ESTUDIO EN ESCARLATA 1887 PRIMERA PARTE (REIMPRESO DE LAS MEMORIAS DE JOHN H. WATSON, DOCTOR EN MEDICINA, QUE PERTENECIÓ AL CUERPO DE MÉDICOS DEL EJÉRCITO) CAPÍTULO 1 El señor Sherlock Holmes EL año 1878 me gradué de doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y a continuación pasé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligatorio para ser médico cirujano en el Ejército. Una vez realizados todos esos estudios, fui a su debido tiempo agregado, en calidad de médico cirujano ayudante, al 5° de Fusileros de Northumberland. Este regimiento se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India y, antes de que yo pudiera incorporarme al mismo, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado los desfiladeros de la frontera y se había adentrado profundamente en el país enemigo. Yo, sin embargo, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en situación idéntica a la mía, seguí viaje, logrando llegar sin percances a Candahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé en el acto a mi nuevo servicio. Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me acarreó desgracias e infortunios. Fui separado de mi brigada para agregarme a las tropas del Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando la batalla desdichada de Maiwand. Fui herido allí por una bala explosiva, que me destrozó el hueso, rozando la arteria subclavia. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el valor y la lealtad de Murray, mi ordenanza, que me atravesó, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y consiguió llevarme sin otro percance hasta las líneas británicas. Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas soportadas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawar. Me restablecí en ese lugar hasta el punto de que ya podía pasear por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, cuando caí enfermo de ese flagelo de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando, por fin, reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. En consecuencia, fui embarcado en el transporte militar Orontes, y un mes después tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, hecho una irremediable ruina física, pero con un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el periodo de nueve meses que se me daba. Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es natural en una situación como esa, gravité hacia Londres, gran sumidero al que se ven arrastrados de manera irresistible todos cuantos atraviesan una época de descanso y ociosidad. Me alojé durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida incómoda y falta de finalidad, y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, me era preciso alterar por completo mi género de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata. Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, de pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpecitos en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Barts como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta grato por demás ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquel entonces Stamford no era precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi júbilo exuberante, le invité a que almorzase conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo. —¿Y qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez. Le relaté a grandes rasgos mis aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino. —¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora? —Estoy buscando habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones confortables a un precio puesto en razón. —Es curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted el segundo hombre que hoy me habla en esos mismos términos. —¿Quién fue el primero? —le pregunté. —Un señor que trabaja en el laboratorio de Química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese tomar a medias con él un lindo apartamento que había encontrado y que resulta demasiado gravoso para su bolsillo. —¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de veras busca a alguien con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Preferiría tener un compañero a vivir solo. El joven Stamford me miró de un modo bastante raro, por encima de un vaso de vino, y dijo: —No conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerle constantemente de compañero. —¿Por qué? ¿Hay algo en contra suya? —Yo no he dicho que haya algo en contra suya. Es hombre de ideas raras. Le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es persona bastante aceptable. —¿Estudia quizá Medicina? —le pregunté. —No… Yo no creo que se proponga seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera; sin embargo, nunca asistió sistemáticamente, que yo sepa, a clases de Medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes que asombrarían a sus profesores. —¿Le ha preguntado usted alguna vez cuáles son sus propósitos? —pregunté yo. —Nunca; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque suele ser bastante comunicativo cuando está en vena. —Me gustaría conocerlo —dije—. De tener que vivir con alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido o el barullo. Los que tuve que aguantar en Afganistán me bastan para todo lo que me resta de vida normal. ¿Hay modo de que yo conozca a ese amigo suyo? —De fijo que está ahora mismo en el laboratorio —contestó mi compañero—. Hay ocasiones en que no aparece por allí durante semanas, y otras en que no se mueve del laboratorio desde la mañana hasta la noche. Podemos acercarnos los dos en coche después del almuerzo si usted lo desea. —Claro que sí —le contesté. Y la conversación se desvió por otros derroteros. Mientras nos dirigíamos al hospital, después de abandonar el Holborn, me fue dando Stamford unos pocos detalles más acerca del caballero al que yo tenía el propósito de tomar por compañero de habitaciones. —No debe echarme a mí la culpa si no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que yo sé del mismo lo sé por haberlo tratado alguna que otra vez en el laboratorio. Usted es quien ha propuesto el asunto y no debe hacerme a mí responsable. —Si no nos llevamos bien, será cosa fácil separarnos —comenté—. Me está pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este asunto —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es hombre terriblemente destemplado, o qué? No se ande con rodeos. —No resulta fácil expresar lo inexpresable —me contestó, riéndose—. Para mi gusto, Holmes es un poco excesivamente científico. Casi toca en la insensibilidad. Yo llego incluso a representármelo dando a un amigo suyo un pellizco del alcaloide vegetal más moderno, y eso no por malquerencia, compréndame, sino por puro espíritu de investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos. —Y tiene muchísima razón. —Sí, pero esa condición se puede llevar al exceso. Toma, desde luego, una forma bastante chocante si llega hasta golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de disección. —¡Apalear a los cadáveres! —Sí, para comprobar qué clase de magullamiento se puede producir después de la muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos. —¿Y dice usted que no estudia Medicina? —No. ¡Vaya usted a saber qué finalidad busca con sus estudios! Pero hemos llegado ya, y es usted mismo quien debe formar sus impresiones acerca de esa persona. Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de piedra y cuando avanzamos por el largo pasillo, que ofrecía un panorama de muro enjalbegado y puertas color castaño. Hacia el extremo del pasillo arrancaba de este un corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al laboratorio de Química. Consistía este en una sala muy alta, llena por todas partes de botellas alineadas en las paredes y desperdigadas por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeños mecheros de Bunsen de llamas azules onduladas. Un solo estudiante había en la habitación, y estaba embebido en su trabajo, inclinado sobre una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y saltó en pie con una exclamación de placer: —¡Ya di con ello! ¡Ya di con ello! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He descubierto un reactivo que es precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina. Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto una mina de oro. —El doctor Watson; el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las presentaciones. —¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, estrechando mi mano con una fuerza que yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán. —¿Cómo diablos lo sabe usted? —pregunté asombrado. —No se preocupe —dijo él riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad? —No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora que prácticamente… —Pero, hombre, ¡si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en muchos años en la Medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo! Era tal su interés, que me agarró de la manga de mi americana y me llevó hasta la mesa en que había estado trabajando. —Procurémonos un poco de sangre reciente —dijo clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua. Fíjese en que la mezcla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro de que podremos obtener la reacción característica. Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado, y apareció en el fondo de la vasija de cristal un precipitado de polvo pardusco. —¡Ajá! —exclamó, palmoteando y tan encantado como niño con un juguete nuevo—. ¿Qué me dice usted de eso? —Parece una demostración muy sutil —le dije. —¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayacán resultaba muy tosca e insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre. Esta última demostración carece de valor si las manchas datan de algunas horas. Pues bien: esta mía actúa, según parece, con igual eficacia tanto si la sangre es vieja como si es reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy se pasean por las calles habrían pagado hace tiempo la pena debida a sus crímenes. —¿Ah, sí? —murmuré yo. —Las causas criminales giran constantemente sobre este punto único. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues porque no se dispone de una segura prueba demostrativa. De hoy en adelante disponemos ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad. Le brillaban los ojos al hablar; puso la palma de la mano sobre su corazón, y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación. —Merece usted que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido ante aquel entusiasmo suyo. —El pasado año se vio en Francfort el caso de Von Bischoff. De haber existido esta prueba, le habrían ahorcado con toda seguridad. Hemos tenido también el de Masón de Bradford, y el tan famoso Muller, y Lefevre de Montpellier, y el de Samson de Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido decisiva. —Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford, riéndose—. Podría iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policiaco de antaño. —Y que quizá resultase una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes, pegando un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo. Luego prosiguió, volviéndose sonriente hacia mí: —Es preciso que yo tenga cuidado, porque manipulo venenos con mucha frecuencia. Alargó la mano al mismo tiempo que hablaba, y pude ver que la tenía moteada de otros parchecitos parecidos y descolorida por el efecto de ácidos fuertes. —Hemos venido a tratar de un negocio —dijo Stamford, sentándose en un elevado taburete de tres patas y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda buscando dónde meterse; y como usted se quejaba de no encontrar quien quisiera alquilar habitaciones a medias con usted, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era ponerlos en contacto a los dos. A Sherlock Holmes pareció complacerle la idea de compartir sus habitaciones conmigo, y advirtió: —Tengo echado el ojo a un juego de habitaciones en Baker Street que nos vendría que ni pintado. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad? —Yo mismo no fumo de otro que del barco —le contesté. —Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo suelo tener a mano sustancias químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le serviría eso de molestia? —¡De ninguna manera! —Veamos… ¿Qué otras desventajas tengo? Hay ocasiones en que me entra la morriña, y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurre no debe usted tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo de que acusarse? Cuando dos personas van a empezar a vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo peor de cada una de ellas. Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije: —Tengo un perro cachorro; me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso está quebrantado; me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es distinto; pero los que acabo de indicarle son los principales que tengo en la actualidad. —¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría de cosas estrepitosas? —preguntó Sherlock Holmes ansiosamente. —Depende del violinista —respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer de dioses; pero cuando se toca mal… —No hay inconveniente entonces —exclamó él con risa alegre—. Creo que podemos dar por cerrado el trato; es decir, si le agradan las habitaciones. —¿Cuándo podemos visitarlas? —Venga a buscarme aquí mismo mañana al mediodía; iremos juntos y lo dejaremos todo arreglado —me respondió. —De acuerdo. A las doce en punto —le contesté, dándole un apretón de manos. Le dejamos trabajando en sus productos químicos y nos fuimos paseando juntos hacia mi hotel. —A propósito —pregunté de pronto, deteniéndome y volviéndome a mirar a Stamford—. ¿Cómo diablos supo que yo había venido de Afganistán? Mi acompañante se sonrió con enigmática sonrisa y dijo: —Ahí tiene usted precisamente el detalle singular suyo. Son muchísimas las personas que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas. —¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos—. Esto resulta muy intrigante. Le quedo muy agradecido por habernos puesto en relación. Ya sabe usted aquello de que «el verdadero tema de estudio para la Humanidad es el hombre». —Dedíquese entonces a estudiar a ese —dijo Stamford al despedirse de mí—. Aunque le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averigua más acerca de usted que usted acerca de él. Adiós. —Adiós —le contesté. Y seguí caminando sin prisas hacia mi hotel, muy interesado en el hombre al que acababa de conocer. CAPÍTULO 2 La ciencia de la deducción Según habíamos acordado, nos vimos al día siguiente e inspeccionamos las habitaciones del número 221-B de Baker Street, a las que nos habíamos referido en nuestra entrevista. Consistían en dos cómodos dormitorios y un único cuarto de estar, amplio y muy ventilado, amueblado de manera extraordinariamente agradable, y que recibía luz de dos espaciosas ventanas. Tan apetecible resultaba el apartamento desde todo punto de vista, y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que cerramos trato en el acto mismo y quedó por nuestro desde aquel momento. Al atardecer de aquel mismo día trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente se me presentó allí Sherlock Holmes con varios cajones y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro medio. Desde luego no era difícil convivir con Holmes. Resultó hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Era raro que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él había desayunado ya y marchado a la calle indefectiblemente. En ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de Química; otras veces, en las salas de disección, y de cuando en cuando, en largas caminatas que lo llevaban, por lo visto, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apoderaba de él una reacción, y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente. Mi interés por él y mi curiosidad por conocer cuáles eran las finalidades de su vida fueron haciéndose mayores y más profundos a medida que transcurrían las semanas. Hasta su persona misma y su apariencia externa eran como para llamar la atención del menos dado a la observación. Su estatura sobrepasaba los seis pies, y era tan extraordinariamente enjuto, que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su barbilla delataba al hombre de voluntad por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus frágiles instrumentos de Física. Quizá el lector me califique de entrometido impenitente si le confieso hasta qué punto estimuló aquel hombre mi curiosidad y las muchas veces que intenté quebrar la reticencia de que daba pruebas en todo cuanto a él mismo se refería. Sin embargo, tenga presente, antes de sentenciar, cuán horra de finalidad estaba mi vida y cuán pocas cosas atraían mi atención. El estado de mi salud me vedaba el aventurarme a salir a la calle, a no ser que el tiempo fuese excepcionalmente benigno, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En tales circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo. No era Medicina lo que estudiaba. Sobre ese extremo y contestando a una pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por uno de los pórticos que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero, con todo eso, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados, que las observaciones que él hacía me asombraban bastante. Con seguridad que nadie trabajaría tan ahincadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos de proponerse una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa, rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo. Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión en que yo hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno. —Parece que se ha asombrado usted —me dijo, sonriendo al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo. —¡Por olvidarlo! —Me explicaré —dijo—. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor; pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame: llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles. —Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta. —¿Y qué diablos supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia. Estaba ya a punto de preguntarle qué clase de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo comprender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le ocupaba. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran de índole útil para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito; cuando tuve listo el documento, no pude menos de sonreírme. He aquí el resultado: SHERLOCK HOLMES Área de sus conocimientos Literatura… Cero. Filosofía… Cero. Astronomía… Cero. Política… Ligeros. Botánica… Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico. Geología… Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado. Química… Exactos, pero no sistemáticos. Anatomía… Profundos. Literatura sensacionalista Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo. Toca el violín. Experto boxeador y esgrimidor de palo y espada. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra. Llevaba ya inscrito en mi lista todo eso cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: «Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo desde ahora renunciar a mi propósito». Veo que he hecho referencia más arriba a su habilidad con el violín. Era esta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Sabía yo perfectamente que él era capaz de ejecutar piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los Heder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su rodilla. A veces, las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban fantásticas y agradables. Era evidente que reflejaban los pensamientos de que se hallaba poseído, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a pensar o si los sonidos que emitía eran nada más que el resultado de un capricho o fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era cosa corriente que terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia. En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y yo empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más distintas clases de la sociedad. Una de ellas era un hombrecillo pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, y el cual vino tres o cuatro veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo; me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer anciana en chancletas. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio. En todas esas ocasiones se disculpaba por causarme aquella molestia diciendo: —Me es indispensable servirme de esta habitación como oficina de negocios, y estas personas son clientes míos. Era otra nueva oportunidad que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante; pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia iniciativa. Fue un día 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le intimé en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un vistazo. Su título, algo ambicioso, era El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo cuanto le rodeaba. Me produjo la impresión de que aquello era una mezcolanza de cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las deducciones me parecieron traídas por los cabellos y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no cabía engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que, mientras este no llegase a conocer los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como un nigromante. Decía el autor: «Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a ciertos aspectos morales y mentales de esta materia que representan las mayores dificultades, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión a que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente». —¡Qué indecible charlatanería! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería. —¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes. —De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunar—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de metro y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya. —Perdería usted su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo. —¡Usted! —Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas; tan prácticas, que de ellas dependen el pan y el queso que como. —¿Cómo así? —pregunté involuntariamente. —Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de familia, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, y en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí. —¿Y los demás visitantes? —A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios. —De modo que, según eso —le dije—, usted es capaz, sin salir de su habitación, de hacer luz en líos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los detalles todos por sí mismos. —Así es. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán. —Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna. —¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rápido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: «He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán». Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado. —Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo —dije, sonriendo—. Me hace usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas existiese sino en las novelas. Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación: —No me cabe duda de que usted cree hacerme una lisonja comparándome a Dupin. Pero, en mi opinión, Dupin era hombre que valía muy poco. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda que poseía un algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe. —¿Leyó usted las obras de Gaboriau? —le pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la idea que usted tiene formada del detective? Sherlock Holmes aspiró por la nariz burlonamente y dijo con acento irritado: —Lecoq era un chapucero indecoroso que solo tenía una cualidad recomendable: su energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en veinticuatro horas. A Lecoq le llevó cosa de seis meses. Podría servir de texto para enseñar a los detectives qué es lo que no deben hacer. Me indignó bastante ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Y pensé para mis adentros: «Quizá este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego muy engreído». —Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos. ¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos, solo se da algún delito chapucero, debido a móviles tan transparentes, que hasta un funcionario de Scotland Yard es capaz de descubrirlo. Yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor era cambiar de tema, y pregunté, señalando con el dedo a un individuo fornido y mal vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle mirando con gran afán a los números, y que llevaba en la mano un ancho sobre azul y era evidentemente portador de un mensaje: —¿Qué es lo que buscará ese individuo? —¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes. «¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo manera de comprobar si su hipótesis es cierta». Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la escalera. —Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación y entregando la carta a mi amigo. Allí se ofrecía la ocasión de curarle de su engreimiento. Lejos estaba él de pensar que ocurriría esto cuando lanzó al buen tuntún aquel escopetazo. —¿Me permite, buen hombre, que le pregunte cuál es su profesión? —dije yo con mi voz más dulzarrona. —Ordenanza, señor —me contestó, gruñón—. Tengo el uniforme arreglando. —¿Y qué era usted antes? —le pregunté, dirigiendo una mirada levemente maliciosa a mi compañero. —Sargento de infantería ligera de la Marina Real, señor. