenderme si se me atacaba, no para disparar contra un hombre desarmado que huía. Tanto Sir Henry como yo éramos buenos corredores y nos encontrábamos en buenas condiciones, pero pronto nos dimos cuenta de que no teníamos ninguna oportunidad de darle alcance. Durante un largo rato le vimos a la luz de la luna, hasta que no fue más que una pequeña mancha que se movía ágilmente entre los peñascos de una vieja colina. Corrimos hasta quedar exhaustos, pero la distancia que nos separaba se hacía cada vez más grande. Por último, nos detuvimos y nos sentamos jadeantes en sendas rocas, desde donde le vimos desaparecer en la distancia. Entonces sucedió algo extrañísimo e inesperado. Nos habíamos levantado de las rocas y nos preparábamos para regresar a casa, tras abandonar la caza imposible. La luna, baja, brillaba a la derecha, y bajo la curva inferior de su disco de plata se elevaba el pináculo aserrado de un tormo de granito. Entonces, en lo alto del tormo, en el fondo brillante, se recortó la figura de un hombre, negra como el ébano. No crea, Holmes, que se trata de una ilusión. Le aseguro que jamás en mi vida he visto nada con mayor claridad. Por lo que puedo juzgar, la figura pertenecía a un hombre alto y delgado. Permanecía con las piernas ligeramente separadas, los brazos cruzados, la cabeza inclinada, como si estuviera pensando en el enorme desierto de turba y granito que se extendía tras él. Podría haber sido el propio espíritu de aquel terrible lugar. No se trataba del prisionero, ya que este hombre se encontraba a mucha distancia de donde el otro había aparecido. Además, su estatura era muy superior. Con una exclamación de sorpresa, se lo señalé al baronet, pero en el instante en que me volví para tomarle el brazo, el hombre había desaparecido. El agudo picacho de granito seguía allí, cortando aún el borde inferior de la luna, pero no quedaba ya rastro de la figura silenciosa e inmóvil. Hubiera deseado ir en aquella dirección e investigar el tormo, pero se encontraba a cierta distancia. Los nervios del baronet estaban aún tensos a causa del aullido, que le recordaba la oscura historia de su familia, y no estaba de humor para emprender nuevas aventuras. El no había visto al hombre solitario sobre el tormo, por lo cual no podía sentir la emoción que a mí me habían producido su extraña presencia y su autoritaria actitud. —Será un guardia, sin duda alguna —dijo—. El páramo ha estado lleno de ellos desde que escapó el fugitivo. En fin, tal vez esta explicación fuese la acertada, pero me hubiera gustado tener más pruebas de ello. Hoy pensamos comunicar a la prisión de Princetown dónde deben buscar al fugitivo, pero es una lástima que no hayamos podido tener el triunfo de devolverlo como prisionero nuestro. Tales son nuestras aventuras de anoche, y debe reconocer, Holmes, que mi informe es excelente. Sin duda alguna, muchas de las cosas que le comunico carecen de importancia; pero, aun así, creo que lo mejor es tenerle al corriente de todos los detalles, y que usted seleccione los que mejor pueden servirle para obtener sus conclusiones. Evidentemente, estamos realizando ciertos progresos. Por lo que se refiere a los Barrymore, hemos descubierto la causa de sus acciones, lo cual ha aclarado mucho la situación. Pero el páramo, con sus misterios y sus extraños moradores, sigue tan inescrutable como siempre. Quizá en mi próxima carta también puede arrojar alguna luz sobre este punto. Lo mejor de todo sería que a usted le fuese posible reunirse con nosotros. X - Extractos del diario del doctor Watson Hasta este momento me ha sido factible presentar los informes que envié a Sherlock Holmes durante los primeros días. No obstante, ahora he llegado a un punto de mi narración en que me veo obligado a abandonar este método y confiar una vez más en mis recuerdos, ayudado por el diario que yo llevaba aquellos días. Unos cuantos extractos de este último me conducirán a aquellas escenas que quedaron indeleblemente grabadas en mi memoria con todos sus detalles. Reanudo la narración, pues, en la mañana que siguió a nuestra fallida persecución del prisionero y a las otras extrañas experiencias que nos acaecieron en el páramo. 16 de octubre.- Día triste, con niebla y una ligera llovizna. La casa está rodeada de nubes que el viento arrastra, las cuales se abren de vez en cuando para dejar ver las impresionantes ondulaciones del páramo, con sus vetas de estaño y plata en los lados de las colinas y los lejanos peñascos que brillan cuando la luz incide sobre sus húmedas superficies. Todo está melancólico, fuera y dentro de la casa. El baronet tiene un negro humor después de la excitación de anoche. Yo mismo tengo conciencia de un peso en mi corazón y el sentimiento de un peligro inminente, un peligro que está siempre presente y que es tanto más terrible cuanto que soy incapaz de definirlo. ¿Es que no tengo motivos para ese sentimiento? Considérese la larga cadena de acontecimientos, todos los cuales han señalado la existencia de una siniestra influencia en torno nuestro. Está la muerte del último ocupante de la mansión, cumpliéndose así exactamente las condiciones de la leyenda familiar; están los repetidos informes hechos por los campesinos acerca de la aparición de una extraña criatura en el páramo. Con mis propios oídos he escuchado en dos ocasiones el sonido, que se asemeja al aullido distante de un sabueso. Es increíble e imposible que pudiera realmente encontrarse fuera de las leyes corrientes de la naturaleza. Evidentemente, no puede pensarse que un sabueso espectral vaya a dejar huellas materiales y a llenar el aire con su aullido. Stapleton puede caer en esa superstición, lo mismo que Mortimer; pero si yo poseo realmente una cualidad, esa es el sentido común, y nada podrá convencerme de tal cosa. Si tal sucediera, ello equivaldría a descender al nivel de estos pobres campesinos, a quienes no basta con hablar de un perro demoniaco, sino que al describirlo tienen que hacer que por sus ojos y boca arroje un fuego infernal. Holmes no prestaría atención a tales fantasías, y yo soy su ayudante. Pero los hechos son los hechos, y en dos ocasiones he oído ya ese grito en el páramo. Supongamos que realmente hubiera un sabueso enorme suelto por el páramo; ello explicaría muchas cosas. ¿Pero dónde podría ocultarse tal animal, dónde conseguiría su comida, de dónde llegó y cómo era posible que nadie lo viera de día? Debe reconocerse que la explicación natural ofrece casi tantas dificultades como la otra. Y siempre, aparte del sabueso, se encuentra el hecho de la humana agencia que intervino en Londres, del hombre que vimos en el coche y de la carta que ponía en guardia a Sir Henry contra los peligros del páramo. Esta, al menos, fue real, pero tanto pudo ser obra de un amigo protector como de un enemigo. ¿Dónde se encontraba en esos momentos ese amigo o enemigo? ¿Se había quedado en Londres o nos había seguido hasta aquí? ¿Podría…, podría ser el extraño que yo vi en lo alto del tormo? Es cierto que solamente yo pude verle, pero hay cosas de las que estoy completamente seguro. No se trata de nadie que yo haya visto aquí, y a estas alturas conozco ya a todos los vecinos. La figura era bastante más alta que la de Stapleton y mucho más delgada que la de Frankland. Posiblemente, podía haber sido Barrymore, pero le habíamos dejado en la casa y estoy seguro de que no hubiera podido seguirnos. Así pues, hay alguien que nos sigue, del mismo modo que alguien nos vigiló en Londres. Jamás nos lo hemos sacudido de encima. Si pudiera poner las manos sobre ese hombre, al fin nos encontraríamos al término de nuestras dificultades. A este fin debo dedicar ahora todas mis energías. Mi primer impulso fue explicar a Sir Henry todo mi plan. No obstante, mi segundo impulso, más acertado que el primero, es llevar a cabo mi juego y hablar de él lo menos que pueda a nadie. Sir Henry está silencioso y distraído. Sus nervios se han visto extrañamente impresionados a causa de aquel sonido. No diré nada que pueda aumentar sus ansiedades, sino que daré mis propios pasos para lograr el fin que persigo. Esta mañana, después del desayuno, tuvimos una pequeña escena. Barrymore pidió permiso para hablar a solas con Sir Henry y ambos se encerraron durante un tiempo en el estudio del segundo. Sentado yo en la sala de juegos, en más de una ocasión oí que sus voces se elevaban y tuve una idea bastante acertada del tema que discutían. Al cabo de un rato, el baronet abrió la puerta y me llamó. —Barrymore considera que hemos cometido una injusticia con él —dijo—. Cree que no fue justo, por nuestra parte, perseguir a su cuñado cuando él, por su propia voluntad, nos había dado cuenta del secreto. Ante nosotros permanecía el mayordomo, muy pálido, pero muy sosegado. —Tal vez haya puesto demasiado ardor en mis palabras —dijo—, y de ser así le ruego me disculpe. Pero quedé muy sorprendido cuando ustedes dos, caballeros, regresaron esta mañana y supe que habían estado dando caza a Selden. Ya tiene el pobre sujeto bastantes personas de quienes escapar, para que yo le añada más perseguidores. —Si usted nos lo hubiera confesado por su propia voluntad, la cosa hubiera sido diferente —replicó el baronet—. Solamente nos lo dijo (o, mejor dicho, lo hizo su mujer) cuando se vio forzado a explicarse y no tuvo más remedio que hacerlo. —No pensé que usted se aprovechase de ello, Sir Henry… Realmente, no lo creí. —Ese hombre es un peligro público. Por el páramo hay diseminadas casas solitarias y él es un individuo al que no detendría nada; basta ver su cara para darse cuenta de ello. Fíjese, por ejemplo, en la casa de míster Stapleton, donde no hay nadie más que él para defenderla. Nadie estará a salvo hasta que se encuentre de nuevo tras las rejas de la celda. —No entrará en ninguna casa, señor; se lo prometo solemnemente. Y jamás volverá a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir Henry, que dentro de unos cuantos días se habrán ultimado todos los preparativos necesarios y estará camino de Sudamérica. Por amor de Dios, señor; le ruego que no informe a la policía de que aún se encuentra en el páramo. Ya han cesado de buscarle por allí y él puede permanecer tranquilo hasta que el barco esté listo. No puede informar acerca de él a las autoridades sin que nos planteen problemas a mi mujer y a mí. Le suplico que no diga nada a la policía, señor. —¿Qué dice usted, Watson? —Si se encontrase fuera del país, el contribuyente se quitaría un peso de encima —respondí, encogiéndome de hombros. —¿Pero qué pasa si roba algo antes de irse? —Él no haría una locura como esa, señor. Le hemos proporcionado todo lo que pueda necesitar. Cometer un delito equivaldría a dar a conocer el lugar donde se oculta. —Eso es evidente —dijo Sir Henry—. Bien, Barrymore… —Dios le bendiga, señor; gracias de todo corazón. Si le hubieran vuelto a coger, mi mujer no lo habría podido resistir. —Me imagino que estamos cooperando y alentando una felonía, ¿verdad, Watson? Pero, después de lo que acabamos de oír, no creo que pudiera entregar al hombre; así pues, aquí se acaba el asunto. Bien, Barrymore; puede usted retirarse. —Ha sido usted tan amable con nosotros, Sir Henry, que quisiera poder pagárselo de algún modo. Sé algo, Sir Henry, que tal vez hubiera debido declarar anteriormente, pero lo descubrí bastante tiempo después de la investigación judicial. Jamás se lo he confesado a nadie. Es referente a la muerte de Sir Charles. Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie. —¿Sabe usted cómo murió? —No, señor, eso no lo sé. —¿Pues qué sabe? —Sé por qué se encontraba junto a la puerta del páramo a aquella hora. Iba a verse con una mujer. —¡A ver a una mujer! ¡Él! —Sí, señor. —¿Cuál es el nombre de la mujer? —No puedo darle el nombre, señor, sino solamente sus iniciales, que eran L. L. —¿Cómo supo esto, Barrymore? —Bueno, Sir Henry; su tío recibió una carta aquella mañana. Normalmente, recibía muchas cartas, ya que era un hombre público y muy conocido a causa de la bondad de su corazón, de modo que todo aquel que tenía algún problema recurría a él. Pero aquella mañana dio la casualidad de que no había más que esa carta, así que reparé en ella. Procedía de Coombe Tracey y la dirección la había escrito una mujer. —¿Y bien? —Bueno, señor; yo no volví a pensar más en el asunto y jamás lo hubiera recordado de no ser por mi mujer. Hace solo unas semanas que ella estaba limpiando el estudio de Sir Charles (no se había tocado desde el día de su muerte), cuando encontró las cenizas de una carta quemada en la parte posterior de la chimenea. La mayor parte de ella estaba quemada en pequeños pedazos; solo una pequeña tira se conservaba intacta; pertenecía a la parte inferior del papel y aún podía verse la escritura, a pesar de ser gris sobre fondo negro. Nos pareció que se trataba de una postdata del final de la carta, y decía: «Por favor, como usted es un caballero, le ruego que queme esta carta y esté en la puerta a las diez». Debajo aparecían las iniciales de la firma: «L. L.». —¿Tiene usted ese trozo de papel? —No, señor; se hizo pedazos al moverlo. —¿Había recibido antes Sir Charles otras cartas con la misma letra? —Pues, señor, yo no me fijaba en su correspondencia. Tampoco me hubiera fijado en esta de no haber llegado sola. —¿Y tiene alguna idea de quién puede ser L. L.? —No, señor; no más que usted. Pero espero que, si pudiésemos poner las manos encima de esa mujer, sabríamos más cosas acerca de la muerte de Sir Charles. —No puedo comprender, Barrymore, cómo ocultó esta importante información. —Lo encontramos inmediatamente después de que nos llegasen nuestros problemas y, además, mi mujer y yo queríamos mucho a Sir Charles (tenga en cuenta todo el bien que nos ha hecho), y descubrir esto tal vez no hubiera ayudado a nuestro pobre señor, ya que hay que andar con cuidado cuando interviene en el caso una dama. Hasta los mejores… —¿Pensó usted que podría afectar a su buen nombre? —Bueno, señor; pensé que nada bueno podría venir de ello. Pero usted se ha portado tan bien con nosotros, que creo que no estaría bien ocultarle lo que yo sé acerca del asunto. —Muy bien, Barrymore, puede retirarse. Cuando hubo salido el mayordomo, Sir Henry se volvió hacia mí. —Bien, Watson, ¿qué opina usted de esta nueva luz? —Parece que hace aún más denso que antes el misterio. —Lo mismo opino yo. Pero todo el asunto se aclararía si pudiésemos descubrir a esa L. L. Eso es lo que hemos logrado: sabemos que hay una mujer que conoce los hechos; así que convendría descubrirla. ¿Qué opina usted que deberíamos hacer? —Informar inmediatamente a Holmes de este hallazgo. Le proporcionaré la pista que él estaba buscando. O mucho me equivoco, o esto va a traerle con nosotros. Fui inmediatamente a mi habitación y escribí a Holmes el informe sobre esta conversación. Era evidente que últimamente había estado muy ocupado, ya que las notas que yo recibía de Baker Street eran pocas y concisas; no incluía ningún comentario acerca de la información que yo le proporcionaba y apenas hacía referencia a mi misión. No cabe duda de que el caso del chantaje estaba absorbiendo todas sus facultades. No obstante, este nuevo factor seguramente atraería su atención y renovaría su interés. Deseaba que estuviera aquí. 17 de octubre.- Todo el día ha estado lloviendo a cántaros, la lluvia gotea desde los aleros y hace susurrar la hiedra al chocar contra ella. He pensado en el fugitivo, que se encuentra desnudo en el páramo, frío y sin refugio. ¡Pobre individuo! Sean cuales fueren sus delitos, ha sufrido lo suficiente para penarlos. He pensado también en la otra persona: la figura recortada contra la luna. ¿También el observador invisible, el hombre de la oscuridad, se encontraba en medio del diluvio? Por la tarde me puse el impermeable y, lleno de lúgubres imaginaciones, me adentré en el páramo encharcado, mientras la lluvia me daba en el rostro y el viento silbaba en mis oídos. Dios guarde a los que se adentren hoy en la gran ciénaga, ya que hasta las partes elevadas se están convirtiendo en un lodazal. Encontré el tormo negro, donde había visto al solitario vigilante, y desde su rugosa cima contemplé las melancólicas ondulaciones del terreno. Por su superficie rojiza se deslizaban torrentes de lluvia y el paisaje estaba cubierto de nubes bajas, de color pizarra, que orlaban como una guirnalda las laderas de las fantásticas colinas. En la lejana hondonada que se veía a la izquierda, por encima de los árboles sobresalían, medio ocultas por la niebla, las dos torres gemelas de Baskerville Hall. Era la única señal de vida humana que yo podía percibir, a no ser las chozas prehistóricas que cubrían densamente las laderas de las colinas. Por ningún lugar se percibía rastro alguno del hombre solitario que yo había visto en ese mismo sitio dos noches antes. Mientras regresaba, me adelantó el doctor Mortimer, que guiaba un pequeño coche por la accidentada senda del páramo que conducía a la lejana granja de Foulemire. Ha sido muy atento con nosotros y apenas ha pasado un día sin que haya venido a la mansión para ver qué tal nos iba. Insistió en que subiese al coche con él y me llevó a casa. Le encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño perro de aguas. Se había adentrado en el páramo y no había regresado. Le consolé lo mejor que pude, pero recordé al poni de la gran ciénaga y no creo que vuelva a ver jamás a su perrito. —A propósito, Mortimer —le pregunté, mientras dábamos saltos por el accidentado camino—: supongo que habrá pocas personas dentro de su radio de acción que usted no conozca. —Creo que conozco a casi todo el mundo. —¿Puede decirme, entonces, el nombre de una mujer cuyas iniciales son L. L.? —No —dijo después de pensar unos momentos—. Hay algunos gitanos y jornaleros que no conozco bien, pero entre los agricultores y personas acomodadas no hay nadie cuyas iniciales sean L. L. ¡Espere un poco! —añadió tras una pausa—. Está Laura Lyons, cuyas iniciales son L. L., pero vive en Coombe Tracey. —¿Quién es? —pregunté. —La