EL VALLE DEL TERROR PRIMERA PARTE LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE CAPÍTULO I —Me siento inclinado a pensar… —dije. —Yo que usted lo haría —comentó Holmes, en tono impaciente. Me tengo por uno de los mortales con más aguante que existen, pero reconozco que me molestó aquella interrupción sarcástica. —De verdad, Holmes —dije muy serio—, a veces se pone usted un poco cargante. Él estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para dar una respuesta inmediata a mi protesta. Tenía la cabeza apoyada en una mano, el desayuno sin tocar delante, y la mirada clavada en la hoja de papel que acababa de sacar de un sobre. A continuación, cogió el sobre, lo acercó a la luz y examinó con mucha atención tanto el exterior como la solapa. —La letra es de Porlock —dijo, pensativo—. No me cabe duda de que es la letra de Porlock, aunque solo la había visto dos veces antes de ahora. Esta «e» de estilo griego, con un floreo en lo alto, es característica. Pero, si es de Porlock, tiene que tratarse de algo de primerísima importancia. Hablaba consigo mismo, más que conmigo, pero el interés que despertaron sus palabras disipó mi enfado. —¿Quién es ese Porlock? —pregunté. —Porlock, Watson, es un nom de plume, un simple seudónimo, pero tras él se oculta una personalidad astuta y evasiva. En una carta anterior ya me decía con franqueza que este no era su verdadero nombre, e incluso me desafiaba a dar con él entre los millones de personas que hormiguean en esta gran ciudad. Porlock es importante no por sí mismo, sino por el gran personaje con el que está en contacto. Piense en el pez piloto que acompaña al tiburón, en el chacal que sigue al león…, en cualquier ser insignificante que va en compañía de otro formidable. No solo formidable, Watson, sino siniestro…, siniestro en el más alto grado. Eso es lo que le hace caer dentro de mi jurisdicción. ¿Me ha oído hablar del profesor Moriarty? —El famoso científico criminal, tan conocido entre los delincuentes como… —Me hace ruborizar, Watson —murmuró Holmes en tono de reproche. —Iba a decir «como desconocido por el público». —¡Un golpe con estilo! —exclamó Holmes—. Watson, está usted desarrollando una inesperada vena de humor socarrón contra la que voy a tener que protegerme. Pero, a los ojos de la ley, al llamar criminal a Moriarty está usted cometiendo difamación, y esto es precisamente lo grandioso y asombroso del asunto. El mayor intrigante de todos los tiempos, el organizador de toda clase de fechorías, el cerebro que controla el hampa…, un cerebro capaz de forjar o destruir el destino de naciones enteras. Ese es Moriarty. Pero se encuentra tan a cubierto de las sospechas del público, tan inmune a las críticas, tan admirablemente organizado y enmascarado, que por esas palabras que acaba usted de pronunciar podría llevarle a los tribunales y quedarse con su pensión de un año como indemnización por su honor dañado. ¿Acaso no es el ilustre autor de La dinámica de un asteroide, un libro que asciende a tan vertiginosas alturas de pura matemática, que se dice que no había nadie en la prensa científica capaz de criticarlo? ¿Se puede calumniar a un hombre así? El médico deslenguado y el profesor difamado: esos serían sus respectivos papeles. Eso es genio, Watson. Pero si no me lo impiden hombres de menos talla, estoy seguro de que ya llegará nuestro día. —¡Y ojalá esté yo allí para verlo! —exclamé con entusiasmo—. Pero me estaba hablando de ese Porlock. —Ah, sí. El llamado Porlock es un eslabón de la cadena, situado a poca distancia del gran punto de fijación. Aquí entre nosotros, Porlock no es un eslabón muy fuerte. Es el único punto débil de la cadena, al menos hasta donde yo he podido tantearla. —Y la fuerza de una cadena se mide por su eslabón más débil. —Exacto, querido Watson. De ahí la extrema importancia de Porlock. Empujado por alguna rudimentaria tendencia al bien, y estimulado por el juicioso incentivo de algún que otro billete de diez libras que se le envía por caminos tortuosos, me ha proporcionado en una o dos ocasiones información anticipada que ha resultado muy útil: de esa clase de utilidad que es la más elevada que existe, porque anticipa y evita el crimen en lugar de castigarlo. No me cabe duda de que, si dispusiéramos de la clave, comprobaríamos que este comunicado pertenece a esa categoría que le digo. Una vez más, Holmes extendió el papel sobre la bandeja que no había utilizado. Me puse en pie y miré por encima de él la curiosa inscripción, que decía lo siguiente: 534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41 DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE 26 BIRLSTONE 9 127 171 —¿A usted qué le parece, Holmes? —Evidentemente, es un intento de transmitir información secreta. —¿Pero de qué sirve un mensaje en clave sin la clave? —En este caso, de nada. —¿Por qué dice «en este caso»? —Porque hay muchos escritos en clave que yo leería con la misma facilidad con que leo los mensajes ocultos de la sección de anuncios personales. Esos artificios tan toscos sirven de entretenimiento a la inteligencia sin fatigarla. Pero esto es diferente. Está claro que se trata de una referencia a las palabras de una página de algún libro. Hasta que no me digan qué página y qué libro, no puedo hacer nada. —¿Y eso de «Douglas» y «Birlstone»? —Está claro que se trata de palabras que no figuraban en la página en cuestión. —¿Y por qué no le indica el libro? —Querido Watson: seguro que usted mismo, con su sagacidad innata, esa astucia congénita que tanto hace gozar a sus amigos, evitaría meter en el mismo sobre el mensaje y la clave. Si cayeran en malas manos, estaría usted perdido. De este modo, tendrían que extraviarse las dos cosas para que usted saliera perjudicado. Ya es hora del segundo reparto, y mucho me sorprendería que el correo no nos trajera una nueva carta de explicación o, lo que es más probable, el libro mismo al que hacen referencia estas cifras. Las previsiones de Holmes se cumplieron a los pocos minutos, con la aparición de Billy, el recadero, que traía la carta que estábamos esperando. —La misma letra —comentó Holmes—. Y esta vez viene firmada —añadió en tono alborozado al desdoblar la carta—. Vamos progresando, Watson. Pero su ceño se frunció al pasar la vista por el texto. —Vaya por Dios, esto es muy decepcionante. Me temo, Watson, que todas nuestras expectativas se han quedado en nada. Espero que no le suceda nada malo al tal Porlock. Dice: Querido señor Holmes: No voy a seguir adelante en este asunto. Es demasiado peligroso. El sospecha de mí, se nota que sospecha. Vino a verme completamente de improviso cuando yo ya había escrito la dirección en este sobre con la intención de enviarle la clave del mensaje. Conseguí taparlo, pero si lo llega a ver me habría ido muy mal. Aun así, pude advertir la sospecha en sus ojos. Por favor, queme el mensaje cifrado, que ya no le va a servir de nada. Fred Porlock. Holmes permaneció sentado un buen rato, estrujando la carta entre sus dedos y frunciendo el ceño, con la mirada fija en el fuego de la chimenea. —Por otra parte —dijo por fin—, puede que no sea nada grave. Podría tratarse tan solo de su conciencia culpable. Como sabe que es un traidor, es posible que vea acusaciones en la mirada del otro. —Supongo que «el otro» es el profesor Moriarty. —Nada menos. Cuando uno de estos tipos habla de «él», ya se sabe a quién se refiere. Para todos ellos solo existe un «él» que importe. —Pero ¿qué puede hacer? —¡Hum! Esa es una pregunta muy amplia. Cuando tienes contra ti a uno de los mejores cerebros de Europa, respaldado por todos los poderes de las tinieblas, las posibilidades son infinitas. Sea como sea, está claro que el amigo Porlock está muerto de miedo. Haga el favor de comparar la letra de la carta con la del sobre, que, según nos dice, ya había escrito antes de la funesta visita. Esta es clara y firme; la otra, apenas se puede leer. —¿Y por qué escribió la carta? ¿Por qué no se limitó a tirar el sobre? —Por temor a que, en ese caso, yo hiciera algunas averiguaciones acerca de él que podrían ocasionarle complicaciones. —Será eso, sin duda —dije yo, que había cogido el mensaje original en clave y lo miraba frunciendo las cejas—. La verdad es que resulta bastante exasperante pensar que en esta hoja de papel puede esconderse un importante secreto y que no hay poder humano capaz de descifrarlo. Sherlock Holmes había apartado a un lado su desayuno sin haberlo probado, y encendió la maloliente pipa que le servía de compañía en sus más profundas meditaciones. —¿Usted cree? —dijo, echándose hacia atrás y mirando al techo—. Tal vez haya detalles que han escapado a su maquiavélico intelecto. Consideremos el problema a la luz de la razón pura. Esto hace referencia a un libro. Ese es nuestro punto de partida. —Algo impreciso es. —Veamos entonces si podemos reducir las posibilidades. A medida que concentro la mente en ello, menos impenetrable me parece. ¿Qué indicaciones tenemos acerca de ese libro? —Ninguna. —Vamos, vamos, no puede estar tan mal la cosa. El mensaje en clave comienza por una cifra alta, 534, ¿no es así? Podemos tomar como hipótesis de trabajo que 534 es la página concreta a la que se refiere la clave. Con eso, nuestro libro se convierte en un libro extenso, con lo cual ya hemos ganado algo, qué duda cabe. ¿Qué otras indicaciones tenemos acerca de la naturaleza de este libro extenso? El siguiente signo es C2. ¿Qué le dice eso, Watson? —Capítulo segundo, sin duda. —Es poco probable, Watson. Seguro que estará de acuerdo conmigo en que, si nos dicen la página, no nos hace ninguna falta el capítulo. Y además, si la página 534 corresponde solo al capítulo segundo, la longitud del primero debe de haber sido verdaderamente insoportable. —¡Columna! —exclamé. —Magnífico, Watson. Esta mañana está usted fulgurante. O mucho me equivoco, o es columna. Pues bien, fíjese en que ya empezamos a visualizar un libro extenso, impreso a dos columnas, ambas de considerable longitud, ya que una de las palabras está numerada en el documento con el 293. ¿Hemos llegado a los límites de lo que puede revelarnos la razón? —Me temo que sí. —No se hace usted justicia a sí mismo. Un poco más de chispa, querido Watson. Un poco más de inspiración. Si el libro en cuestión fuera poco corriente, me lo habría enviado. En cambio, lo que se proponía, antes de que sus planes se frustraran, era enviarme la clave en este sobre. Es lo que dice en su carta. Esto parece indicar que se trata de un libro que él pensaba que yo no tendría dificultad en encontrar por mi cuenta. Él lo tiene, y suponía que yo también debería tenerlo. En resumen, Watson: se trata de un libro muy corriente. —Desde luego, eso que dice parece verosímil. —Y así, hemos reducido nuestro campo de investigación a un libro extenso, impreso a dos columnas y de uso corriente. —¡La Biblia! —exclamé en tono triunfal. —¡Bien, Watson, bien! Pero no del todo, si me permite decirlo. Aun suponiendo que yo aceptara ese cumplido, sería difícil imaginar otra obra con menos probabilidades de encontrarse al alcance de la mano de un cómplice de Moriarty. Además, las ediciones de las Sagradas Escrituras son tan numerosas, que difícilmente podría este hombre suponer que nuestros dos ejemplares tuvieran la misma paginación. Evidentemente, se trata de un libro de edición única. Nuestro hombre está seguro de que su página 534 coincide exactamente con mi página 534. —Pero hay muy pocos libros que cumplan esas condiciones. —Exacto. Y eso es lo que nos salva. Nuestra búsqueda queda reducida a libros de carácter general, que se supone que todo el mundo tiene. —¡La Bradshaw! —Hay inconvenientes, Watson. El vocabulario de la Bradshaw es inquieto y conciso, pero limitado. La selección de palabras se presta muy mal al envío de mensajes corrientes. Queda descartado la Bradshaw. Por la misma razón, me temo que el diccionario es inaceptable. ¿Qué nos queda, pues? —Un almanaque. —¡Excelente, Watson! O mucho me equivoco, o ha dado usted en el clavo. ¡Un almanaque! Vamos a considerar las posibilidades del Almanaque Whitaker. Es de uso frecuente. Tiene suficiente número de páginas. Está impreso a dos columnas. Aunque en sus comienzos utilizaba un vocabulario reservado, en los últimos tiempos, si no recuerdo mal, se ha vuelto bastante florido —cogió el volumen de su escritorio—. Aquí está la página 534, segunda columna: una buena parrafada que trata, por lo que veo, sobre el comercio y los recursos de la India británica. Copie las palabras, Watson. La número trece es «Mahratta». Me temo que no es un comienzo muy prometedor. La número 127 es «Gobierno», que al menos tiene sentido junto con la otra, aunque no parece que tenga mucho que ver con nosotros ni con el profesor Moriarty. Sigamos probando. ¿Qué hace el gobierno de Mahratta? ¡Malo! La siguiente palabra es «cerdas». Estamos perdidos, querido Watson. Esto se acabó. Hablaba en tono festivo, pero el temblor de sus tupidas cejas delataba su decepción y su fastidio. Me senté, impotente y desolado, y me quedé mirando el fuego. El largo silencio fue roto por una repentina exclamación de Holmes, que se precipitó hacia un armario, del que salió con un segundo volumen de tapas amarillas. —Watson, este es el precio de vivir demasiado al día —exclamó—. Nos adelantamos a nuestro tiempo y sufrimos el castigo habitual. Como estamos a 7 de enero, hemos buscado en el almanaque nuevo, como debe ser. Pero es más que probable que Porlock sacara su mensaje del viejo. Seguro que nos lo habría advertido si hubiera llegado a escribir su carta explicativa. Veamos ahora lo que nos tiene reservado la página 534. La palabra número trece es «hay», que resulta mucho más prometedora. La número 127 es «mucho». «Hay mucho» —los ojos de Holmes brillaban de entusiasmo, y sus finos y nerviosos dedos temblaban al contar las palabras—. «Peligro». ¡Ajá! Esto va bien. Apunte esto, Watson: «Hay mucho peligro - puede - ocurrir - muy - pronto - a… aquí viene el nombre "Douglas"… rico - campo - ahora - en - Birlstone - Casa - Birlstone - en - situado - apremiante». ¡Ya está, Watson! ¿Qué me dice ahora de la razón pura y los frutos que da? Si el verdulero vendiera coronas de laurel, mandaría a Billy a por una. Yo miraba fijamente el extraño mensaje que había ido garabateando, a medida que él lo descifraba, en un folio apoyado en mis rodillas. —¡Qué manera más rara y enrevesada de expresarse! —dije. —Por el contrario, lo ha hecho considerablemente bien —dijo Holmes—. Cuando buscas en una sola columna las palabras para tu mensaje, mal puedes esperar encontrar todas las que quieres. Algo tienes que dejar a la inteligencia del destinatario. El significado está perfectamente claro. Alguna maldad se trama contra un tal Douglas, quienquiera que sea, un rico caballero de provincias que reside donde aquí dice. Está seguro de que la situación es apremiante: «situado» es lo más parecido que encontró a «situación». Aquí tenemos el resultado, y podemos decir que ha sido un trabajito de análisis bastante meritorio. Cuando le salían las cosas bien, Holmes sentía el gozo impersonal del verdadero artista, del mismo modo que se sumía en el más negro desconsuelo cuando quedaba por debajo del alto nivel al que aspiraba. Todavía estaba regodeándose en su éxito cuando Billy abrió de par en par la puerta e hizo entrar en la habitación al inspector MacDonald de Scotland Yard. Esto ocurría en los viejos tiempos, a finales de los ochenta, cuando a Alee MacDonald le quedaba aún mucho camino para alcanzar la fama nacional de la que goza ahora. Era un joven pero prometedor miembro del cuerpo policial, que se había distinguido en varios de los casos que se le habían encomendado. Su figura alta y huesuda denotaba una fuerza física excepcional, y su voluminoso cráneo y sus ojos hundidos y brillantes proclamaban con no menos claridad la aguda inteligencia que destacaba tras sus pobladas cejas. Era un hombre callado y meticuloso, de carácter austero y con un fuerte acento de Aberdeen. Holmes ya le había ayudado dos veces en su carrera, reservándose como única recompensa el gozo intelectual de resolver el problema. Por esta razón, el escocés sentía profundo afecto y respeto por su colega aficionado, y lo demostraba con la franqueza con que consultaba a Holmes siempre que tenía dificultades. La mediocridad no reconoce nada por encima de sí misma, pero el talento reconoce al genio al instante, y MacDonald poseía el suficiente talento profesional para darse cuenta de que no tenía nada de humillante procurarse la ayuda de un hombre que ya no tenía rival en Europa, ni en facultades personales ni en experiencia. Holmes no era hombre propenso a la amistad, pero se mostraba tolerante con el corpulento escocés y sonrió al verlo. —Es usted un pájaro madrugador, Mac —dijo—. Ojalá tenga suerte y atrape su gusano. Me temo que esto significa que algo malo se está cociendo. —Creo, señor Holmes, que habría sido más sincero si hubiera dicho «espero» en lugar de «me temo» —respondió el inspector con una sonrisa de complicidad—. Bueno, quizás un traguito serviría para quitarse el frío de la mañana. No, gracias, no quiero fumar. Tengo que ponerme rápidamente en camino, porque las primeras horas de un caso son las más importantes, como sabe usted mejor que nadie. Pero… pero… El inspector se había callado de golpe y estaba mirando con una mirada de absoluto asombro un papel que había sobre la mesa. Era la hoja en la que yo había garabateado el enigmático mensaje. —¡Douglas! —balbuceó—. ¡Birlstone! ¿Qué es esto, señor Holmes? ¡Señor, esto es brujería! Por todo lo más sagrado, ¿de dónde ha sacado usted esos nombres? —Es un mensaje en clave que el doctor Watson y yo hemos tenido ocasión de descifrar. Pero ¿por qué…? ¿Qué tienen de malo esos nombres? El inspector nos miró primero a uno y luego a otro, atónito y desconcertado. —Solo esto —dijo—: que el señor Douglas, residente en la mansión Birlstone, ha sido asesinado de un modo espantoso esta mañana. CAPÍTULO II Sherlock Holmes discurre Aquel fue uno de esos momentos dramáticos para los que vivía mi amigo. Faltaría a la verdad si dijera que se mostró sorprendido, o al menos excitado, por aquella asombrosa noticia. Aunque no existía ni una pizca de crueldad en su singular temperamento, no cabe duda de que estaba endurecido por la prolongada sobreestimulación. Pero aunque sus emociones estuvieran embotadas, sus percepciones intelectuales estaban extraordinariamente activas. No hubo en él ninguna señal del horror que yo había sentido al oír la brusca declaración; su rostro mostraba más bien la tranquila e interesada compostura del químico que ve cómo en una solución sobresaturada se forman cristales que van cayendo al fondo. —¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso! —No parece usted sorprendido. —Interesado sí, Mac, pero sorprendido no. ¿Por qué habría de sorprenderme? Recibo un comunicado anónimo de una fuente que me consta que es importante, advirtiéndome de que un peligro amenaza a cierta persona. Al cabo de una hora, me entero de que dicho peligro se ha materializado y que la persona en cuestión ha muerto. Me interesa, pero, como ve, no me sorprende. En pocas y breves frases, explicó al inspector lo referente a la carta y el mensaje en clave. MacDonald estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos y sus grandes cejas rubias formando una apretada maraña amarilla. —Pensaba ir a Birlstone esta mañana —dijo—. Había venido a preguntarles si les gustaría venir conmigo…, a usted y a su amigo. Pero, por lo que me dice, tal vez trabajaríamos mejor aquí en Londres. —Yo creo que no —dijo Holmes. —¡Demonios, Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de uno o dos días, los periódicos no hablarán más que del misterio de Birlstone, pero ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que se cometiera? Lo único que tenemos que hacer es echarle el guante a ese hombre y el resto saldrá solo. —No lo dudo, Mac, pero ¿cómo se propone echarle el guante al tal Porlock? MacDonald examinó la carta que Holmes le había entregado. —Franqueada en Camberwell…; eso no nos ayuda mucho. Y dice usted que el nombre es falso. No es gran cosa para empezar, la verdad. ¿No me ha dicho que le había enviado dinero? —Dos veces. —¿Y cómo? —En cartas a la oficina de Correos de Camberwell. —¿Y no se tomó la molestia de ver quién las recogía? —No. El inspector parecía sorprendido y un poco disgustado. —¿Por qué no? —Porque yo siempre cumplo mi palabra. Cuando me escribió por primera vez, le prometí que no intentaría seguirle la pista. —¿Cree que hay alguien detrás de él? —Me consta que lo hay. —¿Ese profesor Moriarty del que le he oído hablar? —Exacto. El inspector MacDonald sonrió y sus párpados temblaron al mirar hacia mí. —No le ocultaré, señor Holmes, que en el C. I. D. pensamos que está usted un poquitín obsesionado con ese profesor. He hecho algunas investigaciones al respecto. Parece ser un hombre muy respetable, culto y de gran talento. —Me alegro de que al menos le reconozca el talento. —Hombre, es que es imposible no reconocerlo. Después de oír lo que usted opinaba, me propuse verlo. Tuve una conversación con él acerca de los eclipses…, aunque no me explico cómo nos pusimos a hablar de ello. Pero tenía un foco reflector y un globo terráqueo y me lo dejó todo claro en un minuto. Me prestó un libro, pero no me importa decir que está un poco por encima de mis conocimientos, a pesar de que recibí una buena educación en Aberdeen. El hombre habría podido ser un gran predicador con esa cara delgada, ese pelo gris y esa manera tan solemne de hablar. Cuando me puso la mano en el hombro al despedirnos, era como un padre bendiciendo al hijo que se dispone a salir al mundo frío y cruel. Holmes soltó una risita y se frotó las manos. —¡Estupendo! —dijo—. ¡Estupendo! Dígame, amigo MacDonald, supongo que esa agradable y conmovedora entrevista tuvo lugar en el despacho del profesor. —Así es. —Bonita habitación, ¿verdad? —Muy bonita. Elegante de verdad, señor Holmes. —¿Se sentó usted delante de su escritorio? —Exacto. —¿Le daba el sol en los ojos, y el rostro de él quedaba en la sombra? —Bueno, era ya tarde, pero recuerdo que la lámpara estaba orientada hacia mi cara. —Seguro que sí. ¿Se fijó por casualidad en un cuadro que había sobre la cabeza del profesor? —Se me escapan pocas cosas, Holmes. Puede que lo haya aprendido de usted. Sí, vi el cuadro: una mujer joven, con la cabeza apoyada en las manos, que te mira de soslayo. —Es un cuadro de Jean-Baptiste Greuze. El inspector se esforzó por parecer interesado. —Jean-Baptiste Greuze —continuó Holmes, juntando las yemas de los dedos y arrellanándose bien en su asiento— fue un artista francés que floreció entre los años 1750 y 1800. Me refiero, desde luego, a su carrera profesional. La crítica moderna ha respaldado con creces la elevada opinión que tenían de él sus contemporáneos. La mirada del inspector estaba cada vez más perdida. —¿No sería mejor que…? —dijo. —Estamos en ello —le interrumpió Holmes—. Todo lo que estoy diciendo tiene una relación directa y vital con eso que usted ha llamado el misterio de Birlstone. En cierto modo, podríamos incluso decir que constituye el centro mismo del misterio. MacDonald sonrió con desgana y me dirigió una mirada suplicante. —Sus pensamientos, Holmes, corren con una rapidez un poco excesiva para mí. Omite usted uno o dos eslabones y yo no puedo llenar el vacío. ¿Qué clase de relación puede existir entre ese difunto pintor y el suceso de Birlstone? —A un detective, todo conocimiento le resulta útil —contestó Holmes—. Incluso un dato trivial, como que en 1865 se subastara en la sala Portalis un cuadro de Greuze, titulado La Jeune Filie á l’Agneau, por el que se pagaron nada menos que cuatro mil libras, es capaz de iniciar en su cabeza toda una cadena de reflexiones. Estaba claro que así era. El inspector ya parecía sinceramente interesado. —Me permito recordarle —continuó Holmes— que el salario del profesor se puede averiguar consultando varios libros de toda confianza. Gana setecientas libras al año. —Entonces, ¿cómo pudo comprar…? —Efectivamente. ¿Cómo pudo? —Sí, eso es muy curioso —dijo el inspector, pensativo—. Siga hablando, señor Holmes. Le estoy cogiendo gusto. Esto está muy bien. Holmes sonrió. Siempre le agradaba la admiración sincera, como le ocurre a todo verdadero artista. —¿Qué me dice de Birlstone? —preguntó. —Aún tenemos tiempo —dijo el inspector, consultando su reloj—. Tengo un coche a la puerta, y no tardaremos ni veinte minutos en llegar a la estación Victoria. Pero siguiendo con ese cuadro… me parece recordar, señor Holmes, que una vez me dijo que nunca había coincidido con el profesor Moriarty. —Pues no, nunca. —Entonces, ¿cómo es que conoce sus habitaciones? —Ah, esa es otra cuestión. He estado tres veces en su casa: en dos de ellas le estuve esperando con diferentes pretextos y me marché antes de que él llegara. Y la otra…, bueno, lo de esa vez no puedo contárselo a un inspector de policía. En esta última ocasión me tomé la libertad de registrar sus papeles, con resultados completamente inesperados. —¿Encontró algo comprometedor? —Absolutamente nada. Eso fue lo que me sorprendió. Sin embargo, ahora ya sabe a qué venía lo del cuadro. Eso demuestra que es un hombre muy rico. ¿Cómo adquirió su fortuna? No está casado. Tiene un hermano más joven, que es jefe de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra le proporciona setecientas libras al año. Y posee un Greuze. —¿Y bien? —Pues que la deducción está clara. —¿Quiere usted decir que tiene grandes ingresos y que tiene que tratarse de ganancias ilegales? —Exacto. Desde luego, tengo otras razones para pensar así. Docenas de sutiles hilos que conducen vagamente hacia el centro de la telaraña donde acecha inmóvil el monstruo venenoso. Solo he mencionado el Greuze para situar el tema en el contexto de lo que usted mismo ha observado. —Bueno, señor Holmes, reconozco que lo que dice es interesante. Más que interesante: es fascinante. Pero acláreme un poco más las cosas, si es que puede: ¿hablamos de estafa, de falsificación de moneda, de robo? ¿De dónde sale el dinero? —¿No ha leído nada sobre Jonathan Wild? —Vaya, el nombre me suena. Un personaje de una novela, ¿no? No me interesan demasiado los detectives de novela. Son gente que hace cosas sin que tú veas nunca cómo las hacen. Eso es solo inspiración, no oficio. —Jonathan Wild no era detective, y tampoco sale en ninguna novela. Era un genio del crimen, y vivió en el siglo pasado… hacia 1750, más o menos. —Entonces no me sirve de nada. Yo soy un hombre práctico. —Mire, Mac, la cosa más práctica que podría hacer usted en su vida sería encerrarse durante tres meses y leer durante doce horas al día los anales del crimen. Todo ocurre en ciclos, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild fue la fuerza oculta de los delincuentes de Londres, a los que vendía su talento y su organización por una comisión del quince por ciento. La vieja rueda sigue girando y vuelve a aparecer el mismo radio. Todo se ha hecho ya antes y se volverá a hacer. Le voy a contar una o dos cosas sobre Moriarty que tal vez le interesen. —Ya lo creo que me interesan. —Resulta que sé quién es el primer eslabón de su cadena. Una cadena en uno de cuyos extremos se encuentra este Napoleón descarriado; en el otro, centenares de luchadores derrotados, carteristas, chantajistas y fulleros; y entre medias, toda clase de delitos. Su jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran, tan encubierto, protegido e inaccesible a la justicia como el propio Moriarty. ¿Cuánto cree que le paga este? —Me gustaría saberlo. —Seis mil al año. Le paga por su cerebro, ¿sabe usted? El principio norteamericano de los negocios. Me enteré de este detalle por pura casualidad. Gana más que el primer ministro. Esto le dará una idea de las ganancias de Moriarty y la escala a la que opera. Otro detalle: hace poco me propuse seguir la pista a algunos de los cheques de Moriarty. Cheques normales e inocentes, con los que paga sus facturas domésticas. Se cobraron en seis bancos diferentes. ¿No le produce esto ninguna impresión? —Es raro, desde luego. Pero ¿qué deduce usted de ello? —Que no quiere que corran rumores sobre su riqueza. No quiere que nadie sepa cuánto tiene. No me cabe duda de que tiene unas veinte cuentas bancarias, y el grueso de su fortuna debe de estar en el extranjero, probablemente en el Deutsche Bank o en el Crédit Lyonnais. Si alguna vez dispone usted de uno o dos años libres, le recomiendo que estudie al profesor Moriarty. A medida que avanzaba la conversación, el inspector MacDonald se iba mostrando cada vez más impresionado. Estaba absorto, de puro interesado. Por fin, su inteligencia práctica de escocés le hizo volver de golpe al asunto presente. —Bueno, eso puede esperar —dijo—. Nos ha distraído usted con sus interesantes anécdotas, señor Holmes. Pero lo verdaderamente importante es lo que ha dicho acerca de una conexión entre el profesor y este crimen, que usted deduce del aviso que ha recibido del tal Porlock. ¿Hay algo más que pueda ayudarnos en nuestro problema práctico actual? —Podemos hacernos alguna idea sobre los móviles del crimen. Por lo que dijo al llegar, deduzco que se trata de un asesinato inexplicable o, al menos, inexplicado. Ahora bien, suponiendo que la fuente del crimen sea la que sospechamos, pueden existir dos móviles diferentes. En primer lugar, debo decirle que Moriarty gobierna a su gente con mano de hierro. Su disciplina es terrible, y en su código solo existe un castigo: la muerte. Pues bien, podríamos suponer que el asesinado, ese Douglas cuyo destino inminente era conocido por uno de los subordinados del archicriminal, había traicionado de algún modo al jefe. Y ha sufrido su castigo de manera que todos se enteren, aunque solo sea para infundirles un miedo mortal. —Bien, esa es una hipótesis, señor Holmes. —La otra es que su muerte fue planeada por Moriarty como parte normal de sus negocios. ¿Se ha robado algo? —No, que yo sepa. —De haber sido así, eso pesaría claramente en contra de la primera hipótesis y a favor de la segunda. Moriarty podría haberlo organizado porque le prometieran una parte del botín o bien porque le pagaran una cantidad fija por encargarse de ello. Las dos cosas son posibles. Pero tanto si se trata de una como de la otra, o de una tercera combinación, es en Birlstone donde debemos buscar la solución. Conozco demasiado bien a nuestro hombre como para suponer que haya podido dejar aquí algo que pueda conducirnos hacia él. —¡Entonces, a Birlstone tendremos que ir! —exclamó MacDonald, saltando de su asiento—. ¡Caramba, es más tarde de lo que creía! Caballeros, puedo darles cinco minutos para prepararse y nada más. —Nos sobra con eso —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto y cambiando apresuradamente su batín por una chaqueta—. Y mientras vamos de camino, Mac, voy a pedirle que tenga la amabilidad de contármelo todo. «Todo» resultó ser decepcionantemente poco, y aun así había lo suficiente para convencernos de que el caso que teníamos delante bien merecía el atento escrutinio de un experto. Holmes se fue animando, frotándose las delgadas manos, mientras escuchaba los escasos pero extraordinarios detalles. Dejábamos atrás una larga serie de semanas estériles, y aquí, por fin, había material adecuado para ejercitar aquellas extraordinarias facultades que, como todos los dones especiales, se convierten en una molestia para su poseedor cuando no se utilizan. Aquel cerebro, afilado como una navaja de afeitar, se embotaba y oxidaba con la inacción. Cuando oía la llamada al trabajo, los ojos de Sherlock Holmes echaban chispas, sus pálidas mejillas adquirían un tono más cálido, y todas sus ansiosas facciones brillaban con una luz interior. Inclinado hacia delante en el coche, escuchó con gran atención el breve resumen que hizo MacDonald del problema que nos aguardaba en Sussex. El inspector, según nos explicó, solo contaba con un informe escrito que le habían enviado en el tren que lleva la leche a primera hora de la mañana. White Masón, el jefe de policía del pueblo, era amigo personal de MacDonald, y por eso este fue informado con mucha más celeridad que la habitual en Scotland Yard cuando la policía de provincias necesita su ayuda. Por lo general, al experto de la capital se le pide que siga un rastro que ya está muy frío. La carta que nos leyó decía: Querido inspector MacDonald: En sobre aparte se envía la solicitud oficial de sus servicios. Esto es para que lo lea usted. Telegrafíeme en qué tren de la mañana puede venir a Birlstone, y yo iré a recibirle, o haré que alguien vaya si yo estoy demasiado ocupado. Este caso es una bomba. No pierda ni un minuto en entrar en acción. Si le es posible traer al señor Holmes, tráigalo, por favor, que se va a encontrar algo a la medida de sus gustos. Si no hubiera un muerto por medio, cualquiera pensaría que todo el asunto se ha montado para lograr un efecto teatral. Le doy mi palabra: es una bomba. —Su amigo no parece nada tonto —comentó Holmes. —No, señor. En mi opinión, White Masón es un hombre muy avispado. —Bueno, ¿tiene usted algo más? —Solo sé que él nos dará todos los detalles cuando le veamos. —Entonces, ¿cómo sabe que hay un señor Douglas que ha sido asesinado de un modo espantoso? —Eso venía en el informe oficial. Y no decía «espantoso». Ese no es un término oficialmente aceptado. Mencionaba el nombre de John Douglas y decía que había sido herido en la cabeza por un disparo de escopeta. También comunicaba la hora a la que se dio la alarma, que fue cerca de la medianoche pasada. Añadía que se trataba sin duda de un caso de asesinato, pero que no se había practicado ninguna detención, y que el caso presentaba algunas características muy desconcertantes y fuera de lo normal. Por el momento, eso es absolutamente todo lo que tenemos, señor Holmes. —Entonces, con su permiso, vamos a dejarlo así, señor Mac. La tentación de elaborar hipótesis prematuras a partir de datos insuficientes es la ruina de nuestra profesión. Por el momento, solo veo dos cosas seguras: que hay un gran cerebro en Londres y un hombre muerto en Sussex. Y lo que vamos a buscar es la cadena que une las dos cosas. CAPÍTULO III La tragedia de Birlstone Y ahora, por un momento, me van a permitir que deje a un lado mi insignificante persona y describa los hechos que ocurrieron antes de nuestra llegada al escenario del crimen, a la luz de los conocimientos que adquirimos después. Solo de este modo puedo conseguir que el lector se forme una imagen de las personas implicadas y del extraño marco en el que se decidió su destino. El pueblo de Birlstone es un pequeño y antiquísimo conglomerado de casas rurales de paredes entramadas, situado en la frontera norte del condado de Sussex. Durante siglos, se había mantenido inalterado, pero, en los últimos años, su aspecto pintoresco y su situación han atraído a un buen número de residentes acaudalados, cuyas mansiones asoman entre los bosques de los alrededores. En la región se supone que estos bosques constituyen el borde extremo del gran bosque de Weald, que se va aclarando poco a poco hasta llegar a las tierras bajas calizas del Norte. Para atender a las necesidades de la creciente población, se han abierto numerosas tiendas pequeñas, por lo que parecen existir posibilidades de que Birlstone deje pronto de ser una vieja aldea para convertirse en un pueblo moderno. Es el centro principal de una extensa zona rural, ya que Turnbridge Wells, que es la población importante más próxima, se encuentra a diez o doce millas al Este, pasados los límites del condado de Kent. Aproximadamente a media milla del pueblo, en medio de un viejo parque famoso por sus enormes hayas, se alza la antigua casa solariega de Birlstone. Parte de este venerable edificio se remonta a los tiempos de la primera cruzada, cuando Hugo de Capus construyó una fortaleza en el centro de las tierras que le había concedido el rey Rojo. Esta construcción fue destruida por un incendio en 1543, y algunas de sus piedras angulares, ennegrecidas por el humo, se aprovecharon en la época jacobina para levantar una mansión rural de ladrillo sobre las ruinas del castillo feudal. La casa solariega, con sus múltiples tejadillos y sus ventanas pequeñas, acristaladas con vidrios rómbicos, seguía más o menos como la dejó su constructor a principios del siglo XVII. De los dos fosos que habían protegido a su más belicosa predecesora, el exterior se había dejado secar y cumplía la humilde función de huerto doméstico. El foso interior, de unos doce metros de anchura, seguía existiendo y rodeaba toda la casa, aunque ahora solo tenía unos pocos palmos de profundidad. Lo alimentaba un pequeño arroyo, que seguía su curso pasada la casa, de modo que la capa de agua, aunque turbia, no estaba nunca estancada ni insalubre. Las ventanas de la planta baja estaban a menos de treinta centímetros de la superficie del agua. La única vía de acceso a la casa era un puente levadizo, cuyas cadenas y tornos se habían oxidado y roto hacía muchísimo tiempo. Sin embargo, los últimos habitantes de la mansión lo habían reparado con un afán muy significativo, y ahora el puente levadizo no solo se podía levantar, sino que, efectivamente, se levantaba todas las tardes y se volvía a bajar por la mañana. De este modo, recuperando la costumbre de los viejos tiempos feudales, la mansión se convertía por las noches en una isla, un hecho que influyó de modo muy directo en el misterio que pronto iba a atraer la atención de toda Inglaterra. La casa había permanecido deshabitada durante bastantes años y ya amenazaba con irse consumiendo hasta convertirse en una pintoresca mina, cuando los Douglas tomaron posesión de ella. La familia la componían únicamente dos personas, John Douglas y su esposa. Douglas era un hombre poco corriente, tanto por su carácter como por su presencia; tendría unos cincuenta años de edad, mandíbulas fuertes, cara arrugada, bigote canoso, ojos grises y particularmente penetrantes, y un cuerpo fibroso y vigoroso, que no había perdido nada de la fuerza y la actividad de la juventud. Era amable y cordial con todo el mundo, pero sus modales eran algo toscos, por lo que daba la impresión de que había conocido la vida en estratos sociales de mucho menor nivel que la alta sociedad provinciana de Sussex. No obstante, aunque sus vecinos más distinguidos lo miraban con cierta curiosidad y reserva, no tardó en adquirir una gran popularidad entre los aldeanos, patrocinando generosamente todos los proyectos locales y asistiendo a los conciertos y demás funciones, donde, con su bien timbrada voz de tenor, se mostraba siempre dispuesto a complacer a la concurrencia con una excelente canción. Parecía poseer dinero en abundancia, y se decía que lo había ganado en los yacimientos de oro de California; y por sus propios comentarios y los de su esposa, estaba claro que había pasado parte de su vida en América. La buena impresión que había causado con su generosidad y su actitud democrática mejoró aún más al adquirir fama de hombre que despreciaba por completo el peligro. A pesar de ser un pésimo jinete, participaba en todas las competiciones, y sufrió las más aparatosas caídas en su empeño de quedar a la altura de los mejores. Cuando se incendió la vicaría, se distinguió también por la temeridad con que entró una y otra vez en el edificio para rescatar objetos de valor, después de que la brigada local de bomberos lo hubiera dejado por imposible. Y así, en menos de cinco años, John Douglas, el de la mansión, se había ganado toda una reputación en Birlstone. También su esposa se ganó el aprecio de los que la trataban, aunque, como es costumbre en Inglaterra, eran pocas y muy espaciadas las visitas que recibían los forasteros que se instalaban en el condado sin ninguna presentación. Esto a ella no le importaba lo más mínimo, ya que era poco sociable por naturaleza y, según todas las apariencias, vivía entregada a su marido y sus tareas domésticas. Se sabía que era una dama inglesa que había conocido en Londres al señor Douglas, que en aquella época estaba viudo. Era una mujer hermosa, alta, morena y esbelta, y tendría unos veinte años menos que su marido, una disparidad que no parecía empañar en absoluto la dicha de su vida familiar. No obstante, los que mejor los conocían comentaban en ocasiones que, al parecer, la confianza entre los dos no era completa, ya que la esposa, o bien tenía muchos reparos en hablar sobre la vida anterior de su marido, o bien, lo que parecía más probable, estaba muy poco informada sobre el tema. Además, unas pocas personas observadoras habían advertido y comentado que a veces la señora Douglas parecía bastante nerviosa, y que se inquietaba muchísimo cuando su marido se ausentaba y tardaba más de la cuenta en regresar. En una zona rural tranquila, donde los chismorreos son muy apreciados, esta flaqueza de la señora de la mansión no pasó inadvertida, y se magnificó en la memoria de la gente cuando se produjeron unos hechos que le dieron un significado muy especial. Había una persona más, que en realidad solo residía bajo aquel techo de manera intermitente, pero cuya presencia en el momento del extraño suceso que a continuación narraremos hizo que su nombre llegara a ser bien conocido del público. Dicha persona era Cecil James Barker, de Hales Lodge, Hampstead. La figura alta y desgarbada de Cecil Barker era una visión familiar en la calle principal de Birlstone, ya que visitaba con frecuencia la mansión, donde era bien recibido. Llamaba la atención, sobre todo, por ser el único amigo procedente del desconocido pasado del señor Douglas que se había dejado ver en su nuevo entorno inglés. Barker era