RELATOS Sherlock Holmes 3 EL MISTERIO DE COPPER BEECHES El hombre que ama el arte por el arte —comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anuncios del Daily Telegraph—, suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad. —Y, sin embargo —dije yo, sonriendo—, no me considero definitivamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis crónicas. —Tal vez haya cometido un error —apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la polémica que a la reflexión—. Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto. —Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia —comenté, algo fríamente, porque me repugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante factor en el singular carácter de mi amigo. —No, no es cuestión de vanidad o egoísmo —dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras—. Si reclamo plena justicia para mi arte es porque se trata de algo impersonal…, algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que tendría que haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos. Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se extendía entre las hileras de casas parduscas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios. —Por otra parte —comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole bocanadas a su larga pipa y contemplando el fuego—, difícilmente se le puede acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún delito, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al Rey de Bohemia, la curiosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial. —Puede que el desenlace lo fuera —respondí—, pero sostengo que los métodos fueron originales e interesantes. —¡Pchs! Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más delicados del análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial, no es por culpa suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices extraviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala —me tiró una carta arrugada. Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía: Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima, VlOLET HUNTER —¿Conoce usted a esta joven? —pregunté. —De nada. —Pues ya son las diez y media. —Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta. —Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación seria. Puede que ocurra lo mismo en este caso. —¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la tenemos. Mientras él hablaba se abrió la puerta y una joven entró en la habitación. Iba vestida de un modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y actuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida. —Estoy segura de que me perdonará que le moleste —dijo, mientras mi compañero se levantaba para saludarla—. Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni familiares a los que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer. —Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda para servirla. Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado favorablemente los modales y la manera de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos juntas. —He trabajado cinco años como institutriz en la familia del coronel Spence Munro —dijo—, pero hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a acabárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer. »Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway’s, por la que solía pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westway era el apellido del fundador de la empresa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper. Está en un pequeño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas. »Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres que iban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper. »—¡Esta servirá! —dijo—. No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda! »—Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la manera más alegre. Se trataba de un hombre de aspecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo. »—¿Busca usted trabajo, señorita? —preguntó. »—Sí, señor. »—¿Como institutriz? »—Sí, señor. »—¿Y qué salario pide usted? »—En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes. »—¡Puf! ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! —exclamó, elevando en el aire sus rollizas manos, como arrebatado por la indignación—. ¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y cualidades? »—Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina —dije yo—. Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo… »—¡Puf, puf! —exclamó—. Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación. Pero si los tiene, ¿cómo podría un caballero pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si trabaja usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año. »Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete. »—Es también mi costumbre —dijo sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara—, pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y el vestuario. »Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme. »—¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? —dije. »—En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente maravillosa. »—¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían. »—Un niño. Un pillastre delicioso, de tan solo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plaf! ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos! —se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo. »Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando. »—Entonces, mi única tarea —dije— sería ocuparme de este niño. »—No, no, no la única, querida señorita, no la única —respondió—. Su tarea consistirá, como sin duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad? »—Estaré encantada de poder ser útil. »—Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted? Maniáticos, pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad? »—No —dije yo, bastante sorprendida por sus palabras. »—O que se sentara en un sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad? »—Oh, no. »—O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra casa… »Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras. »—Me temo que eso es del todo imposible —dije. El me estaba observando atentamente con sus ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro. »—Y yo me temo que es del todo esencial —dijo—. Se trata de un pequeño capricho de mi esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿No está dispuesta a cortarse el pelo? »—No, señor, la verdad es que no —respondí con firmeza. »—Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás aspectos habría servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a algunas más de sus señoritas. »La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar sospechar que mi negativa le había hecho perder una espléndida comisión. »—¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? —preguntó. »—Si no tiene inconveniente, señorita Stoper. »—Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas más ventajosas —dijo secamente—. No esperará que nos esforcemos por encontrarle otra ganga como esta. Buenos días, señorita Hunter —hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me acompañó a la salida. »Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un día después estaba plenamente convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer: The Copper Beeches, cerca de Winchester. Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene mucho interés en que venga, pues le agradó mucho la descripción que le hice de usted. Estamos dispuestos a pagarle treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente a mi querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle molestias. Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra breve entrevista, pero me temo que debo mantenerme firme en este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester. Hágame saber en qué tren llega. Suyo afectísimo, Jephro Rucastle »Esta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración. —Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto —dijo Holmes, sonriente. —¿Usted no me aconsejaría rehusar? —Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo. —¿Qué significa todo esto, señor Holmes? —¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna opinión? —Bueno, a mí me parece que solo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser un nombre muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una crisis? —Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven. —Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero? —Sí, desde luego, la paga es buena…, demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene que existir una razón muy poderosa. —Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo entendería si más adelante solicitara su ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las espaldas. —Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pequeño problema promete ser el más interesante que se me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente originales. Si tuviera usted dudas o se viera en peligro… —¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? Holmes meneó la cabeza muy serio. —Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro —dijo—. Pero a cualquier hora, de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda. —Con eso me basta —se levantó muy animada de su asiento, habiéndose borrado la ansiedad de su rostro—. Ahora puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de inmediato al señor Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana —y con unas frases de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa. —Por lo menos —dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo—, parece una jovencita perfectamente capaz de cuidar de sí misma. —Y le va a hacer falta —dijo Holmes muy serio—. O mucho me equivoco, o recibiremos noticias suyas antes de que pasen muchos días. No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales pensé más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la experiencia humana se había introducido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal, aunque estaba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de una manía inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos! —exclamaba con impaciencia—. ¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!». Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado semejante empleo. El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuentemente se enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo, y lo encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó. —Mire el horario de trenes en la guía —dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos químicos. La llamada era breve y urgente: Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer. Hunter —¿Viene usted conmigo? —Me gustaría. —Pues mire el horario. —Hay un tren a las nueve y media —dije, consultando la guía—. Llega a Winchester a las once y media. —Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana puede que necesitemos estar en plena forma. A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sumergido en los periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubéculas algodonosas que se desplazaban de Oeste a Este. Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral. —¡Qué hermoso y lozano se ve todo! —exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker Street. Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad. —Ya sabe usted, Watson —dijo—, que una de las maldiciones de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas. —¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas casitas? —Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa. —¡Me horroriza usted! —Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fíjese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son las cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no se encuentra amenazada personalmente. —No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar. —Exacto. Se mueve con libertad. —Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación? —Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los pocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso solo puede determinarlo la nueva información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos. El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa. —¡Cómo me alegro de que hayan venido! —dijo fervientemente—. Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí. —Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido. —Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir a la ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido. —Oigámoslo todo por riguroso orden —dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar. —En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos. —¿Qué es lo que no entiende? —Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado, pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa. »El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre. »La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia. —Me gusta oír todos los detalles —comentó mi amigo—, tanto si le parecen relevantes como si no. —Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay solo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del edificio. »Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al oído a su marido. »—Oh, sí —dijo él, volviéndose hacia mí—. Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación, y, si tiene la bondad de ponérselo, se lo agradeceremos muchísimo. »El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante curiosa. El material era excelente, una especie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sentado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se mostraron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su vehemencia. Estaban aguardándome en la sala de estar, que es una habitación muy grande que ocupa la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habían instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Rucastle empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que estuvo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Rucastle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni siquiera llegó a sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle comentó de pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y que debía cambiarme de vestido y acudir al cuarto del pequeño Edward. »Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con los graciosísimos chistes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo inimitable. A continuación, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia un lado, de manera que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, comenzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido. »Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de estas extravagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mucho cuidado en que yo estuviera de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito de espejo en el pañuelo. A la siguiente ocasión, en medio de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada. »Al menos, esa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que había un hombre parado en la carretera de Southampton; un hombre de baja estatura, barbudo y con un traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber gente por ella. Sin embargo, este hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba con mucho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un espejo en la mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante. »—Jephro —dijo—, hay un impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter. »—¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? —preguntó él. »—No; no conozco a nadie por aquí. »—¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto para que se vaya. »—¿No sería mejor no darnos por enterados? »—No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la vuelta e indíquele que se marche, así. »Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto el vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera. —Continúe, por favor —dijo Holmes—. Su narración promete ser de lo más interesante. —Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se movía. »—Mire por aquí —dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas—. ¿No es una preciosidad? »Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la oscuridad. »—No se asuste —dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto—. Es solamente Cario, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo. Solo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una salsa picante. Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se jugaría usted la vida. »No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me ocurrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba absorta en la apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan grande como un ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón. »Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no había más que una cosa, pero estoy segura de que jamás adivinaría usted qué era. Era mi mata de pelo. »La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la misma textura. Pero entonces se me hizo patente la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón? Con las manos temblándome, abrí mi baúl, volqué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloqué una junto a otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de comprender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado. »Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy observadora por naturaleza, y no tardé en trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que parecía completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a este sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras, me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra. »Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hilera, tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí, tan alegre y jovial como de costumbre. »—¡Ah! —dijo—. No me considere un maleducado por haber pasado junto a usted sin saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios. »—Le aseguro que no me ha ofendido —respondí—. Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto. »—Una de mis aficiones es la fotografía —dijo—, y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habría creído? «Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y disgusto, pero nada de bromas. »Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo en aquellas habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del deber… Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía. En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió de olvidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella. «Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas seguidas; la primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra solo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera. »—¡Vaya! —dijo sonriendo—. ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta. »—¡Estoy asustadísima! —gemí. »—¡Querida señorita! ¡Querida señorita! —no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo decía—. ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita? »Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excediendo. Al instante me puse en guardia contra él. »—Fui tan tonta que me metí en el ala vacía —respondí—. Pero está todo tan solitario y tan siniestro con esta luz mortecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible! »—¿Solo ha sido eso? —preguntó, mirándome con insistencia. »—¿Pues qué se había creído? —pregunté a mi vez. »—¿Por qué cree que tengo cerrada esta puerta? »—Le aseguro que no lo sé. »—Pues para que no entren los que no tienen nada que hacer ahí. ¿Entiende? —seguía sonriendo de la manera más amistosa. »—Le aseguro que de haberlo sabido… »—Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral… —en un instante, la sonrisa se endureció hasta convertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de demonio—… la echaré al mastín. »Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño… Todos me parecían horribles. Si pudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión: enviarle a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a la oficina de Telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al regresar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana, pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer. Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraordinario relato. Al llegar a este punto, mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad en su rostro. —¿Está Toller todavía borracho? —preguntó. —Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él. —Eso está bien. ¿Y los Rucastle salen esta tarde? —Sí. —¿Hay algún sótano con una buena cerradura? —Sí, la bodega. —Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha comportado usted como una mujer valiente y sensata. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara una mujer bastante excepcional. —Lo intentaré. ¿De qué se trata? —Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera y Toller, si tenemos suerte, seguirá incapaz. Solo queda la señora Toller, que podría dar la alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría inmensamente las cosas. —Lo haré. —¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, solo existe una explicación posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este alguien está prisionero en esa habitación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella en la estatura, la figura y el color del cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y, naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su cabellera. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de desprecio, de que la señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter del niño. —¿Qué demonios tiene que ver eso? —exclamé. —Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando deducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el procedimiento inverso es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indicios fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este niño es anormalmente cruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo más probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se encuentra en su poder. —Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Holmes —exclamó nuestra cliente—. Me han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y vayamos a ayudar a esa pobre mujer! —Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrentamos con un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardaremos mucho en resolver el misterio. Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro carricoche en una posada del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido a la luz del sol poniente, habría bastado para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado aguardando sonriente en el umbral de la puerta. —¿Lo ha conseguido? —preguntó Holmes. Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los sótanos. —Esa es la señora Toller desde la bodega —dijo la señorita Hunter—. Su marido sigue roncando, tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Rucastle. —¡Lo ha hecho usted de maravilla! —exclamó Holmes con entusiasmo—. Indíquenos el camino y pronto veremos el final de este siniestro enredo. Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la puerta atrancada que la señorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio. —Espero que no hayamos llegado demasiado tarde —dijo—. Creo, señorita Hunter, que será mejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si podemos abrirnos paso. Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer intento. Nos precipitamos juntos en la habitación y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido. —Aquí se ha cometido alguna infamia —dijo Holmes—. Nuestro amigo adivinó las intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte. —Pero ¿cómo? —Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló —se izó hasta el tejado—. ¡Ah, sí! —exclamó—. Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo hizo. —Pero eso es imposible —dijo la señorita Hunter—. La escalera no estaba ahí cuando se marcharon los Rucastle. —Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que tenga preparada su pistola. Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo frente. —¿Dónde está su hija, canalla? —dijo. El gordo miró en torno a sí mismo y después hacia la claraboya abierta. —¡Soy yo quien hace las preguntas! —chilló—. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! —dio media vuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa como pudo. —¡Ha ido a por el perro! —gritó la señorita Hunter. —Tengo mi revólver —dije yo. —Más vale que cerremos la puerta principal —gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las escaleras. Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral. —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, deprisa, o será demasiado tarde! Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dientes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y demacrada. —¡Señora Toller! —exclamó la señorita Hunter. —Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía haberle dicho que se molestaba en vano. —¿Ah, sí? —dijo Holmes, mirándola intensamente—. Está claro que la señora Toller sabe más del asunto que ninguno de nosotros. —Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé. —Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo confesar que aún estoy a oscuras. —Pronto se lo aclararé todo —dijo ella—. Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la única que los ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice. »Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la menospreciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos propios en el testamento, pero como era tan callada y paciente, nunca dijo una palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se presentara un marido a reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin a la situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola, hasta que la pobre chica enfermó de encefalitis y pasó seis semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre. —Ah —dijo Holmes—. Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro. —Sí, señor. —Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler. —Así es, señor. —Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen marino, puso sitio a la casa, habló con usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla de que sus intereses coincidían con los de usted. —El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso —dijo la señora Toller tranquilamente. —Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera una escalera preparada en el momento en que sus señores se ausentaran. —Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice. —Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller —dijo Holmes—. Nos ha aclarado sin lugar a dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson, que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me parece que nuestro locus standi es bastante discutible en estos momentos. Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El señor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozado para siempre, y solo se mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa. Siguen viviendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto sobre el pasado de Rucastle que a este le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Rucastle se casaron en Southampton con una licencia especial al día siguiente de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Holmes, con gran desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito. EL MISTERIO DE BOSCOMBE VALLEY Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente: ¿Tiene un par de días libres? Me han telegrafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito de la tragedia de Boscombe Valley. Me alegraría que usted me acompañase. Atmósfera y paisaje maravillosos. Salgo de Paddington en el tren de las 11,15. —¿Qué dices a esto, querido? —preguntó mi esposa, mirándome directamente—. ¿Vas a ir? —No sé qué decir. En estos momentos tengo una lista de pacientes bastante larga. —¡Bah! Anstruther se encargará de ellos. Últimamente se te ve un poco pálido. El cambio te sentará bien, y siempre te han interesado mucho los casos del señor Sherlock Holmes. —Sería un desagradecido si no me interesaran, en vista de lo que he ganado con uno solo de ellos —respondí—. Pero, si voy a ir, tendré que hacer el equipaje ahora mismo, porque solo me queda media hora. Mi experiencia en la campaña de Afganistán me había convertido, por lo menos, en un viajero rápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos de la mitad del tiempo mencionado, ya estaba en un coche de alquiler con mi maleta, rodando en dirección a la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y andén abajo, y su alta y sombría figura parecía aún más alta y sombría a causa de su largo capote gris de viaje y su ajustada gorra de paño. —Ha sido usted verdaderamente amable al venir, Watson —dijo—. Para mí es considerablemente mejor tener al lado a alguien de quien fiarme por completo. La ayuda que se encuentra en el lugar de los hechos, o no vale para nada o es parcial. Coja usted los dos asientos del rincón y yo sacaré los billetes. Teníamos todo el compartimiento para nosotros, si no contamos un inmenso montón de papeles que Holmes había traído consigo. Estuvo hojeándolos y leyéndolos, con intervalos dedicados a tomar notas y a meditar, hasta que dejamos atrás Reading. Entonces hizo de pronto con todos ellos una bola gigantesca y la tiró a la rejilla de los equipajes. —¿Ha leído algo acerca del caso? —preguntó. —Ni una palabra. No he leído un periódico en varios días. —La prensa de Londres no ha publicado relatos muy completos. Acabo de repasar todos los periódicos recientes a fin de hacerme con los detalles. Por lo que he visto, parece tratarse de uno de esos casos sencillos que resultan extraordinariamente difíciles. —Eso suena un poco a paradoja. —Pero es una gran verdad. Lo que se sale de lo corriente constituye, casi invariablemente, una pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen, más difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en este caso parece haber pruebas de peso contra el hijo del asesinado. —Entonces, ¿se trata de un asesinato? —Bueno, eso se supone. Yo no aceptaré nada como seguro hasta que haya tenido ocasión de echar un vistazo en persona. Voy a explicarle en pocas palabras la situación, tal y como yo la he entendido. »Boscombe Valley es un distrito rural de Herefordshire, situado no muy lejos de Ross. El mayor terrateniente de