hija de Frankland. —¡Cómo! ¿Una hija de Frankland? —Exactamente. Se casó con un artista llamado Lyons, el cual vino a pintar en el páramo. Resultó ser un canalla y la abandonó. Por lo que he oído, la culpa no debió de ser solamente suya. El padre de la muchacha no quiso saber nada de ella por haberse casado sin su consentimiento y, tal vez, por algún otro motivo. Lo cierto es que, entre el viejo pecador y el nuevo, la chica ha tenido malos ratos. —¿Cómo vive ella? —Supongo que el viejo Frankland le pasa una pensión, pero no puede ser muy grande, ya que sus propios asuntos están bastante revueltos. Puede haberse merecido el castigo que sea, pero no se la podía dejar en una situación desesperada. Su historia se difundió y varias personas hicieron lo posible por permitirle ganarse la vida honradamente. Uno de ellos fue Stapleton y, el otro, Sir Charles. Yo también contribuí. Era con el fin de instalarle un negocio de copias mecanográficas. Quiso saber el motivo de mis preguntas, pero yo me las arreglé para satisfacer su curiosidad sin decirle demasiado, ya que no hay razón alguna para confiar nuestros secretos a todo el mundo. Mañana por la mañana iré a Coombe Tracey y, si logro ver a esa mistress Laura Lyons, de equívoca reputación, habré dado un gran paso hacia el esclarecimiento de uno de los incidentes de esta cadena de misterios. Evidentemente, se está desarrollando en mí la sabiduría de una serpiente: cuando Mortimer me presionó con sus preguntas hasta un grado que no era conveniente, le pregunté, como por casualidad, a qué tipo pertenecía el cráneo de Frankland, con lo que logré no oír otra cosa sino craneología por el resto del viaje. ¡No en balde he vivido durante años al lado de Sherlock Holmes! Solo tengo que dejar constancia de un incidente más en este día tempestuoso y melancólico. Se trata de la conversación que acabo de mantener con Barrymore, la cual me ha proporcionado una nueva e importante baza que jugaré en su momento. Mortimer se había quedado a cenar y, después de hacerlo, él y el baronet jugaron una partida de ecarte. El mayordomo me sirvió el café en la biblioteca y aproveché la ocasión para hacerle unas preguntas. —Bien —dije—. ¿Ha partido ya ese precioso pariente suyo, o aún sigue oculto por ahí? —No lo sé, señor. Espero que los cielos hayan permitido que se vaya, ya que únicamente nos ha traído problemas. No he vuelto a saber nada de él desde que le dejé alimentos por última vez, y eso fue hace tres días. —¿Le vio entonces? —No, señor; pero la comida había desaparecido cuando fui por allí en la siguiente ocasión. —Así pues, él estaba aún. —Eso habría que suponer, a no ser que la hubiese cogido otro hombre. No pude terminar de llevarme el café a los labios y me quedé mirando a Barrymore. —¿Sabe, entonces, que hay otra persona? —Sí, señor, en el páramo hay otro hombre. —¿Le ha visto usted? —No, señor. —Entonces, ¿cómo sabe que existe? —Hace una semana o más que Selden me habló de él. Se está ocultando también, pero, por lo que he podido juzgar, no se trata de un prisionero fugitivo. Esto no me gusta, doctor Watson… le digo sinceramente que no me gusta —me contestó, con una repentina pasión llena de sinceridad. —Escuche lo que voy a decirle, Barrymore: de todo este asunto, solo me interesa el bienestar de su señor. Mi venida aquí no tiene otro objeto sino ayudarle. Dígame con franqueza qué es lo que no le gusta. Barrymore dudó un momento, como si lamentase su espontaneidad anterior o encontrase difícil expresar con palabras sus sentimientos. —Son todas esas idas y venidas, señor —exclamó al fin, mientras extendía sus manos en dirección a la ventana, empañada por la lluvia, que daba hacia el páramo—. En algún lugar se está llevando a cabo un juego deshonesto y se está fraguando algún mal; de ello estoy seguro. ¡Me alegraría muchísimo, señor, que Sir Henry regresase a Londres! —¿Pero qué es lo que le alarma? —¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Eso ya fue bastante malo, según dice la gente del campo. ¡Fíjese en los ruidos que hay en el páramo durante la noche! No hay hombre que se atreva a cruzarlo después de la puesta del sol, aunque le paguen por ello. ¡Fíjese en ese desconocido que se oculta por ahí, vigilando y aguardando! ¿Qué es lo que espera? ¿Qué significa? No indica nada bueno para el nombre de los Baskerville, y me sentiré contentísimo de alejarme de aquí tan pronto como la nueva servidumbre de Sir Henry esté dispuesta a ocupar su puesto en la mansión. —Pero, con respecto a ese desconocido —le pregunté—, ¿puede decirme algo acerca de él? ¿Qué dijo Selden? ¿Descubrió dónde se oculta o qué hace? —Le vio una o dos veces, pero es un hombre muy astuto y no puede saberse qué se lleva entre manos. Al principio creyó que era un policía, pero pronto descubrió que era alguien de sus mismas condiciones. Por lo que pudo ver, tiene aspecto de caballero, pero no logró darse cuenta de cuáles eran sus propósitos. —¿Y dónde dijo que vivía? —En las antiguas casas; en las colinas…, en las cabañas de piedra donde vivieron los primitivos. —¿Y qué pasa con su comida? —Selden descubrió que hay un muchacho que trabaja para él y le lleva todo lo que necesita. Yo diría que va a Coombe Tracey a buscar lo que requiere. —Muy bien, Barrymore; ya hablaremos más de esto en otra ocasión. Cuando el mayordomo hubo salido, me acerqué a la negra ventana y, a través de los empañados cristales, contemplé las veloces nubes y la silueta de los árboles que agitaba el viento. Aun en el interior, la noche era inclemente. ¿Qué no sería, pues, en una cabaña en medio del páramo? ¿Qué pasión, qué odio puede dominar a un hombre para llevarle a ocultarse en un lugar tal y con un tiempo como ese? ¿Y qué ferviente y ansioso propósito puede tener ese hombre para no reparar en pruebas tan duras? Allí, en aquella cabaña del páramo, parece residir el meollo del problema que tanto me inquieta. Prometo que no pasará un día más sin que haga todo lo que esté al alcance de la mano del hombre para llegar al origen del misterio. XI - El hombre del tormo Los extractos de mi diario, que integran el capítulo anterior, han llevado mi narración hasta el 18 de octubre, momento en que estos extraños acontecimientos comenzaron a desplazarse rápidamente hacia su terrible conclusión. Los incidentes del día siguiente están grabados de un modo indeleble en mi recuerdo y puedo describirlos sin tener que recurrir a las notas que tomé en aquellos momentos. Comienzo, pues, desde el día que siguió a aquel en que fijé dos hechos importantes: uno, que mistress Laura Lyons, de Coombe Tracey, había escrito a Sir Charles Baskerville y le había citado en el mismo lugar y a idéntica hora en que le sobrevino la muerte; el otro, que al hombre que se ocultaba en el páramo se le podría encontrar entre las cabañas de piedra de la colina. Poseyendo estos dos datos, creí que mi inteligencia o mi valor habrían de ser deficientes si no podían arrojar alguna luz sobre estos oscuros puntos. La noche anterior no tuve la oportunidad de explicar al baronet lo que había sabido acerca de mistress Lyons, ya que el doctor Mortimer se había quedado jugando a las cartas hasta muy tarde. No obstante, a la hora del desayuno le puse al corriente de mi descubrimiento y le pregunté si le apetecía acompañarme. Al principio se mostró muy interesado en hacerlo, pero pensándolo mejor creímos que los resultados podrían ser mejores si iba yo solo. Cuanto más formal fuese la visita, menos información lograríamos obtener. Así pues, dejé a Sir Henry en la mansión, no sin ciertos remordimientos de conciencia, y marché en coche a realizar mis nuevas pesquisas. Cuando llegué a Coombe Tracey dije a Perkins que se quedase al cuidado de los caballos y pregunté por la dama a quien había ido a interrogar. No tuve dificultad en encontrar sus aposentos, que eran céntricos y estaban bien señalados. Una doncella me hizo pasar sin ninguna ceremonia y, una vez hube entrado en el salón, una dama, que estaba sentada frente a una máquina de escribir Remington, se puso en pie con una sonrisa de bienvenida. Sin embargo, su expresión decayó al ver que yo era un extraño, y me preguntó cuál era el objeto de mi visita. La primera impresión que causaba mistress Lyons era la de su extraordinaria belleza. Su cabello y sus ojos eran del mismo color castaño, y sus mejillas, aunque bastante pecosas, tenían el rubor de exquisito capullo de la mujer morena, el delicado color rosado que se oculta en el corazón de la rosa azufre. La primera impresión que causaba, repito, era admirativa; pero la segunda era de crítica. En su rostro había algo, aunque sutil, que no encajaba: cierta vulgaridad en la expresión, dureza, tal vez, en sus ojos; cierta flaccidez de los labios que estropeaba su perfecta belleza. Pero todo esto, naturalmente, eran cosas en las que uno caía después. En aquel momento tuve conciencia, simplemente, de que me encontraba en presencia de una mujer muy hermosa que me preguntaba las razones de mi visita. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo delicada que era mi misión. —Tengo el placer de conocer a su padre. Fue una presentación muy poco airosa y la dama me lo hizo sentir. —No hay nada en común entre mi padre y yo —respondió—. No le debo nada y sus amigos no son mis amigos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otros buenos corazones, yo hubiera podido morirme de hambre sin que a mi padre le importase nada. —He venido a verla a causa de Sir Charles Baskerville. Las pecas se hicieron más visibles en el rostro de la mujer. —¿Qué puedo decirle de él? —me preguntó mientras desplazaba con nerviosismo sus dedos por el teclado de su máquina. —Usted le conocía, ¿verdad? —Ya le he dicho que debo mucho a su amabilidad. Si me es posible mantenerme, se debe en gran parte al interés que él se tomó por mi desgraciada situación. —¿Usted le correspondió? La mujer me lanzó una rápida mirada, con un brillo de enfado en sus ojos castaños. —¿Qué objeto tienen estas preguntas? —dijo con aspereza. —El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor que resolvamos aquí el asunto antes de que escape a nuestro control. Guardó silencio y su rostro mostraba una extrema palidez. Al fin levantó la vista con un gesto atrevido y desafiante. —Bien, le responderé —dijo—. ¿Qué quiere preguntarme? —¿Le correspondió usted? —Ciertamente, le escribí en una o dos ocasiones para agradecerle su delicadeza y generosidad. —¿Tiene usted anotada la fecha de las cartas? —No. —¿Se reunió con él alguna vez? —Sí, en una o dos ocasiones en que vino a Coombe Tracey. Era un hombre a quien le gustaba su retiro y prefería hacer el bien en secreto. —Pero si usted le vio tan raras veces y le escribió tan poco, ¿cómo supo él de los asuntos de usted para poder ayudarla, como acaba de decirme que hizo? Resolvió la dificultad que le había planteado con la mayor rapidez. —Había varios caballeros que conocían mi triste historia y se unieron para ayudarme. Uno era míster Stapleton, vecino e íntimo amigo de Sir Charles. Fue sumamente amable y por medio de él se enteró Sir Charles de mis problemas. Ya sabía yo que Stapleton había actuado como almoneda de Sir Charles en varias ocasiones, así que la declaración de la dama parecía ser cierta. —¿Escribió a Sir Charles en alguna ocasión pidiéndole que se viera con usted? —continué. Mistress Lyons enrojeció de ira. —Realmente, esta es una pregunta extraordinaria, caballero. —Lo siento, señora, pero he de repetirla. —Pues entonces le contestaré… Desde luego que no. —¿No lo hizo el mismo día de la muerte de Sir Charles? El rubor había desaparecido por un momento y ante mí apareció un rostro mortecino. Sus labios apenas pudieron emitir su «no», que más vi que oí. —Probablemente, su memoria la engaña —dije—. Podría incluso citar un párrafo de su carta. Decía: «Por favor, como es usted un caballero, le ruego que queme esta carta y esté en la puerta a las diez». Creí que se había desmayado, pero logró recuperarse gracias a un supremo esfuerzo. —¿Es que no existen caballeros? —respondió. —Comete usted una injusticia con Sir Charles. El quemó la carta. Pero a veces una carta puede ser legible incluso después de quemada. ¿Reconoce ahora que la escribió? —Sí, lo hice —exclamó, dejando ver su alma en un torrente de palabras—; la escribí. ¿Por qué habría de negarlo? No tengo nada de qué avergonzarme. Quería que él me ayudase. Creía que si tenía una entrevista con él podría lograr su ayuda, de modo que pedí verle. —¿Por qué a esas horas? —Porque acababa de enterarme de que se marchaba a Londres al día siguiente y podía estar ausente varios meses. Y había razones por las que no podía estar yo allí antes. —Pero ¿por qué entrevistarse con él en aquella puerta y no en su casa? —¿Cree usted que una mujer podía ir sola a aquellas horas a la casa de un hombre soltero? —Bien, ¿qué pasó cuando llegó allí? —Jamás fui. —¡Mistress Lyons! —No; se lo juro a usted por todo lo más sagrado. Jamás llegué a ir. Hubo algo que me impidió hacerlo. —¿Qué fue lo que se lo impidió? —Es un asunto privado y no puedo decírselo. —¿Reconoce usted que realizó una cita con Sir Charles a la misma hora y en el preciso lugar en que encontró su muerte, pero niega haber asistido a esa cita? —Esa es la verdad. La interrogué una y otra vez, pero no logré que pasara de ahí. —Mistress Lyons —dije mientras me ponía en pie y dando por terminada la larga e inconcluyente entrevista—, está usted adquiriendo una gran responsabilidad y colocándose en una falsa posición al no declarar absolutamente todo lo que sabe. Si tengo que solicitar la ayuda de la policía, ya verá usted con qué gravedad se verá comprometida. Si es usted inocente, ¿por qué negó al principio haber escrito a Sir Charles en esa fecha? —Porque temía que de ello se infiriese alguna falsa conclusión y pudiese verme envuelta en un escándalo. —¿Y a qué se debía su insistencia en que Sir Charles destruyese la carta? —Si ha leído la carta, ya lo sabrá. —No he dicho que hubiera leído la carta. —Ha citado una parte de ella. —He citado la postdata. Como le he dicho, la carta había sido quemada y no toda ella era legible. Le pregunto, una vez más, a qué se debía su insistencia para que Sir Charles destruyese la carta que recibió el día de su muerte. —La razón es de índole privada. —Tanto mejor para que evite una investigación pública. —Pues se lo diré. Si sabe algo de mi desgraciada historia, no ignorará que realicé un precipitado matrimonio y luego tuve motivos para lamentarlo. —Ya lo he oído. —Mi vida ha sido una incesante persecución por un marido a quien aborrezco. La ley está de su parte y cada día he de enfrentarme con la posibilidad de que pueda obligarme a vivir con él. En la época en que escribí dicha carta a Sir Charles había oído decir que tal vez podría recuperar mi libertad si lograba hacer frente a ciertos gastos. Esto lo significa todo para mí: paz de espíritu, felicidad, autorrespeto…, todo. Conocía la generosidad de Sir Charles y pensé que me ayudaría si oía la historia de mis propios labios. —Entonces, ¿cómo es que no fue? —Porque entre tanto recibí ayuda de otra fuente. —¿Por qué no escribió, pues, a Sir Charles y se lo explicó? —Así lo hubiera hecho de no ser porque a la mañana siguiente leí en el periódico que había muerto. La historia de la mujer tenía coherencia en todas sus partes y todas mis preguntas no lograron alterarla en absoluto. Lo único que podía hacer era comprobar dicha declaración, para lo cual averiguaría si realmente había iniciado el proceso para lograr el divorcio de su marido en la fecha de la tragedia o hacia esos días. Era imposible que se atreviera a decir que no había estado en Baskerville Hall si realmente había ido, ya que tendría que haberla llevado un carruaje y no hubiera podido regresar a Coombe Tracey hasta primeras horas de la mañana. Una excursión como esa no se hubiera podido mantener en secreto. Era, pues, probable que estuviera diciendo la verdad o, al menos, parte de la misma. Me marché defraudado y descorazonado. Una vez más había llegado a ese punto muerto al que parecían conducir todas las pistas por las que intentaba llegar al objeto de mi misión. Y, no obstante, cuanto más pensaba en la cara de la mujer, en su actitud, tanto más me parecía sentir que me ocultaba algo. ¿Por qué había de palidecer de ese modo? ¿Por qué había de negarlo todo hasta que no tuvo más remedio que admitir los hechos? ¿Por qué había de mostrarse tan reticente respecto al tiempo de la tragedia? Era seguro que la explicación de todo esto no era tan inocente como ella quería hacerme creer. Por el momento no podía adelantar más en esa dirección, sino que debía retroceder a la otra pista que había de descubrir entre las cabañas de piedra del páramo. Y esa era una dirección sumamente imprecisa. Me di cuenta de ello cuando, al regresar en el coche, me fijé en que, colina tras colina, en todas ellas se encontraban restos del antiguo poblado. La única indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en una de las cabañas abandonadas, pero había cientos de ellas diseminadas a lo largo y ancho del páramo. De todos modos, me servía de guía mi propia experiencia, ya que yo mismo había visto al hombre en cuestión en lo alto del tormo negro. Ese debía ser, pues, el centro de mi investigación. A partir de allí debería explorar cada cabaña del páramo hasta llegar a la que buscaba. Si el hombre se encontraba en ella, averiguaría de sus propios labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué nos había seguido durante tanto tiempo. Pudo escapar de nosotros en medio de la multitud de Regent Street, pero sería un problema para él hacer otro tanto en el solitario páramo. Por otra parte, si encontraba la cabaña, pero no estaba en ella su morador, aguardaría, por muy larga que fuera la espera, hasta que él regresara. Holmes lo había dejado escapar en Londres. Sería, por cierto, un triunfo para mí lograr hacerme con él después de que mi maestro había fracasado. La suerte nos había vuelto la espalda una y