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor. Hizo chocar los talones uno con otro, marcó el saludo con la mano y desapareció. CAPÍTULO 3 El misterio de los Jardines de Lauriston Confieso que me produjo considerable sorpresa aquella prueba flamante de la índole práctica de las teorías de mi compañero. Aumentó en proporciones asombrosas mi respeto por su capacidad para el análisis. Con todo y con eso, allá en mi cerebro quedaba aún latente cierto recelo de que todo aquello fuese un episodio dispuesto de antemano con el propósito de deslumbrarme, aunque excedía a mi comprensión qué buscaba con tal cosa. Cuando yo le miré, él había terminado de leer la carta y sus ojos habían tomado una expresión perdida y sin brillo que indicaba ensimismamiento. —¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté. —¿Qué deducción? —me contestó con petulancia. —¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina. —No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente; pero luego se dulcificó con una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó usted el hilo de mis pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que ese hombre era sargento de la Marina? —En modo alguno. —Pues resultaba más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le dijesen que demostrase que dos y dos son cuatro, quizá usted se vería en apuros, a pesar de tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y tenía las patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de guerra. Había en nuestro hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y en el vaivén que imprimía a su bastón. —¡Asombroso! —exclamé yo. —Es de lo más corriente —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto! Me tiró desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído. —¡Pero esto es espantoso! —exclamé en cuanto le puse la vista encima. —Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted inconveniente en leérmela en voz alta? He aquí la carta que le leí: Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, a las tres, ha ocurrido un mal asunto en los Jardines de Lauriston, situados a un lado de la carretera de Brixton. El hombre nuestro que hacía la ronda vio allí una luz a eso de las dos de la madrugada y, como se trata de una casa deshabitada, receló que ocurría algo extraordinario. Halló la puerta abierta y, en la habitación de la parte delantera, que está sin amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido, al que halló encima tarjetas con el nombre de «Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE. UU.». No ha existido robo y no hay nada que indique de qué manera encontró aquel hombre la muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase allí; el asunto todo resulta un rompecabezas. Si le es posible llegarse hasta la casa en cualquier momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas las cosas in statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su parte el que me favorezca con su opinión. Suyo atentamente, Tobías Gregson —Gregson es el hombre más agudo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y Lestrade son lo mejorcito de un grupo de torpes. Actúan con rapidez y energía, pero sin salirse de la rutina. Son odiosamente rutinarios. Además, se acuchillan el uno al otro. Son tan celosos como una pareja de bellezas profesionales. Resultará divertido este caso si los dos husmean la pista. Yo estaba atónito viendo la tranquilidad con que Sherlock Holmes iba haciendo, una tras otra, sus observaciones, y exclamé: —No se puede perder un momento. ¿Quiere que vaya y pida un coche de alquiler para usted? —No estoy seguro de que me decida a ir. Soy el individuo más incurablemente haragán que calzó jamás zapatos de cuero…; quiero decir que lo soy cuando me acomete el acceso de la haraganería, porque en otras ocasiones puedo ser bastante activo. —Pero aquí tiene la oportunidad que tanto anhelaba. —¿Y qué le va a usted con ello, mi querido compañero? Supongamos que yo lo aclaro todo. En ese caso, puede usted tener la seguridad de que Gregson, Lestrade y compañía se embolsarán toda la gloria. Eso ocurre cuando se es un personaje sin cargo oficial. —Pero él le suplica que acuda en su ayuda. —Sí. Él sabe que yo le soy superior y lo reconoce ante mí; pero se cortaría la lengua antes de confesarlo ante una tercera persona. Sin embargo, bien podemos ir y echar un vistazo. Trabajaré el asunto por mi propia cuenta. Podré por lo menos reírme de ellos, ya que no saque otra cosa. ¡Vamos! Se puso a toda prisa el gabán y se ajetreó de manera que se veía que el acceso de apatía había sido desplazado por un acceso de energía. —Coja su sombrero —me dijo. —¿Desea usted que le acompañe? —Sí, a no ser que tenga alguna cosa mejor que hacer. Un minuto después nos hallábamos los dos dentro de un cabriolé que nos llevaba a velocidad furibunda por la carretera de Brixton. Era una mañana de bruma y de nubes, y sobre los tejados de las casas colgaba un velo de color pardo que producía la impresión de ser un reflejo del color de barro de las calles que había debajo. Mi compañero estaba del mejor humor y fue chachareando acerca de los violines de Cremona y de las diferencias que existen entre un Stradivarius y un Amati. Yo, por mi parte, iba callado, porque el tiempo tristón y lo melancólico del asunto en que nos habíamos metido deprimían mi ánimo. —Me parece que no dedica usted gran atención al asunto que tiene entre manos —le dije, por fin, cortando las disquisiciones musicales de Holmes. —No dispongo todavía de datos —me contestó—. Es una equivocación garrafal el sentar teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este se tuerce en un determinado sentido. —Pronto va usted a disponer de los datos que necesita, porque esta es la carretera de Brixton y aquí tenemos la casa si no estoy muy equivocado —le dije, señalándosela con el dedo. —En efecto. ¡Pare, cochero, pare! Nos encontrábamos todavía a un centenar de yardas más o menos de la casa; pero él insistió en que nos apeásemos y terminamos a pie nuestro viaje. El número 3 de los Jardines de Lauriston ofrecía un aspecto siniestro y amenazador. Era una de las cuatro casas que se alzaban un poco apartadas de la calle, y de las cuales dos estaban habitadas y otras dos vacías. Estas últimas miraban por tres hileras de melancólicas ventanas inexpresivas, desnudas y tristonas, menos alguna que otra en que un cartel de «Se alquila» se había extendido como una catarata sobre los legañosos paneles de cristal. Un jardincillo salpicado por una erupción de enfermizas plantas aisladas separaba de la calle a cada una de estas casas; cada jardincillo estaba cruzado por un estrecho sendero de color amarillento que parecía formado con una mezcla de arcilla y de grava. La lluvia caída durante la noche había convertido todo en un barrizal. Rodeaba el jardín una tapia de ladrillo de tres pies de altura que tenía en su parte superior una orla de listones de madera. Recostado en esa cerca había un fornido guardia, al que rodeaba un pequeño grupo de desocupados que estiraban sus cuellos y ponían en tensión sus ojos con la vana esperanza de ver algo de lo que tenía lugar dentro. Yo me había formado la idea de que Sherlock Holmes se daría prisa en entrar en la casa y de que se zambulliría de golpe en el estudio del mismo. Por lo visto, nada estaba más lejos de sus propósitos. Se paseó tranquilamente por la acera, contempló de manera inexpresiva el suelo, el cielo, las casas de la acera de enfrente y la línea de verjas, todo ello con un aire despreocupado que me pareció a mí que lindaba con la afectación en circunstancias como aquellas. Una vez que hubo terminado ese escrutinio, se encaminó lentamente por el sendero, o, mejor dicho, por la orla de césped que lo flanqueaba, manteniendo la vista clavada en el suelo. Detúvose dos veces; en una ocasión le vi sonreír y oí que lanzaba una exclamación satisfecha. En el suelo húmedo arcilloso veíanse muchas huellas de pies; pero como los policías habían ido y venido por el sendero, yo no acertaba a comprender cómo mi compañero podía abrigar esperanzas de descubrir allí algo de interés. Sin embargo, después de las demostraciones extraordinarias que yo había tenido de la rapidez de su facultad de percepción, no dudaba de que él era capaz de descubrir muchas cosas que para mí estaban ocultas. En la puerta de la casa trabamos conversación con un hombre alto, de cutis blanco y cabellos blondos, que tenía en la mano un cuaderno. Este individuo había corrido hacia nosotros y estrechado con efusión la mano de mi compañero, diciéndole: —Ha sido usted muy amable viniendo. Lo he dejado todo intacto. —¡Salvo eso! —le contestó mi amigo, apuntando hacia el sendero—. Ni aunque hubiera pasado por ahí una manada de búfalos podría haberlo revuelto más. Sin embargo, es seguro que usted, Gregson, había sacado ya sus deducciones antes de permitir eso. —¡Son tantas las cosas que he tenido que hacer en el interior de la casa! —contestó el detective de manera evasiva—. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí, y yo confié en que él cuidaría este detalle. Holmes me miró y arqueó burlonamente las cejas, diciendo: —Estando sobre el terreno dos hombres como usted y Lestrade, no será gran cosa lo que le quede por descubrir a una tercera persona. Gregson se frotó las manos, satisfecho, y contestó: —Creo que hemos hecho todo lo que se puede hacer; sin embargo, es este un caso raro, y yo sabía que a usted le gustan estas cosas. —¿Vino acaso usted hasta aquí en un coche de alquiler? —preguntó Holmes. —No, señor. —¿Ni tampoco Lestrade? —No, señor. —Entonces, vamos a examinar la habitación. Después de esta observación, que no venía al caso, se metió en la casa muy despacio, seguido de Gregson, en cuyas facciones se retrataba el asombro. Un pasillo corto, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y a la despensa. A derecha e izquierda del pasillo se abrían dos puertas, una de las cuales llevaba, sin duda, cerrada muchas semanas. La otra daba al comedor, que era el cuarto donde había tenido lugar el misterioso hecho. Holmes entró, y yo le seguí con el sentimiento de opresión que inspira la presencia de la muerte. Era una habitación cuadrada y amplia, pareciéndolo aún más por la carencia de todo mobiliario. Las paredes estaban revestidas de un papel vulgar y chillón, pero que dejaba ver en algunos lugares manchones de moho, y aquí y allá, grandes tiras que se habían despegado y colgaban hacia el suelo, dejando al descubierto el revoque amarillo que había debajo. Frente por frente de la puerta había una ostentosa chimenea con una repisa de imitación de mármol blanco. En un ángulo de la repisa había pegado a esta un muñón de una vela de cera colorada. La solitaria ventana se hallaba tan sucia, que la luz que dejaba pasar era tenue y difusa y lo teñía todo de una tonalidad gris apagada, intensificada todavía más por la espesa capa de polvo que recubría toda la habitación. Yo me fijé más adelante en todos estos detalles. De momento, mi atención se centró en la figura abandonada, torva, inmóvil, que yacía tendida sobre el entarimado y que tenía clavados sus ojos inexpresivos y ciegos en el techo descolorido. Era la figura de un hombre de unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de estatura mediana, ancho de hombros, de pelo negro ondulado y brillante y barba corta y áspera. Vestía levita y chaleco de grueso paño de lana, pantalones de color claro y cuello de camisa y puños inmaculados. Un sombrero de copa, bien cepillado y alisado, veíase en el suelo junto al cadáver. Tenía los puños cerrados y los brazos abiertos, en tanto que sus miembros inferiores estaban trabados el uno con el otro, como indicando que los forcejeos de su agonía habían sido dolorosos. Su rostro rígido tenía impresa una expresión de horror y, según me pareció, de odio; una expresión como yo no he visto jamás en un rostro humano. Esta contorsión terrible y maligna de las facciones, unida a lo estrecho de su frente, su nariz achatada y su mandíbula, de un marcado prognatismo, imprimían al muerto un aspecto singularmente parecido al de un mono, y su postura retorcida y forzada aumentaba todavía más esa impresión. Yo he visto la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con un aspecto más tenebroso que en aquella habitación oscura y siniestra que daba a una de las principales arterias de un suburbio londinense. Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí. —Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto he visto hasta ahora, y yo no soy un novato. —No hay clave alguna —dijo Gregson. —Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade. Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención. —¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor. —¡Terminantemente seguros! —exclamaron ambos detectives. —Pues entonces esta sangre es la de otro individuo, quizá el asesino, si se ha cometido, en efecto, un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias de que estuvo rodeada la muerte de Van Jansen, de Utrecht, ocurrida el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted el caso, Gregson? —No, señor. —Pues léalo; debería usted leerlo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo ha sido ya hecho antes. Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban de aquí para allá, por todas partes, palpando, presionando, desabrochando, examinando, en tanto que sus ojos conservaban la misma expresión de lejanía de la que he hablado ya. Tan veloz fue el examen, que difícilmente podría uno adivinar la minuciosidad con que había sido llevado a cabo. Para terminar, oliscó los labios del muerto y después echó una ojeada a las suelas de sus botas de charol. —¿Nadie lo ha movido de como está? —preguntó. —Tan solo aquello que se requirió para el examen que nosotros hemos hecho. —Pueden ya llevarlo al depósito de cadáveres —dijo—. No hay nada más que averiguar. Gregson tenía a mano unas parihuelas y cuatro hombres, que acudieron a su llamada, alzaron y se llevaron al desconocido. Al levantarlo se oyó el tintineo de un anillo que cayó y rodó por el suelo. Lestrade lo cogió y se quedó mirándolo lleno de confusión. —Aquí ha estado una mujer —exclamó—. Este es un anillo de boda de una mujer. Mientras hablaba nos lo enseñaba en la palma de su mano. Todos nos agrupamos en torno a él con la mirada fija en el anillo. No cabía la menor duda de que aquel aro de oro liso había servido de adorno al dedo de una novia. —Esto complica la tarea —dijo Gregson—. ¡Y bien sabe Dios que ya tenía bastantes complicaciones! —¿Está seguro de que no la simplifica? —hizo notar Holmes—. Nada se averigua con quedarse mirando el anillo. ¿Qué es lo que hallaron en los bolsillos del muerto? —Lo tenemos todo aquí —dijo Gregson, apuntando con el índice a un revoltillo de objetos extendidos en uno de los últimos escalones del arranque de la escalera—. Un reloj de oro número noventa y siete mil ciento sesenta y tres, procedente de Barraud, de Londres. Una cadena albertina de oro, muy pesada y maciza. Anillo de oro con el emblema masónico. Alfiler de oro: la cabeza de un bulldog con rubíes por ojos. Tarjetero de piel de Rusia conteniendo tarjetas de Enoch J. Drebber, de Cleveland, que corresponde a las iniciales E. J. D. de la ropa interior. No hay monedero, pero sí dinero suelto hasta la suma de siete libras, trece chelines. Edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio, con el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, una dirigida a E. J. Drebber, y otra, a Joseph Stangerson. —¿Y a qué dirección? —Al American Exchange, Strand, de donde serían retiradas. Ambas proceden de la Compañía de Navegación Guión y hacen referencia a la fecha de salida de sus barcos desde Liverpool. Es evidente que este desdichado se hallaba a punto de regresar a Nueva York. —¿Han hecho ustedes alguna averiguación acerca del individuo Stangerson? —Me puse a ello en el acto —dijo Gregson—. Hice enviar anuncios a todos los periódicos, y uno de mis hombres ha marchado al American Exchange, sin que haya regresado todavía. —¿Preguntaron a Cleveland? —Esta mañana pusimos el telegrama. —¿Cómo lo redactó? —Me ceñí al relato de lo ocurrido, manifestando que agradeceríamos cualquier dato que pudiera servirnos de ayuda. —¿No pidió usted detalles de ningún punto que le pareciera decisivo? —Pedí informes acerca de Stangerson. —¿Nada más que eso? ¿No existe algún detalle sobre el que parece girar todo el caso? ¿No quiere usted volver a telegrafiar? —He dicho todo lo que tenía que decir —contestó Gregson con acento de hombre ofendido. Sherlock Holmes se rió por lo bajo, y ya parecía estar a punto de hacer alguna observación cuando Lestrade, que mientras nosotros manteníamos esta conversación en el vestíbulo había permanecido en la habitación delantera, reapareció en escena frotándose las manos con mucha prosopopeya y engreimiento. —Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de la mayor importancia y que habría pasado por alto si yo no hubiese examinado cuidadosamente las paredes. Le centelleaban los ojos al hombrecito y saltaba a la vista que sentía un júbilo oculto por haber podido anotarse un punto sobre su colega. —Vengan ustedes —dijo, y volvió a meterse apresuradamente en la habitación, en la que se respiraba una atmósfera más despejada desde que se habían llevado a su lívido inquilino—. Y ahora, colóquense aquí. Prendió un fósforo en su bota y lo levantó, arrimándolo a la pared. —¡Fíjense en esto! —exclamó, triunfante. He hecho ya notar que el papel se había desprendido en varios sitios. En el ángulo en cuestión se había despegado un trozo grande y había dejado un recuadro amarillo de tosco revoque. De parte a parte de esta superficie desnuda, alguien había garabateado, en letras rojas escritas con sangre, una sola palabra: RACHE —¿Qué opina usted de esto? —exclamó el detective con aires de empresario que exhibe su espectáculo—. Nadie reparó en ello porque este es el rincón más oscuro del cuarto y a nadie se le ocurrió mirar aquí. El asesino lo ha escrito con su propia sangre, sea hombre o mujer. ¡Vean este goterón que se ha escurrido pared abajo! Esto obliga a dejar de lado, en todo caso, la idea de un suicidio. ¿Por qué razón fue elegido este ángulo para escribir en él? Se lo voy a decir. Fíjense en la vela que hay encima de la repisa de la chimenea. Cuando esto se escribió, esa vela estaba encendida; y al estar encendida la vela, resultaba este rincón el mejor iluminado de toda la pared en lugar de ser el más oscuro. —¿Y qué alcance tiene esa palabra, una vez que usted la ha descubierto? —preguntó Gregson en tono despectivo. —¿Qué alcance tiene? Pues este: que quien la escribió iba a poner el nombre femenino Rachel, pero algo ocurrió antes de que él, o ella, tuviera tiempo de terminar la palabra. Fíjense bien en lo que digo: cuando se consiga poner en claro este caso se encontrarán con que algo tiene que ver en el mismo una mujer que se llama Rachel. Puede usted reírse, señor Holmes. Usted es muy inteligente y muy hábil; pero, en resumidas cuentas, el sabueso viejo es el mejor. —¡Le ruego me disculpe! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había encrespado el genio del hombrecillo—. Desde luego que usted se ha adjudicado el mérito de ser el primero de nosotros en descubrir esto que, según todas las señales y como usted dice, parece haber sido escrito por la otra persona que participó en el misterio de la pasada noche. Todavía no he tenido tiempo de examinar esta habitación; pero, con su permiso, procederé a realizarlo ahora. Al mismo tiempo que hablaba sacó de su bolsillo una cinta de medir y un gran cristal redondo de aumento. Provisto de estos dos accesorios recorrió, sin hacer ruido, de un lado a otro el cuarto, deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose con la cara pegada al suelo. Tan embebecido estaba en su tarea, que pareció haberse olvidado de nuestra presencia, porque no dejó en todo ese tiempo de chapurrar entre dientes consigo mismo, manteniendo un fuego graneado de exclamaciones, gemidos, silbidos y pequeños gritos, que daban la sensación de que él mismo se daba ánimos y esperanza. Mirándolo, me vino con fuerza irresistible al recuerdo la imagen de un perro zorrero de pura sangre y bien entrenado, que tan pronto se precipita hacia adelante como hacia atrás por el bosque abajo, lanzando ansiosos gruñidos hasta que descubre otra vez el rastro perdido. Continuó en su búsqueda por espacio de veinte minutos o más, midiendo con el mayor cuidado la distancia entre ciertas señales que eran completamente invisibles para mí, y aplicando algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y se lo guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento la palabra escrita en la pared, revisando cada una de las letras de la misma con la exactitud más minuciosa. Después de todo aquello, y dando muestras de estar satisfecho, volvió a guardarse la cinta de medir y la lente en su bolsillo. —Afirman que el genio es la capacidad infinita de tomarse molestias —comentó, sonriéndose—. Como definición, es muy mala, pero corresponde bien al trabajo detectivesco. Gregson y Lestrade habían contemplado los manejos de su compañero aficionado con mucha curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a dar importancia al hecho, que yo había empezado a comprobar, de que los más insignificantes actos de Sherlock Holmes tendían todos hacia una finalidad concreta y práctica. —¿Qué opinión se ha formado usted, señor? —le preguntaron los dos a una. —Si yo me jactase de ayudar a ustedes, los despojaría con ello del honor que les corresponde en la resolución de este caso —hizo notar mi amigo—. Lo llevan ustedes hasta ahora tan perfectamente, que sería una pena que interviniese nadie más —y al decir esto, el tono de su voz rezumaba sarcasmo—. Si ustedes quieren tenerme al corriente de la marcha de sus investigaciones, yo me sentiré muy dichoso de proporcionarles toda la ayuda que esté en mi mano —continuó—. Por el momento, desearía hablar con el guardia que descubrió el cadáver. ¿Pueden ustedes darme su nombre y dirección? Lestrade buscó en su cuaderno y dijo: —John Ranee. En este momento no está de servicio. Lo encontrará usted en el número 46, Audley Court, Kennington Park Gate. Holmes anotó la dirección y dijo: —Venga conmigo, doctor; iremos allí y daremos con él. Voy a decirles algo que quizá les sirva de ayuda en este caso —prosiguió, volviéndose hacia los dos detectives—. Aquí se ha cometido un asesinato, y el asesino fue un hombre. Ese hombre tiene más de seis pies de estatura, es joven, de pies pequeños para lo alto que es, calzaba botas toscas de puntera cuadrada y fumaba un cigarro de Trichinopoly. Llegó a este lugar con su víctima en un coche de cuatro ruedas, del que tiraba un caballo con tres herraduras viejas y una nueva en su pata derecha delantera. Hay grandes probabilidades de que el asesino fuese un hombre de cara rubicunda y de que tenía notablemente largas las uñas de los dedos de su mano derecha. Se trata únicamente de algunos datos, pero quizá les sean útiles a ustedes. Lestrade y Gregson se miraron con incrédula sonrisa. —Si este hombre fue asesinado, ¿cómo se realizó el hecho? —preguntó el primero. —Lo envenenaron —contestó Sherlock Holmes concisamente, y echó a andar—. Otra cosa más, Lestrade —agregó, dando media vuelta al llegar a la puerta—: Rache es una palabra alemana que significa castigo; de modo, pues, que no pierda tiempo buscando a la señorita Rachel. Y con este disparo, al estilo de los partos, se alejó, dejando a los dos rivales a sus espaldas con la boca abierta. CAPÍTULO 4 Lo que John Rance tenía que decir Era la una cuando abandonamos el número 3 de los Jardines de Lauriston. Sherlock Holmes me condujo a la oficina de telégrafos más próxima y desde ella envió un largo telegrama. Acto seguido llamó un coche de alquiler y dio orden al cochero de que nos llevase a la dirección que nos había dado Lestrade. —No hay nada como los datos obtenidos de primera mano —me hizo notar—. A decir verdad, ya tengo formada opinión completa sobre el caso; a pesar de ello, no está mal que sepamos todo lo que puede saberse. —Holmes —le dije yo—, me deja usted atónito. Con seguridad que usted no tiene la certeza que simula tener acerca de aquellos detalles que les dio. —No existe posibilidad de equivocación —contestó—. Lo primero en que me fijé al llegar allí fue que un coche había marcado dos surcos con sus ruedas cerca del bordillo de la acera. Ahora bien: hasta la pasada noche, y desde hacía una semana, no había llovido, de manera que las ruedas que dejaron una huella tan profunda necesariamente lo hicieron durante la noche. También descubrí las huellas de los cascos del caballo; el dibujo de una de ellas estaba marcado con mayor nitidez que el perfil de las otras tres, lo que era una indicación de que se trataba de una herradura nueva. Supuesto que el coche se encontraba allí después que empezó a llover y que no estuvo en ningún momento durante la mañana, en lo cual tengo la palabra de Gregson, se deduce de ello que no tuvo más remedio que estar allí durante la noche; por consiguiente, ese coche llevó a los dos individuos a la casa. —La cosa parece bastante sencilla —le dije yo—. Pero ¿qué hay acerca de la estatura del otro hombre? —Lo que hay es esto: en nueve casos de diez puede deducirse la estatura de un hombre por la longitud de sus pasos. Se trata de un cálculo bastante sencillo, aunque no tiene objeto el molestarle a usted con números. Yo pude ver la anchura de los pasos de este hombre tanto en la arcilla de fuera de la casa como en la capa de polvo del interior. Fuera de esto, dispuse de un medio de comprobar mi cálculo. Cuando una persona escribe en una pared, instintivamente lo hace a la altura, más o menos, de sus ojos. Pues bien: aquel escrito estaba a un poquito más de seis pies del suelo. Esto es un juego de niños. —¿Y lo relativo a su edad? —le pregunté. —Verá usted: cuando un hombre es capaz de dar pasos de cuatro pies y medio sin el menor esfuerzo, no es posible que haya entrado en la edad de la madurez y el agotamiento. De esa anchura era un charco que había en el camino del jardín y que ese hombre había, sin duda alguna, pasado de una zancada. Las botas de charol habían bordeado el charco, y las de puntera cuadrada habían pasado por encima. En todo esto no se encierra misterio alguno. Yo me limito a aplicar a la vida corriente algunas de las normas de observación y deducción que defendía en aquel artículo. ¿Hay alguna otra cosa que le intrigue? —Lo de las uñas de los dedos y el cigarro de Trichinopoly —apunté. —La escritura de la pared se hizo con el dedo índice empapado de sangre. Mi lente de aumento me permitió descubrir que al hacerlo había resultado el revoque ligeramente arañado, lo que no habría ocurrido si la uña de aquel hombre hubiese estado recortada. Recogí algunas cenizas esparcidas por el suelo. Eran de color negro y formando escamillas; es decir, se trataba de cenizas que solo deja un cigarro de Trichinopoly. He realizado un estudio especial sobre la ceniza de los cigarros. A decir verdad, tengo escrita una monografía acerca de este tema. Me envanezco de poder distinguir de una ojeada la ceniza de cualquier marca conocida de cigarros o de tabaco. Precisamente es en esta clase de detalles en lo que un detective hábil difiere del tipo de los Gregson y los Lestrade. —¿Y lo de la cara rubicunda? —pregunté. —¡Ah! Ese fue un tiro más audaz, aunque no me cabe duda de que estuve en lo cierto. En el estado actual del asunto no debe usted hacerme esa pregunta. Me pasé la mano por la frente e hice esta observación: —Mi cabeza es en este momento un torbellino; cuanto más piensa uno en ello, más misterioso resulta. ¿Cómo fue el entrar en una casa deshabitada aquellos dos hombres? ¡Si, en efecto, se trata de dos hombres! ¿Qué se ha hecho del cochero que los llevó en su coche? ¿Cómo un hombre pudo forzar al otro a que tomase veneno? ¿De dónde salió la sangre? ¿Qué se propuso el asesino, puesto que su finalidad no fue el robo? ¿Cómo se encontraba allí el anillo de mujer? Y, por encima de todo, ¿por qué tenía el segundo hombre que escribir la palabra alemana RACHE antes de largarse de allí? Confieso que no veo manera posible de coordinar estos hechos. Mi compañero se sonrió con muestras de aprobación y dijo: —Ha hecho usted un resumen de los puntos difíciles de la situación de una manera concisa y acertada. Queda todavía mucho que está oscuro, aunque yo sé a qué atenerme acerca de los hechos principales. Por lo que se refiere al descubrimiento de Lestrade, se trata simplemente de una añagaza para lanzar a la Policía por una pista equivocada, sugiriéndole que es cosa de socialistas y de organizaciones secretas. No lo hizo un alemán. Si usted se fijó, la A tenía cierto parecido con la letra impresa al estilo alemán. Ahora bien: un alemán auténtico, cuando escribe en tipo de imprenta, lo hace indefectiblemente en caracteres latinos, y por eso podemos afirmar sin temor a equivocarnos que ese letrero no fue escrito por un alemán, sino por un desmañado imitador que quiso hacerlo demasiado bien. Se trata simplemente de una artimaña para que las investigaciones se desvíen por camino equivocado. No voy a decirle a usted mucho más acerca de este caso, doctor. Ya sabe que el prestidigitador desmerece en cuanto explica su truco; si yo le muestro a usted una parte excesiva de mis métodos de trabajo, llegará a la conclusión de que, en fin de cuentas, soy un personaje corriente. —Jamás haré semejante cosa —le contesté—. Usted ha convertido el detectivismo en una cosa tan próxima a una ciencia exacta, que ya nadie podrá ir más allá. Mi compañero enrojeció de placer al escuchar mis palabras y el acento de seriedad con que las pronuncié. Yo tenía observado entonces que era un hombre tan sensible a la adulación en lo referente a los éxitos de su arte como podría serlo cualquier muchacha en lo referente a su belleza. —Le diré otra cosa —me dijo—. El de las botas de charol y el de las punteras cuadradas llegaron en el mismo coche de alquiler y avanzaron por el sendero juntos de la manera más amistosa, agarrados del brazo con toda posibilidad. Una vez dentro se pasearon por la habitación; mejor dicho, el de las botas de charol permaneció en un lugar mientras el de las punteras cuadradas iba y venía por el cuarto. Todo esto lo pude leer en la capa de polvo, y pude leer también que a medida que se paseaba iba también excitándose más y más. Esto se deduce de que sus zancadas eran cada vez más largas. Sin duda que en todo ese tiempo no dejó de hablar y se fue acalorando hasta ponerse furioso. Entonces tuvo lugar la tragedia. Le he contado todo lo que en este momento sé, porque lo demás son simples hipótesis y conjeturas. Disponemos de una buena base de trabajo como punto de arranque, a pesar de todo. Tenemos que darnos prisa, porque deseo asistir al concierto del Halle para oír esta tarde a Norman Neruda. Esta conversación se había desarrollado mientras nuestro coche de alquiler avanzaba por una larga sucesión de calles sucias y de monótonos caminos de segundo orden. En la más sucia y monótona de todas, nuestro cochero se detuvo de pronto y dijo, señalando con el dedo una estrecha abertura en la línea de ladrillo mortecino: —Ahí dentro está la Audley Court. Aquí me encontrarán ustedes cuando vuelvan. Audley Court no era un lugar atrayente. El estrecho pasillo nos llevó a un espacio cuadrangular enlosado y en el que formaban recuadro sórdidos edificios. Nos abrimos paso entre grupos de niños desaseados y ropas descoloridas puestas a secar, hasta que llegamos al número 46; la puerta de este ostentaba una pequeña chapa de bronce en la que estaba grabado el apellido Ranee. Preguntamos; se nos dijo que el guardia estaba acostado, y se nos hizo pasar a una salita de la parte delantera para que le esperásemos allí. Se presentó poco después y parecía algo irritado porque le hubiésemos estropeado el sueño, y dijo: —He presentado ya mi informe en la oficina. Holmes sacó del bolsillo medio soberano, y se puso a juguetear con la moneda como si estuviera meditando, y dijo: —Pensamos que nos agradaría escucharlo todo de boca de usted. —Tendré muchísimo gusto en contarles todo cuanto pueda —respondió el guardia sin apartar los ojos del pequeño disco de oro. —Bien; cuéntenoslo todo a su manera y tal como ocurrió. Ranee tomó asiento en el sofá de crin y contrajo el ceño, como hombre resuelto a no omitir nada en su relato. —Se lo contaré desde el principio —dijo—. Mis horas de servicio son de diez de la noche a seis de la mañana. A las once hubo una trifulca en El Ciervo Blanco; fuera de eso, todo seguía tranquilo durante mi ronda. A la una de la mañana empezó a llover, y me encontré con Harry Murcher, el que tiene la ronda de Holland Grove, y permanecimos juntos en la esquina de Henrietta Street charlando. Luego…, serían quizá las dos o un poco más tarde…, se me ocurrió dar una vuelta y ver si no ocurría nada por la carretera de Brixton. Aquello estaba muy sucio y solitario. No tropecé con alma viviente en mi camino de ida, aunque pasaron por mi lado uno o dos coches de alquiler. Iba yo caminando despacio, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo espléndidamente que me habría venido un vaso de ginebra de los de a cuatro, cuando descubrí de pronto brillo de luz en la ventana de la casa en cuestión. Ahora bien: yo sabía que esas dos casas de los Jardines de Lauriston estaban deshabitadas, porque el dueño se empeña en no arreglar los desagües, siendo así que el último de los inquilinos que vivió en una de las casas había muerto de fiebres tifoideas. De ahí que al ver luz en la ventana me quedé de una pieza y sospeché que algo malo ocurría. Cuando llegué a la puerta… —Usted se detuvo y regresó a la puerta de entrada del jardín —le interrumpió mi compañero—. ¿Por qué obró usted así? Ranee sufrió un violento sobresalto y se quedó mirando fijamente a Sherlock Holmes con expresión de máximo asombro en sus facciones. —Pues sí, señor; eso es verdad —dijo—. Dios solo sabe cómo se ha enterado usted de semejante cosa. Pues verá: cuando llegué a la puerta de la casa se hallaba todo tan en silencio y en tal soledad, que pensé que no vendría mal que alguien me acompañase. A mí no me asusta nada del lado de acá de la tumba, pero pensé que quizá el inquilino que murió de tifoideas pudiera andar realizando una inspección en los desagües que habían causado su muerte. Me dio como un vuelco el corazón ante semejante idea y retrocedí hasta la puerta del jardín por si distinguía desde allí la linterna de Murcher; pero no se veía por allí ni a él ni a nadie. —¿No andaba nadie por la calle? —No había alma viviente, señor; ni siquiera un perro. Hice de tripas corazón, volví sobre mis pasos y abrí la puerta, empujándola. Todo era silencio en el interior, y entré en la habitación en que brillaba la luz. En la repisa de la chimenea ardía, vacilante, una vela de cera encarnada, y a la luz de la misma vi… —Sí, sabemos ya todo lo que usted vio. Se paseó usted varias veces por la habitación, se arrodilló junto al cadáver, después cruzó y trató de abrir la puerta de la cocina, y después… John Ranee se puso en pie de un salto, con cara asustada y mirada recelosa, y exclamó: —¿Dónde estaba usted escondido, que vio todo eso? Me está dando la impresión de que usted sabe muchas más cosas de las que debiera. Holmes se echó a reír y tiró su tarjeta al guardia desde el otro lado de la mesa diciendo: —No vaya usted a detenerme por el asesinato. Soy uno de los sabuesos y no el lobo; el señor Gregson y el señor Lestrade responderán de ello. Prosiga, pues. ¿Qué hizo usted luego? Rance volvió a sentarse, sin perder, sin embargo, su expresión de azaramiento. —Retrocedí hasta la puerta del jardín e hice sonar mi silbato. Eso trajo hasta allí a Murcher y a dos más. —¿Y no había entonces nadie más en la calle? —Le diré: no había nadie que pudiera servir para algo. —¿Qué quiere decir con eso? La cara del guardia se dilató con una sonrisa, y dijo: —Llevo vistos muchos borrachos en mi vida, pero ninguno tan perdidamente bebido como el fulano aquel. Cuando salí de la casa estaba apoyado en la verja, cantando a pleno pulmón yo no sé qué de una «Bandera Colombina Nueva de Barras» o algo por el estilo. No se tenía en pie; de modo que mucho menos podía prestar ayuda. —¿Cómo era ese individuo? —preguntó Sherlock Holmes. Esta digresión pareció irritar algo a John Ranee, y dijo: —Era un tipo de borracho fuera de lo corriente, y, si no hubiéramos estado tan ocupados, a estas horas se encontraría en la comisaría. —Pero su cara, su ropa…; ¿no se fijó usted en eso? —le interrumpió Holmes con impaciencia. —¿Cómo no iba a fijarme si tuve que sostenerlo para que no se cayese? Sí; lo sostuvimos entre Murcher y yo. Era un individuo alto, de cara rubicunda, con la parte inferior de la misma embozada en… —No hace falta que diga más —exclamó Holmes—. ¿Y qué fue de él? —Teníamos trabajo suficiente sin preocuparnos de él —respondió el guardia con voz apesadumbrada—. Apostaría a que supo llegar perfectamente a su casa. —¿Cómo iba vestido? —Con un gabán color marrón. —¿Empuñaba en la mano un látigo? —¿Un látigo?