la zona es un tal John Turnen que hizo fortuna en Australia y regresó a su país natal hace algunos años. Una de las granjas de su propiedad, la de Hatherley, la tenía arrendada al señor Charles McCarthy, otro ex-australiano. Los dos se habían conocido en las colonias, por lo que no tiene nada de raro que cuando vinieron a establecerse aquí procuraran estar lo más cerca posible uno del otro. Según parece, Turner era el más rico de los dos, así que McCarthy se convirtió en arrendatario suyo, pero al parecer seguían tratándose en términos de absoluta igualdad y se los veía mucho juntos. McCarthy tenía un hijo, un muchacho de dieciocho años, y Turner tenía una hija única de la misma edad, pero a ninguno de los dos les vivía la esposa. Parece que evitaban el trato con las familias inglesas de los alrededores y que llevaban una vida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se los veía con frecuencia en las carreras de la zona. McCarthy tenía dos sirvientes: un hombre y una muchacha. Turner disponía de una servidumbre considerable, por lo menos media docena. Esto es todo lo que he podido averiguar sobre las familias. Pasemos ahora a los hechos. »El 3 de junio, es decir, el lunes pasado, McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de las tres de la tarde, y fue caminando hasta el estanque de Boscombe, una especie de laguito formado por un ensanchamiento del arroyo que corre por el valle de Boscombe. Por la mañana había estado con su criado en Ross y le había dicho que tenía que darse prisa porque a las tres tenía una cita importante. Una cita de la que no regresó vivo. »Desde la casa de Hatherley hasta el estanque de Boscombe hay como un cuarto de milla, y dos personas lo vieron pasar por ese terreno. Una fue una anciana, cuyo nombre no se menciona, y la otra fue William Crowder, un guarda de caza que está al servicio del señor Turner. Los dos testigos aseguran que el señor McCarthy iba caminando solo. El guarda añade que a los pocos minutos de haber visto pasar al señor McCarthy vio pasar a su hijo en la misma dirección con una escopeta bajo el brazo. En su opinión, el padre todavía estaba al alcance de la vista y el hijo iba siguiéndolo. No volvió a pensar en el asunto hasta que por la tarde se enteró de la tragedia que había ocurrido. »Hubo alguien más que vio a los dos McCarthy después de que William Crowder, el guarda, los perdiera de vista. El estanque de Boscombe está rodeado de espesos bosques, con solo un pequeño reborde de hierba y juncos alrededor. Una muchacha de catorce años, Patience Moran, hija del guardes del pabellón de Boscombe Valley, se encontraba en uno de los bosques cogiendo flores. Ha declarado que, mientras estaba allí, vio en el borde del bosque y cerca del estanque al señor McCarthy y a su hijo, que parecían estar discutiendo acaloradamente. Oyó al mayor de los McCarthy dirigirle a su hijo palabras muy fuertes, y vio a este levantar la mano como para pegar a su padre. La violencia de la escena la asustó tanto que echó a correr, y cuando llegó a su casa le contó a su madre que había visto a los dos McCarthy discutiendo junto al estanque de Boscombe y que tenía miedo de que fueran a pelearse. Apenas había terminado de hablar cuando el joven McCarthy llegó corriendo al pabellón, diciendo que había encontrado a su padre muerto en el bosque y pidiendo ayuda al guardes. Venía muy excitado, sin escopeta ni sombrero, y vieron que traía la mano y la manga derechas manchadas de sangre fresca. Fueron con él y encontraron el cadáver del padre tendido sobre la hierba junto al estanque. Le habían aplastado la cabeza a golpes con algún arma pesada y roma. Eran heridas que podrían perfectamente haberse infligido con la culata de la escopeta del hijo, que se encontró tirada en la hierba a pocos pasos del cuerpo. Dadas las circunstancias, el joven fue detenido inmediatamente, el martes la investigación dio como resultado un veredicto de «homicidio intencionado», y el miércoles compareció ante los magistrados de Ross, que han remitido el caso a la próxima sesión del tribunal. Estos son los hechos principales del caso, según se desprende de la investigación judicial y el informe policial. —El caso no podría presentarse peor para el joven —comenté—. Pocas veces se han dado tantas pruebas circunstanciales que acusasen con tanta insistencia al criminal. —Las pruebas circunstanciales son muy engañosas —respondió Holmes, pensativo—. Puede parecer que indican claramente una cosa, pero si cambias un poquito tu punto de vista, puedes encontrarte con que indican, con igual claridad, algo completamente diferente. Sin embargo, hay que confesar que el caso se presenta muy mal para el joven, y es muy posible que verdaderamente sea culpable. Sin embargo, existen varias personas en la zona, y entre ellas la señorita Turner, la hija del terrateniente, que creen en su inocencia y que han contratado a Lestrade, al que usted recordará de cuando intervino en el Estudio en escarlata, para que investigue el caso en beneficio suyo. Lestrade se encuentra perdido y me ha pasado el caso a mí, y esta es la razón de que dos caballeros de edad mediana vuelen en este momento hacia el Oeste, a cincuenta millas por hora, en lugar de digerir tranquilamente su desayuno en casa. —Me temo —dije— que los hechos son tan evidentes que este caso le reportará muy poco mérito. —No hay nada tan engañoso como un hecho evidente —respondió riendo—. Además, bien podemos tropezar con algún otro hecho evidente que no le resultara tan evidente al señor Lestrade. Me conoce usted lo suficientemente bien como para saber que no fanfarroneo al decir que soy capaz de confirmar o echar por tierra su teoría valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de emplear e incluso de comprender. Por usar el ejemplo más a mano, puedo advertir con toda claridad que la ventana de su cuarto está situada a la derecha, y dudo mucho que el señor Lestrade se hubiera fijado en un detalle tan evidente como ese. —¿Cómo demonios…? —Mi querido amigo, le conozco bien. Conozco la pulcritud militar que le caracteriza. Se afeita usted todas las mañanas, y en esta época del año se afeita a la luz del sol, pero como su afeitado va siendo cada vez menos perfecto a medida que avanzamos hacia la izquierda, hasta hacerse positivamente chapucero a la altura del ángulo de la mandíbula, no puede caber duda de que ese lado está peor iluminado que el otro. No puedo concebir que un nombre como usted se diera por satisfecho con ese resultado si pudiera verse ambos lados con la misma luz. Esto lo digo solo a manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi oficio, y es bastante posible que pueda resultar de alguna utilidad en el caso que nos ocupa. Hay uno o dos detalles menores que salieron a relucir en la investigación y que vale la pena considerar. —¿Como qué? —Parece que la detención no se produjo en el acto, sino después de que el joven regresara a la granja Hatherley. Cuando el inspector de policía le comunicó que estaba detenido, repuso que no le sorprendía y que no se merecía otra cosa. Este comentario contribuyó a disipar todo rastro de duda que pudiera quedar en las mentes del jurado encargado de la instrucción. —Como que es una confesión —exclamé. —Nada de eso, porque a continuación se declaró inocente. —Viniendo después de una serie de hechos tan condenatorios fue, por lo menos, un comentario de lo más sospechoso. —Por el contrario —dijo Holmes—. Por el momento esa es la rendija más luminosa que puedo ver entre los nubarrones. Por muy inocente que sea, no puede ser tan rematadamente imbécil que no se dé cuenta de que las circunstancias son fatales para él. Si se hubiera mostrado sorprendido de su detención o hubiera fingido indignarse, me habría parecido sumamente sospechoso, porque tal sorpresa o indignación no habrían sido naturales, dadas las circunstancias, aunque a un hombre calculador podrían parecerle la mejor táctica a seguir. Su franca aceptación de la situación le señala o bien como a un inocente, o bien como a un hombre con mucha firmeza y dominio de sí mismo. En cuanto a su comentario de que se lo merecía, no resulta tan extraño si se piensa que estaba junto al cadáver de su padre y que no cabe duda de que aquel mismo día había olvidado su respeto filial hasta el punto de reñir con él e incluso, según la muchacha cuyo testimonio es tan importante, de levantarle la mano como para pegarle. El remordimiento y el arrepentimiento que se reflejan en sus palabras me parecen señales de una mentalidad sana y no de una mente culpable. —A muchos los han ahorcado con pruebas bastante menos sólidas —comenté, meneando la cabeza. —Así es. Y a muchos los han ahorcado injustamente. —¿Cuál es la versión de los hechos según el propio joven? —Me temo que no muy alentadora para sus partidarios, aunque tiene un par de detalles interesantes. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo. Sacó de entre el montón de papeles un ejemplar del periódico de Herefordshire, encontró la página y me señaló el párrafo en el que el desdichado joven daba su propia versión de lo ocurrido. Me instalé en un rincón del compartimiento y lo leí con mucha atención. Decía así: Compareció a continuación el señor James McCarthy, hijo único del fallecido, que declaró lo siguiente: «Había estado fuera de casa tres días, que pasé en Bristol, y acababa de regresar la mañana del pasado lunes, día 3. Cuando llegué, mi padre no estaba en casa y la doncella me dijo que había ido a Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco después de llegar, oí en el patio las ruedas de su coche; miré por la ventana y le vi bajarse y salir a toda prisa del patio, aunque no me fijé en qué dirección se fue. Cogí entonces mi escopeta y eché a andar en dirección al estanque de Boscombe, con la intención de visitar las conejeras que hay al otro lado. Por el camino vi a William Crowder, el guarda, tal como él ha declarado; pero se equivocó al pensar que yo iba siguiendo a mi padre. No tenía ni idea de que él iba delante de mí. A unas cien yardas del estanque oí el grito de "¡cuii!", que mi padre y yo utilizábamos normalmente como señal. Al oírlo, eché a correr y lo encontré de pie junto al estanque. Parecio muy sorprendido de verme y me preguntó con bastante mal humor qué estaba haciendo allí. Nos enzarzamos en una discusión que degeneró en voces, y casi en golpes, pues mi padre era un hombre de temperamento muy violento. En vista de que su irritación se hacía incontrolable, lo dejé, y emprendí el camino de regreso a Hatherley. Pero no me había alejado ni ciento cincuenta yardas cuando oí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con terribles heridas en la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, pero expiró casi en el acto. Permanecí unos minutos arrodillado a su lado y luego fui a pedir ayuda a la casa del guardes del señor Turner, que era la más cercana. Cuando volví junto a mi padre no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de cómo se causaron sus heridas. No era una persona muy apreciada, a causa de su carácter frío y reservado; pero, por lo que yo sé, tampoco tenía enemigos declarados. No sé nada más del asunto». El juez instructor: ¿Le dijo su padre algo antes de morir? El testigo: Murmuró algunas palabras, pero lo único que entendí fue algo sobre una rata. El juez: ¿Cómo interpretó usted aquello? El testigo: No significaba nada para mí. Creí que estaba delirando. El juez: ¿Cuál fue el motivo de que usted y su padre sostuvieran aquella última discusión? El testigo: Preferiría no responder. El juez: Me temo que debo insistir. El testigo: De verdad que me resulta imposible decírselo. Puedo asegurarle que no tenía nada que ver con la terrible tragedia que ocurrió a continuación. El juez: El tribunal es quien debe decidir eso. No es necesario advertirle que su negativa a responder puede perjudicar considerablemente su situación en cualquier futuro proceso a que pueda haber lugar. El testigo: Aun así, tengo que negarme. El juez: Según tengo entendido, el grito de «cuii» era una señal habitual entre usted y su padre. El testigo: Así es. El juez: En tal caso, ¿cómo es que dio el grito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sabía que había regresado usted de Bristol? El testigo (bastante desconcertado): No lo sé. Un jurado: ¿No vio usted nada que despertara sus sospechas cuando regresó al oír gritar a su padre y lo encontró herido de muerte? El testigo: Nada concreto. El juez: ¿Qué quiere decir con eso? El testigo: Al salir corriendo al claro iba tan trastornado y excitado que no podía pensar más que en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que al correr vi algo tirado en el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de color gris, una especie de capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me levanté al dejar a mi padre miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba. —¿Quiere decir que desapareció antes de que usted fuera a buscar ayuda? —Eso es, desapareció. —¿No puede precisar lo que era? —No, solo me dio la sensación de que había algo allí. —¿A qué distancia del cuerpo? —A unas doce yardas. —¿Y a qué distancia del lindero del bosque? —Más o menos a la misma. —Entonces, si alguien se lo llevó, fue mientras usted se encontraba a unas doce yardas de distancia. —Sí, pero vuelto de espaldas. Con esto concluyó el interrogatorio del testigo. —Por lo que veo —dije echando un vistazo al resto de la columna—, el juez instructor se ha mostrado bastante duro con el joven McCarthy en sus conclusiones. Llama la atención, y con toda la razón, sobre la discrepancia de que el padre lanzara la llamada antes de verlo, hacia su negativa a dar detalles de la conversación con el padre y sobre su extraño relato de las últimas palabras del moribundo. Tal como él dice, todo eso apunta contra el hijo. Holmes se rió suavemente para sus adentros y se estiró sobre el mullido asiento. —Tanto usted como el juez instructor se han esforzado a fondo —dijo— en destacar precisamente los aspectos más favorables para el muchacho. ¿No se da usted cuenta de que tan pronto le atribuyen demasiada imaginación como demasiado poca? Demasiado poca si no es capaz de inventarse un motivo para la disputa que le haga ganarse las simpatías del jurado; demasiada si es capaz de sacarse de la mollera una cosa tan outré como la alusión del moribundo a una rata y el incidente de la prenda desaparecida. No señor, yo enfocaré este caso partiendo de que el joven ha dicho la verdad, y veremos adonde nos lleva esta hipótesis. Y ahora, aquí tengo mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decir ni una palabra más sobre el caso hasta que lleguemos al lugar de los hechos. Comeremos en Swindon y creo que llegaremos dentro de veinte minutos. Eran casi las cuatro cuando nos encontramos por fin en el bonito pueblecito campesino de Ross, tras haber atravesado el hermoso valle del Stroud y cruzado el ancho y reluciente Severn. Un hombre delgado, con cara de hurón y mirada furtiva y astuta, nos esperaba en el andén. A pesar del guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que llevaba como concesión al ambiente campesino, no tuve dificultad en reconocer a Lestrade, de Scotland Yard. Fuimos con él en coche hasta El escudo de Hereford, donde ya se nos había reservado una habitación. —He pedido un coche —dijo Lestrade, mientras nos sentábamos a tomar una taza de té—. Conozco su carácter enérgico y sé que no estará a gusto hasta que haya visitado la escena del crimen. —Es usted