otra vez en esta investigación, pero al fin acudió en mi ayuda en esta pesquisa. Y el mensajero de la buena fortuna no fue otro sino míster Frankland, que estaba, con su blanco bigote y su rostro encendido, ante la puerta de su jardín, la cual daba al camino por el que yo marchaba. —Buenos días, doctor Watson —gritó con inusitado buen humor—. Conceda un descanso a sus caballos y pase a tomar un vaso de vino y felicitarme. Después de lo que había oído acerca del modo como había tratado a su hija, mis sentimientos hacia él se encontraban lejos de ser amistosos; pero tenía deseos de enviar a casa a Perkins con el coche, y la oportunidad era excelente. Me apeé y mandé a Sir Henry el recado de que iría caminando y llegaría a la hora de cenar. A continuación fui, detrás de Frankland, hasta el comedor. —Es un gran día para mí, caballero…, uno de los días de mi vida en que tengo buenos triunfos en mis manos —exclamó con muchos aspavientos—. He conseguido un doble triunfo. Voy a enseñar a estas gentes qué es la ley y que hay un hombre que no teme invocarla. He establecido un derecho de tránsito por el centro del parque del viejo Middleton, justo a través del mismo y a menos de cien yardas de la puerta de su casa. ¿Qué opina de esto? Enseñaremos a esos magnates que no pueden saltarse a la torera los derechos del pueblo y confundir a este. Y he cerrado el bosque adonde la gente de Fernworthy solía ir de excursión. Esa gente infernal se cree que no existen derechos de propiedad y que pueden infectar el lugar que quieran con papeles y botellas. Ambos casos están decididos, doctor Watson, y ambos en mi favor. No he tenido un día como este desde que derroté a Sir John Morland en mi acusación por allanamiento de propiedad ajena, ya que había cazado en sus propios campos. —¿Pero cómo se las arregló para conseguirlo? —Búsquelo en los libros, caballero. Merece la pena leerlo… Frankland versus Morland Court, de Queen’s Bench. Me costó doscientas libras, pero logré el veredicto. —¿Le reportó alguna ventaja? —No, señor; ninguna. Me siento orgulloso de decir que no tenía ningún interés personal en el asunto. Actúo enteramente por un sentido del deber cívico. No tengo ninguna duda, por ejemplo, de que la gente de Fernworthy me quemará en efigie esta noche. La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían poner fin a esas exhibiciones vergonzosas. El cuerpo de policía del condado se encuentra en un estado deplorable, señor, y no me ha proporcionado la colaboración a que tengo derecho. El caso de Frankland contra Su Majestad expondrá el asunto a la atención del público. Ya les avisé de que algún día se arrepentirían de haberme tratado como lo hicieron, y mi amenaza se va a cumplir. —¿Cómo? El anciano puso una expresión de persona que sabe lo que se hace. —Porque podría decirles algo que se mueren por conocer; pero nada me induciría a ayudar a esos pillos en modo alguno. Había estado tratando de hallar una excusa que me permitiese escapar a sus comadreos, pero en esos momentos deseaba oír más detalles acerca del asunto. Ya había visto lo suficiente acerca del carácter del viejo pecador, tan aficionado a llevar la contraria, para comprender que cualquier signo de interés por mi parte bastaría para poner fin a sus confidencias. —Un caso de caza furtiva, sin duda… —dije con indiferencia. —¡No, no, amigo! Un asunto mucho más importante que ese. ¿Qué le parece el fugitivo del páramo? —¡No me va usted a decir que sabe dónde está! —sugerí. —Tal vez no sepa exactamente dónde está, pero estoy seguro de que podría ayudar a la policía a echarle las manos encima. ¿Nunca se le ha ocurrido que el modo de cazar a ese hombre es saber de dónde consigue la comida, para así seguirle la pista? Ciertamente, parecía que se estaba aproximando excesivamente a la verdad. —Sin duda —dije—. ¿Pero cómo sabe que está en algún lugar del páramo? —Porque he visto con mis propios ojos al recadero que le lleva la comida. Mi corazón se sobresaltó pensando en Barrymore. Era algo muy serio estar en las manos de ese viejo entrometido y malicioso. Lo que dijo a continuación me quitó un peso de encima. —Le sorprenderá saber que quien le lleva los alimentos es un niño. Todos los días le veo por el catalejo que tengo instalado en el tejado. Pasa por el mismo sendero a la misma hora, y ¿a quién podría ir a ver, si no es al fugitivo? ¡Esto era tener suerte, evidentemente! Y, no obstante, oculté toda apariencia de interés. ¡Un chico! Barrymore había dicho que al desconocido le abastecía un muchacho. Frankland había tropezado con su pista, no con la del fugitivo. Si lograba sacarle lo que sabía, me ahorraría una caza laboriosa. Pero mis mejores bazas eran la incredulidad y la indiferencia. —Yo diría que es mucho más probable que se trate del hijo de alguno de los pastores del páramo que lleva la comida a su padre. Esta última aparente oposición hizo que el viejo autócrata se enardeciera. Sus ojos me miraron malignamente y sus grises bigotes se erizaron como si fuera un gato enfurecido. —¡Vaya, caballero! —dijo mientras me señalaba la gran extensión del páramo—. ¿Ve usted el tormo negro, por allí? Bueno, ¿ve ahora la colina baja que está más allá, la que tiene aquellas zarzas en la parte superior? Es la zona más rocosa de todo el páramo. ¿Cree usted que es un lugar adonde un pastor conduciría su rebaño? Su sugerencia es absurda, caballero. Me limité a responder que había hablado sin conocer todos los hechos. Mi sumisión le agradó y dio origen a nuevas confidencias. —Puede estar seguro, caballero, de que antes de llegar a emitir una opinión me aseguro del terreno que piso. He visto al muchacho una y otra vez con su hatillo. Todos los días, y algunos en dos ocasiones, me ha sido posible verlo… ¡Espere un momento, doctor Watson! ¿Me engañan mis ojos o en este momento hay algo que se mueve por aquella colina? Estaba a varias millas de distancia, pero pude ver con claridad un pequeño punto oscuro que se destacaba en medio del verde y el gris del páramo. —¡Venga conmigo, caballero! —gritó Frankland mientras subía a toda prisa por la escalera—. Lo verá con sus propios ojos y podrá juzgar usted mismo. El catalejo, formidable instrumento que estaba montado sobre un trípode, se encontraba instalado en el tejado plano de la casa. Frankland acercó su ojo al mismo y profirió un grito de satisfacción: —¡Rápido, Watson! ¡Dése prisa antes de que corone la colina! Allí estaba, evidentemente, un pequeño granuja que ascendía por la colina con un paquete de tamaño reducido sobre el hombro. Cuando llegó a la cumbre, vi la figura, harapienta y tosca, que se destacaba un instante sobre el frío cielo azul. Miró en torno suyo con una mirada furtiva y cautelosa, como el que teme ser perseguido, y después desapareció al otro lado de la colina. —Bien, ¿tenía yo razón? —Ciertamente; el muchacho parece estar realizando alguna misión secreta. —Y la naturaleza de su misión es tan evidente, que hasta un policía rural la supondría. Pero no les diré ni una palabra y le ruego que me guarde también el secreto, doctor Watson. ¡Ni una palabra! ¿Me entiende? —Como usted guste. —Me han tratado de un modo vergonzoso…, vergonzoso. Cuando se sepan los detalles del caso Frankland contra Su Majestad, me atrevo a creer que una ola de indignación sacudirá todo el país. Nada me inducirá a ayudar a la policía en modo alguno. A ellos les hubiera dado lo mismo que esos picaros me quemasen en persona en lugar de quemar mi efigie. ¡Pero no se irá usted a marchar! ¡Acompáñeme a hacer un brindis para celebrar esta gran ocasión! Me resistí a todas sus atenciones y logré disuadirle de su intención de acompañarme a casa. Mientras él pudo verme, seguí a lo largo del camino; luego me adentré en el páramo y me encaminé a la colina rocosa por donde había desaparecido el muchacho. Todo estaba funcionando a mi favor, y me juré que no sería por falta de energía o perseverancia si llegaba a perder la oportunidad que la fortuna había puesto en mi camino. El sol empezaba a ponerse cuando llegué a la cima de la colina, y las largas pendientes que se extendían a mis pies eran de un color verde dorado por uno de sus lados y gris oscuro por el otro. En la línea distante del cielo aparecía una neblina, de la cual sobresalían los contornos fantásticos de los tormos Belliver y Vixen. Nada se movía ni se veía en la enorme extensión. Un gran pájaro gris, que podría ser una gaviota o un zarapito, volaba solitario por el cielo azul. El y yo parecíamos ser los únicos seres vivos existentes entre el gran arco del cielo y el desierto que se extendía a sus plantas. El desnudo escenario, la sensación de soledad, el misterio y la urgencia de mi misión producían una sensación de frío en mi corazón. No podía ver al muchacho por ninguna parte. Pero a mis pies, en una hondonada del terreno, había un círculo de antiguas cabañas de piedra, en el centro del cual se encontraba una que conservaba una techumbre suficiente para servir de abrigo contra las inclemencias del tiempo. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando la vi. Esa debía de ser la madriguera donde se ocultaba el desconocido. Al fin mis pies se encontraban ya en el umbral de su escondite… Su secreto estaba al alcance de mi mano. Cuando me aproximé a la cabaña, caminando con el mismo silencio con que lo hubiera hecho Stapleton al aproximarse con su red a una mariposa que estuviera posada, me satisfizo que precisamente fuese aquel el lugar escogido como habitación. Una senda imprecisa entre las peñas conducía a la derruida abertura que servía de puerta. Todo estaba silencioso en su interior. El desconocido podía estar agazapado allí o merodeando por el páramo. Mis nervios me producían una sensación de aventura. Tiré el cigarrillo que iba fumando, cerré mi mano en torno a la culata del revólver y caminé suavemente hasta la puerta. Miré dentro. El lugar estaba vacío. Pero había amplias pruebas de que no había seguido una falsa pista. Era, ciertamente, el lugar donde vivía el perseguido. En la losa donde había descansado el hombre primitivo había unas mantas enrolladas en un impermeable. En un rústico hogar estaban amontonadas las cenizas del fuego. Al lado había algunos utensilios de cocina y un cubo de agua medio lleno. Un montón de latas vacías demostraba que el lugar había estado ocupado durante un tiempo, y, cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, vi un pequeño vaso y una botella de licor, medio vacía, que se encontraba en un rincón. En el centro de la cabaña había una losa que hacía las veces de mesa y sobre la misma se encontraba un pequeño hatillo (el mismo, sin duda, que había visto, con el catalejo, en los hombros del muchacho). Contenía una hogaza de pan, una lata de lengua, ya preparada, y dos botes de melocotón. Cuando volví a dejarlo después de mi examen, el corazón me latió con fuerza al ver que debajo había una hoja de papel con algo escrito. La acerqué a mis ojos y, escritas con mala caligrafía, leí las siguientes palabras: «El doctor Watson ha ido a Coombe Tracey». Permanecí un minuto con el papel en las manos pensando en el significado de este breve mensaje. Era, pues, a mí a quien seguía el desconocido, no a Sir Henry. No me había seguido personalmente, sino que había puesto tras mis pasos a un agente —tal vez el muchacho—, y este era su informe. Posiblemente, yo no había dado un paso por el páramo, desde que llegué, sin que se me hubiera espiado, informando del mismo a continuación. Siempre existía este sentimiento de una fuerza invisible, de una perfecta red tendida en torno nuestro, con una delicadeza y habilidad infinitas, la cual nos envolvía de un modo tan tenue, que solo en algunos momentos extraordinarios se daba uno cuenta de que realmente se encontraba en sus mallas. Si había un informe, podía haber otros, de modo que busqué por la cabaña a ver si los encontraba. No obstante, no había rastro de nada parecido, ni pude descubrir signo alguno que pudiese indicar la índole o las intenciones del hombre que habitaba en aquel extraño lugar, a no ser que se tratase de una persona de hábitos espartanos y poco preocupada por las comodidades de la vida. Cuando pensé en las intensas lluvias y observé la destrozada techumbre, comprendí cuan fuerte y firme debía ser el propósito que le había mantenido en un habitáculo tan inhospitalario. ¿Era nuestro maligno enemigo o era, por ventura, nuestro ángel guardián? Prometí no abandonar la cabaña hasta que lo supiera. Fuera, el sol se estaba poniendo, y por el oeste lucían unos colores escarlata y oro. Los lejanos estanques de la gran ciénaga, de color rojizo, emitían los reflejos del ocaso. Estaban las dos torres de Baskerville Hall y una mancha lejana de humo que señalaba la posición del pueblo de Grimpen. Entre estos dos puntos, detrás de la colina, se encontraba la casa de los Stapleton. Todo era dulce, suave y pacífico en medio de la luz dorada de la tarde; no obstante, al mirar el ambiente, mi alma no compartía la paz de la naturaleza, sino que temblaba ante la vaguedad y el tenor de esa entrevista que a cada momento que pasaba se encontraba más cerca. Con los nervios en tensión, pero con el propósito firme, me senté en el interior oscuro de la cabaña y esperé la llegada de su ocupante con una paciencia sombría. Al fin le oí. A bastante distancia percibí el agudo resonar de una bota al tropezar con una piedra; luego siguieron otro y otro más, cada vez más próximos. Retrocedí hasta el rincón más oscuro y monté la pistola en el bolsillo, dispuesto a no descubrirme hasta que tuviera la oportunidad de ver al desconocido. Hubo una larga pausa, que demostraba que se había detenido; luego se aproximaron de nuevo los pasos y en la abertura de la cabaña apareció una sombra. —Hace una tarde estupenda, mi querido Watson —dijo una voz bien conocida—. Creo, realmente, que se encontrará más cómodo fuera que dentro. XII - Muerte en el páramo Por unos momentos me quedé sin respiración, casi incapaz de dar crédito a mis oídos. Al fin recuperé el dominio sobre mí y el habla, mientras en un instante desaparecía de mi alma el agobiante peso de la responsabilidad. Esa voz fría, incisiva e irónica no podía pertenecer más que a un hombre. —¡Holmes! —grité—. ¡Holmes! —Salga —dijo él—, y tenga cuidado con el revólver, por favor. Pasé por debajo del rústico dintel y le vi sentado en una piedra; sus ojos miraron divertidos al ver la expresión atónita de mi rostro. Estaba delgado y cansado, pero alerta y despierto. Tenía el rostro bronceado por el sol y curtido por el viento. Con su traje de tweed y su gorra de tela, se asemejaba a un turista cualquiera del páramo, y con su amor felino por el aseo personal, que era una de sus características, había logrado que sus mejillas apareciesen tan rasuradas y su camisa tan perfecta como si estuviera en Baker Street. —Jamás me ha alegrado tanto ver a alguien en mi vida —dije mientras estrechaba su mano. —O jamás ha estado usted tan atónito, ¿eh? —Bien, debo confesar que sí. —Le aseguro que no fue usted el único sorprendido. No tenía ni idea de que hubiera encontrado usted mi retiro ocasional, y menos aún de que estuviera dentro de él, hasta que llegué a veinte pasos de la puerta. —Lo supo por mis pisadas, supongo… —No, Watson; me temo que no podría reconocer sus pisadas entre todas las pisadas del mundo. Si realmente desea engañarme, debe cambiar de estanco, ya que cuando veo un cigarrillo con la marca Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson no anda lejos. Allí lo tiene usted, al lado del camino. No cabe duda de que lo tiró usted en el momento supremo en que se lanzó hacia la cabaña vacía. —Exactamente. —Lo pensé… Y, conociendo su admirable tenacidad, estaba seguro de que se encontraba emboscado, con un arma preparada y esperando que regresase el inquilino. ¿Así que realmente creyó que yo era el criminal? —No sabía quién era usted, pero estaba dispuesto a averiguarlo. —¡Excelente, Watson! ¿Y cómo me localizó? ¿Tal vez me vio la noche de la caza del fugitivo, cuando cometí la imprudencia de dejar que la luna apareciese por detrás de mí? —Sí, entonces le vi. —Y sin duda ha buscado en todas las cabañas hasta dar con esta. —No; han observado los movimientos de su recadero y ello me dio una pista para saber por dónde buscarle. —El anciano del catalejo, sin duda. No pude descubrirlo la primera vez que vi la luz reflejándose en las lentes —se levantó y se asomó a la cabaña—. Ya veo que Cartwright me ha traído algunos víveres. ¿Qué es este papel? Así que ha estado usted en Coombe Tracey, ¿no? —Sí. —¿A ver a Laura Lyons? —Exactamente. —¡Bien hecho! Evidentemente, hemos seguido unas líneas paralelas y, cuando unamos los resultados, espero tener un conocimiento bastante completo del caso. —Bien, me alegro enormemente de que esté usted aquí, ya que, evidentemente, la responsabilidad y el misterio se estaban haciendo insoportables para mis nervios. Pero estoy maravillado de cómo vino usted a este lugar. ¿Qué ha estado haciendo? Creí que estaba usted en Londres, trabajando en aquel caso de chantaje. —Eso es lo que yo quería que creyera. —Entonces, ¡se aprovecha de mí y no me tiene confianza! —exclamé con cierta amargura—. Creo que me merecía algo más, Holmes. —Mi querido colega, en este caso, como en otros, ha significado usted una ayuda valiosísima para mí, y le ruego me perdone si parece que le he jugado una mala pasada. A decir verdad, lo hice, en parte, por su propio bien, ya que, al darme cuenta del peligro que corría, decidí venir y examinar yo mismo la situación. De haber estado con Sir Henry y con usted, es evidente que mi punto de vista hubiera sido idéntico al suyo y mi presencia hubiera puesto en guardia a nuestros formidables oponentes. De este modo he podido andar por ahí con una libertad que no hubiera tenido en la mansión, y sigo siendo un factor desconocido en el asunto, dispuesto a cargar todo mi peso en el momento oportuno. —¿Pero por qué no me lo dijo? —No nos hubiera ayudado que usted lo supiera, y posiblemente me habría