… Pues no. —Debió de venir sin él —masculló mi compañero—. Y, después de eso, ¿no vio ni oyó pasar un coche de alquiler? —No. —Aquí tiene usted medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en pie y agarrando el sombrero—. Me temo, Ranee, que nunca ascenderá usted en el Cuerpo al que pertenece. Esa cabeza suya debería servirle para algo útil y no solo de adorno. Anoche pudo ganarse los galones de sargento. El hombre que usted tuvo entre sus manos tiene la clave de este misterio y es el que buscamos. No es este el momento de discutir sobre ello, pero le aseguro que es así. Vamos, doctor. Salimos juntos en busca de nuestro coche, dejando a nuestro informador poseído de incredulidad, pero evidentemente desasosegado. —¡Habráse visto estúpido semejante! —dijo Holmes con aspereza cuando íbamos en el coche camino de nuestras habitaciones—. ¡Pensar que tuvo una suerte tan incomparable y que no la aprovechó! —Sigo estando bastante a oscuras. Es cierto que la descripción de este individuo encaja con justeza en la idea que usted se formó del segundo personaje de este misterio. Pero ¿por qué tenía que regresar a la casa después de haberse ausentado de ella? Los criminales no acostumbran a obrar así. —¡Por el anillo, hombre, por el anillo! Por eso volvió. Si no tuviésemos otros medios de echarle el guante, siempre podremos poner de cebo en nuestra caña el anillo. Lo atraparé, doctor. Le apuesto dos a uno a que me hago con él. Y a usted le tengo que dar las gracias por todo. De no haber sido por usted, quizá yo no habría ido, con lo cual me habría perdido el mejor tema de estudio con que hasta ahora he tropezado: un estudio en escarlata, ¿eh? ¿Por qué no hemos de emplear un poco el argot artístico? Nos encontramos con el hilo rojo del asesinato enzarzado en la madeja incolora de la vida, y nuestro deber consiste en desenmarañarlo, aislarlo y poner a la vista hasta la última pulgada. Y ahora vamos a almorzar, y después, a oír a Norman Neruda. La ejecución y el golpe de arco de esta mujer son maravillosos. ¿Cómo se titula esa piececita de Chopin que toca de manera tan magnífica? Tra-la-la-lira-lira-lay. Y aquel sabueso aficionado, arrellanado dentro del coche, siguió lanzando gorgoritos, igual que una alondra, mientras yo meditaba sobre las muchas facetas del alma humana. CAPÍTULO 5 Nuestro anuncio nos trae una visita Nuestras actividades de la mañana habían resultado excesivas para mi debilidad física, y por la tarde me encontré completamente agotado. Después de que Holmes se marchara al concierto, yo me tumbé en el sofá y procuré conseguir un par de horas de sueño. Vano intento. Mi cerebro se había excitado en exceso con todo cuanto había ocurrido, y bullían en su interior las más extrañas conjeturas y fantasías. En cuanto cerraba mis ojos veía ante mí el rostro contorsionado y de rasgos parecidos al babuino del hombre asesinado. Había sido tan siniestra la impresión que me produjo aquella cara, que me resultaba dificultoso apartar de mí cierto sentimiento de gratitud hacia el hombre que arrancó del mundo al dueño de la misma. Si hubo rasgos humanos que pregonaban vicios de la clase más dañina, esos rasgos eran, sin duda, los de Enoch J. Drebber, de Cleveland. Sin embargo, yo reconocía que era preciso hacer justicia y que la depravación de la víctima no equivalía a una condenación a los ojos de la ley. Cuanto más pensaba yo en todo eso, más extraordinaria me parecía la hipótesis, hecha por mi compañero, de que aquel hombre había sido envenenado. Ahora recordaba que le oliscó los labios y no me cabía duda de que había descubierto algo que hizo nacer esa idea. Además, si no era el veneno, ¿qué otra cosa fue la causa que le produjo la muerte, supuesto que no existían heridas ni señales de estrangulación? Por otro lado, ¿a quién pertenecía la sangre que formaba tan espesa capa en el suelo? No existían señales de lucha, ni la víctima llevaba arma alguna con la que hubiese podido herir a un antagonista. Yo tenía la sensación de que no me sería fácil a mí, ni tampoco a Holmes, conciliar el sueño mientras no estuviesen resueltos todos estos interrogantes. La actitud tranquila y segura de sí mismo de Holmes me convenció de que él se había formado ya una teoría que explicaba todos los hechos, aunque yo no podía ni por un instante conjeturar cuál era esa teoría. Regresó muy tarde; tan tarde, que comprendí que el concierto no había podido retenerlo todo el tiempo. —Estuvo espléndido —dijo al tomar asiento—. ¿Recuerda usted lo que afirma Darwin sobre la música? Sostiene que la capacidad de producirla y de apreciarla existió en la raza humana mucho antes de que esta alcanzase la facultad de la palabra. Quizá sea esta la razón de que influya en nosotros de una manera tan sutil. Existen en nuestras almas confusos recuerdos de aquellos siglos nebulosos en que el mundo se hallaba en su niñez. —Esa es una idea de bastante amplitud —hice notar yo. —Nuestras ideas deben ser tan amplias como la Naturaleza si aspiran a interpretarla —me contestó—. ¿Qué le ocurre? No parece usted el mismo. Este asunto de la carretera de Brixton lo ha trastornado a usted. —A decir verdad, sí —le dije—; después de lo que pasé en Afganistán debería estar endurecido ante cualquier acontecimiento. Allí contemplé, sin que mis nervios se alterasen, cómo mis camaradas eran acuchillados en Maiwand. —Lo comprendo. Este de ahora se halla envuelto en un misterio que actúa como estimulante de la imaginación; donde la imaginación está ausente no hay horror posible. ¿Ha leído usted el periódico de la noche? —No. —Trae un relato bastante correcto del asunto. Lo que no menciona es el hecho de la caída al suelo del anillo de compromiso cuando levantaron el cadáver. Casi es mejor que no lo haya mencionado. —¿Por qué? —Fíjese en este anuncio —me contestó—. Esta mañana, inmediatamente después de nuestro asunto, envié uno a cada periódico. Me echó el periódico por encima de la mesa, y yo miré el sitio que me indicaba. Era el primero de los anuncios que aparecían en la columna de Hallazgos: «Esta mañana —decía el anuncio—, en la carretera de Brixton, fue encontrado un anillo en medio de la calzada, entre la taberna de El Ciervo Blanco y Holland Grove. Dirigirse al doctor Watson, 221 B, Baker Street, entre las ocho y las nueve de esta tarde». —Disculpe que me haya servido de su nombre —me dijo—. Si hubiese empleado el mío propio, alguno de estos badulaques se habría fijado y pretendido entremeterse en el negocio. —Está muy bien —le contesté—. Pero, suponiendo que venga alguien, yo no tengo el anillo. —Sí que lo tiene usted —me dijo, entregándome uno—. Este servirá muy bien para el caso. Es casi un facsímil. —¿Y quién espera usted que responda a este anuncio? —¿Quién va a ser sino el hombre del gabán marrón, nuestro rubicundo amigo, el de las punteras cuadradas? Caso de no venir él mismo, enviará a un cómplice. —¿No le parecerá demasiado peligroso? —En manera alguna. Si la idea que me he forjado del caso es correcta (y tengo toda la razón del mundo para creer que lo es), el hombre en cuestión arriesgará cualquier cosa antes que perder el anillo. En mi opinión, se le cayó cuando se inclinó sobre el cadáver de Drebber, y no notó su falta en ese momento. Descubrió la pérdida cuando se había marchado ya de la casa, y regresó a toda prisa; pero se encontró con que estaba actuando la Policía, debido al disparate cometido por él al dejar la vela encendida. Tuvo que simular que estaba borracho a fin de alejar las sospechas que quizá hubiera podido despertar su aparición en la puerta del jardín. Póngase usted ahora en el lugar de ese hombre. Meditando en lo ocurrido, habrá pensado que es posible que hubiese perdido el anillo en la carretera después de abandonar la casa. ¿Qué hará en ese caso? Repasará con ansiedad los periódicos de la tarde con la esperanza de verlo anunciado entre los hallazgos. Como es natural, leerá este. Y se alegrará de forma extraordinaria. ¿Por qué ha de temer que sea una trampa? A sus ojos no hay razón para que el hallazgo del anillo sea relacionado con el asesinato. Quizá venga. Vendrá. Verá usted a ese hombre antes de una hora. —¿Y después? —le pregunté. —¡Oh! Puede usted dejar que yo me las entienda luego con él. ¿Dispone usted de algún arma? —Dispongo de mi viejo revólver del ejército y de algunos cartuchos. —Lo mejor que puede hacer es limpiarlo y cargarlo. Nos encontraremos con un desesperado, y, aunque le capturaré por sorpresa, no está de más que nos preparemos para todo. Me dirigí a mi dormitorio y seguí su consejo. Cuando regresé con el arma, la mesa había quedado limpia y Holmes se hallaba entregado a su ocupación favorita de rascar el violín. —La intriga se complica —me dijo cuando entraba—. Acabo de recibir contestación al telegrama que envié a Norteamérica. Mi punto de vista acerca del caso es correcto. —¿Y en qué consiste? —pregunté con ansiedad. —Mi violín ganaría poniéndole cuerdas nuevas —comentó Holmes—. Métase el arma en el bolsillo. Cuando llegue ese individuo, háblele como si tal cosa. Deje que yo haga lo demás. No le asuste mirándole con excesiva dureza. —Son ahora las ocho —dije, consultando mi reloj. —Sí; es probable que lo tengamos aquí dentro de unos minutos. Abra un poco la puerta. Así está bien. Ahora coloque la llave por la parte de dentro. Gracias. He aquí una rareza del libro antiguo que encontré ayer en el puesto de libros de lance. De iure Ínter gentes, publicado en latín, en Lieja, Países Bajos, el año 1642. La cabeza del rey Carlos estaba todavía segura sobre sus hombros cuando salió este pequeño volumen de lomo marrón. —¿Quién lo imprimió? —Philippe de Croy, quienquiera que él sea. En la guarda, escrito con tinta muy borrosa, se lee: «Ex libris Gullelmi Whyte». ¿Quién sería este William Whyte? Me imagino que algún hombre de leyes pragmático del siglo XVII. Su letra tiene características de ambiente legalista. Me parece que ya tenemos ahí a nuestro hombre. Mientras Holmes hablaba resonó vivamente la campanilla. Se puso en pie sin hacer ruido y trasladó su silla hacia la puerta. Oímos cómo la criada cruzaba el vestíbulo y el golpe seco del picaporte al abrirlo ella. —¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó alguien con voz clara pero áspera. No pudimos oír la contestación de la criada, pero la puerta se cerró y ese alguien empezó a subir por las escaleras. El ruido era de pasos inseguros y de pies que se arrastraban. El rostro de mi amigo dejó ver una expresión de sorpresa al escuchar aquello. Los pasos fueron aproximándose lentamente por el pasillo y se oyó un golpecito de unos nudillos en la puerta. —Adelante —exclamé. Respondiendo a mi invitación, y en lugar del hombre violento que esperábamos, entró renqueando en el cuarto una mujer muy anciana y arrugada. Pareció quedar deslumbrada por el repentino resplandor de la luz, y después de doblar la rodilla en una cortesía se quedó mirándonos con ojos parpadeantes y cegatos, mientras sus dedos temblones y nerviosos tanteaban dentro de su bolsillo. Miré a mi compañero; su cara había tomado tal expresión de desconsuelo, que me vi y me deseé para mantener mi seriedad. El vejestorio aquel sacó un periódico de la noche, señaló con el dedo nuestro anuncio y dijo al mismo tiempo que doblaba otra vez la rodilla saludando: —Mis buenos caballeros, esto es lo que me ha traído aquí: un anillo de boda en la carretera de Brixton. Es de mi hija Sally, que se casó hace un año, y su marido está de camarero a bordo de uno de los barcos de la Union, y yo no quiero ni pensar en lo que él dirá cuando regrese y se encuentre con que ella no tiene el anillo, porque es bastante irascible cuando está de buenas y muchísimo cuando está bebido. Para que ustedes lo sepan, ella se fue anoche al circo en compañía de… —¿Es este el anillo de su hija? —le pregunté. —¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó la anciana—. ¡Qué alegría va a tener Sally esta noche! Ese es el anillo. —¿Y dónde vive usted? —le pregunté, echando mano a un lápiz. —En el 13 de Duncan Street, Houndsditch, que es mucho camino desde aquí. —Entre la carretera de Brixton y Houndsditch no hay ningún circo —dijo secamente Sherlock Holmes. La vieja se dio media vuelta y miró vivamente a Holmes con sus ojillos bordeados de rojo, y contestó: —Este caballero me preguntó que dónde vivía yo. Sally ocupa habitaciones amuebladas en el 3 de Mayfield Place, Peckham. —Y usted se llama… —Mi apellido es Sawyer; el de ella, Dennis, porque Tom Dennis se casó con ella, y es un mozo listo y limpio, todo hay que decirlo; mientras está navegando, no hay en la compañía otro tan considerado como él; pero cuando está en tierra, entre las mujeres y los establecimientos de bebidas… —Aquí tiene usted su anillo, señora Sawyer —la interrumpí, obedeciendo a una señal de mi compañero—. No hay duda de que le pertenece a su hija, y yo me alegro de poder devolvérselo a su verdadero dueño. Mascullando bendiciones y protestas de agradecimiento, la arrugada vieja se lo guardó en el bolsillo y se alejó, arrastrando los pies, escaleras abajo. En el instante mismo en que ella salió del cuarto, Sherlock Holmes se puso vivamente en pie y corrió a su dormitorio. A los pocos segundos volvió, embozado en un abrigo largo y amplio y en una bufanda. —Voy tras ella —me dijo apresuradamente—. Debe de ser una cómplice, y me conducirá hasta él. Espéreme levantado. Apenas la puerta del vestíbulo se había cerrado de golpe a espaldas de nuestra visitante cuando ya Holmes había bajado la escalera. Me puse a mirar por la ventana y vi que la vieja caminaba poquito a poco por la acera de enfrente y que su perseguidor la iba siguiendo a poca distancia. Pensé para mis adentros: «O falla toda su teoría o, de lo contrario, va a meterse ahora hasta el corazón de este misterio». Ninguna falta hacía que me pidiese que le esperase levantado, porque yo tenía conciencia de que me sería imposible conciliar el sueño hasta saber el resultado de su aventura. Cuando mi compañero salió serían muy cerca de las nueve. Yo no tenía idea del tiempo que podría estar ausente, pero me senté y me puse a fumar impasiblemente en mi pipa y a curiosear en las páginas de la obra de Henri Murger Vie de Bohéme. Dieron las diez, y escuché los pasos menudos de la doncella, que iba a acostarse. Las once, y se oyeron los pasos más solemnes de la dueña de la casa, que cruzó por delante de mi puerta llevando idéntica dirección. Serían muy cerca de las doce cuando oí el ruido seco de la llave del picaporte de mi compañero. En el instante mismo de entrar él vi en su cara que no había tenido éxito. El pesar y el buen humor parecían forcejear dentro de él por imponerse el uno al otro, hasta que este último sentimiento se sobrepuso, y Holmes rompió a reír cordialmente. —Por nada del mundo querría que los de Scotland Yard se enterasen —exclamó, dejándose caer en un sillón—. Tanto me he mofado de ellos, que estarían dándome la matraca con esto de ahora toda mi vida. Yo puedo permitirme este acceso de risa, porque sé que a la larga los he de igualar. —¿De qué se trata, pues? —pregunté. —¡Oh! Nada me importa contar un episodio que me es adverso. Esa individua caminó un corto trecho y empezó a renquear, con toda clase de síntomas de que le dolían los pies. Luego se detuvo, y llamó un coche de cuatro ruedas que pasaba por allí. Yo me las compuse para encontrarme cerca de ella a fin de oírle qué dirección daría; pero no hacía falta que me preocupase tanto, porque la vieja dio la dirección en voz tan alta como para que la oyesen desde la otra acera: «Lléveme al número 13 de Duncan Street, Houndsditch», gritó. Yo pensé que aquello empezaba a parecer verdad y, viéndola ya dentro del coche, me colgué en la puerta trasera del mismo. Es esta una habilidad en la que todo detective debiera especializarse. Pues bien: allá nos fuimos traqueteando en el coche, sin que el cochero tirase de la rienda ni un solo momento hasta que llegamos a la calle en cuestión. Salté de mi sitio antes que se detuviese delante de la puerta, y seguí caminando despacio por la calle, despreocupado y como quien nada tiene que hacer. Vi detenerse el coche. El cochero saltó a tierra, y le vi abrir la portezuela y permanecer a la expectativa. Pero nadie salía del interior. Cuando llegué a donde él estaba, el cochero, fuera de sí, palpaba en el interior del coche vacío, desfogándose con la más hermosa selección de tacos que he escuchado en mi vida. No había rastro ni señal de su viajera, y sospecho que ha de pasar bastante tiempo antes de que consiga cobrar el importe de su viaje. Al preguntar en el número trece, nos encontramos con que la casa pertenecía a un respetable industrial de papeles pintados, de apellido Keswick, y que jamás habían oído hablar allí de ninguna persona de los apellidos Sawyer o Dennis. —No me querrá usted decir —exclamé, lleno de asombro— que aquella vieja de caminar inseguro fue capaz de saltar del coche en plena marcha sin que ni siquiera el cochero la viese. —¡Al diablo lo de vieja! —exclamó Sherlock Holmes vivamente—. Nosotros sí que hicimos el papel de viejas dejándonos engatusar de ese modo. Se trata con seguridad de un hombre joven, y, además de joven, emprendedor, sin contar con que es un actor incomparable. Su caracterización era inimitable. Se dio cuenta, sin duda, de que lo seguía, y se valió de ese medio para darme esquinazo. Esto nos demuestra que el hombre que perseguimos no se encuentra tan aislado como yo me lo imaginé y que tiene amigos que están dispuestos a arriesgar algo por él. Bueno, doctor; usted parece agotado. Siga mi consejo y acuéstese. Desde luego que yo me sentía fatigadísimo, de modo que seguí su indicación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en brasas; ya muy avanzada la noche pude escuchar el gemir melancólico y apagado de su violín, indicio de que seguía meditando sobre el extraordinario problema cuya aclaración se había propuesto. CAPÍTULO 6 Tobías Gregson da una prueba de lo que es capaz Los periódicos del día siguiente venían llenos de noticias de lo que ellos calificaban de El misterio de Brixton. Todos traían un largo relato del suceso, y algunos insertaban, además, artículos editoriales sobre el mismo. Encontré en ellos algunos datos que me resultaron nuevos. Tengo todavía en mi libro de recortes una abundante cantidad de fragmentos y de extractos relativos al caso. He aquí un resumen condensado de los mismos: El Daily Telegraph hacía notar que pocas veces se había dado en la historia del crimen una tragedia de características tan extrañas. El apellido alemán de la víctima, la ausencia de todo otro móvil y la siniestra inscripción en la pared, todo, en suma, lo señalaba como obra de refugiados políticos y de revolucionarios. Las organizaciones socialistas tenían en Norteamérica muchas ramas, y el difunto había, sin duda, infringido sus leyes no escritas, siendo por ello perseguido a muerte. Después de aludir a la ligera al Vehmgericht, al acqua tofana, a los Carbonarios, a la marquesa de Brinvilliers, a la teoría darwiniana, a los principios de Malthus y a los asesinos de la carretera de Ratcliff, terminaba el artículo poniendo en guardia al Gobierno y solicitando una vigilancia más estrecha sobre los extranjeros residentes en Inglaterra. El Standard comentaba el hecho de que esta clase de crímenes era cosa corriente bajo los gobiernos liberales. Se producían como consecuencia del desasosiego reinante en el ánimo de las masas y por el debilitamiento consiguiente de toda autoridad. El muerto era un caballero norteamericano que había residido por espacio de algunas semanas en la metrópoli. Se había hospedado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. Lo acompañaba en sus viajes su secretario particular, el señor Joseph Stangerson. Los dos se despidieron de la dueña de la casa el martes día 4 del corriente, y marcharon a la estación de Euston con el propósito manifiesto de tomar el expreso de Liverpool. Fueron vistos más tarde juntos en el andén. Nada más se sabe de los mismos hasta que, según se ha relatado, se encontró el cadáver del señor Drebber en una casa deshabitada de la carretera de Brixton, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo fue el ir allí y de qué manera encontró la muerte son cuestiones que se hallan todavía envueltas en el misterio. Nada se sabe de las andanzas de Stangerson. Nos complace que el señor Lestrade y el señor Gregson, de Scotland Yard, hayan concentrado sus actividades en este caso, y se predice confiadamente que estos funcionarios, tan bien conocidos, harán pronto luz en el suceso. El Daily News hacía notar que no cabía la menor duda de que se trataba de un crimen político. El despotismo y el odio a lo liberal de que se hallaban animados los gobiernos continentales habían empujado a nuestras costas una cantidad de hombres que pudieran haberse convertido en excelentes ciudadanos si no viviesen amargados por el recuerdo de todo cuanto habían sufrido. Rige entre esta clase de personas un severo código del honor, pagándose con la muerte cualquier quebrantamiento del mismo. Es preciso realizar los mayores esfuerzos para dar con el paradero del secretario, Stangerson, y para averiguar algunos detalles relativos a las costumbres del muerto. Se ha dado ya un gran paso gracias a haberse descubierto la dirección de la casa en que había estado alojado, y este éxito se debía por completo a la agudeza y a la energía del señor Gregson, de Scotland Yard. Sherlock Holmes y yo leímos todas estas noticias juntos a la hora del desayuno, y mi compañero pareció extraordinariamente divertido con su lectura. —Ya le dije que, ocurriese lo que ocurriese, era seguro que Lestrade y Gregson se anotarían sus buenos tantos. —Eso depende del resultado final. —El resultado final no tiene ninguna importancia en esto, bendito de Dios. Si se atrapa al hombre, eso habrá ocurrido gracias a sus esfuerzos; si se nos escapa, eso habrá ocurrido a pesar de todos sus esfuerzos. Si sale cara, gano yo, y si sale cruz, pierde usted. Hagan lo que hagan, tendrán partidarios. Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire. —¿Qué diablos es eso? —exclamé, porque en ese mismo instante nos llegó desde el vestíbulo y desde las escaleras el ruido precipitado de muchos pasos, acompañado de expresiones ruidosas de disgusto por parte de nuestra patrona. —Es la división de Baker Street del cuerpo de detectives de la Policía —dijo muy serio mi compañero. Aún no había acabado de hablar cuando se precipitaron en nuestro cuarto media docena de muchachos vagabundos, de los más desaseados y harapientos que hasta entonces habían visto mis ojos. —¡Atención! —gritó Holmes con voz aguda, y los seis sucios pilluelos formaron en línea, como otras tantas estatuillas indecorosas—. En adelante me enviaréis a Wiggins solo para que venga a informarme de lo que haya, y los demás tendréis que quedaros en la calle. ¿Lo habéis averiguado ya, Wiggins? —No, señor; todavía no —contestó uno de los muchachos. —Tampoco me lo esperaba. Seguid con la tarea hasta que lo averigüéis. He aquí vuestro jornal —Holmes dio a cada uno un chelín—. Y ahora, largo de aquí, y ya veremos si la próxima vez me traéis mejores noticias. Los despidió con un movimiento de la mano, y echaron a correr escaleras abajo como ratas; un instante después oíamos sus voces chillonas en la calle. —De cualquiera de estos pequeños mendigos se puede conseguir una suma de trabajo superior al que rinde una docena de hombres de las fuerzas de Policía —hizo notar Holmes—. La sola presencia de una persona con aspecto de funcionario basta para sellar la boca a cualquiera. Sin embargo, estos mozalbetes se meten por todas partes y lo escuchan todo. Son como linces; lo único que les hace falta es tener organización. —¿Y los va a emplear usted en este caso de la carretera de Brixton? —le pregunté. —Sí; hay un detalle que deseo conocer. Es simplemente cuestión de tiempo. ¡Hola! ¡Ahora sí que nos vamos a enterar de ciertas cosas que supondrán un castigo! Por ahí viene Gregson, con una expresión beatífica retratada en todos los rasgos de su cara. Me consta que viene a visitarnos. ¡Sí, ya se detiene! ¡Ahí está! Resonó un violento campanillazo, y pocos segundos después el detective de cabellos rubios subía por las escaleras, saltándolas de tres en tres escalones, hasta que irrumpió en nuestro cuarto de estar. —¡Felicíteme, querido compañero! —exclamó dando apretones a la mano insensible de Holmes—. He dejado todo el asunto tan claro como la luz del día. El expresivo rostro de mi compañero pareció cubrirse con un velo de ansiedad, y preguntó: —¿De modo que ya está usted en la verdadera pista? —¡En la verdadera pista! ¡Pero, señor mío, si ya tenemos a nuestro hombre bajo candado y cerradura! —¿Y cómo se llama? —Arthur Charpentier, subteniente de las fuerzas navales de Su Majestad —exclamó Gregson, frotándose con gran prosopopeya sus manos regordetas y enarcando el pecho. Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio y se relajó con una sonrisa. —Tome asiento y pruebe uno de estos cigarros —dijo—. Estamos impacientes por saber cómo se las ha arreglado usted. ¿Quiere tomar un whisky con agua? —No tengo inconveniente —contestó el detective—. Los tremendos esfuerzos por los que he pasado en los últimos dos días me han dejado exhausto. No se trata, como comprenderán ustedes, de los esfuerzos físicos tanto como de la tensión cerebral. Usted, señor Holmes, se dará cuenta de ello, porque tanto usted como yo trabajamos con el cerebro. —Me honra usted mucho —contestó Holmes con gran seriedad—. Y ahora, oigamos de qué manera llegó usted a tan satisfactorio resultado. El detective tomó asiento en el sillón y empezó a dar caladas, complacido, a su cigarro. De pronto, y en el paroxismo del placer, se dio una palmada en el muslo, exclamando: —Lo más divertido del caso es que ese tonto de Lestrade, que se cree tan listo, se ha lanzado por una pista completamente equivocada. Anda a la búsqueda del secretario Stangerson, que tiene tanta relación con el crimen como un niño que no ha nacido todavía. No me cabe duda de que ya le habrá echado el guante. Esa idea cosquilleó de tal manera a Gregson, que rompió a reír hasta que casi se ahogaba. —¿Y cómo se las arregló usted para acertar con la clave? —Escuche, se lo voy a contar todo. Claro está, doctor Watson, que esto ha de quedar estrictamente entre nosotros. La primera dificultad con que tuvimos que luchar fue la de descubrir sus antecedentes en Norteamérica. Yo bien sé que hay personas que habrían esperado a que les llegase contestación a sus anuncios o a que los interesados se presentasen a proporcionar voluntariamente información. Esa no es la manera de trabajar que tiene Tobías Gregson. ¿Recuerda usted el sombrero que encontramos junto al cadáver? —Sí —dijo Holmes—. Era de John Underwood e hijos, Camberwell Road, 129. Gregson pareció de pronto alicaído, y dijo: —No creía que se hubiese fijado usted en ello. ¿Estuvo en esa dirección? —No. —¡Ah! —exclamó Gregson con voz de alivio—. Nunca hay que desdeñar las posibilidades, por pequeñas que parezcan. —Nada es pequeño para una inteligencia grande —sentenció Holmes. —Pues bien: me presenté en la casa Underwood y pregunté a este señor si había vendido un sombrero de tal medida y de tales características. Revisó todos sus libros y dio en el acto con él. Había enviado el sombrero a un tal señor Drebber, que se alojaba en la pensión Charpentier, en Torquay Terrace. Así conseguí la dirección del muerto. —¡Ingenioso, sumamente ingenioso! —murmuró Sherlock Holmes. —Acto seguido fui a visitar a madame Charpentier —prosiguió el detective—. La hallé muy pálida y afligida. Se hallaba presente también su hija, muchacha de una belleza extraordinaria; además, tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios mientras yo le hablaba. No se me escapó ese detalle. Empecé a pensar que había gato encerrado. Usted, señor Holmes, conoce ya esa sensación que uno experimenta cuando se ha dado con la pista exacta: es como un estremecimiento nervioso. «¿Se ha enterado usted de la muerte misteriosa del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland, al que ha tenido en su pensión últimamente?», le pregunté. La madre asintió con la cabeza. Parecía incapaz de pronunciar una palabra. La hija rompió a llorar. Yo tuve más que nunca la sensación de que aquella gente sabía algo del asunto. «¿A qué hora salió el señor Drebber de su casa para ir a tomar el tren?», le pregunté. «A las ocho —contestó, tragando saliva para dominar su excitación—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las nueve y cuarto y otro a las once. Iba a tomar el primero». «¿Y fue esa la última vez que usted lo vio?». Al hacerle yo esta pregunta se operó en el rostro de la mujer un cambio espantoso. Se puso completamente lívida. Tardó algunos segundos en poder pronunciar una sola palabra: «Sí». Y cuando la pronunció lo hizo con voz ronca y forzada. Reinó por un instante el silencio, hasta que la hija habló con voz tranquila y clara, y dijo: «Madre, de la mentira nunca puede salir nada bueno. Seamos sinceras con este caballero. Nosotras volvimos a ver al señor Drebber». «¡Que Dios te perdone! —exclamó madame Charpentier, alzando las manos y cayendo de espaldas en su silla—. Acabas de asesinar a tu hermano». «Arthur prefiere que digamos la verdad», contestó con firmeza la muchacha. «Lo mejor que ustedes pueden hacer es contármelo todo —les dije—. Las confidencias a medias son peores que el silencio. Además, ustedes no saben de qué cosas estamos nosotros enterados». «¡Caigan las consecuencias sobre tu cabeza, Alicia! —exclamó la madre y, volviéndose hacia mí, agregó—: Se lo contaré todo, señor. No crea que mi emoción al pensar en mi hijo se deba a que yo tema en modo alguno que él haya podido tener una participación en este terrible suceso. Mi hijo es por completo inocente. Sin embargo, mi angustia procede de que a los ojos de usted y a los ojos de los demás pueda parecer comprometido, cosa que es, sin la menor duda, imposible. Ni por la nobleza de su manera de ser, ni por su profesión, ni por sus antecedentes, ha podido intervenir en el suceso». «Lo mejor que usted puede hacer es confiarme todos los hechos —le contesté—. Tenga la seguridad de que, si su hijo es inocente, nada perderá con ello». «Alicia, quizá sea mejor que nos dejes a solas», dijo ella, y su hija se retiró. Acto seguido, prosiguió la madre: «Pues bien, señor: mi propósito no era informaros de todo esto; pero, ya que mi pobre hija lo ha revelado, no me queda otra alternativa. Una vez decidida a hablar, se lo contaré todo, sin omitir ningún detalle». «Es lo mejor que usted puede hacer», le dije. «El señor Drebber ha permanecido en nuestra casa cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, viajaron por el continente. En sus baúles pude ver una etiqueta de “Copenhague”, lo que demostraba que la última ciudad en la que se habían detenido había sido esa. Stangerson era hombre tranquilo y reservado; pero lamento tener que decir que su jefe era muy distinto: de costumbres vulgares y de maneras rudas. La noche misma de su llegada se emborrachó de muy mala manera, y puede decirse que era raro verlo sobrio después de las doce de cualquier día. Trataba a las doncellas con una libertad y con una familiaridad por demás desagradables. Y lo peor fue que adoptó muy pronto igual actitud hacia mi hija, Alicia, y más de una vez le dirigió la palabra en forma que ella, afortunadamente, es demasiado inocente para comprender. En una ocasión llegó hasta abrazarla por la fuerza, insolencia que obligó a su propio secretario a echarle en cara su conducta cobarde». «¿Y por qué aguantaron ustedes todo esto? —le pregunté—. ¿Es que no pueden desembarazarse de sus inquilinos cuando bien les parece?». La señora Charpentier se ruborizó al oír mi oportuna pregunta, y dijo: «¡Ojalá lo hubiese despedido el día mismo en que llegó! Pero la tentación era muy viva, porque me pagaban cada uno una libra diariamente, es decir, catorce libras semanales, y nos encontramos en temporada baja. Soy viuda, y me ha costado mucho dinero la carrera de mi hijo en la Marina. Me dolía perder ese dinero. Obré como mejor me pareció. Pero esto último que hizo era excesivo y, por ello, le comuniqué que debía marcharse. Por eso se marchó». «¿Y qué más?». «Me sentí aliviada cuando le vi marchar. Precisamente en estos momentos, mi hijo se encontraba con permiso; pero no le dije nada de todo lo ocurrido, porque es de carácter violento y quiere con pasión a su hermana. Cuando se marcharon y cerré la puerta sentí como si me hubiesen quitado un peso del alma. Pero, ¡ay!, aún no había pasado una hora cuando sonó la campanilla de la puerta y vi que el señor Drebber había vuelto. Estaba muy excitado y, con toda evidencia, bebido. Se metió en la habitación en que estaba yo sentada con mi hija e hizo algunas observaciones incoherentes sobre que había perdido el tren. Se dirigió a Alicia y, en mi propia presencia, le propuso que se fugase con él, diciéndole: "Eres ya mayor de edad y no hay ley alguna que te lo impida. Tengo dinero suficiente y de sobra. No te importe nada por la vieja, y vente conmigo ahora mismo. Vivirás como una princesa". La pobre Alicia estaba tan asustada, que se apartó de él, y entonces la agarró por la muñeca y trató de arrastrarla hacia la puerta. Yo grité, y en ese instante entró mi hijo Arthur en la habitación. No sé lo que entonces ocurrió. Oí juramentos y los ruidos confusos de una riña. Estaba demasiado aterrada para levantar la cabeza. Cuando alcé la vista, Arthur estaba en el umbral de la puerta con una garrota en la mano y riéndose. "No creo que este buen señor vuelva a molestarnos —dijo—. Voy tras él para ver qué es lo que hace". Dicho lo cual, cogió el sombrero y marchó calle adelante. A la mañana siguiente nos enteramos de la muerte misteriosa del señor Drebber». Tal fue el relato que salió de labios de la señora Charpentier, entre muchos jadeos y pausas. Hablaba a veces tan bajo, que apenas si podía captar sus palabras. Sin embargo, tomé unas cuantas notas en taquigrafía de todo lo que había dicho para que no hubiese posibilidad de equivocación. —Es realmente emocionante —comentó Sherlock Holmes bostezando—. ¿Y qué ocurrió después? —Cuando la señora Charpentier acabó de hablar —prosiguió el detective— me di cuenta de que todo el caso estaba pendiente de un solo punto. Clavándole la mirada de un modo que siempre me ha dado resultado con las mujeres, le pregunté a qué hora había regresado su hijo. «No lo sé», me contestó. «¿Que no lo sabe usted?». «No, porque tiene llave y entra sin llamar». «¿Fue después de que ustedes se acostaran?». «Sí». «¿Y a qué hora lo hicieron?». «A eso de las once». «¿De modo que su hijo faltó por lo menos dos horas?». «Sí». «¿Y quizá cuatro o cinco?». «Sí». «¿Y qué estuvo haciendo en todo ese tiempo?». «Lo ignoro», me contestó, y perdió hasta el color de los labios. Después de esto no quedaba por hacer más que una cosa. Averigüé dónde estaba el teniente Charpentier, me hice acompañar de dos agentes y lo detuve. Cuando le di un golpecito en el hombro invitándole a que nos acompañase, tranquilamente nos contestó con la mayor imperturbabilidad: «Supongo que me detienen en relación con la muerte de ese canalla de Drebber». Nosotros no le habíamos dicho una sola palabra del asunto, por lo que esa alusión al mismo resultaba por demás sospechosa. —Muchísimo —dijo Holmes. —Aún llevaba la pesada garrota con la que, según explicó su madre, había salido en pos de Drebber. Era una gruesa tranca de roble. —¿Y cuál es, según eso, la hipótesis de usted? —La de que siguió a Drebber hasta la carretera de Brixton. Una vez allí, se enzarzaron otra vez en un altercado, y Drebber recibió en el curso de este un garrotazo, quizá en la boca del estómago, que lo mató sin dejar señal del golpe. La noche era tan lluviosa, que no andaba nadie por allí, y entonces Charpentier arrastró el cadáver de su víctima hasta el interior de la casa deshabitada. La vela, la sangre, la inscripción en la pared y el anillo bien pudieran ser otros tantos ardides para lanzar a la Policía por una pista falsa. —¡Magnífico trabajo! —dijo Holmes con voz alentadora—. La verdad sea dicha, Gregson: progresa usted. Todavía llegaremos a hacer de usted algo importante. —Me envanezco de haber llevado la cosa limpiamente —contestó el detective con orgullo—. El joven hizo voluntariamente la declaración de que, cuando llevaba un rato siguiendo a Drebber, este se dio cuenta de ello y tomó un coche para huir de él. Cuando regresaba a casa, tropezó con un antiguo cantarada de a bordo y dieron un gran paseo. Al preguntarle que dónde vivía ese antiguo camarada de a bordo, no supo dar una contestación satisfactoria. Creo que todo encaja perfectamente. Lo que a mí me divierte es pensar en Lestrade, que salió tras una pista falsa. Me temo que no vaya lejos; pero ¡por Júpiter!, que aquí tenemos a nuestro hombre. En efecto, era Lestrade, quien, mientras hablábamos, había subido por las escaleras y entraba ahora en la habitación. Sin embargo, no se observaban ahora en él la viveza y el garbo que constituían, por lo general, un rasgo distintivo en sus maneras y en su vestir. En su cara advertíanse la turbación y el desconcierto, y traía las ropas desarregladas y sucias. Parecía evidente que venía con el propósito de consultar con Sherlock Holmes, porque la presencia de su colega lo llenó de embarazo y cortedad. Se quedó en pie en el centro de la habitación, manoseando nerviosamente el sombrero y sin saber qué hacer. Por último, dijo: —Este caso es de lo más extraordinario. Sí, es un asunto de lo más incomprensible. —¿De modo, señor Lestrade, que se ha convencido de ello? —exclamó Gregson con acento de triunfo—. Ya pensaba yo que llegaría usted a esa conclusión. ¿Consiguió dar con el paradero del señor Joseph Stangerson, el secretario? —El secretario, señor Joseph Stangerson —contestó con mucha gravedad Lestrade—, fue asesinado esta mañana, a eso de las seis, en el hotel Halliday’s Prívate. CAPÍTULO 7 Una luz en la oscuridad La noticia con que nos saludaba Lestrade era de tal importancia y tan inesperada, que los tres nos quedamos sin habla. Gregson saltó de su sillón, volcando el vaso con lo que aún quedaba en el mismo de whisky y de agua. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, que apretaba los labios y contraía las cejas medio cerrando los ojos. —¡También Stangerson! —masculló—. La intriga se hace cada vez más oscura. —Ya era bastante oscura sin esto —gruñó Lestrade, echando mano a una silla—. Por lo que veo, he caído en algo así como un consejo de guerra. —¿Está usted…, está usted seguro de esa noticia? —tartamudeó Gregson. —Vengo directamente de su habitación —dijo Lestrade—, y fui yo el primero en descubrir lo que había ocurrido. —Gregson nos había estado exponiendo su punto de vista del problema —hizo notar Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que usted ha visto y ha hecho? —No tengo inconveniente —contestó Lestrade, sentándose—. Confieso con franqueza que yo opinaba que Stangerson tenía algo que ver en la muerte de Drebber. Este nuevo giro que han tomado las cosas me ha venido a demostrar que estaba en un completo error. Poseído por completo de esa única idea, me puse a la tarea de averiguar el paradero del secretario. Habían sido vistos juntos en la estación de Euston, a eso de las ocho y media, la noche del día tres. Drebber fue encontrado en la carretera de Brixton a las dos de la madrugada. La cuestión que se me planteaba era la de descubrir en qué había empleado el tiempo Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y qué había sido de él después de esa hora. Telegrafié a Liverpool dándoles una descripción de nuestro hombre y ordenándoles que vigilasen los barcos norteamericanos. Acto seguido me puse a la tarea de visitar todos los hoteles y pensiones de las proximidades de Euston. Yo razonaba de este modo: si Drebber y su compañero se han separado, lo natural es que este último se hospede en los alrededores para pasar la noche y que a la mañana siguiente merodee por la estación. —Lo probable era que se hubiesen dado cita de antemano en un lugar concreto —hizo notar Holmes. —Eso es lo que debió de ocurrir. Me pasé toda la tarde de ayer investigando, sin resultado alguno. Reanudé la tarea esta mañana muy temprano, y a las ocho llegué al hotel Halliday’s Prívate, en Little George Street. Al preguntar si se hospedaba allí un tal señor Stangerson, me contestaron afirmativamente en el acto. «Es usted, sin duda, el caballero a quien él espera —me dijeron—. Lleva dos días esperando a un caballero». «¿Dónde está ahora?», le pregunté. «Arriba, acostado. Encargó que se le despertara a las nueve». «Subiré, porque quiero hablar con él en seguida», contesté. Lo hice en la creencia de que mi súbita aparición quizá lo pusiese nervioso y lo llevase a decir algo antes de ponerse en guardia. El botones se ofreció a llevarme hasta la habitación. Esta se hallaba en el segundo piso y había que recorrer un pequeño pasillo para llegar hasta ella. El botones me indicó cuál era la puerta, y ya se disponía a marchar escaleras abajo cuando vi algo que, a pesar de mis veinte años de experiencia, hizo que me sintiese mal. Un pequeño hilillo rojo de sangre salía zigzagueando por debajo de la puerta y cruzaba el pasillo, formando un pequeño charco junto al zócalo de la pared de enfrente. Di un grito, que hizo retroceder al botones. Casi se desmaya al ver aquello. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos derribarla. La ventana de la habitación estaba abierta, y junto a ella, hecho un ovillo, yacía el cadáver de un hombre en camisa de dormir. Estaba muerto y así debía de llevar bastante tiempo, porque tenía los miembros rígidos y fríos. Al ponerlo boca arriba, el botones lo identificó en el acto como el mismo caballero que había alquilado la habitación a nombre de Joseph Stangerson. La muerte había sido producida por una profunda cuchillada en el costado izquierdo, que penetró seguramente hasta el corazón. Y ahora viene lo más extraordinario del caso… ¿Qué creen ustedes que descubrimos encima del cadáver del hombre asesinado? Sentí que me hormigueaba el cuerpo, con el presentimiento de que iba a escuchar algo espantoso, aun antes de que Sherlock Holmes contestase de esta manera: —La palabra RACHE escrita con sangre. —Eso mismo —dijo Lestrade con tono de espanto. Y todos permanecimos unos momentos en silencio. Los crímenes de aquel incógnito asesino estaban rodeados de un algo metódico e incomprensible que los hacía aún más espantosos. Mis nervios, que solían mantenerse bastante templados en el campo de batalla, se estremecían ahora. —El asesino fue visto por alguien —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, que iba hacia la lechería, pasó casualmente por el camino que arranca de las caballerizas que hay en la parte trasera del hotel. Se fijó en que una escalera portátil que suele haber allí en el suelo se encontraba apoyada en una de las ventanas del segundo piso, y que la ventana estaba abierta de par en par. Después de cruzar por delante, se volvió a mirar y vio a un hombre que bajaba por la escalera. Bajó con tanta tranquilidad y tan abiertamente, que el lechero se imaginó que se trataría de algún carpintero o ebanista que trabajaba en el hotel. No le prestó mayor atención, si bien pensó que era una hora demasiado temprana para que estuviese ya trabajando. Le parece que era un hombre alto, de cara rubicunda y que vestía una chaqueta larga y tirando a color pardusco. Debió de quedarse en la habitación un ratito después de cometer el asesinato, porque encontrarnos agua sanguinolenta en la jofaina, donde se había lavado las manos, y marcas de sangre en las sábanas, en las que había limpiado cuidadosamente su cuchillo. Al escuchar la descripción del asesino miré a Holmes, porque cuadraba exactamente con la suya. No descubrí, sin embargo, en su cara rastro alguno de júbilo o de satisfacción. —¿Y no encontró en la habitación alguna pista que pueda servir para descubrir al asesino? —preguntó. —Nada. Stangerson tenía en el bolsillo la cartera de Drebber, cosa que, según parece, era lo corriente, puesto que era él quien hacía todos los pagos. Contenía ochenta y tantas libras, que estaban intactas. Cualesquiera que sean los móviles de estos extraordinarios crímenes, hay que descartar, desde luego, el del robo. En los bolsillos del muerto no se encontraron documentos ni anotaciones, salvo un telegrama fechado hará un mes en Cleveland, y cuyo texto era: «J. H. está en Europa». El mensaje no tenía firma. —¿Y no había nada más? —preguntó Holmes. —Nada que tuviese la menor importancia. Una novela, que el muerto estuvo leyendo hasta que concilio el sueño, estaba encima de la cama, y su pipa, en una silla al lado de la misma. Sobre la mesilla había un vaso de agua, y en el antepecho de la ventana una cajita de pomada que contenía dos píldoras. Sherlock Holmes saltó de su asiento lanzando una exclamación de alegría. —¡El último eslabón! —gritó, jubiloso—. Mi caso está ya completo. Los dos detectives se le quedaron mirando con asombro. —Tengo en mis manos todos los hilos que tan enredados estaban —dijo, muy seguro, mi compañero—. Faltan aún, claro está, detalles complementarios; pero estoy ahora tan seguro de todos los hechos principales que ocurrieron desde que Drebber y Stangerson se separaron en la estación, hasta el momento en que se descubrió el cadáver de este último, como si los hubiera estado viendo con mis propios ojos. Le daré a usted una prueba de lo que sé. ¿Tiene usted a mano las píldoras en cuestión? —Las tengo encima —dijo Lestrade, sacando una cajita blanca—. Las cogí, lo mismo que la cartera y el telegrama, con el propósito de guardarlas en lugar seguro en la comisaría. Lo hice por verdadera casualidad, porque no tengo más remedio que decir que no les atribuyo la menor importancia. —Démelas —dijo Holmes—. Y ahora, doctor —prosiguió volviéndose hacia mí—, ¿quiere decirme si se trata de píldoras corrientes? No lo eran, desde luego. Eran de un color gris perla, pequeñas, redondas y casi transparentes a contraluz. Hice este comentario: —Por lo livianas y transparentes que son, calculo que han de ser solubles en el agua. —Eso es precisamente —contestó Holmes—. Y ahora, ¿tendría usted la amabilidad de ir al piso de abajo y traerse ese pobrecito terrier que lleva tanto tiempo enfermo y que nuestra patrona quería ayer que usted despenase? Descendí al piso de abajo y volví a subir con el perro en brazos. A juzgar por lo fatigoso de su respiración y lo vidrioso de su mirada, no se hallaba muy lejos de su final. A decir verdad, su hocico, de una blancura de nieve, pregonaba que el animalito había ya sobrepasado la edad corriente en la vida de un can. Lo coloqué en un almohadón, sobre la alfombra. —Voy a proceder a dividir en dos una de estas píldoras —dijo Holmes, y sacando un cortaplumas puso sus palabras en acción—. Una mitad la volvemos a meter en la cajita para futuras demostraciones. Echaré la otra mitad dentro de este vaso de vino, que tiene en el fondo una cucharadita de agua. Ya ven cómo tenía razón nuestro amigo el doctor, y lo fácilmente que se disuelve. —Quizá esto sea muy interesante —dijo Lestrade con el tono ofendido de quien supone que se están riendo de él—, pero no alcanzo a ver qué relación tiene con la muerte del señor Joseph Stangerson. —Tenga paciencia, amigo; tenga paciencia. A su debido momento descubrirá que la relación no puede ser más íntima. Voy ahora a agregar a la mezcla un poco de leche, para que tenga buen sabor, y ya veremos cómo el perro la lame bastante a gusto cuando se la pongamos delante. Mientras hablaba, vertió el contenido del vaso en un platillo y colocó este delante del terrier, que se apresuró a lamerlo hasta no dejar gota. La seriedad con que actuaba Sherlock Holmes nos había impresionado hasta el punto de que permanecimos sentados y en silencio, con la atención concentrada en el animalito, esperando ver algo sorprendente. Sin embargo, no ocurrió tal cosa. El perro siguió tendido encima del almohadón, respirando fatigosamente, pero ni mejor ni peor por efecto del brebaje. Holmes había sacado su reloj, y conforme fue pasando un minuto tras otro sin que se observase resultado alguno, los rasgos de su cara fueron tomando una expresión de grandísimo pesar y desilusión. Se mordiscó los labios, tamborileó con los dedos encima de la mesa y dejó ver todos los síntomas de la más viva impaciencia. Era tan grande su emoción, que llegué a sentir un sincero pesar por él, mientras que los dos detectives se sonreían burlonamente. Aquel fracaso de Holmes no parecía desagradarles en modo alguno. —No puede ser una simple coincidencia —exclamó al fin, saltando de su asiento y yendo y viniendo como un desatinado por la habitación—. Es imposible que se trate de una simple coincidencia. Encontramos después de la muerte de Stangerson unas píldoras idénticas, las que yo sospeché que se habían empleado en el caso de Drebber. Y, sin embargo, resultan sin ninguna acción. ¿Qué puede significar esto? Con seguridad que no puede existir un fallo en la cadena de mis razonamientos. ¡Imposible! Y, sin embargo, ningún daño le han hecho a este desgraciado chucho. ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! Dejó escapar un chillido de júbilo, se abalanzó hacia la cajita, dividió en dos la otra píldora, la disolvió, le agregó leche y se la presentó al terrier. Casi ni tiempo había tenido el desdichado animal de humedecer su lengua en el líquido cuando sufrió un temblor convulsivo en todos sus miembros y quedó tan rígido y sin vida como si lo hubiese herido el rayo. Sherlock Holmes hizo una aspiración profunda y se enjugó el sudor de la frente. —Debería tener una fe mayor —dijo—. Debería saber ahora que cuando un hecho parece contradecir un largo cortejo de deducciones resulta de una manera invariable capaz de ser interpretado de diferente manera. De las dos píldoras que había en la caja, una contenía el más mortífero de los venenos, en tanto que la otra era totalmente inocua. Debí saberlo sin necesidad de tener delante de mí la cajita. Esta última afirmación me pareció tan sorprendente, que me costó trabajo convencerme de que Holmes estaba en su sano juicio. Sin embargo, allí estaba el cadáver del perro para disipar gradualmente las nebulosidades de mi propio cerebro, y empecé a entrever de una manera vaga y confusa la verdad. —Todo esto les sorprende a ustedes —prosiguió Holmes— porque no llegaron a captar desde el principio de la investigación la importancia de la única pista auténtica que tenían delante. Tuve la buena suerte de aferrarme a ella, y todo cuanto ha ocurrido desde entonces ha servido para confirmar mi suposición primera; mejor dicho, no fue sino secuencia lógica. De ahí que las cosas que a ustedes los dejaban perplejos y que hacían que el caso se les presentase más oscuro, sirviesen para iluminármelo a mí y para reforzar las conclusiones a que había llegado. Es un error confundir lo extraordinario con lo misterioso. El más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso porque no ofrece rasgos especiales de los que puedan hacerse deducciones. Habría resultado mucho más difícil desenredar este asesinato si el cadáver de la víctima hubiese sido encontrado simplemente en mitad de la calle, sin ese acompañamiento outré y sensacional que lo ha convertido en extraordinario. Estos detalles raros, lejos de hacer más difícil el caso, han contribuido verdaderamente a hacerlo más fácil. El señor Gregson, que había escuchado esta plática con mucha impaciencia, no se pudo ya contener, y dijo: —Escuche, Holmes: nosotros estamos dispuestos a reconocer que es usted un hombre inteligente y que posee sus métodos propios de trabajo. Pero en este caso necesitamos algo más que teorías y sermones. De lo que se trata es de echar mano a ese hombre. Yo me había hecho mi composición del caso, pero estaba equivocado, según parece. No es posible que el joven Charpentier haya tomado parte en este segundo suceso. Lestrade salió en pos de su hombre, de Stangerson, y, por lo que se ve, también estaba equivocado. Usted ha ido dejando caer insinuaciones aquí y allá, y parece saber más que nosotros; pero ha llegado el momento en que nos sentimos con derecho a pedirle que nos diga sin rodeos todo lo que sabe del asunto. ¿Puede usted darnos el nombre del criminal? —Yo no puedo menos de creer que Gregson tiene razón, señor —hizo notar Lestrade—. Ambos hemos intentado y ambos hemos fracasado. Desde que entré en esta habitación no ha dejado usted de decir que poseía todos los elementos de juicio que le hacen falta. Estoy seguro de que no seguirá usted reservándoselos. —Toda demora en prender al asesino —hice notar yo— pudiera darle tiempo para perpetrar alguna nueva atrocidad. Al verse presionado de esa manera por todos nosotros, Holmes dio señales de irresolución. Siguió paseándose de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza caída sobre el pecho y con las cejas contraídas sobre los ojos medio cerrados, como solía hacerlo cuando estaba sumido en sus pensamientos. —No cometerá más asesinatos —dijo al fin, deteniéndose bruscamente y encarándose a nosotros—. Pueden dejar a un lado esa consideración. Me han preguntado si conozco el nombre del asesino. Lo conozco. Sin embargo, poco significa conocer su nombre comparado con la posibilidad de echarle mano, y espero poder hacer esto muy pronto. Tengo muy buenas razones para pensar que lo conseguiré gracias a las disposiciones que he tomado; pero es preciso conducirse con mucha habilidad, porque nos hallamos ante un hombre astuto y desesperado, que cuenta con el apoyo, como ya he tenido ocasión de demostrarlo, de otro que es tan hábil como él. Mientras este hombre no sospeche que hay alguien que quizá tiene una pista, tendremos ciertas posibilidades de atraparlo; pero en cuanto tenga la más ligera sospecha, cambiaría de nombre y se esfumaría instantáneamente entre los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin ánimo de herir los sentimientos de ninguno de ustedes, me veo obligado a decir que, en mi opinión, estos hombres son contrincantes con los que no puede luchar el personal oficial de la Policía, y por esa razón no les pedí a ustedes ayuda. Si fracaso, recaerá sobre mí, como es lógico, todo el vituperio que merezco por esta omisión, y estoy dispuesto a cargar con él. Por el momento, puedo prometer que me pondré en comunicación con ustedes en el instante mismo en que pueda hacerlo sin poner en peligro mis propios planes. Gregson y Lestrade no parecieron ni mucho menos satisfechos con esta seguridad ni con la alusión despectiva hecha a la policía detectivesca. El primero de los aludidos había enrojecido hasta la raíz de sus cabellos blondos, mientras que los ojillos de abalorio del otro brillaban de curiosidad y de resentimiento. Sin embargo, ninguno de los dos tuvo tiempo de hablar, porque alguien dio unos golpes a la puerta y el joven Wiggins, portavoz de los vagabundos callejeros, introdujo su persona insignificante y desagradable. —Con permiso, señor —dijo, llevándose los dedos a la guedeja—. Tengo abajo el coche. —Eres un buen muchacho —dijo Holmes con benignidad—. ¿Por qué no adoptan este modelo en Scotland Yard? —prosiguió, mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero—. Fíjense en lo bien que actúan los resortes. Se cierran de una manera instantánea. —Con el modelo antiguo nos bastará si llegamos a dar con el criminal al que hemos de ponérselas —comentó Lestrade. —Está muy bien, está muy bien —dijo, sonriente, Holmes—. El cochero podría ayudarme a cargar mis maletas. Pídele que suba, Wiggins. Quedé sorprendido al oír hablar a mi compañero como si fuera a salir de viaje, siendo así que no me había hablado una palabra a ese propósito. Había en la habitación una maleta pequeña, y esa fue la que sacó al medio y empezó a atar con la correa. Se hallaba activamente ocupado en esa tarea, cuando entró el cochero. —Oiga, cochero: écheme una mano sujetando esta hebilla —dijo, poniendo la rodilla encima, pero sin volver ni un momento la cabeza. El hombre aquel se adelantó con expresión arisca y desafiadora y apoyó sus manos para ayudar. Se oyó de pronto un clic seco, un tintineo metálico, y Sherlock Holmes volvió a ponerse en pie de un salto, exclamando con ojos centelleantes: —Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Todo fue cosa de un instante. Tan rápido fue, que ni tiempo había tenido yo para darme cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del rostro y del timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar su vista en las centelleantes esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus muñecas. Durante uno o dos segundos habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor, se liberó de un tirón de las manos de Holmes y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se quebraron por el golpe; pero antes de que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se tiraron a él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros cuatro. Se habría dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante un ataque epiléptico. Tenía la cara y las manos terriblemente laceradas por los cristales rotos de la ventana, pero ni aun con la pérdida de sangre disminuía su resistencia. Solo cuando Lestrade consiguió cogerle la corbata, retorciéndola hasta casi estrangularlo, logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun entonces no nos tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso, nos levantamos sin aliento y jadeando. —Disponemos de su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para conducirlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con agradable sonrisa—, estamos ya al final de nuestro pequeño misterio. Recibiré con gusto cuantas preguntas quieran hacerme, y no hay peligro de que me niegue a contestarlas. SEGUNDA PARTE - EL PAÍS DE LOS SANTOS CAPÍTULO 1 En la gran llanura de álcali En la parte central del gran continente norteamericano existe un desierto árido y repulsivo, que sirvió durante muchísimos años de barrera opuesta al avance de la civilización. Desde Sierra Nevada hasta Nebraska, y desde el río Yellowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, se extiende una región en que todo es desolación y silencio. Pero la Naturaleza no se presenta del mismo humor en toda esa inexorable zona. Esta abarca altas montañas, coronadas de nieve, y valles tenebrosos y lúgubres. Hay ríos de rápida corriente que se precipitan por dentados cañones; y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali. Pero todo ello tiene como características comunes la aridez, lo inhóspito, lo mezquino. No hay nadie que habite esta región de la desesperanza. De cuando en cuando cruza por ella alguna partida de pawnees o pies negros en busca de nuevos cazadores; pero hasta los más sufridos de entre los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas llanuras y de volver a pisar la región de las praderas. El coyote acecha entre los matorrales; pasa el buitre aleteando pesadamente por los aires; y el desgarbado oso gris camina pesadamente por los oscuros barrancos buscando como puede el sustento entre las rocas. No tiene otros habitantes aquel desierto. No existe en el mundo entero más triste panorama que el que se distingue desde la vertiente norteña de Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señal de vida en aquella gran extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y por encima de todo, el silencio más absoluto. He dicho que no hay nada que tenga relación con la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Vense aquí y allá, desperdigadas, unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los yacimientos de álcali. ¡Acercaos a examinar aquello! Son osamentas: las unas, grandes y toscas; las otras, más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del camino. El día 4 de mayo de 1845, un viajero solitario contemplaba desde lo alto este mismo panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de los huesos; su cabellera y su barba, largas y de color castaño, estaban veteadas y salpicadas de blanco; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural, y la mano que empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y decrépita. El hombre aquel se moría; se moría de hambre y de sed. Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura, con la vana esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por parte alguna apareciesen una planta o un árbol que indicasen la existencia de agua. No había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el Oeste con ojos extraviados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco. —¿Qué más da aquí que en lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre dientes, sentándose al cobijo de un peñasco. Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un bulto voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho. Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos. —Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil. —¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No tuve esa intención. Al decir esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda nena de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa y delantalito de lino pregonaban los cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante. —¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza. —Béseme ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá… ¿Dónde está mamá? —Se ha marchado, pero creo que la verás antes de que pase mucho tiempo. —Conque se ha marchado, ¿eh? —dijo la niña—. ¡Qué raro que no se haya despedido de mí! Lo hacía casi siempre, aunque solo tuviese que salir para tomar el té en casa de la tía, y ahora lleva ya tres días ausente… ¡Qué horriblemente seco está todo esto! ¿Verdad? ¿Y no hay agua ni nada que comer? —No, corazón; no queda nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo; pero luego todo irá perfectamente. Apoya tu cabeza en mí, así; te sentirás mejor. No es fácil hablar cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que sepas a qué punto han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido? —Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré a mi hermano Bob. —Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre, con aplomo—. Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era… ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río? —¡Claro que sí! —Pues verás: nosotros calculábamos encontrar pronto otro río. Pero hubo algo que no marchó bien: la brújula, el mapa, o lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el agua, menos unas gotas para las personas como tú, y… y… —Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la mirada hacia su cara mugrienta. —No; ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu madre. —Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el delantal y sollozando amargamente. —Sí, todos se marcharon, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizá encontraría agua en esta dirección, te cargué en mis hombros, y caminamos juntos, a pie. Pero nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo nos queda una probabilidad infinitamente pequeña! —¿Quiere usted decir con eso que también nosotros vamos a morir? —preguntó la niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas. —Supongo que sí, más o menos. —¿Y por qué no lo ha dicho antes? —exclamó la niña con risa jubilosa—. ¡Me ha asustado usted! Ahora que, como es natural, así que estemos muertos, volveremos a reunimos con mamá. —Tú sí, corazón. —Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Estoy por apostar a que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos gustan a Bob y a mí… ¿Tardará mucho eso? —Lo ignoro. No; no tardará mucho. El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a cada instante, de tan grande como era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las que podían atalayarlos. Eran buitres, buitres del Oeste, cuya llegada es como el anuncio de la proximidad de la muerte. —Gallos y gallinas —exclamó jubilosa la nena, apuntando hacia aquellos seres de mal agüero, y palmoteando para obligarlos a levantar el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien hizo esta región? —¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la inesperada pregunta. —Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña—. Me está pareciendo que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes. No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles. —¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo. —¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella. —No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a Él no le importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la galera, cuando cruzábamos los llanos. —¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro. —Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz alta, y yo escucho y las repito. —Pues entonces tendrá usted que arrodillarse, y yo también —dijo ella extendiendo el mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece que uno se siente bueno. Era un espectáculo extraordinario, si bien no había por allí nadie más que los buitres para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el estrecho chal, la niña parlera y el temerario y curtido aventurero. La carita regordeta de la niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin nubes, en una súplica sincera al Ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos voces, fina y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de misericordia y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él. Llevaba tres días y tres noches sin tomar descanso ni concederse reposo. Sus párpados fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de imágenes. Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se alzó una nubécula de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de seres en movimiento. De haber estado en zonas más fértiles, el observador habría llegado a la conclusión de que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, en lo alto del cual dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura: galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados caminantes que dormían en lo alto. Marchaban a la cabeza de la columna más de una veintena de hombres serios, de rostros férreos, vestidos de ropas de colores oscuros tejidas en casa y armados de rifles. Al llegar al pie del risco escarpado hicieron alto e hicieron entre ellos una breve consulta. —Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado. —A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos al río Grande —dijo el otro. —No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido. —¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo. Iban ya a reanudar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de ellos. En su cima ondeaba un trocito de tela de color rosa, resaltando brillante y fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo un sofrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra «pieles rojas». —No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de injuns —dijo el hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas. —Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó uno de la partida. —Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces. —Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más anciano. Los jóvenes echaron pie a tierra al momento, ataron sus caballos y empezaron a trepar por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad. Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores experimentados. Los que los contemplaban desde el llano vieron cómo pasaban de una roca a otra, hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista. En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña, que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de blanquísimos dientes, y una sonrisa alegre jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se habían posado tres solemnes buitres que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente. Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos, diciendo entre dientes: —Esto es lo que llaman delirio. La niña se había puesto en pie a su lado, agarrándose al faldón de su chaqueta. No hablaba, pero miraba a su alrededor con ojos infantiles de asombro y de interrogación. El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la cargó en hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia las galeras. Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed y de hambre. —¿Es hija suya? —¡Claro que lo es ahora! —exclamó, desafiante, el interrogado—. Es hija mía porque yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y atezados salvadores—. Por lo visto, sois un grupo numerosísimo. —Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del ángel Merona. —Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, os ha elegido en cantidad. —No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre planchas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto. Ese nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier, y dijo: —Ahora caigo. Vosotros sois los mormones. —Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros. —¿Y adonde vais? —No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes que venir a presencia suya. Él dirá lo que hemos de hacer contigo. Para entonces habían llegado al pie del collado, y viéronse rodeados por muchedumbres de peregrinos: mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada; niños fuertes y risueños; y hombres de mirada inquieta y sincera. Cuando vieron los pocos años de uno de aquellos desconocidos y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que llamaba la atención por su gran tamaño y por su aspecto llamativo y elegante. Tiraban de ella seis caballos, mientras que las de los demás solo estaban tiradas por dos o, a lo sumo, cuatro animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no debía de tener más de treinta años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo dejó a un lado al ver acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se volvió hacia los dos extraviados. —Si hemos de admitiros entre nosotros —dijo solemnemente— será únicamente como creyentes de nuestro credo. No aceptamos lobos en nuestro redil. Es preferible que vuestros huesos se blanqueen en este desierto a que vengáis a convertiros en la manchita de podredumbre que acaba de corromper el fruto. ¿Queréis venir con nosotros en estas condiciones? —Yo iré con vosotros aceptando cualquier condición —dijo Ferrier, poniendo tal énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa. Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa e imponente. —Hermano Stangerson, lleváoslo, dadle de comer y de beber, y también a la niña —dijo—. Encargaos también de enseñarle nuestra santa fe. Nos hemos demorado ya bastante. ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión! —¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones. Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la comida. —Permaneceréis aquí —les dijo—. Dentro de pocos días os habréis recobrado ya de vuestras fatigas. Entre tanto, no olvidéis que desde ahora y para siempre pertenecéis a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él ha hablado con la voz de Joseph Smith, que es la voz de Dios. CAPÍTULO 2 La flor de Utah No es este lugar para hacer un relato de las fatigas y privaciones que tuvieron que soportar los emigrantes mormones hasta que llegaron al refugio definitivo. Habían avanzado esforzadamente, con una constancia que casi no tiene paralelo en la Historia, desde las orillas del Mississippi hasta las vertientes occidentales de las Montañas Rocosas. Con tenacidad anglosajona habían vencido cuantos impedimentos podía la Naturaleza cruzarles en el camino: los salvajes, las fieras, el hambre, la sed, la fatiga y la enfermedad. Pero aquella larga marcha y los espantos que se iban acumulando habían quebrantado hasta los corazones de los más fuertes. Ni uno solo dejó de caer de rodillas para hacer una plegaria que le salía del corazón cuando vieron a sus pies el ancho valle de Utah bañado por la luz del sol, y oyeron de labios de su jefe que aquella era la tierra prometida y que aquellos acres de tierras vírgenes habían de ser suyos para siempre. Young demostró muy pronto que era tan hábil administrador como jefe decidido. Se trazaron mapas y se prepararon planos, en los que se hizo el proyecto de la futura ciudad. Alrededor de esta se concedieron terrenos para granjas en proporción a los méritos de cada cual. Al comerciante se le estableció en su comercio, y al artesano, en su oficio. Surgieron las calles y las plazas como por ensalmo. En el campo se hicieron labores de drenaje y de vallado, se plantó y se limpió de manera que, al llegar el verano siguiente, toda la región estaba dorada con la cosecha de trigo. Todo prosperó en aquella extraordinaria colonia. En primer lugar, el gran templo que se había erigido en el centro de la ciudad se hizo cada vez más alto y más espacioso. Desde el primer arrebol del alba hasta que cerraba el crepúsculo vespertino no cesaba de oírse el golpear de los martillos y el chirriar de la sierra en el monumento que los emigrados erigían a Aquel que los había llevado a buen puerto, atravesando mil peligros. Los dos extraviados, John Ferrier y la cría que había compartido su fortuna y a la que adoptó como hija, acompañaron a los mormones hasta el fin de su peregrinación. La pequeña Lucy Ferrier fue llevada con bastante comodidad en la galera del anciano Stangerson, refugio que ella compartía con las tres mujeres del mormón y con su hijo, muchacho de doce años, terco y audaz. Habiéndose repuesto, con la elasticidad propia de la niñez, de la emoción que le causó la muerte de su madre, la niña se convirtió pronto en mimada de las mujeres, y se adaptó a esta nueva clase de vida en su casa ambulante de techo de lona. Entre tanto, Ferrier, repuesto de sus privaciones, se distinguió como guía útil y cazador infatigable. Tan rápidamente se ganó el aprecio de sus nuevos compañeros, que, una vez llegados al final de sus andanzas, acordaron por unanimidad que se le otorgase un trozo de tierra tan espacioso y tan fértil como el de cualquiera de los colonos, con excepción de los del mismo Young y los de Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber, que eran los cuatro principales ancianos. John Ferrier se construyó en la granja adquirida de ese modo una sólida casa de troncos, que en años sucesivos recibió tantas ampliaciones que acabó siendo una espaciosa casa de campo. Era hombre de sentido práctico, entusiasta en el trabajo y hábil de manos. Su constitución férrea le permitía trabajar desde la mañana hasta la noche en la mejora y el laboreo de sus tierras. Por esta razón, su granja y todo cuanto le pertenecía prosperaron de manera extraordinaria. A los tres años estaba mejor de dinero que sus convecinos; a los seis vivía en la abundancia; a los nueve era rico; y a los doce no había en todo Salt Lake City media docena de hombres que pudieran compararse con él. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wasatch no había nombre mejor conocido que el de John Ferrier. En una sola cosa, y solo en una, Ferrier hería las susceptibilidades de sus correligionarios. No hubo razonamiento ni persuasión que lograse inducirlo a que tomara mujeres, siguiendo la norma de sus compañeros. Nunca dio razones por aquella persistente negativa, y se contentó con mantenerse en su determinación de una manera resuelta e inflexible. No faltaron algunos que le acusaron de tibieza en la religión que había adoptado, y otros que lo atribuían a avaricia y a desgana de incurrir en gastos. Otros, por último, hablaban de ciertos amores juveniles y de una joven de cabello rubio que se consumió de nostalgia en las costas del Atlántico. Fuese cual fuese el motivo, Ferrier permaneció rigurosamente célibe. En todos los demás aspectos se amoldó a la religión de la flamante colonia, y ganó fama de ser hombre ortodoxo y de recta conducta. Lucy Ferrier creció en la casa de troncos y ayudó a su padre adoptivo en todas sus iniciativas. El aire fino de las montañas y el balsámico aroma de los pinares sirvieron a la muchacha de niñera y de madre. A medida que los años iban pasando, fue creciendo y haciéndose cada vez más fuerte, sus mejillas se colorearon más y más y su caminar se hizo más elástico. Muchos caminantes que cruzaban por el camino que pasaba junto a la granja de Ferrier sintieron revivir en su espíritu pensamientos hacía mucho tiempo olvidados, al contemplar su figura esbelta y juvenil paseando por los campos de trigo, o al verla cruzar montada en el mustang de su padre, al que gobernaba con la gracia y soltura de una verdadera hija del Oeste. Así es como el capullo se hizo flor, y el mismo año que vio a su padre convertido en el más rico de los granjeros la convirtió a ella en un ejemplar de muchacha norteamericana tan precioso como el que más en toda la vertiente del Pacífico. Pero no fue el padre el primero en descubrir que la niña se había desarrollado hasta convertirse en mujer. Eso ocurre muy raras veces. Ese cambio misterioso es demasiado sutil y demasiado gradual para que pueda ser medido por fechas. Y la que menos se entera de ello es la propia doncella, hasta que el tono de una voz o el contacto de una mano hacen estremecer su corazón, y comprende, con una mezcla de orgullo y de temor, que ha despertado dentro de ella una naturaleza nueva y de mayor vuelo. Son pocas las que no recuerdan ese día y no conservan la memoria del pequeño incidente que anunció el alborear de una nueva vida. En el caso de Lucy Ferrier, la ocasión fue en sí misma seria, independientemente de su influencia futura en el destino de la joven y en el de otros muchos, además de ella. Era una calurosa mañana de julio, y los Santos de los Últimos Días andaban tan atareados como las abejas, cuya colmena habían elegido como emblema de su pueblo. En los campos y en las calles resonaba el mismo bordoneo de actividad humana. Por los polvorientos caminos desfilaban largas reatas de mulas pesadamente cargadas, que iban todas en dirección hacia el Oeste, porque en California había estallado la fiebre del oro, y la ruta continental cruzaba por la ciudad de los Elegidos. Venían también rebaños de ovejas y de ganado vacuno desde las tierras de pastos lejanas, y cortejos de emigrantes en los que hombres y caballos estaban fatigados por igual de su marcha interminable. Por entre toda aquella multitud abigarrada, abriéndose camino con la habilidad de un perfecto jinete, galopaba Lucy Ferrier, la cara sonrosada encendida por el ejercicio y su larga cabellera castaña flotando a las espaldas. Llevaba un encargo de su padre para realizar en la ciudad, y marchaba a cumplirlo como lo había hecho otras veces, con toda la decisión de su juventud, pensando únicamente en su tarea y en cómo tenía que realizarla. Aquellos aventureros, sucios de viajar, se quedaban mirándola con asombro, y hasta los impasibles indios, que se trasladaban de un lado a otro con sus pieles, aflojaban su habitual estoicismo contemplando maravillados la belleza de la doncella de rostro pálido. Había llegado ya a los arrabales de la ciudad cuando se encontró el camino bloqueado por una gran manada de ganado vacuno, conducida por media docena de pastores de las llanuras de aspecto salvaje. Llevada de su impaciencia, intentó atravesar este obstáculo lanzando su caballo por lo que creyó que era un espacio libre entre la masa. Sin embargo, apenas se hubo metido, la manada se cerró a sus espaldas, y se vio encerrada por completo en aquel río movedizo de animales vacunos, de fiera mirada y largos cuernos. Acostumbrada como estaba a manipular el ganado, no se alarmó de verse en aquella situación, sino que aprovechó todas las circunstancias de impulsar a su caballo hacia adelante, con la esperanza de abrirse camino por entre la manada. Por desgracia, ya fuese accidentalmente o de una manera deliberada, los cuernos de uno de los animales chocaron violentamente contra el costado del mustang y lo enloquecieron. Instantáneamente se alzó sobre sus patas traseras, dando un resoplido de rabia, y saltó y corcoveó de una manera que habría desarzonado al más diestro jinete. La situación estaba llena de peligros. Cada avance del enloquecido caballo le hacía chocar otra vez con los cuernos, y ese choque servía para enfurecerlo más. Todo lo que la muchacha podía hacer era procurar mantenerse en la silla, porque el deslizarse de la misma equivalía a una muerte espantosa bajo las pezuñas de aquellos animales indómitos y asustados. Como no estaba acostumbrada a tales circunstancias inesperadas, empezó a darle vueltas la cabeza y a aflojarse la presión de sus manos en la brida. Sofocada por la nube de polvo que se levantaba y por el vaho de aquellos animales forcejeantes, quizá hubiese abandonado sus esfuerzos, presa de desesperación, a no ser por una voz cariñosa que resonó a un costado suyo, dándole la seguridad de su ayuda. En el mismo instante, una mano morena y forzuda agarró al asustado caballo por la barbada, y abriéndose camino entre el rebaño, no tardó en sacarlos a terreno libre. —¿Está usted herida, señorita? —preguntó en tono respetuoso su salvador. La joven levantó la vista hacia aquel rostro moreno y fogoso, y se rió con naturalidad, diciendo sin rodeos: —Lo que estoy es tremendamente asustada. ¿Quién iba a pensar que Poncho se iba a asustar de una manada de vacas? —Gracias a Dios que se mantuvo usted en su silla —dijo el otro con seriedad. Era un joven alto, de aspecto bravío, montado en un fuerte caballo roano y vestido con burdas ropas de cazador; llevaba colgado de los hombros un largo rifle. —Me parece que usted es la hija de John Ferrier —dijo a manera de comentario—. La vi salir a caballo de su casa. Cuando hable con él, pregúntele si se acuerda de Jefferson Hope, de San Luis. Si se trata del mismo Ferrier, mi padre y él eran íntimos. —¿Y por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —interrogó ella con recato. Al joven pareció gustarle aquella indicación, y sus negros ojos centellearon de placer. —Así lo haré —dijo—. Hemos permanecido en las montañas durante dos meses, y no estamos presentables para una visita. Tendrá que recibirnos tal como estamos. —Él tiene mucho que agradecerles y yo también —contestó ella—. Me adora. Si esas vacas me hubiesen pisoteado, él no se habría consolado jamás. —Ni yo tampoco —dijo su compañero. —¡Usted! Bueno; no creo que a usted le hubiese importado mucho. Ni siquiera es usted amigo nuestro. Al oír este comentario, la morena cara del joven cazador se puso tan sombría, que Lucy Ferrier se echó a reír ruidosamente. —Bueno, no me expresé bien —dijo—, porque ya es usted un amigo. No deje de venir a visitarnos. Tengo que seguir adelante, porque, de otro modo, mi padre no volvería a confiarme ningún asunto suyo. ¡Adiós! —Adiós —contestó él, alzando su ancho sombrero e inclinándose hacia la mano pequeña de la joven. Esta hizo dar media vuelta a su mustang, le sacudió un latigazo con la fusta y salió disparada camino adelante en medio de una nube ondulante de polvo. El joven Jefferson Hope siguió a caballo con sus compañeros, sombrío y taciturno. Él y ellos habían permanecido en las montañas de Nevada buscando minas de plata, y regresaban a Salt Lake City esperanzados de conseguir capital suficiente para explotar algunos filones que habían descubierto. El joven había puesto en el negocio un interés tan vivo como cualquiera de sus compañeros, hasta que el incidente aquel desvió sus pensamientos por otros conductos. La vista de la hermosa muchacha, tan fresca y sana como las brisas de la sierra, había removido su corazón, volcánico e indomable, hasta lo más profundo. Cuando ella desapareció de su vista, el joven comprendió que había llegado a una crisis en su vida, y que ni las especulaciones en minas de plata ni ningún otro asunto podrían tener nunca para él tanta importancia como este de ahora, que los absorbía todos por entero. El amor que había brotado en su corazón no era el capricho súbito y mudable de un muchacho, sino más bien la pasión furiosa e indómita de un hombre de fuerte voluntad e imperioso temperamento. Estaba acostumbrado a triunfar en todo cuanto emprendía. Se juró en su corazón que tampoco en esta empresa de ahora fracasaría si el esfuerzo y la perseverancia humanos eran capaces de llevarlo al éxito. Aquella misma noche se presentó en la casa de John Ferrier, y a ella volvió muchas veces, hasta que su rostro se hizo familiar en la granja. John, encerrado en el valle y absorbido por su trabajo, había tenido pocas ocasiones de enterarse durante los últimos doce años de las noticias del mundo exterior. Jefferson Hope pudo dárselas, y lo hizo en un estilo que interesó a Lucy tanto como a su padre. Había sido uno de los exploradores avanzados en California y podía contar muchas historias extraordinarias de fortunas que se habían hecho y de fortunas que se habían perdido en aquellos días felices e insensatos. Había sido explorador, cazador, buscador de minas de plata y ranchero. En cuantos lugares se ofrecían aventuras emocionantes, allí estaba Jefferson Hope buscándolas. No tardó en ganarse las simpatías del anciano granjero, que hablaba de manera elogiosa de sus buenas cualidades. En esos casos, Lucy permanecía silenciosa; pero el rubor de sus mejillas y sus ojos brillantes y felices demostraban con demasiada claridad que su corazón juvenil ya no le pertenecía. Quizá su honrado padre no hubiese observado esos síntomas, pero con seguridad que no pasaron por alto para el hombre que había conquistado su afecto. Cierto atardecer de verano el joven llegó al galope por el camino y frenó delante de la puerta. Lucy estaba en el umbral de la casa y fue a su encuentro. El joven pasó la brida por encima de la cerca y se adelantó a pie por el sendero. —Lucy —le dijo, agarrándola de las dos manos y mirándola con ternura a la cara—, me marcho. No le pido ahora que venga conmigo; pero ¿está dispuesta a venir cuando yo vuelva por aquí? —¿Y cuándo será eso? —le preguntó ella, sonrojándose y riéndose. —De aquí a un par de meses todo lo más. Entonces, cariño mío, vendré y la reclamaré. No hay nada capaz de interponerse entre nosotros. —¿Y qué será de mi padre? —preguntó ella. —El me ha dado su consentimiento, a condición de que la explotación de las minas resulte satisfactoria. En ese sentido no tengo miedo alguno. —Pues bien: puesto que usted y mi padre lo han arreglado todo, ya no hay nada que hablar —dijo ella en voz baja, apoyando su mejilla en el ancho pecho del joven. —¡Gracias a Dios! —exclamó él con voz ronca, inclinándose y besándola—. Entonces, asunto arreglado. Cuanto más tiempo me quede, más duro se me hará arrancarme de aquí. Ellos me están esperando en el cañón. Adiós, corazón mío…; adiós. Dentro de dos meses me verás aquí. Mientras hablaba se apartó de ella con gran esfuerzo y, saltando sobre su caballo, se alejó a galope tendido, sin volver siquiera la vista atrás, como si temiera, si se volvía una sola vez para mirar lo que dejaba, cambiar de opinión. La joven permaneció de pie en la puerta de entrada, siguiéndole con la vista hasta