muy amable y halagador —respondió Holmes—. Pero todo depende de la presión atmosférica. Lestrade pareció sorprendido. —No comprendo muy bien —dijo. —¿Qué marca el barómetro? Veintinueve, por lo que veo. No hay viento, ni se ve una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarrillos que piden ser fumados, y el sofá es muy superior a las habituales abominaciones que suelen encontrarse en los hoteles rurales. No creo probable que utilice el coche esta noche. Lestrade dejó escapar una risa indulgente. —Sin duda, ya ha sacado usted conclusiones de los periódicos —dijo—. El caso es tan vulgar como un palo de escoba, y cuanto más profundiza uno en él más vulgar se vuelve. Pero, por supuesto, no se le puede decir que no a una dama, sobre todo a una tan voluntariosa. Había oído hablar de usted e insistió en conocer su opinión, a pesar de que yo le repetí un montón de veces que usted no podría hacer nada que yo no hubiera hecho ya. Pero, ¡caramba! ¡Ahí está su coche en la puerta! Apenas había terminado de hablar cuando irrumpió en la habitación una de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida. Brillantes ojos color violeta, labios entreabiertos, un toque de rubor en sus mejillas, habiendo perdido toda noción de su recato natural ante el ímpetu arrollador de su agitación y preocupación. —¡Oh, señor Sherlock Holmes! —exclamó, pasando la mirada de uno a otro, hasta que, con rápida intuición femenina, la fijó en mi compañero—. Estoy muy contenta de que haya venido. He venido a decírselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece a trabajar sabiéndolo también. No deje que le asalten dudas al respecto. Nos conocemos el uno al otro desde que éramos niños, y conozco sus defectos mejor que nadie; pero tiene el corazón demasiado blando como para hacer daño ni a una mosca. La acusación es absurda para cualquiera que lo conozca de verdad. —Espero que podamos demostrar su inocencia, señorita Turner —dijo Sherlock Holmes—. Puede usted confiar en que haré todo lo que pueda. —Pero usted ha leído las declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión? ¿No ve alguna salida, algún punto débil? ¿No cree usted que es inocente? —Creo que es muy probable. —¡Ya lo ve usted! —exclamó ella, echando atrás la cabeza y mirando desafiante a Lestrade—. ¡Ya lo oye! ¡Él me da esperanzas! Lestrade se encogió de hombros. —Me temo que mi colega se ha precipitado un poco al sacar conclusiones —dijo. —¡Pero tiene razón! ¡Sé que tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a esa disputa con su padre, estoy segura de que la razón de que no quisiera hablar de ella al juez fue que discutieron acerca de mí. —¿Y por qué motivo? —No es momento de ocultar nada. James y su padre tenían muchas desavenencias por mi causa. El señor McCarthy estaba muy interesado en que nos casáramos. James y yo siempre nos hemos querido como hermanos, pero, claro, él es muy joven y aún ha visto muy poco de la vida y…, y…, bueno, naturalmente, todavía no estaba preparado para meterse en algo así. De ahí que tuvieran discusiones, y esta, estoy segura, fue una más. —¿Y el padre de usted? —preguntó Holmes—. ¿También era partidario de ese enlace? —No, él también se oponía. El único que estaba a favor era McCarthy. Un súbito rubor cubrió sus lozanas y juveniles facciones cuando Holmes le dirigió una de sus penetrantes miradas inquisitivas. —Gracias por esta información —dijo—. ¿Podría ver a su padre si le visito mañana? —Me temo que el médico no lo va a permitir. —¿El médico? —Sí, ¿no lo sabía usted? El pobre papá no andaba bien de salud desde hace años, pero esto le ha acabado de hundir. Tiene que guardar cama, y el doctor Willows dice que está hecho polvo y que tiene el sistema nervioso destrozado. El señor McCarthy era el único que había conocido a papá en los viejos tiempos de Victoria. —¡Ajá! ¡Así que en Victoria! Eso es importante. —Sí, en las minas. —Exacto; en las minas de oro, donde, según tengo entendido, hizo su fortuna el señor Turner. —Eso es. —Gracias, señorita Turner. Ha sido usted una ayuda muy útil. —Si mañana hay alguna novedad, no deje de comunicármela. Sin duda, irá usted a la cárcel a ver a James. Oh, señor Holmes, si lo hace, dígale que yo sé que es inocente. —Así lo haré, señorita Turner. —Ahora tengo que irme porque papá está muy mal y me echa de menos si lo dejo solo. Adiós, y que el Señor le ayude en su empresa. Salió de la habitación tan impulsivamente como había entrado y oímos las ruedas de su carruaje traqueteando calle abajo. —Estoy avergonzado de usted, Holmes —dijo Lestrade con gran dignidad tras unos momentos de silencio—. ¿Por qué despierta esperanzas que luego tendrá que defraudar? No soy precisamente un sentimental, pero a eso lo llamo crueldad. —Creo que encontraré la manera de demostrar la inocencia de James McCarthy —dijo Holmes—. ¿Tiene usted autorización para visitarlo en la cárcel? —Sí, pero solo para usted y para mí. —En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Tendremos todavía tiempo para tomar un tren a Hereford y verlo esta noche? —De sobra. —Entonces, en marcha. Watson, me temo que se va a aburrir, pero solo estaré ausente un par de horas. Los acompañé andando hasta la estación, y luego vagabundeé por las calles del pueblecito, acabando por regresar al hotel, donde me tumbé en el sofá y procuré interesarme en una novela policiaca. Pero la trama de la historia era tan endeble en comparación con el profundo misterio en el que estábamos sumidos, que mi atención se desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé por tirarla al otro extremo de la habitación y entregarme por completo a recapacitar sobre los acontecimientos del día. Suponiendo que la historia del desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraído por sus gritos, volvió corriendo al claro? Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis instintos médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una crónica textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habían sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto romo. Señalé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemente, aquel golpe tenía que haberse asestado por detrás. Hasta cierto punto, aquello favorecía al acusado, ya que cuando se le vio discutiendo con su padre ambos estaban frente a frente. Aun así, no significaba gran cosa, ya que el padre podía haberse vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas maneras, quizá valiera la pena llamar la atención de Holmes sobre el detalle. Luego teníamos la curiosa alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía significar aquello? No podía tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortal no suele delirar. No, lo más probable era que estuviera intentando explicar lo que le había ocurrido. Pero ¿qué podía querer decir? Me devané los sesos en busca de una posible explicación. Y luego estaba también el asunto de la prenda gris que había visto el joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesino debía de haber perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente su gabán, y había tenido la sangre fría de volver a recuperarla en el mismo instante en que el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos. ¡Qué maraña de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañaba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no perdía las esperanzas, en vista de que todos los nuevos datos parecían reforzar su convencimiento de la inocencia del joven McCarthy. Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Venía solo, ya que Lestrade se alojaba en el pueblo. —El barómetro sigue muy alto —comentó mientras se sentaba—. Es importante que no llueva hasta que hayamos podido examinar el lugar de los hechos. Por otra parte, para un trabajito como ese, uno tiene que estar en plena forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando fatigado por un largo viaje. He visto al joven McCarthy. —¿Y qué ha sacado de él? —Nada. —¿No pudo arrojar ninguna luz? —Absolutamente ninguna. En algún momento me sentí inclinado a pensar que él sabía quién lo había hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndola, pero ahora estoy convencido de que está tan a oscuras como todos los demás. No es un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí bien parecido y yo diría que de corazón noble. —No puedo admirar sus gustos —comenté— si es verdad eso de que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como esta señorita Turner. —Ah, en eso hay una historia bastante triste. El tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace unos años, cuando no era más que un mozalbete, y antes de conocerla bien a ella, porque la chica había pasado cinco años en un internado, ¿no va el muy idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y se casa con ella en el juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede usted imaginar lo enloquecedor que tenía que ser para él que le recriminaran por no hacer algo que daría los ojos por poder hacer, pero que sabe que es absolutamente imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo levantar las manos cuando su padre, en su última conversación, le seguía insistiendo en que le propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra parte, carece de medios económicos propios y su padre, que era en todos los aspectos un hombre muy duro, le habría repudiado por completo si se hubiera enterado de la verdad. Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos tres días en Bristol, sin que su padre supiera dónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, ya que la camarera, al enterarse por los periódicos de que el chico se ha metido en un grave aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le ha escrito comunicándole que ya tiene un marido en los astilleros Bermudas, de modo que no existe un verdadero vínculo entre ellos. Creo que esta noticia ha bastado para consolar al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido. —Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lo hizo? —Eso: ¿quién? Quiero llamar su atención muy concretamente hacia dos detalles. El primero, que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en el estanque, y que este alguien no podía ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabía cuándo iba a regresar. El segundo, que a la víctima se le oyó gritar «cuii», aunque aún no sabía que su hijo había regresado. Estos son los puntos cruciales de los que depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George Meredith, y dejemos los detalles secundarios para mañana. Tal como Holmes había previsto, no llovió, y el día amaneció despejado y sin nubes. A las nueve en punto, Lestrade pasó a recogernos con el coche y nos dirigimos a la granja Hatherley y al estanque de Boscombe. —Hay malas noticias esta mañana —comentó Lestrade—. Dicen que el señor Turner, el propietario, está tan enfermo que no hay esperanzas de que viva. —Supongo que será bastante mayor —dijo Holmes. —Unos sesenta años; pero la vida en las colonias le destrozó el organismo, y llevaba bastante tiempo muy flojo de salud. Este suceso le ha afectado de muy mala manera. Era viejo amigo de McCarthy, y podríamos añadir que su gran benefactor, pues me he enterado de que no le cobraba renta por la granja Hatherley. —¿De veras? Esto es interesante —dijo Holmes. —Pues, sí. Y le ha ayudado de otras cien maneras. Por aquí todo el mundo habla de lo bien que se portaba con él. —¡Vaya! ¿Y no le parece a usted un poco curioso que este McCarthy, que parece no poseer casi nada y deber tantos favores a Turner, hable, a pesar de todo, de casar a su hijo con la hija de Turner, presumible heredera de su fortuna, y, además, lo diga con tanta seguridad como si bastara con proponerlo para que todo lo demás viniera por sí solo? Y aún resulta más extraño sabiendo, como sabemos, que el propio Turner se oponía a la idea. Nos lo dijo la hija. ¿No deduce usted nada de eso? —Ya llegamos a las deducciones y las inferencias —dijo Lestrade, guiñándome un ojo—. Holmes, ya me resulta bastante difícil bregar con los hechos, sin tener que volar persiguiendo teorías y fantasías. —Tiene usted razón —dijo Holmes con fingida humildad—. Le resulta a usted muy difícil bregar con los hechos. —Pues al menos he captado un hecho que a usted parece costarle mucho aprehender —replicó Lestrade, algo acalorado. —¿Y cuál es? —Que el señor McCarthy, padre, halló la muerte a manos del señor McCarthy, hijo, y que todas las teorías en contra no son más que puras pamplinas, cosa de lunáticos. —Bueno, a la luz de la luna se ve más que en la niebla —dijo Holmes echándose a reír—. Pero, o mucho me equivoco o eso de la izquierda es la granja Hatherley. —En efecto. Era una construcción amplia, de aspecto confortable, de dos plantas, con tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en sus muros grises. Sin embargo, las persianas bajadas y las chimeneas sin humo le daban un aspecto desolado, como si aún se sintiera en el edificio el peso de la tragedia. Llamamos a la puerta y la doncella, a petición de Holmes, nos enseñó las botas que su señor llevaba en el momento de su muerte, y también un par de botas del hijo, aunque no las que llevaba puestas entonces. Después de haberlas medido cuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes, Holmes pidió que le condujeran al patio, desde donde todos seguimos el tortuoso sendero que llevaba al estanque de Boscombe. Cuando seguía un rastro como aquel, Sherlock Holmes se transformaba. Los que solo conocían al tranquilo pensador y lógico de Baker Street habrían tenido dificultades para reconocerlo. Su rostro se acaloraba y se ensombrecía. Sus cejas se convertían en dos líneas negras y marcadas, bajo las cuales relucían sus ojos con brillo de acero. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los hombros encorvados, los labios apretados y las venas de su cuello largo y fibroso sobresalían como cuerdas de látigo. Los orificios de la nariz parecían dilatarse con un ansia de caza puramente animal, y su mente estaba tan concentrada en lo que tenía delante que toda pregunta o comentario caía en oídos sordos o, como máximo, provocaba un rápido e impaciente gruñido de respuesta. Fue avanzando rápida y silenciosamente a lo largo del camino que atravesaba los prados y luego conducía a través del bosque hasta el estanque de Boscombe. El terreno era húmedo y pantanoso, lo mismo que en todo el distrito, y se veían huellas de muchos pies, tanto en el sendero como sobre la hierba corta que lo bordeaba por ambos lados. A veces, Holmes apretaba el paso; otras veces, se paraba en seco; y en una ocasión dio un pequeño rodeo, metiéndose por el prado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él: el policía, con aire indiferente y despectivo, mientras que yo observaba a mi amigo con un interés que nacía de la convicción de que todas y cada una de sus acciones tenían una finalidad concreta. El estanque de Boscombe, que es una pequeña extensión de agua de unas cincuenta yardas de diámetro, bordeada de juncos, está situado en el límite entre los terrenos de la granja Hatherley y el parque privado del opulento señor Turner. Por encima del bosque que se extendía al otro lado podíamos ver los rojos y enhiestos pináculos que señalaban el emplazamiento de la residencia del rico terrateniente. En el lado del estanque correspondiente a Hatherley el bosque era muy espeso, y había un estrecho cinturón de hierba saturada de agua, de unos veinte pasos de anchura, entre el lindero del bosque y los juncos de la orilla. Lestrade nos indicó el sitio exacto donde se había encontrado el cadáver, y la verdad es que el suelo estaba tan húmedo que se podían apreciar con claridad las huellas dejadas por el cuerpo caído. A juzgar por su rostro ansioso y sus ojos inquisitivos, Holmes leía otras muchas cosas en la hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como un perro de caza que sigue una pista, y luego se dirigió a nuestro acompañante. —¿Para qué se metió usted en el estanque? —preguntó. —Estuve de pesca con un rastrillo. Pensé que tal vez podía encontrar un arma o algún otro indicio. Pero ¿cómo demonios…? —Chis, chis. No tengo tiempo. Ese pie izquierdo suyo, torcido hacia dentro, aparece por todas partes. Hasta un topo podría seguir sus pasos, y aquí se meten entre los juncos. ¡Ay, qué sencillo habría sido todo si yo hubiera estado aquí antes de que llegaran todos, como una manada de búfalos, chapoteando por todas partes! Por aquí llegó el grupito del guardes, borrando todas las huellas en más de dos metros alrededor del cadáver. Pero aquí hay tres pistas distintas de los mismos pies —sacó una lupa y se tendió sobre el impermeable para ver mejor, sin dejar de hablar, más para sí mismo que para nosotros—. Son los pies del joven McCarthy. Dos veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas están marcadas y los tacones apenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echó a correr al ver a su padre en el suelo. Y aquí tenemos las pisadas del padre cuando andaba de un lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo, que se apoyaba en ella mientras escuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¡Pasos de puntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unas botas bastante raras, de puntera cuadrada! Vienen, van, vuelven a venir… por supuesto, a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde venían? Corrió de un lado a otro, perdiendo a veces la pista y volviéndola a encontrar, hasta que nos adentramos bastante en el bosque y llegamos a la sombra de una enorme haya, el árbol más grande de los alrededores. Holmes siguió la pista hasta detrás del árbol y se volvió a tumbar boca abajo, con un gritito de satisfacción. Se quedó allí durante un buen rato, levantando las hojas y las ramitas secas, recogiendo en un sobre algo que a mí me pareció polvo y examinando con la lupa no solo el suelo, sino también la corteza del árbol hasta donde pudo alcanzar. Tirada entre el musgo había una piedra de forma irregular, que también examinó atentamente, guardándosela luego. A continuación siguió un sendero que atravesaba el bosque hasta salir a la carretera, donde se perdían todas las huellas. —Ha sido un caso sumamente interesante —comentó, volviendo a su forma de ser habitual—. Imagino que esa casa gris de la derecha debe de ser el pabellón del guarda. Creo que voy a entrar a cambiar unas palabras con Moran, y tal vez escribir una notita. Una vez hecho eso, podemos volver para comer. Ustedes pueden ir andando hasta el coche, que yo me reuniré con ustedes en seguida. Tardamos unos diez minutos en llegar hasta el coche y emprender el regreso a Ross. Holmes seguía llevando la piedra que había recogido en el bosque. —Puede que esto le interese, Lestrade —comentó, enseñándosela—. Con esto se cometió el asesinato. —No veo ninguna señal. —No las hay. —Y entonces, ¿cómo lo sabe? —Debajo de ella la hierba estaba crecida. Llevaba solo unos días tirada allí. No se veía que hubiera sido arrancada de ningún otro sitio. Su forma corresponde a las heridas. No hay rastro de ninguna otra arma. —¿Y el asesino? —Es un hombre alto, zurdo, que cojea un poco de la pierna derecha, lleva botas de caza con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros varios indicios, pero estos deberían ser suficientes para avanzar en nuestra investigación. Lestrade se echó a reír. —Me temo que continúo siendo escéptico —dijo—. Las teorías están muy bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un tozudo jurado británico. —Nous verrons —respondió Holmes, muy tranquilo—. Usted siga su método, que yo seguiré el mío. Estaré ocupado esta tarde y probablemente regresaré a Londres en el tren de la noche. —¿Dejando el caso sin terminar? —No, terminado. —¿Pero el misterio…? —Está resuelto. —¿Quién es, pues, el asesino? —El caballero que le he descrito. —Pero ¿quién es? —No creo que resulte tan difícil averiguarlo. Esta zona no es tan populosa. Lestrade se encogió de hombros. —Soy un hombre práctico —dijo—, y la verdad es que no puedo ponerme a recorrer los campos en busca de un caballero zurdo con una pata coja. Sería el hazmerreír de Scotland Yard. —Muy bien —dijo Holmes, tranquilamente—. Ya le he dado su oportunidad. Aquí están sus aposentos. Adiós. Le dejaré una nota antes de marcharme. Tras dejar a Lestrade en sus habitaciones, regresamos a nuestro hotel, donde encontramos la comida ya servida. Holmes estuvo callado y sumido en reflexiones, con una expresión de pesar en el rostro, como quien se encuentra en una situación desconcertante. —Vamos a ver, Watson —dijo cuando retiraron los platos—. Siéntese aquí, en esta silla, y deje que le predique un poco. No sé qué hacer y agradecería sus consejos. Encienda un cigarro y deje que me explique. —Hágalo, por favor. —Pues bien, al estudiar este caso hubo dos detalles de la declaración del joven McCarthy que nos llamaron la atención al instante, aunque a mí me predispusieron a favor y a usted en contra del joven. Uno, el hecho de que el padre, según la declaración, lanzara el grito de «cuii» antes de ver a su hijo. El otro, la extraña mención de una rata por parte del moribundo. Dése cuenta de que murmuró varias palabras, pero esto fue lo único que captaron los oídos del hijo. Ahora bien, nuestra investigación debe partir de estos dos puntos, y comenzaremos por suponer que lo que declaró el muchacho es la pura verdad. —¿Y qué sacamos del «cuii»? —Bueno, evidentemente, no era para llamar al hijo, porque él creía que su hijo estaba en Bristol. Fue pura casualidad que se encontrara por allí cerca. El «cuii» pretendía llamar la atención de la persona con la que se había citado, quienquiera que fuera. Pero ese «cuii» es un grito típico australiano, que se usa entre australianos. Hay buenas razones para suponer que la persona con la que McCarthy esperaba encontrarse en el estanque de Boscombe había vivido en Australia. —¿Y qué hay de la rata? Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papel doblado y lo desplegó sobre la mesa. —Aquí tenemos un mapa de la colonia de Victoria —dijo—. Anoche telegrafié a Bristol pidiéndolo. Puso la mano sobre una parte del mapa y preguntó: —¿Qué lee usted aquí? —ARAT —leí. —¿Y ahora? —levantó la mano. —BALLARAT. —Exacto. Eso es lo que dijo el moribundo, pero su hijo solo entendió las dos últimas sílabas: a rat, «una rata». Estaba intentando decir el nombre de su asesino. Fulano de Tal, de Ballarat. —¡Asombroso! —exclamé. —Evidente. Con eso, como ve, quedaba considerablemente reducido el campo. La posesión de una prenda gris era un tercer punto seguro, siempre suponiendo que la declaración del hijo fuera cierta. Ya hemos pasado de la pura incertidumbre a la idea concreta de un australiano de Ballarat con un capote gris. —Desde luego. —Y que, además, andaba por la zona como por su casa, porque al estanque solo se puede llegar a través de la granja o de la finca, por donde no es fácil que pase gente extraña. —Muy cierto. —Pasemos ahora a nuestra expedición de hoy. El examen del terreno me reveló los insignificantes detalles que ofrecí a ese imbécil de Lestrade acerca de la persona del asesino. —¿Pero cómo averiguó todo aquello? —Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de minucias. —Ya sé que es capaz de calcular la estatura aproximada por la longitud de los pasos. Y lo de las botas también se podría deducir de las pisadas. —Sí, eran botas poco corrientes. —Pero ¿lo de la cojera? —La huella de su pie derecho estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renqueaba…, era cojo. —¿Y cómo sabe que es zurdo? —A usted mismo le llamó la atención la índole de la herida, tal como la describió el forense en la investigación. El golpe se asestó de cerca y por detrás, y sin embargo estaba en el lado izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a menos que lo asestara un zurdo? Había permanecido detrás del árbol durante la conversación entre el padre y el hijo. Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la ceniza de un cigarro, que mis amplios conocimientos sobre cenizas de tabaco me permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he escrito una pequeña monografía sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. En cuanto encontré la ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí la colilla entre el musgo, donde la habían tirado. Era un cigarro indio de los que se lían en Rotterdam. —¿Y la boquilla? —Se notaba que el extremo no había estado en la boca. Por lo tanto, había usado boquilla. La punta estaba cortada, no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, de lo que deduje la existencia de una navaja mellada. —Holmes —dije—, ha tendido usted una red en torno a ese hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado usted una vida inocente, tan seguro como si hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpable es… —¡El señor John Turner! —exclamó el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala de estar y haciendo pasar a un visitante. El hombre que entró presentaba una figura extraña e impresionante. Su paso lento y renqueante y sus hombros cargados le daban aspecto de decrepitud, pero sus facciones duras, marcadas y arrugadas, así como sus enormes miembros, indicaban que poseía una extraordinaria energía de cuerpo y carácter. Su barba enmarañada, su cabellera gris y sus cejas prominentes y lacias contribuían a dar a su apariencia un aire de dignidad y poderío, pero su rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de los orificios nasales presentaban un tono azulado. Con solo mirarlo, pude darme cuenta de que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal. —Por favor, siéntese en el sofá —dijo Holmes educadamente—. ¿Recibió usted mi nota? —Sí, el guarda me la trajo. Decía usted que quería verme aquí para evitar el escándalo. —Me pareció que si yo iba a su residencia podría dar que hablar. —¿Y por qué quería usted verme? —miró fijamente a mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta ya estuviera contestada. —Sí, eso es —dijo Holmes, respondiendo más a la mirada que a las palabras—. Sé todo lo referente a McCarthy. El anciano hundió la cara entre las manos. —¡Que Dios se apiade de mí! —exclamó—. Pero yo no habría permitido que le ocurriese ningún daño al muchacho. Le doy mi palabra de que habría confesado si las cosas se le hubieran puesto feas en el juicio. —Me alegra oírle decir eso —dijo Holmes, muy serio. —Ya habría confesado de no ser por mi hija. Esto le rompería el corazón… y se lo romperá cuando se entere de que me han detenido. —Puede que no se llegue a eso —dijo Holmes. —¿Cómo dice? —Yo no soy un agente de la policía. Tengo entendido que fue su hija la que solicitó mi presencia aquí, y actúo en nombre suyo. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre. —Soy un moribundo —dijo el viejo Turner—. Hace años que padezco diabetes. Mi médico dice que podría no durar ni un mes. Pero preferiría morir bajo mi propio techo, y no en la cárcel. Holmes se levantó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un legajo de papeles delante. —Limítese a contarnos la verdad —dijo—. Yo tomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo. Así podré, en último extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario. —Perfectamente —dijo el anciano—. Es muy dudoso que yo viva hasta el juicio, así que me importa bien poco, pero quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y ahora, le voy a explicar todo el asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero tardaré muy poco en contarlo. «Usted no conocía al muerto, a ese McCarthy. Era el diablo en forma humana. Se lo aseguro. Que Dios le libre de caer en las garras de un hombre así. Me ha tenido en sus manos durante estos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero primero le explicaré cómo caí en su poder. »A principios de los sesenta, yo estaba en las minas. Era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredé con malas compañías, me aficioné a la bebida, no tuve suerte con mi mina, me eché al monte y, en una palabra, me convertí en lo que aquí llaman un salteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos una vida de lo más salvaje, robando de vez en cuando algún rancho, o asaltando las carretas que se dirigían a las excavaciones. Me hacía llamar Black Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat. »Un día partió un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y lo asaltamos. Había seis soldados de escolta contra nosotros seis, de manera que la cosa estaba igualada, pero a la primera descarga vaciamos cuatro monturas. Aun así, tres de los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botín. Apunté con mi pistola a la cabeza del conductor del carro, que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiese matado entonces, pero le perdoné, aunque vi sus malvados ojillos clavados en mi rostro, como si intentara retener todos mis rasgos. Nos largamos con el oro, nos convertimos en hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me despedí de mis antiguos compañeros, decidido a establecerme y llevar una vida tranquila y respetable. Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer algún bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo había adquirido. Me casé, y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más que un bebé, su minúscula manita parecía guiarme por el buen camino como no lo había hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi vida y me esforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me echó las zarpas encima. »Había ido a Londres para tratar de una inversión, y me lo encontré en Regent Street, prácticamente sin nada que ponerse encima. »—Aquí estamos, Jack —me dijo, tocándome el brazo—. Vamos a ser como una familia para ti. Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros. Si no lo haces…, bueno…, Inglaterra es un gran país, respetuoso de la ley, y siempre hay un policía al alcance de la voz. »Así que se vinieron al Oeste, sin que hubiera forma de quitármelos de encima, y aquí han vivido desde entonces, en mis mejores tierras, sin pagar renta. Ya no hubo para mí reposo, paz ni posibilidad de olvidar; allá donde me volviera, veía a mi lado su cara astuta y sonriente. Y la cosa empeoró al crecer Alice, porque él en seguida se dio cuenta de que yo tenía más miedo de que ella se enterara de mi pasado que de que lo supiera la policía. Me pedía todo lo que se le antojaba, y yo se lo daba todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por fin me pidió algo que yo no le podía dar: me pidió a Alice. «Resulta que su hijo se había hecho mayor, igual que mi hija, y como era bien sabido que yo no andaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea de que su hijo se quedara con todas mis propiedades. Pero aquí me planté. No estaba dispuesto a que su maldita estirpe se mezclara con la mía. No es que me disgustara el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y con eso me bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos citados en el estanque, a mitad de camino de nuestras dos casas, para hablar del asunto. «Cuando llegué allí, lo encontré hablando con su hijo, de modo que encendí un cigarro y esperé detrás de un árbol a que se quedara solo. Pero, según le oía hablar, iba saliendo a flote todo el odio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba instando a su hijo a que se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una buscona de la calle. Me volvía loco al pensar que yo y todo lo que yo más quería estábamos en poder de un hombre semejante. ¿No había forma de romper las ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aunque conservaba las facultades mentales y la fuerza de mis miembros, sabía que mi destino estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de mi hija? Las dos cosas podían salvarse si conseguía hacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señor Holmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecados han sido muy graves, he vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismas redes que a mí me esclavizaron era más de lo que podía soportar. No sentí más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de una alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo ya me había refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote, que había dejado caer al huir. Esta es, caballeros, la verdad de todo lo que ocurrió. —Bien, no me corresponde a mí juzgarle —dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración escrita que acababa de realizar—. Y ruego a Dios que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación. —Espero que no, señor. ¿Y qué se propone usted hacer ahora? —En vista de su estado de salud, nada. Usted mismo se da cuenta de que pronto tendrá que responder de sus acciones ante un tribunal mucho más alto que el de lo penal. Conservaré su confesión y, si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a utilizarla. De no ser así, jamás la verán ojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted como si muere, estará a salvo con nosotros. —Adiós, pues —dijo el anciano solemnemente—. Cuando les llegue la hora, su lecho de muerte se les hará más llevadero al pensar en la paz que han aportado al mío —y salió de la habitación tambaleándose, con toda su gigantesca figura sacudida por temblores. —¡Que Dios nos asista! —exclamó Sherlock Holmes después de un largo silencio—. ¿Por qué el Destino gasta tales jugarretas a los pobres gusanos indefensos? Siempre que me encuentro con un caso así, no puedo evitar acordarme de las palabras de Baxter y decir: «Allá va Sherlock Holmes, por la gracia de Dios». James McCarthy resultó absuelto en el juicio, gracias a una serie de alegaciones que Holmes preparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Turner aún vivió siete meses después de nuestra entrevista, pero ya falleció; y todo parece indicar que el hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado. EL OFICINISTA DEL CORREDOR DE BOLSA Poco después de casarme compré una consulta médica en el distrito de Paddington. El anciano señor Farquhar, a quien se la adquirí, había tenido en tiempos una excelente clientela, pero la edad y el baile de San Vito, mal que padecía, la habían mermado considerablemente. Como es comprensible, el público se rige por el principio de que quien tenga la pretensión de curar a otros debe estar él mismo sano, y mira con recelo al médico cuya propia enfermedad está fuera del alcance de sus drogas. Así pues, a medida que mi predecesor se debilitaba, su consulta disminuía, de modo que cuando se la compré había bajado de 1.200 visitas a poco más de 300 al año. Sin embargo, yo confiaba en mis energías y juventud, y tenía la convicción de que en pocos años la consulta estaría de nuevo repleta. Los tres meses siguientes estuve muy ocupado y vi poco a mi amigo Sherlock Holmes, pues tenía demasiado trabajo para ir a verle a Baker Street y él no solía desplazarse salvo por motivos profesionales. Me sorprendió mucho, por tanto, cuando una mañana de junio, mientras leía el British Medical Journal después del desayuno, oí el timbre de la puerta y a continuación el agudo y algo estridente tono de voz de mi antiguo compañero. —Mi querido Watson —dijo al entrar en el cuarto—. Me alegra verle. Espero que la señora Watson se haya recuperado de la agitación que acompañó a nuestra aventura de El signo de los cuatro. —Ambos estamos bien, gracias —respondí dándole la mano calurosamente. —También confío en que las preocupaciones de una consulta médica no le hayan hecho perder el interés que sentía por nuestros problemillas de deducción —dijo sentándose en la mecedora. —Al contrario. La noche pasada, sin ir más lejos, estuve repasando mis apuntes y clasificando algunos de nuestros resultados. —Espero que no considere su colección cerrada. —En modo alguno. Nada me gustaría más que aumentar mis experiencias. —¿Hoy, por ejemplo? —Sí, hoy mismo si quiere. —¿Y a tanta distancia de aquí como Birmingham? —Por supuesto. —¿Y la consulta? —Atiendo a la de un vecino cuando él se ausenta. Por tanto siempre está dispuesto a pagarme el favor. —Perfecto —dijo Holmes, recostándose en la silla y mirándome detenidamente a través de los párpados entreabiertos—. Veo que no ha estado bien últimamente. Los resfriados de verano siempre son muy latosos. —Me tuve que quedar en casa tres días la semana pasada a causa de un enfriamiento. Pero pensé que ya no quedaban señales de él. —Y así es. Tiene usted un aspecto muy saludable. —Entonces, ¿cómo lo ha notado? —Mi querido amigo, ya conoce mis métodos. —¿Lo dedujo, acaso? —Por supuesto. —¿De qué? —De sus zapatillas. Eché una ojeada a las zapatillas de piel nuevas que llevaba. —¿Pero cómo diablos…? —comencé, mas Holmes me interrumpió sin dejarme acabar la pregunta. —Lleva unas zapatillas nuevas —dijo—. No pueden tener más de unas cuantas semanas. La suela, sin embargo, está un poco chamuscada. Por un momento pensé que se las podía haber mojado y que se habían quemado al secarlas. Pero cerca del tacón tienen un pequeño círculo de papel con el distintivo del zapatero. De haberse mojado las zapatillas, esto se hubiera caído. Por tanto deduje que usted había permanecido sentado con las piernas estiradas y los pies junto al fuego, algo que, de no estar enfermo, no hubiera hecho, ni siquiera teniendo en cuenta lo húmedo que está resultando junio. Al igual que con todas las deducciones de Holmes, la cosa parecía sencillísima cuando te la explicaba. Leyó en mi rostro este pensamiento y la sonrisa que esbozó estaba teñida de amargura. —Me temo que me delato cuando explico las cosas —dijo—. Los resultados sin mención de las causas impresionan mucho más. ¿Está, pues, dispuesto a acompañarme a Birmingham? —Naturalmente. ¿Cuál es el caso? —Se lo explicaré todo en el tren. Mi cliente nos espera afuera en un carruaje. ¿Puede venir usted ahora mismo? —Un instante. Dejé una nota a mi vecino, subí al piso de arriba para explicar el asunto a mi mujer y me reuní con Holmes en la puerta. —¿Su vecino es también médico? —preguntó señalando la placa de cobre. —Sí. Compró una consulta como yo. —¿Una que ya existía? —Igual que la mía. Ambas han estado aquí desde que se construyeron las casas. —¡Pero usted compró la mejor! —Creo que sí. Pero ¿cómo lo ha sabido? —Por los peldaños, amigo mío. Los suyos están tres pulgadas más gastados que los del vecino. Pero permítame que le presente a este caballero, mi cliente, el señor Hall Pycroft. Cochero, azuce el caballo; tenemos el tiempo justo para coger el tren. El hombre que vi frente a mí era un joven bien parecido, de tez clara, rostro abierto y sincero y un pequeño bigote rubio. Llevaba un reluciente sombrero de copa y un traje negro que le daban el aspecto de lo que era, un eficaz joven de negocios, perteneciente a esa clase que se ha dado en llamar cockney, pero que es la que nutre nuestros ejércitos de voluntarios y resultan ser mejores atletas y deportistas que los de cualquier otro estamento social de estas islas. Su semblante redondo y rubicundo parecía de natural alegre, pero me dio la impresión de que fruncía la comisura de los labios como si estuviera disgustado. Pero hasta que estuvimos sentados en nuestro compartimento de primera, avanzando hacia Birmingham, no pude saber cuál era el problema que le había impulsado a dirigirse a Holmes. —Tenemos setenta minutos por delante —comentó Holmes—. Quiero, señor Hall Pycroft, que le cuente a mi amigo su interesante experiencia tal y como me la ha contado a mí, incluso con más detalle, a ser posible. Me resultaría muy útil oír la secuencia de los hechos de nuevo. Watson, es un caso que puede tener mucha miga o ninguna, pero que al menos ofrece algún rasgo fuera de lo común y outré, de esos que usted y yo apreciamos tanto. Bien señor Pycroft, no le interrumpo más. Nuestro joven compañero me miró con un destello en los ojos. —Lo peor de la historia es que yo quedo como un imbécil —dijo—. Quizá a la larga todo salga bien; de todos modos yo no podía hacer otra cosa. Pero, si me han echado y no saco nada a cambio, pensaré que soy un idiota. No se me da muy bien contar las cosas, doctor Watson, pero la historia es así: »Estaba empleado en Coxon & Woodhouse, de Draper’s Cardens, pero a principios de la primavera, y con el asunto del préstamo venezolano, que sin duda recordará, se vieron estafados. Llevaba con ellos cinco años y el viejo Coxon me dio un informe fenomenal cuando llegó la quiebra, pero, claro, nos echaron a todos los oficinistas, los veintisiete que éramos. Probé aquí y allá, pero éramos muchos en busca de lo mismo y durante largo tiempo no encontré nada. En Coxon ganaba tres libras semanales y tenía ahorradas unas setenta, pero pronto se me acabaron. Estaba ya casi al final de la cuerda y apenas podía comprar ni los sellos ni los sobres para responder a los anuncios. Tenía las suelas de los zapatos desgastadas de tanto subir y bajar escaleras y seguía igual que al principio, sin trabajo. »Por fin vi una vacante en Mawson & Williams, la importante correduría de la calle Lombard. Supongo que E. C. no está muy en su línea, pero puedo asegurarle que es una de las empresas más modernas de Londres. Había que contestar al anuncio solo por carta. Envié mi solicitud y mis méritos sin la menor esperanza de obtener el puesto. A vuelta de correo me llegó la respuesta indicándome que si iba el lunes siguiente podría empezar de inmediato, siempre y cuando mi aspecto externo fuera satisfactorio. Nadie sabe cómo funcionan estas cosas. Hay quien dice que el director mete la mano en el montón y saca la primera que encuentra. Sea como fuere, me había tocado a mí esta vez y jamás volveré a sentirme tan contento. Me aumentaban una libra a la semana y el trabajo era poco más o menos el mismo que en Coxon. »Y ahora llego a lo raro del asunto. Yo vivía en Hampstead, en el 17 de Potter’s Terrace. Bueno, pues la noche después de que me ofrecieran esto, estaba sentado fumando, cuando subió la patrona con una tarjeta que decía "Arthur Pinner, agente financiero". No había oído antes ese nombre y no sabía qué podía querer de mí, pero, claro, le indiqué que le hiciera subir. Entró; era un tipo de estatura media, moreno, de ojos negros y barba oscura y la nariz brillante. Tenía ademanes rápidos y hablaba en tono tajante como el que conoce el valor del tiempo. »—El señor Hall Pycroft, supongo. »—Sí, señor —contesté acercándole una silla. »—Antiguo empleado de Coxon & Woodhouse, ¿no? »—Sí, señor. »—Y ahora trabaja para Mawson, ¿verdad? »—Así es. »—Bien. El caso es que he oído hablar extraordinariamente de sus habilidades financieras. ¿Se acuerda de Parker, que era el gerente de Coxon? No cesa de alabarle a usted. »Esto me halagó. Siempre había funcionado bien en la oficina, pero nunca soñé que pudieran hablar de mí de ese modo entre la gente de negocios. »—¿Tiene buena memoria? »—Bastante —respondí con modestia. »—¿Se ha mantenido en contacto con la Bolsa mientras ha estado sin empleo? —me preguntó. »—Sí. He leído las cotizaciones a diario. »—Eso es señal de interés —exclamó—. Así es como se prospera. No le importará que lo compruebe, ¿verdad? Vamos a ver. ¿A cómo está Ayrshires? »—Oscilan de ciento cinco a ciento cinco y cuarto. »—¿Y New Zealand Consolidated? »—A ciento cuatro. »—¿Y British Broken Hills? »—Entre siete y siete con seis. »—¡Magnífico! —exclamó, levantando las manos—. Esto encaja perfectamente con todo lo que me han dicho. ¡Chico, chico! Es demasiado bueno para ser un oficinista en Mawson. »Esta salida me sorprendió bastante, como puede suponer. »—Bueno —respondí—, hay quienes no me tienen en tan alto concepto como usted, señor Pinner. Bien que me ha costado poder encontrar este empleo, y estoy contento. »—¡Tonterías! Está usted muy por encima de él. No ocupa usted el lugar que le corresponde. Le voy a proponer algo, que, aunque es poco comparado con su talento, es como la noche y el día respecto de la oferta de Mawson. Veamos. ¿Cuándo empieza allí? »—El lunes. »—¡Hum! Me atrevo a decir que no va a ir. »—¿Que no voy a ir a Mawson? »—No, señor. Ese día ya será usted gerente de la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, que tiene ciento treinta y cuatro sucursales en pueblos y ciudades francesas, sin contar una en Bruselas y otra en San Remo. »Esto me dejó sin respiración. »—Nunca oí hablar de esa empresa —dije. »—Es harto probable. Se ha mantenido todo muy en silencio, pues el capital era todo privado y es algo demasiado bueno para airearlo al público. Harry Pinner, mi hermano, es el promotor y también es director adjunto. Sabe que estoy metido en el ajo aquí y me pidió que encontrara alguien eficaz, pero barato, un joven con empuje, con garbo. Parker me habló de usted y así es como vine aquí esta noche. Para empezar, solo podemos ofrecerle la miseria de quinientas libras. »—¡Quinientas libras anuales! —grité. »—Solo eso al principio, pero tendrá una comisión del uno por ciento en todos los negocios que hagan sus representantes, y puedo darle mi palabra de que eso superará su sueldo. »—Pero es que yo no sé nada sobre ferreterías. »—Pero sabe de números. »La cabeza me daba vueltas y apenas podía mantenerme quieto en la silla. De repente me surgió una pequeña duda. »—Seré sincero con usted —dije—. Mawson no me da más de doscientas anuales, pero es algo muy seguro. Lo suyo, en fin, conozco tan poco de su empresa que… »—¡Muy inteligente! —exclamó como en un arrebato de júbilo—. Es justo el hombre que buscamos. No se deja convencer así como así, y eso está muy bien. Aquí tiene un billete de cien libras; si cree que podemos entendernos, puede quedarse con ellas como anticipo de su primer sueldo. »—Esto es muy de agradecer. ¿Cuándo empiezo a trabajar? »—Esté en Birmingham mañana a la una en punto del mediodía —dijo—. Aquí en el bolsillo tengo una nota para que la lleve a mi hermano. Le encontrará en el número 126 B de la calle Corporation, donde están situadas temporalmente las oficinas de la compañía. Naturalmente, él es quien debe confirmarle a usted en su puesto, pero, entre nosotros, le aseguro que no habrá problemas. »—Verdaderamente no sé cómo agradecerle esto, señor Pinner —dije. »—No es nada. Solo le ofrezco lo que se merece. Hay un par de cosillas, meras formalidades, que debo arreglar con usted. ¿Tiene ahí un papel? Por favor, escriba: "Estoy dispuesto a trabajar como director gerente para la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, con un salario mínimo de 500 libras". »Hice lo que me pidió y se metió el papel en el