descubierto. Hubiera deseado decirme algo o, con su amabilidad de siempre, me habría proporcionado algún tipo de comodidad, y así hubiésemos corrido un riesgo innecesario. Me traje conmigo a Cartwright (ya lo recuerda usted, el muchacho del despacho de recaderos), el cual ha satisfecho mis simples necesidades: una hogaza de pan y un cuello limpio. ¿Qué más necesita un hombre? Ha supuesto para mí un par de ojos extra y un par de pies muy activos, y ambos factores han resultado valiosísimos. —¡Entonces, todos mis informes han sido una pérdida de tiempo! —dije con un temblor en mi voz, al recordar las fatigas y el orgullo con que los había compuesto. Holmes sacó del bolsillo un manojo de papeles. —Aquí están sus informes, querido colega, y muy bien estudiados, se lo aseguro. Organicé la cosa muy bien, de modo que han llegado a mi poder con un solo día de retraso. Debo felicitarle por el celo y la inteligencia que ha mostrado usted en un caso tan difícil como este. Estaba aún un poco molesto por el engaño de que había sido objeto, pero el ardor que puso Holmes en alabarme hizo que desapareciese mi enfado. Comprendía también que tenía razón en lo que había dicho y que realmente era mejor para nuestros propósitos que yo no hubiese sabido que él se encontraba en el páramo. —Eso está mejor —dijo él, al ver que desaparecían de mi rostro las sombras anteriores—. Y ahora explíqueme el resultado de su visita a mistress Laura Lyons. No me fue difícil imaginar que había sido a ella a quien usted había ido a ver, ya que tengo la convicción de que ella es la persona de Coombe Tracey que podría servirnos de ayuda en este asunto. En realidad, si usted no hubiese ido hoy, es muy probable que yo lo hubiera hecho mañana. El sol se había puesto y la oscuridad estaba extendiéndose por el páramo. El aire había refrescado, por lo cual entramos en la cabaña en busca de calor. Una vez allí, sentados en la penumbra, le expliqué mi conversación con la dama. Estaba tan interesado, que hube de repetir ciertas partes dos veces antes de que se sintiera satisfecho. —Esto tiene muchísima importancia —dijo cuando hube concluido—. Llena un vacío que me había sido imposible explicar en este complicado asunto. Tal vez sepa usted que entre esa mujer y Stapleton existe una estrecha intimidad. —No sabía nada de eso. —No puede haber ninguna duda al respecto. Se ven, se escriben, y existe una completa comprensión entre los dos. Ahora, pues, esto pone en nuestras manos un arma poderosísima. Si yo pudiera utilizarla para apartar a su mujer… —¿Su mujer? —Voy a darle alguna información a cambio de toda la que usted me ha proporcionado. La mujer que se ha hecho pasar por miss Stapleton es en realidad su esposa. —¡Dios mío, Holmes! ¿Está seguro de lo que dice? ¿Cómo iba a permitir que Sir Henry se enamorara de ella? —El que Sir Henry se enamorara no podía hacer daño a nadie, a excepción de él. Stapleton tuvo buen cuidado de que Sir Henry no hiciese el amor a su mujer, como usted ha observado. Repito que la dama es su mujer, no su hermana. —¿Pero por qué este engaño tan complicado? —Porque él previo que le resultaría de mayor utilidad en el papel de hermana que en el de esposa. Todos mis imprecisos instintos, mis vagas sospechas, tomaban de pronto forma y se centraban en el naturalista. En aquel hombre impasible y descolorido, con su sombrero de paja y su red de cazar mariposas, me parecía ver algo terrible…, un ser de paciencia y mañas infinitas, con un rostro sonriente y, sin embargo, un corazón criminal. —¿Entonces es él nuestro enemigo…? ¿El que estuvo siguiéndonos en Londres? —Así interpreto el rompecabezas. —Y el aviso…, ¡debe proceder de ella! —Exactamente. A través de la oscuridad que me había envuelto durante tanto tiempo, empezaba a tomar forma una monstruosa villanía, medio entrevista y medio figurada. —¿Pero está usted seguro de ello, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa? —Porque él se confió y explicó a usted una parte verdadera de su autobiografía la primera vez que se encontraron, y me atrevería a decir que muchas veces, desde aquel día, se habrá arrepentido de haberlo hecho. Fue en otro tiempo maestro en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no hay nada más fácil que seguir el rastro de un maestro, ya que en las agencias educacionales se puede identificar a cualquiera que haya ejercido la profesión. Unas pequeñas indagaciones me dieron a conocer que una escuela había pasado por unas atroces circunstancias y que su dueño (el nombre era diferente) había desaparecido con su esposa. La descripción encajaba. Cuando supe que el desaparecido se dedicaba a la entomología, la identificación fue completa. La oscuridad estaba aclarándose, pero aún había muchos aspectos ocultos entre las sombras. —Si esa mujer es en verdad su esposa, ¿dónde encaja mistress Laura Lyons? —pregunté. —Ese›es uno de los puntos sobre los que su explicación ha arrojado alguna luz. Su entrevista con la dama ha aclarado muchísimo la situación. Ignoraba que hubiese un proyecto de divorcio entre ella y su marido. En tal caso, al considerar que Stapleton era soltero, ella esperaba convertirse en su mujer. —¿Y cuando se entere? —Entonces, posiblemente, nos prestará un gran servicio. Nuestra primera ocupación, mañana, será ir a verla los dos. ¿No cree usted, Watson, que hace ya demasiado rato que ha abandonado su misión? Su lugar debe ser Baskerville Hall. Los últimos rayos del sol habían desaparecido por poniente y la noche se había posado sobre el páramo. En el cielo, color violeta, brillaban ahora débilmente unas cuantas estrellas. —Una última pregunta, Holmes —dije mientras me ponía en pie—. No hay necesidad de secretos entre usted y yo. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué busca Stapleton? —El asesinato, Watson. Un asesinato refinado, a sangre fría y bien calculado —respondió Holmes a media voz—. No me pida detalles. Mi red se está cerrando sobre él de un modo tan seguro como la suya está tejida en torno a Sir Henry; y, con la ayuda que usted me ha proporcionado, se encuentra casi a mi merced. Solo nos amenaza un peligro, y es que él ataque antes que nosotros estemos preparados para hacerlo. Un día más (o dos, a lo sumo) y habré concluido mi caso; pero hasta entonces cumpla su misión con la misma diligencia que muestra una madre que vigila a su hijo enfermo. Su misión de hoy está justificada en sí misma, y, no obstante, casi hubiese deseado que no se hubiera apartado de su lado… ¡Eh! El silencio del páramo había sido roto por un grito desgarrado, un largo aullido de horror y angustia… El grito, aterrador, heló la sangre en mis venas. —¡Dios mío! —dije con palabras entrecortadas—. ¿Qué es eso? ¿Qué significa? Holmes se había puesto en pie y vi su figura, oscura y atlética, en la puerta de la cabaña, con los hombros inclinados, la cabeza echada hacia delante y tratando de ver en la oscuridad. —¡Silencio! —cuchicheó. El grito había sido muy fuerte y pleno de vehemencia, y había partido de algún punto distante del páramo. En ese momento se elevó más próximo, más fuerte, más urgente que antes. —¿Dónde es? —cuchicheó Holmes; y por la emoción de su voz percibí que él, el hombre de hierro, estaba profundamente conmovido—. ¿Dónde es, Watson? —¡Allí, creo yo! —señalé hacia la oscuridad. —¡No, allí! Nuevamente el grito agónico se difundió por el silencio de la noche, más fuerte y mucho más próximo que la vez anterior. Con él se mezcló un nuevo sonido, un rumor profundo y apagado, musical y, a pesar de ello, amenazador, que se elevaba y descendía al igual que el bajo y constante murmullo del mar. —¡El sabueso! —gritó Holmes—. ¡Venga, Watson, venga! ¡Dios mío, que no lleguemos demasiado tarde! Empezó a correr ágilmente y yo le seguí pegado a sus talones. En ese momento, desde un lugar del agreste terreno, situado frente a nosotros, nos llegó un último aullido desesperado y, a continuación, el sordo ruido de alguien que caía. Nos detuvimos y escuchamos. Ningún otro sonido rompió el pesado silencio de la noche en calma. Vi cómo Holmes se llevaba la mano a la frente, como una persona enloquecida, y golpeaba el suelo con el pie. —Nos ha derrotado, Watson. Llegamos demasiado tarde. —¡No, no; no puede ser! —¡Qué estúpido fui en no adelantarme! ¡Y usted, Watson vea la consecuencia de haber abandonado su misión! ¡Pero por el cielo que, si ha sucedido lo peor, le vengaremos! Corrimos ciegamente en medio de la oscuridad, tropezando contra los peñascos, abriéndonos paso entre arbustos de aliaga, ascendiendo trabajosamente por las colinas y lanzándonos a toda prisa por las cuestas abajo, siempre en la dirección de donde procedieron aquellos aterradores sonidos. En cada elevación del terreno, Holmes miraba ansioso en derredor, pero las sombras eran densas sobre el páramo y nada se movía sobre su terrorífica superficie. —¿Puede ver algo? —No, nada. —Escuche, ¿qué es aquello? A nuestros oídos llegó un leve gemido. ¡Ahí estaba de nuevo, a nuestra izquierda! Por aquella parte, una hilera de rocas acababa en agudo farallón que daba a una pendiente cubierta de rocas. Sobre su desigual superficie aparecía extendido un objeto oscuro e irregular. Corrimos hacia él y, a medida que nos acercábamos, fue tomando forma. Se trataba de un hombre caído rostro en tierra; la cabeza, doblada, descansaba bajo su cuerpo en una pirueta. Era tan grotesca su actitud, que por un momento no pude darme cuenta de que el gemido que habíamos oído era su último suspiro. De la oscura figura tendida a nuestros pies no salía ni un susurro, ni un murmullo. Holmes colocó su mano sobre él y la volvió hacia sí con una exclamación de horror. El brillo de la cerilla que encendió luego iluminó sus dedos agarrotados y un espantoso charco que aumentaba lentamente, manando del cráneo aplastado de la víctima. La cerilla iluminó algo más que nos produjo un desmayo: ¡era el cuerpo de Sir Henry Baskerville! Ninguno de los dos pudo olvidar aquel peculiar traje rojizo de tweed…, el mismo que llevaba la primera mañana que le conocimos en Baker Street. Pudimos percibirlo claramente antes de que la llama, vacilante, se apagase, de un modo semejante a como la esperanza lo había hecho en nuestras almas. Holmes refunfuñó algo y yo, a pesar de la oscuridad, pude ver la palidez que le cubría el rostro. —¡Salvaje! ¡Salvaje! —grité, con los puños cerrados—. ¡Holmes, nunca me perdonaré haber dejado que le alcanzase este destino! —Yo soy más culpable que usted, Watson. Por querer tener el caso completo y redondeado, he acabado con la vida de mi cliente. Es el golpe más fuerte que se ha abatido sobre mí en toda mi carrera. ¿Pero cómo iba yo a saber, cómo iba a saberlo, que arriesgaría su vida solo por el páramo a pesar de todas mis advertencias? —¡Que hayamos oído sus gritos, y qué gritos, Dios mío, y no hayamos podido salvarle! ¿Dónde está ese sabueso salvaje que le ha llevado a esta muerte? En este momento puede estar agazapado entre esas rocas. ¿Y dónde está Stapleton? ¡Habrá de responder por esta acción! —Desde luego; yo me encargo de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: uno murió aterrorizado ante la visión de un animal que él creyó ser sobrenatural; el otro fue conducido a este fin en su huida desesperada por escapar de él. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión entre el hombre y la bestia. A no ser por los rumores que hemos oído, no podemos ni siquiera estar seguros de la existencia de esta última, ya que Sir Henry ha muerto, evidentemente, como consecuencia de la caída. Pero, ¡diablos!, por muy astuto que sea el individuo, ¡no pasará un día más sin que caiga en mis manos! Permanecíamos en pie, con amargura en nuestros corazones a ambos lados del cuerpo destrozado, abrumados por el repentino e irrevocable desastre que había llevado a un final tan triste todos nuestros largos y fatigosos trabajos. Después, cuando la luna hubo salido, subimos a lo alto de las rocas desde las que se había precipitado nuestro pobre amigo; desde arriba contemplamos el sombrío páramo, medio plateado y medio en sombras. Lejos, a millas de distancia, en dirección de Grimpen, brillaba una solitaria e inmóvil luz amarilla. No podía proceder sino de la aislada casa de los Stapleton. Al verla, agité hacia ella mi puño con una amarga maldición. —¿Por qué no le cogemos inmediatamente? —Nuestro caso no está completo. El sujeto es cauteloso y astuto en grado sumo. Lo que cuenta no es lo que sepamos, sino lo que podamos probar. El malvado puede escapársenos si hacemos un movimiento en falso. —¿Qué podemos hacer? —Mañana vamos a tener un día muy atareado. Esta noche tenemos que realizar los últimos menesteres con nuestro amigo. Bajamos, juntos, por la pronunciada cuesta y nos acercamos al cuerpo, que con su negrura destacaba claramente en medio de las rocas plateadas. La agonía de sus miembros retorcidos me produjo un espasmo de dolor y mis ojos se llenaron de lágrimas. —Hay que buscar ayuda, Holmes. No podremos llevarle todo el camino hasta la mansión… ¡Dios mío!, ¿está usted loco? Holmes había dado un grito al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo; después se puso a saltar, a reír y estrechar mi mano. ¿Podía ser este mi austero y reservado amigo? Mostraba, evidentemente, una impetuosidad desconocida. —¡Barba, barba! ¡Este hombre tiene barba! —¿Barba? —No es el baronet…, es…, es mi vecino el fugitivo. Dimos la vuelta al cuerpo con grandes prisas y la goteante barba quedó apuntando hacia la luna fría y clara. No podía caber duda: era su misma frente prominente y sus ojos animales, hundidos en las órbitas. Era, evidentemente, el mismo rostro que me había mirado a la luz de la vela por encima de la roca… El rostro de Selden, el criminal. De pronto todo se aclaró en mi mente. Recordé que el baronet me había dicho que había dado su guardarropa usado a Barrymore. Y este se lo había pasado a Selden a fin de facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra…, todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo triste, pero al menos este hombre se había merecido la muerte según las leyes de su país. Expliqué el asunto a Holmes, con el corazón saltándome en el pecho, agradecido y gozoso. —Entonces, las ropas han sido las que han causado su muerte —dijo este—. Es evidente que el sabueso ha seguido el rastro gracias a alguna prenda de Sir Henry (probablemente la bota que le sustrajeron en el hotel) y ha causado la caída de este hombre por el precipicio. No obstante, hay algo muy singular. ¿Cómo supo Selden, en la oscuridad, que le perseguía un sabueso? —Lo oyó. —Oír un sabueso en el páramo no produciría en un hombre como este un paroxismo tal de terror que le llevara a correr el riesgo de ser capturado de nuevo por gritar desesperado pidiendo ayuda. A juzgar por sus gritos, debe de haber corrido un largo trecho después de darse cuenta de que le perseguía el sabueso. ¿Cómo lo supo? —Para mí, el mayor misterio es por qué este sabueso, si consideramos válidas todas nuestras conjeturas… —Yo no he hecho ninguna conjetura. —Bien, pues ¿por qué este sabueso habría de estar suelto durante la noche? Supongamos que no siempre está suelto por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir, a no ser que supiera que Sir Henry estaría en cierto lugar. —Mi dificultad es la más complicada de las dos; creo que en breve podremos aclarar la suya, en tanto que la mía será un misterio para siempre. La cuestión, ahora, es esta: ¿qué hacemos con este pobre cuerpo destrozado? No podemos dejarlo aquí, expuesto a los zorros y a los cuervos. —Yo sugiero dejarlo en una de las cabañas hasta que podamos comunicarnos con la policía. —Exactamente. No me cabe duda de que entre los dos podremos hacerlo. ¡Hola, Watson! ¿Qué es aquello? ¡Es nuestro hombre en persona! ¡Qué audacia la suya! ¡Ni una palabra acerca de nuestras sospechas! ¡Ni una palabra, o mis planes se vendrán por tierra! Por el páramo se acercaba a nosotros una figura y pude ver el tenue brillo rojo de un puro. La luna le iluminó y pude distinguir la figura vivaracha y el ágil caminar del naturalista. Se detuvo al vernos y a continuación reemprendió la marcha. —¡Vaya, doctor Watson! ¿Es usted, verdad? Es el último hombre que esperaría ver en el páramo a estas horas de la noche. Pero ¡oiga…! ¿Qué es eso? ¿Se ha herido alguien? ¡No…! ¡No me diga usted que es nuestro amigo, Sir Henry! Pasó rápidamente por delante de mí y se detuvo junto al muerto. Oí cómo aspiraba el aire con fuerza; el puro se le cayó de los dedos. —¿Quién… quién es? —tartamudeó. —Es Selden, el hombre que escapó de Princetown. El rostro de Stapleton ofrecía un aspecto espectral al volverse para mirarnos, pero hizo un supremo esfuerzo y logró vencer el asombro y el desengaño que lo dominaban. Nos miró de un modo suspicaz a Holmes y a mí. —¡Vaya un asunto más asombroso! ¿Cómo murió? —Parece ser que se rompió el cuello al caer por estas rocas. Mi amigo y yo caminábamos por el páramo cuando oímos un grito. —Yo también lo oí. Eso es lo que me hizo salir. No me sentía tranquilo a causa de Sir Henry. —¿Por qué a causa de Sir Henry en particular? —no pude por menos de preguntar. —Porque le había sugerido que fuese a mi casa. Al no llegar, me sorprendí y, naturalmente, me alarmé por él al oír los gritos. A propósito —sus ojos pasaron rápidamente de mí a Holmes—; ¿no oyeron algo más, aparte del grito? —No —dijo Holmes—. ¿Y usted? —No. —¿Pues qué quiere decir? —Ya conocen ustedes las historias que cuentan los campesinos acerca de un sabueso fantasma y demás. Dicen que por la noche se le oye por el páramo. Me preguntaba si había algún indicio de que se le hubiera oído esta noche. —No oímos nada que se le pareciese —dije yo. —¿Y qué opinan ustedes acerca de la muerte de este pobre individuo? —No me cabe duda de que la ansiedad y la situación en que se encontraba le volvieron loco. Ha corrido por el páramo en un estado de locura y al caer por este precipicio se rompió el cuello. —Esa parece ser la teoría más razonable —dijo Stapleton al tiempo que emitía un