inglés, sin lugar a dudas, pero sus comentarios dejaban claro que había conocido a Douglas en América y que allí había intimado mucho con él. Parecía ser un hombre considerablemente rico y se suponía que era soltero. Era algo más joven que Douglas, cuarenta y cinco años como máximo, y era un tipo alto, tieso, ancho de pecho, con cara de boxeador bien afeitada, cejas espesas y negras, y un par de ojos negros y autoritarios, con los que, aun sin la ayuda de sus muy eficaces manos, habría podido abrirse paso entre una multitud hostil. Ni montaba ni cazaba, y se pasaba el día vagando por la vieja aldea con una pipa en la boca o paseando en coche con su anfitrión (o, en ausencia de este, con su anfitriona) por la hermosa campiña. «Un caballero simpático y generoso —dijo Ames, el mayordomo—. Pero les aseguro que no quisiera estar en el pellejo del que se le atraviese en el camino». Se mostraba cordial e íntimo con Douglas, y no menos amistoso con su esposa, una amistad que en más de una ocasión pareció causar cierta irritación al marido, cosa que hasta los sirvientes habían podido advertir. Tal era la tercera persona que hacía vida con la familia cuando ocurrió la catástrofe. En cuanto a los demás habitantes del viejo edificio, bastará con destacar entre la numerosa servidumbre al relamido, respetable y eficiente Ames, y a la señora Alien, una mujer rolliza y alegre que descargaba a la señora de algunas de sus tareas domésticas. Los otros seis sirvientes de la casa no tuvieron ninguna relación con lo sucedido en la noche del 6 de enero. A las doce menos cuarto de la noche llegó la primera noticia a la pequeña comisaría de policía, donde estaba de guardia el sargento Wilson, del cuerpo policial de Sussex. El señor Cecil Barker, muy alterado, había llegado corriendo a la puerta y tocado insistentemente el timbre. En la mansión había ocurrido una terrible tragedia y el señor Douglas había sido asesinado. Aquello era lo sustancial de su jadeante mensaje. Barker había regresado corriendo a la casa, seguido a los pocos minutos por el sargento de policía, que llegó a la escena del crimen poco después de las doce, tras haber tomado rápidas medidas para avisar a las autoridades del condado de que había ocurrido algo grave. Al llegar a la mansión, el sargento había encontrado el puente levadizo bajado, las ventanas iluminadas y a todos los habitantes de la casa en estado de alarma y completa confusión. Los empalidecidos sirvientes se apretujaban en el vestíbulo, mientras el aterrado mayordomo se retorcía las manos en el umbral de la puerta. Solo Cecil Barker parecía tener control de sí mismo y de sus emociones. Había abierto la puerta más próxima a la entrada e indicó al sargento que le siguiese. En aquel momento llegó el doctor Wood, el activo y eficiente médico del pueblo. Los tres hombres entraron juntos en la habitación fatídica, y el horrorizado mayordomo les siguió los pasos, cerrando la puerta tras él para ocultar la terrible escena a las sirvientas. El cadáver estaba tendido de espaldas en el centro de la habitación, con los miembros extendidos. Vestía únicamente un batín rosa, que cubría su pijama, y calzaba zapatillas de felpa sin calcetines. El doctor se arrodilló a su lado, empuñando la lámpara portátil que había sobre la mesa. Un solo vistazo a la víctima bastó para convencer al facultativo de que su presencia era innecesaria. Las heridas que había sufrido aquel hombre eran espantosas. Cruzada sobre su pecho había un arma extraña, una escopeta con los cañones recortados a unos treinta centímetros de los gatillos. Era evidente que se había disparado a bocajarro, y la descarga había alcanzado a la víctima en plena cara, casi haciéndole pedazos la cabeza. Los gatillos estaban atados uno a otro con un alambre, para que los disparos fueran simultáneos y sus efectos más destructivos. El policía rural estaba nervioso y preocupado por la tremenda responsabilidad que había caído sobre él tan de repente. —No hay que tocar nada hasta que lleguen mis superiores —dijo con voz susurrante, mirando con espanto la destrozada cabeza. —Hasta ahora no se ha tocado nada —dijo Cecil Barker—. Respondo de ello. Todo lo que ve está exactamente como yo lo encontré. —¿Cuándo ha ocurrido? El sargento había sacado su cuaderno de notas. —Exactamente a las once y media. Aún no había empezado a desvestirme, y estaba sentado ante la chimenea de mi habitación, cuando oí el disparo. No hizo mucho ruido…, parecía amortiguado. Bajé corriendo. No creo que tardara ni treinta segundos en llegar a la habitación. —¿Estaba abierta la puerta? —Sí, estaba abierta. El pobre Douglas estaba caído tal como lo ve ahora. Sobre la mesa estaba encendida la vela de su alcoba. Fui yo quien encendió la lámpara unos minutos después. —¿No vio usted a nadie? —No. Oí que la señora Douglas bajaba las escaleras detrás de mí y corrí a su encuentro para evitar que viera esta escena tan espantosa. Vino la señora Alien, el ama de llaves, y se la llevó. También llegó Ames, y los dos volvimos a entrar en la habitación. —He oído decir que el puente levadizo está subido toda la noche. —Sí, estaba subido hasta que yo lo bajé. —Entonces, ¿cómo pudo escapar el asesino? Es imposible. El señor Douglas debe de haberse suicidado. —Eso fue lo primero que pensamos. Pero vea —Barker corrió la cortina y se vio que la alargada ventana de cristales rómbicos estaba abierta de par en par—. Y mire esto —bajó la lámpara e iluminó una mancha de sangre que parecía la huella de una suela de zapato sobre el marco de madera—. Alguien ha pisado aquí al salir. —¿Quiere decir que alguien vadeó el foso? —Exacto. —En tal caso, si usted llegó a la habitación medio minuto después del crimen, el asesino debía de estar en el agua en aquel preciso instante. —No me cabe duda. ¡Ojalá hubiera mirado por la ventana! Pero estaba tapada por la cortina, como puede ver, y no se me ocurrió. Entonces oí los pasos de la señora Douglas, y no podía dejarla entrar en la habitación. Habría sido demasiado horrible. —¡Horrible, ya lo creo! —exclamó el médico, mirando la destrozada cabeza y las terribles manchas que la rodeaban—. No había visto heridas así desde el choque de trenes de Birlstone. —Pero vamos a ver —dijo el sargento de policía, cuyo lento y bucólico sentido común seguía dándole vueltas a la ventana abierta—. Está muy bien eso de que un hombre escapó vadeando el foso, pero lo que yo me pregunto es: ¿cómo pudo entrar en la casa si el puente estaba levantado? —Ah, esa es la cuestión —respondió Barker. —¿A qué hora lo levantaron? —Eran cerca de las seis —contestó Ames, el mayordomo. —He oído decir —dijo el sargento— que se solía alzar al ponerse el sol. En esta época del año, eso ocurre más cerca de las cuatro y media que de las seis. —La señora Douglas tuvo visitas para tomar el té —dijo Ames—. No podía levantarlo hasta que se marcharan. En cuanto se fueron, yo mismo lo subí. —Entonces, la cosa se reduce a esto —dijo el sargento—: si vino alguien de fuera…, sí es que vino…, tuvo que entrar por el puente antes de las seis, y quedarse escondido desde entonces hasta que el señor Douglas entró en la habitación, pasadas las once. —Así es. El señor Douglas hacía un recorrido por la casa todas las noches, antes de acostarse, para comprobar que las luces estaban bien. Así llegó hasta aquí. El intruso estaba esperándole y le disparó. Luego, escapó por la ventana, dejando aquí la escopeta. Así lo veo yo…, porque ninguna otra cosa encaja con los hechos. El sargento recogió una tarjeta que había en el suelo, junto al cadáver. En ella estaban escritas con tinta y con mala letra las iniciales V. V. y, bajo ellas, el número 341. —¿Qué es esto? —preguntó levantándola en la mano. Barker la miró con curiosidad. —No me había fijado en ella —dijo—. Debe de habérsela dejado el asesino. —V. V. 341. No sé qué puede ser esto. —¿Qué será esto de V. V? Tal vez las iniciales de alguien. ¿Qué tiene usted ahí, doctor Wood? Era un martillo de buen tamaño que estaba caído sobre la alfombra, delante de la chimenea. Un martillo sólido, de profesional. Cecil Barker señaló una caja de clavos con cabeza de latón que había sobre la repisa. —Ayer, el señor Douglas estuvo cambiando de sitio los cuadros —dijo—. Yo le vi subido a esa silla, colgando el cuadro grande que hay encima. Eso explica lo del martillo. —Será mejor que lo volvamos a dejar sobre la alfombra, como lo encontramos —dijo el sargento, rascándose perplejo la desconcertada cabeza—. Para llegar al fondo de este asunto van a hacer falta los mejores cerebros del cuerpo de policía. Esto pasará a manos de los de Londres —levantó la lámpara de mano y recorrió lentamente la habitación—. ¡Vaya! —exclamó de pronto, muy excitado, corriendo a un lado la cortina de la ventana—. ¿A qué hora se corrieron estas cortinas? —Cuando se encendieron las lámparas —dijo el mayordomo—. Serían poco más de las cuatro. —Alguien ha estado escondido aquí, no cabe duda —bajó la lámpara e iluminó el rincón, donde había unas huellas de botas embarradas, perfectamente visibles—. Tengo que decir que esto apoya su teoría, señor Barker. Parece que nuestro hombre entró en la casa después de las cuatro, que es cuando se corrieron las cortinas, y antes de las seis, que es cuando se alzó el puente. Se metió en esta habitación porque fue la primera que encontró. No había otro sitio donde esconderse, de modo que se ocultó detrás de esta cortina. Todo eso parece bastante claro. Es probable que el hombre entrara con la intención de robar en la casa, pero el señor Douglas se topó con él por casualidad, así que lo mató y salió huyendo. —Así lo interpreto yo —dijo Barker—. Pero, oiga, ¿no estamos perdiendo un tiempo precioso? ¿No podríamos salir a rastrear los alrededores antes de que ese hombre escape? El sargento se lo pensó un momento. —No hay ningún tren antes de las seis de la mañana, así que no puede escapar por ferrocarril. Si va por la carretera, con las piernas chorreando, es posible que alguien se fije en él. De todos modos, yo no puedo marcharme de aquí hasta que me releven. Y creo que ninguno de ustedes debería ausentarse hasta que veamos con más claridad cómo están las cosas. El doctor había cogido la lámpara y estaba examinando minuciosamente el cadáver. —¿Qué es esta marca? —preguntó—. ¿Podría esto tener alguna relación con el crimen? El brazo derecho del muerto se había salido de la manga del batín, quedando descubierto hasta la altura del codo. Hacia la mitad del antebrazo había un curioso diseño pardusco, un triángulo inscrito en un círculo, que destacaba en vivo relieve sobre la pálida piel. —No es un tatuaje —dijo el médico, examinándolo a través de las gafas—. Nunca había visto nada parecido. A este hombre lo marcaron a fuego alguna vez, como se marca el ganado. ¿Qué significará esto? —No pretendo conocer su significado —dijo Cecil Barker—, pero Douglas llevaba esa marca por lo menos desde hace diez años. —Yo también la había visto —dijo el mayordomo—. Me he fijado en esa marca muchas veces, cuando el señor se remangaba. Me he preguntado a menudo qué significaría. —Entonces, no debe de tener nada que ver con el crimen —dijo el sargento—. Pero no por eso deja de ser raro. Todo en este caso es raro. A ver, ¿qué pasa ahora? El mayordomo había soltado una exclamación de sorpresa y señalaba la mano extendida del muerto. —¡Le han quitado su anillo de boda! —jadeó. —¿Qué? —¡De verdad! El señor siempre llevaba su alianza de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. Encima llevaba ese anillo con la pepita de oro en bruto, y en el dedo medio el anillo de la serpiente enroscada. Están la pepita y la serpiente, pero la alianza ha desaparecido. —Tiene razón —dijo Barker. —¿Quiere usted decir —preguntó el sargento— que el anillo de boda estaba debajo de ese otro? —¡Siempre! —Entonces, el asesino, o quien haya sido, tuvo que quitarle antes este anillo, que usted llama de la pepita, sacarle después la alianza, y volverle a poner el anillo de la pepita. —Así es. El honrado policía rural meneó la cabeza. —Me parece que cuanto antes les pasemos este caso a los de Londres, mejor será —dijo—. White Masón es un hombre inteligente. Ningún caso local ha estado por encima de sus posibilidades, y no tardará mucho en venir aquí para ayudarnos. Pero me temo que tendremos que recurrir a Londres para llegar al final. De todos modos, no me avergüenza decir que es un asunto demasiado complicado para mí. CAPÍTULO IV En tinieblas A las tres de la mañana, el jefe de policía de Sussex, respondiendo a la urgente llamada del sargento Wilson, llegó desde la jefatura en un coche ligero, tirado por un caballo jadeante. Envió su mensaje a Scotland Yard en el tren de las 5,40 de la mañana, y a las doce en punto estaba en la estación de Birlstone para recibirnos. El señor White Masón era una persona tranquila, de aspecto amable, que vestía un traje holgado de lana y tenía un rostro sonrosado y bien afeitado, una figura más bien corpulenta y unas piernas gruesas y arqueadas, adornadas con polainas. Parecía un modesto granjero, un guardabosques retirado, o cualquier otra cosa que se les ocurra, excepto un perfecto ejemplo de funcionario de policía de provincias. —Una auténtica bomba, señor MacDonald —repetía sin cesar—. Los periodistas van a acudir como moscas en cuanto se enteren. Ojalá hayamos terminado nuestra tarea antes de que empiecen a meter las narices por todas partes y a liar todas las pistas. Yo no recuerdo nada parecido. O mucho me equivoco, o hay detalles que le van a encantar, señor Holmes. Y también a usted, doctor Watson, porque los médicos van a tener que pronunciarse para poder resolver esto. Tienen reservada habitación en el Westville Arms. No hay otro sitio, pero me han dicho que es limpio y está bien. Este hombre llevará su equipaje. Por aquí, caballeros, hagan el favor. Era una persona muy amable y diligente aquel policía de Sussex. En diez minutos, todos teníamos ya habitación. En diez más, nos encontrábamos sentados en el salón de la posada, y se nos ofrecía un rápido resumen de los hechos descritos en el capítulo anterior. MacDonald tomaba alguna nota de vez en cuando, mientras que Holmes permanecía absorto, con esa expresión de admiración, sorpresa y reverencia con que un botánico examina una flor rara y espléndida. —¡Interesante! —exclamó al terminar las explicaciones—. ¡Muy interesante! Creo que no recuerdo ningún caso con características tan peculiares. —Ya supuse que diría eso, señor Holmes —dijo White Masón, muy satisfecho—. Aquí en Sussex nos mantenemos al día. Les he contado cómo se desarrollaron las cosas hasta el momento en que me hice cargo, relevando al sargento Wilson, entre las tres y las cuatro de esta madrugada. ¡Cómo hice correr a esa pobre yegua! Aunque luego resultó que no eran necesarias tantas prisas, ya que no había nada que yo pudiera hacer en aquel momento. El sargento Wilson ya había reunido todos los datos. Yo los verifiqué, los consideré, y puede que haya añadido algunos por mi cuenta. —¿Cuáles? —preguntó Holmes, muy interesado. —Bueno, en primer lugar, examiné el martillo con ayuda del doctor Wood. No encontramos en él señales de violencia. Yo tenía ciertas esperanzas de que, si el señor Douglas se había defendido con el martillo, hubiera dejado marcado al asesino antes de dejarlo caer sobre la alfombra. Pero no había ninguna mancha. —Eso, desde luego, no demuestra nada —comentó el inspector MacDonald—. Se han cometido muchos homicidios a martillazos sin que quedase ninguna marca en el martillo. —En efecto, no demuestra que no se haya utilizado. Pero podrían haber quedado manchas, y eso nos habría ayudado. En fin, lo cierto es que no había ninguna. A continuación, examiné la escopeta. Los cartuchos eran de perdigones y, tal como ha indicado el sargento Wilson, los gatillos estaban unidos con un alambre, de manera que tirando del de atrás se disparan los dos cañones. El que la preparó así había decidido no correr ningún riesgo de fallar. La escopeta recortada no mide más de sesenta centímetros: se puede llevar sin problemas debajo de la chaqueta. No lleva el nombre completo del fabricante, pero en el canal entre los dos cañones están impresas las letras «PEN». El resto del nombre quedó cortado al serrar los cañones. —¿Una P grande, con floritura encima, y la E y la N más pequeñas? —preguntó Holmes. —Exacto. —Pennsylvania Small Arm Company. Una empresa americana muy conocida —dijo Holmes. White Masón miró a mi amigo como un médico de aldea miraría al especialista de Harley Street, capaz de resolver con una palabra las dificultades que a él le desconciertan. —Eso nos resulta muy útil, señor Holmes. Seguro que tiene usted razón. ¡Admirable! ¡Admirable! ¿Se sabe usted de memoria los nombres de todos los fabricantes de armas del mundo? Holmes se desentendió del tema con un gesto de la mano. —Seguro que se trata de una escopeta americana —continuó White Masón—. Me parece haber leído que en ciertas partes de América se utilizan mucho las escopetas recortadas. Ya se me había ocurrido, aun sin saber el nombre del fabricante. Por lo tanto, existen algunas pruebas de que este hombre que entró en la casa y mató al dueño es norteamericano. MacDonald negó con la cabeza. —Amigo, se está usted lanzando a demasiada velocidad —dijo—. Todavía no he oído nada que demuestre siquiera que haya entrado un extraño en la casa. —La ventana abierta, la sangre en el alféizar, la extraña tarjeta, las huellas de botas en el rincón, la escopeta… —En todo eso no hay nada que no haya podido ser amañado. El señor Douglas era norteamericano, o había vivido mucho tiempo en América. Y lo mismo el señor Barker. No hace falta recurrir a un norteamericano de fuera para explicar detalles de estilo norteamericano. —Ames, el mayordomo… —¿Qué hay de él? ¿Es de confianza? —Diez años con Sir Charles Chandos. Sólido como una roca. Ha estado con Douglas desde que este ocupó la mansión hace cinco años. Nunca ha visto en la casa un arma de ese tipo. —Esa escopeta se arregló para esconderla. Por eso serraron los cañones. Cabría en cualquier caja. ¿Cómo puede jurar que no había un arma así en la casa? —Bueno, en cualquier caso, él nunca la había visto. MacDonald volvió a menear su obstinada cabeza escocesa. —Todavía no estoy convencido de que haya entrado nadie en la casa —dijo—. Les pido que reflexionen —su acento de Aberdeen se iba haciendo más cerrado a medida que se sumía en su argumentación—. Les pido que consideren las implicaciones que tiene el hecho de suponer que esta escopeta se trajo de fuera de la casa, y que todas esas cosas inesperadas las hizo una persona de fuera. ¡Pero hombre, eso es inconcebible! Va contra todo sentido común. ¿Qué dice usted, señor Holmes, a juzgar por lo que hemos oído? —Bien, exponga usted el caso, señor Mac —dijo Holmes, con su estilo más judicial. —Este hombre, suponiendo que exista, no es ningún ladrón. Lo del anillo y lo de la tarjeta apuntan a un homicidio premeditado por razones particulares. Bien. Aquí tenemos a un hombre que se introduce en una casa con la deliberada intención de cometer un asesinato. Sabe perfectamente que tendrá dificultades para escapar, ya que la casa está rodeada de agua. ¿Qué arma dirían que elige? Cualquiera pensaría que la más silenciosa del mundo. De este modo, podría confiar en que, una vez cometido el crimen, le sería posible salir rápidamente por la ventana, vadear el foso y escapar sin problemas. Eso sería comprensible. Pero ¿es comprensible que se tome la molestia de traerse el arma más ruidosa que se puede elegir, sabiendo perfectamente que eso atraerá a todas las personas de la casa, que vendrán corriendo a la mayor velocidad posible, con muchas probabilidades de que lo vean antes de poder cruzar el foso? ¿Es eso creíble, señor Holmes? —Bueno, ha expuesto un argumento muy sólido —replicó mi amigo, pensativo—. Desde luego, habría que explicar un buen número de cosas. ¿Puedo preguntarle, señor White Masón, si examinó usted inmediatamente la orilla exterior del foso, para ver si había señales de que un hombre hubiera salido del agua? —No había señales, señor Holmes. Pero el borde es de piedra y no era de esperar que las hubiera. —¿Ni huellas ni marcas? —Nada. —Ya. ¿Hay algún inconveniente, señor Masón, en que vayamos ahora mismo a la casa? Es posible que haya algún pequeño detalle que nos sugiera algo. —Se lo iba a proponer, señor Holmes, pero me pareció que antes de ir convenía ponerles al corriente de todos los hechos. Supongo que si algo le llama la atención… White Masón miró con expresión de duda al detective aficionado. —Ya he trabajado otras veces con el señor Holmes —dijo el inspector MacDonald—. Juega limpio. —Por lo menos, juego como yo pienso que se debe jugar —dijo Holmes con una sonrisa—. Intervengo en un caso para ayudar a la causa de la justicia y al trabajo de la policía. Si alguna vez me he desentendido del cuerpo policial, es porque ellos se han desentendido antes de mí. Nunca he sentido el menor deseo de apuntarme tantos a su costa. Pero al mismo tiempo, señor Masón, me reservo el derecho de trabajar a mi manera y comunicar los resultados cuando yo lo juzgue conveniente: completos, y no por etapas. —Le aseguro que nos honra su presencia y que le comunicaremos todo lo que sepamos —dijo White Masón, en tono cordial—. Venga con nosotros, doctor Watson, y esperemos que cuando llegue el momento haya sitio para todos en su libro. Recorrimos la pintoresca calle de la aldea, que tenía una hilera de olmos podados a cada lado. Un poco más allá había dos viejos pilares de piedra, oscurecidos por la intemperie y con manchas de liquen, que sostenían una cosa amorfa que en otros tiempos había sido el león rampante de Capus de Birlstone. Una breve caminata por un serpenteante sendero, rodeado de césped y de encinas como solo se ven en la Inglaterra rural; y de pronto, al doblar un recodo, vimos ante nosotros el largo y bajo edificio jacobino de deslucidos ladrillos rojizos, con un viejo jardín con setos de tejo a cada lado. Al acercarnos más, vimos el puente levadizo de madera y el ancho y bonito foso, tan inmóvil y luminoso bajo el frío sol de invierno como si estuviera lleno de mercurio. Tres siglos había visto pasar la antigua mansión solariega, cientos de nacimientos y de regresos al hogar, de danzas campestres y de reuniones de cazadores de zorros. Qué extraño resultaba que ahora, en su vejez, aquel siniestro suceso hubiera proyectado su sombra sobre sus venerables paredes. Y sin embargo, aquellos curiosos tejados puntiagudos y aquellos pintorescos frontones voladizos parecían una adecuada cobertura para sombrías y terribles intrigas. Al mirar las ventanas profundamente encastradas y la larga fachada de color apagado, lamida por las aguas, tuve la sensación de que no se podía montar un escenario más adecuado para semejante tragedia. —Esa es la ventana —dijo White Masón—. La que está justo a la derecha del puente levadizo. Está abierta, tal como la encontramos anoche. —Parece bastante estrecha para que pase un hombre. —Bueno, desde luego no era un hombre gordo. No nos hacen falta sus deducciones, señor Holmes, para darnos cuenta de eso. Pero usted o yo podríamos escurrirnos perfectamente. Holmes se acercó al borde del foso y miró al otro lado. Después examinó el reborde de piedra y el césped que había junto a él. —Ya lo he mirado bien, señor Holmes —dijo White Masón—. Ahí no hay nada. No hay señales de que alguien haya pasado. Aunque, ¿por qué tendría que haber dejado señales? —Exacto. ¿Por qué? ¿El agua está siempre turbia? —Por lo general, suele tener este color. El arroyo arrastra arcilla. —¿Qué profundidad tiene? —Unos sesenta centímetros en las orillas y noventa en el centro. —O sea, que podemos descartar la idea de que el hombre se ahogara al cruzar. —No, ni un niño se ahogaría ahí. Cruzamos el puente levadizo y fuimos recibidos por una persona amanerada, nerviosa y enjuta, que resultó ser el mayordomo, Ames. El pobre hombre estaba lívido y tembloroso a causa de la impresión. El sargento del pueblo, un tipo alto, serio y melancólico, seguía de guardia en la fatídica habitación. El médico se había marchado. —¿Alguna novedad, sargento Wilson? —preguntó White Masón. —No, señor. —Entonces, puede irse a casa. Ya ha tenido usted bastante. Le haremos llamar si le necesitamos. Será mejor que el mayordomo espere fuera. Dígale que avise al señor Cecil Barker, a la señora Douglas y al ama de llaves de que seguramente querremos hablar con ellos dentro de un rato. Y ahora, caballeros, me van a permitir que yo les explique primero las opiniones que me he formado, y después podrán formar las suyas. Me impresionaba aquel especialista de provincias. Sabía captar los hechos y tenía un cerebro frío, claro, con sentido común, que le llevaría lejos en su profesión. Holmes le escuchó con atención, sin dar señales de aquella impaciencia que tan a menudo le provocaban los informes oficiales. —¿Suicidio o asesinato? Eso es lo primero que hay que preguntarse, ¿no es así, caballeros? De tratarse de un suicidio, tendríamos que creer que este hombre empezó por quitarse el anillo de boda y esconderlo; a continuación, vino aquí vestido con un batín, puso barro en el rincón de detrás de la cortina para dar la impresión de que alguien le había estado esperando, abrió la ventana, puso sangre en… —Creo que podemos descartar eso —dijo MacDonald. —Eso creo yo. El suicidio queda descartado. Así, pues, se ha cometido un asesinato. Lo que tenemos que determinar es si lo cometió alguien de fuera o de dentro de la casa. —Bien, oigamos la argumentación. —Las dos opciones presentan considerables dificultades, y, sin embargo, tiene que haber sido la una o la otra. Supongamos en primer lugar que el crimen lo cometió una persona de la casa, o varias. Trajeron aquí a este hombre, a una hora en la que todo estaba en silencio, aunque nadie estaba dormido. Y a continuación, cometieron el asesinato con el arma más improbable y ruidosa del mundo, como para que todo el mundo se enterara de lo que había ocurrido; un arma que nadie había visto nunca en la casa. No parece un punto de partida muy probable, ¿verdad? —No, no lo parece. —Muy bien. Todos coinciden en que después de producirse la alarma, la casa entera acudió aquí en menos de un minuto: no solo el señor Cecil Barker, aunque él asegura que llegó el primero. ¿Me van a decir que, en ese tiempo, el culpable se las arregló para dejar pisadas en el rincón, abrir la ventana, manchar de sangre el alféizar, quitarle al muerto el anillo de boda, y todo lo demás? Es imposible. —Lo ha expuesto con mucha claridad —dijo Holmes—. Creo que estoy de acuerdo con usted. —Bien, entonces tenemos que volver a la teoría de que lo hizo alguien de fuera. Seguimos enfrentándonos con grandes dificultades, pero, por lo menos, ya no se trata de imposibilidades. El hombre entró en la casa entre las cuatro y media y las seis. Es decir, entre el atardecer y la hora en que se levantó el puente. Habían venido visitas y la puerta estaba abierta, de modo que no había nada que le impidiera entrar. Podría tratarse de un vulgar ladrón, o de alguien que tuviera una cuenta pendiente con el señor Douglas. Dado que el señor Douglas había pasado gran parte de su vida en América y que esta escopeta parece ser un arma norteamericana, el ajuste de cuentas privado parece la teoría más probable. Se metió en esta habitación porque fue la primera que encontró, y se escondió detrás de la cortina. Y ahí se quedó hasta después de las once de la noche. A esa hora, el señor Douglas entró en la habitación. La conversación fue muy breve, si es que la hubo, porque la señora Douglas asegura que hacía muy pocos minutos que su marido la había dejado cuando oyó el disparo. —La vela lo demuestra —dijo Holmes. —Exacto. La vela, que era nueva, no se había consumido ni media pulgada. Debió de dejarla sobre la mesa antes de que le atacaran, porque de lo contrario, como es natural, habría caído al suelo al caer él. Esto demuestra que no le atacaron en el momento de entrar en la habitación. Cuando llegó el señor Barker, encendió la lámpara y apagó la vela. —Todo eso está bastante claro. —Muy bien. Pues ahora vamos a reconstruir los hechos según esa teoría. El señor Douglas entra en la habitación. Deja la vela. Un hombre sale de detrás de la cortina. Va armado con una escopeta. Le pide el anillo de boda…, solo Dios sabe por qué, pero tuvo que ser así. El señor Douglas se lo da. Y después, o bien a sangre fría o bien en un forcejeo…, porque Douglas pudo coger el martillo que se encontró en la alfombra…, le disparó a Douglas de este modo tan horrible. Tiró la escopeta y, según parece, dejó también esta extraña tarjeta, «V. V. 341», que vete a saber qué significa. Y escapó por la ventana y cruzando el foso, en el mismo instante en que Cecil Barker descubría el crimen. ¿Qué le parece, señor Holmes? —Muy interesante, pero no me acaba de convencer. —Hombre, como que es un absoluto disparate si no fuera porque cualquier otra cosa es aún peor —exclamó MacDonald—. Alguien mató a este hombre, pero, fuera quien fuera, puedo demostrar que debió de haberlo hecho de otra manera. ¿A qué viene lo de cortarse la retirada de ese modo? ¿A qué viene lo de usar una escopeta cuando el silencio era su única posibilidad de escapar? Vamos, señor Holmes, le toca a usted darnos una orientación, ya que dice que la teoría de White Masón no le convence. Durante esta larga discusión, Holmes había permanecido sentado, observándolo todo con gran atención y sin perderse una sola palabra de lo que se decía, con sus penetrantes ojos lanzando miradas a diestra y siniestra, y la frente arrugada por las reflexiones. —Me gustaría contar con algunos datos más antes de atreverme a formar una hipótesis, señor Mac —dijo, arrodillándose junto al cadáver—. ¡Dios mío! Las heridas son verdaderamente espantosas. ¿Podría venir un momento el mayordomo?… Ames, tengo entendido que usted había visto muchas veces esta curiosa marca, un triángulo inscrito en un círculo, grabada a fuego en el antebrazo del señor Douglas. —Muchas veces, señor. —¿Y nunca oyó ningún comentario sobre su significado? —No, señor. —Debió de doler mucho cuando se hizo. Es una quemadura, sin duda alguna. Veamos, Ames, observo que hay un trozo de esparadrapo en el ángulo de la mandíbula del señor Douglas. ¿Se fijó en si lo tenía cuando estaba vivo? —Sí, señor. Se cortó al afeitarse ayer por la mañana. —¿Sabe si alguna otra vez se había cortado al afeitarse? —No le había pasado desde hace mucho tiempo, señor. —¡Muy sugerente! —dijo Holmes—. Desde luego, podría tratarse de una mera coincidencia, pero también podría denotar cierto nerviosismo, lo cual indicaría que tenía razones para presentir un peligro. ¿Advirtió usted algo anormal en su conducta de ayer, Ames? —Me dio la sensación de que estaba un poco inquieto y nervioso, señor. —¡Ajá! Puede que el ataque no fuera completamente inesperado. Parece que vamos progresando un poco, ¿no? ¿Le gustaría hacer usted las preguntas, Mac? —No, señor Holmes; está en buenas manos. —Muy bien. Veamos ahora esta tarjeta. «V. V. 341». Es cartulina corriente. ¿Tienen algo parecido en la casa? —No creo. Holmes se acercó al escritorio y echó una gota de tinta de cada tintero sobre el papel secante. —No se escribió en esta habitación —dijo—. Esta tinta es negra, y esta otra morada. Se ha escrito con una pluma gruesa, y las de aquí son finas. No, yo diría que lo escribieron en otra parte. ¿Le dice algo esta inscripción, Ames? —No, señor, nada. —¿Qué opina usted, Mac? —Me da la impresión de que es cosa de alguna sociedad secreta. Lo mismo que la marca del antebrazo. —Es lo que opino yo también —dijo White Masón. —Bueno, podemos aceptar eso como hipótesis de trabajo, y veremos hasta dónde nos resuelve las dificultades. Un agente de esa sociedad se introduce en la casa, espera al señor Douglas, le vuela la cabeza con esta arma y escapa vadeando el foso, dejando junto al cadáver una tarjeta que, cuando se mencione en los periódicos, hará saber a los demás miembros de la sociedad que la venganza se ha cumplido. Todo esto concuerda. Pero ¿por qué esta escopeta, entre todas las armas posibles? —Exacto. —¿Y por qué ha desaparecido el anillo? —Eso digo yo. —¿Y cómo no ha sido detenido? Son ya más de las dos. Doy por supuesto que, desde el amanecer, todos los policías en cuarenta millas a la redonda han estado buscando a un forastero con la ropa mojada. —Así es, señor Holmes. —Bien, pues, a menos que tenga un escondrijo por aquí cerca o una muda de ropa, tendrían que haberlo visto. Y sin embargo, hasta ahora no lo han visto. Holmes se había acercado a la ventana y estaba examinando con su lupa la mancha de sangre del alféizar. —Es, sin duda, una huella de zapato. Y muy ancha. Yo diría que de un pie deforme. Es curioso, porque, por lo poco que se puede distinguir de las huellas de barro en este rincón, se diría que son de una suela más normal. Aunque, desde luego, están bastante borrosas. ¿Qué hay debajo de esta mesita? —Las pesas de gimnasia del señor Douglas. —Una pesa. No hay más que una. ¿Dónde está la otra? —No lo sé, señor Holmes. Puede que solo hubiera una. Hacía meses que no las veía. —Una pesa… —dijo Holmes, muy serio. Pero sus comentarios fueron interrumpidos por una brusca llamada a la puerta. Un hombre alto, tostado por el sol, de aspecto competente y bien afeitado asomó la cabeza y nos miró. Adiviné sin dificultad que aquel era el Cecil Barker del que había oído hablar. Sus ojos autoritarios saltaban con rapidez de un rostro a otro, con una mirada inquisitiva. —Perdonen que interrumpa su reunión —dijo—, pero tienen que oír la última noticia. —¿Han detenido a alguien? —No ha habido tanta suerte, pero han encontrado su bicicleta. El tipo la dejó abandonada. Vengan a verla. Está a menos de cien yardas de la puerta principal. En el sendero encontramos a tres o cuatro sirvientes y desocupados que examinaban una bicicleta que habían sacado de entre unas matas de siemprevivas, donde alguien la había escondido. Era una Rudge-Whitworth bastante usada y con abundantes salpicaduras de barro, como si hubiera hecho un viaje muy largo. En el cajetín del sillín había una llave de tuerca y una lata de aceite, pero ninguna pista del propietario. —Sería de gran ayuda para la Policía —dijo el inspector— que estos chismes estuvieran numerados y registrados. Pero ya podemos dar las gracias por haber encontrado esto. Si no conseguimos descubrir dónde ha ido, al menos es probable que averigüemos de dónde vino. Pero, por todos los santos del cielo, ¿cómo es que ese hombre se la dejó aquí? ¿Y cómo diablos ha conseguido escapar sin ella? Parece que no sacamos nada en claro de este caso, señor Holmes. —¿Ah, no? —respondió mi amigo, pensativo—. No diría yo tanto. CAPÍTULO V Los personajes del drama —¿Ha visto todo lo que quería ver del despacho? —preguntó White Masón cuando volvimos a entrar en la casa. —Por el momento —respondió el inspector; y Holmes asintió. —Entonces, tal vez quieran oír ahora las declaraciones de algunas personas de la casa. Podríamos hacerlo en el comedor. Ames, por favor, venga usted el primero y cuéntenos lo que sepa. La declaración del mayordomo fue simple y clara, y daba una convincente impresión de sinceridad. Había sido contratado cinco años atrás, cuando el señor Douglas llegó a Birlstone. Tenía entendido que el señor Douglas era un caballero rico que había hecho fortuna en América. Había sido un patrón amable y considerado, quizá no de la clase a la que Ames estaba acostumbrado, pero no se puede pedir todo. Nunca había advertido en el señor Douglas señales de aprensión; por el contrario, era el hombre más intrépido que había conocido. Si ordenó que el puente se levantara todas las noches fue porque aquella era una antigua costumbre de la vieja mansión, y a él le gustaba mantener las antiguas tradiciones. El señor Douglas casi nunca iba a Londres ni salía del pueblo, pero el día antes del crimen había ido de compras a Tumbridge Wells. Aquel día, Ames había observado cierto nerviosismo e inquietud en el señor Douglas, que parecía impaciente e irritable, cosa que no era normal en él. Esa noche, Ames todavía no se había acostado y estaba en la despensa de la parte trasera de la casa, guardando la cubertería de plata, cuando oyó sonar con violencia la campanilla. No oyó ningún disparo, pero habría sido casi imposible que lo oyera, porque la despensa y las cocinas estaban en el extremo posterior de la casa, con varias puertas cerradas y un largo pasillo entre medias. El ama de llaves había salido de su habitación, atraída por el violento repique de la campanilla, y los dos habían acudido juntos a la parte delantera de la casa. Al llegar al pie de la escalera, Ames había visto a la señora Douglas que bajaba por ella. No, no venía corriendo; no le pareció que estuviera particularmente alterada. En el momento en que la señora llegaba al pie de la escalera, el señor Barker salió corriendo del despacho. Le cortó el paso a la señora Douglas y le rogó que volviera atrás. —¡Por amor de Dios, vuelve a tu habitación! —había exclamado—. El pobre Jack está muerto. Tú no puedes hacer nada. ¡Por amor de Dios, vete de aquí! Tras una breve argumentación en la escalera, la señora Douglas había regresado a su habitación. No había gritado, ni armado ningún alboroto. La señora Alien, el ama de llaves, la había acompañado escaleras arriba y se había quedado con ella en su dormitorio. Ames y el señor Barker habían entrado entonces en el despacho, donde lo encontraron todo tal como lo había visto la policía. En aquel momento, la vela no estaba encendida, pero la lámpara sí. Habían mirado por la ventana, pero la noche era muy oscura y no pudieron ver ni oír nada. Después habían salido a toda prisa al vestíbulo, donde Ames hizo funcionar el torno que bajaba el puente levadizo, y el señor Barker corrió a avisar a la policía. Esta fue, en rasgos esenciales, la declaración del mayordomo. El testimonio de la señora Alien, el ama de llaves, vino a corroborar en gran medida el de su compañero de trabajo. La habitación del ama de llaves estaba bastante más cerca de la parte delantera de la casa que la despensa en la que se encontraba trabajando Ames. Se disponía a acostarse cuando el fuerte repique de la campanilla le llamó la atención. Era un poco dura de oído, y tal vez por eso no había oído el disparo, aunque de todas formas el despacho quedaba muy lejos. Recordaba haber oído un ruido que ella tomó por un portazo. Pero eso había sido mucho antes, por lo menos media hora antes de que sonara la campanilla. Cuando el señor Ames acudió corriendo a la parte delantera, ella le acompañó. Vio al señor Barker salir del despacho, muy pálido y alterado. Barker le había cortado el paso a la señora Douglas, que bajaba por la escalera. Le había suplicado que volviera a su habitación y ella le había respondido algo, pero la señora Alien no pudo oír lo que dijo. —Acompáñela arriba y quédese con ella —le había dicho Barker a la señora Alien. Así pues, el ama de llaves llevó a la señora a su habitación y se esforzó por tranquilizarla. La señora estaba muy afectada y no paraba de temblar, pero no volvió a intentar ir a la planta baja. Se limitó a quedarse sentada frente a la chimenea, cubierta con una bata y con la cabeza entre las manos. La señora Alien se había quedado con ella la mayor parte de la noche. En cuanto a los otros sirvientes, todos estaban ya acostados y no se habían enterado de lo ocurrido hasta poco antes de la llegada de la policía. Dormían en el extremo posterior de la casa y no era posible que hubieran oído nada. A esto se reducía el relato del ama de llaves, que no pudo añadir nada más al ser interrogada, excepto lamentaciones y expresiones de asombro. El señor Cecil Barker sucedió a la señora Alien en el desfile de testigos. En lo referente a los sucesos de la noche anterior, tenía muy poco que añadir a lo que ya había contado a la policía. Personalmente, estaba convencido de que el asesino había escapado por la ventana. En su opinión, la mancha de sangre no dejaba lugar a dudas sobre este punto. Además, dado que el puente estaba levantado, no existía ninguna otra vía de escape posible. No se explicaba qué había sido del asesino, ni por qué no se había llevado la bicicleta, si es que de verdad era suya. Era imposible que se hubiera ahogado en el foso, cuya profundidad no pasaba de tres palmos en ninguna parte. En su fuero interno tenía una teoría muy concreta acerca del crimen. Douglas era un hombre muy reservado, y había algunos episodios de su vida de los que nunca hablaba. Había emigrado a América desde Irlanda cuando era muy joven. Allí había prosperado, y Barker lo había conocido en California, donde se hicieron socios en la fructífera explotación de una mina situada en un lugar llamado Benito Canyon. Les había ido muy bien, pero de pronto Douglas había vendido su parte y se había embarcado para Inglaterra. En aquella época era viudo. Algún tiempo después, Barker convirtió en dinero sus propiedades y se vino a vivir a Londres. Y así fue como reanudaron su amistad. Douglas le había dado la impresión de sentirse amenazado por algún peligro, y él siempre había interpretado que su súbita partida de California, y también el haber alquilado una casa en una parte tan tranquila de Inglaterra, tenían algo que ver con dicho peligro. Sospechaba que a Douglas le seguía los pasos alguna Sociedad secreta, una organización implacable que no descansaría hasta haberlo matado. Algunos comentarios del propio Douglas habían dado pie a esta idea, aunque nunca había dicho de qué sociedad se trataba ni cómo había incurrido en sus iras. Únicamente podía suponer que lo escrito en la tarjeta hacía referencia a dicha Sociedad secreta. —¿Cuánto tiempo