bolsillo. »—Un detalle más —me dijo—. ¿Qué piensa hacer de lo de Mawson? »Con tanta alegría se me había olvidado Mawson por completo. »—Escribiré y declinaré la oferta —dije. »—Eso es justamente lo que no quiero que haga. Tuve un enfrentamiento con el gerente de Mawson acerca de usted. Fui a pedirle informes sobre usted y estuvo muy incorrecto, acusándome de intentar engatusarle para que no aceptara el puesto y todo eso. Finalmente casi me enfadé. "Si quieren gente buena —dije—, deberían pagarles bien". "Preferiría estar con nosotros, aunque el sueldo sea menor", me contestó. "Le apuesto cinco libras a que, cuando le haga yo mi oferta, no volverán a saber nada de él". "Vale —me contestó—. Nosotros le sacamos del arroyo, y no nos dejará con tanta facilidad", fueron las palabras que empleó. »—¡El muy insolente! —exclamé—. Pero si no le he visto en mi vida. ¿Por qué iba yo a tener ninguna consideración con él? Por supuesto que no escribiré si usted prefiere que no lo haga. »—Estupendo, lo ha prometido, ¿eh? —dijo, levantándose de la silla—. Bien, pues estoy encantado de haberle encontrado a mi hermano alguien tan eficaz. Aquí tiene el adelanto de cien libras y aquí está la carta. Tome nota de la dirección, 126 B de la calle Corporation, y recuerde que tiene la cita para mañana a la una. Buenas noches y que tenga la suerte que se merece. »Creo que fue eso todo lo que pasó. Se puede figurar, doctor Watson, lo feliz que yo estaba ante semejante buena suerte. Me pasé media noche abrazándome a mí mismo de alegría, y al día siguiente partí para Birmingham en un tren que me llevara allí con tiempo suficiente para la cita. Dejé mis cosas en un hotel de New Street y me encaminé a la dirección que me habían dado. Llegaba con un cuarto de hora de antelación, pero pensé que no tendría importancia. El 126 B era como un pasadizo entre dos grandes tiendas, que desembocaba en una escalera de piedra de caracol; esta subía a numerosos inmuebles, alquilados como oficinas o despachos de profesionales. Los nombres de quienes los ocupaban estaban pintados al pie del muro, pero allí no figuraba la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada. Por unos instantes me quedé mudo, el corazón se me subió a la garganta: pensé si todo aquello no sería una broma pesada. De pronto se me acercó un caballero y se dirigió a mí. Se parecía mucho al tipo de la noche anterior, tenía el mismo aspecto y la misma voz, pero no llevaba barba y tenía el pelo más claro. »—¿Es usted el señor Hall Pycroft? —me preguntó. »—Sí —respondí. »—Le esperaba, pero es un poco antes de la hora. He recibido una nota de mi hermano poniéndole por las nubes. »—Estaba buscando su oficina. »—Todavía no la hemos montado, puesto que solo hace una semana que hemos cogido esto temporalmente. Suba conmigo y hablaremos del asunto. »Le seguí hasta el final de una escalera muy larga, y allí, justo debajo del tejado, había un par de pequeñas habitaciones vacías y mugrientas, sin cortinas y sin alfombras, a las cuales me hizo pasar. Había esperado una gran oficina con mesas relucientes y filas de oficinistas, del tipo de los que yo estaba acostumbrado, y me figuro que debí reflejar mi asombro ante el panorama de las dos sillas de pino y la mesa que, junto con una papelera y una estantería, componían el mobiliario. »—No se descorazone, señor Pycroft —dijo el hombre a quien acababa de conocer, al ver la cara que puse—. No se ganó Zamora en una hora, y tenemos mucho dinero detrás de nosotros, aunque no tengamos una oficina muy lujosa aún. Le ruego que tome asiento y me dé la carta. »Se la entregué y la leyó cuidadosamente. »—Parece haberle causado una gran impresión a mi hermano Arthur —dijo—. Y es un juez bastante agudo. Está encantado con Londres y yo con Birmingham, pero en esta ocasión seguiré su consejo. Le ruego se considere definitivamente empleado. »—¿Cuáles son mis obligaciones? »—A la larga, se encargará del enorme almacén de París, que lanzará un aluvión de loza a las tiendas de ciento treinta y cuatro delegaciones en Francia. La compra se ultimará antes de una semana, y entretanto usted permanecerá en Birmingham y se pondrá a trabajar. »—¿En qué? »A modo de respuesta sacó de un cajón un libraco rojo. »—Esta es una guía de París —dijo—, con la profesión a continuación del nombre. Quiero que se la lleve a casa y señale todos los vendedores de artículos de ferretería y sus direcciones. Me sería de gran utilidad el tenerlos. »—Debe de haber listas ya clasificadas —sugerí. »—No son de fiar. Su sistema es distinto del nuestro. Póngase a hacerlo y tenga las listas completas para el lunes a las doce. Buenos días, señor Pycroft. Si continúa demostrando este celo e inteligencia, encontrará buenos amos. »Regresé al hotel con el libro bajo el brazo y sentimientos muy encontrados en mi corazón. Por un lado tenía un empleo fijo y tenía cien libras en el bolsillo. Por otro, el aspecto de las oficinas, la ausencia del nombre en la pared y otros puntos chocantes en un hombre de negocios me habían causado una mala impresión con respecto a la posición de mis patrones. Fuera como fuese, tenía mi dinero, de modo que me puse a trabajar. Todo el domingo estuve con ello y sin embargo el lunes no había pasado de la "H". Fui a ver a mi patrón, que se hallaba en el cuarto desmantelado del otro día, y me dijo que continuara con lo mismo hasta el miércoles, cuando debía volver. El miércoles tampoco lo había terminado, de modo que seguí con ello hasta el viernes, es decir, ayer, en que se lo llevé al señor Harry Pinner. »—Muchas gracias —dijo—. Me temo que no calibré suficientemente la dificultad de la labor. Estas listas me serán de enorme utilidad. »—Me llevaron bastante tiempo —dije. »—Y ahora —dijo— quiero que haga unas listas de las tiendas de muebles, pues en ellas también se vende loza. »—Muy bien. »—Venga mañana a las siete de la tarde para decirme cómo va. No trabaje demasiado. Le harían bien un par de horas en una sala de fiestas por la noche tras todos sus esfuerzos. »Al decir esto soltó una carcajada; un escalofrío me recorrió el cuerpo al ver que tenía la segunda muela del lado izquierdo con un empaste de oro muy malo. Sherlock Holmes se frotó las manos con fruición y yo miré a nuestro cliente con cara de asombro. —Bien puede sorprenderse, doctor Watson, pero la cosa es así. Verá, cuando hablé en Londres con el otro tipo, se rió al saber que no volvería con Mawson. Bien, pues al hacerlo, observé que tenía la muela empastada de la misma manera. En ambas ocasiones el brillo del oro me atrajo la atención. Cuando relacioné eso con que la voz y el tipo eran los mismos, y que solo cambiaban aquellas cosas que se podían alterar con una peluca o con una navaja, no tuve ninguna duda de que se trataba de la misma persona. Ya sé que es normal que dos hermanos se parezcan, pero no que tengan la misma muela empastada de la misma manera. Me saludó al marcharme y me encontré en la calle, sin apenas saber si andaba con los pies o con la cabeza. Volví a mi hotel, metí la cabeza dentro de una jofaina de agua fría e intenté razonarlo todo. ¿Por qué me había traído a Birmingham, por qué había llegado antes que yo, y por qué se había escrito una carta a sí mismo? Era demasiado complicado para mí y no le veía ningún sentido. Y de pronto se me ocurrió que lo que para mí no eran más que tinieblas podía ser claridad meridiana para el señor Holmes. Tuve el tiempo justo de llegar a Londres en el tren de la noche, verle esta mañana y traerlos a los dos conmigo a Birmingham. Cuando el oficinista del corredor de bolsa concluyó su emocionante relato, se hizo el silencio. Luego Sherlock Holmes me guiñó el ojo, recostándose sobre los almohadones con una expresión de júbilo, aunque crítica, en el rostro, como el entendido que acaba de tomar el primer buen sorbo de un buen vino. —Está bastante bien, ¿verdad, Watson? —dijo—. Hay algunos toques que me complacen mucho. Supongo que estará de acuerdo conmigo en que una entrevista con el señor Arthur Harry Pinner en las oficinas temporales de la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, sería una experiencia bastante interesante para nosotros, ¿no? —Pero, ¿cómo lo haremos? —Muy fácilmente —dijo Hall Pycroft animadamente—. Serán dos amigos míos que están buscando trabajo, y nada más natural que el que yo les presente al director, ¿no? —¡Exactamente! —dijo Holmes—. Me gustaría ver a este caballero e intentar sacar algo en claro de todo este pequeño juego suyo. ¿Qué cualidades posee usted, amigo mío, que hicieron que sus servicios fueran tan inestimables? O quizá… Comenzó a mordisquearse las uñas y a mirar distraídamente por la ventana, y apenas pudimos arrancarle ni una palabra más hasta que estuvimos en New Street. Esa tarde a las siete bajábamos los tres por la calle Corporation camino de las oficinas de la compañía. —Es inútil que lleguemos demasiado pronto —nos dijo nuestro cliente—. Parece que solo viene aquí con el propósito de verme, y el lugar está desierto el resto del tiempo. —Algo muy sugerente —comentó Holmes. —¡Por Júpiter, ya se lo dije! —exclamó Pycroft—. Ahí va, caminando delante de nosotros. Señaló a un hombre no muy alto, rubio y bien vestido, que caminaba apresuradamente por la otra acera. Mientras le observábamos, miró hacia un chaval que anunciaba la última edición del periódico de la tarde y, sorteando autobuses y coches, se abalanzó sobre él para comprarle un ejemplar. Luego, con él en la mano, desapareció dentro del edificio. —¡Ahí va! —exclamó Pycroft—. Ha entrado en las oficinas de la Compañía. Subamos y haré las presentaciones con la mayor facilidad posible. Subimos detrás de él hasta encontrarnos frente a una puerta entreabierta, a la cual llamó nuestro cliente. Una voz que procedía del interior nos dijo que pasáramos, y pasamos a una habitación casi vacía, tal y como nos la había descrito Hall Pycroft. El hombre que habíamos visto en la calle estaba sentado a la única mesa, con el periódico vespertino abierto ante él. Cuando levantó el rostro para mirarnos me pareció que jamás había visto un semblante que mostrara tales señales de dolor, de algo aún más allá del dolor: del horror que pocos hombres experimentan a lo largo de sus vidas. Tenía la frente bañada en sudor, las mejillas hundidas y mortalmente pálidas, la mirada extraviada. Miró a su oficinista como si no le reconociera y supe, por el asombro que este reflejaba en su rostro, que no era este el aspecto usual de su patrono. —Parece enfermo, señor Pinner —exclamó. —Sí, no me encuentro muy bien —contestó el otro haciendo evidentes esfuerzos por recobrar la compostura, y humedeciéndose los labios secos antes de hablar—. ¿Quiénes son estos caballeros que ha traído consigo? —Uno es el señor Harris, de Bermondsey, y el otro es el señor Price, de aquí —le respondió al punto nuestro cliente—. Son unos amigos míos y hombres de experiencia, pero llevan un tiempo sin trabajo y confiaba en que quizá usted pudiera darles un empleo en la Compañía. —Es muy posible, muy posible —exclamó el señor Pinner con una mueca horrenda—. Sí, no tengo ninguna duda de que podremos hacer algo por ustedes. ¿Cuál es su oficio, señor Harris? —Soy contable —dijo Holmes. —Bien, necesitaremos algo en esa línea. ¿Y usted, señor Price? —Soy oficinista —respondí. —Abrigo todas las esperanzas de que la Compañía pueda emplearlos. Se lo comunicaré en cuanto lo tengamos decidido. Y ahora les ruego que se vayan. ¡Por Dios, déjenme solo! Estas últimas palabras le salieron a borbotones, como si de repente se hubiera roto la reserva que se estaba imponiendo. Holmes y yo nos miramos el uno al otro y Hall Pycroft se acercó a la mesa. —Se olvida usted, señor Pinner, de que me había citado aquí para darme instrucciones —dijo. —Por supuesto, señor Pycroft, por supuesto —respondió el otro en tono más tranquilo—. Espéreme aquí un instante y no hay razón alguna para que sus amigos no se queden con usted. Tardo tres minutos y estaré a su entera disposición, si me permiten abusar de su paciencia de este modo. Se levantó con aire cortés, y con una pequeña inclinación de cabeza salió por una puerta al final de la habitación, que cerró tras él. —¿Qué pasa ahora? ¿No nos irá a dar esquinazo? —susurró Holmes. —Imposible —contestó Pycroft. —¿Cómo lo sabe? —Porque esa puerta da a un cuarto interior. —¿Sin salida? —Sí. —¿Está amueblado? —Ayer estaba vacío. —¿Entonces qué diablos está haciendo? Hay algo en todo este asunto que no alcanzo a comprender. Si hubo jamás un hombre medio muerto de terror, ese hombre es Pinner. ¿Qué puede haberle asustado tanto? —¿Sospechará que somos detectives? —sugerí. —Eso es, seguro que es eso —dijo Pycroft. Holmes sacudió la cabeza. —No es que palideciera al vernos. Ya lo estaba cuando entramos en la habitación —dijo—. Es posible que… Sus palabras se vieron interrumpidas por unos nudillos llamando a la puerta del fondo. —¿Por qué demonios llama a su propia puerta? —preguntó el oficinista. De nuevo volvimos a escuchar el mismo ruido, más fuerte esta vez. Todos teníamos la vista fija en la puerta cerrada. Miré a Holmes y vi que su expresión se endurecía y que, inclinado hacia delante, escuchaba con intensa emoción. De repente oímos un sordo gorgoteo, seguido de una especie de tabaleo sobre la madera. Holmes cruzó la habitación de un salto y empujó la puerta. Estaba cerrada por dentro. Siguiendo su ejemplo nos lanzamos contra ella con todas nuestras fuerzas. Se soltó un gozne, luego el otro y la puerta se vino abajo. Saltando por encima de ella nos encontramos en la habitación contigua. Estaba vacía. Pero nuestro desconcierto no duró más que un instante. En una esquina, la más cercana al cuarto que acabábamos de abandonar, había una segunda puerta. Holmes se abalanzó sobre ella y la abrió. En el suelo estaban tirados un abrigo y un chaleco, y de un gancho situado detrás de la puerta, con los tirantes alrededor del cuello, colgaba el director de la Compañía Ferretera Franco-Midland. Tenía las piernas encogidas, la cabeza le pendía en horrible ángulo y el chocar de los tacones contra la puerta era lo que había producido el ruido que interrumpió nuestra conversación. En un instante le cogí por la cintura y le levanté, mientras Holmes y Pycroft desataban los tirantes hundidos ya entre los pliegues lívidos de su cuello. Le llevamos al otro cuarto y le tumbamos. Tenía el rostro de color ceniza y los labios hinchados y amoratados, una horrenda reliquia de lo que era apenas cinco minutos antes. —¿Qué piensa usted, Watson? —preguntó Holmes. Me incliné sobre él para examinarle. Tenía el pulso débil y entrecortado, pero iba respirando mejor y un pequeño temblor de los párpados dejaba entrever el blanco de los ojos. —Se ha librado por segundos —respondí—, pero vivirá. Abra esa ventana y denme agua. Le desabroché el cuello de la camisa, eché agua fría sobre su rostro y le moví los brazos arriba y abajo hasta conseguir que respirara de forma natural. —Ahora ya solo es cuestión de tiempo —dije levantándome. Holmes estaba junto a la mesa, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la barbilla descansándole sobre el pecho. —Supongo que ahora deberíamos llamar a la policía —dijo—, pero confieso que me gusta darles el caso solucionado cuando llegan. —Es un absoluto misterio para mí —dijo Fycroft, rascándose la cabeza—. No sé para qué querían traerme hasta aquí y ahora… —¡Bah! Todo eso está muy claro —dijo Holmes con impaciencia—. Es esto último lo que me desconcierta. —Entonces, ¿el resto lo entiende? —Creo que está bastante claro. ¿Usted qué