suspiro que me pareció de alivio—. ¿Qué opina usted de esto, míster Sherlock Holmes? Mi amigo se inclinó ante su cumplido. —Es usted rápido en sus identificaciones —dijo. —Le hemos estado esperando por estos lugares desde que vino el doctor Watson. Ha llegado a tiempo de presenciar una tragedia. —Sí, ciertamente. No me cabe duda de que la explicación de mi amigo cubre todas las posibilidades. Mañana, cuando regrese a Londres, me llevaré conmigo un recuerdo desagradable. —¿Regresa usted mañana? —Esa es mi intención. —Espero que su visita haya arrojado alguna luz acerca de los sucesos que tanto nos han preocupado. —Uno no siempre tiene el éxito que espera obtener —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—. Un investigador necesita hechos, no leyendas o rumores. No ha sido un caso muy satisfactorio. Mi amigo habló de un modo franco y despreocupado. Stapleton le miraba con dureza. A continuación se volvió hacia mí: —Sugeriría llevar a este pobre hombre a mi casa, pero mi hermana recibiría tal sobresalto, que no creo acertado hacerlo. Pienso que, si le cubrimos la cara con algo, estará seguro hasta la mañana. Y así se hizo. Resistiéndonos a la oferta de hospitalidad hecha por Stapleton, Holmes y yo emprendimos nuestro camino hacia Baskerville Hall, dejando que el naturalista regresara solo. Al mirar hacia atrás vimos su figura, alejándose lentamente por el páramo, y, detrás de ella, un punto oscuro que quedaba sobre la pendiente plateada, el cual indicaba el lugar donde yacía el hombre que había encontrado un fin tan horrible. —Al fin, está al alcance de nuestra mano —dijo Holmes mientras cruzábamos el páramo—. ¡Qué dominio de sí tiene ese individuo! ¡Cómo supo sobreponerse ante lo que ha debido suponerle un choque paralizante, al ver que en su complot había encontrado la muerte una víctima equivocada! Ya se lo dije en Londres, Watson, y vuelvo a decírselo ahora: jamás hemos tenido un contrincante de un temple semejante a este. —Siento que le haya visto a usted. —Yo también lo he lamentado al principio, pero no había modo de escapar. —El saber que usted se encuentra aquí, ¿qué efecto cree que puede tener sobre sus planes? —Puede hacerle más cauto, o puede ser que se lance a tomar medidas desesperadas inmediatamente. Al igual que la mayoría de los criminales inteligentes, puede que tenga una confianza excesiva en su inteligencia e imagine que nos ha engañado completamente. —¿Por qué no le detenemos en seguida? —Querido Watson, ha nacido usted para ser un hombre de acción. Su instinto le arrastra siempre a hacer algo enérgico. Supongamos, solo por suponer, que le detenemos esta noche, ¿en qué mejoraría ello nuestra posición? No podríamos probar nada en su contra. ¡Esto es lo más astuto de todo el asunto! Si utilizase una ayuda humana, nos sería posible obtener alguna evidencia; pero, aunque lográsemos sacar a ese enorme perro a la luz del día, ello no nos ayudaría a colocar una cuerda al cuello de su dueño. —Seguro que tenemos algo en que basarnos. —Ni sombra de ello… Solo suposiciones y conjeturas. Se reirían de nosotros si acudiésemos a un tribunal con tal historia y tales pruebas. —Está la muerte de Sir Charles. —A quien se encontró muerto sin huella alguna sobre él. Usted y yo sabemos que murió de terror, y también sabemos qué fue lo que le aterrorizó; ¿pero cómo podemos conseguir que lo sepan los doce hombres impasibles del jurado? ¿Qué indicios hay de un sabueso? ¿Dónde están las huellas de sus pezuñas? Naturalmente, sabemos que un sabueso no muerde un cuerpo sin vida y que Sir Charles había muerto antes de que el animal hubiese llegado a alcanzarle. Pero hemos de probar todo esto y no nos encontramos en posición de hacerlo. —¿Y lo de esta noche? —La situación no es mucho mejor. Tampoco aquí existe una conexión directa entre el sabueso y la muerte del hombre. No hemos visto al sabueso; lo hemos oído, pero no podríamos probar que corría tras el hombre. No existe motivo alguno. No, querido colega; hemos de hacernos a la idea de que en estos momentos carecemos de una base y que merece la pena que corramos algún riesgo a fin de hallar una. —¿Y cómo se propone hacerlo? —Tengo grandes esperanzas de que mistress Laura Lyons pueda ayudarnos cuando sepa cómo están realmente las cosas. Y tengo también mis planes. Bástale a cada día su propio mal; espero tener las bazas en mis manos antes de que haya pasado el día. No pude sacarle nada más, y, hasta que llegamos a las puertas de Baskerville Hall, caminó sumido en sus pensamientos. —¿Entra usted? —Sí; no hay razón alguna para que siga ocultándome. Pero una última palabra, Watson. No diga a Sir Henry nada acerca del sabueso. Déjele que piense que la muerte de Selden ocurrió tal y como Stapleton nos hizo creer. Así tendrá mejores ánimos para la prueba que deberá afrontar mañana cuando, si no recuerdo mal, me dijo usted que está invitado a cenar con los Stapleton. —Yo también estoy invitado. —Pues deberá excusarse a fin de que él vaya solo. Eso se solucionará fácilmente. Y ahora, si bien hemos llegado demasiado tarde para la cena, creo que podemos tomar un refrigerio. XIII - Fijando las trampas Sir Henry estuvo más satisfecho que sorprendido al ver a Sherlock Holmes, pues durante los últimos días había esperado que los recientes acontecimientos le trajesen de Londres. Sin embargo, alzó las cejas extrañado al ver que mi amigo no llevaba equipaje ni daba explicación alguna por su ausencia, tan dilatada. Entre los dos satisficimos pronto sus deseos, y luego, en el curso de una tardía cena, le explicamos todos aquellos detalles de nuestra aventura que parecía conveniente que él supiera. Pero antes yo tuve el desagradable deber de revelar la noticia de la muerte de Selden a Barrymore y a su mujer. Para él pudo ser un gran alivio, pero ella lloró amargamente sobre su delantal. Para todo el mundo era un hombre violento, mitad animal y mitad demonio, pero para ella nunca había dejado de ser el pequeño muchacho testarudo de su infancia, el niño que ella había llevado de la mano. Malo es, realmente, el hombre que no tiene una mujer que llore por él. —He pasado todo el día en la casa, aburrido, desde que Watson se marchó por la mañana —dijo el baronet—. Supongo que me merezco un premio, ya que he mantenido mi promesa. De no haber jurado no salir solo, tal vez hubiese tenido una tarde más agradable, ya que recibí un recado de Stapleton invitándome a ir a su casa. —No me cabe duda de que hubiera tenido una tarde más animada —dijo Holmes secamente—. A propósito, supongo que no sabe que hemos estado lamentando su muerte por haberse partido el cuello. —¿Cómo ha sido eso? —preguntó Sir Henry, abriendo mucho los ojos. —Ese pobre diablo llevaba puestas las ropas de usted. Me temo que su cuñado, que fue quien se las dio, pueda tener problemas con la policía. —No lo creo. Que yo sepa, no había ninguna marca en ellas. —Pues ha tenido suerte… En realidad, todos ustedes han tenido suerte, ya que en este asunto se encuentran del lado proscrito de la ley. No estoy seguro de que, como escrupuloso detective, mi primera obligación no sea detener a todos los residentes en la casa. Los informes de Watson son documentos sumamente acusadores. —¿Pero cómo va el caso? —preguntó el baronet—. ¿Ha aclarado algo? No creo que Watson y yo hayamos descubierto muchas cosas desde que llegamos. —Creo que no pasará mucho tiempo antes de que pueda encontrarme en posición de aclarar un poco más la situación. Ha sido un asunto sumamente difícil y complicado. Hay varios detalles sobre los cuales aún necesitamos alguna aclaración…, pero, a pesar de todo, ya se irán aclarando. —Como ya le habrá explicado Watson, nosotros tuvimos una experiencia. Oímos al sabueso en el páramo, de modo que no todo se reduce a una superstición vacía. Mientras estuve en el Oeste, llegué a conocer algo acerca de los perros, y sé identificarlos cuando los oigo. Si es usted capaz de poner un bozal a ese y atarlo con una cadena, estaré dispuesto a jurar que es usted el más grande de los detectives de todos los tiempos. —Creo que podré ponerle un bozal y una cadena, si usted me brinda su ayuda. —Haré lo que usted me diga. —Muy bien; pero voy a pedirle que lo haga a ciegas, sin preguntar siempre el porqué. —Como usted guste. —Si lo hace así, creo que tendremos la probabilidad de solucionar pronto este problema. No me cabe duda… Se detuvo de pronto y miró fijamente algún objeto situado por encima de mi cabeza. La lámpara iluminaba directamente su rostro y este mostraba tal atención y fijeza, que podría haber sido el de una estatua clásica, una personificación de la vigilancia y la expectación. —¿Qué pasa? —exclamamos Sir Henry y yo. Al bajar la mirada, pude percibir que reprimía alguna emoción interna. Sus facciones seguían estando sosegadas, pero sus ojos brillaban con la alegría del triunfo. —Perdonen que admire a un conocido mío —dijo mientras señalaba con la mano la línea de retratos que cubría la pared situada frente a él—. Watson no acepta que yo entienda de arte, pero son puros celos, ya que nuestras opiniones difieren al respecto. Realmente, es un conjunto estupendo de retratos. —Me alegra oírselo decir —respondió Sir Henry mientras observaba a mi amigo con un gesto de sorpresa—. No pretendo saber mucho acerca de esto, y juzgaría mejor un caballo o un buey que un cuadro. Ignoraba que tuviese usted tiempo para estas cosas. —Cuando veo algo bueno, como es el caso en estos momentos, lo reconozco. Juraría que aquella dama del vestido de seda azul que hay allí es un Kneller; y el fornido caballero de la peluca debe de ser un Reynolds. Supongo que todos ellos serán retratos familiares. —Efectivamente. —¿Conoce los nombres? —Barrymore me ha dado lecciones acerca de ellos, y creo que me sé las lecciones bastante bien. —¿Quién es el caballero del catalejo? —El vicealmirante Baskerville, que sirvió bajo Rodney en las Antillas. El caballero de la casaca azul, que lleva unos papeles enrollados, es Sir William Baskerville, quien fue presidente de los comités de la Cámara de los Comunes bajo Pitt. —¿Y este caballero que hay frente a mí…, el que va vestido de terciopelo negro y lleva aquellos bordados? —¡Ah, tiene derecho a conocerle! El es el causante de todas las desgracias, el perverso Hugo, con quien apareció el sabueso de los Baskerville. No es fácil que le olvidemos. Miré el retrato con interés y cierta sorpresa. —¡Vaya! —dijo Holmes—. Parece una persona pacífica y dócil, pero me atrevería a decir que tras sus ojos se oculta un diablo. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de tipo más rufianesco. —No hay ninguna duda acerca de su autenticidad, ya que en la parte posterior del lienzo está escrito su nombre así como la fecha, 1647. Poco más dijo Holmes, pero el retrato del viejo calavera parecía haberle fascinado y sus ojos no se apartaron de él durante toda la cena. Hasta más tarde, después de que Sir Henry se hubo retirado a su habitación, no me fue posible averiguar por dónde iban sus pensamientos. Me llevó de nuevo al salón de banquetes, iluminado con la vela de su dormitorio, y alumbró con ella el retrato, que el tiempo había descolorido. —¿Qué ve usted? Miré el amplio sombrero emplumado, los rizos de su cabello, el blanco cuello bordado y el rostro, tenso y severo, que quedaba enmarcado entre estos elementos. No era un semblante brutal, sino más bien repulido, duro y austero, con una boca firme, de labios delgados, y unos ojos fríos e intransigentes. —¿Se parece a alguien que usted conozca? —En la mandíbula tiene algún parecido con Sir Henry. —Tal vez sea sugestión. ¡Espere un momento! Se subió en una silla y, manteniendo la luz con la mano derecha, curvó su brazo izquierdo ocultando el amplio sombrero y los largos bucles. —¡Dios mío! —exclamé, admirado. Del lienzo había surgido el rostro de Stapleton. —¿Lo ve ahora? He adiestrado mis ojos para que vean los rostros y no sus adornos. La primera cualidad de un investigador es que sepa ver a través de un disfraz. —Pero esto es maravilloso. Podría ser su retrato. —Sí, es un interesante ejemplo de regresión, y, al parecer, es tanto física como espiritual. Basta un estudio de los retratos familiares para que un hombre se convierta a la doctrina de la reencarnación. Nuestro hombre es un Baskerville…, es evidente. —Que tiene aspiraciones a la sucesión. —Exactamente. Esta casualidad del cuadro nos ha proporcionado uno de los nexos más evidentes que faltaban. Ya le tenemos, Watson, ya le tenemos; y juraría que antes de mañana por la noche se debatirá en nuestra red, tan indefenso como una de sus mariposas. Un alfiler, un corcho y un membrete, y le añadimos a nuestra colección de Baker Street. Se echó a reír, al volverse del retrato, como raras veces le había visto yo hacerlo. No le he oído reír con frecuencia, y siempre que lo ha hecho ha supuesto un mal presagio para alguien. Por la mañana madrugué mucho, pero Holmes lo hizo aún más que yo, ya que mientras me vestía vi que se acercaba por la avenida. —Sí, vamos a tener un día completo —comentó mientras se frotaba las manos en señal de alegría—. Las redes ya están echadas y la pesca está a punto de comenzar. Antes de que concluya el día sabremos si hemos capturado a nuestro gran lucio o si se ha escapado a través de las mallas. —¿Ha estado ya en el páramo? —Desde Grimpen he enviado un informe a Princetown dando cuenta de la muerte de Selden. Creo poder prometerles que a ninguno de ustedes se les imputará nada al respecto. Y me he comunicado también con mi fiel Cartwright, que no se hubiera movido de la puerta de mi cabaña, como haría un perro fiel ante la sepultura de su dueño, si no le hubiera tranquilizado haciéndole saber que me encontraba sano y salvo. —¿Qué haremos ahora? —Ver a Sir Henry. ¡Ah, ahí está! —Buenos días, Holmes —dijo el baronet—. Parece usted un general planeando una batalla con su jefe de estado mayor. —Esa es precisamente la situación. Watson está preguntando respecto a mis órdenes. —Y yo también. —Muy bien. Al parecer, esta noche tiene usted el compromiso de cenar con nuestros amigos, los Stapleton. —Espero que usted también venga. Son unas personas muy hospitalarias y estoy seguro de que se alegrarán de verle a usted. —Me temo que Watson y yo tendremos que ir a Londres. —¿A Londres? —Sí, creo que en estos momentos seremos de mayor utilidad allí. El rostro del baronet se alargó de un modo perceptible. —Esperaba que usted se quedaría hasta ver cómo se resuelve mi asunto. La mansión y el páramo no son lugares muy agradables cuando uno se encuentra solo. —Querido amigo, debe usted confiar en mí de un modo implícito y hacer exactamente lo que le pida. Puede decir a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarle, pero que un asunto urgente requiere nuestra presencia en Londres. Esperamos regresar muy pronto a Devonshire. ¿Se acordará usted de transmitirle este mensaje? —Si usted insiste… —No hay más remedio, se lo aseguro. Por el ceño del baronet, vi que estaba profundamente herido a causa de lo que él consideraba una deserción por nuestra parte. —¿Cuándo desean marcharse? —preguntó con frialdad. —Inmediatamente después del desayuno. Iremos a Coombe Tracey, pero Watson dejará sus cosas como prueba de que va a regresar. Watson, envíe una nota a Stapleton diciéndole que lamenta no poder ir. —Me apetece ir a Londres con ustedes —dijo el baronet—. ¿Por qué he de quedarme solo aquí? —Porque es el lugar donde debe permanecer; porque usted me prometió que haría lo que yo le dijera, y ahora le pido que se quede. —De acuerdo, pues; me quedaré. —Una indicación más: deseo que vaya en coche a Merripit House. No obstante, hará que vuelva el coche y les dirá que piensa regresar a la mansión caminando. —¿Caminando por el páramo? —Sí. —Pero si eso es precisamente lo que con tanta frecuencia me ha advertido que no haga. —Esta vez puede hacerlo sin cuidado. No lo sugeriría si no tuviese confianza en su autodominio y su valor, pero es esencial que lo haga usted. —Entonces lo haré. —Y, si aprecia su vida, no vaya a través del páramo en ninguna dirección, excepto siguiendo el sendero que lleva directamente de Merripit House a la carretera de Grimpen; es, precisamente, el camino natural para que usted regrese a casa. —Haré justamente lo que me dice. —Muy bien. Me gustaría partir inmediatamente después del desayuno, si ello es posible, con el fin de llegar a Londres por la tarde. Su programa me tenía admirado, si bien recordaba que Holmes había dicho a Stapleton, la noche anterior, que su visita iba a terminar al día siguiente. Sin embargo, no me había venido a la mente la idea de que quisiera que yo le acompañase, y tampoco podía comprender cómo era posible que ambos estuviésemos ausentes en un momento que él mismo había calificado de crítico. No obstante, no cabía otra alternativa sino obedecer; así que dijimos adiós a nuestro acongojado amigo y un par de horas después nos encontrábamos en la estación de Coombe Tracey y despedíamos al coche en su camino de regreso. En el andén esperaba un muchacho. —¿Alguna orden, señor? —Toma el tren hasta Londres, Cartwright. En cuanto llegues, pon un telegrama a Sir Henry Baskerville, en mi nombre, diciéndole que, si encuentra una agenda que he perdido, me la remita certificada a Baker Street. —Sí, señor. —Ahora ve al despacho de la estación y pregunta si hay algún recado para mí. El muchacho volvió con un telegrama, que Holmes me pasó. Decía: Recibido telegrama. Marcho con orden de detención sin nombre. Llego cinco cuarenta. Lestrade. —Es la respuesta al mío de esta mañana. Creo que es el mejor de los profesionales y tal vez necesitemos su ayuda. Y ahora, Watson, creo que el mejor modo de utilizar nuestro tiempo es yendo a visitar a nuestra conocida, mistress Laura Lyons. Su plan de ataque había empezado a ser evidente. Usaría al baronet para convencer a los Stapleton de que nos habíamos ido realmente, cuando en verdad regresaríamos en el momento en que era más probable que se nos necesitase. Si Sir Henry mencionaba a los Stapleton el