RELATOS SHERLOCK HOLMES 2 EL ROSTRO AMARILLO Gracias a las dotes singulares de mi compañero he podido oír la narración de los numerosos casos que sirven de base a estas crónicas. En ocasiones incluso he llegado a representar el papel de actor en algún extraño drama. No es extraño, pues, que al publicarlos me recree más en sus éxitos que en sus fracasos, y ello no tanto en aras de su reputación —si bien es cierto que su energía y versatilidad se aguzaban justamente en sus momentos más críticos—, cuanto porque donde él no tenía éxito sucedía a menudo que los demás tampoco, y el relato quedaba inacabado para siempre. Sin embargo, de cuando en cuando ocurría que, aunque él se equivocara, la verdad llegaba a descubrirse. Tengo anotados una media docena de casos de estos, de entre los cuales el asunto de La Segunda Mancha y el que me propongo relatar ahora presentan mayor interés. Sherlock Holmes era un hombre que no solía hacer ejercicio por simple placer. Pocas personas serán capaces de mayores esfuerzos musculares, y era sin duda uno de los mejores boxeadores de su peso que jamás he visto. Pero consideraba el ejercicio corporal una pérdida de energías, y no era frecuente que se moviera salvo que lo requiriera algún objetivo profesional. En esos casos era de todo punto incansable e infatigable. Es asombroso que bajo estas circunstancias se mantuviera en forma, pero su dieta era de lo más frugal, y sus costumbres tan sencillas, que rayaban en la austeridad. No tenía vicios, salvo el uso ocasional de la cocaína, y recurría a la droga solo como protesta ante la monotonía de la existencia, cuando escaseaban los casos y los periódicos no ofrecían interés. Un día, a comienzos de la primavera, se había relajado tanto que me acompañó a pasear al parque, donde los olmos mostraban los primeros brotes verdes, y las pegajosas puntas de los castaños empezaban a estallar en hojas palmeadas. Caminamos juntos durante dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como corresponde a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando regresábamos a Baker Street. —Perdón, señor —dijo nuestro criado al abrirnos la puerta—, ha venido un caballero preguntando por usted. Holmes me miró con reproche. —¿Ve lo que ocurre por ir de paseo? —dijo—. ¿Se ha ido, pues, ese caballero? —Sí, señor. —¿No le hizo usted pasar? —Sí, señor, y entró. —¿Cuánto tiempo estuvo esperando? —Media hora, señor. Era un caballero muy inquieto, señor, estuvo moviéndose y paseando todo el tiempo que se quedó aquí. Por fin salió al pasillo y gritó: «¿Es que no va a volver nunca ese hombre?». Esas fueron sus mismas palabras, señor. «No tendrá usted que esperar mucho más», le dije yo. «Pues esperaré fuera, me estoy ahogando aquí», dijo y se largó a pesar de lo que yo le decía. —Bueno, bueno, hizo usted lo que pudo —dijo Holmes mientras nos encaminábamos a nuestro cuarto—. Pero es una lata, Watson. Necesitaba urgentemente un caso, y a la vista de la impaciencia del hombre este parecía poder tener importancia. Pero ¿qué es esto? Esta no es su pipa, Watson. Debe de habérsele olvidado. Es de buen brezo, con un hermoso cañón de los que los tabacaleros llaman ámbar. Me pregunto cuántos cañones de auténtico ámbar habrá en Londres. Algunos dicen que el distintivo es que tengan una mosca. Esto de poner falsas moscas en el ámbar es realmente una rama del comercio. Debía de andar muy distraído para olvidarse una pipa que evidentemente valora mucho. —¿Cómo sabe que la valora mucho? —pregunté. —Bueno, calculo que el precio original de la pipa debe de andar por los siete chelines y medio. Como ve, la han arreglado dos veces, una en la parte del cañón, que es de madera, y otra en la parte del ámbar. Como puede observar, cada uno de estos arreglos se ha hecho en plata, y deben de haber costado más que la pipa. El hombre tiene que apreciarla mucho cuando prefiere remendarla antes que comprarse una nueva por el mismo precio. —¿Hay algo más? —pregunté, pues Holmes estaba dando vueltas a la pipa y la miraba con ese aire pensativo tan característico suyo. La sostuvo en alto y le dio unos golpecitos con el índice, largo y fino, como lo hubiera hecho un profesor que conferenciara sobre un hueso. —Las pipas tienen a veces un extraordinario interés —dijo—. No hay nada que tenga más individualidad, salvo quizá los relojes y los cordones de los zapatos. Pero aquí las muestras no son ni muy marcadas ni muy importantes. El dueño parece un hombre fornido, zurdo, con una dentadura magnífica, algo descuidado y con poca necesidad de practicar la economía. Mi amigo dio esta información como sin darle importancia, pero advertí que miraba de reojo para ver si había seguido su razonamiento. —¿Piensa usted que alguien que use una pipa de siete chelines debe estar económicamente desahogado? —pregunté. —Esta —dijo Holmes vaciando la cazuela en la palma de su mano— es una mezcla de tabaco Grosvenor, a ocho peniques la onza. Dado que podía fumar excelente tabaco por la mitad de dinero, está claro que no necesita economizar. —¿Y respecto a los otros puntos? —Tiene la costumbre de encender la pipa con un mechero de gas o una lámpara. Observe que está chamuscada por un lado. Una cerilla no hace eso: ¿por qué iba alguien a acercar la cerilla al costado de la pipa? Pero es imposible encenderla con una lámpara sin chamuscar la cazuela. Y es el lado derecho, de lo cual deduzco que es zurdo. Si usted acerca su pipa a la lámpara, verá cómo, al ser diestro, arrima el lado izquierdo a la llama de forma instintiva. Quizá en alguna ocasión lo haga al revés, pero no como norma. Esta, sin embargo, siempre se ha encendido por el lado derecho. En segundo lugar, tiene el ámbar mordisqueado. Eso requiere una dentadura buena y un tipo fornido y enérgico. Pero, si no me equivoco, le oigo subir la escalera, de modo que tendremos algo más interesante que su pipa para estudiar. Un instante después se abrió la puerta, y un joven alto penetró en la estancia. Vestía de gris, pero con discreción, y en la mano llevaba un sombrero de ala ancha. Yo le hubiera echado unos treinta años, aunque en realidad tenía algunos más. —Disculpen —dijo nuestra visita, un poco desconcertado—, debí haber llamado a la puerta. Sí, debí llamar. Lo que pasa es que estoy algo inquieto, y hay que achacar a eso mi actitud. Se pasó la mano por la frente como quien está medio mareado, y después, más que sentarse, cayó en la silla. —Veo que lleva un par de noches sin dormir —dijo Holmes con esa llaneza suya tan genial—. Eso altera más incluso que el trabajo o el placer. ¿Me permite preguntarle en qué puedo servirle? —Quería su consejo. No sé qué hacer y es como si mi vida entera se estuviera deshaciendo. —¿Quiere contratarme como detective? —No solo. Quisiera su opinión de hombre sensato, de hombre de mundo. Quiero saber qué tengo que hacer a continuación. Espero, por todos los santos, que usted pueda decírmelo. Las palabras le salían a borbotones, precipitadamente, y me dio la impresión de que el mero hecho de hablar le resultaba penoso en extremo, y que era su voluntad la que se imponía a sus impulsos. —Es algo delicado —dijo—. A uno le disgusta hablar de cosas íntimas con desconocidos. Parece horrible comentar con dos hombres a quienes jamás he visto antes la conducta de mi esposa. Es horrible tener que hacerlo. Pero he llegado al final de la cuerda y necesito que alguien me aconseje. —Mi querido señor Grant Munro… —comenzó Holmes. Nuestro visitante saltó de la silla. —¡Cómo! —exclamó—. ¿Sabe mi nombre? —Si desea mantener el incógnito —dijo Holmes sonriendo—, le sugeriría que dejara de escribir su nombre en el forro del sombrero, o que mantenga vuelta la copa hacia la persona con quien habla. Iba a decirle que mi amigo y yo hemos escuchado innumerables secretos extraños en esta habitación y que hemos tenido la fortuna de poder llevar la paz a muchas almas apesadumbradas. Puesto que el tiempo puede resultar un factor importante, le ruego me comunique los hechos sin más demora. De nuevo nuestro visitante se pasó la mano por la frente como si le fuera harto difícil. De cada uno de sus gestos y expresiones deduje que era hombre reservado y contenido, con un punto de orgullo en su personalidad, más dispuesto a ocultar sus heridas que a exponerlas. Abruptamente, con un brusco movimiento del puño que mantenía cerrado y como quien lanza al viento la reserva, comenzó. —Estos son los hechos, señor Holmes —dijo—. Estoy casado desde hace tres años. Durante ese tiempo mi mujer y yo nos hemos querido mucho y hemos sido más felices que jamás pareja alguna. No hemos tenido una sola diferencia de palabra, pensamiento o hecho. Pero desde el lunes pasado ha surgido de repente una barrera entre los dos, y descubro que hay algo en su vida y en sus pensamientos de lo cual sé tan poco como si de una mujer que se cruza conmigo en la calle se tratara. Estamos distanciados y quiero saber por qué. »Hay una cosa que quiero señalar antes de proseguir, señor Holmes: Effie me quiere. Me niego a que haya equívocos a ese respecto. Me quiere con toda su alma, y nunca tanto como ahora. Lo sé, lo noto. No quiero discutir sobre eso. Un hombre sabe bien cuándo una mujer le quiere. Pero hay entre nosotros este secreto, y no volveremos a ser los mismos en tanto no se esclarezca. —Le ruego me dé los datos, señor Munro —dijo Holmes con algo de impaciencia. —Le contaré lo que sé de la historia de Effie. Aunque joven (tenía veinticinco años), era ya viuda cuando la conocí. Su nombre era entonces señora Hebron. De joven marchó a América y vivió en la ciudad de Atlanta, donde se casó con Hebron, abogado con una buena clientela. Tuvieron una criatura, pero hubo una grave epidemia de fiebre amarilla a causa de la cual murieron tanto el marido como el hijo. He visto su certificado de defunción. Esto la hizo rechazar América y regresó aquí para vivir con una tía soltera en Pinner, Middlesex. Debo mencionar que su marido la había dejado bien económicamente y que tenía un capital de cuatro mil quinientas libras, que él había invertido tan certeramente, que le rentaba un siete por ciento. Llevaba solo seis meses en Pinner, cuando la conocí; nos enamoramos y nos casamos pocos meses después. Yo soy comerciante de lúpulo y tengo unos ingresos de unas setecientas u ochocientas libras, con lo que nos encontramos bien situados, y alquilamos una bonita casita en Norbury que costaba ochenta libras al año. Para lo cerca que está de la ciudad, nuestro pequeño lugar era muy rural. Cerca había una posada y dos casas, y otra nada más cruzar el prado que hay enfrente de nosotros. Salvo estas, no hay más casas hasta la mitad de camino de la estación. En determinadas épocas del año, mi negocio me llevaba a la ciudad, pero durante el verano tenía menos trabajo y era entonces cuando mi mujer y yo nos sentíamos más a gusto con nuestra vida rural. Le digo que nada ensombreció nuestra relación hasta que comenzó este maldito asunto. »Antes de proseguir, hay algo que debo decirle. Cuando nos casamos, mi mujer me cedió todos sus bienes, muy en contra de mi voluntad, pues, en caso de que mis negocios no marcharan bien, la situación iba a ser incómoda. Sin embargo, así lo quería y así se hizo. Pues bien, hace unas seis semanas vino y me dijo: »—Jack, cuando aceptaste mi dinero, me dijiste que si alguna vez necesitaba parte de él debía pedírtelo. »—Por supuesto —le contesté—. Es tuyo. »—Bien: necesito cien libras. »Esto me sorprendió un poco; había imaginado que lo que quería sería un traje nuevo o algo similar. »—Pero ¿para qué lo necesitas? »—Me dijiste —contestó en tono juguetón— que solo serías mi banquero, y ya sabes que los banqueros nunca hacen preguntas. »—Si es que hablas en serio, por supuesto que las tendrás —respondí. »—Sí, sí, hablo en serio. »—¿Y no quieres decirme para qué las quieres? »—Quizá algún día, pero de momento no, Jack. »De forma que me tuve que contentar con eso, aunque era la primera vez que había secretos entre nosotros. Le di un cheque y no volví a pensar en el asunto. Puede que no tenga nada que ver con lo que pasó a continuación, pero creí apropiado decírselo. »Bien. Ya le he dicho que hay una casita cerca de la nuestra. Solo las separa un prado, pero para llegar hasta ella hay que ir por la carretera y luego seguir por un sendero. Un poco más allá hay un bosquecillo de abetos, y a mí me gustaba pasear hasta él, pues los árboles son siempre acogedores. La casita llevaba deshabitada ocho meses, y era una lástima, pues era bonita, de dos plantas y tenía un porche antiguo de madreselva. Muchas veces la he contemplado pensando en el bonito hogar que haría. »El lunes pasado estaba paseando por allí al atardecer, cuando me crucé con una camioneta vacía que iba por el sendero y vi que en el césped, al lado del porche, habla una pila de alfombras y otros enseres. Estaba claro que por fin habían alquilado la casita. Seguí andando y luego me paré. La miré indolentemente pensando en qué tipo de personas serían las que venían a vivir tan cerca de nosotros. Y, mientras miraba, de repente me di cuenta de que una cara me observaba desde una de las ventanas del segundo piso. »No sé lo que vi en aquel rostro, que sentí escalofríos, señor Holmes. Me encontraba un poco apartado, de modo que no pude ver las facciones con nitidez, pero tenía algo de inhumano. Esa fue mi impresión, y me acerqué rápidamente para ver mejor a la persona que me observaba. Pero en ese momento el rostro desapareció de manera tan brusca, que parecía como si lo hubiera absorbido la oscuridad del cuarto. Me detuve allí durante cinco minutos, meditando el asunto e intentando analizar mis impresiones. No sabía si el rostro era de un hombre o una mujer. Pero fue el color lo que más me impresionó. Era un lívido color amarillo y había en él algo rígido que hacía que pareciera sorprendentemente poco natural. Me encontraba tan desasosegado, que me propuse averiguar algo más acerca de los nuevos inquilinos. Me acerqué a la puerta y llamé. La abrió de inmediato una mujer alta y enjuta, de expresión dura y prohibitiva. »—¿Qué quiere usted? —me preguntó con acento norteño. »—Soy su vecino. Vivo en aquella casa —dije, indicándole mi hogar—. Veo que acaban de trasladarse: así que pensé que si les podía ayudar en… »—Ya se lo diremos cuando nos haga falta —respondió cerrándome la puerta abruptamente. «Molesto por el rudo desaire, me di la vuelta y regresé a casa. Aunque intenté pensar en otras cosas, durante toda la noche me volvía una y otra vez la imagen de la ventana y la aspereza de la mujer. Decidí no decirle nada a mi mujer, pues es persona nerviosa y emocional, y no deseaba que compartiera la desagradable sensación que yo sentía. Le comenté, sin embargo, antes de dormirme, que la casita se había alquilado, a lo cual no me contestó. »Por lo general tengo un sueño muy profundo. En mi familia siempre se han hecho bromas acerca de que no había nada que pudiera despertarme durante la noche. Sin embargo, aquella noche, quizá por la excitación que me había producido mi pequeña aventura, no lo sé, dormí peor que de costumbre. Medio en sueños, me di cuenta vagamente de que algo ocurría en el dormitorio y poco a poco me hice cargo de que mi mujer se había vestido y se estaba poniendo la capa y el sombrero. Estaba a punto de murmurar unas palabras de somnolienta sorpresa o reprimenda ante lo inoportuno de aquella acción, cuando de repente mis ojos entreabiertos se posaron sobre su rostro, iluminado por la luz de la vela, y enmudecí de asombro. Tenía una expresión que jamás le había visto antes, una expresión que la hubiera creído incapaz de adoptar. Estaba mortecinamente pálida, respiraba con agitación, y mientras se colocaba la capa miraba furtivamente hacia la cama para ver si me había despertado. Después, creyéndome aún dormido, salió a hurtadillas de la habitación y un instante más tarde escuché un chirrido que solo podía provenir de los goznes de la puerta principal. Me senté en la cama y golpeé en la cabecera con los nudillos para cerciorarme de que estaba de verdad despierto. Saqué el reloj de debajo de la almohada. Eran las tres de la madrugada. ¿Qué diablos tendría que hacer mi mujer por el campo a las tres de la mañana? «Durante unos veinte minutos le di vueltas al asunto, intentando encontrar una explicación plausible. Cuanto más lo pensaba, más inexplicable me parecía. Seguía meditando sobre ello, cuando oí que la puerta se cerraba de nuevo suavemente y que subía por la escalera. »—Pero por todos los santos, Effie, ¿dónde has estado? —le pregunté cuando entró. »Al oírme, se sobresaltó y profirió un grito entrecortado que me perturbó aún más que todas las otras cosas, pues había en ambos actos algo de indescriptible culpabilidad. Mi esposa había sido siempre una mujer de carácter sincero y abierto y me dio un escalofrío el verla entrar a escondidas en su propia habitación, gritar y retraerse cuando le hablaba su propio marido. »—¿No duermes, Jack? —dijo con una risa nerviosa—. Creía que no había nada que pudiera hacerte despertar. »—¿Dónde has estado? —pregunté con más severidad. »—No me extraña que estés sorprendido —dijo, y pude ver que le temblaban los dedos al desabrocharse la capa—. No recuerdo haber hecho nada semejante en toda mi vida. Sentí como si me ahogara, y tenía una auténtica necesidad de respirar el aire fresco. Creo de verdad que me hubiera desmayado, de no salir. Me quedé en la puerta unos instantes y ahora ya me he recobrado del todo. «Mientras me contaba esta historia no me miró ni una sola vez, y el tono de su voz era muy distinto al habitual en ella. Me resultaba evidente que lo que me decía era falso. No respondí nada. Dolido, volví el rostro hacia la pared, la mente llena de mil dudas y sospechas. ¿Qué era lo que mi mujer me ocultaba? ¿Dónde había ido en su extraña expedición? Sentí que no recobraría la paz hasta saberlo, y sin embargo estaba reacio a preguntarle de nuevo cuando ya me había dicho una falsedad. El resto de la noche di vueltas y más vueltas en la cama, formulando teoría tras teoría, cada una más improbable que la anterior. »Ese día debía ir al centro, pero me encontraba demasiado descentrado para poder prestar atención a los asuntos del negocio. Mi mujer parecía tan disgustada como yo mismo, y por las miradas que me echaba comprendí que ella sabía que no la había creído y que no sabía qué hacer. Apenas intercambiamos una palabra durante el desayuno. Inmediatamente después salí a dar un paseo, con el fin de pensar sobre el asunto al fresco aire de la mañana. »Me llegué hasta el Cristal Palace, paseando por allí durante una hora, y estaba de vuelta en Norbury a la una. Ocurría que el camino que debía tomar pasaba por delante de la casita, y me detuve un instante a mirar a las ventanas para ver si volvía a aparecer el extraño rostro que me había observado el día anterior. Allí estaba cuando, imagínese mi sorpresa, señor Holmes, ¡la puerta se abrió de repente y salió mi mujer! »Al verla me quedé mudo de asombro, pero mi emoción no fue nada comparada con la que reflejaba su rostro, cuando nuestras miradas se encontraron. Por un instante pareció como si quisiera volver a entrar en la casa, pero luego, al darse cuenta de lo inútil que resultaría cualquier intento de disimular, se adelantó hacia mí con el semblante pálido y un temor en los ojos que desmentía la sonrisa que sus labios esbozaban. »—¡Jack! —exclamó—. He venido a ver si nuestros vecinos necesitaban ayuda. ¿Por qué me miras así? ¿No estarás enfadado conmigo? »—¿Así que es aquí donde viniste anoche? —dije. »—¿Qué quieres decir? —exclamó. »—Viniste aquí. Estoy seguro. ¿Quiénes son estas gentes, para que tengas que venir a verlos a tales horas? »—No he estado aquí antes. »—¿Cómo puedes decirme una cosa que sabes que es mentira? —exclamé yo—. La voz misma te cambia al hablar. ¿Cuándo he tenido un secreto contigo? Entraré en esa casa y llegaré al final del asunto. »—¡No, Jack, no, por el amor de Dios! —balbuceó con incontrolable emoción. »Y, cuando me dirigí a la puerta, me cogió del brazo y me retuvo con vigor. »—Te ruego que no lo hagas, Jack —exclamó—. Te juro que algún día te lo contaré todo, pero el resultado de que traspases esa puerta solo puede ser la desgracia. »Entonces, cuando intenté desasirme, se aferró a mí, presa de frenesí. »—Confía en mí, Jack —gritó—. Confía en mí solo esta vez, no tendrás ocasión de arrepentirte. Sabes que jamás te ocultaría nada, si no fuera por tu bien. Nuestras vidas están en juego. Si regresas a casa conmigo no sucederá nada. Si insistes en entrar en esa casa, todo habrá acabado entre nosotros. »Había tal desesperación e insistencia en sus gestos, que me detuve y permanecí ante la puerta en actitud irresoluta. »—Confiaré en ti con una condición, con una sola condición —dije finalmente—, y es que este misterio termine desde este momento. Tienes todo el derecho a guardar tu secreto, pero debes prometerme que no habrá más visitas nocturnas, ni sucederá nada más sin mi conocimiento. Estoy dispuesto a olvidar lo pasado, si me prometes que no habrá más secretos en el futuro. »—Estaba segura de que confiarías en mí —dijo con un suspiro de alivio—. Se hará lo que tú quieras. ¡Vamonos, vamonos a casa! »Aún me seguía tirando del brazo cuando me alejó de la casa. Mientras caminábamos miré hacia atrás y allí estaba aquel lívido rostro amarillo observándonos desde la ventana de arriba. ¿Qué unía a aquella criatura con mi mujer? ¿Qué vinculación tenía con ella la tosca y ruda mujer que yo había visto el día anterior? Era un extraño misterio, y sabía que mi mente no conocería de nuevo la paz en tanto no lo hubiera resuelto. »Los dos días siguientes me quedé en casa, y mi mujer pareció ser fiel a su promesa, pues, que yo sepa, no se movió de allí. El tercer día, sin embargo, me trajo amplias pruebas de que su solemne promesa no bastaba para alejarla de aquella secreta influencia que la apartaba de su marido y de su obligación. »Ese día yo había ido a la ciudad, pero regresé en el tren de las 14.48 en lugar de en el de las 15.36, que era el que acostumbraba a coger. Cuando entré en casa, la criada salió a mi encuentro con cara asustada. »—¿Dónde está la señora? —pregunté. »—Creo que ha salido a dar un paseo —respondió. »De inmediato me asaltaron las sospechas. Subí corriendo arriba para asegurarme de que no estaba en la casa. Por casualidad miré por una de las ventanas y vi que la criada con quien acababa de hablar cruzaba el prado corriendo en dirección a la casita. Vi claramente lo que significaba todo. Mi mujer se había dirigido allí, diciéndole a la muchacha que la avisara si yo regresaba. Lleno de rabia bajé corriendo y la seguí, decidido a acabar con el asunto para siempre. Vi a mi mujer y a la criada avanzar por el sendero, pero no me detuve a hablar con ellas. El secreto que empañaba mi vida estaba en la casita. Juré que, pasara lo que pasara, iba a dejar de ser un secreto. Ni siquiera llamé a la puerta, sino que tiré del picaporte y entré. »En la planta baja todo estaba en silencio. En la cocina una tetera hervía al fuego y un inmenso gato negro se arrebujaba en un cesto, pero no había señales de la mujer que había visto antes. Corrí hacia la otra habitación, mas estaba igualmente desierta. Subí arriba, pero solo encontré dos habitaciones vacías. No había absolutamente nadie en toda la casa. Los muebles y cuadros eran de lo más corriente, salvo los de la habitación a cuya ventana había visto asomarse el extraño rostro. Esa era cómoda y elegante, y todas mis sospechas se tornaron en una amarga y punzante ira cuando vi sobre la chimenea una fotografía de mi mujer de cuerpo entero que le habían hecho a petición mía hacía solo tres meses. «Permanecí en la casa el tiempo suficiente para asegurarme de que estaba completamente vacía. Luego la abandoné con un peso en el corazón, como el que jamás había sentido antes. Mi mujer salió al recibidor cuando entré en casa, pero estaba demasiado dolido e irritado como para hablar con ella. Pasé de largo y me dirigí a mi despacho. Sin embargo, ella me siguió y entró antes de que pudiera cerrar la puerta. »—Siento haber roto mi promesa, Jack —dijo—, pero, si conocieras las circunstancias, estoy segura de que me perdonarías. »—¡Entonces cuéntamelo todo! —dije. »—¡No puedo, Jack, no puedo! —exclamó. »—Hasta que no me digas quién ha estado habitando esa casa y quién es la persona a quien le has dado la fotografía, no puede haber confianza entre nosotros —dije, y abandoné la casa. »Eso fue ayer, señor Holmes. No la he visto desde entonces, ni he vuelto a saber nada de todo este extraño asunto. Es la primera sombra que se levanta entre nosotros, y me ha perturbado tanto, que no sé qué es lo mejor que podría hacer. De repente se me ocurrió esta mañana que usted era el hombre idóneo para aconsejarme, así que me he dirigido a usted y me he puesto en sus manos completamente, sin reservas. Si hay algo que no he expresado con suficiente claridad, le ruego me lo pregunte. Pero sobre todo, dígame pronto lo que he de hacer, pues no puedo soportar esta desgracia. Holmes y yo habíamos seguido este relato con el máximo interés. Había sido expuesto de la entrecortada y brusca manera típica de quien se encuentra bajo la influencia de una extrema ansiedad. Mi compañero permaneció ahora en silencio unos momentos, descansando la barbilla en las manos, absorto en sus pensamientos. —Dígame —dijo finalmente—, ¿podría jurar que el rostro que vio en la ventana era el de un hombre? —Todas las veces que lo vi me encontraba a cierta distancia, de modo que me sería imposible decirlo. —De todos modos, parece que le sorprendió desagradablemente. —Parecía tener un color irreal, y había una extraña rigidez en las facciones. Cuando me acerqué, desapareció de repente. —¿Cuánto tiempo hace que su mujer le pidió cien libras? —Casi dos meses. —¿Ha visto en alguna ocasión una fotografía de su primer marido? —No. Hubo un gran incendio en Atlanta poco después de su muerte y se quemaron todos los papeles de mi esposa. —Y, sin embargo, ella tenía un certificado de defunción. ¿Dice usted que lo ha visto? —Sí, sacó un duplicado después del incendio. —¿Conoció alguna vez a alguien que la conociera en América? —No. —¿Ha hablado en alguna ocasión de volver allí? —No. —¿Ni ha recibido ninguna carta? —Que yo sepa, no. —Gracias. Ahora quisiera pensar un rato sobre el asunto. Si la casita está habitualmente desierta, quizá tengamos dificultades. Si por el contrario, y tal y como yo espero, ayer se avisó a sus inquilinos de su llegada y estos salieron antes de que usted entrara, puede que ahora hayan vuelto, con lo cual esclareceríamos todo con mucha facilidad. Le aconsejo, pues, que regrese a Norbury y que vuelva a examinar las ventanas de la casita. Si piensa que está habitada, no entre a la fuerza; mándenos a mi amigo y a mí un telegrama. Estaremos con usted antes de una hora a partir del momento en que lo recibamos y entonces podremos llegar al fondo del asunto con rapidez. —¿Y si sigue vacía? —En ese caso yo iré allí mañana para hablar con usted. Adiós, y sobre todo no se preocupe hasta que sepa que realmente tiene motivos para ello. —Me temo que es un mal asunto, Watson —dijo mi compañero cuando regresó de acompañar al señor Grant Munro hasta la puerta—. ¿Usted qué cree? —Suena feo. —Sí, y, o estoy muy equivocado, o hay chantaje de por medio. —Y ¿quién es el chantajista? —Pues debe de ser esa criatura que habita el único cuarto cómodo de toda la casa y tiene colgada la fotografía de la señora Munro encima de su chimenea. Vive Dios, Watson, que hay algo muy atrayente en ese rostro lívido asomado a la ventana. No me hubiera perdido el caso por nada del mundo. —¿Tiene alguna teoría? —Sí, una teoría provisional. Pero me extrañaría que no fuera la correcta. El primer marido de esa mujer está en esa casa. —¿Qué le hace pensar eso? —¿Cómo se explica, si no, su frenética ansiedad para que su segundo marido no entre allí? Según lo veo, los hechos son los siguientes: esta mujer se casó en América. Su marido desarrolló algún odioso vicio, o digamos, contrajo alguna enfermedad horrible, convirtiéndose en un leproso o un idiota. Finalmente ella huyó de él, regresó a Inglaterra, cambió de nombre y empezó a pensar en una nueva vida. Llevaba casada tres años, y creía que su situación era muy segura, pues le había enseñado a su marido el certificado de defunción de un señor cuyo nombre había adoptado. De repente su primer marido descubrió su paradero, o quizá lo hiciera alguna mujer poco escrupulosa que se había unido al inválido. Escriben a la mujer y amenazan con delatarla. Ella pide cien libras e intenta comprarlos. A pesar de esto viene a Inglaterra y, cuando por casualidad Grant Munro menciona que hay nuevos inquilinos en la casa, ella sospecha que son sus perseguidores. Espera hasta que su marido esté dormido y entonces se encamina a intentar suplicarles que la dejen en paz. No tiene éxito, de modo que a la mañana siguiente vuelve a ir, que es cuando, como nos ha dicho su marido, él la encuentra. Ella le promete no regresar, pero dos días más tarde la esperanza de quitarse de encima a los odiados vecinos puede más que ella, aún hace otro intento, llevándoles la fotografía que ellos posiblemente habían exigido. En medio de la entrevista entra la criada diciendo que el señor acaba de llegar, ante lo que la esposa, sabiendo que se dirigiría sin demora a la casita, hace salir a los vecinos por la puerta trasera, seguramente con la advertencia de que se dirigieran al bosquecillo de abetos cercano. Y así, cuando él llega, encuentra el lugar abandonado. Pero me sorprendería mucho que aún lo estuviera esta tarde cuando Munro vaya allí. ¿Qué opina de mi teoría? —Es todo una conjetura. —Pero que encaja con los hechos. Cuando surjan nuevos hechos que no encajen, habrá tiempo entonces de rectificar. De momento, en tanto no tengamos noticias de nuestro amigo de Norbury, no podemos hacer nada. No tuvimos que esperar mucho. Acabábamos de tomar el té cuando llegó un telegrama que decía: La casita sigue habitada. He vuelto a ver el rostro. Los espero en el tren de las siete; no haré nada hasta su llegada. Nos estaba esperando en el andén cuando llegamos. A la luz de los faroles pudimos comprobar que estaba muy pálido y que temblaba de agitación. —Siguen allí, señor Holmes —dijo, poniendo la mano en el brazo de mi amigo—. Vi luces encendidas cuando venía hacia aquí. Lo solucionaremos ahora de una vez por todas. —¿Qué plan tiene? —preguntó Holmes, mientras caminábamos por la oscura carretera bordeada de árboles. —Voy a entrar y veré quién hay en la casa. Quiero que ustedes estén allí como testigos. —¿Está decidido a hacerlo, a pesar de la advertencia de su mujer de que es mejor que no intente desvelar el misterio? —Sí, estoy absolutamente decidido. —Creo que hace bien. Cualquier verdad es preferible a la duda indefinida. Vayamos allí directamente. Por descontado que, legalmente, no tenemos razón, pero creo que merece la pena. Era una noche muy oscura y, cuando dejamos la carretera para coger la estrecha senda llena de baches, comenzó a chispear. Sin embargo, el señor Grant Munro avanzaba con impaciencia y nosotros íbamos tropezando detrás como mejor podíamos. —Esas son las luces de mi casa —murmuró, indicando un resplandor entre los árboles—, y esta es la casita en la que voy a entrar. Mientras hablaba, doblamos un recodo en la senda y allí mismo se encontraba el edificio. Una franja amarilla que rompía la oscuridad nos indicó que la puerta estaba entreabierta; en la planta de arriba se veía una ventana bien iluminada. De repente una oscura silueta se recortó en el cristal. —Ahí está la criatura —exclamó Grant Munro—. Ustedes mismos ven que hay alguien allí. Síganme, lo sabremos todo. Nos acercamos a la puerta, pero de pronto una mujer surgió de las sombras y se detuvo en el centro del rayo de luz que salía por la puerta. No veía su cara, pero extendía los brazos en actitud suplicante. —¡Por el amor de Dios, Jack, no lo hagas! —gritó—. Tenía el presentimiento de que vendrías esta noche. Por favor, no te precipites. Confía en mí una vez más y no te arrepentirás. —¡He confiado en ti demasiado tiempo, Effie! —dijo con severidad—. ¡Suéltame! Tengo que entrar. Mis amigos y yo arreglaremos esto para siempre. La empujó a un lado y nosotros le seguimos. Cuando abrió la puerta, una anciana se abalanzó sobre él intentando impedir su entrada, pero Munro la apartó, y un instante después nos encontrábamos todos subiendo la escalera. Grant Munro entró precipitadamente en la habitación iluminada, y Holmes y yo pisándole los talones. Era una estancia acogedora, bien amueblada. En la mesa había dos velas encendidas y otras dos ardían encima de la repisa de la chimenea. En un rincón, inclinada sobre un pupitre, estaba sentada una niña pequeña. Cuando entramos, tenía el rostro vuelto hacia la pared; llevaba un vestido rojo y guantes blancos. Cuando se volvió hacia nosotros, lancé un grito de sorpresa y horror. El rostro que contemplamos era de una extraña y lívida tonalidad y las facciones carecían por completo de toda expresión. Un instante más tarde, el misterio quedaba aclarado. Con una carcajada, Holmes pasó la mano por detrás de la oreja de la criatura y arrancó de su faz una fina máscara, dejando al descubierto una niña negra como el carbón, que al reírse de nuestro asombro mostró su blanquísima dentadura. Me eché a reír ante la alegría que ella reflejaba, pero Grant Munro, agarrándose el cuello con la mano, estaba como petrificado. —¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué significa esto? —Yo te diré lo que significa —dijo su mujer entrando en la habitación con una expresión de orgullo y firmeza en el rostro—. En contra mía, me has obligado a decírtelo, y ahora ambos nos tendremos que aguantar. Mi marido murió en Atlanta. Pero mi hija no. —¿Tu hija? Se quitó el medallón que le pendía del cuello. —Nunca has visto esto abierto. —Creí que no se abría. Tocó un resorte y, al abrirse el medallón, quedó al descubierto el retrato de un hombre, muy bien parecido y de aspecto inteligente, pero con inconfundibles rasgos de ascendencia africana. —Este es John Hebron, de Atlanta —dijo la mujer—, y hombre más noble jamás pisó la tierra. Me desvinculé de mi raza para casarme con él, pero no me arrepentí de ello ni una sola vez, mientras viví con él. Fue una mala suerte que nuestra única hija saliera a él y no a mí. Suele ser así en este tipo de matrimonios, y la pequeña Lucy es, con mucho, más morena de lo que jamás lo fuera su padre. Pero negra o rubia, es mi hija, y su madre la adora. Al oír estas palabras la niña corrió hacia su madre y se acurrucó contra su pecho. —La dejé en América —continuó—, solo porque estaba delicada de salud, y el cambio podía haberla perjudicado. La dejé al cuidado de una fiel escocesa que había sido criada nuestra. Ni por un instante se me pasó por la imaginación renegar de ella. Pero, cuando el azar hizo que te conociera a ti, Jack, y me enamoré de ti, temí decirte lo de mi hija. Dios me perdone, pero pensé que te podría perder, y no tuve el valor de contártelo. Tenía que escoger entre los dos, y en mi debilidad escogí en contra de mi pequeña. Durante tres años he mantenido en secreto su existencia, pero sabía por la criada que estaba bien. Por fin tuve el deseo irrefrenable de volver a verla. En vano luché contra él. Aunque conocía el peligro que esto suponía, decidí que viniera, aunque solo fuera por unas semanas. Envié cien libras e instrucciones respecto de la casita, con el fin de que llegaran como unos vecinos cualquiera, sin que yo apareciera vinculada a ellas para nada. Extremé tanto las precauciones, que ordené que la niña no saliera durante el día y que se le taparan la cara y las manos, para que incluso quienes la pudieran ver asomada a la ventana no cotillearan acerca de la llegada de una negrita al vecindario. Quizá hubiera sido mejor no ser tan cauta, pero estaba medio loca de terror de pensar que tú descubrieras la verdad. »Fuiste tú el primero en decirme que la casita estaba habitada. Debí haber esperado hasta el día siguiente, pero no podía dormir de emoción, y por fin salí, sabiendo cuan difícil era que te despertaras. Pero me viste marchar y ese fue el principio de mis problemas. Al día siguiente mi secreto estaba en tus manos, pero noblemente te resististe a utilizar tu ventaja. Tres días más tarde, sin embargo, Lucy y la criada pudieron escaparse por la puerta de atrás por los pelos, cuando tú entrabas por la de delante. Esta noche por fin lo sabes todo, y yo te pregunto: ¿Qué va a ser de nosotras, de mi hija y de mí? Juntó las manos y esperó la respuesta. Dos largos minutos transcurrieron antes de que Grant Munro rompiera el silencio y, cuando llegó, su respuesta fue una que siempre me ha emocionado recordar. Cogió en brazos a la pequeña, le dio un beso, y luego, aún sosteniendo a la criatura, extendió la otra mano hacia su esposa y se encaminó a la puerta. —Creo que podremos hablar de esto más cómodamente en casa —dijo—. No soy un hombre demasiado bondadoso, Effie, pero creo que lo soy más de lo que has pensado. Holmes y yo lo seguimos hasta el sendero, y, al salir, mi amigo me cogió del brazo. —Creo —dijo— que somos más útiles en Londres que en Norbury. No dijo otra palabra sobre el caso hasta entrada la noche cuando, con la vela ya encendida, se encaminaba a su cuarto. —Watson —dijo—, si alguna vez piensa que estoy empezando a tener demasiada confianza en mí mismo o que me tomo menos molestias con los casos de lo que estos merecen, hágame el favor de susurrarme al oído «Norbury», y le quedaré muy agradecido. EL INTÉRPRETE GRIEGO Durante mi largo y profundo conocimiento del señor Sherlock Holmes nunca le había oído hablar de sus familiares y casi nunca de sus primeros años. Esta reticencia por su parte había ayudado a aumentar el efecto, en cierto modo inhumano, que me producía, hasta tal punto que algunas veces me encontré observándolo como si se tratara de un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan carente de comprensión por los problemas humanos como superior en inteligencia. Su aversión por las mujeres y sus pocas ganas de hacer nuevos amigos eran ambos rasgos típicos de su carácter, pero ninguno de ellos tan acusado como su tendencia a suprimir toda referencia a su propia familia. Llegué a creer que era un huérfano al que no le quedaba ningún pariente vivo; pero un día, para mi sorpresa, empezó a hablarme de su hermano. Fue una tarde de verano después del té; la conversación, que había ido saltando de modo inconexo desde los clubes de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la eclíptica, vino a dar por último a la cuestión del atavismo y de las aptitudes hereditarias. El punto que discutíamos era hasta qué punto un don determinado en una persona se debe a la herencia o a su primer aprendizaje. —En su caso —dije yo—, por todo lo que usted me ha dicho, parece obvio que su facultad para la observación y su peculiar facilidad para la deducción se deben a su propio aprendizaje sistemático. —Hasta cierto punto —contestó pensativo—. Mis antepasados pertenecían a la aristocracia del campo y parecen haber tenido un modo de vida similar al que es normal entre la gente de esa clase. Sin embargo, el que yo haya salido así es algo que llevo en las venas y puede que proceda de mi abuela, que era hermana de Vernet, el artista francés. Cuando el arte corre por las venas de alguien, puede tomar las formas más extrañas. —¿Pero cómo sabe que es hereditario? —Porque mi hermano Mycroft lo posee y en un grado más alto que yo. Esto era realmente nuevo para mí. Si había en Inglaterra otro hombre con semejantes poderes, ¿cómo podía ser que ni la policía ni el público en general hubieran oído hablar de él? Se lo pregunté, dejando caer que era la modestia de mi amigo la que le hacía reconocer que su hermano era superior a él. Holmes se rió ante mi sugerencia. —Querido Watson —dijo—, no estoy de acuerdo con aquellos que ponen a la modestia entre las virtudes. Para la mente lógica todas las cosas han de verse exactamente como son, y cuando uno se minusvalora, se aparta tanto de la verdad como cuando exagera sus propios poderes. Por tanto, al decir yo que Mycroft tiene mejores facultades de observación que yo, debe usted dar por supuesto que estoy diciendo la verdad exacta y literal. —¿Es más joven que usted? —Siete años mayor. —¿Y cómo es que resulta desconocido? —Oh, es muy conocido en su propio círculo. —¿Cuál es, pues? —Bueno, en el «Club Diógenes», por ejemplo. Nunca había oído hablar de esa institución y se me debió de notar en la cara porque Sherlock Holmes sacó un reloj. —El «Club Diógenes» es el club más raro de Londres, y Mycroft uno de sus miembros más raros. Siempre está allí entre las cinco menos cuarto y las ocho menos veinte. Son las seis ahora, así que, si le apetece dar una vuelta aprovechando esta bella tarde, le enseñaría con mucho gusto las dos curiosidades. Cinco minutos más tarde estábamos en la calle, caminando hacia Regent Circus. —Se preguntará —dijo mi amigo— por qué Mycroft no usa sus facultades para trabajar de detective. Es incapaz. —¡Pero si pensé que usted había dicho…! —Dije que era superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective empezara y terminara en el razonamiento desde un sillón, mi hermano sería el mejor agente que haya existido nunca. Pero no tiene ambiciones ni energía. No se movería para verificar sus propias soluciones y preferiría que pensaran que estaba en un error a tomarse la molestia de demostrar que tenía razón. Una y otra vez le he planteado problemas, obteniendo siempre una explicación que más tarde me demostraría que era la acertada. Y, sin embargo, fue absolutamente incapaz de resolver la parte práctica a la que tiene uno que dedicarse antes de poder exponer el caso ante un juez o un jurado. —¿No es su profesión, pues? —En absoluto. Lo que para mí es un medio de vida no es para él sino el simple hobby de un diletante. Tiene una extraordinaria facilidad para los números y trabaja revisando la contabilidad de cierto departamento gubernamental. Mycroft vive en Pall Malí, y todas las mañanas, con solo dar la vuelta a la esquina, ya está en su trabajo, en Whitehall. Lleva años sin hacer otro ejercicio que este y no se le ve en otro lugar excepto en el «Club Diógenes», que está justo enfrente de sus habitaciones. —No recuerdo ese nombre. —Con toda probabilidad. Hay muchos hombres en Londres que ya sea por su timidez, ya sea por misantropía, no desean encontrarse con sus semejantes. Pero esto no quita para que les guste leer las últimas noticias arrellanados en cómodos sillones. En provecho de este tipo de personas se creó el «Club Diógenes» y ahora cuenta entre sus miembros a los hombres más insociables de toda la ciudad. No se permite que ningún miembro repare en la presencia de otro. No se permite charlar bajo ninguna circunstancia y tres ofensas puestas en conocimiento del comité directivo exponen al charlatán a la expulsión. Mi hermano fue uno de los fundadores y yo mismo encuentro esa atmósfera muy relajante. Así hablando llegamos a Pall Malí, tomándolo por el lado de St. James. Sherlock Holmes se paró ante una puerta a poca distancia del Carlton y, advirtiéndome que no hablara, entró delante en el hall. A través del panel de cristal eché una mirada a una grande y lujosa habitación, en la que un considerable número de hombres se encontraban leyendo el periódico, cada uno en su propio rinconcito. Holmes me hizo pasar a una pequeña habitación que daba a Pall Malí y, luego de dejarme solo un momento, volvió con una persona a la que en seguida identifiqué como su hermano. Mycroft era mucho más alto y robusto que Sherlock. Su cuerpo era muy voluminoso, pero su cara, aunque maciza, seguía conservando algo de esa agudeza que es tan característica en la de su hermano. Sus ojos, de un gris claro acuoso, parecían no perder nunca esa mirada lejana e introspectiva que yo había observado en los de Sherlock cuando ejercía a fondo sus facultades. —Encantado de conocerlo —dijo, alargando hacia mí su ancha y suave mano, parecida a una aleta de foca—. Desde que usted es su cronista, oigo hablar de Sherlock por todas partes. A propósito, Sherlock, esperaba que hubieras venido por aquí la semana pasada a consultarme sobre el caso de Manor House. Pensé que debías de andar un poco perdido. —No, lo resolví —dijo mi amigo sonriendo. —Fue Adams, por supuesto. —Sí, era él. —Estaba seguro desde el principio —se sentaron juntos al lado de la ventana—. Este es el lugar adecuado para el que desee estudiar a la humanidad —dijo Mycroft—. ¡Mira qué tipos tan magníficos! Mira esos dos hombres que vienen hacia acá. —¿El marcador de billar y el otro? —Exacto. ¿Qué piensas del otro? Los dos hombres se pararon enfrente de la ventana. Unas manchas de tiza en el bolsillo del chaleco eran los únicos signos que percibí en uno de ellos que tuvieran algo que ver con los billares. El otro era un tipo pequeño, oscuro; llevaba el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes debajo del brazo. —Un soldado, por lo que veo —dijo Sherlock. —Recién licenciado —observó el otro. —Sirvió en la India, veo. —Un oficial sin mando. —Imagino que en la Artillería Real —dijo Sherlock. —Es viudo. —Con un hijo. —Hijos, hermano, hijos. —¡Venga ya! —dije yo sonriendo—. Esto es demasiado. —Ciertamente —contestó Holmes—, no es difícil saber que un hombre con ese porte, con esa expresión de autoridad y que está tan quemado por el sol, es algo más que un soldado raso y que acaba de volver de la India. —El que no hace mucho que ha abandonado el servicio nos lo indica el hecho de que todavía lleva las «botas de munición», como suelen llamar al tipo que él lleva puestas —observó Mycroft. —No camina como lo hacen los de caballería, pero solía llevar el sombrero a un lado de la cabeza, según lo indica esa rayita de piel más clara que tiene junto a la ceja. Por su peso sabemos que no puede ser un zapador. Está en Artillería. —Además, por supuesto, de su riguroso luto deducimos que ha perdido a alguien muy querido. El hecho de que esté haciendo él mismo la compra parece indicar que pudiera ser su mujer. Ha comprado cosas para niños, como podrá usted observar. Lleva un sonajero, lo cual indica que uno de ellos es todavía muy pequeño. La mujer murió probablemente de parto. Del hecho de que lleve un cuaderno de dibujo bajo el brazo deducimos que tiene otro hijo en quien pensar. Empecé a entender lo que quería decir mi amigo cuando dijo que su hermano poseía facultades todavía más profundas que las que él mismo tenía. Me miró de reojo y sonrió. Mycroft tomó rapé de una caja hecha con un caparazón de tortuga y sacudió los granos que le habían caído sobre el abrigo con un gran pañuelo de seda rojo. —A propósito, Sherlock —dijo—, tengo algo que va a gustarte. Se trata de un singularísimo problema sobre el que me han pedido que dé mi opinión. Realmente no tengo fuerza suficiente para seguirlo, salvo que lo hiciera de un modo bastante incompleto, pero me dio la base para ciertas agradables especulaciones. Si te apetece oír los hechos… —Mi querido Mycroft, me encantaría. El hermano escribió unas palabras en una hoja de su cuadernillo de notas y, tirando de la campanilla, se lo dio al camarero. —Le he pedido al señor Melas que cruce la calle —dijo—. Vive encima de mi casa y le conozco un poco, lo cual hizo que un día viniera a verme totalmente perplejo. El señor Melas es de origen griego, según creo, y es un notable lingüista. Se gana la vida en parte como intérprete en los tribunales y en parte como gula de esos ricos orientales que van a parar a los hoteles de Northumberland Avenue. Creo que dejaré que él mismo les cuente su extraordinaria experiencia a su manera. Al cabo de unos minutos se nos unió un hombre bajo y corpulento cuya tez olivácea y cabello negro como el carbón proclamaban su origen sureño, aunque su modo de hablar era el de un caballero educado en Inglaterra. Le estrechó con impaciencia la mano a Sherlock Holmes y sus oscuros ojos despidieron destellos de placer cuando se dio cuenta de que el especialista estaba ansioso por oír su historia. —Creo que la policía no me cree, palabra que no —dijo lamentándose—. Solo porque nunca han oído hablar de algo semejante, piensan que no puede ser. Pero sé que no volveré a estar a gusto hasta que no sepa qué ha sido de aquel pobre hombre con la escayola pegada a la cara. —Soy todo oídos —dijo Sherlock Holmes. —Estamos a miércoles por la tarde —dijo el señor Melas—; bueno, entonces fue el lunes por la noche, solo hace dos días, como ve, cuando sucedió todo esto. Yo soy intérprete, como quizá mi vecino, aquí presente, ya le haya dicho. Traduzco todos los idiomas, o casi todos, pero como soy griego de nacimiento y tengo apellido griego, me han asociado especialmente con esta lengua. Durante muchos años fui el principal intérprete griego de Londres y mi nombre se conoce en todos los hoteles. »Sucede, y bastante a menudo, que, ya sea a causa de extranjeros que se encuentran en dificultades, o de viajeros que llegan a altas horas de la madrugada, envían a buscarme a horas muy raras. No me sorprendí, por tanto, cuando el lunes por la noche un tal señor Latimer, un joven que iba vestido muy a la moda, subió a mis habitaciones y me pidió que le acompañara en un taxi que nos estaba esperando a la puerta. Había venido a verlo por asuntos de negocios un amigo griego, dijo, y como este no hablaba su lengua materna, se hacían indispensables los servicios de un intérprete. Me dio a entender que su casa estaba un poco lejos, en Kensington, y parecía tener mucha prisa, apresurándome para que entrara en el taxi no bien habíamos bajado a la calle. »Digo en el taxi, pero en seguida me sobrevino la duda de si no había montado en un carruaje particular. Era ciertamente más espacioso que los coches de punto ordinarios, que son la deshonra de Londres, y los accesorios, aunque un poco raídos, eran de muy buena calidad. El señor Latimer se sentó frente a mí y partimos cruzando Charing Cross y subiendo por Shaftesbury Avenue. Salimos a Oxford Street, y yo iba ya a aventurar una observación a propósito de la vuelta que estábamos dando para ir a Kensington, cuando ante la extraña conducta de mi compañero contuve las palabras. »Empezó por sacar de su bolsillo una formidable cachiporra rellena de plomo y la agitó varias veces de arriba a abajo como si estuviera probando su peso y su fuerza. Después la dejó sin decir una sola palabra al lado suyo en el asiento. Tras esto subió las ventanas de ambos lados, las cuales, para mi sorpresa, estaban recubiertas de papel, con el fin de impedir que alguien viera que yo iba dentro. »—Siento mucho taparle la vista, señor Melas —dijo—. El hecho es que no tengo la intención de que usted vea hacia dónde nos dirigimos. Sería para mí un trastorno el que usted consiguiese volver allí en otra ocasión. «Como puede imaginarse, me quedé totalmente estupefacto ante semejantes modales. Mi compañero era un tipo fuerte y de anchas espaldas y yo no tenía la menor posibilidad de salir victorioso en una pelea con él, eso sin contar el arma. »—Es un modo de comportarse muy raro, señor Latimer —tartamudeé—. Supongo que será usted consciente de que lo que está haciendo es ilegal. »—Sin duda me estoy tomando ciertas libertades —dijo—, pero será recompensado. Ahora bien, tengo que advertirle, señor Melas, que si en cualquier momento de esta noche intenta dar una alarma o hacer algo que vaya contra mis intereses, se encontrará metido en un lío. Le ruego que recuerde que nadie sabe dónde está y que tanto en este carruaje como en mi casa, usted está en mi poder. »Sus palabras eran pausadas, pero había algo de amenazante en su chirriante modo de decirlas. Me quedé sentado en silencio, preguntándome qué demonios sería la razón que le llevaba a raptarme de un modo tan extraordinario. Fuera la que fuese, estaba claro que no me serviría de nada resistirme, y lo único que podía hacer era esperar y ver lo que sucedía. «Estuvimos viajando durante casi dos horas, sin que yo tuviera el menor indicio de hacia dónde nos dirigíamos. A ratos, por el traqueteo de las piedras, sabía que íbamos por un camino adoquinado; otras veces la suave y silenciosa manera de avanzar me sugería que lo estábamos haciendo por asfalto, pero salvo estas variaciones de sonido, no había nada que me pudiera ayudar a hacerme una idea de dónde estábamos. El papel que tapaba las ventanas era impenetrable a la luz, y en el cristal delantero habían echado una cortina azul. Eran las siete y cuarto cuando salimos de Pall Malí y mi reloj señalaba las nueve menos diez cuando por fin paramos. Mi compañero bajó la ventanilla y yo vislumbré un portón bajo en forma de arco, sobre el que había una lámpara encendida. Se abrió de golpe, al mismo tiempo que me daban prisa para que descendiera del carruaje, y me encontré en el interior de la casa con una vaga impresión de haber atravesado un césped con árboles a los lados al entrar. No me aventuraría a decir si se trataba de un terreno público o privado. »Dentro había una lámpara de gas coloreada, pero estaba tan baja, que pude ver muy poco excepto que el hall tenía un respetable tamaño y había cuadros colgados. A la mortecina luz pude distinguir que la persona que nos había abierto la puerta era un hombre de mediana edad, bajo, de aspecto mezquino y ligeramente encorvado de hombros. Cuando se volvió, me di cuenta de que llevaba gafas, porque estas se reflejaron a la luz de la lámpara. »—¿Es este el señor Melas, Harold? —dijo. »—Sí. »—¡Bien hecho, bien hecho! Espero que no tenga mala voluntad, señor Melas, pero no podemos continuar sin usted. No le pesará tratarnos lealmente; pero, ¡Dios le libre de intentar alguna artimaña con nosotros! «Hablaba de un modo espasmódico y nervioso, soltando de vez en cuando una tonta risita, pero en cierto modo me inspiró más miedo que el otro. »—¿Qué quieren de mí? —pregunté yo. »—Solo que le haga unas preguntas a un caballero griego que nos visita y que nos traduzca las respuestas. Pero no le diga más de lo que se le ordena que le diga —y aquí volvió a soltar una de sus tontas risitas—; o más le valdría no haber nacido. «Mientras hablaba abrió la puerta y me condujo a una habitación que parecía estar ricamente amueblada, pero aquí de nuevo la única luz que había era la que daba una lámpara encendida solo a medias. Ciertamente se trataba de una gran estancia y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al avanzar me daba una idea del lujo del lugar. Pude vislumbrar algo de las sillas de terciopelo, de la alta chimenea de mármol blanco y de lo que parecía ser un juego de armaduras japonesas en uno de los lados de la habitación. Había una silla justo debajo de la lámpara, y el hombre de más edad me hizo una seña para que me sentara en ella. El joven nos había dejado, pero volvió a aparecer de repente por otra puerta, conduciendo a un caballero ataviado con un batín que le quedaba bastante holgado. Este avanzó lentamente hacia nosotros. Cuando llegó al círculo que formaba la mortecina luz de la lámpara y al verlo con más claridad, me quedé horrorizado de su aspecto. Estaba terriblemente pálido y demacrado y tenía los ojos saltones y brillantes de un hombre cuyo espíritu es mayor que sus fuerzas; pero, más que cualquier signo de debilidad física, lo que me impresionó fue que su cara estaba grotescamente entrecruzada con escayola y que un gran amasijo de lo mismo le sellaba la boca. »—¿Tienes la pizarra, Harold? —exclamó el hombre de más edad, después de que aquel extraño se dejara caer más que sentarse en una silla—. ¿Le has desatado las manos? Entonces, ahora dale el lápiz. Usted le hará las preguntas, señor Melas, y él escribirá las respuestas. Pregúntele en primer lugar si está dispuesto a firmar los papeles. »El hombre lanzó fuego por los ojos. »—Nunca —escribió en griego en la pizarra. »—¿Bajo ninguna condición? —pregunté yo, ordenado por nuestro tirano. »—Solo si un sacerdote griego que conozco la casara en mi presencia. »El hombre soltó una malévola risita. »—¿Sabe lo que le espera en ese caso? »—No me preocupa lo que pueda sucederme. »Estos son ejemplos de las preguntas y respuestas que compusieron nuestra extraña conversación medio hablada, medio escrita. Tuve que preguntarle una y otra vez si firmaría el documento. Una y otra vez obtuve la misma respuesta. Pero de repente tuve una feliz idea. Empecé a añadir algunas frases de mi cosecha a cada pregunta, inocentes al principio, para probar si nuestros compañeros sabían algo de griego, y después, al ver que no daban signos de saber nada, inicié un juego más peligroso. Nuestra conversación fue más o menos así. »—No saca nada con su obstinación. ¿Quién es usted? »—No me importa. Soy un extranjero en Londres. »—Su destino depende de usted. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? »—Que suceda lo que tenga que suceder. Tres semanas. »—La propiedad no puede ser suya. ¿Qué le aflige? »—No cederé ante la villanía. Me están matando de hambre. »—Le dejaremos en libertad si firma. ¿Qué casa es esta? »—Nunca firmaré. No lo sé. »—No le está haciendo ningún favor a ella. ¿Cómo se llama? »—Deje que ella me lo diga. Kratides. »—La verá si firma. ¿De dónde es usted? »—Entonces no la veré nunca. Atenas. »Cinco minutos más, señor Holmes, y le hubiera sonsacado toda la historia delante de sus narices. Mi siguiente pregunta iba destinada a aclarar el asunto, pero en ese momento se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer. No la pude ver con la suficiente claridad para poder decirle algo más que era alta y grácil, tenía el pelo negro e iba ataviada con un traje blanco largo y flojo. »—¡Harold! —dijo en un inglés chapurreado—, no puedo estar alejada un rato más. Me siento tan sola allá arriba solamente con… ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul! »Estas últimas palabras las dijo en griego, y en ese mismo momento el hombre, haciendo un convulsivo esfuerzo, rompió la escayola que le tapaba la boca y, gritando: "¡Sophy! ¡Sophy!", se lanzó a sus brazos. No obstante, su abrazo no duró más que un instante, porque el joven agarró a la mujer y la empujó fuera de la habitación, mientras el viejo dominó fácilmente a su demacrada víctima y la arrastró fuera por la otra puerta. Me dejaron solo un momento en la habitación y salté del asiento con la vaga idea de que quizá podría conseguir una pista sobre la casa en que me encontraba. Afortunadamente, sin embargo, no di paso alguno porque, al mirar hacia arriba, vi al hombre de más edad en el umbral de la puerta con los ojos clavados en mí. »—Esto será todo, señor Melas —dijo—. Supongo que se dará cuenta de que hemos depositado en usted nuestra confianza sobre un asunto privado. No le hubiéramos molestado de no haber sido porque el amigo nuestro que habla griego y que fue quien inició estas conversaciones se ha visto forzado a volver al Este. Nos era bastante necesario encontrar a alguien que ocupara su puesto y tuvimos la suerte de enterarnos de sus facultades como intérprete. »Yo hice una ligera inclinación de cabeza. »—Aquí tiene usted cinco soberanos —dijo acercándose a mí—, los cuales, espero, serán un honorario suficiente. Pero recuerde —añadió, dándome unos golpecitos en el pecho y riéndose con aquella tonta risa suya— que, si se entera una persona, una sola persona, fíjese bien, de algo de todo esto, bueno, en ese caso ¡que Dios se apiade de su alma! »No puedo decirles el horror y la repugnancia que me inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Lo veía mejor ahora al darle directamente la luz de la lámpara. Sus rasgos eran inquisitivos y cetrinos y tenía una rala barbita puntiaguda. Echaba la cabeza hacia adelante al hablar y los labios y párpados se le crispaban continuamente como los de un hombre con el baile de San Vito. No pude evitar el pensar que su insidiosa risita era asimismo un síntoma de alguna enfermedad nerviosa. Sin embargo, el terror que provocaba su cara residía en los ojos; estos eran fríos, con el color y el brillo del acero, y miraban desde lo más profundo con una maligna, inexorable crueldad. »—Sabremos si se lo dice a alguien —dijo—. Tenemos nuestros propios medios de información. Ahora el carruaje está esperándolo y mi amigo le acompañará en su viaje de regreso. »Me hicieron atravesar el hall y entrar en el vehículo a toda prisa, y de nuevo tuve una visión momentánea de los árboles y del jardín. El señor Latimer iba pisándome los talones y ocupó su lugar frente a mí sin decir una palabra. Volvimos a hacer un interminable recorrido, con las ventanas subidas, hasta que por último, justo después de medianoche, el carruaje se detuvo. »—Bájese aquí, señor Melas —dijo mi compañero de viaje—. Siento dejarle tan lejos de su casa, pero no hay otra alternativa. Cualquier intento por su parte de seguir el carruaje, no terminaría sino en un grave daño para usted. »Abrió la puerta mientras hablaba y apenas había tenido tiempo de bajarme, cuando el cochero hizo sonar su fusta y el carruaje desapareció traqueteando. Miré alrededor sorprendido. Me encontraba en una especie de terreno comunal baldío, en el que sobresalían oscuras matas de aliaga. A lo lejos se extendía ante mí una hilera de casas, con alguna luz encendida aquí y allá en las ventanas de los dormitorios. Por el otro lado vi las señales rojas del ferrocarril. »El carruaje que me había llevado hasta allí ya se había perdido de vista. Estaba parado, mirando a mi alrededor y preguntándome dónde demonios estaría, cuando vi que alguien venía hacia mí en la oscuridad. Al acercarse me di cuenta de que era un maletero de los ferrocarriles. »—¿Podría decirme qué lugar es este? —pregunté. »—Es el terreno comunal de Wandsworth —dijo él. »—¿Hay trenes desde aquí a Londres? »—Si corriera una milla más o menos, hasta Clapham Junction —dijo—, llegará a tiempo de coger el último tren a la estación Victoria. »Este fue el final de mi aventura, señor Holmes. No sé dónde estuve ni con quién hablé, salvo lo que le he contado. Pero sé que está teniendo lugar un juego sucio y quiero ayudar a ese infeliz si puedo. Le conté la historia al señor Mycroft Holmes a la mañana siguiente y posteriormente a la policía. Tras escuchar esta extraordinaria narración nos quedamos un rato en silencio. Luego, Sherlock miró a su hermano. —¿Has dado algún paso? —preguntó. Mycroft cogió un Daily News que estaba sobre el velador. —«Se recompensará a quien pueda dar alguna información sobre el paradero de un caballero griego llamado Paul Kratides de Atenas, que no habla inglés. Igualmente se recompensará a quien dé información sobre una dama griega cuyo nombre de pila es Sophy. X 2473». Esto ha aparecido en todos los periódicos. Sin respuesta. —¿Qué te parece la embajada griega? —He preguntado. No saben nada. —En ese caso un cable a la policía de Atenas. —Sherlock tiene la energía de toda la familia —dijo Mycroft volviéndose hacia mí—. Bueno, coge tú el caso y dime lo que saques en limpio. —Ciertamente —contestó mi amigo, levantándose de la silla—. Te lo diré y al señor Melas también. Mientras tanto, señor Melas, yo que usted estaría en guardia, porque está claro que ellos deben de saber por estos anuncios que usted los ha traicionado. Al volver hacia casa, Holmes se paró en una oficina de Telégrafos y envió varios cables. —Ya ve, Watson, que no hemos echado a perder la tarde —observó—. Algunos de mis casos más interesantes me han llegado a través de Mycroft. El caso que acabamos de oír, aunque no tiene más que una explicación posible, no deja por ello de contar con algunas características interesantes. —¿Tiene alguna esperanza de resolverlo? —Bueno, sabiendo lo que sabemos, sería raro que no consiguiéramos descubrir el resto. Usted mismo debe de haberse formado ya alguna teoría que explique los hechos que acabamos de oír. —De un modo bastante vago, sí. —¿Qué idea tiene, pues? —Me parece obvio que esa muchacha griega ha sido raptada por el joven inglés llamado Harold Latimer. —¿Raptada de dónde? —De Atenas, quizá. Sherlock Holmes movió la cabeza. —Ese joven no hablaba ni una palabra de griego. La muchacha hablaba inglés bastante bien, de lo que se deduce que ella llevaba algún tiempo en Inglaterra y que él no había estado nunca en Grecia. —Bien, entonces podemos presuponer que ella había venido a Inglaterra de visita y que ese Harold la persuadió a huir con él. —Eso es más probable. —Entonces el hermano (porque ésa es, supongo, la relación que hay entre ellos) llega desde Grecia e interfiere. Imprudentemente se pone en las manos del joven y de su socio de más edad. Se apoderan de él y utilizan la violencia con el fin de hacerle firmar unos documentos según los cuales la fortuna de la muchacha, de la cual él debe de ser el administrador, pasaría a ser de ellos. Él se niega a hacerlo. Con el fin de poder negociar con él, tienen que conseguir un intérprete y se deciden por este señor Melas, después de haberlo intentado previamente con otro. A la muchacha no le dicen nada de la llegada de su hermano, descubriéndolo por un mero accidente. —Excelente, Watson —exclamó Holmes—. Realmente pienso que no está usted lejos de la verdad. Ya ve que tenemos todas las cartas en la mano y que lo único que tenemos que temer es un acto de violencia repentino por su parte. Si nos dan tiempo daremos con ellos. —¿Pero cómo vamos a descubrir dónde se encuentra la casa? —Bueno, si nuestras conjeturas son correctas y si el nombre de la muchacha es, o era, Sophy Kratides, no deberíamos encontrar muchas dificultades para seguirle la pista. Esa tiene que ser nuestra principal esperanza, porque el hermano es un recién llegado. Está claro que ha pasado algún tiempo desde que este Harold inició sus relaciones con la muchacha, algunas semanas seguramente, ya que al hermano le dio tiempo de enterarse y venir. Si han estado viviendo en el mismo lugar durante este tiempo, es posible que tengamos alguna respuesta al anuncio que puso Mycroft. Así hablando, habíamos llegado a nuestra casa de Baker Street; Holmes subió las escaleras primero y, al abrir la puerta de nuestra habitación, dio un respingo de sorpresa. Al mirar por encima de su hombro, yo me quedé igualmente sorprendido. Su hermano Mycroft estaba sentado en el sillón fumando. —¡Pasa, Sherlock! ¡Entre usted, caballero! —dijo de un modo afable, sonriendo ante nuestros sorprendidos rostros—. No esperabas semejante energía por mi parte, ¿verdad, Sherlock? Pero en cierto modo este caso me atrae. —¿Cómo has venido hasta aquí? —Os adelanté en un coche de punto. —¿Ha sucedido algo nuevo? —He tenido una respuesta al anuncio. —¡Ah! —Sí, llegó unos minutos después de que os hubierais ido. —¿Y con qué efecto? Mycroft Holmes sacó una hoja de papel. —Aquí está —dijo—; escrita a pluma en un lujoso papel color crema por un hombre de mediana edad de débil constitución. Señor —dice—, en respuesta a su anuncio con fecha de hoy, tengo a bien informarle que conozco muy bien a la dama en cuestión. Si no tuviera inconveniente en visitarme, le podría dar algunos detalles relativos a su penosa historia. En este momento vive en The Myrtles, Beckenham. Suyo afectísimo, J. Davenport. —La carta tiene el matasellos de Lower Brixton —dijo Mycroft Holmes—. ¿No crees, Sherlock, que deberíamos ir allí ahora y enterarnos de esos detalles? —Mi querido Mycroft, la vida del hermano vale más que la historia de la hermana. Creo que lo que debemos hacer es ir a Scotland Yard a buscar al inspector Gregson e irnos derechos a Beckenham. Sabemos que están conduciendo a un hombre a la muerte y una hora puede ser vital. —Mejor recogemos al señor Melas de camino hacia allá —sugerí yo—; podríamos necesitar un intérprete. Mientras hablaba abrió el cajón de la mesa y me di cuenta de que se metía furtivamente un revólver en el bolsillo. —Sí —dijo en contestación a mi mirada—. Por lo que sabemos, yo diría que vamos a enfrentarnos con una banda muy peligrosa. Ya casi había oscurecido cuando nos encontramos en Pall Malí, en las habitaciones del señor Melas. Un caballero acababa de venir a buscarlo y se había ido. —¿Puede usted decirme adonde? —preguntó Mycroft Holmes. —No lo sé, señor —contestó la mujer que había abierto la puerta—. Lo único que sé es que se alejó en un carruaje con un caballero. —¿Dio algún nombre el caballero? —No, señor. —¿No era un hombre joven, alto, guapo y de piel oscura? —Oh, no, señor, era un hombre bajito, con gafas, delgado de cara, pero muy agradable en sus maneras; no paraba de reírse mientras hablaba. —¡Vamos! —exclamó Sherlock Holmes bruscamente—. Esto se está poniendo serio —observó cuando nos dirigíamos hacia Scotland Yard—. Estos hombres han vuelto a apoderarse de Melas. No es un hombre que tenga mucha fuerza física, como ellos bien saben por su experiencia de ayer por la noche. Ese villano fue capaz de aterrorizarle en cuanto estuvo delante de él. Sin duda quieren sus servicios profesionales; pero, tras haberle utilizado, están dispuestos a castigarle por lo que consideran una traición. Esperábamos que cogiendo el tren llegaríamos a Beckenham antes que si íbamos en el carruaje, o por lo menos nos llevaría el mismo tiempo. Al llegar a Scotland Yard, sin embargo, pasó más de una hora antes de que consiguiéramos dar con el inspector Gregson y de que completáramos las formalidades legales que nos permitirían entrar en la casa. Eran las diez menos cuarto cuando llegamos al puente de Londres y las diez y media cuando los cuatro nos apeamos en el andén de Beckenham. Tras un recorrido de media hora en coche de punto llegamos a The Myrtles, una gran casa oscura que se levantaba a espaldas de la carretera en medio de su propio terreno. Allí despedimos al taxi y subimos juntos el camino que llevaba hasta la casa. —No hay luz en las ventanas —observó el inspector—. La casa parece desierta. —Nuestros pájaros han volado y el nido está vacío —dijo Holmes. —¿Por qué dice usted eso? —Un carruaje con mucho peso de equipaje ha pasado por aquí durante la última hora. El inspector se rió: —Ha visto las huellas de las ruedas a la luz de la lámpara del portón, ¿pero de dónde sale el equipaje? —Puede ser que usted se haya dado cuenta de las mismas huellas en la dirección de llegada. Pero las de salida son mucho más profundas, tanto, que podemos decir con certeza que el carruaje llevaba un peso considerable. —Va usted un poco más lejos que yo —dijo el inspector encogiéndose de hombros—. No será fácil forzar esta puerta. Pero lo intentaremos si no conseguimos hacer que alguien nos conteste. Golpeó con fuerza el llamador y tiró de la campanilla sin éxito alguno. Holmes había desaparecido, pero volvió al cabo de unos minutos. —He abierto una ventana —dijo. —Es una suerte que esté usted del lado de la justicia y no en contra —observó el inspector al ver de qué modo tan inteligente había forzado mi amigo el pestillo—. Bueno, creo que en estas circunstancias podemos entrar sin esperar a que nos inviten. Uno tras otro nos fuimos abriendo paso en el gran apartamento, que era evidentemente el mismo que aquel en el que se había encontrado el señor Melas. El inspector había encendido su linterna y con esa luz pudimos ver las dos puertas, la cortina, la lámpara y el juego de armaduras japonesas, tal como él lo había descrito. Sobre la mesa había dos vasos vacíos, una botella de brandy vacía y los restos de una comida. —¿Qué es eso? —preguntó Holmes de repente. Todos nos quedamos quietos y escuchamos. Desde algún lugar por encima de nuestras cabezas nos llegó el lejano sonido de alguien que se estaba quejando. Holmes corrió hacia la puerta y salió al hall. El lúgubre ruido provenía del piso de arriba. Se lanzó escaleras arriba, el inspector y yo pisándole los talones, mientras que su hermano Mycroft nos seguía todo lo rápido que le permitía su pesado cuerpo. En el segundo piso nos dimos de cara con tres puertas y era de la del centro de donde salía el siniestro sonido, que a ratos se hundía en un monótono murmullo para volver después a subir hasta un agudo gimoteo. Holmes abrió de golpe la puerta y se precipitó en el interior, pero volvió a salir al cabo de un momento con una mano en la garganta. —¡Es carbón! —exclamó—. Dejemos que se aclare. Al asomarse vimos que la única luz que había en la habitación la daba una débil llama azul que ardía vacilante en un pequeño brasero de latón en medio de la habitación. A su alrededor, en el suelo, se percibía un oscuro círculo con una tonalidad plomiza, artificial, mientras que entre las sombras vimos las vagas siluetas de dos figuras acurrucadas contra la pared. De la puerta abierta humeaba una horrible exhalación venenosa que nos hizo toser y jadear. Holmes se abalanzó a abrir el tragaluz de la escalera para que entrara aire fresco y luego, precipitándose en el interior de la habitación, subió la ventana y arrojó el trípode de latón al jardín. —En seguida podremos entrar —jadeó saliendo flechado de nuevo—. ¿Dónde hay una vela? Dudo que podamos encender una cerilla en esta atmósfera. Manten la luz en la puerta, y los sacaremos. ¡Venga, Mycroft! De una carrera llegamos a donde estaban los hombres y los arrastramos fuera, al descansillo. Ambos tenían los labios azules y estaban inconscientes, con las caras hinchadas y congestionadas y los ojos protuberantes. De hecho, sus rasgos estaban tan deformados, que, a no ser por la negra barba y corpulenta figura, no hubiéramos reconocido nunca en uno de ellos al intérprete griego, del que tan solo hacía unas pocas horas nos habíamos despedido en el «Club Diógenes». Estaba atado de pies y manos y tenía un ojo marcado por un golpe violento. El otro, que estaba atado de un modo similar, era un hombre alto y estaba demacrado hasta el último extremo; le habían pegado en la cara varias tiras de escayola, lo cual le daba un aspecto grotesco. Había dejado de quejarse cuando le sacamos, y con una sola mirada me di cuenta de que nuestra ayuda había llegado demasiado tarde, por lo menos para él. El señor Melas, sin embargo, todavía vivía, y en menos de una hora, con la ayuda de amoniaco y brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los ojos y de saber que mi mano le había rescatado del oscuro valle al que llevan todos los caminos. Lo que tenía que contarnos era una historia muy sencilla. El visitante, al entrar en sus habitaciones, se había sacado de la manga un vergajo, asustándole tanto con la amenaza de una muerte inevitable e instantánea, que había conseguido raptarle por segunda vez. Verdaderamente aquel risueño rufián había producido un efecto casi mesmeriano sobre el infortunado lingüista, porque este no podía hablar de él sin que le temblaran las manos y le palidecieran las mejillas. Le habían llevado con toda rapidez a Beckenham, sirviendo de nuevo como intérprete en una segunda entrevista, todavía más dramática que la anterior, en la que los dos ingleses habían amenazado a su prisionero con una muerte instantánea si no se avenía a sus peticiones. Finalmente, viendo que de nada valían las amenazas con él, le arrojaron de nuevo a su prisión y, tras reprochar al señor Melas su traición, que había aparecido en los anuncios de los periódicos, le dejaron inconsciente de un bastonazo, no recordando él nada de lo sucedido después hasta que nos vio inclinados a su alrededor. Y este fue el singular caso del intérprete griego, cuya explicación se halla todavía envuelta en cierto misterio. Pudimos descubrir, tras ponernos en contacto con el caballero que había respondido al anuncio, que la infortunada muchacha provenía de una rica familia griega y que había venido a Inglaterra a visitar a unos amigos. Una vez aquí, había conocido a un joven llamado Harold Latimer, que había llegado a tener cierto ascendiente sobre ella, terminando por convencerla de que huyera con él. Sus amigos, extrañados por este suceso, se habían quedado tranquilos tras avisar a su hermano en Atenas y se habían lavado las manos en el asunto. El hermano, al llegar a Inglaterra, se puso imprudentemente en manos de Latimer y de su socio, cuyo nombre era Wilson Kemp, un hombre con oscuros antecedentes. Estos dos, al darse cuenta de que, debido a su desconocimiento de la lengua, este estaba totalmente desamparado en sus manos, le habían hecho prisionero, intentando, mediante la crueldad y el hambre, que les cediera las propiedades suyas y de su hermana. Le habían tenido en la casa sin el conocimiento de la muchacha, y la escayola que le habían pegado en la cara tenía la finalidad de que esta no lo pudiera reconocer en caso de un encuentro fortuito. No obstante, su intuición femenina le reconoció rápidamente a través del disfraz, cuando, con ocasión de la primera visita del intérprete, le había visto por primera vez. La pobre muchacha, sin embargo, también estaba prisionera, porque no había nadie más en la casa salvo el hombre que hacía de cochero y su mujer, ambos instrumentos de los conspiradores. Al ver que se sabía el secreto y dándose cuenta de que el prisionero no se iba a dejar coaccionar, los dos villanos habían huido, con la chica, de la casa amueblada que habían alquilado, avisando solo con unas horas de anticipación. Antes se habían vengado, según creían, tanto del hombre que los había desafiado, como del que los había traicionado. Meses después nos llegó, procedente de Budapest, un curioso recorte de periódico. Hablaba del trágico final que habían encontrado dos ingleses que viajaban acompañados de una mujer. Parece ser que habían aparecido apuñalados y la policía húngara es de la opinión de que habían tenido una disputa en la que se habían herido entre sí mortalmente. Holmes, sin embargo, me parece que tiene una opinión diferente sobre este asunto y sigue manteniendo todavía hoy que, si se pudiera dar con la muchacha, se sabría de qué modo llegaron a ser vengadas las injusticias infligidas contra ella y su hermano. LA AVENTURA DE PETER «EL NEGRO» Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física, como en el año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y sería indiscreto por mi parte hacer la más ligera alusión a la identidad de algunos de los ilustres clientes que cruzaron nuestro humilde umbral de Baker Street. Sin embargo, Holmes, como todos los grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el caso del duque de Holdernesse, casi nunca le vi pedir un pago importante por sus inestimables servicios. Era tan poco materialista —o tan caprichoso— que con frecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando su problema no le resultaba interesante, mientras que dedicaba semanas de intensa concentración a los asuntos de cualquier humilde cliente cuyo caso presentara aquellos aspectos extraños y dramáticos que excitaban su imaginación y ponían a prueba su ingenio. En aquel memorable año de 1895, una curiosa y extravagante serie de casos había atraído su atención: desde la famosa investigación sobre la súbita muerte del cardenal Tosca —investigación que llevó a cabo por expreso deseo de Su Santidad el Papa— hasta la detención de Wilson, el conocido amaestrador de canarios, con la que eliminó un foco de infección en el East End de Londres. Pisándoles los talones a estos dos célebres casos llegó la tragedia de Woodman’s Lee, con las misteriosísimas circunstancias que rodearon la muerte del capitán Peter Carey. La crónica de las hazañas del señor Sherlock Holmes quedaría incompleta si no incluyera algunos informes sobre este caso tan insólito. Durante la primera semana de julio, mi amigo se estuvo ausentando de nuestros aposentos tan a menudo y durante tanto tiempo que comprendí que algo se traía entre manos. El hecho de que durante aquellos días se presentaran varios hombres de aspecto patibulario preguntando por el capitán Basil me dio a entender que Holmes estaba operando en alguna parte bajo uno de los numerosos disfraces y nombres con los que ocultaba su formidable identidad. Tenía por lo menos cinco pequeños refugios en diferentes partes de Londres en los que podía cambiar de personalidad. No me contaba nada de sus actividades y yo no tenía por costumbre sonsacar confidencias. La primera señal concreta que me dio acerca del rumbo de sus investigaciones fue verdaderamente extraordinaria. Había salido antes del desayuno, y yo me había sentado a tomar el mío cuando entró dando zancadas en la habitación, con el sombrero puesto y una enorme lanza de punta dentada bajo el brazo, como si fuera un paraguas. —¡Válgame Dios, Holmes! —exclamé—. No me irá usted a decir que ha estado andando por Londres con ese trasto. —Fui en coche a la carnicería y volví. —¿La carnicería? —Y vuelvo con un apetito excelente. No cabe duda, querido Watson, de lo bueno que es hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apuesto a que no adivina usted qué clase de ejercicio he estado haciendo. —No pienso ni intentarlo. Holmes soltó una risita mientras se servía café. —Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría visto un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero en mangas de camisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa persona tan enérgica era yo, y he quedado convencido de que por muy fuerte que golpeara no podía traspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le interesaría probar a usted? —Por nada del mundo. Pero ¿por qué hace usted esas cosas? —Porque me pareció que tenía alguna relación indirecta con el misterio de Woodman’s Lee. Ah, Hopkins, recibí su telegrama anoche y le estaba esperando. Pase y únase a nosotros. Nuestro visitante era un hombre muy despierto, de unos treinta años de edad, que vestía un discreto traje de lana, pero conservaba el porte erguido de quien estaba acostumbrado a vestir uniforme. Lo reconocí al instante como Stanley Hopkins, un joven inspector de policía en cuyo futuro Holmes tenía grandes esperanzas, mientras que él, a su vez, profesaba la admiración y el respeto de un discípulo por los métodos científicos del famoso aficionado. Hopkins traía un gesto sombrío y se sentó con aire de profundo abatimiento. —No, gracias, señor. Ya desayuné antes de venir. He pasado la noche en Londres, porque llegué ayer para presentar mi informe. —¿Y qué informe tenía usted que presentar? —Un fracaso, señor, un fracaso absoluto. —¿No ha hecho ningún progreso? —Ninguno. —¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un vistazo al asunto. —Hágalo, señor Holmes, por lo que más quiera. Es mi primera gran oportunidad y ya no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga y écheme una mano. —Bien, bien, da la casualidad de que ya he leído con bastante atención toda la información disponible, incluyendo el informe de la investigación policial. Por cierto, ¿qué le parece a usted esa petaca encontrada en el lugar del crimen? ¿No hay ahí ninguna pista? Hopkins se mostró sorprendido. —Era la petaca del muerto, señor Holmes. Tenía sus iniciales en la parte de dentro. Y además, era de piel de foca y él había sido cazador de focas. —Pero no tenía pipa. —No, señor, no encontramos ninguna pipa; la verdad es que fumaba muy poco. Sin embargo, es posible que llevara tabaco para sus amigos. —Sin duda. Lo menciono tan solo porque si yo hubiera estado encargado del caso me habría sentido inclinado a tomar eso como punto de partida de mi investigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe nada de este asunto y a mí no me vendría mal escuchar una vez más el relato de los hechos. Háganos un breve resumen de lo más esencial. Stanley Hopkins sacó del bolsillo una hoja de papel. —Tengo unos cuantos datos que resumen la carrera del difunto, el capitán Peter Carey. Nació en el 45, así que tenía cincuenta años. Había sido un valeroso y próspero cazador de ballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor Sea Unicorn, de Dundee, dedicado a la caza de focas. Realizó varios viajes seguidos, bastante provechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró. Después se dedicó a viajar durante unos años, y por fin adquirió una pequeña propiedad llamada Woodman’s Lee, cerca de Forest Row, en Sussex. Allí ha vivido seis años, y allí murió, hoy hace una semana. »El hombre tenía algunas facetas bastante peculiares. En su vida privada era un estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con su esposa, su hija de veinte años y dos sirvientas. Estas dos cambiaban constantemente, ya que la vida en su casa no era muy alegre y, a veces, resultaba totalmente insoportable. El hombre se emborrachaba con frecuencia, y cuando le daba el ataque se convertía en un completo demonio. Más de una vez sacó de casa a su mujer y a su hija en mitad de la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta que todo el pueblo se despertaba con los gritos. »Una vez compareció ante el juez por haber agredido brutalmente al anciano vicario, que había ido a casa a reprenderle por su conducta. En pocas palabras, señor Holmes, costaría trabajo encontrar un tipo más peligroso que el capitán Peter Carey, y me han dicho que tenía el mismo carácter cuando estaba al mando de su barco. En el oficio se le conocía como Peter el Negro, no solo por su rostro atezado y el color de su poblada barba, sino también por sus arrebatos, que eran el terror de todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos sus vecinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra de lamentación por su terrible final. «Seguramente, señor Holmes, en el informe de la indagación habrá leído acerca del camarote de Carey, pero puede que su amigo no sepa nada de esto. Se había construido una cabaña de madera, que él siempre llamaba "el camarote", a unos cientos de metros de la casa, y dormía en ella todas las noches. Era una cabañita pequeña, con una sola habitación de dieciséis pies por diez. Guardaba la llave en el bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía que nadie más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas, cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían. Una de estas ventanas daba a la carretera, y la gente que veía la luz por la noche solía señalarla, preguntándose qué estaría haciendo allí Peter el Negro. Esta, señor Holmes, es la ventana que nos proporcionó una de las pocas informaciones concretas que salieron a relucir en la indagación. «Recordará usted que un albañil llamado Slater, que venía andando desde Forest Row a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen, se detuvo al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que brillaba entre los árboles. Este albañil jura que a través de la cortina se veía claramente la silueta de un hombre con la cabeza girada hacia un lado, y que esta silueta no era de ningún modo la de Peter Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de un hombre barbudo, pero de barba corta y erizada hacia delante, muy diferente de la del capitán. Eso es lo que dice, pero había estado dos horas en el bar y hay bastante distancia desde la carretera hasta la ventana. Además, esto sucedió el lunes, y el crimen se cometió el miércoles. »El martes, Peter Carey se encontraba en uno de sus peores momentos, cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje. Anduvo rondando por la casa y las mujeres salieron huyendo al oírlo venir. A última hora de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho, no hizo caso. A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que la puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombre inspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver qué le había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había hecho cargo del caso. «Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante bien templados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí la cabeza en aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que zumbaban como un armonio, y las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba "el camarote", y verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar que estaba en un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y cartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cuadernos de bitácora en un estante…; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo ello estaba él, con el rostro contorsionado como un alma condenada y sometida a tormento, y la frondosa barba apuntando hacia arriba en un gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atravesado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que un escarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el instante en que lanzó aquel último grito de agonía. «Conozco sus métodos, señor, y los apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada, examiné con la máxima atención los alrededores de la cabaña y el suelo de la misma. No había ninguna pisada. —Quiere usted decir que no encontró ninguna. —Le aseguro, señor, que no las había. —Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he encontrado ninguno cometido por un ser volador. Y mientras el criminal se sostenga sobre dos piernas, siempre quedará alguna señal, alguna rozadura, algún minúsculo desplazamiento detectable por un investigador científico. Resulta increíble que esta habitación embadurnada de sangre no contuviera ninguna huella que pudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo entendido, por el informe de la indagación, que había ciertos objetos que usted no dejó de examinar. El joven inspector acusó los comentarios irónicos de mi compañero con un estremecimiento. —He sido un tonto al no acudir a usted en su momento, señor Holmes. Sin embargo, ya de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación varios objetos que exigían especial atención. Uno de ellos era el arpón con el que se cometió el crimen. Lo habían cogido de un armero en la pared; allí había otros dos y quedaba un espacio vacío para el tercero. En el mango tenía grabadas las palabras «S. S. Sea Unicorn, Dundee». Esto parecía indicar que el crimen se cometió en un arrebato de furia y que el asesino había echado mano a la primera arma que encontró a su alcance. El hecho de que el crimen se cometiera a las dos de la madrugada y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuviera completamente vestido, permitía suponer que se había citado con su asesino, lo cual parece confirmado por la presencia en la mesa de una botella de ron y dos vasos vacíos. —Sí —dijo Holmes—. Creo que las dos inferencias son aceptables. ¿Había algún otro licor en la habitación aparte del ron? —Sí, encima del cofre de marino había un botellero con brandy y whisky; pero no tiene interés para nosotros, porque las frascas estaban llenas y, por tanto, no se habían usado. —Aun así, su presencia tiene algún significado —dijo Holmes—. Sin embargo, oigamos algo más acerca de los objetos que, según usted, parecen guardar relación con el caso. —Tenemos la petaca de tabaco, que estaba encima de la mesa. —¿En qué parte de la mesa? —En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las iniciales «P. C»… Contenía una media onza de tabaco fuerte de marinero. —¡Excelente! ¿Qué más? Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas grisáceas muy gastadas y hojas descoloridas. En la primera página estaban escritas las iniciales «J. H. N». y la fecha «1883». Holmes lo puso sobre la mesa y lo examinó con su minuciosidad habitual, mientras Hopkins y yo mirábamos, cada uno por encima de sus hombros. La segunda página llevaba estampadas las iniciales «C. P. R»., y a continuación venían varias hojas llenas de números. Había un encabezamiento que decía «Argentina», otro «Costa Rica» y otro «San Paulo», todos ellos seguidos por páginas llenas de signos y cifras. —¿Qué le dice a usted esto? —preguntó Holmes. —Parecen ser listas de valores de Bolsa. Es posible que «J. H. N». sean las iniciales de un corredor de Bolsa, y «C. P. R». las de su cliente. —¿Y qué opina de «Canadian Pacific Railway»? —dijo Holmes. Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el puño cerrado. —¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. ¡Claro que es lo que usted dice! Ahora solo nos quedan por descifrar las iniciales «J. H. N». Ya he examinado las listas antiguas de la Bolsa, pero no he encontrado ningún corredor, ni de los oficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales coincidan con esas. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es la pista más importante con la que cuento. Reconocerá usted, señor Holmes, que existe la posibilidad de que estas iniciales correspondan a la otra persona allí presente…, es decir, al asesino. Insisto, además, en que la aparición en el caso de un documento referente a grandes cantidades de acciones de gran valor nos proporciona la primera indicación de un posible móvil para el crimen. El rostro de Sherlock Holmes revelaba que este nuevo giro del asunto le había desconcertado por completo. —Tengo que admitir esos dos argumentos suyos —dijo—. Confieso que este cuaderno, que no se mencionaba en el informe, modifica cualquier opinión que yo me pudiera haber formado. Había elaborado ya una teoría sobre el crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted en seguir la pista a alguno de los valores que aquí se mencionan? —Se está investigando en las oficinas, pero me temo que las listas completas de los accionistas de estos valores sudamericanos estén en Sudamérica, y tardaremos varias semanas en seguir la pista de las acciones. Holmes había estado examinando con su lupa las tapas del cuaderno. —Parece que aquí hay una mancha de color —dijo. —Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya le he dicho que recogí el cuaderno del suelo. —¿La mancha estaba encima o debajo? —Por el lado del suelo. —Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después de cometerse el crimen. —Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de ese detalle y supuse que se le caería al asesino cuando este huyó precipitadamente. Estaba muy cerca de la puerta. —Supongo que no se habrá encontrado ninguna de estas acciones entre las propiedades del difunto. —No, señor. —¿Tiene alguna razón para sospechar que el móvil fue el robo? —No, señor. No parece que hayan tocado nada. —Caramba, caramba, sí que es un caso interesante. Había también un cuchillo, ¿no es así? —Un cuchillo metido en su vaina. Se encontraba caído a los pies de la víctima. La señora Carey lo ha identificado como perteneciente a su esposo. Holmes se sumió en reflexiones durante un buen rato. —Bueno —dijo por fin—, supongo que tendré que acercarme a echar un vistazo. Stanley Hopkins soltó una exclamación de alegría. —Gracias, señor. No sabe el peso que me quita de encima. Holmes amonestó al inspector con el dedo. —La tarea habría resultado más sencilla hace una semana —dijo—. Pero, aun ahora, puede que mi visita no sea del todo infructuosa. Si dispone usted de tiempo, Watson, me gustaría mucho que me acompañara. Haga el favor de llamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia Forest Row en un cuarto de hora. Tras apearnos en una pequeña estación junto a la carretera, recorrimos en coche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso bosque que en otro tiempo formó parte de la gran selva que durante tanto tiempo mantuvo a raya a los invasores sajones: la impenetrable región arbolada, que fue durante sesenta años el baluarte de Gran Bretaña. Se habían talado grandes extensiones, ya que en esta zona se instalaron las primeras fundiciones de hierro del país, y los árboles se utilizaron como leña para fundir el mineral. En la actualidad, los ricos yacimientos del Norte han absorbido esta industria, y solo los bosques arrasados y las grandes cicatrices de la tierra dan testimonio del pasado. En un claro que se abría en la verde ladera de una colina se alzaba una casa de piedra baja y alargada, a la que se llegaba por un sendero curvo que atravesaba el terreno. Más cerca de la carretera, rodeada de arbustos por tres de sus lados, había una pequeña cabaña con la puerta y una ventana orientadas en nuestra dirección. Aquel era el lugar del crimen. Stanley Hopkins nos condujo primero a la casa, donde nos presentó a una mujer ojerosa, de cabellos grises: la viuda del hombre asesinado, cuyo rostro demacrado y surcado por profundas arrugas, con una furtiva mirada de terror en el fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años de sufrimiento y malos tratos que había soportado. Con ella se encontraba su hija, una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos llamearon desafiantes al decirnos que se alegraba de que su padre hubiera muerto y que bendecía la mano que lo había abatido. Peter Carey el Negro se había creado un ambiente doméstico terrible, y sentimos verdadero alivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los pies del difunto habían ido abriendo a través de los campos. La cabaña era una construcción de lo más sencillo, con paredes de madera, tejado a un agua, una ventana junto a la puerta y otra en el lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llave del bolsillo, y se había inclinado hacia la cerradura cuando de pronto se detuvo, con una expresión de curiosidad y sorpresa en el rostro. —Alguien ha estado manipulando esto —dijo. No cabía la menor duda: la madera estaba rayada y las rayas estaban blancas por debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento antes. Holmes había estado inspeccionando la ventana. —También han intentado forzarla. Pero quien fuera no consiguió entrar. Tiene que haber sido un ladrón muy torpe. —Esto es muy sorprendente —dijo el inspector—. Podría jurar que estas marcas no estaban ayer por la tarde. —Puede haber sido algún curioso del pueblo —sugerí. —No lo creo. Muy pocos se atreverían a poner el pie en este terreno, y mucho menos a intentar forzar la entrada de la cabaña. ¿Qué opina de esto, señor Holmes? —Opino que la suerte nos ha sido muy propicia. —¿Quiere decir que esta persona volverá? —Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de forzarla con la hoja de una navajita de bolsillo y no lo consiguió. ¿Qué va a hacer a continuación? —Volver a la noche siguiente con una herramienta más eficaz. —Eso me parece a mí. Sería un fallo por nuestra parte no estar aquí para recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña. Se habían borrado las huellas de la tragedia, pero el mobiliario de la pequeña habitación seguía igual que la noche del crimen. Durante dos horas, Holmes examinó con la máxima concentración todos los objetos, uno por uno, pero al final su expresión demostraba que la búsqueda no había dado frutos. Solo una vez hizo una pausa en su concienzuda investigación. —¿Ha sacado algo de este estante, Hopkins? —No; no he tocado nada. —Se han llevado algo. En la esquina del estante hay menos polvo que en el resto. Puede haber sido un libro que estaba tumbado. O una caja. En fin, no puedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque, Watson, y dediquemos unas horas a los pájaros y a las flores. Nos reuniremos aquí mismo más tarde, Hopkins, y veremos si podemos entablar contacto con el caballero que vino de visita anoche. Eran más de las once cuando tendimos nuestra pequeña emboscada. Hopkins era partidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes opinaba que aquello despertaría las sospechas del intruso. La cerradura era de las más sencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla saltar. Además, Holmes propuso que no aguardáramos dentro de la cabaña, sino fuera, entre los arbustos que crecían en torno a la ventana del fondo. De este modo podríamos observar a nuestro hombre si este encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtiva visita nocturna. Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de la emoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a la charca de agua, en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje podía caer sobre nosotros desde la oscuridad? ¿Sería un feroz tigre del crimen, al que solo podríamos capturar tras dura lucha con uñas y dientes, o resultaría ser un taimado chacal, peligroso tan solo para los débiles y descuidados? Permanecimos agazapados en absoluto silencio entre los arbustos, esperando que llegara lo que pudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos aldeanos rezagados o el sonido de voces procedentes de la aldea entretenían nuestra espera; pero, poco a poco, estas interrupciones se fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en un silencio absoluto, con la excepción de las campanas de la lejana iglesia, que nos informaban del avance de la noche, y del repiqueteo de una fina lluvia que caía entre el follaje que nos cobijaba. Acababan de sonar las dos y media, en las horas más oscuras que preceden al amanecer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un ligero pero inconfundible chasquido procedente de la puerta de la finca. Alguien había entrado en el sendero. De nuevo se hizo un largo silencio, y yo empezaba a temer que hubiera sido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigilosos al otro lado de la cabaña, seguidos al instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El desconocido trataba de forzar la cerradura! Esta vez fue más hábil o contaba con un instrumento mejor, porque se oyó un brusco chasquido y el chirriar de las bisagras. Luego se encendió una cerilla, y un instante después la firme llama de una vela iluminaba el interior de la cabaña. Nuestros ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa, en la escena que se desarrollaba dentro. El visitante nocturno era un hombre joven, delgado y frágil, con un bigote negro que acentuaba la palidez mortal de su rostro. No podía tener mucho más de veinte años. Jamás he visto un ser humano que diera tan patéticas muestras de miedo: le castañeteaban los clientes y temblaba de pies a cabeza. Iba vestido como un caballero, con chaqueta Norfolk y pantalones de media pierna, y se tocaba con una gorra de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos asustados. A continuación colocó el cabo de vela sobre la mesa y desapareció de nuestra vista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro voluminoso, uno de los cuadernos de bitácora alineados sobre los estantes, se apoyó en la mesa y fue pasando hojas rápidamente hasta encontrar la anotación que buscaba. Entonces hizo un gesto iracundo con el puño, cerró el libro, volvió a colocarlo en el rincón y apagó la luz. Apenas había dado media vuelta para salir de la cabaña, cuando la mano de Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de espanto que el individuo dejó escapar al comprender que estaba atrapado. Se encendió de nuevo la vela y contemplamos a nuestro miserable prisionero, tembloroso y encogido en manos del policía. Se dejó caer sobre el cofre de marino y nos miró uno a uno con expresión de desamparo. —Y ahora, querido amigo —dijo Stanley Hopkins—, ¿quién es usted y qué busca aquí? El hombre se recompuso y se enfrentó a nosotros, esforzándose por mantener la serenidad. —Son ustedes policías, ¿verdad? —dijo—. Y creen que estoy complicado en la muerte del capitán Peter Carey. Les aseguro que soy inocente. —Eso ya lo veremos —dijo Hopkins—. En primer lugar, ¿cómo se llama usted? —John Hopley Neligan. Vi que Holmes y Hopkins intercambiaban una rápida mirada. —¿Qué está usted haciendo aquí? —¿Puedo hablar confidencialmente? —No, desde luego que no. —¿Y por qué iba a decírselo? —Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio. El joven se estremeció. —Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Aunque me repugna la idea de que el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han oído hablar de Dawson & Neligan? Por la expresión de Hopkins, me di cuenta de que él conocía el nombre; pero Holmes mostró un vivo interés. —¿Se refiere usted a los banqueros del West Country? —dijo—. Se declararon en quiebra dejando a deber un millón, arruinando a la mitad de las familias del condado de Cornualles, y Neligan desapareció. —Exacto. Neligan era mi padre. Por fin estábamos llegando a algo concreto, aunque todavía parecía existir un largo trecho de distancia entre un banquero fugitivo y el capitán Peter Carey, clavado a la pared con uno de sus propios arpones. Todos escuchamos con la máxima atención las palabras del joven. —Mi padre era el verdadero responsable. Dawson estaba ya retirado. Yo solo tenía diez años por entonces, pero era lo bastante mayor para sentir la vergüenza y el horror del asunto. Siempre se ha dicho que mi padre robó todas las acciones y huyó, pero no es verdad. Él creía que si le daban tiempo para negociarlas todo iría bien y se podría pagar a todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito justo antes de que se dictara su orden de detención. Aún me acuerdo de aquella última noche, cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una lista de valores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y que ninguno de los que habían confiado en él saldría perjudicado. Pero ya no se volvió a saber nada de él. Tanto él como el yate desaparecieron por completo. Mi madre y yo creímos que ambos estaban en el fondo del mar, junto con las acciones que se había llevado. Sin embargo, teníamos un amigo de confianza que se dedica a los negocios y que descubrió hace algún tiempo que algunos de los valores que se llevó mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres. Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro. Me pasé meses intentando seguirles la pista, y por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que el vendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de esta choza. »Como es natural, hice algunas averiguaciones acerca de este hombre, y así supe que había estado al mando de un ballenero que regresaba del Ártico precisamente cuando mi padre navegaba hacia Noruega. El otoño de aquel año fue muy tormentoso, con una larga serie de galernas del Sur. Cabía la posibilidad de que hubieran arrastrado el yate de mi padre hacia el Norte, donde pudo encontrarse con el barco del capitán Carey. Y si esto fue lo que ocurrió, ¿qué había sido de mi padre? En cualquier caso, si la declaración de Peter Carey me servía para demostrar cómo habían llegado al mercado aquellas acciones, podría demostrar que mi padre no las había vendido y que no se las llevó con afán de lucro personal. «Vine a Sussex con la intención de ver al capitán, pero justo entonces ocurrió su terrible muerte. En el informe de la indagación leí una descripción de esta cabaña, en la que se decía que aquí se guardaban los viejos cuadernos de bitácora de su barco. Se me ocurrió entonces que, si podía enterarme de lo que ocurrió a bordo del Sea Unicorn en el mes de agosto de 1883, podría resolver el misterio de la desaparición de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mirar los libros, pero no conseguí abrir la puerta. Esta noche lo volví a intentar, con éxito, pero descubrí que las páginas correspondientes a ese mes habían sido arrancadas del libro. Y en ese momento caí preso en sus manos. —¿Eso es todo? —preguntó Hopkins. —Sí, es todo —dijo el joven, desviando la mirada. —¿No tiene nada más que decirnos? El joven vaciló. —No, nada. —¿No había estado aquí antes de anoche? —No. —Entonces, ¿cómo explica esto? —exclamó Hopkins, esgrimiendo el cuaderno acusador, con las iniciales de nuestro prisionero en la primera hoja y la mancha de sangre en la cubierta. El desdichado se desmoronó. Sepultó la cara entre las manos y se puso a temblar de pies a cabeza. —¿De dónde lo ha sacado? —gimió—. No lo sabía. Creía que lo había perdido en el hotel. —Con esto basta —dijo Hopkins secamente—. Si tiene algo más que decir, podrá decírselo al tribunal. Ahora tendrá que venir andando conmigo hasta la comisaría. Bien, señor Holmes, le quedo muy agradecido a usted y a su amigo por haber venido a ayudarme. Tal como han salido las cosas, su presencia ha resultado innecesaria, y yo habría podido llevar el caso a buen término sin ustedes; pero a pesar de todo, les estoy agradecido. He hecho reservar habitaciones para ustedes en el hotel Brambletye, así que podemos ir todos juntos hasta el pueblo. —Bueno, Watson, ¿qué opina usted de todo esto? —me preguntó Holmes a la mañana siguiente, durante el viaje de regreso a Londres. —Me doy cuenta de que usted no ha quedado satisfecho. —Oh, sí, querido Watson, estoy muy satisfecho. Claro que los métodos de Stanley Hopkins no me convencen. Me ha decepcionado este Stanley Hopkins; esperaba mejores cosas de él. Siempre hay que buscar una posible alternativa y estar preparado para ella. Es la primera regla de la investigación criminal. —¿Y cuál es aquí la alternativa? —La línea de investigación que yo he venido siguiendo. Puede que no conduzca a nada, es imposible saberlo, pero al menos la voy a seguir hasta el final. Varias cartas aguardaban a Holmes en Baker Street. Echó mano a una de ellas, la abrió y estalló en una triunfal explosión de risa. —Excelente, Watson. La alternativa se va desarrollando. ¿Tiene usted impresos para telegramas? Escriba por mí un par de mensajes: «Sumner, agente naviero, Ratcliff Highway. Envíe tres hombres, que lleguen mañana a las diez de la mañana. Basil». Ese es mi nombre por esos barrios. El otro es para el inspector Stanley Hopkins, 46 Lord Street, Brixton: «Venga a desayunar mañana a las nueve y media. Importante. Telegrafíe si no puede venir. Sherlock Holmes». Ya está, Watson, este caso infernal me ha estado atormentando durante diez días. Con esto lo destierro por completo de mi presencia y confío en que a partir de mañana no volvamos ni a oírlo mencionar. El inspector Stanley Hopkins se presentó a la hora exacta y los tres nos sentamos a degustar el excelente desayuno que la señora Hudson había preparado. El joven policía estaba muy animado por su éxito. —¿Está usted convencido de que su solución es la correcta? —preguntó Holmes. —No podría imaginar un caso más completo. —A mí no me pareció concluyente. —Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué más se puede decir? —¿Es que su explicación abarca todos los hechos? —Sin duda alguna. He averiguado que el joven Neligan llegó al hotel Brambletye el mismo día del crimen. Alegó que venía a jugar al golf. Aquella misma noche se presentó en Woodman’s Lee, vio a Peter Carey en la cabaña, se peleó con él y lo mató con el arpón. Después, horrorizado por lo que había hecho, huyó de la cabaña, y al huir se le cayó el cuaderno de notas que había llevado con el fin de interrogar a Peter Carey acerca de esos valores. Se habrá fijado usted en que algunos de ellos estaban marcados con una rayita, y otros, la gran mayoría, no lo estaban. Las acciones marcadas se han localizado en el mercado de Londres; las otras, seguramente, estaban todavía en poder de Carey, y el joven Neligan, según su propia declaración, estaba ansioso por recuperarlas para quedar en paz con los acreedores de su padre. Después de huir no se atrevió a acercarse a la cabaña durante algún tiempo; pero por fin se decidió a hacerlo, para poder obtener la información que necesitaba. ¿No le parece bastante sencillo y evidente? Holmes sonrió y negó con la cabeza. —Me parece que solo tiene un fallo, Hopkins: que es intrínsecamente imposible. ¿Ha probado usted a atravesar un cuerpo con un arpón? Ay, ay, señor mío, debería usted prestar atención a estos detalles. Mi amigo Watson podrá decirle que yo me pasé toda una mañana practicando ese ejercicio. No es cosa fácil, y exige un brazo fuerte y experimentado. Ese golpe se asestó con tal violencia que la punta del arpón se clavó a bastante profundidad en la pared. ¿Cree usted que ese jovenzuelo anémico es capaz de una violencia tan tremenda? ¿Es este el hombre que estuvo bebiendo ron y agua mano a mano con Peter el Negro en mitad de la noche? ¿Es su perfil el que fue visto a través de la cortina dos noches antes? No, no, Hopkins; a quien tenemos que buscar es a otra persona, mucho más formidable. La cara del policía se había ido poniendo cada vez más larga durante la parrafada de Holmes. Sus esperanzas y ambiciones se derrumbaban a su alrededor. Pero no estaba dispuesto a abandonar sus posiciones sin lucha. —No puede usted negar, Holmes, que Neligan estuvo presente aquella noche. El cuaderno lo demuestra. Creo disponer de pruebas suficientes para satisfacer a un jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún fallo. Además, señor Holmes, yo ya le he echado el guante a mi hombre. En cambio, ese terrible personaje suyo, ¿dónde está? —Yo diría que está subiendo la escalera —dijo Holmes muy tranquilo—. Creo, Watson, que lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la mano —se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral—. Ya estamos listos. Se oyó una conversación de voces roncas fuera de la habitación y, de pronto, la señora Hudson abrió la puerta para anunciar que había tres hombres que preguntaban por el capitán Basil. —Hágalos pasar de uno en uno —dijo Holmes. El primero que entró era un hombrecillo rechoncho como una manzana, de mejillas sonrosadas y sedosas patillas blancas. Holmes había sacado una carta del bolsillo y preguntó: —¿Su nombre? —James Lancaster. —Lo siento, Lancaster, pero el puesto está ocupado. Aquí tiene medio soberano por las molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y esperar unos minutos. El segundo era un individuo alto y enjuto, de pelo lacio y mejillas hundidas. Dijo llamarse Hugh Pattins. También él recibió una negativa, medio soberano y la orden de esperar. El tercer aspirante era un hombre de aspecto poco corriente, con un feroz rostro de bulldog enmarcado en una maraña de pelo y barba, y un par de ojos oscuros y penetrantes que brillaban tras la pantalla que formaban unas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludo y permaneció en pie con aire marinero, dándole vueltas a la gorra entre las manos. —¿Su nombre? —preguntó Holmes. —Patrick Cairns. —¿Arponero? —Sí, señor. Veintiséis campañas. —De Dundee, tengo entendido. —Sí, señor. —¿Dispuesto a zarpar en un barco explorador? —Sí, señor. —¿Cuál es su tarifa? —Ocho libras al mes. —¿Podría embarcar inmediatamente? —En cuanto recoja mi equipaje. —¿Ha traído sus documentos? —Sí, señor —sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y grasientos. Holmes los echó una ojeada y se los devolvió. —Es usted el hombre que yo buscaba —dijo—. En esa mesita está el contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido. El marinero cruzó la habitación y tomó la pluma. —¿Tengo que firmar aquí? —preguntó, inclinándose sobre la mesa. Holmes miró por encima de su hombro y pasó las dos manos sobre el cuello del hombre. —Con esto bastará —dijo. Se oyó un chasquido de acero y un bramido como el de un toro furioso. Un instante después, Holmes y el marinero rodaban juntos por el suelo. Aquel hombre tenía la fuerza de un gigante, e incluso con las esposas que Holmes había cerrado tan hábilmente en torno a sus muñecas habría dominado con facilidad a mi amigo si Hopkins y yo no hubiéramos corrido en su ayuda. Solo cuando apreté el frío cañón de mi revólver contra su sien comprendió al fin que su resistencia era inútil. Le atamos los tobillos con una cuerda y nos incorporamos jadeando por el esfuerzo de la pelea. —La verdad es que tengo que pedirle disculpas, Hopkins —dijo Sherlock Holmes—. Me temo que los huevos revueltos se habrán quedado fríos. Pero estoy seguro de que saboreará mejor el resto de su desayuno pensando en que ha logrado resolver su caso de manera triunfal. Stanley Hopkins estaba mudo de asombro. —No sé qué decir, señor Holmes —balbuceó por fin con el rostro enrojecido—. Me da la impresión de que he estado haciendo el ridículo de principio a fin. Ahora me doy cuenta de algo que nunca debí olvidar: que yo soy el alumno y usted el maestro. Aun ahora, veo lo que usted ha hecho, pero no sé cómo lo hizo ni lo que significa. —Bien, bien —dijo Holmes de buen humor—. Todos aprendemos a fuerza de experiencia, y esta vez su lección es que nunca se debe perder de vista la alternativa. Estaba usted tan absorto en el joven Neligan que no tuvo tiempo para pensar en Patrick Cairns, el verdadero asesino de Peter Carey. La ruda voz del marinero interrumpió nuestra conversación. —Alto ahí, amigo —dijo—. No me quejo de la forma en que se me ha maltratado, pero me gustaría que llamaran a las cosas por su nombre. Dice usted que yo asesiné a Peter Carey; yo digo que maté a Peter Carey, que es algo muy distinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lo mejor se piensan que les estoy colocando un cuento. —Nada de eso —dijo Holmes—. Oigamos lo que tiene usted que decir. —Se cuenta en pocas palabras, y por Dios que cada palabra es la pura verdad. Yo conocía bien a Peter el Negro, así que cuando él sacó el cuchillo yo lo atravesé de parte a parte con un arpón, porque sabía que era su vida o la mía. Así es como murió. A ustedes puede parecerles un asesinato. Al fin y al cabo, tanto da morir con una cuerda al cuello como con el cuchillo de Peter el Negro clavado en el corazón. —¿Cómo llegó usted allí? —preguntó Holmes. —Se lo contaré desde el principio. Pero permitan que me incorpore un poco para que pueda hablar con más facilidad. Todo sucedió en el 83…, en agosto de aquel año. Peter Carey era capitán del Sea Unicorn y yo era segundo arponero. Acabábamos de dejar los hielos con rumbo a casa, con vientos en contra y una galerna de Sur cada semana, cuando divisamos una pequeña embarcación que había sido arrastrada hacia el Norte. Solo llevaba un hombre a bordo, un hombre de tierra firme. La tripulación había creído que el barco se iba a pique y había tratado de alcanzar las costas de Noruega en el bote salvavidas. Seguramente se ahogaron todos. Bien, izamos a bordo a aquel hombre, y el capitán mantuvo con él varias conversaciones bastante largas en el camarote. El único equipaje que recogimos con él era una caja de lata. Por lo que yo sé, jamás se llegó a pronunciar el nombre de aquel hombre, y a las dos noches desapareció como si nunca hubiera estado allí. Se dio por supuesto que se habría arrojado al mar o que habría caído por la borda a causa del temporal que sufríamos. Solo un hombre sabía lo que había sucedido, y ese hombre era yo, que había visto con mis propios ojos cómo el capitán lo volteaba y lo arrojaba por la borda, durante la segunda guardia de una noche oscura, dos días antes de que avistáramos los faros de las Shetland. »Pues bien, me guardé para mí lo que sabía y esperé a ver en qué iba a parar el asunto. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierra al asunto y nadie hizo preguntas. Un desconocido había muerto por accidente y nadie tenía por qué andar haciendo averiguaciones. Poco después, Peter Carey dejó de navegar y tardé muchos años en dar con su paradero. Supuse que había hecho aquello para quedarse con el contenido de la caja de lata, y que ahora podría permitirse pagarme bien por mantener la boca cerrada. «Descubrí dónde vivía gracias a un marinero que se lo había encontrado en Londres, y me planté allí para exprimirlo. La primera noche se mostró bastante razonable, y estaba dispuesto a darme lo suficiente para no tener que volver al mar por el resto de mi vida. Íbamos a dejarlo todo arreglado dos noches después. Cuando llegué, lo encontré casi completamente borracho y con un humor de perros. Nos sentamos a beber y hablamos de los viejos tiempos, pero cuanto más bebía él, menos me gustaba la expresión de su cara. Me fijé en el arpón colgado de la pared y pensé que quizás lo iba a necesitar antes de que pasara mucho tiempo. Y por fin se lanzó sobre mí, escupiendo y maldiciendo, con ojos de asesino y un cuchillo grande en la mano. Pero antes de que lo pudiera sacar de la vaina, yo lo atravesé con el arpón. ¡Cielos! ¡Qué grito pegó! ¡Y su cara todavía no me deja dormir! Me quedé allí parado, mientras su sangre chorreaba por todas partes, y esperé un poco; todo estaba tranquilo, así que fui recuperando el ánimo. Miré a mi alrededor y descubrí la caja de lata en un estante. Yo tenía tanto derecho a ella como Peter Carey, así que me la llevé y salí de la cabaña. Pero fui tan estúpido que me dejé la petaca olvidada en la mesa. »Y ahora voy a contarles la parte más rara de toda la historia. Apenas había salido de la cabaña cuando oí que alguien se acercaba y me escondí entre los arbustos. Un hombre llegó andando con sigilo, entró en la cabaña, soltó un grito como si hubiera visto un fantasma y salió corriendo a toda la velocidad de sus piernas hasta perderse de vista. No tengo ni idea de quién era y qué quería. Por mi parte, caminé diez millas, tomé un tren en Turnbridge Wells y llegué a Londres sin que nadie se enterara. «Cuando me puse a examinar el contenido de la caja, vi que no había en ella dinero, nada más que papeles que yo no me atrevía a vender. Ya no podía sacarle nada a Peter el Negro y me encontraba embarrancado en Londres sin un chelín. Lo único que me quedaba era mi oficio. Leí esos anuncios para arponeros a buen sueldo, así que me pasé por la agencia y ellos me enviaron aquí. Eso es todo lo que sé, y repito que la justicia debería darme las gracias por haber matado a Peter el Negro, ya que les he ahorrado el precio de una cuerda de cáñamo. —Una narración muy clara —dijo Holmes, levantándose y encendiendo su pipa—. Creo, Hopkins, que debería usted conducir a su detenido a lugar seguro sin pérdida de tiempo. Esta habitación no reúne condiciones para servir de celda, y el señor Patrick Cairns ocupa demasiado espacio en nuestra alfombra. —Señor Holmes —dijo Hopkins—, no sé cómo expresarle mi gratitud. Todavía no me explico cómo ha obtenido usted estos resultados. —Pues, sencillamente, porque tuve la suerte de encontrar la pista correcta nada más empezar. Es muy posible que si hubiera sabido que existía ese cuaderno, me hubiera despistado como le pasó a usted. Pero todo lo que yo sabía apuntaba en una misma dirección: la fuerza tremenda, la pericia en el manejo del arpón, el ron con agua, la petaca de piel de foca con tabaco fuerte… todo aquello hacía pensar en un marinero, y más concretamente, en un ballenero. Estaba convencido de que las iniciales «P. C.» grabadas en la petaca eran pura coincidencia, y que no eran las de Peter Carey, porque ese casi no fumaba y no se encontró ninguna pipa en la cabaña. Recordará usted que le pregunté si había whisky y brandy en la cabaña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos hombres de tierra adentro conoce usted que prefieran beber ron habiendo a mano otros licores? Sí, estaba seguro de que se trataba de un marinero. —¿Y cómo pudo encontrarlo? —Querido amigo, el problema era muy sencillo. Si se trataba de un marinero, tenía que ser uno que hubiera navegado con él en el Sea Unicorn. Por las noticias que yo tenía, Carey no había navegado en ningún otro barco. Me pasé tres días poniendo telegramas a Dundee, y al cabo de ese tiempo disponía ya de los nombres de todos los tripulantes del Sea Unicorn en 1883. Cuando encontré un Patrick Cairns entre los arponeros, comprendí que mi investigación se acercaba a su fin. Deduje que lo más probable era que mi hombre se encontrara en Londres y deseara ausentarse del país durante algún tiempo. Así que me pasé unos días en el East End, corriendo la voz de una expedición al Ártico y ofreciendo pagas tentadoras a los arponeros dispuestos a embarcarse a las órdenes del capitán Basil. Y aquí puede ver los resultados. —¡Maravilloso! —exclamó Hopkins—. ¡Maravilloso! —Tiene usted que hacer que pongan en libertad al joven Neligan lo antes posible —dijo Holmes—. Confieso que opino que le debe usted algunas disculpas. Habrá que devolverle la caja de lata, aunque, por supuesto, las acciones que Peter Carey vendió están perdidas para siempre. Aquí viene el coche, Hopkins, ya puede usted llevarse a su hombre. Si me necesita para el juicio, nos encontrará a Watson y a mí en alguna parte de Noruega. Ya le enviaré detalles concretos. LA AVENTURA DEL CONSTRUCTOR DE NORWOOD —Desde el punto de vista del experto criminalista —dijo Sherlock Holmes—, Londres se ha convertido en una ciudad particularmente aburrida desde la muerte del llorado profesor Moriarty. —No creo que encuentre usted muchos ciudadanos honrados que compartan su opinión —respondí yo. —Bien, bien, ya sé que no debo ser egoísta —dijo él, sonriendo, mientras apartaba su silla de la mesa del desayuno—. Desde luego, la sociedad sale ganando y nadie sale perdiendo, con excepción del pobre especialista sin trabajo que ve desaparecer su oficio. Mientras aquel hombre se mantuvo activo, el periódico de cada mañana ofrecía infinitas posibilidades. Muchas veces se trataba tan solo de una mínima huella, Watson, del indicio más leve, y, sin embargo, bastaba para que yo supiera que por allí andaba aquel magnífico y maligno cerebro, del mismo modo que el más ligero temblor en los bordes de la telaraña nos recuerda la existencia de la repugnante araña que acecha en el centro. Pequeños hurtos, asaltos violentos, agresiones sin objeto aparente… Para quien conociera la clave, todo se podía encajar de un modo coherente. No existía entonces una sola capital en Europa que ofreciera las oportunidades que Londres ofrecía para el estudio científico de las altas esferas del crimen. Pero ahora… —se encogió de hombros, en burlona desaprobación del estado de cosas al que tanto había contribuido él mismo. En la época de la que estoy hablando, hacía varios meses que Holmes había reaparecido, y yo, a petición suya, había traspasado mi consultorio y volvía a compartir con él los antiguos aposentos de Baker Street. Un joven doctor apellidado Verner había adquirido mi pequeño consultorio de Kensington, pagando con asombrosa celeridad el precio más alto que yo me atreví a pedir, un asunto que no quedó explicado hasta varios años más tarde, cuando descubrí que Verner era pariente lejano de Holmes y que en realidad había sido mi amigo el que aportó el dinero. Nuestros meses de asociación no habían sido tan anodinos como Holmes afirmaba, ya que, revisando mis notas, veo que este periodo incluye el caso de los documentos del ex-presidente Murillo y también el escandaloso asunto del vapor holandés Friesland, que estuvo a punto de costamos la vida a los dos. Sin embargo, su carácter frío y orgulloso rechazaba por sistema todo lo que se pareciera al aplauso público y me hizo prometer, en los términos más estrictos, que no diría una sola palabra sobre él, sus métodos o sus éxitos; una prohibición que, como ya he explicado, no levantó hasta hace muy poco. Tras expresar su excéntrica protesta, Sherlock Holmes se arrellanó en su sillón, y estaba desplegando el periódico de la mañana con aire despreocupado cuando a ambos nos sobresaltó un tremendo campanillazo en la puerta, seguido de inmediato por un fuerte repiqueteo, como si alguien estuviera aporreando con los puños la puerta de la calle. Cuando esta se abrió, oímos una ruidosa carrera a través del vestíbulo y unos pasos que subían a toda prisa las escaleras. Un instante después, irrumpía en nuestra habitación un joven excitadísimo, con los ojos desorbitados, desmelenado y jadeante. Nos miró primero al uno y luego al otro, y al advertir nuestras miradas inquisitivas cayó en la cuenta de que debía ofrecer algún tipo de excusas por su desaforada entrada. —Lo siento, señor Holmes —exclamó—. Le ruego que no se ofenda. Estoy a punto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desdichado John Héctor McFarlane. Hizo esta presentación como si solo con el nombre bastara para explicar su visita y sus modales, pero por el rostro impasible de mi compañero me di cuenta de que aquello le decía tan poco a él como a mí. —Tome un cigarrillo, señor McFarlane —dijo Holmes, empujando su pitillera hacia él—. Estoy seguro de que, a la vista de sus síntomas, mi amigo el doctor Watson le recomendaría un sedante. Ha hecho tanto calor estos últimos días… Ahora, si se siente usted más tranquilo, le agradecería que tomara asiento en esa silla y nos contara muy despacio y con mucha calma quién es usted y qué desea. Ha pronunciado usted su nombre como si yo tuviera necesariamente que conocerlo, pero le aseguro que, aparte de los hechos evidentes de que es usted soltero, procurador, masón y asmático, no sé nada en absoluto de usted. Habituado como estaba a los métodos de mi amigo, no me resultó difícil seguir sus deducciones y observar el atuendo descuidado, el legajo de documentos legales, el amuleto del reloj y la respiración jadeante en que se había basado. Sin embargo, nuestro cliente se quedó boquiabierto. —Sí, señor Holmes, soy todas esas cosas, pero además soy el hombre más desgraciado que existe ahora mismo en Londres. ¡Por amor de Dios, no me abandone, señor Holmes! Si vienen a detenerme antes de que haya terminado de contar mi historia, haga que me dejen tiempo de explicarle toda la verdad. Iría contento a la cárcel sabiendo que usted trabaja para mí desde fuera. —¡Detenerlo! —exclamó Holmes—. ¡Caramba, qué estupen…, qué interesante! ¿Y bajo qué acusación espera que lo detengan? —Acusado de asesinar al señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood. El expresivo rostro de mi compañero dio muestras de simpatía, que, mucho me temo, no estaba exenta de satisfacción. —¡Vaya por Dios! —dijo—. ¡Y yo que hace un momento, durante el desayuno, le decía a mi amigo el doctor Watson que ya no aparecen casos sensacionales en los periódicos! Nuestro visitante extendió una mano temblorosa y recogió el Daily Telegraph que aún reposaba sobre las rodillas de Holmes. —Si lo hubiese leído, señor, habría sabido a primera vista qué es lo que me ha traído a su casa esta mañana. Tengo la sensación de que mi nombre y mi desgracia son la comidilla del día —desdobló el periódico para enseñarnos las páginas centrales—. Aquí está y, con su permiso, se lo voy a leer. Escuche esto, señor Holmes. Los titulares dicen: «Misterio en Lower Norwood. Desaparece un conocido constructor. Sospechas de asesinato e incendio provocado. Se sigue la pista del criminal». Esta es la pista que están siguiendo, señor Holmes, y sé que conduce de manera infalible hacia mí. Me han seguido desde la estación del Puente de Londres y estoy convencido de que solo esperan que llegue el mandamiento judicial para detenerme. ¡Esto le romperá el corazón a mi madre, le romperá el corazón! —se retorció las manos, presa de angustiosos temores, y comenzó a oscilar en su asiento, hacia delante y hacia atrás. Examiné con interés a aquel hombre, acusado de haber cometido un crimen violento. Era rubio y poseía un cierto atractivo, aunque fuera más bien del tipo enfermizo. Tenía los ojos azules y asustados, el rostro bien afeitado y la boca de una persona débil y sensible. Podría tener unos veintidós años; su vestimenta y su porte eran los de un caballero. Del bolsillo de su abrigo de entretiempo sobresalía un manojo de documentos sellados que delataban su profesión. —Aprovecharemos el tiempo lo mejor que podamos —dijo Holmes—. Watson, ¿sería usted tan amable de coger el periódico y leerme el párrafo en cuestión? Bajo los sonoros titulares que nuestro cliente había citado, leí el siguiente y sugestivo relato: A última hora de la noche pasada, o a primera hora de esta mañana, se ha producido en Lower Norwood un incidente que induce a sospechar un grave crimen, cometido en la persona del señor Jonas Oldacre, conocido residente de este distrito, donde llevaba muchos años al frente de su negocio de construcción. El señor Oldacre era soltero, de 52 años, y residía en Deep Dene House, en el extremo más próximo a Sydenham de la calle del mismo nombre. Tenía fama de hombre excéntrico, reservado y retraído. Llevaba algunos años prácticamente retirado de sus negocios, con los cuales se dice que había amasado una considerable fortuna. No obstante, todavía existe un pequeño almacén de madera en la parte de atrás de su casa, y esta noche, a eso de las doce, se recibió el aviso de que una de las pilas de madera estaba ardiendo. Los bomberos acudieron de inmediato, pero la madera seca ardía de manera incontenible y resultó imposible apagar la conflagración hasta que toda la pila quedó consumida por completo. Hasta aquí, el suceso tenía toda la apariencia de un vulgar accidente, pero nuevos datos parecen apuntar hacia un grave crimen. En un principio, causó extrañeza la ausencia del propietario del establecimiento en el lugar del incendio, y se inició una investigación que demostró que había desaparecido de su casa. Al examinar su habitación, se descubrió que no había dormido en ella. La caja fuerte estaba abierta, había un montón de papeles importantes esparcidos por toda la habitación y, por último, se encontraron señales de una lucha violenta, pequeñas manchas de sangre en la habitación y un bastón de roble que también presentaba manchas de sangre en el puño. Se ha sabido que aquella noche, a horas bastante avanzadas, el señor Jonas Oldacre recibió una visita en su dormitorio, y se ha identificado el bastón encontrado como perteneciente a un visitante, que es un joven procurador de Londres llamado John Héctor McFarlane, socio más joven del bufete Graham & McFarlane, con sede en el 426 de Gresham Buildings, E. C. La policía cree disponer de pruebas que indican un móvil muy convincente para el crimen, y no cabe duda de que muy pronto se darán a conocer noticias sensacionales. ÚLTIMA HORA.- A la hora de entrar en máquinas ha corrido el rumor de que John Héctor McFarlane ha sido detenido ya, acusado del asesinato de Mr. Jonas Oldacre. Al menos, se sabe a ciencia cierta que se ha expedido una orden de detención. La investigación en Norwood ha revelado nuevos y siniestros detalles. Además de encontrarse señales de lucha en la habitación del desdichado constructor, se ha sabido ahora que se encontraron abiertas las ventanas del dormitorio (situado en la planta baja), y huellas que parecían indicar que alguien había arrastrado un objeto voluminoso hasta la pila de madera. Por último, se dice que entre las cenizas del incendio se han encontrado restos carbonizados. La policía maneja la hipótesis de que se ha cometido un crimen, y supone que la víctima fue muerta a golpes en su propia habitación, tras lo cual el asesino registró sus papeles y luego arrastró el cadáver hasta la pila de madera, incendiándole para borrar todas las huellas de su crimen. El trabajo de investigación policial se ha en comendado en las expertas manos del inspector Lestrade, de Scotland Yard, que sigue las pistas con su energía y sagacidad habituales. Sherlock Holmes escuchó este extraordinario relato con los ojos cerrados y las puntas de los dedos juntos. —Desde luego, el caso presenta algunos aspectos interesantes —dijo con su acostumbrada languidez—. ¿Puedo preguntarle en primer lugar, señor McFarlane, cómo es que todavía sigue en libertad, cuando parecen existir pruebas suficientes para justificar su detención? —Vivo en Torrington Lodge, Blackheath, con mis padres; pero anoche, como tenía que entrevistarme bastante tarde con el señor Jonas Oldacre, me quedé en un hotel de Norwood y fui a mi despacho desde allí. No supe nada de este asunto hasta que subí al tren y leí lo que usted acaba de oír. Me di cuenta al instante del terrible peligro que corría y me apresuré a poner el caso en sus manos. No me cabe duda de que me habrían detenido en mi despacho de la City o en mi casa. Un hombre me ha venido siguiendo desde la estación del Puente de Londres y estoy seguro… ¡Cielo santo! ¿Qué es eso? Era un campanillazo en la puerta, seguido al instante por fuertes pisadas en la escalera. Al cabo de un momento, nuestro amigo Lestrade apareció en el umbral. Por encima de su hombro pude advertir la presencia de uno o dos policías de uniforme. —¿El señor John Héctor McFarlane? —dijo Lestrade. Nuestro desdichado cliente se puso en pie con el rostro descompuesto. —Queda detenido por el homicidio intencionado del señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood. McFarlane se volvió hacia nosotros con gesto de desesperación y se hundió de nuevo en su asiento, como aplastado por un peso. —Un momento, Lestrade —dijo Holmes—. Media hora más o menos no significa nada para usted, y el caballero se disponía a darnos una información sobre este caso tan interesante, que podría servirnos de ayuda para esclarecerlo. —No creo que resulte nada difícil esclarecerlo —dijo Lestrade muy serio. —A pesar de todo, y con su permiso, me interesaría mucho oír su explicación. —Bueno, señor Holmes, me resulta muy difícil negarle nada, teniendo en cuenta la ayuda que ha prestado al Cuerpo en una o dos ocasiones. Scotland Yard está en deuda con usted —dijo Lestrade—. Pero al mismo tiempo debo permanecer junto al detenido, y me veo obligado a advertirle que todo lo que diga puede utilizarse como prueba en contra suya. —No deseo otra cosa —dijo nuestro cliente—. Todo lo que les pido es que escuchen y reconocerán la pura verdad. Lestrade consultó su reloj. —Le doy media hora —dijo. —Antes que nada, debo explicar —dijo McFarlane— que yo no conocía de nada al señor Jonas Oldacre. Su nombre sí que me era conocido, porque mis padres tuvieron tratos con él durante muchos años, aunque luego se distanciaron. Así pues, me sorprendió muchísimo que ayer se presentara, a eso de las tres de la tarde, en mi despacho de la City. Pero todavía quedé más asombrado cuando me explicó el objeto de su visita. Llevaba en la mano varias hojas de cuaderno, cubiertas de escritura garabateada —son estas—, que extendió sobre la mesa. »—Este es mi testamento —dijo—, y quiero que usted, señor McFarlane, lo redacte en forma legal. Me sentaré aquí mientras lo hace. »Me puse a copiarlo, y pueden ustedes imaginarse mi asombro al descubrir que, con algunas salvedades, me dejaba a mí todas sus propiedades. Era un hombrecillo extraño, con aspecto de hurón y pestañas blancas, y cuando alcé la vista para mirarlo encontré sus ojos grandes y penetrantes clavados en mí con una expresión divertida. Al leer los términos del testamento, no di crédito a mis ojos. Pero él me explicó que era soltero, que apenas le quedaban parientes vivos, que había conocido a mis padres cuando era joven y que siempre había oído decir que yo era un joven de muchos méritos, por lo que estaba seguro de que su dinero quedaría en buenas manos. Por supuesto, no pude hacer otra cosa que balbucir algunos agradecimientos. El testamento quedó debidamente redactado y firmado, con mi escribiente respaldándolo como testigo. Es este papel azul, y estas hojas, como ya he explicado, son el borrador. A continuación, el señor Oldacre me informó de la existencia de una serie de documentos —contratos de arrendamiento, títulos de propiedad, hipotecas, cédulas y esas cosas— que era preciso que yo examinase. Dijo que no se sentiría tranquilo hasta que todo el asunto hubiera quedado arreglado, y me rogó que acudiese aquella misma noche a su casa de Norwood, llevando el testamento, para dejarlo todo a punto. "Recuerde, muchacho, no diga ni una palabra de esto a sus padres hasta que todo quede arreglado. Entonces les daremos una pequeña sorpresa". Insistió mucho en este detalle y me hizo prometérselo solemnemente. «Como podrá imaginar, señor Holmes, yo no estaba de humor para negarle nada que me pidiera. Ante semejante benefactor, lo único que yo deseaba era cumplir su voluntad hasta el menor detalle. Así que envié un telegrama a casa, diciendo que tenía un trabajo importante y que me resultaba imposible saber a qué hora podría regresar. El señor Oldacre me dijo que le gustaría que yo fuera a cenar con él a las nueve, ya que antes de esa hora no se encontraría en su casa. Pero tuve algunas dificultades para encontrar la casa y eran casi las nueve y media cuando llegué. Lo encontré… —¡Un momento! —interrumpió Holmes—. ¿Quién abrió la puerta? —Una mujer madura, supongo que su ama de llaves. —Y supongo que fue ella la que facilitó su nombre. —Exacto —dijo McFarlane. —Continúe, por favor. McFarlane se enjugó el sudor de la frente y prosiguió con su relato: —Esta mujer me hizo pasar a un cuarto de estar, donde ya estaba servida una cena ligera. Después de cenar, el señor Oldacre me condujo a su habitación, donde había una pesada caja de caudales. La abrió y sacó de ella un montón de documentos, que empezamos a revisar juntos. Serían entre las once y las doce cuando terminamos. Oldacre comentó que no debíamos molestar al ama de llaves y me hizo salir por la ventana, que había permanecido abierta todo el tiempo. —¿Estaba bajada la persiana? —preguntó Holmes. —No estoy seguro, pero creo que solo estaba medio bajada. Sí, recuerdo que él la levantó para abrir la ventana de par en par. Yo no encontraba mi bastón, y él me dijo: «No se preocupe, muchacho, a partir de ahora espero que nos veamos con frecuencia, y guardaré su bastón hasta que venga a recogerlo». Allí lo dejé, con la caja abierta y los papeles ordenados en paquetes sobre la mesa. Era tan tarde que no pude volver a Blackheath; así que pasé la noche en el Anerley Arms y no supe nada más hasta que leí la horrible crónica del suceso por la mañana. —¿Hay algo más que quiera usted preguntar, señor Holmes? —dijo Lestrade, cuyas cejas se habían alzado una o dos veces durante la sorprendente narración. —No, hasta que haya estado en Blackheath. —Querrá usted decir en Norwood —dijo Lestrade. —Ah, sí, seguramente eso es lo que quería decir —respondió Holmes, con su sonrisa enigmática. Lestrade había aprendido, a lo largo de más experiencias que las que le gustaba reconocer, que aquel cerebro afilado como una navaja podía penetrar en lo que a él le resultaba impenetrable. Vi que miraba a mi compañero con expresión de curiosidad. —Creo que me gustaría cambiar unas palabras con usted ahora mismo, señor Holmes —dijo—. Señor McFarlane, hay dos de mis agentes en la puerta y un coche aguardando. El angustiado joven se puso en pie y, dirigiéndonos una última mirada suplicante, salió de la habitación. Los policías lo condujeron al coche, pero Lestrade se quedó con nosotros. Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador del testamento y las estaba examinando, con el más vivo interés reflejado en su rostro. —Este documento tiene su miga, ¿no cree usted, Lestrade? —dijo, pasándole los papeles. El inspector los miró con expresión de desconcierto. —Las primeras líneas se leen bien, y también estas del centro de la segunda página, y una o dos al final. Tan claro como si fuera letra de imprenta —dijo—. Pero entre medias está muy mal escrito, y hay tres partes donde no se entiende nada. —¿Y qué saca de eso? —preguntó Holmes. —Bueno, ¿qué saca usted? —Que se escribió en un tren; la buena letra corresponde a las estaciones, la mala letra al tren en movimiento, y la malísima al paso por los cambios de agujas. Un experto científico dictaminaría en el acto que se escribió en una línea suburbana, ya que solo en las proximidades de una gran ciudad puede haber una sucesión tan rápida de cambios de agujas. Si suponemos que la redacción del testamento ocupó todo el viaje, entonces se trataba de un tren expreso, que solo se detuvo una vez entre Norwood y el Puente de Londres. Lestrade se echó a reír. —Me abruma usted cuando empieza con sus teorías, señor Holmes —dijo—. ¿Qué relación tiene esto con el caso? —Para empezar, corrobora el relato del joven en lo referente a que Jonas Oldacre redactó el testamento durante su viaje de ayer. Es curioso, ¿no le parece?, que alguien redacte un documento tan importante de una forma tan a la ligera. Parece dar a entender que el hombre no pensaba que aquello fuera a tener mucha importancia práctica. Como si no pretendiera que el testamento se llevase a efecto. —Pues al mismo tiempo estaba redactando su sentencia de muerte —dijo Lestrade. —¿Eso cree usted? —¿Usted no? —Bueno, es bastante posible; pero aún no veo claro el caso. —¿Que no lo ve claro? Pues si esto no está claro, no sé qué puede estarlo. Tenemos un joven que se entera de repente de que si cierto anciano fallece, él heredará la fortuna. ¿Qué es lo que hace? No le dice nada a nadie y se las arregla, con cualquier pretexto, para visitar a su cliente esa misma noche; espera hasta que se haya acostado la única otra persona de la casa y entonces, en la soledad de la habitación, asesina al viejo, quema el cadáver en la pila de madera y se marcha a dormir a un hotel cercano. Las manchas de sangre encontradas en la habitación y en el bastón son muy ligeras. Es probable que creyera que el crimen no había derramado sangre, y confiara en que si el cuerpo quedaba consumido desaparecerían todas las huellas del método empleado, huellas que por una u otra razón lo señalarían a él. ¿No resulta evidente todo esto? —Mi buen Lestrade, para mi gusto es un poquito demasiado evidente —dijo Holmes—. La imaginación no figura entre sus grandes cualidades, pero si pudiera por un momento ponerse en el lugar de este joven, ¿habría usted escogido para cometer el crimen precisamente la primera noche después de redactar el testamento? ¿No le habría parecido peligroso establecer una relación tan próxima entre los dos hechos? Y lo que es más: ¿habría usted elegido una ocasión en la que se sabía que estaba usted en la casa, ya que un sirviente le ha abierto la puerta? Y por último: ¿se tomaría usted tantas molestias para hacer desaparecer el cuerpo, dejando al mismo tiempo su bastón para que todos supieran que es usted el asesino? Confiese, Lestrade, todo eso es muy improbable. —En cuanto al bastón, señor Holmes, usted sabe tan bien como yo que los criminales a veces se ofuscan y hacen cosas que un hombre sereno no haría. Probablemente, le dio miedo entrar otra vez en la habitación. A ver si puede presentarme otra teoría que encaje con los hechos. —Podría presentarle media docena con toda facilidad —respondió Holmes—. Aquí tiene, por ejemplo, una muy posible, e incluso probable. Se la ofrezco gratis, como regalo. Un vagabundo que pasa por allí los ve a través de la ventana, que solo tiene la persiana medio bajada. El abogado se marcha. El vagabundo entra. Coge un bastón que encuentra por ahí, mata a Oldacre y se larga después de quemar el cadáver. —¿Para qué iba el vagabundo a quemar el cadáver? —¿Y para qué iba a quemarlo McFarlane? —Para hacer desaparecer alguna prueba. —Puede que el vagabundo quisiera ocultar el hecho mismo de que se había cometido un asesinato. —¿Y cómo es que el vagabundo no se llevó nada? —Porque se trataba de documentos no negociables. Lestrade sacudió la cabeza, aunque me pareció que ya no sentía la misma seguridad absoluta que antes. —Bien, señor Sherlock Holmes, puede usted buscar a su vagabundo, y mientras lo busca nosotros nos quedaremos con nuestro hombre. El futuro dirá quién tiene razón. Pero fíjese tan solo en esto, señor Holmes: hasta donde sabemos, no falta ninguno de los papeles, y el detenido es la única persona del mundo que no tenía ningún motivo para llevárselos, ya que, como heredero legal, pasarían a su poder de todas formas. Mi amigo pareció impresionado por este comentario. —No pretendo negar que, en algunos aspectos, las pruebas se inclinan hacia su teoría —dijo—. Lo único que quiero hacer ver es que existen otras teorías posibles. Como usted ha dicho, el futuro decidirá. Buenos días. Creo poder asegurar que en el transcurso de la jornada me dejaré caer por Norwood para ver cómo le va. Cuando el policía se hubo marchado, mi amigo se puso en pie y comenzó sus preparativos para la jornada de trabajo, con el aire animado de quien tiene por delante una tarea que le encanta. —Mi primer movimiento, Watson —dijo mientras se enfundaba en su levita—, será, como ya he dicho, en dirección a Blackheath. —¿Y por qué no a Norwood? —Porque en este caso tenemos un suceso muy curioso que viene pisándole los talones a otro suceso igualmente curioso. La policía está cometiendo el error de concentrar su atención en el segundo, porque da la casualidad de que es el único verdaderamente criminal. Pero para mí resulta evidente que la única manera lógica de abordar el caso es comenzando por arrojar alguna luz sobre el primer suceso: ese extraño testamento, redactado tan aprisa y con un heredero tan inesperado. Eso podría contribuir a aclarar lo que sucedió después. No, querido amigo, no creo que pueda usted ayudar. No se vislumbra ningún peligro; de lo contrario, ni se me ocurriría dar un paso sin usted. Confío en que, cuando nos veamos esta tarde, pueda comunicarle que he conseguido hacer algo en favor de este desdichado joven que ha venido a ponerse bajo mi protección. Era ya tarde cuando regresó mi amigo, y se notaba a primera vista, por su expresión preocupada y ansiosa, que las grandes esperanzas con que había salido de casa no se habían cumplido. Se pasó una hora sacándole sonidos al violín, en un intento de apaciguar sus excitados ánimos. Por último, dejó a un lado el instrumento y me soltó un relato detallado de sus desventuras. —Todo va mal, Watson. No podría ir peor. Mantuve el tipo ante Lestrade, pero por mi alma que parece que, por una vez, el tipo anda por buen camino y nosotros por el malo. Todos mis instintos apuntan en una dirección y todos los hechos en la otra, y mucho me temo que los jurados británicos aún no han alcanzado el nivel de inteligencia necesario para que den preferencia a mis teorías sobre los hechos de Lestrade. —¿Ha estado usted en Blackheath? —Sí, Watson, estuve allí y no tardé en averiguar que el difunto y llorado Oldacre era un pájaro de mucho cuidado. El padre había salido a ver a su hijo. La madre estaba en casa: una mujercita tierna, de ojos azules, que temblaba de miedo e indignación. Naturalmente, se negaba a admitir la mera posibilidad de que su hijo fuera culpable, pero tampoco manifestó ni sorpresa ni pena por la suerte de Oldacre. Por el contrario, habló de él con tal rabia que, sin darse cuenta, estaba reforzando considerablemente la hipótesis de la policía, ya que si su hijo la hubiera oído hablar del muerto en semejantes términos, no cabe duda de que se habría sentido predispuesto al odio y a la violencia. «Más que un ser humano, era un mono astuto y maligno —dijo—, y siempre lo fue, desde que era joven». »—¿Lo conoció usted entonces? —pregunté yo. »—Sí, lo conocí muy bien; en realidad, fue pretendiente mío. Gracias a Dios que tuve el buen sentido de dejarlo y casarme con un hombre mejor, aunque fuera más pobre. Estábamos prometidos, señor Holmes, pero entonces me contaron una historia espantosa sobre él: que había soltado un gato dentro de una pajarera, y aquella crueldad tan brutal me horrorizó tanto que no quise saber nada más de él —se puso a rebuscar en un escritorio y por fin sacó una fotografía de una mujer, toda cortada y apuñalada con un cuchillo—. Esta fotografía es mía, dijo. Él me la envió en este estado, junto con una maldición, la mañana de mi boda. »—Bueno —dije yo—, al menos parece que al final la perdonó, puesto que le dejó a su hijo todo lo que poseía. »—Ni mi hijo ni yo queremos nada de Jonas Oldacre, ni vivo ni muerto —exclamó ella con mucha dignidad—. Hay un Dios en los cielos, señor Holmes, y ese mismo Dios, que ha castigado a ese malvado, demostrará a su debido tiempo que las manos de mi hijo no se han manchado con su sangre. «Procuré seguir una o dos pistas, pero no encontré nada a favor de nuestra hipótesis, y sí varios detalles en contra. Por último, me rendí y me dirigí a Norwood. »La casa en cuestión, Deep Dene House, es una residencia grande y moderna, de ladrillo descubierto, con terrenos propios y un césped delante, en el que hay plantados varios grupos de laureles. A la derecha, y a cierta distancia de la carretera, se encuentra el almacén de madera donde se produjo el incendio. Aquí tiene un plano aproximado, en esta hoja de mi cuaderno. Esta ventana de la izquierda es la de la habitación de Oldacre. Como puede ver, la habitación se ve perfectamente desde la carretera. Es el único detalle consolador que he obtenido en todo el día. Lestrade no estaba allí, pero un cabo de la policía me hizo los honores. Acababan de hacer un gran descubrimiento. Se habían pasado la mañana hurgando entre las cenizas de madera quemada y, además de los restos orgánicos carbonizados que ya tenían, encontraron varios discos metálicos desconocidos. Los examiné con atención y no cabía la menor duda de que se trataba de botones de pantalón. Hasta se distinguía en uno de ellos la marca Hyams, que es el nombre del sastre de Oldacre. A continuación, examiné minuciosamente el césped, en busca de rastros y huellas, pero esta sequía lo ha dejado todo duro como el hierro. No se veía nada, exceptuando que un cuerpo o un bulto grande había sido arrastrado a través de un seto bajo de aligustre que hay delante de la pila de madera. Todo eso, por supuesto, concuerda con la teoría oficial. Me arrastré por el césped bajo el sol de agosto. Pero al cabo de una hora tuve que levantarme, sin haber sacado nada en limpio. «Después de este fracaso, pasé al dormitorio y lo inspeccioné también. Las manchas de sangre eran muy ligeras, meras gotitas borrosas, pero recientes sin lugar a dudas. Se habían llevado el bastón, pero sabemos que también en él las manchas eran pequeñas. No hay duda de que el bastón pertenece a nuestro cliente. Él mismo lo reconoce. En la alfombra se advertían las pisadas de los dos hombres, pero no había ni rastro de una tercera persona; otra baza para la parte contraria. Ellos no paran de anotarse tantos y nosotros seguimos parados. «Solo vislumbré una chispita de esperanza, y aun así se quedó en nada. Examiné el contenido de la caja fuerte, que estaba casi todo sacado y colocado sobre la mesa. Los papeles se habían distribuido en sobres lacrados, uno o dos de los cuales habían sido abiertos por la policía. Por lo que pude apreciar, no tenían mucho valor, y tampoco la cuenta bancaria indicaba que el señor Oldacre se encontrara en una situación muy boyante. Sin embargo, me dio la impresión de que allí faltaban documentos. Encontré alusiones a ciertas escrituras —posiblemente las más valiosas— que no aparecían por ninguna parte. Naturalmente, si pudiéramos demostrar esto, volveríamos el argumento de Lestrade en contra suya, porque ¿quién iba a robar una cosa que sabe que no tardará en heredar? »Por último, tras husmear por todas partes sin llegar a olfatear nada, probé suerte con el ama de llaves, la señora Lexington, una mujer pequeña, morena y callada, de ojos recelosos y mirada torva. Si quisiera, podría decirnos algo, estoy convencido de ello. Pero se cerró como una tumba. Sí, había abierto la puerta al señor McFarlane a las nueve y media. Ojalá se le hubiera secado la mano antes de hacerlo. Se había ido a la cama a las diez y media. Su habitación está al otro extremo de la casa y no oyó nada de lo que ocurría. El señor McFarlane había dejado en el vestíbulo su sombrero y, según creía recordar, también su bastón. Se había despertado al oír la alarma de incendio. Era indudable que su pobre y querido señor había sido asesinado. ¿Tenía Oldacre algún enemigo? Bueno, todo el mundo tiene algún enemigo, pero el señor Oldacre solo se ocupaba de sus asuntos y no se trataba con nadie más que por cuestiones de negocios. Había visto los botones y estaba segura de que pertenecían a la ropa que Oldacre llevaba puesta aquella noche. La madera estaba muy seca, porque llevaba un mes sin llover. Ardió como la estopa, y cuando ella llegó al almacén no se veían más que llamas. Tanto ella como los bomberos habían notado el olor a carne quemada. No sabía nada de los documentos, ni de los asuntos privados del señor Oldacre. »Y aquí tiene, querido Watson, el informe completo de mi fracaso. Y sin embargo… y sin embargo… —apretó sus huesudas manos en un paroxismo de convicción—, yo sé que todo es un error. Lo siento en los huesos. Hay algo que no ha salido a la luz, y esa ama de llaves está enterada de ello. Había en sus ojos una especie de desafío rencoroso que siempre acompaña al sentimiento de culpa. Sin embargo, de nada sirve seguir hablando de ello, Watson; como no tengamos un golpe de suerte, mucho me temo que El caso de la desaparición de Norwood no figurará en esta futura crónica de nuestros éxitos que el paciente público tendrá que soportar tarde o temprano. —Supongo —dije yo— que el aspecto del joven influirá favorablemente en cualquier jurado. —Ese argumento es muy peligroso, querido Watson. Acuérdese de Bert Stevens, aquel terrible asesino que pretendió que le sacásemos de apuros en el 87. ¿Ha conocido a algún hombre de modales tan suaves, tan de catequesis, como aquel? —Es cierto. —A menos que consigamos establecer una hipótesis alternativa, nuestro hombre está perdido. Resulta difícil encontrar un punto flaco en la acusación que ahora mismo puede presentarse contra él, y todas las investigaciones realizadas han servido para reforzarla. Por cierto, existe un detalle curioso en esos papeles que quizás podría servirnos de punto de partida para nuestras pesquisas. Al examinar la cuenta bancaria, descubrí que el saldo tan bajo que presenta se debe principalmente a una serie de cheques por cantidades importantes que se han librado durante el último año a favor de un tal Cornelius. Confieso que me gustaría mucho saber quién puede ser este señor Cornelius al que un constructor retirado transfiere sumas tan elevadas. ¿Es posible que tenga algo que ver en el asunto? Podría tratarse de un agente de Bolsa, pero no hemos encontrado ningún título que corresponda a dichos pagos. Mucho me temo, querido camarada, que nuestro caso tenga un final poco glorioso, con Lestrade ahorcando a nuestro cliente, lo cual, sin duda, constituirá un triunfo para Scotland Yard. Ignoro si Sherlock Holmes llegó a dormir algo aquella noche, pero cuando bajé a desayunar me lo encontré, pálido e inquieto, con sus brillantes ojos aún más brillantes a causa de las oscuras ojeras que los rodeaban. Alrededor de su silla, la alfombra estaba cubierta de colillas y de las primeras ediciones de los periódicos de la mañana. Sobre la mesa había un telegrama abierto. —¿Qué le parece esto, Watson? —preguntó, extendiéndomelo. Venía de Norwood y decía lo siguiente: Nuevas e importantes pruebas. Culpabilidad McFarlane demostrada definitivamente. Aconsejo abandone caso. Lestrade —Parece que va en serio —dije. —Es el cacareo de victoria de Lestrade —respondió Holmes con una sonrisa amarga—. Sin embargo, sería prematuro abandonar el caso. Al fin y al cabo, las pruebas nuevas e importantes son un arma de doble filo, y bien pudiera ser que cortaran en dirección muy diferente a la que Lestrade imagina. Tómese el desayuno, Watson, e iremos juntos a ver qué podemos hacer. Me parece que hoy voy a necesitar su compañía y su apoyo moral. Mi amigo no había desayunado, porque una de sus manías era la de no tomar alimento alguno en los momentos de más tensión, y alguna vez lo he visto confiar en su resistencia de hierro hasta caer desmayado por pura inanición. «En estos momentos no puedo malgastar energías y fuerza nerviosa en una digestión», solía decir en respuesta a mis recriminaciones médicas. Así pues, no me sorprendió que aquella mañana dejara el desayuno sin tocar y saliera conmigo hacia Norwood. Todavía había un montón de mirones morbosos en torno a Deep Dene House, que era una típica residencia suburbana, tal como yo me la había imaginado. Lestrade salió a recibirnos nada más cruzar la puerta, con la victoria reflejada en el rostro y los modales agresivos de un triunfador. —Y bien, señor Holmes, ¿ha demostrado ya lo equivocados que estamos? ¿Encontró ya a su vagabundo? —exclamó. —Todavía no he llegado a ninguna conclusión —respondió mi compañero. —Pero nosotros ya llegamos a la nuestra ayer, y ahora se ha demostrado que era la acertada. Tendrá que reconocer que esta vez le hemos sacado un poco de delantera, señor Holmes. —Desde luego, da usted la impresión de que ha ocurrido algo extraordinario —dijo Holmes. Lestrade se echó a reír ruidosamente. —No le gusta que le venzan, como a cualquiera —dijo—. Pero uno no puede esperar salirse siempre con la suya, ¿no cree, doctor Watson? Pasen por aquí, por favor, caballeros, y creo que podré convencerles de una vez por todas de que fue John McFarlane quien cometió este crimen. Nos guió a través de un pasillo que desembocaba en un oscuro vestíbulo. —Por aquí debió venir el joven McFarlane a recoger su sombrero después de cometer el crimen —dijo—. Y ahora, fíjese en esto. Con un gesto dramático, encendió una cerilla e iluminó con su llama una mancha de sangre en la pared encalada. Era la huella inconfundible de un dedo pulgar. —Examínela con su lupa, señor Holmes. —Sí, eso hago. —Estará usted al corriente de que no existen dos huellas dactilares iguales. —Algo de eso he oído decir. —Muy bien, pues entonces haga el favor de comparar esta huella con esta impresión en cera del pulgar derecho del joven McFarlane, tomada por orden mía esta mañana. Colocó la impresión en cera junto a la mancha de sangre, y no hacía falta ninguna lupa para darse cuenta de que las dos marcas estaban hechas, sin lugar a dudas, por el mismo pulgar. Tuve la seguridad de que nuestro desdichado cliente estaba perdido. —Esto es definitivo —dijo Lestrade. —Sí, es definitivo —repetí yo, casi sin darme cuenta. —Es definitivo —dijo Holmes. Creí percibir algo raro en su tono y me volví para mirarlo. En su rostro se había producido un cambio extraordinario. Estaba temblando de recocijo contenido. Sus ojos brillaban como estrellas. Me pareció que hacía esfuerzos desesperados por contener un ataque convulsivo de risa. —¡Caramba, caramba! —exclamó por fin—. ¡Vaya, vaya! ¿Quién lo iba a pensar? ¡Qué engañosas pueden ser las apariencias, ya lo creo! ¡Un joven de aspecto tan agradable! Debe servirnos de lección para que no nos fiemos de nuestras impresiones, ¿no cree, Lestrade? —Pues sí, hay gente que tiende a creerse infalible, señor Holmes —dijo Lestrade. Su insolencia resultaba insufrible, pero no podíamos darnos por ofendidos. —¡Qué cosa más providencial que el joven fuera a apretar el pulgar derecho contra la pared al coger su sombrero de la percha! ¡Una acción tan natural, si nos ponemos a pensar en ello! —Holmes estaba tranquilo por fuera, pero todo su cuerpo se estremecía de emoción reprimida mientras hablaba—. Por cierto, Lestrade, ¿quién hizo este sensacional descubrimiento? —El ama de llaves, la señora Lexington, fue quien se lo hizo notar al policía que hacía la guardia de noche. —¿Dónde estaba el policía de noche? —Se quedó de guardia en el dormitorio donde se cometió el crimen, para que nadie tocase nada. —¿Y cómo es que la policía no vio esta huella ayer? —Bueno, no teníamos ningún motivo especial para examinar con detalle el vestíbulo. Además, no está en un lugar muy visible, como puede apreciar. —No, no, claro que no. Supongo que no hay ninguna duda de que la huella estaba aquí ayer. Lestrade miró a Holmes como si pensara que este se había vuelto loco. Confieso que yo mismo estaba sorprendido, tanto de su comportamiento jocoso como de aquel extravagante comentario. —A lo mejor piensa usted que McFarlane salió de su celda en el silencio de la noche con objeto de reforzar la evidencia en su contra —dijo Lestrade—. Emplazo a cualquier especialista del mundo a que diga si esta es o no la huella de su pulgar. —Es la huella de su pulgar, sin lugar a discusión. —Bien, pues con eso me basta —dijo Lestrade—. Soy un hombre práctico, señor Holmes, y cuando reúno mis pruebas saco mis conclusiones. Si tiene usted algo que decir, me encontrará en el cuarto de estar, redactando mi informe. Holmes había recuperado su ecuanimidad, aunque todavía me parecía detectar en su expresión destellos de recocijo. —Vaya por Dios, qué mal se ponen las cosas, ¿no cree, Watson? —dijo—. Y sin embargo, existen algunos detalles que parecen ofrecer alguna esperanza a nuestro cliente. —Me alegra mucho saberlo —dije yo, de todo corazón—. Me temía ya que todo había terminado para él. —Pues yo no diría tanto, querido Watson. Lo cierto es que existe un fallo verdaderamente grave en esta evidencia a la que nuestro amigo atribuye tanta importancia. —¿De verdad, Holmes? ¿Y cuál es? —Tan solo esto: que me consta que esa huella no estaba ahí cuando yo examiné esta pared ayer. Y ahora, Watson, salgamos a dar un paseíto al sol. Con la mente confusa, pero sintiendo renacer en el corazón una llama de esperanza, acompañé a mi amigo en su paseo por el jardín. Holmes examinó una a una y con gran interés todas las fachadas de la casa. A continuación, entró en ella e inspeccionó todo el edificio, desde el sótano a los áticos. La mayoría de las habitaciones estaban desamuebladas, pero, aun así, Holmes las examinó minuciosamente. Por último, en el pasillo del piso superior, al que daban tres habitaciones desahabitadas, volvió a acometerle el espasmo de risa. —Desde luego, esta casa tiene aspectos muy curiosos, Watson —dijo—. Creo que va siendo hora de que pongamos al corriente a nuestro amigo Lestrade. Él ha pasado un buen rato a costa nuestra, y puede que nosotros lo pasemos a costa suya, si mi interpretación del problema resulta ser correcta. Sí, sí, creo que ya sé cómo tenemos que hacerlo. El inspector de Scotland Yard estaba aún escribiendo en la salita cuando llegó Holmes a interrumpirle. —Tengo entendido que está usted redactando un informe sobre este caso —dijo. —Así es. —¿No le parece que quizá sea un poco prematuro? No puedo dejar de pensar que sus pruebas no son concluyentes. Lestrade conocía demasiado bien a mi amigo para no hacer caso de sus palabras. Dejó la pluma y le miró con gesto de curiosidad. —¿Qué quiere usted decir, señor Holmes? —Solo que hay un testigo muy importante, al que usted todavía no ha visto. —¿Puede usted presentármelo? —Creo que sí. —Pues hágalo. —Haré lo que pueda. ¿Cuántos policías tiene usted aquí? —Hay tres al alcance de mi voz. —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntar si son todos hombres grandes y fuertes, con voces potentes? —Estoy seguro de que sí, aunque no sé qué tienen que ver sus voces con esto. —Tal vez yo pueda ayudarle a comprender eso, y una o dos cosillas más —dijo Holmes—. Haga el favor de llamar a sus hombres y lo intentaré. Cinco minutos más tarde, los tres policías estaban reunidos en el vestíbulo. —En el cobertizo de fuera encontrarán una considerable cantidad de paja —dijo Holmes—. Les ruego que traigan un par de brazadas. Creo que resultarán de suma utilidad para convocar al testigo que necesitamos. Muchas gracias. Watson, creo que lleva usted cerillas en el bolsillo. Y ahora, señor Lestrade, le ruego que me acompañe al piso de arriba. Como ya he dicho, en aquel piso había un amplio pasillo al que daban tres habitaciones vacías. Sherlock Holmes nos condujo hasta un extremo de dicho pasillo. Los policías sonreían y Lestrade miraba a mi amigo con una expresión en la que se alternaban el asombro, la impaciencia y la burla. Holmes se plantó ante nosotros con el aire de un mago que se dispone a ejecutar un truco. —¿Haría el favor de enviar a uno de sus agentes a por dos cubos de agua? Pongan la paja aquí en el suelo, separada de las paredes. Bien, creo que todo está listo. La cara de Lestrade había empezado a ponerse roja de irritación. —¿Es que pretende jugar con nosotros, señor Sherlock Holmes? —dijo—. Si sabe algo, podría decirlo sin tanta payasada. —Le aseguro, mi buen Lestrade, que tengo excelentes razones para todo lo que hago. Tal vez recuerde usted el pequeño pitorreo que se corrió a costa mía cuando el sol parecía dar en su lado de la valla, así que no debe reprocharme ahora que yo le eche un poco de pompa y ceremonia. ¿Quiere hacer el favor, Watson, de abrir la ventana y luego aplicar una cerilla al borde de la paja? Hice lo que me pedía, y pronto se levantó una columna de humo gris, que la corriente hizo girar a lo largo del pasillo mientras la paja seca ardía y crepitaba. —Ahora, veamos si logramos encontrar a su testigo, Lestrade. Hagan todos el favor de gritar «fuego». Vamos allá: uno, dos, tres… —¡Fuego! —gritamos todos a coro. —Gracias. Por favor, otra vez. —¡Fuego! —Solo una vez más, caballeros, todos a una. —¡¡Fuego!! —el grito debió resonar en todo Norwood. Apenas se habían extinguido sus ecos cuando sucedió algo asombroso. De pronto se abrió una puerta en lo que parecía ser una pared maciza al extremo del pasillo, y un hombrecillo arrugado salió corriendo por ella, como un conejo de su madriguera. —¡Perfecto! —dijo Holmes muy tranquilo—. Watson, eche un cubo de agua sobre la paja. Con eso bastará. Lestrade, permita que le presente al testigo fundamental que le faltaba: el señor Jonas Oldacre. El inspector miraba al recién llegado mudo de asombro. Este, a su vez, parpadeaba a causa de la fuerte luz del pasillo y nos miraba a nosotros y al fuego a punto de apagarse. Tenía una cara repugnante, astuta, cruel, maligna, con ojos grises e inquietos y pestañas blancas. —¿Qué significa esto? —dijo por fin Lestrade—. ¿Qué ha estado usted haciendo todo este tiempo, eh? Oldacre dejó escapar una risita nerviosa, retrocediendo ante el rostro furioso y enrojecido del indignado policía. —No he causado ningún daño. —¿Que no ha causado daño? Ha hecho todo lo que ha podido para que ahorquen a un inocente. Y de no ser por este caballero, no estoy seguro de que no lo hubiera conseguido. La miserable criatura se puso a gimotear. —Se lo aseguro, señor, no era más que una broma. —¿Conque una broma, eh? Pues le prometo que no será usted quien se ría. Llévenselo abajo y ténganlo en la salita hasta que yo llegue. Señor Holmes —continuó cuando los demás se hubieron ido—, no podía hablar delante de los agentes, pero no me importa decir, en presencia del doctor Watson, que esto ha sido lo más brillante que ha hecho usted en su vida, aunque para mí sea un misterio cómo lo ha logrado. Ha salvado la vida de un inocente y ha evitado un escándalo gravísimo, que habría arruinado mi reputación en el Cuerpo. Holmes sonrió y palmeó a Lestrade en el hombro. —En lugar de verla arruinada, amigo mío, va usted a ver enormemente acrecentada su reputación. Basta con que introduzca unos ligeros cambios en ese informe que estaba redactando, y todos comprenderán lo difícil que es pegársela al inspector Lestrade. —¿No desea usted que aparezca su nombre? —De ningún modo. El trabajo lleva consigo su propia recompensa. Quizás yo también reciba algún crédito en un día lejano, cuando permita que mi leal historiador vuelva a emborronar cuartillas, ¿eh, Watson? Y ahora, veamos cómo era el escondrijo de esa rata. A unos dos metros del extremo del pasillo se había levantado un tabique de listones y yeso, con una puerta hábilmente disimulada. El interior recibía la luz a través de ranuras abiertas bajo los aleros. Dentro del escondrijo había unos pocos muebles, provisiones de comida y agua y una buena cantidad de libros y documentos. —Estas son las ventajas de ser constructor —dijo Holmes al salir—. Uno puede arreglarse un escondite sin necesidad de ningún cómplice…, exceptuando, por supuesto, a esa alhaja de ama de llaves a la que yo metería también al saco sin pérdida de tiempo, Lestrade. —Seguiré su consejo. Pero ¿cómo descubrió usted este lugar, señor Holmes? —Llegué a la conclusión de que el tipo estaba escondido en la casa. Y cuando medí este pasillo, contando los pasos, y descubrí que era dos metros más corto que el del piso de abajo, me resultó evidente dónde se encontraba. Pensé que le faltarían agallas para quedarse quieto al oír la alarma de fuego. Naturalmente, podríamos haber irrumpido por las buenas y detenerlo, pero me pareció divertida la idea de hacer que se descubriera él mismo. Y además, Lestrade, le debía a usted una pequeña mascacada por sus chuflas de esta mañana. —Pues la verdad, señor, ahora hemos quedado en paz. Pero ¿cómo demonios sabía que ese individuo estaba en la casa? —La huella del pulgar, Lestrade. Usted mismo dijo que era definitiva, y ya lo creo que lo era, aunque en otro sentido. Yo sabía que el día anterior no estaba ahí. Presto mucha atención a los detalles, como quizás haya observado, y había examinado la pared. Me constaba que el día anterior estaba limpia. Por tanto, la huella se había dejado durante la noche. —Pero ¿cómo? —Muy sencillo. Cuando estuvieron lacrando esos paquetes, Jonas Oldacre hizo que McFarlane sujetara uno de los sellos colocando el dedo pulgar sobre el lacre aún caliente. Debió de suceder de manera tan rápida y natural que me atrevería a decir que el joven ni se dio cuenta. Lo más probable es que ocurriera como le digo, y que ni el mismo Oldacre pensara en sacarle partido. Pero luego, mientras le daba vueltas al asunto en esa madriguera suya, se le debió ocurrir de pronto que la huella del pulgar podía servirle para aportar una prueba absolutamente condenatoria contra McFarlane. Era la cosa más fácil del mundo sacar una impresión en cera del sello, humedecerla con la sangre que saliera de un pinchazo y aplicar la marca a la pared durante la noche, bien por su propia mano, bien por la de su ama de llaves. Si examina estos documentos que se llevó a su refugio, le apuesto lo que quiera a que encuentra el sello con la huella del pulgar. —¡Maravilloso! —exclamó Lestrade—. ¡Maravilloso! Tal como usted lo expone, está claro como el agua. Pero ¿qué objeto tenía este siniestro engaño, señor Holmes? Resultaba divertidísimo ver cómo los modales presuntuosos del inspector se habían transformado de pronto en los de un niño que hace preguntas a su maestro. —Bueno, no creo que sea difícil de explicar. Ese caballero que nos aguarda abajo es una persona de lo más astuta, maligna y vengativa. ¿Sabía usted que la madre de McFarlane lo rechazó hace tiempo? ¡Claro que no! Ya le dije que primero había que ir a Blackheath y luego a Norwood. Pues bien, aquel insulto, que es como él lo consideraba, quedó enquistado en su mente malvada y calculadora. Toda su vida ha anhelado vengarse, pero nunca se le presentó la oportunidad. Durante los últimos años, las cosas no le han ido bien —especulaciones secretas, supongo— y se encontraba en situación apurada. Entonces decidió defraudar a sus acreedores, y para ello pagó fuertes cantidades a un tal señor Cornelius, que sospecho que es él mismo con otro nombre. Aún no he seguido la pista de estos cheques, pero estoy seguro de que el propio Oldacre los cobró en algún pueblo de provincias donde, de cuando en cuando, lleva una doble vida. Se proponía cambiar definitivamente de nombre, recoger el dinero y desaparecer, para iniciar una nueva vida en otra parte. —Parece bastante verosímil. —Debió ocurrírsele que desapareciendo se libraba para siempre de sus acreedores y, al mismo tiempo, podría disfrutar de una cumplida y demoledora venganza contra su antigua novia, si conseguía dar la impresión de que el hijo de esta lo había asesinado. Como canallada, era una obra maestra y la ha llevado a cabo como un auténtico maestro. La idea del testamento, que aportaría un móvil convincente para el crimen, la visita secreta sin que los padres lo supieran, el escamoteo del bastón, la sangre, los restos de animales y los botones encontrados entre las cenizas… todo ha sido admirable. Pero le ha faltado el don supremo del artista, el de saber cuándo hay que pararse. Quiso mejorar lo que ya era perfecto, estrechar aún más el lazo en torno al cuello de su desgraciada víctima… y lo echó todo a perder. Bajemos, Lestrade, hay una o dos preguntas que me gustaría hacerle a ese tipo. La maligna criatura estaba sentada en su propia sala, con un policía a cada lado. —Era una broma, señor, nada más que una broma —gemía sin cesar—. Le aseguro, señor, que me escondí solo para ver qué efecto producía mi desaparición, y estoy seguro de que no cometerá usted la injusticia de imaginar que yo habría permitido que le ocurriese nada malo al pobre joven McFarlane. —Eso lo decidirá el jurado —dijo Lestrade—. En cualquier caso, vamos a detenerlo bajo la acusación de conspiración, si es que no le acusamos de asesinato frustrado. —Y es muy probable que se encuentre con que sus acreedores embargan la cuenta bancaria del señor Cornelius —dijo Holmes. El hombrecillo dio un respingo y clavó sus malignos ojos en mi amigo. —Tengo mucho que agradecerle —dijo—. Puede que algún día ajustemos cuentas. Holmes sonrió con aire indulgente. —Me temo que durante unos cuantos años va a estar muy ocupado —dijo—. Por cierto, ¿qué es lo que metió en la pila de madera, junto a sus pantalones viejos? ¿Un perro muerto, conejos o qué? ¿No quiere decirlo? ¡Vaya por Dios, qué poco amable es usted! En fin, me atrevería a decir que con un par de conejos bastaría para explicar la sangre y los restos calcinados. Si alguna vez escribe usted un pequeño relato de esto, Watson, puede apañarse con los conejos. LA AVENTURA DE LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINGTON En la tercera semana de noviembre del año 1895, una densa niebla amarillenta cayó sobre Londres. Creo que desde el lunes hasta el jueves no pudimos ni distinguir desde nuestras ventanas de Baker Street la silueta de las casas de enfrente. El primer día, Holmes se lo pasó poniendo al corriente el índice de su voluminoso álbum de recortes. El segundo y el tercero los dedicó pacientemente a un tema al que se había aficionado hacía poco: la música de la Edad Media. Pero el cuarto día, cuando al levantarnos de la mesa del desayuno volvimos a contemplar el espeso remolino pardusco girando y condensándose en gotitas grasientas en los cristales de las ventanas, el carácter impaciente y activo de mi compañero ya no pudo aguantar más aquella monótona existencia. Se puso a pasear incesantemente por nuestro cuarto de estar, en un frenesí de energía reprimida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles y renegando de la inactividad. —¿No hay nada interesante en el periódico, Watson? —preguntó. Yo sabía muy bien que, para Holmes, «interesante» quería decir «crimen misterioso». El periódico traía noticias de una revolución, una posible guerra y un inminente cambio de gobierno; pero aquellos asuntos no encerraban ningún interés para mi compañero. En cuanto a delitos, no encontré nada que no fuera vulgar e intrascendente. Holmes refunfuñó y reanudó sus incesantes paseos. —No cabe duda: los delincuentes de Londres son unos pelmazos —dijo con la voz lastimera de un cazador que no ha logrado cobrar ni una pieza—. Mire por esta ventana, Watson. Fíjese en lo borrosas que se ven las figuras, cómo aparecen por un momento y vuelven a perderse en el banco de niebla. Cualquier ladrón o asesino podría recorrer Londres en un día así como el tigre recorre la jungla, sin dejarse ver hasta que ataca, y aun entonces sin que lo vea nadie más que su víctima. —Ha habido bastantes robos pequeños —dije yo. Holmes soltó un bufido de desprecio. —Este grandioso y sombrío escenario está montado para algo más digno —dijo—. Es una suerte para esta comunidad que yo no sea un criminal. —¡Desde luego que sí! —dije yo de todo corazón. —Suponga usted que yo fuera Brooks, o Woodhouse, o cualquiera de los cincuenta hombres que tienen buenos motivos para liquidarme. ¿Cuánto tiempo podría yo sobrevivir a mi propia persecución? Una llamada, una falsa cita, y todo habría terminado. Menos mal que no tienen días de niebla en los países latinos, los países donde hay verdaderos asesinos. ¡Por Júpiter! ¡Por fin llega algo a romper esta mortal monotonía! Se trataba de la doncella, que traía un telegrama. Holmes lo abrió y estalló en carcajadas. —¡Vaya, vaya! ¿Qué le parece? —dijo—. Mi hermano Mycroft viene a visitarme. —¿Y eso qué tiene de extraño? —¿Qué tiene de extraño? Es como si se encontrase usted un tranvía en un camino rural. Mycroft tiene sus raíles y no se sale de ellos. El apartamento de Pall Mall, el Club Diógenes, Whitehall… Ese es su circuito. Una vez, y solo una, ha venido a esta casa. ¿Qué catástrofe le puede haber hecho descarrilar? —¿No lo explica? Holmes me pasó el telegrama de su hermano: Tengo que verte por lo de Cadogan West. Voy inmediatamente. Mycroft —¿Cadogan West? Ese nombre me suena. —A mí no me dice nada. Pero eso de que Mycroft se desvíe de su camino de esta manera… es como si un planeta se saliera de su órbita. Por cierto, ¿sabe usted a qué se dedica Mycroft? Yo recordaba vagamente la explicación que me había dado en los tiempos de la aventura del intérprete griego. —Me dijo usted que desempeñaba un pequeño cargo en algún departamento del Gobierno. Holmes rió por lo bajo. —En aquellos tiempos, yo no le conocía a usted como le conozco ahora. Y hay que ser discreto cuando se habla de altas cuestiones de Estado. Acierta usted al pensar que trabaja para el Gobierno británico. Y en cierto sentido, también acertaría si dijese que, de vez en cuando, él es el Gobierno británico. —¡Pero Holmes! —Ya me imaginé que eso le sorprendería. Mycroft gana cuatrocientas cincuenta libras al año, sigue siendo un subalterno, no tiene ambiciones de ninguna clase, no aceptaría ni honores ni títulos, pero sigue siendo el hombre más indispensable del país. —¿Cómo es eso? —Bueno, ocupa un puesto único, que él mismo se ha creado. Nunca ha existido nada parecido antes, ni volverá a haberlo. Posee el cerebro más claro y más ordenado del mundo, con la mayor capacidad para almacenar datos. Las mismas facultades que yo he aplicado a la investigación del crimen, él las dedica a esta actividad especial suya. Por sus manos pasan las conclusiones de todos los ministerios, y él es la oficina central de cambio, la cámara de compensación que hace el balance. Todos los demás son especialistas, pero la especialidad de Mycroft es saberlo todo. Supongamos que un ministro necesita información sobre un asunto en el que están implicados la Marina, la India, Canadá y el precio relativo del oro y la plata. Podría pedir informes de cada cuestión por separado a distintos departamentos, pero solo Mycroft es capaz de relacionarlos todos y decir a primera vista de qué forma influirá cada factor en los demás. Empezaron utilizándolo como una especie de atajo, algo que facilitaba las cosas; pero ahora se ha convertido en indispensable. En ese enorme cerebro suyo todo está clasificado y se puede localizar en un instante. En incontables ocasiones, una palabra suya ha decidido la política de la nación. Esa es su vida. No piensa en otra cosa, excepto cuando, a manera de ejercicio intelectual, relaja la tensión cuando yo voy a visitarle y le pido consejo acerca de uno de mis pequeños problemas. Pero hoy Júpiter desciende del Olimpo. ¿Qué diablos puede significar eso? ¿Quién es Cadogan West y qué representa para Mycroft? —¡Ya lo tengo! —exclamé, zambulléndome en el montón de periódicos que había sobre el sofá—. ¡Sí, sí, eso es, aquí está! ¡Cadogan West era el joven que encontraron muerto en el Metro el martes por la mañana! Holmes se irguió en su asiento, con expresión atenta y la pipa a mitad de camino de la boca. —Esto tiene que ser grave, Watson. Una muerte capaz de lograr que mi hermano altere sus hábitos no puede ser una muerte cualquiera. ¿Qué tendrá él que ver con eso? Si mal no recuerdo, era un asunto completamente vulgar. Al parecer, el joven se cayó del tren y se mató. No le habían robado y no existían motivos para sospechar que se tratase de un atentado. ¿No es así? —Ha habido una investigación —dije yo— y han salido a la luz muchos datos nuevos. Si se mira con más atención, yo diría que se trata de un caso curioso. —A juzgar por el efecto que ha tenido en mi hermano, no debe de ser curioso, sino absolutamente extraordinario —volvió a arrellanarse en su butaca—. Bien, Watson, oigamos los datos. —El tipo se llamaba Arthur Cadogan West. Veintisiete años, soltero y funcionario del arsenal de Woolwich. —Funcionario del Gobierno. He aquí la conexión con el hermano Mycroft. —Se marchó de Woolwich súbitamente el lunes por la noche. La última persona que lo vio fue su prometida, la señorita Violet Westbury, a la que abandonó bruscamente en medio de la niebla a eso de las siete y media de la noche. No habían discutido y la chica no encuentra explicación para su conducta. Lo siguiente que se supo de él fue que un peón de ferrocarril apellidado Masón había encontrado su cadáver a la salida de la estación de Metro de Aldgate. —¿A qué hora? —El cadáver se encontró a las seis de la mañana del martes. Estaba caído a cierta distancia de los raíles, a la izquierda de la vía en dirección Este, bastante cerca de la estación, justo donde la vía sale del túnel. Tenía la cabeza destrozada, una herida que bien pudo deberse a haber caído del tren. Solo así se explica que se encontrara su cuerpo en aquel lugar. Si lo hubieran llevado hasta allí desde una calle próxima, habrían tenido que cruzar las barreras de la estación, donde siempre hay un cobrador de servicio. De esto parece que están muy seguros. —Muy bien. El caso es bastante concreto. El hombre, vivo o muerto, se cayó o lo tiraron de un tren. Hasta ahí lo veo claro. Prosiga. —Los trenes que corren por la vía junto a la que se encontró el cadáver van de Oeste a Este; algunos son exclusivamente urbanos y otros vienen de Willesden y otros empalmes de la periferia. Se puede dar por seguro que el joven encontró la muerte cuando iba viajando en esa dirección a una hora avanzada de la noche, pero resulta imposible determinar en qué estación subió al tren. —Eso se tendría que saber por el billete. —No llevaba ningún billete en los bolsillos. —¡Que no llevaba billete! ¡Caramba, Watson, esto sí que es raro! Según mi experiencia personal, es imposible llegar a un andén del Metro sin enseñar el billete. Así que debemos suponer que el joven tenía uno. ¿Se lo quitaron para que no se supiese en qué estación había subido? Es posible. ¿Se le caería en el vagón? También es posible. Pero el detalle es curioso e interesante. Creo haber oído que no había señales de robo. —Al parecer, no. Aquí viene una lista de lo que llevaba encima. En su cartera había dos libras y quince chelines. Llevaba además un talonario de cheques de la sucursal de Woolwich del Capital and Counties Bank. Gracias a eso se le ha podido identificar. También tenía dos entradas de entresuelo para el Teatro Woolwich, con fecha de esa misma noche. Y también un paquetito de documentos técnicos. Holmes soltó una exclamación de satisfacción. —¡Ahí lo tenemos por fin, Watson! Funcionario del Gobierno… Arsenal de Woolwich… Documentos técnicos… Mi hermano Mycroft. La cadena está completa. Pero, si no me equivoco, aquí llega él en persona para explicárnoslo. Un momento después, la figura alta y solemne de Mycroft Holmes penetraba en la habitación. El cuerpo, macizo y voluminoso, daba una cierta impresión de torpeza física, pero sobre aquella pesada estructura se alzaba una cabeza de frente tan señorial, de ojos grises tan vivos y penetrantes, de labios tan firmes y con una gama expresiva tan sutil, que desde la primera mirada se olvidaba uno de la tosquedad del cuerpo y se fijaba tan solo en el poderío de la mente. Siguiéndole los pasos entró nuestro viejo amigo Lestrade, de Scotland Yard, delgado y austero. La expresión seria de ambos rostros anticipaba una empresa de suma gravedad. El inspector nos estrechó las manos sin pronunciar palabra. Mycroft Holmes se quitó el abrigo con ciertas dificultades y se dejó caer en una butaca. —Un asunto de lo más irritante, Sherlock —dijo—. Me disgusta enormemente alterar mis hábitos, pero los altos poderes no aceptaban una negativa. Tal como están las cosas en Siam, no conviene nada que yo me aleje de mi despacho. Pero esta es una auténtica crisis. Jamás había visto tan alterado al primer ministro. Y en cuanto al Almirantazgo… está zumbando como una colmena volcada. ¿Has leído las noticias del caso? —Sí, acabamos de hacerlo. ¿Qué eran esos documentos técnicos? —¡Ahí está la cuestión! Afortunadamente, no se ha divulgado. De haberlo hecho, la Prensa habría armado un verdadero escándalo. Los papeles que ese desdichado joven llevaba en los bolsillos eran los planos del submarino Bruce-Partington. Mycroft Holmes dijo esto con una solemnidad que indicaba bien a las claras la importancia que le concedía al tema. Su hermano y yo permanecimos a la expectativa. —Supongo que habrás oído hablar de ello. Creía que todo el mundo lo conocía. —Solo de nombre. —Bueno, pues su importancia no puede ser mayor. Ha sido el secreto más celosamente guardado de todos los secretos del Gobierno. Puedes creerme cuando te digo que, dentro del radio de acción de un submarino Bruce-Partington, toda operación de guerra naval resulta imposible. Hace dos años se coló en los Presupuestos del Estado una elevada suma, que se destinó a la adquisición del monopolio del invento. No se ha reparado en medios para mantener el secreto. Los planos, que son sumamente complicados, incluyen unas treinta patentes diferentes, todas ellas imprescindibles para que funcione el conjunto, y se guardan en una caja fuerte último modelo, en una oficina de seguridad situada junto al arsenal y dotada de puertas y ventanas a prueba de ladrones. Bajo ninguna circunstancia debían sacarse los planos de esta oficina. Si el jefe de construcciones de la Marina deseaba verlos, tenía que desplazarse hasta la oficina de Woolwich. Y sin embargo, nos los encontramos en los bolsillos de un funcionario de segunda que aparece muerto en el centro de Londres. Desde un punto de vista oficial, es sencillamente espantoso. —Pero los habéis recuperado. —¡No, Sherlock, no! Eso es lo malo. No los hemos recuperado. Se sacaron de Woolwich diez documentos. Siete de ellos estaban en los bolsillos de Cadogan West, pero los tres más importantes faltaban…, los habían robado, habían desaparecido… Tienes que dejarlo todo, Sherlock. Olvídate de tus habituales misterios policiales sin importancia. ¿Por qué se llevó Cadogan West los documentos, dónde están los que faltan, cómo llegó su cuerpo al lugar donde lo encontramos, cómo se puede enderezar este entuerto? Encuentra la respuesta a todas estas preguntas, y habrás prestado un gran servicio a tu país. —¿Por qué no lo resuelves tú mismo, Mycroft? Tú tienes tan buena vista como yo. —Es posible, Sherlock. Pero la cuestión es reunir datos. Dame los datos y yo, sin moverme de mi sillón, te daré una excelente opinión de experto. Pero eso de ir corriendo de aquí para allá, interrogando a guardas del ferrocarril y arrastrándome por los suelos con una lupa delante de los ojos, no es para mí. No, tú eres el único que puede aclarar el asunto. Si te apetece ver tu nombre en la próxima lista de honores… Mi amigo sonrió y negó con la cabeza. —Yo juego por puro amor al juego —dijo—. Pero, desde luego, el problema presenta ciertos detalles de interés, y tendré mucho gusto en echarle un vistazo. Más datos, por favor. —He apuntado los más esenciales en esta hoja de papel, junto con unas cuantas direcciones que pueden resultarte útiles. El custodio oficial de los planos es el famoso experto del Gobierno Sir James Walter, cuyas condecoraciones y títulos llenan dos líneas de un libro de consulta. Le han salido canas trabajando para el Estado, es un caballero, bien recibido en las casas más importantes y, sobre todo, es un hombre cuyo patriotismo está por encima de toda sospecha. Es una de las dos personas que tienen una llave de la caja fuerte. Puedo añadir que estamos seguros de que los papeles estaban aún en la oficina durante las horas de trabajo del lunes, y que Sir James se marchó a Londres a eso de las tres, llevándose la llave. Durante toda la tarde en la que ocurrió el incidente, estuvo en Barclay Square, en casa del almirante Sinclair. —¿Se ha comprobado todo eso? —Sí. Su hermano, el coronel Valentine Walter, ha corroborado su salida de Woolwich, y el almirante Sinclair su llegada a Londres. Así, pues, Sir James deja de ser un factor directo en el problema. —¿Quién es el otro que tiene la llave? —El delineante oficial, Sidney Johnson. Es un hombre de cuarenta años, casado, con cinco hijos. Un tipo callado y huraño, pero que, en conjunto, posee un excelente historial en el servicio civil. No cae bien a sus compañeros, pero es muy trabajador. Según su propia declaración, corroborada solo por la palabra de su esposa, estuvo en su casa toda la tarde del lunes, desde que salió del trabajo, y su llave no se separó ni por un instante de la cadena de reloj en la que está colgada. —Háblanos de Cadogan West. —Llevaba diez años en el servicio civil, y había hecho un buen trabajo. Tenía reputación de hombre exaltado e impetuoso, pero también recto y honrado. Era el subordinado inmediato a Sidney Johnson. Su tarea le ponía en contacto diario con los planos. Nadie más los manejaba. —¿Quién guardó los planos aquella noche? —Pues Sidney Johnson, el funcionario jefe. —Bien, está perfectamente claro quién se los llevó, puesto que se encontraron en la persona de este funcionario subalterno, Cadogan West. Eso parece definitivo, ¿no? —En efecto, Sherlock; y sin embargo, deja mucho sin explicar. En primer lugar, ¿para qué se los llevó? —Supongo que tendrían un gran valor. —Podría haber sacado varios miles de libras por ellos con toda facilidad. —¿Se te ocurre algún otro motivo para llevarse los planos de Londres, aparte de para venderlos? —Pues no, no se me ocurre. —Entonces, podemos tomar eso como hipótesis de trabajo. El joven West se llevó los planos. Ahora bien, solo pudo hacerlo con una llave falsa. —Varias llaves falsas. Tenía que abrir también la puerta de la calle y la de la oficina. —Muy bien, entonces tenía varias llaves falsas. Se llevó los planos a Londres para vender el secreto, sin duda con la intención de devolverlos a la caja fuerte a la mañana siguiente, antes de que nadie los echase en falta. Y mientras se encontraba en Londres cometiendo su traición, encontró la muerte. —¿Cómo? —Supongamos que regresaba a Woolwich cuando lo mataron y arrojaron su cuerpo del tren. —Aldgate, donde se encontró el cadáver, está mucho más allá de la estación de London Bridge, donde habría tenido que transbordar para llegar a Woolwich. —Se pueden imaginar muchas circunstancias que le hicieran seguir más allá de London Bridge. Por ejemplo, podía ir manteniendo una conversación absorbente con alguna otra persona. Esta conversación degeneró en violencia, y acabó costándole la vida. Es posible que intentara escapar del vagón, y que al hacerlo se cayera a las vías y se matara. El otro cerró la puerta y ya está. Había una niebla tremenda y nadie pudo ver nada. —Con lo que sabemos por ahora, no se me ocurre una explicación mejor; sin embargo, Sherlock, considera todo lo que has pasado por alto. Supongamos, solo por suponer, que el joven Cadogan West hubiera decidido llevar los planos a Londres. Lo lógico es que hubiera concertado una cita con el agente extranjero y que no se comprometiera para ninguna otra cosa aquella noche. En lugar de eso, sacó dos entradas para el teatro, se hizo acompañar por su novia hasta la mitad del camino, y de repente desapareció. —Un truco para despistar —dijo Lestrade, que había estado siguiendo la conversación con cierta impaciencia. —Pues es un truco muy raro. Esa es la objeción número uno. Objeción número dos: supongamos que llega a Londres y se encuentra con el agente extranjero. Tiene que devolver los documentos a la mañana siguiente, o se descubriría su falta. Se llevó diez. Solo se encontraron siete en su bolsillo. ¿Qué sucedió con los otros tres? Es indudable que no se habría desprendido de ellos por su propia voluntad. Y otra cosa: ¿dónde está el pago de su traición? Lo natural sería haber encontrado en sus bolsillos una importante suma de dinero. —Yo lo veo perfectamente claro —intervino Lestrade—. No tengo ninguna duda de lo que ocurrió. Se llevó los planos para venderlos. Se encontró con el agente. No se pusieron de acuerdo en el precio. Se volvió a casa, pero el agente le siguió. En el tren, el agente le asesinó, se apoderó de los documentos más importantes y arrojó el cuerpo a las vías. Eso lo explicaría todo, ¿no creen? —¿Por qué no llevaba billete? —El billete habría indicado la estación más próxima al domicilio del agente, así que este se lo quitó a la víctima del bolsillo. —Muy bien, Lestrade, muy bien —dijo Holmes—. Su teoría se sostiene. Pero, si es cierta, se puede dar el caso por terminado. Por una parte, el traidor ha muerto. Por otra, los planos del submarino Bruce-Partington deben de estar ya en el continente. ¿Qué nos queda por hacer? —¡Actuar, Sherlock, actuar! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie de un salto—. ¡Todos mis instintos se rebelan contra esta explicación! ¡Utiliza tus poderes! ¡Examina la escena del crimen! ¡Habla con las personas relacionadas con el caso! ¡No dejes piedra sin levantar! Jamás en toda tu carrera tuviste una oportunidad semejante de servir a tu país. —Bien, bien —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—. Vamos, Watson. Y usted, Lestrade, ¿podría hacernos el favor de acompañarnos durante una hora o dos? Comenzaremos nuestra investigación con una visita a la estación de Aldgate. Adiós, Mycroft. Te haré llegar un informe antes de la noche, pero te advierto de antemano que no esperes demasiado. Una hora más tarde, Holmes, Lestrade y yo nos encontrábamos en la vía del Metro, en el punto donde esta sale del túnel que conduce a la estación de Aldgate. Un anciano caballero, muy cortés y de rostro colorado, representaba a la compañía del ferrocarril. —Ahí es donde se encontró el cadáver del joven —dijo, señalando un punto situado aproximadamente a un metro de la vía—. No pudo caer desde arriba, porque, como ven, son todo paredes lisas. Por lo tanto, solo pudo caer de un tren, y ese tren, hasta donde nos ha sido posible precisarlo, debió de pasar por aquí hacia la medianoche del lunes. —¿Se han examinado los vagones, en busca de señales de violencia? —No se han encontrado señales de esas, ni tampoco el billete. —¿Tampoco consta que alguna puerta quedara abierta? —Ninguna. —Esta mañana hemos obtenido algunos datos nuevos —dijo Lestrade—. Un pasajero que pasó por Aldgate en un tren metropolitano normal, a eso de las 11,40 de la noche del lunes, ha declarado que oyó un golpe fuerte, como el de un cuerpo al caer a la vía, justo antes de que el tren llegara a la estación. Sin embargo, había una niebla muy espesa y no pudo ver nada. No dijo nada en un primer momento, pero…, pero ¿qué le pasa al señor Holmes? Mi amigo se había quedado inmóvil, con una expresión de tremenda tensión en el rostro, mirando fijamente el punto donde las vías hacían una curva al salir del túnel. Aldgate es una estación de empalme, y había toda una red de agujas. Los ojos penetrantes de Holmes estaban fijos en ellas, y en su rostro inquisitivo y alerta pude advertir esa apretura de los labios, ese temblor de las ventanas de la nariz, y esa concentración de las pobladas cejas, que yo conocía tan bien. —Agujas —murmuró—. Las agujas. —¿Qué pasa con ellas? ¿Qué quiere usted decir? —Supongo que no hay demasiadas agujas en un sistema como este. —No; a decir verdad, hay muy pocas. —Y además, una curva. Agujas y una curva. ¡Por Júpiter! ¡Si solo fuera eso! —¿Qué es, señor Holmes? ¿Ha encontrado una pista? —Una idea…, un indicio, nada más. Pero, desde luego, el caso se va poniendo cada vez más interesante. Sería algo único, completamente único… y sin embargo, ¿por qué no? No veo ninguna señal de sangre en las vías. —Prácticamente, no había. —Pero tengo entendido que la herida era espectacular. —El cráneo estaba aplastado, pero apenas había lesiones externas. —Sin embargo, sería de esperar que hubiera un poco de sangre. ¿Sería posible examinar el tren donde viajaba el pasajero que oyó el ruido de una caída en la niebla? —Me temo que no, señor Holmes. El tren habrá sido ya desmontado, y los vagones redistribuidos. —Puedo asegurarle, señor Holmes, que todos los vagones fueron cuidadosamente inspeccionados —dijo Lestrade—. Yo mismo me encargué de ello. Una de las debilidades más aparentes de mi amigo era su impaciencia con inteligencias menos agudas que la suya. —Es muy probable —dijo, dando media vuelta—, pero resulta que lo que yo quería examinar no eran los vagones. Bien, Watson, aquí no nos queda nada por hacer. Ya no es preciso que le molestemos más, señor Lestrade. Creo que tendremos que proseguir nuestra investigación en Woolwich. En London Bridge, Holmes escribió un telegrama a su hermano y me lo enseñó antes de enviarlo. Decía lo siguiente: Veo algo de luz en la oscuridad, pero es posible que se apague. Mientras tanto, haz el favor de enviarme un mensajero, que me aguarde en Baker Street, con una lista completa de todos los espías extranjeros o agentes internacionales que sepas que están en Inglaterra, con sus direcciones completas. Sherlock —Esto puede sernos útil, Watson —comentó mientras ocupábamos nuestros asientos en el tren de Woolwich—. Desde luego, estamos en deuda con Mycroft por habernos introducido en lo que promete ser un caso verdaderamente notable. Su rostro ansioso seguía presentando aquella expresión de intensa energía, que me indicaba que alguna nueva y sugerente circunstancia había abierto una vía mental estimulante. Piense el lector en un perro de caza holgazaneando en las perreras, con las orejas caídas y la cola flaccida, y compárelo con el mismo perro cuando sigue un rastro reciente, con los ojos llameantes y los músculos en tensión. Aquel mismo cambio había experimentado Holmes desde la mañana. Era un hombre completamente diferente de la lánguida e indolente figura con batín pardo que, pocas horas antes, daba incansables paseos por la habitación rodeada de niebla. —Aquí hay material. Aquí hay posibilidades —dijo—. Qué torpe he sido al no darme cuenta de las posibilidades. —Pues yo aún lo veo oscuro. —El final yo también lo veo oscuro, pero ya he dado con una idea que puede llevarnos muy lejos. El hombre murió en alguna otra parte, y su cuerpo iba en el techo del vagón. —¿En el techo? —Parece raro, ¿verdad? Pero considere los hechos. ¿Es una coincidencia que se encontrara el cadáver precisamente en el punto donde el tren salta y se balancea al tomar la curva y pasar por las agujas? ¿No es justo ahí donde podría esperarse que cayera un objeto posado en el techo de un vagón? Las agujas no habrían afectado a ningún objeto que fuera dentro del vagón. O bien el cadáver cayó del techo, o se produjo una coincidencia muy curiosa. Pero ahora, considere la cuestión de la sangre. Por supuesto, si el cuerpo hubiera sangrado en otra parte, no habría sangre en la vía. Cada uno de estos hechos es sugerente por sí solo. Pero juntos adquieren una fuerza acumulativa. —¡Y también lo del billete! —exclamé. —Exacto. No nos explicábamos la ausencia de billete. Esto lo explicaría. Todo encaja. —Pero, aun suponiendo que ocurriera así, nos encontramos tan lejos de desentrañar el misterio de su muerte como antes. De hecho, la cosa no se simplifica, sino que se complica aún más. —Tal vez —dijo Holmes, pensativo—. Tal vez. Volvió a sumirse en una ensoñación silenciosa, que duró hasta que el tren se detuvo por fin en la estación de Woolwich. Allí llamó un coche de alquiler y sacó del bolsillo el papel que le había dado Mycroft. —Contamos con una buena ronda de visitas para esta tarde —dijo—. Creo que Sir James Walter es el primero que reclama nuestra atención. La casa del famoso funcionario era una hermosa mansión con verdes praderas de césped que se extendían hasta el Támesis. Cuando nos acercábamos a ella, la niebla empezaba a levantarse, dejando penetrar una tenue y diluida luz solar. Un mayordomo atendió nuestra llamada. —¿Sir James, señor? —dijo con expresión solemne—. Sir James falleció esta mañana. —¡Santo cielo! —exclamó Holmes, asombrado—. ¿Cómo ha muerto? —Tal vez quiera usted entrar, señor, y hablar con su hermano, el coronel Valentine. —Sí, tal vez sea lo mejor. Nos hicieron pasar a una sala de estar mal iluminada, a la que acudió al instante un caballero de unos cincuenta años, muy alto, de rostro atractivo y barba rubia, hermano menor del científico fallecido. Su mirada perdida, sus mejillas descoloridas y su cabello revuelto daban testimonio del terrible golpe que se había abatido sobre la familia. Al hablar, apenas podía articular las palabras. —Ha sido este horrible escándalo —dijo—. Mi hermano, Sir James, era muy sensible en lo que afectaba a su honor, y no ha podido sobrevivir a este asunto. Le rompió el corazón. Se sentía tan orgulloso de la eficiencia de su departamento que esto ha representado para él un golpe mortal. —Teníamos la esperanza de que pudiera habernos dado algún dato que nos ayudara a esclarecer el asunto. —Les aseguro que todo esto le parecía tan misterioso como les parece a ustedes, y a todos nosotros. Ya había puesto todos sus conocimientos a disposición de la policía. Naturalmente, no dudaba de que Cadogan West fuera culpable, pero todo lo demás le resultaba inconcebible. —¿No puede usted decirnos nada que arroje alguna luz sobre el asunto? —Yo no sé nada más que lo que he leído u oído. No pretendo ser descortés, pero ya comprenderá usted, señor Holmes, que por el momento nos encontramos muy trastornados, y debo pedirle que abrevie esta entrevista. —Con esto sí que no contaba —dijo mi amigo cuando volvimos al coche—. Me pregunto si murió de muerte natural o si el pobre diablo se suicidó. Y en este último caso, ¿podría interpretarse el suicidio como un castigo que él mismo se impuso por haber faltado a su deber? Tendremos que dejar esta cuestión para más adelante. Y ahora, vamos a ver a la familia de Cadogan West. La desconsolada madre residía en una casa pequeña pero bien cuidada, a las afueras de la población. La pobre anciana estaba demasiado aturdida por el dolor como para sernos de ninguna utilidad, pero a su lado había una joven pálida que se presentó como Violet Westbury, la prometida del muerto y la última persona que lo vio aquella fatídica noche. —No consigo explicármelo, señor Holmes —dijo—. No he pegado ojo desde que ocurrió la tragedia, pensando, pensando y pensando noche y día en cuál puede ser el verdadero significado de todo esto. Arthur era el hombre más sincero, más caballeroso y más patriota del mundo. Se habría cortado la mano derecha antes que vender un secreto de Estado confiado a su cuidado. Es absurdo, imposible, disparatado; se lo dirá cualquiera que le conociera. —Pero los hechos, señorita Westbury… —Sí, sí, reconozco que no les encuentro explicación. —¿Tenía apuros de dinero? —No; sus necesidades eran muy sencillas y su sueldo más que suficiente. Tenía ahorrados unos cientos de libras y nos íbamos a casar en Año Nuevo. —¿No dio señales de nerviosismo? Vamos, señorita Westbury, sea absolutamente sincera con nosotros. La aguda mirada de mi compañero había detectado algún cambio en el comportamiento de la muchacha, que se ruborizó y titubeó un momento. —Sí —dijo por fin—. Me daba la sensación de que algo le tenía preocupado. —¿Desde hacía mucho tiempo? —Solo durante la última semana. Se le veía pensativo y preocupado. Una vez la pregunté qué le pasaba y acabó reconociendo que ocurría algo, y que estaba relacionado con su trabajo. «Es demasiado grave y no puedo hablar de ello, ni siquiera contigo», me dijo. Y no pude sacarle más. Holmes adoptó una expresión severa. —Siga, señorita Westbury. Siga, aunque le parezca que lo está perjudicando. No podemos saber adonde nos puede llevar esto. —La verdad es que no tengo nada más que decir. En una o dos ocasiones me pareció que estaba a punto de decirme algo. Una noche me habló de la importancia del secreto, y recuerdo vagamente que comentó que los espías extranjeros pagarían fuertes sumas por él. La expresión de mi amigo se volvió aún más severa. —¿Algo más? —Me dijo que éramos muy negligentes en ese aspecto…, que a un traidor le resultaría fácil hacerse con los planos. —Esa clase de comentarios ¿solo los hacía recientemente? —Sí, muy recientemente. —Háblenos ahora de la última noche. —Íbamos a ir al teatro. Había una niebla tan espesa que los coches no podían circular, así que fuimos andando y pasamos cerca de la oficina. Y de pronto, se lanzó como una flecha y se perdió en la niebla. —¿Sin decir nada? —Soltó una exclamación y eso fue todo. Me quedé esperando, pero no regresó. Al final, me volví a casa. A la mañana siguiente, después de abrir la oficina, vinieron a preguntar por él. A eso de las doce, nos enteramos de la horrible noticia. ¡Oh, señor Holmes, si usted pudiera salvar su honor, nada más que eso! ¡Significaba tanto para él! Holmes meneó la cabeza con gesto triste. —Vamos, Watson —dijo—. Nos queda mucho que hacer. Nuestra siguiente parada será la oficina donde se robaron los planos. —Las cosas ya estaban bastante feas para este joven, pero nuestras investigaciones las han puesto peor —comentó mientras el coche echaba a rodar—. Su inminente boda proporciona un móvil para el delito. Como es natural, necesitaba dinero. La idea le rondaba por la cabeza, como demuestra el que hablara del asunto. Estuvo a punto de convertir a la chica en cómplice de su traición al revelarle sus planes. Un asunto muy feo. —Pero, Holmes, ¿no cree que eso no cuadra con su carácter? Y por otra parte, ¿qué es eso de dejar plantada a la chica en mitad de la calle y salir disparado a cometer un delito? —Exacto. Son objeciones muy válidas. Pero se enfrentan a una evidencia formidable. El señor Sidney Johnson, funcionario jefe, nos recibió en la oficina, acogiéndonos con el habitual respeto que la tarjeta de Holmes imponía invariablemente. Era un hombre delgado y maduro, con gafas, y de modales ásperos; la tensión nerviosa a la que estaba sometido le tenía macilento, ojeroso y con las manos temblorosas. —¡Es terrible, señor Holmes, temblé! ¿Se ha enterado usted de la muerte del jefe? —Ahora mismo venimos de su casa. —Todo está hecho un desastre. El jefe muerto, Cadogan West muerto, los documentos robados. Y sin embargo, cuando cerramos las puertas el lunes por la tarde, esta era una oficina tan eficiente como la que más. ¡Dios mío, Dios mío, es espantoso pensar en ello! ¡Pensar que West, precisamente él, haya hecho una cosa semejante! —Entonces, ¿está usted seguro de su culpabilidad? —No veo otra explicación posible. Y sin embargo, yo confiaba tanto en él como en mí mismo. —¿A qué hora se cerró la oficina el lunes? —A las cinco. —¿La cerró usted mismo? —Siempre soy el último en salir. —¿Dónde estaban los planos? —En esa caja fuerte. Yo mismo los guardé. —¿No queda ningún vigilante en el edificio? —Sí que lo hay, pero también tiene que vigilar otros departamentos. Es un veterano del ejército, y hombre de absoluta confianza. No vio nada. Claro que la niebla era muy espesa esa noche. —Supongamos que Cadogan West deseara penetrar en el edificio después del cierre. Habría necesitado tres llaves para llegar hasta los planos, ¿no es así? —Pues sí. La llave de la puerta de la calle, la de la oficina y la de la caja fuerte. —¿Y solo Sir James Walter y usted tenían copia de esas llaves? —Yo no tengo llave de las puertas; solo de la caja. —¿Era Sir James persona de costumbres ordenadas? —Yo diría que sí. Por lo que yo sé, guardaba esas tres llaves en el mismo llavero. Las he visto muchas veces. —¿Y se llevaba siempre el llavero a Londres? —Eso decía. —¿Y usted nunca se separó de su llave? —Nunca. —En tal caso, West, si es que fue él el culpable, tenía que poseer una copia. Y sin embargo, no se encontró ninguna en el cadáver. Y otra cosa más: si algún funcionario de esta oficina quisiera vender los planos, ¿no le resultaría mucho más sencillo copiarlos él mismo, en lugar de llevarse los originales, que es lo que hicieron? —Se habrían necesitado amplios conocimientos técnicos para copiar los planos correctamente. —Pero supongo que tanto Sir James, como usted, como West, poseían dichos conocimientos técnicos. —No le digo que no, pero le ruego que no trate de involucrarme en el asunto, señor Holmes. ¿Qué sentido tiene que sigamos con estas especulaciones, cuando lo cierto es que se encontraron los planos originales en poder de West? —Bueno, es que resulta verdaderamente extraño que corriera el riesgo de llevarse los originales, cuando podía haber hecho copias, que le habrían servido igual y no habrían representado ningún peligro. —Es extraño, desde luego…, y sin embargo, eso hizo. —Todas las averiguaciones que vamos haciendo en este caso revelan algo inexplicable. Vamos a ver: todavía faltan tres documentos. Y tengo entendido que son los más importantes. —Sí, señor, así es. —¿Quiere usted decir que cualquiera que posea esos tres planos, aun sin los siete restantes, podría construir un submarino Bruce-Partington? —Ya presenté un informe al Almirantazgo en ese sentido. Pero hoy he estado repasando de nuevo los planos, y ya no estoy tan seguro. Las válvulas dobles con ranuras de ajuste automático están en uno de los planos que nos han sido devueltos. Y a menos que los extranjeros hayan inventado lo mismo por su cuenta, no les sería posible construir el submarino. Aunque, claro, no tardarían mucho en resolver esa dificultad. —¿Pero los tres planos desaparecidos siguen siendo los más importantes? —Sin duda alguna. —Con su permiso, creo que voy a echar un vistazo por las oficinas. Me parece que ya no tengo que hacerle ninguna pregunta más. Holmes examinó la cerradura de la caja fuerte, la puerta de la oficina y, por último, los postigos de hierro de la ventana. Pero no dio muestras de especial interés hasta que salimos al césped del jardín. Junto a la ventana había un arbusto de laurel, y varias de sus ramas presentaban señales de haber sido dobladas o partidas. Holmes las examinó cuidadosamente con su lupa, y lo mismo hizo con algunas huellas borrosas y confusas que se veían en la tierra. Por último, pidió al funcionario que cerrara los postigos de hierro y me hizo notar que no llegaban a juntarse en el centro, por lo que cualquiera podría ver desde fuera lo que ocurría en la habitación. —Todas las huellas se han echado a perder con este retraso de tres días. Puede que significaran algo o puede que no. Bien, Watson, no creo que Woolwich dé más de sí. Poca cosecha hemos recogido. Veamos si se nos da mejor en Londres. Sin embargo, todavía añadimos una gavilla más a nuestra cosecha antes de dejar la estación de Woolwich. El empleado de la taquilla declaró muy convencido que había visto a Cadogan West —a quien conocía bien de vista— el lunes por la noche, y que había partido hacia Londres en el tren de las 8,15 con destino a London Bridge. Iba solo, y sacó un billete de tercera clase. Al taquillero le había llamado la atención su actitud nerviosa y excitada. Temblaba de tal manera que no conseguía recoger el cambio, y el taquillero había tenido que ayudarle. Una consulta al horario de trenes reveló que el de las 8,15 era el primer tren que West pudo haber tomado después de dejar plantada a su novia a eso de las siete y media. —Reconstruyamos los hechos, Watson —dijo Holmes, tras media hora de silencio—. No creo que en todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos nos hayamos encontrado nunca con un caso más difícil de penetrar. A cada paso que avanzamos nos encontramos con un obstáculo nuevo. Y sin embargo, no cabe duda de que hemos hecho un progreso apreciable. »En líneas generales, los resultados de nuestras averiguaciones en Woolwich apuntan contra el joven Cadogan West; pero las huellas de la ventana podrían prestarse a una hipótesis más favorable. Supongamos, por ejemplo, que le hubiese abordado algún agente extranjero. El acercamiento podría haberse producido en circunstancias tales que le impidieran hablar del asunto, pero aun así pudo afectarle lo suficiente como para hacer los comentarios que le hizo a su novia. Muy bien. Supongamos ahora que, cuando iba al teatro con la chica, vio de repente a este mismo agente dirigiéndose hacia la oficina. Era un hombre impetuoso y de decisiones rápidas. Su deber estaba por encima de todo. Siguió al hombre, llegó a la ventana, presenció el robo de los documentos y persiguió al ladrón. Esto resolvería la objeción de que nadie se llevaría los originales pudiendo hacer copias. Si el ladrón venía de fuera, no tenía más remedio que llevarse los originales. Hasta ahora, todo encaja. —¿Qué viene a continuación? —A continuación, empiezan las dificultades. Lo lógico sería pensar que, en semejante situación, lo primero que haría el joven Cadogan West sería agarrar al ladrón y dar la alarma. ¿Por qué no lo hizo? ¿Cabe la posibilidad de que quien se llevó los papeles fuera un funcionario de rango superior? Eso explicaría la conducta de West. ¿O tal vez el jefe le dio esquinazo en la niebla y West se dirigió inmediatamente a Londres, con la intención de llegar antes que él a su casa, eso suponiendo que supiera dónde estaba la casa del jefe? La situación debió de ser muy apremiante, en vista de cómo dejó a su novia plantada en medio de la niebla, sin hacer luego ningún intento de comunicarse con ella. Aquí se enfría el rastro, y queda un enorme vacío entre cualquiera de estas hipótesis y la colocación del cadáver de West, con siete planos en su bolsillo, sobre el techo de un tren del Metro. Mi instinto me dice que empecemos a trabajar por el otro extremo. Si Mycroft nos ha proporcionado la lista de direcciones, quizá logremos localizar a nuestro hombre y podamos seguir dos pistas, en lugar de una. Efectivamente, en Baker Street nos esperaba una carta. Un mensajero del Gobierno la había traído con toda urgencia. Holmes le echó un vistazo y me la pasó. Hay mucha gente de poca monta, y solo unos pocos son capaces de manejar un asunto tan gordo. Los únicos que vale la pena considerar son: Adolph Meyer, 13 Great George Street, Westminster; Louis La Rothière, Campden Mansions, Notting Hill; y Hugo Oberstein, 13 Caulfield Gardens, Kensington. Sabemos que este último estaba en Londres el lunes, y ahora parece que se ha largado. Me alegro de saber que ves algo de luz. El Consejo de Ministros aguarda tu informe definitivo con la máxima ansiedad. Han llegado llamamientos apremiantes de las más altas esferas. En caso necesario, puedes contar con el respaldo de todas las fuerzas del Estado. Mycroft —Me temo —dijo Holmes sonriendo— que ni todos los caballos y todos los hombres de la Reina nos servirán de nada en este asunto —había desplegado su gran mapa de Londres y lo estudiaba ansiosamente. De pronto, soltó una exclamación de satisfacción—: Vaya, vaya, parece que por fin las cosas empiezan a marchar en buena dirección. Sí, Watson, creo sinceramente que, después de todo, vamos a salirnos con la nuestra —me dio una palmada en el hombro con un súbito ataque de hilaridad—. Voy a salir. Se trata de un simple reconocimiento. No haría nada importante sin tener a mi lado a mi fiel camarada y biógrafo. Quédese aquí, y lo más probable es que volvamos a vernos dentro de una o dos horas. Si se aburre, coja papel y pluma y empiece a escribir el relato de cómo salvé al Estado. Sentí que parte de su optimismo se me contagiaba, porque sabía muy bien que Holmes no se apartaría tan radicalmente de su habitual austeridad de conducta a menos que tuviera buenas razones para mostrarse jubiloso. Estuve aguardando su regreso toda la larga tarde de noviembre, consumido de impaciencia. Por fin, poco después de las nueve, llegó un mensajero con una nota: Estoy cenando en el Restaurante Goldini, en Gloucester Road, Kensington. Haga el favor de venir en seguida. Traiga una palanqueta, una linterna sorda 7, un cincel y un revólver. S. H. Era un bonito instrumental para que lo llevara un ciudadano respetable por las calles envueltas en la niebla. Lo disimulé lo mejor que pude bajo mi abrigo y me hice conducir directamente a la dirección indicada. Allí encontré a mi amigo, sentado ante una mesita redonda, cerca de la puerta del chillón restaurante italiano. —¿Ha comido algo? Pues tómese conmigo un café y un curasao. Y pruebe uno de los cigarros de la casa. No son tan venenosos como se podría pensar. ¿Ha traído las herramientas? —Las llevo aquí, en el abrigo. —Excelente. Permítame que le haga un breve resumen de lo que he hecho y le dé algunas indicaciones de lo que vamos a hacer. A estas alturas, Watson, supongo que le resultará evidente que el cadáver de ese joven fue colocado sobre el techo del tren. Eso quedó claro desde el momento en que demostré que tenía que haber caído del techo, y no del interior de un vagón. —¿No podrían haberlo dejado caer desde un puente? —Yo diría que eso es imposible. Si examina usted los techos de los vagones, verá que son ligeramente redondeados y sin ningún tipo de barandilla en los bordes. Así pues, podemos dar por seguro que el joven Cadogan West fue colocado en el techo. —¿Y cómo pudieron colocarlo allí? —Esa es la cuestión que teníamos que resolver. Solo existe una manera posible. Ya sabe usted que el Metro sale de los túneles en algunas partes del West End. Recuerdo vagamente que en algunos trayectos he visto ventanas justo por encima de mi cabeza. Ahora bien, suponga que un tren se detiene bajo una de esas ventanas. ¿Qué dificultad habría para colocar un cadáver sobre el techo? —Me parece de lo más improbable. —Una vez más, debemos recurrir al viejo axioma de que, cuando todas las demás posibilidades fallan, la que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser verdadera. Y aquí todas las demás posibilidades han fallado. Cuando descubrí que ese importante agente internacional, que precisamente acaba de marcharse de Londres, vivía en una de las casas que dan a la vía, sentí tal alegría que usted se quedó un poco sorprendido por mi súbita frivolidad. —Oh, así que fue eso. —Sí, eso fue. El señor Hugo Oberstein, con domicilio en el número 13 de Caulfield Gardens, se había convertido en mi objetivo. Inicié mis operaciones en la estación de Gloucester Road, donde un empleado muy servicial me acompañó en un recorrido por la vía y me permitió comprobar no solo que las ventanas traseras de Caulfield Gardens dan a la vía, sino un detalle aún más importante: que, debido a un cruce con una línea ferroviaria interurbana, los trenes del Metro tienen que detenerse allí con frecuencia durante unos minutos. —¡Estupendo, Holmes! ¡Ya lo tiene! —Calma, Watson, calma. Vamos avanzando, pero la meta aún está lejos. Bien, después de haber visto la parte posterior de Caulfield Gardens, examiné la parte anterior, y comprobé que, efectivamente, el pájaro había volado. La casa es bastante grande y, por lo que pude apreciar, las habitaciones del piso alto están sin amueblar. Oberstein vivía allí con un criado, que probablemente era un cómplice de toda su confianza. Debemos tener presente que Oberstein ha ido al continente para poner en venta su botín, pero no con la intención de escapar, ya que no tiene motivos para temer que le detengan; y desde luego, jamás se le pasaría por la cabeza la idea de que un aficionado pudiera hacer una visita a su domicilio. Sin embargo, eso es precisamente lo que vamos a hacer. —¿No podríamos conseguir una orden de registro y hacerlo de manera legal? —Sería difícil con las pruebas de que disponemos. —¿Y qué vamos a sacar con eso? —Quién sabe la correspondencia que podemos encontrar allí. —No me gusta, Holmes. —Querido amigo, usted se quedará vigilando en la calle. Yo me encargaré de la parte delictiva. No es momento de andarse con escrúpulos. Acuérdese de la nota de Mycroft, del Almirantazgo, el Consejo de Ministros, las altas esferas que aguardan noticias. No nos queda más remedio que ir. A modo de respuesta, me levanté de la mesa. —Tiene usted razón, Holmes. No nos queda más remedio que ir. Él se levantó de un salto y me estrechó la mano. —Sabía que no se acobardaría en el último momento —dijo, y por un instante vi algo en sus ojos que fue lo más parecido a la ternura que jamás he visto en ellos. Al instante siguiente, había vuelto a ser la persona dominante y práctica de siempre. —Hay casi una milla de camino, pero no tenemos prisa. Podemos ir andando —dijo—. Procure que no se le caigan las herramientas, por favor. Sería una complicación de lo más lamentable que lo detuvieran como elemento sospechoso. Caulfield Gardens era una de esas calles formadas por hileras de casas de fachada plana, con pórticos y columnas, que constituyen uno de los productos más destacados del periodo Victoriano medio en el West End de Londres. En la casa de al lado parecía que hubiese una fiesta de niños, porque el alegre clamor de voces juveniles y el estruendo de un piano llenaban el aire de la noche. La niebla seguía envolviéndolo todo y nos cubría con su manto protector. Holmes había encendido su linterna e iluminaba con ella la maciza puerta. —No es asunto fácil —dijo—. No solo está cerrada con llave, sino que además tiene echado el cerrojo. Quizás nos vaya mejor en la entrada del sótano. Hay un arco excelente para esconderse si a algún policía demasiado puntilloso le diera por entrometerse. Écheme una mano, Watson, y yo se la echaré a usted. Un instante después nos encontrábamos en la entrada del sótano. Apenas habíamos llegado a la parte oscura cuando oímos los pasos de un policía en la niebla. Cuando su pausado ritmo se perdió en la distancia, Holmes se puso a trabajar en la puerta. Lo vi inclinarse y hacer fuerza hasta que la puerta se abrió con un chasquido seco. Nos introdujimos de un salto en el oscuro pasillo, cerrando la puerta a nuestras espaldas. Holmes abrió la marcha por la escalera sin alfombrar. El pequeño abanico de luz amarillenta de su linterna iluminó una ventana baja. —Hemos llegado, Watson. Tiene que ser esta. Abrió la ventana, y al hacerlo oímos un rumor sordo y áspero, que fue aumentando de volumen hasta convertirse en el estruendoso rugido de un tren que pasaba en la oscuridad. Holmes paseó la luz de su linterna por el alféizar de la ventana. Estaba cubierto por una espesa capa de hollín de las locomotoras que pasaban, pero la negra superficie estaba como frotada en algunos lugares. —¿Ve usted dónde apoyaron el cadáver? ¡Caramba, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de que es una mancha de sangre —estaba señalando una ligera manchita de color en el marco de madera de la ventana—. Aquí hay otra, en la piedra de la escalera. Comprobación terminada. Aguardemos aquí hasta que se pare un tren. No tuvimos que esperar mucho. El siguiente tren salió rugiendo del túnel, como el anterior, pero empezó a aminorar la marcha en cuanto estuvo al aire libre, y por fin, con un rechinar de frenos, se detuvo justo debajo de nosotros. No habría ni un metro de distancia desde el alféizar de la ventana al techo del vagón más próximo. Holmes cerró con suavidad la ventana. —Hasta aquí, se confirma nuestra teoría —dijo—. ¿Qué le parece, Watson? —Una obra maestra. Jamás brilló usted a mayor altura. —En eso no puedo estar de acuerdo con usted. Desde el momento en que se me ocurrió la idea del cadáver depositado en el techo del vagón, que desde luego no es tan desorbitada, todo lo demás resultaba inevitable. Si no fuera por los grandes intereses que están en juego, el asunto hasta ahora sería insignificante. Lo más difícil viene a continuación. Pero quizá aquí encontremos algo que nos sirva de ayuda. Subimos por la escalera de la cocina y entramos en las habitaciones del primer piso. Una de ellas era un comedor, amueblado en estilo muy austero, que no contenía nada de interés. La segunda era un dormitorio, que tampoco nos dijo nada. La última habitación parecía más prometedora, y mi compañero se enfrascó en un examen sistemático. La habitación estaba repleta de libros y papeles, y resultaba evidente que se utilizaba como despacho. Rápida y metódicamente, Holmes inspeccionó el contenido de un cajón tras otro, y de una estantería tras otra, pero sin que el brillo del éxito llegara a iluminar su severo rostro. Al cabo de una hora, seguía sin haber avanzado un paso. —Este perro astuto ha borrado sus huellas —dijo—. No ha dejado nada que pueda acusarle. Ha destruido o se ha llevado toda la correspondencia comprometedora. Esta es nuestra última oportunidad. Se refería a una pequeña hucha de hojalata colocada sobre la mesa de escritorio. Holmes forzó el cierre con el cincel. En su interior había varios rollos de papel cubiertos de cifras y cálculos, sin ninguna anotación que explicara de qué se trataba. Las frases «presión del agua» y «presión por pulgada cuadrada», que se repetían con cierta frecuencia, parecían sugerir una posible relación con un submarino. Holmes los arrojó a un lado con un gesto de impaciencia. Solo quedaba un sobre, que contenía unos pequeños recortes de periódico. Holmes los volcó sobre la mesa, y al instante comprendí, por la expresión anhelante de su rostro, que sus esperanzas renacían. —¿Qué es esto, Watson? ¿Eh? ¿Qué es esto? Una colección completa de mensajes publicados en un periódico. Por el papel y el tipo de letra, es la sección de anuncios personales del Daily Telegraph. La esquina superior derecha de una página. No hay fechas…, pero se puede deducir el orden de los mensajes. Este debe de ser el primero: Esperaba noticias antes. Condiciones aceptadas. Escriba con todos los detalles a la dirección de la tarjeta. Pierrot —A continuación, debe venir este: Demasiado complicado para describirlo. Necesito informe completo. Cobrará al entregar la mercancía. Pierrot —Luego, este: El tiempo apremia. Si no se cumple el acuerdo, tendré que retirar la oferta. Concierte cita por carta. Confirmación por medio de anuncio. Pierrot —Y por último: Lunes noche después de las nueve. Dos golpes en la puerta. Solo nosotros. No sea tan desconfiado. Pago en efectivo a la entrega de la mercancía. Pierrot —¡Una serie completa, Watson! ¡Si pudiéramos localizar al hombre que estaba en el otro extremo…! —se quedó sentado, sumido en reflexiones y tamborileando con los dedos en la mesa. Por fin, se puso en pie de un salto—. Bueno, tal vez no sea tan difícil, después de todo. Aquí ya no hacemos nada, Watson. Creo que deberíamos pasarnos por las oficinas del Daily Telegraph, y con eso pondremos punto final a una dura jornada de trabajo. A la mañana siguiente, después del desayuno, Mycroft y Lestrade acudieron a la cita de Sherlock Holmes, y este les refirió nuestras actividades de la víspera. El inspector meneó la cabeza al escuchar la confesión de nuestro allanamiento. —Los del cuerpo de policía no podemos hacer esa clase de cosas, señor Holmes —dijo—. No me extraña que obtenga mejores resultados que nosotros. Pero cualquier día de estos llegará usted demasiado lejos, y usted y su amigo se encontrarán en dificultades. —Por Inglaterra, el hogar y las mujeres hermosas, ¿eh, Watson? Mártires en el altar de la patria. ¿Y tú qué opinas, Mycroft? —¡Excelente, Sherlock! ¡Admirable! Pero ¿qué partido vas a sacarle a todo eso? Holmes levantó el Daily Telegraph que estaba sobre la mesa. —¿Has visto el aviso de Pierrot que sale hoy? —¿Cómo? ¿Otro? —Sí, aquí lo tienes: Esta noche, a la misma hora, en el mismo sitio. Dos golpes a la puerta. Absoluta importancia. Se juega usted su seguridad. Pierrot —¡Por san Jorge! —exclamó Lestrade—. ¡Si responde a esa llamada, ya es nuestro! —Con esa idea puse el anuncio. Creo que, si ustedes dos pudieran venir con nosotros a Caulfield Gardens a eso de las ocho, nos acercaríamos un poquito más a la solución. Una de las características más notables de Sherlock Holmes era su capacidad para desconectar su cerebro y dedicar todos sus pensamientos a cuestiones más livianas cuando estaba convencido de que no le era posible avanzar más. Recuerdo que durante todo aquel memorable día permaneció absorto en una monografía que había empezado a escribir sobre los motetes polifónicos de Lasso. Yo, en cambio, carecía por completo de aquel poder de desconexión y, en consecuencia, el día me pareció interminable. La gran importancia nacional del asunto, la expectación en las altas esferas, el carácter directo del experimento que nos disponíamos a realizar…, todo se combinaba para alterarme los nervios, y sentí verdadero alivio cuando por fin, después de una cena ligera, nos pusimos en marcha. Habíamos quedado citados con Lestrade y Mycroft en la entrada a la estación de Glowcester Road. La noche anterior habíamos dejado abierta la puerta del sótano de la casa de Oberstein, pero Mycroft Holmes, indignado, se negó rotundamente a saltar la barandilla, y yo tuve que entrar y abrirle la puerta principal. A las nueve de la noche estábamos ya instalados en el despacho, aguardando pacientemente a nuestro hombre. Transcurrió una hora, y luego otra. Cuando dieron las once, las rítmicas campanadas del gran reloj de la iglesia parecían un canto fúnebre por la muerte de nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft se removían nerviosos en sus asientos, consultando sus relojes dos veces por minuto. Holmes permanecía callado y sereno, con los ojos medio cerrados, pero con todos sus sentidos en estado de alerta. De pronto, se estremeció y levantó la cabeza. —Ahí viene —dijo. Se oyeron unos pasos furtivos que pasaban ante la puerta. Luego volvieron a acercarse. A continuación, oímos un arrastrar de pies, y después dos aldabonazos secos. Holmes se levantó, indicándonos por señas que permaneciéramos sentados. La luz de gas del vestíbulo era un simple puntito. Holmes abrió la puerta de la calle, y cuando una oscura figura hubo pasado por ella, la cerró con cerrojo. «Por aquí», le oímos decir; y un momento después, nuestro hombre se encontraba ante nosotros. Holmes le había seguido de cerca, y cuando el hombre retrocedió con una exclamación de sorpresa y alarma, lo agarró por el cuello de la chaqueta y lo arrojó de nuevo al interior de la habitación. El hombre miró aturdido a su alrededor, se tambaleó y cayó sin sentido al suelo. Con el golpe, se le desprendió de la cabeza el sombrero de ala ancha, se le cayó la bufanda que le cubría la boca, y todos pudimos ver la barba rubia y las suaves, atractivas y delicadas facciones del coronel Valenfine Walter. Holmes lanzó un silbido de sorpresa. —Esta vez, Watson, puede escribir que soy un burro —dijo—. No era este el pájaro que yo esperaba atrapar. —¿Quién es? —preguntó Mycroft lleno de ansiedad. —El hermano menor del difunto Sir James Walter, jefe del Departamento del Submarino. Sí, sí, ya veo por dónde va el juego. Está volviendo en sí. Creo que lo mejor será que yo le interrogue. Habíamos trasladado el cuerpo desvanecido al sofá. Nuestro prisionero se incorporó, miró a su alrededor con expresión horrorizada y se pasó la mano por la frente, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. —¿Qué es esto? —preguntó—. He venido a visitar al señor Oberstein. —Lo sabemos todo, coronel Walter —dijo Holmes—. Lo que no puedo entender es que un caballero inglés pueda comportarse de esta manera. Pero estamos enterados de toda su correspondencia y relaciones con Oberstein. Y también de las circunstancias relacionadas con la muerte del joven Cadogan West. Permítame aconsejarle que procure, al menos, ganarse el pequeño mérito del arrepentimiento y la confesión, ya que hay todavía algunos detalles que solo podemos llegar a conocer de sus labios. El hombre gimió y hundió la cabeza entre las manos. Permanecimos a la espera, pero él continuó callado. —Puedo asegurarle —dijo Holmes— que conocemos ya todos los hechos fundamentales. Sabemos que tenía usted problemas económicos; que sacó un molde de las llaves que guardaba su hermano; y que inició una correspondencia con Oberstein, el cual respondía a sus cartas por medio de la sección de anuncios personales del Daily Telegraph. Sabemos que el lunes por la noche fue usted a la oficina al amparo de la niebla, pero que el joven Cadogan West le vio y le siguió, porque seguramente ya tenía motivos de antes para sospechar de usted. Él le vio cometer el robo, pero no dio la alarma, porque todavía era posible que le fuera a llevar los papeles a su hermano, aquí en Londres. Como buen ciudadano que era, West abandonó todos sus asuntos particulares y le siguió de cerca entre la niebla, sin perderle de vista hasta que llegó usted a esta casa. En este punto decidió intervenir. Y entonces, coronel Walter, usted añadió al delito de traición el delito, más terrible aun, de asesinato. —¡No fui yo! ¡No fui yo! ¡Les juro por Dios que no fui yo! —chilló nuestro miserable prisionero. —Explíquenos entonces cómo murió Cadogan West antes de que lo depositaran encima del techo de un vagón del Metro. —Lo contaré. Les juro que lo contaré. Lo otro sí que lo hice, lo confieso. Fue como usted ha dicho. Tenía que pagar una deuda de Bolsa. Necesitaba el dinero desesperadamente. Oberstein me ofreció cinco mil libras. Lo hice para salvarme de la ruina. Pero en lo del asesinato soy tan inocente como usted. —Díganos, pues, qué sucedió. —West sospechaba de mí, y me siguió como usted ha explicado. Yo no me di cuenta hasta que ya estuve en la misma puerta. La niebla era muy espesa y no se veía nada a tres metros de distancia. Yo había llamado con dos golpes, y Oberstein había abierto la puerta, cuando el joven se abalanzó sobre nosotros y exigió saber qué íbamos a hacer con los planos. Oberstein llevaba siempre encima una cachiporra. Cuando West intentó entrar en la casa por la fuerza, Oberstein le golpeó en la cabeza. Fue un golpe mortal. Murió en menos de cinco minutos. Se quedó tirado en el vestíbulo y nos devanamos los sesos pensando qué hacer con él. Por fin, a Oberstein se le ocurrió esa idea de dejarlo encima de uno de los trenes que se detienen bajo la ventana de atrás. Pero primero quiso examinar los documentos que yo le había traído. Dijo que tres de ellos eran fundamentales y que tenía que quedárselos. «No puede usted quedarse con ellos —le dije—. En Woolwich se armará un alboroto espantoso si no los devuelvo a tiempo». «Tengo que quedármelos —insistió él—. Son demasiado técnicos para sacar copias en tan poco tiempo». «Pues esta noche tengo que devolverlos todos», insistí yo. Se puso a pensar un rato, y por fin exclamó que ya tenía la solución. «Me quedaré con estos tres —dijo— y meteremos los otros en el bolsillo de ese joven. Cuando lo encuentren, le echarán a él la culpa de todo». A mí no se me ocurría otra solución, así que lo hicimos como él decía. Aguardamos media hora en la ventana hasta que se paró el tren. Había tanta niebla que no se veía nada, y no tuvimos ninguna dificultad en depositar el cuerpo de West sobre un vagón. Y ahí terminó mi participación en el asunto. —¿Y qué hay de su hermano? —No me dijo una palabra, pero ya una vez me había sorprendido con sus llaves, y creo que sospechaba de mí. Se leía en sus ojos que sospechaba. Y como saben, no volvió a levantar cabeza. Reinó en la habitación el silencio, hasta que lo rompió Mycroft Holmes. —¿Por qué no intenta reparar el daño que ha hecho? Eso aliviaría su conciencia y, tal vez, su castigo. —¿Cómo voy a repararlo? —¿Dónde está Oberstein con los planos? —No lo sé. —¿No le dejó ninguna dirección? —Dijo que las cartas que se le enviasen al Hotel du Louvre, de París, acabarían por llegar, tarde o temprano, a sus manos. —Entonces aún puede usted reparar parte del daño —dijo Sherlock Holmes. —Haré cuanto esté en mi mano. No siento especial simpatía por ese individuo, que me ha acarreado la ruina y la deshonra. —Aquí tiene papel y pluma. Siéntese a esta mesa y escriba lo que yo le dicte. Ponga en el sobre la dirección que le indicaron. Muy bien. Y ahora, la carta: «Estimado señor: Con respecto a nuestra transacción, sin duda ya se habrá percatado de que falta un detalle esencial. Dispongo de un dibujo con el que todo quedaría completo. Sin embargo, esto me ha ocasionado grandes problemas, y por esta razón tengo que pedirle un nuevo anticipo de quinientas libras. No puedo confiar en el correo y no aceptaré nada más que oro o billetes de banco. Me gustaría poder ir a visitarle al extranjero, pero sin duda se producirían comentarios si yo saliese de Inglaterra en estos momentos, por lo cual lo mejor será que nos encontremos en el salón de fumar del Charing Cross Hotel, a las doce del mediodía del sábado. Recuerde que solo aceptaré billetes ingleses u oro». —Creo que esto servirá. Mucho me sorprendería que nuestro hombre no picase. Y así fue. Es ya dominio de la historia —de esa historia secreta de cada nación, que a menudo es mucho más íntima e interesante que las crónicas oficiales— que Oberstein, ansioso por rematar el mayor golpe de su vida, mordió el cebo y fue puesto a buen recaudo en una prisión británica durante quince años. En su baúl se encontraron los importantísimos planos del Bruce-Partington, que había puesto a subasta en todos los centros navales de Europa. El coronel Walter murió en prisión antes de cumplir el segundo año de su condena. En cuanto a Holmes, volvió mucho más animado a su monografía sobre los motetes polifónicos de Lassus, que algún tiempo después se imprimió para distribuirse en círculos privados, y que, según los expertos, constituye la última palabra sobre el tema. Algunas semanas después, me enteré por casualidad de que mi amigo había pasado un día en Windsor, de donde regresó con un alfiler de corbata con esmeralda extraordinariamente lujoso. Cuando le pregunté si lo había comprado, me respondió que se trataba de un regalo de cierta generosa dama a la que había tenido el honor de prestar un pequeño servicio. No dijo más; pero apuesto a que podría adivinar el augusto nombre de la dama, y no me cabe la menor duda de que el alfiler de la esmeralda le recordará siempre a mi amigo la aventura de los planos del Bruce-Partington. LA AVENTURA DEL DELANTERO DESAPARECIDO En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas extraños, pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría mañana de febrero hace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a Sherlock Holmes durante un buen cuarto de hora. Venía dirigido a él y decía lo siguiente: Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido delantero ala derecha. Indispensable mañana. Overton —Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis —dijo Holmes, releyéndolo una y otra vez—. Evidentemente, el señor Overton se encontraba considerablemente excitado cuando lo envió y, en consecuencia, algo incoherente. En fin, me atrevería a decir que lo tendremos aquí antes de que termine de echarle un vistazo al Times, y entonces nos enteraremos de todo. En tiempos de estancamiento como estos, hasta el más insignificante problema es bien venido. Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo había aprendido a temer aquellos periodos de inactividad porque sabía por experiencia que la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que resultaba peligroso dejarle privado de material con el que trabajar. Con los años, yo había conseguido irle apartando poco a poco de aquella afición a las drogas que en un cierto momento había amenazado con poner en jaque su brillante carrera. Ahora me constaba que, en condiciones normales, Holmes ya no tenía necesidad de estímulos artificiales; pero yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino solo dormido, y había tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y su despertar inminente cuando, en periodos de inacción, el rostro ascético de Holmes se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresión melancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que fuese, que con su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma, que para mi amigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su turbulenta vida. Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su remitente: la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College de Cambridge, anunció la entrada de un mocetón gigantesco, más de cien kilos de hueso y músculo macizo, que obstruía todo el hueco de la puerta con sus anchos hombros mientras nos miraba a Holmes y a mí con un rostro simpático pero contraído por la ansiedad. —¿El señor Holmes? Mi compañero hizo una inclinación de cabeza. —He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que el caso, por lo que él ha podido entender, está más dentro de su campo que del de la policía. —Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata. —¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé cómo no se me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton…, sabrá usted quién es, naturalmente… Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el equipo. No me importaría prescindir de dos hombres del montón con tal de tener a Godfrey en la delantera. No hay quien pueda hacerle sombra, ni pasando, ni recibiendo, ni regateando, y encima tiene cabeza y sabe mantenernos conjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer reserva, pero está entrenado como medio y siempre se empeña en meterse de lleno en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tiene buen pie para los saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta de velocidad. Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado. Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de veinticinco, y no voy a meter un delantero que ni centra ni empalma, solo porque corra mucho. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que usted me ayude a encontrar a Godfrey Staunton. Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento, que fue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias, remachando cada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del orador. Cuando nuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró la mano y tomó la letra «S» de su archivo de datos. Pero, por una vez, no le sirvió de nada excavar en aquella mina de información variada. —Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador —dijo—. Y estaba también Henry Staunton, a quien ayudé a colgar; pero este Godfrey Staunton es un nombre nuevo para mí. Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía. —¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! —exclamó—. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey Staunton, puede que tampoco haya oído hablar de Cyril Overton. Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza. —¡Válgame Dios! —exclamó el deportista—. ¡Pero si fui primer reserva de Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la «Uni»! Claro que eso no es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en Inglaterra que no conociera a Godfrey Staunton, el delantero rompedor del Cambridge, del Blackheath, y cinco veces internacional. ¡Santo Dios, señor Holmes! ¿En qué mundo vive usted? Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante. —Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable y más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos sectores de la sociedad, pero me alegra decir que jamás habían penetrado en el campo del deporte aficionado, que es lo mejor y más sólido que hay en Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita me demuestra que incluso en ese mundo de aire puro y juego limpio puede haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego que se siente y me explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que ha ocurrido y qué clase de ayuda espera usted de mí. El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de quien está más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero poco a poco, con numerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale omitir en este relato, fue exponiéndonos su extraña historia. —La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy el capitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y Godfrey Staunton es mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford. Ayer llegamos a Londres y nos instalamos en el hotel de Bentley. A las diez hice la ronda para asegurarme de que todos estaban recogidos, porque creo que el entrenamiento riguroso y el sueño abundante son fundamentales para mantener el equipo en forma. Cambié unas palabras con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Me pareció pálido y preocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todo iba bien, que era solo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches y lo dejé. Media hora después, según dice el portero, llegó un tipo barbudo y de aspecto patibulario, con una carta para Godfrey. Este todavía no se había acostado, así que le subieron la carta a su habitación. Nada más leerla, cayó desplomado en un sillón, como si le hubieran pegado un hachazo. El portero se asustó tanto que hizo intención de salir a buscarme, pero Godfrey lo detuvo, bebió un trago de agua y se recompuso. Luego bajó al vestíbulo, habló unas palabras con el nombre que aguardaba allí y los dos se marcharon juntos. Cuando el portero los vio por última vez, iban casi corriendo calle abajo, en dirección al Strand. Esta mañana, la habitación de Godfrey estaba vacía, su cama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban tal como yo las había visto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a la primera de cambio y desde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo no creo que vuelva. Este Godfrey era un deportista hasta la médula, y no habría abandonado sus entrenamientos y dejado plantado a su capitán de no ser por un motivo irresistible. No, me da la sensación de que se ha ido para siempre y no lo volveremos a ver. Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato. —¿Qué hizo usted entonces? —preguntó. —Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me han contestado, y nadie lo ha visto. —¿Pudo haber regresado a Cambridge? —Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto. —Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó. —No, nadie lo ha visto. —¿Qué hizo usted a continuación? —Envié un telegrama a lord Mount-James. —¿Por qué a lord Mount-James? —Godfrey es huérfano, y lord Mount-James es su pariente más próximo. Su tío, creo. —¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James es uno de los hombres más ricos de toda Inglaterra. —Eso he oído decir a Godfrey. —¿Y su amigo es pariente próximo? —Sí, es su heredero y el viejo ya tiene casi ochenta años… y además está podrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar con los nudillos. Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque es un avaro sin remisión, pero cualquier día lo recibirá todo de golpe. —¿Ha recibido contestación de lord Mount-James? —No. —¿Qué motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord Mount-James? —Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de un asunto de dinero, es posible que recurriera a su pariente más próximo, que tiene tanto; aunque, por lo que yo he oído, tenía bien pocas posibilidades de sacarle algo. Godfrey no se llevaba muy bien con el viejo, y no iría a verlo si pudiera evitarlo. —Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a su pariente lord Mount-James, todavía tiene usted que explicar la visita de ese individuo patibulario a una hora tan intempestiva y la agitación que provocó su llegada. Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos. —¡No se me ocurre ninguna explicación! —exclamó. —Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al asunto —dijo Holmes—. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus preparativos para el partido sin contar con este joven caballero. Como usted bien dice, tiene que haber surgido una necesidad ineludible para que se marchara de esa forma, y lo más probable es que esa misma necesidad lo mantenga alejado. Vamos a acercarnos juntos al hotel y veremos si el portero puede arrojar alguna luz sobre el asunto. Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que un testigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad de la habitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero todo lo que este tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, y tampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que el portero describía como «un tipo vulgar»; un hombre de unos cincuenta años, barba entrecana y rostro pálido, vestido con discreción. También él parecía nervioso; el portero había observado que le temblaba la mano cuando entregó la carta. Godfrey Staunton se había guardado la carta en el bolsillo. No le había dado la mano al hombre al encontrarlo en el vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de las que el portero solo llegó a distinguir la palabra «tiempo». Luego se habían marchado a toda prisa, de la manera ya descrita. Eran exactamente las diez y media en el reloj del vestíbulo. —Vamos a ver —dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton—. Usted es el portero de día, ¿no es así? —Sí, señor; acabo mi turno a las once. —Supongo que el portero de noche no vería nada. —No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero nadie más. —¿Estuvo usted de servicio todo el día de ayer? —Sí, señor. —¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton? —Sí, señor; un telegrama. —¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora? —A eso de las seis. —¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió? —Aquí, en su habitación. —¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió? —Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación. —¿Y qué? ¿La hubo? —Sí, señor; escribió una respuesta. —¿Se hizo usted cargo de ella? —No. La llevó él mismo. —¿Pero la escribió en su presencia? —Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa, vuelto de espaldas. Al terminar de escribir, dijo: «Muy bien, portero; ya lo llevaré yo mismo». —¿Qué utilizó para escribir? —Una pluma, señor. —¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa? —Sí, señor; el de encima. Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón. —Es una pena que no escribiera con lápiz —dijo por fin, dejándolos en su sitio con un resignado encogimiento de hombros—. Como sin duda habrá observado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a través del papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de un feliz matrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me complace advertir que escribió con una plumilla de punta ancha, así que estoy casi convencido de que encontraremos alguna impresión en este secante. ¡Ajá, seguro que es esto! Arrancó una tira de papel secante y nos mostró el siguiente jeroglífico: —¡Póngalo frente al espejo! —exclamó Cyril Overton, muy excitado. —No hace falta —dijo Holmes—. El papel es fino y podremos leer el mensaje en el reverso. Aquí está. Dio la vuelta al papel y leímos esto: —Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocas horas antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis palabras del mensaje, pero lo que queda…, «No nos abandone, por amor de Dios»…, demuestra que este joven sentía la inminencia de un formidable peligro, del que alguien podía protegerle. ¡Fíjense que dice «nos»! Luego existe otra persona afectada. ¿Quién podría ser sino ese hombre pálido y barbudo que parecía tan nervioso? ¿Qué relación existe entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es esta tercera persona a la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente? Nuestra investigación ha quedado ya concretada en eso. —No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama —sugerí yo. —Exacto, mi querido Watson. Su idea, con ser tan profunda, ya se me había pasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar que, si se presenta en una oficina de Telégrafos y pide que le enseñen el resguardo de un telegrama enviado por otra persona, puede que los funcionarios no se muestren demasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay tanto tiquismiquis en este tipo de cosas! Sin embargo, no me cabe duda alguna de que con un poco de delicadeza y mano izquierda se podría conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaría inspeccionar en su presencia esos papeles que hay encima de la mesa. Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, que Holmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos y penetrantes. —Nada por aquí —dijo por fin—. A propósito, supongo que su amigo era un joven saludable. ¿No sabe si tenía algún problema? —Estaba hecho un toro. —¿Le ha visto alguna vez enfermo? —Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada, y otra vez se dislocó la rótula, pero eso no es nada. —Puede que no estuviera tan fuerte como usted supone. Me siento inclinado a pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso, me voy a guardar uno o dos de estos papeles, por si resultan de utilidad en nuestras futuras pesquisas. —¡Un momento, un momento! —exclamó una voz quejumbrosa. Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba y se estremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro, con ropas raídas, sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina blanca y floja. El efecto general era el de un párroco de pueblo o un ayudante de funeraria. Sin embargo, a pesar de su aspecto desastrado e incluso absurdo, su voz chirriaba de modo tan agudo y sus modales tenían tal intensidad que resultaba obligado prestarle atención. —¿Quién es usted, señor, y con qué derecho anda husmeando en los papeles de este caballero? —preguntó. —Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición. —Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y quién le ha autorizado, eh? —Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por recomendación de ScotlandYard. —¿Quién es usted, señor? —Soy Cyril Overton. —Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord Mount-James. He venido todo lo deprisa que ha querido traerme el ómnibus de Bayswater. ¿De manera que ha contratado usted a un detective? —Sí, señor. —¿Y está usted dispuesto a afrontar ese gasto? —Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en cuanto lo encontremos. —¿Y si no lo encuentran? ¿Eh? ¡Contésteme a eso! —En tal caso, seguro que su familia… —¡De eso nada, señor mío! —chilló el hombrecillo—. ¡A mí no me pida ni un penique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este muchacho no tiene más familia que yo, y yo le digo que no me hago responsable. Si tiene alguna aspiración a heredar se debe al hecho de que yo jamás he malgastado el dinero, y no tengo intención de empezar ahora. En cuanto a esos papeles con los que tantas libertades se toma, le advierto que si hay entre ellos algo de valor, tendrá usted que responder puntualmente de lo que haga con ellos. —Muy bien, señor —respondió Sherlock Holmes—. Mientras tanto, ¿puedo preguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del joven? —No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar de sí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a aceptar la responsabilidad de buscarlo. —Me doy perfecta cuenta de su posición —dijo Holmes, con un brillo malicioso en los ojos—. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía. Según parece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo han secuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de sus riquezas, lord Mount-James, se ha extendido más allá de nuestras fronteras, y es muy posible que una banda de ladrones se haya apoderado de su sobrino con el fin de sacarle información acerca de su casa, sus costumbres y sus tesoros. El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco como su chalina. —¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejante canallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo! Pero Godfrey es un buen muchacho, un chico de fiar…; por nada del mundo traicionaría a su viejo tío. Haré trasladar toda la plata al banco esta misma tarde. Mientras tanto, señor detective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no deje piedra sin remover para recuperarlo sano y salvo. En cuanto a dinero, bueno, siempre puede recurrir a mí, mientras no pase de cinco o, todo lo más, diez libras. Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo el avariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, ya que sabía muy poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista era el fragmento de telegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo en la mano, se puso en marcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón para su cadena. Nos habíamos quitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a discutir con los demás miembros de su equipo la desgracia que les había sobrevenido. A poca distancia del hotel había una oficina de Telégrafos. Nos detuvimos a la puerta. —Vale la pena intentarlo, Watson —dijo Holmes—. Claro que con una orden judicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado a esos niveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan concurrido. Vamos a arriesgarnos. Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono más dulzón. —Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama que envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me olvidara poner mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así? La muchacha echó mano a una pila de impresos. —¿A qué hora lo puso? —Poco después de las seis. —¿A quién iba dirigido? Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada. —Las últimas palabras eran «por amor de Dios» —susurró en tono confidencial—. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación. La joven separó uno de los impresos. —Aquí está. No lleva firma —dijo, alisándolo sobre el mostrador. —Claro, eso explica que no me hayan respondido —dijo Holmes—. ¡Qué estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme quitado esa preocupación. En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo bajo y se frotó las manos. —¿Y bien? —pregunté yo. —Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba tener éxito a la primera. —¿Y qué ha sacado en limpio? —Un punto de partida para la investigación —alzó la mano para detener un coche y dijo—: A la estación de King’s Cross. —¿Así que nos vamos de viaje? —Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección. —Dígame, Holmes —pregunté mientras rodábamos calle arriba por Gray’s Inn Road—, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición? No creo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos motivos tan poco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de que le puedan haber secuestrado para obtener información acerca de la fortuna de su tío. —Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muy probable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única que tenía posibilidades de interesar a ese anciano tan desagradable. —Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué otras alternativas existen? —Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy curioso y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido importante y que afecte precisamente al único hombre cuya presencia parece esencial para la victoria de su equipo. Naturalmente, puede tratarse de una coincidencia, pero no deja de ser interesante. En el deporte aficionado no hay apuestas organizadas, pero entre el público se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible que alguien haya considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen con los caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay otra bastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el heredero de una gran fortuna, por muy modesta que sea su situación actual, de manera que no se puede descartar la posibilidad de un secuestro para obtener rescate. —Estas teorías no explican lo del telegrama. —Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento concreto del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe por otros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para tratar de arrojar algo de luz sobre el propósito de ese telegrama. Por el momento, nuestra investigación no tiene un rumbo muy claro, pero no me sorprendería mucho que de aquí a la noche lo aclarásemos o, cuando menos, realizásemos un avance considerable. Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad universitaria. Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al cochero que nos llevara a casa del doctor Leslie Armstrong. A los pocos minutos, nos deteníamos frente a una gran mansión en la calle más transitada. Nos hicieron pasar y, tras una larga espera, fuimos admitidos en la sala de consulta, donde encontramos al doctor sentado detrás de su mesa. El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestra hasta qué punto había yo perdido contacto con mi profesión. Ahora sé que no solo es una figura de la facultad de Medicina de la Universidad, sino también un pensador con fama en toda Europa en más de una rama de la ciencia. No obstante, aun sin conocer su brillante historial, resultaba imposible no quedar impresionado con solo echarle un vistazo: rostro macizo y cuadrado, ojos melancólicos bajo unas cejas pobladas, mandíbula inflexible, tallada en granito… Un hombre de fuerte personalidad, un hombre de inteligencia despierta, serio, ascético, controlado, formidable…, así vi yo al doctor Leslie Armstrong. Sostenía en la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con una expresión no muy complacida en sus severas facciones. —He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su profesión, que no es, ni mucho menos, de las que yo apruebo. —En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país —respondió mi amigo, muy tranquilo. —Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito, señor, pueden contar con el apoyo de todo miembro razonable de la sociedad, aunque estoy convencido de que la maquinaria oficial es más que suficiente para ese propósito. Cuando sus actividades empiezan a ser criticables es cuando se entromete en los secretos de personas particulares, cuando saca a relucir asuntos familiares que más valdría dejar ocultos y cuando, por añadidura, hace perder el tiempo a personas que están más ocupadas que usted. Ahora mismo, por ejemplo, yo tendría que estar escribiendo un tratado en lugar de conversar con usted. —No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe por parecerle más importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que nosotros hacemos es justo lo contrario de lo que usted nos achaca: procuramos evitar que los asuntos privados salgan a la luz pública, como sucede inevitablemente cuando el caso pasa a manos de la policía. Podría usted considerarme como un explorador independiente, que marcha por delante de las fuerzas oficiales del país. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton. —¿Qué pasa con él? —Usted lo conoce, ¿no es verdad? —Es íntimo amigo mío. —¿Sabe usted que ha desaparecido? —¿Ah, sí? —las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio de expresión. —Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él. —Ya regresará, estoy seguro. —Mañana es el partido de rugby entre las universidades. —No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, y mucho, el futuro del joven, porque lo conozco y lo aprecio. El partido de rugby no entra para nada en mis horizontes. —En tal caso, apelo a su interés por el joven. ¿Sabe usted dónde está? —Desde luego que no. —¿No lo ha visto desde ayer? —No; no le he visto. —¿Era el señor Staunton una persona sana? —Absolutamente sana. —¿No le ha visto nunca enfermo? —Nunca. Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel. —Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece guineas, pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor Leslie Armstrong, de Cambridge. La encontré entre los papeles que había encima de la mesa. El doctor se puso rojo de ira. —No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted, señor Holmes. Holmes volvió a guardar la factura en su cuaderno de notas. —Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano —dijo—. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen más remedio que hacer público, y obraría usted más prudentemente confiándose a mí. —No sé nada del asunto. —¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres? —Desde luego que no. —¡Ay, Señor, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! —suspiró Holmes con aire cansado—. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor Godfrey Staunton le envió a usted desde Londres un telegrama sumamente urgente…, un telegrama que, sin duda alguna, está relacionado con su desaparición… y usted no lo ha recibido. Es una vergüenza. Voy a tener que pasarme por la oficina local y presentar una reclamación. El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme rostro rojo de rabia. —Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor —dijo—. Puede decirle a su patrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él ni con sus agentes. ¡No, señor, ni una palabra más! —hizo sonar con furia la campanilla—. John, indíqueles a estos caballeros la salida. Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta y nos dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas. —No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con energía y carácter —dijo—. No he conocido otro más capacitado, si orientase su talento por ese camino, para llenar el hueco que dejó el ilustre Moriarty. Y aquí estamos, mi pobre Watson, perdidos y sin amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemos abandonar sin abandonar también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justo enfrente de la casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestras necesidades. Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirir lo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer algunas indagaciones. Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del que Holmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de las nueve. Venía pálido y abatido, cubierto de polvo y muerto de hambre y cansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo satisfecho sus necesidades y encendido su pipa, adoptó una vez más aquella actitud semicómica y absolutamente filosófica que le caracterizaba cuando las cosas iban mal. El sonido de las ruedas de un carruaje le hizo levantarse a mirar por la ventana. Ante la puerta del doctor, bajo la luz de un farol de gas, se había detenido un coche tirado por dos caballos tordos. —Ha estado fuera tres horas —dijo Holmes—. Salió a las seis y media, y ahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos los días, y algunos días dos veces. —No tiene nada de extraño en un médico. —Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es profesor e investigador, pero no le interesa la práctica de la medicina, que le apartaría de su trabajo literario. Y siendo así, ¿por qué hace estas salidas tan prolongadas, que deben resultarle un fastidio, y a quién va a visitar? —El cochero… —Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien primero me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por indicación de su jefe, pero se puso tan bruto que llegó a azuzarme un perro. No obstante, ni a él ni al perro les gustó el aspecto de mi bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquel momento, nuestras relaciones se hicieron un poco tirantes y ya no parecía indicado seguir haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado me lo dijo un individuo amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de las costumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y como para confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta. —¿No pudo usted haberlo seguido? —¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me pasó por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a nuestra posada hay una tienda de bicicletas. Entré a toda prisa, alquilé una y conseguí ponerme en marcha antes de que el carruaje se perdiera de vista por completo. No tardé en alcanzarlo, y luego, manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas, seguí sus luces hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buen trecho por la carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. El coche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde yo me había detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono sarcástico que temía que la carretera fuera algo estrecha y que esperaba que su coche no impidiera el paso de mi bicicleta. No lo habría podido expresar de un modo más admirable. Me apresuré a adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carretera principal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba el carruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda de que se tuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales que yo había visto. Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche. Y ahora, como ve, acaba de regresar. Por supuesto, en un principio no tenía ninguna razón especial para relacionar estas salidas con la desaparición de Godfrey Staunton, y solo me decidí a investigarlas porque, de momento y en términos generales, nos interesa todo lo que tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podido comprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas excursiones, la cosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho hasta haberla aclarado. —Podemos seguirle mañana. —¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el paisaje de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al ocultamiento. Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y despejada como la palma de la mano, y el hombre al que queremos seguir no es ningún idiota, como ha demostrado sin ningún género de dudas esta noche. He telegrafiado a Overton para que nos transmita a esta dirección cualquier novedad que surja en Londres, y mientras tanto, lo único que podemos hacer es concentrar nuestra atención en el doctor Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tan atenta de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton. Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo…; y si él lo sabe, será fallo nuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el momento, hay que reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe usted, Watson, que no tengo por costumbre abandonar la partida en esas condiciones. Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio. Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una sonrisa. Decía así: Señor: Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mis movimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tiene una ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un recorrido de veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto de donde salió, no tiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo informarle de que espiándome a mi, no ayudará en nada al señor Godfrey Staunton, y estoy convencido de que el mejor servicio que podría usted hacerle a dicho caballero sería regresar inmediatamente a Londres y comunicarle al que le manda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego, en Cambridge pierde usted el tiempo. Atentamente, Leslie Armstrong —Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua —dijo Holmes—. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo soltaré sin haber averiguado más. —Ahora mismo tiene el coche en la puerta —dije yo—. Está subiendo a él. Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara yo suerte con la bicicleta? —No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no me parece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda conseguir nuestro objetivo realizando algunas investigaciones independientes por mi cuenta. Me temo que tendré que abandonarle a usted a su suerte, ya que la presencia de dos forasteros preguntones en una apacible zona rural podría provocar más comentarios de lo que sería conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenerse contemplando los monumentos de esta venerable ciudad, y espero poder presentarle un informe más favorable antes de esta noche. Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya de noche, cansado y sin resultados. —He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en la dirección que tomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos que hay por ese lado de Cambridge y cambiando comentarios con taberneros y otras agencias locales de noticias. He cubierto bastante terreno: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington han quedado investigados, y todos ellos con resultados negativos. Sería imposible que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia diaria de un coche de lujo con dos caballos: otra baza para el doctor. ¿Hay algún telegrama para mí? —Sí; lo he abierto y dice: «Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, Trinity College». No lo he entendido. —Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a una pregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro de que ahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia del partido? —Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su última edición. Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Escuche el final del artículo: La derrota de los Celestes se puede atribuir por completo a la lamentable ausencia de su figura internacional Godfrey Staunton, que se notó en todos los momentos del partido. La falta de coordinación en la delantera y las debilidades en el ataque y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipo duro y esforzado. —Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados —dijo Holmes—. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong: el rugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson, porque preveo que mañana será un día muy agitado. A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado: estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la mano. Pensé en aquella única debilidad de su carácter y me temí lo peor al ver brillar el instrumento en su mano. Pero él se rió de mi expresión de angustia y dejó la jeringuilla en la mesa. —No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión, esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el contrario, será la llave que nos abra las puertas del misterio. En ella baso todas mis esperanzas. Acabo de regresar de una pequeña exploración y todo se presenta favorable. Desayune bien, Watson, porque hoy me propongo seguir el rastro del doctor Armstrong y, una vez sobre la pista, no me pararé a comer ni a descansar hasta verlo entrar en su madriguera. —En tal caso —dije yo—, más vale que nos llevemos el desayuno, porque hoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta. —No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para meterse por donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al patio y le presentaré a un detective que es un eminente especialista en el tipo de tarea que nos aguarda. Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la puerta de una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de orejas caídas, que parecía un cruce de sabueso y zorrero. —Permítame que le presente a Pompey —dijo—. Pompey es el orgullo de los rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas muy veloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros caballeros londinenses, así que voy a tomarme la libertad de sujetarte por el collar con esta correa. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos lo que eres capaz de hacer. Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un instante a su alrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió disparado calle abajo, tirando de la correa para avanzar más deprisa. Al cabo de media hora, habíamos dejado atrás la ciudad y recorríamos a paso ligero una carretera rural. —¿Qué ha hecho usted, Holmes? —pregunté. —Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando en cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué mi jeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche. Un perro de caza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del mundo, y nuestro amigo Armstrong tendría que conducir su coche por el río Cam para quitarse de encima a Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto! Así es como me dio esquinazo la otra noche. El perro se había salido de pronto de la carretera principal para meterse por un camino cubierto de hierba. A una media milla de distancia, el camino desembocaba en otra carretera ancha, y el rastro torcía bruscamente a la derecha, en dirección a la ciudad que acabábamos de abandonar. Al sur de la población, la carretera formaba una curva y continuaba en dirección contraria a la que habíamos tomado al partir. —De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh? —dijo Holmes—. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos no condujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo en este juego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese pueblo de la derecha debe de ser Trumpington. Y… ¡Por Júpiter! ¡Ahí viene el coche, doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos perdidos! De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo, arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando delante de nosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su interior, con los hombros caídos y la cabeza hundida entre las manos, convertido en la viva imagen del desconsuelo. La expresión seria del rostro de mi compañero me hizo comprender que también él lo había visto. —Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final —dijo—. No tardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de campo! No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey daba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo, donde aún se distinguían las huellas del coche. Un sendero conducía hasta la solitaria casita. Holmes ató el perro al seto y avanzamos presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a la rústica puertecita y volvió a llamar sin obtener respuesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía, porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado…, una especie de monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblemente melancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió a mirar hacia la carretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos caballos tordos resultaban inconfundibles. —¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! —exclamó Holmes—. Esto decide la cuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue. Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con más fuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía del piso alto. Holmes se lanzó escaleras arriba, y yo subí tras él. Abrió de un empujón una puerta entornada y los dos nos quedamos inmóviles de espanto ante la escena que teníamos delante. Una mujer joven y hermosa yacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido y sereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba entre una abundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había un joven cuyo cuerpo se estremecía en constantes sollozos. Se encontraba tan inmerso en su pena que ni siquiera levantó la mirada hasta que Holmes le puso la mano en el hombro. —¿Es usted el señor Godfrey Staunton? —Sí…, sí…, pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto! El pobre hombre estaba tan aturdido que solo se le ocurría pensar que nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentando pronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su repentina desaparición había provocado entre sus amigos, cuando se oyeron pasos en la escalera, y el rostro macizo, severo y acusador del doctor Armstrong apareció en la puerta. —Bien, caballeros —dijo—. Ya veo que se han salido con la suya, y no cabe duda de que han elegido un momento particularmente delicado para su intrusión. No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte, pero les aseguro que, si yo fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune. —Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido —dijo mi amigo con dignidad—. Si quisiera usted venir abajo con nosotros, tal vez podríamos aclararnos el uno al otro las circunstancias de este doloroso asunto. Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el cuarto de estar de la planta baja. —¿Y bien, caballero? —dijo. —En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James y que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese noble señor. Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué le ha ocurrido; pero una vez que lo he hecho, el caso está concluido por lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún delito, soy mucho más partidario de silenciar los escándalos privados que de darles publicidad. Si aquí no se ha violado la ley, como parece ser el caso, puede usted confiar plenamente en mi discreción y mi cooperación para que el asunto no llegue a oídos de la prensa. El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza la mano de Holmes. —Es usted un buen tipo —dijo—. Le había juzgado mal. Doy gracias al cielo por haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con su dolor y haber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido ocasión de conocerle. Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton pasó una temporada en una pensión de Londres, se enamoró perdidamente de la hija de la patrona y se casó con ella. Era una muchacha tan buena como hermosa y tan inteligente como buena. Ningún hombre se avergonzaría de una esposa semejante. Pero Godfrey era el heredero de ese viejo aristócrata avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia de su matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho y lo apreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que pude para ayudarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los medios posibles, que nadie se enterase del asunto, porque una vez que un rumor así se pone en marcha, no tarda mucho en ser del dominio público. Hasta ahora, gracias a esta casita aislada y a su propia discreción, Godfrey había conseguido lo que se proponía. Nadie conocía su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza, que en estos momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto, una terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una grave enfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho estaba medio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a Londres a jugar ese partido, porque no podía faltar sin dar explicaciones que revelarían el secreto. Intenté animarlo por medio de un telegrama, y él me respondió con otro, en el que me suplicaba que hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, de algún modo inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminente que era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de nada, pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a pensar, se la contó a Godfrey, con el resultado de que este se presentó aquí en un estado rayano en la locura, y en ese estado ha permanecido desde entonces, arrodillado al pie de la cama, hasta que esta mañana la muerte puso fin a los sufrimientos de la pobre mujer. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en la de su amigo. Holmes estrechó la mano del doctor. —Vamos, Watson —dijo. Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de invierno. LA AVENTURA DE ABBEY GRANGE Una cruda y fría mañana del invierno de 1897 me desperté al sentir que alguien me tiraba del hombro. Era Holmes. La vela que llevaba en la mano iluminaba el rostro ansioso que se inclinaba sobre mí, y me bastó una mirada para comprender que algo iba mal. —¡Vamos, Watson, vamos! —me gritó—. La partida ha comenzado. ¡Ni una palabra! ¡Vístase y venga conmigo! Diez minutos después, íbamos los dos en un coche de alquiler, rodando por calles silenciosas, camino de la estación de Charing Cross. Comenzaban a aparecer las primeras y débiles luces de la aurora invernal y, de cuando en cuando, alcanzábamos a ver la figura borrosa de algún obrero madrugador que se cruzaba con nosotros, difuminada en la bruma iridiscente de Londres. Holmes se arrebujaba en silencio en su grueso abrigo, y yo le imitaba de buena gana, porque hacía un frío intenso y ninguno de los dos habíamos desayunado. Hasta que no hubimos tomado un poco de té caliente en la estación y ocupado nuestros asientos en el tren de Kent, no nos sentimos lo suficientemente descongelados, él para hablar y yo para escuchar. Holmes sacó una carta del bolsillo y la leyó en voz alta: Abbey Grange, Marsham, Kent, 3,30 de la mañana. Querido Sr. Holmes: Me gustaría mucho poder contar cuanto antes con su ayuda en lo que promete ser un caso de lo más extraordinario. Parece que entra de lleno en su especialidad. Aparte de dejar libre a la señora, procuraré que todo se mantenga exactamente como yo lo encontré, pero le ruego que no pierda un instante, porque es difícil dejar aquí a lord Eustace. Le saluda atentamente, Stanley Hopkins —Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su llamada estaba justificada —dijo Holmes—. Creo que todos esos casos han pasado a formar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que posee un cierto sentido de la selección que compensa muchas cosas que me parecen deplorables en sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo todo desde el punto de vista narrativo, en lugar de considerarlo como un ejercicio científico, ha echado a perder lo que podría haber sido una instructiva, e incluso clásica, serie de demostraciones. Pasa usted por encima de los aspectos más sutiles y refinados del trabajo, para recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero jamás instruir al lector. —¿Por qué no los escribe usted mismo? —dije, algo picado. —Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a la composición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo el arte de la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece ser un caso de asesinato. —Entonces, ¿cree usted que este Sir Eustace está muerto? —Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy alterado, y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la impresión de que ha habido violencia y que no han levantado el cadáver, en espera de que lleguemos a examinarlo. No me llamaría por un simple suicidio. En cuanto a eso de dejar libre a la señora…, parece como si se hubiera quedado encerrada en una habitación durante la tragedia. Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papel crujiente, monograma «E. B.», escudo de armas, casa con nombre pintoresco… Creo que el amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nos proporcionará una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes de las doce. —¿Cómo puede saber eso? —Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo. Primero hubo que llamar a la policía local, esta se puso en comunicación con Scotland Yard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y luego me hizo llamar a mí. Todo eso ocupa buena parte de la noche. Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, y pronto saldremos de dudas. Un trayecto en coche de unas dos millas por estrechos caminos rurales nos llevó hasta la puerta exterior de un amplio jardín, que nos fue franqueada por un anciano guardes, cuyo rostro macilento reflejaba los efectos de algún terrible desastre. La avenida de acceso a la mansión atravesaba un espléndido parque entre hileras de añosos olmos y terminaba ante un edificio bajo y extenso, con una columnata frontal que recordaba el estilo de Palladio. Saltaba a la vista que la parte central, toda cubierta de hiedra, era muy antigua, pero los grandes ventanales demostraban que se habían realizado reformas en tiempos modernos, y un ala de la mansión parecía completamente nueva. La puerta estaba abierta, y en ella nos aguardaba la figura juvenil del inspector Stanley Hopkins, con su rostro despierto y sagaz. —Me alegro mucho de que haya venido, señor Holmes. Y usted también, doctor Watson. Aunque, la verdad, de haber sabido lo que iba a ocurrir, no les habría molestado, porque en cuanto la señora volvió en sí nos dio una explicación tan clara del asunto que poco nos queda ya por hacer. ¿Se acuerda usted de la banda de ladrones de Lewisham? —¿Quiénes, los tres Randall? —Exacto; el padre y dos hijos. Han sido ellos, no cabe la menor duda. Hace quince días dieron un golpe en Sydenham y fueron vistos e identificados. Hace falta mucha sangre fría para dar otro golpe tan pronto y tan cerca. Y esta vez les va a costar la horca. —¿Así que Sir Eustace está muerto? —Sí; le aplastaron la cabeza con su propio atizador de chimenea. —Según me ha dicho el cochero, se trata de Sir Eustace Brackenstall. —Exacto; uno de los hombres más ricos de Kent. Lady Brackenstall se encuentra en la sala de estar. La pobre mujer ha sufrido una experiencia espantosa. Cuando la vi por primera vez, parecía medio muerta. Creo que lo mejor será que la vea usted y escuche su versión de los hechos. Luego examinaremos juntos el comedor. Lady Brackenstall no era una persona corriente. Pocas veces he visto una figura tan elegante, una presencia tan femenina y un rostro tan bello. Era rubia, de cabellos dorados y ojos azules, y no cabe duda de que su cutis habría presentado la tonalidad perfecta que suele acompañar a estos rasgos de no ser porque su reciente experiencia la había dejado pálida y demacrada. Sus sufrimientos habían sido tanto físicos como mentales, porque encima de un ojo se le había formado un tremendo chichón de color violáceo, que su doncella, una mujer alta y austera, mojaba constantemente con agua y vinagre. Yacía tendida de espaldas sobre un diván, con aspecto de total agotamiento, pero en cuanto nosotros entramos en la habitación, su mirada rápida y observadora y la expresión de alerta de sus hermosas facciones nos hicieron comprender que la terrible experiencia no había quebrantado ni su ingenio ni su valor. Estaba envuelta en una amplia bata de colores azul y plata, pero a su lado, sobre el diván, colgaba un vestido de noche negro con lentejuelas. —Ya le he contado todo lo que sucedió, señor Hopkins —dijo con voz cansada—. ¿No podría usted repetirlo por mí? Bien, si usted cree que es necesario, explicaré a estos caballeros lo ocurrido. ¿Han estado ya en el comedor? —Me ha parecido mejor que oyeran primero su historia, señora. —Me sentiré mucho mejor cuando haya arreglado usted todo esto. Es horrible pensar que todavía sigue ahí tirado. La mujer sufrió un estremecimiento y se cubrió el rostro con las manos. Al hacerlo, la manga de su bata se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto el antebrazo. Holmes dejó escapar una exclamación. —¡Señora, tiene usted más heridas! ¿Qué es esto? Dos marcas de color rojo intenso resaltaban sobre el blanco y bien torneado brazo. Lady Brackenstall se apresuró a cubrirlo. —No es nada. No tiene nada que ver con el espantoso suceso de anoche. Si usted y su amigo hacen el favor de sentarse, les contaré todo lo que pueda. »Soy la esposa de Sir Eustace Brackenstall. Nos casamos hace aproximadamente un año. Supongo que no tendría sentido tratar de ocultar que nuestro matrimonio no ha sido feliz. Me temo que todos nuestros vecinos se lo dirían, aunque yo intentara negarlo. Tal vez parte de la culpa sea mía. Me crié en el ambiente más libre y menos convencional de Australia del Sur, y esta vida inglesa, con sus protocolos y su etiqueta, no va conmigo. Pero la principal razón era un hecho conocido por todos: que Sir Eustace era un borracho empedernido. Pasar una hora con un hombre así ya resulta desagradable. ¿Se imaginan lo que puede representar para una mujer sensible y cultivada verse atada a él día y noche? Defender la validez de un matrimonio así es un sacrilegio, un crimen, una infamia… Les aseguro que estas monstruosas leyes suyas acabarán atrayendo una maldición sobre su país. El cielo no consentirá que perdure tanta maldad. Se incorporó por un instante, con las mejillas encendidas y los ojos despidiendo fuego bajo el terrible golpe de la frente. Pero la mano firme y cariñosa de la austera doncella le colocó de nuevo la cabeza sobre la almohada y el arrebato de furia se diluyó en apasionados sollozos. Por fin pudo continuar: —Voy a contarles lo de anoche. Seguramente ya sabrán que en esta casa toda la servidumbre duerme en el ala moderna. En este bloque central vivimos nosotros; la cocina está en la parte de atrás y nuestro dormitorio arriba. Teresa, mi doncella, duerme encima de mi habitación. No hay nadie más en esta parte de la casa, y ningún ruido podría despertar a los que están en el ala más apartada. Los ladrones tenían que saberlo, pues de lo contrario no habrían actuado como lo hicieron. »Sir Eustace se retiró aproximadamente a las diez y media. La servidumbre ya se había marchado a su sector. La única que seguía levantada era mi doncella, que permanecía en su habitación del piso alto hasta que yo necesitara sus servicios. Yo me quedé en esta habitación hasta después de las once, absorta en la lectura de un libro. Luego di una vuelta por la casa para asegurarme de que todo estaba en orden antes de subir a mi cuarto. Tenía la costumbre de hacerlo yo misma, porque, como ya les he explicado, Sir Eustace no siempre estaba en condiciones. Revisé la cocina, la despensa, el armero, la sala de billar y, por último, el comedor. Al acercarme a la ventana, que tiene cortinas muy gruesas, sentí de pronto que me daba el viento en la cara y comprendí que estaba abierta. Descorrí las cortinas y me encontré cara a cara con un hombre ya mayor, ancho de hombros, que acababa de penetrar en la habitación. La ventana es un ventanal francés, que en realidad forma una puerta que da al jardín. Yo llevaba en la mano una palmatoria con la vela encendida, y a su luz pude ver a otros dos hombres que venían detrás del primero y estaban entrando en aquel momento. Retrocedí, pero el hombre se me echó encima al instante. Me agarró primero por la muñeca y después por la garganta. Abrí la boca para gritar, pero él me dio un puñetazo tremendo encima del ojo, que me derribó por el suelo. Debí de permanecer inconsciente durante unos minutos, porque cuando volví en mí descubrí que habían arrancado el cordón de la campanilla y me habían atado con él al sillón de roble situado a la cabecera de la mesa del comedor. Estaba tan apretada que no podía moverme, y me habían amordazado con un pañuelo para impedir que hiciera ruido. En aquel preciso instante, mi desdichado esposo entró en el comedor. Sin duda, había oído ruidos sospechosos y venía preparado para una escena como la que, efectivamente, se encontró. Estaba en mangas de camisa y empuñaba su bastón favorito, de madera de espino. Se lanzó contra uno de los ladrones, pero otro, el más viejo, se agachó, cogió el atizador de la chimenea y le pegó un golpe terrible según pasaba a su lado. Cayó sin soltar ni un gemido y ya no volvió a moverse. Me desmayé de nuevo, pero también esta vez debieron de ser muy pocos minutos los que permanecí inconsciente. Cuando abrí los ojos, vi que se habían apoderado de toda la plata que había en el aparador y que habían abierto una botella de vino. Cada uno de ellos tenía una copa en la mano. Ya les he dicho, ¿o no?, que uno era viejo y barbudo, y los otros dos muchachos imberbes. Podrían haber sido un padre y sus dos hijos. Estaban cuchicheando entre ellos. Luego se acercaron a mí y se aseguraron de que seguía bien atada. Y por fin se marcharon, cerrando la ventana al salir. Tardé por lo menos un cuarto de hora en quitarme la mordaza de la boca, y cuando lo conseguí, mis gritos hicieron bajar a la doncella. No tardó en acudir el resto del servicio y avisamos a la policía, que inmediatamente se puso en contacto con Londres. Esto es todo lo que puedo decirles, caballeros, y espero que no será necesario que vuelva a repetir una historia tan dolorosa. —¿Alguna pregunta, señor Holmes? —preguntó Hopkins. —No quiero abusar más de la paciencia y el tiempo de lady Brackenstall —dijo Holmes—. Pero antes de pasar al comedor, me gustaría oír lo que pueda usted contarnos —añadió, dirigiéndose a la doncella. —Yo vi a esos hombres antes de que entraran en la casa —dijo esta—. Estaba sentada junto a la ventana de mi habitación y vi a tres hombres a la luz de la luna, junto al portón de la casa del guardes, pero en aquel momento no le di importancia. Más de una hora después, oí gritar a la señora y bajé corriendo, encontrándola como ella dice, pobre criatura, y al señor en el suelo, con la sangre y los sesos desparramados por todo el comedor. Cualquier otra mujer se habría vuelto loca, allí atada y con el vestido salpicado de sangre; pero a la señorita Mary Fraser de Adelaida nunca le faltó valor, y lady Brackenstall de Abbey Grange no ha cambiado de manera de ser. Creo, caballeros, que ya la han interrogado bastante, y ahora se va a retirar a su habitación con su vieja Teresa para tomarse el descanso que tanto necesita. Con ternura maternal, la sombría mujer pasó el brazo alrededor de los hombros de su señora y la ayudó a salir de la habitación. —Lleva con ella toda la vida —dijo Hopkins—. La cuidó de pequeña y vino con ella a Inglaterra cuando partieron de Australia, hace año y medio. Se llama Teresa Wright, y ya no se encuentran doncellas de su clase. Por aquí, señor Holmes, haga el favor. Del expresivo rostro de Holmes había desaparecido toda señal de interés, y comprendí que, al esfumarse el misterio, el caso había perdido todo su encanto. Todavía faltaba practicar una detención, pero ¿qué tenían de especial aquellos vulgares maleantes para que él se ensuciara las manos con ellos? Un especialista en enfermedades raras y difíciles que descubriera que le han llamado para tratar un sarampión experimentaría una desilusión semejante a la que yo leí en los ojos de mi amigo. Aun así, la escena que nos aguardaba en el comedor de Abbey Grange era lo bastante extraña como para atraer su atención y despertar de nuevo su apagado interés. Se trataba de una habitación muy espaciosa y de techo muy alto, con artesonado de roble tallado, revestimiento de paneles de roble, y un notable surtido de cabezas de ciervo y armas antiguas adornando las paredes. En el extremo más alejado de la puerta se encontraba el ventanal francés del que habíamos oído hablar. A la derecha, tres ventanas más pequeñas llenaban la estancia de fría luz invernal. A la izquierda había una chimenea ancha y profunda, con una enorme repisa de roble. Junto a la chimenea había un pesado sillón, también de roble, con travesaños en la base. Entrelazado en los espacios de la madera había un grueso cordón de color escarlata, atado con fuerza a ambos extremos del travesaño de abajo. Al desatar a la señora, había aflojado el cordón, pero los nudos que lo sujetaban al sillón seguían intactos. En estos detalles no reparamos hasta más adelante, porque, por el momento, toda nuestra atención había quedado concentrada en el espantoso objeto que yacía sobre la alfombra de piel de tigre extendida delante de la chimenea. Dicho objeto era el cadáver de un hombre alto y bien constituido, de unos cuarenta años de edad. Estaba caído de espaldas, con el rostro vuelto hacia arriba y los blancos dientes asomando en una especie de sonrisa entre la barba negra y bien recortada. Tenía las manos cerradas y levantadas por encima de la cabeza, empuñando un grueso bastón de madera de espino. Sus facciones morenas, atractivas y aguileñas estaban retorcidas en un espasmo de odio vengativo que le daba a su muerto rostro una horrible expresión demoníaca. Parecía evidente que se encontraba en la cama cuando percibió que algo ocurría, ya que vestía una camisa de noche con muchos bordados y perifollos, y sus pies descalzos asomaban bajo los pantalones. La cabeza presentaba una herida espantosa, y toda la habitación daba testimonio de la ferocidad salvaje del golpe que lo había derribado. Caído junto a él, se veía un pesado atizador de hierro, curvado por la fuerza del golpe. Holmes examinó el instrumento y el indescriptible destrozo que había ocasionado. —Este viejo Randall tiene que ser un hombre muy fuerte —comentó. —Sí —dijo Hopkins—. Tengo algunos datos suyos y es un tipo de cuidado. —No debería resultar difícil echarle el guante. —Ni lo más mínimo. Le anduvimos buscando durante algún tiempo, y llegó a decirse que había huido a América, pero ahora que sabemos que la banda está aquí, no hay manera de que se nos escape. Ya hemos dado aviso en todos los puertos de mar, y antes de esta noche se ofrecerá una recompensa. Lo que no entiendo es cómo han podido hacer una salvajada semejante, sabiendo que la señora daría su descripción y que nosotros teníamos que reconocerla por fuerza. —Exacto. Lo más lógico habría sido asesinar también a lady Brackenstall para callarle la boca. —Tal vez no se dieran cuenta de que se había recuperado de su desmayo —aventuré yo. —Parece bastante probable. Si creyeron que seguía inconsciente, no tenían por qué matarla. ¿Qué me dice de este pobre hombre, Hopkins? —Era un hombre de buen corazón cuando estaba sobrio, pero un verdadero demonio cuando estaba borracho o, mejor dicho, cuando estaba medio borracho, porque casi nunca se emborrachaba hasta el límite. En esas ocasiones parecía poseído por el diablo y era capaz de cualquier cosa. Por lo que he oído, a pesar de su fortuna y de su título, ha estado una o dos veces a punto de cruzarse en nuestro camino. Hubo un escándalo que costó bastante acallar, porque se dijo que había rociado de petróleo a un perro y le había prendido fuego (para empeorar las cosas, se trataba del perro de la señora). Y en otra ocasión le tiró una garrafa a la cabeza a Teresa Wright, la doncella; también entonces se armó un buen lío. En general, y esto que quede entre nosotros, la casa resultará más agradable sin él. ¿Qué mira usted ahora? Holmes se había puesto de rodillas y examinaba con gran interés los nudos del cordón rojo con el que habían atado a la señora. A continuación, inspeccionó concienzudamente el extremo que había quedado roto y deshilachado cuando el asaltante arrancó el cordón. —Al arrancar esto, la campanilla de la cocina tuvo que hacer un ruido tremendo —comentó. —Nadie podía oírlo. La cocina está en la parte de atrás de la casa. —¿Y cómo sabía el ladrón que no lo iba a oír nadie? ¿Cómo se atrevió a tirar del cordón de una campanilla de manera tan insensata? —Exacto, señor Holmes, eso es. Acaba usted de plantear la misma pregunta que yo me vengo haciendo una y otra vez. No cabe duda de que este sujeto conocía la casa y sus costumbres. Tiene que haber estado completamente seguro de que toda la servidumbre se había acostado ya, a pesar de ser relativamente temprano, y de que nadie podía oír sonar la campana de la cocina. De lo que se deduce que tenía que estar compinchado con alguno de los sirvientes. Esto, desde luego, es de cajón. Lo malo es que hay ocho sirvientes, y todos tienen buenas referencias. —En igualdad de condiciones —dijo Holmes—, uno se inclinaría a sospechar de la persona a quien le tiraron una garrafa a la cabeza. Sin embargo, eso supondría una traición a su señora, por quien esta mujer parece sentir devoción. Bueno, bueno, este detalle carece de importancia, porque cuando agarre usted a Randall no creo que le resulte difícil averiguar quiénes fueron sus cómplices. Desde luego, todos los detalles que tenemos a la vista parecen corroborar el relato de la señora, si es que necesitaba corroboración —se acercó al ventanal francés y lo abrió de par en par—. Aquí no se ven huellas, pero el terreno es durísimo y no es de esperar que las haya. Veo que esas velas que hay encima de la repisa de la chimenea han estado encendidas. —Sí, los ladrones se alumbraron con ellas y con la palmatoria de la señora. —¿Y qué se llevaron? —Pues no se llevaron gran cosa…, como media docena de artículos de plata que había en ese aparador. Lady Brackenstall opina que la muerte de Sir Eustace los debió impresionar, y que por eso no saquearon la casa, como habrían hecho en otras circunstancias. —Seguro que fue eso. Y sin embargo, se pusieron a beber vino, según tengo entendido. —Para calmarse los nervios. —Ya. Supongo que nadie ha tocado estas tres copas que hay sobre el aparador. —Así es; y la botella está tal como la dejaron. —Vamos a ver… ¡Caramba, caramba! ¿Qué es esto? Las tres copas estaban juntas, todas ellas con rastros de vino, y una de ellas contenía bastantes posos. La botella estaba cerca de las copas, llena en sus dos terceras partes, y junto a ella había un tapón de corcho, largo y muy manchado. El aspecto de la botella y el polvo que la cubría indicaban que los asesinos habían saboreado un vino nada corriente. La actitud de Holmes había cambiado de pronto. Su expresión de indiferencia había desaparecido y de nuevo pude advertir una chispa de interés en sus ojos hundidos y penetrantes. Cogió el corcho y lo examinó minuciosamente. —¿Cómo sacaron el corcho? —preguntó. Hopkins señaló un cajón a medio abrir. En su interior había unas cuantas piezas de mantelería y un enorme sacacorchos. —¿Ha dicho lady Brackenstall que usaron ese sacacorchos? —No; recuerde que estaba inconsciente mientras ellos abrían la botella. —Es cierto. La verdad es que no utilizaron este sacacorchos. Esta botella se abrió con un sacacorchos de bolsillo, probablemente de los que van incorporados a una navaja, y que no tendría más de una pulgada y media de largo. Si examina usted la parte superior del corcho, verá que tuvieron que meter el sacacorchos tres veces para poder sacar el tapón. No han llegado a atravesarlo. Este sacacorchos tan grande habría atravesado el tapón y lo habría sacado de un solo tirón. Cuando atrape usted a ese tipo, verá como lleva encima una de esas navajas de múltiples usos. —¡Magnífico! —exclamó Hopkins. —Pero estas copas confieso que me desconciertan. Lady Brackenstall vio beber a los tres hombres, ¿no dijo eso? —Sí; eso lo dejó muy claro. —Entonces, eso zanja la cuestión. ¿Qué más podríamos decir? Y sin embargo, Hopkins, tiene usted que admitir que estas tres copas son muy curiosas. ¿Cómo, que no ve usted nada de curioso en ellas? Está bien, dejémoslo correr. Es posible que cuando un hombre posee facultades y conocimientos especiales, como los míos, tienda a buscar explicaciones complicadas aunque tenga una más sencilla a mano. Lo de las copas, naturalmente, podría ser pura casualidad. En fin, buenos días, Hopkins. No creo que pueda serle útil para nada y parece que ya tiene usted el caso aclarado. Ya me avisará cuando detengan a Randall, y espero que me informe de cualquier otra novedad que pueda presentarse. Confío en poder felicitarle pronto por haber llevado el caso a una conclusión satisfactoria. Vamos, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en casa. Durante nuestro viaje de regreso pude darme cuenta, por la expresión de Holmes, de que se encontraba muy intrigado por algo que había observado. De cuando en cuando, y haciendo un esfuerzo, lograba desembarazarse de aquella impresión y hablar como si el asunto estuviera muy claro, pero de pronto volvían a acometerle las dudas, y sus cejas fruncidas y su mirada abstraída indicaban que sus pensamientos habían volado de nuevo hacia el gran comedor de Abbey Grange, escenario de aquella tragedia nocturna. Por fin, con un impulso repentino, y en el preciso momento en que nuestro tren empezaba a arrancar en una estación de las afueras, saltó al andén y me arrastró a mí tras él. —Perdóneme, querido amigo —dijo mientras veíamos desaparecer tras una curva los vagones de cola de nuestro tren—. Lamento mucho hacerle víctima de lo que quizás parezca un mero capricho, pero, por mi vida, Watson, que me resulta sencillamente imposible dejar el caso como está. Todos mis instintos se rebelan contra ello. Hay un error, todo es un error… ¡le juro que es un error! Y sin embargo, la declaración de la señora no tiene cabos sueltos, la confirmación de la doncella parece suficiente, casi todos los detalles concuerdan… ¿Qué puedo yo oponer a eso? Tres copas de vino, eso es todo. Pero si yo no hubiera dado ciertas cosas por sentadas, si lo hubiera examinado todo con la atención que dedico cuando abordo un caso desde cero, sin dejarme influir por una historia perfectamente construida…, ¿acaso no habría encontrado algo más concreto en que basarme? Pues claro que sí. Siéntese en este banco, Watson, hasta que pase un tren hacia Chislehurst, y deje que le exponga mis razones. Pero, antes que nada, le ruego que borre de su mente la idea de que todo lo que nos han contado la doncella y la señora tiene que ser necesariamente cierto. No debemos permitir que la encantadora personalidad de la dama influya en nuestro buen juicio. »Desde luego, hay en su relato algunos detalles que, si los consideramos en frío, resultan bastante sospechosos. Estos ladrones dieron un golpe importante en Sydenham hace quince días. Los periódicos hablaron de ellos y publicaron sus descripciones, y parece natural que si alguien desea inventar una historia en la que intervienen ladrones imaginarios se inspire en ellos. Pero en realidad, y como regla general, los ladrones que acaban de dar un buen golpe se conforman con disfrutar de su botín en paz y tranquilidad, sin embarcarse en nuevas empresas arriesgadas. Además de esto, no es normal que los ladrones actúen a una hora tan temprana; no es normal que golpeen a una señora para impedir que grite, ya que a cualquiera se le ocurre que ese es el medio más seguro de hacerla gritar; no es normal que cometan un asesinato cuando son lo bastante numerosos para reducir a un solo hombre sin tener que matarlo; no es normal que se conformen con un botín reducido cuando tienen mucho más a su alcance; y, por último, yo diría que no es nada normal que unos hombres de esa clase dejen una botella medio llena. ¿Qué le parecen todas esas anormalidades, señor Watson? —Desde luego, su efecto acumulativo es considerable, y sin embargo, cada una de ellas por sí sola es perfectamente posible. A mí lo que me parece menos normal de todo es que ataran a la señora al sillón. —Bueno, de eso no estoy tan seguro, Watson. Es evidente que, una de dos: o tenían que matarla, o tenían que inmovilizarla para que no pudiera dar la alarma en cuanto ellos escaparan. Pero, de cualquier modo, creo haber demostrado que existe un cierto factor de improbabilidad en la historia de la dama, ¿no le parece? Y luego, para colmo, viene el detalle de las copas de vino. —¿Qué pasa con las copas de vino? —¿Puede usted representárselas mentalmente? —Las veo con toda claridad. —Nos dicen que tres hombres bebieron de ellas. ¿Le parece a usted probable? —¿Por qué no? Había vino en las tres. —Exacto. Pero solo había posos en una copa. Tiene usted que haberse fijado en ello. ¿Qué le sugiere eso? —La última copa que se llenó tendría más poso. —Nada de eso. La botella tenía poso en abundancia, y resulta inconcebible que en las dos primeras copas no caiga nada y la tercera quede llena de poso. Existen dos explicaciones posibles, y solo dos. La primera es que, después de llenar la segunda copa, agitaran la botella, con lo cual la tercera copa recibiría todo el poso. Esto no parece probable. No, no; estoy seguro de tener razón. —¿Y qué es lo que supone usted? —Que solo se utilizaron dos copas, y que las heces de ambas se echaron en una tercera copa, para dar la falsa impresión de que allí habían estado tres personas. De ser así, todo el poso habría quedado en esta última copa, ¿no es cierto? Sí, estoy convencido de ello. Pero si he acertado con la verdadera explicación de este pequeño fenómeno, entonces el caso se eleva al instante desde el plano de lo vulgar al de lo excepcional, ya que eso solo puede significar que lady Brackenstall y su doncella nos han mentido deliberadamente, que no debemos creer ni una sola palabra de su historia, que tienen alguna razón de peso para encubrir al verdadero asesino, y que tendremos que reconstruir el caso por nuestros propios medios, sin ninguna ayuda por su parte. Esta es la misión que ahora nos aguarda, Watson, y ahí viene el tren de Chislehurst. Los habitantes de Abbey Grange se sorprendieron mucho de nuestro regreso, pero Sherlock Holmes, al enterarse de que Stanley Hopkins había ido a presentar su informe en la jefatura, tomó posesión del comedor, cerró la puerta por dentro y se enfrascó durante dos horas en una de aquellas minuciosas y concienzudas investigaciones que formaban la sólida base en la que se apoyaban sus brillantes trabajos deductivos. Sentado en un rincón, como un estudiante aplicado que observa una demostración del profesor, yo seguía paso a paso aquella admirable exploración. El ventanal, las cortinas, la alfombra, el sillón, la cuerda… Todo fue examinado al detalle y debidamente ponderado. Ya se habían llevado el cadáver del desdichado baronet, pero todo lo demás continuaba tal como lo habíamos visto por la mañana. En un momento dado, y con gran asombro por mi parte, Holmes se subió a la repisa de la chimenea. Muy por encima de su cabeza colgaban las pocas pulgadas de cordón rojo que permanecían unidas al cable. Se quedó un buen rato mirando hacia arriba y luego, con intención de acercarse más, apoyó la rodilla en una moldura de la pared de madera. De este modo llegaba con la mano a pocas pulgadas del extremo roto del cordón; pero lo que más pareció interesarle no fue esto, sino la moldura misma. Por último, saltó al suelo con una exclamación de satisfacción. —Ya está, Watson —dijo—. Tenemos el caso resuelto, y es uno de los más notables de nuestra colección. ¡Pero hay que ver lo torpe que he sido y lo cerca que he estado de cometer el mayor disparate de mi vida! Ahora creo que, a falta de unos pocos eslabones, mi cadena está ya casi completa. —¿Ya tiene usted a sus hombres? —A mi hombre, Watson, a mi hombre. Solo uno, pero un tipo de cuidado. Fuerte como un león…, fíjese en ese golpe, que ha doblado el atizador. Uno noventa de estatura, ágil como una ardilla, hábil con los dedos y, sobre todo, con un talento más que notable, ya que toda esta ingeniosa historia es invención suya. Sí, Watson, nos hemos topado con la obra de un individuo verdaderamente extraordinario. Y sin embargo, en ese cordón de campanilla nos ha dejado una pista que tendría que habernos sacado de dudas al instante. —¿Dónde estaba esa pista? —Vamos a ver, Watson, si fuera usted a arrancar un cordón de campanilla, ¿por dónde cree que se rompería? Sin duda, por el punto donde está unido al cable. ¿Por qué habría de romperse a tres pulgadas del extremo, como ha hecho este? —¿Quizás porque estaba gastado en ese punto? —Exacto. Este extremo, que es el que podemos examinar, está deshilachado. Ha sido lo bastante astuto como para deshilacharlo con su navaja. Pero el otro extremo no lo está. Desde aquí no se puede ver, pero si se sube usted a la repisa, verá que está cortado limpiamente, sin señal alguna de deshilachamiento. Es fácil reconstruir lo ocurrido. Nuestro hombre necesita una cuerda. No se atreve a arrancarla de un tirón por temor a dar la alarma al hacer sonar la campanilla. ¿Qué es lo que hace? Se sube a la repisa de la chimenea, pero desde ahí todavía no alcanza bien; apoya la rodilla en la moldura (se puede apreciar la huella en el polvo), y saca la navaja para cortar el cordón. A mí me han faltado por lo menos tres pulgadas para llegar al punto del corte, de lo que deduzco que este hombre es, por lo menos, tres pulgadas más alto que yo. ¡Fíjese en esa marca en el asiento del sillón de roble! ¿Qué es eso? —Sangre. —Ya lo creo que es sangre. Solo con eso queda desacreditado el relato de la señora. Si ella estaba sentada en este sillón cuando se cometió el crimen, ¿cómo cayó ahí esa mancha? No, no; ella se sentó en el sillón después de la muerte de su marido. Apostaría a que el vestido negro tiene una mancha que coincide con esta. Este todavía no es nuestro Waterloo, Watson, sino más bien nuestro Marengo, porque empieza en derrota y acaba en victoria. Ahora me gustaría cambiar unas palabras con la doncella Teresa. Vamos a tener que proceder con cautela durante algún tiempo si queremos obtener la información que necesitamos. Aquella severa doncella australiana era todo un personaje: taciturna, recelosa, de modales bruscos… Tuvo que transcurrir un buen rato antes de que la actitud amistosa de Holmes y su franca aceptación de todo lo que ella decía la descongelaran hasta el punto de corresponder a su simpatía. No hizo ningún intento de ocultar el odio que sentía hacia su difunto señor. —Sí, señor, es verdad que me tiró una garrafa a la cabeza. Le oí insultar a mi señora y le dije que no se atrevería a hablar así si el hermano de la señora estuviese aquí. Entonces fue cuando me tiró la garrafa. A mí me habría dado igual que me tirase una docena, con tal de que dejara tranquila a mi pajarita. Estaba siempre maltratándola, y ella tenía demasiado orgullo para quejarse. Ni siquiera a mí me contaba todo lo que él le hacía. Nunca me enseñó esas marcas en los brazos que usted vio esta mañana, pero yo sé muy bien que son pinchazos hechos con un alfiler de sombrero. ¡Monstruo traicionero! Que Dios me perdone por hablar así de él ahora que está muerto, pero si alguna vez ha habido un monstruo en el mundo, ha sido él. Cuando lo conocimos era todo dulzura. Han pasado solo dieciocho meses, pero a nosotras dos nos han parecido dieciocho años. Ella acababa de llegar a Londres… Sí, era su primer viaje, la primera vez que se alejaba de su país. Él la conquistó con su título y su dinero y sus hipócritas modales londinenses. La pobre señora cometió un error, y lo ha pagado como ninguna mujer pagó jamás. ¿En qué mes le conocimos? Ya le he dicho que fue nada más llegar a Inglaterra. Llegamos en junio, así que fue en julio. Se casaron en enero del año pasado. Sí, la señora ha vuelto a bajar a la sala de estar, y seguro que accederá a recibirle, pero no debe usted exigirle mucho, porque ya ha soportado todo lo que una persona de carne y hueso es capaz de aguantar. Lady Brackenstall se encontraba reclinada en el mismo diván, pero parecía más animada que por la mañana. La doncella había entrado con nosotros y comenzó de nuevo a aplicar paños a la magulladura que su señora tenía en la frente. —Espero —dijo la dama— que no habrá venido usted a interrogarme de nuevo. —No, lady Brackenstall —respondió Holmes en su tono más suave—. No tengo intención de ocasionarle ninguna molestia innecesaria, y mi único deseo es facilitarle las cosas, porque estoy convencido de que ha sufrido usted mucho. Si quisiera usted tratarme como a un amigo y confiar en mí, vería que yo puedo corresponder a su confianza. —¿Qué quiere usted de mí? —Que me diga la verdad. —¡Señor Holmes! —No, no, lady Brackenstall, eso no sirve de nada. Es posible que conozca usted mi modesta reputación. Pues bien, me la apostaría toda a que la historia que usted nos contó es pura invención. Tanto la señora como la doncella miraban a Holmes con el rostro empalidecido y los ojos aterrados. —¡Es usted un insolente! —exclamó Teresa—. ¿Se atreve a decir que mi señora ha mentido? Holmes se levantó de su asiento. —¿No tiene nada que decirme? —Ya se lo he contado todo. —Piénselo mejor, lady Brackenstall. ¿No sería preferible ser sincera? Por un instante, el hermoso rostro dio muestras de vacilación. Pero en seguida, algún nuevo y poderoso proceso mental lo dejó fijo como una máscara. —Le he contado todo lo que sé. Holmes recogió su sombrero y se encogió de hombros. —Lo siento mucho —dijo, y sin pronunciar otra palabra salimos de la habitación y de la casa. El jardín tenía un estanque y hacia él se encaminó mi amigo. Estaba congelado, pero había quedado un único agujero en el hielo, para beneficio de un cisne solitario. Holmes se quedó mirándolo, y luego se acercó al pabellón de guardia. Garabateó una breve nota para Stanley Hopkins y se la dejó al guardes. —Puedo acertar o equivocarme, pero tenemos que hacer algo por el amigo Hopkins, aunque solo sea para justificar esta segunda visita —dijo—. Todavía no le puedo confiar todas mis sospechas. Creo que nuestro próximo campo de operaciones será la oficina de la línea marítima Adelaida-Southampton, que se encuentra al final de Pall Mall, si mal no recuerdo. Hay otra línea de vapores que hace el servicio entre Australia del Sur e Inglaterra, pero consultaremos primero en la más importante. La tarjeta de Holmes nos procuró al instante la atención del gerente, y no tardamos en obtener toda la información que mi amigo necesitaba. En junio del 95, solo un barco de esa línea había llegado a un puerto inglés: el Rock of Gibraltar, el más grande y mejor de los transatlánticos. Una consulta a la lista de pasajeros permitió corroborar que en él había viajado la señora Fraser, de Adelaida, en compañía de su doncella. En aquellos momentos, el barco navegaba rumbo a Australia, por aguas situadas al sur del canal de Suez. Los oficiales eran los mismos que en el 95, con una sola excepción: el primer oficial, Jack Croker, había ascendido a capitán y estaba a punto de tomar el mando de su nuevo barco, el Bass Rock, que zarparía de Southampton dentro de dos días. Residía en Sydenham, pero lo más probable era que se pasara aquella misma mañana por la oficina para recibir instrucciones, de modo que si queríamos podíamos aguardarlo. No, el señor Holmes no deseaba hablar con él, pero sí que le gustaría saber algo más acerca de su historial y su carácter. Su historial era magnífico. No había en toda la flota un oficial que pudiera compararse con él. En cuanto a su carácter, era de absoluta confianza cuando estaba de servicio, pero fuera de su barco era un tipo alocado, temerario, nervioso e irascible, aunque sin dejar de ser leal, honrado y de buen corazón. Esta era, en sustancia, la información con la que Holmes salió de la oficina de la Compañía Naviera Adelaida-Southampton. Desde allí nos dirigimos a Scotland Yard, pero en lugar de entrar, Holmes se quedó sentado en el coche, con las cejas fruncidas, sumido en profundos pensamientos. Por último, se hizo llevar a la oficina de Telégrafos de Charing Cross, donde cursó un telegrama, y regresamos al fin a Baker Street. —No he sido capaz de hacerlo, Watson —dijo cuando nos hubimos instalado de nuevo en nuestro cuarto—. Una vez cursada la orden de detención, nada en el mundo habría podido salvarlo. Una o dos veces a lo largo de mi carrera he tenido la impresión de que había hecho más daño yo descubriendo al criminal que este al cometer su crimen. Así que he aprendido a ser cauto y ahora prefiero tomarme libertades con las leyes de Inglaterra antes que con mi propia conciencia. Es preciso que sepamos algo más antes de actuar. Antes de que anocheciera recibimos la visita del inspector Stanley Hopkins. Las cosas no le iban muy bien. —Holmes, estoy convencido de que es usted un brujo. Le aseguro que a veces pienso que posee usted poderes que no son humanos. Vamos a ver: ¿cómo demonios sabía usted que la plata robada estaba en el fondo de ese estanque? —No lo sabía. —Pero me dijo que lo inspeccionara. —¿Así que la encontró, eh? —Sí, la encontré. —Me alegro mucho de haberle podido ayudar. —¡Pero es que no me ha ayudado! ¡Lo que ha hecho es complicar muchísimo más el asunto! ¿Qué clase de ladrones son estos que roban la plata y luego la tiran al estanque más próximo? —No cabe duda de que su proceder es bastante excéntrico. Yo me limité a razonar a partir de la idea de que si la plata la habían robado personas que en realidad no la querían, sino que únicamente la estaban utilizando como pantalla, lo más natural era que procuraran deshacerse de ella lo antes posible. —Pero ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza semejante idea? —Bueno, me pareció que era posible. Nada más salir por el ventanal francés tuvieron que encontrarse el estanque, con su tentador agujerito en el hielo, delante de sus mismas narices. ¿Qué mejor escondite que aquel? —¡Ah, un escondite! ¡Eso es otra cosa! —exclamó Stanley Hopkins—. Sí, claro, ahora lo entiendo. Era muy pronto, había aún gente por los caminos, y tuvieron miedo de que alguien los viera con la plata, de manera que la echaron al estanque, con la intención de regresar a por ella cuando no hubiera moros en la costa. Magnífico, señor Holmes, esto está mejor que esa idea de la pantalla. —Seguro. Ha elaborado usted una admirable teoría. No cabe duda de que mis ideas eran completamente disparatadas, pero tiene usted que reconocer que han dado como resultado la recuperación de la plata. —Sí, señor, sí; todo el mérito es suyo. En cambio, yo he sufrido un grave resbalón. —¿Un resbalón? —Sí, señor Holmes. La banda de los Randall ha sido detenida esta mañana en Nueva York. —Vaya por Dios, Hopkins. Esto sí que parece rebatir su teoría de que anoche cometieron un asesinato en Kent. —Es un golpe mortal, señor Holmes, absolutamente mortal. Sin embargo, hay otras cuadrillas de tres hombres, aparte de los Randall, e incluso podría tratarse de una banda nueva, que la policía aún no conoce. —Seguro; es perfectamente posible. ¿Cómo, se marcha usted? —Sí, señor Holmes; no habrá descanso para mí hasta que haya llegado al fondo del asunto. Supongo que no tiene usted ninguna sugerencia que hacerme. —Ya le he hecho una. —¿Cuál? —Bueno, he sugerido la posibilidad de una pantalla. —Pero ¿por qué, señor Holmes, por qué? —Ah, esa es la cuestión, desde luego. Pero le recomiendo que piense en esa idea. Puede que descubra que tiene su miga. ¿No se queda a cenar? Está bien, adiós y háganos saber cómo le va. Hasta después de haber cenado y haber quedado recogida la mesa, Holmes no volvió a mencionar el asunto. Había encendido su pipa y acercado los pies, enfundados en zapatillas, al reconfortante fuego de la chimenea. De pronto, consultó su reloj. —Espero novedades, Watson. —¿Cuándo? —Ahora mismo…, dentro de unos minutos. Seguro que piensa usted que me he portado muy mal con Hopkins hace un rato. —Confío en su buen juicio. —Una respuesta muy sensata, Watson. Tiene usted que mirarlo de este modo: lo que yo sé es extraoficial; lo que él sabe es oficial. Yo tengo derecho a decidir por mí mismo, pero él no. El tiene que revelarlo todo, o se convertiría en un traidor al cargo que ocupa. En caso de duda, preferiría no colocarle en una posición tan penosa y por eso me reservo lo que sé hasta que haya llegado a una conclusión clara sobre el asunto. —¿Y eso cuándo será? —Ha llegado el momento. Va usted a presenciar la última escena de un pequeño e interesante drama. Se oyeron ruidos en la escalera, y nuestra puerta se abrió para dejar paso a uno de los ejemplares masculinos más espléndidos que jamás han entrado por ella. Era un hombre joven y muy alto, con bigote rubio, ojos azules, piel tostada por el sol de los trópicos y andares elásticos, que demostraban que aquella poderosa estructura era tan ágil como fuerte. Cerró la puerta después de entrar y se quedó de pie, con los puños apretados y el pecho palpitando, como tratando de dominar una emoción avasalladora. —Siéntese, capitán Croker. ¿Recibió usted mi telegrama? Nuestro visitante se dejó caer en una butaca y nos miró con ojos inquisitivos. —Recibí su telegrama y he venido a la hora que usted indicaba. Me han dicho que ha estado usted hoy en la oficina. No hay manera de escapar de usted. Oigamos ya las malas noticias. ¿Qué piensa hacer conmigo? ¿Detenerme? ¡Hable, hombre! No se quede ahí sentado, jugando conmigo como el gato con el ratón. —Déle un cigarro —me dijo Holmes—. Muerda eso, capitán Croker, y no se deje llevar por los nervios. Puede estar seguro de que yo no me sentaría a fumar con usted si lo considerase un criminal vulgar. Sea sincero conmigo y saldrá ganando. Trate de engañarme y lo aplastaré. —¿Qué quiere usted que haga? —Que me cuente toda la verdad de lo sucedido anoche en Abbey Grange. Toda la verdad, fíjese bien, sin añadir ni omitir nada. Es ya tanto lo que sé, que si se desvía usted una pulgada del camino recto, tocaré este silbato de policía desde la ventana y el asunto quedará fuera de mis manos para siempre. El marino meditó un momento y luego se dio una palmada en la pierna con su enorme mano tostada por el sol. —Correré el riesgo —dijo—. Creo que es usted un hombre de palabra y un hombre justo, y le voy a contar toda la historia. Pero antes tengo que decirle una cosa. Por lo que a mí respecta, no me arrepiento de nada, no temo nada, volvería a hacer lo que hice, y me sentiría orgulloso de haberlo hecho. ¡Maldita bestia! Aunque tuviera más vidas que un gato, no le bastaría con todas ellas para pagar lo que hizo. Pero está la señora, Mary…, Mary Fraser…, porque jamás me harán llamarla por ese otro maldito apellido… Cuando pienso los problemas que esto puede ocasionarle…, yo, que daría la vida solo por hacer brotar una sonrisa en su amado rostro…, es que se me hace la sangre agua. Y sin embargo…, y sin embargo… ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Voy a contarles mi historia, caballeros, y después les preguntaré, de hombre a hombre, si podía haber hecho otra cosa. »Tengo que retroceder un poco. Parece que ustedes lo saben todo, así que supongo que ya saben que la conocí cuando ella era pasajera y yo primer oficial del Rock of Gibraltar. Desde que la vi por vez primera no existió otra mujer para mí. Cada día del viaje la amaba más, y muchas veces, durante la oscuridad de la guardia nocturna, me he arrodillado para besar la cubierta del barco allí donde sus queridos pies la habían pisado. Ella nunca me prometió nada. Me trató con toda la honradez con que una mujer puede tratar a un hombre. No tengo ninguna queja. Por mi parte, todo era amor; por la suya, buena camaradería y amistad. Cuando nos separamos, ella era una mujer libre, pero yo ya no podría ser libre jamás. »Al regreso de mi siguiente viaje me enteré de su matrimonio. ¿Y por qué no iba a poderse casar con quien quisiera? Título y dinero… ¿A quién iban a sentarle mejor que a ella? Nació para todo lo bello y delicado. Me alegré de su buena suerte y de que no se hubiera echado a perder entregándose a un vulgar marino sin un céntimo. Así es como yo amaba a Mary Fraser. »En fin, pensaba que no la volvería a ver; pero al concluir mi último viaje fui ascendido a capitán y mi nuevo barco aún no se había botado, de manera que tuve que esperar un par de meses, y fui a pasarlos con mi familia en Sydenham. Y un día, en un camino rural, me encontré con Teresa Wright, su vieja doncella, que me contó cosas de ella, de él, de todo. Les aseguro, caballeros, que casi me vuelvo loco ¡Ese perro borracho! ¡Atreverse a ponerle la mano encima, él, que no era digno ni de lamerle los zapatos! Volví a ver a Teresa. Después vi a la propia Mary… y la volví a ver por segunda vez. A partir de entonces ella ya no quiso que siguiéramos viéndonos. Pero el otro día recibí el aviso de que mi barco zarparía en una semana, y decidí verla una vez más antes de partir. Teresa siempre estuvo de mi parte, porque quería a Mary y odiaba a ese canalla casi tanto como yo. Por ella me enteré de las costumbres de la casa. Mary solía quedarse a leer en su salita de la planta baja. Anoche me acerqué hasta allí arrastrándome y arañé el cristal de la ventana. Al principio, ella no quería abrirme, pero ahora sé que en el fondo me ama y no fue capaz de dejarme fuera en una noche tan helada. Me susurró que diera la vuelta hasta el ventanal delantero y lo abrió para dejarme pasar al comedor. Una vez más, escuché de sus labios cosas que me hicieron hervir la sangre, y una vez más maldije a ese bruto que maltrataba a la mujer que yo amaba. Pues bien, caballeros, allí estábamos los dos, de pie junto al ventanal, y pongo al cielo por testigo de que en una actitud absolutamente inocente, cuando ese hombre se precipitó en la habitación como un loco, le dijo los peores insultos que un hombre puede dirigir a una mujer y la golpeó en la cara con el bastón que traía en la mano. Yo di un salto para coger el atizador y entablamos una lucha bastante igualada. Aquí en mi brazo puede ver dónde cayó su primer golpe. Pero entonces me tocó pegar a mí y le partí el cráneo como si hubiera sido una calabaza podrida. ¿Creen ustedes que lo lamenté? ¡Ni lo más mínimo! Era su vida o la mía… Más aún: era su vida o la de ella, porque, ¿cómo iba yo a dejarla en poder de aquel loco? Así lo maté. ¿Hice mal? Si es así, caballeros, díganme qué habrían hecho ustedes de encontrarse en mi situación. »Ella había gritado cuando él la golpeó, y eso hizo bajar a la vieja Teresa de la habitación de arriba. En el aparador había una botella de vino y yo la abrí para verter un poco en los labios de Mary, que estaba medio muerta del susto. Yo también bebí un poco. Pero Teresa se mantenía fría como el hielo, y la idea fue tan suya como mía. Teníamos que aparentar que habían sido los ladrones. Teresa no paró de repetirle la historia a su señora, mientras yo trepaba para cortar el cordón de la campanilla. Luego la até al sillón, e incluso deshilaché el extremo del cordón para que pareciera natural y nadie se preguntara cómo había podido un ladrón trepar hasta allí para cortarlo. Cogí unos cuantos platos y cacharros de plata para reforzar la historia del robo, y las dejé solas, indicándolas que dieran la alarma un cuarto de hora después de marcharme yo. Tiré la plata al estanque y me volví a Sydenham con la sensación de que, por una vez en mi vida, había aprovechado bien la noche. Y esta es la verdad y toda la verdad, señor Holmes, aunque me cueste el cuello. Holmes siguió fumando en silencio durante un rato. Luego cruzó la habitación y estrechó la mano de nuestro visitante. —Esto es lo que pienso —dijo—. Sé qué todo lo que me ha dicho es verdad, porque prácticamente no ha dicho ni una palabra que yo no supiera ya. Nadie más que un acróbata o un marinero podía haber trepado para cortar ese cordón desde la moldura, y nadie más que un marino podía haber hecho esos nudos para atar el cordón a la silla. La señora no había estado en contacto con marinos más que una vez en su vida, y eso fue durante su viaje. Y tenía que tratarse de alguien de su misma categoría humana, por el empeño que ponía en encubrirle, lo cual, de paso, demostraba que le amaba. Ya ve lo fácil que me ha resultado dar con usted en cuanto me puse a seguir la pista adecuada. —Yo creí que la policía nunca conseguiría descubrir nuestro engaño. —Y no lo ha conseguido, ni creo que lo consiga. Pero mire, capitán Croker: este es un asunto muy serio, aunque estoy dispuesto a admitir que usted actuó bajo la provocación más extrema a la que pueda verse sometido un hombre. Tratándose de defender su vida, es muy posible que su acción se pueda considerar legítima. Sin embargo, eso debe decidirlo un jurado británico. Mientras tanto, me inspira usted tanta simpatía que si decidiera desaparecer en las próximas veinticuatro horas yo le prometo que nadie le molestaría. —¿Y después, todo saldría a relucir? —Desde luego que saldrá a relucir. El marino se puso rojo de ira. —¿Cree usted que se le puede proponer algo así a un hombre? Conozco la ley lo suficiente como para saber que Mary sería detenida como cómplice. ¿Piensa que yo la dejaría sola para afrontar el escándalo mientras yo me escabullo? NO, señor; que hagan lo que quieran conmigo, pero, por amor de Dios, señor Holmes, tiene usted que encontrar alguna manera de librar a mi pobre Mary de los tribunales. Por segunda vez, Holmes estrechó la mano del marino. —Solo estaba poniéndole a prueba, y también esta vez ha respondido. Bien, estoy asumiendo una gran responsabilidad, pero ya le he proporcionado a Hopkins una pista excelente, y si no es capaz de sacarle partido, yo ya no puedo hacer más. Vamos a ver, capitán Croker, hagamos esto como es debido. Usted es el acusado. Watson, usted es un jurado británico, y le aseguro que nunca he conocido a una persona mejor capacitada para ejercer esa función. Yo soy el juez. Y ahora, caballeros del jurado, han oído ustedes la relación de los hechos. ¿Consideran al acusado culpable o inocente? —Inocente, Señoría —dije yo. —Vox populi, vox Dei. Este tribunal le absuelve, capitán Croker. A no ser que la justicia encuentre un falso culpable, está usted a salvo de mí. Vuelva usted dentro de un año a visitar a la señora, y ojalá que el futuro de ustedes dos justifique la sentencia que hemos pronunciado esta noche. LA AVENTURA DEL PIE DEL DIABLO Cada vez que me he propuesto dar a conocer algunas de las curiosas experiencias e interesantes recuerdos que conservo de mi larga e íntima amistad con Sherlock Holmes, me he tropezado con continuas dificultades ocasionadas por su aversión a la publicidad. Aquel carácter sombrío y cínico aborreció siempre todo lo que sonase a aplausos del público, y nada le divertía más que, después de haber resuelto con éxito un caso, atribuir el mérito a algún funcionario y escuchar con sonrisa burlona el coro de felicitaciones mal dirigidas. Ha sido esta actitud por parte de mi amigo, y no precisamente la escasez de material interesante, la causa de que, en los últimos años, hayan sido tan pocas las crónicas publicadas. Mi participación en algunas de las aventuras de Holmes fue siempre un privilegio que acarreaba un compromiso de discreción y reserva. Dicho esto, podrán imaginarse mi sorpresa cuando el pasado martes recibí un telegrama de Holmes —jamás fue amigo de escribir cartas cuando podía bastar con un telegrama— que decía lo siguiente: «¿Por qué no les cuenta lo del horror de Cornualles, el caso más extraño que he investigado?». No tengo idea del extraño reflujo de la memoria que le había hecho acordarse del caso, ni del curioso capricho que le hacía desear que yo lo relatase; pero, antes de que llegue otro telegrama anulando el anterior, me apresuro a rebuscar las notas que me proporcionarán los detalles exactos del caso y a exponer la historia a mis lectores. En la primavera del año 1897, la férrea constitución de Holmes empezó a mostrar algunos síntomas de estar cediendo al impacto de un trabajo duro y constante, del tipo más agotador, agravado tal vez por sus ocasionales imprudencias particulares. En marzo de aquel año, el doctor Moore Agar, de Harley Street (del que quizá cuente algún día las dramáticas circunstancias en que conoció a Holmes), ordenó terminantemente que el famoso detective privado abandonara todos sus casos y se sometiera a una cura de reposo si quería evitar un derrumbamiento absoluto. Holmes jamás había prestado la más mínima atención a su estado de salud, ya que vivía en una abstracción mental absoluta, pero al final se le pudo convencer, bajo la amenaza de quedar permanentemente incapacitado para trabajar, de que se concediera un cambio completo de aires y de ambiente. Y así, a comienzos de la primavera de aquel año, los dos fuimos a parar a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más apartado de la península de Cornualles. Se trataba de un sitio muy peculiar, que cuadraba muy bien con el carácter sombrío de mi paciente. Desde las ventanas de nuestra casita encalada, que se alzaba en lo alto de un promontorio cubierto de hierba, podíamos contemplar todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, antigua trampa mortal para barcos veleros, con su orla de acantilados negros y sus arrecifes a flor de agua, donde innumerables marinos han encontrado la muerte. Cuando sopla la brisa del Norte, parece un lugar apacible y recogido, que invita a las embarcaciones fugitivas de la tormenta a buscar en él refugio y protección. Y de pronto cambia el viento, sopla el furioso vendaval del Sudoeste, el ancla es arrancada, la costa queda a sotavento, y la última batalla se libra en las rompientes cubiertas de espuma. Los marinos prudentes se mantienen alejados de este lugar maligno. En tierra firme, el paisaje era tan tétrico como por el lado que daba al mar. Se trataba de una región de páramos ondulantes, solitaria y de color pardusco, con alguna que otra torre de iglesia que señalaba el emplazamiento de una antiquísima aldea. En aquellos páramos se veían por todas partes huellas de una antigua raza que desapareció para siempre, dejando como único recuerdo extraños monumentos de piedra, montículos irregulares que contenían las cenizas de sus muertos, y curiosas construcciones de tierra que parecían insinuar una contienda prehistórica. El embrujo y el misterio de la región, con su siniestra atmósfera de pueblos olvidados, estimuló la imaginación de mi amigo, que dedicaba gran parte de su tiempo a largas caminatas y solitarias meditaciones por los páramos. También el antiguo idioma de Cornualles había despertado su interés, y recuerdo que se le metió en la cabeza la idea de que estaba emparentado con el caldeo y que derivaba en gran parte del lenguaje de los traficantes de estaño fenicios. Había recibido un cargamento de libros de filología, y ya se disponía a la tarea de desarrollar su tesis cuando, de pronto, con gran consternación por mi parte y un nada disimulado regocijo por la suya, nos encontramos metidos, incluso en aquella región de ensueño, en un embrollo que surgió ante nuestra propia puerta, y que resultó más excitante, más absorbente e infinitamente más misterioso que ninguno de los problemas que nos habían obligado a marcharnos de Londres. Nuestra sencilla vida y nuestra apacible y saludable rutina se vieron interrumpidas violentamente, y nos precipitamos al centro mismo de una serie de acontecimientos que causaron enorme sensación, no solo en Cornualles, sino en todo el oeste de Inglaterra. Es posible que muchos de mis lectores aún se acuerden de lo que la prensa de la época llamó «El horror de Cornualles», aunque la versión que llegó a la prensa londinense estaba muy desvirtuada. Ahora, después de trece años, me dispongo a ofrecer al público los detalles auténticos de aquel increíble caso. Ya he dicho que por aquí y por allá se alzaban campanarios que señalaban la situación de las aldeas que salpicaban esta parte de Cornualles. La más cercana a nosotros era Tredannick Wollas, cuyas casitas, donde vivían unos doscientos habitantes, se agrupaban en torno a una antigua iglesia cubierta de musgo. El señor Roundhay, vicario de la parroquia, era aficionado a la arqueología, y eso había hecho que Holmes entablara contacto con él. Era un hombre de edad madura, corpulento y afable, con considerables conocimientos sobre las tradiciones locales. Nos había invitado a tomar el té en la vicaría, y allí habíamos conocido al señor Mortimer Tregennis, caballero independiente, que contribuía a engrosar los escasos recursos del clérigo alquilándole unas habitaciones en su espaciosa y destartalada casa. Al vicario, que era soltero, le venía muy bien aquel arreglo, aunque tenía muy poco en común con su inquilino, que era un hombre delgado y moreno, con gafas y con una manera de encorvarse que daba la impresión de una verdadera deformidad física. Recuerdo que, durante nuestra breve visita, el vicario se mostró muy parlanchín, mientras que su inquilino nos pareció extrañamente reservado: un hombre de expresión triste, introvertido, que permaneció todo el tiempo con la mirada perdida, como si reflexionara sobre asuntos privados. Estos fueron los dos hombres que irrumpieron de golpe en nuestra salita de estar el martes 16 de marzo, poco después de nuestro desayuno, cuando nos encontrábamos fumando como preparación a nuestra excursión diaria a los páramos. —¡Señor Holmes! —dijo el vicario con la voz alterada—. ¡Esta noche ha ocurrido un suceso absolutamente extraordinario y trágico! ¡Algo completamente inaudito! ¡Tenemos que considerar como un favor especial de la Providencia que se encuentre usted aquí precisamente ahora, porque es usted la única persona de toda Inglaterra que puede ayudarnos! Yo fulminé al entrometido vicario con una mirada nada amistosa, pero Holmes se sacó la pipa de la boca y se incorporó en su asiento como un viejo sabueso que oye el grito de caza de su amo. Señaló con la mano el sofá, y nuestro tembloroso visitante y su agitado compañero se sentaron junto a él. Mortimer Tregennis se mantenía más controlado que el clérigo, pero el temblor de sus manos y el brillo de sus ojos oscuros demostraban que ambos compartían una misma emoción. —¿Habla usted o hablo yo? —preguntó Tregennis al vicario. —Bueno —intervino Holmes—, puesto que parece que es usted quien ha hecho el descubrimiento, y el vicario se ha enterado de segunda mano, tal vez lo mejor sea que hable usted. Yo me fijé en el eclesiástico, que evidentemente se había vestido a toda prisa, y en el inquilino, correctamente ataviado, que se sentaba junto a él, y me divirtió mucho la sorpresa que la sencilla deducción de Holmes hizo reflejarse en sus caras. —Quizá sea mejor que yo diga antes unas pocas palabras —dijo el vicario—, y luego usted juzgará si desea escuchar los detalles de boca del señor Tregennis o si prefiere que vayamos de inmediato al escenario de este misterioso suceso. Debe usted saber que nuestro amigo aquí presente pasó la tarde de ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y de su hermana Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la antigua cruz de piedra que hay en el páramo. Se marchó de allí poco después de las diez, y los dejó jugando a las cartas en la mesa del comedor, en excelente estado de salud y de ánimo. Esta mañana, como es muy madrugador, salió a dar un paseo en esa dirección antes del desayuno, y se encontró con el coche del doctor Richards, que le dijo que acababan de avisarle para que acudiera con la máxima urgencia a Tredannick Wartha. Como es natural, el señor Tregennis decidió ir con él. Al llegar a Tredannick Wartha se encontró una situación espeluznante. Sus hermanos y su hermana seguían sentados en torno a la mesa, exactamente como él los había dejado, con las cartas aún extendidas entre ellos y las velas consumidas hasta el fondo de los candeleras. La hermana estaba muerta, echada hacia atrás en su asiento, y los dos hermanos estaban sentados a los lados de ella, riendo, gritando y cantando, con la razón completamente perdida. Y los tres, tanto la mujer como los dos hombres dementes, tenían en sus rostros una expresión de absoluto espanto, una convulsión de terror que daba miedo mirar. No había en la casa señales de la presencia de otra persona, exceptuando a la señora Porter, la anciana cocinera y ama de llaves, que declaró haber estado profundamente dormida y no haber oído ruido alguno durante la noche. No se había robado ni desordenado nada, y no existe absolutamente ninguna explicación de qué pudo ser aquello tan espantoso que mató del susto a la mujer y volvió locos a dos hombres sanos. Esta es la situación en pocas palabras, señor Holmes, y si puede usted ayudarnos a aclararla, habrá realizado una gran obra. Yo había abrigado esperanzas de poder persuadir de algún modo a mi compañero de que regresara a la vida tranquila que constituía el objetivo de nuestro viaje, pero bastó una mirada a su rostro tenso y a sus cejas contraídas para darme cuenta de lo vanas que habían sido tales esperanzas. Permaneció un buen rato sentado en silencio, absorto en el extraño drama que había venido a perturbar nuestra paz. —Estudiaré el asunto —dijo por fin—. A primera vista, parece un caso verdaderamente excepcional. ¿Ha estado usted allí en persona, señor Roundhay? —No, señor Holmes. El señor Tregennis vino a contármelo a la vicaría, y yo vine aquí a toda prisa para consultarle. —¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esta extraña tragedia? —Como a una milla tierra adentro. —Entonces iremos andando juntos. Pero antes de salir, tengo que hacerle unas cuantas preguntas, señor Mortimer Tregennis. El aludido había permanecido callado todo este tiempo, pero yo me había fijado en que su excitación, aunque más controlada, era aún más intensa que la emoción del clérigo, a quien el asunto no afectaba personalmente. Estaba sentado con el rostro pálido y contraído, clavando en Holmes su mirada ansiosa, y con sus delgadas manos entrelazadas en un gesto nervioso. Sus pálidos labios temblaban mientras escuchaba el relato del espantoso suceso ocurrido a su familia, y sus ojos oscuros parecían reflejar parte del horror de la escena. —Pregunte lo que quiera, señor Holmes —dijo con convicción—. No resulta agradable hablar de ello, pero le responderé la verdad. —Hábleme de lo que hicieron anoche. —Pues bien, señor Holmes, cené allí, como ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George, propuso que jugáramos al whist después de cenar. La partida comenzó a eso de las nueve. Cuando me levanté para irme, eran las diez y cuarto. Los dejé sentados a la mesa, tan alegres como el que más. —¿Quién le acompañó a la puerta? —Como la señora Porter ya se había acostado, salí por mi cuenta y cerré la puerta al salir. La ventana de la habitación en la que estaban todos estaba cerrada, pero la persiana no estaba bajada. Esta mañana no advertí ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni nada que induzca a pensar que pueda haber entrado un extraño en la casa. Y sin embargo, allí estaban los dos, completamente locos de terror, y Brenda muerta de miedo, con la cabeza colgando sobre el brazo del sillón. Jamás podré borrarme de la cabeza esa escena, por muchos años que viva. —Tal como usted los expone, los hechos son verdaderamente extraordinarios —dijo Holmes—. Supongo que no tiene usted ninguna teoría que pueda explicarlos. —Es algo diabólico, señor Holmes. ¡Diabólico! —exclamó Mortimer Tregennis—. No es cosa de este mundo. Algo entró en esa habitación que apagó la luz de la razón en sus mentes. ¿Qué invención humana podría hacer una cosa así? —Me temo que, si el asunto se sale de los límites de lo humano, estará también por encima de mis posibilidades —dijo Holmes—. No obstante, conviene agotar todas las explicaciones naturales antes de inclinarnos hacia esta clase de teorías. En cuanto a usted, señor Tregennis, tengo entendido que se encontraba algo distanciado de su familia, dado que ellos vivían juntos y usted se alojaba en otra parte. —Así es, señor Holmes, aunque se trata de un asunto pasado y concluido. Nuestra familia tenía una mina de estaño en Redruth, pero se la vendimos a una compañía y nos retiramos con dinero suficiente para seguir viviendo. No le negaré que hubo algunas diferencias a la hora de repartir el dinero, y eso se interpuso entre nosotros, pero todo estaba perdonado y olvidado, y ahora nos llevábamos muy bien. —Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿puede recordar alguna cosa que arroje algo de luz sobre esta tragedia? Piense cuidadosamente, señor Tregennis; cualquier pequeño indicio puede ser de gran ayuda. —No hay nada en absoluto. —¿Su familia estaba de buen humor? —Mejor que nunca. —¿Eran personas nerviosas? ¿En algún momento mostraron aprensión por un posible peligro? —Nada de eso, señor. —Entonces, ¿no tiene nada que añadir que pueda servirme de ayuda? Mortimer Tregennis reflexionó intensamente durante unos momentos. —Solo se me ocurre una cosa —dijo por fin—. Durante la partida de cartas, yo estaba sentado de espaldas a la ventana, y mi hermano George, que era mi compañero en el juego, estaba de frente. En cierto momento le vi mirar fijamente por encima de mi hombro, así que me volví para mirar yo también. La persiana estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude distinguir los arbustos del jardín, y por un momento me pareció ver algo moviéndose entre ellos. Ni siquiera podría decir si se trataba de una persona o de un animal; solo me pareció que había algo allí. Cuando le pregunté a George qué era lo que estaba mirando, me dijo que a él le había dado la misma sensación. Eso es todo lo que puedo decirle. —¿No investigaron ustedes? —No, no le dimos ninguna importancia. —Así que usted se marchó sin barruntar ningún peligro. —Ninguno en absoluto. —No he comprendido muy bien cómo se enteró de la noticia esta mañana tan temprano. —Soy bastante madrugador, y por lo general doy un paseo antes de desayunar. Esta mañana, nada más salir al camino, me alcanzó el doctor en su coche. Me dijo que la vieja señora Porter había enviado a un muchacho con una llamada urgente. Subí al coche con él y fuimos a casa de mis hermanos. Al llegar, nos encontramos con esa terrible escena en la habitación. Las velas y el fuego de la chimenea debían de haberse apagado hacía horas, y mis hermanos habían estado sentados en la oscuridad hasta que amaneció. Según el doctor, Brenda llevaba muerta por lo menos dos horas. No tenía señales de violencia. Simplemente, estaba caída sobre el brazo del sillón, con aquella expresión en la cara. George y Owen estaban cantando fragmentos de canciones y parloteando como dos chimpancés. ¡Era espantoso verlo! Yo no pude soportarlo, y el doctor se quedó blanco como el papel. Bueno, la verdad es que se dejó caer en una silla medio desmayado, y casi tuvimos que atenderle a él también. —Curioso…, muy curioso —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el sombrero—. Creo que lo mejor será que vayamos a Tredannick Wartha sin más dilación. Confieso que pocas veces me he topado con un caso que, a primera vista, planteara un problema tan extraño. Nuestras gestiones de aquella primera mañana no hicieron avanzar gran cosa la investigación. Sin embargo, nada más comenzar, fuimos testigos de un incidente que me produjo una impresión de lo más siniestra. Para llegar al lugar de la tragedia había que recorrer un camino rural estrecho y sinuoso. Íbamos por él cuando oímos el traqueteo de un carruaje que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para dejarlo pasar. Cuando cruzó ante nosotros pude vislumbrar fugazmente, a través de la ventanilla cerrada, un rostro horriblemente contorsionado que nos miraba haciendo muecas. Aquellos ojos desorbitados y aquellos dientes rechinantes pasaron rápidamente ante nosotros como una visión infernal. —¡Son mis hermanos! —exclamó Mortimer Tregennis, pálido hasta los mismos labios—. ¡Se los llevan a Helston! Contemplamos con horror el negro carruaje, que se alejaba bamboleándose. Luego dirigimos nuestros pasos hacia la desventurada casa en la que habían sufrido tan extraña desgracia. Era una vivienda grande y alegre, que tenía más de mansión que de casa de campo, con un extenso jardín que, gracias al clima de Cornualles, estaba ya repleto de flores de primavera. A este jardín daba la ventana del comedor, y por él, según Mortimer Tregennis, debió llegar aquel ente maligno que, en un solo instante, había causado tal espanto a sus hermanos destrozándoles por completo el cerebro. Antes de entrar en el porche, Holmes estuvo caminando, lenta y pensativamente, por el sendero y entre las macetas de flores. Recuerdo que iba tan absorto en sus pensamientos que tropezó con la regadera, volcando su contenido y empapando nuestros pies y el sendero del jardín. En el interior de la casa nos recibió la anciana ama de llaves, la señora Porter, que, con ayuda de una muchacha, atendía las necesidades de la familia. Respondió sin vacilar a las preguntas de Holmes. No había oído nada en toda la noche. Sus patrones habían estado todos de muy buen humor últimamente, y nunca los había visto tan animados y tan prósperos. Se había desmayado de espanto al entrar en la habitación por la mañana y contemplar aquella macabra reunión en torno a la mesa. Al recuperarse, había abierto la ventana para dejar entrar el aire matutino y había salido corriendo hasta el camino, donde encontró a un mozo de una granja, al que envió a avisar al doctor. La señora estaba en su cama, en el piso de arriba, si es que queríamos verla. Habían hecho falta cuatro hombres fuertes para introducir a los hermanos en el furgón del manicomio. No pensaba quedarse ni un día más en la casa, y aquella misma tarde se marchaba a Saint Ivés a reunirse con su familia. Subimos las escaleras y vimos el cadáver. La señorita Brenda Tregennis había sido muy hermosa de joven, aunque ahora rondaba ya la madurez. Su rostro, moreno y bien perfilado, era bello incluso después de la muerte, pero todavía conservaba parte de aquella convulsión de horror que había sido su última emoción. Salimos de su dormitorio y bajamos al comedor, donde había ocurrido aquella extraña tragedia. En la chimenea se veían las cenizas calcinadas del fuego de la noche anterior. Sobre la mesa había cuatro candeleras con las velas consumidas y un montón de cartas desparramadas. Las sillas se habían retirado, arrimándolas a las paredes, pero todo lo demás estaba igual que la noche anterior. Holmes recorrió la habitación con paso rápido y ligero; se sentó en todas las sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo sus posiciones; comprobó cuánta extensión del jardín se veía por la ventana; inspeccionó el suelo, el techo y la chimenea. Pero ni una sola vez llegué a ver ese súbito brillo en los ojos y ese apretón de los labios que me habrían indicado que vislumbraba algún rayo de luz en aquellas tinieblas absolutas. —¿Por qué encendieron el fuego? —preguntó en cierto momento—. ¿Siempre encendían la chimenea de esta pequeña habitación las noches de primavera? Mortimer Tregennis explicó que la noche era fría y húmeda, y que por eso, después de llegar él, habían encendido el fuego. —¿Qué va usted a hacer ahora, señor Holmes? —preguntó a continuación. Mi amigo sonrió y me puso la mano sobre el brazo. —Creo, Watson, que lo mejor será que reanude las sesiones de envenenamiento con tabaco que usted ha condenado con tanta frecuencia y tanta razón —dijo—. Con su permiso, caballeros, vamos a regresar a nuestra casa, porque no creo que aquí lleguemos a descubrir un nuevo factor. Estudiaré los hechos, señor Tregennis, y, si se me ocurre algo, puede estar seguro de que me pondré en comunicación con usted y con el vicario. Mientras tanto, que tengan ustedes un buen día. Hasta mucho después de haber regresado a nuestra casa de Poldhu, Holmes no rompió su completo y ensimismado silencio. Estuvo acurrucado en su butaca, con su rostro macilento y ascético apenas visible entre los remolinos azulados de su tabaco, las cejas fruncidas, la frente arrugada, y la mirada inexpresiva y perdida en el infinito. Por último, dejó a un lado su pipa y se puso en pie de un salto. —Es inútil, Watson —dijo, echándose a reír—. Vamos a dar un paseo por los acantilados y a buscar flechas de sílex. Tenemos más probabilidades de encontrar eso que de encontrar pistas para este misterio. Dejar que el cerebro funcione sin tener material suficiente es como poner a toda marcha un motor: acaba haciéndose pedazos. Aire marino, sol y paciencia, Watson. Lo demás ya vendrá. —Y ahora, vamos a definir tranquilamente nuestra situación, Watson —dijo más tarde, mientras bordeábamos juntos los acantilados—. Concretemos bien lo poquísimo que sabemos, para que cuando surjan nuevos datos podamos encajarlos en el lugar que les corresponde. En primer lugar, doy por supuesto que ninguno de nosotros está dispuesto a admitir intromisiones diabólicas en los asuntos humanos. Comencemos por borrar del todo esa posibilidad de nuestras mentes. Muy bien. Lo que nos queda son tres personas que han sido terriblemente golpeadas por algún agente humano, consciente o inconsciente. Eso ya es pisar terreno firme. Ahora bien, ¿cuándo ocurrió esto? Evidentemente, y suponiendo que su relato sea cierto, ocurrió inmediatamente después de que Mortimer Tregennis saliera de la habitación. Este detalle es muy importante. Tuvo que suceder pocos minutos después. Las cartas aún estaban esparcidas por la mesa. Había pasado ya la hora a la que solían acostarse. Y sin embargo, no habían cambiado de postura ni echado hacia atrás las sillas. Repito, pues, que todo ocurrió inmediatamente después de que Tregennis se marchara, como máximo a las once de la noche. «Nuestro siguiente paso, evidentemente, consistía en comprobar, hasta donde resultara posible, los movimientos de Mortimer Tregennis después de salir de la habitación. Esto no presentó dificultades, y no parece que exista en ellos nada sospechoso. Conociendo mis métodos como usted los conoce, se daría cuenta, por supuesto, de mi truco de la regadera, algo burdo, pero que me permitió obtener una huella de su pie mucho más clara de lo que habría sido posible de otra manera. Quedó marcada a la perfección en la arena mojada del sendero. También anoche había mucha humedad, como recordará, y una vez obtenida una muestra, no me resultó difícil distinguir sus pisadas de las demás y seguir sus movimientos. Parece que se marchó a paso ligero en dirección a la vicaría. »Así pues, si Mortimer Tregennis desapareció de la escena y fue otra persona la que vino de fuera y aterrorizó a los jugadores, ¿cómo podríamos identificar a esa persona, y cómo se transmitió semejante impresión de espanto? Podemos eliminar a la señora Porter; evidentemente, es inofensiva. ¿Existe alguna prueba de que alguien se acercara a la ventana del jardín y de alguna manera produjera un efecto tan terrorífico como para volver locos a quienes lo vieron? La única sugerencia en este sentido procede del propio Mortimer Tregennis, que dice que su hermano habló de algo que se movía en el jardín. Esto, desde luego, es muy raro, porque la noche era lluviosa, brumosa y muy oscura. Cualquiera que deseara asustar a esa gente tendría que haber pegado la cara al cristal para conseguir que le vieran. En la parte de fuera de la ventana hay un arriate de flores de un metro de anchura y no se ve en él ninguna pisada. En estas condiciones, resulta difícil imaginar de qué manera pudo alguien, desde fuera, causar una impresión tan terrible en los allí reunidos, y tampoco hemos encontrado ningún motivo verosímil para un ataque tan extraño y complicado. ¿Se da usted cuenta de nuestras dificultades, Watson? —Están clarísimas —respondí con convicción. —Y sin embargo, con unos pocos datos más, aún podríamos demostrar que no son insuperables —dijo Holmes—. Me imagino que en sus extensos archivos, Watson, habrá unos cuantos casos que al principio parecían casi tan oscuros como este. Mientras tanto, vamos a dejar el caso a un lado, hasta que dispongamos de datos más precisos, y dedicaremos la mañana a la búsqueda del hombre neolítico. Ya he comentado la capacidad de abstracción mental de mi amigo, pero nunca me ha maravillado tanto como aquella mañana de primavera en Cornualles, en la que, durante dos horas, estuvo disertando acerca de los celtas, las puntas de flecha y los restos de cerámica, como si no existiera ningún siniestro misterio aguardando solución. De hecho, no volvimos a pensar en el asunto hasta que regresamos por la tarde a nuestra casa de campo y encontramos que había una visita esperándonos. Ninguno de nosotros dos necesitó que le dijeran quién era nuestro visitante. Aquel cuerpo gigantesco, aquel rostro pétreo y surcado por profundas arrugas, con ojos ardientes y nariz de halcón, aquel cabello canoso que casi tocaba el techo de nuestra casa, aquella barba dorada hacia los bordes y blanca en torno a los labios, excepto por la mancha de nicotina producida por su perenne cigarro en la boca, eran conocidos tanto en Londres como en Africa, y solamente podían corresponder a la exuberante personalidad del doctor León Sterndale, el célebre explorador y cazador de leones. Estábamos enterados de su presencia en el distrito, y una o dos veces habíamos divisado su alta figura por los caminos de los páramos. Pero ni él había intentado abordarnos ni a nosotros se nos habría ocurrido abordarle a él, pues era bien sabido que su afición a la soledad le llevaba a pasar la mayor parte de los intervalos entre sus viajes en un pequeño bungalow escondido en el solitario bosque de Beauchamp Amanee. Allí, rodeado de sus libros y sus mapas, llevaba una vida absolutamente aislada, atendiendo a sus sencillas necesidades y, al parecer, prestando muy poca atención a los asuntos de sus vecinos. Así pues, fue para mí una sorpresa oírle preguntar a Holmes, con voz llena de ansiedad, si había realizado algún progreso en el esclarecimiento del misterioso incidente. —La policía del condado no sirve absolutamente para nada —dijo—, pero tal vez usted, con su mayor experiencia, haya intuido alguna explicación lógica. Mi única justificación para pedirle que se confíe a mí es que, durante mis numerosas estancias aquí, he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis. De hecho, podría decirse que son primos míos por parte de mi madre, que era de Cornualles. Y, como es natural, su extraño destino me ha producido una fuerte impresión. Para que se hagan cargo, les diré que ya me encontraba en Plymouth, donde iba a embarcarme a África, cuando esta mañana me llegó la noticia y he regresado inmediatamente por si puedo ayudar en la investigación. Holmes levantó las cejas. —¿Ha perdido usted el barco? —Ya tomaré el siguiente. —¡Caramba! ¡Eso sí que es amistad! —Ya le digo que son parientes. —Ah sí, primos por parte de madre. ¿Se había embarcado ya su equipaje? —Parte de él, pero lo principal está en el hotel. —Ya veo. Pero ¿cómo es posible que el suceso haya salido ya en los periódicos matutinos de Plymouth? —No ha salido. He recibido un telegrama. —¿Puedo preguntarle de quién? Una sombra cruzó por el enjuto rostro del explorador. —Es usted muy curioso, señor Holmes. —Es mi oficio. Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó su inestable compostura. —No tengo inconveniente en decírselo. El señor Roundhay, el vicario, me envió el telegrama que me ha hecho venir. —Gracias —dijo Holmes—. En respuesta a su pregunta inicial, puedo decirle que aún no me he formado un criterio claro acerca del caso, pero tengo grandes esperanzas de llegar a alguna conclusión. Sería prematuro decir más. —¿Le importaría decirme si sus sospechas apuntan en alguna dirección particular? —No creo poder responderle a eso. —Entonces, he perdido el tiempo y no es preciso prolongar esta visita. El célebre doctor salió de nuestra casa de campo muy malhumorado, y Holmes siguió sus pasos al cabo de menos de cinco minutos. No volví a verlo hasta el anochecer, cuando regresó con paso lento y gesto abatido, lo cual me indicó que no había hecho grandes progresos en su investigación. Echó un vistazo a un telegrama que le estaba esperando, y lo tiró a la chimenea. —Era del hotel de Plymouth, Watson, me enteré por el vicario de cuál era, y telegrafié para asegurarme de que el relato del doctor Sterndale era cierto. Parece que, efectivamente, pasó allí la noche y que parte de su equipaje ha zarpado ya para África mientras él regresaba para estar presente en la investigación. ¿Qué le parece eso, Watson? —Está muy interesado. —Muy interesado, sí. Aquí hay un hilo que aún no hemos seguido, y que podría guiarnos por la madeja. Anímese, Watson, que estoy seguro de que aún no han llegado a nuestras manos todos los datos. En cuanto lleguen, no creo que tardemos en dejar atrás nuestras dificultades. Poco sospechaba yo lo pronto que se iban a hacer realidad las palabras de Holmes, o lo extraño y siniestro que iba a ser aquel nuevo acontecimiento que abrió una línea de investigación completamente nueva. A la mañana siguiente, estaba yo afeitándome junto a la ventana cuando oí el ruido de cascos de caballo, y al levantar la mirada vi un coche de dos ruedas que se acercaba al galope por el camino. Se detuvo ante nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario saltó al suelo y avanzó corriendo por el sendero del jardín. Holmes ya estaba vestido, y los dos salimos a su encuentro. Nuestro visitante estaba tan alterado que apenas podía articular las palabras, pero al fin, entre jadeos y sollozos, conseguimos sacarle su trágico relato. —¡Estamos poseídos por el demonio, señor Holmes! ¡Mi pobre parroquia está endemoniada! —gimió—. ¡El propio Satanás anda suelto por ella! Su agitación le hacía bailotear de un lado a otro, lo cual nos habría parecido ridículo si no hubiera sido por su rostro ceniciento y sus ojos desorbitados. Por último, soltó la terrible noticia. —El señor Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, exactamente con los mismos síntomas que el resto de su familia. Holmes se puso en pie de un salto, convertido al instante en pura energía. —¿Cabemos todos en su coche? —Claro que caben. —En tal caso, Watson, tendremos que aplazar nuestro desayuno. Señor Roundhay, estamos a su completa disposición. ¡Deprisa, deprisa, antes de que lo revuelvan todo! El inquilino ocupaba dos habitaciones en la vicaría, una encima de la otra, formando una esquina del edificio. La habitación de abajo era una sala de estar bastante espaciosa; la de arriba, el dormitorio. Ambas daban a un campo de croquet, cuyo césped llegaba hasta las ventanas. Habíamos llegado antes que el médico y que la policía, de manera que todo estaba absolutamente intacto. Permítanme describir la escena que contemplamos aquella neblinosa mañana de marzo, y que me dejó una impresión que jamás se borrará de mi mente. Reinaba en la habitación una atmósfera de ahogo horrible y deprimente. Y eso que la sirvienta, que había entrado la primera, había abierto la ventana, pues de lo contrario habría resultado aún más insoportable. En parte, podía deberse a una lámpara que ardía y humeaba en la mesa del centro. Junto a la mesa se encontraba sentado el difunto, echado hacia atrás en su asiento, con la barba apuntando hacia delante, las gafas alzadas hasta la frente y su rostro enjuto y moreno vuelto hacia la ventana y deformado por la misma convulsión de terror que había distorsionado los rasgos de su hermana muerta. Tenía los miembros retorcidos y los dedos contraídos, como si hubiera muerto en pleno paroxismo de terror. Comprobamos que había dormido en su cama, y que el trágico desenlace se había producido a primera hora de la mañana. Uno se daba cuenta de la energía al rojo vivo que se ocultaba bajo la flemática apariencia de Holmes al ver el brusco cambio que se operó en él en el momento de entrar en la habitación fatal. En un instante se puso en tensión, alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y los miembros temblando de ansiosa actividad. Salió a la pradera, volvió a entrar por la ventana, recorrió la sala y volvió a subir a la alcoba, exactamente igual que un perro de caza husmeando en la maleza. En el dormitorio echó un rápido vistazo y luego abrió de par en par la ventana, lo cual pareció proporcionarle nuevos motivos de excitación, porque sacó medio cuerpo fuera con sonoras exclamaciones de interés y satisfacción. A continuación, bajó corriendo la escalera, salió por la ventana abierta, se tiró boca abajo en el césped, se levantó y volvió a subir a la habitación, todo ello con la energía del cazador que le va pisando los talones a su presa. Examinó con minuciosa atención la lámpara, que era de tipo común y corriente, tomando medidas de su depósito. Con ayuda de su lupa, realizó un cuidadoso escrutinio de la capa de talco que cubría la parte superior de la tulipa y raspó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, guardando parte de las mismas en un sobre, que introdujo en su bolsillo. Por último, cuando ya hacían acto de presencia el médico y la policía, le hizo una seña al vicario y salimos los tres al campo de croquet. —Me alegra poder decir que mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó—. No puedo quedarme a discutir el asunto con la policía, pero le quedaría muy agradecido, señor Roundhay, si pudiera presentarle mis saludos al inspector y dirigir su atención hacia la ventana del dormitorio y la lámpara de la sala. Las dos son sugerentes por sí solas, pero juntas resultan casi concluyentes. Si la policía desea más información, tendré mucho gusto en recibirla en la casa donde me alojo. Y ahora, Watson, creo que tal vez seríamos más útiles en otra parte. Es posible que la policía no viera con buenos ojos la intromisión de un aficionado, o que creyera estar llevando la investigación por buen camino sin necesidad de ayuda; pero lo cierto es que no supimos nada de ella en los dos días siguientes. Durante este periodo, Holmes dedicó parte de su tiempo a fumar y soñar despierto en la casa, pero la mayor parte la empleaba en dar paseos por el campo; salía solo y regresaba al cabo de muchas horas sin hacer el menor comentario acerca de dónde había estado. Realizó, además, un experimento que me sirvió para saber por dónde iban sus investigaciones. Había comprado una lámpara exactamente igual que la que habíamos encontrado encendida en la habitación de Mortimer Tregennis la mañana de la tragedia. Llenó el depósito con la misma cantidad de petróleo que había tenido la lámpara de la vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. Y aún llevó a cabo otro experimento, de carácter mucho más desagradable, que no olvidaré mientras viva. —Recordará usted, Watson —comentó una tarde—, que todos los diversos informes que nos han llegado presentan un solo detalle en común. Me refiero al efecto del ambiente de la habitación en la primera persona que entró en ella. Acuérdese de que Mortimer Tregennis, al describir su ultima visita a la casa de sus hermanos, comentó que el doctor casi se desmayó sobre una silla al entrar en la habitación. ¿Se le había olvidado? Pues puedo asegurarle que dijo eso. Y acuérdese también de que la señora Porter, el ama de llaves, nos dijo que se había desmayado al entrar, y que después tuvo que abrir la ventana. En el segundo caso, la muerte de Mortimer Tregennis, no habrá usted olvidado la atmósfera horriblemente sofocante que había en la habitación cuando llegamos, y eso a pesar de que la sirvienta había abierto la ventana. Dicha sirvienta, según he averiguado, se puso tan enferma que tuvo que meterse en la cama. Tiene usted que reconocer, Watson, que estos hechos son muy sugerentes. En ambos casos hay evidencia de una atmósfera tóxica. También en ambos casos había una combustión en la habitación: en el primer caso, la chimenea; en el segundo, la lámpara. La chimenea era necesaria, pero la lámpara se encendió mucho después de que amaneciera, según demuestra la cantidad de petróleo consumida. ¿Por qué? Seguramente, porque existe una conexión entre estas tres cosas: la combustión, la atmósfera sofocante y, por último, la locura o muerte de esta pobre gente. Eso está claro, ¿no cree? —Bueno, eso parece. —Por lo menos, podemos aceptarlo como hipótesis de trabajo. Supongamos, pues, que en ambos casos se quemó algo que produjo una atmósfera capaz de provocar extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el primer caso, el de la familia Tregennis, esta sustancia se introdujo en la chimenea. La ventana estaba cerrada, pero gran parte de los vapores tuvieron que escaparse chimenea arriba. Así que es de suponer que los efectos del veneno serían menores que en el segundo caso, en el que no existía ningún escape de humos. Y los resultados parecen indicar que así ocurrió, puesto que, en el primer caso, solo murió la mujer, que supuestamente tendría el organismo más sensible, mientras que en los otros solo se manifestó esa demencia temporal o permanente, que es, sin duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso, el resultado fue completo. Así pues, los hechos parecen corroborar la teoría de un veneno que actúa por combustión. «Siguiendo esta línea de razonamiento, busqué en la habitación de Mortimer Tregennis algún resto de dicha sustancia. El lugar más obvio donde buscar era el guardahumos de talco de la lámpara. Y allí, efectivamente, advertí la presencia de cenizas escamosas, y vi que en los bordes había un cerco de polvo pardusco que aún no se había quemado. Como usted vio, recogí la mitad de ese polvo y la guardé en un sobre. —¿Por qué la mitad, Holmes? —Querido Watson, yo no me interpongo en el camino del Cuerpo de Policía. Les dejo todas las evidencias que encuentro. Todavía quedaba veneno en el talco, por si eran lo bastante listos como para encontrarlo. Y ahora, Watson, vamos a encender nuestra lámpara. Sin embargo, tomaremos la precaución de abrir la ventana para evitar el fallecimiento prematuro de dos meritorios miembros de la sociedad, y usted se sentará en un sillón junto a la ventana abierta, a menos que, haciendo gala de sensatez, decida no querer saber nada del asunto. Ah, ¿conque quiere probar, eh? Estaba seguro de que conocía a mi Watson. Yo me sentaré en esta silla frente a usted, de manera que estemos a la misma distancia del veneno, y uno frente al otro. Dejaremos la puerta entreabierta. De este modo, podremos vigilarnos el uno al otro, y poner fin al experimento si los síntomas empiezan a parecer alarmantes. ¿Está todo claro? Muy bien, saco el polvo del sobre, lo que queda de él, y lo pongo sobre la lámpara encendida. ¡Ya está! Y ahora, Watson, sentémonos y a ver qué sucede. No tuvimos que esperar mucho. Apenas me había instalado en mi asiento cuando empecé a sentir un olor espeso y almizcleño, sutil y nauseabundo. En cuanto aspiré la primera bocanada, perdí por completo el control de mi cerebro y de mi imaginación. Una nube negra empezó a girar ante mis ojos, y algo me dijo que dentro de aquella nube, todavía invisible, pero a punto de saltar sobre mis espantados sentidos, se ocultaba todo lo indescriptiblemente horrible, todo lo monstruoso e inconcebiblemente maligno que existe en el universo. En el seno de la oscura nube flotaban y remolineaban formas confusas, cada una de las cuales constituía una amenaza y un aviso de algo que estaba al llegar, un anuncio de la inminente presencia de algún innombrable morador de las tinieblas, cuya simple sombra podía hacer estallar mi mente. Un terror paralizante se apoderó de mí. Sentí que se me ponía el pelo de punta, que se me desorbitaban los ojos, que se me abría la boca y que tenía la lengua como si fuera de cuero. Había tal torbellino dentro de mi cabeza que algo tenía que romperse de un momento a otro. Intenté gritar, y tuve la vaga conciencia de un áspero croar, que era mi propia voz, pero lejana y separada de mí mismo. En aquel instante, haciendo esfuerzos por escapar, capté una fugaz visión del rostro de Holmes, blanco, rígido y deformado por el terror…, exactamente con la misma expresión que habíamos visto en los rostros de los muertos. Aquella visión me proporcionó un instante de cordura y de fuerza. Salté de mi asiento, rodeé a Holmes con los brazos, nos arrastramos juntos a través de la puerta y, un momento después, nos dejamos caer sobre el césped y quedamos tumbados uno junto a otro, conscientes tan solo de la gloriosa luz del sol, que se iba abriendo camino a través de la nube infernal que nos envolvía. Poco a poco, la nube se fue disipando en nuestras almas como se disipa la niebla en el campo, hasta que se restauraron la paz y la razón, y quedamos sentados en la hierba, enjugándonos las sudorosas frentes y mirándonos con aprensión uno a otro, al acecho de los últimos vestigios de aquella terrorífica experiencia que habíamos sufrido. —¡Palabra de honor, Watson! —dijo por fin Holmes con voz temblorosa—. Le debo un agradecimiento y una disculpa. Ha sido un experimento injustificable, aun para uno mismo, pero mucho más para un amigo. Le aseguro que lo siento mucho. —Ya sabe usted —respondí, algo emocionado, pues jamás había oído a Holmes hablar tan sinceramente— que mi mayor placer y privilegio es ayudarle. Al instante, Holmes recuperó la vena medio humorística, medio cínica, que constituía su actitud habitual hacia aquellos que le rodeaban. —En realidad, querido Watson, habría sido superfino volvernos locos —dijo—. Cualquier observador imparcial habría declarado sin la menor duda que ya lo estábamos cuando nos embarcamos en este disparatado experimento. Confieso que jamás imaginé que los efectos serían tan rápidos y tan fuertes —entró corriendo en la casa, volvió a salir con la lámpara encendida, sosteniéndola con el brazo completamente extendido, y la arrojó a un zarzal—. Tendremos que esperar algún tiempo a que se despeje la habitación. Supongo, Watson, que ya no tenemos ni la sombra de una duda sobre cómo ocurrieron estas tragedias. —Absolutamente ninguna. —Pero la causa sigue estando tan oscura como antes. Vamos a ese emparrado de ahí y discutiremos juntos el asunto. Aún me parece sentir en la garganta ese maldito mejunje. Creo que tenemos que admitir que todos los indicios señalan a este tal Mortimer Tregennis como el autor del primer crimen, aunque ha resultado ser la víctima del segundo. Hay que recordar, en primer lugar, que existen evidencias de una disputa familiar, seguida de una reconciliación. No sabemos lo grave que fue la disputa ni lo falsa que pudo ser la reconciliación. Cuando pienso en ese Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus ojillos astutos brillando detrás de las gafas, no me parece precisamente el tipo de hombre al que yo atribuiría una especial disposición a perdonar. Fíjese, por otra parte, en que fue él quien mencionó aquella historia de algo que se movía en el jardín que distrajo por un momento nuestra atención de la verdadera causa de la tragedia. Tenía sus razones para desorientarnos. Por último, si no fue él quien arrojó esta sustancia al fuego en el momento de marcharse, ¿quién lo hizo? Todo ocurrió inmediatamente después de marcharse él. Si hubiera entrado alguien más, no cabe duda de que la familia se habría levantado de sus asientos. Además, en la apacible Cornualles no se hacen visitas después de las diez de la noche. Así pues, tenemos que reconocer que todos los indicios señalan a Mortimer Tregennis como culpable. —¡Pero entonces su propia muerte fue un suicidio! —Bueno, Watson, así a primera vista, no es del todo imposible. Un hombre atormentado por la culpa de semejante crimen, cometido contra su propia familia, bien podría ceder al remordimiento y decidir correr él la misma suerte. Sin embargo, existen algunas razones de peso en contra de esta teoría. Afortunadamente, existe un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he arreglado para que esta misma tarde podamos oír todos los hechos de sus propios labios. ¡Vaya! ¡Viene antes de lo previsto! Haga el favor de venir por aquí, doctor León Sterndale. Hemos estado realizando un experimento químico dentro de la casa que ha dejado nuestra habitación en condiciones inadecuadas para recibir a una visita tan distinguida. Oí rechinar la puerta del jardín, y la majestuosa figura del gran explorador de Africa apareció en el sendero. Algo sorprendido, se volvió hacia el rústico emparrado bajo el que estábamos sentados. —Me ha hecho usted llamar, señor Holmes. Recibí su nota hace cosa de una hora, y aquí estoy, aunque, la verdad, no sé por qué tengo que obedecer a sus llamamientos. —Tal vez podamos aclarar eso antes de despedirnos —dijo Holmes—. Mientras tanto, le quedo muy agradecido por su gentil aceptación. Tendrá que perdonarnos esta recepción tan informal al aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto de añadir un nuevo capítulo a lo que los periódicos llaman «El horror de Cornualles», y por el momento preferimos una atmósfera despejada. Por otra parte, y dado que las cuestiones que tenemos que discutir le afectan personalmente de un modo muy íntimo, quizás sea mejor que hablemos donde nadie pueda escucharnos. El explorador se sacó el cigarro de la boca y miró muy serio a mi compañero. —Me gustaría saber, señor Holmes —dijo—, de qué tiene usted que hablarme que me afecta personalmente de un modo tan íntimo. —Del asesinato de Mortimer Tregennis —respondió Holmes. Por un momento, deseé que estuviéramos armados. El rostro feroz de Sterndale adquirió un color rojo oscuro, sus ojos llamearon, y en su frente se marcaron venas nudosas y coléricas, mientras avanzaba hacia mi compañero con los puños apretados. Pero se contuvo y, con un violento esfuerzo, adoptó nuevamente la actitud calmada, pero fría y rígida, que en cierto modo daba incluso más sensación de peligro que su apasionado arrebato. —He vivido tanto tiempo entre salvajes, fuera del alcance de la ley, que he llegado a acostumbrarme a imponer mi propia ley —dijo—. Haría bien en no olvidarlo, señor Holmes, porque no deseo hacerle ningún daño. —Tampoco a mí me gustaría hacerle daño a usted, doctor Sterndale. Y la mejor prueba de ello es que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted, y no a la policía. Sterndale se sentó emitiendo un jadeo, intimidado seguramente por primera vez en toda su vida de aventuras. Había en los modales de Holmes una tranquila afirmación de poder que resultaba irresistible. Nuestro visitante balbuceó unas excusas, abriendo y cerrando sus manazas muy alterado. —¿Qué quiere usted decir? —preguntó por fin—. Si esto es un farol, señor Holmes, ha elegido usted un mal sujeto para su experimento. Dejemos de andarnos por las ramas. ¿Qué ha querido decir? —Voy a explicárselo —dijo Holmes—, y la razón por la que voy a hacerlo es porque espero que corresponda a la franqueza con franqueza. Lo que yo haga a continuación dependerá de cómo se defienda usted. —¿Defenderme? —Sí, señor. —¿Defenderme de qué? —De la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis. Sterndale se secó la frente con un pañuelo. —Le aseguro que empieza usted a fastidiarme —dijo—. ¿Debo entender que todos sus éxitos se basan en esta prodigiosa capacidad para farolear? —Es usted quien se tira faroles, doctor León Sterndale, y no yo —dijo Holmes en tono severo—. Y para demostrárselo, voy a explicarle algunos de los hechos en los que se basan mis conclusiones. De su regreso de Plymouth, dejando que gran parte de su equipaje siguiera rumbo a África, le diré únicamente que fue el primer indicio que tuve de que usted era uno de los factores que había que tener en cuenta para reconstruir este drama… —Regresé porque… —Ya me explicó sus razones, y me parecieron inadecuadas y poco convincentes. Pero dejemos eso aparte. Usted vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Yo me negué a responderle. Entonces usted se dirigió a la vicaría, esperó fuera un buen rato y después se marchó a su casa. —¿Cómo sabe eso? —Le seguí. —No vi a nadie. —Eso es lo que suele ver la gente a la que yo sigo. Pasó usted la noche sin dormir, y elaboró ciertos planes, que se dispuso a poner en práctica por la mañana. Salió de su casa al amanecer, y se llenó el bolsillo de grava rojiza, que tenía en un montón al lado de la puerta —Sterndale dio un violento respingo y miró a Holmes con asombro—. A continuación, recorrió a paso ligero la milla que separa su casa de la vicaría. Dicho sea de paso, llevaba usted ese mismo par de zapatos de tenis a rayas que ahora mismo cubren sus pies. Al llegar a la vicaría, atravesó el huerto y el seto lateral y se situó bajo la ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero aún no había movimiento en la casa. Sacó usted un poco de grava del bolsillo y la arrojó contra la ventana. Sterndale se puso en pie de un salto. —¡Es usted el demonio en persona! Holmes sonrió ante el cumplido. —Tuvo que tirar dos o tres puñados de grava antes de que el inquilino se asomara a la ventana. Usted le pidió que bajara. Él se vistió a toda prisa y bajó a su sala de estar. Usted entró por la ventana. Tuvieron una conversación bastante breve, durante la cual usted no paró de andar de un lado a otro de la habitación. Luego volvió a salir, cerró la ventana y se quedó en el césped de fuera, fumando un cigarro y aguardando a ver qué ocurría. Por último, tras la muerte de Tregennis, se marchó por donde había venido. Veamos, pues, doctor Sterndale: ¿cómo justifica usted su conducta y cuál fue el motivo de sus acciones? Si intenta mentirme o jugar conmigo, le doy mi palabra de que el asunto saldrá de mis manos definitivamente. La cara de nuestro visitante se había puesto de color gris ceniza al escuchar las palabras de su acusador. Estuvo reflexionando un buen rato, con el rostro oculto entre las manos, y de pronto, con un súbito gesto impulsivo, sacó del bolsillo del pecho una fotografía, y la arrojó sobre la mesa rústica que teníamos delante. —Esa es la razón de lo que hice —dijo. Se trataba del retrato de una mujer hermosísima. Holmes se inclinó para verla mejor. —Brenda Tregennis —dijo. —Sí, Brenda Tregennis —repitió nuestro visitante—. La he amado desde hace años. Y ella me amaba a mí. Ese era el secreto de mi aislamiento en Cornualles, que tanto asombra a la gente. Aquí podía estar cerca de la única cosa que me importaba en el mundo. No podía casarme con ella, porque tuve una esposa que me abandonó hace años, pero de la cual no puedo divorciarme, por culpa de las deplorables leyes inglesas. Brenda esperó años y años. Yo esperé años y años. ¡Y hemos esperado tanto para esto! —un tremendo sollozo sacudió de arriba abajo el enorme cuerpo del doctor, que se llevó las manos a la garganta por debajo de su barba leonada. Por fin, con un esfuerzo, logró dominarse y continuó hablando—: el vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él les podrá decir que Brenda era un ángel bajado a la tierra. Por eso me telegrafió para que regresara. ¿Qué me importaba mi equipaje o África, sabiendo lo que le había ocurrido a mi amor? Ahí tiene usted la clave que le faltaba para entender mis acciones, señor Holmes. —Continúe —dijo mi amigo. El doctor Sterndale sacó de su bolsillo un paquete de papel y lo colocó sobre la mesa. En su parte exterior llevaba escrito Radix pedis diaboli, y debajo, una etiqueta roja con la señal de veneno. Lo empujó hacia mí. —Tengo entendido que es usted médico —dijo—. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado? —¡«Raíz de pie del diablo»! No, jamás había oído hablar de esto. —Eso no hace desmerecer sus conocimientos profesionales, doctor, ya que estoy convencido de que, exceptuando una muestra que tienen en un laboratorio de Buda, no existe otra en toda Europa. Aún no figura ni en la farmacopea ni en los textos de toxicología. Se trata de una raíz que tiene forma de pie, medio humano, medio de cabra, de ahí el pintoresco nombre que le impuso un misionero aficionado a la botánica. La utilizan los hechiceros de ciertas regiones de Africa Occidental como veneno para pruebas de iniciación o juicios, y lo mantienen en secreto entre ellos. Esta muestra que tengo aquí la conseguí en circunstancias verdaderamente extraordinarias, en el país de los ubangui. Mientras hablaba, abrió un paquete, dejando a la vista un montoncito de polvo pardorojizo que parecía rapé. —¿Y bien, señor? —dijo Holmes en tono severo. —Voy a contarle todo lo que sucedió, señor Holmes, porque es ya tanto lo que sabe que está claro que me conviene que lo sepa todo. Ya le he explicado cuál era mi relación con la familia Tregennis. Por amor a la hermana, yo me mostraba amistoso con los hermanos. Hubo una disputa de familia por cuestiones de dinero, y ese Mortimer se distanció de los demás, pero se suponía que habían hecho las paces, y yo volví a tratarlo igual que a los otros. Era un tipo astuto, sutil y calculador, y observé varios detalles que me hicieron desconfiar de él, pero sin que existiera motivo concreto para reñir. »Un día, hace solo un par de semanas, vino a visitarme y yo le enseñé algunas de mis curiosidades africanas; entre ellas, este polvo. Le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo, y de la locura o la muerte que aguardan a los desdichados nativos que son sometidos a la prueba por los sacerdotes de su tribu. Le dije también que la ciencia europea sería completamente incapaz de detectarlo. No me explico cómo logró apoderarse de él, porque yo no salí de la habitación en ningún momento, pero no cabe duda de que, mientras yo abría cajones y desembalaba cajas, se las arregló para sustraer un poco de polvo de pie del diablo. Recuerdo muy bien que me acribilló a preguntas sobre la cantidad y el tiempo necesarios para que hiciera efecto, pero ni se me pasó por la cabeza que pudiera tener un motivo personal para preguntar tales cosas. »No volví a pensar en el asunto hasta que recibí en Plymouth el telegrama del vicario. Ese canalla había pensado que yo ya estaría en alta mar antes de que me pudiera llegar la noticia, y que me perdería en Africa durante años. Pero regresé inmediatamente y, como es natural, nada más enterarme de los detalles tuve la seguridad de que se había empleado mi veneno. Vine a hablar con usted, por si acaso se le hubiera ocurrido alguna otra explicación. Pero era imposible que existiera otra. Estaba convencido de que Mortimer Tregennis era el asesino… por afán de dinero, y tal vez con la idea de que, si todos los demás miembros de la familia se volvían locos, él quedaría como único custodio de los bienes comunes, utilizó el polvo de pie del diablo, hizo perder la razón a sus dos hermanos y mató a su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha amado. Ese era su crimen; ¿cuál debía ser su castigo? »¿Debía recurrir a la ley? ¿Qué pruebas tenía? Yo estaba seguro de lo que había ocurrido, pero ¿podría conseguir que un jurado de campesinos se creyera una historia tan fantástica? Y no podía correr el riesgo de fracasar. Toda mi alma clamaba pidiendo venganza. Ya le dije hace un rato, señor Holmes, que he pasado gran parte de mi vida fuera del alcance de la ley, hasta acabar rigiéndome por mis propias leyes. Eso es lo que ocurrió. Decidí que debía sufrir la misma suerte que él había hecho sufrir a los otros. O eso, o yo mismo haría justicia con mi propia mano. No existe en toda Inglaterra un hombre que conceda menos valor a su propia vida que yo en estos momentos. »Ya se lo he contado todo. Usted mismo ha aportado el resto. Como bien ha dicho, tras una noche de insomnio, salí de casa al amanecer. Había previsto que pudiera resultar difícil despertarle, así que cogí un poco de grava del montón que usted ha mencionado, y la utilicé para lanzarla contra la ventana. El bajó y me hizo pasar por la ventana de la sala de estar. Yo le dije que estaba al corriente de su crimen, y que había ido en calidad de juez y de verdugo. El muy miserable se dejó caer en un sillón, paralizado por la visión de mi revólver. Encendí la lámpara, eché en ella el polvo, y aguardé en la parte de fuera de la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de matarle a tiros si intentaba salir de la habitación. Murió en cinco minutos. ¡Dios mío, y cómo murió! Pero mi corazón era de pedernal, porque no estaba sufriendo nada que mi inocente amor no hubiera sufrido antes. Esta es mi historia, señor Holmes. Es posible que, si usted amase a una mujer, hubiera hecho lo mismo que yo. En cualquier caso, estoy en sus manos, y puede usted tomar las medidas que le parezcan. Como ya le he dicho, no hay un hombre vivo que tenga menos miedo a la muerte que yo. Holmes permaneció sentado en silencio durante unos momentos. —¿Qué pensaba hacer a continuación? —preguntó por fin. —Tenía la intención de perderme en África Central. Mi trabajo allí está a medio hacer. —Pues vaya y termine la otra mitad —dijo Holmes—. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo. El doctor Sterndale irguió su gigantesca figura, hizo una solemne reverencia, y se alejó del emparrado. Holmes encendió su pipa y me pasó la petaca. —Para variar, resultará muy agradable aspirar algo de humo que no sea tan venenoso —dijo—. Creo que estará de acuerdo, Watson, en que no debemos interferir en este caso. Nuestra investigación era extraoficial, y también debe serlo nuestra actuación. ¿Denunciaría usted a este hombre? —Desde luego que no —respondí. —Nunca he estado enamorado, Watson, pero si lo estuviera, y la mujer que amara hubiera sufrido una muerte semejante, puede que me comportara como nuestro indómito cazador de leones. ¿Quién sabe? Bien, Watson, no ofenderé su inteligencia explicándole lo que es obvio. Por supuesto, el punto de partida de mi investigación fue la grava que había en el alféizar de la ventana. No había nada parecido en el jardín de la vicaría. No encontré otra igual hasta que dirigí mi atención hacia el doctor Sterndale y su casa de campo. La lámpara encendida en pleno día, y los restos de polvo en el guardahumos fueron los siguientes eslabones de una cadena que se iba haciendo ya muy evidente. Y ahora, querido Watson, creo que podemos borrar el asunto de la mente y regresar, con la conciencia tranquila, al estudio de las raíces caldeas que se advierten sin lugar a dudas en la rama cómica del gran idioma celta. LA AVENTURA DE LOS MONIGOTES Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparado particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate y un copete negro. —Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted invertir en valores sudafricanos? Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosas facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos más íntimos resultaba completamente inexplicable. —¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté. Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante tubo de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos. —Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto. —Así es. —Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo. —¿Por qué? —Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo. —Estoy seguro de que no diré nada semejante. —Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensayo en su soporte y comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase—, la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de inferencias, cada una de las cuales depende de la anterior y es, en sí misma, muy sencilla. Si después de hacer eso se suprimen todas las inferencias intermedias y solo se le presentan al público el punto de partida y la conclusión, se puede conseguir un efecto sorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto es que no resultó muy difícil, con solo inspeccionar el surco que separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda seguridad que no tiene usted intención de invertir su modesto capital en las minas de oro. —No veo ninguna relación. —Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: usted se aplica tiza en ese lugar cuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: usted no juega al billar más que con Thurston. Cuatro: hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía una opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: su talonario de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la llave. Seis: por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero en este negocio. —¡Pero si es sencillísimo! —exclamé. —Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le parecen infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson. Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus análisis químicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico dibujado en el papel. —¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé. —Ah, ¿eso le parece? —¿Qué otra cosa puede ser? —Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt, de Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con el primer reparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en el siguiente tren. Han llamado a la puerta, Watson. No me extrañaría que fuera él. Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en la habitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos claros y mejillas sonrosadas que indicaban que vivía lejos de las nieblas de Baker Street. Al entrar, pareció que entraba con él un soplo del aire fresco, sano y vivificante de la costa este. Después de estrecharnos las manos a los dos, se disponía a sentarse cuando su mirada fue a posarse en el papel con los extraños dibujos, que yo acababa de examinar y había dejado sobre la mesa. —Y bien, señor Holmes ¿qué ha sacado de eso? —preguntó—. Me dijeron que le gustaban a usted los misterios extravagantes, y no creo que pueda encontrar uno más extravagante que este. Le envié el papel por delante para que tuviera tiempo de estudiarlo antes de que llegara yo. —Desde luego, se trata de un documento muy curioso —dijo Holmes—. A primera vista, podría pensarse que no es más que un juego de niños. Son una serie de monigotes ridículos que parecen estar bailando. ¿Por qué le atribuye usted tanta importancia a una cosa tan grotesca? —No soy yo, señor Holmes, es mi esposa. Esto la tiene muerta de miedo. No dice nada, pero puedo advertir el terror en sus ojos. Por eso quiero llegar al fondo del asunto. Holmes levantó el papel para que le diera de lleno la luz del sol. Era una página arrancada de un cuaderno. Los dibujos estaban hechos a lápiz y eran tal como sigue: Holmes examinó el papel durante un buen rato y después lo dobló con cuidado y lo guardó en su cuaderno de bolsillo. —Este promete ser un caso de lo más interesante e insólito —dijo—. En su carta me informaba usted de algunos pormenores, señor Cubitt, pero le agradecería muchísimo que lo repitiera todo, en beneficio de mi amigo el señor Watson. —No se me da muy bien contar historias —dijo nuestro visitante, cerrando y abriendo con nerviosismo sus grandes y fuertes manos—, así que no vacile en preguntarme si algo no queda claro. Empezaré por mi boda, que tuvo lugar hace un año. Pero, antes que nada, quiero decirles que, aunque no soy un hombre rico, mi familia lleva viviendo en Ridling Thorpe desde hace cinco siglos, y no existe una familia más conocida en todo el condado de Norfolk. El año pasado vine a Londres para la Fiesta de Aniversario y me alojé en una casa de huéspedes de Russell Square, porque allí era donde se alojaba Parker, el vicario de nuestra parroquia. También estaba allí una señorita americana apellidada Patrick, Elsie Patrick. No sé cómo, nos hicimos amigos, y antes de un mes yo estaba tan enamorado como puede estarlo un hombre. Nos casamos discretamente en el registro civil y regresamos a Norfolk convertidos en matrimonio. Le parecerá a usted una locura, señor Holmes, que un hombre perteneciente a una antigua e ilustre familia se case de esta manera, sin saber nada del pasado ni de la familia de su esposa; pero si la viera y la conociera, no le costaría tanto entenderlo. »Ella se portó con absoluta honradez. No se puede decir que no me diera toda clase de facilidades para romper el compromiso si yo lo deseaba. "He tenido en mi vida algunas compañías muy desagradables —me dijo—. Quiero olvidarme de ellas y preferiría no mencionar nunca el pasado, porque me resulta muy doloroso. Si me aceptas, Hilton, te llevarás una mujer que no tiene nada de qué avergonzarse personalmente; pero tendrás que aceptar mi palabra y permitirme guardar silencio sobre todo lo que sucedió hasta el momento en que llegué a ser tuya. Si estas condiciones te resultan inaceptables, regresa a Norfolk y déjame seguir con la vida solitaria que llevaba cuando me encontraste". Estas fueron las palabras exactas que me dijo el día antes de nuestra boda. Yo le contesté que aceptaba gustoso sus condiciones, y hasta ahora he cumplido mi palabra. »Pues bien, llevamos ya casados un año y hemos sido muy felices. Pero hace aproximadamente un mes, a finales de junio, advertí las primeras señales de que algo andaba mal. Un día, mi esposa recibió una carta de América. Pude ver el sello. Se puso pálida como un muerto, leyó la carta y la arrojó al fuego. No hizo ningún comentario y tampoco lo hice yo, porque una promesa es una promesa; pero desde aquel momento, mi mujer no ha conocido un instante de sosiego. Tiene una expresión constante de miedo, como si estuviera esperando algo terrible. Lo mejor que podría hacer es confiar en mí; descubriría que soy su mejor amigo. Pero mientras no hable, yo no puedo decir nada. Le aseguro, señor Holmes, que es una mujer sincera, y que si en el pasado se vio metida en algún lío, no fue por culpa suya. No soy más que un simple hacendado de Norfolk, pero no existe en Inglaterra un hombre que valore más que yo el honor de su familia. Ella lo sabe bien, y lo sabía antes de casarse conmigo. Jamás arrojaría una mancha sobre nuestro honor…, de esto estoy seguro. »Y ahora llegamos a la parte extravagante de la historia. Hace como una semana, el martes de la pasada semana, encontré en el alféizar de una ventana un conjunto de monigotes bailarines, como los de este papel, dibujados con tiza. Pensé que los habría dibujado el mozo de cuadras, pero este juró que no sabía nada del asunto. En cualquier caso, los pintaron durante la noche. Hice que los borraran y no se lo comenté a mi mujer hasta más tarde. Con gran sorpresa por mi parte, ella se lo tomó muy en serio y me rogó que si aparecían más se los dejara ver. No sucedió nada durante una semana, pero ayer por la mañana encontré este papel sobre el reloj de sol del jardín. Se lo enseñé a Elsie y cayó desmayada al instante. Desde entonces parece como sonámbulo, medio aturdida y con el terror constantemente pintado en los ojos. Fue entonces cuando decidí escribirle y enviarle el papel, señor Holmes. No es una cosa que se pueda presentar a la policía, porque se habrían reído de mí, pero usted me dirá qué se puede hacer. No soy rico, pero si algún peligro amenaza a mi mujercita, gastaría hasta el último penique para protegerla. Era un gran tipo aquel hijo de la antigua Inglaterra, sencillo, honesto y amable, con sus grandes y expresivos ojos azules y su rostro amplio y simpático. Llevaba reflejados en el rostro el amor y la confianza que sentía por su esposa. Holmes había escuchado su relato con la máxima atención, y luego se quedó un buen rato callado, sumido en profundas reflexiones. —¿No cree usted, señor Cubitt —dijo por fin—, que lo mejor sería abordar directamente a su esposa y pedirle que le confíe su secreto? Hilton Cubbit sacudió su enorme cabeza. —Una promesa es una promesa, señor Holmes. Si Elsie quisiera decírmelo, me lo diría. Si no, no seré yo quien viole su confianza. Pero tengo derecho a actuar por mi cuenta, y pienso hacerlo. —Entonces, le ayudaré de todo corazón. En primer lugar, ¿sabe usted si ha aparecido algún extranjero por su vecindario? —No. —Supongo que se trata de un lugar muy tranquilo, y que una cara nueva provocaría comentarios. —En la vecindad inmediata, sí. Pero no muy lejos hay varios pueblos con balnearios, y los granjeros aceptan huéspedes. —Es evidente que estos jeroglíficos significan algo. Si se trata de una clave arbitraria, puede resultarnos imposible descifrarla. Pero si es sistemática, no me cabe duda de que llegaremos al fondo del asunto. Sin embargo, esta muestra en particular es tan pequeña que no puedo hacer nada con ella, y la información que usted me ha dado es tan inconcreta que carecemos de base para una investigación. Yo le aconsejaría regresar a Norfolk, mantenerse ojo avizor y hacer una copia exacta de todo nuevo monigote que aparezca. Es una verdadera lástima que no dispongamos de una copia de los que se dibujaron con tiza en el alféizar de la ventana. Además de esto, investigue discretamente acerca de la presencia de extranjeros por los alrededores. Cuando haya reunido algún dato nuevo, vuelva a verme. Es el mejor consejo que puedo darle, señor Cubbit. Si se presentara alguna novedad apremiante, me tendrá siempre dispuesto a acudir corriendo a su casa de Norfolk. La entrevista dejó a Sherlock Holmes muy pensativo, y durante los días siguientes le vi en varias ocasiones sacar la hoja de papel de su cuaderno y contemplar durante largo rato y con gran interés las curiosas figuras dibujadas en ella. Sin embargo, no volvió a hacer mención del asunto hasta una tarde, unos quince días después. Yo me disponía a salir cuando él me llamó. —Será mejor que se quede, Watson. —¿Por qué? —Porque esta mañana he recibido un telegrama de Hilton Cubitt. ¿Se acuerda usted de Hilton Cubitt, el de los monigotes? Ha debido llegar a la estación de Liverpool Street a la una y veinte. Estará aquí de un momento a otro. Su telegrama parece sugerir que se han producido novedades de importancia. No tuvimos que esperar mucho. Nuestro caballero de Norfolk vino directamente desde la estación, tan rápido como pudo llevarlo un coche de alquiler. Se le veía angustiado y deprimido, con los ojos fatigados y la frente llena de arrugas. —Este asunto me está destrozando los nervios, señor Holmes —dijo, dejándose caer en una butaca como si estuviera agotado—. Ya es bastante malo sentirse rodeado por gente invisible y misteriosa que parece estar tramando algo contra uno; pero si, además, uno sabe que eso está matando poco a poco a su esposa, la cosa se hace verdaderamente insoportable. Elsie se está consumiendo… se está consumiendo ante mis propios ojos. —¿Todavía no ha dicho nada? —No, señor Holmes, no ha dicho nada. Y sin embargo, ha habido momentos en que la pobre chica quería hablar, pero no acababa de decidirse a dar el paso. He intentado ayudarla, pero me temo que no fui muy hábil y solo conseguí asustarla y que siguiera callando. Me hablaba de la antigüedad de mi familia, de nuestra reputación en el condado, del orgullo que sentimos por nuestro honor intachable, y siempre me parecía que estaba a punto de explicarse; pero por una cosa o por otra, nunca llegaba a hacerlo. —Y usted, ¿ha descubierto algo por su cuenta? —Mucho, señor Holmes. Traigo varios dibujos nuevos de monigotes para que usted los examine y, lo que es más importante, he visto al sujeto. —¡Cómo! ¿Al hombre que los dibuja? —Sí, lo sorprendí en plena faena. Pero es mejor que se lo cuente todo en orden. Cuando regresé después de visitarle a usted, lo primero que vi a la mañana siguiente fue una nueva cosecha de monigotes. Estaban dibujados con tiza en la puerta negra de madera del cobertizo donde se guardan las herramientas, que está junto al césped, bien a la vista desde las ventanas. Saqué una copia exacta y aquí la tengo —desplegó un papel y lo extendió sobre la mesa—. He aquí el jeroglífico: —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¡Excelente! Por favor, continúe. —Después de copiarlos, borré los dibujos. Pero dos días después apareció una nueva inscripción. Aquí tengo la copia: Holmes se frotó las manos y soltó una risita de placer. —Vamos acumulando material con mucha rapidez —dijo. —Tres días después, apareció un mensaje dibujado en papel, que dejaron sobre el reloj de sol, sujeto con una piedra. Como ve, las figuras son exactamente las mismas que en el dibujo anterior. Después de eso, decidí ponerme al acecho; cogí mi revólver y me senté en mi estudio, desde donde se domina el césped y el jardín. A eso de las dos de la mañana, seguía sentado junto a la ventana, completamente a oscuras, excepto por la luz de la luna que brillaba fuera, cuando oí pasos a mi espalda y allí estaba mi mujer en camisón. Me rogó que fuera a la cama y yo le dije sin rodeos que quería averiguar quién estaba jugando con nosotros un juego tan absurdo. Me respondió que se trataba de alguna broma idiota y que no debía prestarle atención. »—Si tanto te molesta, Hilton, podríamos irnos de viaje los dos, y nos evitaríamos esta molestia. »—¿Qué? ¿Dejar que un bromista nos expulse de nuestra casa? —dije—. ¡Seríamos el hazmerreír de todo el condado! »—Vamos, ven a acostarte —dijo ella—, y ya lo discutiremos por la mañana. »De pronto, mientras ella hablaba, vi que su rostro, ya pálido, se ponía aún más pálido a la luz de la luna, y su mano se aferró a mi hombro. Algo se movía en la sombra del cobertizo. Distinguí una figura negra y encogida que doblaba la esquina arrastrándose y se agachaba delante de la puerta. Cogí mi revólver y me disponía a salir a la carrera cuando mi esposa me rodeó con los brazos, sujetándome con una fuerza histérica. Intenté desprenderme de ella, pero se agarraba a mí con absoluta desesperación. Por fin logré soltarme, pero para cuando abrí la puerta y llegué al cobertizo, el individuo había desaparecido. Sin embargo, había dejado huellas de su presencia: en la puerta se veía el mismo conjunto de monigotes que ya había aparecido dos veces y que está copiado en ese papel. Por lo demás, no se veía ni rastro del intruso, a pesar de que recorrí la finca de cabo a rabo. Y sin embargo, lo asombroso es que debió de estar allí todo el tiempo, porque cuando volví a examinar la puerta por la mañana había dibujado varias figuritas más bajo la serie que yo ya había visto. —¿Tiene usted ese nuevo dibujo? —Sí. Es muy breve, pero hice una copia y aquí está. Sacó un nuevo papel. La nueva danza tenía la siguiente forma: —Dígame —dijo Holmes, y se veía en sus ojos que estaba excitadísimo—, ¿esto era un añadido al primer dibujo, o parecía simplemente independiente? —Estaba dibujado en una tabla distinta de la puerta. —¡Excelente! Para nuestros propósitos, esto es de la máxima importancia. Me llena de esperanzas. Ahora, señor Cubitt, le ruego que continúe con su interesantísima narración. —No tengo nada más que decir, señor Holmes, excepto que me irrité con mi mujer por haberme sujetado cuando podría haber atrapado a aquel granuja merodeador. Me dijo que tuvo miedo de que pudieran hacerme algún daño, y por un instante me asaltó el pensamiento de que tal vez lo que ella temía en realidad es que pudiera hacerle algún daño a él, porque estaba convencido de que ella sabía quién era aquel hombre y lo que significaban sus extraños mensajes. Sin embargo, señor Holmes, hay algo en la forma de hablar de mi esposa y en la mirada de sus ojos que disipa toda duda, y ahora estoy convencido de que pensaba verdaderamente en mi seguridad. Esto es todo lo que hay, y ahora espero que usted me aconseje lo que debo hacer. Por mi gusto, pondría media docena de peones escondidos entre los arbustos y cuando volviera ese fulano le darían tal paliza que nos dejaría en paz para siempre. —Me temo que el caso es demasiado grave para remedios tan simples —dijo Holmes—. ¿Cuánto tiempo puede usted quedarse en Londres? —Tengo que regresar hoy mismo. Por nada del mundo dejaría sola a mi esposa por la noche. Está muy nerviosa y me ha suplicado que vuelva. —Creo que hace usted bien. Pero si hubiera podido quedarse, es posible que dentro de uno o dos días yo hubiera podido regresar con usted. Mientras tanto, déjeme esos papeles, y creo muy probable que pueda ir a visitarle muy pronto y arrojar alguna luz sobre el caso. Sherlock Holmes mantuvo su actitud serena y profesional hasta que nuestro visitante se hubo marchado, aunque yo, que le conocía bien, veía perfectamente que se encontraba excitadísimo. En cuanto las anchas espaldas de Hilton Cubitt desaparecieron por la puerta, mi compañero corrió a la mesa, extendió todos los papeles con monigotes dibujados y se enfrascó en intrincados y laboriosos cálculos. Durante dos horas le vi llenar hojas y hojas de papel con figuras y letras, tan absorto en su tarea que resultaba evidente que se había olvidado de mi presencia. De cuando en cuando hacía progresos y entonces silbaba y cantaba al trabajar; otras veces se quedaba desconcertado y permanecía sentado durante largo rato con la frente fruncida y la mirada ausente. Por fin, saltó de su asiento con un grito de satisfacción y se puso a dar zancadas por la habitación mientras se frotaba las manos. A continuación, escribió un largo mensaje en un impreso para telegramas. —Si esto recibe la contestación que espero, Watson, podrá usted añadir un precioso caso a su colección —dijo—. Espero que mañana podamos acercarnos a Norfolk para llevarle a nuestro amigo información muy concreta sobre este secreto que tanto le atormenta. Confieso que me sentía lleno de curiosidad, pero sabía bien que a Holmes le gustaba hacer las revelaciones en su momento y a su manera, así que esperé a que tuviera a bien confiarme sus conocimientos. Sin embargo, el telegrama de respuesta se retrasó y vivimos dos días de impaciencia, durante los cuales Holmes estiraba las orejas cada vez que sonaba el timbre de la puerta. El segundo día por la tarde nos llegó una carta de Hilton Cubitt. Todo seguía tranquilo, pero aquella mañana había aparecido una larga inscripción en el pedestal del reloj de sol. Incluía una copia, que reproduzco aquí: Holmes estudió este absurdo friso durante unos minutos y de pronto se puso en pie de un salto, con una exclamación de sorpresa y desaliento. Su rostro expresaba una terrible ansiedad. —Hemos dejado que esto vaya demasiado lejos —dijo—. ¿Hay algún tren para North Walsham esta noche? Consulté el horario de ferrocarriles. El último tren acababa de salir. —Entonces, desayunaremos temprano y tomaremos el primero de la mañana —dijo Holmes—. Nuestra presencia es necesaria con la máxima urgencia. ¡Ah, aquí está el telegrama que esperábamos! Un momento, señora Hudson, quizás haya respuesta… No, es justo lo que esperaba. Este mensaje hace aún más imprescindible que no perdamos un momento en informar a Hilton Cubitt del estado de las cosas, porque nuestro simpático hacendado de Norfolk se encuentra enredado en una extraña y peligrosa telaraña. Los hechos demostraron que tenía razón. Aun ahora, al acercarme a la conclusión de la historia que al principio me había parecido una fantasía infantil, vuelvo a experimentar la angustia y el horror que entonces sentí. Ojalá hubiera tenido un final más feliz para comunicárselo a mis lectores; pero la crónica debe atenerse a los hechos, y yo debo seguir hasta su siniestro desenlace la extraña cadena de sucesos que durante unos días convirtieron a Ridling Thorpe Manor en tema de conversación a todo lo largo y ancho de Inglaterra. Apenas si habíamos descendido del tren en North Walsham y mencionado nuestro lugar de destino, cuando el jefe de estación se acercó corriendo a nosotros. —¿Son ustedes los policías de Londres? —preguntó. Por el rostro de Holmes cruzó una expresión de preocupación. —¿Qué le hace pensar semejante cosa? —Es que acaba de pasar por aquí el inspector Martin, de Norwich. Pero tal vez sean ustedes los médicos. Ella no ha muerto… por lo menos, esto es lo último que se supo. Quizás aún lleguen a tiempo de salvarla, aunque sea salvarla para la horca. La frente de Holmes se nubló de ansiedad. —Nos dirigimos a Ridling Thorpe Manor —dijo—, pero no sabemos nada de lo que ha ocurrido allí. —Una cosa terrible —dijo el jefe de estación—. Heridos a tiros los dos, el señor Cubitt y su esposa. Ella le disparó y luego se pegó un tiro, al menos eso dicen los criados. Él ha muerto y a ella no hay muchas esperanzas de salvarla. ¡Señor, Señor! ¡Una de las familias más antiguas del condado de Norfolk, y una de las más honorables! Sin decir palabra, Holmes corrió hacia un coche de alquiler y no abrió la boca en todo el largo recorrido de siete millas. Pocas veces lo he visto tan abatido. Se había mostrado inquieto durante todo el viaje desde Londres, y me había llamado la atención la ansiedad con que hojeaba los diarios de la mañana; pero el hecho de que sus peores temores se hubieran convertido en realidad de manera tan brusca lo dejó sumido en una ciega melancolía. Permanecía recostado en su asiento, perdido en fúnebres especulaciones. Sin embargo, había muchas cosas interesantes a nuestro alrededor, ya que atravesábamos uno de los paisajes más curiosos de Inglaterra, en el que unas pocas casas desperdigadas representaban a la población actual, mientras que a ambos lados del camino se alzaban enormes iglesias de torres cuadradas, que surgían del paisaje verde y llano pregonando la gloria y la prosperidad de la antigua East Anglia. Por fin divisamos el borde violáceo del mar del Norte sobre el verde de la costa de Norfolk, y el cochero señaló con su látigo dos viejos tejadillos de ladrillo y madera que sobresalían de un bosquecito. —Esa es Ridling Thorpe Manor —dijo. Cuando el coche se detuvo frente a la puerta principal, pude ver, junto al campo de tenis, el cobertizo negro y el reloj de sol con su pedestal, que tan siniestro significado encerraban para nosotros. Un hombrecillo bien vestido, de aspecto sagaz y con bigote engomado, acababa de apearse de un carricoche. Se presentó como el inspector Martin, de la comisaría de Norfolk, y se sorprendió muchísimo al oír el nombre de mi compañero. —¡Caramba, señor Holmes, pero si el crimen se ha cometido a las tres de la mañana! ¿Cómo es posible que se haya enterado en Londres y haya llegado al mismo tiempo que yo? —Es que lo preveía. Vine con la esperanza de poder impedirlo. —En tal caso, debe disponer de importante información, de la que nosotros carecemos. Por aquí se decía que eran una pareja muy bien avenida. —El único dato de que dispongo son los monigotes —dijo Holmes—. Ya se lo explicaré más tarde. Mientras tanto, dado que ya es demasiado tarde para evitar la tragedia, lo que me urge es utilizar la información que poseo para procurar que se haga justicia. ¿Colaborará usted conmigo en la investigación, o prefiere que yo actúe por mi cuenta? —Será para mí un orgullo que actuemos juntos, señor Holmes —dijo el inspector de todo corazón. —En ese caso, me gustaría escuchar los testimonios y examinar la casa sin perder un instante. El inspector Martin tuvo el buen sentido de dejar que mi amigo hiciera las cosas a su manera, y se conformó con tomar cuidadosa nota de los resultados. El médico de la localidad, un anciano de cabellos blancos, acababa de bajar de la habitación de la señora Cubitt y nos comunicó que sus heridas eran graves, aunque no mortales de necesidad. La bala había atravesado el cráneo por delante del cerebro y lo más probable era que tardara algún tiempo en recuperar la conciencia. Al preguntársele si se había disparado ella misma o lo había hecho otra persona, no se atrevió a dar una opinión definitiva. Desde luego, el disparo se había hecho desde muy cerca. En la habitación solo se había encontrado un revólver, con dos casquillos vacíos. El señor Hilton Cubitt había recibido un tiro en el corazón. Tan verosímil era que él hubiera disparado contra su mujer para después matarse, como que fuera ella la asesina, ya que el revólver estaba caído en el suelo entre ellos, a la misma distancia de los dos. —¿Han movido el cadáver? —No hemos movido más que a la señora. No podíamos dejarla tirada estando herida. —¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, doctor? —Desde las cuatro. —¿Ha venido alguien más? —Sí, el policía de aquí. —¿Y no han tocado ustedes nada? —Nada. —Han actuado ustedes con mucha prudencia. ¿Quién le hizo llamar? —La doncella, Saunders. —¿Fue ella la que dio la voz de alarma? —Ella y la señora King, la cocinera. —¿Dónde están ahora? —Creo que en la cocina. —Entonces, me parece que lo mejor es oír cuanto antes su testimonio. El antiguo vestíbulo de paredes de roble y altas ventanas se había transformado en un juzgado de instrucción. Holmes se sentó en un enorme y anticuado sillón, con sus inexorables ojos brillando desde el fondo de su rostro apesadumbrado. Se leía en ellos el firme propósito de dedicar su vida a esta investigación, hasta que quedara vengado el cliente al que él no había logrado salvar. El atildado inspector Martin, el anciano y barbudo médico rural, un obtuso policía del pueblo y yo componíamos el resto de aquel extraño equipo. Las dos mujeres contaron su historia con bastante claridad. Estaban durmiendo y se habían despertado al oír un estampido, al que siguió otro un instante después. Dormían en habitaciones contiguas, y la señora King había corrido a la de Saunders. Bajaron juntas las escaleras. La puerta del estudio estaba abierta y había una vela encendida sobre la mesa. Su señor estaba caído boca abajo en el centro de la habitación, muerto. Cerca de la ventana estaba acurrucada su esposa, con la cabeza apoyada en la pared. Estaba gravemente herida, con todo un lado de la cabeza rojo de sangre. Respiraba entrecortadamente, pero fue incapaz de decir nada. Tanto el pasillo como la habitación estaban llenos de humo y olor a pólvora. La ventana estaba bien cerrada y asegurada por dentro, las dos mujeres estaban seguras de eso. Habían hecho llamar inmediatamente al doctor y al policía y luego, con ayuda del lacayo y el mozo de cuadras, habían trasladado a su maltrecha señora a su habitación. Tanto ella como su marido habían estado acostados en la cama. La señora estaba en camisón y él tenía puesto un batín encima del pijama. No se había tocado nada en el estudio. Por lo que ellas sabían, jamás se había producido una riña entre marido y mujer. Siempre los habían considerado como una pareja muy unida. Estos eran los principales detalles del testimonio de las sirvientas. En respuesta a las preguntas del inspector Martin, aseguraron que todas las puertas estaban cerradas por dentro y que nadie podía haber escapado de la casa. En respuesta a las de Holmes, las dos recordaron haber notado el olor a pólvora desde el momento en que salieron de sus habitaciones en el piso alto. —Le recomiendo que preste especial atención a este detalle —le dijo Holmes a su colega—. Y ahora, creo que podemos proceder a un concienzudo examen de la habitación del crimen. El estudio resultó ser un cuartito pequeño, con tres de sus paredes cubiertas de libros y con un escritorio situado frente a una ventana corriente que daba al jardín. En primer lugar, dedicamos nuestras atenciones al cadáver del desdichado hacendado, cuyo voluminoso cuerpo seguía tendido en medio de la habitación. Su desordenada vestimenta indicaba que se había despertado y levantado a toda prisa. Le habían disparado de frente, y la bala había quedado dentro del cuerpo después de traspasar el corazón. Su muerte tuvo que ser instantánea y sin dolor. No se veían señales de pólvora ni en su batín ni en sus manos. Según el médico rural, la señora tenía marcas de pólvora en la cara, pero no en las manos. —La falta de marcas no significa nada, aunque su presencia puede significarlo todo —dijo Holmes—. A menos que haya un cartucho mal encajado que deje salir la pólvora hacia atrás, se pueden disparar muchos tiros sin que quede marca. Yo diría que se puede retirar el cuerpo del señor Cubitt. Supongo, doctor, que no habrá usted extraído la bala que hirió a la señora. —Para hacerlo se necesitaría una operación muy delicada. Pero todavía quedan cuatro cartuchos en el revólver. Se han disparado dos y se han infligido dos heridas, de manera que sabemos qué ha sido de cada bala. —Al menos, eso parece —dijo Holmes—. Quizás sepa usted también qué ha sido de la bala que, como puede verse, ha pegado en el borde de la ventana. Había dado media vuelta de pronto, y su largo y fino dedo señalaba un orificio que atravesaba el marco inferior de la ventana, a unos dos centímetros del borde. —¡Por San Jorge! —exclamó el inspector—. ¿Cómo ha podido encontrar eso? —Porque lo estaba buscando. —¡Admirable! —dijo el médico rural—. Desde luego, tiene usted razón, señor. Entonces, se hizo un tercer disparo y, por tanto, tuvo que estar presente una tercera persona. Pero ¿quién puede haber sido y cómo pudo escapar? —Ese es el problema que intentamos resolver ahora —dijo Sherlock Holmes—. ¿Recuerda usted, inspector Martin, que cuando las sirvientas dijeron que habían notado el olor a pólvora nada más salir de su habitación yo le comenté que se trataba de un detalle de suma importancia? —Lo recuerdo, pero confieso que no sé a qué se refería. —Eso indica que, en el momento de hacerse los disparos, tanto la puerta como la ventana del estudio estaban abiertas. De lo contrario, el humo de la pólvora no se habría difundido por la casa con tanta rapidez. Para eso se necesita una corriente de aire. Sin embargo, la puerta y la ventana solo estuvieron abiertas durante un espacio de tiempo muy corto. —¿Cómo demuestra usted eso? —Porque la vela no ha chorreado. —¡Fantástico! —exclamó el inspector—. ¡Fantástico! —Como tenía la seguridad de que la ventana había estado abierta en el momento de la tragedia, supuse que pudo haber intervenido una tercera persona, que estaría fuera y habría disparado a través de la ventana. Los disparos dirigidos contra esta persona podrían haber dado en el marco. Busqué allí y, como esperaba, encontré la señal del balazo. —¿Y cómo es que la ventana se encontró cerrada y asegurada? —El primer impulso de la mujer debió de ser cerrar y asegurar la ventana. Pero… ¡Ajá! ¿Qué es esto? Era un bolso de mujer sobre la mesa del estudio. Un bolsito muy elegante, de piel de cocodrilo y plata. Holmes lo abrió y volcó sobre la mesa su contenido. Había veinte billetes de cincuenta libras del Banco de Inglaterra sujetos con una goma, y nada más. —Habrá que guardar esto para presentarlo en el juicio —dijo Holmes, entregando al inspector el bolso con su contenido—. Ahora es necesario que intentemos arrojar alguna luz sobre esta tercera bala que, resulta evidente por el astillamiento de la madera, ha sido disparada desde el interior de la habitación. Me gustaría hablar de nuevo con la señora King, la cocinera… Dijo usted, señora King, que las despertó un fuerte estampido. Al decir eso, ¿quería usted decir que le pareció más fuerte que el segundo? —Bueno, señor, yo estaba dormida y me despertó, así que resulta difícil juzgar… Pero me pareció muy fuerte. —¿Podría haberse tratado de dos tiros, disparados casi al mismo tiempo? —No sabría decirle, señor. —Yo creo que eso fue, sin duda, lo que sucedió. Me parece, inspector Martin, que hemos agotado ya las posibilidades de esta habitación. Si tiene la amabilidad de acompañarme, veremos qué nueva información nos ofrece el jardín. Había un macizo de flores que llegaba hasta la ventana del estudio, y, al acercarnos, todos dejamos escapar una exclamación. Las flores estaban pisoteadas, y la tierra blanda estaba cubierta de marcas de pisadas. Pisadas grandes, masculinas, con punteras particularmente largas y puntiagudas. Holmes husmeó entre la hierba y las hojas como un perro de caza que busca un ave herida. De pronto, con un grito de satisfacción, se agachó y recogió del suelo un pequeño cilindro de latón. —Lo que pensaba —dijo—. La pistola tenía un expulsor, y aquí está el tercer casquillo. Creo, inspector Martin, que nuestro caso está casi terminado. El rostro del inspector del condado había ido reflejando su intenso asombro ante el rápido y magistral avance de las investigaciones de Holmes. Al principio, había mostrado cierta tendencia a afirmar su propia posición, pero ahora se encontraba abrumado de admiración y dispuesto a seguir a Holmes donde fuera sin hacer preguntas. —¿De quién sospecha usted? —Ya llegaremos a eso. Hay varios aspectos del problema que aún no he tenido ocasión de explicarle. Pero ahora que hemos llegado hasta aquí, creo que lo mejor será que conduzca el asunto a mi manera, y luego se lo aclararé todo de una vez por todas. —Como usted desee, señor Holmes, siempre que atrapemos a nuestro hombre. —No es mi intención hacerme el misterioso, pero cuando llega el momento de actuar resulta imposible entretenerse en largas y complicadas explicaciones. Tengo en la mano todos los hilos del asunto. Aunque la señora no llegara a recuperar la conciencia, todavía podríamos reconstruir lo que sucedió anoche y encargarnos de que se haga justicia. En primer lugar, necesito saber si por estos alrededores hay alguna posada que se llame Elrige. Se interrogó a los sirvientes, pero ninguno de ellos había oído hablar de semejante lugar. Sin embargo, el mozo de cuadras aclaró la cuestión al recordar que a varios kilómetros de allí, en dirección a East Rust, vivía un granjero que se apellidaba así. —¿Es una granja aislada? —Muy aislada, señor. —¿Incluso es posible que aún no se hayan enterado de lo que sucedió aquí esta noche? —Puede que no, señor. Holmes reflexionó un momento y una curiosa sonrisa apareció en su rostro. —Ensilla un caballo, muchacho —dijo—. Quiero que lleves una nota a la granja Elrige. Sacó de un bolsillo una serie de papeles con los dibujos de monigotes, los colocó delante de él en la mesa del estudio y estuvo trabajando durante un rato, al cabo del cual le pasó una nota al mozo, encargándole que la entregara en propia mano a la persona a quien iba dirigida, e insistiéndole de manera especial en que no respondiera a ninguna pregunta que pudieran hacerle. Pude ver el sobre de la carta, escrito con letra irregular y desordenada, que no se parecía nada a la letra pulcra de Holmes. Iba dirigido al señor Abe Sianey, Granja Elrige, East Ruston, Norfolk. —Creo, inspector —comentó Holmes—, que lo mejor será que telegrafíe pidiendo refuerzos, pues, si mis cálculos son correctos, puede usted tener que conducir a la cárcel del condado a un preso muy peligroso. Seguro que el mismo muchacho que lleva esta carta puede llevar su telegrama. Si sale esta tarde algún tren para Londres, Watson, creo que haríamos bien en cogerlo, porque tengo que terminar un análisis químico bastante interesante y esta investigación está a punto de concluir. Cuando el joven hubo partido con la nota, Sherlock Holmes dio instrucciones a la servidumbre. Si llegaba alguna visita preguntando por la señora Cubitt, no se le debía dar ninguna información sobre su estado, sino que tenían que hacerla pasar inmediatamente al recibidor. Puso la máxima insistencia en que se grabaran esto en la mente. Por último, nos condujo al recibidor, mientras comentaba que el asunto había quedado ya fuera de sus manos y que procurásemos pasar el tiempo lo mejor que pudiéramos hasta que viésemos lo que nos aguardaba. El doctor se había marchado a atender a sus pacientes y solo quedábamos el inspector y yo. —Creo que puedo ayudarles a pasar una hora muy entretenida y provechosa —dijo Holmes, acercando su silla a la mesa y extendiendo delante de él los diversos papeles donde habían quedado registrados los bailes de los monigotes—. En cuanto a usted, querido Watson, le debo toda clase de reparaciones por haber dejado transcurrir tanto tiempo sin satisfacer su natural curiosidad. A usted, inspector, el asunto le resultará muy atractivo como estudio profesional. Antes que nada, debo informarle de las interesantes circunstancias relativas a las consultas que el señor Hilton Cubitt me hizo en Baker Street. A continuación, Holmes resumió en pocas palabras los hechos que el lector ya conoce. —Tengo aquí delante estas curiosas obras de arte, que nos harían sonreír si no hubieran demostrado ser el anuncio de una tragedia tan terrible. Estoy bastante versado en todos los tipos de escritura secreta, e incluso he escrito una modesta monografía sobre el tema, en la que analizo ciento sesenta cifrados diferentes, pero confieso que este era completamente nuevo para mí. Al parecer, la intención de los inventores del sistema era que nadie notara que los dibujos encerraban un mensaje, dando la impresión de que se trataba de meros dibujos infantiles hechos al azar. Sin embargo, una vez que sabemos que los símbolos representan letras y aplicando las reglas que se utilizan para descifrar toda clase de escrituras en clave, la solución resulta bastante sencilla. El primer mensaje que llegó a mí era tan corto que me resultó imposible hacer nada con el, excepto determinar con relativa confianza que el símbolo correspondía a la letra E. Como saben ustedes, la letra E es la letra más corriente del alfabeto inglés, y predomina de tal manera que, incluso en las frases muy cortas, podemos tener la seguridad de que aparecerá con más frecuencia que las demás. De los quince símbolos que componían el primer mensaje, cuatro eran iguales, por lo que cabía suponer que representaban la letra E. Es cierto, en algunos casos la figurita aparece llevando una bandera y en otros casos no, pero, por la forma de estar distribuidas las banderas, parecía razonable suponer que servían para separar las palabras de la frase. Partí, pues, de la hipótesis de que la figura representaba la E. »Pero ahora venia lo verdaderamente difícil del problema. Después de la E, el orden de frecuencia de las demás letras en el idioma inglés ya no es tan claro, y las preponderancias que pueden advertirse en una hoja de texto impreso pueden no presentarse en una frase breve. Hablando en general, el orden numérico de frecuencia de las letras sería T, A, O, I, N, S, H, R, D y L; pero la T, la A y la O aparecen casi con la misma frecuencia, y resultaría interminable probar una a una todas las combinaciones hasta obtener una frase que tuviera sentido. En consecuencia, esperé a disponer de más material de estudio. En mi segunda entrevista con el señor Hilton Cubitt, este me proporcionó otras dos breves frases y un mensaje que, puesto que no tenía banderas, parecía consistir en una sola palabra. Aquí están los símbolos. Ahora bien, en esta única palabra tenemos dos E, en segunda y cuarta posición de una palabra de cinco letras. Podría tratarse de sever, lever o never [= «cortar», «palanca» o «nunca»]. No cabe duda de que la última posibilidad es la más probable, como respuesta a una petición, y las circunstancias parecían indicar que se trataba de una respuesta escrita por la señora. Si aceptamos esto como correcto, podemos ya afirmar que los símbolos corresponden, respectivamente, a las letras N, V y R. »Aun así, las dificultades seguían siendo considerables, pero una idea afortunada me proporcionó varias letras más. Se me ocurrió que, si estas peticiones procedían, como yo sospechaba, de alguien que había conocido íntimamente a la dama en su vida anterior, era muy probable que la combinación formada por dos E y tres letras intermedias significara el nombre ELSIE. Examinando los dibujos, descubrí este tipo de combinación al final del mensaje que se había repetido tres veces. No cabía duda de que se trataba de un llamamiento a «Elsie». De este modo conseguí la L, la S y la I. Pero ¿qué podía estarle pidiendo? La palabra que venía delante de "Elsie" tenía solo cuatro letras y terminaba en E. Lo más probable era que se tratara de COME [= ven]. Probé con otras muchas palabras terminadas en E, pero ninguna parecía adecuada al caso. Así pues, disponía ya de la C, la O y la M, y me encontraba ya en situación de atacar de nuevo el primer mensaje, dividiéndolo en palabras y colocando puntos en lugar de símbolos aún no descifrados. Una vez sometido a este tratamiento, el mensaje arrojó el siguiente resultado: . M. ERE… E SL. NE. «Ahora bien, la primera letra no podía ser más que la A, lo cual constituía un descubrimiento utilísimo, ya que se repite no menos de tres veces en esta frase tan breve. Además, la H se hace evidente en la segunda palabra, con lo cual, el mensaje queda así: AM HERE A. E SLANE »Y rellenando los huecos evidentes del nombre: AM HERE ABE SLANE »Ahora ya disponía de tantas letras que podía acometer con bastante confianza el segundo mensaje, que quedó de la siguiente manera: A. ELRI. ES. »Esto solo cobraba sentido sustituyendo los puntos por las letras T y G, y suponiendo que se trataba del nombre de alguna casa o posada en la que se aloja el autor del mensaje. El inspector Martin y yo escuchábamos con el máximo interés la clara y completa explicación de cómo mi amigo había obtenido los resultados que le habían proporcionado un control tan completo de nuestra difícil situación. —¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el inspector. —Tenía toda clase de razones para suponer que este Abe Slaney era americano, ya que Abe es un diminutivo norteamericano y además sabíamos que una carta procedente de Estados Unidos había sido el punto de partida de todo el problema. También tenía razones de sobra para sospechar que el asunto encerraba algún secreto criminal. Las alusiones de la dama a su pasado y su negativa a confiarle su secreto al marido señalaban en la misma dirección. Así pues, telegrafié a mi amigo Wilson Hargreave, del Departamento de Policía de Nueva York, que más de una vez se ha beneficiado de mis conocimientos sobre el delito en Londres, y le pregunté si conocía algo del nombre Abe Slaney. Aquí está su respuesta: «El maleante más peligroso de Chicago». La misma tarde que recibí esta respuesta, Hilton Cubitt me envió el último mensaje de Slaney. Utilizando las letras ya conocidas, quedó de esta forma: ELSIE. RE. ARE TO MEET THY GO. »Añadiendo una P y una D se completaba el mensaje Elsie prepare to meet thy god [= Elsie, prepárate para comparecer ante Dios], que demostraba que el canalla había pasado de la persuasión a las amenazas; y, conociendo como conozco a los granujas de Chicago, estaba seguro de que no tardaría en pasar de las palabras a la acción. Así que vine a toda prisa a Norfolk con mi amigo y compañero el doctor Watson, pero, por desgracia, solo llegamos a tiempo de comprobar que ya había sucedido lo peor. —Es un privilegio colaborar con usted en la resolución de un caso —dijo el inspector con gran convicción—. Sin embargo, me perdonará que le hable con franqueza. Usted solo tiene que responder ante sí mismo, pero yo debo responder ante mis superiores. Si este Abe Slaney que vive donde Elrige es, efectivamente, el asesino, y consigue escapar mientras yo me quedo aquí sentado, me veré sin duda en un grave apuro. —No debe usted preocuparse. No intentará escapar. —¿Cómo lo sabe? —Huir equivaldría a confesar su crimen. —Entonces, vayamos a detenerlo. —Estoy esperando que venga él aquí, de un momento a otro. —¿Por qué habría de venir? —Porque le he escrito pidiéndole que venga. —¡Pero esto es increíble, señor Holmes! ¿Cree que va a venir solo porque usted se lo pida? ¿No ve que una petición semejante despertará sus sospechas y le impulsará a huir? —Creo que he sabido presentar la carta del modo adecuado —dijo Sherlock Holmes—. De hecho, o mucho me equivoco o aquí tenemos al caballero en persona, que viene por el sendero. En efecto, un hombre avanzaba por el sendero que llegaba hasta la puerta. Era un tipo alto, apuesto y moreno, que vestía un traje de franela gris, con sombrero panamá, barba negra y encrespada, nariz grande, aguileña y agresiva y un bastón con el que hacía florituras al andar. Por los aires que se daba al caminar por el sendero, se diría que el lugar le pertenecía, y llamó a la puerta con un campanillazo fuerte y lleno de confianza. —Creo, caballeros —dijo Holmes en voz baja—, que lo mejor será tomar posiciones detrás de la puerta. Toda precaución es poca cuando se trata de un sujeto como este. Necesitará usted sus esposas, inspector. Deje que sea yo el que hable. Aguardamos en silencio un momento —uno de esos momentos que ya no se olvidan— y luego se abrió la puerta y entró nuestro hombre. Al instante, Holmes le aplicó una pistola a la cabeza y Martin cerró las esposas en torno a sus muñecas. Todo se hizo con tal rapidez y destreza que el individuo se encontró indefenso antes de poder darse cuenta de que le atacaban. Nos miró con sus ojos negros y llameantes y entonces estalló en una amarga carcajada. —Bien caballeros, esta vez me han ganado por la mano. Parece que fui a topar con algo duro. Pero vine aquí en respuesta a una carta de la señora Hilton Cubitt. ¿No me dirán que ella está metida en esto? ¿No me dirán que ella los ayudó a tenderme esta trampa? —La señora Cubitt está gravemente herida y se encuentra a las puertas de la muerte. El hombre soltó un alarido de dolor que resonó en toda la casa. —¡Está usted loco! —exclamó con ferocidad—. ¡Fue él quien resultó herido, no ella! ¿Quién iba a hacerle daño a la pequeña Elsie? Yo podía amenazarla, que Dios me perdone, pero jamás le habría tocado ni un pelo de su preciosa cabeza. ¡Retire lo que ha dicho! ¡Dígame que no está herida! —La encontraron malherida al lado del cadáver de su esposo. El hombre se dejó caer en el sofá, lanzando un profundo gemido y hundiendo el rostro en sus manos esposadas. Permaneció en silencio durante cinco minutos. Luego volvió a alzar el rostro y habló con la fría compostura que da la desesperación. —No tengo por qué ocultarles nada, caballeros —dijo—. Si le disparé a ese hombre, también él me disparó a mí, y no veo que eso sea un crimen. Pero si piensan ustedes que yo habría sido capaz de hacerle daño a esa mujer, es que no nos conocen ni a mí ni a ella. Les aseguro que jamás hubo en el mundo un hombre que amara a una mujer como yo la amaba a ella. Y tenía mis derechos sobre ella, porque nos habíamos prometido hace años. ¿Quién era este inglés para interponerse entre nosotros? Les aseguro que yo tenía más derecho, y solo estaba reclamando lo que era mío. —Perdió usted su influencia sobre ella cuando ella descubrió la clase de hombre que es usted —dijo Holmes con tono severo—. Huyó de Norteamérica para librarse de usted y se casó en Inglaterra con un caballero honorable. Usted le siguió la pista, la acosó y le hizo insoportable la vida, con la intención de inducirla a abandonar al marido al que amaba y respetaba para fugarse con usted, a quien temía y odiaba. Y lo que ha conseguido es provocar la muerte de un hombre honrado y empujar a su esposa al suicidio. Esta ha sido su participación en el asunto, señor Abe Slaney, y tendrá usted que responder de ello ante la justicia. —Si Elsie muere, no me importa lo que me pase a mí —dijo el americano. A continuación, abrió una mano y miró un papel arrugado que llevaba en ella—. ¡Oiga usted! —exclamó con un brillo de sospecha en la mirada—. ¿No estará usted tratando de asustarme, eh? Si la señora está tan malherida como usted dice, ¿quién escribió esta nota? —preguntó, arrojándola sobre la mesa. —La escribí yo para atraerlo aquí. —¿Que la escribió usted? Fuera de la banda, nadie en el mundo conoce el secreto de los monigotes. ¿Cómo pudo usted escribirla? —Lo que un hombre inventa, otro lo puede descifrar —dijo Holmes—. Aquí viene un coche que lo llevará a Norwich, señor Slaney. Pero, mientras tanto, tiene usted tiempo de reparar una pequeña parte del mal que ha causado. ¿Se da usted cuenta de que sobre la señora Cubitt han recaído fuertes sospechas de que hubiera asesinado a su esposo, y que solo mi presencia aquí, con los conocimientos que solo yo poseía, la ha librado de la acusación? Lo menos que puede usted hacer por ella es dejar claro ante todo el mundo que ella no ha sido responsable, ni directa ni indirectamente, del trágico final de su marido. —No deseo otra cosa —respondió el americano—. Creo que lo que más me conviene a mí mismo es decir la verdad absoluta. —Es mi deber advertirle que lo que diga se utilizará en contra suya —exclamó el inspector, con la admirable deportividad del sistema legal británico. Slaney se encogió de hombros. —Correré ese riesgo —dijo—. En primer lugar, quiero que sepan ustedes que conozco a esta mujer desde que era niña. Éramos siete en nuestra cuadrilla, allá en Chicago, y el padre de Elsie era el jefe de la banda. Un tipo listo, el viejo Patrick. Fue él quien inventó esa escritura, que parecía garabatos de niños a menos que tuviera uno la clave. Pues bien, Elsie se enteró de algunas de nuestras andanzas, pero no le gustaba ese tipo de negocios y disponía de un poco de dinero honrado, así que nos dejó plantados y se largó a Londres. Había sido novia mía, y estoy seguro de que se habría casado conmigo si yo me hubiera dedicado a otra cosa; pero no quería saber nada de negocios turbios. No conseguí localizarla hasta después de que se hubiera casado con el inglés. La escribí, pero no me contestó. Entonces me vine para acá y, como las cartas no servían de nada, empecé a dejar mensajes donde ella pudiera leerlos. «Llevo aquí ya un mes. Me alojaba en esa granja, donde disponía de una habitación en la planta baja y podía entrar y salir por las noches sin que nadie se enterara. Intenté convencer a Elsie por todos los medios. Yo sabía que ella leía los mensajes, porque una vez me escribió una respuesta debajo de uno de ellos. Por fin, perdí la paciencia y empecé a amenazarla. Ella entonces me envió una carta implorándome que me marchara y asegurando que le rompería el corazón ver a su esposo envuelto en un escándalo. Decía que bajaría a las tres de la mañana, cuando su esposo estuviera dormido, para hablar conmigo a través de la ventana si luego yo me marchaba y la dejaba en paz. Bajó y trajo dinero, intentando sobornarme para que me marchara. Aquello me sacó de quicio; la agarré del brazo y traté de sacarla por la ventana, pero en aquel momento llegó corriendo el marido con el revólver en la mano. Elsie cayó al suelo y nosotros quedamos frente a frente. Yo también iba armado, y saqué mi revólver para asustarlo y que me dejara ir. Él disparó y falló. Y disparé casi al mismo tiempo y lo tumbé. Me escabullí por el jardín, y mientras me retiraba oí que la ventana se cerraba a mis espaldas. Esa es la pura verdad, caballeros, hasta la última palabra, y no supe nada más hasta que llegó ese chico a caballo con una nota que me hizo venir aquí como un primo, para caer en sus manos. —Mientras el americano hablaba, un coche había llegado hasta la puerta. En su interior venían dos policías de uniforme. El inspector Martin se puso en pie y tocó el hombro del detenido. —Es hora de irse. —¿Puedo verla antes? —No, está inconsciente. Señor Holmes, mi único deseo es que si alguna otra vez me cae un caso importante, tenga la suerte de tenerlo a usted a mano. Nos quedamos de pie junto a la ventana, mirando cómo se alejaba el coche. Al volverme, mi mirada cayó sobre la bola de papel que el detenido había tirado sobre la mesa. Era la nota que Holmes había usado como reclamo. —A ver, Watson, si es usted capaz de leerla —dijo sonriente. No contenía palabras, sino esta pequeña hilera de monigotes: —Si utiliza el código que les he explicado —dijo Holmes—, verá que significa simplemente Come here at once [=Ven aquí al instante]. Estaba convencido de que se trataba de una invitación que no rechazaría, ya que no podía sospechar que viniera de nadie más que de la dama. Y así, querido Watson, hemos conseguido sacar algún bien de estos monigotes que con tanta frecuencia fueron agentes del mal, y creo haber cumplido mi promesa de proporcionarle algo fuera de lo corriente para su archivo. Nuestro tren pasa a las tres cuarenta. Podemos llegar a Baker Street a tiempo para la cena. Unas breves palabras a manera de epílogo: El norteamericano Abe Slaney fue condenado a muerte en la sesión de invierno del Tribunal de Apelación de Norwich; pero se le conmutó la pena por otra de trabajos forzados, teniendo en cuenta ciertas circunstancias atenuantes y la convicción de que Hilton Cubitt había disparado el primer tiro. De la señora de Hilton Cubitt, solo sé que oí decir que se recuperó por completo y ha permanecido viuda, dedicando su vida al cuidado de los pobres y la administración de las propiedades de su esposo. LA AVENTURA DE CHARLES AUGUSTUS MILVERTON Han transcurrido años desde que tuvieron lugar los acontecimientos que me dispongo a relatar, a pesar de lo cual aún siento cierto reparo en comentarlos. Durante mucho tiempo habría resultado imposible sacar a la luz pública estos hechos, ni siquiera con la mayor discreción y prudencia; pero, ahora, la persona más implicada se encuentra ya fuera del alcance de las leyes humanas y, con las debidas supresiones, se puede contar la historia de manera que no perjudique a nadie. Constituyó una experiencia absolutamente única, tanto en la carrera de Sherlock Holmes como en la mía. El lector sabrá disculpar que oculte la fecha y cualquier otro dato que pudiera servirle para identificar el verdadero suceso. Holmes y yo habíamos salido a uno de nuestros vagabundeos vespertinos, y habíamos regresado a eso de las seis de la tarde de un día crudo y frío de invierno. Al encender Holmes la lámpara, la luz cayó sobre una tarjeta dejada encima de la mesa. Le echó un vistazo y, soltando una exclamación de repugnancia, la tiró al suelo. Yo la recogí y leí: Charles Augustus Mirleston APPLEDORE TOWERS HAMPSTEAD Agente —¿Quién es? —pregunté. —El hombre más malo de Londres —respondió Holmes, sentándose y estirando las piernas hacia el fuego—. ¿Dice algo al dorso de la tarjeta? Le di la vuelta y leí: —«Pasaré a verlo a las 6,30. C. A. M». —¡Hum! Es casi la hora. Dígame, Watson: ¿no siente usted una especie de escalofrío o estremecimiento cuando mira las serpientes en el parque zoológico y ve esos bichos deslizantes, sinuosos, venenosos, con su mirada asesina y sus rostros malignos y achatados? A lo largo de mi carrera he tenido que vérmelas con cincuenta asesinos, pero ni el peor de todos ellos me ha inspirado la repulsión que siento por este individuo. Y sin embargo, no puedo evitar tener tratos con él… La verdad es que viene porque yo le invité. —Pero ¿quién es? —Se lo voy a decir, Watson. Es el rey de los chantajistas. ¡Que Dios se apiade del hombre, y aún más de la mujer, cuyos secretos y reputación caigan en manos de Milverton! Con una sonrisa en los labios y un corazón de mármol, los exprimirá y seguirá exprimiendo hasta dejarlos secos. A su manera, el tipo es un genio, y habría destacado en cualquier oficio más digno. Utiliza el método siguiente: hace correr la voz de que está dispuesto a pagar sumas muy elevadas por cartas que comprometan a personas ricas o de alta posición. Recibe esta mercancía no solo de criados y doncellas que traicionan a sus señores, sino también de rufianes elegantes que se han ganado la confianza y el cariño de mujeres demasiado confiadas. No es nada tacaño en sus tratos. Sé, por ejemplo, que le pagó setecientas libras a un lacayo por una nota con solo dos líneas de texto, y el resultado fue la ruina de una distinguida familia. Todo lo que sale al mercado va a parar a Milverton, y hay cientos de personas en esta gran ciudad que se ponen blancas con solo oír su nombre. Nadie sabe dónde caerá su garra, porque es lo bastante rico y lo bastante astuto para no actuar con apremios. Es capaz de guardarse una carta durante años, para jugarla en el momento en que las apuestas sean más sustanciosas. Ya le he dicho que es el hombre más malo de Londres, y ahora le pregunto si se puede comparar al rufián que en un momento de arrebato le atiza un garrotazo a su compinche, con este hombre que, de manera metódica y a sangre fría, tortura el alma y retuerce los nervios con el fin de seguir llenando sus ya hinchados sacos de dinero. Pocas veces había yo oído a mi amigo hablar con tal intensidad de sentimiento. —Pero supongo yo que la justicia podrá echarle el guante —dije. —Técnicamente, qué duda cabe, pero en la práctica no. ¿Qué ganaría una mujer, por ejemplo, con que le cayeran unos pocos meses de cárcel, si la consecuencia inmediata es su propia ruina? Sus víctimas no se atreven a devolver los golpes. Si alguna vez extorsionara a una persona inocente, entonces sí, le tendríamos cogido. Pero es tan astuto como el mismo demonio. No, no, tendremos que encontrar otras maneras de combatirlo. —¿Y por qué viene aquí? —Porque un ilustre cliente ha puesto su lamentable caso en mis manos. Se trata de lady Eva Brackwell, la