estuvo usted con Douglas en California? —preguntó el inspector MacDonald. —Cinco años en total. —¿Y dice que estaba soltero? —Viudo. —¿Alguna vez oyó decir de dónde había salido su primera esposa? —No. Recuerdo que dijo que era de origen sueco, y vi un retrato suyo. Era una mujer muy hermosa. Murió de tifus un año antes de que yo lo conociera. —¿No puede relacionar su pasado con alguna parte concreta de los Estados Unidos? —Le he oído hablar de Chicago. Conocía bien esa ciudad y había trabajado allí. Le he oído hablar de las regiones del carbón y del hierro. Había viajado mucho en sus tiempos. —¿Estaba metido en política? ¿Esa Sociedad secreta tenía algo que ver con la política? —No, la política no le interesaba nada. —¿Tiene alguna razón para sospechar algo delictivo? —Por el contrario. Nunca en mi vida he conocido a un hombre más honrado. —¿Hubo algo extraño durante su vida en California? —Lo que más le gustaba era quedarse a trabajar en nuestra mina de las montañas. Nunca iba donde hubiera gente si podía evitarlo. Por eso empecé a pensar que alguien le perseguía. Después, cuando se vino a Europa tan de repente, me convencí de ello. Creo que recibió alguna clase de aviso. No había pasado ni una semana desde su partida cuando llegó media docena de hombres preguntando por él. —¿Qué clase de hombres? —La verdad es que parecían unos matones. Se presentaron en la mina y querían saber dónde estaba. Yo les dije que se había ido a Europa y que no sabía dónde encontrarlo. No llevaban buenas intenciones…, eso saltaba a la vista. —¿Eran norteamericanos? ¿Californianos? —Bueno, no sé si serían californianos. Norteamericanos sí que eran, seguro. Pero no eran mineros. No sé lo que serían, pero me alegré mucho de verlos marchar. —¿Esto ocurrió hace seis años? —Casi siete. —Y ustedes habían estado juntos cinco años en California, de manera que este asunto tuvo su origen hace por lo menos once años, como mínimo. —Así es. —Tuvo que haber hecho algo muy grave para que lo persiguieran con tanto ahínco durante tanto tiempo. Esto no puede haberlo provocado una nadería. —Yo creo que le amargó la vida entera. Jamás se lo pudo quitar de la cabeza. —Pero si a un hombre le amenaza un peligro y él lo sabe, ¿no cree que acudiría a la policía en busca de protección? —Puede que se tratara de un peligro contra el que no se le podía proteger. Hay una cosa que deben ustedes saber. Douglas siempre iba armado. Nunca dejaba de llevar un revólver en el bolsillo. Pero, miren qué mala suerte, anoche estaba en bata y se lo había dejado en su habitación. Supongo que, una vez alzado el puente, creyó que estaba a salvo. —Me gustaría dejar algo más claras esas fechas —dijo MacDonald—. Hace ya seis años que Douglas se marchó de California. Usted le siguió al año siguiente, ¿no es así? —Así es. —Y Douglas se casó hace cinco años. Usted debió de regresar aproximadamente en la época de su boda. —Un mes antes, más o menos. Fui su padrino. —¿Conocía usted a la señora Douglas antes de su matrimonio? —No, no la conocía. Estuve diez años fuera de Inglaterra. —Pero desde entonces la ha visto mucho. Barker dirigió una mirada severa al inspector. —Desde entonces le he visto mucho a él —respondió—. Si la he visto a ella, es porque no se puede visitar a un hombre sin conocer a su esposa. Si se imagina que existe alguna relación… —No me imagino nada, señor Barker. Estoy obligado a indagar todo lo que pueda tener relación con el caso. Pero no pretendía ofender. —Hay preguntas que ofenden —respondió Barker, irritado. —Solo nos interesan los hechos. Por el bien de usted y de todos los demás, conviene que queden aclarados. ¿Aprobaba por completo Douglas la amistad de usted con su esposa? Barker se puso pálido y apretó convulsivamente sus manos grandes y fuertes. —¡No tiene derecho a hacer esas preguntas! —exclamó—. ¿Qué tiene esto que ver con el asunto que están investigando? —Tengo que repetir la pregunta. —Pues me niego a contestar. —Puede negarse a contestar, pero debe darse cuenta de que su negativa equivale a una respuesta, ya que no se negaría si no tuviera algo que ocultar. Barker permaneció callado un momento, con el rostro muy serio y sus espesas y negras cejas fruncidas en un gesto de intensa reflexión. Luego alzó la mirada con una sonrisa. —Bien, caballeros, supongo que, después de todo, ustedes se limitan a cumplir con su deber, y yo no tengo derecho a poner trabas. Solo les pido que no molesten a la señora Douglas con esta cuestión, porque ya tiene bastantes preocupaciones ahora mismo. Puedo decirles que el pobre Douglas tenía un único defecto, y eran los celos. A mí me quería…, tanto como un hombre pueda querer a un amigo. Y vivía entregado a su esposa. Le gustaba que yo viniera aquí, y estaba siempre invitándome. Pero si su mujer y yo nos poníamos a charlar, o si parecía existir alguna simpatía entre nosotros, le atacaba una especie de oleada de celos y en un instante perdía el control y decía los mayores disparates. Más de una vez he jurado no volver a venir por ese motivo, pero luego él me escribía unas cartas tan arrepentidas y suplicantes, que no me quedaba más remedio que venir. Pero pueden creerme, caballeros, como si fueran éstas mis últimas palabras: no ha habido un hombre que tuviera una esposa más amante y leal…, y también puedo decir que no ha existido un amigo más fiel que yo. Habló con fervor y emoción, pero, aun así, el inspector MacDonald no estaba dispuesto a abandonar el tema. —Ya sabe usted —dijo— que al difunto le han quitado del dedo el anillo de boda. —Eso parece —dijo Barker. —¿Qué quiere decir con «eso parece»? Le consta que es así. El hombre parecía confuso e indeciso. —Cuando digo que «parece», me refiero a que está dentro de lo posible que él mismo se quitara el anillo. —¿No le parece que el simple hecho de que falte el anillo, lo quitara quien lo quitara, da a entender a cualquiera que existe una relación entre el matrimonio y la tragedia? Barker encogió sus anchos hombros. —No soy quién para decir lo que da a entender —respondió—, pero si pretende insinuar que eso puede empañar de algún modo el honor de esta dama… —sus ojos brillaron un instante, y después, con evidente esfuerzo, consiguió controlar sus emociones—. Bueno, sigue usted una pista equivocada, eso es todo. —No se me ocurre nada más que preguntarle por el momento —dijo MacDonald, con frialdad. —Solo un pequeño detalle —intervino Sherlock Holmes—. Cuando usted entró en la habitación, había solo una vela encendida sobre la mesa, ¿no es así? —Sí, así es. —¿Con esa luz vio usted que había ocurrido un suceso terrible? —Exacto. —¿Y tocó inmediatamente la campanilla para pedir ayuda? —Sí. —¿Y le llegó muy deprisa? —En menos de un minuto. —Y sin embargo, cuando llegaron, encontraron la vela apagada y la lámpara encendida. Eso parece muy curioso. Una vez más, Barker dio ciertas señales de indecisión. —Yo no veo en ello nada curioso, señor Holmes —respondió después de una pausa—. La vela daba muy poca luz. Lo primero que se me ocurrió fue conseguir una luz mejor. La lámpara estaba encima de la mesa, así que la encendí. —¿Y apagó la vela? —Exacto. Holmes no hizo más preguntas, y Barker, tras dirigir a cada uno de nosotros una larga mirada, que a mí me pareció algo desafiante, dio media vuelta y salió de la habitación. El inspector MacDonald había enviado al piso de arriba una nota anunciando que pensaba visitar a la señora Douglas en su habitación, pero ella había replicado que nos vería en el comedor, y fue la siguiente que entró. Era una mujer alta y hermosa, de unos treinta años, reservada y segura de sí misma en grado considerable, muy diferente de la figura trágica y desolada que yo me había imaginado. Es cierto que su rostro estaba pálido y contraído, como el de una persona que ha sufrido un duro golpe, pero sus modales eran serenos, y la bien torneada mano que apoyó en el borde de la mesa era tan firme como la mía. Sus ojos tristes y atractivos nos miraron uno a uno con una expresión curiosamente inquisitiva. De pronto, aquella mirada interrogante se transformó en palabras tajantes. —¿Han descubierto ya algo? —preguntó. ¿Eran figuraciones mías, o había en la pregunta un tonillo más de miedo que de esperanza? —Hemos tomado todas las medidas posibles, señora Douglas —dijo el inspector—. Puede estar segura de que no pasaremos nada por alto. —No reparen en gastos —dijo con voz apagada y monótona—. Deseo que se hagan todos los esfuerzos posibles. —Tal vez pueda usted decirnos algo que arroje alguna luz sobre el asunto. —Me temo que no, pero todo lo que sé está a su disposición. —Nos ha dicho el señor Cecil Barker que usted no llegó a ver…, que usted no llegó a entrar en la habitación donde ocurrió la tragedia. —No. Me hizo volver escalera arriba. Me rogó que regresara a mi habitación. —Eso es. Usted oyó el disparo y bajó inmediatamente. —Me puse una bata y entonces bajé. —¿Cuánto tiempo transcurrió desde que oyó el disparo hasta que el señor Barker la detuvo en la escalera? —Pudieron pasar un par de minutos. Es tan difícil calcular el tiempo en momentos así… Me suplicó que no siguiera adelante, asegurándome que yo no podía hacer nada. Entonces la señora Alien, el ama de llaves, me acompañó de regreso al piso de arriba. Fue todo como una horrible pesadilla. —¿Puede darnos alguna idea del tiempo que estuvo su marido en la planta baja, antes de que usted oyera el disparo? —No, no sabría decirles. Salió por su antecámara y no le oí salir. Todas las noches hacía la ronda por la casa, porque tenía miedo a los incendios. Es la única cosa que yo he visto que le pusiera nervioso. —Ahí quería yo llegar, señora Douglas. Usted solo ha conocido a su marido en Inglaterra, ¿no es así? —Sí. Llevamos casados cinco años. —¿Le ha oído hablar de algo que ocurriera en América y que pudiera significar un peligro para él? La señora Douglas se lo pensó a conciencia antes de contestar. —Sí —dijo por fin—. Siempre he tenido la sensación de que un peligro le rondaba. Pero se negaba a hablar de ello conmigo. No era por falta de confianza en mí, ya que siempre ha habido entre nosotros el amor y la confianza más absolutos, sino porque deseaba mantenerme libre de toda inquietud. Creía que si yo me enteraba de todo, me obsesionaría con ello, y por eso callaba. —Y entonces, ¿cómo se enteró usted? El rostro de la señora Douglas se iluminó con una rápida sonrisa. —¿Puede un marido cargar con un secreto toda su vida sin que la mujer que lo ama sospeche nada? Me enteré de muchas maneras. Lo supe por su negativa a hablar de ciertos episodios de su vida en América. Lo supe por ciertas precauciones que tomaba. Lo supe por algunas palabras que dejaba caer. Lo supe por su manera de mirar a los forasteros inesperados. Estaba completamente segura de que mi marido tenía enemigos poderosos, de que él pensaba que le seguían la pista, y de que estaba siempre en guardia contra ellos. Tan segura estaba de ello que, durante años, me moría de miedo si tardaba más de lo normal en regresar a casa. —¿Puedo preguntar —dijo Holmes— cuáles fueron las palabras que le llamaron la atención? —«El valle del terror» —respondió la señora—. Esa era la expresión que empleaba cuando yo le preguntaba. «He estado en el valle del terror y aún no he salido de él». «¿Es que nunca vamos a escapar del valle del terror?», le preguntaba yo, cuando le veía más serio de lo normal. «A veces creo que nunca escaparemos», me respondía él. —Seguro que usted le preguntaría qué quería decir eso del valle del terror. —Se lo pregunté, pero entonces se ponía muy serio y negaba con la cabeza. «Ya es bastante malo que uno de nosotros haya estado en sus sombras —decía—. Quiera Dios que nunca caigan sobre ti». Se trata de un valle de verdad, en el que él vivió y donde le ocurrió algo terrible, de eso estoy segura. Pero no puedo decirles más. —¿Y nunca mencionó ningún nombre? —Sí. Una vez, cuando tuvo el accidente de caza hace tres años, la fiebre le hizo delirar. Y recuerdo un nombre que le venía a la boca constantemente. Lo pronunciaba con rabia y como con horror. McGinty era el nombre…, gran maestro McGinty. Cuando se recobró, le pregunté quién era el gran maestro McGinty y de qué era maestro. «Mío no, gracias a Dios», respondió riendo, y eso fue todo lo que pude sacarle. Pero existe una relación entre el gran maestro McGinty y el valle del terror. —Un detalle más —dijo el inspector MacDonald—. Usted conoció al señor Douglas en una casa de huéspedes de Londres, ¿no es así? Y allí se comprometió con él. ¿Hubo algo pintoresco, algo secreto o misterioso, en su noviazgo? —Pintoresco sí. Siempre hay cosas pintorescas. Pero no hubo nada misterioso. —¿No tuvo ningún rival? —No, yo era completamente libre. —Sabrá, sin duda, que le han quitado el anillo de boda. ¿Le sugiere algo eso? Suponiendo que algún enemigo de sus viejos tiempos le haya seguido la pista y cometido este crimen, ¿qué motivo podría tener para llevarse su anillo de boda? Podría jurar que, por un instante, un levísimo amago de sonrisa brilló en los labios de la mujer. —La verdad, no podría decirle —respondió—. Desde luego, es de lo más sorprendente. —Bueno, no la entretendremos más, y lamentamos haberle causado esta molestia en un momento así —dijo el inspector—. Quedan algunos detalles, desde luego, pero podremos consultárselos a medida que vayan surgiendo. La mujer se puso en pie, y de nuevo percibí aquella mirada rápida e inquisitiva con la que nos había examinado al entrar: «¿Qué impresión les ha causado mi declaración?». Era como si lo estuviera preguntando en voz alta. Después, con una inclinación de cabeza, salió de la habitación. —Una mujer hermosa…, muy hermosa —dijo MacDonald, pensativo, cuando la puerta se hubo cerrado tras ella—. Es evidente que ese Barker ha estado aquí muchas veces. Y es un hombre que podría resultarle atractivo a una mujer. Admite que el difunto tenía celos, y puede que sepa mejor que nadie qué motivos tenía para estar celoso. Luego, está lo del anillo de boda. Un hombre que le quita un anillo de boda a un muerto… ¿Qué dice usted, señor Holmes? Mi amigo había permanecido sentado, con la cabeza apoyada en las manos, sumido en profundas reflexiones. Entonces se levantó e hizo sonar la campanilla. —Ames —dijo cuando entró el mayordomo—. ¿Dónde está ahora el señor Cecil Barker? —Voy a ver, señor. Regresó al cabo de un momento para decir que el señor Barker estaba en el jardín. —¿Se acuerda usted, Ames, del calzado que llevaba anoche el señor Barker cuando estuvo con él en el despacho? —Sí, señor Holmes. Llevaba zapatillas de andar por casa. Yo le traje sus botas cuando salió a avisar a la policía. —¿Dónde están ahora esas zapatillas? —Siguen debajo de la silla del vestíbulo. —Muy bien, Ames. Como comprenderá, es importante que sepamos qué huellas corresponden al señor Barker y cuáles son de alguien de fuera. —Sí, señor. Puedo decirle que me fijé en que las zapatillas estaban manchadas de sangre, lo mismo que las mías, por cierto. —Eso es natural, teniendo en cuenta el estado de la habitación. Muy bien, Ames. Ya le llamaremos si le necesitamos. Pocos minutos después nos encontrábamos en el despacho. Holmes llevaba las zapatillas que había recogido del vestíbulo. Tal como había dicho Ames, las suelas de ambas estaban manchadas de sangre. —¡Qué extraño! —murmuró Holmes, examinándolas minuciosamente a la luz de la ventana—. ¡Verdaderamente extraño! Inclinándose con uno de sus rápidos y felinos movimientos, colocó la zapatilla sobre la mancha de sangre del alféizar. Coincidía exactamente. Holmes sonrió en silencio a sus colegas. El inspector estaba transfigurado por la emoción. Su acento escocés resonaba como un palo pasado por una reja. —¡Caramba! —exclamó—. ¡No cabe duda! Fue Barker el que dejó la huella en la ventana. Es mucho más ancha que la de un zapato. Recuerdo que dijo usted que parecía de un pie deforme, y aquí está la explicación. Pero ¿a qué juega este hombre, señor Holmes? ¿A qué juega? —Sí, ¿a qué juega? —repitió mi amigo, pensativo. White Masón soltó una risita y se frotó las gruesas manos, lleno de satisfacción profesional. —¡Ya les dije que era una bomba! —exclamó—. ¡Y vaya si es una bomba! CAPITULO VI Comienza a brillar la luz Los tres detectives tenían aún que investigar numerosos detalles, de modo que regresé solo a nuestros modestos aposentos en la posada del pueblo; pero antes di un paseo por el curioso y antiguo jardín que flanqueaba la casa. Estaba completamente rodeado por hileras de antiquísimos tejos, podados según extraños diseños. En el interior había una hermosa extensión de césped con un viejo reloj de sol en el centro. El efecto general era tan apacible y tranquilizante, que mis nervios, algo desquiciados, lo agradecieron. En aquel ambiente tan plácido, uno podía olvidar —o recordar solo como una fantástica pesadilla— aquel tenebroso despacho con la figura ensangrentada y despatarrada en el suelo. Y sin embargo, mientras paseaba y procuraba sosegar mi espíritu con aquel suave bálsamo, ocurrió un extraño incidente que me hizo regresar a la tragedia, dejando en mi mente una siniestra impresión. Ya he dicho que el jardín estaba rodeado por una hilera de tejos ornamentales. En el extremo más alejado de la casa, se espesaba hasta formar un seto continuo. Al otro lado de este seto, oculto a los ojos de cualquiera que se acercara desde la casa, había un banco de piedra. Al acercarme a aquel punto pude oír voces: un comentario pronunciado en tono ronco de hombre, respondido por un leve tintineo de risa femenina. Un instante después había rodeado el extremo del seto y mis ojos se posaron en la señora Douglas y el tal Barker antes de que ellos advirtieran mi presencia. El aspecto de la señora me dejó escandalizado. En el comedor había estado recatada y discreta, pero ahora había dejado a un lado toda simulación de dolor. Sus ojos brillaban con la alegría de vivir, y su rostro aún temblaba de risa por las palabras de su acompañante. Se sentaba inclinada hacia delante, con las manos entrelazadas y los antebrazos apoyados en las rodillas, con una sonrisa de complicidad en su rostro hermoso y atrevido. En un instante —pero un instante demasiado tarde—, los dos volvieron a adoptar sus máscaras de solemnidad al hacerse visible mi figura. Intercambiaron una o dos frases apresuradas, y entonces Barker se levantó y vino hacia mí. —Perdone, señor —dijo—. ¿Hablo con el doctor Watson? Asentí con una frialdad que, en mi opinión, demostraba bien a las claras la impresión que me habían producido. —Hemos pensado que debía de ser usted, ya que su amistad con el señor Holmes es bien conocida. ¿Le importaría acercarse y hablar un momento con la señora Douglas? Le seguí con expresión agria. En mi imaginación veía con toda claridad aquella figura destrozada, tendida en el suelo. Y aquí, tan solo unas pocas horas después de la tragedia, estaban su esposa y su mejor amigo riéndose juntos, detrás de un arbusto del jardín que había sido suyo. Saludé a la dama con frialdad. En el comedor, me había solidarizado con su pena. Ahora respondí a su mirada suplicante con otra inexpresiva. —Me temo que me considera una mujer dura e insensible —dijo. Me encogí de hombros. —No es asunto mío —dije. —Puede que algún día me haga usted justicia. Si usted supiera… —No hay ninguna necesidad de que el doctor Watson sepa nada —se apresuró a decir Barker—. Como él mismo ha dicho, no es asunto suyo. —Exacto —dije yo—. Así que, con su permiso, continuaré mi paseo. —Un momento, doctor Watson —exclamó la mujer con voz suplicante—. Hay una pregunta que usted puede responder con más autoridad que ninguna otra persona en el mundo, y que para mí tiene gran importancia. Usted conoce mejor que nadie al señor Holmes y sus relaciones con la policía. Suponiendo que se le confiara un secreto en privado, ¿es absolutamente necesario que se lo comunique a la policía? —Sí, eso es —dijo Barker, ansioso—. ¿Trabaja por su cuenta o está con ellos a todos los efectos? —La verdad es que no me considero autorizado para discutir semejante asunto. —Le ruego…, le imploro que lo haga, doctor Watson. Le aseguro que nos ayudaría…, que me ayudaría muchísimo si nos orientara en este aspecto. Había tal tono de sinceridad en la voz de la mujer que, por un instante, me olvidé de su ligereza y sentí deseos de hacer todo lo que me pidiera. —El señor Holmes es un investigador independiente —dije—. No obedece órdenes de nadie y actúa siguiendo sus propios criterios. Al mismo tiempo, es natural que sienta lealtad hacia los policías que trabajan en el mismo caso, y no les ocultaría nada que pudiera ayudarlos a poner a un criminal en manos de la justicia. Más no les puedo decir, y si desean más información les recomiendo que hablen con el señor Holmes en persona. Y con estas palabras, saludé con el sombrero y seguí mi camino, dejándolos sentados detrás de aquel seto encubridor. Al torcer por el extremo más alejado, miré hacia atrás y vi que seguían conversando animadamente. Dado que miraban hacia mí, estaba claro que el tema de su discusión era la conversación que habían mantenido conmigo. —No deseo que me hagan ninguna confidencia —dijo Holmes cuando le informé de lo sucedido. Se había pasado toda la tarde en la mansión deliberando con sus dos colegas, y había regresado a eso de las cinco con un hambre feroz, para tomar la abundante merienda que yo había encargado para él—. Nada de confidencias, Watson, que luego son muy embarazosas cuando hay que detener a alguien por asesinato premeditado. —¿Cree usted que se llegará a eso? Holmes estaba débonnaire, del más animado humor. —Querido Watson, cuando haya dado cuenta de ese cuarto huevo, estaré en condiciones de ponerle al corriente de toda la situación. No digo que hayamos llegado al fondo del asunto, ni mucho menos, pero en cuanto encontremos la pesa que falta… —¡La pesa! —Por favor, Watson. ¿Es posible que no se haya percatado de que todo el caso depende de esa pesa desaparecida? Bueno, bueno, no tiene por qué deprimirse. Aquí, entre nosotros, no creo que ni el inspector Mac ni el excelente profesional del lugar se hayan dado cuenta de la trascendental importancia de ese detalle. ¡Una sola pesa, Watson! Imagínese un gimnasta con una sola pesa: piense en el desarrollo unilateral, en el inminente peligro de desviación de la columna. ¡Un espanto, Watson, un espanto! Se quedó sentado, con la boca llena de tostada y un brillo malicioso en los ojos, contemplando mi confusión intelectual. La mera visión de su excelente apetito era una garantía de éxito, porque yo recordaba perfectamente los días y noches que pasaba sin pensar siquiera en comer cuando su desconcertada mente se estrellaba contra algún problema, mientras sus flacas y ansiosas facciones se volvían aún más enjutas debido al ascetismo de la concentración mental absoluta. Por fin, encendió su pipa y, sentado junto a la chimenea de la vieja posada del pueblo, empezó a hablar despacio y a la ventura sobre el caso, más como si pensara en voz alta que como si estuviera haciendo una exposición meditada. —Una mentira, Watson: una mentira enorme, contundente, aplastante y sin paliativos…; con eso nos encontramos nada más llegar. Y ese es nuestro punto de partida. Toda la historia que contó Barker es mentira. Pero la señora Douglas corrobora la versión de Barker. Por lo tanto, también ella miente. Los dos mienten y están confabulados. Así pues, el problema está claro: ¿por qué mienten, y cuál es la verdad que con tanto empeño intentan ocultar? Vamos a ver, Watson, si entre usted y yo logramos ver más allá de la mentira y reconstruir la verdad. »¿Cómo sé que están mintiendo? Porque se trata de un embuste chapucero que, sencillamente, no puede ser verdad. ¡Piense en ello! Según la historia que nos cuentan, el asesino tuvo menos de un minuto, después de haber cometido el crimen, para sacar de la mano del muerto ese anillo, que estaba debajo de otro anillo, volver a colocarle el otro anillo, que es algo que a nadie se le ocurriría hacer, y dejar esa curiosa tarjeta junto a la víctima. Le digo que eso es evidentemente imposible. Podría usted argumentar (pero respeto demasiado su buen juicio, Watson, para pensar que lo haría) que pudo quitarle el anillo antes de matarlo. Pero el hecho de que la vela hubiera estado encendida muy poco tiempo demuestra que el encuentro no fue muy largo. ¿Le parece probable que Douglas, de cuyo carácter intrépido tanto hemos oído hablar, se dejara quitar su anillo de boda en tan poco tiempo, o cabe concebir siquiera que lo entregara? No, no, Watson. El asesino estuvo a solas con el muerto durante un buen rato, y con la lámpara encendida. De eso no tengo ni la menor duda. Pero, al parecer, el arma causante de la muerte fue la escopeta. Por consiguiente, la escopeta tuvo que dispararse algún tiempo antes de lo que nos dicen. Pero en un detalle como ese no cabían equivocaciones. Así pues, nos encontramos ante una conjura deliberada por parte de las dos personas que oyeron el disparo: el hombre Barker y la mujer Douglas. Si encima de todo esto puedo demostrar que la mancha de sangre del alféizar la dejó Barker intencionadamente para dar una pista falsa a la policía, tendrá usted que reconocer que el caso se pone muy negro para él. »Lo que tenemos que preguntarnos ahora es a qué hora se cometió realmente el asesinato. Hasta las diez y media, los sirvientes andaban por la casa, así que es seguro que no fue antes de esa hora. A las once menos cuarto, todos se habían retirado ya a sus habitaciones, con excepción de Ames, que estaba en la despensa. Después de que usted nos dejara esta tarde, llevé a cabo algunos experimentos y comprobé que, estando cerradas las puertas, por mucho ruido que hiciera MacDonald en el estudio, a mí no me llegaba ningún sonido en la despensa. Sin embargo, en la habitación del ama de llaves la cosa es distinta. No está tan al fondo del pasillo, y desde allí, si gritaban mucho, se podía oír una voz lejana. El sonido de un tiro de escopeta queda algo amortiguado si se dispara a quemarropa, como ocurrió sin duda en este caso. Pero aunque no hiciera mucho ruido, en el silencio de la noche tuvo que oírse perfectamente desde el cuarto de la señora Alien. Nos ha dicho que está un poco sorda, pero, aun así, mencionó en su declaración que oyó algo que le pareció un portazo, una media hora antes de que se diera la alarma. Media hora antes de que se diera la alarma eran las once menos cuarto. No me cabe duda de que lo que oyó fue el disparo de la escopeta, y que a esa hora se cometió en realidad el asesinato. Siendo así, ahora tenemos que averiguar lo que estuvieron haciendo el señor Barker y la señora Douglas, suponiendo que no sean ellos los auténticos asesinos, desde las once menos cuarto, que fue cuando el ruido del disparo los hizo bajar, hasta las once y cuarto, que fue cuando tocaron la campanilla para llamar a la servidumbre. ¿Qué estuvieron haciendo y por qué no dieron la alarma al instante? Esa es la cuestión que debemos plantearnos, y cuando la hayamos resuelto habremos dado sin duda un gran paso en la resolución de nuestro problema. —Yo estoy convencido —dije— de que esos dos están confabulados. Ella tiene que ser una mujer sin corazón para reírle al otro las bromas a las pocas horas de ser asesinado su marido. —Exacto. Ni siquiera en su propia versión de lo ocurrido brillaba mucho como esposa. Ya sabe usted, Watson, que no soy ningún ferviente admirador de las mujeres, pero mi experiencia de la vida me ha enseñado que muy pocas esposas, si es que tienen algún aprecio a sus maridos, dejarían que nada que les dijera ningún hombre les impidiera acercarse al cadáver de su marido. Si alguna vez me caso, Watson, espero inspirar a mi esposa algún sentimiento que le impida dejarse llevar por un ama de llaves cuando mi cadáver yace a pocos metros de ella. Eso estuvo muy mal escenificado, porque hasta al investigador más torpe le extrañaría la ausencia de los habituales llantos femeninos. Aunque no hubiera habido nada más, solo con ese detalle habría bastado para hacerme sospechar que hay una conjura premeditada. —Entonces, ¿cree usted, en definitiva, que Barker y la señora Douglas son culpables del asesinato? —Hace usted unas preguntas, Watson, espantosamente directas —dijo Holmes, amonestándome con la pipa—. Me llegan como balazos. Si me preguntara usted si creo que la señora Douglas y Barker saben la verdad sobre el crimen y están conspirando para ocultarla, le podría dar una respuesta más rotunda. Estoy seguro de que es así. Pero ese planteamiento suyo tan mortífero no está tan claro. Consideremos por un momento las dificultades que presenta. «Vamos a suponer que esa pareja está unida por los lazos de un amor culpable y ha decidido librarse del hombre que se interpone entre ellos. Es mucho suponer, ya que nuestras discretas indagaciones entre la servidumbre y otras personas no han podido confirmarlo en modo alguno. Por el contrario, existen abundantes evidencias de que los Douglas formaban un matrimonio muy bien avenido. —Yo no estaría tan seguro de eso —dije, pensando en aquel bello rostro que sonreía en el jardín. —Bueno, al menos daban esa impresión. Sin embargo, vamos a suponer que se trata de una pareja extraordinariamente astuta, que ha engañado a todo el mundo en este aspecto y que conspira para asesinar al marido. Resulta que el marido es un hombre sobre cuya cabeza se cierne un peligro… —Eso solo lo sabemos porque lo han dicho ellos —Holmes parecía pensativo. —Ya veo, Watson. Está usted esbozando una teoría según la cual todo lo que dicen, de principio a fin, es falso. Según su idea, jamás hubo ni amenaza oculta, ni valle del terror, ni maestro MacNosecuántos, ni nada de nada. Bien, es una buena generalización que lo abarca todo. Vamos a ver adonde nos conduce. Se inventan esa historia para explicar el crimen. A continuación, para dar más fuerza a la idea, dejan la bicicleta en el parque, como prueba de la presencia de algún extraño. La mancha en el alféizar apuntaría en la misma dirección. Lo mismo digo de la tarjeta junto al cadáver, que se pudo haber preparado en la casa. Todo eso encaja en su hipótesis, Watson. Pero a partir de aquí nos encontramos con algunos detalles lamentablemente fundamentales y recalcitrantes que no encajan en su sitio. ¿Por qué una escopeta recortada, entre todas las armas posibles…, y, además, americana? ¿Cómo podían estar tan seguros de que el ruido no atraería a nadie hacia donde estaban ellos? Lo cierto es que fue pura casualidad que la señora Alien no saliera a indagar lo del portazo. ¿Por qué su culpable pareja hace todo eso, Watson? —Confieso que no puedo explicarlo. —Más aún: si una mujer y su amante conspiran para asesinar al marido, ¿cree que van a proclamar a los cuatro vientos su culpabilidad, quitándole el anillo de boda después de matarlo? ¿Le parece muy probable eso, Watson? —No, no me lo parece. —Y todavía hay más: si a usted se le ocurriera dejar una bicicleta escondida, ¿le parecería buena idea hacerlo, cuando hasta el policía más obtuso diría que eso era sin lugar a dudas una pista falsa, puesto que es lo principal que necesitaría el fugitivo para poder escapar? —No se me ocurre ninguna explicación. —Y sin embargo, no debería existir ninguna combinación de hechos para la que la inteligencia humana no pueda concebir una explicación. Solo como ejercicio mental, y sin pretender en absoluto que sea cierto, permítame indicarle una posible línea de razonamiento. Reconozco que es pura imaginación, pero ¡cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad! »Vamos a suponer que, efectivamente, existía un secreto culpable, un secreto verdaderamente vergonzoso, en la vida de ese Douglas. Esto le conduce a la muerte a manos de alguien que, vamos a seguir suponiendo, es un vengador…, alguien que viene de fuera. Este vengador, por alguna razón que confieso que aún no sé explicar, se lleva el anillo de boda del muerto. A lo mejor, la vendetta se remonta a los tiempos de su primer matrimonio, y el anillo se lo llevan por alguna razón que tiene que ver con ello. Antes de que el vengador pueda escapar, Barker y la mujer llegan a la habitación. El asesino los convence de que cualquier intento de detenerlo traería como consecuencia la publicación de un escándalo espantoso. Ellos se dejan convencer y prefieren dejarlo escapar. Para ello, probablemente bajan el puente levadizo, cosa que se puede hacer casi sin ruido, y luego lo vuelven a subir. El hombre escapa y, por alguna razón, piensa que irá más seguro a pie que en bicicleta, así que deja la máquina donde no puedan encontrarla hasta que él se haya puesto a salvo. Hasta ahora, nos mantenemos dentro de los límites de lo posible, ¿no? —Bueno, es posible, desde luego —dije, con ciertas reservas. —Debemos tener presente, Watson, que lo que ha ocurrido, sea lo que sea, es sin duda algo muy fuera de lo normal. Muy bien, continuemos con nuestra suposición: después de marcharse el asesino, la pareja (que no es necesariamente una pareja culpable) se da cuenta de que se han colocado en una situación en la que les va a resultar difícil demostrar que no fueron ellos los autores del crimen, o al menos cómplices. Rápidamente, y con bastante torpeza, intentan poner remedio. Barker deja en el alféizar de la ventana una huella de su zapatilla ensangrentada, para sugerir por dónde escapó el fugitivo. Es evidente que solo ellos dos oyeron el disparo de la escopeta, así que dan la alarma exactamente como lo habrían hecho en un primer momento, pero media hora después del suceso. —¿Y cómo se propone demostrar todo eso? —Bueno, si hubo un intruso, se le podría seguir la pista y detener. Esa sería la demostración más concluyente. Pero si no, bueno, los recursos de la ciencia aún no están agotados, ni mucho menos. Creo que una velada a solas en ese despacho me ayudaría mucho. —¡Una velada a solas! —Tengo la intención de ir allá dentro de un rato. Ya me he puesto de acuerdo con el bueno de Ames, que no se fía demasiado de Barker. Me sentaré en esa habitación y veré si su atmósfera me inspira. Creo en el genius loci. Veo que sonríe, amigo Watson. Bien, ya veremos. Por cierto, trajo usted ese paraguas grande que tiene, ¿no? —Lo tengo aquí. —Bien, lo tomaré prestado si no le importa. —Desde luego, pero… ¡qué birria de arma! Si hay algún peligro… —Nada grave, querido Watson. De lo contrario, tenga por seguro que solicitaría su ayuda. Pero me llevaré el paraguas. Solo estoy esperando a que nuestros amigos regresen de Turnbridge Wells, donde están ahora mismo muy ocupados intentando encontrar un posible propietario de la bicicleta. Ya había caído la noche cuando el inspector MacDonald y White Masón regresaron de su expedición, y venían jubilosos, anunciando un gran avance en nuestra investigación. —Señores, reconozco que tenía mis dudas sobre lo de que hubiera un intruso —dijo MacDonald—, pero eso ya pasó. Hemos identificado la bicicleta y tenemos una descripción de nuestro hombre, o sea, que hemos dado un gran paso. —Me da la impresión de que esto es el principio del fin —dijo Holmes—. Les felicito a los dos de todo corazón. —Bueno, partí del hecho de que el señor Douglas había parecido preocupado desde el día anterior, cuando estuvo en Turnbridge Wells. Así pues, fue en Turnbridge Wells donde adquirió conciencia de algún peligro. Por lo tanto, si había venido un hombre en bicicleta, lo más probable era que hubiera venido de Turnbridge Wells. Nos llevamos allí la bicicleta y la enseñamos en los hoteles. El gerente del Eagle Commercial la identificó inmediatamente como perteneciente a un hombre llamado Hargrave, que había alquilado allí una habitación dos días antes. La bicicleta y una maleta pequeña constituían todo su equipaje. Se inscribió como procedente de Londres, pero no dio dirección. La maleta está hecha en Londres y su contenido es británico, pero el hombre era norteamericano sin ninguna duda. —Bien, bien —dijo Holmes, alegremente—. La verdad es que han hecho ustedes un trabajo palpable mientras yo estaba aquí hilando teorías con mi amigo. Es toda una lección de sentido práctico, señor Mac. —Sí, es justamente eso, señor Holmes —dijo el inspector con satisfacción. —Pero todo esto aún puede encajar en sus teorías —comenté. —Puede que sí y puede que no. Pero oigamos el final, Mac. ¿No había nada que permitiera identificar a ese hombre? —Tan poco, que resultaba evidente que el hombre había tomado precauciones para que no le identificaran. No había papeles, ni cartas, ni marcas en la ropa. En la mesilla de noche había un mapa de la región para ciclistas. Salió del hotel en su bicicleta ayer por la mañana, después de desayunar, y no se ha vuelto a saber de él hasta que llegamos nosotros preguntando. —Eso es lo que me desconcierta, señor Holmes —dijo White Masón—. Si el hombre no quería llamar la atención sobre su persona, lo más lógico habría sido regresar y quedarse en el hotel como cualquier turista inofensivo. Tal como ha actuado, tendría que saber que el gerente del hotel daría parte a la policía y que su desaparición se relacionaría con el crimen. —Habría sido lo más lógico. Aun así, hasta ahora los hechos le dan la razón, puesto que no lo han atrapado. Pero ¿y su descripción? ¿Qué hay de eso? MacDonald consultó su cuaderno de notas. —Aquí la tenemos, hasta donde nos han podido decir. No parece que se hayan fijado demasiado en él, pero aun así, el portero, el recepcionista y la camarera coinciden en que esta es una descripción aceptable: era un hombre de aproximadamente uno setenta y cinco de estatura, unos cincuenta años de edad, pelo ligeramente canoso, bigote grisáceo, nariz encorvada y una cara que todos describen como feroz y desagradable. —Bueno, dejando aparte lo de la expresión, eso casi podría ser una descripción del propio Douglas —dijo Holmes—. Tenía poco más de cincuenta años, pelo y bigote canosos, y aproximadamente la misma estatura. ¿Han averiguado algo más? —Iba vestido con un traje gris de tela gruesa y chaquetón marinero, y llevaba además un impermeable corto amarillo y una gorra blanda. —¿Y qué hay de la escopeta? —Mide menos de sesenta centímetros. Cabría perfectamente en su maleta. Y la podría haber llevado debajo del impermeable sin ningún problema. —¿Y cómo creen que encaja todo esto en el caso en general? —Bueno, señor Holmes —dijo MacDonald—, cuando hayamos atrapado a nuestro hombre, y puedo asegurarle que telegrafié su descripción a los cinco minutos de obtenerla, estaremos en mejores condiciones para juzgar. Pero, aun estando las cosas como están, no cabe duda de que hemos avanzado mucho. Sabemos que un norteamericano que se hacía llamar Hargrave llegó a Turnbridge Wells hace dos días, con una bicicleta y una maleta. En la maleta traía una escopeta recortada, o sea, que venía con el propósito deliberado de cometer un crimen. Ayer por la mañana vino aquí en su bici, con la escopeta escondida bajo el impermeable. Por lo que sabemos, nadie le vio llegar, pero no es preciso pasar por el pueblo para llegar a las puertas del parque, y por la carretera pasan muchos ciclistas. Es de suponer que escondió inmediatamente la bicicleta entre los laureles, donde la encontramos, y puede que él mismo se escondiera allí, vigilando la casa a la espera de que saliera el señor Douglas. La escopeta no es un arma muy adecuada para usar dentro de una casa, pero él tenía la intención de usarla fuera, y ahí sí que tiene ventajas evidentes, porque es imposible fallar el tiro, y el sonido de disparos es tan corriente en cualquier zona de caza de Inglaterra que nadie le prestaría especial atención. —Todo eso está muy claro —dijo Holmes. —Pues bien, el señor Douglas no apareció. ¿Qué hace nuestro hombre? Deja su bicicleta y se acerca a la casa en cuanto oscurece. Encuentra el puente bajado y sin nadie en las proximidades. Decide correr el riesgo, pensando sin duda dar cualquier excusa si se encuentra con alguien. No se encuentra con nadie. Se mete en la primera habitación que ve y se esconde detrás de la cortina. Desde allí puede ver cómo levantan el puente, y comprende que su única vía de escape es a través del foso. Espera hasta las once y cuarto, cuando el señor Douglas, que está haciendo su habitual ronda nocturna, entra en la habitación. Le pega un tiro y escapa, como tenía pensado. Se da cuenta de que el personal del hotel podría describir la bicicleta, lo cual sería una pista contra él, y decide abandonarla y llegar por otros medios a Londres o a algún otro escondrijo seguro que tuviera preparado. ¿Qué le parece, señor Holmes? —Bueno, señor Mac, hasta ahí está muy bien y muy claro. Para usted, ese es el final de la historia. Mi final es que el crimen se cometió media hora antes de lo que nos han dicho; que la señora Douglas y el señor Barker están confabulados para ocultar algo; que ayudaron al asesino a escapar, o al menos llegaron a la habitación antes de que escapara; y que amañaron los indicios de su huida por la ventana, cuando lo más probable es que ellos mismos le dejaran huir bajando el puente. Esa es mi interpretación de la primera mitad. Los dos policías menearon la cabeza. —Vaya, señor Holmes; si eso es cierto, vamos dando tumbos de un misterio a otro —dijo el inspector de Londres. —Y en ciertos aspectos, peor que el primero —añadió White Masón—. La señora no ha estado nunca en América. ¿Qué relación podría tener con un asesino norteamericano que la indujera a encubrirlo? —Reconozco que existen dificultades —dijo Holmes—. Esta noche me propongo hacer una pequeña investigación por mi cuenta, y es posible que pueda aportar alguna contribución a la causa común. —¿Podemos ayudarle, señor Holmes? —¡No, no! La oscuridad y el paraguas del doctor Watson: mis necesidades son así de sencillas. Y Ames, el fiel Ames, que sin duda hará la vista gorda