telegrama que recibiría desde Londres, alejaría de sus mentes toda sospecha. Ya me parecía ver cómo la red se cerraba en torno a nuestro lucio. Mistress Laura Lyons estaba en su oficina. Sherlock Holmes inició su entrevista con una franqueza y un ir directamente al grano que la sorprendieron. —Estoy investigando las circunstancias que rodearon la muerte de Sir Charles Baskerville —dijo—. Aquí mi amigo, el doctor Watson, me ha informado de lo que usted le comunicó, así como de lo que usted ha ocultado en torno al asunto. —¿Qué he ocultado? —preguntó ella de un modo desafiante. —Usted ha confesado que pidió a Sir Charles que estuviese en la puerta a las diez. Sabemos que tales fueron el lugar y la hora de su muerte. Y usted ha ocultado la relación que existe entre esos hechos. —No hay ninguna relación. —En ese caso, la coincidencia es realmente extraordinaria. Pero creo que al final lograremos establecer esa relación. Quiero ser absolutamente franco con usted, mistress Lyons. Consideramos que este es un caso de asesinato, y las pruebas pueden implicar en él no solo a su amigo, sino también a su esposa. —¿Su esposa? —gritó, al tiempo que se ponía en pie como movida por un resorte. —El asunto ha dejado de ser un misterio. La persona que se ha hecho pasar por su hermana es en realidad su mujer. Mistress Lyons había vuelto a sentarse. Se había aferrado con las manos al brazo del sillón y vi cómo sus rojas uñas quedaban blancas a causa de la presión de los dedos. —¡Su mujer! —volvió a decir—. ¡Su mujer! ¡Me dijo que no estaba casado! Sherlock Holmes se encogió de hombros. —¡Demuéstrelo! ¡Demuéstrelo! ¡Si es capaz de demostrarlo…! —exclamó, y el fiero fulgor de sus ojos era incluso más expresivo que sus palabras. —He venido preparado para esta contingencia —dijo Holmes, mientras extraía varios papeles del bolsillo—. He aquí una foto de la pareja tomada en York hace cuatro años. Lleva el título: «Mr. y Mrs. Vandeleur», pero no tendrá ninguna dificultad para reconocerlos, a él y a ella, si la conoce de vista. Aquí tiene tres descripciones del matrimonio Vandeleur, hechas por testigos dignos de confianza, que en aquellos tiempos residían en el colegio privado de Saint Oliver. Léalos y vea si puede poner en duda la identidad de estas personas. Echó un vistazo y, cuando miró de nuevo, su rostro tenía la fijeza y la rigidez de una mujer desesperada. —Míster Holmes —dijo—, este hombre había ofrecido casarse conmigo con tal de que obtuviese el divorcio de mi marido. Me ha mentido, el malvado, de todos los modos imaginables. Jamás me ha dicho una palabra en la que pueda confiar. Y… ¿por qué, por qué? Creí que todo lo hacía por mi bien, pero ahora veo que no he sido más que un instrumento en sus manos. ¿Por qué he de conservar la fe en un hombre que jamás la ha tenido conmigo? ¿Por qué he de protegerle de las consecuencias de sus perversas acciones? Pregúnteme lo que quiera, que no le ocultaré nada. Pero antes quiero jurarle algo: cuando escribí aquella carta, jamás pensé que pudiera causar el menor daño al anciano caballero, que había sido mi mejor amigo. —La creo en todo, señora —dijo Sherlock Holmes—. Como le sería a usted muy doloroso repetir los acontecimientos, tal vez será más fácil que yo le diga lo que ocurrió y usted corrija si cometo algún error importante. ¿Le sugirió Stapleton que enviase la carta? —Él me la dictó. —Supongo que la razón que dio fue que usted recibiría ayuda de Sir Charles para hacer frente a los gastos judiciales relativos a su divorcio. —Exactamente. —Y, después de que usted hubo enviado la carta, ¿la disuadió de acudir a la cita? —Me dijo que le dolería que otro hombre me diese dinero para ese fin, y que, aunque era un hombre pobre, destinaría hasta el último penique a apartar los obstáculos que se interponían entre nosotros. —Parece que tiene un carácter muy firme. ¿Y no volvió a saber nada hasta que leyó en el periódico la información de la muerte? —Así fue. —¿Y le hizo jurar que no diría nada acerca de la cita con Sir Charles? —Dijo que la muerte era muy misteriosa y que, si se sabía el asunto, sospecharían de mí. Me asustó y me hizo guardar silencio. —¡Claro! ¿No sospechó usted nada? Dudó y bajó su mirada al suelo. —Yo le conocía —dijo—; pero, si hubiese hecho que conservase mi fe en él, yo le hubiera correspondido en eso. —Creo que, en el fondo, ha sido usted afortunada —dijo Sherlock Holmes—. Le ha tenido usted bajo su poder y él lo sabía, a pesar de lo cual sigue usted con vida. Durante estos meses ha estado usted caminando por el borde de un precipicio. Ahora tenemos que despedirnos, mistress Lyons; probablemente, pronto volverá a saber de nosotros. —Nuestro caso se está redondeando y todas las dificultades se diluyen ante nosotros —dijo Holmes, mientras esperábamos la llegada del expreso procedente de Londres—. No tardaré en encontrarme en situación de poder hilvanar todos los hechos del crimen más singular y sensacional de nuestro tiempo. Los alumnos de criminología recordarán los incidentes análogos de Grodno, en la Pequeña Rusia, en el año 66, y naturalmente, el asesinato de los Anderson, en Carolina del Norte; pero este caso posee ciertas características que lo hacen único. Incluso en estos momentos no tenemos una acusación concreta contra este hombre tan astuto, pero me sorprendería mucho que antes de ir a la cama, esta noche, no se hubiese resuelto el caso. El expreso de Londres entró estruendosamente en la estación y de un vagón de primera clase se apeó un hombre de corta estatura, fuerte y con aspecto de mastín. Nos saludamos los tres y, por la reverencia con que Lestrade miraba a mi compañero, me di cuenta de que había aprendido mucho desde la época en que trabajamos juntos. Podía recordar muy bien el desdén con que aquel hombre práctico acogía las hipótesis del razonador. —¿Algo interesante? —preguntó. —Lo más grande que nos ha sucedido durante años —respondió Holmes—. Disponemos de dos horas, que tenemos libres antes de empezar. Creo que podríamos destinarlas a cenar algo, y luego, Lestrade, trataremos de que su garganta se libere de la niebla londinense haciendo que respire el aire puro de la noche de Dartmoor. ¿Nunca ha estado en él? ¡Ah, pues no creo que olvide esta su primera visita! XIV - El sabueso de los Baskerville Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que puede llamársele defecto— era que se mostraba terriblemente reacio a comunicar todos sus planes hasta el momento en que se realizaban. No hay duda de que, en parte, se debía a su propio carácter imperioso, que gustaba de dominar y sorprender a cuantos le rodeaban; pero, en parte, era también a causa de su cautela profesional, que le llevaba siempre a no correr ningún riesgo. No obstante, el resultado era muy molesto para las personas que actuaban como agentes o ayudantes suyos. Siempre había sufrido yo por este motivo, pero jamás como durante aquel largo viaje en la oscuridad. La gran prueba estaba frente a nosotros; al fin, estábamos a punto de llevar a cabo nuestro esfuerzo final y, sin embargo, Holmes no había dicho ni una palabra, y yo tan solo podía conjeturar cuál iba a ser el curso de su acción. Mis nervios experimentaron una gran excitación cuando, por fin, el viento frío nos dio en el rostro y los amplios espacios a ambos lados de la carretera me indicaron que de nuevo nos encontrábamos en el páramo. Cada paso de los caballos y cada giro de las ruedas nos acercaban a nuestra aventura suprema. Nuestra conversación se veía frenada a causa de la presencia del conductor del coche que habíamos alquilado, así que no tuvimos más remedio que hablar de asuntos triviales en unos instantes en que nuestros nervios estaban tensos y excitados por la emoción. Después de esta natural tensión, supuso un alivio para mí pasar ante la casa de Frankland y saber que nos estábamos aproximando a la mansión y al escenario del drama. No nos apeamos en la entrada, sino cerca de la puerta de la avenida; allí pagamos al cochero y este regresó a Coombe Tracey mientras nosotros nos encaminábamos a Merripit House. —¿Va usted armado, Lestrade? —Mientras lleve pantalones —sonrió el pequeño detective—, habrá en ellos un bolsillo; y mientras tenga un bolsillo, llevaré algo en él. —Bien. Mi amigo y yo también estamos preparados para cualquier emergencia. —Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, míster Holmes. ¿En qué consiste el juego ahora? —En esperar. —Le aseguro que el lugar no me parece muy alegre —dijo el detective, con un escalofrío, al mirar en derredor y ver las lóbregas pendientes de las colinas y el enorme lago de niebla que cubría la gran ciénaga—. Enfrente de nosotros veo las luces de una casa. —Es Merripit House, el final de nuestro viaje. Por favor, anden de puntillas y hablen en voz baja. Anduvimos con cuidado por el camino, como si nos encaminásemos a la casa, pero Holmes nos detuvo a unos doscientos metros de esta. —Esto bastará —dijo—. Las rocas que hay a la derecha nos servirán perfectamente como pantalla. —¿Vamos a esperar aquí? —Sí. Tenderemos en este lugar nuestra pequeña emboscada. Métase en ese agujero, Lestrade. Usted ha estado en el interior de la casa, Watson, ¿verdad? ¿Puede decirme la posición de las habitaciones? ¿Cuáles son las ventanas enrejadas que hay en este extremo? —Creo que pertenecen a la cocina. —¿Y la que hay más allá, la que está tan iluminada? —Indudablemente, es el comedor. —Las cortinas están levantadas. Usted, que conoce el terreno mejor, vaya a ver qué están haciendo… ¡Pero, por amor de Dios, que no sepan que los estamos vigilando! Caminé de puntillas por el sendero y me detuve tras la baja valla que rodeaba el raquítico pomar. Deslizándome junto a la sombra de la pared, llegué a un punto desde el cual podía ver a través de la ventana, que tenía descorridas las cortinas. En la habitación solo estaban los dos hombres, Sir Henry y Stapleton. Estaban sentados en torno a una mesa redonda y de perfil hacia mí. Ambos fumaban sendos puros y frente a ellos tenían café y licores. Stapleton hablaba con animación pero el baronet estaba pálido y distraído. Quizá la idea del solitario paseo a través del nefando páramo pesaba duramente sobre su ánimo. Mientras miraba hacia ellos, Stapleton se levantó y salió de la habitación; Sir Henry volvió a llenar su copa y se recostó en el asiento mientras aspiraba el humo de su puro. Oí el crujido de una puerta y las pisadas de unas botas sobre la grava. Los pasos siguieron por el sendero que corría al otro lado de la pared tras la que yo me ocultaba. Miré por encima y vi cómo el naturalista se detenía ante la puerta de una caseta situada en una esquina del pomar. Hizo girar una llave en la cerradura y, al entrar, algo, desde el interior, hizo un raro ruido parecido a un forcejeo. Solo permaneció en el interior un minuto o dos, cerró a continuación con llave y, pasando de nuevo junto a mí, entró en la casa. Vi cómo se reunía con su huésped y yo me retiré silenciosamente hacia donde me esperaban mis compañeros, a fin de explicarles lo que había visto. —¿Dice, Watson, que la dama no está allí? —preguntó Holmes cuando hube acabado el informe. —No está. —¿Pues dónde puede estar? No hay luz en ninguna otra habitación, excepto en la cocina. —No tengo ni idea. Ya he dicho que sobre la ciénaga se extendía una niebla blanca, enorme y densa. Lentamente avanzaba hacia donde nosotros nos encontrábamos, y su frente, como si se tratase de un muro, era, desde donde nosotros lo veíamos, bajo, espeso y bien definido. La luna brilló sobre ella e hizo que pareciese un enorme banco de hielo sobre el cual rielaba aquella, en tanto que sobre la superficie de la niebla aparecían las cimas de los lejanos tormos, semejantes a rocas inmensas. El rostro de Holmes se volvió hacia la niebla y, observando su perezoso avance, murmuró: —Se mueve hacia nosotros, Watson. —¿Eso es grave? —Muy grave, ciertamente… Es la única cosa que podría desarticular mis planes. Sir Henry no puede tardar mucho; ya son las diez. Nuestro éxito, e incluso su vida, depende de que salga antes de que la niebla haya llegado al camino. Sobre nosotros, la noche era clara y buena. Las estrellas brillaban, frías y refulgentes, mientras media luna bañaba todo el escenario con una luz suave y matizada. Ante nosotros se alzaba el oscuro contorno de la casa, con su rejado aserrado y sus erizadas chimeneas recortadas limpiamente frente al cielo plateado. Desde las ventanas del piso inferior partían amplios rayos de luz dorada que se perdían en dirección al páramo y al pomar. De pronto se apagó una de ellas. Los criados se habían marchado de la cocina. Solo seguía encendida la lámpara del comedor, donde aún charlaban y fumaban los dos hombres: el anfitrión, asesino, y el huésped, inconsciente del peligro. Cada minuto que pasaba, la blanca niebla, semejante a un montón de lana, que cubría la mitad del páramo, se aproximaba más y más a la casa. Ya los primeros ramalazos tenues de ella cruzaban frente al dorado recuadro de la ventana iluminada. La pared más distante del pomar era ya invisible y los árboles sobresalían entre un torbellino de vapor blanco. Mientras observábamos esto, las guirnaldas de niebla empezaron a lamer las esquinas de la casa y fueron rodando hasta formar un denso frente sobre el cual el piso superior y el tejado de la casa flotaban como si fueran un extraño barco que navegase por un mar nebuloso. Holmes, impaciente, dio un manotazo en la roca, al tiempo que golpeaba el suelo con los pies. —Si no sale antes de un cuarto de hora, el camino estará cubierto. Dentro de media hora, no podremos vernos nuestras propias manos. —¿Retrocedemos un poco hasta un terreno más elevado? —Sí, creo que convendría hacerlo. Así, mientras la niebla seguía su avance, nosotros retrocedimos ante ella, hasta encontrarnos a media milla de la casa; pero aquel denso mar blanco, con su borde superior plateado a causa de la luna, seguía avanzando lenta e inexorablemente. —Nos estamos alejando mucho —dijo Holmes—. No podemos arriesgarnos a que se adelante a Sir Henry antes de que llegue a nosotros. Debemos mantenernos firmes aquí, cueste lo que cueste. Se puso de rodillas y acercó el oído al suelo. —¡Gracias a Dios! Creo que le oigo acercarse. El silencio del páramo fue roto por unas pisadas presurosas. Nos ocultamos tras las rocas y miramos atentamente hacia el plateado frente de la niebla que teníamos ante nosotros. El ruido de las pisadas aumentó y el hombre que esperábamos atravesó el borde de la niebla, que daba la sensación de ser una cortina. Miró en torno suyo con sorpresa, al salir a la noche clara e iluminada por las estrellas. Avanzó por el sendero, pasó junto al lugar donde estábamos ocultos y ascendió por la larga loma que se extendía a nuestras espaldas. Mientras caminaba, no cesaba de mirar hacia atrás como una persona que se encontrase intranquila. —¡Silencio! —exclamó Holmes, al tiempo que oía el claro clic de una pistola al montarse—. ¡Cuidado, ya viene! Del interior del banco de niebla surgía el ruido acompasado y crujiente de algo que avanzaba. El frente se encontraba a cincuenta yardas del punto donde nosotros estábamos echados; los tres miramos hacia él, sin saber qué horror iba a surgir de su interior. Yo estaba al costado de Holmes y miré su rostro un instante. Lo tenía pálido y en tensión; los ojos le brillaban en medio de la luz de la luna. Pero de pronto se quedaron fijos, contemplando algo, y sus labios se abrieron con un gesto de sorpresa. En el mismo instante, Lestrade dio un grito de terror y se tiró, rostro en tierra, contra el suelo. Me puse en pie como movido por un resorte; mi mano, inerte, agarraba la pistola, mientras mi mente permanecía paralizada por la horrorosa figura que había saltado en nuestra dirección desde la sombra de la niebla. Se trataba de un sabueso enorme y negro como el carbón; un sabueso como jamás ojo humano había visto. Por las fauces abiertas arrojaba fuego, sus ojos brillaban con un resplandor sin llama y su hocico, pelaje y pezuñas quedaban enmarcados por una llama vacilante. Jamás en el sueño delirante de un cerebro enfermo pudo concebirse algo más salvaje, aterrador e infernal que aquella figura oscura y aquella cabeza brutal que se lanzó hacia nosotros desde el banco de niebla. La negra criatura avanzaba a grandes saltos por el camino, tras el rastro de nuestro amigo. Estábamos tan paralizados por su aparición, que permitimos que pasase antes de haber logrado recuperar nuestro dominio. Entonces, Holmes y yo hicimos fuego al unísono y el ser aquel dio un aullido horrible, prueba de que, al menos, uno de nuestros disparos le había alcanzado. Sin embargo, no se detuvo, sino que siguió avanzando. A lo lejos, por el sendero, vimos cómo Sir Henry miraba hacia atrás; a la luz de la luna su rostro estaba blanco y había elevado las manos horrorizado, contemplando aterrado el diabólico ser que le daba caza. Pero el aullido de dolor del sabueso había hecho que todos nuestros temores se los llevase el viento. Si era vulnerable, era porque también era mortal; y si podíamos herirlo, también podríamos matarlo. Jamás en mi vida he visto correr a un hombre como lo hizo Holmes aquella noche. Es reconocida la velocidad de mi carrera, pero Holmes me dejó atrás con la misma facilidad con que yo hubiese dejado atrás a un aficionado. Frente a nosotros oímos que Sir Henry gritaba una y otra vez, así como el profundo gruñido que emitía el sabueso. Llegué a tiempo de ver cómo el animal saltaba sobre su víctima y le derribaba al suelo, mientras intentaba desgarrar su garganta. Pero un instante después Holmes había vaciado cinco balas de su revólver en el flanco del animal. Con un último aullido de agonía y un intento de morder el aire, cayó de espaldas, agitando furiosamente sus patas; por último, quedó inmóvil sobre su costado. Me agaché, respirando agitadamente, y apoyé mi pistola contra aquella cabeza terrible y resplandeciente, pero era inútil apretar el gatillo. El sabueso gigante estaba ya muerto. Sir Henry yacía insensible en el