que él desapareció. Entonces volvió a la casa, convertida en la muchacha más feliz de todo Utah. CAPÍTULO 3 John Ferrier habla con el Profeta Tres semanas habían transcurrido desde que Jefferson Hope y sus camaradas se habían ausentado de Salt Lake City. A John Ferrier le dolía el corazón pensando en el regreso del joven y en la inminente pérdida que iba a sufrir al quedarse sin su hija adoptiva. Pero la cara radiante y feliz de esta servía para reconciliarle con el acontecimiento más de lo que hubiera podido conseguir cualquier otra razón. Siempre había tenido el propósito, arraigado en lo más profundo de su resuelto corazón, de que nada sería capaz de inducirle a consentir en que su hija se casase con un mormón. No consideraba en modo alguno como matrimonio una boda de esas características, sino que la tenía por una vergüenza y un deshonor. Pensase lo que pensase de las doctrinas mormonas, permanecía inflexible acerca de este único extremo. Veíase obligado a mantener sellada la boca, porque manifestar una opinión heterodoxa resultaba peligroso por aquel entonces en la Tierra de los Santos. Sí, era asunto peligroso, tan peligroso que ni siquiera el más santo se atrevía a cuchichear, conteniendo el aliento, sus opiniones religiosas, por temor a que alguna frase salida de sus labios pudiera ser repetida equivocadamente y a que ello le acarrease una rápida sanción. Los que habían sido antaño víctimas de la persecución se habían convertido ahora en perseguidores por cuenta propia, y perseguidores de las más terribles características. Ni la Inquisición de Sevilla, ni el Vehmgericht alemán, ni las sociedades secretas de Italia, fueron capaces de poner en marcha una maquinaria más formidable que la que envolvió como una nube el estado de Utah. Su invisibilidad y el misterio en que se envolvía hicieron doblemente terrible esta organización. Parecía ser omnisciente y omnipotente. Y, sin embargo, ni se la veía ni se la oía. Todo aquel que hablaba contra la Iglesia desaparecía, sin que nadie supiese adonde había ido ni lo que había sido de él. La esposa y los hijos esperaban en su casa, pero ningún padre regresó jamás para informarles de lo que le había ocurrido a manos de sus jueces secretos. La consecuencia de una frase impremeditada o de un acto precipitado era el aniquilamiento inmediato; pero nadie sabía de qué índole podía ser aquel poder que estaba suspendido sobre sus cabezas. No es de extrañar que las personas viviesen temiendo y temblando siempre y que ni siquiera en los más apartados lugares se atreviesen a bisbisear las dudas que los oprimían. Este poder vago y terrible ejercíase al principio tan solo contra los recalcitrantes que, habiendo abrazado la fe mormona, querían más tarde pervertirla o abandonarla. Pero muy pronto fue tomando mayor amplitud. Escaseaban las mujeres adultas, y la poligamia resulta una doctrina estéril cuando se carece de población femenina. Empezaron a circular extraños rumores… de emigrantes asesinados y de campos entrados a saco en ciertas regiones en las que nunca se habían visto indios. Aparecían en los harenes de los ancianos mujeres nuevas, mujeres que languidecían y lloraban, y en cuyos rostros quedaban huellas de un horror inextinguible. Ciertos caminantes rezagados en las montañas hablaban de cuadrillas de hombres armados, enmascarados, que se cruzaban con ellos de noche, subrepticia y calladamente. Estos relatos y rumores tomaron cuerpo y forma y fueron corroborados una y otra vez hasta que se concretaron en un nombre secreto: el de la cuadrilla de los Danitas, o de los Angeles Vengadores, que siguen siendo hasta el día de hoy, en los ranchos aislados del Oeste, un nombre siniestro y de mal agüero. Lo que se fue sabiendo de la organización que producía resultados tan terribles sirvió para incrementar, más que para disminuir, el horror que inspiraba en las mentes de los hombres. Nadie sabía quiénes eran los miembros de aquella sociedad implacable. Manteníanse en el secreto más profundo los nombres de los que participaban en los hechos de sangre y de violencia que tenían lugar so capa de religión. El mismo amigo a quien alguien comunicaba sus recelos sobre el Profeta y sobre la misión que decía tener podía ser uno de los que se presentasen de noche con fuego y espada a exigir una terrible reparación. De ahí que cada cual temía a su convecino y que nadie hablaba de las cosas que le llegaban más al alma. John Ferrier se hallaba una hermosa mañana a punto de salir para sus trigales, cuando oyó el ruido de la puerta exterior que se abría; miró por la ventana y vio que venía hacia la casa por el sendero un hombre grueso, de cabello rubio y de mediana edad. Se le subió el corazón a la garganta, porque no era otro que el gran Brigham Young en persona. Lleno de sobresalto, porque no ignoraba que semejante visita no le presagiaba nada bueno, corrió Ferrier a la puerta para recibir al jefe de los mormones. Sin embargo, este último acogió fríamente sus saludos, y fue tras él con expresión severa, entrando en el cuarto de estar. —Hermano Ferrier —dijo, tomando una silla y mirando al granjero fijamente, al socaire de sus claras pestañas—, los verdaderos creyentes hemos sido buenos amigos para ti. Te acogimos cuando te morías de hambre en el desierto, partimos contigo nuestro alimento, te condujimos sano y salvo hasta el valle de los Elegidos, te hicimos entrega de una magnífica extensión de tierra y dejamos que te enriquecieses bajo nuestra protección. ¿Es o no es así? —Así es —contestó Ferrier. —Solo una cosa te pedimos en pago de todo esto: que abrazases la verdadera fe y que te acomodases en todo a nuestras normas. Tú lo prometiste y, si es verdad lo que se rumorea entre todos, has mostrado negligencia en cumplirlo. —¿En qué he mostrado negligencia? —preguntó Ferrier, extendiendo las manos en ademán suplicante—. ¿No he hecho mis aportaciones al fondo común? ¿No he asistido al templo? ¿No he…? —¿Dónde están tus esposas? —preguntó Young, mirando en torno suyo—. Hazlas venir para que pueda saludarlas. —Es cierto que no me he casado —contestó Ferrier—. Pero es que las mujeres escaseaban y otros tenían más derechos que yo, que no vivía solo, porque tenía a mi hija para atenderme en mis necesidades. —Es de esa hija de la que quiero hablarte —dijo el jefe de los mormones—. Ella ha llegado a ser la flor de Utah y ha encontrado favor a los ojos de muchos que ocupan lugar muy alto en el país. John Ferrier dejó escapar en su interior un gemido. —Se cuentan de ella cosas que me resisto a creer; se cuenta de ella que está comprometida con no sé qué gentil. Son seguramente chacharas de lenguas desocupadas. ¿Cuál es el mandamiento decimotercero del código del santo Joseph Smith? «Todas las doncellas pertenecientes a la verdadera fe deben contraer matrimonio con uno de los Elegidos, porque la que se casa con un gentil comete un grave pecado». Siendo esto así, es imposible que tú, que profesas la santa fe, toleres que tu hija viole ese mandamiento. John Ferrier no contestó, pero jugueteó nervioso con su fusta. —Este es el punto único que nos serviría para poner a prueba tu fe. Así lo ha decidido el Consejo Sagrado de los Cuatro. La muchacha es joven y no queremos que se case con un hombre ya encanecido, y no queremos tampoco quitarle por completo la facultad de elegir. Nosotros los Ancianos tenemos muchas novillas[1], pero tenemos que proveer también a nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo y Drebber tiene un hijo, y cualquiera de los dos acogería con la mayor alegría a tu hija en su casa. Que ella misma elija entre los dos. Son jóvenes y ricos y pertenecen a la verdadera fe. ¿Qué dices a esto? Ferrier permaneció callado por un breve espacio de tiempo, con el ceño fruncido. Por fin dijo: —Concédenos tiempo. Mi hija es muy joven; apenas si ha entrado en la edad del matrimonio. —Dispondrá de un mes para elegir —dijo Young, levantándose de su asiento—. Al finalizar ese plazo tendrá que darnos su contestación. Estaba ya cruzando el umbral cuando se volvió con el rostro encendido y los ojos centelleantes para decir con voz tonante: —Sería mejor para vosotros, John Ferrier, que tú y ella yacieseis como esqueletos blanqueados en lo alto de Sierra Blanca, antes que oponer vuestras débiles voluntades a las órdenes de los Cuatro Santos. Se alejó de la puerta con un ademán amenazador, y Ferrier oyó el ruido de sus fuertes pisadas alejándose por el camino de gravilla. Aún seguía Ferrier sentado, con los codos en las rodillas, meditando en la manera que tendría de exponer el asunto a su hija, cuando sintió que una mano suave se apoyaba en la suya, y al alzar la vista la vio, en pie, a su lado. Le bastó una mirada al rostro pálido y asustado de la joven para comprender que ella había escuchado la conversación. —No lo pude evitar —dijo, contestando a su mirada—. Su voz resonaba por toda la casa. ¡Padre, padre! ¿Qué vamos a hacer? —No te asustes —le contestó él, atrayéndola hacia sí, acariciando con su mano ancha y áspera sus castaños cabellos—. De una manera u otra lo arreglaremos. No disminuye tu cariño por ese mozo, ¿verdad? Un sollozo y un estrujón de mano fueron la única respuesta que ella le dio. —No; claro que no. No me gustaría que me dijeses que había disminuido. Es un mozo bien parecido y es un cristiano, lo cual es ser bastante más de lo que son estas gentes de aquí, a pesar de tanto rezar y predicar. Mañana sale una expedición para Nevada, y yo me las arreglaré para enviarle un mensaje explicándole el conflicto en que estamos metidos. O yo no conozco a ese mozo, o regresará a una velocidad que dejará pequeña a la del telégrafo eléctrico. Lucy se echó a reír por entre sus lágrimas al escuchar aquella descripción de su padre. —Cuando él llegue nos aconsejará lo que mejor se puede hacer. Es por usted por quien yo tengo miedo, padre. Se oyen contar…, se oyen contar unas cosas espantosas acerca de los que se oponen al Profeta; siempre les ocurre algo terrible. —Pero nosotros no nos hemos opuesto a él todavía —contestó su padre—. Tiempo tendremos de esperar la tormenta cuando lo hagamos. Tenemos por delante un mes entero; hacia fines de ese plazo creo que haremos bien en largarnos de Utah. —¡Marcharnos de Utah! —Más o menos. —¿Y la granja? —Convertiremos en dinero todo cuanto nos sea posible, y lo demás tendremos que dejarlo. Si he de decirte la verdad, Lucy, no es esta la primera vez que se me ha ocurrido hacerlo. No me gusta agacharme ante nadie, como lo hace esta gente con su condenado Profeta. Yo he nacido norteamericano y libre, y todo esto me resulta nuevo. Probablemente soy demasiado viejo para aprender. Si ese hombre anda ramoneando por los alrededores de esta granja, quizá tropiece con un escopetazo de postas en dirección contraria. —Pero no nos dejarán marchar —le objetó su hija. —Espera que venga Jefferson, y pronto lo arreglaremos. Entre tanto, no te preocupes, cariño, y no dejes que se te irriten de llorar los ojos, porque si él te ve así la tomaría contigo. No hay ningún motivo para asustarse y tampoco existe peligro alguno. John Ferrier pronunció estas consoladoras sentencias con voz muy segura; pero Lucy no pudo menos que fijarse en que aquella noche puso un cuidado especial en cerrar bien las ventanas y en que limpió y cargó con sumo cuidado la vieja escopeta roñosa que estaba colgada en la pared de su dormitorio. CAPÍTULO 4 Una fuga para salvar la vida La mañana que siguió a su entrevista con el profeta mormón, John Ferrier marchó a Salt Lake City, y habiendo encontrado al conocido suyo que partía en dirección a las montañas de Nevada, le confió un mensaje destinado a Jefferson Hope. Prevenía en el mismo al joven del peligro que los amenazaba y de lo indispensable que era que regresase. Hecho lo cual se sintió más tranquilo y regresó a su hogar con el corazón aligerado. Al llegar cerca de la granja se sorprendió de encontrar sendos caballos atados a los dos pilares de la puerta exterior. Y aún más se sorprendió cuando, ya dentro de su casa, se encontró con que dos jóvenes habían tomado posesión de su cuarto de estar. Uno de ellos, de rostro pálido y alargado, estaba arrellanado en la mecedora, descansando los pies encima de la estufa. El otro, un joven de cuello de toro y de rasgos faciales toscos y abotargados, permanecía en pie delante de la ventana, con las manos hundidas en los bolsillos, y silbaba un himno popular. Ambos saludaron a Ferrier con una inclinación de cabeza, y el de la mecedora dio principio a la conversación. —Quizá usted no nos conoce —dijo—. Ese que ve usted ahí es el hijo del Anciano Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, el mismo que hizo el viaje con ustedes por el desierto cuando el Señor alargó su mano y los recogió dentro de la verdadera congregación de sus fieles. —Y eso mismo hará a su debido tiempo con todos los pueblos —dijo el otro con voz nasal—. El Señor muele lentamente, pero muele fino. John Ferrier hizo una fría inclinación. Había adivinado a qué venían sus visitantes. —Hemos venido —dijo Stangerson—, por consejo de nuestros padres, a pedir la mano de vuestra hija para el que usted y ella elijan de nosotros dos. Como yo solo tengo cuatro esposas y el hermano Drebber tiene siete, creo que tengo más derecho que él. —No, no, hermano Stangerson —gritó el otro—. No se trata de cuántas esposas tiene cada uno de nosotros, sino del número de ellas que es capaz de mantener. Yo soy el más rico de los dos, porque mi padre me ha cedido ya sus molinos. —Pero mis perspectivas son mejores —contestó acaloradamente el otro—. Cuando el Señor se lleve a mi padre, pasarán a mis manos su curtiduría y su fábrica de artículos de cuero. Además, tengo más años que tú y ocupo en la Iglesia una posición más elevada. —La que ha de decidir es la moza —le replicó Drebber, haciendo una mueca a su propia imagen reflejada en el espejo—. Dejaremos todo a su propia elección. John Ferrier había permanecido durante todo este diálogo reconcomiéndose de ira en el umbral de la puerta y conteniéndose a duras penas para no descargar su fusta en las espaldas de sus dos visitantes. —Escuchadme —exclamó al fin, avanzando hacia ellos—. Cuando mi hija os llame podéis venir, pero hasta entonces no quiero ver por aquí vuestras caras. Los dos jóvenes mormones se le quedaron mirando con asombro. Aquella pugna que sostenían entre sí por la doncella constituía a sus ojos el más alto honor para la joven y para el padre. —Esta habitación tiene dos salidas —les gritó Ferrier—: una es la puerta, y la otra, la ventana. ¿Cuál de las dos preferís? Su rostro moreno tenía una expresión tal de ferocidad, y sus enjutas manos parecían tan amenazadoras, que sus visitantes se pusieron en pie de un salto y emprendieron una retirada presurosa. El anciano granjero los siguió hasta la puerta. —Cuando os hayáis puesto de acuerdo sobre cuál de los dos ha de ser, me lo comunicáis —dijo burlonamente. —Pagará usted esto muy caro —gritó Stangerson, blanco de furor—. Ha desafiado usted al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Le pesará hasta el fin de sus días. —La mano del Señor se asentará pesadamente sobre usted —le gritó el joven Drebber—. ¡Se alzará y lo aplastará! —Yo mismo empezaré el aplastamiento —exclamó Ferrier, furioso. Y si Lucy no le hubiera agarrado del brazo y se lo hubiera impedido, habría echado a correr escaleras arriba en busca de su escopeta. Antes de que el padre pudiera desembarazarse de su hija, el ruido de los cascos de los caballos le advirtió que ellos estaban ya fuera de su alcance. —¡Los muy canallas e hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—. Muchacha, preferiría verte enterrada antes que convertida en la mujer de ninguno de los dos. —Y yo también, padre —contestó ella, mimosa—. Pero Jefferson no tardará en estar aquí. —Sí. No tardará mucho en venir. Cuanto antes, mejor, porque ignoramos qué medida tomarán a continuación. Era ya hora de que alguien capaz de aconsejar y de prestar ayuda acudiese en socorro del anciano y valeroso granjero y de su hija adoptiva. En toda la historia de la colonia no se había dado un caso de desobediencia tan flagrante a la autoridad de los Ancianos. Cuando las faltas pequeñas se castigaban con tal rigor, ¿qué suerte le esperaba a aquel archirrebelde? Ferrier sabía que de nada iban a servir su riqueza y su posición social. Otros tan ricos y tan bien conocidos como él habían desaparecido de pronto, pasando sus bienes a manos de la Iglesia. Era un hombre valeroso, pero temblaba pensando en las amenazas pavorosas, vagas y confusas que se le venían encima. Era capaz de hacer frente con la boca apretada a cualquier peligro conocido, pero aquella incertidumbre lo acobardaba. Sin embargo, ocultó sus temores a su hija, afectando dar poca importancia a todo el asunto, aunque Lucy, con la mirada penetrante del amor, advertía claramente la intranquilidad de su padre. Esperaba Ferrier recibir algún mensaje o reconvención de Young a propósito de su conducta, y no se equivocaba, aunque llegó de una manera inesperada. Con gran sorpresa suya, al levantarse al día siguiente por la mañana, encontró un papelito prendido en la colcha con un alfiler, justamente encima de su pecho. En él se leía, escrito con grandes letras desmañadas, lo siguiente: «Se te dan veintinueve días para que te corrijas, y después…». Los puntos suspensivos inspiraban mayor miedo que cualquier amenaza. Lo que a John Ferrier produjo vivo desasosiego fue el pensar cómo pudo ser introducido aquel aviso en su habitación, porque la servidumbre dormía en una dependencia apartada de la casa y las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas. Arrugó en su mano el papel y nada dijo a su hija, pero aquel incidente le heló el corazón. Estaba claro que los veintinueve días eran los que restaban del mes que Young le había prometido. ¿De qué servían la fortaleza y el valor contra un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma mano que había prendido el alfiler habría podido atravesarle el corazón, y él no hubiera sabido nunca quién lo había matado. Mayor aún fue su sobresalto a la mañana siguiente. Se hallaban sentados desayunando, cuando de pronto Lucy dio un grito de sorpresa y señaló hacia arriba. En el centro del techo, garabateado quizá con un palo quemado, veíase el número veintiocho. Aquello resultaba ininteligible para su hija, que no le encontró ningún sentido. Aquella noche, Ferrier permaneció levantado e hizo ronda y guardia armado de su escopeta. Nada vio ni oyó; pero por la mañana encontró pintado en la parte exterior de la puerta de la casa un gran número veintisiete. De esa manera fueron pasando los días, y con la misma seguridad con que llegaban las mañanas descubría Ferrier que sus invisibles enemigos habían hecho su anotación marcando en algún sitio visible el número de días que aún le quedaban del mes de gracia. Unas veces, los números fatídicos aparecían en las paredes; otras, en los suelos, y de cuando en cuando, en pequeños rótulos pegados en la puerta del jardín o en la verja. A pesar de toda su vigilancia, John Ferrier no llegaba a descubrir de qué manera le llegaban aquellas advertencias. Al descubrirlas apoderábase de él un espanto que llegaba casi a ser supersticioso. Llegó a estar ojeroso y desasosegado, tomando sus ojos la expresión de azaramiento de un animal acosado. Ya no tenía en la vida sino una sola esperanza, y esta era la de que llegase el joven cazador de Nevada. El número veinte se había hecho quince, y el quince, diez, y aún no había noticias del ausente. Uno tras otro, los números iban achicándose, y aún no había señales de aquel. Cada vez que se oía en el camino a un jinete, o cada vez que un carretero gritaba a su tiro, el anciano granjero corría a la puerta exterior pensando que al fin le llegaba el socorro. Pero cuando vio que el cinco se convertía en cuatro, y el cuatro, en tres, perdió todos los ánimos y perdió toda esperanza de salvación. Abandonado a sí mismo, y con escaso conocimiento de las montañas que rodeaban la colina, tenía la certidumbre de su impotencia. Los caminos más frecuentes hallábanse sometidos a estricta guardia y vigilancia, y nadie podía circular por ellos sin orden expresa del Consejo. Adondequiera que se volviese, no veía modo de esquivar el golpe que le amenazaba. Pero, a pesar de todo, ni un momento vaciló el anciano en su resolución de perder la vida antes de consentir en lo que él creía que era una deshonra para su hija. Hallábase solo cierto anochecer, meditando profundamente en sus dificultades y buscando en vano una salida de las mismas. Aquella mañana había aparecido en la pared de su casa el número dos, y el día siguiente sería el postrero del plazo otorgado. ¿Qué ocurriría entonces? Toda clase de fantasías confusas y terribles poblaban su imaginación. Y su hija, ¿qué sería de ella después de la desaparición del padre? ¿No había manera de escapar de la red invisible que los envolvía? Ferrier dejó caer la cabeza sobre la mesa y sollozó al pensar en su impotencia. ¿Qué era aquello? Había oído en medio del silencio un ruido como si arañasen suavemente, muy bajito, pero con toda claridad, en el silencio de la noche. Era en la puerta de la casa. Ferrier salió al vestíbulo sin hacer el menor ruido y escuchó con gran atención. Durante unos instantes hubo una pausa y luego se repitió aquel ruido suave e insidioso. Con seguridad que alguien daba leves golpecitos en uno de los paneles de la puerta. ¿Sería algún asesino de medianoche que venía a poner en ejecución las órdenes criminales del tribunal secreto? ¿O sería algún enviado que estaba escribiendo la notificación de que había llegado el último día de gracia? John Ferrier tuvo la sensación de que era preferible la muerte inmediata a aquella expectación que le quebrantaba los nervios y le helaba el corazón. Saltó hacia adelante, corrió el cerrojo y abrió de par en par la puerta. Todo era calma y silencio en el exterior. La noche era serena y las estrellas centelleaban brillantes en lo alto. El jardincillo frontero estaba allí ante los ojos de Ferrier, limitado por la cerca y la puerta exterior; pero ni allí ni en el camino divisábase ningún ser humano. Ferrier miró a derecha e izquierda con un suspiro de alivio, hasta que, dirigiendo por casualidad la mirada al suelo, vio con asombro, delante de sus propios pies, boca abajo en el suelo, el cuerpo de un joven con los brazos y las piernas abiertos todo lo que daban de sí. Aquella visión lo enervó de tal manera, que tuvo que apoyarse contra la pared, llevándose la mano a la garganta para ahogar el impulso que sintió de gritar. Su primera idea fue que aquel cuerpo caído por tierra era el de algún herido o moribundo; pero mientras estaba mirándolo observó que avanzaba reptando y que se metía en el vestíbulo con la rapidez silenciosa de una serpiente. Una vez dentro de la casa, el hombre se puso en pie de un salto, cerró la puerta y descubrió ante el asombrado granjero la cara valerosa y la expresión resuelta de Jefferson Hope. —¡Santo Dios! —jadeó John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado! ¿Qué es lo que te obligó a venir de esa manera? —Déme de comer —contestó el otro con voz ronca—. Llevo cuarenta y ocho horas sin tiempo para comer un bocado o tomar una sopa. Se arrojó sobre la carne fría y el pan, restos de la cena del dueño de la casa, que aún quedaban encima de la mesa, y se los comió vorazmente. Una vez saciado, preguntó: —¿Lo resiste bien Lucy? —Sí. Ella no está enterada del peligro —contestó su padre. —Perfectamente. La casa está vigilada por todas partes. Esa es la razón por la que llegué hasta ella arrastrándome por el suelo. Son gente endiabladamente lista, pero no lo bastante para apoderarse de un cazador washoe. Una vez que se convenció de que ya contaba con un colaborador abnegado, John Ferrier se sintió otro hombre. Agarró la mano curtida del joven y la estrechó cordialmente, diciéndole: —Eres un hombre de quien se puede estar orgulloso. No son muchos los que habrían sido capaces de venir a compartir nuestro peligro y nuestras dificultades. —Ha dado usted en mitad del blanco, por vida mía —le contestó el joven cazador—. Siento respeto por usted; pero si se encontrase solo y metido en este asunto, lo pensaría dos veces antes de introducir mi cabeza en semejante nido de avispas. Es Lucy la que me trae aquí, y creo que antes de que ella sufra daño alguno, habrá en Utah un Hope menos. —¿Qué es lo que debemos hacer? —Mañana es su último día, y están perdidos como no se actúe esta misma noche. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en la cañada del Águila. ¿De qué dinero dispone usted? —De dos mil dólares en oro y cinco mil en billetes. —Eso bastará. Yo cuento con otro tanto para agregar a esa suma. Tenemos que ponernos en camino para Carson City cruzando por las montañas. Lo mejor es que despierte usted a Lucy. Es una suerte que los criados no duerman en la casa. Mientras Ferrier estuvo ausente, preparando a su hija para el viaje inmediato, Jefferson Hope recogió todos los comestibles que halló a mano, haciendo con ellos un bulto pequeño, y llenó de agua un cántaro de barro, sabiendo por experiencia que los pozos son escasos en la montaña y muy distantes unos de otros. Tuvo apenas tiempo de completar sus preparativos antes de que el granjero volviese con su hija, ya vestida y dispuesta para la marcha. Los enamorados cambiaron entre sí saludos calurosos, pero breves, porque los minutos eran preciosos y mucho lo que quedaba por hacer. —Es preciso que nos pongamos en marcha inmediatamente —dijo Jefferson Hope, hablando en voz baja, pero resuelta, como quien tiene conciencia de la gravedad del peligro y ha templado su corazón para hacerle frente—. Las entradas de la parte de delante y de la parte de atrás se hallan vigiladas; pero, si obramos con cautela, podemos salir por la ventana lateral y avanzar a campo traviesa. Una vez en el camino, estaremos a dos millas de la cañada donde nos esperan los caballos. Pero cuando amanezca, nos encontraremos a mitad de camino, en plena montaña. —¿Y si nos cortan el paso? —preguntó Ferrier. Hope dio unas palmadas en la empuñadura del revólver, que sobresalía por la parte delantera de su zamarra. —Si son demasiados para nosotros, nos llevaremos por delante a dos o tres de ellos —dijo con sonrisa siniestra. Habían apagado todas las luces del interior de la casa, y Ferrier examinó desde la ventana envuelta en la oscuridad los campos que habían sido suyos y que iban ahora a dejar abandonados para siempre. Había venido durante mucho tiempo preparando su ánimo para el sacrificio, y el pensamiento de la honra y de la felicidad de su hija pesó más que cualquier dolor que le produjese ver deshecha su fortuna. Todo ofrecía un aspecto sosegado y tan feliz: los árboles, que susurraban, y los anchos trigales silenciosos; resultaba difícil convencerse de que a través de todo ello acechaba un ansia asesina. Sin embargo, el rostro pálido y la firmeza de expresión del joven cazador daban a entender que al acercarse a la casa había visto lo suficiente para saber a qué atenerse. Ferrier cargó con el talego del oro y de los billetes. Jefferson Hope, con las escasas provisiones y el agua; en tanto que Lucy llevaba en un lío pequeño los objetos más valiosos. Abrieron la ventana muy despacio y con mucho tiento, esperaron hasta que una negra nube oscureció algo la noche, y entonces pasaron uno tras otro por la ventana al pequeño jardín. Con el aliento en suspenso y agachándose, avanzaron a tientas hasta cruzarlo y se colocaron al abrigo del seto, que fueron contorneando hasta llegar a un estrecho espacio abierto en un trigal. En el instante en que llegaban a este punto, el joven agarró a sus dos acompañantes y los arrastró hasta la sombra, donde permanecieron silenciosos y temblorosos. Agradecidos podían estar a que su entrenamiento en las praderas le había dado a Jefferson el oído de un lince. Apenas él y sus amigos se habían agazapado cuando oyeron, a distancia de algunas yardas de donde ellos estaban, el hucheo melancólico de una lechuza de montaña, grito al que contestó inmediatamente y a corta distancia otro hucheo. En seguida surgió una figura vaga y borrosa del espacio abierto en el trigal hacia donde ellos se dirigían, y esa sombra lanzó otra vez el grito quejumbroso que servía de señal y que hizo que saliese de la oscuridad un segundo individuo. —Mañana a medianoche —dijo el primero, que parecía ser el que mandaba—. Cuando el chotacabras grite tres veces. —Perfectamente —contestó el otro—. ¿Debo decírselo al hermano Drebber? —Pásale la orden, y que él se la pase a los demás. ¡Nueve a siete! —¡Siete a cinco! —replicó el otro. Y las dos sombras se alejaron en diferentes direcciones. Era evidente que las últimas palabras dichas constituían una especie de seña y contraseña. En cuanto sus pasos se apagaron a lo lejos, Jefferson Hope saltó en pie y, ayudando a sus acompañantes a pasar por el espacio libre, los condujo a través de los campos a toda velocidad, sosteniendo y casi llevando en vilo a la muchacha cuando esta parecía desfallecer. —¡De prisa, de prisa! —jadeaba el joven de cuando en cuando—. Estamos cruzando la línea de centinelas y todo depende de nuestra velocidad. ¡De prisa! Una vez en el camino, avanzaron rápidamente. Tan solo tropezaron con una persona, y se las compusieron para deslizarse hasta un campo, evitando así el ser reconocidos. Antes de alcanzar la población, el cazador se metió por un sendero estrecho y escarpado que conducía hacia las montañas. En medio de la oscuridad aparecieron por encima de ellos dos picachos negros y mellados; el desfiladero que cruzaba entre los picachos era la cañada del Águila, en la que los estaban esperando los caballos. Jefferson Hope, guiado por un instinto certero, fue siguiendo su camino por entre los grandes peñascos y a lo largo de lechos secos de ríos, hasta que llegó a un apartado rincón, oculto a la vista por rocas, donde los fieles animales habían quedado sujetos a estacas. Montaron en una mula a la muchacha, y al viejo Ferrier en uno de los caballos, con su talego de dinero, y Jefferson