por mí. Todas mis líneas de razonamiento me conducen invariablemente a la misma pregunta básica: ¿Por qué un atleta hace ejercicio con un instrumento tan absurdo como una sola pesa? Era ya muy tarde cuando Holmes regresó de su solitaria excursión nocturna. Dormíamos en una habitación de dos camas, que era lo mejor que podía ofrecernos la pequeña posada rural. Yo ya estaba dormido cuando su entrada me despertó a medias. —¿Y bien, Holmes? —murmuré—. ¿Ha descubierto algo? Se quedó de pie junto a mí, en silencio, con la vela en la mano. De pronto, su figura alta y delgada se inclinó hacia mí. —Dígame, Watson —susurró—. ¿No le da miedo dormir en la misma habitación que un lunático, un hombre con el cerebro reblandecido, un idiota con pájaros en la cabeza? —Ni lo más mínimo —respondí, sorprendido. —¡Ah, qué suerte! —dijo. Y no pronunció ni una palabra más en toda la noche. CAPÍTULO VII La solución A la mañana siguiente, después de desayunar, encontramos al inspector MacDonald y a White Masón muy atareados en el pequeño despacho del sargento de policía del pueblo. Sobre la mesa que tenían delante se amontonaban numerosas cartas y telegramas, que ellos seleccionaban y clasificaban cuidadosamente. Tres estaban colocados aparte. —¿Aún seguimos tras la pista del escurridizo ciclista? —preguntó Holmes, alegremente—. ¿Cuáles son las últimas noticias del rufián? MacDonald señaló con gesto abatido el montón de correspondencia. —Por el momento, lo han localizado en Leicester, Nottingham, Southampton, Derby, East Ham, Richmond y otros catorce sitios. En tres de ellos, East Ham, Leicester y Liverpool, la evidencia en su contra era tan clara que lo han detenido. Parece que el país está plagado de fugitivos con impermeables amarillos. —¡Vaya por Dios! —exclamó Holmes con simpatía—. Mire, señor Mac, y también usted, señor White Masón. Quiero darles un consejo muy en serio. Cuando me metí en este caso con ustedes, recordarán que puse como condición que no les presentaría teorías a medio demostrar, sino que me guardaría mis ideas y trabajaría sobre ellas hasta tener la seguridad de que eran acertadas. Por esta razón, no les voy a decir en este momento todo lo que tengo en la cabeza. Pero, por otra parte, también les dije que jugaría limpio con ustedes, y creo que no jugaría limpio si les dejara, ni por un momento, malgastar energía sin necesidad en una tarea improductiva. Por eso he venido aquí esta mañana a darles un consejo, y mi consejo se resume en tres palabras: abandonen la investigación. MacDonald y White Masón miraron atónitos a su célebre colega. —¿Cree que no hay posibilidad de solución? —exclamó el inspector. —Creo que su investigación no la tiene. Pero no considero imposible llegar a averiguar la verdad. —Pero ¿y ese ciclista? Eso no es ninguna invención. Tenemos su descripción, su maleta, su bicicleta. Tiene que estar en alguna parte. ¿Por qué no habríamos de dar con él? —Sí, sí, seguro que estará en alguna parte, y seguro que daremos con él, pero no puedo permitir que malgasten sus energías en East Ham o en Liverpool. Estoy seguro de que podemos encontrar un camino más corto para llegar a la solución. —Usted se está guardando algo. Eso no es jugar limpio, señor Holmes —el inspector estaba molesto. —Ya conoce mis métodos de trabajo, Mac. Pero me lo callaré el menor tiempo posible. Solo quiero hacer una comprobación, que resultará muy fácil, y después les saludaré y regresaré a Londres, dejando mis conclusiones a su completa disposición. Les debo demasiado para proceder de otro modo, porque no recuerdo en toda mi carrera un problema tan curioso e interesante como este. —No entiendo nada, señor Holmes. Anoche hablamos con usted, al regresar de Turnbridge Wells, y en general estaba usted de acuerdo con nuestras conclusiones. ¿Qué ha sucedido desde entonces para que ahora tenga una idea completamente nueva del caso? —Bueno, ya que lo pregunta, anoche pasé varias horas en la Mansión, como les dije que pensaba hacer. —¿Y qué ocurrió? —¡Ah! De momento solo puedo darles una respuesta muy inconcreta. Por cierto, he estado leyendo una breve, pero muy clara e interesante historia del viejo edificio, que se puede adquirir por la módica suma de un penique en la tienda de tabaco del pueblo —al decir esto, Holmes sacó del bolsillo del chaleco un pequeño folleto, ilustrado con un tosco grabado de la antigua casa solariega—. El placer de la investigación, querido señor Mac, aumenta considerablemente cuando uno sintoniza de manera consciente con el ambiente histórico que le rodea. No se ponga tan impaciente, porque le aseguro que incluso una crónica tan escueta como esta hace surgir en la mente algún tipo de imagen del pasado. Permítame que le dé un ejemplo: «La mansión solariega de Birlstone, construida en el quinto año del reinado de Jacobo I, sobre el emplazamiento de un edificio mucho más antiguo, constituye uno de los ejemplos más perfectos y mejor conservados de residencia jacobina con foso…» —Se está burlando de nosotros, Holmes. —¡Vamos, vamos, señor Mac! Es la primera señal de mal genio que detecto en usted. Está bien, no les leeré el texto palabra por palabra, ya que le pone de tan mal humor. Pero si le digo que aquí se relata cómo tomó la casa un coronel parlamentarista en 1644, y que en ella estuvo escondido varios días el rey Carlos durante la guerra civil, y, por último, la visita que hizo Jorge II al lugar, tendrá que reconocer que existen varias anécdotas muy interesantes relacionadas con esta antigua mansión. —No lo dudo, señor Holmes, pero eso no es asunto nuestro. —¿Cómo que no? ¿Cómo que no? La amplitud de miras, querido señor Mac, es uno de los aspectos esenciales de nuestra profesión. La interconexión de ideas y la aplicación de conocimientos de otros campos resultan a menudo extraordinariamente interesantes. Tendrá que perdonar estos comentarios de una persona que, aunque solo sea un simple aficionado al crimen, es bastante mayor que usted y puede que más experimentado. —Soy el primero en reconocerlo —dijo el inspector en tono cordial—. Reconozco que suele usted cumplir sus objetivos, pero tiene una manera tan endemoniadamente tortuosa de hacerlo… —Bueno, bueno, dejemos la historia pasada y ciñámonos a los hechos actuales. Como ya les he dicho, anoche fui a la Mansión. No vi al señor Barker ni a la señora Douglas, porque no me pareció necesario molestarlos, pero me alegró saber que la señora no parecía muy angustiada y que había despachado una cena excelente. A quien más me interesaba ver era al bueno del señor Ames, con quien intercambié algunas cortesías que culminaron con su avenencia a permitirme pasar algún tiempo a solas en el despacho sin que se enterara nadie más. —¿Cómo? ¿Con aquello? —exclamé yo. —No, no. Todo eso ya está arreglado. Tengo entendido que usted dio su autorización, señor Mac. La habitación estaba en su estado normal, y en ella pasé un cuarto de hora muy instructivo. —¿Qué estuvo haciendo? —Pues bien, para no hacer un misterio de un asunto tan simple, estuve buscando la pesa perdida. Siempre ha constituido una pieza muy importante en mi interpretación del caso. Y acabé encontrándola. —¿Dónde? —¡Ah, ya nos acercamos a los límites de lo inexplorado! Permítanme ir un poco más lejos, solo un poco más, y les prometo que les haré partícipes de todo lo que sé. —Bien, no nos queda más remedio que aceptar sus condiciones —dijo el inspector—. Pero eso de venir a decirnos que abandonemos la investigación… ¿Por qué tendríamos que abandonarla, por amor de Dios? —Por la sencilla razón, querido señor Mac, de que no tienen la menor idea de lo que están investigando. —Estamos investigando el asesinato del señor John Douglas, de la Mansión Birlstone. —Sí, sí, eso hacen. Pero no se molesten en seguir la pista del misterioso caballero de la bicicleta. Les aseguro que eso no les servirá de nada. —Entonces, ¿qué sugiere usted que hagamos? —Les voy a decir exactamente lo que pueden hacer, si es que quieren. —Bueno, debo decir que siempre he comprobado que tenía usted razones para todas sus extravagantes maniobras. Haré lo que usted me aconseje. —¿Y usted, señor White Masón? El policía rural miró a uno y otro con expresión de impotencia. Sherlock Holmes y sus métodos eran una novedad para él. —Bueno, si al inspector le parece bien, a mí también me parece bien —dijo por fin. —Excelente —dijo Holmes—. Pues entonces, yo les recomendaría a ambos un bonito y alegre paseo por el campo. Me han dicho que desde Birlstone Ridge se divisan unas vistas magníficas del Weald. Seguro que podrán comer en algún parador agradable, aunque mi desconocimiento de la región me impide recomendarles uno. Al atardecer, cansados pero felices… —¡Holmes, esto ya es pasarse con las bromas! —exclamó MacDonald, levantándose indignado de su asiento. —Está bien, está bien, pasen el día como gusten —dijo Holmes, dándole animadas palmaditas en el hombro—. Hagan lo que les parezca y vayan donde quieran, pero vengan aquí sin falta a reunirse conmigo antes del anochecer. Sin falta, Mac. —Eso parece ya más razonable. —Les he dado un consejo excelente, pero no insisto, con tal de que estén aquí cuando les necesite. Pero ahora, antes de separarnos, quiero que escriba usted una nota al señor Barker. —Bien. —Yo se la dictaré si le parece bien. ¿Preparado? «Estimado señor: Me ha parecido que es nuestro deber desecar el foso, con la esperanza de encontrar algo…» —Eso es imposible —dijo el inspector—. Ya me he informado. —Vamos, vamos, amigo mío. Por favor, haga lo que le pido. Bien, sigamos: «… con la esperanza de encontrar algo que pueda ayudar a nuestra investigación. Ya he tomado las medidas necesarias, y los operarios empezarán a trabajar mañana, a primera hora de la mañana, para desviar el arroyo…» —¡Imposible! —«… desviar el arroyo, por lo que he considerado conveniente advertírselo por anticipado». Ahora, fírmela y envíela por mensajero a eso de las cuatro. A esa hora nos volveremos a encontrar en esta misma habitación. Hasta entonces, cada uno puede hacer lo que más le guste, porque les puedo asegurar que esta investigación ha entrado en una fase de pausa. Estaba cayendo la tarde cuando volvimos a reunimos. Holmes estaba muy serio a su manera, yo curioso, y los policías claramente molestos y criticones. —Bien, caballeros —dijo mi amigo con mucha seriedad—. Ahora les voy a pedir que participen conmigo en este experimento, y podrán juzgar por sí mismos si las observaciones que he realizado justifican las conclusiones a las que he llegado. La tarde está muy desapacible, y no sé cuánto puede durar nuestra expedición, de modo que les ruego que se pongan su ropa de más abrigo. Es de la máxima importancia que estemos en nuestros puestos antes de que oscurezca del todo, así que, con su permiso, nos pondremos en marcha de inmediato. Caminamos a lo largo de los límites exteriores del parque de la mansión hasta llegar a un lugar donde había un hueco en la verja que lo rodeaba. Por allí nos colamos, y después, mientras caían las sombras, seguimos a Holmes hasta un macizo de arbustos situado casi enfrente de la puerta principal y el puente levadizo. Este último aún no se había alzado. Holmes se agazapó detrás de la masa de laureles, y los otros tres seguimos su ejemplo. —Muy bien, y ahora ¿qué hacemos? —preguntó MacDonald en tono algo brusco. —Armar nuestras almas de paciencia y hacer el menor ruido posible —respondió Holmes. —¿Para qué hemos venido aquí? Creo, de verdad, que podría tratarnos con más franqueza. Holmes se echó a reír. —Watson siempre dice que soy un dramaturgo de la vida real —dijo—. Hay dentro de mí una cierta vena de artista que reclama con insistencia una buena puesta en escena. Estoy convencido de que nuestra profesión, señor Mac, resultaría muy aburrida y sórdida si no preparásemos de vez en cuando la escenificación para realzar nuestros resultados. La acusación directa, la palmada brutal en el hombro… ¿qué placer se puede obtener de semejante dénouement? En cambio, la inferencia rápida, la trampa sutil, la astuta previsión de lo que va a suceder, la triunfal confirmación de teorías atrevidas… ¿no constituyen el orgullo y la justificación del trabajo al que hemos dedicado nuestras vidas? En este preciso momento sienten ustedes la emoción provocada por la magia de la situación y la anticipación del cazador. ¿Dónde estaría esa emoción si yo hubiera sido tan preciso como un horario de trenes? Solo les pido un poco de paciencia, señor Mac, y lo verán todo claro. —Está bien, solo espero que el orgullo y la justificación y todo lo demás lleguen antes de que nos muramos de frío —dijo el policía de Londres con cómica resignación. Todos teníamos buenas razones para sumarnos a esa aspiración, porque nuestra vigilia fue larga y dura. Poco a poco, la oscuridad se fue cerrando sobre la larga y sombría fachada de la vieja mansión. El vaho frío y húmedo del foso nos helaba hasta los huesos y nos hacía castañetear los dientes. Sobre la entrada de la casa había un único farol, y en el despacho fatídico brillaba un firme globo de luz. —¿Cuánto va a durar esto? —preguntó el inspector de repente—. ¿Y qué es lo que estamos vigilando? —No tengo ni la menor idea de lo que va a durar —respondió Holmes con cierta aspereza—. Si los criminales actuaran siempre ateniéndose a un horario, como los ferrocarriles, sería mucho más cómodo para todos nosotros, en eso estoy de acuerdo. En cuanto a lo que estamos… ¡Mire, eso es lo que estamos vigilando! Mientras él hablaba, la brillante luz amarilla del despacho quedó tapada por alguien que andaba de un lado a otro delante de ella. Los laureles que nos servían de escondite se encontraban justo enfrente de la ventana y a menos de treinta metros de distancia. En aquel momento, la ventana se abrió de par en par con un chirrido de bisagras, y pudimos ver borrosamente la oscura silueta de la cabeza y los hombros de un hombre que miraba hacia la oscuridad exterior. Permaneció unos minutos mirando hacia fuera, de manera furtiva y clandestina, como si quisiera asegurarse de que nadie lo observaba. Después, se inclinó hacia delante y, en medio del intenso silencio, percibimos un suave chapoteo de agua agitada. Parecía que el hombre estaba removiendo el agua del foso con algo que tenía en la mano. De pronto sacó algo del agua, como un pescador que saca un pez: un objeto grande y redondeado, que tapó la luz cuando el hombre lo hizo pasar por la ventana abierta. —¡Ahora! —exclamó Holmes—. ¡Ahora! Todos nos pusimos en pie y lo seguimos a trompicones con nuestros miembros entumecidos, mientras él, en uno de aquellos estallidos de energía nerviosa que de vez en cuando lo transformaban en el hombre más activo y vigoroso que he conocido en mi vida, cruzaba el puente corriendo a toda velocidad y tocaba con fuerza la campanilla. Se oyó el rechinar de cerrojos al otro lado de la puerta, y el asombrado Ames apareció en el umbral. Holmes lo apartó a un lado sin decir palabra y, seguido por todos nosotros, se precipitó en la habitación ocupada por el hombre al que habíamos estado vigilando. La lámpara de aceite que había estado sobre la mesa era la fuente de la luminosidad que habíamos visto desde el exterior. Ahora estaba en la mano de Cecil Barker, que la adelantó hacia nosotros cuando entramos. Su luz caía sobre su rostro firme, decidido y bien afeitado, y sobre sus amenazadores ojos. —¿Qué demonios significa todo esto? —exclamó—. ¿Qué buscan ustedes aquí? Holmes echó una rápida mirada por la habitación y se abalanzó sobre un bulto empapado y atado con una cuerda, que estaba tirado bajo el escritorio, donde había sido arrojado. —Esto es lo que buscamos, señor Barker. Este paquete, lastrado con una pesa, que usted acaba de sacar del fondo del foso. Barker se quedó mirando a Holmes con expresión de asombro. —¿Cómo rayos ha sabido de su existencia? —preguntó. —Por la sencilla razón de que yo lo puse ahí. —¿Que usted lo puso ahí? ¿Usted? —Tal vez debería haber dicho que «lo volví a dejar ahí» —dijo Holmes—. Recordará usted, inspector MacDonald, que me extrañó bastante que faltara una pesa. Se lo hice notar, pero, apremiado por otras circunstancias, apenas tuvo usted tiempo de dedicarle la debida atención, lo cual le habría permitido sacar algunas deducciones. Cuando hay agua cerca y falta un objeto pesado, no es aventurado suponer que han hundido algo en el agua. Por lo menos, era una idea que valía la pena poner a prueba, de modo que anoche, con la ayuda de Ames, que me permitió entrar en la habitación, y con el mango del paraguas del doctor Watson, conseguí pescar e inspeccionar ese paquete. Sin embargo, era de la máxima importancia que pudiéramos demostrar quién lo dejó ahí. Esto lo hemos conseguido por el sencillísimo procedimiento de anunciar que mañana se iba a desecar el foso, con lo cual, como es natural, la persona que hubiera escondido el paquete se apresuraría con toda seguridad a retirarlo en cuanto la oscuridad se lo permitiese. Tenemos nada menos que cuatro testigos para dar fe de quién aprovechó la oportunidad. Así que, señor Barker, creo que ahora le toca hablar a usted. Sherlock Holmes colocó el chorreante paquete sobre la mesa, junto a la lámpara, y desató la cuerda que lo sujetaba. Extrajo de su interior una pesa de gimnasia, que arrojó al rincón junto a su compañera. A continuación, sacó un par de botas. —Americanas, como pueden ver —comentó, señalando las punteras. Después colocó sobre la mesa un largo y mortífero cuchillo envainado. Por último, deshizo un atado de ropa, que incluía una muda interior completa, calcetines, un traje de lana gris y un impermeable amarillo corto. —Las ropas son corrientes —comentó Holmes—, con excepción del impermeable, que está lleno de detalles sugerentes —lo acercó con ternura a la luz, mientras sus largos y delgados dedos revoloteaban sobre la prenda—. Aquí, como pueden ver, hay un bolsillo interior que se prolonga bajo el forro, dejando espacio de sobra para la escopeta recortada. En el cuello tenemos la etiqueta del sastre: «Neale. Ropa de trabajo. Vermissa. U. S. A.». Me he pasado una tarde muy instructiva en la biblioteca del párroco, y he ampliado mis conocimientos al saber que Vermissa es una pequeña y próspera ciudad, situada en la cabecera de uno de los más famosos valles mineros de los Estados Unidos, conocido por sus minas de carbón y hierro. Creo recordar, señor Barker, que usted relacionó las zonas carboníferas con la primera esposa del señor Douglas, y no parece muy aventurado deducir que las letras V. V. que había en la tarjeta encontrada junto al cadáver significan «valle de Vermissa», y que este mismo valle, que envía emisarios a cometer asesinatos, debe de ser el mismísimo valle del terror del que hemos oído hablar. Hasta aquí, está bastante claro. Y ahora, señor Barker, creo que no debo hacer esperar más su explicación. Era todo un espectáculo ver el rostro expresivo de Cecil Barker durante la exposición del gran detective. Por él fueron pasando sucesivamente la ira, el asombro, la consternación y la indecisión. Por fin, se refugió en una ironía bastante ácida. —Ya que sabe tanto, señor Holmes, tal vez sea mejor que nos explique algo más —se burló. —No le quepa duda de que podría decirle mucho más, señor Barker, pero sería más interesante que lo hiciera usted. —Eso cree, ¿eh? Pues lo único que puedo decir es que, si existe aquí algún secreto, ese secreto no es mío, y no seré yo quien lo traicione. —Muy bien, pues si adopta esa actitud, señor Barker —dijo tranquilamente el inspector—, tendremos que mantenerle vigilado hasta que dispongamos de la orden judicial y podamos proceder a su detención. —Pueden hacer lo que les dé la maldita gana —dijo Barker, desafiante. La situación parecía haber llegado a un callejón sin salida por lo que a él se refería. No había más que mirar su rostro de granito para darse cuenta de que ninguna peine forte et dure le obligaría a declarar contra su voluntad. Pero el estancamiento quedó roto por una voz femenina. La señora Douglas, que había estado escuchando junto a la puerta entreabierta, entró en la habitación. —Ya has hecho bastante por nosotros, Cecil —dijo—. Ocurra lo que ocurra en el futuro, tú ya has hecho bastante. —Bastante y más que bastante —añadió Sherlock Holmes, muy serio—. Siento la mayor simpatía por usted, señora, y le ruego de todo corazón que tenga algo de confianza en nuestro sistema de justicia y comunique voluntariamente a la policía todo lo que sabe. Puede que yo mismo tenga mi parte de culpa, por no haber hecho caso a la sugerencia que me transmitió por medio de mi amigo, el doctor Watson, pero en aquel momento tenía abundantes motivos para creer que estaban ustedes directamente implicados en el crimen. Ahora estoy convencido de que no es así. Pero, al mismo tiempo, quedan aún muchas cosas sin explicar, y le recomendaría fervientemente que pidiera usted al señor Douglas que nos contara él mismo su historia. La señora Douglas dejó escapar una exclamación de asombro al oír las palabras de Holmes. Y creo que los dos policías y yo le hicimos eco cuando advertimos la presencia de un hombre que parecía haber surgido a través de la pared, y que avanzaba desde la oscuridad del rincón en el que había aparecido. La señora Douglas se volvió, y un instante después lo rodeaba con sus brazos, mientras Barker estrechaba la mano que le tendía. —Es mejor así, Jack —repetía la mujer—. Estoy segura de que es mejor así. —De verdad que sí, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes—. Ya verá como al final es lo mejor. El hombre nos miraba parpadeando, con la expresión deslumbrada de quien pasa de la oscuridad a la luz. Tenía un rostro notable: ojos grises y de mirada audaz, bigote canoso bien recortado, mandíbula cuadrada y saliente, y boca con expresión humorística. Nos miró detenidamente a todos y después, con gran asombro por mi parte, avanzó hacia mí y me entregó un legajo de papeles. —He oído hablar de usted —dijo, con un acento que no era ni del todo inglés ni del todo americano, pero que en conjunto resultaba suave y agradable—. Usted es el historiador de esta pandilla. Bien, doctor Watson, apuesto hasta mi último dólar a que jamás ha pasado por sus manos una historia como esta. Cuéntela a su manera, pero aquí están los hechos, y con estos hechos no le faltarán lectores. He pasado dos días emparedado y he dedicado las horas de luz, la poca luz que me llegaba en esa ratonera, a ponerlo todo por escrito. Lo dejo a su disposición, y a la de su público. Esta es la historia del valle del terror. —Eso es el pasado, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes con suavidad—. Lo que ahora deseamos oír es su relato del presente. —Lo tendrá, señor —dijo Douglas—. ¿Puedo fumar mientras se lo cuento? Gracias, señor Holmes. Usted también es fumador, si no recuerdo mal, y podrá imaginarse lo que es estar sentado dos días, con tabaco en el bolsillo, pero con miedo a que el olor te delate —se apoyó en la repisa de la chimenea y chupó con avidez el cigarro que Holmes le había dado—. He oído hablar de usted, señor Holmes; nunca imaginé que llegaríamos a conocernos. Pero seguro que, antes de que acabe de leer eso —señaló con la cabeza mis papeles—, va a decir que le he traído algo completamente nuevo. El inspector MacDonald no había dejado de mirar al recién llegado con absoluto asombro. —¡Pero bueno, esto es realmente sorprendente! —exclamó por fin—. Si usted es John Douglas, de la mansión Birlstone, entonces ¿quién es el muerto cuya muerte llevamos dos días investigando, y de dónde demonios sale usted ahora? Dio la impresión de que surgía del suelo como el muñeco de una caja sorpresa. —Ah, señor Mac —dijo Holmes, reprendiéndole con el dedo índice—. Se negó usted a leer esa excelente crónica local que describía la ocultación del rey Carlos. En aquel entonces, la gente no se escondía más que en escondites seguros, y un escondite que se ha usado una vez, se puede volver a usar. Yo estaba convencido de que encontraríamos al señor Douglas bajo este techo. —¿Y cuánto tiempo lleva jugando con nosotros, señor Holmes? —dijo el inspector, indignado—. ¿Cuánto tiempo ha estado permitiendo que nos agotáramos en una búsqueda que usted sabía que era absurda? —Ni un solo instante, querido señor Mac. Hasta anoche no me formé una idea clara del caso. Como no se podía poner a prueba hasta esta noche, les invité a usted y a su compañero a tomarse un día de vacaciones. Dígame: ¿qué más podía hacer? Cuando encontré el paquete de ropa en el foso, tuve la seguridad de que el cadáver que habíamos encontrado no podía ser de ningún modo el del señor John Douglas, sino que tenía que ser el del ciclista de Turnbridge Wells. No era posible llegar a otra conclusión. Por consiguiente, tenía que averiguar dónde podía estar el verdadero señor Douglas, y todas las probabilidades apuntaban a que, con la complicidad de su esposa y de su amigo, se había escondido en una casa que disponía de instalaciones adecuadas para ocultar a un fugitivo en espera de tiempos más tranquilos para poder efectuar la huida definitiva. —Pues acertó en su suposición —dijo el señor Douglas en tono de aprobación—. Me pareció más conveniente eludir la justicia británica, porque no estaba seguro de mi situación ante ella; y además, aquí vi la oportunidad de hacer perder mi rastro a estos perros de una vez por todas. Les aseguro que, del principio al final, no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme, ni nada que no volvería a hacer, pero eso lo podrán juzgar ustedes mismos cuando les cuente mi historia. No se moleste en advertirme, inspector. Estoy dispuesto a no apartarme de la verdad. »No voy a empezar por el principio. Todo eso está ahí —señaló mi montón de papeles—, y ya verán que es una historia bien curiosa. Todo se reduce a esto: hay ciertos hombres que tienen buenos motivos para odiarme y que darían hasta su último dólar para acabar conmigo. Mientras yo esté vivo y ellos también, no hay en el mundo un sitio seguro para mí. Me persiguieron desde Chicago hasta California; y me siguieron persiguiendo hasta hacerme marchar de América. Pero cuando me casé y me establecí en este lugar tan tranquilo, llegué a pensar que mis últimos años serían apacibles. Nunca le expliqué a mi mujer la situación. ¿Para qué iba a implicarla a ella? Jamás volvería a tener un momento de tranquilidad, estaría siempre imaginando peligros. Supongo que algo sabía, porque habré dejado caer una palabra aquí y otra allá…, pero hasta ayer, después de que ustedes, caballeros, hablaran con ella, no se enteró de la verdad del asunto. Les dijo a ustedes todo lo que sabía, lo mismo que Barker, porque la noche en que sucedió todo esto tuvimos muy poco tiempo para explicaciones. Ahora lo sabe todo, y habría sido más inteligente por mi parte contárselo antes. Pero era un problema difícil, querida —agarró durante un instante la mano de su esposa—, y actué como me pareció mejor. »Bien, caballeros: el día antes de estos sucesos, estuve en Turnbridge Wells y allí vi fugazmente a un hombre en la calle. Fue solo un instante, pero tengo buen ojo para estas cosas, y no me cupo duda de quién era. Era el peor de todos mis enemigos, un hombre que me ha venido persiguiendo durante todos estos años como un lobo hambriento detrás de un caribú. Comprendí que el peligro era inminente, y vine a casa a prepararme para afrontarlo. Estaba dispuesto a luchar solo y salir airoso. Hubo un tiempo en el que mi suerte daba que hablar en todos los Estados Unidos, y no dudaba de que aún seguiría acompañándome. »Todo el día siguiente estuve en guardia y no salí al parque. Hice bien, porque me habría tumbado con esa escopeta suya antes de que yo pudiera sacar mi arma. Después de izar el puente (siempre me quedaba más tranquilo cuando levantábamos el puente por las noches), dejé de preocuparme por el asunto. Ni se me ocurrió que pudiera entrar en la casa y acecharme aquí. Pero cuando estaba haciendo la ronda vestido con mi batín, como tenía por costumbre, olí el peligro en cuanto entré en el despacho. Supongo que cuando un hombre ha corrido peligros en su vida, y yo he corrido más que la mayoría de la gente, adquiere una especie de sexto sentido que agita la bandera roja. Vi la señal con toda claridad, aunque no sabría decirles por qué. Un instante después distinguí una bota bajo la cortina de la ventana, y entonces supe el porqué sin lugar a dudas. »Yo tenía en la mano solo una vela, pero por la puerta abierta entraba bastante luz de la lámpara del vestíbulo. Dejé la vela y salté a por un martillo que había dejado en la repisa de la chimenea. En aquel mismo instante, él se abalanzó sobre mí. Vi el brillo del cuchillo y le lancé un golpe con el martillo. Le di en alguna parte, porque el cuchillo cayó repicando al suelo. El rodeó la mesa, rápido como una anguila, y un momento después sacó la escopeta de debajo de su impermeable. Le oí amartillarla, pero yo ya la tenía agarrada antes de que pudiera disparar. Yo la agarraba por los cañones, y luchamos a muerte durante un minuto o más. El que soltara la presa era hombre muerto. Él no llegó a soltarla, pero mantuvo la culata hacia abajo un segundo más de lo conveniente. Puede que fuera yo el que apretó el gatillo. Puede que lo apretáramos entre los dos. En cualquier caso, él recibió las dos descargas en la cara y yo quedé de pie, mirando fijamente lo que quedaba de Ted Baldwin. Lo había reconocido en el pueblo, y también cuando saltó sobre mí, pero ni su propia madre habría podido reconocerlo tal como había quedado. Estoy acostumbrado a la vida dura, pero casi me mareé al verlo. «Estaba apoyado en el borde de la mesa cuando Barker bajó corriendo. Oí que también venía mi esposa, y corrí a la puerta para detenerla. No era espectáculo para que lo viera una mujer. Le prometí que pronto iría con ella. Cambié unas palabras con Barker, que se dio cuenta de todo al primer vistazo, y esperamos a que vinieran los demás. Pero nadie dio señales de vida. Entonces comprendimos que nadie había oído nada, y que solo nosotros sabíamos lo que había ocurrido. »En aquel instante se me ocurrió la idea. Era tan brillante que casi me deslumbra. La manga del muerto se había subido, y allí, en su antebrazo, estaba la marca a fuego de la logia. Vean esto. El hombre al que conocíamos como Douglas se arremangó la chaqueta y la camisa y nos enseñó un triángulo castaño dentro de un círculo, exactamente iguales que los que habíamos visto en el cadáver. —Ver esto fue lo que me dio la idea. Con una sola mirada lo vi todo claro. Su estatura, su pelo y su figura eran más o menos como los míos. Y nadie podría identificar su cara, pobre diablo. Bajé este traje que llevo y, en un cuarto de hora, Barker y yo le pusimos mi batín y lo dejamos tal como ustedes lo encontraron. Hicimos un paquete con todas sus cosas, lo lastré con el único objeto pesado que pude encontrar, y lo arrojamos por la ventana. La tarjeta que él había pensado dejar sobre mi cadáver estaba caída junto al suyo. Le puse en el dedo mis anillos, pero cuando llegué al anillo de boda… —Douglas extendió su musculosa mano—. Pueden ver por sí mismos que me resultó imposible. No me lo he quitado desde que me casé, y habría necesitado una lima para quitármelo. Tampoco sé si habría estado dispuesto a desprenderme de él, pero aunque hubiera querido, no habría podido hacerlo. Así que tuvimos que dejar ese detalle a merced de los acontecimientos. Lo que sí hice fue traer una tira de esparadrapo y colocársela donde yo llevo esta otra. Ahí tuvo usted un fallo, señor Holmes, con todo lo listo que es, porque si hubiera despegado el esparadrapo habría visto que no había ningún corte debajo. »Bueno, pues esa era la situación. Si podía permanecer oculto durante algún tiempo y luego huir a algún sitio donde mi mujer pudiera reunirse conmigo, tendríamos por fin la posibilidad de vivir en paz el resto de nuestras vidas. Estos demonios no me darían un respiro mientras yo siguiera sobre la tierra, pero si leían en los periódicos que Baldwin había alcanzado a su hombre, se acabarían todos mis problemas. No tuve mucho tiempo para explicárselo a Barker y a mi mujer, pero comprendieron lo suficiente para poder ayudarme. Yo conocía este escondite, y también lo conocía Ames, pero jamás se le pasó por la cabeza relacionarlo con el suceso. Así que me escondí en él y Barker se ocupó del resto. «Supongo que ustedes se figurarán lo que hizo. Abrió la ventana y dejó la mancha en el alféizar para sugerir cómo había escapado el asesino. Era un poco descabellado, pero, dado que el puente estaba levantado, no había otro camino. Después, cuando todo estuvo arreglado, tocó la campanilla con todas sus fuerzas. Lo que ocurrió después ya lo saben. Y ahora, caballeros, pueden hacer lo que gusten, pero les he dicho la verdad y toda la verdad, por Dios se lo juro. Y lo que les pregunto ahora es: ¿cuál es mi situación, según las leyes inglesas? Hubo un silencio, que rompió Sherlock Holmes. —La ley inglesa es, en términos generales, una ley justa. No le tratarán peor de lo que merece. Pero tengo que preguntarle cómo sabía este hombre que usted vivía aquí, cómo sabía el modo de entrar en la casa y dónde esconderse para atacarle. —De eso no sé nada. El rostro de Holmes estaba muy pálido y muy serio. —Me temo que esta historia aún no ha terminado —dijo—. Puede que tenga que enfrentarse a peligros peores que la ley de Inglaterra, peores incluso que sus enemigos americanos. Preveo que le aguardan dificultades, señor Douglas. Siga mi consejo y permanezca en guardia. Y ahora, pacientes lectores míos, quiero pediros que vengáis conmigo durante algún tiempo, lejos de la mansión solariega de Birlstone, en Sussex, y lejos también del año de gracia en el que hicimos aquel memorable viaje que concluyó con la extraña historia del hombre que todos conocían como John Douglas. Quiero que retrocedáis conmigo en el tiempo unos veinte años, y que os desplacéis en el espacio varios miles de millas hacia el Oeste, para que pueda exponer ante vosotros una extraña y terrible narración. Tan extraña y tan terrible que puede que os resulte difícil creer que ocurrió tal como yo os la cuento. No vayáis a creer que estoy insertando una historia antes de que termine la otra. A medida que leáis, os daréis cuenta de que no es así. Y cuando yo haya detallado aquellos lejanos sucesos y vosotros hayáis resuelto este misterio del pasado, nos volveremos a encontrar en esas habitaciones de Baker Street, donde, como tantos otros sucesos maravillosos, tendrá final este relato. SEGUNDA PARTE - LOS BATIDORES CAPÍTULO I El hombre Era el 4 de febrero del año 1875. El invierno había sido crudo, y la nieve se acumulaba espesa en las gargantas de los montes Gilmerton. Sin embargo, el quitanieves de vapor había mantenido abierta la línea ferroviaria, y el tren vespertino que conectaba la larga hilera de colonias de las minas de carbón y las siderurgias avanzaba lentamente, entre gruñidos, subiendo las empinadas pendientes que llevan desde Stagville, en la llanura, hasta Vermissa, la población principal, situada en la cabecera del valle de Vermissa. Desde este punto, la vía iba descendiendo hacia Barton’s Crossing, Helmdale y el condado puramente agrícola de Merton. Era un ferrocarril de vía única, pero en cada apartadero, y había muchos, largas filas de vagones cargados de carbón y de mineral de hierro pregonaban la riqueza oculta que había atraído a una población ruda, de vida bulliciosa, hasta este desolado rincón de los Estados Unidos de América. Porque era verdaderamente desolado. Poco podía sospechar el primer pionero que atravesó la región que las más hermosas praderas y los más fértiles pastizales no valían nada en comparación con esta sombría tierra de negros riscos y enmarañados bosques. Por encima de los oscuros y casi impenetrables bosques que cubrían sus laderas, las altas y peladas cimas de las montañas —nieve blanca y roca escarpada— se alzaban a ambos lados, dejando en el centro un largo, ondulante y tortuoso valle. Por él subía el pequeño tren, arrastrándose lentamente. Acababan de encenderse las lámparas de aceite en el primer vagón de pasajeros, un largo y austero carruaje en el que se sentaban unas veinte o treinta personas. En su mayoría eran trabajadores que regresaban de su jornada laboral en la parte inferior del valle. Por lo menos una docena eran mineros, como proclamaban sus caras tiznadas y las linternas de seguridad que llevaban. Iban sentados en grupo, fumando y conversando en voz baja, y de cuando en cuando dirigían una mirada hacia dos hombres que viajaban en el extremo opuesto del vagón, cuyos uniformes e insignias indicaban que eran policías. Varias mujeres de clase trabajadora y uno o dos pasajeros que podrían pasar por pequeños comerciantes de pueblo componían el resto del pasaje, con la excepción de un joven que iba solo en un rincón. Es este hombre el que nos interesa. Fijaos bien en él, porque vale la pena. Es un joven de estatura media y piel lozana, y que aparenta andar cerca de los treinta años. Tiene ojos grises, grandes, vivos y alegres, que parpadean inquisitivamente de cuando en cuando, cada vez que mira a través de sus gafas a la gente que le rodea. Es fácil darse cuenta de que tiene un carácter sociable y posiblemente sencillo, ansioso de entablar amistad con todo el mundo. Cualquiera lo clasificaría a la primera como persona de hábitos gregarios y carácter comunicativo, de ingenio rápido y sonrisa pronta. Y sin embargo, si se le estudiara con más atención, se distinguirían una mandíbula firme y una cierta dureza en la manera de apretar los labios, señales de que existían profundidades más hondas, y de que este joven y simpático irlandés de pelo castaño era muy capaz de dejar su huella, para bien o para mal, en cualquier comunidad en la que se introdujera. Después de dirigir un par de comentarios de tanteo al minero más próximo y recibir solo gruñidos a modo de respuesta, el pasajero se había resignado a guardar un desagradable silencio y miraba melancólicamente por la ventana el paisaje, cada vez más borroso. No era un panorama animador. A través de la creciente oscuridad palpitaba el resplandor rojo de los hornos instalados en las laderas de las montañas. A ambos lados se veían grandes montones de escoria y vertederos de ceniza, sobre los cuales se alzaban los altos pozos de las minas de hulla. A lo largo de la línea, esparcidos por aquí y por allá, había grupos apretados de mezquinas casas de madera, cuyas ventanas empezaban a siluetearse con la luz, y sus tiznados habitantes abarrotaban los frecuentes apeaderos. Las cuencas mineras de hierro y carbón del distrito de Vermissa no eran refugios para gente ociosa ni para gente culta. Por todas partes se veían crudas señales de la fiera lucha por la vida, del duro trabajo que había que hacer, y de los fuertes y rudos trabajadores que lo realizaban. El joven pasajero contemplaba este deprimente paisaje con una expresión en la que se mezclaban la repulsión y el interés, y que demostraba que aquella escena era nueva para él. De cuando en cuando sacaba de un bolsillo una voluminosa carta que consultaba y en cuyos márgenes apuntaba algunas anotaciones. En cierto momento se sacó de la parte de atrás de la cintura un objeto que pocos habrían esperado encontrar en posesión de un hombre de modales tan delicados: un revólver de la Marina, del calibre más grande. Al sostenerlo en posición oblicua con respecto a la luz, el brillo de los proyectiles de cobre metidos en el tambor demostró que estaba completamente cargado. Se lo volvió a guardar rápidamente en su bolsillo secreto, pero no sin que lo viera un trabajador que se había sentado en el banco de al lado. —¡Caramba, amigo! —dijo el hombre—. Parece que va preparado para lo que venga. El joven sonrió con un gesto de embarazo. —Sí —contestó—. En el sitio de donde vengo, a veces hace falta. —¿Y dónde es eso? —Vengo de Chicago. —¿Es nuevo aquí? —Sí. —Puede que aquí también lo necesite —dijo el obrero. —¿Ah, sí? —el joven parecía interesado. —¿No está enterado de lo que pasa por aquí? —No he oído nada de particular. —Pues yo pensaba que no se hablaba de otra cosa en todo el país. No tardará en enterarse. ¿Qué le ha traído por aquí? —Oí que aquí siempre había trabajo para un hombre dispuesto. —¿Pertenece al sindicato? —Claro. —Entonces, supongo que conseguirá trabajo. ¿Tiene amigos? —Aún no, pero tengo un medio para hacerlos. —¿Cuál? —Pertenezco a la Antigua Orden de los Hombres Libres. No hay pueblo en el que no exista una logia, y donde haya una logia encontraré amigos. El comentario produjo un curioso efecto en su acompañante. Miró con recelo a los demás pasajeros del coche. Los mineros seguían cuchicheando entre ellos. Los dos agentes de policía dormitaban. El hombre cambió de banco, se sentó al lado del joven viajero y extendió una mano. —Chóquela —dijo. Los dos se estrecharon la mano. —Ya veo que dice la verdad. Pero conviene asegurarse. Levantó la mano derecha hasta la ceja derecha. Inmediatamente, el viajero levantó su mano izquierda hasta la ceja izquierda. —Las noches oscuras son desapacibles —dijo el obrero. —Sí, para los forasteros que van de viaje —respondió el otro. —Con eso basta. Soy el hermano Scanlan, logia 341, del valle de Vermissa. Encantado de verle por aquí. —Gracias. Yo soy el hermano John McMurdo, logia 29, de Chicago. La del gran maestre J. H. Scott. Qué suerte he tenido de encontrar un hermano tan pronto. —Bueno, es que somos muchos por esta zona. Ya comprobará que en ninguna otra parte de los Estados Unidos ha florecido la orden como aquí, en el valle de Vermissa. Pero siempre vienen bien los jóvenes como usted. Lo que no entiendo es que un hombre tan despierto, y miembro del sindicato, no encuentre trabajo en Chicago. —Encontré