más bella de las jóvenes que fueron presentadas en sociedad la temporada pasada. Va a casarse dentro de quince días con el conde de Dovercourt. Este monstruo dispone de varias cartas imprudentes (imprudentes, Watson, y no algo peor), que fueron dirigidas a un joven caballero de provincias que no tiene un céntimo. Con esas cartas bastaría para romper el compromiso. Milverton enviará las cartas al conde, a menos que se le pague una fuerte suma de dinero. A mí se me ha encargado entrevistarme con él y llegar al mejor arreglo posible. En aquel instante se oyó un traqueteo y ruido de cascos abajo en la calle. Me asomé a mirar y vi un lujoso carruaje tirado por un magnífico par de caballos, con brillantes faroles cuya luz se reflejaba en las lustrosas ancas de los nobles animales. Un lacayo abrió la puerta y un hombre bajo y corpulento, con un peludo abrigo de astracán, descendió del coche. Un minuto más tarde estaba en nuestra habitación. Charles Augustus Milverton era un hombre de cincuenta años, de cabeza voluminosa con aire intelectual, cara redonda, regordeta y afeitada, perpetua sonrisa fría y dos ojos grises e inquisitivos, que brillaban intensamente a través de unas gruesas gafas con montura de oro. Había en su aspecto algo de la benevolencia de míster Pickwick, estropeada tan solo por la insinceridad de la sonrisa fija y por el brillo metálico de aquellos ojos inquietos y penetrantes. Su voz era tan suave y untuosa como sus facciones cuando avanzó con una gordezuela mano extendida, murmurando lamentaciones por no habernos encontrado en casa en su primera visita. Holmes hizo caso omiso de la mano extendida y le miró con rostro pétreo. La sonrisa de Milverton se ensanchó; se encogió de hombros, se quitó el abrigo, lo dobló con gran parsimonia sobre el respaldo de una silla y tomó asiento. —Este caballero… —dijo, haciendo un gesto en dirección mía—. ¿Es discreto? ¿Es de confianza? —El doctor Watson es mi amigo y mi socio. —Muy bien, señor Holmes. Tan solo protestaba en interés de su cliente. Se trata de una cuestión tan delicada… —El doctor Watson ya está al corriente. —Entonces, vayamos al grano. Dice usted que actúa en nombre de lady Eva. ¿Le ha autorizado ella a aceptar mis condiciones? —¿Cuáles son sus condiciones? —Siete mil libras. —¿Y la alternativa? —Querido señor, me resulta doloroso hablar de ello; pero si no me ha pagado esa cantidad el día catorce, puede estar seguro de que no habrá boda el dieciocho. Su insufrible sonrisa se hizo más meliflua que nunca. Holmes reflexionó un momento. —Me parece —dijo por fin— que da usted por seguras demasiadas cosas. Como es natural, conozco el contenido de esas cartas. Y, desde luego, mi cliente hará lo que yo le aconseje. Y yo le aconsejaré que se lo cuente todo a su futuro esposo y confíe en su generosidad. —Milverton soltó una risita ahogada. —Está claro que no conoce usted al conde —dijo. La expresión de desconcierto que apareció en la cara de Holmes me demostró que sí lo conocía. —¿Qué tienen de malo esas cartas? —preguntó. —Son divertidas, muy divertidas —respondió Milverton—. La dama escribe unas cartas encantadoras. Pero puedo asegurarle que el conde de Dovercourt no sería capaz de apreciarlas en lo que valen. Sin embargo, puesto que usted opina lo contrario, dejémoslo estar. Es una simple cuestión de negocios. Si cree usted que lo que más conviene a los intereses de su cliente es poner esas cartas en manos del conde, no cabe duda de que sería una idiotez pagar una suma de dinero tan elevada por recuperarlas. Se levantó y recogió su abrigo de astracán. Holmes se había puesto gris de rabia y humillación. —Aguarde un momento —dijo—. Va usted demasiado deprisa. Desde luego, estaríamos dispuestos a hacer todo lo posible por evitar el escándalo en un asunto tan delicado. Milverton volvió a dejarse caer en su asiento. —Estaba seguro de que lo vería usted desde ese punto de vista —ronroneó. —Pero, al mismo tiempo —continuó Holmes—, lady Eva no es una mujer rica. Le aseguro que un desembolso de dos mil libras agotaría sus recursos, y que la cifra que usted menciona está por completo fuera de sus posibilidades. Le ruego, pues, que modere sus exigencias y devuelva las cartas al precio que yo le indico, que le aseguro que es el más alto que podrá conseguir. La sonrisa de Milverton se ensanchó aún más y sus ojos centellearon divertidos. —Me consta que es cierto lo que usted dice acerca de los recursos de la dama —dijo—. Pero, al mismo tiempo, tiene usted que reconocer que la boda de una dama es ocasión muy propicia para que sus amigos y parientes hagan algún pequeño esfuerzo en su beneficio. Puede que aún no sepan qué regalo de bodas hacerle. Yo les aseguro que este pequeño fajo de cartas le proporcionará más alegría que todos los candelabros y mantequilleras de Londres. —Es imposible —dijo Holmes. —¡Señor, Señor, qué desgracia! —exclamó Milverton, sacando del bolsillo un abultado cuaderno—. No puedo evitar pensar que las señoras están mal aconsejadas al no hacer un esfuerzo. ¡Fíjese en esto! —mostró una cartita con un escudo de armas en el sobre—. Pertenece a… bueno, quizás no sea correcto decir el nombre hasta mañana por la mañana. Pero para entonces estará ya en manos del esposo de la dama. Y todo porque ella no quiso molestarse en conseguir una suma miserable, que podría haber obtenido en una hora convirtiendo sus diamantes en dinero. Es una lástima tan grande. Por cierto, ¿recuerda usted cómo se rompió de pronto el compromiso entre la honorable señorita Mils y el coronel Dorking? Solo dos días antes de la boda apareció una noticia en el Morning Post anunciando que todo había terminado. ¿Y por qué? Resulta casi increíble, pero todo se podría haber arreglado con la ridícula suma de mil doscientas libras. ¿No es una pena? Y aquí está usted, señor Holmes, un hombre inteligente, regateando las condiciones, cuando están en juego el futuro y el honor de su cliente. Me sorprende usted, señor Holmes. —Le estoy diciendo la verdad —respondió Holmes—. No se puede conseguir ese dinero. Yo creo que sería mejor para usted aceptar la respetable suma que le ofrezco, en lugar de arruinar el porvenir de esta mujer sin sacar de ello ningún beneficio. —En eso se equivoca, señor Holmes. Dar a conocer los hechos me reportaría considerables beneficios de manera indirecta. Tengo ocho o diez casos similares, aún madurando. Si corriera entre ellos la voz de que he hecho un severo escarmiento con lady Eva, los encontraría a todos mucho más dispuestos a razonar. ¿Comprende mi punto de vista? Holmes saltó de su silla. —Póngase usted detrás de él, Watson. No lo deje escapar. Y ahora, señor, veamos el contenido de ese cuaderno. Milverton se había escurrido, rápido como una rata, hacia un costado de la habitación, colocándose con la espalda contra la pared. —¡Señor Holmes, señor Holmes! —dijo, abriéndose la chaqueta y dejando ver la culata de un enorme revólver, que sobresalía del bolsillo interior—. Yo esperaba que hiciera usted algo original. Esto lo han hecho tantas veces… ¿Y de qué ha servido? Le aseguro que estoy armado hasta los dientes y que estoy perfectamente dispuesto a utilizar el arma, sabiendo que la ley estará de mi parte. Además, está muy equivocado si supone que iba a traer aquí las cartas dentro de un cuaderno de notas. Jamás haría una tontería semejante. Y ahora, caballeros, todavía me aguardan una o dos entrevistas esta noche y hay un largo camino hasta Hampstead. Dio un par de pasos hacia adelante, recogió su abrigo, apoyó la mano en el revólver y se volvió hacia la puerta. Yo levanté una silla, pero Holmes negó con la cabeza y volví a dejarla en el suelo. Milverton salió de la habitación con una reverencia, una sonrisa y un guiño de ojos, y unos momentos después oímos cerrarse de golpe la puerta del carruaje y el traqueteo de las ruedas que se alejaban. Holmes se quedó sentado e inmóvil ante la chimenea, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, la barbilla caída sobre el pecho y los ojos clavados en el brillo de las brasas. Así permaneció, callado y sin moverse, durante media hora. Entonces, con el aire de quien ha tomado una decisión, se puso en pie de un salto y se metió en su alcoba. Al poco rato, un joven obrero de aspecto disoluto, con perilla y andares fanfarrones, encendía su pipa de arcilla en la lámpara antes de salir a la calle. —Ya volveré, Watson —dijo antes de desvanecerse la noche. Comprendí que había iniciado su campaña contra Charles Augustus Milverton; pero poco sospechaba yo el extraño giro que habría de tomar dicha campaña. Durante varios días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con aquel disfraz, pero yo no sabía nada de sus andanzas, aparte de un comentario suyo que indicaba que pasaba el tiempo en Hampstead y que no era tiempo perdido. Por fin, una noche de furiosa tempestad, cuando el viento gemía y hacía golpear las ventanas, regresó de su última expedición y, después de quitarse el disfraz, se sentó ante el fuego y se echó a reír de buena gana, con su característica risa silenciosa y hacia dentro. —¿Verdad, Watson, que no me considera usted un hombre propenso al matrimonio? —Desde luego que no. —Pues le interesará saber que estoy comprometido. —¡Querido amigo! Le feli… —Con la criada de Milverton. —¡Cielo santo, Holmes! —Necesitaba información, Watson. —Pero ¿no habrá ido demasiado lejos? —Era preciso hacerlo. Soy un fontanero llamado Escott, con un negocio que prospera. He salido con ella todas las tardes y he hablado con ella. ¡Santo cielo, qué conversaciones! Sin embargo, he conseguido lo que quería. Ahora conozco la casa de Milverton como la palma de mi mano. —¿Y la chica, qué, Holmes? Él se encogió de hombros. —No se puede evitar, querido Watson. Habiendo tanto en juego, hay que jugar las cartas lo mejor que se pueda. Sin embargo, me alegra decirle que tengo un odiado rival que se apresurará a quitarme la novia en cuanto yo le vuelva la espalda. ¡Qué noche tan maravillosa hace! —¿Le gusta este tiempo? —Viene muy bien para mis propósitos, Watson. Me propongo entrar a robar en casa de Milverton esta noche. Me quedé en silencio y sentí un escalofrío al escuchar estas palabras, pronunciadas lentamente, en un tono de absoluta decisión. De la misma manera en que un relámpago en la noche nos permite ver en un instante todos los detalles de un extenso paisaje, a mí me pareció vislumbrar de golpe todas las posibles consecuencias de semejante acción: el descubrimiento, la detención, el final de una honrosa carrera en medio del fracaso y la vergüenza irreparables, mi amigo quedando a merced del odioso Milverton. —¡Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que hace! —exclamé. —Querido amigo, lo he meditado muy a fondo. Yo jamás me precipito en mis acciones y no adoptaría un método tan drástico, y desde luego tan peligroso, si existiera otra posibilidad. Consideremos el asunto de manera clara e imparcial. Supongo que usted reconocerá que se trata de un acto moralmente justificable, aunque técnicamente delictivo. Lo único que pretendo al entrar en la casa es apoderarme de aquel cuaderno de bolsillo…, algo en lo que usted mismo estaba dispuesto a ayudarme. Le di vueltas a la idea en la cabeza. —Sí —dije—, es moralmente justificable, siempre que no nos propongamos robar más objetos que los que se utilizan con fines ilícitos. —Exacto. Y puesto que es moralmente justificable, solo tengo que considerar la cuestión del riesgo personal, y un caballero no debe pensar mucho en eso cuando una dama necesita desesperadamente su ayuda, ¿no cree? —Se colocará usted en una posición muy dudosa. —Bueno, eso forma parte del riesgo. No existe otra manera posible de recuperar las cartas. La desdichada dama no dispone del dinero y no puede confiar en ninguno de sus allegados. Mañana se cumple el plazo y si no conseguimos las cartas esta noche, ese canalla cumplirá su palabra y le destrozará la vida. Así pues, o abandono a mi cliente a su suerte o tengo que jugar esta última carta. Entre nosotros, Watson, se trata de una competición deportiva entre ese Milverton y yo. Como ha podido ver, él ha salido ganando en los primeros asaltos, pero mi amor propio y mi reputación me obligan a luchar hasta el final. —En fin, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—. ¿Cuándo salimos? —Usted no viene. —Entonces, usted tampoco. Le doy mi palabra de honor, y no he faltado a ella en mi vida, de que cogeré un coche e iré directo a la comisaría a denunciarle, a menos que me permita compartir con usted esta aventura. —Usted no puede ayudarme. —¿Cómo lo sabe? No puede saber lo que va a suceder. En cualquier caso, mi decisión ya está tomada. No es usted el único que tiene amor propio e, incluso, reputación. Al principio, Holmes pareció molesto, pero luego desarrugó la frente y me palmeó el hombro. —Muy bien, querido camarada, que sea como usted dice. Hemos compartido el mismo alojamiento durante años, y tendría gracia que acabáramos compartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importó confesar que siempre he tenido la impresión de que habría podido ser un delincuente muy eficaz. Esta es la oportunidad de mi vida en ese sentido. ¡Mire! —sacó de un cajón un bonito maletín de cuero y lo abrió, dejando ver una buena cantidad de herramientas relucientes—. Este es un equipo de ladrón de primera clase y último modelo, con palanqueta niquelada, cortacristales con punta de diamante, llaves adaptables y todos los adelantos modernos que exige el progreso de la civilización. Y aquí tengo mi linterna sorda. Todo está preparado. ¿Tiene usted un par de zapatos silenciosos? —Tengo zapatillas de tenis con suela de goma. —Excelente. ¿Y antifaz? —Puedo hacer un par con seda negra. —Veo que tiene usted una fuerte disposición natural para este tipo de cosas. Muy bien; haga usted los antifaces. Tomaremos un poco de cena fría antes de salir. Ahora son las nueve y media. A las once tomaremos un coche más o menos hasta Church Row. Desde allí hay un cuarto de hora de camino hasta Appledore Towers. Podremos estar trabajando antes de medianoche. Milverton tiene el sueño muy pesado y se va siempre a dormir a las diez y media. Con un poco de suerte, podremos estar aquí de vuelta a las dos, con las cartas de lady Eva en mi bolsillo. Holmes y yo nos vestimos de etiqueta para parecer dos hombres que salían del teatro y regresaban a su casa. En Oxford Street paramos un coche, que nos llevó a una dirección de Hampstead. Allí nos apeamos, y con nuestros abrigos bien abrochados —porque hacía un frío terrible y el viento parecía pasar a través de nosotros— caminamos a lo largo del seto. —Este asunto exige actuar con mucha delicadeza —dijo Holmes—. Los documentos están encerrados en una caja fuerte en el despacho de nuestro hombre, y el despacho es la antesala de su dormitorio. Por otra parte, como todos los tipos bajos y gordos que se dan buena vida, el hombre duerme a pierna suelta. Agatha, que así se llama mi prometida, dice que todo el servicio hace chistes acerca de lo difícil que resulta despertar al señor. Tiene un secretario que cuida de sus intereses y que no sale del despacho en todo el día. Por eso tenemos que actuar de noche. También tiene un perro muy feroz que ronda por el jardín. Las dos últimas veces que vi a Agatha era bastante tarde, y tuvo que encerrar a la fiera para que yo pudiera pasar. Esa es la casa, esa grande con terreno propio. Nos metemos por la puerta y vamos hacia la derecha, por entre los laureles. Lo mejor será que nos pongamos los antifaces aquí. Como ve, no hay luz en ninguna de las ventanas y todo marcha sobre ruedas. Una vez puestos los negros antifaces de seda, que nos convertían en dos de las figuras más truculentas de Londres, nos acercamos furtivamente a la casa oscura y silenciosa. A uno de los lados había una especie de terraza embaldosada, a la que daban varias ventanas y dos puertas. —Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente al despacho. Lo mejor sería entrar por ella, pero está cerrada con llave y con cerrojo y haríamos demasiado ruido al forzarla. Venga por aquí. Hay un invernadero que da a la sala de estar. El invernadero estaba cerrado, pero Holmes cortó un círculo de cristal y abrió el pestillo por dentro. Un instante después, había cerrado la puerta a nuestras espaldas y nos habíamos convertido en delincuentes a los ojos de la ley. El aire denso y caluroso del invernadero, cargado con la fuerte y sofocante fragancia de plantas exóticas, se pegó a nuestras gargantas. Holmes me tomó de la mano en la oscuridad y me guió con rapidez a lo largo de hileras de arbustos cuyas ramas nos rozaban la cara. Mi amigo poseía una notable facultad, laboriosamente cultivada, para ver en la oscuridad. Sin soltarme de la mano, abrió una puerta y tuve la confusa sensación de que habíamos entrado en una habitación espaciosa en la que poco tiempo antes se había fumado un cigarro. Holmes avanzó a tientas entre los muebles, abrió la puerta y la cerró a nuestras espaldas. Extendí la mano y palpé varios abrigos que colgaban de la pared, por lo que comprendí que estábamos en un pasillo. Avanzamos por él y Holmes abrió con mucho cuidado una puerta del lado derecho. Algo echó a correr hacia nosotros y casi se me sale el corazón por la boca, aunque estuve a punto de echarme a reír al darme cuenta de que se trataba del gato. En esta nueva habitación había una chimenea encendida, y también el ambiente estaba cargado de humo de tabaco. Holmes entró de puntillas, esperó a que yo pasara tras él y cerró la puerta con el mayor cuidado. Estábamos en el despacho de Milverton, y en el extremo más alejado había un cortinaje que indicaba la entrada a su dormitorio. El fuego ardía bien, iluminando la habitación. Cerca de la puerta vi brillar un interruptor eléctrico, pero no hacía falta encender la luz ni hubiera sido prudente hacerlo. A un lado de la chimenea había una gruesa cortina que tapaba el ventanal que habíamos visto desde fuera. Al otro lado estaba la puerta que comunicaba con la terraza. En el centro de la habitación había un escritorio con un sillón giratorio de reluciente cuero rojo. Enfrente de él, una gran librería con un busto de mármol de la diosa Atenea encima. En el rincón que quedaba entre la librería y la pared había una gran caja fuerte de color verde, en cuyos tiradores de latón pulido se reflejaba la luz de la chimenea. Holmes cruzó con sigilo la habitación y contempló la caja. Luego se acercó con igual cautela a la entrada del dormitorio y escuchó atentamente con la cabeza ladeada. No se oía ni un sonido en el interior. Mientras tanto, a mí se me ocurrió que lo más prudente sería asegurarnos la retirada por la puerta que daba al exterior y me acerqué a examinarla. Con gran sorpresa comprobé que no estaba cerrada ni con llave ni con cerrojo. Le di un toque a Holmes en el brazo y él volvió su rostro enmascarado en aquella dirección. Pude ver que se sobresaltaba, y resultaba evidente que aquello le sorprendía tanto como a mí. —No me gusta —susurró acercando los labios a mi oído—. No sé qué significa esto. Sea lo que sea, no tenemos tiempo que perder. —¿Puedo hacer algo? —Sí; quédese junto a la puerta. Si oye venir a alguien, ciérrela por dentro, y ya saldremos por donde entramos. Si vienen por el otro lado, podemos salir por la puerta si es que hemos terminado, o escondernos detrás de las cortinas de esta ventana si no hemos terminado aún. ¿Ha comprendido? Asentí con la cabeza y me quedé junto a la puerta. Mi primera sensación de miedo había desaparecido y ahora me sentía excitado, con una emoción aún más intensa que la que había experimentado en cualquiera de las ocasiones en las que actuábamos como defensores de la ley y no como infractores. La noble finalidad de nuestra misión, el saber que se trataba de un acto altruista y caballeroso, la personalidad canallesca de nuestro adversario, todo ello acentuaba el interés deportivo de nuestra aventura. Lejos de sentirme culpable, me recreaba y regocijaba en el peligro. Contemplé con admiración cómo Holmes desplegaba su instrumental y escogía la herramienta adecuada con la tranquilidad y precisión científica de un cirujano que realiza una delicada operación. Yo sabía que abrir cajas fuertes era una de sus aficiones favoritas, y me di cuenta de la alegría con que se enfrentaba a aquel monstruo verde y dorado, el dragón que encerraba entre sus fauces la reputación de tantas hermosas doncellas. Arremangándose los puños de su chaqueta —había dejado el abrigo encima de una silla—, Holmes sacó dos taladros, una palanqueta y varias llaves maestras. Yo permanecí junto a la puerta central, sin dejar de vigilar todas las demás, atento a cualquier emergencia, aunque lo cierto es que no tenía muy claro lo que iba a hacer si alguien nos interrumpía. Holmes trabajó durante media hora con concentrada energía, dejando un instrumento, tomando otro, manejándolos todos con el vigor y la delicadeza de un experto mecánico. Por fin oí un chasquido, la gruesa puerta verde se abrió de par en par y pude vislumbrar en el interior un gran número de paquetes de papeles, todos ellos atados, sellados y etiquetados. Holmes sacó uno de los paquetes, pero resultaba difícil leer a la luz vacilante del fuego, así que recurrió a su pequeña linterna sorda, ya que encender la luz eléctrica habría resultado demasiado peligroso estando Milverton en la habitación contigua. De pronto vi que se interrumpía, escuchaba con atención y un instante después había cerrado la puerta de la caja fuerte, recogía su abrigo, guardaba todas las herramientas en los bolsillos y se lanzaba como una flecha a esconderse detrás de la cortina de la ventana, indicándome con gestos que hiciera lo mismo. Solo después de ocultarme a su lado oí lo que había provocado la alarma en sus sentidos, más agudos que los míos. Se oían ruidos en algún lugar de la casa. Primero, una puerta que se cerraba a lo lejos; luego, un confuso y apagado rumor que acabó por convertirse en el rítmico resonar de unos pasos decididos que se acercaban con rapidez. Llegaron al pasillo que había fuera de la habitación y se detuvieron ante la puerta. La puerta se abrió. Se oyó un fuerte chasquido al girar el interruptor eléctrico y se encendió la luz. Volvió a cerrarse la puerta y llegó a nuestras narices el aroma picante de un cigarro fuerte. Entonces se iniciaron de nuevo los pasos, andando de un lado a otro, a pocos metros de nosotros. Por fin se oyó el crujido de un sillón y los pasos cesaron. A continuación oímos una llave que entraba en una cerradura y luego el crujir de los papeles. Hasta aquel momento, yo no me había atrevido a mirar, pero entonces separé con mucho cuidado las cortinas y miré a través de la abertura. Holmes apretó su hombro contra el mío y comprendí que también él estaba mirando. Delante de nosotros, y casi al alcance de la mano, vimos la ancha y redondeada espalda de Milverton. No cabía duda de que habíamos malinterpretado sus movimientos y que durante todo aquel tiempo él no había estado en su dormitorio, sino pasando el rato en algún salón o sala de billar en el otro extremo de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su voluminosa cabeza entrecana, con una reluciente calva en la coronilla, ocupaba el primer plano de nuestra visión. Estaba recostado hacia atrás en su sillón de cuero rojo, con las piernas extendidas y un largo cigarro negro saliendo oblicuamente de su boca. Vestía una chaqueta de corte militar y color rosado, con cuello de terciopelo negro. Sostenía en la mano un largo documento legal, que leía de manera indolente mientras lanzaba por la boca anillos de humo. Por la comodidad de su postura y la tranquilidad de su actitud, no parecía que tuviera intenciones de marcharse pronto. Sentí que la mano de Holmes agarraba la mía y le daba un apretón tranquilizador, como para indicarme que podía controlar la situación y que no estaba preocupado. Pero yo no estaba seguro de si él había visto lo que, desde mi posición, saltaba a la vista: que la puerta de la caja había quedado mal cerrada y Milverton podía fijarse en ello en cualquier momento. Decidí por mi propia cuenta que en el mismo instante en que Milverton diera señales de haberlo advertido, yo saltaría de mi escondite, le echaría el abrigo sobre la cabeza para inmovilizarlo y dejaría el resto en manos de Holmes. Pero Milverton no levantó la mirada. Permanecía vagamente interesado en los papeles que tenía en la mano y pasaba una página tras otra, siguiendo la argumentación del abogado. «En fin —pensé—; cuando termine el documento y el cigarro se marchará a su habitación». Pero antes de que pudiera terminar ninguna de las dos cosas ocurrió algo extraordinario, que desvió nuestra atención por otros caminos. Yo me había fijado en que Milverton consultaba varias veces su reloj y en una ocasión se había levantado, para volverse a sentar con un gesto de impaciencia. Sin embargo, no se me había ocurrido que pudiera tener una cita a horas tan intempestivas hasta que llegó a mis oídos un débil sonido procedente de la terraza de fuera. Milverton dejó sus papeles y se puso rígido en su asiento. Se repitió el sonido y a continuación unos golpecitos en la puerta. Milverton se levantó para abrirla. —Bueno —dijo secamente—. Llega usted con casi media hora de retraso. Así que esta era la explicación de la puerta sin cerrar y de la vigilia nocturna de Milverton. Se oyó el suave roce de un vestido de mujer. Yo había cerrado la abertura entre las cortinas cuando Milverton volvió el rostro en nuestra dirección, pero ahora me aventuré a abrirla de nuevo con mucho cuidado. Milverton se había vuelto a sentar, con el cigarro todavía insolentemente colocado en la comisura de sus labios. Frente a él, iluminada de lleno por la luz eléctrica, había una mujer alta y delgada, vestida de oscuro, con un velo sobre el rostro y una capa que le cubría la barbilla. Respiraba entrecortadamente y su esbelta figura temblaba de emoción de pies a cabeza. —Muy bien —dijo Milverton—. Me ha hecho usted perder unas buenas horas de sueño, querida. Espero que haya valido la pena. No podía venir a otra hora, ¿eh? La mujer negó con la cabeza. —Bien, si no se puede, no se puede. Y si la condesa la ha tratado mal, ahora tiene la oportunidad de desquitarse. Pero… ¡Pobre muchacha! ¿Por qué tiembla de ese modo? ¡Vamos, serénese! Y ahora, vayamos al negocio —sacó una nota del cajón de su escritorio—. Dice usted que tiene cinco cartas que comprometen a la condesa D’Albert. Quiere usted venderlas. Yo quiero comprarlas. Hasta aquí todo va bien. Solo falta fijar el precio. Como es natural, me gustaría ver antes las cartas. Si son buenas de verdad… ¡Cielo santo! ¡Es usted! Sin decir una palabra, la mujer se había levantado el velo y dejado caer la capa que cubría su barbilla. El rostro que se enfrentaba a Milverton era moreno y atractivo, de facciones bien dibujadas, nariz aguileña, cejas marcadas y oscuras sobre unos ojos que brillaban con dureza, y una boca de labios finos y rectos, curvada en una sonrisa peligrosa. —Sí, soy yo —dijo—. La mujer cuya vida ha destrozado. Milverton se echó a reír, pero en su voz había una vibración de miedo. —Ha sido usted tan obstinada —dijo—. ¿Por qué me obligó a llegar a tales extremos? Le aseguro que yo, por propia iniciativa, soy incapaz de hacer daño a una mosca, pero todo el mundo tiene su negocio y ¿qué podía yo hacer? Fijé un precio que estaba perfectamente dentro de sus posibilidades, y usted no quiso pagar. —Así que envió las cartas a mi marido, y él, el caballero más noble que jamás ha existido, un hombre al que yo no era digna ni de atarle los zapatos, murió con el corazón destrozado. ¿Recuerda usted la última noche que pasé por esa puerta? Rogué y supliqué, pidiéndole compasión. Y usted se rió en mi cara, como pretende reírse ahora, solo que ahora su corazón de cobarde no puede impedir que le tiemblen los labios. Sí, nunca pensó que volvería a verme por aquí, pero aquella noche aprendí la manera de llegar hasta usted para encontrármelo cara a cara y a solas. Bien, Charles Milverton, ¿qué tiene usted que decir? —No piense que puede intimidarme —dijo él poniéndose en pie—. Solo tengo que dar una voz para llamar a mis sirvientes y hacer que la detengan. Pero estoy dispuesto a disculpar su natural irritación. Salga de mi habitación por donde vino y no diré una palabra más. La mujer siguió donde estaba, con la mano hundida en el pecho y la misma sonrisa mortal en sus finos labios. —No volverá a destrozar más vidas como destrozó la mía. No torturará más corazones como ha torturado el mío. Voy a librar al mundo de un bicho venenoso. ¡Toma esto, perro, y esto! ¡Y esto, y esto, y esto! Había sacado un pequeño y reluciente revólver y vació un cilindro tras otro en el cuerpo de Milverton, con el cañón a dos palmos escasos de la pechera de su camisa. El hombre retrocedió encogiéndose y luego cayó de cara sobre la mesa, tosiendo con fuerza y crispando las manos entre los papeles. Se volvió a levantar tambaleante, recibió otro tiro y cayó rodando al suelo. —¡Me has matado! —gimió, y quedó inmóvil. Nuestra intervención no habría podido, de ninguna manera, salvar a aquel hombre de su destino. Sin embargo, al ver cómo la mujer descargaba una bala tras otra en el cuerpo encogido de Milverton, yo había estado a punto de saltar, pero entonces sentí la fría y fuerte mano de Holmes que me agarraba de la muñeca y comprendí todo lo que quería decir aquella presa firme y disuasoria: que aquello no era asunto nuestro; que se había hecho justicia con un canalla; que nosotros teníamos nuestra propia tarea y nuestros propios objetivos, y que no debíamos perderlos de vista. Apenas había acabado la mujer de salir de la habitación, cuando Holmes, de un par de zancadas rápidas y silenciosas, se plantó en la otra puerta e hizo girar la llave en la cerradura. En aquel mismo instante oímos voces en la casa y el sonido de pasos apresurados. Los disparos de revólver habían despertado a la servidumbre. Con absoluta tranquilidad, Holmes se dirigió a la caja, cogió todos los papeles de cartas que pudo abarcar con ambos brazos y los arrojó al fuego. Repitió la operación una y otra vez, hasta que la caja quedó vacía. Alguien estaba intentando girar el picaporte y golpeando la puerta por fuera. Holmes miró rápidamente a su alrededor. La carta que había servido como mensajera de la muerte para Milverton estaba sobre la mesa, toda salpicada de sangre. Holmes la arrojó también entre los papeles que ardían. Luego sacó la llave de la puerta exterior, salió por ella detrás de mí y la cerró por fuera. —¡Por aquí, Watson! —dijo—. ¡Podemos escalar la tapia del jardín! Jamás había creído que una alarma pudiera propasarse con tanta rapidez. Cuando miré hacia atrás, la enorme casa tenía todas las luces encendidas, la puerta principal estaba abierta y se veían figuras corriendo por el sendero de entrada. Todo el jardín estaba lleno de gente, y cuando nosotros salimos de la terraza un tipo gritó: «¡Aquí están!», y se lanzó en nuestra persecución, pisándonos los talones. Holmes parecía conocer a la perfección el terreno y se abrió camino con rapidez por entre una plantación de arbolitos, conmigo siguiéndole los pasos y nuestro perseguidor más adelantado resoplando detrás de nosotros. La tapia que nos cerraba el paso medía casi dos metros de altura, pero Holmes saltó por encima sin dificultad. Cuando yo intentaba hacer lo mismo, sentí que la mano del hombre que nos perseguía me agarraba del tobillo; me desembaracé de él a patadas y trepé como pude sobre el borde sembrado de cristales. Caí de cara entre unos arbustos, pero Holmes me hizo ponerme de pie al instante y echamos a correr juntos por el extenso brezal de Hampstead Heath. Creo que debimos correr unas dos millas antes de que Holmes se detuviera por fin y escuchara con atención. Detrás de nosotros el silencio era absoluto. Habíamos despistado a nuestros perseguidores y estábamos a salvo. * * * Acabábamos de desayunar y estábamos fumando nuestra pipa matutina del día siguiente al de la extraordinaria aventura que acabo de relatar cuando el señor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y ceremonioso, se hizo anunciar en nuestro modesto cuarto de estar. —Buenos días, señor Holmes —dijo—. Buenos días. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos se encuentra muy ocupado? —No tanto como para no poder escucharle. —Se me ha ocurrido que, tal vez, si no tiene nada especial entre manos, no le importaría ayudarnos en un caso de lo más extraordinario que ha ocurrido esta misma noche en Hampstead. —¡Caramba! —exclamó Holmes—. ¿Y de qué se trata? —Un asesinato… un asesinato de lo más dramático y misterioso. Ya sé lo mucho que le interesan estas cosas, y consideraría un gran favor que pasara por Appledore Towers para echarnos una mano con sus consejos. No se trata de un crimen vulgar. Hace bastante tiempo que le teníamos echado el ojo a ese señor Milverton, que, entre nosotros, era un pedazo de canalla. Sabemos que guardaba documentos que utilizaba para hacer chantaje. Los asesinos han quemado todos estos papeles. No se han llevado nada de valor, y es bastante probable que los criminales fueran hombres de buena posición, cuyo único objeto era evitar el escándalo. —¡Criminales! —exclamó Holmes—. ¿En plural? —Sí, eran dos. Estuvieron a punto de cogerlos con las manos en la masa. Tenemos huellas de sus pisadas, tenemos sus descripciones… Le apuesto diez a uno a que los encontramos. El primero era demasiado rápido, pero el segundo fue alcanzado por el ayudante del jardinero y tuvo que forcejear para escaparse. Era un hombre de estatura media, complexión atlética, mandíbula cuadrada, cuello grande, bigote y un antifaz sobre los ojos. —Eso es bastante inconcreto —dijo Sherlock Holmes—. ¡Si hasta podría ser una descripción de Watson! —Es cierto —dijo el inspector muy divertido—. La descripción podría aplicarse a Watson. —Bien, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. La verdad es que yo ya conocía a ese Milverton, y lo consideraba uno de los hombres más peligrosos de Londres. Creo que existen ciertos crímenes que escapan al alcance de la ley y que, por tanto, justifican hasta cierto punto la venganza particular. No, no vale la pena discutir. Ya está decidido. Mis simpatías se inclinan más por los criminales que por la víctima y no pienso encargarme de este caso. Holmes no había dicho una sola palabra acerca de la tragedia que habíamos presenciado, pero me fijé en que pasó toda la mañana muy pensativo y, con su mirada ausente y su comportamiento abstraído, daba la impresión de estar esforzándose por recordar algo. Estábamos a la mitad de la comida cuando, de pronto, se puso en pie de un salto. —¡Por Júpiter, Watson! ¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero y venga conmigo! Bajó a toda velocidad por Baker Street y luego dobló por Oxford Street hasta llegar casi a Regent Circus. Allí, a mano izquierda, había un escaparate lleno de fotografías de las celebridades y bellezas del momento. Los ojos de Holmes se clavaron en una de ellas y, siguiendo la dirección de su mirada, vi la fotografía de una dama majestuosa y altiva, con vestido de corte y una alta diadema de brillantes en su noble cabeza. Contemplé la delicada curva de la nariz, las cejas marcadas, la boca recta y la fina y enérgica mandíbula bajo la boca. Y me quedé sin respiración al leer el título, con siglos de historia, del eminente aristócrata y estadista con el que había estado casada. Mi mirada se cruzó con la de Holmes y este se llevó un dedo a los labios mientras nos alejábamos del escaparate. LA AVENTURA DE LOS SEIS NAPOLEONES No tenía nada de raro que el señor Lestrade, de Scotland Yard, pasara a visitarnos por las tardes, y sus visitas eran muy bien acogidas por Sherlock Holmes, porque le permitían mantenerse al día de lo que sucedía en la dirección de la policía. A cambio de las noticias que Lestrade traía, Holmes se mostraba siempre dispuesto a escuchar con atención los detalles del caso en el que estuviera trabajando el inspector, y de cuando en cuando, sin intervenir de manera activa, le proporcionaba algún consejo o sugerencia, sacados de su vasto arsenal de conocimientos y experiencia. Aquella tarde en concreto, Lestrade había estado hablando del tiempo y de los periódicos, y después se había quedado callado, chupando pensativo su cigarro. Sherlock Holmes le miró con interés. —¿Tiene algo especial entre manos? —preguntó. —Oh, no, señor Holmes, nada de particular. —Está bien, cuéntemelo todo. Lestrade se echó a reír. —De acuerdo, señor Holmes, no puedo negar que hay algo que me tiene preocupado. Y sin embargo, se trata de un asunto tan absurdo que no me decidía a molestarle con ello. Por otra parte, si bien es un asunto trivial, no cabe duda de que es raro, y ya sé que a usted le gusta todo lo que se sale de lo corriente. Aunque, en mi opinión, cae más en el campo del doctor Watson que en el suyo. —¿Una enfermedad? —pregunté yo. —Locura, más bien. Y una locura bastante extraña. ¿Se imaginan que exista a estas alturas una persona que sienta tanto odio por Napoleón I que se dedique a romper todas las imágenes suyas que encuentra? Holmes volvió a recostarse en su asiento. —No es asunto para mí —dijo. —Exacto. Eso decía yo. Sin embargo, cuando este hombre asalta casas para poder romper imágenes que no le pertenecen, la cosa escapa de la jurisdicción del médico para entrar en la del policía. Holmes se enderezó de nuevo. —¡Asaltos! Eso es más interesante. Cuénteme los detalles. Lestrade sacó su cuaderno de notas reglamentario y refrescó la memoria consultando sus páginas. —El primer caso denunciado tuvo lugar hace cuatro días —dijo—. Ocurrió en la tienda de Morse Hudson, un establecimiento de Kennington Road dedicado a la venta de cuadros y esculturas. El dependiente había pasado un momento a la trastienda cuando oyó un ruido de rotura. Acudió corriendo y encontró, hecho pedazos en el suelo, un busto de escayola de Napoleón que había estado expuesto en el mostrador junto con otras obras de arte. Salió corriendo a la calle, pero, a pesar de que varios transeúntes declararon haber visto a un hombre salir con prisas de la tienda, no pudo localizarlo ni identificarlo. Parecía uno de esos actos de vandalismo gratuito que ocurren de cuando en cuando, y así lo hizo constar el policía de servicio en su informe. La escayola no valía más que unos chelines, y la cosa parecía demasiado infantil como para investigarla. »Sin embargo, el segundo caso fue más grave, y también más extraño. Ocurrió anoche mismo. »En la misma Kennington Road, a unos cientos de metros de la tienda de Morse Hudson, vive un médico muy conocido, el doctor Barnicot, que tiene una de las clientelas más numerosas al sur del Támesis. Su residencia y consultorio principal están en Kennington Road, pero tiene también un quirófano y dispensario en Lower Brixton Road, a dos millas de distancia. Resulta que este doctor Barnicot es un ferviente admirador de Napoleón, y tiene la casa llena de libros, retratos y reliquias del emperador. Hace poco tiempo, compró a Morse Hudson dos reproducciones en escayola de la famosa cabeza de Napoleón esculpida por el francés Devine. Colocó una en el vestíbulo de su casa de Kennington Road y la otra en la repisa de la chimenea del quirófano de Lower Brixton. Pues bien, cuando el doctor Barnicot se levantó esta mañana se quedó estupefacto al descubrir que su casa había sido asaltada por la noche, pero que no se habían llevado nada más que la cabeza de Napoleón del recibidor. La habían sacado al jardín y la habían estrellado contra la pared, al pie de la cual encontramos sus fragmentos. Holmes se frotó las manos. —Esto sí que es una novedad —dijo. —Ya supuse que le gustaría el asunto. Pero aún no hemos terminado. El doctor Barnicot tenía que estar en su quirófano a las doce, y puede usted imaginarse su asombro al descubrir que alguien había abierto una ventana durante la noche y encontrar los pedazos de su segundo busto esparcidos por toda la habitación. Lo habían reducido a átomos allí mismo. En ninguno de los dos casos encontramos huellas que pudieran darnos alguna pista sobre el delincuente, o lunático, autor del desaguisado. Y estos son los hechos, señor Holmes. —Son curiosos, por no decir grotescos —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarle si los dos bustos destrozados en las dependencias del doctor Barnicot eran idénticos al destruido en la tienda de Morse Hudson? —Todos salieron del mismo molde. —Este dato contradice la teoría de que la persona que los rompe actúa impulsada por un odio genérico a Napoleón. Si consideramos los cientos de figuras del Emperador que deben existir en Londres, es mucho suponer que un iconoclasta imparcial se tope, por pura casualidad, con tres ejemplares del mismo busto nada más empezar. —Yo pensé lo mismo que usted —dijo Lestrade—. Pero, por otra parte, este Morse Hudson es el proveedor de bustos de esta zona de Londres, y esos eran los únicos que había tenido en su tienda en varios años. De manera que, si bien es cierto, como usted dice, que existen en Londres cientos de figuras de Napoleón, es muy probable que estas tres fueran las únicas en todo el distrito. Así que un fanático del barrio empezaría por ellas. ¿Qué le parece a usted, doctor Watson? —Las posibilidades de la monomanía no tienen límites —respondí—. Es lo que los psicólogos franceses modernos llaman idée fixe, que puede ser algo completamente trivial, acompañado por una normalidad absoluta en todos los demás aspectos. Un hombre que haya leído mucho sobre Napoleón, o cuya familia haya sufrido alguna desgracia hereditaria por culpa de la gran guerra, puede llegar a concebir una idée fixe de estas, y bajo su influencia cometer toda clase de extravagancias. —Eso no cuela, querido Watson —dijo Holmes, negando con la cabeza—. Ni con todas las idees fixes del mundo, su monomaniaco sería capaz de localizar el paradero de estos bustos. —¿Y cómo lo explica usted, entonces? —No pretendo hacerlo. Me limito a hacer notar que existe un cierto método en las excéntricas actividades de este caballero. Por ejemplo, en el vestíbulo del doctor Barnicot, donde el ruido podría despertar a la familia, sacó el busto de la casa antes de romperlo; sin embargo, en el quirófano, donde había menos peligro de provocar una alarma, lo rompió en el mismo sitio donde estaba. El asunto parece ridículo y trivial, pero yo no me atrevería a calificar nada de trivial, teniendo en cuenta que algunos de mis casos más clásicos han tenido comienzos muy poco prometedores. Recuerde usted, Watson, que lo primero que supimos del espantoso caso de la familia Abernetty fue que el perejil se había hundido en la mantequilla un día de mucho calor. En consecuencia, no puedo permitirme sonreír ante sus tres bustos rotos, Lestrade, y le quedaría muy agradecido si me informa de cualquier novedad que se presente en esta curiosa cadena de acontecimientos. Las novedades que pedía mi amigo llegaron mucho antes, y con un aspecto infinitamente más trágico, de lo que yo habría podido imaginar. A la mañana siguiente, cuando todavía estaba vistiéndome en mi habitación, Holmes llamó a mi puerta y entró con un telegrama en la mano. Lo leyó en voz alta. Venga inmediatamente, 131 Pitt Street, Kensington. Lestrade. —¿Qué es lo que pasa? —pregunté. —Ni idea. Puede ser cualquier cosa. Pero sospecho que se trata de la continuación de la historia de los bustos. En cuyo caso, nuestro amigo el iconoclasta ha comenzado a operar en otro barrio de Londres. Hay café en la mesa, Watson, y tengo un coche en la puerta. Media hora después llegábamos a Pitt Street, un pequeño remanso de tranquilidad junto a una de las zonas más animadas de la vida londinense. El número 131 formaba parte de una hilera de casas todas iguales, todas de fachada lisa, respetables y nada románticas. Al acercarnos vimos una multitud de curiosos que se agolpaba contra la verja que había delante de la casa. Holmes soltó un silbido. —¡Por San Jorge! ¡Se trata, por lo menos, de un intento de asesinato! Por menos de eso, un mensajero de Londres no se para a mirar. Ha habido un acto de violencia, como se deduce de los hombros caídos y el cuello estirado de aquel individuo. ¿Qué es eso, Watson? El escalón más alto está fregado y los demás están secos. Y hay pisadas por todas partes. Bueno, ahí tenemos a Lestrade en la ventana delantera, y pronto nos enteraremos de todo. El inspector nos recibió con una cara muy seria y nos hizo pasar a una sala de estar, donde un hombre mayor, desgreñado y nerviosísimo, vestido con un batín de franela, daba zancadas de un lado a otro. Lestrade nos lo presentó como el propietario de la casa, señor Horace Harker, del Sindicato Central de Prensa. —Es otra vez el asunto de los Napoleones —dijo Lestrade—. Anoche pareció usted interesado, señor Holmes, y pensé que tal vez le gustaría estar presente ahora que el caso ha tomado un giro mucho más grave. —¿Qué giro ha tomado? —El de asesinato. Señor Harker, ¿quiere usted explicar a estos caballeros exactamente lo que ha ocurrido? El hombre del batín se volvió hacia nosotros con una expresión de profunda melancolía. —Es algo extraordinario —dijo— que, habiéndome pasado la vida recogiendo noticias sobre otra gente, ahora que me cae encima una verdadera noticia me encuentro tan trastornado y tan fastidiado que no puedo ligar dos palabras seguidas. Si hubiera venido aquí como periodista, me habría entrevistado a mí mismo y habría colocado dos columnas en todos los periódicos de la tarde. En cambio, así estoy regalando un material valioso, contando la historia una y otra vez a toda una serie de personas diferentes, sin sacarle yo ningún provecho. No obstante, he oído hablar de usted, señor Holmes, y si consigue usted explicar este asunto tan raro me sentiré compensado por la molestia de tener que contarle la historia. Holmes tomó asiento y escuchó. —Todo parece centrarse en este busto de Napoleón que compré para esta misma habitación, hace unos cuatro meses. Lo conseguí barato en Harding Brothers, a dos puertas de la estación de High Street. Gran parte de mi trabajo periodístico lo hago de noche, y a veces me quedo escribiendo hasta altas horas de la madrugada. Eso es lo que hice hoy. Estaba en mi cuchitril, en la parte trasera del piso alto, a eso de las tres de la mañana, cuando tuve la seguridad de haber oído ruidos abajo. Me puse a escuchar, pero no se repitieron, y llegué a la conclusión de que habían venido del exterior. De pronto, unos cinco minutos más tarde, se oyó un grito espantoso, el sonido más horroroso que he oído en mi vida, señor Holmes. Me seguirá resonando en los oídos mientras viva. Me quedé helado de espanto uno o dos minutos, y luego cogí el atizador y bajé la escalera. Al entrar en esta habitación, encontré la ventana abierta de par en par, y me fijé al instante en que el busto ya no estaba en la repisa. Que un ladrón se lleve una cosa así es algo que escapa a mi comprensión, ya que se trataba tan solo de una copia de escayola sin ningún valor. »Como usted mismo puede ver, el que salga por esa ventana abierta puede llegar al escalón de la puerta con solo dar una zancada larga. Evidentemente, eso era lo que el ladrón había hecho, así que di la vuelta y fui a abrir la puerta. Al salir a la oscuridad, casi me caigo encima de un cadáver que había tendido allí. Retrocedí corriendo a buscar una luz y pude ver al pobre desgraciado, con un enorme tajo en el cuello, en medio de un charco de sangre. Estaba tumbado de espaldas, con las rodillas dobladas y la boca horriblemente abierta. Estoy seguro de que se me aparecerá en sueños. Tuve el tiempo justo para tocar mi silbato de policía y después debí desmayarme, porque no recuerdo nada más hasta que vi al policía mirándome, de pie en el vestíbulo. —Bien, ¿quién era el hombre asesinado? —preguntó Holmes. —No tenemos nada que indique su identidad —respondió Lestrade—. Podrá usted ver el cadáver en el depósito, pero hasta ahora no hemos sacado nada en limpio. Es un hombre alto, tostado por el sol, muy fuerte y de treinta años como máximo. Estaba mal vestido, pero no parece un obrero. Junto a él, caída en el charco de sangre, una navaja con cachas de asta. No sabemos si se trata del arma del crimen o si pertenecía al difunto. Sus ropas no tienen ninguna marca, y en los bolsillos no llevaba nada más que una manzana, un trozo de cuerda, un plano de Londres de los que cuestan un chelín, y una fotografía. Aquí la tiene. Se trataba, sin lugar a dudas, de una instantánea tomada con una cámara pequeña. En ella se veía a un hombre de aspecto despierto, rasgos pronunciados y simiescos, cejas tupidas y un curioso prognatismo en la parte inferior de la cara, que parecía el hocico de un babuino. —¿Y qué ha sido del busto? —preguntó Holmes, tras estudiar atentamente la fotografía. —Hemos tenido noticias de él un momento antes de que llegaran ustedes. Lo han encontrado en el jardín delantero de una casa deshabitada en Campden House Road. Estaba hecho pedazos. Ahora me disponía a ir a verlo. —Desde luego. Pero antes tengo que echar un vistazo por aquí —examinó la alfombra y la ventana—. O se trataba de un hombre muy ágil o tenía las piernas muy largas. Teniendo debajo la entrada al sótano, no debió ser fácil llegar al antepecho de la ventana y abrirla. La salida resulta ya un poco más fácil. ¿Viene usted con nosotros a ver los restos de su busto, señor Harker? El desconsolado periodista se había sentado ante un escritorio. —Tengo que intentar sacar algún partido de esto —dijo—, aunque no me cabe duda de que las primeras ediciones de los periódicos de la tarde ya traerán todos los detalles. ¿Recuerdan ustedes cuando se hundió la tribuna en Doneaster? Pues yo era el único periodista que había en la tribuna y mi periódico fue el único que no sacó la noticia del suceso, porque yo estaba demasiado alterado para escribirla. Y ahora voy a llegar demasiado tarde con un asesinato cometido en la puerta de mi propia casa. Al salir de la habitación oímos el rascar de su pluma sobre la cuartilla del papel. El lugar donde habían aparecido los fragmentos del busto se encontraba a unos cientos de metros de distancia. Por primera vez, nuestros ojos se posaron en aquella representación del gran Emperador que parecía despertar un odio tan frenético y destructivo en la mente del desconocido. Los pedazos estaban desparramados sobre la hierba. Holmes recogió unos cuantos y los examinó con mucha atención. Por su expresión concentrada y sus movimientos intencionados, tuve la convicción de que por fin había dado con una pista. —¿Y bien? —preguntó Lestrade. —Todavía nos queda mucho camino por andar —respondió Holmes—. Y sin embargo… y sin embargo… la verdad es que tenemos algunos datos muy sugerentes para empezar a actuar. Para este extraño criminal, la posesión de este insignificante busto tenía más valor que una vida humana. Este es el primer punto. Después, tenemos el hecho curioso de que no lo rompiera en la casa, ni a las puertas de la misma, si lo único que quería era romperlo. —El encuentro con ese otro individuo debió alterarlo y ponerlo nervioso. Seguramente, no sabía lo que se hacía. —Sí, eso es bastante probable. Pero me gustaría llamar su atención de manera muy especial hacia la situación de esta casa, en cuyo jardín se destrozó el busto. Lestrade miró a su alrededor. —La casa está desocupada, así que estaba seguro de que nadie le molestaría en el jardín. —Sí, pero hay otra casa vacía más arriba, y tuvo que pasar delante de ella para llegar a esta otra. ¿Por qué no lo rompió allí, dado que es evidente que a cada metro que lo siguiera llevando aumentaba el riesgo de tropezarse con alguien? —Me rindo —dijo Lestrade. Holmes señaló la farola situada sobre nuestras cabezas. —Aquí podía ver lo que hacía, pero allí no. Esa fue la razón. —¡Por Júpiter, es verdad! —exclamó el inspector—. Ahora que lo pienso, el busto del doctor Barnicot lo rompieron cerca de una lámpara roja. Y bien, señor Holmes, ¿qué vamos a hacer con este dato? —Recordarlo. Tenerlo en cuenta. Puede que más adelante demos con algo que encaje con él. ¿Qué medidas se propone tomar ahora, Lestrade? —En mi opinión, la manera más práctica de abordar el asunto es identificar al muerto. No creo que nos resulte muy difícil. Cuando hayamos averiguado quién era y con quién se relacionaba, dispondremos de un buen punto de partida para averiguar qué estaba haciendo anoche en Pitt Street y quién se tropezó con él y lo mató a la puerta de la casa del señor Horace Harker. ¿No lo cree usted así? —Sin duda alguna. Sin embargo, no es así, ni mucho menos, como yo abordaría el caso. —¿Y qué es lo que haría usted? —Oh, no deje usted que yo le influya en modo alguno. Propongo que usted actúe a su manera y yo a la mía. Más adelante podemos comparar notas, y los datos de cada uno complementarán los del otro. —Muy bien —dijo Lestrade. —Si vuelve usted a Pitt Street y ve al señor Horace Harker dígale de mi parte que ya he sacado una conclusión y que no cabe duda de que anoche entró en su casa un peligroso maníaco homicida que se cree Napoleón. Eso le vendrá bien para su artículo. Lestrade se le quedó mirando fijamente. —¿No dirá en serio que se cree eso? Holmes sonrió. —¿Que no? Bueno, tal vez no. Pero estoy seguro de que interesará al señor Harker y a los suscriptores del Sindicato Central de Prensa. Y ahora, Watson, creo que tenemos por delante una jornada larga y bastante complicada. Me gustaría mucho, Lestrade, que pudiera usted pasarse por Baker Street a hacernos una visita a las seis de esta tarde. Hasta entonces, me gustaría conservar esta fotografía encontrada en el bolsillo de la víctima. Es posible que tenga que solicitar su compañía y su ayuda para una pequeña expedición que, si mi cadena de razonamientos resulta ser correcta, tendremos que emprender esta noche. Hasta entonces, adiós y buena suerte. Sherlock Holmes y yo caminamos juntos hasta la High Street, y allí nos detuvimos ante la tienda de Harding Brothers, donde se había adquirido el busto. Un joven dependiente nos comunicó que el señor Harding estaría ausente hasta la tarde, y que él era nuevo y no podía darnos ninguna información. El rostro de Holmes dio señales de decepción y fastidio. —Bueno, Watson, no podemos esperar que todo nos salga bien a la primera —dijo por fin—. Si el señor Harding no viene hasta la tarde, tendremos que volver por la tarde. Como ya habrá sospechado, estoy intentando seguir la pista de esos bustos hasta su fuente de origen, con el fin de averiguar si existe alguna particularidad que explique su curioso destino. Vayamos a la tienda de Morse Hudson en Kennington Road, y veamos si él puede arrojar algo de luz sobre el problema. Tardamos una hora en coche en llegar al establecimiento del vendedor de cuadros. Era un hombre bajo y rechoncho, de rostro colorado y carácter irascible. —Sí, señor, en mi mismo mostrador —dijo—. No sé para qué pagamos impuestos, si luego cualquier rufián puede entrar y romper las propiedades de uno. Sí, señor, fui yo quien le vendió al doctor Barnicot las dos figuras. ¡Es una vergüenza, señor! Es una campaña nihilista, estoy seguro. Solo a un anarquista se le ocurriría ir por ahí rompiendo estatuas. Republicanos rojos, eso es lo que son. ¿Que a quién le compré las figuras? ¿Y eso qué tiene que ver? Está bien, si se empeña en saberlo, se las compré a Gelder & Co., de Church Street, Stepney. Una firma muy conocida en el negocio, y desde hace veinte años. ¿Que cuántas compré? Tres… dos y una son tres…, dos del doctor Barnicot y una que rompieron a plena luz del día en mi propio mostrador… ¿Que si conozco a este hombre de la fotografía? No, no lo conozco. Pero… sí, me parece que sí… ¡Pero si es Beppo! Era una especie de italiano que trabajaba por libre y que hizo algunos trabajos para la tienda. Sabía tallar un poco, dorar un marco, cosas por el estilo. Me dejó la semana pasada y desde entonces no he sabido nada de él. No, no sé de dónde vino ni a dónde fue. Mientras estuvo por aquí no tuve ninguna queja de él. Se marchó dos días antes de que rompieran el busto. —Bien, eso es todo lo que razonablemente podemos esperar sacar de Morse Hudson —dijo Holmes al salir de la tienda—. Tenemos a este Beppo como factor común, tanto en Kennington como en Kensington, así que no hemos recorrido estas diez millas en vano. Ahora, Watson, vamos a Gelder & Co., de Stepney, la fuente de origen de los bustos. Mucho me extrañaría que no sacásemos algo en limpio de allí. Cruzamos en rápida sucesión el borde del Londres elegante, el Londres hotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres comercial y, por último, el Londres marítimo, hasta llegar a una ciudad de cien mil almas junto al río, en cuyas casas de apartamentos sudan y se sofocan desplazados de toda Europa. Allí, en una amplia avenida donde en otros tiempos residían los comerciantes ricos de la ciudad, encontramos el taller de escultura que íbamos buscando. La parte exterior era un gran patio lleno de piedras monumentales. En el interior había un local muy espacioso, en el que cincuenta operarios se dedicaban a tallar o moldear. El encargado, un alemán rubio y corpulento, nos recibió educadamente y respondió con claridad a todas las preguntas de Holmes. Una consulta a los libros reveló que se habían hecho cientos de escayolas a partir de una reproducción en mármol de la cabeza de Napoleón esculpida por Devine, pero que las tres enviadas a Morse Hudson, aproximadamente un año atrás, formaban parte de una partida de seis, y que las otras tres se habían enviado a Harding Brothers, de Kensington. No existía razón alguna para que esas seis fueran diferentes de las demás escayolas. No se le ocurría ningún posible motivo para que alguien quisiera destruirlas…, es más, la idea le daba risa. El precio de venta al por mayor era de seis chelines, pero el minorista podía sacar doce o más. La copia se sacaba en dos moldes, uno de cada lado de la cara, y luego se juntaban los dos perfiles de escayola para formar el busto completo. El trabajo solían realizarlo obreros italianos en el mismo local donde nos encontrábamos. Una vez terminados, los bustos se ponían a secar sobre una mesa en el pasillo, y después se almacenaban. Eso era todo lo que podía decirnos. Pero la presentación de la fotografía tuvo un notable efecto sobre el encargado. Su cara enrojeció de ira y sus cejas se fruncieron sobre sus azules y teutónicos ojos. —¡Ah, granuja! —exclamó—. Sí, ya lo creo, le conozco muy bien. Este ha sido siempre un establecimiento respetable, y la única vez que hemos tenido aquí a la policía fue por culpa de este individuo. Eso fue hace más de un año. Apuñaló a otro italiano en la calle, y luego vino al taller con la policía pisándole los talones, y aquí lo detuvieron. Se llamaba Beppo…, nunca supe su apellido. Me está bien empleado por contratar a un tipo con esa cara. Pero era buen trabajador…, uno de los mejores. —¿Qué le cayó? —El otro no murió, así que le cayó solo un año. Seguro que ya está libre. Pero por aquí no se ha atrevido a asomar la nariz. Tenemos aquí a un primo suyo y estoy casi seguro de que él podría decirle por dónde anda. —No, no —dijo Holmes—. Ni una palabra al primo… ni una palabra, se lo ruego. Se trata de un asunto muy importante, y cuantos más progresos hago, más importante parece. Cuando consultó usted en el libro la venta de esas escayolas me fijé en que la fecha era el 3 de junio del año pasado. ¿Podría usted decirme en qué fecha fue detenido Beppo? —Podría decirse aproximadamente consultando los pagos de jornales. Sí —continuó, después de pasar páginas durante un rato—. Recibió su última paga el 20 de mayo. —Gracias —dijo Holmes—. Creo que ya no necesito seguir abusando de su tiempo y su paciencia. Con una última advertencia de que no dijera nada de nuestras averiguaciones, nos dirigimos de nuevo hacia el Oeste. Hasta bien avanzada la tarde no pudimos tomar un apresurado almuerzo en un restaurante. A la entrada, el cartelón de un vendedor de periódicos anunciaba: «Atrocidad en Kensington. Asesinado por un loco», y el contenido del periódico demostraba que el señor Horace Harker había conseguido, después de todo, hacer llegar su relato a la imprenta. La narración del incidente, en un estilo sumamente sensacionalista y florido, ocupaba dos columnas. Holmes apoyó el periódico en las vinagreras y lo leyó mientras comíamos. En una o dos ocasiones se rió por lo bajo. —Esto está muy bien, Watson —dijo—. Escuche esto: «Es un consuelo saber que en este caso no pueden darse disparidades de opiniones, ya que tanto el señor Lestrade, uno de los funcionarios más expertos del cuerpo de policía, como el señor Sherlock Holmes, detective particular de fama mundial, han llegado, cada uno por su parte, a la conclusión de que esta grotesca serie de incidentes, que tan trágico desenlace ha tenido, es fruto de la locura y no de un delito premeditado. Solo la aberración mental puede explicar los hechos». La prensa, Watson, es una institución valiosísima, si uno sabe cómo utilizarla. Y ahora, si ya ha terminado usted, volveremos a Kensington y veremos lo que tiene que decir sobre el asunto el encargado de Harding Brothers. El fundador de aquella gran empresa resultó ser un hombrecillo menudo y vivaracho, muy atildado y perspicaz, con la mente clara y la lengua suelta. —Sí, señor, ya he leído la noticia en los periódicos de la tarde. El señor Horace Harker es cliente nuestro. Le vendimos el busto hace unos meses. Adquirimos tres de estos bustos a Gelder & Co., de Stepney, pero ya los hemos vendido todos. ¿A quién? Supongo que si consulto los libros de ventas se lo podré decir sin dificultad. Sí, aquí está apuntado. Uno al señor Harker, como puede ver; otro, al señor Josiah Brown, de Laburnum Lodge, Laburnum Vale, Chiswick, y otro, al señor Sandeford, de Lower Grove Road, Reading. No, jamás he visto a este hombre de la fotografía. Una cara así no se olvidaría fácilmente, ¿no cree? En mi vida he visto alguien tan feo. ¿Que si tenemos empleados italianos? Pues sí, hay varios entre los obreros y el personal de la limpieza. Supongo que, si se lo propone, cualquiera de ellos podría echar un vistazo a este libro de ventas; no existe ningún motivo para tener el libro vigilado. En fin, este es un asunto muy raro, y confío en que me avise si sus investigaciones dan algún fruto. Holmes había tomado varias notas durante las declaraciones del señor Harding, y pude darme cuenta de que se sentía plenamente satisfecho con el rumbo que iban tomando los acontecimientos. Sin embargo, no hizo ningún comentario, exceptuando el de que, si no nos dábamos prisa, íbamos a llegar tarde a nuestra cita con Lestrade. Y efectivamente, cuando llegamos a Baker Street, el inspector ya se encontraba allí, dando zancadas de un lado a otro de la habitación, consumido de impaciencia. Su aspecto solemne daba a entender que su jornada de trabajo no había sido infructuosa. —¿Qué tal? —preguntó—. ¿Ha habido suerte, señor Holmes? —Hemos tenido un día muy ocupado, pero no todo ha sido tiempo perdido —explicó mi amigo—. Hemos visto a los dos comerciantes, y también a los fabricantes de los bustos. Ahora puedo seguirle la pista a cada uno de los bustos desde el principio. —¡Los bustos! —exclamó Lestrade—. Bueno, bueno, usted tiene sus propios métodos, señor Sherlock Holmes, y no seré yo quien diga una palabra en contra de ellos, pero me parece que yo he aprovechado la jornada mejor que usted. He identificado al muerto. —¡No me diga! —Y he descubierto un móvil para el crimen. —¡Espléndido! —Uno de nuestros inspectores está especializado en Saffron Hill y el barrio italiano. Pues bien, el cadáver llevaba colgado del cuello un símbolo católico, y esto, junto con el tono de su piel, me hizo pensar que era latino. El inspector Hill lo identificó nada más verlo. Se llamaba Pietro Venucci, natural de Napoles, y era uno de los peores asesinos de Londres. Estaba relacionado con la Mafia, que, como usted sabe, es una organización política secreta que impone sus reglas por medio del asesinato. Como ve, las cosas empiezan a aclararse. Lo más probable es que el otro tipo sea también italiano, y miembro de la Mafia. Ha debido romper alguna de sus reglas, y la organización envió a Pietro para ajustarle las cuentas. Es muy posible que la fotografía que encontramos en el bolsillo del muerto sea de nuestro hombre, y que la llevara para asegurarse de que no apuñalaba a otra persona. Pietro va siguiendo al tipo, lo ve meterse en una casa, espera a que salga, y en la pelea que se entabla es él quien recibe una herida mortal. ¿Qué le parece, señor Holmes? Holmes palmoteo en señal de aprobación. —¡Excelente, Lestrade, excelente! —exclamó—. Pero no sé si he entendido muy bien su explicación de la destrucción de los bustos. —¡Los bustos! ¿No hay quien le saque esos bustos de la cabeza? Al fin y al cabo, eso no es nada; hurto menor, seis meses como máximo. Lo que de verdad estamos investigando es el asesinato, y le digo que ya casi tengo todos los hilos en mis manos. —¿Qué va a hacer a continuación? —Muy sencillo. Iré con Hill al barrio italiano, encontraremos al hombre de la fotografía, y lo detendremos, acusado de asesinato. ¿Quiere venir con nosotros? —Creo que no. Me da la impresión de que podemos lograr nuestro objetivo de un modo más sencillo. No puedo estar seguro, porque todo depende…, en fin, depende de un factor que está completamente fuera de nuestro control. Pero tengo grandes esperanzas…, de hecho, podría apostar dos contra uno a que si usted nos acompaña esta noche podré ayudarle a echarle el guante. —¿En el barrio italiano? —No; creo que en Chiswick nos será mucho más fácil encontrarlo. Si viene usted conmigo a Chiswick esta noche, Lestrade, le prometo ir mañana con usted al barrio italiano; con ese pequeño retraso no se pierde nada. Y ahora, creo que unas pocas horas de sueño nos vendrían muy bien a todos, porque no pienso salir hasta las once y es poco probable que regresemos antes de que amanezca. Quédese a cenar con nosotros, Lestrade, y después puede echarse en el sofá hasta que llegue la hora de salir. Mientras tanto, Watson, le agradecería que llamase a un mensajero, porque tengo que enviar una carta y es importante que salga cuanto antes. Holmes se pasó la tarde rebuscando entre los diarios atrasados que llenaban uno de nuestros trasteros. Cuando por fin bajó, sus ojos tenían una expresión de triunfo, pero no nos dijo nada sobre el resultado de sus indagaciones. Por mi parte, yo había seguido paso a paso los métodos con los que habíamos seguido los diversos vericuetos de este complicado caso y, aunque todavía no intuía cuál era nuestro objetivo, me daba perfecta cuenta de que Holmes esperaba que el grotesco criminal intentara apoderarse de los dos bustos que quedaban, uno de los cuales, como yo recordaba, se encontraba en Chiswick. Sin duda, el objeto de nuestro viaje era atraparlo con las manos en la masa, y no podía dejar de admirar la astucia con que mi amigo había insertado una pista falsa en el periódico de la tarde, para que nuestro hombre pensara que podía seguir adelante con su plan impunemente. No me sorprendí cuando Holmes sugirió que llevara mi revólver. Él ya se había equipado con la pesada fusta de caza, que era su arma favorita. Un coche nos aguardaba a las once en la puerta, y en él llegamos hasta un lugar al otro lado del puente de Hatnmersmith, donde dijimos al cochero que nos esperara. Una corta caminata nos llevó hasta una calle solitaria, flanqueada por bonitas casas, cada una con su terreno propio. A la luz de una farola leímos «Laburnum Villa» en la entrada de una de ellas. Evidentemente, sus ocupantes se habían retirado a dormir, porque todo estaba oscuro, a excepción de una luz sobre los cristales de la puerta del vestíbulo, que arrojaba un borroso círculo de luz sobre el sendero del jardín. La valla de madera que separaba el jardín de la calle proyectaba una densa sombra negra hacia la parte de dentro, y allí fue donde nos agazapamos. —Me temo que tendremos que esperar mucho tiempo —susurró Holmes—. Podemos dar gracias al cielo de que no llueva. No creo que sea prudente fumar para pasar el rato. Sin embargo, hay dos posibilidades contra una de que obtengamos una compensación por tanta molestia. Sin embargo, nuestra guardia no resultó tan larga como Holmes nos había hecho temer, y terminó de un modo repentino y extraño. En un instante, sin el más ligero ruido que nos advirtiera de su llegada, se abrió la puerta del jardín y por ella entró una figura oscura y atlética, tan rápida y ágil como un mono, que avanzó velozmente por el sendero. La vimos cruzar frente a la luz que salía por encima de la puerta y desaparecer, confundida con la negra sombra de la casa. Hubo una larga pausa, durante la cual estuvimos conteniendo la respiración, y luego llegó a nuestros oídos un crujido muy débil. Estaban abriendo una ventana. El ruido cesó, y de nuevo se produjo un largo silencio. El individuo había entrado en la casa. Vimos el súbito resplandor de una linterna sorda dentro de la habitación. Evidentemente, lo que buscaba no estaba allí, porque en seguida vimos el resplandor a través de otra ventana, y después, de otra. —Acerquémonos a la ventana abierta. Lo atraparemos cuando vuelva a salir —cuchicheó Lestrade. Pero antes de que pudiéramos hacer un movimiento, el hombre salió de nuevo. Al pasar por el círculo de luz, vimos que llevaba un objeto blanco bajo el brazo. Miró furtivamente a su alrededor, el silencio de la calle desierta le tranquilizó. Dándonos la espalda, dejó en el suelo su carga, y al instante oímos un golpe seco, seguido por un ruido de rotura. El hombre estaba tan concentrado en lo que hacía que no oyó nuestros pasos, que avanzaban sigilosamente por el césped. Con un salto de tigre, Holmes cayó sobre su espalda, y un segundo después Lestrade y yo lo teníamos agarrado por las muñecas y le habíamos colocado las esposas. Cuando le dimos la vuelta, vimos una cara cetrina y repugnante, que nos miraba temblando de furia, y comprendí que habíamos capturado al hombre de la fotografía. Pero Holmes no estaba prestando atención a nuestro prisionero. Agachado junto al umbral de la puerta examinaba con la máxima atención el objeto que el hombre había sacado de la casa. Se trataba de un busto de Napoleón, igual al que habíamos visto por la mañana, y roto en fragmentos similares. Con mucho cuidado, Holmes acercó a la luz cada pedazo, pero estos en nada se diferenciaban de cualquier otro trozo de escayola rota. Acababa de terminar su inspección cuando se encendieron las luces del vestíbulo, se abrió la puerta, y apareció en el umbral el dueño de la casa, un hombre grueso y jovial en mangas de camisa. —El señor Josiah Brown, supongo —dijo Holmes. —Sí, señor; y usted, sin duda, es Sherlock Holmes. Recibí la carta que me envió por mensajero, e hice exactamente lo que usted me indicaba. Cerramos todas las puertas por dentro y aguardamos a ver qué ocurría. Vaya, me alegra comprobar que han agarrado a ese granuja. Supongo, caballeros, que entrarán a tomar algo. Pero Lestrade estaba ansioso por poner a su hombre a buen recaudo, así que a los pocos minutos habíamos hecho venir a nuestro coche y los cuatro íbamos camino de Londres. Nuestro cautivo no dijo una sola palabra; se limitó a mirarnos con furia desde la sombra de sus desgreñados cabellos, y una vez que mi mano le pareció a su alcance, le lanzó un mordisco como un lobo hambriento. Nos quedamos en la comisaría el tiempo suficiente para enterarnos de que, al registrar sus ropas, no se había encontrado nada más que unos pocos chelines y una enorme navaja, en cuyas cachas se veían abundantes huellas de sangre reciente. —Esto va bien —dijo Lestrade al despedirnos—. Hill conoce a toda esta gente y sabrá cómo se llama. Ya verá usted como mi teoría de la Mafia resulta cierta. Pero, desde luego, le estoy agradecidísimo, señor Holmes, por la manera tan profesional con que le ha echado el guante. Todavía no lo comprendo bien todo. —Me temo que es muy tarde para explicaciones —dijo Holmes—. Además, aún quedan uno o dos detalles por aclarar, y este es uno de los casos que vale la pena apurar hasta el final. Si se pasa una vez más por mis aposentos mañana a las seis, creo que podré demostrarle que aún no ha captado usted todo el significado de este asunto, que presenta algunos aspectos que lo convierten en un caso absolutamente original en la historia del crimen. Si alguna vez le autorizo a escribir más crónicas de mis pequeños problemas, Watson, estoy seguro de que el relato de la singular aventura de los bustos de Napoleón animará considerablemente sus páginas. Cuando volvimos a reunimos a la tarde siguiente, Lestrade venía provisto de abundante información acerca de nuestro detenido. Al parecer, se llamaba Beppo, de apellido desconocido. Era un truhán bastante conocido en la colonia italiana. En otros tiempos había sido un hábil escultor que se ganaba honradamente la vida, pero se había torcido por el mal camino y ya había estado dos veces en la cárcel; una por hurto y la otra, como ya sabíamos, por apuñalar a un compatriota. Hablaba inglés a la perfección. Todavía se ignoraban los motivos que le impulsaban a destrozar los bustos, y se negaba a responder a cualquier pregunta sobre el tema; pero la policía había descubierto que era muy probable que los bustos hubieran sido hechos por sus propias manos, ya que había realizado trabajos de este tipo en el establecimiento de Gelder & Co. Holmes escuchó con atención y cortesía toda esta información, gran parte de la cual ya conocíamos, pero yo, que le conocía bien, me daba perfecta cuenta de que sus pensamientos estaban en otra parte, y detecté una mezcla de desasosiego e impaciencia bajo la máscara que asumía de manera habitual. Por fin, se levantó de su asiento con los ojos chispeantes. Había sonado la campanilla de la puerta. Un minuto después, oímos pasos en la escalera, y al momento penetró en la habitación un hombre ya mayor, de rostro sonrosado y patillas entrecanas. Llevaba en la mano derecha una anticuada bolsa de viaje, que depositó sobre la mesa. —¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? Mi amigo hizo una inclinación de cabeza y sonrió. —El señor Sandeford, de Reading ¿verdad? —dijo. —Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero los trenes han sido un desastre. Me escribió usted acerca de un busto que obra en mi posesión. —Exacto. —Tengo aquí su carta. Dice usted: «Deseo obtener una copia del Napoleón de Devine, y estoy dispuesto a pagarle diez libras por la que usted posee». ¿Es así? —Desde luego. —Me sorprendió mucho su carta, porque no puedo imaginar cómo se enteró usted de que yo poseía semejante objeto. —Es natural que le haya sorprendido, pero la explicación es muy sencilla. El señor Harding de Harding Brothers, me dijo que le había vendido a usted el último ejemplar y me dio su dirección. —Ah, ¿conque fue así? ¿Le dijo lo que pagué por él? —No, no me lo dijo. —Mire, yo soy un hombre honrado, aunque no sea muy rico. Solo pagué quince chelines por el busto, y creo que tiene usted derecho a saberlo antes de que yo acepte sus diez libras. —Sus escrúpulos le honran, señor Sandeford, pero yo ofrecí ese precio y estoy dispuesto a mantenerlo. —Vaya, es usted muy espléndido, señor Holmes. He traído el busto, como usted me pedía. Aquí lo tiene. Abrió la bolsa y, por fin, vimos sobre nuestra mesa un ejemplar completo de aquel busto que ya habíamos contemplado más de una vez hecho pedazos. Holmes sacó un papel del bolsillo y puso un billete de diez libras sobre la mesa. —Haga usted el favor de firmar este papel, señor Sandeford, en presencia de estos testigos. Es una simple declaración de que me transfiere a mí todos los derechos que haya podido tener sobre este busto. Soy un hombre metódico, ¿sabe usted?, y nunca se sabe qué giro pueden tomar las cosas más adelante. Muchas gracias, señor Sandeford; aquí tiene su dinero, y le deseo muy buenas tardes. Cuando nuestro visitante hubo desaparecido, Sherlock Holmes inició una serie de movimientos que nosotros seguimos fascinados. Comenzó por sacar de un cajón un mantel blanco y limpio, y extenderlo sobre la mesa. A continuación, colocó el recién adquirido busto en el centro del mantel. Por último, tomó su fusta de caza y asestó con ella un fuerte golpe en la cabeza de Napoleón. La figura se rompió en pedazos, y Holmes se inclinó ansioso sobre los destrozados restos. Al instante, con un fuerte grito de triunfo, levantó un fragmento que llevaba pegado un objeto redondo y oscuro, como si fuera una ciruela en un pastel. —Caballeros —exclamó—, permítanme que les presente la famosa perla negra de los Borgia. Lestrade y yo nos quedamos callados por un momento, y luego, con una reacción espontánea, estallamos en aplausos como si estuviéramos presenciando el elaborado desenlace de una obra dramática. Un súbito rubor asomó en las pálidas mejillas de Holmes, que se inclinó ante nosotros como un dramaturgo que recibe el homenaje de su público. En momentos como aquel, Holmes dejaba por un momento de ser una máquina de razonar y sucumbía a la debilidad humana por la admiración y el aplauso. Aquel personaje tan peculiarmente orgulloso y reservado, que rechazaba con desprecio la notoriedad pública, era capaz de conmoverse hasta las entrañas ante la admiración y los elogios espontáneos de un amigo. —Sí, caballeros —continuó—. Esta es la perla más famosa que existe hoy día en todo el mundo y, mediante una cadena continua de razonamientos inductivos, he tenido la suerte de poder seguir su pista desde la alcoba del príncipe Colonna, en el hotel Dacre, donde fue robada, hasta el interior de este, el último de los seis bustos de Napoleón fabricados por Gelder & Co., de Stepney. Seguro que usted, Lestrade, se acuerda de la sensación que causó la desaparición de esta valiosa joya, y de los vanos esfuerzos de la policía de Londres por recuperarla. Yo mismo fui consultado al respecto, pero no conseguí arrojar ninguna luz sobre el caso. Las sospechas recayeron sobre la doncella de la princesa, que era italiana, y se supo que tenía un hermano en Londres, pero no se pudo demostrar que existiera ningún contacto entre ellos. La doncella se llama Lucrecia Venucci, y no me cabe la menor duda de que ese Prieto que fue asesinado hace dos noches era el hermano. He estado consultando las fechas en los viejos archivos de prensa, y he comprobado que la desaparición de la perla se produjo exactamente dos días antes de la detención de Beppo por una agresión violenta…, detención que tuvo lugar en la fábrica de Gelder & Co., en el mismo momento en que se estaban fabricando estos bustos. Ahora ya pueden ver con toda claridad la secuencia de los hechos, aunque, por supuesto, los contemplan en el orden inverso al que se me fueron presentando a mí. Beppo tenía en su poder la perla. Tal vez se la robó a Pietro, tal vez fuera cómplice de Pietro, incluso es posible que actuara de intermediario entre Pietro y su hermana. La verdadera situación no tiene demasiada importancia para nosotros. »Lo importante es que él tenía la perla, y que la llevaba encima en aquel momento, cuando le perseguía la policía. Se dirigió a la fábrica en la que trabajaba, y sabía que disponía solo de unos pocos minutos para ocultar este valiosísimo botín, que de otro modo sería descubierto cuando le registraran. En el pasillo había seis Napoleones de escayola secándose. Uno de ellos aún estaba blanco. En un instante, Beppo, que era un trabajador muy hábil, hizo un agujerito en el yeso húmedo, metió en él la perla y, con unos pocos toques, tapó de nuevo la abertura. El escondrijo era perfecto: nadie podría descubrirlo. Pero Beppo fue condenado a un año de cárcel y, mientras tanto, los seis bustos quedaron desperdigados por Londres. Era imposible saber cuál de ellos contenía el tesoro; solo rompiéndolos podía averiguarlo. Ni siquiera sacudiéndolos podía descubrir nada, porque como el yeso estaba húmedo, lo más probable era que la perla hubiera quedado adherida a él…, como, efectivamente, ha sucedido. Beppo no se dio por vencido, y llevó a cabo su investigación con considerable ingenio y perseverancia. Por medio de un primo que trabaja en Gelder, se informó de los minoristas que habían adquirido los bustos. Se las arregló para conseguir trabajo en Morse Hudson, y de este modo siguió la pista a tres de ellos. La perla no estaba en ninguno. Entonces, con ayuda de algún empleado italiano, logró averiguar dónde habían ido a parar los otros tres bustos. El primero estaba en casa de Harker. Allí fue acosado por su compinche, que consideraba a Beppo responsable de la pérdida de la perla, y en el forcejeo que se produjo a continuación Beppo lo apuñaló. —Si Pietro era su cómplice, ¿para qué llevaba la fotografía? —pregunté yo. —Para seguirle la pista si tenía necesidad de preguntar por él a terceras personas. Es la explicación más obvia. Pues bien, después del asesinato, me figuré que lo más probable sería que Beppo apresurara sus acciones, en lugar de proceder despacio. Tendría miedo de que la policía averiguase su secreto, así que se daría prisa antes de que le tomaran la delantera. Por supuesto, yo no podía saber si había encontrado o no la perla en el busto de Harker. Ni siquiera estaba seguro de que se tratara de la perla; pero era evidente que andaba buscando algo, puesto que se llevó el busto a varias casas de distancia, para romperlo en un jardín que tuviera una farola al lado. Puesto que el busto de Harker era uno de los tres que quedaban, las posibilidades eran exactamente las que yo les dije: dos contra uno a que la perla no se encontraba allí. Quedaban dos bustos, y lo natural era que fuera primero a por el de Londres. Avisé a los habitantes de la casa, con el fin de evitar una segunda tragedia, y allá fuimos nosotros, con magníficos resultados. Pero entonces, desde luego, yo ya estaba seguro de que andábamos detrás de la perla de los Borgia. El apellido del hombre asesinado conectaba un caso con el otro. Solo quedaba ya un busto, el de Reading, y en él tenía que estar la perla. Se lo compré a su propietario en presencia de ustedes, y ahí lo tienen. Permanecimos unos momentos sentados en silencio. Al fin, Lestrade dijo: —Bueno, Holmes, le he visto manejar un buen número de casos, pero no creo haber visto jamás uno tan bien llevado como este. No tenemos celos de usted en Scotland Yard; no, señor, nos sentimos orgullosos de usted, y si se pasa por allí mañana, no habrá un solo hombre, desde el inspector más viejo al guardia más joven, que no se alegre de estrecharle la mano. —Gracias —dijo Holmes—. Gracias. Y mientras se volvía de espaldas, me pareció que jamás le había visto tan cerca de dejarse llevar por las más tiernas emociones. Pero un instante después, volvía a ser el pensador frío y práctico de siempre. —Ponga la perla en la caja fuerte, Watson —dijo—, y saque los papeles del caso de falsificación de Conk-Singleton. Adiós, Lestrade. Si tiene algún problemilla, le haré encantado, si me es posible, una o dos sugerencias que le ayuden a solucionarlo. LA AVENTURA DEL COLEGIO PRIORY En nuestro pequeño escenario de Baker Street hemos presenciado entradas y salidas espectaculares, pero no recuerdo ninguna tan repentina y sorprendente como la primera aparición del doctor Thorneycroft Huxtable, M. A., Ph. D., etc. Su tarjeta, que parecía demasiado pequeña para soportar el peso de tanto título académico, le precedió en unos segundos y luego entró él: tan grande, tan pomposo y tan digno que parecía la encarnación misma del aplomo y la solidez. Y sin embargo, lo primero que hizo en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas fue tambalearse y apoyarse en la mesa, tras lo cual se desplomó en el suelo y allí quedó su majestuosa figura, postrada e inconsciente sobre la alfombra de piel de oso colocada delante de nuestra chimenea. Nos pusimos en pie de un salto y durante unos instantes contemplamos con silencioso asombro aquel enorme resto de naufragio, que parecía el resultado de una repentina y letal tempestad ocurrida en algún lugar lejano del océano de la vida. Luego corrimos a socorrerlo, Holmes con un almohadón para la cabeza y yo con brandy para la boca. El rostro blanco y macizo estaba surcado por arrugas de preocupación, las fláccidas bolsas de debajo de los ojos tenían un color plomizo, la boca entreabierta se curvaba en una mueca de dolor y sus rollizas mejillas estaban sin afeitar. La camisa y el cuello mostraban las mugrientas señales de un largo viaje, y el cabello se encrespaba desordenadamente sobre la bien formada cabeza. El hombre que yacía ante nosotros había sufrido sin duda un duro golpe. —¿Qué tiene, Watson? —preguntó Holmes. —Agotamiento total, puede que simple hambre y cansancio —respondí, tomándole el pulso y verificando que el torrente de vida se había reducido a un débil goteo. —Billete de ida y vuelta desde Mackleton, en el norte de Inglaterra —dijo Holmes, sacándoselo del bolsillo del reloj—. Y aún no son ni las doce. No cabe duda de que ha madrugado. Los párpados fruncidos empezaron a temblar y un par de ojos grises y ausentes alzaron su mirada hacia nosotros. Un instante después, nuestro hombre se ponía en pie con dificultades y rojo de vergüenza. —Perdone esta muestra de debilidad, señor Holmes; temo que me han fallado las fuerzas. Gracias. Si pudiera tomar un vaso de leche y una galleta, estoy seguro de que me pondría bien. He venido personalmente, señor Holmes, para asegurarme de que me acompañará usted a la vuelta. Temía que un simple telegrama no lograría convencerlo de la absoluta urgencia del caso. —Cuando se haya repuesto usted del todo… —Ya me siento perfectamente otra vez. No me explico cómo me dio este desfallecimiento. Señor Holmes, quiero que venga usted a Makleton conmigo en el primer tren. Mi amigo sacudió la cabeza. —Mi compañero, el doctor Watson, podrá decirle que en estos momentos estamos ocupadísimos. No puedo dejar este caso de los documentos Ferrers, y además está a punto de comenzar el juicio por el crimen de Abergavenny. Solo un asunto muy importante podría sacarme de Londres en estos momentos. —¡Importante! —nuestro visitante levantó las manos—. ¿No se ha enterado del secuestro del único hijo del duque de Holdernesse? —¿Cómo? ¿El que fue ministro? —Exacto. Hemos tratado de ocultárselo a la prensa, pero anoche el Globe publicaba algunos rumores. Pensé que tal vez estuviera usted al corriente. Holmes estiró su largo y delgado brazo y sacó el volumen «H» de su enciclopedia de consulta. —Holdernesse, sexto duque de K. G., PC…, y así medio alfabeto…; barón de Beverley, conde de Carston… ¡Caramba, menuda lista!