lugar donde había caído. Le desabrochamos el cuello y Holmes respiró aliviado al ver que no había señal de herida alguna y que el rescate había sido oportuno. Las pestañas de nuestro amigo comenzaron a agitarse y él hizo un débil intento de moverse. Lestrade puso su botellín de coñac entre los labios del baronet, quien abrió sus ojos horrorizados. —¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué era eso? ¿Qué era eso, por Dios? —Fuera lo que fuese, está muerto —dijo Holmes—. Hemos terminado con el fantasma de la familia de una vez para siempre. El animal, que yacía a nuestros pies, era ya terrible solo por su tamaño y fuerza. No era un sabueso de raza ni un mastín puro, sino que parecía ser un cruce de ambos: gigantesco, salvaje y del tamaño de una leona pequeña. Incluso en esos momentos, con la quietud que le proporcionaba la muerte, las inmensas mandíbulas parecían arrojar una llama azulada, y de fuego estaban rodeados sus pequeños ojos, profundos y crueles. Pasé la mano sobre el brillante hocico y, al retirarla, mis propios dedos se iluminaron y brillaron en la oscuridad. —Es fósforo —dije. —Una astuta preparación del mismo —dijo Holmes, mientras olía al animal muerto—. No emite ningún olor que hubiera podido obstaculizar la capacidad olfativa del animal, impidiéndole seguir su rastro. Sir Henry, hemos de pedirle disculpas por haberle expuesto a este susto. Estaba preparado para vérmelas con un sabueso, pero no con un animal como este. Y la niebla nos dio poco tiempo para recibirlo adecuadamente. —Ha salvado mi vida. —Pero antes se la he puesto en peligro. ¿Está lo suficientemente fuerte como para ponerse en pie? —Déme otro trago de coñac y estaré listo para lo que sea. ¡Bien! Y, ahora, si hace el favor de ayudarme a levantarme… ¿Qué propone que hagamos? —Dejarle a usted aquí, ya que no está en condiciones de emprender nuevas aventuras esta noche. Si espera aquí, alguno de nosotros irá a la mansión con usted. Luchó por ponerse en pie, pero aún estaba intensamente pálido y todos sus miembros le temblaban. Le ayudamos a colocarse en una roca, donde se sentó temblando, oculto el rostro entre las manos. —Ahora tenemos que dejarle —dijo Holmes—. Hemos de concluir con el resto de nuestra misión, y cada instante que pasa tiene un gran valor. Ya tenemos el caso resuelto; ahora solo nos resta atrapar a nuestro hombre. —Hay una probabilidad contra mil de que podamos encontrarle en casa —siguió diciendo, mientras caminábamos rápidamente por el sendero, volviendo sobre nuestros pasos—. Los disparos deben de haberle puesto en guardia y sabrá que se ha descubierto su juego. —Estábamos a cierta distancia y tal vez la niebla los haya amortiguado. —Puede estar seguro de que siguió al perro para llevárselo. No, a estas horas ya habrá escapado. Pero es mejor que registremos la casa para asegurarnos. La puerta estaba abierta y nos lanzamos de habitación en habitación ante el asombro de un anciano criado de larga barba, con quien nos tropezamos en el pasillo. Solo el comedor estaba iluminado, pero Holmes cogió la lámpara y no dejó lugar de la casa sin registrar. No había rastro del hombre que buscábamos. Sin embargo, en el segundo piso había una habitación cerrada con llave. —¡Ahí hay alguien! —gritó Lestrade—. Puedo oír cómo se mueve. ¡Abra la puerta! Del interior llegaban unos ligeros sollozos y un leve crujido. Holmes dio un puntapié con la suela de la bota, por encima de la cerradura, y la puerta se abrió de golpe. Los tres nos precipitamos en la habitación, pistola en mano. Pero en ella no había señal alguna de aquel malvado desesperado que creíamos haber encontrado. En lugar de él, apareció ante nosotros un objeto tan extraño e inesperado, que por un momento nos quedamos inmóviles y llenos de asombro. La habitación había sido transformada en un pequeño museo y las paredes estaban llenas de numerosas cajas, con tapas de cristal, que contenían la colección de lepidópteros. Este museo había servido como relajante a aquel hombre tan complejo y peligroso. En el centro de la habitación había una viga vertical que en otro tiempo se había dispuesto allí para que sirviese de soporte a las viejas planchas de madera, gastadas por los años, sobre las que se elevaba el tejado. Una figura estaba atada a dicho poste, tan fajada y envuelta en las sábanas que habían utilizado para sujetada, que por el momento nos fue imposible saber si se trataba de una mujer o de un hombre. Por delante de su garganta pasaba una toalla, que se sujetaba en la parte posterior del poste. Otra cubría la parte inferior del rostro y por encima de ella nos miraban dos ojos oscuros, llenos de dolor y vergüenza y de un ansia expectante. Desgarramos inmediatamente la mordaza, deshicimos las ataduras y mistress Stapleton cayó al suelo frente a nosotros. Al caer la bella cabeza sobre su pecho, vi claramente la señal rojiza de un latigazo que había recibido en el cuello. —¡Qué salvaje! —exclamó Holmes—. ¡Venga, Lestrade, su botella de coñac! ¡Póngala en la silla! Se ha desmayado a causa de los malos tratos y del agotamiento. —¿Está a salvo? —preguntó al abrir los ojos de nuevo—. ¿Ha escapado? —No puede escapar de nosotros, señora. —No, no; no me refería a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo? —Sí. —¿Y el sabueso? —Muerto. Emitió un largo suspiro de satisfacción. —¡Gracias a Dios, gracias a Dios! ¡Oh, este miserable! ¡Mire cómo me ha tratado! —se levantó las mangas y vimos con horror que tenía los brazos totalmente cubiertos de magulladuras—. ¡Pero esto no es nada…, nada! Son mi mente y mi alma lo que él ha torturado e infectado. Todo podía soportarlo: malos tratos, soledad, una vida de engaño…, todo, mientras pudiese aterrarme a la esperanza de que aún tenía su amor; pero ahora sé que también este no ha sido sino un embuste y que he sido para él un mero instrumento. Al terminar de hablar, estalló en unos sollozos apasionados. —Dados sus sentimientos hacia él —dijo Holmes—, díganos dónde podemos encontrarle. Si alguna vez ha cooperado usted en sus maldades, ayúdenos ahora para así expiar su culpa. —Solo ha podido escapar a un lugar —respondió—: en una isla que hay en el centro de la ciénaga existe una antigua mina de estaño. Allí es donde ocultaba al sabueso y donde llevó a cabo arreglos para que pudiera servirle de refugio. A ese lugar es adonde debe haber escapado. El banco de niebla que cubría la ventana parecía lana blanca. Holmes sujetó la lámpara junto a ella. —Mire —dijo—; nadie sería capaz de orientarse esta noche en la ciénaga. Ella se echó a reír, golpeándose las manos. Sus ojos, brillantes, relampaguearon con fiera satisfacción. —Podrá entrar, pero jamás podrá salir —gritó—. ¿Cómo va a poder ver esta noche las marcas que sirven de guía? Él y yo las plantamos juntos para marcar el camino a través de la ciénaga. ¡Ojalá las hubiera podido arrancar hoy! Si lo hubiera hecho así, ustedes le hubieran tenido a su merced. Era evidente que toda persecución era vana hasta que se hubiese levantado la niebla. Entre tanto, dejamos a Lestrade a cargo de la casa y regresamos con el baronet a Baskerville Hall. No pudimos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton; no obstante, encajó valerosamente el golpe cuando supo la verdad acerca de la mujer que amaba. Pero el choque de las aventuras de la noche había destrozado sus nervios y antes de que amaneciera se encontraba en un estado delirante y con fiebre alta, bajo los cuidados del doctor Mortimer. Estaba decidido que ambos habrían de viajar alrededor del mundo antes de que Sir Henry se convirtiese una vez más en el hombre sano y valeroso que había sido antes de llegar a ser dueño de aquella posesión de tan malos presagios. * * * Y ahora voy a llegar rápidamente a la conclusión de esta singular narración, en la cual he intentado que el lector participara de los oscuros temores y las vagas suposiciones que ensombrecieron por tanto tiempo nuestras vidas y acabaron de un modo tan trágico. La niebla se levantó a la mañana que siguió a la muerte del sabueso, y mistress Stapleton nos guió hasta el lugar donde ellos habían encontrado un camino que atravesaba el pantano. Al ver el interés y la alegría con que nos guiaba tras el rastro de su marido, comprendimos el horror que había en la vida de aquella mujer. La dejamos en la estrecha península de terreno firme, turboso, que se adentraba en la amplia ciénaga. Desde el punto donde terminaba, unas pequeñas marcas plantadas señalaban de trecho en trecho el zigzag de la senda, que iba de una mata de arbustos a otra, entre los pozos de un verdor espumoso y los apestosos atolladeros que impedían adentrarse por la zona a aquel que no lo conociera. Fétidos juncos y lozanas y viscosas plantas acuáticas producían un olor de descomposición, y a nuestro rostro llegaba un pesado e infecto vapor. En más de una ocasión nos hundimos hasta media pierna en la ciénaga oscura y agitada; nuestros pies, al pisar en ella, producían ondulaciones que se difundían a varios metros de distancia. Se aferraba tenazmente a nuestros talones mientras caminábamos y, cuando nos hundíamos en ella, la tenaza que nos sujetaba era tan formidable, que daba la sensación de que una mano maligna quisiera arrastrarnos a aquellas oscuras profundidades. Solo una vez vimos una señal que nos indicaba que alguien nos había precedido por aquel peligroso camino. Entre una mata de hierba algodonosa que surgía del lodo, se veía un objeto oscuro. Al salir Holmes del sendero con intención de cogerlo, se hundió hasta la cintura y, de no haber estado nosotros allí, jamás hubiera podido volver a posar su pie en tierra firme. Agitó en el aire una bota negra y vieja. En el cuero, por la parte interior, aparecía escrito: «Meyers, Toronto». —Merece la pena haberme dado este baño de lodo —dijo—. Es la bota que se le perdió a nuestro amigo Sir Henry. —Stapleton la arrojó ahí en su huida. —Exactamente. Siguió con ella en la mano después de azuzar al perro en persecución del dueño de esta. Aún seguía con ella cuando se dio cuenta de que habíamos descubierto el juego y huyó. Y la arrojó en este punto de su escapatoria. Sabemos, al menos, que llegó a salvo hasta este lugar. Pero estábamos destinados a no saber jamás más detalles relativos a su fin, si bien había muchas cosas que podríamos conjeturar. En la ciénaga no había la posibilidad de encontrar pisadas, ya que el lodo se elevaba rápidamente, ocultándolas, pero cuando al fin llegamos a un terreno más firme, pasada la zona pantanosa, buscamos ansiosamente para ver si encontrábamos alguna. No pudimos encontrar ninguna. Si la tierra explicaba una historia verídica, Stapleton jamás había llegado a esa isla, en la que intentó refugiarse en medio de la niebla la noche anterior. Ese hombre, frío y de corazón cruel, permanecería enterrado para siempre en algún lugar del seno de la gran ciénaga, en el fétido lodo del enorme pantano que lo había engullido. Muchas huellas suyas se encontraron en la isla, firmemente anclada en el pantano, donde había guardado a su salvaje aliado. Una enorme rueda motriz y un pozo medio lleno de detritus señalaban el lugar de la mina abandonada. Junto a ella estaban los restos ruinosos de las cabañas de los mineros, que habían tenido que marcharse, sin duda alguna, a causa de los fétidos vapores del pantano circundante. En una de esas cabañas encontramos una argolla y una cadena, junto con numerosos huesos roídos, prueba de que aquel había sido el lugar donde había estado encerrado el animal. Entre esos restos se encontraba un esqueleto al que todavía permanecía adherido un mechón de pelos castaños. —¡Un perro! —exclamó Holmes—. ¡Diablos, un perro de aguas! El pobre Mortimer jamás volverá a ver a su animalito. Bien, no creo que este lugar encierre ningún secreto que no hayamos ya examinado. Pudo ocultar el sabueso, pero no pudo acallar sus aullidos, y de ahí aquellos sonidos que incluso a la luz del día no resultaban agradables de oír. En caso de emergencia podía guardarlo en la caseta exterior de Merripit House, pero era siempre un riesgo, y solo se atrevió a hacerlo el último día, fecha que él consideró como la culminación de todos sus esfuerzos. La pasta que hay en esta lata debe ser de la mezcla iridiscente con que untaba al animal. La utilización de la misma fue sugerida, naturalmente, por la historia del sabueso infernal de la familia y por el deseo de aterrorizar a Sir Charles hasta ocasionarle la muerte. No hay por qué extrañarse de que el pobre diablo del fugitivo escapase en medio de gritos terribles; incluso nuestro amigo lo hizo, como podríamos haberlo hecho nosotros, cuando vio que un ser tan espantoso le perseguía en medio de la oscuridad del páramo. Era un plan muy astuto, ya que, aparte de la oportunidad de causar la muerte de su víctima, ¿qué campesino se aventuraría a investigar demasiado acerca de dicho ser si, como habría podido suceder, se encontrara con él en el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y vuelvo a repetirlo ahora: jamás hemos ayudado a capturar a un hombre tan peligroso como ese que descansa en algún lugar del pantano. Y alargó su brazo hacia la gran extensión de la verdosa ciénaga, la cual se alargaba hasta unirse con las distantes ondulaciones rojizas del páramo. XV - Mirada retrospectiva Era una noche cruda y nebulosa de fines de noviembre; Holmes y yo estábamos sentados a ambos lados de la chimenea que ardía en nuestro salón de Baker Street. Desde el final trágico de nuestra visita a Devonshire, él había estado ocupado en dos asuntos de suma importancia. En el primero de ellos había descubierto la atroz conducta del coronel Upwood en relación con el famoso escándalo de naipes del Nonpareil Club. En el segundo había defendido a la desgraciada madame Montpensier de la acusación que había pesado sobre ella del asesinato de su hijastra, mademoiselle Carére, la joven que, como se recordará, seis meses más tarde apareció viva y casada en Nueva York. Mi amigo se encontraba de un humor excelente a causa del éxito alcanzado en una serie de casos tan sumamente difíciles e importantes, así que logré inducirle a discutir los detalles del misterio de Baskerville. Había esperado pacientemente a que llegara esta oportunidad, ya que yo sabía muy bien que jamás permitía que se le superpusiesen dos casos diferentes y que no podía apartar su mente clara y lógica del trabajo que estuviese realizando en cierto momento, para pasar al recuerdo de otro anterior. No obstante, Sir Henry y el doctor Mortimer se encontraban en Londres, iniciando el largo viaje que había sido recomendado al primero a fin de restaurar la salud de sus nervios. Aquella misma tarde habían acudido a visitarnos, de modo que era natural que se plantease la discusión del asunto. —Desde el punto de vista del hombre que se hacía llamar Stapleton —dijo Holmes—, el curso de los acontecimientos era simple y directo. No obstante, todo se nos presentó a nosotros sumamente complejo, ya que al principio no teníamos modo alguno de saber los motivos de sus acciones y solo podíamos conocer parte de los hechos. He tenido la oportunidad de hablar con mistress Stapleton en dos ocasiones, y el caso se ha aclarado ahora de un modo tal, que no creo que haya nada que permanezca secreto para nosotros. Encontrará unas cuantas notas del asunto si mira en el archivo de mis casos, en la letra «B». —Tal vez podría darme, de memoria, una idea del curso de los acontecimientos. —Ciertamente, aunque no le garantizo que recuerde todos los detalles. La intensa concentración mental tiene un modo curioso de borrar todo lo que pertenece al pasado. El abogado que conoce un caso al dedillo y es capaz de discutir con un experto todos los detalles, encuentra que una o dos semanas después del juicio lo ha borrado de nuevo de su mente. Así, cada uno de mis casos desplaza al anterior, y mademoiselle Carére ha borrado mis recuerdos de Baskerville Hall. Mañana, algún otro problema puede presentárseme, el cual, a su vez, acabará con la bella dama francesa y la infame personalidad de Upwood. No obstante, por lo que se refiere al asunto del sabueso, le presentaré la secuencia de los acontecimientos como mejor pueda, y usted me sugerirá cualquier cosa que olvidase. »Mis investigaciones muestran sin lugar a dudas que aquel retrato familiar no mintió y que Stapleton era, realmente, un Baskerville. Era hijo de aquel Rodger Baskerville, hermano menor de Sir Charles, que huyó con una fama siniestra a Sudamérica donde se dijo que había muerto soltero. Pero lo cierto es que se casó y tuvo un hijo (nuestro individuo) cuyo nombre real era el mismo que el de su padre. Este se casó a su vez con Beryl García, una costarricense, y, después de robar una suma considerable de caudales públicos, cambió su nombre por el de Vandeleur y huyó a Inglaterra, estableciendo una escuela en el oeste de Yorkshire. La razón por la que se dedicó a este tipo de negocios fue que durante el viaje conoció a un tutor, enfermo de tisis, y utilizó la capacidad de este hombre para hacer que la empresa fuera un éxito. Sin embargo, murió Fraser, el tutor, y la escuela, que había comenzado bien, se hundió, pasando de la deshonra a la infamia. Los Vandeleur creyeron conveniente cambiar su nombre por el de Stapleton, y él trajo al sur del país los restos de su fortuna, sus planes para el futuro y su gusto por la entomología. En el British Museum he sabido que se le consideraba una autoridad en la materia y que el nombre de Vandeleur ha quedado perpetuado en cierto lepidóptero que él fue el primero en descubrir en sus días de Yorkshire. »Y ahora llegamos a esa parte de su vida que ha resultado de tanto interés para nosotros. Evidentemente, el individuo había hecho sus pesquisas y supo que solamente dos vidas humanas se interponían entre él y una considerable fortuna. Creo que cuando fue a Devonshire sus planes eran sumamente confusos; pero es evidente que desde el primer momento hubo algo turbio, cuando hizo pasar a su mujer como hermana suya. Ya había cruzado por su mente