trabajo en abundancia —dijo McMurdo. —Entonces, ¿por qué se marchó? McMurdo señaló con la cabeza a los policías y sonrió. —Seguro que a esos amigos les encantaría saberlo. Scanlan soltó un gruñido de simpatía. —¿Está en apuros? —Graves. —¿Cuestión de cárcel? —Y más. —¿No habrá matado a alguien? —Es demasiado pronto para hablar de esas cosas —dijo McMurdo con el aire de alguien a quien han tirado de la lengua para que diga más de lo que se proponía—. Tenía mis buenas razones para marcharme de Chicago, y con eso debe bastarle. ¿Quién es usted para sentirse con derecho a preguntar tales cosas? Sus ojos grises brillaban tras las gafas con una furia repentina y peligrosa. —De acuerdo, compañero. No pretendía ofender. Sea lo que sea lo que haya hecho, los muchachos no pensarán mal de usted. ¿Adonde se dirige ahora? —A Vermissa. —Es la tercera parada. ¿Dónde piensa alojarse? McMurdo sacó un sobre y lo acercó a la mortecina lámpara de aceite. —Aquí tengo la dirección: Jacob Shafter, calle Sheridan. Es una casa de huéspedes que me recomendó un hombre que conocí en Chicago. —Bueno, no la conozco, pero Vermissa está fuera de mi zona. Yo vivo en Hobson’s Patch, y ya estamos llegando. Pero mire, le voy a dar un consejo antes de separarnos. Si tiene problemas en Vermissa, vaya directamente al local del sindicato y pregunte por el Jefe McGinty. Es el gran maestre de la logia de Vermissa, y en esta región no puede ocurrir nada sin el consentimiento de Black Jack McGinty. Hasta otra, amigo. Puede que nos encontremos en la logia un día de estos. Pero acuérdese de lo que le digo: si tiene problemas, acuda al Jefe McGinty. Scanlan se apeó, y McMurdo quedó de nuevo a solas con sus pensamientos. La noche había caído ya, y las llamas de los numerosos hornos rugían y saltaban en la oscuridad. Sobre aquel fondo espeluznante se recortaban oscuras figuras que se doblaban, se estiraban, se retorcían y giraban siguiendo el movimiento de los tornos y cabrestantes y el ritmo de los incesantes chasquidos y bramidos. —Supongo que el infierno debe de tener un aspecto parecido —dijo una voz. McMurdo se volvió y vio que uno de los policías se había acercado a su asiento y miraba la llameante desolación. —Respecto a eso —dijo el otro policía—, yo diría que el infierno debe de ser algo parecido. No creo que allí abajo haya demonios peores que algunos que podría nombrar. Parece que es usted nuevo en esta región, joven. —¿Y qué si lo soy? —respondió McMurdo en tono áspero. —Solo esto, amigo: le recomiendo que tenga cuidado al elegir sus amigos. Si yo fuera usted, no empezaría precisamente por Mike Scanlan y su cuadrilla. —¿Y a usted qué demonios le importa quiénes sean mis amigos? —rugió McMurdo con una voz que hizo que todas las cabezas del vagón se volvieran a mirar el altercado—. ¿Le he pedido yo consejos, o me toma por un incapaz que no podría dar un paso sin ellos? Hable cuando le hablen, y por Dios que va a tener que esperar mucho tiempo a que le hable yo. Adelantó el rostro y les enseñó los dientes a los policías, como hace un perro al gruñir. Los dos policías, hombres corpulentos y de buen carácter, quedaron pasmados ante la extraordinaria vehemencia con la que habían sido rechazadas sus amistosas palabras. —No pretendíamos ofender, forastero —dijo uno—. Era una advertencia por su propio bien, en vista de que, como demuestra su proceder, es usted nuevo aquí. —Soy nuevo aquí, pero ustedes y los de su calaña no son nuevos para mí —exclamó McMurdo con fría irritación—. Seguro que son iguales en todas partes, metiéndose a dar consejos que nadie les ha pedido. —Es posible que volvamos a vernos antes de que pase mucho tiempo —dijo uno de los policías con una sonrisa—. Me da la impresión de que es usted uno de los elegidos. —Eso mismo estaba pensando yo —comentó el otro—. Seguro que nos volvemos a ver. —No les tengo miedo, y no se equivoquen conmigo —exclamó McMurdo—. Me llamo Jack McMurdo. ¿Se enteran? Si quieren verme, me encontrarán en casa de Jacob Shafter, en la calle Sheridan de Vermissa. Ya ven que no me escondo de ustedes. Ni de día ni de noche me asusta mirar a la cara a tipos de su clase. De eso pueden estar seguros. La actitud intrépida del recién llegado despertó un murmullo de simpatía y admiración entre los mineros, mientras los dos policías se encogían de hombros y reanudaban su conversación. Pocos minutos después, el tren llegaba a la mal iluminada estación y hubo una desbandada general, ya que Vermissa era, con mucho, la población más grande de la línea. McMurdo recogió su petate de cuero y estaba a punto de perderse en la oscuridad cuando uno de los mineros le abordó. —Válgame Dios, amigo, usted sí que sabe cómo tratar a los policías —dijo con tono de respeto—. Daba gusto oírle. Deje que le lleve su petate y le enseñe el camino. Tengo que pasar por casa de Shafter de camino a mi choza. Cuando salieron del andén se oyó un coro de amistosos «buenas noches» de los otros mineros. Antes de poner los pies en Vermissa, el turbulento McMurdo ya se había convertido en un personaje. La región había parecido terrorífica, pero la ciudad era, en cierto modo, aún más deprimente. En la parte inferior del largo valle había al menos una cierta grandeza lúgubre, que le daban los enormes fuegos y las nubes de humo arrastradas por el viento; y las montañas vaciadas por las monstruosas excavaciones constituían adecuados monumentos a la energía y el ingenio humanos. Pero la ciudad presentaba un grado espantoso de fealdad y miseria. El tráfico había triturado la ancha calle, convirtiéndola en un horrible amasijo de nieve y fango surcado por ruedas. Las aceras eran estrechas e irregulares. Las numerosas farolas de gas solo servían para que se viera con más claridad una larga hilera de casas de madera, todas con un porche que daba a la calle, y todas destartaladas y sucias. Al acercarse al centro de la población, el panorama se animaba gracias a una serie de tiendas bien iluminadas y, sobre todo, gracias a un conjunto de tabernas y casas de juego, donde los mineros gastaban sus elevados salarios, tan duramente ganados. —Esa es la sede del sindicato —dijo el guía, señalando una de las tabernas, que alcanzaba casi la categoría de hotel—. Ahí el que manda es Jack McGinty. —¿Qué clase de hombre es? —preguntó McMurdo. —¿Cómo? ¿No ha oído hablar del Jefe? —¿Cómo podría haber oído hablar de él? Ya sabe que soy forastero en esta tierra. —Bueno, yo creía que su nombre era conocido en toda la Unión. Ha salido en los periódicos suficientes veces. —¿Por qué? —Bueno… —el minero bajó la voz—. Por esos asuntos. —¿Qué asuntos? —Por Dios, señor, que compromete usted a uno, dicho sea sin ánimo de ofender. Por esta región solo se habla de una clase de asuntos, y son los asuntos de los Batidores. —Ah, creo haber leído algo sobre los Batidores en Chicago. Son una banda de asesinos, ¿no? —¡Silencio, si aprecia la vida! —exclamó el minero, quedándose parado del susto y mirando con asombro a su acompañante—. Amigo, aquí no durará vivo mucho tiempo si habla de ese modo en plena calle. A más de uno lo han matado a palos por mucho menos. —Bueno, yo no sé nada de ellos. Solo lo que he leído. —No seré yo quien diga que lo que ha leído no es cierto —el hombre miraba nervioso a su alrededor mientras hablaba, escrutando las sombras como si temiera ver algún peligro acechando en ellas—. Si matar es asesinato, bien sabe Dios que ha habido asesinatos de sobra. Pero no se atreva a pronunciar el nombre de Jack McGinty en relación con ello, forastero, porque hasta el menor susurro llega a sus oídos, y no es precisamente de los que dejan pasar las cosas. Bueno, esa es la casa que busca, la que está un poco metida en la calle. Ya verá que el viejo Jacob Shafter, el propietario, es uno de los hombres más honrados que viven en esta ciudad. —Muchas gracias —dijo McMurdo. Y tras estrechar la mano de su nuevo conocido, echó a andar a paso lento, con su petate en la mano, por el sendero que llevaba a la casa de huéspedes, a cuya puerta llamó con un sonoro golpe. Le abrió inmediatamente una persona muy diferente de la que había esperado. Era una mujer, joven y de singular belleza. Tenía aspecto de sueca, rubia y de cabellos finos, en atractivo contraste con un par de bellos ojos oscuros, con los que examinó al forastero con una mezcla de sorpresa y delicioso embarazo que provocó una oleada de color en su pálido rostro. Al verla enmarcada en la brillante luz que salía por la puerta abierta, a McMurdo le pareció que no había visto jamás una imagen más hermosa, con el atractivo adicional del contraste con el sórdido y lúgubre entorno. No le habría sorprendido más ver crecer una espléndida violeta en uno de los negros montones de escoria de las minas. Tan cautivado estaba, que se quedó mirándola sin decir palabra, y fue ella la que rompió el silencio. —Creí que era mi padre —dijo con un leve y agradable toque de acento sueco—. ¿Viene a verlo? Está en el centro, pero espero que vuelva de un momento a otro. McMurdo siguió mirándola sin disimular su admiración, hasta que ella bajó los ojos, turbada por aquel visitante tan atrevido. —No, señorita —dijo por fin McMurdo—. No tengo prisa por verlo. Pero me han recomendado su casa para alojarme. Pensé que podría gustarme, y ahora estoy seguro de ello. —Es usted rápido para tomar decisiones —dijo con una sonrisa. —Habría que ser ciego para no hacer lo mismo —respondió él. Ella se echó a reír ante el cumplido. —Pase, señor —dijo—. Yo soy Ettie Shafter, la hija del señor Shafter. Mi madre murió y yo llevo la casa. Puede sentarse junto a la estufa del vestíbulo hasta que venga mi padre. Ah, ya está aquí. Podrá arreglarlo todo con él ahora mismo. Un hombre mayor y corpulento se acercaba a paso lento por el sendero. En pocas palabras, McMurdo explicó su historia: un hombre llamado Murphy le había dado la dirección en Chicago. A su vez, a él se la había dado algún otro. Al viejo Shafter le pareció bien. El forastero no puso ninguna objeción al precio, accedió inmediatamente a todas las condiciones y, al parecer, andaba bastante bien de dinero. Por doce dólares a la semana, pagados por adelantado, disfrutaría de alojamiento y comida. Y así fue como McMurdo, fugitivo confeso de la justicia, encontró cobijo bajo el techo de los Shafter, el primer paso que habría de conducir a una larga y siniestra cadena de acontecimientos que terminaría en un país muy lejano. CAPÍTULO II El gran maestre McMurdo era un hombre que se hacía notar rápidamente. Fuera donde fuera, la gente no tardaba en fijarse en él. Al cabo de una semana, se había convertido, con gran diferencia, en la persona más importante de la pensión Shafter. Había otros diez o doce huéspedes, pero eran honrados capataces o vulgares dependientes de las tiendas, de una casta muy distinta de la del joven irlandés. Cuando se reunían todos por las tardes, era siempre él el más dispuesto a bromear, el de conversación más amena y el que mejor cantaba. Era un compañero de juergas nato, con un magnetismo que ponía de buen humor a todos los que le rodeaban. Y sin embargo, una y otra vez daba muestras, como las había dado en el vagón del tren, de que podía sufrir repentinos y feroces ataques de cólera, que imponían respeto e incluso miedo a los que se cruzaban con él. Manifestaba, además, un profundo desprecio por la ley y por todos los relacionados con ella, que encantaba a algunos de sus compañeros de pensión y alarmaba a otros. Desde el principio dejó claro, con su admiración sin disimulos, que la hija de la casa había conquistado su corazón desde el instante mismo en que sus ojos se fijaron en su belleza y elegancia. No era un pretendiente tímido. Al segundo día le dijo que la amaba, y a partir de entonces siguió repitiéndoselo sin preocuparle en absoluto lo que ella pudiera decir para desanimarle. —¿Que hay otro? —exclamaba—. ¡Pues mala suerte para el otro! Que se las apañe como pueda. ¿Voy a perder la oportunidad de mi vida y lo que más desea mi corazón por algún otro? Puedes seguir diciendo que no, Ettie. Ya llegará el día en que digas que sí, y soy lo bastante joven para esperar. La verdad es que, con su labia irlandesa y sus modales simpáticos y engatusadores, era un pretendiente peligroso. Poseía, además, ese halo de experiencia y misterio que atrae el interés de las mujeres y acaba despertando su amor. Podía hablar de los encantadores valles del condado de Monaghan, de donde procedía, de la bella y lejana isla, de sus colinas bajas y sus verdes praderas, que parecían aún más hermosas cuando la imaginación las contemplaba desde este país de mugre y nieve. Además, conocía bien la vida de las ciudades del Norte, de Detroit y de los campamentos madereros de Michigan, de Buffalo y, por último, de Chicago, donde había trabajado en un aserradero. Y por añadidura, estaba aquel toque novelesco, la sensación de que le habían ocurrido cosas extrañas en aquella gran ciudad, tan extrañas y tan íntimas que no se podía hablar de ellas. Hablaba melancólicamente de una marcha apresurada, de la ruptura de viejos lazos, de una huida hacia lo desconocido que había acabado en este tenebroso valle, y Ettie escuchaba con sus oscuros ojos brillando de compasión y simpatía, dos sentimientos que se pueden convertir con gran facilidad y rapidez en amor. McMurdo había conseguido un trabajo temporal como contable, porque era un hombre instruido. El trabajo lo mantenía ocupado casi todo el día, y aún no había tenido ocasión de presentarse al director de la logia de la Antigua Orden de los Hombres Libres. Pero una noche, una visita de Mike Scanlan, el cofrade que había conocido en el tren, vino a recordarle esta omisión. Scanlan, un hombre menudo y nervioso, de rasgos afilados y ojos negros, parecía alegrarse de verlo de nuevo. Después de un par de vasos de whisky, abordó el objeto de su visita. —Mire, McMurdo —dijo—. Me acordaba de su dirección y me he tomado la libertad de venir a visitarle. Me extraña que aún no se haya presentado al gran maestre. ¿Cómo es que aún no ha ido a ver al Jefe McGinty? —Es que tenía que encontrar trabajo. He estado muy ocupado. —Aunque no tenga tiempo para nada más, tiene que encontrar tiempo para él. Pero hombre, por Dios, fue una locura no pasarse por el sindicato para darse de alta a la mañana siguiente de llegar. Si llegara a caerle mal…, bueno, eso no debe ocurrir, y no digo más. McMurdo se mostró ligeramente sorprendido. —He sido miembro de una logia durante más de dos años, Scanlan, pero nunca he visto que las obligaciones fueran tan estrictas como usted las pone. —Tal vez no lo sean en Chicago. —Bueno, esta de aquí es la misma orden. —¿Usted cree? —Scanlan le dirigió una mirada larga y penetrante. Había algo siniestro en sus ojos. —¿No lo es? —Ya me lo dirá dentro de un mes. Me enteré de que tuvo unas palabras con los policías después de que yo me bajara del tren. —¿Cómo se ha enterado? —Corrió la voz. En este distrito se acaba sabiendo todo, para bien y para mal. —Pues sí. Les dije a esos perros lo que pensaba de ellos. —¡Por Dios, qué bien le va a caer usted a McGinty! —Ah, ¿también él odia a la policía? Scanlan estalló en carcajadas. —Vaya a verlo, muchacho —dijo al despedirse—. Si no va, no será a la policía, sino a usted al que va a odiar. Acepte el consejo de un amigo y vaya inmediatamente. Dio la casualidad de que aquella misma noche McMurdo mantuvo otra conversación más apremiante que le empujó en la misma dirección. Es posible que sus atenciones para con Ettie se hubieran hecho más evidentes cada vez, o que poco a poco hubieran penetrado en la lenta mente del buen posadero sueco; pero, por la causa que fuera, el dueño de la casa de huéspedes invitó al joven a su habitación privada y abordó el tema sin ningún circunloquio. —Me parece, señor —dijo— que le está usted haciendo la corte a mi Ettie. ¿Es así, o me equivoco? —Sí, señor, así es —respondió el joven. —Bien, pues quiero decirle, desde ahora mismo, que es tiempo perdido. Alguien se le ha adelantado. —Ya me lo ha dicho ella. —Pues tenga la seguridad de que le dijo la verdad. Pero ¿le dijo quién era? —No. Se lo pregunté, pero no quiso decírmelo. —Seguro que no, la muy picara. Tal vez no quería asustarle y espantarle. —¡Asustarme! —McMurdo montó en cólera en un instante. —Ah, sí, amigo mío. No tiene por qué avergonzarse de tenerle miedo a él. Es Teddy Baldwin. —¿Y quién demonios es ese? —Es uno de los jefes de los Batidores. —¡Los Batidores! Ya he oído hablar de ellos. Batidores por aquí, Batidores por allá, y siempre en susurros. ¿De qué tienen miedo? ¿Quiénes son los Batidores? El dueño de la casa de huéspedes bajó instintivamente la voz, como hacían todos al hablar de aquella terrible sociedad. —Los Batidores —dijo— son la Antigua Orden de los Hombres Libres. El joven dio un respingo. —¡Pero si yo también soy miembro de esa orden! —¡Usted! De haberlo sabido, jamás le habría dejado quedarse en mi casa. Ni aunque me pagara cien dólares por semana. —¿Qué tiene de malo la Orden? Sus fines son la caridad y el compañerismo. Lo dicen las reglas. —Eso será en otros sitios. Aquí no. —¿Y aquí qué es? —Una sociedad de asesinos; eso es lo que es. McMurdo se echó a reír con incredulidad. —¿Puede demostrar eso? —preguntó. —¡Demostrarlo! ¿No bastan cincuenta asesinatos para demostrarlo? ¿Qué me dice de Milman y Van Shorst, de la familia Nicholson, del viejo señor Hyam, del pequeño Billy James, y de todos los demás? ¡Demostrarlo! ¿Hay en este valle un hombre o una mujer que no lo sepa? —¡Mire! —dijo McMurdo muy serio—. Quiero que retire lo que ha dicho o que lo demuestre. Y tiene que hacer una de las dos cosas antes de que yo salga de esta habitación. Póngase en mi lugar. Soy forastero en esta ciudad. Pertenezco a una sociedad que, por lo que yo sé, es honrada. Está establecida a todo lo largo y lo ancho de los Estados Unidos, y en todas partes es una asociación honrada. Y ahora, cuando estoy pensando en unirme a la logia de aquí, viene usted y me dice que es lo mismo que una banda de asesinos llamados «Los Batidores». Creo que me debe una disculpa o una explicación, señor Shafter. —Solo puedo decirle lo que todo el mundo sabe, señor. Los jefes de la una son los jefes de la otra. Si ofende a una, la otra le castigará. Lo hemos comprobado con demasiada frecuencia. —¡Eso son solo habladurías! ¡Quiero pruebas! —dijo McMurdo. —Si vive aquí el suficiente tiempo, tendrá sus pruebas. Pero olvidaba que es usted uno de ellos. Pronto será tan malo como los demás. Tendrá que buscarse otro alojamiento, señor. No puedo tenerle aquí. Por si no fuera bastante malo que uno de ellos venga a cortejar a mi Ettie, sin que yo me atreva a echarlo, ¿voy a tener que aguantar a otro como huésped? Sí, ya lo creo, a partir de esta noche ya no volverá a dormir aquí. Y así, McMurdo se vio condenado al destierro, tanto de su confortable alojamiento como de la muchacha que amaba. Aquella misma noche la encontró sola en la sala de estar y le confió sus problemas. —Pues sí, tu padre acaba de decirme que me vaya —dijo—. No me importaría mucho si solo se tratara de mi habitación; pero te aseguro, Ettie, que, aunque solo hace una semana que te conozco, eres para mí como el aire que respiro, y no puedo vivir sin ti. —¡Ay, calle, señor McMurdo! ¡No hable así! —dijo la chica—. ¿No le dije yo que había llegado tarde? Hay otro, y aunque de momento no le he prometido casarme con él, tampoco se lo puedo prometer a ningún otro. —Supongamos que yo hubiera sido el primero, Ettie. ¿Habría tenido alguna posibilidad? La muchacha ocultó el rostro entre las manos. —¡Ojalá hubiera querido el cielo que llegara usted primero! —sollozó. Al instante, McMurdo cayó de rodillas ante ella. —¡Por amor de Dios, Ettie, no sigas! —exclamó—. ¿Vas a arruinar tu vida y la mía por una promesa así? ¡Haz caso a tu corazón, acushla! Es un guía más seguro que cualquier promesa hecha sin saber lo que decías —había tomado la blanca mano de Ettie entre las suyas, fuertes y morenas—. Di que serás mía, y afrontaremos juntos lo que sea. —Pero aquí no. —Sí, aquí. —¡No, no, Jack! —él ya la rodeaba con sus brazos—. Aquí no puede ser. ¿No podrías llevarme lejos de aquí? Por un instante, el rostro de McMurdo reflejó una lucha interior, pero luego se endureció como el granito. —No. Aquí —dijo—. Por ti me enfrentaré al mundo entero, Ettie, aquí mismo, donde estamos. —¿Por qué no podemos marcharnos juntos? —No, Ettie. No puedo marcharme de aquí. —Pero ¿por qué? —No podría volver a andar con la cabeza alta si sintiera que me han hecho huir. Además, ¿de qué hemos de tener miedo? ¿No somos personas libres en un país libre? Si tú me quieres y yo te quiero, ¿quién se va a atrever a interponerse? —No lo entiendes, Jack. Llevas aquí demasiado poco tiempo. No conoces a ese Baldwin. No conoces a McGinty y sus Batidores. —¡No, ni los conozco, ni les tengo miedo, ni creo en ellos! —dijo McMurdo—. He vivido entre hombres duros, querida, y en lugar de tenerles miedo, siempre han acabado teniéndome miedo ellos a mí. Siempre, Ettie. ¡Esto me parece una locura! Si estos hombres han cometido un crimen tras otro en el valle, como dice tu padre, y si todo el mundo conoce sus nombres, ¿cómo es posible que no hayan llevado a ninguno ante la justicia? Respóndeme a eso, Ettie. —Porque ningún testigo se atreve a declarar contra ellos. El que lo hiciera no viviría ni un mes. Y también porque siempre tienen hombres dispuestos a jurar que el acusado estaba lejos de la escena del crimen. Pero, Jack, sin duda tienes que haber leído todo eso. Estaba convencida de que había salido en todos los periódicos de los Estados Unidos. —Bueno, es verdad que he leído algo, pero pensé que sería una invención. Puede que estos hombres tengan buenas razones para hacer lo que hacen. A lo mejor se les ha tratado injustamente y no tienen otra manera de defenderse. —¡Ay, Jack, no quiero oírte hablar así! Así es como habla él…, el otro. —¿Baldwin? ¿Baldwin habla así? —Y por eso le odio. Oh, Jack, ahora puedo decirte la verdad. Le odio con toda mi alma; pero también le tengo miedo. Tengo miedo por mí, pero, sobre todo, tengo miedo por mi padre. Sé que alguna gran desgracia caería sobre nosotros si yo me atreviera a decir lo que de verdad siento. Por eso le he ido dando largas con medias promesas. A decir verdad, esa era nuestra única esperanza. Pero si te fugaras conmigo, Jack, podríamos llevarnos a mi padre y vivir para siempre lejos del poder de estos malvados. De nuevo se reflejó el conflicto en el rostro de McMurdo, y de nuevo se endureció como el granito. —No te ocurrirá nada malo, Ettie, ni tampoco a tu padre. Y en lo referente a malvados, es posible que antes de que esto termine hayas descubierto que yo soy tan malo como el peor de todos ellos. —¡No, Jack, no! Yo confiaría en ti en cualquier lugar. McMurdo soltó una risa amarga. —¡Por Dios, qué poco sabes de mí! Querida, tu alma inocente ni siquiera puede imaginar lo que pasa por la mía. Pero…, vaya, ¿quién viene aquí? La puerta se había abierto de pronto y por ella entró un joven jactancioso, con aires de ser el amo. Era un joven atractivo y arrogante, aproximadamente de la misma edad y constitución que McMurdo. Bajo las anchas alas de su sombrero negro de fieltro, que no se había molestado en quitarse, un rostro atractivo, con ojos fieros y autoritarios y una nariz ganchuda como el pico de un halcón, miraba ferozmente a la pareja sentada junto a la estufa. Ettie se había puesto en pie de un salto, llena de confusión y alarma. —Me alegro de verle, señor Baldwin —dijo—. Llega antes de lo que esperaba. Pase y siéntese. Baldwin siguió de pie, con las manos en las caderas, mirando a McMurdo. —¿Quién es este? —preguntó en tono áspero. —Es un amigo mío, señor Baldwin… un nuevo huésped de la casa. Señor McMurdo, le presento al señor Baldwin. Los dos jóvenes se saludaron con una seca inclinación de cabeza. —Supongo que la señorita Ettie le habrá explicado lo que hay entre nosotros —dijo Baldwin. —No entendí que hubiera ninguna relación entre ustedes. —¿Ah, no? Pues ya lo puede ir entendiendo. Hágame caso si le digo que esta muchacha es mía y que hace una noche espléndida para que dé usted un paseo. —Gracias, pero no tengo ganas de pasear. —Conque no, ¿eh? —los feroces ojos de Baldwin echaban llamas de ira—. A lo mejor es que tiene ganas de pelea, señor huésped. —Ya lo creo —exclamó McMurdo, poniéndose en pie de un salto—. No podría haber dicho una palabra más de mi agrado. —¡Por amor de Dios, Jack! ¡Ay, por amor de Dios! —chilló la pobre Ettie, fuera de sí—. ¡Ay, Jack, Jack, que te va a hacer algo malo! —Ah. Conque «Jack», ¿eh? —dijo Baldwin, añadiendo un juramento—. Hasta ese punto hemos llegado, ¿eh? —¡Oh, Ted, sé razonable, por favor! Hazlo por mí, Ted, si es que alguna vez me has querido, sé generoso y perdona. —Creo, Ettie, que si nos dejaras solos podríamos dejar esto arreglado —dijo McMurdo muy tranquilo—. O si lo prefiere, señor Baldwin, podría salir conmigo a dar una vuelta por la calle. Hace una noche espléndida y hay un solar vacío detrás de la siguiente manzana. —Ya le ajustaré las cuentas sin necesidad de ensuciarme las manos —dijo su adversario—. Antes de que acabe con usted, va a desear no haber puesto los pies en esta casa. —Mejor ahora que en otro momento —exclamó McMurdo. —Yo elegiré mi momento, señor mío. Déjeme a mí lo del momento. ¡Mire! —se arremangó bruscamente y mostró un curioso signo que parecía marcado a fuego en su antebrazo. Era un círculo con un triángulo inscrito—. ¿Sabe lo que significa esto? —Ni lo sé ni me importa. —Bueno, pues ya se enterará. Eso se lo prometo. Y no tendrá que esperar a hacerse viejo. A lo mejor, la señorita Ettie puede explicarle algo al respecto. Y tú, Ettie, vendrás a mí de rodillas. ¿Me oyes, chica? ¡De rodillas! Y entonces te diré cuál será tu castigo. Has sembrado… y por Dios que me encargaré de que coseches. Les dirigió a ambos una mirada llena de furia, y luego dio media vuelta. Un instante después, la puerta de la calle se cerraba de golpe tras él. McMurdo y la muchacha permanecieron en silencio unos momentos. Luego, ella le rodeó con sus brazos. —¡Ay, Jack, qué valiente has sido! Pero no servirá de nada. Tienes que huir. ¡Esta noche, Jack, esta noche! Es tu única esperanza. Te hará matar. Lo leí en sus horribles ojos. ¿Qué posibilidades tendrías contra una docena de ellos, con el Jefe McGinty y todo el poder de la logia respaldándolos? McMurdo se soltó de sus manos, la besó y la empujó con suavidad hacia una silla. —Vamos, acushla, vamos. No te preocupes ni temas por mí. Yo también soy un Hombre Libre. Acabo de decírselo a tu padre. Tal vez no sea mejor que los otros, así que no me mires como si fuera un santo. Puede que me odies a mí también, ahora que te lo he dicho. —¡Odiarte a ti, Jack! No podría hacerlo en toda mi vida. Me han dicho que los Hombres Libres no hacen nada malo en ninguna parte más que aquí. ¿Por qué iba a pensar mal de ti por eso? Pero, Jack, si eres un Hombre Libre, ¿por qué no vas a hacerte amigo del Jefe McGinty? ¡Date prisa, Jack, date prisa! Adelántate a hablar, o echarán a los perros tras tu pista. —Eso mismo estaba pensando yo —dijo McMurdo—. Voy a ir ahora mismo a arreglarlo. Puedes decirle a tu padre que dormiré aquí esta noche y mañana por la mañana me buscaré otro alojamiento. El bar del establecimiento de McGinty estaba tan concurrido como de costumbre, ya que era el lugar de reunión favorito de los elementos más rudos de la población. McGinty era un hombre popular porque tenía un carácter tosco y jovial que le servía de máscara para ocultar en gran parte lo que había debajo. Pero, aparte de su popularidad, el miedo que infundía en toda la ciudad —y, más aún, en los cincuenta kilómetros de longitud del valle y más allá de las montañas que se alzaban a ambos lados del mismo— bastaba por sí solo para llenar el bar, ya que nadie se atrevía a incurrir en su antipatía. Además de los poderes secretos que todo el mundo creía que ejercía de manera tan despiadada, era un alto funcionario público, concejal municipal y comisario de carreteras, elegido para el cargo con los votos de rufianes que, a su vez, esperaban recibir favores de sus manos. Los impuestos y tasas eran elevadísimos, las obras públicas estaban descaradamente paradas, las cuentas amañadas eran aprobadas por auditores sobornados, y los ciudadanos decentes eran aterrorizados para que pagaran el chantaje oficial y mantuvieran callada la boca si no querían que les ocurriera algo peor. Y de este modo, año tras año, los alfileres de brillantes del Jefe McGinty se iban haciendo más aparatosos, cada vez eran más gruesas las cadenas de oro que cruzaban sus cada vez más suntuosos chalecos, y su local se iba ampliando más y más, hasta amenazar con absorber todo un lado de la plaza del Mercado. McMurdo abrió de un empujón la puerta de batientes de la taberna y se abrió paso entre la multitud de hombres que lo llenaban, a través de una atmósfera nublada por el humo de tabaco y cargada de olor a bebidas alcohólicas. El local estaba brillantemente iluminado, y los enormes espejos con gruesos marcos dorados que colgaban de todas las paredes reflejaban y multiplicaban la deslumbrante iluminación. Había varios camareros en mangas de camisa que trabajaban sin descanso, mezclando bebidas para los clientes que se alineaban en la amplia barra con abundantes adornos metálicos. En el extremo más alejado, con el cuerpo apoyado en la barra y un cigarro insertado en ángulo oblicuo en la comisura de los labios, se encontraba un hombre alto, fuerte y corpulento, que solo podía ser el famoso McGinty. Era un gigante de melena negra, con una barba que le subía hasta los pómulos y una cabellera negra como un cuervo que le llegaba al cuello de la chaqueta. Tenía la piel tan morena como un italiano, y sus ojos eran de un extraño negro apagado, que, combinado con una ligera bizquera, le daba un aspecto particularmente siniestro. Todo lo demás en aquel hombre —sus nobles proporciones, sus finas facciones y sus modales francos— encajaban con aquel carácter jovial y campechano que fingía tener. Cualquiera podría tomarle por un tipo brusco pero honrado, de buen corazón, por muy rudos y descarados que pudieran parecer sus comentarios. Pero cuando aquellos ojos oscuros, profundos e implacables se clavaban en un hombre, este se encogía, sintiendo que se enfrentaba cara a cara con un mal latente de infinitas posibilidades, respaldado por una fuerza, un valor y una astucia que lo hacían mil veces más mortífero. Después de echarle una buena mirada al hombre, McMurdo se abrió paso a codazos con su habitual audacia despreocupada, y atravesó a empujones el grupito de cortesanos que hacían la pelota al poderoso Jefe, riéndole a carcajadas sus más insignificantes gracias. Los atrevidos ojos grises del joven forastero mantuvieron sin ningún temor, a través de sus gafas, la mirada de aquellos mortíferos ojos negros que se habían vuelto bruscamente hacia él. —Vaya, joven, no consigo recordar su cara. —Soy nuevo aquí, señor McGinty. —No tan nuevo que no pueda dirigirse a un caballero con el tratamiento que le corresponde. —Llámele concejal McGinty, joven —dijo una voz procedente del grupo. —Perdone, concejal. No conozco las costumbres de aquí. Pero me recomendaron que viniera a verle. —Pues ya me está viendo. Aquí me tiene, de cuerpo entero. ¿Qué le parezco? —Bueno, todavía es pronto. Si tiene el corazón tan grande como el cuerpo, y el alma tan noble como la cara, yo no pediría nada más —dijo McMurdo. —¡Válgame Dios! ¡Tiene una lengua irlandesa dentro de esa cabeza! —dijo el dueño del establecimiento, no muy seguro de si seguirle la corriente al atrevido visitante o insistir en mantener la dignidad—. ¿O sea, que se digna dar el visto bueno a mi aspecto? —Sí, claro —dijo McMurdo. —¿De modo que le han dicho que viniera a verme? —Así es. —¿Y quién se lo dijo? —El hermano Scanlan, de la logia 341 de Vermissa. A su salud, concejal, y por que lleguemos a conocernos mejor —se llevó a la boca un vaso que le habían servido y estiró el dedo meñique al beber. McGinty, que lo miraba sin perderse detalle, levantó sus tupidas cejas negras. —¡Ah! ¿Conque era eso? —dijo—. Tendré que considerar esto con más atención, señor… —McMurdo. —Con más atención, señor McMurdo, porque por aquí no nos fiamos mucho de la gente ni creemos todo lo que nos dicen. Venga aquí un momento, detrás de la barra. Había un cuarto pequeño, con barriles a todo lo largo de las paredes. McGinty cerró cuidadosamente la puerta y después se sentó en uno de ellos, mordiendo pensativo su cigarro y examinando a su visitante con aquellos ojos inquietantes. Permaneció en completo silencio durante un par de minutos. McMurdo aguantó la inspección con buen humor, con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta y retorciéndose con la otra el bigote castaño. De pronto, McGinty se echó hacia delante y sacó un revólver de aspecto siniestro. —Mira, payaso —dijo—. Como descubra que estás jugando con nosotros, no vas a tener tiempo de arrepentirte. —Bonito recibimiento —respondió McMurdo con cierta dignidad—. ¿Así da la bienvenida un gran maestre de la Orden de los Hombres Libres a un hermano forastero? —Ya, pero eso tienes que demostrarlo —dijo McGinty—. Y que Dios te ayude si no lo consigues. ¿Dónde te iniciaron? —En la logia 29, de Chicago. —¿Cuándo? —El 24 de junio de 1872. —¿Qué maestre? —James H. Scott. —¿Quién es el superior de tu distrito? —Bartholomew Wilson. —¡Hum! Respondes con mucha seguridad a las preguntas. ¿Qué estás haciendo aquí? —Trabajar, lo mismo que usted, aunque en un empleo menos remunerado. —Tienes siempre la respuesta a punto. —Sí, siempre fui rápido de palabra. —¿Y para la acción, eres rápido? —Tengo esa fama entre los que me conocen bien. —Puede que te pongamos a prueba antes de lo que piensas. ¿Has oído algo de la logia por estos alrededores? —He oído que hay que ser un hombre para ser un hermano. —Te han dicho la verdad, señor McMurdo. ¿Por qué te marchaste de Chicago? —Que me ahorquen si se lo digo. McGinty abrió mucho los ojos. No estaba acostumbrado a que le respondieran de aquella manera, y aquello le hizo gracia. —¿Por qué no me lo quieres decir? —Porque un hermano no debe mentirle a otro. —¿O sea, que la verdad es demasiado mala para contarla? —Puede expresarlo así si quiere. —Mira, amigo. No puedes esperar que yo, como gran maestre, permita ingresar en la logia a un hombre de cuyo pasado no puedo responder. McMurdo parecía indeciso. Por fin, sacó de un bolsillo interior un recorte de periódico. —¿No delatará usted a un compañero? —dijo. —Te voy a cruzar la cara a bofetones como vuelvas a decir eso —exclamó McGinty, irritado. —Tiene usted razón, concejal —dijo McMurdo, humildemente—. Le pido perdón. Hablé sin pensar. Ya sé que estoy seguro en sus manos. Mire este recorte. McGinty miró, y leyó un reportaje sobre la muerte a tiros de un tal Jonas Pinto en el Salón Lake de Market Street, Chicago, la semana de Año Nuevo de 1874. —¿Fuiste tú? —preguntó, devolviendo el recorte. McMurdo asintió. —¿Por qué lo mataste? —Yo me dedicaba a ayudar al Tío Sam a fabricar dólares. Puede que los míos no fueran de un oro tan bueno como los suyos, pero eran igual de bonitos y más baratos de hacer. Este hombre, Pinto, me ayudaba a colocar la morralla… —¿Te ayudaba a qué? —Quiero decir, a poner los dólares en circulación. Un día dijo que lo iba a dejar. Puede que lo hubiera dejado ya. No me quedé a comprobarlo. Lo maté y salí pitando hacia la cuenca carbonera. —¿Por qué a la cuenca carbonera? —Porque había leído en los periódicos que en esta región no eran demasiado escrupulosos —McGinty se echó a reír. —Primero has sido falsificador de moneda y después asesino… ¿y vienes a esta región pensando que te van a dar la bienvenida? —Pues sí, más o menos —respondió McMurdo. —Oye, creo que tú llegarás lejos. Dime: ¿todavía puedes fabricar dólares de aquellos? McMurdo sacó media docena del bolsillo. —Estos nunca han pasado por la Casa de la Moneda de Washington —dijo. —¡No me digas! —McGinty los acercó a la luz con su enorme mano, tan peluda como la de un gorila—. No noto ninguna diferencia. ¡Caramba, me parece que vas a ser un hermano de lo más útil! Amigo McMurdo, entre nosotros siempre hay sitio para uno o dos hombres malos, porque hay ocasiones en las que tenemos que defendemos. Si no devolviéramos los empujones a quienes nos empujan, pronto estaríamos contra la pared. —Bueno, estoy dispuesto a empujar lo que tenga que empujar, como el resto de los muchachos. —Pareces un tipo con agallas. No te has acobardado cuando te apunté con este revólver. —No era yo el que corría peligro. —¿Quién, entonces? —Usted, concejal —McMurdo sacó un revólver amartillado del bolsillo lateral de su chaquetón marinero—. Le estuve apuntando todo el tiempo. Y creo que habría podido disparar tan rápido como usted. McGinty enrojeció de ira, y a continuación estalló en estrepitosas carcajadas. —¡Por todos los…! —exclamó—. Te aseguro que hace muchos años que no teníamos a mano un elemento como tú. Creo que la logia llegará a sentirse orgullosa de ti. ¿Y tú, qué demonios quieres? ¿No puedo hablar cinco minutos a solas con un caballero sin que vengas a importunarnos? El camarero se quedó azorado. —Perdone, concejal, pero es el señor Ted Baldwin. Dice que tiene que hablar con usted inmediatamente. El mensaje era innecesario, porque el rostro duro y cruel del propio Baldwin miraba por encima del nombro del camarero. Empujó a este fuera de la habitación y cerró la puerta. —Vaya —dijo, lanzándole una feroz mirada a McMurdo—. De modo que has llegado el primero, ¿eh? Concejal, tengo que decirle unas palabras acerca de este hombre. —Pues dilas aquí y ahora, delante de mí —gritó McMurdo. —Lo diré cuando a mí me parezca, y a mi manera. —Vamos, vamos —dijo McGinty, levantándose del barril—. Esto no puede ser. Tenemos aquí a un nuevo hermano, Baldwin, y no está bien que lo recibamos de esta manera. Dale la mano, hombre, y haced las paces. —¡Nunca! —gritó Baldwin, furioso. —Me he ofrecido a pelear con él si es que piensa que le he faltado —dijo McMurdo—. Pelearé con él a puñetazos o, si eso no le satisface, de cualquier otra manera que elija. Ahora apelo a usted, concejal, para que juzgue nuestro caso como gran maestre que es. —¿De qué se trata? —De una chica. Y ella es libre de elegir. —¿Cómo que es libre? —exclamó Baldwin. —Tratándose de dos hermanos de la logia, yo diría que sí que es libre —dijo el Jefe. —Ah. ¿Porque usted lo manda? —Pues sí, Ted Baldwin —dijo McGinty con una mirada siniestra—. ¿O me lo vas a discutir tú? —O sea, que desaira a un hombre que lleva cinco años a su lado en favor de un tipo al que no había visto en su vida. El cargo de gran maestre no es vitalicio, Jack McGinty, y por Dios que cuando llegue la próxima elección… El concejal saltó sobre él como un tigre. Su mano se cerró en torno al cuello del otro y lo empujó hacia atrás, contra uno de los barriles. Estaba tan loco de furia que habría apretado hasta matarlo, de no haber intervenido McMurdo. —¡Tranquilo, concejal! ¡Por amor de Dios, cálmese! —gritó, tirando de él hacia atrás. McGinty aflojó su presa y Baldwin, acobardado y maltrecho, respirando con dificultad y con temblores en todo el cuerpo, como quien ha visto la muerte muy cerca, se sentó en el barril contra el que le habían lanzado. —Te estabas buscando esto desde hace mucho tiempo, Ted Baldwin. Y lo has recibido —dijo McGinty, mientras su voluminoso pecho se hinchaba y deshinchaba—. A lo mejor te crees que si no me reeligen gran maestre, vas a ocupar tú mi puesto. Eso lo tiene que decidir la logia. Pero mientras yo sea el jefe, no consentiré que nadie diga una palabra contra mí o contra mis órdenes. —No tengo nada contra usted —masculló Baldwin, palpándose la garganta. —Pues entonces —exclamó el otro, recuperando en un instante su brusca jovialidad—, todos amigos otra vez, y asunto concluido. Sacó una botella de champaña de un estante y la descorchó de un tirón. —Y ahora —dijo, mientras llenaba tres copas—, vamos a hacer el brindis de paz de la logia. Y después de eso, como sabéis, ya no puede haber mala sangre entre nosotros. Vamos, pues. Con la mano izquierda en la nuez de mi cuello, yo te pregunto, Ted Baldwin: ¿Por qué estás ofendido? —Las nubes están muy cargadas. —Pero se despejarán para siempre. —Lo juro. Los hombres bebieron, y a continuación se repitió la misma ceremonia entre Baldwin y McMurdo. —Ya está —exclamó McGinty, frotándose las manos—. Se acabaron los rencores. Si esto fuera más lejos, tendréis que someteros a la disciplina de la logia, que en esta región tiene la mano muy dura, como bien sabe el hermano Baldwin y como no tardarás en comprobar tú también, hermano McMurdo, si andas buscando problemas. —De veras que me lo pensaré muy bien antes de hacerlo —dijo McMurdo, tendiéndole la mano a Baldwin—. Soy rápido para pelear, pero también para perdonar. Dicen que es por mi ardiente sangre irlandesa. Pero, por mi parte, es asunto concluido y no guardo rencor. Baldwin tuvo que estrechar la mano que se le ofrecía, porque los funestos ojos del terrible jefe no le perdían de vista. Pero su expresión resentida dejaba claro que las palabras del otro le habían conmovido bien poco. McGinty palmeó los hombros de ambos. —¡Ay, esas chicas, esas chicas! —exclamó—. Pensar que unas faldas han tenido que interponerse entre dos de mis muchachos… Es obra del diablo. Bueno, es la moza misma la que tendrá que zanjar la cuestión, porque eso se sale de la jurisdicción de un gran maestre, y demos gracias a Dios por ello. Ya tenemos bastantes problemas, sin necesidad de mujeres. Hermano McMurdo, tendrás que afiliarte a la logia 341. Tenemos métodos y costumbres propios, diferentes de los de Chicago. Nos reunimos los sábados