fue guiando al otro por un sendero escarpado y peligroso. Para quien no estuviera acostumbrado a enfrentarse con la Naturaleza en sus más salvajes humores, aquel camino era desconcertante. A un lado se erguía un enorme espigón de piedra de más de mil pies de altura, negro, ceñudo y amenazador, con elevadas columnas de basalto sobre su arrugada superficie, como costillas de algún monstruo petrificado. A la otra mano, un caos salvaje de peñascales y rocalla hacía imposible todo avance. Entre lo uno y lo otro se alargaba el sendero irregular, tan angosto en algunos lugares, que se veían obligados a caminar en fila india, y tan escabroso, que solo unos jinetes entrenados podían cruzarlo. Sin embargo, a pesar de todos los peligros y dificultades, los corazones de los fugitivos latían alegremente, porque cada paso que daban aumentaba la distancia que los separaba del terrible despotismo de que venían huyendo. Sin embargo, pronto tuvieron una prueba de que se hallaban todavía dentro de la jurisdicción de los Santos. Habían llegado a la zona más salvaje y más desolada de aquel paso, cuando la muchacha dejó escapar un grito sobresaltado y señaló con el dedo hacia arriba. Encima de una roca que dominaba el camino, destacándose como una sombra bien definida sobre el fondo del firmamento, estaba un centinela solitario. Los vio tan pronto como ellos a él, y su grito militar de «¿Quién vive?» resonó en la cañada silenciosa. —Viajeros que marchan a Nevada —dijo Jefferson Hope, con la mano en el rifle, que colgaba de su montura. Vieron cómo el vigilante solitario ponía el dedo en el gatillo de su fusil y los miraba desde lo alto como si no le satisficiese su contestación. —¿Con qué permiso? —preguntó. —Con el de los Cuatro Santos —contestó Ferrier. Su experiencia le había enseñado que era aquella la más alta autoridad a la que podían hacer referencia. —Nueve a siete —gritó el centinela. —Siete a cinco —contestó Jefferson Hope rápidamente, recordando la contraseña que había oído en el jardín. —Adelante, y que el Señor os acompañe —dijo la voz desde lo alto. A partir de aquel puesto, el sendero se ensanchó y los caballos pudieron ponerse al trote. Al volverse a mirar hacia atrás vieron al solitario vigilante apoyado en su fusil, y comprendieron que habían dejado atrás el puesto avanzado del pueblo elegido y que tenían ante ellos la libertad. CAPÍTULO 5 Los Ángeles Vengadores Durante toda la noche caminaron por intrincados desfiladeros y caminos irregulares sembrados de rocas. Más de una vez se extraviaron; pero el profundo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió volver a encontrar el rumbo. Cuando amaneció sus ojos vieron un panorama de belleza maravillosa, aunque salvaje. Los picachos coronados de nieve los cercaban en todas direcciones y parecían mirar los unos por encima del hombro de los otros hacia el lejano horizonte. Tan escarpadas eran las vertientes a uno y otro lado, que los alerces y los pinos parecían estar suspendidos sobre las cabezas de los viajeros, como si bastase una ráfaga de viento para que cayesen encima dando tumbos. No era totalmente ilusorio este miedo, porque el árido valle se hallaba apretadamente sembrado de árboles y de peñas que habían caído de una manera semejante. Cuando ellos pasaban, una gran roca rodó por la vertiente con violento estrépito, que despertó los ecos en las cañadas silenciosas y sobresaltó a los cansados caballos, que se lanzaron al galope. A medida que el sol iba alzándose lentamente por encima del horizonte, los casquetes de nieve de las altas montañas se encendían uno después de otro, igual que las lámparas de un festival, hasta que todos ellos estuvieron rutilantes y arrebolados. El magnífico espectáculo alegró los corazones de los tres fugitivos y les dio nuevas energías. Junto a un torrente violento que surgía de una cañada hicieron alto y dieron de beber a sus caballos, mientras ellos desayunaban rápidamente. Lucy y su padre hubieran permanecido allí de buena gana descansando un rato más, pero Jefferson Hope se mostró inexorable. —Están siguiendo nuestro rastro —dijo—. Todo depende de nuestra rapidez. Una vez a salvo en Carson, podemos descansar todo el resto de nuestras vidas. Durante todo aquel día avanzaron con esfuerzo por desfiladeros, y al anochecer calcularon que se hallaban a más de treinta millas de distancia de sus enemigos. Por la noche eligieron la base de un peñasco que formaba un saliente, donde las rocas ofrecían algún resguardo contra el viento frío, y allí, apretujados para mejor conservar el calor, disfrutaron de unas horas de sueño. Sin embargo, se levantaron antes de que amaneciese y reanudaron la marcha. Ningún indicio habían descubierto de que los persiguiesen, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se encontraban ya completamente fuera del alcance de la terrible organización en cuyas iras habían incurrido. Bien ajenos estaban de saber hasta donde llegaba su garra de hierro ni lo poco que iba a tardar en cerrarse sobre ellos y aplastarlos. Hacia la mitad del día segundo de su fuga empezaron a agotarse sus escasas provisiones. Esto preocupó muy poco al cazador, porque había en aquellas montañas posibilidades de cazar y él había tenido que fiarse muchas veces de su rifle para proveerse de lo necesario para subsistir. Eligió un rincón abrigado, amontonó algunas ramas secas y encendió una brillante hoguera para que sus acompañantes pudieran calentarse, porque se hallaban ya a cerca de cinco mil pies sobre el nivel del mar y el aire era frío y cortante. Después de manear los caballos, se despidió de Lucy, se echó el fusil al hombro y se lanzó en busca de lo que pudiera ponérsele por delante. Cuando miró hacia atrás vió que el anciano y la muchacha se habían acurrucado muy cerca de la lumbre y que los tres animales permanecían inmóviles al fondo. Luego, unas rocas se interpusieron y ocultaron todo a su vista. Caminó un par de millas pasando de una cañada a otra sin éxito, aunque, a juzgar por las señales que había en la corteza de los árboles y por otras indicaciones, pensó que eran abundantes los osos por aquellos alrededores. Por último, después de dos o tres horas de inútil búsqueda, empezó a pensar, desesperado, en el regreso; pero en ese instante alzó los ojos, y lo que vio hizo vibrar de placer su corazón. Trescientos o cuatrocientos pies por encima de él, en el borde de un saliente que formaba la cima, distinguíase un animal que ofrecía algún parecido con un morueco, pero que estaba armado con un par de cuernos gigantescos. Aquel «cuernos grandes», porque de esa manera se llama, montaba probablemente la guardia para seguridad de un rebaño invisible para el cazador; pero, por suerte, se hallaba mirando en dirección contraria y no lo había visto. Se tumbó boca abajo, apoyó el rifle encima de una roca y apuntó largo y firme antes de dar al gatillo. El animal pegó un bote, se tambaleó un instante al borde del precipicio y rodó estrepitosamente hacia la hondonada que había debajo. El animal resultaba demasiado pesado para cargárselo a la espalda, y el cazador se contentó con cortar una de las patas y parte del lomo. Con este trofeo al hombro volvió presuroso sobre sus pasos, porque el crepúsculo se echaba encima. Sin embargo, no bien inició el regreso, se dio cuenta de la dificultad con que se enfrentaba. Llevado de su anhelo, se había aventurado más allá de las cañadas que él conocía, y no resultaba tarea fácil encontrar el camino por el que había venido. El valle en que se hallaba dividíase y subdividíase en muchos desfiladeros, tan parecidos los unos a los otros que resultaba imposible distinguirlos. Avanzó un trecho de una milla o más, hasta que llegó a un torrente de montaña que él estaba seguro de que no había visto nunca hasta entonces. Convencido de que se había metido por un paso equivocado, probó fortuna por otro, pero con idéntico resultado. La noche se iba echando rápidamente encima, y ya era casi oscuro cuando encontró, por fin, un desfiladero que le era familiar. Aun entonces no le resultó tarea fácil seguir el camino exacto, porque no se había alzado la luna, y los altos riscos a uno y otro lado hacían que fuese todavía más profunda la oscuridad. La carga le abrumaba y, rendido ya por sus esfuerzos, avanzó a trompicones, reanimando su voluntad con el pensamiento de que cada paso que daba lo iba acercando a Lucy y de que llevaba alimento suficiente para el resto de su viaje. Había llegado ya a la boca del mismo desfiladero en el que los había dejado. A pesar de la oscuridad, podía distinguir el perfil de los peñascos que lo limitaban. Pensó que el padre y la hija le estarían esperando con ansiedad, porque llevaba ausente casi cinco horas. Llevado de la alegría de su corazón, juntó las manos alrededor de su boca e hizo que la cañada resonase con el eco de su clamoroso grito, como señal de que ya estaba allí. Se detuvo y esperó la respuesta. Pero esta no llegó, y solo su propio grito fue saltando por las cañadas tristes y silenciosas, que lo devolvieron basta sus oídos después de incontables repeticiones. Volvió a gritar todavía más fuerte que antes, y tampoco ahora llegó el más ligero murmullo de los amigos a los que había dejado hacía tan poco tiempo. Apoderóse de él una angustia vaga y sin nombre y echó a correr hacia adelante, frenéticamente, dejando caer el precioso alimento, de tan grande que era su emoción. Al doblar el recodo se le presentó bien a la vista el lugar en que había estado encendida la hoguera. Veíase aquí todavía un montón brillante de brasas de leña, pero era evidente que nadie había vuelto a alimentarla desde que él se marchó. El mismo silencio mortal reinaba por todo el contorno. Con sus temores trocados por completo en seguridades, avanzó apresuradamente. Cerca de los restos de la hoguera no había criatura viviente: los animales, el hombre, la doncella, todo había desaparecido. Era demasiado evidente que durante su ausencia había ocurrido algún desastre súbito y terrible, un desastre que había alcanzado a todos ellos, pero que, sin embargo, no había dejado rastros indicadores. Atónito y entontecido por semejante golpe, Jefferson Hope sintió que se le iba la cabeza, y tuvo que apoyarse en su rifle para no caer al suelo. Era, sin embargo, esencialmente un hombre de acción, y se recobró con rapidez de su pasajera impotencia. Echó mano a un trozo de leña medio consumido que había entre las brasas, lo sopló hasta convertirlo en llama y procedió con su ayuda a examinar el pequeño campamento. La tierra estaba apisonada por cascos de caballos, mostrando que un grupo numeroso de jinetes había alcanzado a los fugitivos, y la dirección de sus huellas demostraba que habían vuelto después a tomar la dirección de Salt Lake City. ¿Se habían llevado con ellos a los compañeros de Hope? Este se hallaba ya casi convencido de que era eso lo que había ocurrido, cuando su vista se posó en un objeto que hizo vibrar dentro de él todos sus nervios. A poca distancia, y a un lado del sitio en que acamparon, había un montón de tierra rojiza de poca altura, y ese montón, con toda seguridad, no estaba allí antes. No había modo de confundirlo con nada: era una tumba excavada recientemente. Al acercarse, el joven cazador vio que había clavado en ella un palo, con una hoja de papel metida en la hendidura hecha en una horquilla del mismo. La inscripción que se leía en el papel era concisa, pero elocuente: JOHN FERRIER QUE VIVIÓ EN SALT LAKE CITY MURIÓ EL DÍA 4 DE AGOSTO DE 1860 De modo, pues, que el valeroso anciano del que poco antes se había separado estaba muerto, y ese era todo su epitafio. Jefferson Hope miró a su alrededor, desatinado, para ver si había otra tumba más, pero no encontró ninguna señal. Lucy había sido llevada al punto de origen por sus terribles perseguidores para que se cumpliese su primitivo destino, convirtiéndola en una mujer más del harén del hijo de uno de los Ancianos. Cuando el joven tuvo la certeza de lo que le había ocurrido a la joven y de su propia impotencia para evitarlo, deseó yacer él también con el anciano granjero en el lugar silencioso de su último descanso. Sin embargo, su ánimo activo arrojó nuevamente lejos de sí el letargo que brota de la desesperación. Si ya no le quedaba nada, podía, por lo menos, consagrar su vida al castigo de los culpables. Jefferson Hope, al mismo tiempo que de una paciencia y una perseverancia indomables, estaba dotado de una capacidad persistente de rencor justiciero, que quizá aprendió de los indios, entre los cuales había vivido. En pie junto a la hoguera desolada, tuvo el convencimiento de que solo una cosa podía acallar su dolor, y esa cosa era la sanción plena y total del crimen, impuesta por sus propias manos a los raptores y asesinos. Resolvió consagrar a esa única finalidad su firme voluntad y su incansable energía. Volvió sobre sus pasos, con rostro ceñudo y pálido, hasta donde había dejado caer la carne y, después de reavivar el fuego encenizado, asó la suficiente para unos cuantos días. La envolvió luego en un paño y, cansado como estaba, emprendió el camino de regreso por las montañas, siguiendo la huella de los Ángeles Vengadores. Caminó durante cinco días, con los pies llagados y abrumado de cansancio, por los desfiladeros que antes había atravesado a caballo. Por la noche se dejaba caer entre las rocas y arrancaba unas pocas horas al sueño; pero mucho antes de que amaneciese volvía siempre a reanudar la marcha. Al séptimo día llegó al cañón del Águila, desde el que iniciaran su malhadada fuga. Desde allí se descubría, en la llanura, el hogar de los Santos. Agotado y exhausto, se apoyó en su rifle y amenazó fieramente con su mano curtida a la ciudad que se extendía silenciosa a sus pies. Estando contemplándola se fijó en que había banderas y otras señales de festejos en algunas calles principales. Hallábase aún haciendo cabalas sobre lo que aquello podría significar, cuando oyó pisadas de cascos de un caballo y vio venir hacia él a un jinete montado en su cabalgadura. Cuando estuvo cerca vio que se trataba de un mormón, llamado Cowper, al que había hecho algunos favores en distintas ocasiones. Se acercó, pues, cuando el jinete estuvo a su altura, a fin de averiguar cuál había sido la suerte de Lucy Ferrier. —Soy Jefferson Hope —le dijo—. Usted me recordará. El mormón le miró sin disimular su asombro. La verdad, era difícil identificar en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara espantosamente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto cazador joven de otros tiempos. Pero, después de convencido de su identidad, la sorpresa del hombre se cambió en consternación. —Comete usted una locura en venir aquí —exclamó—, y no vale más que la suya mi vida si me ven hablando con usted. Los Cuatro Santos han lanzado contra usted un mandamiento de prisión por haber ayudado a los Ferrier en su fuga. —No los temo a ellos ni temo a su mandamiento —dijo Hope, muy serio—. Cowper, usted debe de saber algo del asunto. Yo le conjuro por todo lo que más quiera a que conteste a algunas preguntas más. Nosotros dos fuimos siempre amigos. Por amor de Dios, no se niegue a contestarme. —¿De qué se trata? —preguntó, desasosegado, el mormón—. Hable rápido. Hasta las mismas rocas tienen oídos, y los árboles, ojos. —¿Qué ha sido de Lucy Ferrier? —Ayer contrajo matrimonio con el joven Drebber. Reaccione, hombre, reaccione; parece usted un muerto. —No se preocupe por mí —le dijo Hope con voz débil. Hasta los mismos labios se le habían puesto blancos, y se había dejado caer al pie del peñasco en el que se apoyaba—. ¿De modo que ha contraído matrimonio? —Sí, se casó ayer, y esa es la razón de que ondeen aquellas banderas en la Casa Fundacional. Entre el joven Drebber y el joven Stangerson hubo palabras sobre cuál de ellos se la tenía que llevar. Los dos formaron en la expedición que los persiguió y Stangerson había matado a tiros al padre, lo que parecía darle más derechos; pero, cuando expusieron argumentos ante el Consejo, los partidarios de Drebber resultaron los más fuertes, y el Profeta se la entregó a él. Sin embargo, no pertenecerá a nadie durante mucho tiempo, porque ayer la vi y en su rostro se leía la muerte. Más que una mujer, parece ya un fantasma. ¿Se marcha usted ya? —Sí, me marcho —dijo Jefferson Hope, que se había levantado ya de donde estaba sentado. Era tan dura y tan firme la expresión de su rostro, que se hubiera dicho que estaba cincelada en mármol, mientras que sus ojos brillaban con luz siniestra. —¿Adonde va usted? —No se preocupe —contestó Hope. Y echando el arma sobre la espalda se alejó por el desfiladero adelante hasta el corazón mismo de las montañas y hasta las guaridas de las fieras. Entre todas ellas no había ninguna tan feroz y tan peligrosa como él mismo. La predicción que había hecho el mormón tuvo exacto cumplimiento. Ya fuese por la terrible muerte sufrida por su padre, ya fuese a consecuencia de la odiada boda a la que se había visto obligada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, sino que se fue apagando de tristeza y falleció antes de un mes. Su estúpido marido, que se había casado con ella principalmente para entrar en posesión de los bienes de John Ferrier, no mostró gran dolor por su pérdida; pero las otras mujeres suyas sí que la lloraron y la velaron durante la noche anterior al entierro, según es costumbre de los mormones. Se hallaban agrupadas alrededor del féretro en las primeras horas de la madrugada, cuando, ante su temor y asombro indecibles, se abrió de par en par la puerta y entró en la habitación un hombre harapiento, de aspecto salvaje y curtido por la vida en descampado. Sin dirigir una mirada ni una palabra a las encogidas mujeres, avanzó hasta el cuerpo blanco y mudo, que había servido de morada al alma pura de Lucy Ferrier. Se inclinó sobre ella, aplicó sus labios con reverencia a la fría frente, y acto seguido, alzando la mano de la difunta, le quitó del dedo el anillo de boda. —No la enterrarán con esto —gritó con fiereza. Y, antes de que nadie pudiera dar la alarma, bajó a saltos las escaleras y desapareció. Tan rápido y extraordinario fue el episodio, que hasta a las que lo presenciaron les habría resultado difícil creer, o hacer creer a los demás, en su realidad, si no hubiese sido por el hecho innegable de que el anillo de oro que indicaba su condición de casada había desaparecido. Durante algunos meses permaneció Jefferson Hope entre las montañas, llevando una vida extraña y selvática y alimentando en su corazón el feroz deseo justiciero de que se hallaba poseído. Relatábanse en la ciudad anécdotas de una figura fantástica que había sido vista rondando por los suburbios y que merodeaba por las cañadas solitarias de la montaña. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a plantarse en la pared, a menos de un pie de distancia de la persona. En otra ocasión, cuando Drebber pasaba por debajo de un peñasco, cayó rodando hacia él una gran piedra, y solo escapó a una muerte terrible tirándose al suelo boca abajo. No tardaron los dos jóvenes mormones en descubrir la razón de aquellos atentados contra sus vidas, y salieron al frente de varias expediciones a las montañas, con la esperanza de capturar o de matar a su enemigo, pero siempre sin éxito. Después adoptaron la precaución de no salir nunca solos o después de oscurecido, y pusieron guardia en sus casas. Al cabo de algún tiempo pudieron aflojar estas precauciones, porque ya nadie oyó hablar ni vio a su adversario, por lo que confiaron en que el tiempo había apagado sus ansias justicieras. Muy lejos de eso, el tiempo, si había hecho algo, era aumentarlas. El alma del cazador era de naturaleza dura e inflexible, y la idea predominante de castigar a los culpables había tomado posesión tan completa de ella, que no quedaba en la misma espacio para ninguna otra clase de emoción. Pero él era, ante todo, hombre práctico. No tardó en comprender que hasta una constitución de hierro como la suya sería incapaz de soportar el esfuerzo incesante a que la estaba sometiendo. La vida en descampado y la falta de alimento sano estaban desgastándole. Si moría igual que un perro en las montañas, ¿en qué quedaría el castigo de los criminales? Sin embargo, esa era la muerte que le esperaba si él persistía. Comprendió que con ello hacía el juego a sus enemigos, y por eso regresó, aunque muy contra su voluntad, a las viejas minas de Nevada, para recuperar allí la salud y reunir dinero suficiente que le permitiese perseguir su objetivo sin pasar privaciones. Su propósito había sido permanecer ausente un año como máximo, pero un conjunto de circunstancias imprevistas le impidieron abandonar las minas durante casi cinco años. Al cabo de ese tiempo, sin embargo, el recuerdo de sus ofensas y el ansia justiciera seguían siendo tan vivos como aquella noche memorable en que estuvo junto a la tumba de John Ferrier. Regresó, disfrazado y bajo nombre supuesto, a Salt Lake City, sin preocuparse de su propia vida, con tal de conseguir lo que él sabía que era justicia. Allí se tropezó con malas noticias. Unos meses antes había habido entre el Pueblo Elegido un cisma, y algunos de los miembros jóvenes de la Iglesia se habían rebelado contra la autoridad de los Ancianos, lo que trajo por consecuencia la secesión de cierto número de descontentos, que abandonaron Utah y se convirtieron en gentiles. Entre estos figuraban Drebber y Stangerson; y nadie sabía adonde se habían marchado. Se rumoreaba que Drebber se las había ingeniado para convertir una gran parte de sus bienes en dinero, y que al marcharse era hombre rico, mientras que su compañero Stangerson era relativamente pobre. Sin embargo, no existía pista alguna acerca de sus andanzas. Habrían sido muchos los hombres que hubieran abandonado todo pensamiento de justiciero castigo en presencia de semejante dificultad, pero Jefferson Hope no se desalentó ni un solo instante. Con la pequeña fortuna que poseía, complementada con ciertos empleos que pudo conseguir, viajó de ciudad en ciudad por los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Pasó un año y otro; sus negros cabellos se volvieron grises; pero él siguió caminando, convertido en sabueso humano, con toda el alma puesta en el único objetivo al que había consagrado su vida. Su perseverancia se encontró finalmente recompensada. Fue tan solo una visión rápida de un rostro en una ventana; pero ella bastó para enterarle de que Cleveland, en Ohio, guardaba a los hombres en cuya persecución iba. Regresó a su pobre alojamiento con el plan de castigo perfectamente preparado. Sin embargo, la casualidad había querido que Drebber, al mirar desde la ventana, reconociese al vagabundo de la calle y leyese en sus ojos la muerte. Se apresuró a presentarse al juez de paz, acompañado por Stangerson, que era ahora secretario particular suyo, y expuso ante él que ambos se encontraban con su vida en peligro debido a los celos y al odio de un antiguo rival. Jefferson Hope fue detenido aquella noche, y, como no pudo presentar fianzas, permaneció encarcelado por espacio de algunas semanas. Cuando recobró al fin la libertad, fue solo para encontrarse con que la casa de Drebber estaba deshabitada y que este y su secretario habían partido para Europa. Otra vez se había visto burlado el vengador, y otra vez su rencor concentrado lo impulsó a seguir en la persecución. Sin embargo, necesitaba fondos, y se vio obligado a volver al trabajo durante algún tiempo, economizando hasta el último dólar para el viaje inminente. Por último, cuando tuvo lo necesario para sostener su vida, partió para Europa y siguió la pista de sus enemigos de ciudad en ciudad, trabajando en cualquier oficio para ganar para el viaje, pero sin alcanzar nunca a los fugitivos. Cuando llegó a San Petersburgo, ellos se habían puesto en camino para París, y cuando él los siguió a esa ciudad, se enteró de que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa llegó con un retraso de pocos días, porque ya ellos habían marchado para Londres, ciudad en la que logró, por fin, cazarlos. Lo mejor que podemos hacer para saber lo que allí ocurrió es copiar el relato del propio cazador, tal como se halla registrado en el diario del doctor Watson, al que tanto debemos ya. CAPITULO 6 Continuación de las memorias de John Watson, doctor en medicina La resistencia furiosa de nuestro preso no parecía indicar ferocidad alguna en su disposición hacia nosotros, porque, al verse ya impotente, se sonrió con afabilidad y manifestó la esperanza de que ninguno de nosotros hubiese resultado herido por él en la pelea. —Me imagino que van a llevarme a la comisaría —comentó, dirigiéndose a Sherlock Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si ustedes me quitan las ligaduras de las piernas, iré hasta él por mi pie. No soy de peso tan liviano como antes para que me lleven en vilo. Gregson y Lestrade se miraron entre sí, como si semejante proposición les pareciese demasiado atrevida; pero Holmes se apresuró a aceptar la palabra del prisionero y desató la toalla con que le había sujetado los tobillos. Entonces se puso en pie y estiró las piernas, como para cerciorarse de que las tenía libres otra vez. Recuerdo que, al fijarme en él, me dije para mis adentros que pocas veces había visto yo un hombre de armazón más poderosa, y su cara morena y atezada tenía una expresión resuelta y enérgica, tan formidable como su fortaleza física. —Yo creo que, si queda vacante el cargo de jefe de Policía, es usted el hombre indicado para ocuparlo —dijo, contemplando con no disimulada admiración a mi compañero de alojamiento—. La manera que ha tenido de seguirme la pista ha sido asombrosa. —Lo mejor que ustedes pueden hacer es acompañarme —dijo Holmes a los dos detectives. —Puedo llevarlo en su coche —dijo Lestrade. —Está bien, y Gregson puede ir dentro conmigo. También usted, doctor. Se ha interesado en el caso, y quizá haga bien en no apartarse de nosotros. Asentí alegremente, y todos bajamos juntos. Nuestro preso no intentó escaparse, sino que subió tranquilo al coche que había sido suyo, y nosotros subimos detrás de él. Lestrade se encaramó en el pescante, empuñó las riendas y nos condujo en muy poco tiempo a nuestro destino. Nos pasaron a una sala pequeña, en la que un inspector de Policía tomó nota del nombre del preso y de los individuos de cuyo asesinato se le acusaba. Era el funcionario de Policía un hombre de cara pálida, imperturbable, que desempeñaba sus tareas de una manera mecánica y monótona. —El preso comparecerá ante de los magistrados en el transcurso de la semana —dijo—. Mientras tanto, señor Jefferson Hope, ¿desea usted hacer alguna manifestación? Debo prevenirle de que se registrarán sus palabras y que podrán ser empleadas en su contra. —Es muchísimo lo que tengo que decir —contestó nuestro detenido, hablando pausadamente—. Deseo, caballeros, contárselo todo a ustedes. —¿No cree que será más conveniente que lo reserve todo para cuando se vea la causa? —preguntó el inspector. —Quizá no sea juzgado nunca —contestó—. No ponga esa cara de sorpresa. No estoy pensando en el suicidio. ¿Es usted médico? Se volvió a mirarme con sus negros ojos indómitos y me planteó esta última pregunta. —Sí, lo soy —contesté. —Entonces aplique usted aquí su mano —me dijo, con una sonrisa, señalando con las muñecas esposadas hacia su pecho. Así lo hice, y en el acto advertí la palpitación y la conmoción extraordinarias que reinaban en aquel corazón. Las paredes del pecho parecían retemblar y estremecerse como lo haría un frágil edificio en cuyo interior estuviese trabajando una potente máquina. En medio del silencio que reinaba en la habitación llegaban hasta mis oídos un apagado bordoneo y un zumbido que procedían de idéntica fuente. —¡Pero si usted sufre un aneurisma aórtico! —exclamé. —Así lo llaman —contestó plácidamente—. La pasada semana consulté a ese respecto a un médico, y me dijo que no tardaría muchos días en estallar. Ha venido empeorando durante muchos años. Se me reprodujo a consecuencia de vivir demasiado a la intemperie y de no alimentarme lo suficiente en las montañas de Salt Lake City. He dado cima a mi tarea y nada me importa vivir poco o mucho; pero me gustaría dejar aquí algún relato de todo este asunto. No querría que se me recordase como un asesino vulgar. El inspector y los dos detectives mantuvieron una atropellada discusión sobre si era aconsejable permitirle que relatase su historia. —¿Lo cree usted, doctor, en inminente peligro? —preguntó el primero. —Con absoluta seguridad que sí —les contesté. —En tal caso —dijo el inspector—, es clara obligación nuestra, en interés de la justicia, el tomar su declaración. Queda usted en libertad, señor, de darnos su relato, y le advierto otra vez que lo registraremos por escrito. —Con su permiso, tomaré asiento —dijo el preso, acomodando la acción a la palabra—. Mi aneurisma hace que me fatigue con facilidad, y la trifulca que tuvimos hace media hora no ha venido precisamente a mejorar las cosas. Me encuentro al borde de la tumba, y no es probable que les mienta a ustedes. Todas y cada una de mis palabras serán la pura verdad, y no tiene para mí importancia el uso que ustedes vayan a hacer de ellas. Dicho esto, Jefferson Hope se recostó en su silla y comenzó el siguiente y notable relato. Hablaba con sosiego y de una manera metódica, como si los hechos que contaba fuesen cosa sin importancia. Puedo responder de la exactitud del relato que doy a continuación porque he podido examinar el cuaderno de notas de Lestrade, en el que las palabras del preso fueron anotadas textualmente a medida que las iba pronunciando. —A ustedes les importará poco el motivo que yo tenía para odiar a estos individuos —dijo—. Básteles saber que eran culpables de la muerte de dos seres humanos, un padre y una hija, y que, por consiguiente, habían perdido el derecho a sus propias vidas. A mí me era imposible, después del lapso de tiempo que había transcurrido desde su crimen, conseguir pruebas convincentes para acusarlos ante un tribunal. Pero como sabía que eran culpables, resolví que yo mismo sería el juez, el jurado y el