… Señor de Hallamshire desde 1900. Casado con Edith, hija de sir Charles Appledore, en 1888. Hijo único y heredero: lord Saltire. Propietario de unos 250.000 acres. Minas en Lancashire y Gales. Residencias: Carlton House Terrace, Londres; Mansión Holdernesse, en Hallamshire; castillo de Carston, en Bangor, Gales. Lord Almirante en 1872. Primer secretario de Estado… ¡Vaya, vaya! Se trata, sin duda, de uno de los grandes personajes del reino. —El más grande, y puede que el más rico. Ya sé, señor Holmes, que es usted un profesional de primera fila y que está dispuesto a trabajar por mero amor al trabajo. Sin embargo, puedo decirle que Su Excelencia ha prometido entregar un cheque de cinco mil libras a la persona que pueda indicarle el paradero de su hijo, y otras mil a quien pueda identificar a la persona o personas que lo han secuestrado. —Una oferta principesca —dijo Holmes—. Watson, creo que acompañaremos al doctor Huxtable al norte de Inglaterra. Y ahora, doctor Huxtable, en cuanto se haya terminado la leche, le agradecería que nos contara lo que ha ocurrido, cuándo ocurrió, cómo ocurrió y, por último, qué tiene que ver en ello el doctor Thorneycroft Huxtable, del colegio Priory, cerca de Mackleton, y por qué viene a solicitar mis humildes servicios tres días después del suceso, como se deduce del estado de su barba. Nuestro visitante había dado cuenta de su leche y sus galletas. Recuperado el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas, comenzó a explicar la situación con considerable energía y lucidez. —Debo informarles, caballeros, de que el Priory es un colegio preparatorio, del que soy fundador y director. Tal vez les resulte más familiar mi nombre si lo asocian a los Comentarios a Horacio, de Huxtable. El Priory es el mejor y más selecto colegio preparatorio de Inglaterra, sin excepción alguna. Lord Leverstoke, el conde de Blackwater, sir Cathcart Soames… todos ellos me han confiado a sus hijos. Pero cuando me pareció que mi colegio había alcanzado el cénit fue hace tres semanas, cuando el duque de Holdernesse envió a su secretario, el señor James Wilder, para notificarme la intención de poner a mi cargo al joven lord Saldré, de diez años de edad, hijo único y heredero suyo. ¡Qué poco imaginaba yo que aquello iba a ser el preludio de la desgracia más terrible de mi vida! »El muchacho llegó el 1 de mayo, que es cuando comienza el semestre de verano. Era un joven encantador, que se adaptó en seguida a nuestras normas. Debo decirle… espero no estar cometiendo una indiscreción, pero en un caso como este es absurdo andarse con medias verdades…, que el chico no era muy feliz en su casa. Es un secreto a voces que la vida matrimonial del duque no ha sido muy apacible y acabó desembocando en una separación por mutuo acuerdo. La duquesa se ha establecido en el sur de Francia. Esto ocurrió hace muy poco, y se sabe que las simpatías del muchacho estaban del lado de la madre. Cuando ella se marchó de la mansión Holdernesse, el chico se quedó muy deprimido, y por eso decidió el duque enviarlo a mi colegio. A los quince días se había adaptado por completo y parecía absolutamente feliz con nosotros. »Se le vio por última vez la noche del 13 de mayo, es decir, la noche del lunes pasado. Su cuarto está en el segundo piso y para llegar a él hay que pasar por otra habitación más grande, en la que duermen dos alumnos. Estos muchachos no vieron ni oyeron nada, de manera que es imposible que el joven Saltire pasara por allí. La ventana de su cuarto estaba abierta y hay una hiedra bastante sólida que llega hasta el suelo. No encontramos pisadas abajo, pero no cabe duda de que esta es la única salida posible. »Su ausencia se descubrió a las siete de la mañana del martes. Se notaba que había dormido en su cama. Antes de marcharse se había vestido del todo, con el uniforme escolar de chaqueta negra, estilo Eton, y pantalones gris oscuro. No se advertían señales de que hubiera entrado alguien en su habitación y estamos seguros de que si hubiera habido gritos o forcejeo se habrían oído, porque Caulder, el mayor de los dos muchachos que duermen en la habitación interior, tiene el sueño muy ligero. »Cuando descubrimos la desaparición de lord Saltire, pasé lista inmediatamente a todo el personal del colegio: alumnos, profesores y servicio. Y entonces nos dimos cuenta de que lord Saltire no se había fugado solo. Faltaba también Heidegger, el profesor de alemán. Su habitación está también en el segundo piso, al otro extremo del edificio, pero dando a la misma fachada que la de lord Saltire. También había dormido en su cama; pero al parecer se había marchado a medio vestir, porque su camisa y sus calcetines estaban tirados en el suelo. No cabe duda de que bajó descolgándose por la hiedra, porque encontramos pisadas suyas abajo en el césped. Junto a este césped hay un pequeño cobertizo donde guardaba su bicicleta, que también ha desaparecido. «Llevaba con nosotros dos años, y había llegado con las mejores referencias. Pero era un tipo callado y poco simpático, que no se llevaba muy bien ni con los alumnos ni con los profesores. No se pudo encontrar ni rastro de los fugitivos, y hoy, jueves, sabemos tan poco como el martes. Naturalmente, fuimos de inmediato a preguntar a la mansión Holdernesse. Se encuentra a solo unas millas de distancia, y pensamos que un repentino ataque de nostalgia le habría hecho volver con su padre. Pero allí no sabían nada de él. El duque está excitadísimo, y en cuanto a mí, ya han visto ustedes el estado de postración nerviosa al que me han reducido la incertidumbre y la responsabilidad. Señor Holmes, si alguna vez se ha empleado usted a fondo, le suplico que lo haga ahora, porque nunca en su vida encontrará un caso que más lo merezca. Sherlock Holmes había escuchado con el mayor interés el relato del afligido director de escuela. Sus cejas fruncidas y el profundo surco que había entre ellas demostraban que no era preciso insistirle para que concentrase toda su atención en un problema que, aparte de las enormes sumas que en él se barajaban, tenía forzosamente que atraerle, dada su afición a lo enigmático y lo extraño. Sacó su cuaderno de notas y garabateó en él algunas anotaciones. —Ha sido una torpeza por su parte no acudir a mí antes —dijo en tono severo—. Me obliga a iniciar mi investigación con una grave desventaja. Es impensable, por ejemplo, que esa hiedra y ese césped no le revelaran nada a un observador experto. —No ha sido culpa mía, señor Holmes. Su Excelencia estaba empeñado en evitar a toda costa un escándalo público. Le asustaba que sus desgracias familiares quedaran expuestas a la vista de todos. Siente horror por ese tipo de cosas. —¿Pero se ha realizado alguna investigación oficial? —Sí, señor, pero sin ningún resultado. Al principio pareció que se había encontrado una pista, ya que alguien declaró haber visto a un hombre joven y un niño saliendo de una estación cercana en uno de los primeros trenes. Pero anoche supimos que se había seguido la pista de la pareja hasta Liverpool, y se ha comprobado que no tienen nada que ver con el asunto. Entonces fue cuando, desesperado, defraudado y tras una noche sin dormir, decidí tomar el primer tren y venir directamente a verle. —Supongo que la investigación sobre el terreno aflojaría mientras se seguía esa pista falsa. —Se interrumpió por completo. —Con lo cual se han perdido tres días. No se podía haber manejado peor el asunto. —Eso me parece a mí, lo reconozco. —Sin embargo, debería poderse resolver el problema. Tendré mucho gusto en echarle un vistazo. ¿Ha descubierto usted alguna conexión entre el chico perdido y este profesor alemán? —Absolutamente ninguna. —¿Ni siquiera estaba en su clase? —No; por lo que yo sé, jamás intercambiaron una palabra. —Desde luego, esto es muy curioso. ¿Tenía bicicleta el chico? —No. —¿Se ha echado en falta alguna otra bicicleta? —No. —¿Está usted seguro? —Completamente. —Vamos a ver: ¿no pensará usted en serio que este alemán se marchó en bicicleta en plena noche con el chico en brazos? —Claro que no. —Entonces, ¿cuál es su teoría? —Lo de la bicicleta pudo ser un truco para despistar. Pueden haberla escondido en cualquier parte y luego marcharse a pie. —Desde luego; pero parece un truco bastante absurdo, ¿no cree? ¿Había más bicicletas en ese cobertizo? —Varias. —¿Y no cree que si hubieran querido dar la impresión de que se marcharon de ese modo habrían escondido un par de bicicletas? —Supongo que sí. —Desde luego que sí. La teoría del truco para despistar no se sostiene. Sin embargo, el incidente constituye un magnífico punto de partida para una investigación. Al fin y al cabo, una bicicleta no es fácil de esconder o destruir. Otra pregunta: ¿Recibió el chico alguna visita el día antes de su desaparición? —No. —¿Recibió alguna carta? —Sí, una. —¿De quién? —De su padre. —¿Abren ustedes las cartas de los alumnos? —No. —Y entonces, ¿cómo sabe que era de su padre? —Porque el sobre llevaba el escudo de armas y la dirección estaba escrita con la letra del duque, que es característicamente rígida. Además, el duque recuerda haber escrito. —¿Recibió otras cartas antes de esa? —Ninguna en varios días. —¿Y alguna vez ha recibido carta de Francia? —No, nunca. Supongo que se da usted cuenta de hacia dónde apuntan mis preguntas. Una de dos: o se llevaron al chico a la fuerza o se marchó por su propia voluntad. En este último caso, cabría suponer que solo una llamada de fuera podría empujar a un muchacho tan joven a hacer semejante cosa. Si no recibió visitas, la llamada tuvo que llegar por carta. Por tanto, estoy intentando averiguar quién la escribió. —Me temo que no puedo ayudarle mucho. Que yo sepa, el único que le escribía era su padre. —El cual le escribió el mismo día de su desaparición. ¿Se llevaban muy bien el padre y el hijo? —Su Excelencia no se lleva bien con nadie. Vive sumergido por completo en los grandes asuntos públicos y resulta bastante inaccesible a las emociones normales. Pero, a su manera, siempre se portó bien con el niño. —Sin embargo, las simpatías de este se inclinaban por la madre, ¿no? —Sí. —¿Lo dijo él? —No. —Entonces, ¿el duque? —¡Santo cielo, no! —Entonces, ¿cómo lo sabe usted? —Tuve algunas conversaciones confidenciales con el señor James Wilder, secretario de Su Excelencia. Fue él quien me informó acerca de los sentimientos de lord Saltire. —Ya veo. Por cierto, esa última carta del duque, ¿se encontró en la habitación del muchacho después de que este desapareciera? —No, se la había llevado. Creo, señor Holmes, que deberíamos ponernos en camino hacia la estación de Euston. —Pediré un coche. Dentro de un cuarto de hora estaremos a su servicio. Y si va usted a telegrafiar, señor Huxtable, convendría que la gente de por allí creyera que las investigaciones aún siguen centradas en Liverpool, o dondequiera que conduzca esa pista falsa. De ese modo, yo podré trabajar tranquilamente en las puertas de su establecimiento, y tal vez el rastro no esté tan borrado como para que no podamos olfatearlo dos viejos sabuesos como Watson y yo. Aquella noche la pasamos en la fría y vigorizante atmósfera de la región de Peak, donde se encuentra el famoso colegio del doctor Huxtable. Ya había oscurecido cuando llegamos. Sobre la mesa del vestíbulo había una tarjeta, y el mayordomo susurró algo al oído del director, que se volvió hacia nosotros con la alegría reflejada en todos sus macizos rasgos. —¡El duque está aquí! —dijo—. El duque y el señor Wilder están en mi despacho. Vengan, caballeros, y los presentaré. Como es natural, yo había visto muchos retratos del famoso estadista, pero el hombre de carne y hueso era muy distinto de sus imágenes. Se trataba de una persona alta y majestuosa, vestida de manera inmaculada, con un rostro flaco y chupado, y una nariz grotescamente larga y encorvado. La mortal palidez de su piel contrastaba con la larga y ondulada barba roja que le caía por encima del chaleco blanco, en el que una cadena de reloj brillaba a través de las guedejas. Así era el majestuoso personaje que nos miraba con fría mirada desde el centro de la alfombra de la chimenea del doctor Huxtable. A su lado había un hombre muy joven, que supuse que sería Wilder, el secretario privado. Era pequeño, nervioso, inquisitivo, con ojos inteligentes de color azul claro y expresión cambiante. Fue él quien inició en el acto la conversación, en tono cortante y decidido. —Vine esta mañana, doctor Huxtable, pero llegué demasiado tarde para impedirle partir hacia Londres. Me enteré de que tenía la intención de solicitar al señor Sherlock Holmes que se hiciera cargo del caso. A Su Excelencia le sorprende, doctor Huxtable, que haya usted dado un paso semejante sin consultarlo. —Al saber que la policía había fracasado… —Su Excelencia no está en modo alguno convencido del fracaso de la policía. —Pero señor Wilde… —Sabe usted muy bien, doctor Huxtable, que Su Excelencia tiene especial interés en evitar todo escándalo público. Prefiere que su intimidad la conozcan las menos personas posibles. —La cosa tiene fácil remedio —dijo el acobardado doctor—. El señor Sherlock Holmes puede regresar a Londres en el tren de la mañana. —Nada de eso, doctor, nada de eso —dijo Holmes con su voz más meliflua—. Este aire del Norte resulta muy vigorizante y agradable, y me parece que voy a pasar unos días en estos páramos, ocupando la mente lo mejor que pueda. Naturalmente, a usted le toca decidir si me alojo bajo su techo o en la posada del pueblo. Pude darme cuenta de que el pobre doctor se encontraba sumido en la más profunda indecisión, de donde fue rescatado por la voz grave y sonora del duque barbirroja, que resonó como un gong llamando a comer. —Doctor Huxtable, estoy de acuerdo con el señor Wilder en que tendría usted que haberme consultado. Pero ya que el señor Holmes está enterado de todo, sería verdaderamente absurdo no aprovechar sus servicios. En lugar de ir a la posada, señor Holmes, me agradaría mucho que se quedara conmigo en la mansión Holdernesse. —Gracias, Excelencia. Pero, a efectos de la investigación, creo que será más juicioso que me quede en el escenario del misterio. —Como desee, señor Holmes. Por supuesto, cualquier información que el señor Wilder o yo podamos proporcionarle está a su disposición. —Lo más probable es que tenga que ir a visitarlos a la mansión —dijo Holmes—. Por el momento, señor, solo deseo preguntarle si tiene formada alguna hipótesis que explique la misteriosa desaparición de su hijo. —No, señor; ninguna. —Perdóneme si hago alusión a algo que le resulta doloroso, pero no tengo más remedio. ¿Cree usted que la duquesa puede tener algo que ver con el asunto? El ilustre ministro dio claras muestras de vacilación. —No creo —dijo por fin. —La otra explicación más evidente es que el chico haya sido secuestrado con objeto de pedir rescate por él. ¿No ha recibido ninguna petición en ese sentido? —No, señor. —Una pregunta más, excelencia. Tengo entendido que escribió usted a su hijo el día mismo del incidente. —No; le escribí el día antes. —Eso es. ¿Pero él recibió la carta ese día? —Sí. —¿Había algo en su carta que pueda haberlo trastornado o inducido a dar ese paso? —No, señor, claro que no. —¿Echó usted mismo la carta al correo? La contestación del aristócrata quedó interrumpida por el secretario, que intervino algo acalorado. —Su Excelencia no tiene por costumbre llevar personalmente las cartas al correo —dijo—. La carta se dejó con las demás en la mesa del despacho, y yo mismo las eché al buzón. —¿Está usted seguro de haber echado esta carta? —Sí; me fijé en ella. —¿Cuántas cartas escribió Su Excelencia aquel día? —Veinte o treinta —dijo el duque—. Mantengo mucha correspondencia. Pero ¿no le parece esto un poco irrelevante? —No del todo —respondió Holmes. —Por mi parte —prosiguió el duque—, he aconsejado a la policía que dirija su atención hacia el sur de Francia. Ya he dicho que no creo que la duquesa haya incitado un acto tan monstruoso, pero el chico tenía ideas muy equivocadas, y es posible que haya huido para irse con ella, inducido y ayudado por ese alemán. Bien, doctor Huxtable, nos volvemos a la mansión. Me di cuenta de que a Holmes aún le habría gustado hacer algunas preguntas más, pero el brusco comportamiento del noble daba a entender que la entrevista había terminado. Era evidente que aquello de discutir sus intimidades familiares con un extraño le resultaba absolutamente aborrecible a su exquisito carácter aristocrático, y que temía que cualquier nueva pregunta arrojara una desagradable luz sobre los rincones discretamente oscurecidos de su historia ducal. En cuanto el aristócrata y su secretario se marcharon, mi amigo se lanzó de inmediato a la investigación, con su vehemencia habitual. Examinamos minuciosamente la habitación del muchacho que no nos proporcionó información alguna, aparte de dejarnos convencidos de que solo pudo haber escapado por la ventana. Tampoco la habitación y los objetos personales del profesor alemán nos ofrecieron ninguna pista nueva. En este caso, un tallo de hiedra había cedido bajo su peso, y a la luz de la linterna pudimos ver en el césped la huella dejada por sus talones al bajar al suelo. Aquella marca solitaria en el bien cortado césped constituía el único testimonio material de la inexplicable fuga nocturna. Sherlock Holmes salió del colegio solo y no regresó hasta después de las once. Se había hecho con un mapa militar de la zona y lo trajo a mi cuarto, lo extendió sobre la cama, colgó encima una lámpara y se puso a fumar mientras lo examinaba, señalando de cuando en cuando los puntos de interés con la humeante boquilla de ámbar de su pipa. —Cada vez me gusta más este caso, Watson —dijo—. Decididamente, presenta aspectos muy interesantes. En esta fase inicial, quiero que se fije en estos detalles geográficos, que pueden tener mucha importancia para nuestra investigación. »Mire este mapa. Este cuadrado oscuro es el colegio Priory. Voy a marcarlo con un alfiler. Y esta línea es la carretera principal. Ya ve que corre de Este a Oeste, pasando frente a la escuela, y que en ninguna de las dos direcciones existe una desviación en más de una milla. Si los dos fugitivos se marcharon por carretera, tuvo que ser por esta carretera. —Exacto. —Por una curiosa y afortunada casualidad, podemos saber hasta cierto punto lo que pasó por esta carretera durante la noche de autos. Aquí, donde señalo con la pipa, había un policía rural de servicio desde las doce hasta las seis. Como puede ver, se trata del primer cruce que existe por el lado este. El guardia declara que no se movió de su puesto ni un instante, y está seguro de que ni el hombre ni el niño pudieron pasar por allí sin que él los viera. He hablado esta noche con el policía en cuestión, y me ha parecido una persona de absoluta confianza. Con eso queda descartado este camino. Pasemos a ocuparnos del otro. Aquí hay una fonda, El Toro Rojo, cuya propietaria estaba enferma. Había hecho llamar al médico de Mackleton, pero este no llegó hasta por la mañana, porque estaba ocupado con otro caso. La gente de la fonda pasó toda la noche en vela, aguardando su llegada, y parece que en todo momento había alguien vigilando la carretera. También ellos han declarado que no pasó nadie. Si hemos de creer en su declaración, podemos descartar también el lado oeste, y estamos en condiciones de asegurar que los fugitivos no utilizaron para nada la carretera. —¿Y la bicicleta, qué? —objeté. —Eso es. Ahora llegaremos a la bicicleta. Continuemos nuestro razonamiento: si estas personas no se marcharon por la carretera, tuvieron que ir campo a través, hacia el norte o hacia el sur del colegio. De eso no cabe duda. Consideremos las dos posibilidades. Al sur del colegio, como puede ver, hay una gran extensión de tierra cultivable, dividida en campos pequeños, separados por tapias de piedra. Por ahí hay que reconocer que la bicicleta no sirve para nada. Podemos descartar la idea. Veamos ahora el terreno que hay al Norte. Aquí tenemos una arboleda, señalada en el mapa como Ragged Shaw, más allá de la cual comienza un extenso páramo, Lower Gill Moor, que se prolonga unas diez millas con una pendiente gradual hacia arriba. Aquí, a un lado de esta desolación, está la mansión Holdernesse, a diez millas de distancia por carretera, pero solo a seis atravesando el páramo. Toda esta llanura es tremendamente árida. Hay unos pocos granjeros que tienen arrendadas pequeñas parcelas en el páramo, donde crían ovejas y vacas. Exceptuándolos a ellos, los únicos habitantes que uno encuentra hasta llegar a la carretera de Chesterfield son chorlitos y zarapitos. Aquí, como ve, hay una iglesia, unas pocas granjas y otra posada. Más allá comienzan a empinarse las montañas. Así pues, nuestra investigación debe dirigirse hacia aquí, hacia el Norte. —¿Y la bicicleta, qué? —insistí. —¡Ya va, ya va! —dijo Holmes con impaciencia—. Un buen ciclista no necesita carreteras. Hay muchos senderos que atraviesan el páramo, y esa noche había luna llena. ¡Caramba! ¿Qué pasa? Alguien llamaba frenéticamente a la puerta, y un instante después el doctor Huxtable había entrado en la habitación. Traía en la mano una gorra azul de bicicleta, con una insignia blanca en lo alto. —¡Al fin tenemos una pista! —exclamó—. ¡Gracias al cielo, por fin hemos encontrado el rastro del pobre chico! ¡Esta es su gorra! —¿Dónde la encontraron? —En el carromato de unos gitanos que habían acampado en el páramo. Se marcharon el martes. Hoy los localizó la policía, que registró la caravana y encontró esto. —¿Qué explicación dieron? —Evasivas y mentiras… Dicen que la encontraron en el páramo el martes por la mañana. ¡Los muy canallas saben dónde está el chico! Gracias a Dios, están a buen recaudo, guardados bajo siete llaves. El miedo a la justicia o la bolsa del duque acabarán por hacerles soltar todo lo que saben. —De momento, no está mal —dijo Holmes cuando el doctor salió por fin de la habitación—. Por lo menos, concuerda con la teoría de que es por el lado del páramo donde podemos esperar obtener resultados. La verdad es que la policía de aquí no ha hecho nada, aparte de detener a esos gitanos. ¡Mire aquí, Watson! Hay una corriente de agua que atraviesa el páramo. Aquí la tiene, marcada en el mapa. En algunas partes se ensancha, formando una ciénaga. Con este tiempo tan seco sería inútil buscar huellas en cualquier otro sitio; pero aquí sí que es posible que haya quedado algún rastro. Vendré a despertarlo mañana temprano y veremos si entre usted y yo podemos arrojar alguna luz sobre este misterio. Apenas había amanecido cuando me desperté, descubriendo junto a mi cama la figura alta y delgada de Holmes. Estaba completamente vestido y, al parecer, ya había salido. —Ya he visto el césped y el cobertizo de las bicicletas —dijo—. También he dado un paseo por la arboleda de Ragged Shaw. Y ahora, Watson, tenemos servido chocolate en el cuarto de al lado. Debo rogarle que se dé prisa, porque nos aguarda un gran día. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas coloreadas por la excitación con la que un maestro artesano contempla la tarea preparada ante él. Aquel Holmes activo y despierto era un hombre muy diferente del soñador pálido e introspectivo de Baker Street. Al mirar su elástica figura, que irradiaba energía nerviosa, tuve la sensación de que, en efecto, nos aguardaba un día agotador. Y sin embargo, comenzó con una terrible decepción. Nos adentramos llenos de esperanza en la turba color canela del páramo, surcada por millares de senderos de ovejas, hasta llegar a la ancha franja de color verde claro correspondiente a la ciénaga que se extendía entre nosotros y Holdernesse. Indudablemente, si el muchacho se hubiera dirigido a su casa, habría pasado por allí, y no habría podido pasar sin dejar huellas. Pero no se veía ni rastro de él ni del alemán. Mi amigo recorrió los bordes de la ciénaga con expresión abatida, inspeccionando con ansiedad cada mancha de barro en el musgo que cubría el suelo. Abundaban las huellas de ovejas, y varias millas más abajo encontramos también huellas de vacas. Nada más. —Chasco número uno —dijo Holmes, mirando con expresión abatida la ondulante extensión de páramo—. Allí abajo hay otra ciénaga, con un estrecho cuello entre las dos. ¡Caramba, caramba, caramba! ¿Qué tenemos aquí? Habíamos llegado a un corto y negro tramo de sendero, en cuyo centro, perfectamente impresa sobre la tierra húmeda, se veía la huella de una bicicleta. —¡Hurra! —exclamé—. ¡Ya lo tenemos! Pero Holmes estaba sacudiendo la cabeza y su expresión, más que de alegría, era de desconcierto y curiosidad. —Una bicicleta, desde luego, pero no la bicicleta —dijo—. Conozco a la perfección cuarenta y dos huellas de neumáticos diferentes. Esta, como puede ver, es de un Dunlop con un parche en la parte de fuera. La bicicleta de Heidegger llevaba neumáticos Palmer, que dejan una huella con franjas longitudinales. Aveling el profesor de matemáticas, estaba seguro de eso. Por tanto, no son las huellas de Heidegger. —¿Las del niño, entonces? —Podría ser, si pudiéramos demostrar que disponía de una bicicleta. Pero en este aspecto hemos fracasado por completo. Esta huella, como puede usted ver, la ha dejado un ciclista que venía desde la zona del colegio. —O que iba hacia allí. —No, no, querido Watson. La impresión más profunda es, naturalmente, la de la rueda de atrás, que es donde se apoya el peso del cuerpo. Fíjese en que en varios puntos ha pasado por encima de la huella de la rueda delantera, que es menos profunda, borrándola. No cabe duda de que venía del colegio. Puede que esto tenga relación con nuestra investigación y puede que no, pero lo primero que vamos a hacer es seguir esta huella hacia atrás. Así lo hicimos, pero a los pocos cientos de metros salimos de la zona pantanosa del páramo y perdimos la pista. Recorrimos el sendero en dirección inversa y encontramos otro punto por donde lo atravesaba un arroyo. Allí volvimos a descubrir las huellas de la bicicleta, aunque casi borradas por las pezuñas de las vacas. Más allá no se veía ni rastro, pero el sendero penetraba en el bosque de Ragged Shaw, situado detrás del colegio. De este bosque tenía que haber salido la bicicleta. Holmes se sentó sobre una piedra y apoyó la barbilla en las manos. Antes de que volviera a moverse, yo ya me había fumado dos cigarrillos. —Bien, bien —dijo por fin—. Desde luego, entra dentro de lo posible que un hombre astuto cambie los neumáticos de su bicicleta para dejar huellas diferentes. Un delincuente al que se le ocurriera esto sería un hombre con el que me sentiría orgulloso de medirme. Dejaremos pendiente esta cuestión y volveremos a nuestra ciénaga, porque hemos dejado mucho sin explorar. Continuamos nuestra sistemática inspección de las orillas de la zona cenagosa del páramo, y nuestra perseverancia no tardó en verse magníficamente recompensada. Un sendero embarrado cruzaba la parte baja de la ciénaga. Al acercarnos a él, Holmes dejó escapar un grito de alegría. En su mismo centro se veía una huella que parecía un fino haz de cables de telégrafo. Era el neumático Palmer. —¡Aquí sí que tenemos a herr Heidegger! —exclamó Holmes, radiante de júbilo—. Parece, Watson, que mi razonamiento ha estado bastante acertado. —Le felicito. —Pero aún nos queda mucho camino por andar. Haga el favor de salirse del sendero. Y ahora, sigamos la pista. Me temo que no nos llevará muy lejos. Sin embargo, según avanzábamos, descubrimos que en aquella parte del páramo abundaban las zonas blandas, y aunque perdíamos la pista con frecuencia, siempre conseguíamos encontrarla de nuevo. —¿Se fija usted —dijo Holmes— en que el ciclista está apretando la marcha de manera inequívoca? No cabe ninguna duda. Fíjese aquí, donde las dos huellas se ven con claridad. Están las dos igual de marcadas. Eso solo puede significar que el ciclista está doblado sobre el manillar, como en una carrera de velocidad. ¡Por Júpiter! ¡Se ha caído! Un manchón de forma irregular cubría algunos metros de sendero. Más allá había unas pocas pisadas y luego reaparecían los neumáticos. —Un patinazo de costado —aventuré. Holmes recogió una rama aplastada de tojo en flor. Observé horrorizado que las flores amarillas estaban todas manchadas de sangre. También en el sendero y entre los brezos se veían manchas de sangre coagulada. —¡Mala cosa! —dijo Holmes—. ¡Mala cosa! ¡Apártese, Watson! ¡No quiero pisadas innecesarias! ¿Qué sacamos de aquí? Cayó herido, se levantó, volvió a montar y siguió su camino. Pero no se ve ninguna otra huella. Sí, por aquí ha pasado ganado. ¿No le habrá corneado un toro? ¡Imposible! Pero no se ve ninguna otra clase de huellas. Sigamos adelante, Watson. Ahora que tenemos manchas de sangre además de las huellas de neumáticos, no es posible que se nos escape. No tuvimos que buscar mucho. Las huellas de la bicicleta empezaron a describir fantásticas curvas sobre el sendero húmedo y brillante. De pronto, al mirar hacia adelante, distinguí un brillo metálico entre los espesos arbustos, de donde sacamos una bicicleta, con neumáticos Palmer, un pedal doblado y toda la parte delantera espantosamente manchada y embadurnada de sangre. Por el otro lado de los arbustos asomaba un zapato. Dimos corriendo la vuelta al matorral y allí encontramos al desdichado ciclista. Era un hombre alto, con barba poblada y gafas, uno de cuyos cristales se había desprendido. La causa de su muerte había sido un terrible golpe en la cabeza que le había aplastado el cráneo. El hecho de que hubiera sido capaz de seguir adelante después de recibir semejante herida decía mucho de la vitalidad y el valor de aquel hombre. Llevaba zapatos, pero no calcetines, y bajo su chaqueta desabrochada se veía una camisa de noche. Sin duda alguna, se trataba del profesor alemán. Holmes dio la vuelta al cuerpo con respeto y lo examinó con gran atención. Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en profundas reflexiones, y de su frente arrugada pude deducir que, en su opinión, aquel macabro descubrimiento no nos había hecho avanzar gran cosa en nuestra investigación. —Es un poco difícil decir qué hacer ahora, Watson —dijo por fin—. Si fuera por mí, seguiríamos adelante con nuestra investigación, porque ya hemos perdido tanto tiempo que no podemos perder ni una hora más. Sin embargo, nuestra obligación es informar a la policía de este descubrimiento y procurar que el cuerpo de este pobre hombre reciba las atenciones debidas. —Yo podría llevar una nota. —Pero es que necesito su compañía y su ayuda. ¡Un momento! Allá lejos hay un tipo cortando turba. Hágalo venir aquí y él traerá a la policía. Fui a buscar al campesino y Holmes lo envió, muerto del susto, con una nota para el doctor Huxtable. —Y ahora, Watson —dijo—, esta mañana hemos encontrado dos pistas. Una, la de la bicicleta con los neumáticos Palmer, que ya hemos visto a dónde lleva. Otra, la de la bicicleta con el neumático Dunlop parcheado. Antes de ponernos a investigar esa, hagamos balance de lo que sabemos para tratar de sacarle el máximo partido y poder separar lo esencial de lo accidental. »En primer lugar, quiero que quede bien claro para usted que el muchacho se marchó, sin duda alguna, por su propia voluntad. Se descolgó por la ventana y se largó, solo o acompañado. De eso no cabe la menor duda. Asentí con la cabeza. —Muy bien, pasemos ahora a este desdichado profesor alemán. El chico estaba completamente vestido cuando huyó. Pero el alemán salió sin calcetines. Está claro que tuvo que actuar con mucha precipitación. —No cabe duda. —¿Por qué salió? Porque presenció la fuga del chico desde la ventana de su dormitorio. Porque quería alcanzarlo y hacerle volver. Montó en su bicicleta, salió en persecución del muchacho y, persiguiéndolo, encontró la muerte. —Eso parece. —Ahora llegamos a la parte crítica de mi argumentación. Lo natural es que un hombre que persigue a un niño eche a correr detrás de él. Sabe que podrá alcanzarlo. Pero este alemán no actúa así, sino que coge su bicicleta. Me han dicho que era un excelente ciclista. No habría hecho eso de no haber visto que el chico disponía de algún medio de escape rápido. —La otra bicicleta. —Continuamos con nuestra reconstrucción. Encuentra la muerte a cinco millas del colegio… no de un tiro, fíjese, que eso tal vez podría haberlo hecho un muchacho, sino de un golpe salvaje, asestado por un brazo vigoroso. Así pues, el muchacho iba acompañado en su huida. Y la huida fue rápida, ya que un consumado ciclista necesitó cinco millas para alcanzarlos. Sin embargo, examinamos el terreno en torno al lugar de la tragedia y ¿qué encontramos? Nada más que unas cuantas pisadas de vaca. Eché un buen vistazo alrededor, y no hay ningún sendero en cincuenta metros. El crimen no pudo cometerlo otro ciclista. Y tampoco hay pisadas humanas. —¡Holmes! —exclamé—. ¡Esto es imposible! —¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún error en mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que yo. ¿Es capaz de sugerir dónde está el fallo? —¿No podría haberse roto el cráneo al caerse? —¿En una ciénaga, Watson? —No se me ocurre otra cosa. —¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos, disponemos de material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En marcha, pues, y puesto que el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que puede ofrecernos el Dunlop con el parche. Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en seguida el páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta de brezo, y dejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las huellas ya no podían ayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas señales de neumáticos Dunlop, estas lo mismo habrían podido dirigirse a la mansión Holdernesse, cuyas señoriales torres se alzaban a varias millas de distancia por nuestra izquierda, que a una aldea de casas bajas y grises situada frente a nosotros y que indicaba la situación de la carretera de Chesterfield. Al acercarnos a la destartalada y cochambroso posada, sobre cuya puerta se veía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y se agarró a mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas torceduras de tobillo que le dejan a uno incapacitado. Cojeando con dificultad, llegó hasta la puerta, donde un hombre moreno, achaparrado y entrado en años, fumaba una pipa de arcilla negra. —¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes. —¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos. —Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en sus establos nada parecido a un coche. —No, no lo tengo. —Apenas puedo apoyar el pie en el suelo. —Pues no lo apoye en el suelo. —Entonces no podré andar. —Pues salte. Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos, pero Holmes se lo tomó con un buen humor admirable. —Mire, amigo —dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me importa cómo salir de él. —A mí tampoco —dijo el huraño posadero. —Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me dejara una bicicleta. El posadero aguzó el oído. —¿Dónde quiere ir usted? —A la mansión Holdernesse. —Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando con mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro. Holmes se echó a reír alegremente. —En cualquier caso, se alegrará de vernos. —¿Por qué? —Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido. —¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista? —Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de un momento a otro. De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar. Sus modales se hicieron de pronto más simpáticos. —Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al duque —dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy mal conmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la palabra de un tratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que se ha localizado al joven señor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la noticia a la mansión. —Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo. Luego me traerá usted la bicicleta. —No tengo bicicleta. Holmes le enseñó un soberano. —Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar a la mansión. Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en cuanto nos quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de anochecer y no habíamos probado bocado desde primeras horas de la mañana, de manera que dedicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba sumido en sus pensamientos, y un par de veces se acercó a la ventana para mirar con gran interés hacia fuera. Daba a un patio mugriento, en cuyo rincón más alejado había una herrería, donde trabajaba un muchacho muy sucio. Al otro lado estaban los establos. Holmes acababa de sentarse después de una de estas excursiones, cuando de pronto saltó de la silla, lanzando una ruidosa exclamación. —¡Por el cielo, Watson, creo que ya lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser así! Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca? —Sí, bastantes. —¿Dónde? —Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el sendero, y también cerca de donde murió el pobre Heidegger. —Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el páramo? —No recuerdo haber visto ninguna. —Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo nuestro recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy raro, Watson? —Sí, es raro. —Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas pisadas en el sendero? —Sí que puedo. —¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así? —colocó una serie de miguitas de pan de esta forma: —y otras veces así: y muy de cuando en cuando así: ¿Se acuerda de eso? —No, no me acuerdo. —Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando queramos a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme cuenta antes. —¿Y de qué se ha dado cuenta? —De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso como al trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como esa no ha podido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el terreno está despejado, con excepción de ese chico de la herrería. Escurrámonos fuera, a ver qué encontramos. En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y alborotado. Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en voz alta. —Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la herrería. El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada de Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los fragmentos de hierro y madera que había desparramados por el suelo. Pero de pronto oímos pasos detrás de nosotros y apareció el propietario, con las pobladas cejas fruncidas sobre sus feroces ojos y sus morenas facciones retorcidas por la ira. Llevaba en la mano una garrota corta con puño metálico y avanzaba de manera tan amenazadora que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo. —¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo aquí? —¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—. Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo. El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada boca se aflojó en una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño. —Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—. Pero mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi permiso, así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de aquí, más contento quedaré. —Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece que, después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos. —No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por la carretera de la izquierda. No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de su establecimiento. No llegamos muy lejos por la carretera, ya que Holmes se detuvo en cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero. —Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —dijo—. A cada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no; de aquí yo no me marcho. —Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe todo. En mi vida he visto un bandido al que se le note tanto. —¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, y tenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este Gallo de Pelea. Creo que deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie. Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de peñascos de caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos a subir la cuesta cuando, al mirar en dirección a la mansión Holdernesse, vi un ciclista que se acercaba a toda velocidad. —¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano sobre mi hombro. Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó como un rayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude vislumbrar un rostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos mirando enloquecidos hacia delante. Era como una extraña caricatura del impecable James Wilder que habíamos conocido la noche anterior. —¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a ver qué hace! Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos una posición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la posada. Junto a ella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de Wilder. No se advertía ningún movimiento en la casa ni pudimos distinguir ningún rostro en las ventanas. Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las altas torres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que en el patio de la posada se encendían los dos faroles laterales de un carricoche y poco después oímos el repicar de los cascos, mientras el coche salía a la carretera y se alejaba a galope tendido en dirección a Chesterfield. —¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes. —Parece una huida. —Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde luego, no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta. En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él se encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada, escudriñando en la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien. Por fin se oyeron pasos en la carretera, una segunda figura se hizo visible por un instante, recortada en la luz, se cerró la puerta y todo quedó de nuevo a oscuras. Cinco minutos más tarde se encendió una lámpara en una habitación del primer piso. —La clientela del Gallo de Pelea parece de lo más curiosa —dijo Holmes. —El bar está por el otro lado. —Efectivamente. Estos deben de ser lo que podríamos llamar huéspedes privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder en ese antro a estas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita aquí con él? Vamos, Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar investigar esto un poco más de cerca. Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente hasta la puerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared. Holmes encendió una cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír por lo bajo cuando la luz cayó sobre un neumático Dunlop con un parche. Por encima de nosotros estaba la ventana iluminada. —Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la espalda y se apoya en la pared, creo que podré arreglármelas. Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas se había subido cuando volvió a bajar. —Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy. Creo que hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo trayecto hasta el colegio, y cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor. Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si abrió la boca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino que seguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió varios telegramas. Aquella noche, ya tarde, le oí consolar al doctor Huxtable, abrumado por la trágica muerte de su profesor, y más tarde entró en mi habitación, tan despierto y vigoroso como cuando salimos por la mañana. —Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana por la tarde habremos dado con la solución del misterio. A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos por la famosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon el magnífico portal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de Su Excelencia. Allí encontramos al señor James Wilder, serio y cortés, pero todavía con algunas huellas del terrible espanto de la noche anterior acechando en su mirada furtiva y sus facciones temblorosas. —¿Vienen ustedes a ver a Su Excelencia? Lo siento, pero el caso es que el duque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las trágicas noticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor Huxtable informándonos de lo que ustedes habían descubierto. —Tengo que ver al duque, señor Wilder. —Es que está en su habitación. —Entonces, tendré que ir a su habitación. —Creo que está en la cama. —Pues lo veré en la cama. La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que era inútil discutir con él. —Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí. Tras media hora de espera, apareció el gran personaje. Su rostro estaba más cadavérico que nunca, tenía los hombros hundidos y, en conjunto, parecía un hombre mucho más viejo que el de la mañana anterior. Nos saludó con señorial cortesía y se sentó ante su escritorio, con su barba roja cayéndole sobre la mesa. —¿Y bien, señor Holmes? —dijo. Pero los ojos de mi amigo estaban clavados en el secretario, que permanecía de pie junto al sillón de su jefe. —Creo, Excelencia, que hablaría con más libertad si no estuviera presente el señor Wilder. El aludido palideció un poco más y dirigió a Holmes una mirada malévola. —Si Su Excelencia lo desea… —Sí, sí, será mejor que se retire. Y ahora, señor Holmes, ¿qué tiene usted que decir? Mi amigo aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado tras la salida del secretario. —El caso es, Excelencia, que mi compañero el doctor Watson y yo recibimos del doctor Huxtable la seguridad de que se había ofrecido una recompensa, y me gustaría oírlo confirmado por su propia boca. —Desde luego, señor Holmes. —Si no estoy mal informado, ascendía a cinco mil libras para la persona que le diga dónde se encuentra su hijo. —Exacto. —Y otras mil para quien identifique a la persona o personas que lo tienen retenido. —Exacto. —Y sin duda, en este último apartado están incluidos no solo los que se lo llevaron, sino también los que conspiran para mantenerlo en su actual situación. —¡Sí, sí! —exclamó el duque con impaciencia—. Si hace usted bien su trabajo, señor Sherlock Holmes, no tendrá motivos para quejarse de que se le ha tratado con tacañería. Mi amigo se frotó las huesudas manos con una expresión de codicia que me sorprendió, conociendo como conocía sus costumbres frugales. —Me parece ver el talonario de cheques de Su Excelencia sobre la mesa —dijo—. Me gustaría que me extendiera un cheque por la suma de seis mil libras, y creo que lo mejor sería que lo cruzase. Tengo mi cuenta en el Capital and Counties Bank, sucursal de Oxford Street. Su Excelencia se irguió muy serio en su sillón y dirigió a mi amigo una mirada gélida. —¿Se trata de una broma, señor Holmes? No es un asunto como para hacer chistes. —En absoluto, Excelencia. En mi vida he hablado más en serio. —Entonces, ¿qué significa esto? —Significa que me he ganado la recompensa. Sé dónde está su hijo y conozco por lo menos a algunas de las personas que lo retienen. La barba del duque parecía más rabiosamente roja que nunca, en contraste con la palidez cadavérico de su rostro. —¿Dónde está? —preguntó con voz entrecortado. —Está, o al menos estaba anoche, en la posada del Gallo de Pelea, a unas dos millas de las puertas de su finca. El duque se dejó caer hacia atrás en su asiento. —¿Y a quién acusa usted? La respuesta de Sherlock Holmes fue asombrosa. Dio un rápido paso hacia delante y tocó al duque en el hombro. —Lo acuso a usted —dijo—. Y ahora, Excelencia, tengo que insistir en lo del cheque. Jamás olvidaré la expresión del duque cuando se levantó de un salto agarrando el aire con la mano, como quien cae en un abismo. Después, con un extraordinario esfuerzo de aristocrático autodominio, se sentó y sepultó la cabeza entre las manos. Transcurrieron algunos minutos antes de que hablara. —¿Cuánto sabe usted? —preguntó por fin, sin levantar la cabeza. —Los vi a ustedes dos juntos anoche. —¿Lo sabe alguien más, aparte de su amigo? —No se lo he contado a nadie. El duque tomó una pluma con sus dedos temblorosos y abrió su talonario de cheques. —Cumpliré mi palabra, señor Holmes. Voy a extenderle su cheque, por mucho que me desagrade la información que usted me ha traído. Poco sospechaba, cuando ofrecí la recompensa, el giro que iban a tomar los acontecimientos. Supongo, señor Holmes, que usted y su amigo son personas discretas. —Temo no entender a Su Excelencia. —Lo diré claramente, señor Holmes. Si solo ustedes dos están al corriente de los hechos, no hay razón para que esto siga adelante. Creo que la suma que les debo asciende a doce mil libras, ¿no es así? Pero Holmes sonrió y sacudió la cabeza. —Me temo, Excelencia, que las cosas no podrán arreglarse con tanta facilidad. Hay que tener en cuenta la muerte de ese profesor. —Pero James no sabía nada de eso. No puede usted culparle de ello. Fue obra de ese canalla brutal que tuvo la desgracia de utilizar. —Excelencia, yo tengo que partir del supuesto de que cuando un hombre se embarca en un delito es moralmente culpable de cualquier otro delito que se derive del primero. —Moralmente, señor Holmes. Desde luego, tiene usted razón. Pero no a los ojos de la ley, sin duda. No se puede condenar a un hombre por un crimen en el que no estuvo presente y que le resulta tan odioso y repugnante como a usted. En cuanto se enteró de lo ocurrido me lo confesó todo, lleno de espanto y remordimiento. No tardó ni una hora en romper por completo con el asesino. ¡Oh, señor Holmes, tiene usted que salvarle! ¡Tiene que salvarle, le digo que tiene que salvarle! —el duque había abandonado todo intento de dominarse y daba zancadas por la habitación, con el rostro convulso y agitando furiosamente los puños en el aire. Por fin consiguió controlarse y se sentó de nuevo ante su escritorio—. Agradezco lo que ha hecho al venir aquí antes de hablar con nadie más. Al menos, así podremos cambiar impresiones sobre la manera de reducir al mínimo este horroroso escándalo. —Exacto —dijo Holmes—. Creo, Excelencia, que eso solo podremos lograrlo si hablamos con absoluta y completa sinceridad. Estoy dispuesto a ayudar a Su Excelencia todo lo que pueda, pero para hacerlo necesito conocer hasta el último detalle del asunto. Creo haber entendido que se refería usted al señor James Wilder, y que él no es el asesino. —No; el asesino ha escapado. Sherlock Holmes sonrió con humildad. —Se nota que Su Excelencia no está enterado de la modesta reputación que poseo, pues de lo contrario no pensaría que es tan fácil escapar de mí. El señor Reuben Hayes fue detenido en Chesterfield, por indicación mía, a las once en punto de anoche. Recibí un telegrama del jefe local de policía esta mañana antes de salir del colegio. El duque se recostó en su silla y miró atónito a mi amigo. —Parece que tiene usted poderes más que humanos —dijo—. ¿Así que han cogido a Reuben Hayes? Me alegro de saberlo, siempre que ello no perjudique a James. —¿Su secretario? —No, señor. Mi hijo. Ahora le tocaba a Holmes asombrarse. —Confieso que esto es completamente nuevo para mí, Excelencia. Debo rogarle que sea más explícito. —No le ocultaré nada. Estoy de acuerdo con usted en que la absoluta sinceridad, por muy penosa que me resulte, es la mejor política en esta desesperada situación a la que nos ha conducido la locura y los celos de James. Cuando yo era joven, señor Holmes, tuve un amor de esos que solo se dan una vez en la vida. Me ofrecí a casarme con la dama, pero ella se negó, alegando que un matrimonio semejante podría perjudicar mi carrera. De haber seguido ella viva, jamás me habría casado con otra. Pero murió y me dejó este hijo, al que yo he cuidado y mimado por amor a ella. No podía reconocer la paternidad ante el mundo, pero le di la mejor educación y desde que se hizo hombre lo he mantenido cerca de mí. Descubrió mi secreto, y desde entonces se ha aprovechado de la influencia que tiene sobre mí y de su posibilidad de provocar un escándalo, que es algo que yo aborrezco. Su presencia ha tenido bastante que ver en el fracaso de mi matrimonio. Por encima de todo, odiaba a mi joven y legítimo heredero, desde el primer momento y con un odio incontenible. Se preguntará usted por qué mantuve a James bajo mi techo en semejantes circunstancias. La respuesta es que en él veía el rostro de su madre, y por devoción a ella aguanté sufrimientos sin fin. No solo su rostro, sino todas sus maravillosas cualidades… no había una que él no me sugiriera y recordara. Pero tenía tanto miedo de que le hiciera algún daño a Arthur… es decir, a lord Saltire… que, por su seguridad, envié a este al colegio del doctor Huxtable. »James se puso en contacto con este individuo Hayes, porque el hombre era arrendatario mío y James actuaba como apoderado. Este sujeto fue siempre un canalla, pero por alguna extraña razón James hizo amistad con él. Siempre le atrajeron las malas compañías. Cuando James decidió secuestrar a lord Saltire, recurrió a los servicios de este hombre. Recordará usted que yo escribí a Arthur el último día. Pues bien, James abrió la carta e introdujo una nota citando a Arthur en un bosquecillo llamado Ragged Shaw, que se encuentra cerca del colegio. Utilizó el nombre de la duquesa y de este modo consiguió que el muchacho acudiese. Aquella tarde, James fue al bosque en bicicleta —le estoy contando lo que él mismo me ha confesado— y le dijo a Arthur que su madre quería verlo, que le aguardaba en el páramo y que si volvía al bosque a medianoche encontraría a un hombre con un caballo que lo llevaría hasta ella. El pobre Arthur cayó en la trampa. Acudió a la cita y encontró a este individuo, con un poni para él. Arthur montó, y los dos partieron juntos. Parece ser, aunque de esto James no se enteró hasta ayer, que los siguieron, que Hayes golpeó al perseguidor con su bastón y que el hombre murió a consecuencia de las heridas. Hayes llevó a Arthur a esa taberna, El Gallo de Pelea, donde lo encerraron en una habitación del primer piso, al cuidado de la señora Hayes, una mujer bondadosa pero completamente dominada por su brutal marido. »Pues bien, señor Holmes, así estaban las cosas cuando nos vimos por primera vez, hace dos días. Yo sabía tan poco como usted. Me preguntará usted qué motivos tenía James para cometer semejante fechoría. Yo le respondo que había mucho de locura y fanatismo en el odio que sentía por mi heredero. En su opinión, él era quien debería heredar todas mis propiedades, y experimentaba un profundo resentimiento por las leyes sociales que lo hacían imposible. Pero, al mismo tiempo, tenía también un motivo concreto. Pretendía que yo alterase el sistema de herencia, creyendo que entraba dentro de mis poderes hacerlo, y se proponía hacer un trato conmigo: devolverme a Arthur si yo alteraba el sistema, de manera que pudiera dejarle las tierras en testamento. Sabía muy bien que yo, por iniciativa propia, jamás recurriría a la policía contra él. He dicho que pensaba proponerme este trato, pero en realidad no llegó a hacerlo, porque todo ocurrió demasiado deprisa para él y no tuvo tiempo de poner en práctica sus planes. »Lo que dio al traste con toda su malvada maquinación fue que usted descubriera el cadáver de ese Heidegger. La noticia dejó a James horrorizado. La recibimos ayer, estando los dos en este despacho. El doctor Huxtable envió un telegrama. James quedó tan abrumado por el dolor y la angustia, que las sospechas que yo no había podido evitar sentir se convirtieron al instante en certeza, y lo acusé del crimen. Hizo una confesión completa y voluntaria, y a continuación me suplicó que mantuviera su secreto durante tres días más, para darle a su miserable cómplice una oportunidad de salvar su criminal vida. Accedí a sus súplicas, como siempre he accedido, y al instante James salió disparado hacia El Gallo de Pelea para avisar a Hayes y proporcionarle medios de huida. Yo no podía presentarme allí a la luz del día sin provocar comentarios, pero en cuanto se hizo de noche acudí corriendo a ver a mi querido Arthur. Lo encontré sano y salvo, pero aterrado hasta lo indecible por el espantoso crimen que había presenciado. Ateniéndome a mi promesa, y de muy mala gana, consentí en dejarlo allí tres días, al cuidado de la señora Hayes, ya que, evidentemente, era imposible informar a la policía de su paradero sin decirles también quién era el asesino, y yo no veía la manera de castigar al criminal sin que ello acarreara la ruina a mi desdichado James. Me pidió usted sinceridad, señor Holmes, y le he cogido la palabra. Ya se lo he contado todo, sin circunloquios ni ocultaciones. A su vez, sea usted igual de sincero conmigo. —Lo seré —dijo Holmes—. En primer lugar, Excelencia, tengo que decirle que se ha colocado usted en una posición muy grave a los ojos de la ley. Ha ocultado un delito y ha colaborado en la huida de un asesino. Porque no me cabe duda de que si James Wilder llevó algún dinero para ayudar a la fuga de su cómplice, este dinero salió de la cartera de Su Excelencia. El duque asintió con la cabeza. —Se trata de un asunto verdaderamente grave. Pero en mi opinión, Excelencia, aún más culpable es su actitud para con su hijo pequeño. Lo ha dejado tres días en ese antro… —Bajo solemnes promesas… —¿Qué son las promesas para esa clase de gente? No tiene usted ninguna garantía de que no se lo vuelvan a llevar. Para complacer a su culpable hijo mayor, ha expuesto a su inocente hijo menor a un peligro inminente e innecesario. Ha sido un acto absolutamente injustificable. El orgulloso señor de Holdernesse no estaba acostumbrado a que lo tratasen de ese modo en su propio palacio ducal. Se le subió la sangre a su altiva frente, pero la conciencia le hizo permanecer mudo. —Le ayudaré, pero solo con una condición: que llame usted a su lacayo y me permita darle las órdenes que yo quiera. Sin pronunciar palabra, el duque apretó un timbre eléctrico. Un sirviente entró en la habitación. —Le alegrará saber —dijo Holmes— que su joven señor ha sido encontrado. El duque desea que salga inmediatamente un coche hacia la posada El Gallo de Pelea para traer a casa a lord Saltire. Y ahora —prosiguió Holmes cuando el jubiloso lacayo hubo desaparecido—, habiendo asegurado el futuro, podemos permitirnos ser más indulgentes con el pasado. Yo no ocupo un cargo oficial y mientras se cumplan los objetivos de la justicia no tengo por qué revelar todo lo que sé. En cuanto a Hayes, no digo nada. Le espera la horca, y no pienso hacer nada para salvarlo de ella. No puedo saber lo que va a declarar, pero estoy seguro de que Su Excelencia podrá hacerle comprender que le interesa guardar silencio. Desde el punto de vista de la policía, parecerá que ha secuestrado al niño con la intención de pedir rescate. Si no lo averiguan ellos por su cuenta, no veo por qué habría yo de ayudarlos a ampliar sus puntos de vista. Sin embargo, debo advertir a Su Excelencia de que la continua presencia del señor James Wilder en su casa solo puede acarrear desgracias. —Me doy cuenta de eso, señor Holmes, y ya está decidido que me dejará para siempre y marchará a buscar fortuna en Australia. —En tal caso, Excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que fue su presencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que procurara arrreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas relaciones que fueron tan lamentablemente interrumpidas. —También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa esta mañana. —En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y yo podemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en nuestra pequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me gustaría aclarar. Este individuo Hayes había herrado sus caballos con herraduras que imitaban las pisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder quien le enseñó un truco tan extraordinario? El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de intensa sorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un amplio salón, arreglado como museo. Nos guió a una vitrina de cristal instalada en un rincón y señaló la inscripción. «Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse Hall. Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una pezuña hendida para despistar a los perseguidores. Se supone que pertenecieron a alguno de los barones de Holdernesse que actuaron como salteadores en la Edad Media». Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la herradura. Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente. —Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa más interesante que he visto en el Norte. —¿Y cuál es la primera? Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de notas. —Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno antes de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior. LA DESAPARICIÓN DE LADY FRANCÉS CARFAX —Pero ¿por qué turco? —preguntó Sherlock Holmes mirando fijamente mis zapatos. Yo estaba en aquel momento recostado en un sillón con respaldo de mimbre, y mis pies extendidos habían atraído su atención, siempre vigilante. —Es inglés —respondí, algo sorprendido—. Los compré en Latimer’s, de Oxford Street. Holmes sonrió, con expresión de resignada paciencia. —Hablo del baño —dijo—. ¡El baño! ¿Por qué un relajante y caro baño turco, en lugar del reconfortante método casero? —Porque estos últimos días me he sentido reumático y envejecido. Un baño turco es lo que los médicos llamamos un alterativo: un nuevo punto de partida, un purificador del sistema. Por cierto, Holmes —añadí—: estoy seguro de que la conexión entre mis zapatos y un baño turco resulta perfectamente evidente para una mente lógica; sin embargo, le quedaría muy agradecido si me la explicase. —La cadena de razonamientos no tiene nada de misterioso, Watson —dijo Holmes con un brillo malicioso en los ojos—. Pertenece a la misma categoría de deducciones elementales que, por poner otro ejemplo, si yo le preguntara con quién ha dado usted un paseo en coche esta mañana. —No me parece que un nuevo ejemplo constituya una explicación —dije yo, con cierta aspereza. —¡Bravo, Watson! Una censura muy digna y lógica. Veamos, ¿cuáles eran los pasos? Tomemos primero el último ejemplo: el del coche. Fíjese en que tiene usted unas salpicaduras en la manga y el hombro izquierdos de su chaqueta. Ahora bien, si hubiera ido sentado en el centro del coche, probablemente no tendría ninguna salpicadura; y de tenerlas, serían simétricas. Así pues, está claro que iba sentado a un lado. Por lo tanto, está igualmente claro que iba acompañado. —Es muy evidente. —Una absoluta vulgaridad, ¿no le parece? —¿Y lo de los zapatos y el baño? —Igual de infantil. Usted tiene la costumbre de atarse los zapatos de una determinada manera. En esta ocasión, veo que los lleva atados con una doble lazada muy elaborada, que no es su manera habitual de atarlos. Por lo tanto, se los ha quitado. ¿Quién ha podido atárselos? O bien un zapatero… o bien el asistente de la casa de baños. Es muy poco probable que haya sido un zapatero, porque sus zapatos están casi nuevos. ¿Qué queda entonces? El baño. Ridículo, ¿verdad? Pero, a fin de cuentas, el baño turco ha servido para algo. —¿Para qué? —Acaba usted de decir que lo ha tomado porque necesitaba un cambio. Permítame que le sugiera un buen cambio. ¿Qué le parecería Lausana, querido Watson? Billetes de primera clase y todos los gastos pagados, como un príncipe. —¡Espléndido! Pero ¿por qué? Holmes se recostó en su butaca y sacó del bolsillo su cuaderno de notas. —Una de las especies más peligrosas del mundo —dijo— es la mujer errante y sin amigos. Por sí misma es el más inofensivo, y a veces el más útil de los mortales, pero inevitablemente incita a los demás al crimen. Está indefensa. Es migratoria. Dispone de medios suficientes para trasladarse de país en país y de hotel en hotel. Y con cierta frecuencia, se pierde en un laberinto de oscuras pensiones y casas de huéspedes. Es una gallina extraviada en un mundo de zorros. Si la devoran, casi nadie la echará de menos. Mucho me temo que algo malo le ha sucedido a lady Francés Carfax. Confieso que sentí alivio ante este súbito descenso de lo general a lo particular. Holmes consultó sus notas. —Lady Francés —continuó— es la única superviviente de la descendencia directa del difunto conde de Rufton. Como recordará, las propiedades se heredan por la línea masculina. A ella le quedaron unos recursos limitados, pero que incluían una colección muy notable de antiguas joyas españolas de plata y diamantes con talla muy curiosa, a la que se sentía muy apegada…, demasiado apegada, a decir verdad, puesto que se negó a dejar las joyas en el banco y las lleva siempre consigo. Una figura patética, esta lady Francés. Una mujer hermosa, todavía en el principio de su madurez, y sin embargo, por un extraño capricho del destino, el último resto del naufragio de lo que, hace tan solo veinte años, era una espléndida flota. —¿Y qué le ha sucedido? —Eso mismo: ¿qué le ha sucedido a lady Francés? ¿Está viva o muerta? Ese es nuestro problema. Es una señora de costumbres invariables, y durante cuatro años una de sus costumbres invariables ha sido escribir cada dos semanas a la señorita Dobney, su antigua institutriz, que hace tiempo que se retiró y vive en Camberwell. Es precisamente la señorita Dobney la que me ha consultado. Lleva casi cinco semanas sin recibir ni una línea. La última carta traía remite del Hotel National de Lausana. Parece que lady Francés se marchó de allí sin dejar ninguna dirección. La familia está preocupada y, como son exageradamente ricos, no repararán en gastos para aclarar el asunto. —¿Es esa señorita Dobney la única fuente de información? Seguro que se escribía con alguien más. —Uno de sus corresponsales es de los que no fallan, Watson: el banco. Las señoras solteras tienen que vivir, y sus cartillas del banco son como diarios resumidos de su vida. Su banco es el Silverster’s. He echado un vistazo a su cuenta corriente. El penúltimo cheque sirvió para pagar la cuenta en Lausana, pero la cantidad era bastante elevada y probablemente le quedó dinero en efectivo. Y desde entonces, solo se ha extendido un cheque más. —¿A quién y dónde? —A la señorita Marie Devine. No hay ningún dato que indique dónde se extendió el cheque. Se cobró en el Crédit Lyonnais de Montpellier, hace menos de tres semanas. La suma era de cincuenta libras. —¿Y quién es esa Marie Devine? —Eso también he podido averiguarlo. La señorita Marie Devine era la doncella de lady Francés Carfax. Lo que aún no sabemos es por qué tuvo que pagarle con ese cheque. Sin embargo, estoy completamente seguro de que sus investigaciones no tardarán en ponerlo en claro. —¿Mis investigaciones? —Aquí viene lo del viaje de salud a Lausana. Ya sabe usted que no es posible que yo me ausente de Londres mientras el viejo Abrahams vive aterrorizado, temiendo por su vida. Además, en términos generales, es mejor que yo no salga del país. Scotland Yard se siente desamparada sin mí, y eso provoca en los ambientes criminales una excitación muy poco saludable. Vaya usted, pues, querido Watson, y si mi humilde consejo puede resultar rentable al extravagante precio de dos peniques la palabra, se encuentra a su disposición día y noche a este extremo del telégrafo continental. Dos días después, me encontraba en el Hotel National de Lausana, donde recibí toda clase de atenciones por parte del señor Moser, el célebre gerente del hotel. Según él mismo me informó, lady Francés se había alojado allí durante varias semanas. Se había ganado las simpatías de todos los que la habían tratado. No tendría más de cuarenta años. Aún seguía siendo hermosa, y tenía todas las trazas de haber sido una mujer bellísima en su juventud. El señor Moser no sabía nada de que tuviese joyas de valor, pero entre la servidumbre se comentaba que el pesado baúl que la señora tenía en su habitación estaba siempre escrupulosamente cerrado con llave. Marie Devine, la doncella, caía tan bien como su señora. Incluso se había comprometido con uno de los jefes de camareros del hotel, y no hubo ninguna dificultad para conseguir su dirección: vivía en la Rué de Trajan número 11, de Montpellier. Yo lo apunté todo, convencido de que ni el mismo Holmes habría podido reunir los datos con más habilidad. Solo quedaba un punto oscuro. Ninguno de los datos que yo poseía podía explicar la repentina partida de la dama. Vivía muy feliz en Lausana. Todo parecía indicar que tenía la intención de quedarse el resto de la temporada en sus lujosas habitaciones con vistas al lago. Y, sin embargo, se había marchado avisando con un solo día de antelación, lo cual la había obligado a pagar la cuenta de una semana entera sin provecho alguno. Solo Jules Vibart, el novio de la doncella, había sugerido una posible explicación. Vibart relacionaba la brusca partida con la visita al hotel, uno o dos días antes, de un hombre alto, moreno y barbudo. Un sauvage; un véritable sauvage, aseguraba. El hombre se alojaba en algún otro lugar de la ciudad. Se le había visto hablando muy en serio con la señora en el paseo que bordea el lago. Luego había acudido a visitarla al hotel, pero ella se había negado a recibirle. Era inglés, pero nadie sabía su nombre. La señora se había marchado inmediatamente después. Jules Vibart y —lo que es más importante— la novia de Jules Vibart opinaban que entre la visita y la precipitada marcha había una relación de causa y efecto. Solo había una cosa de la que Jules no quería hablar: la razón por la que Marie se había separado de su señora. De eso no podía o no quería decir una palabra. Si yo quería enterarme, tendría que ir a Montpellier y preguntárselo a ella. Así terminó el primer capítulo de mi investigación. El segundo lo dediqué a averiguar adonde se había dirigido lady Francés Carfax al salir de Lausana. Se había mostrado un poco misteriosa al respecto, lo cual parecía confirmar la idea de que se había marchado con la intención de despistar a alguien. De no ser así, ¿por qué no dejó poner abiertamente en su equipaje la etiqueta de Badén? Tanto el equipaje como ella habían llegado al balneario renano dando un rodeo. Todo esto lo averigüé con la ayuda del gerente de la oficina local de viajes Cook. Así que me marché a Badén, tras haber enviado a Holmes una relación completa de mis actividades, y haber recibido en respuesta un telegrama de elogio en tono de humor. En Badén no resultó difícil seguir la pista. Lady Francés se había alojado durante dos semanas en el Englischer Hof. Estando allí, había conocido a un tal doctor Shlessinger y a su esposa, misioneros en Sudamérica. Como otras muchas damas solitarias, lady Francés encontraba consuelo y entretenimiento en la religión. La fuerte personalidad del doctor Shlessinger, su ferviente devoción, y el hecho de que se estuviera recuperando de una enfermedad contraída durante el ejercicio de sus deberes apostólicos, la impresionaron profundamente. Había estado ayudando a la señora Shlessinger a cuidar del santo convaleciente, que, según me explicó el gerente, se pasaba el día tumbado en una hamaca en la terraza, con una de sus dos cuidadoras a cada lado. El doctor estaba confeccionando un mapa de Tierra Santa, con especial mención del reino de los madianitas, sobre el que estaba escribiendo una monografía. Por último, habiendo mejorado mucho su salud, él y su esposa habían regresado a Londres, y lady Francés se había marchado con ellos. De eso hacía ya tres semanas, y el gerente no había tenido más noticias. En cuanto a la doncella, Marie, se había marchado unos días antes, hecha un mar de lágrimas, tras anunciar a las demás doncellas que dejaba de servir para siempre. El doctor Shlessinger había pagado al marcharse las facturas de todos. —Por cierto —dijo el gerente al final de la conversación—, no es usted el único amigo de lady Francés Carfax que anda preguntando por ella. Hace más o menos una semana vino por aquí un hombre preguntando lo mismo. —¿Dijo su nombre? —No, pero era inglés, aunque de un tipo poco corriente. —¿Un salvaje? —pregunté, atando cabos a la manera de mi ilustre amigo. —Exacto. Eso lo describe muy bien. Un tipo corpulento, barbudo, curtido por el sol, que daba la impresión de sentirse más en su ambiente en una taberna de campesinos que en un hotel elegante. Me pareció un tipo duro y feroz, de los que uno procura no ofender. El misterio empezaba a cobrar forma, de la misma manera que las figuras se van viendo más claras cuando se levanta la niebla. Teníamos a aquella buena y piadosa dama, perseguida de un sitio a otro por un personaje siniestro e implacable. Ella tenía miedo de él, pues de lo contrario no habría huido de Lausana. Él había continuado persiguiéndola. Tarde o temprano, la alcanzaría. ¿Acaso la había alcanzado ya? ¿Era ese el secreto del prolongado silencio de la dama? ¿Podrían las buenas personas que ahora la acompañaban protegerla de la violencia o del chantaje? ¿Qué horrible propósito, qué siniestro designio se ocultaba tras aquella larga persecución? Ese era el problema que yo tenía que resolver. Escribí a Holmes, explicándole con qué rapidez y seguridad había conseguido llegar al fondo del asunto. Como respuesta, recibí un telegrama solicitando una descripción de la oreja izquierda del doctor Shlessinger. El concepto que Holmes tenía del humor era bastante extraño, y en ocasiones podía resultar ofensivo, así que no tuve en cuenta aquella broma inoportuna. En realidad, ya me encontraba en Montpellier, en busca de la doncella Marie, cuando me llegó su mensaje. No tuve dificultad en localizar a la ex sirvienta y enterarme de todo lo que ella podía contarme. Era una mujer muy leal, que solo se había decidido a dejar a su señora porque estaba segura de que quedaba en buenas manos, y porque, de todos modos, su propio e inminente matrimonio hacía inevitable la separación. Me confesó con pena que, durante su estancia en Badén, su señora se había mostrado bastante irritable, e incluso había llegado a interrogarla una vez, como si dudase de su honradez, y que esto había hecho más fácil la separación, que de otro modo habría sido más dolorosa. Lady Francés le había dado cincuenta libras como regalo de bodas. Lo mismo que yo, Marie sentía una profunda desconfianza por el extraño que había hecho huir a su señora de Lausana. Ella misma le había visto, con sus propios ojos, agarrar a la señora por la muñeca con gran violencia durante aquel paseo a orillas del lago. Era un hombre feroz y terrible. Marie estaba convencida de que, por miedo a aquel hombre, lady Francés había aceptado regresar a Londres en compañía de los Shlessinger. La señora nunca le había dicho nada, pero ella estaba convencida, por muchas pequeñas señales que había advertido, de que lady Francés vivía en un constante estado de aprensión nerviosa. Hasta aquí habíamos llegado en la conversación cuando, de pronto, Marie saltó de su asiento, con el rostro contraído de sorpresa y miedo. —¡Mire! —exclamó—. ¡El muy miserable continúa persiguiéndola! ¡Ese es el hombre del que le hablaba! A través de la ventana abierta del cuarto de estar, vi a un hombre corpulento y moreno, con hirsuta barba negra, que caminaba lentamente por el centro de la calle, consultando con gran interés la numeración de las casas. Era evidente que había seguido la pista de la doncella, igual que yo. Me dejé llevar por el impulso del momento, salí corriendo a la calle y le interpelé. —¿Es usted inglés? —pregunté. —¿Y qué si lo soy? —respondió con un gesto huraño. —¿Puedo preguntarle su nombre? —No, no puede —contestó muy decidido. La situación resultaba algo embarazosa, pero con frecuencia el camino más directo es el mejor. —¿Dónde está lady Francés Carfax? —pregunté. Él se me quedó mirando, asombrado—. ¿Qué ha hecho usted con ella? ¿Por qué la persigue? ¡Exijo una respuesta! —insistí. El individuo lanzó un rugido de furia y saltó sobre mí como un tigre. Yo me he defendido muy bien en muchas peleas, pero aquel hombre tenía una garra de hierro y la furia de un demonio. Su mano me apretaba la garganta y yo estaba a punto de perder el conocimiento cuando un obrero francés mal afeitado, con blusa azul, salió disparado del bar de enfrente con una porra en la mano, y le asestó a mi atacante un fuerte golpe en el antebrazo, que le hizo soltar su presa. Se quedó unos momentos ardiendo de rabia, sin decidirse a reanudar su ataque, y por fin, con un gruñido de ira, me dejó y entró en la casita de la que yo acababa de salir. Me volví para dar las gracias a mi salvador, que había permanecido junto a mí en la calzada. —¡Caramba, Watson! —dijo el hombre—. ¡Bonito lío ha armado usted! Empiezo a creer que lo mejor que podría hacer sería regresar conmigo a Londres en el expreso de la noche. Una hora después, Sherlock Holmes estaba sentado en mi habitación del hotel, con su vestimenta y estilo habituales. La explicación que dio de su súbita y oportuna aparición era la sencillez misma: habiendo llegado a la conclusión de que podía ausentarse de Londres, había decidido salirme al encuentro en la que, evidentemente, era la siguiente parada de mi recorrido. Y disfrazado de trabajador, se había sentado en el bar a esperar que yo apareciera. —Y la verdad, querido Watson, es que ha llevado usted a cabo una investigación extraordinariamente consistente —dijo—. Así, de momento, no se me ocurre ningún posible error que haya dejado de cometer. El resultado global de sus actividades ha sido dar la alarma en todas partes sin descubrir nada. —Quizás usted lo habría hecho mejor —respondí un tanto picado. —Nada de «quizás». Lo he hecho mejor. Aquí tenemos al honorable Philip Green, que se aloja como usted en este mismo hotel, y es muy posible que él nos proporcione el punto de partida para una investigación más fructífera. Nos habían traído una tarjeta en una bandeja, y tras la tarjeta llegó el mismo rufián barbudo que me había atacado en la calle, y que dio un respingo al verme. —¿Qué es esto, señor Holmes? —preguntó—. Recibí su nota y he venido, pero ¿qué tiene que ver este hombre en el asunto? —Le presento a mi viejo amigo y asociado, el doctor Watson, que nos está ayudando en este caso. El desconocido extendió una mano enorme y tostada, con unas palabras de disculpa. —Espero no haberle hecho daño. Cuando usted me acusó de estar persiguiéndola, perdí el control de mis actos. La verdad es que últimamente no soy dueño de mí mismo. Tengo los nervios como cables eléctricos. Esta situación me supera. Lo que me gustaría saber en primer lugar, señor Holmes, es cómo demonios supo usted de mi existencia. —Estoy en contacto con la señorita Dobney, la institutriz de lady Francés. —¡La vieja Susan Dobney, con su eterna cofia! La recuerdo muy bien. —Y ella se acuerda de usted. De los tiempos antes de que…, de que usted juzgara conveniente marcharse a Sudáfrica. —Ah, ya veo que conoce usted toda mi historia. Así pues, no necesito ocultarle nada. Le juro a usted, señor Holmes, que jamás hubo en el mundo un hombre que amara a una mujer con un amor más ferviente que el que yo sentía por Francés. Yo era un joven bastante alocado, lo sé, aunque no peor que otros de mi clase. Pero ella era tan pura como la nieve y no podía tolerar ni una sombra de incorrección. Así que, cuando se enteró de algunas cosas que yo había hecho, no quiso tener más tratos conmigo. Y, sin embargo, ella me amaba. Eso es lo maravilloso del caso. Me amaba lo suficiente como para permanecer soltera toda su santa vida, solo por mí. Pasaron los años, yo hice fortuna en Barberton, y pensé que, si venía a buscarla, quizá podría ablandarla. Me había enterado de que seguía soltera. La encontré en Lausana, e hice todo lo que pude. Creo que se ablandó, pero tiene mucha fuerza de voluntad y la siguiente vez que fui a visitarla ya se había marchado. Le seguí la pista hasta Badén, y allí, al cabo de algún tiempo, me enteré de que su doncella se encontraba aquí. Soy un tipo rudo, que ha llevado una vida dura, y cuando el doctor Watson me habló de aquella manera perdí el control por un momento. Pero, por Dios, dígame qué le ha ocurrido a lady Francés. —Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Sherlock Holmes con extraña solemnidad—. ¿Cuál es su dirección en Londres, señor Green? —Me localizarán en el Hotel Langham. —Entonces le recomiendo que regrese allí y se mantenga a mano por si le necesitáramos. No es mi intención despertar falsas esperanzas, pero puede usted estar seguro de que se hará todo cuanto pueda hacerse por la seguridad de lady Francés. Por el momento, no puedo decirle más. Voy a dejarle esta tarjeta para que pueda mantenerse en contacto con nosotros. Y ahora, Watson, si hace usted su equipaje, telegrafiaré a la señora Hudson para que se esfuerce al máximo por atender a dos viajeros hambrientos mañana a las siete y media. Cuando llegamos a nuestras habitaciones de Baker Street nos estaba esperando un telegrama, que Holmes leyó con una exclamación de interés y me pasó a continuación. «Rasgada o con muescas», decía el mensaje, que tenía remite de Badén. —¿Qué quiere decir esto? —pregunté. —Lo quiere decir todo —respondió Holmes—. Tal vez se acuerde usted de aquella pregunta aparentemente sin importancia acerca de la oreja izquierda de ese sacerdotal caballero, y que usted no respondió. —Ya me había marchado de Badén, y no pude hacer averiguaciones. —Exacto. Por esa razón, envié un telegrama idéntico al gerente del Englischer Hof, y esta es su respuesta. —Y eso ¿qué demuestra? —Demuestra, querido Watson, que tenemos que habérnoslas con un hombre excepcionalmente astuto y peligroso. El reverendo doctor Shlessinger, misionero en Sudamérica, no es otro que El Santo Peters, uno de los granujas más desalmados que ha engendrado Australia…, y es que, para tratarse de un país tan joven, ha producido algunos elementos de primerísima clase. Su especialidad particular es la seducción de damas solitarias explotando sus sentimientos religiosos, y para ello cuenta con la valiosa ayuda de su supuesta esposa, una inglesa apellidada Fraser. Fue su táctica característica lo que me hizo sospechar de su identidad. Y esta particularidad física, producto de un mordisco que sufrió en una pelea de taberna en Adelaida en el 89, confirmó mis sospechas. Esta pobre mujer se encuentra en las garras de una pareja infernal que no se detendrá ante nada, Watson. Es muy probable que ya esté muerta. Y si no lo está, se encuentra confinada de algún modo, y por eso no puede escribir a la señorita Dobney ni a sus otros amigos. Es posible que no haya llegado a Londres, o que haya pasado de largo, aunque lo primero es bastante improbable, porque, con esos sistemas de control que tienen, no es fácil para los extranjeros hacer trampas a la policía del continente. Y lo segundo también es improbable, porque ¿dónde iban a encontrar esos canallas un sitio mejor para mantener secuestrada a una persona? Todos mis instintos me dicen que están en Londres, pero como por el momento no tenemos manera de saber dónde, solo podemos tomar las medidas más obvias: comer algo y armarnos de paciencia. Luego, por la tarde, me daré una vuelta hasta Scotland Yard y cambiaré unas palabras con el amigo Lestrade. Pero ni el Cuerpo de Policía ni la pequeña pero eficiente organización privada de Holmes lograron esclarecer el misterio. Entre los millones de personas que abarrotaban Londres, las tres que nosotros buscábamos se habían perdido tan completamente como si jamás hubieran existido. Se publicaron anuncios, sin ningún éxito. Se siguieron pistas que no condujeron a nada. Se registró en vano todo refugio de criminales que Shlessinger hubiera podido frecuentar. Se vigiló a sus antiguos cómplices, pero ninguno de ellos se puso en contacto con él. Y de pronto, tras una semana de angustiosa incertidumbre, vislumbramos un rayo de luz. En la tienda de Bevington’s, en Westminster Road, alguien había empeñado un pendiente de plata y brillantes de estilo español antiguo. El individuo que lo empeñó era un hombre alto, bien afeitado, de aspecto clerical. Su nombre y dirección resultaron falsos. El prestamista no se había fijado en la oreja, pero la descripción que dio correspondía sin duda a Shlessinger. Nuestro barbudo amigo del Hotel Langham nos había visitado tres veces en busca de noticias, y la tercera vez llegó menos de una hora después de conocerse aquella novedad. Las ropas empezaban a quedarle grandes a su corpachón. Parecía como si la ansiedad lo estuviera consumiendo. «¡Si al menos hubiese algo que yo pudiera hacer!», era su queja constante. Ahora Holmes podía por fin complacerle. —Ha comenzado a empeñar las joyas. Ahora podríamos atraparlo. —¿Quiere esto decir que le ha sucedido alguna desgracia a lady Francés? Holmes meneó la cabeza muy serio. —Suponiendo que la hayan tenido prisionera hasta ahora, está claro que no pueden dejarla libre sin buscarse la ruina. Debemos estar preparados para lo peor. —¿Y qué puedo yo hacer? —¿Esa gente le conoce de vista? —No. —Es posible que la próxima vez vaya a alguna otra casa de empeños. En ese caso, tendríamos que empezar de nuevo. Por otra parte, aquí ha conseguido un buen precio y no se le han hecho preguntas, así que, si tiene necesidad de dinero fresco, lo más probable es que vuelva a Bevington’s. Le daré a usted una carta de presentación y le dejarán que monte guardia en la tienda. Si nuestro hombre se presenta, usted le seguirá hasta su casa. Pero tiene que ser muy discreto y, sobre todo, nada de violencias. Le conmino por su honor a no dar ningún paso sin mi conocimiento y consentimiento. Durante dos días, el honorable Philip Green (que, dicho sea de paso, era hijo del famoso almirante del mismo nombre que mandaba la flota del mar de Azof en la Guerra de Crimea) no nos trajo ninguna noticia. Pero en la tarde del tercer día entró corriendo en nuestra sala de estar, temblando y con todos los músculos de su poderosa estructura vibrando de emoción. —¡Ya es nuestro! ¡Ya es nuestro! —gritaba. Su agitación le impedía expresarse coherentemente. Holmes lo tranquilizó con unas pocas palabras y lo empujó hacia una butaca. —Vamos a ver; ahora cuéntenos los hechos en su debido orden —dijo. —Llegó hace tan solo una hora. Esta vez era la mujer, pero el pendiente que traía era el compañero del otro. Es una mujer alta y pálida, con ojos de hurón. —¡Esa es! —dijo Holmes. —Salió de la tienda y yo la seguí. Fue andando hasta Kennington 10 Road, y yo tras ella. Por fin, entró en un establecimiento. Una funeraria, señor Holmes. Mi compañero se sobresaltó. —¿Y bien? —preguntó con aquella voz vibrante que revelaba el alma apasionada que se ocultaba tras aquel rostro frío y gris. —Yo entré también. Ella estaba hablando con la mujer del mostrador. La oí decir «Es tarde», o algo parecido. La otra mujer se estaba excusando. «Ya deberían haberlo traído —decía—, pero ha tardado más tiempo por tratarse de una cosa fuera de lo corriente». Entonces las dos se callaron y se quedaron mirándome, así que pregunté lo primero que se me ocurrió y luego me marché. —Lo hizo usted muy bien. ¿Qué sucedió a continuación? —La mujer salió, pero yo me había escondido en un portal. Me temo que había despertado sus sospechas, porque miró a un lado y a otro, y luego llamó a un coche y se metió en él. Yo tuve la suerte de encontrar otro y la seguí. Se paró por fin en el número 36 de Poultney Square, en Brixton. Yo pasé de largo, bajé de mi coche en la esquina de la plaza y vigilé la casa. —¿Vio usted a alguien? —Todas las ventanas estaban oscuras, excepto una de la planta baja. La persiana estaba bajada, y no pude ver el interior. Estaba allí parado, preguntándome qué hacer a continuación, cuando llegó un furgón cerrado en el que venían dos hombres. Se bajaron, sacaron algo del furgón, y lo llevaron hasta la puerta de la casa. Señor Holmes, era un ataúd. —¡Ah! —Por un instante, estuve a punto de correr hacia la casa e intentar entrar, aprovechando que habían abierto la puerta para dejar pasar a los hombres con su carga. Fue la misma mujer la que abrió la puerta. Pero entonces me vio, y creo que me reconoció. La vi sobresaltarse y cerrar apresuradamente la puerta. Me acordé entonces de la promesa que le hice, y aquí estoy. —Ha hecho usted un trabajo excelente —dijo Holmes, mientras garabateaba unas palabras en una cuartilla de papel—. No podemos hacer nada legal sin una orden judicial, y el mejor servicio que puede usted hacer a la causa es llevar esta nota a las autoridades y obtener una. Puede que encontremos alguna dificultad, pero yo creo que la venta de joyas robadas será motivo suficiente. Lestrade se ocupará de todos los detalles. —Pero mientras tanto pueden asesinarla. ¿Qué significa eso del ataúd, y para quién puede ser, sino para ella? —Haremos todo lo que podamos, señor Green. No perderemos ni un solo segundo. Déjelo en nuestras manos. Bien, Watson —dijo, mientras nuestro cliente se marchaba a toda prisa—, eso pondrá en marcha a las fuerzas oficiales. Nosotros, como de costumbre, somos las extraoficiales y tendremos que actuar a nuestra manera. La situación me parece tan desesperada que quedan justificados los procedimientos más extremos. Hay que ir a Poultney Square sin perder un instante. * * * —Intentemos reconstruir la situación —dijo Holmes, mientras nuestro coche pasaba a toda velocidad frente al Parlamento y cruzaba el puente de Westminster—. Esos granujas engañaron a la pobre mujer y se la trajeron a Londres, después de haberla hecho separarse de su fiel doncella. Si ha escrito alguna carta, ellos la han interceptado. Con ayuda de algún cómplice, han alquilado una casa amueblada. Una vez instalados en ella, han hecho prisionera a lady Francés y se han apoderado de sus valiosas joyas, que eran su objetivo desde el primer momento. Y ya han empezado a venderlas, creyéndose seguros, ya que no tienen razón alguna para sospechar que alguien esté interesado en lo que le ocurre a la señora. Por supuesto, en cuanto la dejaran libre, ella los denunciaría. Por lo tanto, no deben dejarla libre. Pero tampoco pueden mantenerla bajo llave eternamente, así que su única solución es el asesinato. —Eso parece muy claro. —Sigamos ahora otra línea de razonamiento. Cuando uno sigue dos cadenas lógicas diferentes, Watson, se acaba llegando a algún punto de intersección que se aproxima mucho a la verdad. Ahora vamos a empezar, no por la dama, sino por el ataúd, y razonaremos hacia atrás. Mucho me temo que ese incidente demuestra sin lugar a dudas que la dama está ya muerta. También parece indicar que se proponen enterrarla con todas las de la ley, con el correspondiente certificado médico y todos los beneplácitos oficiales. Si la hubieran asesinado de manera evidente, la habrían enterrado en el jardín trasero, sin que nadie se enterara. En cambio, todo lo hacen abiertamente y sin tapujos. ¿Qué significa eso? Seguramente, que la han hecho morir de algún modo que parece natural y que ha conseguido engañar al médico; envenenándola, tal vez. Sin embargo, es muy raro que hayan permitido que la vea un médico, a menos que también el médico sea cómplice, lo cual no resulta muy verosímil. —¿No podrían haber falsificado un certificado médico? —Eso sería peligroso, Watson, muy peligroso. No, no creo que hayan hecho eso. ¡Pare, cochero! Esta debe de ser la funeraria, porque acabamos de pasar por la tienda de empeños. ¿Le importaría entrar, Watson? Su aspecto inspira confianza. Pregunte a qué hora será mañana el entierro de Poultney Square. La mujer de la funeraria me respondió sin vacilar que sería a las ocho de la mañana. —Ya lo ve, de algún modo, han cumplido todos los requisitos legales y piensan que no tienen nada que temer. No nos queda otro recurso que un ataque frontal directo. ¿Va usted armado? —Llevo mi bastón. —Bien, tendrá que bastarnos. «Triplemente armado va el hombre que lucha por una causa justa» [Shakespeare, Enrique VI, 111,2,233]. No podemos permitirnos el lujo de esperar a la policía, ni mantenernos dentro de los límites estrictos de la ley. Puede marcharse, cochero. Y ahora, Watson, vamos a poner a prueba nuestra suerte, como ya hemos hecho en ocasiones anteriores. Había llamado ruidosamente a la puerta de una casa grande y oscura que se alzaba en el centro de Poultney Square. La puerta se abrió de inmediato, y la silueta de una mujer alta apareció recortada contra el fondo del mal iluminado vestíbulo. —¿Qué quieren ustedes? —preguntó en tono áspero, mirándonos a través de la oscuridad. —Deseo hablar con el doctor Shlessinger —dijo Holmes. —Aquí no hay nadie que se llame así —respondió la mujer, intentando cerrar la puerta; pero Holmes había metido el pie para impedirlo. —Está bien, deseo ver al hombre que vive aquí, se llame como se llame —insistió Holmes con firmeza. Ella vaciló, pero acabó abriendo la puerta de par en par. —Muy bien, entren —dijo—. Mi marido no tiene miedo de ningún hombre en todo el mundo —cerró la puerta a nuestras espaldas y nos hizo pasar a una sala situada a la derecha del vestíbulo, encendiendo la luz de gas antes de dejarnos solos—. El señor Peters estará con ustedes dentro de un instante. Sus palabras se cumplieron al pie de la letra, ya que apenas habíamos tenido tiempo de echar un vistazo a la polvorienta y apolillada habitación en la que nos encontrábamos, cuando se abrió la puerta y entró con paso resuelto un hombre corpulento, calvo y completamente afeitado. Tenía un rostro ancho y colorado, con las mejillas colgantes y un aire general de benevolencia superficial, que quedaba desmentido por una boca cruel y maligna. —Seguramente, se trata de un error, caballeros —dijo con voz untuosa y persuasiva—. Me temo que se han equivocado de dirección. Es posible que, si preguntan un poco más calle abajo… —Ya basta. No tenemos tiempo que perder —dijo mi compañero con firmeza—. Usted es Henry Peters, de Adelaida, también conocido como el reverendo doctor Shlessinger, de Badén y Sudamérica. Estoy tan seguro de ello como de que me llamo Sherlock Holmes. Peters, como lo llamaré a partir de ahora, hizo un gesto de sorpresa y se quedó mirando fijamente a su formidable perseguidor. —Su nombre no me asusta, señor Holmes —dijo con frialdad—. Cuando uno tiene la conciencia tranquila, no es fácil hacerle temblar. ¿Qué asuntos le han traído a mi casa? —Quiero saber qué han hecho ustedes con lady Francés Carfax, a la que trajeron aquí desde Badén. —Ya me gustaría que pudiera usted decirme dónde está esa señora —respondió Peters con igual frialdad—. Tiene una deuda conmigo de casi cien libras, y la única señal que dejó fue un par de pendientes de pacotilla que los prestamistas no quieren ni mirar. Esa mujer se nos pegó a la señora Peters y a mí en Badén (es cierto que en aquel momento yo estaba utilizando otro nombre), y siguió pegada a nosotros hasta que llegamos a Londres. Yo le pagué la cuenta del hotel y el billete. Una vez en Londres, nos dio esquinazo y, como le he dicho, nos dejó esas alhajas anticuadas como pago de su deuda. Si usted la encuentra, señor Holmes, yo le estaré muy agradecido. —Estoy decidido a encontrarla —dijo Sherlock Holmes—. Y pienso registrar esta casa hasta que la encuentre. —¿Dónde está la orden de registro? Holmes medio sacó un revólver del bolsillo. —Tendremos que arreglarnos con esta hasta que consigamos otra mejor. —Pero… ¡es usted un vulgar asaltante! —Puede usted llamarme así —dijo Holmes alegremente—. Y también mi compañero es un peligroso rufián. Y los dos juntos vamos a registrar su casa. Nuestro oponente abrió la puerta. —¡Ve a buscar un policía, Annie! —dijo. Se oyó un revuelo de faldas en el pasillo, y la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse. —Tenemos poco tiempo, Watson —dijo Holmes—. Si trata de interponerse, Peters, puede estar seguro de que saldrá malparado. ¿Dónde está ese ataúd que han traído a la casa? —¿Qué le importa a usted el ataúd? Está cumpliendo su función. Hay un cadáver en él. —Tengo que ver ese cadáver. —No se lo consentiré. —Pues lo haré sin su consentimiento. Con un rápido