por la noche, y si vienes te haremos libre para siempre en el valle de Vermissa. CAPÍTULO III Logia 341, Vermissa Al día siguiente de aquella noche tan llena de acontecimientos emocionantes, McMurdo abandonó la pensión del viejo Jacob Shafter y tomó alojamiento en la de la viuda MacNamara, en las afueras de la población. Poco después, Scanlan, la primera persona que había conocido en el tren, tuvo ocasión de mudarse a Vermissa, y los dos se alojaron juntos. No había ningún otro huésped, y la patrona era una anciana irlandesa muy tranquila, que los dejaba a su aire, con lo que disponían de una libertad de palabra y de acción que convenía mucho a dos hombres que tenían secretos en común. Shafter se había ablandado hasta el punto de permitir que McMurdo fuera a comer a su casa cuando quisiera, de modo que sus relaciones con Ettie no se interrumpieron en modo alguno. Por el contrario, se hicieron más estrechas y más íntimas a medida que transcurrían las semanas. En la alcoba de su nuevo domicilio, McMurdo consideró que podía sacar sin peligro sus moldes para acuñar monedas, y permitió que varios hermanos de la logia, bajo abundantes juramentos de guardar secreto, acudieran a verlos y se llevaran cada uno en el bolsillo varias muestras del dinero falso, tan hábilmente acuñadas que pasarlas no planteaba ninguna dificultad ni ningún riesgo. Que McMurdo se resignara a trabajar, cuando dominaba un arte tan maravilloso, constituía un perpetuo misterio para sus compañeros, aunque a todos los que le preguntaban les explicaba que si vivía sin ningún medio visible, la policía no tardaría en seguirle los pasos. Y de hecho, ya había un policía siguiéndole, aunque quiso la suerte que este incidente le proporcionara al aventurero más ventajas que perjuicios. Después de la primera presentación, pocas noches dejaba de acudir al salón de McGinty, para estrechar relaciones con «los muchachos», que era el término coloquial con el que se designaban entre ellos los miembros de la peligrosa banda que infestaba el lugar. Sus modales desenvueltos y su lenguaje atrevido le conquistaron las simpatías de todos, y la manera rápida y científica con que dejó fuera de combate a su contrincante en una multitudinaria pelea de taberna le hizo ganarse el respeto de aquel rudo colectivo. Sin embargo, hubo otro incidente que le hizo subir todavía más en su estima. Una noche, precisamente a la hora más concurrida, se abrió la puerta y entró un hombre con el discreto uniforme azul y la gorra de visera de la Policía del Carbón y el Hierro. Era este un cuerpo especial, creado por los propietarios del ferrocarril y de las minas para complementar los esfuerzos de la policía normal, que se encontraba completamente impotente ante la delincuencia organizada que tenía aterrorizado al distrito. En cuanto entró se hizo el silencio, y se clavaron en él muchas miradas de curiosidad, pero las relaciones entre policías y delincuentes son muy curiosas en los Estados Unidos, y ni el propio McGinty, que se encontraba detrás de la barra, dio muestra alguna de sorpresa cuando el inspector se incorporó a su clientela. —Un whisky solo, que la noche es fría —dijo el agente de policía—. Creo que no nos habíamos visto todavía, concejal. —¿Es usted el nuevo capitán? —preguntó McGinty. —Así es. Confiamos en que usted, concejal, y los demás ciudadanos notables nos ayuden a mantener la ley y el orden en esta ciudad. Soy el capitán Marvin, del Carbón y el Hierro. —Mejor estaríamos sin ustedes, capitán Marvin —dijo McGinty fríamente—. Ya tenemos nuestra propia policía urbana y no necesitamos artículos importados. Ustedes no son más que instrumentos a sueldo de los capitalistas, contratados para aporrear o tirotear a sus conciudadanos más pobres. —Bueno, bueno, no vamos a discutir sobre eso —dijo el policía con buen humor—. Creo que todos cumplimos con nuestro deber tal como lo entendemos, pero no todos lo entendemos de la misma manera —se había bebido su copa y se disponía a marcharse cuando su mirada se posó en el rostro de Jack McMurdo, que estaba a su lado mirándole con el ceño fruncido—. ¡Vaya, vaya! —exclamó, mirándolo de arriba a abajo—. Aquí tenemos a un viejo conocido. McMurdo se apartó de él. —En mi vida he sido amigo suyo, ni de ningún otro maldito poli —dijo. —Un conocido no es necesariamente un amigo —dijo el policía, sonriendo—. Tú eres Jack McMurdo, de Chicago, seguro que sí, y no lo niegues. McMurdo se encogió de hombros. —No lo niego —dijo—. ¿Cree que me avergüenzo de mi nombre? —Pues motivos no te faltan, desde luego. —¿Qué demonios quiere decir con eso? —rugió McMurdo, con los puños apretados. —No, no, Jack. A mí no me vengas con fanfarronadas. Fui policía en Chicago antes de venir a esta maldita carbonera, y conozco a un granuja de Chicago en cuanto lo veo. A McMurdo se le demudó el rostro. —No me diga que es usted Marvin, de la Central de Chicago. —El mismo Teddy Marvin de siempre, para servirte. No nos hemos olvidado del asesinato de Jonas Pinto. —Yo no lo maté. —¿No fuiste tú? Eso es una prueba imparcial e irrebatible, ¿no? Pues desde luego, su muerte te vino que ni pintada, porque te habrían detenido por colocar morralla. Pero bueno, podemos considerarlo cosa pasada, porque aquí, entre tú y yo…, y tal vez me estoy excediendo en mis atribuciones al decírtelo…, no pudieron reunir pruebas claras contra ti, y puedes regresar a Chicago mañana mismo. —Estoy muy bien donde estoy. —Bueno, yo te he dicho cómo están las cosas, y serás un perro desagradecido si no me das las gracias. —Bien, supongo que lo ha hecho con buena intención y se lo agradezco —dijo McMurdo, de no muy buena gana. —Me estaré calladito mientras te vea vivir honradamente —dijo el capitán—. Pero, por Dios, que, si después de esto te pillo en algún lío, va a ser otro cantar. Y ahora, buenas noches. Y buenas noches tenga usted, concejal. Y el policía salió del bar, pero no sin antes haber creado un héroe local. Ya habían circulado rumores sobre las correrías de McMurdo en Chicago. Él había eludido todas las preguntas con una sonrisa, como si no deseara verse investido de grandeza. Pero ahora el asunto había quedado confirmado oficialmente. Los holgazanes que llenaban el bar se apelotonaron a su alrededor, estrechándole la mano de todo corazón. Desde aquel momento fue un miembro de pleno derecho de la comunidad. McMurdo era capaz de beber mucho sin que se le notara, pero aquella noche, si su compañero Scanlan no hubiera estado a mano para llevarlo a casa, el héroe homenajeado seguramente habría pasado la noche bajo la barra. Un sábado por la noche, McMurdo fue presentado en la logia. Había creído que, por ser un iniciado de Chicago, le admitirían sin ceremonias, pero en Vermissa tenían ritos especiales de los que se sentían orgullosos, y todos los solicitantes tenían que someterse a ellos. La congregación se reunía en una amplia sala reservada para este fin en la sede del sindicato. En Vermissa se reunían unos sesenta miembros, pero esto no representaba, ni mucho menos, toda la fuerza de la organización, ya que existían varias logias más en el valle, y también al otro lado de las montañas que lo flanqueaban. Entre ellas se intercambiaban miembros cuando había en marcha algún asunto serio, de modo que se pudieran cometer crímenes y los autores fueran desconocidos en la localidad. En total, pasaban de quinientos los miembros repartidos por la cuenca minera. En la austera sala de reuniones, los hombres se congregaban en torno a una larga mesa. A un lado había una segunda mesa, repleta de botellas y vasos, hacia la que ya dirigían sus miradas algunos miembros de la fraternidad. McGinty se sentaba a la cabecera de la mesa, con un gorro plano de terciopelo negro sobre su enmarañada cabellera negra y una estola morada alrededor del cuello, que le hacían parecer un sacerdote presidiendo algún ritual diabólico. A su derecha y a su izquierda se sentaban los altos cargos de la logia, entre los que destacaba el rostro cruel pero atractivo de Ted Baldwin. Todos ellos llevaban alguna banda o medallón como emblema de su cargo. En su mayor parte eran hombres de edad madura, pero el resto de la congregación estaba formado por jóvenes de dieciocho a veinte años, agentes diligentes y eficaces que ejecutaban las órdenes de sus mayores. Entre los hombres mayores había bastantes cuyas facciones revelaban el alma feroz y criminal que llevaban dentro, pero mirando al personal de tropa se hacía difícil creer que aquellos jóvenes sencillos y animosos formaran, en realidad, una peligrosa banda de asesinos, cuyas mentes habían sufrido una perversión moral tan completa que sentían un espantoso orgullo por su competencia en aquel trabajo y miraban con el mayor respeto a los que tenían reputación de hacer lo que ellos llamaban «un trabajo limpio». Para aquellas personalidades retorcidas, ofrecerse voluntario para actuar contra personas que no les habían hecho ningún daño y a las que, en muchos casos, no habían visto en su vida, había llegado a convertirse en un acto valeroso y caballeresco. Una vez cometido el crimen, discutían sobre quién en concreto había dado el golpe mortal, y se divertían entre ellos, y a la concurrencia, describiendo los gritos y contorsiones del hombre asesinado. Al principio, habían llevado sus manejos con cierto secreto, pero en la época que se describe en esta narración actuaban ya sin ningún disimulo, porque los repetidos fracasos de la justicia les habían demostrado, por una parte, que nadie se atrevería a testificar contra ellos y, por otra, que disponían de un número ilimitado de testigos de confianza a los que podían recurrir, y una caja de caudales bien repleta, de la que podían sacar fondos para contratar a los abogados de más talento del estado. En diez largos años de fechorías, no se había dictado contra ellos ni una sola condena, y el único peligro que amenazaba a los Batidores procedía de las víctimas mismas, que, aunque superadas en número y cogidas por sorpresa, podían, y a veces lograban, dejar su marca en los asaltantes. A McMurdo se le había advertido que tendría que pasar una prueba, pero nadie quiso explicarle en qué consistía. Llegado el momento, dos hermanos le condujeron solemnemente a una habitación exterior. A través de la pared de tablas, podía oír el murmullo de muchas voces, procedente de la sala de asambleas. Una o dos veces oyó pronunciar su nombre, y comprendió que estaban discutiendo su candidatura. Por fin entró un miembro de la guardia interna, con una banda verde y oro cruzándole el pecho. —El gran maestre ordena que se le ate, se le tapen los ojos y se le haga pasar —dijo. Entre los tres le quitaron la chaqueta, le subieron la manga del brazo derecho y, por último, le pasaron una cuerda por encima de los codos y le ataron los brazos. A continuación, le pusieron una gruesa capucha negra que le cubría la cabeza y la parte superior de la cara, de modo que no podía ver nada. Entonces le condujeron a la sala de reuniones. Estaba completamente cegado y sofocado por la capucha. Oyó rumores y murmullos de personas a su alrededor, y después la voz de McGinty, que sonaba apagada y distante a través de la tela que le cubría los oídos. —John McMurdo —dijo la voz—. ¿Eres ya miembro de la Antigua Orden de los Hombres Libres? McMurdo asintió con la cabeza. —¿Tu logia es la número 29, de Chicago? Asintió de nuevo. —Las noches oscuras son desapacibles —dijo la voz. —Sí, para los forasteros que van de viaje —respondió. —Las nubes están muy cargadas. —Sí, se acerca una tormenta. —¿Está satisfecha la hermandad? —preguntó el gran maestre. Se oyó un murmullo general de afirmación. —Por tu seña y tu contraseña sabemos, hermano, que efectivamente eres uno de los nuestros —dijo McGinty—. Sin embargo, debes saber que en este condado, y en otros condados de esta región, tenemos ciertos ritos y también ciertos deberes particulares, para los que se necesitan hombres de verdad. ¿Estás dispuesto a ser sometido a prueba? —Lo estoy. —¿Eres hombre de valor? —Lo soy. —Demuéstralo dando un paso adelante. Al pronunciarse estas palabras, McMurdo sintió dos puntas duras delante de sus ojos, que los apretaban dando la impresión de que no podría avanzar sin peligro de quedar ciego. No obstante, hizo acopio de valor y avanzó con paso resuelto, y al hacerlo desapareció la presión. Se oyó un sordo rumor de aplausos. —Es hombre de valor —dijo la voz—. ¿Puedes soportar el dolor? —Tan bien como cualquiera —respondió McMurdo. —¡Ponedlo a prueba! Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no gritar, porque un dolor espantoso le atravesó el antebrazo. El choque fue tan brusco que estuvo a punto de desmayarse, pero se mordió los labios y apretó los puños para disimular su sufrimiento. —Todavía puedo aguantar más —dijo. Esta vez, el aplauso fue bien sonoro. Nunca se había visto en la logia una presentación mejor. Varias manos le palmearon la espalda, y otra le arrancó la capucha de la cabeza. Parpadeante y sonriente, McMurdo recibió las felicitaciones de los hermanos. —Una última cuestión, hermano McMurdo —dijo McGinty—. Ya has pronunciado los juramentos de secreto y fidelidad. ¿Sabes que el castigo por quebrantarlos es la muerte instantánea e inapelable? —Lo sé —dijo McMurdo. —¿Y aceptas la autoridad del gran maestre, desde ahora y en cualquier circunstancia? —La acepto. —Entonces, en nombre de la logia 341, de Vermissa, te doy la bienvenida a sus privilegios y debates. Trae las bebidas a esta mesa, hermano Scanlan, y brindemos por nuestro valeroso hermano. Le trajeron su chaqueta, pero, antes de ponérsela, McMurdo se miró el brazo derecho, que todavía le dolía muchísimo. En la carne del antebrazo, el hierro de marcar había dejado una marca roja y profunda: la forma nítida de un círculo con un triángulo dentro. Algunos de los hombres que tenía cerca se arremangaron para enseñarle sus marcas de la logia. —A todos nos lo han hecho —dijo uno—, pero no todos pasaron la prueba con tanto valor. —¡Bah! No ha sido nada —dijo él. Pero seguía doliéndole y quemándole tanto como antes. Cuando se hubieron consumido las bebidas que siguieron a la ceremonia de iniciación, se pasó a hablar de los asuntos de la logia. McMurdo, acostumbrado únicamente a las prosaicas sesiones de Chicago, escuchaba con los oídos muy abiertos y más sorpresa de la que se atrevió a demostrar. —El primer asunto en el orden del día —dijo McGinty— es la lectura de la siguiente carta del jefe de distrito Windle, de la logia 249 del condado de Merton. Dice lo siguiente: Muy señor mío: Es preciso realizar un trabajo con Andrew Rae, de Rae y Sturmash, propietarios de minas de carbón de esta zona. Recordaréis que vuestra logia está en deuda con nosotros por los servicios prestados por dos hermanos en el asunto del policía el otoño pasado. Si nos enviáis dos hombres competentes, se ocupará de ellos el tesorero Higgins, de esta logia, cuya dirección ya conocéis. Él les indicará cuándo y dónde actuar. Hermanos en la libertad, J. W. Windle, J. D. A. O. H. L. »Windle nunca nos ha fallado cuando hemos tenido necesidad de que nos preste uno o dos hombres, y no vamos a fallarle nosotros a él —McGinty hizo una pausa y recorrió la sala con sus ojos apagados y malévolos—. ¿Quién se ofrece voluntario para el trabajo? Varios jóvenes levantaron la mano. El gran maestre los miró con una sonrisa de aprobación. —Irás tú, Tigre Cormac. Si lo haces tan bien como la última vez, no puedes fallar. Y tú, Wilson. —No tengo pistola —dijo el voluntario, un muchacho que aún no había cumplido los veinte. —Es tu primera vez, ¿no? Bueno, alguna vez tienes que recibir el bautismo de sangre. Será un magnífico comienzo para ti. En cuanto a la pistola, o mucho me equivoco o te estará esperando. Si os presentáis el lunes, habrá tiempo de sobra. Tendréis un gran recibimiento cuando volváis. —¿Hay alguna recompensa esta vez? —preguntó Cormac, un joven fornido, de rostro moreno y aspecto brutal, cuya ferocidad le había valido el apodo de «Tigre». —Olvídate de las recompensas. Hazlo simplemente por el honor que hay en ello. Es posible que cuando esté realizado el trabajo haya algunos dólares en el fondo de la caja. —¿Qué ha hecho ese tipo? —preguntó el joven Wilson. —Ni a ti ni a nadie como tú le interesa saber lo que ha hecho. Ha sido juzgado allí, y no es asunto nuestro. Lo único que tenemos que hacer es realizar el trabajo por ellos, como ellos lo harían por nosotros. Y ya que hablamos de eso, la semana próxima van a venir dos hermanos de la logia de Merton para atender ciertos asuntos en esta localidad. —¿Quiénes son? —preguntó alguien. —Créeme, es más prudente no preguntar. Si no sabes nada, no podrás testificar nada, y no habrá ningún problema. Pero son hombres que, cuando tienen que hacer un trabajo, hacen un trabajo limpio. —¡Ya iba siendo hora! —exclamó Ted Baldwin—. Hay gente por aquí que se está desmandando. La semana pasada, sin ir más lejos, el capataz Blaker despidió a tres de nuestros hombres. Hace tiempo que se la está buscando, y va a encontrársela de lleno. —¿Qué se va a encontrar? —susurró McMurdo al hombre que tenía al lado. —El extremo malo de una escopeta de postas —respondió el otro con una ruidosa carcajada—. ¿Qué te parece nuestro sistema, hermano? El alma criminal de McMurdo parecía haber absorbido ya el espíritu de la maligna sociedad en la que acababa de ingresar. —Me gusta mucho —dijo—. Este es un buen sido para un muchacho emprendedor. Varios de los que le rodeaban oyeron sus palabras y las aplaudieron. —¿Qué ocurre ahí? —gritó el gran maestre de negra cabellera, desde el extremo de la mesa. —Es el nuevo hermano, maestre, que dice que le gusta nuestro sistema. McMurdo se puso en pie un momento. —Quiero decir, venerable maestre, que, si se necesita un hombre, consideraré un honor ser elegido para ayudar a la logia. Estas palabras provocaron un gran aplauso. Daba la sensación de que un nuevo sol asomaba sus contornos sobre el horizonte. A algunos de los miembros mayores les pareció que el progreso era un poco demasiado rápido. —Yo recomendaría —dijo el secretario Harraway, un viejo de barba gris y cara de buitre que se sentaba junto a la presidencia— que el hermano McMurdo aguarde hasta que la logia se digne recurrir a sus servicios. —Sí, claro, eso es lo que quería decir. Estoy a vuestra disposición —dijo McMurdo. —Ya llegará tu momento, hermano —dijo el maestre—. Te tenemos señalado como hombre bien dispuesto, y estamos seguros de que harás un buen trabajo en esta región. Hay un asuntillo esta noche en el que podrías echar una mano si te apetece. —Esperaré a que surja algo que valga la pena. —De todas maneras, puedes venir esta noche. Eso te ayudará a entender nuestra posición en esta comunidad. Más adelante lo explicaré. Mientras tanto —echó una mirada al orden del día—, tengo un par de puntos que exponer ante la asamblea. En primer lugar, pido al tesorero que nos informe sobre nuestro balance bancario. Hay que pagar la pensión a la viuda de Jim Carnaway. Lo mataron mientras trabajaba para la logia, y es nuestro deber procurar que la viuda no salga perjudicada. —A Jim le pegaron un tiro el mes pasado, cuando fueron a matar a Chester Wilcox, de Marley Creek —le informó a McMurdo su vecino de asiento. —Por el momento hay fondos suficientes —dijo el tesorero, que tenía delante el libro de cuentas—. Las empresas se han mostrado generosas últimamente. La Max Linder & Co. pagó quinientos para que los dejásemos en paz. La Walker Brothers envió cien, pero yo personalmente me encargué de devolvérselos y exigir quinientos. Si no recibo noticias suyas antes del miércoles, se les puede averiar la maquinaria de transmisión. El año pasado tuvimos que incendiarles la trituradora para hacerles entrar en razón. La Compañía Carbonera del Oeste también ha pagado su contribución anual. Tenemos suficiente para hacer frente a cualquier obligación. —¿Y qué hay de Archie Swindon? —preguntó un hermano. —Vendió su negocio y se marchó del distrito. El viejo diablo nos dejó una carta diciendo que prefería ser un barrendero libre en Nueva York antes que un propietario de minas en poder de una banda de chantajistas. Por Dios que hizo bien largándose antes de que nos llegara la carta. No creo que se atreva a asomar la cara por este valle nunca más. Un hombre mayor y bien afeitado, de rostro amable y frente despejada, se levantó en el extremo de la mesa opuesto al del presidente. —Señor tesorero —dijo—. ¿Puedo preguntar quién ha comprado las propiedades de este hombre al que hemos expulsado del distrito? —Sí, hermano Morris. Las ha comprado la Compañía Ferroviaria del Estado y del Condado de Merton. —¿Y quién compró las minas de Todman, y las de Lee, que salieron al mercado de la misma manera el año pasado? —La misma empresa, hermano Morris. —¿Y quién compró las fundiciones de Manson, las de Shuman, las de Van Deher y las de Atwood, todas las cuales salieron a la venta hace poco? —Todas las compró la Compañía Minera General de West Wilmerton. —No creo, hermano Morris —dijo el maestre—, que a nosotros nos importe nada quién las compra, puesto que no pueden llevárselas del distrito. —Con todos los respetos, venerable maestre, creo que nos importa mucho. Este proceso lleva en marcha diez largos años. Poco a poco, vamos echando del negocio a todos los pequeños empresarios. ¿Con qué resultado? En su lugar, nos encontramos con grandes empresas, como la Ferroviaria o la Minera General, cuyos dirigentes están en Nueva York o Filadelfia y poco les importan nuestras amenazas. Podemos sacarles algo a los directivos locales, pero eso solo significa que enviarán a otros en su lugar. Y así estamos creando una situación peligrosa para nosotros. Los empresarios pequeños no podían hacernos daño. No tenían ni dinero ni poder para ello. Mientras no los exprimiéramos hasta dejarlos secos, seguían estando en nuestro poder. Pero si estas grandes compañías descubren que nos interponemos entre ellos y sus beneficios, no repararán en gastos ni en esfuerzos para cazarnos y llevarnos ante los tribunales. Al oír estas ominosas palabras todos quedaron en silencio, y todos los rostros se ensombrecieron mientras intercambiaban lúgubres miradas. Habían llegado a ser tan omnipotentes y gozado de tanta impunidad, que la mera idea de que algún día tuvieran que rendir cuentas se había borrado de sus cabezas. Pero ahora, la idea provocó un escalofrío hasta en los más temerarios de todos ellos. —Mi consejo es —continuó el orador— que no carguemos tanto la mano con los pequeños empresarios. El día que los hayamos expulsado a todos, se acabará el poder de esta sociedad. Las verdades desagradables no son bien recibidas. Se oyeron gritos airados cuando el orador volvió a sentarse. McGinty se levantó con el ceño fruncido. —Hermano Morris —dijo—, siempre has sido un agorero. Mientras los miembros de la Logia nos mantengamos unidos, no hay poder en Norteamérica que pueda tocarnos. ¿Acaso no nos han llevado bastantes veces a los tribunales? Yo creo que a las grandes empresas les resultará más cómodo pagar que pelear, lo mismo que a las pequeñas. Y ahora, hermanos —mientras hablaba, McGinty se quitó el gorro de terciopelo negro y la estola—, esta logia da por terminada la sesión de hoy, exceptuando un asuntillo del que ya hablaremos al marcharnos. Ha llegado el momento del refrigerio fraternal y la armonía. La condición humana es verdaderamente curiosa. Allí teníamos a unos hombres para los que el asesinato era cosa corriente, que una y otra vez habían abatido a padres de familia, a hombres contra los que no tenían nada personal, sin un solo pensamiento de compasión por sus dolientes esposas o sus indefensos hijos… y que, sin embargo, eran capaces de conmoverse hasta llorar al oír música delicada o patética. McMurdo tenía una bonita voz de tenor y, aun si no hubiera conseguido ganarse antes la buena voluntad de la logia, esta ya no se le habría resistido después de que los emocionara con Estoy sentado en la escalera, Mary y A orillas del lago Alian. En su primera noche, el nuevo iniciado se había convertido en uno de los miembros más populares de la hermandad, claro candidato al ascenso a los altos cargos. No obstante, se precisaban otras cualidades, aparte de la buena camaradería, para ser un Hombre Libre de valía, y de estas se le dio un ejemplo antes de que terminara la velada. La botella de whisky había dado ya muchas vueltas y los hombres estaban acalorados y bien dispuestos a las maldades, cuando el gran maestre se levantó de nuevo para dirigirse a ellos. —Muchachos —dijo—: hay un hombre en esta ciudad que necesita un escarmiento, y es asunto vuestro procurar que lo reciba. Estoy hablando de James Stanger, del Herald. ¿Os habéis fijado en lo bocazas que se está poniendo contra nosotros? Hubo un murmullo de asentimiento, y varios juramentos en voz baja. McGinty sacó un recorte de papel del bolsillo de su chaleco. —«¡Ley y orden!» Así es como lo titula. «El reinado del terror en el distrito del carbón y el hierro. Doce años han transcurrido ya desde los primeros asesinatos que revelaron la existencia de una organización criminal entre nosotros. Desde aquel día, los atropellos no han cesado jamás, hasta alcanzar un nivel que nos convierte en la vergüenza del mundo civilizado. ¿Para obtener estos resultados es para lo que nuestro gran país acoge en su seno a los extranjeros que huyen de los despotismos de Europa? ¿Para que ellos mismos se conviertan en tiranos que oprimen a la misma gente que les ha dado cobijo? ¿Para establecer un régimen de terrorismo e ilegalidad a la sombra misma de los sagrados pliegues de la bandera estrellada de la libertad, un régimen que nos dejaría horrorizados si leyéramos sobre la existencia de algo parecido en la más corrompida monarquía de Oriente? Los hombres son conocidos. La organización actúa a la vista del público. ¿Cuánto tiempo más hemos de soportarla? ¿Podemos vivir siempre…»? Bueno, creo que ya he leído bastante de esta basura —exclamó el gran maestre, arrojando el papel sobre la mesa—. Esto es lo que él dice de nosotros. Y yo os pregunto: ¿cómo debemos responderle? —¡Matándolo! —gritó una docena de voces enfurecidas. —¡Protesto contra eso! —dijo el hermano Morris, el hombre de la frente despejada y el rostro afeitado—. Os digo, hermanos, que estamos aplicando demasiada mano dura en este valle, y que llegará un momento en el que todos se unirán en defensa propia para aplastarnos. James Stanger es viejo. Es respetado en la ciudad y en toda la región. Su periódico defiende todo lo que vale la pena en el valle. Si se mata a ese hombre, se provocará en todo el estado una agitación que solo puede acabar con nuestra destrucción. —¿Y cómo se las van a arreglar para destruirnos, cobarde? —exclamó McGinty—. ¿Con la policía? Pero si la mitad de ellos está a sueldo nuestro y la otra mitad nos tiene miedo. ¿O mediante los tribunales y los jueces? ¿Acaso no nos han procesado ya otras veces? ¿Y con qué resultados? —Está el juez Lynch, que bien podría encargarse del caso —dijo el hermano Morris. Un clamor general de ira acogió la sugerencia. —No tengo más que levantar un dedo —gritó McGinty— y puedo lanzar sobre esta ciudad doscientos hombres que la barrerían de un extremo a otro —de pronto, alzó aún más la voz y frunció sus espesas cejas negras en un gesto terrible—. Mira, hermano Morris, te tengo echado el ojo desde hace ya algún tiempo. No tienes coraje, e intentas quitárselo a los demás. Va a llegar un mal día, hermano Morris, en el que tu nombre aparezca en nuestro orden del día, y empiezo a pensar que ha llegado el momento de apuntarlo. Morris se había quedado pálido como un muerto, y se dejó caer en su asiento como si sus rodillas fueran incapaces de sostenerlo. Alzó un vaso con mano temblorosa y bebió antes de poder responder. —Os pido perdón, venerable maestre, a ti y a los demás hermanos de la logia si he dicho más de lo que debía. Soy un miembro leal, todos lo sabéis, y lo que me hace hablar con esta ansiedad es el miedo a que le ocurra algo malo a la logia. Pero tengo más confianza en tu criterio que en el mío, venerable maestre, y prometo que no volveré a incurrir en falta. El ceño del maestre se relajó al escuchar aquellas humildes palabras. —Está bien, hermano Morris. Yo sería el primero en lamentar que fuera necesario darte una lección. Pero mientras ocupe este cargo, seremos una logia unida en palabra y obra. Y ahora, muchachos —prosiguió, recorriendo con la mirada la congregación—, solo os diré esto: que si Stanger se lleva lo que de verdad se merece, se armará un revuelo mayor de lo que nos conviene. Estos periodistas se apoyan unos a otros, y todos los periódicos del estado empezarían a clamar pidiendo policías y soldados. Pero supongo que se le podría dar un aviso un poquito duro. ¿Te encargas tú de ello, hermano Baldwin? —¡Encantado! —dijo el joven, con entusiasmo. —¿Cuántos hombres necesitas? —Media docena, y dos para vigilar la puerta. Vendrás tú, Gower, y tú, Mansel, y tú, Scanlan, y los dos hermanos Willaby. —Le prometí al nuevo hermano que él iría —dijo el maestre. Ted Baldwin miró a McMurdo con ojos que demostraban que ni perdonaba ni olvidaba. —Está bien, puede venir si quiere —dijo en tono huraño—. Con esos basta. Cuanto antes pongamos manos a la obra, mejor. La reunión se disolvió entre gritos, alaridos y arrebatos cantores de borrachos. El bar estaba aún repleto de juerguistas, y muchos de los cofrades se quedaron allí. La cuadrilla a la que se le había encomendado la tarea salió a la calle, caminando por la acera en grupos de dos o de tres para no llamar la atención. Era una noche terriblemente fría, con una media luna resplandeciente en un cielo gélido y estrellado. Los hombres se detuvieron, y se reunieron en un patio que daba a un edificio alto. Entre sus ventanas bien iluminadas estaban pintadas en letras doradas las palabras Vermissa Herald. Del interior llegaba el traqueteo de la imprenta. —Tú —le dijo Baldwin a McMurdo— puedes quedarte abajo, en la puerta, cuidando de que tengamos el camino libre. Que se quede contigo Arthur Willaby. Los demás venid conmigo. No tengáis miedo, muchachos, que tenemos media docena de testigos que jurarán que en este preciso instante estamos en el bar del sindicato. Era casi medianoche y la calle estaba desierta, aparte de uno o dos juerguistas que regresaban a sus casas. La cuadrilla cruzó la calle y abrió de un empujón la puerta del local del periódico. Baldwin y sus hombres entraron y subieron corriendo la escalera que había frente a la puerta. McMurdo y otro hombre se quedaron abajo. Del piso de arriba llegó un grito, una llamada de auxilio, y luego el ruido de pies que corrían y sillas que caían. Un instante después, un hombre de cabellos canos salió corriendo al descansillo. Lo atraparon antes de que pudiera llegar más lejos, y sus gafas cayeron tintineando a los pies de McMurdo. Se oyó un golpe y un gemido. El hombre había caído de bruces, y media docena de palos resonaron al abatirse sobre él. Su cuerpo se retorcía, y sus largos y delgados miembros temblaban bajo los golpes. Por fin, los demás dejaron de pegarle, pero Baldwin, con una sonrisa infernal en su cruel rostro, siguió golpeando la cabeza del hombre, que intentaba en vano protegérsela con los brazos. Sus cabellos blancos estaban salpicados de manchas de sangre. Baldwin continuaba inclinado sobre su víctima, aplicando un rápido y feroz golpe cada vez que veía una parte de la cabeza al descubierto, cuando McMurdo subió como un rayo la escalera y lo apartó de un empujón. —¡Vas a matarlo! —dijo—. Déjalo ya. Baldwin lo miró sorprendido. —¡Maldito seas! —gritó—. ¿Quién te has creído que eres para interferir? ¡Pero si acabas de ingresar en la logia! ¡Atrás! Alzó el palo, pero McMurdo ya había sacado su pistola del bolsillo del costado. —¡Atrás tú! —exclamó—. Como me toques, te vuelo los sesos. Y en cuanto a la logia, ¿no ordenó el gran maestre que no lo matáramos? ¿Y qué estás haciendo, sino matarlo? —Es verdad eso que dice —comentó uno de los hombres. —¡Eh, vosotros, daos prisa! —gritó el hombre de abajo—. Se están encendiendo todas las ventanas y dentro de cinco minutos vais a tener encima a todo el pueblo. Efectivamente, en la calle se oían gritos y en el vestíbulo de abajo se estaba formando un pequeño grupo de cajistas y tipógrafos que se daban ánimos para entrar en acción. Dejando el cuerpo fláccido e inmóvil del director en lo alto de la escalera, los criminales bajaron apresuradamente y se abrieron camino con rapidez por la calle. Al llegar al local del sindicato, algunos de ellos se mezclaron con la multitud del salón de McGinty, para susurrarle al jefe, por encima de la barra, que la tarea estaba cumplida. Otros, entre ellos McMurdo, se perdieron por callejuelas laterales y fueron dando rodeos hasta sus casas. CAPÍTULO IV El valle del terror Cuando McMurdo despertó a la mañana siguiente, tenía buenos motivos para recordar su iniciación en la logia. Le dolía la cabeza por efecto de la bebida, y el brazo en el que le habían marcado estaba inflamado e hinchado. Como disponía de su propia y peculiar fuente de ingresos, su asistencia al trabajo era algo irregular, de modo que desayunó tarde y se quedó en casa toda la mañana, escribiéndole una larga carta a un amigo. Después se puso a leer el Daily Herald. En una columna especial, insertada en el último momento, se leía: «Atentado en la redacción del Herald. El director, gravemente herido». Era una breve crónica de unos hechos de los que él estaba mejor informado que el redactor, y terminaba con este párrafo: El caso está ahora en manos de la policía, pero caben pocas esperanzas de que sus diligencias rindan mejores resultados que en el pasado. Algunos de los agresores han sido identificados, y es de desear que sean condenados. No hace falta decir que la autoría del atentado corresponde a esa infame sociedad que ha tenido esclavizada a esta comunidad desde hace ya tanto tiempo, y contra la que el Herald ha adoptado una postura tan inflexible. Los numerosos amigos del señor Stanger se alegrarán de saber que, aunque ha sido golpeado de manera tan cruel y brutal, habiendo sufrido graves heridas en la cabeza, su vida no corre peligro inmediato. A continuación se decía que se había solicitado una guardia de la Policía del Carbón y el Hierro, armada con fusiles Winchester, para defender la redacción. McMurdo había dejado el periódico y estaba encendiendo su pipa con una mano que aún temblaba por los excesos de la noche anterior, cuando llamaron a la puerta y su patrona le entregó una carta que acababa de traerle un muchacho. Estaba sin firmar, y decía lo siguiente: Me gustaría hablar con usted, pero sería mejor no hacerlo en su casa. Me encontrará en Miller Hill, junto al mástil de la bandera. Si viene ahora mismo, tengo algo que decirle, que es importante para usted y para mí. McMurdo leyó dos veces la nota con la máxima sorpresa, pues no podía imaginar qué significaba ni quién era el autor. Si la letra hubiera sido de mujer, habría supuesto que se trataba del comienzo de una de aquellas aventuras que tan corrientes habían sido en su vida anterior. Pero la letra era de hombre, y de un hombre con estudios. Por fin, después de algunas dudas, decidió llegar hasta el final del asunto. Miller Hill es un parque público mal cuidado, situado en el centro mismo de la población. En verano es uno de los lugares favoritos de los ciudadanos, pero en invierno está bastante desolado. Desde lo alto, no solo se domina toda la mugrienta y caótica ciudad, sino también el ondulado valle de abajo, con sus minas y fábricas dispersas como negras manchas en la nieve de ambos lados, y las montañas boscosas y de cumbres nevadas que lo flanquean. McMurdo avanzó cuesta arriba por el serpenteante sendero bordeado por setos de hoja perenne, hasta llegar al restaurante, ahora desierto, que constituye el centro de las diversiones veraniegas. Junto a él había un mástil de bandera desnudo, y, al pie del mismo, un hombre con el sombrero calado y el cuello del abrigo alzado. Cuando volvió la cara, McMurdo vio que se trataba del hermano Morris, el que había incurrido en las iras del gran maestre la noche anterior. Al saludarse, los dos hombres intercambiaron las contraseñas de la logia. —Quería hablar unas palabras con usted, señor McMurdo —dijo el hombre mayor, hablando con unos titubeos que demostraban que se trataba de un asunto delicado—. Ha sido muy amable al venir. —¿Por qué no ha firmado la nota? —Hay que ser prudente, señor mío. En estos tiempos, no se sabe qué consecuencias pueden tener las cosas. Uno no sabe de quién fiarse y de quién no. —Supongo que uno podrá fiarse de los hermanos de su logia. —No, no. No siempre —exclamó Morris con vehemencia—. Parece que todo lo que uno dice, hasta lo que uno piensa, acaba llegándole a ese hombre, a McGinty. —Oiga, oiga —dijo McMurdo muy serio—. Sabe usted muy bien que anoche mismo juré fidelidad a nuestro gran maestre. ¿Acaso me va a pedir que falte a mi juramento? —Si se lo va a tomar así —dijo Morris con tristeza—, solo puedo decir que lamento haberle causado la molestia de venir a verme. Mal andan las cosas cuando dos ciudadanos libres no pueden sincerarse uno con otro. McMurdo, que había estado observando con mucha atención a su interlocutor, suavizó un poco su actitud. —Bueno, hablaba solo por mí mismo —dijo—. Soy nuevo aquí, como usted sabe, y no estoy enterado de nada. No soy quién para abrir la boca, señor Morris, pero si usted juzga conveniente decirme algo, estoy aquí para escuchar. —Para contárselo al Jefe McGinty —dijo Morris en tono amargo. —Le aseguro que es usted injusto conmigo —exclamó McMurdo—. Es verdad que soy leal a la logia, y se lo digo bien claro, pero sería un desgraciado si fuera a contarle a otro lo que usted me diga a modo de confidencia. Esto quedará entre nosotros, aunque le advierto que es posible que no obtenga de mí ni ayuda ni simpatía. —Ya he renunciado a seguir buscando esas dos cosas —dijo Morris—. Es posible que al decirle lo que le voy a decir esté poniendo mi vida en sus manos, pero, por malo que sea usted, y anoche me pareció que tiene madera para ser tan malo como el peor, es usted nuevo en este asunto, y puede que su conciencia aún no esté tan encallecida como las de ellos. Por eso pensé que podría hablar con usted. —Muy bien. ¿Y qué quiere decirme? —Que Dios le maldiga si me delata. —Venga, ya le he dicho que no lo haré. —Entonces, quiero preguntarle una cosa: cuando ingresó en la Orden de los Hombres Libres de Chicago y pronunció sus juramentos de caridad y lealtad, ¿en algún momento se le pasó por la cabeza que aquello podría conducirle al crimen? —Si lo llama usted crimen… —respondió McMurdo. —¡Si lo llamo crimen! —exclamó Morris, con la voz temblándole de pasión—. Bien poco ha visto usted si lo llama de otra manera. ¿No fue un crimen lo de anoche, cuando un hombre que tiene edad suficiente para ser su padre fue apaleado hasta teñirle de sangre las canas? ¿No fue eso un crimen? ¿O cómo hay que llamarlo? —Hay quien podría llamarlo «guerra» —dijo McMurdo—. Una guerra de clases sin cuartel, en la que los dos bandos luchan como mejor pueden. —¿Y se imaginaba usted algo así cuando ingresó en la Orden de Hombres Libres en Chicago? —No, debo confesar que no. —Ni yo tampoco cuando ingresé en Filadelfia. Era solo un club de beneficencia y un lugar de encuentro para los asociados. Entonces oí hablar de este sitio. ¡Maldita la hora en que llegó a mis oídos su nombre! Y vine aquí para mejorar de posición. ¡Para mejorar, Dios mío! Mi mujer y mis tres hijos vinieron conmigo. Abrí una tienda de artículos de mercería en la plaza del Mercado y fui prosperando. Se había corrido la voz de que era un Hombre Libre y me vi obligado a ingresar en la logia local, lo mismo que usted anoche. Llevo la marca de la vergüenza en el antebrazo, y algo peor marcado a fuego en el corazón. Me encontré sometido a las órdenes de un canalla detestable, y atrapado en una red de crímenes. ¿Qué podía hacer? Cualquier palabra que dijera para mejorar las cosas se interpretaba como traición, como sucedió anoche. No puedo marcharme, porque mi tienda es lo único que tengo en el mundo. Si abandono la Sociedad, sé muy bien que para mí significa la muerte, y Dios sabe qué les ocurriría a mi mujer y mis hijos. ¡Ay, amigo, es espantoso…, espantoso! Se llevó las manos a la cara y su cuerpo se estremeció con sollozos compulsivos. McMurdo se encogió de hombros. —Es usted demasiado blando para esto —dijo—. Los hombres como usted no sirven para este trabajo. —Yo tenía conciencia y era religioso, pero me convirtieron en un criminal como ellos. Se me eligió para un trabajo. Si me echaba atrás, sabía muy bien lo que me ocurriría. Puede que sea un cobarde. A lo mejor, lo que me acobarda es pensar en mi pobre mujer y en mis hijos. De todas maneras, fui, y creo que eso me atormentará para siempre. Era una casa aislada, a veinte millas de aquí, pasadas aquellas montañas. Me dijeron que vigilara la puerta, lo mismo que a usted anoche. No confiaban en mí para aquel trabajo. Los demás entraron. Cuando salieron, traían las manos ensangrentadas hasta las muñecas. Cuando nos alejábamos, un niño salió chillando de la casa, detrás de nosotros. Era un niño de cinco años, que había visto asesinar a su padre. Casi me desmayo del horror, pero tuve que mantener un gesto resuelto y sonriente, porque sabía bien que, si no lo hacía, la próxima vez sería de mi casa de donde saldrían con las manos ensangrentadas, y sería mi pequeño Fred el que lloraría por su padre. Con aquello me convertí en un criminal. Había participado en un asesinato y me había perdido para siempre en este mundo, y también en el otro. Soy un buen católico, pero el sacerdote no quiso ni hablar conmigo