ejecutor, todo en una pieza. Si ustedes se hubieran encontrado en mi lugar y hubiesen tenido un rastro de hombría, habrían hecho lo mismo que yo. »La muchacha de la que hablo iba a casarse conmigo hace veinte años. La forzaron a casarse con ese mismo Drebber, y esto le destrozó el corazón. Yo le quité a la difunta del dedo el anillo de boda, y juré que los ojos de ese hombre se posarían al morir en ese mismo anillo, y que su último pensamiento sería el del crimen por el cual recibía el castigo. Lo he llevado siempre encima, y los he seguido, a él y a su cómplice, por dos continentes, hasta que los cacé. Se imaginaron que me cansaría, pero no lo consiguieron. Si muero mañana, como es probable, moriré con la conciencia de que mi tarea en este mundo ha sido realizada, y bien realizada. Ellos han muerto, y han muerto por mi mano. Ya no me queda nada que esperar ni que desear. »Ellos eran ricos y yo era pobre, de modo que no era cosa fácil para mí seguirlos. Cuando llegué a Londres, mis bolsillos estaban prácticamente vacíos, y no tuve más remedio que ponerme a trabajar en algo para ganarme la vida. Guiar un coche o manejar caballos son para mí cosas tan naturales como montar a caballo; por eso me presenté en el despacho de un propietario de coches de alquiler y no tardé en conseguir empleo. Tenía el compromiso de pagar al propietario una cantidad semanal fija, y podía quedarme con todo lo que sacase de más. No era mucho lo que sobraba, pero siempre me las arreglaba para arañar algo. El trabajo más difícil fue el de aprender la situación de las calles, porque creo que esta ciudad es el más desconcertante de todos los laberintos que se han inventado. Pero iba provisto siempre de un mapa, y una vez que me hube aprendido la situación de los principales hoteles y estaciones, me las compuse bastante bien. «Tardé en descubrir dónde vivían mis dos caballeros; pero, a fuerza de preguntar y preguntar, di con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Una vez localizados, tuve la seguridad de que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba y no era probable que me reconociesen. Me pegué a su pista y los seguí hasta que vi mi oportunidad. Estaba decidido a que no se me escapasen otra vez. »A pesar de todo, casi estuvieron a punto de conseguirlo. Dondequiera que fuesen en Londres, me tenían a mí pegado a sus talones. Unas veces los seguía en mi coche, y otras a pie, aunque el primer medio era el mejor, porque entonces no podían despegarse de mí. Como resultado de eso, únicamente podía ganar algún dinero en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la noche, de manera que empecé a deberle dinero a mi patrono. Pero esto no me importaba, con tal de echarles la mano encima a los hombres a los que perseguía. »Sin embargo, eran muy astutos. Debieron de pensar que había alguna posibilidad de que los siguiesen, y por eso no salía ninguno de los dos solo, y jamás después de oscurecer. Fui tras ellos en mi coche durante dos semanas todos los días, y ni una sola vez los vi separados. Drebber solía estar borracho la mitad del tiempo, pero a Stangerson no era posible sorprenderlo nunca dormitando. Los vigilé de la mañana a la noche, pero jamás vi ni una sombra de posibilidad; pero no me desanimé, porque algo me decía que la hora estaba al caer. El único miedo que yo tenía era que este artefacto que llevo dentro del pecho estallase demasiado pronto y mi tarea quedase incumplida. Finalmente, cierto atardecer en que yo iba y venía con mi coche por Torquay Terrace, que es la calle en que ellos estaban hospedados, vi que un coche de alquiler paraba delante de su puerta. Luego sacaron de la casa algunos equipajes y, al cabo de un rato, salieron Drebber y Stangerson, que se alejaron en el coche. Tiré de las riendas de mi caballo y me mantuve a la vista del mismo, muy intranquilo, porque temí que fuesen a levantar el vuelo. Se apearon en la estación de Euston, y encargué a un muchacho que tuviese de las riendas de mi caballo y fui tras ellos al andén. Los oí preguntar por el tren de Liverpool, y el empleado les contestó que un tren acababa de salir y que no habría otro en varias horas. Al oír aquello, Stangerson pareció fuera de sí, pero Drebber se mostró más complacido que otra cosa. Aprovechando el barullo me acerqué tanto a ellos, que pude escuchar toda su conversación. Drebber decía que tenía un asunto personal que llevar a cabo, y que, si su compañero le esperaba, regresaría pronto a reunirse con él. Su compañero le recriminaba, recordándole el acuerdo que tenían de no apartarse nunca el uno del otro. Drebber le contestó que se trataba de un asunto delicado y que tenía que ir solo. No pude oír lo que Stangerson le contestó a eso, pero Drebber comenzó a soltar tacos, y le recordó que él no era sino un empleado a sueldo suyo, y que no debía presumir de imponerse a él. Al escuchar aquello el secretario renunció a proseguir con el asunto, y se limitó a hacerle prometer que, si perdía el último tren, iría por lo menos a reunirse con él en el hotel Halliday’s Prívate; a lo que Drebber contestó que se encontraría en el andén antes de las once, y acto seguido salió de la estación. »El instante que yo había esperado tanto tiempo había llegado por fin. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos, podían protegerse el uno al otro; pero, aislados, estaban a mi merced. No actué, sin embargo, con precipitación innecesaria. Tenía trazados ya mis planes. El castigo no produce satisfacción si el ofensor no tiene tiempo de enterarse de quién es el que le hiere y por qué se le castiga. Yo había trazado mis planes para poder tener la ocasión de hacer saber al hombre que me había ofendido que su viejo crimen lo había, por fin, descubierto. Unos días antes dio la casualidad de que un caballero que había estado viendo unas casas de la carretera de Brixton había perdido una llave dentro del coche. Aquella misma noche la reclamó y le fue devuelta; pero yo había sacado un molde de la misma y había mandado hacer un duplicado. Gracias a ello, podía acceder por lo menos a un sitio, dentro de esta gran ciudad, en el que nadie me interrumpiría. El difícil problema que yo tenía que resolver ahora era el de llevar a Drebber a aquella casa. »Fue caminando por la calle y entró en dos bares, en el segundo de los cuales permaneció casi media hora. Cuando volvió a salir iba tambaleándose y estaba, evidentemente, muy bebido. Había delante de mí precisamente un cabriolé, y lo llamó. Yo lo seguí tan de cerca, que el morro de mi caballo fue durante todo el camino a menos de una yarda del otro coche. Cruzamos, traqueteando, por el puente de Waterloo y anduvimos varias millas de calle en calle hasta que, con asombro mío, nos encontramos de regreso en la misma explanada en que él se hospedaba. No se me ocurría cuáles podrían ser sus propósitos al volver allí, pero seguí adelante y detuve mi coche a cosa de cien yardas de la casa. Entró en ella, y el coche que lo había traído se marchó. Denme, por favor, un vaso de agua, porque se me reseca la boca hablando. Le di el vaso, y se bebió el contenido. —Ahora me siento mejor —dijo—. Pues bien: esperé durante un cuarto de hora o más, cuando se oyó de pronto un estrépito como de gente que se estaba peleando dentro de la casa. Un momento después se abrió bruscamente la puerta y surgieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber, y el otro, un tipo joven al que jamás había visto. Este individuo agarraba a Drebber por las solapas, y cuando llegaron al pie de la escalinata le dio un empujón y un puntapié, mandándolo al medio de la calzada. »—¡Perro! —le gritó, amenazándolo con su bastón—. ¡Te voy a enseñar a no ofender a una muchacha honrada! »Tan acalorado estaba, que pensé que iba a apalear a Drebber con su estaca; pero el canalla corrió, dando tropezones calle adelante, a todo lo que daban sus piernas. Corrió hasta la esquina, y entonces vio mi coche, me llamó y montó en él. »—Lléveme al hotel Halliday’s Prívate —me dijo. »Cuando lo tuve dentro de mi coche, mi corazón dio tales saltos de júbilo, que temí que en aquel postrer instante me pudiera traicionar mi aneurisma. Conduje el coche a paso lento, sopesando en mi imaginación lo que más convendría hacer. Podía llevármelo sin más al campo y, una vez allí, tener con él mi última entrevista en algún solitario camino. Ya estaba casi resuelto a ello, cuando él mismo me dio resuelto el problema. El ansia de beber habíase apoderado de él otra vez, y me ordenó que me detuviese delante de una taberna. Se metió en ella, diciéndome que le esperase. Permaneció dentro casi hasta la hora del cierre, y cuando salió estaba tan borracho, que comprendí que tenía la partida en mis manos. »No piensen que me proponía matarlo a sangre fría. Aunque hubiese obrado así, habría estado dentro de la estricta justicia; pero no podía resolverme a ello. Hacía tiempo que había decidido darle la oportunidad de salvar su vida si es que él quería aprovecharla. Entre los muchos empleos que he desempeñado en Norteamérica durante mi vida errante, ocupé en una ocasión el de bedel y barrendero del laboratorio del York College. Un día en que el profesor daba una lección acerca de los venenos, mostró a sus alumnos cierto alcaloide, según él lo llamó, que había extraído de no sé qué veneno de una flecha de Sudamérica, y cuya potencia era tan grande, que un solo gramo equivalía a una muerte instantánea. Me fijé dónde colocaba la botella en que guardaba ese preparado, y cuando todos se marcharon, me quedé con una pequeña cantidad. Yo era un boticario bastante experimentado; introduje aquel alcaloide en pequeñas píldoras solubles, y coloqué en cada caja una píldora envenenada junto a otra inofensiva. Entonces decidí que, cuando se presentase la ocasión, tendrían mis caballeros que sacar una píldora de cada caja, y yo me tragaría la que ellos dejasen. Resultaría tan mortífero y mucho menos ruidoso que hacer fuego a través de un pañuelo. Desde entonces llevé siempre encima las píldoras dondequiera que iba, y había llegado el momento de emplearlas. »Era ya más cerca de la una que de las doce, y la noche estaba borrascosa y cruda, soplaba un fuerte viento y caía una lluvia torrencial. Todo lo tenebroso que estaba todo por fuera, lo estaba yo de alegre por dentro; tan alegre que habría sido capaz de gritar de puro júbilo. Si alguno de ustedes, caballeros, ha languidecido alguna vez anhelando una cosa, suspirando por ella durante veinte largos años, encontrándola de pronto al alcance suyo, podrá comprender mis sentimientos. Encendí un cigarro y fumé para calmar mis nervios, pero me temblaban las manos y me latían las sienes de emoción. Mientras avanzaba con el coche, estaba viendo a John Ferrier y a la dulce Lucy, que me miraban desde la oscuridad y me sonreían; los estaba viendo con la misma claridad con que los estoy viendo a ustedes en esta habitación. Los tuve delante de mí durante todo el trayecto, uno a cada lado del caballo, hasta que paré delante de la casa de la carretera de Brixton. »No había un alma a la vista, ni se escuchaba otro ruido que el gotear de la lluvia. Al mirar por la ventanilla hacia el interior del coche, vi que Drebber estaba muy acurrucado durmiendo su sueño de borracho. Lo sacudí del brazo, y le dije: »—Hay que apearse ya. »—Muy bien, cochero —contestó. »Creo que pensó que habíamos llegado al hotel cuya dirección me había dado, porque se apeó sin decir más y me acompañó por el jardín adelante. Tuve que caminar a su lado para sostenerlo, porque seguía estando con la cabeza algo pesada. Cuando llegamos a la puerta, la abrí y lo conduje al interior de la habitación delantera. Les doy a ustedes mi palabra de que durante todos estos momentos el padre y la hija iban caminando delante de nosotros. »—Esto está infernalmente oscuro —dijo, pisando fuerte de un lado para otro. »—En seguida tendremos luz —le dije, encendiendo una cerilla y aplicándola a una vela que había traído conmigo—. Y ahora, Enoch Drebber —proseguí, volviéndome hacia él y alumbrándome la cara con la luz de la vela—, ¿quién soy yo? »Me contempló un momento con sus ojos turbios de borracho, y de pronto vi que brotaba de ellos una expresión de espanto, y que se convulsionaban todos los rasgos de su cara, lo que me demostró que me había reconocido. Retrocedió tambaleándose, con rostro lívido, y pude ver que su frente se cubría de sudor, mientras le castañeteaban los dientes. Al ver aquello, apoyé mi espalda contra la puerta y rompí en una carcajada prolongada y estruendosa. Tuve siempre la certeza de que el castigo sería cosa dulce, pero nunca esperé una alegría del alma como la que en ese momento se apoderó de mí. »—¡Perro! —le dije—. Te he seguido el rastro desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, y siempre te me escapaste. Pero ahora, por fin, han terminado tus andanzas, porque uno de los dos, tú o yo, no veremos levantarse el sol de mañana. «Conforme yo hablaba, él se iba apartando cada vez más de mí y pude ver en su cara que me tomaba por loco. Y, en efecto, lo estuve mientras duró aquello. Me latía el pulso en las sienes igual que martillos de herrero, y creo que habría sufrido un colapso si la sangre no me hubiese brotado de golpe de la nariz, aliviándome. »—¿Qué piensas ahora de Lucy Ferrier? —le grité, cerrando la puerta con llave y blandiéndola delante de su cara—. El castigo ha sido lento en llegar, pero te alcanzó al fin. »Vi cómo le temblaban los labios cobardes al escuchar mis palabras. Si él no hubiera estado seguro de que era inútil, me habría suplicado que le perdonase la vida. »—¿Será capaz de asesinarme? —tartamudeó. »—No hay aquí asesinato —le contesté—. ¿Quién habla de asesinar a un perro rabioso? ¿Qué lástima tuviste tú de mi pobre Lucy querida, cuando te la llevaste a rastras del lado de su padre asesinado, para meterla en tu maldito y desvergonzado harén? »—Yo no fui quien mató a su padre —gritó. »—Pero fuiste tú quien destrozó su inocente corazón —le vociferé, poniendo de pronto la cajita ante sus ojos—. Que sea Dios mismo quien juzgue entre tú y yo. Elige y métetela en la boca. En una de las píldoras está la muerte, y en la otra, la vida. Yo me tragaré la que tú dejes. Veamos si existe justicia sobre la Tierra o si es la casualidad la que nos gobierna. »Se fue echando hacia atrás, encogido, dando gritos, desatinado y pidiéndome compasión; pero yo saqué mi cuchillo y se lo puse en el cuello hasta que él me obedeció. Acto seguido me tragué yo la otra píldora y nos quedamos mirándonos el uno al otro, cara a cara y en silencio, durante cosa de un minuto, esperando a ver cuál iba a vivir y cuál a morir. ¿Podré olvidarme jamás de la expresión que adoptó su cara cuando los primeros dolores le anunciaron que el veneno actuaba dentro de su organismo? Yo rompí a reír al ver aquello, y le puse delante de los ojos el anillo de boda de Lucy. Fue nada más que un instante, porque la acción del alcaloide es rápida. Sus facciones se contorsionaron con un espasmo de dolor; extendió hacia adelante los brazos, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo, dejando escapar un grito ronco. Lo volví boca arriba con el pie y puse mi mano sobre su corazón. No latía. ¡Estaba muerto! »La sangre me había estado brotando de la nariz, pero yo no me había fijado en ello. No sé qué impulso fue el que me hizo escribir con esa sangre en la pared; quizá una maligna intención de lanzar a la Policía por una pista equivocada, porque, en efecto, me sentía alegre y con el corazón liviano. Me acordé de cierto alemán al que se encontró en Nueva York con la palabra RACHE escrita encima de él, lo que dio lugar a que los periódicos sostuviesen que aquello era obra de sociedades secretas. Pensé que lo mismo que había dejado desconcertados a los neoyorquinos desconcertaría a los londinenses, y por eso mojé un dedo en mi propia sangre y escribí esa palabra en un sitio conveniente de la pared. Acto seguido, me encaminé hasta donde estaba mi coche. No andaba nadie por allí, y la noche seguía siendo muy borrascosa. Ya había puesto cierta distancia de por medio con mi coche, cuando, al meter la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, descubrí que no lo tenía. Me quedé como fulminado, porque era el único recuerdo que conservaba de ella. Pensando que quizá lo había dejado caer al inclinarme sobre el cadáver de Drebber, volví con mi coche y, dejándolo en una calle lateral, me dirigí audazmente a la casa, porque estaba dispuesto a arriesgar cualquier cosa antes que perder el anillo. Al llegar, me di de manos a boca con el funcionario de Policía que salía de la casa, y solo conseguí desarmar sus sospechas fingiéndome irremediablemente borracho. »Así acabó Enoch Drebber. Ya solo me quedaba hacer lo mismo con Stangerson, saldando así la deuda de John Ferrier. Sabía que se hospedaba en el hotel Halliday’s Prívate, y merodeé por sus alrededores durante todo el día; pero él no salió a la calle. Me imagino que sospechó algo al ver que Drebber no se había presentado. Este Stangerson era astuto y permanecía siempre alerta. Pero si pensaba que podía librarse de mí permaneciendo dentro del hotel, estaba muy equivocado. No tardé en descubrir cuál era la ventana de su dormitorio, y en las primeras horas de la mañana siguiente me serví de una escalera que estaba en el suelo en la travesía de la parte posterior del hotel, y logré meterme de ese modo en su habitación a la media luz del alba. Lo desperté y le dije que había llegado la hora en que tenía que responder de la vida que había quitado hacía tanto tiempo. Le relaté cómo había muerto Drebber, y le di la misma posibilidad de elegir entre las píldoras envenenadas. En lugar de aferrarse a la posibilidad de salvarse que con ello le ofrecía, saltó de la cama al suelo y se tiró a mi garganta. Yo, en defensa propia, le clavé el cuchillo en el corazón. De todos modos, el resultado habría sido el mismo, porque la Providencia no habría permitido en modo alguno que la mano culpable eligiese otra píldora que la del veneno. »Poco más tengo que decir, por suerte, porque estoy casi acabado. Seguí con mi coche durante un par de días con el propósito de ahorrar lo suficiente para regresar a Norteamérica. Me hallaba en la caballeriza cuando un mozalbete harapiento preguntó si había algún cochero que se llamase Jefferson Hope, y dijo que un caballero de Baker Street, número 221 B, pedía el coche suyo. Vine sin recelar daño alguno, y no caí en la cuenta sino cuando este caballero joven me puso las esposas en las muñecas, y me vi esposado tan limpiamente como jamás había visto hacerlo. Y ya tienen ustedes toda mi historia, caballeros. Pueden tomarme por un asesino, pero yo sostengo que no soy sino un funcionario de la justicia, lo mismo que lo son ustedes. El relato de aquel hombre había sido tan emocionante y su manera de hacerlo tan solemne, que nosotros habíamos permanecido silenciosos y absortos en el mismo. Hasta los detectives profesionales, que estaban blasé de toda clase de detalles criminales, parecieron interesarse vivamente por la historia de aquel hombre. Cuando este hubo acabado seguimos inmóviles por espacio de algunos minutos, guardando un silencio que solo fue roto por los garabateos del lápiz de Lestrade, que daba los últimos retoques a sus anotaciones taquigráficas. —No queda sino un punto sobre el que yo desearía un pequeño informe más —dijo, por último, Sherlock Holmes—. ¿Quién fue el cómplice suyo que vino en busca del anillo anunciado por mí? El preso hizo un guiño divertido a mi amigo: —Yo soy dueño de contar mis propios secretos, pero no meto a los demás en dificultades. Yo leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, pero que también podía tratarse del anillo que yo buscaba. Mi amigo se ofreció a ir a comprobarlo. Creo que reconocerá usted que él actuó con gran habilidad. —Sobre eso no hay ninguna duda —dijo cordialmente Holmes. —Caballero —hizo notar con gravedad el inspector—, es preciso cumplir con las formalidades de la ley. El preso comparecerá el jueves ante los magistrados, y será necesario que ustedes se hallen presentes. De aquí a entonces quedará bajo mi responsabilidad. Al mismo tiempo que hablaba tocó la campanilla, y Jefferson Hope fue sacado de allí por una pareja de guardias, mientras mi amigo y yo salíamos de la comisaría y tomábamos un coche para regresar a Baker Street. CAPÍTULO 7 Final Se nos había advertido que todos nosotros debíamos comparecer el jueves ante los magistrados; pero cuando llegó ese día no hubo necesidad de nuestro testimonio. El juez de más alta categoría se había hecho cargo del asunto, y Jefferson Hope había sido llamado ante un tribunal en el que se le iba a hacer estricta justicia. La misma noche que siguió a su captura estalló el aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado caído en el suelo de la celda; su rostro estaba revestido de una plácida sonrisa, como si en los momentos de su agonía hubiera vuelto la mirada hacia una vida útil y hacia una tarea debidamente cumplida. —Esta muerte sacará de quicio a Gregson y Lestrade —hizo notar Holmes cuando charlábamos la noche siguiente sobre el caso—. ¿En qué va a quedar ahora la gran propaganda suya? —Yo no veo que ellos hayan tenido mucho que hacer en su captura —le contesté. —No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo —me respondió con amargura mi compañero—. La cuestión es lo que puede usted hacer creer a los demás que usted ha realizado. No importa —prosiguió, después de una pausa, en tono más alegre—. Por nada del mundo habría yo querido perderme esta investigación. Es el mejor caso de todos los que yo recuerdo. Aunque sencillo, hubo en él varios detalles muy aleccionadores. —¡Sencillo! —exclamé. —Sí; la verdad es que no se le puede calificar de otro modo —dijo Sherlock Holmes sonriéndose al ver mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca sencillez es que me fue posible atrapar al criminal en menos de tres días sin ninguna ayuda, salvo algunas deducciones muy corrientes. —Es cierto —le dije. —Ya le tengo explicado que todo aquello que se sale de lo vulgar no resulta un obstáculo, sino que es más bien una guía. El gran factor, cuando se trata de resolver un problema de esta clase, es la capacidad para razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita mucho en ella. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad el razonar hacia adelante, y por eso se la desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay cincuenta que saben razonar por síntesis. —Confieso que no le comprendo —le dije. —No esperaba que me comprendiese. Veamos si puedo plantearlo de manera más clara. Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han de tener una consecuencia determinada. Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente. —Entiendo —dije. —Pues bien: este era un caso en el que se nos daba el resultado, y en el que teníamos que descubrir todo lo demás nosotros mismos. Voy a intentar exponerle las diferentes etapas de mi razonamiento. Empecemos por el principio. Llegué a la casa, como usted sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya, las huellas claras de un carruaje, y este carruaje, como deduje de mis investigaciones, había estado allí en el transcurso de la noche. Por lo estrecho de la marca de las ruedas me convencí de que no se trataba de un carruaje particular, sino de uno de alquiler. El cabriolé de alquiler es mucho más estrecho que la berlina particular. »Fue ese el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelo de arcilla, extraordinariamente apto para que se marquen en el mismo las huellas. A usted le parecería, sin duda, una simple franja de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban un sentido para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y tan olvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las fuertes pisadas de los guardias, pero vi también las huellas de dos hombres que habían pisado primero el jardín. Era cosa fácil afirmar que habían pasado antes que los otros, porque en algunos sitios estas huellas habían quedado borradas del todo al pisar los segundos encima. Así es como fabriqué mi segundo eslabón, que me informó de que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo que calculé por la anchura de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña y elegante que dejaron sus botas. »Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía delante de mí al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, este había sido cometido por el individuo alto. El muerto no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la expresión agitada de su rostro me proporcionó la certeza de que él había visto lo que le venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedad cardiaca, o por cualquier causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando olisqué los labios del muerto pude percibir un olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de que se le había obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a tomarlo por la expresión de odio y de temor que tenía su rostro. Había llegado a este resultado por el método de la exclusión, porque ninguna otra hipótesis se ajustaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que se trata de una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, obligar a la víctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odessa, y de Leturier, en Montpellier. »A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Este no había sido el robo, puesto que no lo habían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema con que me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas suyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirse en la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista. Estaba demasiado claro que aquello era una añagaza. Pero la cuestión quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo para obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado acerca de algún punto concreto de la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente. »Procedí a continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y a la largura de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión de que la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino debido a su emoción. Pude comprobar que la huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por ello aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de cara rubicunda. Los hechos han demostrado que mi juicio era correcto. »Cuando salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado. Telegrafié a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de que ya con anterioridad había acudido Drebber a solicitar la protección de la ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y solo me quedaba atrapar al asesino. »En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre que había entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas que descubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo. ¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además, es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona que sabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas por Londres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público? Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli. »Si él había trabajado de cochero, no había razón para suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que este no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que huronearon dónde estaba el hombre tras el que yo andaba. Aún está fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio completamente inesperado, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de consecuencias lógicas sin una ruptura ni una grieta. —¡Es asombroso! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean reconocidos públicamente. Debería usted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por usted. —Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó—. ¡Fíjese! Eche un vistazo a esto —agregó, entregándome un periódico. Era el Echo del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso en cuestión. «El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del individuo llamado Hope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al señor Joseph Stangerson. Es probable que ya nunca se hagan públicos los detalles del caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muy autorizada de que el crimen fue consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieron el amor y el mormonismo. Según parece, ambas víctimas pertenecieron en su juventud a los Santos de los Últimos Días, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera producido ningún otro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo más elocuente la eficacia de nuestra Policía detectivesca, enseñando a todos los extranjeros que obrarán prudentemente saldando sus cuestiones personales en su propio país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta inteligente captura se debe por completo a los funcionarios de Scotland Yard, señores Lestrade y Gregson. El criminal fue detenido, según parece, en las habitaciones de un tal Sherlock Holmes, persona que, a título de aficionado, ha demostrado poseer algún talento en la especialidad detectivesca, y que, con maestros como aquellos, podría quizá llegar, con el tiempo, a adquirir hasta cierto punto su misma habilidad. Se espera que, a título de reconocimiento de sus servicios, se organice en honor de dichos funcionarios alguna clase de homenaje». —¿No se lo dije yo desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, echándose a reír—. El resultado de todo nuestro Estudio en escarlata es ese: ¡conseguir para ellos un homenaje! —No importa —le contesté—. Yo he anotado en mi diario todos los hechos, y el público los sabrá. Confórmese, mientras tanto, con la conciencia del éxito, igual que aquel romano avaro: Populus me sibilat, at mihi plaudo Ipse domi, simul ac nummos contemplor in arca. [El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa, mientras admiro mis dineros en el arca] Horacio, Sátiras, 1,166-67.