movimiento, Holmes empujó a un lado al individuo y salió al vestíbulo. Frente a nosotros había una puerta entreabierta. Entramos en la habitación, que resultó ser el comedor. El ataúd se encontraba encima de la mesa, bajo una lámpara encendida a medio gas. Holmes abrió del todo la llave del gas y levantó la tapa. En las profundidades del féretro yacía una figura escuálida. La luz del techo iluminó un rostro anciano y decrépito. Ni toda la crueldad, el hambre y las enfermedades del mundo podrían haber transformado a la aún hermosa lady Francés en aquella ruina consumida. En el rostro de Holmes se reflejaron la sorpresa y el alivio. —¡Gracias a Dios! —murmuró—. No es ella. —¡Ah, por una vez ha metido usted la pata, señor Sherlock Holmes! —dijo Peters, que nos había seguido al comedor. —¿Quién es esta mujer? —Ya que tanto le interesa saberlo, es una antigua niñera de mi esposa, llamada Rose Spender, a la que encontramos en la enfermería del asilo para indigentes de Brixton. La trajimos aquí, avisamos al doctor Horsom, de Firbank Villas número 13 (procure aprenderse bien la dirección, señor Holmes), y la hemos atendido con cariño, como hacen los buenos cristianos. Falleció al tercer día…; el certificado médico dice que de decadencia senil, pero, claro, esa es solo la opinión del médico y, naturalmente, usted sabe más que él. Encargamos el entierro y el funeral a Stimson & Co., de Kennington Road, que la enterrarán mañana por la mañana, a las ocho. ¿Encuentra algún fallo a todo esto, señor Holmes? Ha metido usted la pata, y más le valdría reconocerlo. Daría cualquier cosa por tener una fotografía de la cara de asombro que ha puesto cuando levantó la tapa, esperando encontrar a lady Francés Carfax, y no encontró más que a una pobre anciana de noventa años. A pesar de las burlas de su antagonista, la expresión de Holmes seguía tan impasible como siempre, pero sus puños apretados revelaban su intenso disgusto. —Voy a registrar su casa —dijo. —¿Conque sí, eh? —exclamó Peters al oír una voz de mujer y fuertes pisadas en el pasillo—. Eso ya lo veremos. Por aquí, agentes, hagan el favor. Estos hombres han entrado en mi casa por la fuerza y no logro hacer que se marchen. Ayúdenme a librarme de ellos. En la puerta aparecieron un sargento y un policía de uniforme. Holmes sacó una tarjeta de su cartera. —Aquí tienen mi nombre y dirección. Y este es mi amigo, el doctor Watson. —Caramba, señor, le conocemos perfectamente —dijo el sargento—, pero no puede usted permanecer aquí sin una orden judicial. —Desde luego que no. Me doy perfecta cuenta de ello. —¡Deténganlo! —gritó Peters. —Si llegara a hacer falta, ya sabemos dónde localizar a este caballero —dijo el sargento con aire pomposo—; pero usted tiene que irse, señor Holmes. —Sí, Watson, tendremos que irnos. Un minuto más tarde estábamos de nuevo en la calle. Holmes seguía tan frío como siempre, pero yo estaba ardiendo de rabia y humillación. El sargento había venido detrás de nosotros. —Lo siento, señor Holmes, pero es la ley. —Naturalmente, sargento. No podía usted hacer otra cosa. —Supongo que tendría usted buenas razones para estar allí. Si hay algo que yo pueda hacer… —Una mujer ha desaparecido, sargento, y creemos que se encuentra en esa casa. Esperamos una orden de registro de un momento a otro. —En tal caso, no les quitaré el ojo de encima, señor Holmes. Y si sucede algo, se lo haré saber. Eran solo las nueve y nos lanzamos sobre la pista con el máximo entusiasmo. En primer lugar, nos dirigimos a la enfermería del asilo para indigentes de Brixton, donde comprobamos que, efectivamente, una caritativa pareja había ido unos días antes, había identificado a una anciana deficiente mental como una antigua sirvienta, y había obtenido autorización para llevársela a casa con ellos. A nadie le sorprendió enterarse de que había fallecido. Nuestro siguiente objetivo era el médico. Le habían llamado, había encontrado una mujer que se moría de pura senilidad, había sido testigo de su muerte, y había firmado el certificado en la forma debida. «Les aseguro que todo fue absolutamente normal, y que no existe posibilidad de juego sucio», nos dijo. No había visto en la casa nada sospechoso, exceptuando que, para gente de su clase, resultaba extraño que no tuvieran servidumbre. Este fue el testimonio del doctor, y de ahí no pasó. Por último, llegamos a Scotland Yard. La orden judicial había tropezado con algunas dificultades de trámite, y era inevitable un cierto retraso. No se podría conseguir la firma del magistrado hasta la mañana del día siguiente. Si Holmes se presentaba a eso de las nueve, podría acompañar a Lestrade y presenciar el registro. Así concluyó el día, salvo que nuestro amigo el sargento vino a visitarnos cerca de la medianoche para decirnos que había visto luces trémulas en las ventanas de la gran casa oscura, pero que nadie había entrado ni salido de ella. Lo único que podíamos hacer era armarnos de paciencia y aguardar a la mañana siguiente. Sherlock Holmes se encontraba demasiado irritable para conversar y demasiado inquieto para dormir. Lo dejé fumando a pleno pulmón, con las espesas y oscuras cejas contraídas y sus largos y nerviosos dedos tamborileando en los brazos de su butaca, mientras su cerebro daba vueltas a todas las posibles soluciones del misterio. A lo largo de la noche le oí en varias ocasiones deambulando por la casa. Por último, cuando acababan de avisarme para que me levantara, irrumpió en mi habitación. Llevaba puesto su batín, pero su rostro pálido y ojeroso me indicó que no había dormido en toda la noche. —¿A qué hora era el entierro? A las ocho, ¿no? —preguntó muy ansioso—. Pues ya son las siete y veinte. ¡Santo cielo, Watson! ¿Qué ha sido del cerebro que Dios me dio? ¡Deprisa, hombre, deprisa! Es cuestión de vida o muerte. Cien probabilidades de muerte contra una sola de vida. ¡Jamás me perdonaré si llegamos demasiado tarde! Antes de que transcurrieran cinco minutos bajábamos por Baker Street en un coche lanzado a toda velocidad. Pero aun así eran ya las ocho menos veinticinco cuando pasamos junto al Big Ben y nos dieron las ocho mientras rodábamos por Brixton Road. Pero no éramos nosotros los únicos retrasados. Diez minutos después de la hora, la carroza fúnebre aún continuaba parada a la puerta de la casa; y en el preciso momento en que nuestro sudoroso caballo se detenía, apareció en el umbral de la casa el ataúd, transportado por tres hombres. Holmes se lanzó hacia ellos y les cortó el paso. —¡Vuelvan a meterlo! —gritó, poniendo la mano en el pecho del hombre que iba delante—. ¡Vuelvan a meterlo ahora mismo! —¿Qué demonios quiere ahora? Se lo pregunto una vez más: ¿dónde está su orden judicial? —vociferó el enfurecido Peters, cuyo rostro enrojecido asomaba por encima del otro extremo del féretro. —La orden está ya en camino, y este ataúd se quedará en la casa hasta que llegue. La autoritaria voz de Holmes hizo efecto en los hombres que transportaban el ataúd. Peters había desaparecido en el interior de la casa, y ellos decidieron obedecer estas nuevas órdenes. —¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Aquí tenemos un destornillador! —exclamó mientras volvían a colocar el ataúd sobre la mesa—. ¡Aquí tiene usted otro, buen hombre! ¡Hay un soberano para usted si quitamos la tapa en menos de un minuto! ¡No pregunte! ¡Trabaje! ¡Muy bien! ¡Otro! ¡Y otro! ¡Ahora tiren todos a la vez! ¡Está cediendo! ¡Está cediendo! ¡Ya está! Entre todos, arrancamos la tapa del ataúd, y al hacerlo salió de su interior un intensísimo olor a cloroformo que mareaba. Dentro había un cuerpo con la cabeza completamente envuelta en algodón empapado de narcótico. Holmes se lo quitó y dejó al descubierto el rostro estatuario de una mujer de edad mediana, atractiva y de rasgos espirituales. Al instante, pasó el brazo en torno al cuerpo y la incorporó hasta dejarla sentada. —¿Está muerta, Watson? ¿Queda alguna chispa de vida? ¡Ojalá no hayamos llegado demasiado tarde! Durante media hora pareció que así era. Entre la asfixia del encierro y los vapores tóxicos del cloroformo, lady Francés parecía haber traspasado el último límite, más allá del cual no hay retorno posible. Pero por fin, a base de respiración artificial, inyecciones de éter y todos los demás recursos de la ciencia, se produjo un aleteo de vida, un ligero temblor de los párpados, un mínimo empañamiento del espejo, que anunciaban que la vida regresaba poco a poco. En aquel momento se detuvo un coche frente a la casa y Holmes, apartando las cortinas, miró y dijo: —Ahí viene Lestrade con la orden. Pero se encontrará con que los pájaros han volado. Y aquí viene alguien —añadió al oír unos pasos fuertes y apresurados en el pasillo— que tiene más derecho que nosotros a cuidar de esta dama. Buenos días, señor Green. Creo que, cuanto antes traslademos a lady Francés, mejor será. Mientras tanto, el entierro puede seguir adelante, y esta pobre anciana que todavía está dentro del ataúd puede ir sola a su último lugar de reposo. —Si se decide usted a incluir este caso en sus anales, querido Watson —dijo Holmes aquella noche—, será tan solo como ejemplo de que hasta las mentes mejor equilibradas pueden sufrir eclipses temporales. Estos deslices son comunes a todos los mortales, y la grandeza está en saber reconocerlos y repararlos. Este mérito matizado creo que sí que puedo atribuírmelo. Me pasé la noche obsesionado por la idea de que en alguna parte había surgido una pista, una frase extraña, una observación curiosa, que me había llamado la atención, pero que luego había descartado sin pensar más en ella. Y entonces, de pronto, con la claridad del amanecer, las palabras volvieron a mi memoria. Se trataba del comentario de la mujer de la funeraria que nos contó Philip Green: «Ya deberían haberlo traído, pero ha tardado más tiempo por ser algo fuera de lo corriente». Y se refería al ataúd. O sea, que el ataúd era poco corriente. Eso solo podía significar que se había hecho a medida, con dimensiones especiales. ¿Por qué? ¿Para qué? Y al instante me acordé de aquel féretro tan profundo y de la diminuta figura que yacía en el fondo. ¿Por qué hacer un ataúd tan grande para un cuerpo tan pequeño? ¡Para dejar sitio a otro cadáver! Y ambos serían enterrados con un solo certificado. Todo estaba clarísimo, pero fui tan ciego que no lo vi. Lady Francés iba a ser enterrada a las ocho. Nuestra única posibilidad era detener el ataúd antes de que saliera de la casa. »Las posibilidades de que la encontráramos aún viva eran remotísimas, pero todavía existía una posibilidad, como bien se ha visto. Que yo supiera, esta gente todavía no había cometido ningún asesinato, y era posible que en el último momento no se atrevieran a matarla con violencia. Podían, eso sí, enterrarla sin dejar ninguna señal de su muerte; e incluso en el caso de que se exhumara el cadáver, aún les quedaba alguna posibilidad de salir con bien. Confié en que hubieran tenido en cuenta estas consideraciones. Usted mismo puede reconstruir la escena. Ya vio ese horrible antro del piso alto donde la pobre mujer estuvo tanto tiempo encerrada. Entraron y la durmieron con cloroformo, la llevaron abajo, echaron más cloroformo dentro del ataúd para asegurarse de que no despertaría, y luego atornillaron la tapa. Un truco muy astuto, Watson. No conozco nada igual en los anales del crimen. Si nuestros amigos los ex misioneros logran escapar de las garras de Lestrade, es de esperar que su futura carrera incluya algunos trabajos verdaderamente brillantes. LA AVENTURA DEL CÍRCULO ROJO I Bueno, señora Warren, no me parece que tenga usted ningún motivo concreto para preocuparse, ni veo razón alguna para que yo, que concedo cierto valor a mi tiempo, deba intervenir en el asunto. La verdad es que tengo otras cosas de que ocuparme. Así habló Sherlock Holmes, volviendo a enfrascarse en el voluminoso álbum de recortes, en el que iba ordenando y registrando los materiales más recientes. Pero aquella mujer poseía la tenacidad y la astucia propias de su sexo, y defendió su terreno con firmeza. —El año pasado, usted resolvió un asunto para un inquilino mío —dijo—. El señor Fairdale Hobbs. —¡Ah, sí! Un asunto sencillo. —Pero él no paraba de hablar de usted, señor…, de lo amable que estuvo y de la manera en que consiguió arrojar luz sobre las tinieblas. Y cuando yo misma me encontré sumida en las tinieblas y en la duda, me acordé de sus palabras. Yo sé que usted podría hacerlo si quisiera. Holmes era sensible a la adulación y también, para ser justos con él, a la bondad. La combinación de ambas fuerzas le hizo dejar a un lado el pincel de engomar y, con un suspiro de resignación, echó hacia atrás su silla. —Está bien, está bien, señora Warren, oigamos lo que tiene que decir. Supongo que no le importará que fume. Gracias. Watson, las cerillas. Creo haber entendido que está usted preocupada porque su nuevo huésped permanece encerrado en sus habitaciones sin dejarse ver. ¡Válgame Dios, señora Warren! Si yo fuera inquilino suyo, se pasaría usted semanas enteras sin verme. —No lo dudo, señor, pero esto es diferente. Ya no puedo soportar oírle andar a paso rápido de acá para allá, desde primera hora de la mañana hasta las tantas de la noche, sin poder echarle la vista encima ni un solo instante. A mi marido le pone tan nervioso como a mí, pero él se pasa todo el día fuera de casa, en el trabajo, mientras que yo no tengo un momento de alivio. ¿De qué se esconde? ¿Qué es lo que ha hecho? Quitando a la muchacha, estoy sola en la casa con él, y eso es más de lo que mis nervios pueden aguantar. Holmes se inclinó hacia delante y posó sus largos y huesudos dedos en el hombro de la mujer. Cuando se lo proponía, poseía un poder casi hipnótico para tranquilizar a las personas. Los ojos de la mujer perdieron la expresión asustada y sus agitadas facciones fueron recuperando su vulgaridad habitual. Se sentó en la silla que él le había indicado. —Si me encargo del asunto, tengo que tener claro hasta el último detalle —dijo Holmes—. Tómese tiempo para pensar. El detalle más insignificante puede resultar el más fundamental. Dice usted que este hombre llegó hace diez días y que le pagó por quince días a pensión completa, ¿no es así? —Me preguntó el precio, señor, y yo le dije que cincuenta chelines por semana, y que tenía una habitación pequeña, con saloncito, y todo completamente amueblado, en el piso alto. —¿Y bien? —Él me dijo que me pagaría cinco libras por semana si yo aceptaba sus condiciones. Soy una mujer pobre, señor Holmes, y mi marido gana poco, y aquel dinero significaba mucho para mí. Sacó un billete de diez libras y me lo dio en aquel instante, diciendo: «Si se atiene a mis condiciones, podrá cobrar otro tanto cada dos semanas durante mucho tiempo. Si no, se acabó nuestro trato». —¿Y cuáles eran esas condiciones? —Pues verá, señor: en primer lugar, quería una llave de la casa. En eso no había ningún problema. Muchos huéspedes la piden. Además, quería que se le dejase en paz, y que no se le molestase nunca, bajo ningún pretexto. —Eso no tiene nada de extraordinario, ¿no cree? —No, dentro de lo razonable. Pero esto se sale de lo razonable, señor. Lleva ahí diez días, y ni el señor Warren, ni yo, ni la muchacha, le hemos puesto la vista encima ni una sola vez. Podemos oírle andando a paso ligero de un lado a otro, mañana, tarde y noche. Pero, excepto aquella primera noche, no ha salido de casa ni una vez. —Oh, ¿así que salió la primera noche? —Sí, señor, y regresó muy tarde, cuando todos estábamos ya en la cama. Me lo había advertido después de alquilar la habitación, y me rogó que no atrancase la puerta. Cuando le oí subir las escaleras, era más de medianoche. —¿Qué hay de las comidas? —Dio instrucciones muy concretas de que, cuando él tocara la campanilla, le subiéramos la comida y la dejáramos sobre una silla, a la puerta de su habitación. Cuando termina de comer, vuelve a llamar, y nosotros retiramos el servicio de la misma silla. Si quiere alguna otra cosa, la escribe en una hoja de papel y la deja fuera. —¿La escribe? —Sí, señor, a lápiz y con letras de imprenta. Solo el nombre de la cosa, y nada más. He traído algunos de esos papeles para que usted los vea. Mire este: «JABÓN». Y este otro: «CERILLA». Y este lo dejó la primera mañana: «DAILY GAZETTE». Todas las mañanas le dejo este periódico con el desayuno. —Caramba, Watson —dijo Holmes, examinando con enorme curiosidad las hojas de papel que la patrona le iba pasando—. Desde luego, esto es un poco extraño. Lo del aislamiento puedo entenderlo. Pero ¿por qué escribir así? Es un proceso bastante pesado. ¿Por qué no escribe normalmente? ¿Qué le sugiere esto, Watson? —Que no quiere que se conozca su letra. —Pero ¿por qué? ¿Qué puede importarle que su patrona tenga una muestra de su escritura? Sin embargo, podría ser como usted dice. Y además, ¿por qué estos mensajes tan lacónicos? —No tengo ni idea. —Esto abre todo un magnífico campo para la especulación inteligente. Las palabras están escritas con un lápiz de punta gruesa y color violeta, de tipo corriente. Fíjese en que el papel está rasgado por un lado después de haber escrito la palabra, de manera que parte de la «J» de «JABÓN» ha desaparecido. Esto es muy sugerente, Watson, ¿no le parece? —¿Una medida de precaución? —Exacto. Aquí, sin duda, había alguna marca, una huella de dedo o algo así, que podría dar alguna pista de su identidad. Veamos, señora Warren, dice usted que se trata de un hombre de estatura media, moreno y con barba. ¿Qué edad le calcula? —Joven, señor; no más de treinta años. —¿No puede darme algún otro dato? —Hablaba inglés muy bien, pero, por su acento, pensé que era extranjero. —Iba bien vestido. —Muy elegante, señor, como un perfecto caballero. Traje oscuro, y nada que llamara la atención. —¿No le dio su nombre? —No, señor. —¿Y no ha recibido cartas ni visitas? —Ninguna. —Pero usted o la muchacha entrarán en su habitación por las mañanas. —No, señor, él se ocupa de la limpieza y de todo. —¡Caramba! Esto sí que es curioso. ¿Qué hay de su equipaje? —Trajo una bolsa grande de color marrón, y nada más. —Bien, no parece que tengamos gran cosa para empezar. ¿Dice usted que de esa habitación no ha salido nada? ¿Absolutamente nada? La mujer sacó un sobre de su bolso y lo sacudió, dejando caer sobre la mesa dos cerillas usadas y una colilla de cigarrillo. —Esto estaba en su bandeja esta mañana. Lo he traído porque me han dicho que usted es capaz de ver grandes cosas en las cosas pequeñas. Holmes se encogió de hombros. —Aquí no hay nada —dijo—. Las cerillas, desde luego, se han usado para encender cigarrillos. Se nota en lo corta que es la parte quemada. Para encender una pipa o un cigarro puro se gasta la mitad de la cerilla. Pero, ¡caramba!, esta colilla sí que es curiosa. ¿Dice usted que ese caballero tiene barba y bigote? —Sí, señor. —Pues no lo entiendo. Yo diría que solo un hombre bien afeitado podría haber fumado esto. Hasta su humilde bigote, Watson, se habría chamuscado. —Puede que use boquilla —sugerí. —No, no, el extremo está chupado. Supongo que no podrá haber dos personas en esas habitaciones, ¿eh, señora Warren? —No, señor. Come tan poco que a veces me sorprende que una sola pueda mantenerse viva con eso. —Bien. Opino que tendremos que esperar hasta que dispongamos de más datos. Al fin y al cabo, usted no tiene ningún motivo de queja. Ha cobrado el alquiler y no se trata de un huésped molesto, aunque sí sea algo extraño. Paga bien, y si ha decidido permanecer oculto, no es cosa que a usted le afecte directamente. A menos que tengamos razones para suponer que lo hace por motivos criminales, no tenemos excusa para irrumpir en su vida privada. Me hago cargo del caso, y no lo perderé de vista. Comuníqueme cualquier novedad que ocurra y puede contar con mi ayuda si llega a ser necesario. —Desde luego, este caso presenta algunos detalles interesantes —comentó Holmes cuando la patrona se hubo marchado—. Claro que podría tratarse de algo sin importancia, una pura excentricidad; pero también podría ser algo mucho más serio de lo que parece a simple vista. Lo primero que a uno se le ocurre es la evidente posibilidad de que la persona que ahora ocupa las habitaciones sea completamente distinta de la que las alquiló. —¿Qué le hace pensar eso? —Bien, aparte de la colilla, ¿no le resulta sugerente que la única vez que el huésped ha salido haya sido inmediatamente después de alquilar las habitaciones? ¿Y que regresara, él o alguna otra persona cuando ningún testigo podía verlo? No tenemos ninguna prueba de que la persona que regresó fuera la misma que salió de la casa. Por otra parte, el hombre que alquiló las habitaciones hablaba inglés muy bien. Este otro, sin embargo, escribe «cerilla» cuando debería haber escrito «cerillas». Me imagino que sacaría la palabra de un diccionario, que trae el singular, pero no el plural. El estilo lacónico puede tener por objeto disimular la falta de conocimiento del idioma. Sí, Watson, tenemos buenas razones para sospechar que se ha producido un cambio de inquilinos. —¿Pero para qué? —¡Ah! Eso es lo que tenemos que resolver. Sigamos la línea de investigación más obvia —echó mano al enorme álbum en el que, día tras día, iba coleccionando las columnas de anuncios personales de los diversos diarios de Londres—. ¡Válgame Dios! —exclamó, pasando las hojas—. ¡Menudo coro de lamentos, llantos y balidos! ¡Qué cajón de sastre de sucesos curiosos! Y, sin embargo, es sin duda el mejor territorio de caza que puede recorrer un estudioso de lo extraño. Tenemos a una persona que está aislada, y no se puede comunicar con ella por carta sin romper el secreto absoluto que se quiere mantener. ¿Cómo se le puede hacer llegar una noticia o un mensaje desde fuera? Evidentemente, por medio de los anuncios de un diario. No parece que exista otro sistema, y por suerte solo tenemos que preocuparnos de un diario. Aquí tenemos los recortes del Daily Gazette de la última quincena. «Señora con boa negra en el Club de Patinaje del Príncipe»… este podemos saltarlo. «Seguramente, Jimmy no destrozará el corazón de su madre»… tampoco parece importante. «Si la dama que se desmayó en el autobús de Brixton»…, no me interesa la tal dama. «Mi corazón suspira día y noche…». Balidos, Watson, puros balidos. ¡Ah! ¡Esto ya es un poco más prometedor! Escuche, Watson: «Ten paciencia. Encontraré algún medio seguro para comunicarnos. Mientras tanto, lee esta columna. —G». Esto salió dos días después de la llegada del huésped de la señora Warren. Tiene posibilidades, ¿no le parece? El inquilino misterioso entiende el inglés, aunque no sepa escribirlo. Veamos si podemos seguir esta pista. Sí, aquí la tenemos, tres días después: «Estoy arreglando las cosas. Paciencia y prudencia. Las nubes pasarán. —G». Después de esto, nada en una semana. Y luego viene algo mucho más concreto: «El camino se va despejando. Si tengo ocasión, mensaje con señales. Recuerda el código acordado: Uno, A; Dos, B; y así sucesivamente. Noticias pronto. —G». Esto salió en el periódico de ayer, y en el de hoy no hay nada. Todo esto podría casar muy bien con el inquilino de la señora Warren. Si aguardamos un poco, Watson, estoy seguro de que el asunto se volverá más inteligible. Y así fue. A la mañana siguiente encontré a mi amigo de pie frente a la chimenea, de espaldas al fuego, con una sonrisa de absoluta satisfacción en el rostro. —¿Qué le parece esto, Watson? —exclamó, recogiendo el periódico que había sobre la mesa—: «Casa roja alta, con fachada de piedra blanca. Tercer piso. Segunda ventana de la izquierda. Después de anochecer. —G». Esto es bastante concreto. Creo que después de desayunar tendremos que practicar un pequeño reconocimiento en el vecindario de la señora Warren. ¡Caramba, señora Warren! ¿Qué noticias nos trae esta mañana? Nuestra cliente había irrumpido de pronto en la habitación con una energía explosiva que anunciaba alguna novedad trascendental. —¡Es asunto para la policía, señor Holmes! —exclamó—. ¡Ya no pienso aguantar más! Tendrá que largarse con su equipaje. Habría subido directamente a decírselo, pero me pareció que lo más adecuado era contar primero con su opinión. Pero ya se me ha acabado la paciencia, y cuando se ha llegado al punto de golpear a mi marido… —¿Que han golpeado al señor Warren? —Bueno, lo han maltratado, que viene a ser lo mismo. —¿Pero quién lo ha maltratado? —¡Ah! ¡Eso nos gustaría saber! Ha sido esta mañana, señor. Mi marido controla la hora de entrada de Morton & Waylight’s, de Tottenham Court Road, y tiene que salir de casa antes de las siete. Pues bien, esta mañana no había dado ni diez pasos por la calle cuando dos hombres se le acercaron por detrás, le taparon la cabeza con un abrigo y lo metieron en un coche que aguardaba junto a la acera. Se lo llevaron por ahí durante una hora, y luego abrieron la puerta y lo arrojaron fuera. Se quedó tirado en medio de la calle, tan aturdido que ni siquiera vio por dónde se iba el coche. Cuando logró recuperarse, vio que estaba en Hampstead Heath; así que tomó un ómnibus para volver a casa, y allí lo tengo, tumbado en el sofá, mientras yo venía derecha a contarle a usted lo sucedido. —Muy interesante —dijo Holmes—. ¿Se fijó en el aspecto de esos hombres? ¿Los oyó hablar? —No; está completamente atontado. Solo sabe que lo levantaron como por arte de magia y que luego lo dejaron caer, también como por arte de magia. Eran por lo menos dos, y tal vez tres. —¿Y por qué relaciona usted esta agresión con su inquilino? —Bueno, llevamos viviendo allí quince años, y en todo este tiempo no nos ha ocurrido nada semejante. Ya he tenido bastante. El dinero no lo es todo. Antes de que acabe el día lo habré echado de mi casa. —Espere un momento, señora Warren. No se precipite. Empiezo a pensar que este asunto puede ser mucho más importante de lo que parecía a primera vista. Ahora está claro que a su huésped le amenaza algún peligro. Y también está claro que sus enemigos, que acechaban cerca de su puerta, confundieron a su marido con él, a causa de la niebla matutina. Al darse cuenta de su error, lo soltaron. Quién sabe lo que habrían hecho de no haberse equivocado. —¿Y qué debo hacer, señor Holmes? —Siento grandes deseos de ver a ese huésped suyo, señora Warren. —No se me ocurre cómo podría hacerlo, a menos que forzara la puerta. Siempre le oigo abrir la cerradura cuando bajo la escalera después de dejarle la bandeja. —Tiene que meter la bandeja en la habitación. Quizá pudiéramos escondernos y verle cuando abra la puerta. La patrona meditó unos instantes. —Vamos a ver, el cuarto de equipajes está justo enfrente. Podría colocar un espejo, y si ustedes se situaran detrás de la puerta… —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿A qué hora come? —A eso de la una, señor. —En tal caso, el doctor Watson y yo nos pasaremos por ahí antes de esa hora. Por el momento, señora Warren, adiós. A las doce y media nos encontrábamos ante la puerta de la casa de la señora Warren, un edificio alto y estrecho de ladrillo amarillo situado en Great Orme Street, una estrecha callejuela que discurría al nordeste del Museo Británico. La casa se encontraba cerca de una esquina de la calle, y desde ella se divisaba un buen trecho de Howe Street, con sus casas más pretenciosas. Riendo por lo bajo, Holmes señaló una de ellas, un edificio de apartamentos que sobresalía de tal manera que resultaba inevitable fijarse en él. —Mire, Watson —dijo—. «Casa roja alta, con fachada de piedra». Desde ahí, sin duda, se envían las señales. Conocemos el lugar y conocemos el código, así que nuestra tarea tendría que resultar sencilla. Hay un cartel de «Se alquila» en esa ventana. Se trata, evidentemente, de un piso vacío, al que el cómplice tiene acceso. ¿Qué hay, señora Warren? —Lo tengo todo dispuesto. Si vienen arriba, dejando los zapatos en el descansillo, les enseñaré dónde tienen que meterse. La patrona nos había preparado un escondrijo excelente. El espejo estaba colocado de tal modo que, sentados en la oscuridad, podíamos ver perfectamente la puerta de enfrente. Apenas habíamos terminado de instalarnos y la señora Warren de marcharse, cuando un lejano campanilleo nos hizo saber que nuestro misterioso vecino había llamado. Poco después apareció la patrona con la bandeja, la depositó sobre una silla que había junto a la puerta cerrada y se retiró, haciendo resonar sus pasos con fuerza. Holmes y yo, agazapados en el ángulo de nuestra puerta, manteníamos los ojos clavados en el espejo. De pronto, en cuanto se apagó el sonido de los pasos de la patrona, se oyó el chasquido de una llave que giraba, se movió el picaporte y dos manos delgadas se proyectaron al exterior y levantaron la bandeja de la silla. Un instante después la volvían a depositar apresuradamente, y pude captar una fugaz visión de un rostro moreno, hermoso y aterrado, que miraba hacia la estrecha abertura del cuarto de equipajes. Luego, la puerta se cerró de golpe, la llave volvió a girar y todo quedó en silencio. Holmes me tiró de la manga y los dos bajamos con sigilo la escalera. —Volveré por aquí esta noche —le dijo Holmes a la angustiada patrona—. Creo, Watson, que podremos discutir mucho mejor este asunto en nuestros aposentos. —Como ha podido ver, mi suposición ha resultado ser correcta —dijo desde las profundidades de su butaca—. Ha habido, efectivamente, un cambio de inquilinos. Lo que yo no esperaba era encontrar a una mujer. Y no una mujer corriente, Watson. —Ella nos vio. —Bueno, vio algo que la inquietó, eso desde luego. En términos generales, lo sucedido está bastante claro, ¿no cree? Una pareja busca refugio en Londres, huyendo de un peligro terrible e inminente. Lo riguroso de sus precauciones nos da idea de la gravedad del peligro. El hombre, que tiene que llevar a cabo alguna gestión, quiere dejar a la mujer absolutamente a salvo mientras él realiza su tarea. El problema no es sencillo, pero él lo ha resuelto de una manera original, y tan eficaz que ni siquiera la patrona, que le lleva la comida, sabe de la presencia de la mujer. Ahora resulta evidente que lo de escribir los mensajes con letra de imprenta tenía por objeto evitar que se descubriera su sexo por la letra. El hombre no puede acercarse a la mujer, pues eso revelaría su paradero a sus enemigos. Al no poder comunicarse directamente con ella, recurre a la sección de avisos personales de un periódico. Hasta aquí, todo está claro. —Pero ¿qué hay detrás de todo esto? —¡Ya salió Watson, tan serio y práctico como de costumbre! ¿Qué hay detrás de todo esto? A medida que progresamos, el trivial problema de la señora Warren adquiere mayores proporciones y un aspecto más siniestro. Una cosa es segura: no se trata de una vulgar fuga de dos enamorados. Ya vio usted la cara de la mujer a la menor señal de peligro. Y sabemos del ataque sufrido por el dueño de la casa, que sin duda iba dirigido al huésped. Estas alarmas, así como la desesperada necesidad de guardar secreto, nos indican que se trata de un asunto de vida o muerte. Por otra parte, la agresión al señor Warren demuestra que el enemigo, sea quien sea, ignora la sustitución del hombre por la mujer. Es todo muy curioso y complicado, Watson. —¿Y por qué quiere usted seguir adelante? ¿Qué va a ganar con ello? —¿Qué voy a ganar, Watson? Es el arte por el arte. Supongo que, durante su doctorado, usted también estudiaría bastantes casos sin pensar en la paga. —Pero me servía para aprender, Holmes. —Nunca se termina de aprender, Watson. La vida es una serie de lecciones, y las más importantes vienen al final. Este es un caso instructivo. No hay en él ni dinero ni prestigio, y sin embargo sería un placer resolverlo. Para cuando llegue la noche, debemos haber avanzado un paso más en nuestra investigación. Cuando regresamos a casa de la señora Warren, la penumbra de la tarde invernal londinense se había espesado, convirtiéndose en un monótono telón gris, interrumpido tan solo por los brillantes cuadrados amarillos de las ventanas y los halos borrosos de las farolas de gas. Mientras atisbábamos desde la sala a oscuras de la casa de huéspedes, una nueva luz mortecina brilló a cierta altura en la oscuridad. —Alguien se mueve en aquella habitación —susurró Holmes, acercando a la ventana su rostro demacrado y ansioso—. Sí, distingo su sombra. ¡Ahí está otra vez! Lleva una vela en la mano. Ahora está mirando hacia aquí. ¡Quiere asegurarse de que ella está preparada! ¡Ya comienzan las señales! Tome usted también el mensaje, Watson, para que podamos comparar uno con otro. Un solo resplandor…, eso es una «A», sin duda. Vamos a ver… ¿cuántos ha contado usted? ¿Veinte? Yo también. Eso sería una «T». «AT»… eso, de momento, se entiende. ¡Otra «T»! Debe de ser el comienzo de una segunda palabra. Veamos ahora… «TENTA». Y se ha parado. Eso no puede ser todo, ¿eh, Watson? «ATTENTA». Eso no tiene sentido. Ni tampoco dividido en tres palabras: «AT-TEN-TA»… a menos que «T. A.» sean las iniciales de una persona. ¡Empieza otra vez! ¿Qué es esto? «ATTE»…, ¡pero si es otra vez el mismo mensaje! Qué curioso, Watson, qué curioso… ¡Ahí va otra vez! AT… ¡pero si lo está repitiendo por tercera vez! ¡«ATTENTA» tres veces! ¿Cuántas veces más lo va a repetir? No, esto parece el final. Se ha retirado de la ventana. ¿Qué le parece, Watson? —Un mensaje en clave, Holmes. De pronto, mi compañero soltó una brusca risita de comprensión. —¡Y no muy difícil de descifrar, Watson! ¡Pero si es italiano! La terminación en A corresponde al femenino. «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!» ¿Qué opina, Watson? —Creo que ha dado en el clavo. —No le quepa duda. Se trata de un mensaje muy urgente, repetido tres veces para recalcar su importancia. Pero ¿de qué hay que tener cuidado? ¡Un momento! ¡Ha vuelto a la ventana! De nuevo vimos la confusa silueta de un hombre agazapado y el resplandor de la llamita en la ventana, reanudando las señales. Más rápidas que las anteriores, que resultaba difícil seguirlas. —«PERICOLO»… ¿Pericolo? ¿Qué significa eso, Watson? ¡Ah! «Peligro», ¿no es cierto? ¡Sí, por Júpiter! ¡Es una señal de peligro! ¡Ahí va otra vez! «PERI…». ¿Eh? ¿Qué demonios? La luz se había apagado de repente, el recuadro iluminado de la ventana había desaparecido, y el tercer piso formaba una negra franja en torno al elegante edificio, con su brillante fachada delantera. El último grito de advertencia se había cortado de cuajo. ¿Quién y cómo lo había hecho? A los dos se nos ocurrió la misma idea en el mismo instante. Holmes se puso en pie de un salto, apartándose de la ventana junto a la cual había permanecido agazapado. —¡Esto es grave, Watson! —exclamó—. ¡Algo terrible está ocurriendo allí! ¿Por qué habría de interrumpirse el mensaje de esa manera? Habría que avisar a Scotland Yard…, pero el asunto es demasiado apremiante como para marcharse de aquí. —¿Quiere que vaya yo a avisar a la policía? —Antes hay que definir la situación un poco mejor. Todavía podría tener una interpretación más inocente. Venga, Watson, crucemos la calle y veamos qué sacamos en limpio. II Mientras avanzábamos a paso ligero por Howe Street, volví la mirada hacia el edificio que acabábamos de abandonar. Y allí, recortada borrosamente en la ventana del último piso, pude ver la silueta de una cabeza, una cabeza de mujer que miraba tensa y rígida hacia la oscuridad, esperando sin aliento que se reanudara el mensaje interrumpido. En la puerta de la casa de apartamentos de Howe Street, apoyado en la barandilla, había un hombre embozado en gabán y bufanda, que dio un respingo cuando la luz del vestíbulo iluminó nuestros rostros. —¡Holmes! —¡Caramba, Gregson! —exclamó mi compañero mientras estrechaba la mano al inspector de Scotland Yard—. ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Qué le trae por aquí? —Sospecho que lo mismo que le ha traído a usted —respondió Gregson—. Lo que no logro imaginar es cómo se ha metido usted en esto. —Diferentes hilos, pero que conducen a la misma maraña. He estado captando las señales. —¿Qué señales? —Las que se han hecho desde esa ventana. Se han cortado a la mitad, y hemos venido a averiguar por qué. Pero, puesto que el caso está en sus manos, no veo razón para que nosotros sigamos adelante. —¡Un momento! —dijo Gregson en tono ansioso—. Para ser sincero, señor Holmes, jamás ha habido un caso en el que no me haya sentido más fuerte teniéndole a usted a mi lado. Este edificio no tiene más que una salida, así que le tenemos cogido. —¿A quién? —Vaya, vaya, por una vez le llevamos ventaja, señor Holmes. Tiene que concedernos este punto —y mientras decía esto, dio un golpe seco en el suelo con el bastón, y un cochero, con el látigo en la mano, saltó de un carruaje estacionado al otro lado de la calle—. Permítame que le presente al señor Sherlock Holmes —le dijo Gregson al cochero—. Y este es el señor Leverton, de la agencia norteamericana Pinkerton. —¿El héroe del misterio de la cueva de Long Island? —dijo Holmes—. Señor, es un placer conocerlo. El norteamericano, un joven tranquilo, serio, bien afeitado y de facciones marcadas, se sonrojó al oír aquellas palabras de elogio. —Estoy siguiendo la pista de mi vida, señor Holmes —dijo—. Si logro atrapar a Gorgiano… —¿Cómo? ¿Gorgiano, el del Círculo Rojo? —Vaya, veo que su fama ha llegado a Europa. Pues en Norteamérica sabemos todo lo que hay que saber de él. Sabemos que ha intervenido en cincuenta asesinatos, y sin embargo no disponemos de ninguna prueba concreta para acusarle. Le he venido siguiendo la pista desde Nueva York, y durante una semana que llevamos en Londres me he mantenido siempre cerca de él, esperando cualquier excusa para echarle la mano al cuello. El señor Gregson y yo le hemos seguido hasta este edificio de apartamentos que solo tiene una puerta, así que no puede escabullírsenos. Desde que él entró han salido tres personas, pero podría jurar que ninguna de ellas era él. —El señor Holmes decía algo de unas señales —intervino Gregson—. Y me imagino que, como de costumbre, sabe un montón de cosas que nosotros ignoramos. En pocas y elocuentes palabras, Holmes explicó la situación, tal como nosotros la veíamos. El norteamericano dio una palmada que expresaba frustración. —¡Nos ha ganado la partida! —¿Qué le hace pensar eso? —Bueno, eso parece, ¿no? Ahí lo tenemos, enviando mensajes a un cómplice…, hay varios miembros de su banda en Londres…, y de pronto, justo cuando, según cuenta usted, les estaba avisando de que hay peligro, el mensaje se interrumpe. ¿Qué puede significar eso sino que nos ha visto desde la ventana, o bien que de alguna manera se ha dado cuenta de lo inminente que era el peligro, y se ha puesto en acción de inmediato con el fin de evitarlo? ¿Qué sugiere usted, señor Holmes? —Que subamos ahora mismo y lo veamos con nuestros propios ojos. —Pero no tenemos una orden de detención. —Se encuentra en una vivienda desocupada, en circunstancias sospechosas —dijo Gregson—. Con eso bastará por el momento. Cuando le tengamos bien agarrado, ya veremos si los de Nueva York pueden ayudarnos a mantenerlo encerrado. Yo asumo la responsabilidad de detenerlo ahora. Nuestros agentes de policía pueden fallar por el lado de la inteligencia, pero jamás por el del valor. Gregson subió las escaleras para detener a aquel asesino sanguinario con la misma tranquilidad y el mismo aire pausado con que habría subido las escaleras de las oficinas de Scotland Yard. El agente de Pinkerton había intentado adelantársele, pero Gregson se lo había impedido con el codo. Los peligros de Londres eran privilegio de la policía de Londres. La puerta del apartamento del tercero izquierda estaba entornada. Gregson la abrió de un empujón. En el interior reinaban el silencio y la oscuridad más absolutos. Encendí una cerilla, y con ella la linterna del inspector. Cuando la llamita se convirtió en una llama estable, todos soltamos una exclamación de sorpresa. Sobre el entarimado del suelo sin alfombrar se veía un rastro de pisadas ensangrentadas. Aquella roja pista apuntaba en nuestra dirección, procedente de una habitación interior, cuya puerta estaba cerrada. Gregson la abrió de par en par y sostuvo la linterna delante de él, mientras todos los demás atisbábamos ansiosos por encima de sus hombros. En medio del suelo de la habitación vacía yacía la figura encogida de un hombre gigantesco, con el rostro moreno y afeitado contraído en una horrible mueca y la cabeza rodeada por un espantoso halo rojo de sangre, que se extendía en un amplio y húmedo círculo sobre el blanco entarimado. Tenía las rodillas levantadas, las manos extendidas en un gesto de agonía, y en el centro de su robusto cuello, vuelto hacia arriba, sobresalían las cachas blancas de un cuchillo clavado hasta la empuñadura. Al recibir aquel terrible golpe, el gigante debía de haberse desplomado como un buey abatido por el mazo del matarife. En el suelo, junto a su mano derecha, había un impresionante puñal de dos filos con empuñadura de asta y un guante negro de piel de cabritillo. —¡Por San Jorge! ¡Si es el mismísimo Gorgiano el Negro! —exclamó el detective americano—. ¡Alguien se nos ha adelantado! —Ahí está la vela, junto a la ventana —dijo Gregson—. Pero ¿qué está usted haciendo, Holmes? Holmes había atravesado la habitación, había encendido la vela y la estaba moviendo de un lado a otro frente a la ventana. Luego se puso a escudriñar la oscuridad, apagó la vela de un soplido y la tiró al suelo. —Creo que esto nos servirá de ayuda —dijo. A continuación, cruzó de nuevo la habitación y se quedó de pie, sumido en profundas reflexiones, mientras los dos profesionales examinaban el cadáver—. Antes dijo usted que habían salido tres personas de la casa mientras ustedes vigilaban abajo —dijo por fin—. ¿Se fijó bien en ellas? —Claro que me fijé. —¿Alguna de ellas era un hombre de unos treinta años, moreno, de estatura media y con barba negra? —Sí. Fue el último en salir. —Ese es su hombre, estoy seguro. Puedo darles su descripción, y tenemos una excelente muestra de las huellas de sus pies. Con eso debería bastarles. —No es gran cosa, teniendo en cuenta que hay millones de personas en Londres. —Puede ser. Por eso pensé que lo mejor sería llamar a esta señora para que les ayude. Todos nos volvimos al oír aquellas palabras. En el marco de la puerta había una mujer alta y atractiva: la misteriosa inquilina de Bloomsbury. Avanzó despacio, con el rostro pálido y contraído por el miedo, y los ojos clavados con espanto en la oscura figura tendida en el suelo. —¡Le han matado! —gimió—. ¡Oh, Dio mió, le han matado ustedes! Pero, de pronto, la oí respirar a fondo y dio un salto en el aire, lanzando un grito de alegría. Empezó a bailar por toda la habitación, dando palmadas y soltando chispas de asombro y felicidad por sus ojos oscuros, mientras de sus labios brotaba un millar de curiosas exclamaciones en italiano. Resultaba terrible y asombroso ver a una mujer tan arrebatada de alegría ante semejante escena. De repente, se detuvo y nos miró a todos con mirada inquisitiva. —¡Pero ustedes…! Ustedes son de la policía, ¿verdad? Son ustedes los que han matado a Giuseppe Gorgiano, ¿no es así? —Somos de la policía, sí señora. La mujer buscó con la mirada entre las sombras de la habitación. —Pero entonces… ¿dónde está Gennaro? —preguntó—. Mi marido, Gennaro Lucca. Yo soy Emilia Lucca y venimos de Nueva York. ¿Dónde está Gennaro? Me acaba de llamar desde esta ventana, y he venido corriendo tan deprisa como he podido. —La he llamado yo —dijo Holmes. —¡Usted! ¿Cómo ha podido hacerlo? —Su clave no era nada difícil, señora, y su presencia aquí era muy conveniente. Yo sabía que no tenía más que transmitirle «Vieni» y usted acudiría sin dudarlo. La bella italiana miró a mi compañero con admiración. —No comprendo cómo sabe usted esas cosas —dijo—. Y Giuseppe Gorgiano… ¿Cómo es posible que…? —aquí se detuvo, y de pronto su rostro se iluminó de orgullo y satisfacción—. ¡Ahora lo comprendo! ¡Mi Gennaro! ¡Mi espléndido y maravilloso Gennaro, que me ha mantenido a salvo de todo daño, ha sido él, el que con su propia y fuerte mano ha matado al monstruo! ¡Oh, Gennaro, qué prodigioso eres! ¿Hay mujer que merezca un hombre así? —Bien, señora Lucca —dijo el prosaico Gregson, posando su mano sobre el antebrazo de la mujer con tan poco sentimiento como si se tratara de un rufián cualquiera de Notting Hill—. Todavía no tengo muy claro quién o qué es usted; pero ha dicho lo bastante como para dejar claro que tiene que acompañarme a Scotland Yard. —Un momento, Gregson —dijo Holmes—. Me da la impresión de que esta señora está tan ansiosa por proporcionarnos información como nosotros por obtenerla. ¿Se da usted cuenta, señora, de que su marido será detenido y juzgado por la muerte de este hombre que yace ante nosotros? Todo lo que usted diga podrá utilizarse como prueba en el juicio. Pero si usted está convencida de que él actuó por motivos no criminales, y cree que él desearía que se conocieran tales motivos, lo mejor que puede hacer por él es contarnos toda la historia. —Ahora que Gorgiano ha muerto, no tenemos miedo de nada —dijo ella—. Era un demonio, un monstruo, y no puede haber juez en el mundo capaz de castigar a mi marido por haberlo matado. —En ese caso —prosiguió Holmes—, sugiero que cerremos esta puerta, dejemos todo tal como lo hemos encontrado, acompañemos a esta señora a su habitación y no nos formemos una opinión hasta haber escuchado lo que tiene que decirnos. Media hora después, estábamos los cuatro sentados en el pequeño cuarto de estar de la signora Lucca, escuchando el extraordinario relato de los siniestros sucesos de cuyo final habíamos sido testigos. La mujer hablaba un inglés rápido y fluido, pero muy poco ortodoxo, que yo, por razones de claridad, he corregido gramaticalmente. —Nací en Posilipo, cerca de Nápoles —dijo—, y soy hija de Augusto Barelli, abogado ilustre que llegó a ser diputado de aquella provincia. Gennaro trabajaba para mi padre y yo me enamoré de él, como se habría enamorado cualquier mujer. Él no tenía dinero ni posición, nada más que su belleza, su fuerza y su coraje, así que mi padre se opuso a nuestro matrimonio. Nos escapamos juntos, nos casamos en Barí y vendimos mis joyas para conseguir el dinero con el que trasladarnos a América. Esto sucedió hace cuatro años, y desde entonces hemos vivido en Nueva York. »Al principio, la suerte nos sonrió. Gennaro tuvo ocasión de prestarle un servicio a un caballero italiano, le salvó de unos rufianes en un lugar llamado el Bowery, y así consiguió un amigo influyente. Se llamaba Tito Castalotte, y era socio principal de una gran empresa, Castalotte & Zamba, los mayores importadores de fruta de Nueva York. El signor Zamba está inválido, y nuestro nuevo amigo Castalotte ejercía todo el poder en la empresa, que tiene más de trescientos empleados. Le dio trabajo a mi marido, le hizo jefe de un departamento, y le demostró de mil maneras su afecto. El señor Castalotte era soltero, y creo que consideraba a Gennaro como a un hijo, mientras que mi marido y yo lo queríamos como a un padre. Habíamos alquilado y amueblado una casita en Brooklyn, y parecía que nuestro futuro estaba asegurado, cuando apareció esa nube negra que no tardaría en cubrir todo nuestro cielo. »Una noche, al regresar del trabajo, Gennaro vino acompañado por un compatriota. Se llamaba Gorgiano, y era también de Posilipo. Era un hombre gigantesco, como habrán podido comprobar ustedes al ver su cadáver. Y no solo tenía el cuerpo de un gigante, sino que todo en él era gigantesco, grotesco y aterrador. Su voz resonaba como un trueno en nuestra casita, y cuando gesticulaba al hablar parecía que no había espacio en la habitación para sus brazos. Sus pensamientos, sus emociones, sus pasiones, todo en él era exagerado y monstruoso. Hablaba, o más bien rugía, con tal energía que los demás no podían hacer otra cosa más que sentarse y escuchar, abrumados por aquel torrente de palabras. Sus ojos llameaban de tal manera que te sentías a su merced. Era un hombre terrible y portentoso. ¡Gracias a Dios que está muerto! »Volvió a nuestra casa una y otra vez. Pero yo me daba cuenta de que Gennaro se sentía tan incómodo como yo en su presencia. Mi pobre marido se quedaba sentado, pálido e indiferente, escuchando los incesantes desvarios acerca de política y cuestiones sociales que constituían el tema de conversación de nuestro visitante. Gennaro no decía nada, pero yo, que le conozco bien, podía leer en su rostro una clase de emoción que nunca había visto antes en él. Al principio, pensé que era puro desagrado. Pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que era más que simple desagrado. Era miedo, un miedo intenso, secreto y paralizante. Aquella noche, la noche en que advertí su terror, le rodeé con mis brazos y le imploré, por el amor que me tenía y por todo lo que él consideraba sagrado, que no me ocultara nada y me explicara por qué aquel gigante le tenía tan abatido. »Me lo contó, y mientras lo escuchaba se me iba helando el corazón. Mi pobre Gennaro, en sus tiempos de loca juventud, cuando todo el mundo parecía conjurado contra él y las injusticias de la vida le habían vuelto medio loco, se había afiliado a una sociedad secreta napolitana, el Círculo Rojo, relacionada con los antiguos carbonarios. Los juramentos y secretos de esta hermandad son terribles, y una vez que caes en su poder ya no hay escape posible. Cuando nos fugamos a América, Gennaro creyó que se había librado de aquello para siempre. Cuál no sería su espanto al encontrarse una noche en la calle al mismo hombre que le había iniciado en Nápoles, el gigante Gorgiano, un hombre conocido en el sur de Italia con el apodo de La Muerte, porque la sangre de sus crímenes le llegaba a los codos. Había llegado a Nueva York huyendo de la policía italiana, y ya había organizado en su nuevo país una sucursal de la terrible sociedad. Todo esto me contó Gennaro, y por último me enseñó una convocatoria que había recibido aquel mismo día, encabezada por un círculo rojo, avisándole de que tal día a tal hora se celebraría una reunión, y que se esperaba y exigía su presencia en ella. «Aquello ya era bastante malo, pero lo peor estaba aún por venir. Yo venía observando desde hacía algún tiempo que cuando Gorgiano venía a visitarnos por las noches, y lo hacía constantemente, me hablaba mucho a mí; e incluso cuando se dirigía a mi marido, aquellos terribles y llameantes ojos de fiera me miraban siempre a mí. Una noche, su secreto salió a relucir. Yo había despertado en él algo que él llamaba «amor»…, el amor de una fiera, de un salvaje… Llegó a casa cuando Gennaro aún no había regresado. Se metió por las buenas, me estrechó entre sus poderosos brazos, me aplastó con su abrazo de oso, me cubrió de besos y me suplicó que me escapara con él. Yo gritaba y forcejeaba, cuando Gennaro entró y se lanzó sobre él. Pero Gorgiano golpeó a Gennaro, dejándolo sin sentido, y huyó de la casa para no volver. Aquella noche habíamos adquirido un enemigo mortal. »Pocos días después, tuvo lugar la reunión y, por la cara que traía Gennaro al regresar, supe que algo espantoso había sucedido. Era peor de lo que yo jamás habría podido imaginar. La sociedad recaudaba sus fondos haciendo chantaje a italianos ricos y amenazándolos con represalias violentas si se negaban a pagar. Parece ser que Castalotte, nuestro amigo y benefactor, había sido una de las víctimas elegidas. Pero él se había negado a ceder ante sus amenazas y había dado aviso a la policía. Se decidió, pues, hacer un escarmiento con él para evitar que se rebelasen otras víctimas, y en la reunión se acordó volar su casa, con él dentro, con dinamita. Se echó a suertes para ver a quién le tocaba ejecutar la sentencia. Cuando metía la mano en la bolsa, Gennaro vio el rostro cruel de nuestro enemigo, que le sonreía. Y sin duda, todo estaba amañado de algún modo, porque lo que sacó fue el disco fatal con el Círculo Rojo, que le designaba para llevar a cabo el asesinato. Tenía que matar a su mejor amigo o exponerse, y exponerme a mí, a la venganza de sus camaradas. Entre sus diabólicos métodos figuraba el castigar a los que temían u odiaban golpeándolos no solo a ellos, sino también a sus seres queridos. Y esta certeza tenía abrumado a mi pobre Gennaro y le volvía medio loco de aprensión. «Permanecimos despiertos toda la noche, abrazados, dándonos fuerzas el uno al otro para afrontar las penalidades que se nos venían encima. El atentado debía llevarse a cabo a la noche siguiente. A mediodía, mi marido y yo estábamos ya viajando rumbo a Londres, pero no sin haber advertido del peligro a nuestro benefactor y haber proporcionado a la policía la suficiente información para que pudiera salvaguardar su vida en el futuro. »El resto, caballeros, lo saben por ustedes mismos. Estábamos seguros de que nuestros enemigos nos seguirían como si fueran nuestra propia sombra. Gorgiano tenía motivos particulares para vengarse, pero, aun sin ellos, sabíamos lo despiadado, astuto e infatigable que podía ser. Tanto en Italia como en América circulan multitud de historias sobre sus terribles poderes. Si alguna vez iba a hacer uso de ellos, sería ahora. Mi querido esposo aprovechó los pocos días de ventaja que habíamos conseguido con nuestra huida para procurarme un refugio en el que no pudiera alcanzarme ningún peligro. Mientras tanto, él tenía que disponer de libertad de movimientos para poder comunicarse con la policía norteamericana y con la italiana. Ni yo misma sé dónde y cómo ha estado viviendo. Las únicas noticias las recibía a través de los anuncios de un periódico. Pero una vez, al mirar por la ventana, vi dos italianos vigilando la casa, y comprendí que Gorgiano había conseguido de algún modo localizar nuestro escondite. Por fin, Gennaro me dijo, por medio del periódico, que me haría señales desde una ventana, pero cuando las señales llegaron no eran más que advertencias, y se interrumpieron de repente. Ahora me doy cuenta de que él sabía que Gorgiano le seguía muy de cerca, y gracias a Dios estaba preparado cuando por fin le alcanzó. Y ahora, caballeros, yo les pregunto si tenemos algo que temer de la Ley, si existe en el mundo un juez capaz de condenar a mi Gennaro por lo que ha hecho. —Bien, señor Gregson —dijo el norteamericano, mirando de frente al inspector—. No sé cuál será el punto de vista británico, pero apuesto a que en Nueva York el marido de esta dama recibiría un voto casi unánime de agradecimiento. —Tendrá que venir conmigo y hablar con el jefe —respondió Gregson—. Si se confirma lo que ha dicho, no creo que ni ella ni su esposo tengan nada que temer. Pero lo que no acabo de entender, señor Holmes, es cómo demonios se mezcló usted en este asunto. —Estudios, Gregson, estudios. Sigo buscando enseñanzas en la vieja universidad. Bien, Watson, ya tiene una muestra más de lo trágico y lo grotesco para añadir a su colección. Por cierto, aún no son las ocho, y hay noche de Wagner en el Covent Garden. Si nos damos prisa, podemos llegar a tiempo para el segundo acto. EL ÚLTIMO SALUDO Eran las nueve de la noche del 2 de agosto, el agosto más terrible de la historia del mundo. Ya entonces se podía pensar que la maldición divina estaba a punto de abatirse sobre un mundo degenerado, pues en el ambiente bochornoso y estancado se notaba un silencio impresionante y una vaga sensación de expectativa. El sol se había puesto hacía un buen rato, pero por el Oeste, a los lejos, se veía una larga línea de color rojo sangre que parecía una herida abierta. En lo alto relucían las estrellas, y por debajo, en la bahía, brillaban las luces de las embarcaciones. Los dos famosos alemanes estaban de pie junto al parapeto de piedra que bordeaba el sendero del jardín, dando la espalda a la casa baja y alargada, con grandes frontones, y mirando hacia el ancho tramo de playa que se extendía al pie del gran acantilado calizo en el que Von Bork, cual águila vagabunda, se había posado cuatro años atrás. Tenían las cabezas muy juntas y hablaban en tono bajo y confidencial. Desde abajo, las puntas encendidas de sus cigarros podrían haberse confundido con los ojos relucientes de algún maligno demonio que acechara en la oscuridad. Un hombre notable, este Von Bork, sin parangón entre todos los devotos agentes del Kaiser. Sus grandes cualidades habían sido la causa de que se le encomendara la misión en Inglaterra, la más importante de todas; pero, desde que se había hecho cargo de la misma, estas cualidades se habían ido haciendo cada vez más evidentes para la media docena de personas que estaban al corriente de la verdad. Una de estas personas era su actual acompañante, el barón Von Herling, secretario jefe de la embajada, cuyo potente automóvil Benz de 100 caballos bloqueaba el camino rural, aguardando para llevar a su propietario de regreso a Londres. —Si no he interpretado mal la marcha de los acontecimientos, lo más probable es que esté usted de vuelta en Berlín antes de una semana —estaba diciendo el secretario—. Y cuando llegue allí, querido Von Bork, creo que le sorprenderá el recibimiento que van a hacerle. Da la casualidad de que sé lo que se piensa en las altas esferas acerca de su labor en este país. El secretario era un hombre gigantesco, alto y corpulento, y hablaba con una lentitud y una pomposidad que constituían su principal baza en su carrera diplomática. Von Bork se echó a reír. —No es nada difícil engañarlos —comentó—. No es posible imaginar gente más dócil y más simple. —No estoy tan seguro de eso —dijo el otro, pensativo—. Tienen limitaciones sorprendentes y hay que aprender a tenerlas en cuenta. Esa misma simplicidad superficial constituye una verdadera trampa para el extranjero. La primera impresión que uno se lleva es que son absolutamente blandos. Y de pronto, uno tropieza con algo muy duro y se da cuenta de que ha llegado al límite y que tiene que adaptarse a esa realidad. Tienen, por ejemplo, esos convencionalismos insulares que, simplemente, hay que respetar. —¿Se refiere usted a los «buenos modales» y todas esas cosas? —preguntó Von Bork con un suspiro, como quien ha tenido que aguantar mucho. —Me refiero a los prejuicios británicos en todas sus curiosas manifestaciones. Como ejemplo, podría citar uno de mis peores tropiezos. Puedo permitirme el lujo de hablar de mis tropiezos porque usted conoce mi trabajo lo suficientemente bien como para estar al corriente de mis éxitos. Sucedió la primera vez que vine. Me invitaron a pasar un fin de semana en la casa de campo de un ministro del Gobierno. Las conversaciones fueron increíblemente indiscretas. Von Bork asintió. —He estado allí —dijo secamente. —Exacto. Pues bien, como es natural, envié a Berlín un resumen de la información. Por desgracia, nuestro buen canciller es un poco chapucero en esta clase de asuntos, y se le ocurrió hacer un comentario que demostraba que estaba informado de lo que se había dicho. Y, claro está, la pista conducía directamente a mí. No tiene usted idea del daño que eso me hizo. Le aseguro que en aquella ocasión no hubo nada de blando en nuestros anfitriones británicos. Tardé dos años en repararlo. En cambio, usted, con esa pose de deportista… —No, no la llame pose. Una pose es algo artificial y esto es completamente natural. Soy un deportista nato. Disfruto siéndolo. —Bueno, eso lo hace aún más eficaz. Usted compite en regatas con ellos, va de caza con ellos, juega al polo, participa en todos sus juegos, su tiro de caballos gana el premio del Olympia…, hasta he oído que ha llegado a boxear con los oficiales jóvenes. ¿Y cuál es el resultado? Nadie lo toma en serio. Es usted un «tipo simpático», un sujeto «bastante decente para ser alemán», un bebedor, trasnochador, juerguista e irresponsable. Y mientras tanto, esta apacible casa de campo es el foco de la mitad de las conspiraciones que se traman contra Inglaterra, y el joven caballero deportista es el agente secreto más astuto de toda Europa. Eso es genio, querido Von Bork. ¡Genio! —Me adula usted, barón. Aunque, desde luego, puedo asegurar que mis cuatro años en este país no han sido improductivos. Nunca le he enseñado mi pequeño almacén. ¿Le gustaría entrar a verlo un momento? La puerta del despacho daba directamente a la terraza. Von Bork la empujó, entró el primero y giró el interruptor de la luz eléctrica. A continuación, cerró la puerta detrás de la voluminosa figura que le seguía y corrió cuidadosamente la pesada cortina sobre la ventana enrejada. Solo después de tomar y repasar todas estas precauciones volvió su rostro bronceado y aguileño hacia su visitante. —Algunos de mis documentos ya no están aquí —dijo—. Cuando mi esposa y la servidumbre partieron ayer hacia Flessinga, se llevaron los menos importantes. Para los demás, por supuesto, tendré que solicitar la protección de la embajada. —Su nombre ya está inscrito como miembro del personal. Ni usted ni su equipaje tendrán ningún problema. Por supuesto, también es posible que no tengamos que irnos. Puede que Inglaterra abandone a Francia a su suerte. Estamos seguros de que no existe entre ellas ningún tratado vinculante. —¿Y Bélgica? —Con Bélgica, lo mismo. Von Bork meneó la cabeza. —Eso ya no lo veo tan claro. Ahí sí que existe un tratado concreto. Inglaterra jamás se recuperaría de semejante humillación. —Por lo menos, tendría paz de momento. —¿Y su honor? —¡Bah! Señor mío, vivimos en una época utilitarista. El honor es un concepto medieval. Además, Inglaterra no está preparada. Resulta inconcebible, pero ni siquiera nuestro impuesto especial de guerra de cincuenta millones, que cualquiera pensaría que dejaba nuestros propósitos tan claros como si los hubiéramos anunciado en la primera página del Times, ha conseguido despertar a esta gente de su letargo. De vez en cuando, alguien hace una pregunta, y mi tarea consiste en inventar una respuesta. También de vez en cuando, se produce alguna irritación y mi tarea entonces consiste en suavizarla. Pero le puedo asegurar que en las cuestiones esenciales, como almacenamiento de municiones, preparativos contra los ataques de submarinos, instalaciones para fabricar explosivos potentes, etcétera, no hay nada preparado. ¿Cómo va a poder intervenir Inglaterra, sobre todo después del potaje diabólico que le hemos cocinado con la guerra civil en Irlanda, los energúmenos rompiendo ventanas y sabe Dios cuántas cosas más, para que su atención se mantenga ocupada en la propia casa? —Tiene que pensar en su futuro. —¡Ah, esa es otra cuestión! Supongo que, con vistas al futuro, tenemos planes muy concretos para Inglaterra, y en este aspecto la información que usted ha conseguido resultará fundamental. Ya sea hoy o mañana, tendremos que vérnoslas con míster John Bull. Si prefiere que sea hoy, estamos perfectamente preparados. Si lo quiere dejar para mañana, estaremos más preparados aún. Tal como yo lo veo, más les valdría luchar teniendo aliados que sin tenerlos, pero eso es asunto suyo. Esta semana se decide su destino…, pero me estaba usted hablando de sus documentos. En el rincón más lejano de la espaciosa habitación, revestida de planchas de roble y repleta de libros, colgaba una cortina. Al descorrerla, quedó al descubierto una gran caja fuerte con refuerzos de latón. Von Bork desprendió de la cadena de su reloj una llavecita y, tras largas manipulaciones con la cerradura, abrió la pesada puerta. —¡Mire! —dijo, apartándose a un lado y haciendo un gesto con la mano. La luz cayó de lleno sobre el interior de la caja abierta, y el secretario de la embajada contempló con interés absorto las hileras de archivadores llenos de documentos que la ocupaban. Cada archivador tenía un rótulo, y al pasar la mirada por ellos leyó una larga serie de títulos como «Vados», «Defensas portuarias», «Aeroplanos», «Irlanda», «Egipto», «Fortificaciones de Portsmouth», «El Canal», «Rosyth» y muchos más. Todos los compartimientos estaban abarrotados de papeles y planos. —¡Colosal! —exclamó el secretario, dejando a un lado su cigarro y aplaudiendo suavemente con sus gordinflonas manos. —Y todo en cuatro años, barón. No está nada mal para un provinciano borrachín y jinete empedernido. Pero la joya de mi colección está al llegar, y ya le tengo preparado su sitio —señaló un espacio que llevaba el rótulo de «Código de señales de la Marina». —Pero ahí ya tiene una buena cantidad de documentación. —Toda anticuada e inservible. De alguna manera, el Almirantazgo ha captado la alarma y ha cambiado todos los códigos. Ha sido un mal golpe, barón, el peor contratiempo de toda mi campaña. Pero gracias a mi talonario de cheques y al bueno de Altamont, esta noche se arreglará todo. El barón consultó su reloj y emitió una exclamación gutural de desencanto. —Vaya, no puedo quedarme aquí más tiempo. Ya se imaginará usted que ahora mismo hay mucho movimiento en Carlton Terrace, y todos tenemos que estar en nuestros puestos. Me habría gustado poder llevar la noticia de este gran golpe suyo. ¿No le ha dicho Altamont a qué hora vendría? Von Bork le alargó un telegrama: Iré esta noche sin falta con las bujías nuevas. Altamont. —Conque bujías, ¿eh? —Verá, él se hace pasar por técnico de motores, y yo tengo un garaje muy bien provisto. En nuestro código, todo aquello que puede presentarse tiene el nombre de algún repuesto. Si se habla de un radiador, se trata de un acorazado; si de una bomba de aceite, es un crucero, y así todo. Las bujías son los códigos de señales. —Enviado desde Portsmouth a mediodía —dijo el secretario, examinando la primera línea del impreso—. Por cierto, ¿cuánto le paga? —Por este trabajo concreto, quinientas libras. Pero, por supuesto, tiene también un salario fijo. —¡Qué granuja avariento! Estos traidores son útiles, pero me duele pagarles por su traición. —A mí no me duele nada pagar a Altamont. Trabaja de maravilla. Le pago muy bien, pero él entrega la mercancía, por decirlo con sus propias palabras. Además, no es ningún traidor. Le aseguro que el más pangermánico de nuestros prusianos es una tierna paloma en sus sentimientos hacia Inglaterra comparado con un verdadero fanático irlandés-americano. —Ah, ¿así que es un irlandés-americano? —Si le oyera usted hablar, no lo pondría en duda. Le aseguro que a veces me cuesta trabajo entenderlo. Parece que no solo ha declarado la guerra al Rey de Inglaterra sino también al idioma inglés. ¿De verdad tiene usted que irse? Puede llegar en cualquier momento. —No, lo siento, pero ya me he quedado demasiado tiempo. Le esperamos mañana a primera hora, y cuando ese código de señales haya pasado por la puertecita de la escalinata del duque de York, podrá usted poner un triunfal colofón en su hoja de servicios en Inglaterra. ¡Caramba! ¡Tokay! El secretario señaló una botella con grueso precinto de lacre y cubierta de polvo, que se encontraba sobre una bandeja junto con dos copas. —¿Puedo ofrecerle una copa antes de que se marche? —No, gracias. Pero esto me huele a francachela. —Altamont tiene muy buen gusto en cuestión de vinos, y se ha aficionado a mi tokay. Es un tipo muy susceptible y hay que seguirle la corriente en ciertas cosillas. Tengo que estudiarlo, se lo aseguro. Habían salido de nuevo a la terraza, avanzando hasta su extremo más alejado, donde, en respuesta a un toque del conductor, el gran automóvil había empezado a agitarse y ronronear. —Supongo que aquellas son las luces de Harwich —dijo el secretario, poniéndose su guardapolvo—. ¡Qué tranquilo y apacible se ve todo! Pero es posible que antes de una semana se vean otras luces, y que la costa inglesa parezca menos apacible. Y tampoco los cielos estarán tan tranquilos como ahora si llega a hacerse realidad todo lo que nos promete el bueno de Zeppelin. Por cierto, ¿quién es esa? Detrás de ellos solo había una ventana iluminada. En ella se veía una lámpara de pie y, junto a ella, sentada ante una mesa, había una ancianita coloradota con una cofia campesina. Estaba encorvada sobre su labor de punto, que interrumpía de vez en cuando para acariciar a un enorme gato negro que descansaba a su lado sobre un taburete. —Esa es Martha, la única sirvienta que me queda. El secretario dejó escapar una risita. —Casi podría ser un símbolo de la Gran Bretaña —dijo—, con su absoluta concentración y su aspecto general de confortable somnolencia. ¡Bien, Von Bork, au revoir! Haciendo un último saludo con la mano, se introdujo en el coche; un momento después, los dos conos dorados de los faros se dispararon a través de la oscuridad. El secretario se recostó en los cojines de la lujosa limusina, con su pensamiento tan absorto en la inminente tragedia europea que ni se dio cuenta de que, al torcer para tomar la calle del pueblo, su automóvil estuvo a punto de chocar con un pequeño Ford que venía en dirección contraria. Cuando la luz de los faros del coche se perdió en la distancia, Von Bork regresó a su despacho caminando a paso lento. Al pasar, se fijó en que su anciana ama de llaves había apagado la lámpara y se había retirado. El silencio y la oscuridad que reinaban en su espaciosa mansión eran para él una experiencia nueva, ya que su familia y su servidumbre habían formado un grupo bastante numeroso. Sin embargo, era un alivio pensar que todos ellos se encontraban a salvo y que, exceptuando a la anciana, que hasta entonces había estado en la cocina, tenía toda la casa para él solo. Había que hacer una buena limpieza en el despacho y puso manos a la obra hasta que su rostro inteligente y atractivo enrojeció a causa del calor de los documentos que ardían. Junto a la mesa tenía una maleta de cuero, y en ella empezó a colocar, de manera muy ordenada y sistemática, el precioso contenido de su caja fuerte. Sin embargo, apenas había iniciado esta tarea cuando sus sensibles oídos captaron el lejano sonido de un coche. Al instante, soltó una exclamación de satisfacción, apretó las correas de la maleta, cerró con llave la caja fuerte y salió corriendo a la terraza, justo a tiempo de ver las luces de un pequeño automóvil que se detenía ante la puerta. Un pasajero saltó del coche y se dirigió con rapidez hacia él, mientras el conductor, un hombre corpulento y de edad avanzada con bigote gris, se arrellanaba en un asiento como resignándose a una larga espera. —¿Y bien? —preguntó Von Bork con ansiedad, corriendo al encuentro de su visitante. A modo de respuesta, el hombre hizo ondear sobre su cabeza un paquetito en papel de estraza. —Esta noche sí que podemos chocarla a gusto, colega —exclamó—. Aquí traigo por fin el mogollón. —¿Las señales? —Como le decía en mi cable. Todas y cada una: semáforo, linternas, radiogramas…, copias, claro está, no las originales. Eso habría sido demasiado peligroso. Pero es un artículo fetén, puede usted apostar por eso —dijo, palmeando al alemán en el hombro con una familiaridad tan brusca que sobresaltó a este. —Entremos —dijo Von Bork—. Estoy solo en casa y no esperaba más que esto. Desde luego, una copia es mejor que el original. Si se echara en falta el original, volverían a cambiarlo todo. ¿Cree usted que podemos fiarnos de esta copia? El irlandés-americano había entrado en el despacho, sentándose en una butaca y estirando sus largos miembros. Era un hombre alto y demacrado, de unos sesenta años, de facciones bien marcadas y con una barbita de chivo que le daba un cierto parecido con las caricaturas del Tío Sam. De la comisura de su boca colgaba un cigarro muy chupado, a medio fumar, y al sentarse raspó una cerilla para volverlo a encender. —Preparando la mudanza, ¿eh? —comentó, mirando a su alrededor—. Oiga, amigo —añadió cuando sus ojos se posaron en la caja fuerte, cuya cortina había quedado descorrida—, ¿no me irá a decir que guarda sus papeles en esa cosa? —¿Por qué no? —Pero oiga, si ese cacharro es como si estuviera abierto. ¡Y dicen que es usted todo un señor espía! Cualquier chorizo yanqui lo abriría con un abrelatas. Si llego a saber que mis cartas iban a estar tiradas por ahí en un chisme como ese, a buenas horas iba yo a jugármela escribiéndole. —Me gustaría ver a un ladrón intentando forzar esa caja fuerte —respondió Von Bork—. No hay herramienta que corte ese metal. —¿Y la cerradura? —Tampoco; es de doble combinación. ¿Sabe lo que es eso? —Que me registren —respondió el americano. —Pues significa que, para que la cerradura funcione, hace falta una palabra clave y un conjunto de números —se levantó para enseñarle un doble círculo giratorio que rodeaba el ojo de la cerradura—. La rueda de fuera es para las letras, y la de dentro para los números. —Vaya, vaya, qué fenómeno. —Ya ve que no es tan fácil como usted pensaba. La mandé construir hace cuatro años. ¿Y a que no adivina qué palabra y qué números elegí como clave? —Ni idea. —Pues elegí la palabra «agosto» y la cifra 1914, precisamente la fecha actual. El rostro del americano dio muestras de sorpresa y admiración. —¡Caramba, qué tío más listo! ¡Eso es afinar! —Pues sí; ya desde entonces, unos pocos de nosotros llegamos a pronosticar hasta la fecha. La fecha ha llegado, y mañana mismo por la mañana echo el cierre. —Vale, pero también conmigo tendrá que ajustar cuentas. No voy a quedarme en este maldito país más solo que la una. Tal como yo lo veo, en menos de una semana John Bull va a plantarse sobre sus patas traseras para liarse a zarpazos. Preferiría poder mirarlo desde el otro lado del charco. —Pero usted es ciudadano americano. —¿Y qué? También Jack James era ciudadano americano, y ahí lo tiene, cumpliendo condena en Portland. De poco vale decirle a la bofia inglesa que uno es ciudadano americano. «Aquí se cumplen las leyes y el orden británicos», le dirán. A propósito, amigo, y ya que hablamos de Jack James, se me ocurre que no hace usted gran cosa para proteger a sus hombres. —¿Qué quiere decir? —preguntó Von Bork en tono áspero. —Pues bueno, usted es el jefe, ¿no? Es cosa suya procurar que no los pillen. Pero los van pillando, ¿y qué hace usted por sacarlos? Ahí está James… —Lo de James fue culpa suya, y usted lo sabe. Era demasiado terco para este trabajo. —James era un tarugo, en eso estoy de acuerdo. Pero también está Hollis. —Ese hombre estaba loco. —Bueno, al final sí que estaba un poco sonado. Cuando uno tiene que estar representando un papel de la mañana a la noche, con cien tíos dispuestos a darle el chivatazo a la bofia, no es raro que acabe majareta. Pero ¿qué me dice de Steiner? Von Bork se estremeció violentamente y su rostro rubicundo se volvió un tanto más pálido. —¿Qué pasa con Steiner? —Pues nada, que lo pillaron, ni más ni menos. Anoche registraron su garito, y ahora él y sus papeles están en el penal de Portsmouth. Usted se larga, mientras el pobre diablo paga los platos rotos, y suerte tendrá si sale con vida. Por eso mismo quiero cruzar el charco en cuando usted se las pire. Von Bork era un hombre duro e impasible, pero se advertía con facilidad que la noticia le había trastornado. —¿Cómo han podido descubrir a Steiner? —murmuró—. Este es el peor golpe que hemos sufrido. —Pues a punto hemos estado de recibir uno aún peor, porque creo que no me andan muy lejos. —¡No puede ser! —Lo que yo le diga. Estuvieron haciéndole preguntas a mi casera, allá en Fratton, así que, cuando me enteré, me dije que ya iba siendo hora de ahuecar el ala. Pero lo que me gustaría saber, señor mío, es cómo llega la bofia a enterarse de estas cosas. Steiner es el quinto hombre que pierde desde que yo fiché por usted, y si no me muevo deprisa, ya sé quién va a ser el sexto. ¿Cómo se lo explica? ¿Y no le da vergüenza ver cómo van cayendo sus hombres? Von Bork se puso encarnado. —¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —Mire usted: si yo no fuera atrevido, no estaría trabajando para usted. Pero le voy a decir sin rodeos lo que me ronda por la cabeza. He oído decir que ustedes, los políticos alemanes, cuando un agente ha cumplido ya su tarea, no tienen reparos en quitárselo de encima. Von Bork se puso en pie de un salto. —¿Se atreve a insinuar que yo mismo he delatado a mis propios agentes? —Yo no digo tanto, señor mío, pero en alguna parte hay un chivato o un traidor, y a usted le toca descubrir dónde. De cualquier manera, yo no pienso correr más riesgos. Me las piro a la vieja Holanda, y cuanto antes, mejor. Von Bork había logrado dominar su cólera. —Llevamos demasiado tiempo siendo aliados como para que empecemos a pelearnos precisamente en el momento de la victoria —dijo—. Ha realizado usted un trabajo espléndido y peligroso, y eso no puedo olvidarlo. Me parece muy bien que se vaya a Holanda. En Rotterdam podrá tomar un barco a Nueva York. Dentro de una semana, ninguna otra línea será segura. Bien, me haré cargo de ese libro y lo empaquetaré con lo demás. El americano aún tenía en la mano el libro, pero no hizo ningún ademán de entregarlo. —¿Y qué hay de la pasta? —preguntó. —¿La qué? —La tela. La guita. Los quinientos papeles. A última hora, el artillero se puso de lo más chungo, y tuve que untarlo con cien dólares de más, porque, si no, nos deja colgados. «¡Ni hablar!», me dijo, y lo decía en serio; pero con los últimos cien se apañó la cosa. Así que, entre pitos y flautas, el asunto me ha salido por doscientas libras, conque no piense que se lo voy a entregar sin recibir mi tajada. Von Bork sonrió con cierta amargura. —No parece que tenga usted una opinión muy elevada de mi honor —dijo—. ¿Así que quiere cobrar antes de entregar el libro? —Venga tío, los negocios son los negocios. —Muy bien. Como usted quiera —se sentó a la mesa y rellenó un cheque, arrancándolo del talonario, pero sin entregárselo a su interlocutor—. En fin, puesto que vamos a tratar en estos términos, no veo por qué debería yo fiarme de usted más de lo que usted se fía de mí. ¿Entiende? —añadió, girando la cabeza para mirar al americano por encima del hombro—. Aquí dejo el cheque, encima de la mesa. Pero reclamo el derecho a examinar el paquete antes de que usted recoja el dinero. El americano se lo entregó sin decir una sola palabra. Von Bork desató la cuerda y deshizo dos envoltorios de papel. Y tuvo que sentarse, mudo de asombro, contemplando el librito azul que tenía ante sus ojos. En la portada, impreso en letras doradas, se leía: Manual práctico del apicultor. El maestro de espías no tuvo más que un instante para mirar aquel extraño e irrelevante título. Al instante siguiente, una garra de hierro lo sujetó por la nuca, y alguien apretó contra su rostro contorsionado una esponja empapada en cloroformo. * * * —¿Otra copa, Watson? —dijo Sherlock Holmes, acercando la botella de tokay imperial. El corpulento conductor, que se había sentado a la mesa, adelantó su copa con entusiasmo. —Es un buen vino, Holmes. —Un vino extraordinario, Watson. Este amigo que tenemos en el sofá me ha asegurado que procede de la bodega especial de Francisco José, en el Palacio de Schónbrunn. ¿Le importaría abrir la ventana? Los vapores del cloroformo no sientan nada bien al paladar. La caja fuerte estaba abierta de par en par y Holmes estaba de pie delante de ella, sacando un archivo tras otro, examinando rápidamente su contenido y colocándolos con mucho cuidado en la maleta de Von Bork. El alemán estaba tumbado en el sofá, roncando ruidosamente, con los brazos sujetos con una correa y las piernas con otra. —No tenemos ninguna prisa, Watson. Nadie nos va a interrumpir. ¿Me hace el favor de tocar el timbre? No hay nadie en la casa, excepto la vieja Martha, que ha representado su papel de un modo admirable. Lo primero que hice al encargarme del caso fue conseguirle esta colocación. Ah, Martha, le alegrará saber que todo ha salido bien. La simpática anciana había aparecido en el umbral de la puerta. Saludó a Holmes con una reverencia y una sonrisa, pero se quedó mirando con cierta aprensión a la figura tendida en el sofá. —Todo va bien, Martha. No ha sufrido ningún daño. —Me alegro, señor Holmes. Dentro de lo que cabe, ha sido un buen patrón. Ayer quería que me marchara a Alemania con su señora, pero, claro, eso no habría convenido a sus planes, ¿verdad, señor Holmes? —Desde luego que no, Martha. Mientras usted estuviera aquí, yo podía sentirme tranquilo. Esta noche hemos tenido que esperar bastante hasta que usted dio la señal. —Fue por culpa del secretario, señor. —Ya lo sé. Nos cruzamos con su coche. —Creí que nunca se iría. Y sabía que no entraba en sus planes encontrárselo aquí. —Nada en absoluto. Bueno, lo único que ha pasado es que hemos tenido que esperar una media hora hasta que vimos su lámpara y comprendimos que no había moros en la costa. Mañana puede presentarme su informe en el Hotel Claridge’s de Londres. —Muy bien, señor. —Supongo que lo tendrá todo dispuesto para marcharse. —Sí, señor. Hoy ha echado siete cartas al correo. Como siempre, he copiado las direcciones. —Excelente, Martha. Mañana les echaré un vistazo. Buenas noches. Cuando la anciana hubo desaparecido, Holmes continuó: —Estos papeles no tienen demasiada importancia, ya que, como es natural, la información que contienen ya fue enviada hace mucho tiempo al gobierno alemán. Estos son los originales, que no podían sacarse del país sin peligro. —O sea, que no sirven para nada. —Yo no diría tanto, Watson. Por lo menos, servirán para que nuestra gente sepa lo que ellos saben y lo que no. Además, le diré que muchos de estos papeles le llegaron por mediación mía, y no es preciso añadir que no merecen ningún crédito. ¡Cómo alegraría mis años de decadencia el ver un crucero alemán navegando por el canal de Solent fiándose del plano del campo de minas que yo les proporcioné! Pero ¿qué tal usted, Watson? —interrumpió su trabajo y cogió a su viejo amigo por los hombros—. Apenas he tenido ocasión de verle a la luz. ¿Cómo le han tratado los años? Parece el mismo buen mozo de siempre. —Me siento veinte años más joven, Holmes. Pocas veces me he sentido tan feliz como cuando recibí su telegrama pidiéndome que viniera a su encuentro en Harwich con el coche. Pero usted, Holmes…, ha cambiado muy poco…, excepto por esa horrenda barba de chivo. —Ya ve los sacrificios que uno tiene que hacer por su país, Watson —dijo Holmes, dando un tirón a su mechón de barba—. Pero mañana no quedará de ella más que un desagradable recuerdo. Con un buen corte de pelo y unos pocos arreglos de poca monta, estoy seguro de que mañana reapareceré en el Claridge’s tal como era antes de que me encasquetaran…, le pido perdón, Watson, parece que mi dominio del idioma ha desaparecido para siempre…, antes de que me encomendaran esta misión. —Pero ¿no se había retirado usted? Había oído decir que vivía como un ermitaño con sus abejas y sus libros en una pequeña granja del Sur. —Exacto, Watson. Y aquí tiene el fruto de mi cómoda holganza, la obra magna de mis últimos años —recogió el libro de encima de la mesa y leyó en voz alta el título completo—: Manual práctico del apicultor, con algunos comentarios acerca de la separación de la reina. Lo hice yo sólito. Contemplé el fruto de las noches de reflexión y los días de trabajo dedicados a observar las cuadrillas de pequeñas obreras, tal como en otros tiempos observaba el mundo del crimen en Londres. —¿Y cómo fue lo de volver al trabajo? —¡Ah, a mí mismo me sorprende con frecuencia! Habría podido resistirme al ministro de Asuntos Exteriores si hubiera sido solo él, pero cuando el propio Primer Ministro se dignó acudir a mi humilde morada… Lo cierto es, Watson, que este caballero del sofá resultaba demasiado listo para nuestra gente. Es una clase aparte. Las cosas iban mal, y nadie entendía por qué iban mal. Se encontraron sospechosos, e incluso se capturó a algún que otro agente, pero todo indicaba que existía una fuerza central, secreta y muy poderosa. Era absolutamente necesario descubrirla. No sabe cómo me presionaron para que me ocupara del asunto. Me ha costado dos años, Watson, pero no han estado escasos de emociones. Si le digo que inicié mi peregrinación en Chicago, que ingresé en una sociedad secreta de irlandeses en Buffalo, que les causé graves quebraderos de cabeza a los policías de Skibbareen, y que de este modo conseguí por fin que se fijara en mí un agente subalterno de Von Bork, que me recomendó como hombre que podía resultar útil, se dará usted cuenta de que el asunto era complicado. Desde entonces, he disfrutado del honor de su confianza, lo cual no ha impedido que la mayor parte de sus planes saliera ligeramente mal y que cinco de sus mejores agentes fueran a parar a la cárcel. Yo los tenía vigilados, Watson, y los iba agarrando en cuanto estaban maduros. Bien, señor, espero que se encuentre usted recuperado. Esta última frase iba dirigida al propio Von Bork, que, después de abundantes jadeos y parpadeos, se había quedado inmóvil escuchando el relato de Holmes. De pronto, con el rostro deformado por la pasión, estalló en un furioso torrente de insultos en alemán. Holmes continuó con su rápida inspección de los documentos, mientras su prisionero juraba y maldecía. —Aunque le falta musicalidad, el alemán es el más expresivo de los idiomas —comentó Holmes cuando Von Bork se calló de puro agotamiento—. ¡Caramba, caramba! —añadió, mirando fijamente la esquina de un dibujo antes de meterlo en la caja—. Esto va a meter a otro pájaro en la jaula. No me figuraba que este pagador fuese tan granuja, aunque ya hace tiempo que le tenía echada la vista encima. Señor Von Bork, va usted a tener que responder a muchas cosas. El prisionero se había incorporado en el sofá con alguna dificultad y miraba a su captor con una extraña mezcla de asombro y odio. —¡Me las pagará usted, Altamont! —dijo, hablando con deliberada lentitud—. Aunque me lleve toda la vida, me las pagará. —¡La vieja canción! —dijo Holmes—. ¡Cuántas veces la he escuchado en mis buenos tiempos! Era la tonadilla favorita del difunto y llorado profesor Moriarty. También al coronel Sebastian Moran le gustaba canturrearla. Y sin embargo, aquí me tiene, vivito y criando abejas en las tierras bajas del Sur. —¡Maldito seas, traidor por partida doble! —gritó el alemán, forcejeando con sus ligaduras y echando llamas asesinas por los ojos. —No, no; no soy tan malo como parece —dijo Holmes, sonriendo—. Como podrá deducir por mi manera de hablar, el señor Altamont de Chicago jamás existió en realidad. Resultaba útil, pero ya se ha esfumado. —Entonces, ¿quién es usted? —La verdad es que eso no tiene mayor importancia, pero ya que parece interesarle, señor Von Bork, puedo decirle que no es esta la primera vez que tengo tratos con miembros de su familia. En otros tiempos realicé bastantes trabajos en Alemania, y es probable que mi nombre le suene. —Me gustaría conocerlo —dijo el prusiano en tono feroz. —Pues yo fui el que llevó a cabo la separación entre Irene Adler y el difunto Rey de Bohemia, en la época en que su primo Heinrich era embajador imperial. Yo fui el que salvó al conde Von und Zu Grafenstein, hermano mayor de su madre, de ser asesinado por el nihilista Klopman. Yo fui… El asombro hizo incorporarse a Von Bork. —Solo puede ser un hombre —exclamó. —El mismo —dijo Holmes. Von Bork lanzó un gemido y se hundió de nuevo en el sofá. —¡Y la mayor parte de esa información me llegó a través de usted! —exclamó—. ¿Para qué vale? ¿Qué es lo que he hecho? ¡Esto es mi ruina para siempre! —Desde luego, es un poquitín inexacta —dijo Holmes—. Sería preciso verificarla, y tiene usted poco tiempo para verificaciones. Es posible que su almirante se encuentre con que los nuevos cañones son bastante más grandes que lo que él supone, y los cruceros tal vez sean un pelín más rápidos. Desesperado, Von Bork se llevó las manos a la garganta. —Hay todavía otros muchos detalles que, sin duda, saldrán a la luz en su debido momento. Pero usted posee una cualidad que es muy rara en un alemán, señor Von Bork: es usted un deportista, y estoy seguro de que no me guardará rencor cuando caiga en la cuenta de que, después de haber superado en ingenio a tantas personas, ha encontrado por fin una más lista que usted. Al fin y al cabo, usted ha hecho todo lo que ha podido por su país, y yo he hecho todo lo que he podido por el mío. ¿Hay algo más natural? Además —añadió en tono nada hostil, poniendo la mano sobre el hombro del hombre postrado—, esto es mejor que caer ante un adversario menos digno. Los papeles ya están listos, Watson. Si me ayuda con el prisionero, creo que podremos partir hacia Londres inmediatamente. No resultó fácil trasladar a Von Bork, que era un hombre fuerte y estaba desesperado. Por fin, agarrándolo cada uno por un brazo, los dos amigos lo llevaron muy despacio a través del jardín que tan orgullosa y confiadamente había recorrido pocas horas antes, mientras recibía las felicitaciones del famoso diplomático. Tras un breve forcejeo final, consiguieron dejarlo, todavía atado de pies y manos, en el asiento libre del pequeño automóvil, encajando junto a él su preciosa maleta. —Confío en que se encuentre usted tan cómodo como permiten las circunstancias —dijo Holmes cuando todo estuvo dispuesto—. ¿Pensará que me tomo muchas libertades si enciendo un cigarro y se lo coloco entre los labios? Pero el furioso alemán no estaba de humor para apreciar las atenciones. —Supongo que se da usted cuenta, señor Sherlock Holmes —dijo—, de que, si su gobierno lo respalda a usted en esta indignidad, ello equivaldría a un acto de guerra. —¿Y qué me dice de su gobierno y de todas estas indignidades? —dijo Holmes, dando unas palmaditas a la maleta. —Usted es un particular, y no tiene autoridad para detenerme. Todo este procedimiento es absolutamente ilegal e insultante. —Absolutamente —respondió Holmes. —Está secuestrando a un súbdito alemán. —Y robando sus documentos privados. —Ya veo que se dan cuenta de su situación, usted y este cómplice suyo. Si se me ocurriera gritar cuando pasemos por el pueblo… —Querido señor, si se le ocurriera hacer algo tan estúpido, lo más probable es que contribuyera a aumentar el limitado catálogo de nombres de tabernas de pueblo, añadiendo el de El prusiano ahorcado. Los ingleses son criaturas pacientes, pero en estos momentos su temperamento se encuentra un poco irritado, y no sería muy prudente poner a prueba su paciencia. No, señor Von Bork, usted se quedará callado como un hombre sensato y vendrá con nosotros a Scotland Yard, desde donde podrá avisar a su amigo, el barón Von Herling, para ver si aún puede ocupar esa plaza que le tiene reservada en el séquito de la embajada. En cuanto a usted, Watson, tengo entendido que se va a reincorporar usted a su antiguo servicio, así que Londres no le vendrá muy a trasmano. Quédese conmigo aquí en la terraza, porque esta puede que sea la última conversación tranquila que tengamos en nuestras vidas. Los dos amigos se enzarzaron durante algunos minutos en una charla íntima, rememorando una vez más los viejos tiempos, mientras su prisionero se esforzaba en vano por aflojar las ligaduras que le ataban. Cuando regresaban al coche, Holmes señaló hacia el mar iluminado por la luna y movió pensativo la cabeza. —Va a soplar viento del Este, Watson. —A mí no me lo parece, Holmes. Hace mucho calor. —¡El bueno de Watson! Es usted lo único inalterable en una época en la que todo cambia. Pero, aun así, va a soplar viento del Este, un viento como nunca se ha visto soplar en Inglaterra. Será un viento frío y crudo, Watson, y puede que muchos de nosotros nos apaguemos bajo su soplo. Pero, con todo, es Dios quien envía el viento, y cuando amaine la tormenta, el sol brillará sobre una tierra más limpia, mejor y más fuerte. Arranque, Watson, que ya es hora de que nos pongamos en marcha. Tengo aquí un cheque por valor de quinientas libras que habrá que cobrar cuanto antes, porque el firmante es muy capaz, si puede, de ordenar que no se pague.