cuando se enteró de que era un Batidor, y estoy excomulgado por mi Iglesia. Así están las cosas para mí. Y como veo que usted va a seguir el mismo camino, yo le pregunto: ¿cómo piensa acabar? ¿Está dispuesto a convertirse también en un asesino a sangre fría, o podemos hacer algo para detener esto? —¿Qué haría usted? —preguntó McMurdo bruscamente—. ¿Denunciarlos? —¡Dios me libre! —exclamó Morris—. Solo pensar en ello me costaría la vida. —Menos mal —dijo McMurdo—. Yo creo que es usted débil y que le da demasiada importancia al asunto. —¡Demasiada importancia! Espere a llevar aquí más tiempo. Mire este valle. Vea la nube de humo de cien chimeneas que lo cubre de sombras. Pues yo le aseguro que la nube de crímenes que se cierne sobre las cabezas de sus pobladores es más densa y más baja que esa. Este es el valle del terror… el valle de la muerte. El terror está en los corazones de la gente desde el crepúsculo hasta el amanecer. Espere, joven, y lo comprobará por sí mismo. —Muy bien, ya le diré lo que opino cuando haya visto más —dijo McMurdo en tono indiferente—. Lo que está muy claro es que este lugar no es para usted, y que cuanto antes venda su negocio, aunque solo saque un centavo por cada dólar que vale, será mejor para usted. Lo que me ha dicho no saldrá de mi boca, pero, por Dios, si es usted un delator… —¡No, no! —exclamó Morris en tono lastimero. —Bien, dejémoslo estar. Tendré en cuenta lo que me ha dicho, y puede que algún día vuelva a pensar en ello. Creo que tenía usted buena intención al decírmelo. Ahora me voy a casa. —Unas palabras más, antes de que se vaya —dijo Morris—. Puede que nos hayan visto juntos. Y tal vez quieran saber de qué hemos hablado. —Ah, eso está bien pensado. —Le he ofrecido un empleo en mi tienda. —Y yo lo he rechazado. De eso hemos tratado. Bueno, hasta la vista, hermano Morris, y ojalá le vayan mejor las cosas en el futuro. Aquella misma tarde, cuando McMurdo estaba sentado junto a la estufa de su cuarto de estar, fumando y absorto en sus pensamientos, se abrió la puerta y la gigantesca figura del Jefe McGinty llenó el vano. Saludó con el signo de la logia y después, sentándose frente al joven, lo miró fijamente durante un buen rato, mientras McMurdo le devolvía la mirada con la misma fijeza. —No soy muy dado a hacer visitas, hermano McMurdo —dijo por fin—. Será porque estoy muy ocupado con la gente que me visita a mí. Pero pensé que podría hacer una excepción y venir a verte en tu propia casa. —Es un honor verle por aquí, concejal —respondió McMurdo cordialmente, sacando del armario una botella de whisky—. Un honor que no esperaba. —¿Qué tal el brazo? —preguntó el jefe. McMurdo hizo una mueca. —Bueno, no me deja que me olvide de él —dijo—. Pero vale la pena. —Sí, vale la pena —respondió el otro— para los que son leales y llegan hasta el final en ayuda de la logia. ¿De qué has estado hablando con el hermano Morris esta mañana en Miller Hill? La pregunta llegó tan de improviso que fue una suerte que tuviera la respuesta preparada. Se echó a reír de buena gana. —Morris no sabía que puedo ganarme la vida sin moverme de casa. Ni lo va a saber, porque tiene demasiados escrúpulos para mi gusto. Pero es un camarada con buen corazón. Se figuró que yo estaba en mala situación y pensó que me haría un favor ofreciéndome un empleo de dependiente en su tienda de artículos de mercería. —Ah, ¿era eso? —Sí, eso era. —¿Y tú lo rechazaste? —Claro. ¿Acaso no puedo ganar diez veces más en cuatro horas de trabajo en mi propio dormitorio? —Desde luego. Pero yo que tú no me trataría mucho con Morris. —¿Por qué no? —Bueno, pues porque yo te digo que no. Esa es razón suficiente para la mayoría de la gente de por aquí. —Puede ser suficiente para la mayoría, pero no es suficiente para mí, concejal —dijo McMurdo con audacia—. Si sabe usted juzgar a los hombres, tiene que saber eso. El atezado gigante lo fulminó con la mirada, y su zarpa peluda se cerró por un instante en torno al vaso, como si se lo fuera a tirar a la cabeza a su interlocutor. Luego se echó a reír a su manera ruidosa, exagerada y falsa. —Desde luego, eres un bicho raro —dijo—. Está bien; si quieres razones, te las daré. ¿No te dijo Morris nada contra la logia? —No. —¿Ni contra mí? —No. —Bueno, eso sería porque no se atrevió a confiar en ti. Pero en su interior no es un hermano leal. Lo sabemos perfectamente, y por eso le tenemos vigilado, aguardando el momento de amonestarlo. Y me parece que ya se acerca ese momento. No hay sitio en nuestro redil para ovejas sarnosas. Pero si tú tienes tratos con un hombre desleal, podríamos pensar que también tú eres desleal, ¿entiendes? —No es probable que tenga tratos con él, porque no me gusta ese hombre —respondió McMurdo—. En cuanto a lo de ser desleal, si lo hubiera dicho otro y no usted, no le quedarían ganas de volver a decirme esa palabra. —Bueno, con eso basta —dijo McGinty, vaciando su vaso—. He venido a hacerte una advertencia a tiempo, y ya te la he hecho. —Lo que me gustaría saber —dijo McMurdo— es cómo ha podido enterarse de que he estado hablando con Morris. McGinty se echó a reír. —Es mi obligación enterarme de todo lo que ocurre en este pueblo —dijo—. Más vale que sepas que me entero de todo lo que pasa. Bueno, no tengo mucho tiempo y solo te diré… Pero su frase de despedida quedó cortada de un modo completamente inesperado. Con un golpe repentino, la puerta se abrió de par en par y tres rostros ceñudos y decididos los miraron amenazadoramente bajo las viseras de otras tantas gorras de policía. McMurdo se puso en pie de un salto y estuvo a punto de sacar su revólver, pero su brazo se detuvo a mitad de camino al darse cuenta de que dos rifles Winchester le apuntaban a la cabeza. Un hombre de uniforme penetró en la habitación, con un revólver de seis balas en la mano. Era el capitán Marvin, antiguo policía de Chicago y ahora miembro del Cuerpo Policial del Carbón y el Acero. Meneó la cabeza y le dedicó a McMurdo una media sonrisa. —Ya me imaginé que te meterías en líos, señor McMurdo, maleante de Chicago —dijo—. No sabes vivir de otra manera, ¿verdad? Coge tu sombrero y ven con nosotros. —Esto lo va a pagar, capitán Marvin —dijo McGinty—. ¿Quién es usted, me gustaría saber, para irrumpir de esta manera en una casa y molestar a gente honrada, cumplidora de la ley? —Usted no se meta en esto, concejal McGinty —dijo el capitán de policía—. No venimos a por usted, sino a por este tipo, McMurdo. Su obligación es ayudarnos, no obstaculizar nuestra tarea. —Es amigo mío y respondo de su conducta —dijo el Jefe. —Es muy posible, señor McGinty, que un día de estos tenga usted que responder de su propia conducta —respondió el capitán—. Este McMurdo era un maleante antes de venir aquí, y sigue siendo un maleante. Guardias, apuntadle mientras lo desarmo. —Aquí tiene mi pistola —dijo McMurdo con frialdad—. A lo mejor, capitán Marvin, si usted y yo estuviéramos solos, cara a cara, no me detendría tan fácilmente. —¿Dónde está la orden de detención? —preguntó McGinty—. ¡Válgame Dios! Lo mismo da vivir en Rusia que en Vermissa, habiendo gente como usted al mando de la policía. Esto es un abuso capitalista, y le aseguro que las cosas no quedarán así. —Usted haga lo que considere su deber lo mejor que pueda, concejal. Nosotros cumpliremos con el nuestro. —¿De qué se me acusa? —preguntó McMurdo. —De estar implicado en la paliza que recibió el viejo editor Stanger en la redacción del Herald. No es culpa suya que la acusación no sea de asesinato. —Pues si eso es todo lo que tienen contra él —exclamó McGinty, echándose a reír—, pueden ahorrarse un montón de trabajo dejando el asunto ahora mismo. Este hombre estuvo conmigo en mi salón jugando al poker hasta la medianoche, y puedo presentar una docena de testigos para demostrarlo. —Eso es asunto suyo, y mañana podrá resolverlo ante el tribunal. Mientras tanto, ven con nosotros, McMurdo, y pórtate bien si no quieres recibir un culatazo en la cabeza. Usted hágase a un lado, señor McGinty, porque le advierto que no tolero resistencias cuando estoy de servicio. Tan decidida era la actitud del capitán, que McMurdo y su jefe se vieron obligados a aceptar la situación. Este último consiguió cambiar una cuantas palabras en voz baja con el prisionero antes de separarse de él. —¿Qué hay de…? —hizo un gesto con los dedos para indicar que se refería al instrumental para acuñar moneda. —Todo va bien —susurró McMurdo, que había preparado un escondite seguro bajo el suelo. —Bueno, pues adiós —dijo el Jefe, estrechándole la mano—. Hablaré con Reilly, el abogado, y correré con los gastos de la defensa. Puedes estar seguro de que no lograrán retenerte. —Yo no apostaría por eso. Vosotros dos, no perdáis de vista al prisionero y disparad si intenta alguna jugarreta. Yo voy a registrar la casa antes de marcharme. Así lo hizo Marvin, pero al parecer no encontró ni rastro del instrumental escondido. Cuando terminó, él y sus hombres escoltaron a McMurdo hasta el puesto de policía. Había caído la noche y soplaba una fuerte ventisca, por lo que las calles estaban casi desiertas, pero unos cuantos desocupados siguieron al grupo y, envalentonados por la invisibilidad, le gritaron insultos al detenido. —¡Linchad al maldito Batidor! —gritaban—. ¡Linchadlo! Y cuando el prisionero fue empujado al interior del puesto de policía, lo jalearon con risas y burlas. Tras un breve interrogatorio de trámite por parte del inspector de guardia, fue conducido a la celda común. Allí encontró a Baldwin y a otros tres criminales de la noche anterior, que habían sido detenidos aquella misma tarde y aguardaban a ser juzgados a la mañana siguiente. Pero el largo brazo de los Hombres Libres llegaba incluso hasta el interior de aquella fortaleza de la ley. Ya avanzada la noche, llegó un carcelero con un fardo de paja para prepararles la cama, del cual extrajo dos botellas de whisky, unos vasos y una baraja. Pasaron una noche de juerga, sin preocuparse ni lo más mínimo por el juicio de la mañana siguiente. Y es que no tenían motivos para preocuparse, como demostró el resultado. Con las pruebas disponibles, el magistrado no podía dictar una sentencia que habría llevado el caso a un tribunal superior. Por una parte, los cajistas e impresores se vieron obligados a reconocer que la luz era muy débil, que ellos estaban muy desconcertados, y que les resultaba difícil identificar bajo juramento a los agresores, aunque creían que los acusados formaban parte de ellos. Interrogados por el astuto abogado que había contratado McGinty, sus declaraciones se hicieron aún más imprecisas. El herido había declarado ya que lo repentino del ataque le había cogido tan por sorpresa, que no podía aclarar nada, aparte de que el primer hombre que le pegó llevaba bigote. Añadió que estaba seguro de que habían sido Batidores, porque no era probable que nadie más en la comunidad sintiera tal aversión contra él, y porque llevaba mucho tiempo recibiendo amenazas a causa de sus valerosos editoriales. Por otra parte, las declaraciones unánimes y categóricas de seis ciudadanos, incluyendo un alto cargo municipal, el concejal McGinty, demostraron sin lugar a dudas que los acusados habían estado jugando a las cartas en el local del sindicato hasta mucho más tarde de la hora en que se cometió el atentado. Ni que decir tiene que fueron absueltos con algo muy parecido a una petición de disculpa por parte del tribunal por las molestias que habían sufrido, acompañada de una censura implícita al capitán Marvin y a la policía por su exceso de celo. El veredicto fue acogido con un ruidoso aplauso por un público en el que McMurdo vio muchos rostros conocidos. Los hermanos de la logia sonreían y saludaban con la mano. Pero había otros que permanecieron sentados con los labios apretados y la mirada perdida mientras los acusados abandonaban el banquillo. Uno de ellos, un tipo menudo, de barba negra y aspecto decidido, expresó con palabras lo que él y sus compañeros pensaban cuando los ex-inculpados pasaban por delante de él. —¡Malditos asesinos! —dijo—. Ya os arreglaremos las cuentas. CAPÍTULO V La hora más negra Si algo faltaba para dar más empuje a la popularidad de Jack McMurdo entre sus compañeros, era su detención y absolución. Que un hombre, la misma noche de ingresar en la logia, hubiera hecho algo que le llevara ante el juez, constituía un nuevo récord en los anales de la Sociedad. Ya se había ganado fama de buen camarada, alegre, generoso y juerguista; y, además, de hombre de carácter fuerte, que no toleraba un insulto ni siquiera del mismísimo y todopoderoso Jefe. Pero además de todo esto, a sus cofrades les daba la impresión de que no había entre todos ellos ningún otro con el cerebro tan dispuesto a maquinar un plan sanguinario y con unas manos tan capaces de llevarlo a cabo. «Este chico es de los que hacen un trabajo limpio», se decían unos a otros los mayores, y aguardaban el momento de poder encargarle una tarea. McGinty ya disponía de esbirros de sobra, pero se daba cuenta de que este estaba muchísimo más capacitado. Se sentía como si tuviera sujeto con la correa un feroz perro de presa. Había chuchos para hacer los trabajos menores, pero algún día soltaría esta fiera contra una presa. Unos pocos miembros de la logia, entre ellos Ted Baldwin, veían con malos ojos el rápido ascenso del forastero y le odiaban por ello, pero procuraban no cruzarse con él, porque McMurdo era tan propenso a pelear como a reír. Pero aunque se había ganado las simpatías de sus compañeros, había otro terreno, que para él había llegado a tener aún más importancia, en el que las había perdido. El padre de Ettie Shafter ya no quería saber nada de él, y no le permitía entrar en su casa. La propia Ettie estaba demasiado enamorada para romper con él por completo, pero su buen sentido le advertía de las consecuencias de un matrimonio con un hombre al que todos consideraban un criminal. Una mañana, después de una noche de insomnio, decidió ir a verlo, quizá por última vez, y hacer un poderoso esfuerzo para arrancarlo de aquellas malas influencias que estaban arrastrándolo al abismo. Se dirigió a su casa, como él le había rogado a menudo que hiciera, y entró en la habitación que McMurdo utilizaba como cuarto de estar. Estaba sentado ante una mesa, de espaldas a la puerta, con una carta delante. Ettie, que solo tenía diecinueve años, sintió un repentino impulso de niña traviesa. McMurdo no la había oído abrir la puerta. Ettie avanzó de puntillas y apoyó suavemente la mano sobre su espalda encorvada. Si su intención era sobresaltarlo, desde luego que lo consiguió, pero fue solo para sufrir ella un sobresalto peor. McMurdo se revolvió como un tigre contra ella, buscando su cuello con la mano derecha. Al mismo tiempo, con la otra mano, arrugó el papel que tenía delante. Durante un instante, la miró con ojos que echaban llamas. Al momento, la sorpresa y la alegría sustituyeron a la ferocidad que había deformado sus facciones, una ferocidad que hizo que la muchacha retrocediera encogida de espanto, como si no hubiera visto nada tan horrible en su tranquila vida. —¡Eres tú! —exclamó McMurdo, secándose el sudor de la frente—. ¡Pensar que vienes a verme, corazón mío, y que no se me ocurre nada mejor que intentar estrangularte! Ven aquí, cariño —la estrechó entre sus brazos—. Déjame que te consuele. Pero ella no se había recuperado aún de la súbita impresión de miedo culpable que había percibido en el rostro del hombre. Todos sus instintos de mujer le decían que aquello no era un simple susto, la reacción de un hombre sobresaltado. Aquello era culpa, sin duda alguna…, culpa y miedo. —¿Qué te ha pasado, Jack? —exclamó—. ¿Por qué te asustas así de mí? Ay, Jack, si tuvieras la conciencia tranquila, no me habrías mirado de ese modo. —Es que estaba pensando en otras cosas, y como has llegado andando con tanta suavidad, con esos pies de hada que tienes… —No, no. Ha sido más que eso, Jack —de pronto, una súbita sospecha se apoderó de ella—. Déjame ver esa carta que estabas escribiendo. —Ay, Ettie, no puedo. La sospecha se convirtió en certeza. —¡Estabas escribiendo a otra mujer! —exclamó—. ¡Estoy segura! ¿Por qué, si no, ibas a ocultármela? ¿Estabas escribiendo a tu esposa? ¿Cómo sé que no estás casado? Eres un forastero…, nadie te conoce. —No estoy casado, Ettie. Mira, te lo juro. Para mí, no hay en el mundo más mujer que tú. ¡Te lo juro por la cruz de Cristo! Se había puesto tan pálido y hablaba con una seriedad tan apasionada, que ella no tuvo más remedio que creerle. —Pues entonces, ¿por qué no me enseñas la carta? —Te lo diré, acushla. He jurado no enseñársela a nadie, y del mismo modo que no rompería la palabra que te diera a ti, tengo que mantener las promesas hechas a otros. Son asuntos de la logia, y debo guardar el secreto incluso para ti. Y si me asusté al sentir tu mano, ¿no comprendes que fue porque pensé que podía ser la mano de un policía? Ettie sintió que él decía la verdad. McMurdo la rodeó con sus brazos y le quitó a fuerza de besos sus temores y sus dudas. —Anda, siéntate aquí a mi lado. No es un trono digno de semejante reina, pero es lo mejor que tu pobre amante ha podido conseguir. Cualquier día de estos te conseguirá algo mejor, ya verás. Ya estás tranquila otra vez, ¿no? —¿Cómo voy a estar tranquila, Jack, sabiendo que eres un criminal entre criminales? ¿Cuando en cualquier momento me puedo enterar de que estás en el banquillo por asesinato? McMurdo el Batidor…, así te llamó ayer uno de nuestros huéspedes. Se me clavó en el corazón como un cuchillo. —Mira, las malas palabras no rompen huesos. —Pero eran verdad. —Mira, cariño, esto no es realmente tan malo como tú crees. No somos más que gente humilde que lucha a su manera por sus derechos. Ettie rodeó con sus brazos el cuello de su enamorado. —¡Déjalo, Jack! Hazlo por mí. ¡Por amor de Dios, déjalo! He venido aquí hoy para pedírtelo. Ay, Jack, mira, te lo pido de rodillas. Arrodillada delante de ti, te suplico que lo dejes. McMurdo la levantó y trató de calmarla, apretando la cabeza de ella contra su pecho. —Te aseguro, cariño, que no sabes lo que me estás pidiendo. ¿Cómo voy a dejarlo? Eso sería romper mi juramento y dejar abandonados a mis camaradas. Si supieras en qué situación estoy, no me pedirías eso. Además, aunque quisiera, no podría hacerlo. ¿Crees que la logia permitiría que un hombre se largara tranquilamente con sus secretos? —Ya he pensado en eso, Jack. Lo tengo todo planeado. Mi padre tiene algo de dinero ahorrado. Está harto de este sitio, donde el miedo a esa gente nos amarga la vida. Está dispuesto a marcharse. Podríamos huir juntos a Filadelfia o a Nueva York, donde estaríamos a salvo de ellos. McMurdo se echó a reír. —La logia tiene un brazo muy largo. ¿Crees que no puede llegar desde aquí a Filadelfia o Nueva York? —Pues entonces, al Oeste, o a Inglaterra, o a Suecia, de donde vino mi padre. A donde sea, con tal de alejarnos de este valle del terror. McMurdo pensó en el viejo hermano Morris. —Vaya, es la segunda vez que oigo llamar así al valle —dijo—. Se ve que a algunos os afectan mucho esas sombras. —Nos amargan todos los momentos de nuestras vidas. ¿Te crees que Ted Baldwin nos ha perdonado? Si no fuera porque te tiene miedo, ¿cómo crees que nos irían las cosas? Si vieras la mirada de esos ojos negros y ávidos cada vez que se fijan en mí… —¡Por Dios, que como le pille le voy a enseñar mejores modales! Pero mira, nena. No puedo marcharme de aquí. No puedo. Créeme de una vez por todas. Pero si me dejas tiempo para encontrar un modo, intentaré hallar la manera de salir de esto honorablemente. —No hay honor en esta clase de asuntos. —Bueno, bueno, ese es tu punto de vista. Pero si me das seis meses, encontraré la manera de marcharme sin que me dé vergüenza mirar a los otros a la cara. La muchacha rompió a reír de alegría. —¡Seis meses! —exclamó—. ¿Me lo prometes? —Bueno, pueden ser siete u ocho. Pero antes de un año, como máximo, dejaremos atrás este valle. Eso fue lo máximo que Ettie pudo conseguir, pero algo es algo. Una lejana luz iluminaba las tinieblas del futuro inmediato. Regresó a casa de su padre más animada que nunca desde que Jack McMurdo había entrado en su vida. Se podría pensar que, como miembro de la logia, se le informaría de todas las actividades de la Sociedad, pero no tardó en descubrir que la organización era más amplia y más complicada que la simple logia. Incluso el Jefe McGinty ignoraba muchas cosas, ya que existía un cargo más alto, el delegado del condado, que vivía en Hobson’s Patch, a un par de estaciones de ferrocarril, y que tenía poder sobre varias logias diferentes, un poder que ejercía de manera brutal y arbitraria. McMurdo solo llegó a verlo una vez, y era un hombre menudo y astuto que parecía una rata, con el pelo gris, andares furtivos y una mirada de soslayo cargada de malicia. Se llamaba Evans Pott, e incluso el gran jefe de Vermissa sentía por él algo parecido a la repulsión y el miedo que el gigantesco Danton debió sentir por el pequeño pero peligroso Robespierre. Un día, Scanlan, el compañero de pensión de McMurdo, recibió una carta de McGinty, que incluía otra de Evans Pott, en la que se le informaba que enviaba dos hombres competentes, Lawler y Andrews, con instrucciones para actuar en la zona, aunque era mejor para la causa que no se dieran detalles de sus propósitos. ¿Podría el gran maestre encargarse de que se tomaran las medidas necesarias para alojarlos y que estuvieran cómodos hasta que les llegara el momento de entrar en acción? McGinty añadía que era imposible alojar a nadie en secreto en el local del sindicato, y que, por lo tanto, agradecería que McMurdo y Scanlan acomodaran a los forasteros durante unos días en su pensión. Aquella misma noche llegaron los dos hombres, cada uno con su equipaje. Lawler era un hombre mayor, astuto, callado y reservado; vestía una vieja levita negra que, combinada con su sombrero blando de fieltro y su enmarañada barba gris, le daba todo el aspecto de un predicador errante. Su acompañante, Andrews, era poco más que un muchacho, de expresión franca y animosa, con la actitud alegre de quien ha salido de excursión y está dispuesto a disfrutar hasta el último segundo. Los dos hombres eran completamente abstemios, y se comportaban en todos los aspectos como miembros ejemplares de la sociedad, con la única salvedad de que eran asesinos que habían demostrado en repetidas ocasiones figurar entre los instrumentos más eficaces de aquella asociación criminal. Lawler ya había llevado a cabo catorce misiones de esa clase, y Andrews, tres. McMurdo descubrió que ambos estaban bien dispuestos a conversar acerca de sus hazañas pasadas, que relataban con el orgullo algo pudoroso de quien ha realizado un servicio útil y desinteresado a la comunidad. Sin embargo, se mostraban reacios a hablar del trabajo inminente que tenían entre manos. —Nos eligieron a nosotros porque ni yo ni el chico bebemos —explicó Lawler—. Pueden confiar en que no nos iremos de la lengua. No os lo toméis a mal; obedecemos órdenes del delegado del condado. —Pues claro, todos defendemos la misma causa —dijo Scanlan, el compañero de McMurdo, mientras los cuatro cenaban juntos. —Así es, y podemos hablar, hasta que las ranas críen pelo, de la muerte de Charlie Williams o de la de Simón Bird o de cualquier otro trabajo del pasado. Pero de este, hasta que esté hecho, no diremos nada. —Hay por aquí media docena de tipos que se la tienen ganada —dijo McMurdo con una imprecación—. ¿No habréis venido a por Jack Knox, de Ironhill? Ya me gustaría verle recibir su merecido. —No, no es él todavía. —¿Será Hermán Strauss? —No, tampoco es ese. —Bueno, si no queréis decírnoslo, no podemos obligaros, pero me gustaría saberlo. Lawler sonrió y negó con la cabeza. No se dejaría sonsacar. A pesar de la reserva de sus visitantes, Scanlan y McMurdo estaban decididos a hacer acto de presencia en lo que ellos llamaban la «diversión». Por eso, la noche que McMurdo los oyó bajar furtivamente la escalera a altas horas de la madrugada, despertó a Scanlan y los dos se vistieron a toda prisa. Una vez vestidos, comprobaron que los otros dos se habían marchado, dejando abierta la puerta. Todavía no había amanecido, y a la luz de las farolas vieron a los dos hombres a cierta distancia calle abajo. Los siguieron con cautela, caminando sin hacer ruido sobre la espesa capa de nieve. La pensión se encontraba casi en los límites de la ciudad, y no tardaron en llegar al cruce de carreteras que había en las afueras. Allí esperaban tres hombres, con los que Lawler y Andrews mantuvieron una breve y animada conversación. A continuación, todos echaron a andar juntos. Estaba claro que se trataba de un trabajo importante que requería un grupo numeroso. De aquel punto partían varios caminos que conducían a distintas minas. Los forasteros tomaron el que llevaba a la Crow Hill, una importante explotación llevada con mano firme y que, gracias a su enérgico y valeroso director, Josiah H. Dunn, de Nueva Inglaterra, había conseguido mantener cierto orden y disciplina durante el largo reinado del terror. Empezaba ya a romper el día, y una hilera de trabajadores marchaba a paso lento, de uno en uno y en grupos, por el ennegrecido sendero. McMurdo y Scanlan echaron a andar con los demás, sin perder de vista a los hombres que iban siguiendo. Una densa niebla los cubría, y del fondo de la misma llegó de pronto el alarido de una sirena. Era la señal de que faltaban diez minutos para que descendieran los montacargas y comenzara la labor de la jornada. Cuando llegaron al espacio abierto que rodeaba el pozo de la mina, había allí unos cien mineros aguardando, dando pataditas en el suelo y soplándose los dedos, pues hacía un frío tremendo. Los forasteros habían formado un grupito a la sombra de la sala de máquinas. Scanlan y McMurdo treparon a un montón de escoria, desde el que dominaban toda la escena. Vieron al ingeniero de la mina, un escocés corpulento y barbudo llamado Menzies, que salía de la sala de máquinas y tocaba un silbato para que empezaran a bajar los montacargas. En ese mismo instante, un joven alto y desgarbado, bien afeitado y con expresión seria, avanzó decididamente hacia la boca del pozo. A medio camino, su mirada se fijó en el grupo que permanecía, callado e inmóvil, junto a la sala de máquinas. Los hombres se habían calado los sombreros y alzado los cuellos de sus abrigos para ocultar sus rostros. Durante un instante, el presentimiento de la muerte posó su fría mano en el corazón del director de la mina. Lo rechazó al instante siguiente y pensó únicamente en su deber respecto a los intrusos desconocidos. —¿Quiénes sois vosotros? —preguntó, dirigiéndose hacia el grupo—. ¿Qué hacéis holgazaneando por aquí? No hubo respuesta, pero el joven Andrews se adelantó y le pegó un tiro en el estómago. Los cien mineros que aguardaban se quedaron tan inmóviles e indefensos como si estuvieran paralizados. El director se llevó las manos a la herida y se dobló sobre sí mismo. Intentó alejarse tambaleándose, pero otro de los asesinos disparó, y el hombre cayó de costado, pataleando y clavando las uñas en un montón de escoria. Al verlo, Menzies, el escocés, soltó un rugido de rabia y corrió hacia los asesinos con una llave inglesa, pero fue recibido con dos balazos en el rostro, que le hicieron caer muerto a sus pies. Se produjo un movimiento hacia delante de algunos de los mineros y un clamor inarticulado de compasión e ira, pero dos de los desconocidos vaciaron sus armas sobre las cabezas de la multitud, y esta se dispersó y desperdigó, corriendo despavoridos algunos a sus casas en Vermissa. Cuando los más valientes se reagruparon y comenzaron a regresar a la mina, la cuadrilla de asesinos se había desvanecido en la niebla matutina, sin que hubiera un solo testigo capaz de identificar bajo juramento a aquellos hombres que acababan de cometer un doble asesinato delante de cien espectadores. Scanlan y McMurdo emprendieron el regreso. Scanlan iba un poco deprimido, porque aquel era el primer asesinato que presenciaba con sus propios ojos, y le había parecido menos divertido de lo que le habían hecho creer. Los terribles chillidos de la esposa del director muerto los persiguieron mientras apresuraban el paso hacia la ciudad. McMurdo iba pensativo y callado, pero no mostró ninguna simpatía por la debilidad de su compañero. —Es como en la guerra —repetía—. ¿Qué es esto, sino una guerra entre ellos y nosotros? Devolvemos los golpes donde mejor podemos. Aquella noche hubo una gran celebración en el bar de la logia del local del sindicato, no solo por la muerte del director y el ingeniero de la mina de Crow Hill, que obligaría a esta compañía a seguir el ejemplo de las demás empresas extorsionadas y aterrorizadas de la zona, sino también por otro acto triunfal llevado a cabo en un lugar lejano por las manos de la propia logia. Por lo visto, cuando el delegado del condado había enviado cinco buenos hombres a dar un golpe en Vermissa, había solicitado a cambio que se escogieran en secreto tres hombres de Vermissa para enviarlos a Stake Royal a matar a William Hales, uno de los propietarios de minas más conocidos y populares del distrito de Gilmerton, un hombre del que se decía que no tenía un solo enemigo en el mundo, porque era un patrón modelo en todos los aspectos. Sin embargo, había insistido en la eficiencia en el trabajo, y por esta razón había despedido a varios empleados borrachos y holgazanes, que eran miembros de la todopoderosa Sociedad. Las esquelas de defunción clavadas en su puerta no habían logrado debilitar su postura, y así, en un país libre y civilizado, se encontró condenado a muerte. La ejecución se había llevado a cabo de manera satisfactoria. Ted Baldwin, que ahora estaba arrellanado en el sitio de honor junto al gran maestre, había sido el jefe de la partida. Su rostro enrojecido y sus ojos vidriosos e inyectados de sangre hablaban claramente de bebida y falta de sueño. Él y sus dos compañeros habían pasado la noche anterior en las montañas. Estaban despeinados y sucios por la intemperie, pero ningún héroe que regresara de una empresa desesperada habría gozado de un recibimiento más caluroso por parte de sus compañeros. Contaron su aventura una y otra vez, entre gritos de entusiasmo y carcajadas estruendosas. Habían aguardado a que su víctima regresara a su casa al anochecer apostados en lo alto de una empinada colina, donde su caballo tenía que ir al paso. El hombre iba tan cubierto de pieles para protegerse del frío, que no había podido empuñar su pistola. Le habían salido al encuentro y lo habían acribillado a tiros. Ninguno de ellos conocía a la víctima, pero en todo asesinato hay siempre drama, y habían demostrado a los Batidores de Gilmerton que los hombres de Vermissa eran dignos de confianza. Habían tenido un contratiempo, porque un hombre y su mujer habían aparecido en un carro cuando ellos todavía estaban descargando sus revólveres en el cuerpo caído. Alguien propuso matarlos a los dos, pero eran gente inofensiva, que no tenía relación alguna con las minas, de modo que se limitaron a ordenarles con dureza que siguieran su camino y guardaran silencio si no querían que les ocurriera algo peor. Y allí quedó el cadáver ensangrentado, como advertencia a todos los patronos despiadados como él, mientras los tres nobles vengadores escapaban corriendo hacia las montañas, donde la naturaleza virgen llega hasta el borde mismo de los hornos y los montones de escoria. Había sido un gran día para los Batidores. La sombra que cubría el valle se había vuelto aún más negra. Pero, igual que los generales inteligentes, que aprovechan el momento de la victoria para redoblar sus esfuerzos, de modo que el enemigo no tenga tiempo de recuperar fuerzas tras la derrota, el Jefe McGinty, que contemplaba el escenario de sus actividades con ojos pensativos y malignos, había planeado un nuevo ataque contra sus adversarios. Aquella misma noche, cuando la concurrencia medio borracha se retiraba ya, tocó a McMurdo en el brazo y lo condujo al mismo cuarto interior donde habían mantenido su primera entrevista. —Vamos a ver, muchacho —dijo—. Por fin tengo un trabajo digno de ti, y lo voy a poner en tus manos. —Me siento orgulloso de oír eso —respondió McMurdo. —Puedes llevar contigo dos hombres: Manders y Reilly. Ya están avisados para que se presenten. No estaremos a gusto en este distrito hasta que se le arreglen las cuentas a Chester Wilcox, y, si consigues acabar con él, te ganarás el agradecimiento de todas las logias de la cuenca minera. —Haré todo lo que pueda, desde luego. ¿Quién es y dónde puedo encontrarlo? McGinty se sacó de la comisura de los labios su sempiterno cigarro, medio masticado y medio fumado, y procedió a dibujar un boceto rudimentario en una hoja arrancada de su cuaderno de notas. —Es el primer capataz de la compañía Iron Dyke. Un tipo duro, que fue sargento en la guerra, todo cicatrices y canas. Ya hemos ido a por él dos veces, pero sin suerte, y Jim Carnaway perdió la vida en el intento. Ahora te toca a ti intentarlo. Aquí está la casa, completamente aislada, en el cruce de caminos de Iron Dyke, como ves en este mapa. No hay ninguna otra al alcance del oído. Es inútil intentarlo de día. Está armado y dispara rápido y bien, sin hacer preguntas. Pero por la noche…, entonces estará en la casa, con su mujer, tres hijos y una sirvienta. No puedes hacer distinciones: o todos o ninguno. Si pudieras colocar un saco de explosivos en la puerta delantera, con una mecha lenta… —¿Qué ha hecho ese hombre? —¿No te he dicho que mató a Jim Carnaway? —¿Por qué lo mató? —¿Y a ti qué demonios te importa eso? Carnaway rondaba alrededor de su casa por la noche, y él le pegó un tiro. Con eso basta para mí y para ti. Tienes que dejar arreglado este asunto. —Pero esas dos mujeres y los niños… ¿tienen que volar también? —Es preciso. Si no, ¿cómo vamos a alcanzarle a él? —Parece un poco duro. Ellos no han hecho nada malo. —¿Qué manera de hablar es esa? ¿Te estás echando atrás? —Calma, concejal, calma. ¿He dicho o hecho algo que le haga pensar que me voy a echar atrás cuando recibo una orden del gran maestre de mi propia logia? Si está bien o mal, eso le toca decidirlo a usted. —Entonces, ¿lo harás? —Pues claro que lo haré. —¿Cuándo? —Bueno, lo mejor será que me dé una o dos noches para poder ver la casa y hacer mis planes. Después… —Muy bien —dijo McGinty estrechándole la mano—. Lo dejo en tus manos. Será un gran día cuando nos traigas la noticia. Es el golpe definitivo que los hará caer a todos de rodillas. McMurdo meditó largo y tendido sobre el encargo que tan repentinamente le habían encomendado. La casa aislada en la que vivía Chester Wilcox se encontraba a unas cinco millas de distancia, en un valle vecino. Aquella misma noche salió solo para preparar el atentado. Ya era de día cuando regresó de su reconocimiento. Al día siguiente habló con sus dos subordinados, Manders y Reilly, dos jovenzuelos temerarios que estaban tan ilusionados como si fueran a una cacería de ciervos. Dos noches después, los tres se reunieron a las afueras de la ciudad; iban los tres armados, y uno de ellos cargaba con un saco lleno del explosivo que se utilizaba en las canteras. Eran más de las dos de la mañana cuando llegaron a la casa solitaria. Soplaba un fuerte viento aquella noche, y las nubes desgarradas pasaban veloces por delante de una luna casi llena. Se les había advertido que tuvieran cuidado con los perros, de manera que avanzaron con precaución con los revólveres amartillados en las manos. Pero no se oía ningún ruido, aparte del aullido del viento, ni se observaba ningún movimiento, aparte de las ramas que se agitaban sobre sus cabezas. McMurdo pegó el oído a la puerta de la solitaria casa, pero en su interior reinaba un silencio total. Entonces apoyó el saco de pólvora en la puerta, abrió en él un agujero con su cuchillo y aplicó la mecha. Cuando estuvo bien encendida, él y sus dos compañeros echaron a correr, y ya se encontraban a cierta distancia, resguardados y seguros en una zanja, cuando el atronador bramido de la explosión y el sordo rumor del edificio que se derrumbaba los informaron de que su tarea estaba cumplida. Trabajo más limpio que aquel no lo había en los sangrientos anales de la Sociedad. Es una lástima que un trabajo tan bien organizado y tan audazmente planeado no sirviera para nada. Advertido por la suerte corrida por otras víctimas, y sabiendo que estaba señalado para morir, Wilcox se había trasladado el día anterior, con su familia, a una residencia más segura y menos conocida, donde pudiera contar con la protección constante de la policía. El explosivo había derribado una casa vacía, y el severo ex-sargento de la guerra continuaba dando lecciones de disciplina a los mineros de Iron Dyke. —Dejádmelo a mí —dijo McMurdo—. Ese hombre es mío, y va a caer aunque tarde un año en cazarlo. La logia le concedió un voto unánime de agradecimiento y confianza, y así quedaron las cosas por el momento. Semanas después, cuando los periódicos informaron de que habían disparado contra Wilcox en una emboscada, era ya un secreto a voces que McMurdo seguía empeñado en rematar su inconclusa tarea. Tales eran los métodos de la Sociedad de Hombres Libres, y tales las hazañas de los Batidores, con las que imponían su régimen de terror sobre el extenso y rico distrito que tanto tiempo llevaba ya atormentado por su terrible presencia. ¿Para qué ensuciar estas páginas con más crímenes? ¿No basta con lo que ya he dicho para describir a aquellos hombres y sus métodos? Sus fechorías forman parte de la historia escrita, y existen informes en los que se pueden leer todos sus detalles. Allí podrán informarse de la muerte a tiros de los policías Hunt y Evans, que se habían atrevido a detener a dos miembros de la Sociedad: un doble atentado planeado en la logia de Vermissa y perpetrado a sangre fría contra dos hombres desarmados e indefensos. Allí podrán informarse también del asesinato de la señora Larbey mientras estaba atendiendo a su marido, que había sido golpeado por orden del Jefe McGinty hasta dejarlo medio muerto. El asesinato del mayor de los hermanos Jenkins, seguido poco después por el de su hermano menor, la mutilación de James Murdoch, la voladura de la familia Staphouse y el exterminio de los Stendal se produjeron en rápida sucesión durante aquel mismo y terrible invierno. Cada vez más oscura era la sombra que cubría el valle del terror. Llegó la primavera, con sus arroyos saltarines y sus árboles en flor; traía esperanzas para toda la Naturaleza, oprimida durante tanto tiempo por una gana de hierro. Pero para los hombres y mujeres que vivían bajo el yugo del terror no había la menor esperanza en ninguna parte. La nube que se cernía sobre ellos no había parecido nunca tan negra y desoladora como a principios del verano del 75. CAPÍTULO VI Peligro El reinado del terror estaba en su apogeo. McMurdo, que ya había ascendido al cargo de diácono interno y tenía todas las posibilidades de suceder algún día a McGinty como gran maestre, se había hecho tan imprescindible en los conciliábulos de sus compañeros, que no se hacía nada sin su ayuda y consejo. Sin embargo, a medida que aumentaba su popularidad entre los Hombre Libres, más siniestras eran las miradas que se le dirigían cuando pasaba por las calles de Vermissa. A pesar de su terror, los ciudadanos se estaban armando de valor para unirse contra sus opresores. Habían llegado a la logia rumores de reuniones secretas en la redacción del Herald y de distribución de armas de fuego entre las gentes de orden. Pero a McGinty y sus hombres no les inquietaban aquellas noticias. Ellos eran muchos, audaces y bien armados. Sus adversarios eran pocos y débiles. Todo se quedaría, como en ocasiones anteriores, en palabrería intrascendente y, posiblemente, algunas detenciones importantes. Eso decían McGinty, McMurdo y todos los hombres con coraje. Era la tarde de un sábado de mayo. Los sábados por la noche había siempre reunión de la logia, y McMurdo se disponía a salir de su casa para asistir a ella, cuando llegó de visita Morris, el hombre blando de la orden. Traía el ceño fruncido por la preocupación, y su rostro amable estaba abatido y macilento. —¿Puedo hablar con usted francamente, hermano McMurdo? —Pues claro. —No olvido que en cierta ocasión le abrí mi corazón y que usted guardó el secreto, a pesar de que el Jefe en persona vino a preguntarle por ello. —¿Qué otra cosa podía hacer cuando usted había confiado en mí? Eso no quiere decir que estuviera de acuerdo con lo que usted dijo. —Lo sé muy bien. Pero usted es el único con el que puedo hablar y sentirme seguro. Tengo un secreto aquí —se llevó la mano al pecho— que me está consumiendo la vida. Ojalá se hubiera enterado cualquiera de ustedes, y no yo. Si lo digo, significará un asesinato, eso seguro. Si no lo digo, puede significar el fin de todos nosotros. Que Dios me ayude, porque estoy a punto de volverme loco. McMurdo miró muy serio al hombre, que temblaba de pies a cabeza. Sirvió un poco de whisky en un vaso y se lo ofreció. —Esta es la mejor medicina para gente como usted —dijo—. Y ahora, cuéntemelo. Morris bebió, y su rostro adquirió un leve tinte de color. —Puedo decírselo en una sola frase —dijo—. Hay un detective sobre nuestra pista. McMurdo lo miró asombrado. —¡Pero hombre, usted está loco! —dijo—. ¿Acaso no está esto lleno de policías y detectives? ¿Y qué daño han podido hacernos? —No, no. No es un hombre del distrito. Como usted dice, a esos los conocemos y poco pueden hacer. Pero… ¿ha oído usted hablar de Pinkerton? —Algo he leído sobre un tipo de ese nombre. —Bien, pues puede creerme cuando le digo que si van a por ti, no tienes salvación. No es un cuerpo