la idea de utilizarla como reclamo, si bien tal vez no estaba seguro de cómo ordenar los detalles de su complot. Al final se propuso adueñarse del señorío, y estaba dispuesto a utilizar cualquier instrumento o correr cualquier riesgo que llevase a dicho fin. Lo primero que hizo fue establecerse tan cerca como pudo del hogar de sus antepasados y, lo segundo, cultivar la amistad de Sir Charles y sus vecinos. »El propio baronet le puso al corriente de la historia del sabueso de la familia, con lo que se labró su propia muerte. Stapleton, como le llamaré de ahora en adelante, sabía que el corazón del anciano se encontraba débil y que una impresión le ocasionaría la muerte. (Esto lo supo por el doctor Mortimer.) Sabía también que Sir Charles era supersticioso y que se había tomado muy en serio esta lúgubre historia. Su ingenio le mostró al momento la forma de ocasionar la muerte del baronet, de un modo tal que prácticamente era imposible cargar las culpas al verdadero asesino. »Una vez concebida la idea, procedió a realizarla con gran perfección. En un plan corriente hubiera bastado con un sabueso salvaje. Una muestra de su genio fue la utilización de medios artificiales para hacer que el animal fuese diabólico. Compró el perro en Londres, en la casa Ross and Mangles, los comerciantes de Fulham Road; era el más grande y salvaje que tenían. Lo llevó por la línea de North Devon y caminó con él una gran distancia a través del páramo, con el fin de no causar expectación ni comentarios. En sus cacerías de insectos, ya había descubierto el camino que penetraba hacia el interior de la gran ciénaga, con lo que encontró un lugar seguro para ocultar el animal. Allí lo guardó y esperó que llegase la oportunidad. »Pero el tiempo transcurría y el anciano caballero no estaba dispuesto a salir de sus posesiones durante la noche. En varias ocasiones se ocultó Stapleton con el sabueso en las proximidades, sin que tuviera éxito. Durante estas vanas búsquedas fue cuando los campesinos le vieron, o, mejor dicho, vieron a su aliado, con lo que la leyenda del perro demoníaco recibió su confirmación. El había esperado que su mujer podría atraer a Sir Charles hacia su propia ruina, pero en este punto ella se mostró inesperadamente independiente y no accedió a atraer al anciano a un apego sentimental que le hubiera puesto en manos de su enemigo. No lograron convencerla las amenazas ni incluso, y lamento decirlo, los golpes. No quería saber nada del asunto, y por una vez Stapleton se encontró en un punto muerto. »Encontró una salida para sus dificultades gracias a la oportunidad de que Sir Charles, que había llegado a intimar con él, le encargase llevar a efecto su caridad en el caso de la desafortunada mistress Laura Lyons. Al presentarse como soltero, llegó a adquirir un dominio completo sobre ella y le hizo ver que la haría su mujer si lograba el divorcio de su marido. Sus planes se vieron repentinamente frustrados al saber que Sir Charles estaba a punto de marchar de la mansión, aconsejado por el doctor Mortimer (con cuya opinión al respecto él aparentó coincidir). Tenía que actuar inmediatamente, o su víctima podría escapársele. Así pues, presionó a mistress Laura Lyons para que escribiera la carta solicitando del anciano una entrevista la noche anterior a su partida para Londres. Luego, gracias a su plausible argumento, impidió que ella acudiese, con lo cual se le presentaba la oportunidad que había esperado. »De regreso de Coombe Tracey, aquella noche, tuvo tiempo de coger el perro, untarle su infernal pintura y llevarlo a la puerta donde esperaba encontrar al caballero. El perro, incitado por su dueño, saltó el portillo y se lanzó en persecución del baronet, quien escapó gritando por el Paseo de los Tejos. En aquel sombrío túnel debió ser una aparición aterradora ver aquel enorme animal negro, con sus fauces llameantes y sus ojos brillantes, saltar tras su víctima. Al final del paseo cayó muerto a causa de la afección cardiaca y el terror. El perro había corrido por la franja cubierta de hierba, mientras que el baronet hacía otro tanto por el paseo, de modo que solo pudieron encontrarse las huellas del último. Al verle caído e inmóvil se acercó a él y le olfateó, pero se alejó al encontrarle muerto. Entonces fue cuando quedaron marcadas sus huellas, que el doctor Mortimer observó. Stapleton llamó al perro y lo condujo aprisa a su cubil de la gran ciénaga; así surgió el misterio que intrigó a las autoridades, alarmó al vecindario y, por último, trajo el caso a nuestras manos. »Esto, por lo que respecta a la muerte de Sir Charles Baskerville. Se dará usted cuenta de la especie diabólica del asunto, ya que realmente hubiese sido casi imposible alegar nada contra el asesino real. Su único cómplice jamás podría delatarle, y el carácter grotesco e inconcebible del engaño solo servía para hacerlo más efectivo. Las dos mujeres relacionadas con el asunto, mistress Stapleton y mistress Lyons, quedaron con fuertes sospechas acerca de Stapleton. Mistress Stapleton conocía sus designios acerca del anciano, así como la existencia del sabueso. Mistress Lyons ignoraba ambas cosas, pero le había impresionado aquella muerte, acaecida en el momento de una entrevista, no cancelada, que solo Stapleton conocía. No obstante, ambas se encontraban bajo su influencia y él no tenía nada que temer de ellas. La primera mitad de sus planes se había visto coronada por el éxito, pero aún quedaba la más difícil. »Es posible que Stapleton ignorase la existencia de un heredero en el Canadá. En todo caso, muy pronto lo supo por su amigo, el doctor Mortimer, quien le explicó todos los detalles referentes a Henry Baskerville. La primera idea de Stapleton fue que tal vez ese joven extranjero del Canadá pudiera encontrar la muerte en Londres, sin necesidad siquiera de ir a Devonshire. Desconfiaba de su mujer desde que se había negado a ayudarle a tender una trampa al anciano y no se atrevía a perderla de vista mucho tiempo por temor a dejar de ejercer su influencia sobre ella. Por este motivo se la llevó a Londres con él. Descubrí que se alojaron en el Mexborough Prívate Hotel, en Craven Street, que por cierto fue uno de los que visitó mi ayudante en busca de pruebas. En él mantuvo encerrada a su mujer en la habitación, en tanto que él, disfrazado con una barba, siguió al doctor Mortimer a Baker Street y, luego, a la estación y al Northumberland Hotel. Su mujer tenía algunas sospechas acerca de sus planes, pero era tal el miedo que le inspiraba su marido (un miedo basado en los malos tratos recibidos), que no se atrevió a escribir poniendo en guardia al hombre que ella sabía que estaba en peligro. Si la carta caía en manos de Stapleton, su propia mujer no estaría a salvo. Como sabemos, al fin adoptó el sistema de cortar las palabras que constituían el aviso y escribió la dirección de la carta desfigurando la caligrafía. Cuando llegó a manos del baronet, le puso por primera vez en guardia contra el peligro que le acechaba. »A Stapleton le era esencial disponer de alguna prenda de vestir de Sir Henry, ya que así, si se veía obligado a utilizar el perro, siempre tendría el modo de hacer que siguiera su rastro. Con una rapidez y una audacia inauditas, se puso a realizar esto, y no cabe duda de que para ello recibieron un importante soborno el limpiabotas o la doncella del hotel. No obstante, dio la casualidad de que la primera bota estaba sin usar y, por lo tanto, era inservible para sus planes; por ello hubo de devolverla y conseguir otra. Este incidente fue sumamente instructivo, pues me demostró de un modo concluyente que nos enfrentábamos con un sabueso real, ya que no podía explicarme de otro modo la urgencia de obtener una bota usada y la indiferencia mostrada ante la nueva. Cuanto más outré y grotesco es un incidente, con mayor atención ha de observarse, y el detalle que más parece complicar un caso es, una vez analizado adecuadamente y manejado de un modo científico, el que tiene más posibilidades de aclarar dicho caso. »A la mañana siguiente tuvimos la visita de nuestros amigos, a quienes siempre siguió Stapleton en el coche. Juzgando por su conducta general, me inclino a creer que la carrera criminal de Stapleton no se limitó a este único caso de Baskerville, para lo cual me baso en que conocía mi domicilio y mi apariencia. Es sugestivo que durante los últimos tres años haya habido cuatro robos de consideración en el Oeste, en ninguno de los cuales se detuvo al ladrón. El último, realizado el mes de mayo en Folkestone Court, fue notable por la sangre fría con que el asaltante disparó contra el criado que había sorprendido al enmascarado y solitario ladrón. No me cabe duda de que Stapleton reponía de este modo sus menguados recursos, y durante años ha sido un hombre peligroso y desesperado. »Un ejemplo de su rapidez lo tuve aquella mañana en que escapó tan limpiamente de nosotros y, al mismo tiempo, cuando me mandó mi propio nombre con el cochero. Desde aquel momento comprendió que yo me había hecho cargo del asunto en Londres y que, por tanto, no tenía ninguna oportunidad allí. Regresó, pues, a Dartmoor y esperó la llegada del baronet. —¡Un momento! —dije yo entonces—. No hay duda de que ha descrito correctamente la secuencia de los acontecimientos, pero hay un punto que no ha explicado. ¿Qué pasó con el sabueso mientras su amo estuvo en Londres? —He prestado alguna atención a esta cuestión y no cabe duda de que tiene su importancia. Ha de aceptarse que Stapleton tenía una persona de confianza, si bien es probable que jamás se pusiese en sus manos y le confiase sus planes. En Merripit House había un anciano criado llamado Anthony. Su relación con los Stapleton puede rastrearse durante varios años, hasta los días de la escuela, de modo que debía saber que su señor y su señora eran realmente marido y mujer. Este hombre ha desaparecido y escapado del país. Resulta sugestivo que Anthony no sea un nombre corriente en Inglaterra, si bien sí lo es el de Antonio en España y en todos los países hispanoamericanos. Al igual que mistress Stapleton, el hombre hablaba buen inglés, pero tenía un curioso acento silbante. Yo mismo vi a ese anciano cruzar la gran ciénaga por el camino que había marcado Stapleton. Es, pues, muy probable que en ausencia de su señor fuese él el encargado de cuidar al sabueso, si bien quizá jamás supo el destino que se daba al animal. »Los Stapleton regresaron, pues, a Devonshire, adonde pronto los siguieron Sir Henry y usted. »Y ahora una palabra acerca de mi postura en aquellos momentos. Tal vez recuerde que, cuando examiné el papel en que habían pegado las palabras impresas, lo miré de cerca para buscar su marca. Al acercarlo a unas pulgadas de mi vista, percibí el ligero olor de un perfume conocido como jazmín blanco. Hay setenta y cinco perfumes que el criminalista debe ser capaz de distinguir, y, en mi propia experiencia, en más de una ocasión ha habido casos cuya solución ha dependido de un reconocimiento rápido de dichos perfumes. La esencia sugería la presencia de una dama, y desde ese momento empecé a pensar en los Stapleton. Así me aseguré del asunto del sabueso y me figuré quién era el criminal, incluso antes de marchar al Oeste. »Mi juego consistía en vigilar a Stapleton, y era evidente que esto no lo podía llevar a cabo si estaba con usted, ya que ello le hubiese puesto en guardia. Engañé, pues, a todo el mundo, incluido usted mismo, y acudí en secreto cuando se me creía en Londres. Mis dificultades no fueron tan grandes como usted se imagina, si bien esos detalles secundarios no deben interferirse con la investigación de un caso. Pasé la mayor parte del tiempo en Coombe Tracey y únicamente utilicé la cabaña del páramo cuando tenía que estar cerca del escenario de la acción. Conmigo fue Cartwright, el cual, disfrazado de muchacho de campo, fue de gran ayuda para mí. Dependía de él para la obtención de alimentos y ropa limpia. Mientras yo vigilaba a Stapleton, Cartwright le vigilaba frecuentemente a usted, lo cual me permitía controlar todos los cabos. »Ya le dije que sus informes me llegaban rápidamente, pues desde Baker Street los enviaban inmediatamente a Coombe Tracey. Me fueron de gran utilidad, especialmente aquella parte incidental de la biografía de Stapleton. Pude así establecer la identidad de la pareja, por lo cual supe exactamente el lugar que pisaba. El caso se complicó considerablemente a causa del incidente del fugitivo y de sus relaciones con los Barrymore. También esto lo aclaró usted de un modo efectivo, si bien mis observaciones me habían llevado también a la misma conclusión. »Cuando usted me descubrió en el páramo, ya tenía yo un pleno conocimiento de todo el asunto, aunque carecía de un caso que pudiera presentarse ante el jurado. Incluso el intento que Stapleton realizó aquella noche de acabar con Sir Henry, el cual concluyó con la muerte del desgraciado fugitivo, no nos suponía una gran ayuda para demostrar que él había cometido el asesinato. No había, pues, otra alternativa, sino cogerle con las manos en la masa, para lo cual hubimos de utilizar como cebo a Sir Henry, solo y, al parecer, sin protección alguna. Lo hicimos así y logramos completar nuestro caso y llevar a Stapleton a su destrucción, no sin que costase a nuestro cliente un grave choque nervioso. Debo confesar que exponer a Sir Henry a esto fue un error en mis planes, pero no podíamos prever el terrible y paralizador espectáculo que suponía el animal, ni nos fue posible predecir aquella niebla que permitió al sabueso aparecer tan inopinadamente ante nosotros. Logramos nuestro objetivo a un precio que tanto el doctor Mortimer como el especialista me han asegurado que será temporal. Un largo viaje tal vez haga que nuestro amigo se recupere de sus nervios destrozados y sus sentimientos heridos. Su amor por mistress Stapleton fue profundo y sincero, de modo que la parte más triste de todo este oscuro asunto fue, para él, que ella le engañase. »Solo resta ahora indicar el papel que ella tuvo en toda la cuestión. Es indudable que Stapleton ejercía una gran influencia sobre su mujer, que pudo ser de amor o terror, o tal vez de las dos cosas, ya que en modo alguno se trata de sentimientos incompatibles. Resultó, al fin, absolutamente efectivo. Accedió a hacerse pasar por su hermana, si bien él descubrió los límites de su poder cuando planeó convertirla en accesorio directo del crimen. Estaba dispuesta a poner en guardia a Sir Henry (y lo hizo una y otra vez) con tal de no implicar en ello a su marido. El propio Stapleton parece haber sido capaz de sentir celos; cuando vio que el baronet hacía la corte a su mujer (a pesar de que esto tenía cabida en sus planes), no pudo evitar interrumpir con un estallido apasionado que reveló la fiereza de un alma que tan inteligentemente había ocultado su carácter. Alentando la intimidad con Sir Henry, se aseguró de que este fuese con frecuencia a Merripit House y que más pronto o más tarde llegase la oportunidad que buscaba. No obstante, el día de la crisis su mujer se rebeló de pronto contra él. Había sabido algo acerca de la muerte del fugitivo y que su marido guardaba el sabueso en la caseta aquella tarde, precisamente cuando Sir Henry estaba invitado a cenar. Acusó a su marido de sus intenciones y siguió a ello una escena violenta, en la cual él le hizo saber por primera vez que tenía un rival en el amor. Su anterior fidelidad se convirtió, en un instante, en un odio profundo, por lo que él vio que ella le iba a traicionar. Así pues, la ató para que no pudiese avisar a Sir Henry; indudablemente, esperaba que, cuando toda la población achacase la muerte de este a la maldición que pesaba sobre su familia, como ciertamente lo haría, él lograría que su mujer aceptase los hechos y guardase silencio sobre lo que sabía. En cualquier caso, supongo que aquí cometió una equivocación y que, aunque no hubiésemos estado nosotros allí, su destino hubiese sido igualmente fatal para él. Una mujer de sangre española no perdona con tanta facilidad una injuria de ese tipo. Y ahora, querido Watson, si no recurro a mis notas, no podré darle más detalles acerca de este curioso caso; aunque, que yo sepa, ya no hay nada esencial que no le haya explicado. —No podría esperar aterrorizar a Sir Henry con su sabueso espectral de la forma como había asustado a su anciano tío —dije yo. —El animal era salvaje y estaba medio muerto de hambre. Si su sola presencia no causaba la muerte de la víctima por terror, al menos paralizaría toda resistencia que pudiera ofrecer —contestó él. —Indudablemente. Solo resta una dificultad más: si Stapleton accedía a la sucesión, ¿cómo explicar que él, el heredero, hubiese podido permanecer en el anonimato y vivido tan cerca de la mansión? —pregunté. —La dificultad es grande y me temo que es pedir demasiado de mí intentar que le resuelva su duda. El pasado y el presente están dentro de los límites de la investigación, pero es muy difícil contestar a la pregunta de qué cosas puede hacer un hombre en el futuro. Mistress Stapleton había oído discutir este problema a su marido en varias ocasiones. Había tres salidas posibles. Podría reclamar los bienes desde Sudamérica, estableciendo su identidad ante las autoridades británicas, con lo cual le llegaba la fortuna sin acudir siquiera a Inglaterra. O podía adoptar un complejo disfraz durante el poco tiempo que tendría que estar en Londres. O, por último, podría contratar a un cómplice, a quien daría las pruebas y los documentos, quedándose él con una parte de los bienes. Por lo que sabemos de él, es indudable que hubiera resuelto el problema de un modo u otro. Y ahora, mi querido Watson, hemos pasado varias semanas de duro trabajo, así que creo que por una noche podemos encauzar nuestros pensamientos por sendas más agradables. Tengo reservado un palco para Les Huguenots. ¿Ha oído usted hablar de De Reszkes? ¿Sería, pues, molestia para usted estar preparado dentro de media hora? Después podremos detenernos en Marcini y cenar algo.