oficial, de los que o te pillan en el acto o pierden tu pista. Es una organización comercial absolutamente seria, que solo busca resultados y sigue en la brecha hasta que los obtiene, por las buenas o por las malas. Si hay un hombre de Pinkerton metido en este asunto, estamos todos perdidos. —Tenemos que matarlo. —¡Ah, eso es lo primero que se le ocurre! Lo mismo dirán en la logia. ¿No le dije que acabaría en un asesinato? —Bueno, ¿y qué importa un asesinato? ¿No es algo bastante corriente por estos parajes? —Lo es, efectivamente, pero no seré yo quien señale a un hombre para que lo asesinen. Ya no podría dormir con la conciencia tranquila. Y sin embargo, es posible que nos estemos jugando el cuello. Ay, Dios mío, ¿qué voy a hacer? La angustia de su indecisión le hacía oscilar adelante y atrás. Pero sus palabras habían alterado considerablemente a McMurdo. Se veía con claridad que compartía la opinión de Morris acerca del peligro y la necesidad de afrontarlo. Agarró a Morris por los hombros y lo sacudió con fuerza. —Venga, hombre —exclamó, casi chillando de excitación—. No va a ganar nada sentándose a lloriquear como una vieja en un velatorio. Vamos a lo concreto. ¿Quién es el hombre? ¿Dónde está? ¿Cómo ha sabido usted de él? ¿Por qué me lo dice a mí? —He acudido a usted porque es el único que puede aconsejarme. Ya le conté que tenía una tienda en el Este antes de venir aquí. Dejé buenos amigos allá, y uno de ellos trabaja en Telégrafos. Ayer recibí esta carta suya. Esta parte, en lo alto de la página… Léala usted mismo. Esto fue lo que McMurdo leyó: ¿Cómo les va a los Batidores por allá? Aquí leemos muchas cosas sobre ellos en los periódicos. Entre tú y yo, creo que pronto recibiremos noticias vuestras. Cinco grandes empresas y las dos compañías ferroviarias se han tomado el asunto muy en serio. Esta vez van de veras y puedes apostar a que se saldrán con la suya. No se han andado con chiquitas. Pinkerton ha aceptado encargarse del asunto, y su mejor hombre, Edwards, el Pájaro, ha entrado en acción. Hay que pararles los pies cuanto antes. —Ahora, lea la posdata. Naturalmente, de esto que te cuento me he enterado en mi trabajo, y no tengo más datos. Todos los días manejo montones de mensajes cifrados rarísimos, y no entiendo lo que dicen. McMurdo permaneció un buen rato sentado en silencio, con la carta en sus inquietas manos. La niebla se había despejado por un instante, y ante él se abría el abismo. —¿Alguien más sabe esto? —No se lo he dicho a nadie más. —Pero este hombre…, su amigo…, ¿puede haber escrito a alguna otra persona? —Bueno, me atrevería a decir que conoce a uno o dos de aquí. —¿De la logia? —Es bastante probable. —Lo pregunto porque es posible que haya dado alguna descripción de este individuo, Edwards, el Pájaro. Entonces podríamos seguirle la pista. —Bueno, es posible. Pero no creo que él le conozca. Se ha limitado a contarme noticias de las que se ha enterado en su trabajo. ¿Cómo va a conocer a ese agente de Pinkerton? McMurdo dio un violento respingo. —¡Pues claro! —exclamó—. ¡Ya lo tengo! ¡Qué idiota he sido al no darme cuenta! ¡Dios, qué suerte hemos tenido! Nos ocuparemos de él antes de que pueda hacer ningún daño. A ver, Morris, ¿quiere dejar este asunto en mis manos? —Pues claro, con tal de quitármelo de las mías. —Eso haré. Usted manténgase aparte y deje que yo me encargue. Ni siquiera hace falta que se mencione su nombre. Yo me encargo de todo, como si esta carta me la hubieran enviado a mí. ¿Le parece bien así? —Es justo lo que yo quería. —Pues déjelo así y mantenga la boca callada. Ahora voy a la logia, y el viejo Pinkerton va a lamentar muy pronto haberse metido en esto. —¿Va a matar a ese hombre? —Cuanto menos sepa, amigo Morris, más tranquila estará su conciencia y mejor dormirá. No haga preguntas, y deje que las cosas se arreglen solas. Esto ya es cosa mía. Al marcharse, Morris meneó la cabeza con aire triste. —Siento su sangre en mis manos —gimió. —La defensa propia no es asesinato —dijo McMurdo con una sonrisa siniestra—. O él o nosotros. Creo que ese hombre acabaría con todos nosotros si lo dejásemos mucho tiempo en el valle. Desde luego, hermano Morris, deberíamos elegirle gran maestre, porque no cabe duda de que ha salvado a la logia. Y sin embargo, el comportamiento de McMurdo demostró claramente que se había tomado esta nueva intromisión mucho más en serio de lo que sus palabras parecían indicar. Tal vez fuera su conciencia culpable; tal vez, la reputación de la organización Pinkerton; tal vez fuera el saber que empresas ricas y poderosas se habían propuesto como objetivo acabar con los Batidores…, pero, por la razón que fuera, actuaba como un hombre que se prepara para lo peor. Antes de salir de la casa destruyó todos los papeles que pudieran comprometerle. Al terminar, dejó escapar un largo suspiro de satisfacción, porque le pareció que ya estaba seguro; y aun así, debía seguir sintiendo la presión del peligro, porque de camino hacia la logia se detuvo en la casa del viejo Shafter. No le estaba permitido entrar, pero en cuanto dio unos golpecitos en la ventana, Ettie acudió a él. Y vio que la chispeante picardía irlandesa había desaparecido de los ojos de su enamorado. Por su rostro tan serio comprendió que corría peligro. —¡Algo ha ocurrido! —exclamó—. ¡Ay, Jack, estás en peligro! —Bueno, no es tan grave, corazón. Sin embargo, lo más prudente sería que actuáramos antes de que sea peor. —¡Actuar! —Una vez te prometí que algún día me marcharía de aquí. Creo que ha llegado el momento. Esta noche he recibido noticias…, malas noticias…, y preveo que se avecinan problemas. —¿La policía? —No, un agente de Pinkerton. Pero cómo vas a saber tú lo que es eso, acushla, ni lo que puede significar para gente como yo. Estoy demasiado metido en esto, y voy a tener que salir a toda prisa. Dijiste que, si me iba, tú vendrías conmigo. —¡Oh, Jack, eso sería tu salvación! —En ciertos aspectos, Ettie, soy un hombre honrado. Ni por todo lo que hay en el mundo dañaría yo un solo cabello de tu preciosa cabeza, ni haría bajar un solo centímetro el trono de oro en el que te veo siempre, por encima de las nubes. ¿Confiarás en mí? Ella le agarró la mano sin decir una palabra. —Pues, entonces, escucha lo que voy a decirte y haz lo que te ordeno, porque te aseguro que es nuestra única posibilidad. En este valle van a ocurrir cosas. Lo siento en los huesos. Puede que muchos de nosotros tengamos que salir a escape. Yo, por lo menos. Y si me marcho, sea de día o de noche, tú vendrás conmigo. —Yo te seguiré, Jack. —No, no. Tienes que venir conmigo. Si este valle se cierra para mí y no puedo regresar jamás, ¿cómo voy a dejarte atrás si a lo mejor tengo que esconderme de la policía sin posibilidades de enviarte un mensaje? Tienes que venir conmigo. Conozco a una buena mujer en el sitio de donde vengo, y te dejaré con ella hasta que podamos casarnos. ¿Vendrás? —Sí, Jack. Iré. —Que Dios te bendiga por confiar en mí. Sería un demonio del infierno si abusara de tu confianza. Ahora fíjate bien, Ettie. Te llegará una sola palabra, y cuando te llegue lo dejarás todo e irás inmediatamente a la sala de espera de la estación, y aguardarás allí hasta que yo vaya a buscarte. —Sea de día o de noche, acudiré a la llamada, Jack. Algo más tranquilo de espíritu, ahora que había iniciado sus preparativos para la huida, McMurdo acudió a la logia. Esta se encontraba ya reunida, y solo mediante complicadas señas y contraseñas consiguió pasar a través de la guardia exterior y la guardia interior que protegían las puertas. Un rumor de satisfacción y bienvenida lo saludó al entrar. La larga estancia estaba abarrotada, y a través de la nube de humo de tabaco divisó la enmarañada melena negra del gran maestre, las crueles y malignas facciones de Baldwin, la cara de buitre de Harraway, el secretario, y una docena más de dirigentes de la logia. Se alegró de que todos estuviesen allí para discutir sobre las noticias que traía. —Nos alegramos de veras de verte, hermano —exclamó el presidente—. Tenemos aquí un asunto que necesita la sabiduría de un Salomón para juzgarlo. —Es lo de Lander y Egan —le explicó el hombre de al lado mientras McMurdo tomaba asiento—. Los dos reclaman la recompensa que ofreció la logia por matar al viejo Crabbe en Stylestown. ¿Y quién puede decir cuál de los dos disparó la bala? McMurdo se puso en pie y levantó la mano. La expresión de su rostro llamó la atención de la concurrencia. Se produjo un silencio mortal y expectante. —Venerable maestre —dijo con voz solemne—, pido la palabra por una cuestión urgente. —El hermano McMurdo pide la palabra por razón de urgencia —dijo McGinty—. Según las normas de esta logia, su petición tiene prioridad. Te escuchamos, hermano. McMurdo sacó la carta de su bolsillo. —Venerable maestre, hermanos: hoy traigo malas noticias, pero es preferible que las conozcamos y discutamos a que nos caiga de improviso un golpe que nos destruya a todos. Se me ha informado de que las organizaciones más ricas y poderosas de este estado se han unido para destruirnos, y que en este mismo momento hay en el valle un detective de Pinkerton, un tal Edwards, el Pájaro, dedicado a reunir pruebas que pueden poner una soga al cuello de muchos de nosotros y enviar a presidio a todos los que se encuentran en esta sala. Esta es la situación para cuya discusión he solicitado el turno de urgencia. De nuevo se produjo un silencio de muerte, que fue roto por el presidente. —¿Qué pruebas tienes, hermano McMurdo? —preguntó. —Lo dice esta carta que ha llegado a mis manos —respondió McMurdo, y leyó el párrafo en voz alta—. Por una cuestión de honor, no puedo dar más detalles acerca de la carta ni dejarla en vuestras manos, pero os aseguro que no hay en ella nada más que pueda afectar a los intereses de la logia. Os he expuesto el caso tal como a mí me ha llegado. —Permítame decir, señor presidente —dijo uno de los hermanos de más edad—, que he oído hablar de ese Edwards, el Pájaro, y tiene fama de ser el más eficaz de los hombres de Pinkerton. —¿Alguien le conoce de vista? —preguntó McGinty. —Sí —dijo McMurdo—. Yo. Un murmullo de sorpresa recorrió la sala. —Creo que lo tenemos en nuestras manos —continuó, con una sonrisa de triunfo en la cara—. Si actuamos con rapidez y con astucia, podemos cortar esto de raíz. Si puedo contar con vuestra confianza y vuestra ayuda, tenemos poco que temer. —¿Y qué tenemos que temer ahora? ¿Qué puede saber ese hombre de nuestros asuntos? —Eso estaría bien dicho si todos fueran tan firmes como usted, concejal. Pero este hombre está respaldado por todos los millones de los capitalistas. ¿Creéis que en todas nuestras logias no hay algún hermano más débil, al que se podría comprar? El tipo puede enterarse de todos nuestros secretos…, es posible que los conozca ya. Solo existe un remedio seguro. —Que nunca salga del valle —dijo Baldwin. McMurdo asintió. —Bien dicho, hermano Baldwin —dijo—. Usted y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero esta noche ha dado en el clavo. —¿Y dónde está? ¿Cómo lo vamos a identificar? —Venerable maestre —dijo McMurdo, muy serio—, me permito sugerir que se trata de un asunto demasiado vital para discutirlo ante toda la logia. Líbreme Dios de dudar de ninguno de los aquí presentes, pero, si el más mínimo rumor llegara a oídos de ese hombre, se acabarían nuestras posibilidades de echarle el guante. Señor presidente, propongo a la logia que elija un comité de confianza, que, si se me permite sugerirlo, podría estar compuesto por usted mismo, el hermano Baldwin y cinco más. Entonces podré hablar con más libertad de lo que sé y de lo que yo recomendaría hacer. La propuesta fue aprobada en el acto y se eligió un comité: además del presidente y Baldwin, lo formaban Harraway, el secretario de cara de buitre; Tigre Cormac, el joven y brutal asesino; Cárter, el tesorero; y los hermanos Willaby, hombres temerarios y desesperados que no se detenían ante nada. La habitual francachela de la logia fue breve y poco animada, pues una nube había caído sobre los espíritus de aquellos hombres, y muchos de ellos empezaban a divisar por primera vez la nube vengadora de la Justicia flotando en el cielo sereno bajo el que llevaban viviendo tanto tiempo. Los horrores que habían hecho sufrir a otros formaban parte de sus vidas cotidianas hasta tal punto, que ya ni se les ocurría pensar que podrían tener que pagar por ellos, y por eso ahora les sobresaltaba ver la nube tan cerca. Se despidieron temprano, dejando a sus jefes reunidos en consejo. —Venga ya, McMurdo —dijo McGinty en cuanto se quedaron solos. Los siete hombres estaban rígidos en sus asientos. —He dicho hace un momento que conocía a Edwards, el Pájaro —explicó McMurdo—. Ni que decir tiene que aquí no utiliza ese nombre. Me atrevería a apostar a que es un hombre valiente, pero no es ningún idiota. Se hace llamar Steve Wilson, y se aloja en Hobson’s Patch. —¿Cómo sabes eso? —Porque estuve hablando con él. En aquel momento no le di importancia, ni habría vuelto a pensar en ello de no ser por esta carta, pero ahora estoy seguro de que era él. Me lo encontré en el vagón del tren el miércoles, cuando yo iba… a resolver un caso difícil donde los haya. Me dijo que era periodista, y yo entonces me lo creí. Quería saber todo lo referente a los Batidores y lo que él llamaba «sus fechorías», para el NewYork Press. Me hizo toda clase de preguntas, empeñado en sacar algo para su periódico. Como podéis suponer, yo no soltaba prenda. «Estoy dispuesto a pagar, y pagaría bien —me dijo—, por alguna información que le guste a mi director». Yo le conté un par de cosas que pensé que le gustarían, y él me dio un billete de veinte dólares por la información. «Puedes ganarte diez veces más —me dijo—, si me proporcionas todo lo que busco». —¿Pero qué le contaste? —Cosas que me inventé sobre la marcha. —¿Y cómo sabes que no era periodista? —Os lo voy a decir. Se apeó en Hobson’s Patch, y yo también. Resulta que tenía que pasar por la oficina de Telégrafos, y llegué cuando él salía. »—Fíjese —me dijo el telegrafista, después de que se marchara—. Deberíamos cobrar tarifa doble por esto. »—Desde luego —contesté yo. Había llenado el impreso con un texto que bien podría ser chino, a juzgar por lo que se entendía. »—Todos los días nos larga una hoja como esta —dijo el telegrafista. »—Sí —dije yo—. Serán noticias exclusivas para su periódico y tendrá miedo de que otros se las pisen. »Eso mismo pensaba el telegrafista, y era lo que yo pensaba entonces, pero ahora pienso de diferente manera. —¡Caramba, creo que tienes razón! —dijo McGinty—. ¿Qué os parece que debemos hacer? —¿Por qué no vamos ahora mismo y lo liquidamos? —propuso alguien. —Sí, cuanto antes, mejor. —Iría a por él sin perder un minuto si supiera dónde encontrarlo —dijo McMurdo—. Vive en Hobson’s Patch, pero no sé en qué casa. Sin embargo, tengo un plan, si estáis dispuestos a seguir mi consejo. —¿Y cuál es? —Iré al Patch mañana por la mañana, y lo localizaré por medio del telegrafista. Seguro que él puede averiguar su dirección. Entonces le diré que soy un Hombre Libre y le ofreceré todos los secretos de la logia por un precio. Seguro que muerde el anzuelo. Le diré que tengo los documentos en mi casa, pero que dejarle venir cuando hay gente por las calles sería jugarme la vida. Comprenderá que eso es de sentido común. Le diré que venga a las diez de la noche y que entonces se lo enseñaré todo. Eso le hará venir, estoy seguro. —¿Y después? —El resto podéis planearlo vosotros mismos. La casa de la viuda MacNamara está bastante aislada. Ella es de absoluta confianza y está sorda como una tapia. Si le arranco la promesa, en cuyo caso os lo haré saber, vosotros siete vendréis a mi casa a las nueve. Lo tendremos atrapado. Y si sale vivo…, entonces Edwards, el Pájaro, podrá presumir durante el resto de su vida de ser un hombre de suerte. —O mucho me equivoco o va a producirse una baja en la plantilla de Pinkerton —dijo McGinty—. Quedamos en eso, McMurdo. Mañana a las nueve estaremos en tu casa. Tú cierra la puerta detrás de él, y lo demás déjalo en nuestras manos. CAPÍTULO VII Edwards, el Pájaro, cae en la trampa Tal y como había dicho McMurdo, la casa en que vivía estaba muy aislada y resultaba muy adecuada para un crimen como el que habían planeado. Se encontraba en los límites de la población y bastante apartada de la calle principal. En cualquier otro caso, los conspiradores se habrían limitado, como tantas otras veces, a ir a buscar a su hombre y vaciar sus pistolas en su cuerpo; pero en este caso era necesario averiguar cuánto sabía, cómo lo había sabido, y qué había comunicado a sus superiores. Era posible que ya fuera demasiado tarde y que la misión estuviera cumplida. En tal caso, al menos podrían vengarse del hombre que lo había hecho. Pero tenían esperanzas de que el detective aún no hubiera averiguado nada de gran importancia; de no ser así, se decían, no se habría molestado en apuntar y telegrafiar una información tan trivial como la que McMurdo aseguraba haberle dado. No obstante, todo eso lo sabrían de su propia boca. Una vez en su poder, ya encontrarían la manera de hacerle hablar. No era la primera vez que tenían que persuadir a un testigo reacio. McMurdo fue a Hobson’s Patch como habían acordado. La policía parecía sentir un especial interés por él aquella mañana, y el capitán Marvin, el que aseguraba ser un viejo conocido suyo de Chicago, se había dirígido a él mientras esperaba en la estación. McMurdo le había dado la espalda y se había negado a hablar con él. Regresó de su misión por la tarde y fue a ver a McGinty al local del sindicato. —Vendrá —le dijo. —¡Estupendo! —dijo McGinty. El gigante estaba en mangas de camisa, con su amplio chaleco atravesado por relucientes cadenas e insignias, y un diamante brillando a través de los flecos de su encrespada barba. El alcohol y la política habían convertido al Jefe en un hombre muy rico, e igualmente poderoso. Por ello, tenía que parecerle aún más terrible aquel atisbo de la prisión o la horca que había surgido ante él la noche anterior. —¿Crees que sabe mucho? —preguntó con ansiedad. McMurdo meneó la cabeza con gesto sombrío. —Lleva aquí bastante tiempo…, seis semanas, por lo menos. Supongo que no vino hasta aquí para admirar el paisaje. Si ha estado todo este tiempo trabajando entre nosotros, con el dinero del ferrocarril apoyándole, es de suponer que haya obtenido resultados, y que los haya comunicado. —No hay ningún hombre débil en la logia —exclamó McGinty—. Todos hasta el último son firmes como el acero. Aunque, claro, está esa mofeta de Morris. ¿Qué opinas de él? Si hay alguien capaz de traicionarnos, es él. Estoy pensando en enviar a un par de muchachos antes de que anochezca para que le den una paliza y vean lo que pueden sacarle. —Bueno, eso no vendría mal —respondió McMurdo—. No niego que me cae bien Morris y lamentaría que le ocurriese una desgracia. Hemos hablado un par de veces sobre asuntos de la logia, y aunque puede que no vea las cosas como usted o como yo, no me pareció de los que se van de la lengua. Pero aun así, no seré yo quien me interponga entre usted y él. —Voy a ajustarle las cuentas a ese vejestorio —dijo McGinty, añadiendo un juramento—. Le tengo echado el ojo desde hace un año. —Usted sabrá lo que hace —respondió McMurdo—. Pero haga lo que haga, tendrá que hacerlo mañana, porque ahora tenemos que guardar discreción hasta haber solucionado el tema de Pinkerton. Hoy es el día que menos podemos permitirnos poner en movimiento a la policía. —Tienes razón —dijo McGinty—. Además, el propio Edwards, el Pájaro, nos dirá de dónde sacó su información, aunque tengamos que arrancarle el corazón a trozos. ¿Tú crees que se olió la trampa? McMurdo se echó a reír. —Creo que le pillé por su punto flaco —dijo—. Si encuentra una buena pista de los Batidores, está dispuesto a seguirla hasta el final. He cobrado su dinero —con una sonrisa maliciosa, McMurdo sacó del bolsillo un fajo de billetes—, y me dará otro tanto cuando haya visto todos mis documentos. —¿Qué documentos? —No hay ningún documento. Pero le llené los oídos con estatutos, reglamentos y formularios de ingreso. Espera llegar al fondo del asunto antes de salir de aquí. —A fe mía, que en eso tiene razón —dijo McGinty en tono siniestro—. ¿No te preguntó por qué no le habías llevado los papeles? —¡Como si yo fuera a llevar encima ese tipo de cosas, siendo un sospechoso y habiéndome hablado hoy mismo el capitán Marvin en la estación de tren! —Sí, ya me he enterado —dijo McGinty—. Parece que a ti te va a tocar cargar con la peor parte de este asunto. Cuando hayamos acabado con él, podemos tirarlo a un pozo de mina abandonado, pero hagamos lo que hagamos, siempre constará que el hombre vivía en Hobson’s Patch y que tú estuviste allí hoy. McMurdo se encogió de hombros. —Si hacemos las cosas bien, nunca se podrá demostrar que ha habido un homicidio —dijo—. Nadie podrá verle venir a casa por la noche, y apuesto cualquier cosa a que nadie le verá salir. Y ahora, concejal, vamos a ver: le voy a explicar mi plan, y le ruego que informe usted a los otros. Todos ustedes vendrán con tiempo suficiente. Muy bien. Él llega a las diez. Tiene que llamar con tres golpes, y yo le abro la puerta. Luego me pongo detrás de él y cierro. Ya lo tenemos dentro. —Todo está claro y es fácil. —Sí, pero el siguiente paso hay que pensarlo bien. El tipo no es presa fácil. Va bien armado. A pesar de que lo he engañado bien, es probable que esté en guardia. Suponga que le hago pasar directamente a una habitación en la que esperaba encontrarse a solas conmigo, y se encuentra allí siete hombres. Habrá tiros, y alguien resultará herido. —Es verdad. —Y el ruido hará que nos caigan encima todos los malditos polis de esta ciudad. —Sí, creo que tienes razón. —Yo lo haría de este modo: todos ustedes estarán en la sala grande, la que usted vio cuando fue a hablar conmigo. Yo abro la puerta, le hago pasar a la salita que hay al lado, y lo dejo allí mientras voy a buscar los papeles. Así tendré ocasión de decirles cómo van las cosas. Luego vuelvo con él, llevándole algunos documentos falsos. Mientras los está leyendo, salto sobre él y le sujeto el brazo de la pistola. Ustedes me oyen llamar y acuden corriendo. Cuanto más deprisa, mejor, porque el tipo es tan fuerte como yo y a lo mejor no puedo con él. Pero calculo que seré capaz de sujetarlo hasta que ustedes lleguen. —Es un buen plan —dijo McGinty—. La logia quedará en deuda contigo por esto. Creo que ya sé quién va a ser el hombre que me sucederá cuando yo deje el cargo. —Vamos, concejal, si soy poco más que un recluta —dijo McMurdo. Pero su rostro mostraba claramente lo que opinaba del cumplido del gran jefe. Cuando regresó a su casa, hizo sus propios preparativos para la turbulenta noche que se avecinaba. En primer lugar, limpió, engrasó y cargó su revólver Smith and Wesson. A continuación, inspeccionó la habitación en la que iba a ser atrapado el detective. Era un cuarto amplio, con una mesa larga de pino en el centro y una estufa grande en un extremo. En los otros dos lados había ventanas. No tenía contraventanas: solo cortinas finas, que se corrían hacia los lados. McMurdo las examinó con mucha atención. Sin duda, le parecía que la habitación estaba demasiado a la vista para un asunto tan secreto. No obstante, la calle principal estaba a tanta distancia que aquello no tenía demasiada importancia. Por último, habló del asunto con su compañero de pensión. Scanlan, a pesar de ser un Batidor, era un hombrecillo inofensivo, demasiado débil para enfrentarse a las opiniones de sus camaradas, pero que en el fondo estaba horrorizado por las sangrientas fechorías en las que a veces se había visto obligado a colaborar. McMurdo le explicó en pocas palabras lo que se proponían hacer. —Y yo que tú, Mike Scanlan, me tomaría la noche libre y no me acercaría por aquí. Aquí va a correr la sangre antes de que amanezca. —Pues mira, Mac —respondió Scanlan—, no es que me falte voluntad, lo que me falta es valor. Cuando vi caer al director Dunn, allá en la mina de carbón, fue superior a mis fuerzas. No estoy hecho para esto, como lo estáis tú o McGinty. Si la logia no se lo va a tomar a mal, haré lo que tú me aconsejas y os dejaré solos esta noche. Los hombres llegaron a su hora, según lo convenido. Por fuera parecían ciudadanos respetables, bien vestidos y aseados, pero quien supiera leer en los rostros habría leído muy pocas esperanzas para Edwards, el Pájaro, en aquellas bocas apretadas y aquellos ojos despiadados. No había en la habitación ni un solo hombre que no se hubiera manchado las manos de sangre una docena de veces. Eran tan insensibles al asesinato de una persona como un carnicero a la muerte de un cordero. Desde luego, entre todos ellos destacaba, tanto en aspecto como en culpabilidad, el formidable Jefe. Harraway, el secretario, era un hombre enjuto y agrio, de cuello largo y nudoso y miembros nerviosos y temblones. Era un hombre de incorruptible lealtad en lo referente a las finanzas de la Orden, y sin el menor concepto de justicia y honradez para todo lo demás. Cárter, el tesorero, era un hombre de edad madura con una expresión impasible y algo malhumorada, y piel amarilla y apergaminada. Era un buen organizador, y de su calculador cerebro habían salido los detalles concretos de casi todos los atentados. Los dos hermanos Willaby eran hombres de acción: jóvenes altos y ágiles, con expresión resuelta. En cambio, su compañero, el Tigre Cormac, era un joven corpulento y siniestro, temido hasta por sus propios camaradas por la ferocidad de su carácter. Estos eran los hombres que se reunieron aquella noche bajo el techo de McMurdo para matar al detective de Pinkerton. Su anfitrión había colocado whisky sobre la mesa, y ellos se apresuraron a ponerse en forma para la tarea que les aguardaba. Baldwin y Cormac estaban ya medio borrachos, y el licor había sacado a la superficie toda su ferocidad. Cormac colocó las manos sobre la estufa durante un instante: estaba encendida, ya que las noches de primavera todavía eran frías. —Esto puede ser útil —dijo, acompañando sus palabras con un juramento. —Sí —dijo Baldwin, comprendiendo lo que quería decir el otro—. Si le atamos a esa estufa, le arrancaremos la verdad. —Le sacaremos la verdad, por eso no os preocupéis —dijo McMurdo. Aquel hombre tenía nervios de acero. A pesar de que sobre él recaía todo el peso del asunto, su manera de actuar era tan tranquila y despreocupada como siempre. Los otros se fijaron en ello y elogiaron su actitud. —Eres el hombre indicado para encargarse de él —dijo el Jefe con satisfacción—. No se dará cuenta de nada hasta que tenga tu mano en la garganta. Es una pena que las ventanas no tengan contraventanas. McMurdo fue de una ventana a otra y cerró más las cortinas. —Seguro que ahora no puede vernos nadie. Ya casi es la hora. —A lo mejor no viene. Es posible que haya olfateado el peligro —dijo el secretario. —Vendrá, no temáis —respondió McMurdo—. Está tan ansioso por venir como vosotros por recibirlo. ¡Escuchad! Todos quedaron inmóviles como figuras de cera, algunos con los vasos detenidos a mitad de camino de los labios. Tres fuertes golpes habían sonado en la puerta. —¡Silencio! McMurdo levantó una mano en señal de precaución. Una mirada de triunfo recorrió el círculo, y las manos palparon armas ocultas. —¡Ni el menor mido, por vuestra vida! —susurró McMurdo, saliendo de la habitación y cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí. Los asesinos aguardaron con los oídos en tensión. Contaron los pasos de su camarada por el pasillo. A continuación, le oyeron abrir la puerta de la calle. Captaron unas pocas palabras como de saludo, y en seguida sonaron dentro de la casa los pasos de un extraño y una voz que no conocían. Un instante después, les llegó el ruido de la puerta al cerrarse y el de una llave que giraba en la cerradura. Su presa estaba cogida en la trampa. Tigre Cormac soltó una risotada espantosa, y el Jefe McGinty le tapó la boca con su enorme manaza. —¡Cállate, imbécil! —susurró—. ¡Todavía vas a buscarnos la ruina! Se oyó un murmullo de conversación en la habitación de al lado. Parecía interminable. Por fin, se abrió la puerta y apareció McMurdo, con un dedo en los labios. Se acercó al extremo de la mesa y miró al grupo. Un sutil cambio se había producido en él. Su manera de comportarse era la de un hombre que tiene que llevar a cabo una tremenda tarea. El rostro se le había endurecido como si fuera de granito. Los ojos le brillaban con salvaje excitación a través de las gafas. Se veía claramente que había asumido el control de la situación. Los demás le miraron con ansioso interés, pero él no dijo nada. Los fue mirando uno a uno, siempre con la misma peculiar mirada. —¿Y bien? —exclamó por fin el Jefe McGinty—. ¿Está aquí? ¿Ha venido Edwards, el Pájaro? —Sí —respondió lentamente McMurdo—. Edwards, el Pájaro, está aquí. ¡Yo soy Edwards, el Pájaro! Tras aquella breve declaración, hubo diez segundos de tan profundo silencio que se podría haber dicho que la habitación estaba vacía. Una tetera colocada sobre la estufa empezó a sisear con un sonido estridente que raspaba los oídos. Siete rostros pálidos, todos alzados hacia aquel hombre que los dominaba, permanecían inmóviles de puro terror. Entonces, con un súbito estrépito de cristales rotos, un auténtico bosque de relucientes cañones de rifle penetró a través de las ventanas, y las cortinas fueron arrancadas de sus raíles. Al ver aquello, el Jefe McGinty rugió como un oso herido y se abalanzó hacia la puerta entreabierta. Pero allí se encontró con un revólver que le apuntaba, y con los fríos ojos azules del capitán Marvin, de la Policía del Carbón y el Hierro, que brillaban detrás del punto de mira. El Jefe retrocedió y se dejó caer en su silla. —Ahí estará más seguro, concejal —dijo el hombre al que hasta entonces conocían como McMurdo—. Y tú, Baldwin, si no apartas la mano de tu revólver, aún es posible que des plantón al verdugo. Apártala, o, por el Dios que me creó… Así está mejor. Hay cuarenta hombres armados rodeando la casa, así que vosotros mismos podéis calcular vuestras posibilidades. Quíteles las armas, Marvin. No había ninguna posibilidad de resistencia bajo la amenaza de aquellos rifles. Los hombres se dejaron desarmar. Abatidos, avergonzados y absolutamente perplejos, seguían sentados en torno a la mesa. —Me gustaría deciros unas palabras antes de separarnos —dijo el hombre que los había atrapado—. Lo más probable es que no nos volvamos a encontrar hasta que me veáis en el estrado del tribunal. Os voy a dar algo en que pensar hasta entonces. Ahora ya sabéis quién soy. Por fin puedo poner mis cartas sobre la mesa. Soy Edwards, el Pájaro, agente de Pinkerton. Se me escogió para destruir vuestra banda. He tenido que jugar un juego difícil y peligroso. Ni una sola persona, ni una sola, ni siquiera las más cercanas y queridas, sabía nada de mi juego, con la excepción del capitán Marvin, aquí presente, y de mis superiores. Pero, gracias a Dios, la partida ha terminado esta noche, y la he ganado yo. Los siete rostros pálidos y rígidos lo miraban fijamente. Había en sus ojos un odio incontenible. Él captó la implacable amenaza. —Puede que penséis que la partida aún no ha terminado. Bien, correré el riesgo. De cualquier modo, algunos de vosotros ya no jugarán ninguna baza más, y hay otros sesenta hombres, aparte de vosotros, que entrarán en la cárcel esta misma noche. Quería deciros que, cuando me encomendaron este trabajo, no me creía que existiera una sociedad como la vuestra. Pensaba que eran habladurías de los periódicos y que yo iba a poder demostrarlo. Me dijeron que era una rama de los Hombres Libres, así que fui a Chicago y me inicié en la Orden. Entonces me convencí más que nunca de que no eran más que habladurías de la prensa, porque no vi nada malo en la Sociedad, y sí mucho bueno. Aun así, tenía que cumplir mi misión y vine a los valles carboneros. Al llegar aquí, comprobé que estaba equivocado y que lo que decían no era un cuento, así que me quedé a ver qué pasaba. No he matado a nadie en Chicago. Tampoco he falsificado un dólar en mi vida. Los que os di eran tan buenos como cualquier otro, pero nunca ha habido dinero mejor gastado. Sabía cómo podía ganarme vuestras simpatías, y por eso fingí ser un fugitivo de la justicia. Todo salió como yo tenía pensado. »Y así ingresé en vuestra infernal logia y pude participar en vuestros consejos. Puede haber quien diga que yo era tan malo como vosotros. Que digan lo que quieran, con tal de teneros atrapados. Pero ¿cuál es la verdad? La noche que me uní a vosotros, apaleasteis al viejo Stanger. No pude avisarle, porque no dio tiempo, pero detuve tu mano, Baldwin, cuando estabas a punto de matarlo. Si alguna vez he sugerido algo, para mantener mi posición entre vosotros, han sido cosas que sabía que no podía evitar. No pude salvar a Dunn y a Menzies, porque no sabía lo suficiente, pero ya me encargaré de que los asesinos sean ahorcados. Sí que avisé a Chester Wilcox, de modo que cuando volé su casa, él y su familia estaban escondidos en otra parte. Hubo muchos crímenes que no pude impedir, pero si hacéis memoria y pensáis en las veces que vuestra víctima regresó a casa por otro camino, o estaba en el centro de la ciudad cuando fuisteis a buscarla, o se quedó en casa cuando pensabais que iba a salir, veréis en ello mi mano. —¡Maldito traidor! —siseó McGinty entre los dientes apretados. —Sí, John McGinty, puedes llamarme así si con ello te sientes menos escocido. Tú y tu gente habéis sido los enemigos de Dios y de los hombres en estos lugares. Hacía falta un hombre que se interpusiera entre vosotros y esos pobres diablos, los hombres y mujeres que teníais en vuestras garras. No había más que una manera de hacerlo, y así lo hice. Tú me llamas «traidor», pero seguro que son muchos miles los que me consideran un «libertador» que descendió a los infiernos para salvarlos. Me ha costado tres meses, y no volvería a pasar tres meses como estos ni aunque me los pagaran dejándome suelto en el Tesoro de Washington. Tenía que quedarme aquí hasta tenerlo todo en mis manos: hasta el último hombre y el último secreto. Habría esperado un poco más de no haberme enterado de que mi secreto estaba a punto de descubrirse. Había llegado a la ciudad una carta que os habría puesto sobre aviso a todos. No tuve más remedio que actuar, y deprisa. No tengo nada más que deciros, excepto que, cuando me llegue la hora, moriré más tranquilo pensando en el trabajo que he realizado en este valle. Y ahora, Marvin, no le entretengo más. Enciérrelos y acabemos con esto. Hay poco más que contar. McMurdo le había entregado a Scanlan una carta lacrada para que la llevara a casa de la señorita Ettie Shafter, una misión que él aceptó con un guiño y una sonrisa de enterado. A primera hora de la mañana, una hermosa mujer y un hombre muy embozado subieron a un tren especial, enviado por la compañía del ferrocarril, y emprendieron un rápido viaje sin paradas hasta salir de la zona de peligro. Era la última vez que Ettie y su amante ponían los pies en el valle del terror. Diez días después se casaban en Chicago, con el viejo Jacob Shafter como testigo de boda. El juicio de los Batidores se celebró lejos de los lugares donde sus secuaces habrían podido aterrorizar a los guardianes de la ley. Sus esfuerzos fueron inútiles. En vano se gastó a manos llenas el dinero de la logia —dinero arrancado mediante extorsiones en toda la región— en el intento de salvarlos. Todas las argucias de sus defensores se estrellaron contra el frío, claro y desapasionado testimonio de un hombre que conocía hasta el último detalle de sus vidas, su organización y sus crímenes. Por fin, después de tantos años, estaban derrotados y en desbandada. La nube desapareció para siempre del valle. McGinty fue a acabar su vida en el cadalso, arrastrándose y lloriqueando cuando le llegó la última hora. Ocho de sus principales colaboradores sufrieron la misma suerte. Cincuenta y tantos fueron condenados a diversas penas de prisión. La misión de Edwards, el Pájaro, estaba cumplida. Y sin embargo, tal como había previsto, la partida aún no había terminado. Todavía quedaba una baza por jugar, y después otra, y otra. Ted Baldwin, por citar un ejemplo, se había librado de la horca; y también los hermanos Willaby, y algunos otros de los elementos más feroces de la banda. Durante diez años permanecieron apartados del mundo, pero llegó un día en el que quedaron libres de nuevo. Y Edwards, que conocía a aquellos hombres, supo perfectamente que aquel día terminaba su vida en paz. Aquellos hombres habían jurado por todo lo que consideraban sagrado que la sangre de Edwards vengaría a sus camaradas. Y se esforzaron al máximo por cumplir su juramento. Tuvo que huir de Chicago después de dos atentados que estuvieron tan cerca del éxito, que Edwards comprendió que no escaparía del tercero. Desde Chicago, con nombre falso, fue a California, y allí se apagó por algún tiempo la luz de su vida al fallecer Ettie Edwards. Una vez más estuvo a punto de ser asesinado, y una vez más, bajo el nombre de Douglas, trabajó en un cañón apartado, donde, con un socio inglés llamado Barker, amasó una fortuna. Pero un día le llegó un aviso de que la jauría estaba de nuevo tras su pista y tuvo que marcharse —justo a tiempo— para venir a Inglaterra. Y aquí llegó el John Douglas que contrajo segundas nupcias con una compañera digna de él y vivió durante cinco años como un caballero rural de Sussex, una vida que terminó con los extraños sucesos que ya conocemos. EPÍLOGO Los trámites del tribunal de policía habían concluido y el caso de John Douglas fue trasladado a un tribunal superior. En él, Douglas salió absuelto por haber actuado en defensa propia. Holmes escribió a la esposa: Sáquelo de Inglaterra a toda costa. Hay aquí fuerzas que podrían ser más peligrosas que esas de las que ha escapado. Su esposo no se encuentra seguro en Inglaterra. Transcurrieron dos meses, y el caso, hasta cierto punto, se había borrado de nuestras memorias. Pero una mañana, depositaron en nuestro buzón una enigmática nota. «¡Vaya por Dios, señor Holmes! ¡Vaya por Dios!», decía aquella curiosa epístola. No llevaba ni encabezamiento ni firma. Me eché a reír ante el extraño mensaje, pero Holmes se puso inusitadamente serio. —¡Mal asunto, Watson! —comentó, y permaneció largo rato sentado con el ceño fruncido. Aquella misma noche, a horas bastante avanzadas, nuestra casera, la señora Hudson, vino a avisarnos de que un caballero deseaba ver al señor Holmes por un asunto de la máxima importancia. Casi pisándole los talones a la mensajera, entró el señor Cecil Barker, nuestro amigo de la mansión del foso. Venía abatido y ojeroso. —He recibido malas noticias, señor Holmes. Noticias terribles —dijo. —Me lo temía —dijo Holmes. —¿No ha recibido usted un cablegrama? —He recibido una nota de alguien que lo recibió. —Es el pobre Douglas. Dicen que su apellido es Edwards, pero para mí siempre será Jack Douglas, de Benito Canyon. Ya le dije que habían partido juntos para África del Sur en el Palmyra hace tres semanas. —Exacto. —El barco llegó anoche a Ciudad de El Cabo. Esta mañana he recibido este cablegrama de la señora Douglas: Jack cayó por la borda durante una tempestad a la altura de Santa Elena. Nadie sabe cómo ocurrió el accidente. Ivy Douglas. —¡Ah! ¿De modo que fue así? —dijo Holmes, pensativo—. Bueno, no cabe duda de que lo han escenificado bien. —¿O sea, que usted piensa que no fue un accidente? —Ni muchísimo menos. —¿Fue asesinado? —¡Sin duda! —Eso creo yo también. Esos infernales Batidores, esa maldita caterva de asesinos vengativos… —No, no, señor mío —dijo Holmes—. Aquí hay una mano maestra. No es un caso de escopetas recortadas y burdos revólveres de seis tiros. A los viejos maestros de la pintura se los reconoce por sus pinceladas. Yo reconozco un Moriarty a primera vista. Este crimen se tramó en Londres, no en América. —Pero ¿por qué motivo? —Porque el que lo ha cometido es un hombre que no puede permitirse fallar…, un hombre cuya extraordinaria posición depende de que todo lo que haga tiene que salirle bien. Un gran cerebro y una gigantesca organización han dedicado sus esfuerzos a la aniquilación de un solo hombre. Es como aplastar una nuez con un martillo: un derroche absurdo de energía, pero, desde luego, la nuez queda aplastada por completo. —¿Y cómo ha llegado ese hombre a mezclarse en esto? —Yo solo puedo decir que el primer aviso que nos llegó de este asunto procedía de uno de sus lugartenientes. Esos americanos estaban bien asesorados. Como tenían que realizar un trabajo en Inglaterra, recurrieron, como puede hacer cualquier criminal extranjero, a esta gran autoridad del crimen. Desde aquel momento, su hombre estaba condenado. Al principio, se limitó a utilizar su maquinaria para localizarles a su víctima. Luego les indicaría cómo manejar el asunto. Por último, cuando se enteró por los periódicos del fracaso del agente, entró en acción él mismo, con su toque de maestro. Ya me oyó usted cuando advertí a su amigo, en la mansión de Birlstone, que el peligro venidero era mayor que el pasado. ¿Tenía razón o no? Barker se golpeó la cabeza con el puño, en un acto de rabia impotente. —¿Me quiere decir que tenemos que quedarnos sentados y aguantarnos? ¿Que nadie va a ajustarle nunca las cuentas a ese demonio? —No, yo no digo eso —dijo Holmes, y sus ojos parecían mirar a un futuro muy remoto—. No digo que no se le pueda vencer. Pero tienen que darme tiempo… ¡Tienen que darme tiempo! Todos permanecimos unos minutos sentados en silencio, mientras aquellos ojos en trance seguían esforzándose por ver a través del velo.