opina, Watson? Me encogí de hombros. —Le confieso que estoy fuera de órbita —respondí. —Si examina los hechos, me parece que solo se puede llegar a una conclusión. —¿Cuál? —Bien. Todo el asunto descansa sobre dos puntos. El primero es el haberle hecho a Pycroft escribir una declaración mediante la cual entraba al servicio de esta absurda Compañía. ¿No ven cuan esclarecedor es eso? —Me temo que no. —Bueno, veamos. ¿Para qué querían que la escribiera? Es evidente que no era por razones comerciales, pues estos arreglos suelen hacerse de forma verbal y no hay razón alguna bajo la capa del cielo para que este fuese una excepción. ¿No comprende, mi querido joven, que tenían mucho interés en obtener una muestra de su letra y no tenían otro medio de conseguirlo? —¿Y para qué? —Justamente, ¿para qué? Cuando tengamos esa respuesta, habremos avanzado un poco en nuestro pequeño problema. ¿Para qué? Solo hay una respuesta. Alguien quería imitar su caligrafía, para lo cual necesitaba previamente tener una muestra. Si pasamos al segundo punto, vemos que arroja luz sobre el primero y viceversa. Me refiero a la petición que le hizo Pinner de que no rechazara el puesto, sino que dejara que el director de aquella importante empresa esperara a que un tal señor Hall Pycroft, a quien no había visto, se personara en las oficinas el lunes por la mañana. —¡Santo Cielo! —exclamó nuestro cliente—. ¡Qué ciego he sido! —Ahora entenderá lo de la caligrafía. Suponga que alguien se presentara por usted, y que tuviera una letra distinta a la de su solicitud. Se habría descubierto el juego. Pero en el ínterin el impostor aprendió a imitársela y así estaba a salvo, pues me imagino que nadie de la oficina le había visto a usted antes, ¿no? —Ni un alma —suspiró Hall Pycroft. —Bien. Por supuesto era de suma importancia el que usted no se echara atrás e impedirle que hablara con alguien que pudiera decirle que tenía un doble suyo trabajando en las oficinas de Mawson. Por tanto le dieron un generoso adelanto sobre su sueldo y le enviaron a los Midlands, donde le dieron suficiente trabajo para entretenerle, de forma que no pudiera ir a Londres y estropearles su juego. Todo ello está muy claro. —Pero ¿por qué iba este hombre a hacerse pasar por su propio hermano? —Eso también está bastante claro. Evidentemente solo hay dos personas metidas en el asunto, y el otro está haciéndose pasar por usted en la oficina. Este representó el papel de la persona que le contrató y luego se encontró con que no le podía proporcionar un patrono sin incluir a un tercero en el asunto. Y eso no estaba dispuesto a hacerlo. Cambió de aspecto todo lo que pudo, y confió en que el parecido, que usted sin duda notaría, lo atribuyera a un aire de familia. De no ser por la feliz coincidencia de la muela de oro, nunca se habrían levantado sus sospechas. Hall Pycroft sacudía en el aire los puños cerrados. —¡Dios mío! Mientras a mí me engatusaban de esta forma, ¿qué habrá estado haciendo el otro Hall Pycroft en Mawson? ¿Qué podríamos hacer, señor Holmes? ¡Dígame! —Hemos de telegrafiarles. —Cierran a las doce los sábados. —No importa, hay un guarda permanente debido al valor de los títulos que guardan. Recuerdo que alguien me lo comentó. —Muy bien, telegrafiaremos para ver si todo marcha bien, y confirmar que un oficinista de nombre Hall Pycroft está trabajando allí. Hasta ahí todo está claro; lo que no lo está tanto es por qué uno de estos rufianes, al vernos, salió del cuarto para ahorcarse. —El periódico —croó una voz a nuestras espaldas. El hombre se había ya incorporado un poco, cadavérico y horrible, pero con un atisbo de lucidez asomándole a los ojos. Con manos temblorosas se frotaba la ancha línea rojiza que le rodeaba la garganta. —¡Claro! ¡El periódico! —chilló Holmes enormemente excitado—. ¡Qué idiota he sido! Estaba tan preocupado por la entrevista que no se me ocurrió ni por un momento pensar en el periódico. Seguro que allí descubrimos el secreto. Lo abrió sobre la mesa y un grito triunfal salió de sus labios. —¡Mire esto, Watson! —exclamó—. Es el periódico londinense, la primera edición del vespertino Evening Standard. Aquí está lo que buscamos. Mire los titulares: «Crimen en el centro bursátil de Londres. Asesinato en Mawson & Williams. Frustrado un gran robo. Arrestado el criminal». Tenga, Watson, estamos ansiosos por saberlo todo, así que, si hace el favor, léanoslo. Dado el lugar que ocupaba el periódico, parecía ser el único tema de importancia en la capital y el relato era el que sigue: Un desesperado intento de robo, que culminó con la muerte de un hombre y la captura del criminal, ha tenido lugar esta tarde en la City. Desde hace ya algún tiempo, Mawson & Williams, la famosa financiera, ha sido la depositaría de valores que suman en total más de un millón de libras esterlinas. El director, consciente de la responsabilidad que sobre él pesaba a consecuencia de los enormes intereses que estaban en juego, había hecho instalar las más modernas cajas de seguridad, y un vigilante armado permanecía en el edificio día y noche. Al parecer, la semana pasada, se contrató a un nuevo oficinista, llamado Hall Pycroft. Esta persona ha resultado ser nada menos que Beddington, el famoso estafador y ladrón que, junto con su hermano, acaba de salir de la cárcel tras cumplir una condena de cinco años. Por medios aún desconocidos, y bajo un nombre supuesto, consiguió este empleo en las oficinas, empleo que utilizó para hacerse con moldes de las diversas cerraduras y para adquirir un total conocimiento de la situación de las cajas de seguridad. Es costumbre en la empresa que los sábados los oficinistas salgan a las doce. Por ello el sargento Tusón, de la policía de la City, se sorprendió al ver bajar las escaleras, a la una y veinte del mediodía, a un caballero que llevaba un bolso de viaje. Sospechando algo, el sargento le siguió y con la ayuda del policía Pollock consiguió, tras una feroz resistencia, arrestarle. Al momento quedó claro que se acababa de perpetrar un audaz y gigantesco robo. En el bolso se encontraron acciones de una compañía ferroviaria americana por valor de casi cien mil libras, así como gran cantidad de pagarés de compañías mineras y otras sociedades. Al examinar el local se encontró el cadáver del infortunado vigilante dentro de una de las cajas fuertes más grandes, donde, de no ser por la eficacia del sargento Tusón, hubiera permanecido hasta el lunes. Tenía el cráneo destrozado al haber sido golpeado por la espalda con un atizador. No hay duda de que Beddington consiguió volver a entrar pretextando que se había dejado algo, y tras asesinar al vigilante, saqueó la caja de seguridad mayor y pretendía escaparse con el botín. Su hermano, con quien suele trabajar, aún no ha aparecido en este trabajo, si bien es aún demasiado pronto para asegurarlo. No obstante, la policía está llevando a cabo investigaciones para descubrir su paradero. —Bien, podremos ahorrarle trabajo a la policía en ese sentido —dijo Holmes, mirando hacia la figura arrebujada junto a la ventana—. La naturaleza humana es una extraña mezcla, Watson. Ya ve que incluso un villano y un asesino puede llegar a inspirar tal afecto como para que su hermano opte por el suicidio cuando sabe que se juega el pescuezo. Pero no tenemos elección. Señor Pycroft, el doctor y yo permaneceremos de guardia mientras usted, si tiene la amabilidad, va a buscar a la policía. EL TRATADO NAVAL El mes de julio que siguió a mi boda se hizo digno de mención por tres casos en los que tuve el privilegio de verme asociado con Sherlock Holmes y estudiar de cerca sus métodos. Tengo estos casos recogidos en mis notas bajo los encabezamientos de La aventura de la segunda mancha, La aventura del Tratado Naval y La aventura del capitán cansado. El primero de estos, sin embargo, trata de asuntos de tal importancia e implica a tantas de las primeras familias del reino, que hasta pasados muchos años no podrá hacerse público. No obstante, ningún otro caso de los que Sherlock Holmes haya llevado ha ilustrado de un modo tan claro el valor de sus métodos analíticos o ha impresionado tan profundamente a quienes trabajaban con él en ese momento. Todavía conservo un informe casi literal de la entrevista en la que demostró la verdad de los hechos en relación con dicho caso a Monsieur Dubuque, de la policía de París, y a Fritz von Waldbaum, el conocido especialista de Dantzig, quienes habían malgastado sus energías en lo que se demostraría que no eran sino cuestiones secundarias. Habrá que esperar, pues, al inicio de un nuevo siglo para poder contar la historia con seguridad. Entre tanto, paso al segundo, el cual también prometía en su momento tener una importancia nacional y que fue notable por ciertos incidentes que le otorgaron un carácter bastante singular. Durante mis días escolares tuve como íntimo amigo a un muchacho llamado Percy Phelps, que era exactamente de mi misma edad, aunque iba dos clases por delante de mí. Era un chico brillante, que arrambló con todos los premios que daba la escuela, y terminó sus proezas escolares ganando una beca que le llevaría a terminar su triunfante carrera en Cambridge. Recuerdo que estaba muy bien relacionado e incluso, cuando no éramos más que unos niños, sabíamos muy bien que el hermano de su madre era Lord Holdhurst, el gran político conservador. Poco bien le hacía en la escuela este llamativo parentesco; por el contrario, se nos antojaba que andar persiguiéndolo por todo el patio, dándole con el aro de croquet en las espinillas, era un juego bastante divertido. Pero todo cambió cuando salió al mundo. Supe vagamente que sus aptitudes y la influencia que tenía en su mano le habían ganado una buena posición en el Foreign Office; después se borró de mi mente, hasta que la siguiente carta me recordó su existencia: Briarbrae, Wokig Mi querido Watson: Sin duda recordará al «Renacuajo» Phelps que hacía quinto curso en el mismo año en que usted hacía tercero. Es incluso posible que haya sabido que, por medio de las influencias de mi tío, pude conseguir un buen puesto en el Foreign Office y que me encontraba en una situación de confianza y honor, hasta que un horrible infortunio vino a destrozar de repente mi carrera. De nada sirve que le escriba ahora los detalles de ese horrible suceso. En el caso de que usted acceda a la petición que voy a hacerle, es probable que tenga que narrárselos entonces. Acabo de recobrarme de una encefalitis que me ha durado nueve semanas y todavía me encuentro extremadamente débil. ¿Cree usted que podría traer a su amigo, el señor Holmes, a verme aquí? Me gustaría tener su opinión sobre el caso, aunque las autoridades me aseguran que ya no hay nada que hacer. Por favor, intente hacerlo venir lo antes posible. Cada minuto que pasa parece una hora mientras siga viviendo en este horrible suspense. Dígale que, si no le he pedido consejo antes, no ha sido debido a que no tuviera en consideración su talento, sino a que desde que me sobrevino este duro golpe no he estado totalmente en mis cabales. Ahora vuelvo a estar en disposición de pensar, aunque no me atrevo demasiado a hacerlo por temor a una recaída. Estoy todavía tan débil que, como ve, he tenido que escribirle al dictado. Inténtelo y tráigamelo aquí. Su antiguo compañero de escuela, Percy Phelps Al leer esta carta hubo algo que me emocionó; esas reiteradas súplicas para que le llevara a Holmes tenían algo de lastimoso. Así que, con lo emocionado que estaba, incluso aunque hubiera sido un asunto difícil, lo hubiera intentado; pero, por supuesto, sabía perfectamente que Holmes amaba tanto su trabajo, que estaba siempre tan dispuesto a prestar ayuda, como dispuesto estaba su cliente a recibirla. Mi mujer estaba de acuerdo conmigo en que no se debía perder un momento en exponerle el asunto, así que una hora después de desayunar me encontraba de nuevo, una vez más, en las viejas habitaciones de Baker Street. Holmes, ataviado con un batín, estaba sentado en su mesa de trabajo, trabajando afanosamente en una investigación química. Una larga y curvada retorta estaba hirviendo furiosamente sobre la llama azulada del mechero de Bunsen y las gotas destiladas se iban condensando en una medida de dos litros. Mi amigo apenas levantó la vista cuando entré y, viendo que su investigación debía de tener mucha importancia, me senté en un sillón y esperé. Introducía su pipeta de cristal en una botella y en otra, extrayendo de ellas unas cuantas gotas, y finalmente puso sobre la mesa un tubo de ensayo que contenía cierta solución. En la mano derecha tenía un trocito de papel de tornasol. —Llega en un momento crítico, Watson —dijo—. Si el papel permanece azul, es que todo va bien. Si se pone rojo, significa la vida de un hombre —lo introdujo en el tubo de ensayo y el papel adquirió un color carmesí apagado y sucio—. ¡Hum!, ya me lo había imaginado yo —exclamó—. En seguida estoy con usted, Watson. Encontrará tabaco en la babucha persa. Se volvió hacia su escritorio y escribió varios telegramas, que entregó al botones. Tras esto se dejó caer en la silla que estaba enfrente de mí, levantando las rodillas hasta que sus manos estrecharon sus largos y finos tobillos. —Un pequeño asesinato de lo más común —dijo—. Imagino que usted tiene algo mejor. Parece anunciar un crimen. ¿Qué pasa, Watson? Le alargué la carta, que leyó con la máxima atención. —No dice mucho, ¿verdad? —observó, mientras me la devolvía. —Casi nada. —Y, sin embargo, la caligrafía es interesante. —Pero si no es la suya. —Precisamente por eso, es la de una mujer. —¡No, seguro que es la de un hombre! —No, la de una mujer; una mujer de carácter singular. Mire, al inicio de una investigación tiene su importancia saber si el cliente tiene una relación íntima con alguien que, para bien o para mal, posee una naturaleza excepcional. Esto me ha despertado un interés en el caso. Si está usted preparado, partiremos en seguida para Woking y veremos a ese diplomático cuya situación es tan funesta y a la dama a quien dictó su carta. Tuvimos la suerte de pillar uno de los primeros trenes en Waterloo, y en menos de una hora nos encontrábamos entre los bosques de abetos y los brezos de Woking. Briarbrae resultó ser una amplia casa construida en medio de una gran extensión de terreno, a pocos minutos de la estación. Tras entregar nuestras tarjetas de visita, nos hicieron pasar a un salón elegantemente decorado, donde a los pocos minutos se nos unió un hombre bastante corpulento, que nos recibió con gran hospitalidad. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero sus mejillas eran tan sonrosadas y sus ojos tan alegres, que seguía dando la impresión de un muchacho regordete y travieso. —Qué contento estoy de que hayan venido —dijo, dándonos efusivamente la mano—. Percy lleva toda la mañana preguntando por ustedes; pobre hombre, se agarra a un clavo ardiendo. Su padre y su madre me pidieron que los recibiera yo, ya que para ellos es en extremo dolorosa la sola mención del asunto. —Todavía no tenemos detalles —observó Holmes—. Veo que usted no es un miembro de la familia. Nuestro conocido pareció sorprendido y, mirando el suelo, empezó a reír. —Por supuesto se ha fijado usted en las iniciales «J. H». de mi medallón —dijo—. Por un momento pensé que se le había ocurrido algo inteligente. Mi nombre es Joseph Harrison y, como Percy va a casarse con mi hermana Annie, seremos al menos parientes políticos. Encontrará a mi hermana en la habitación de Percy; ha estado entregada a sus cuidados durante estos dos últimos meses. Quizá sería mejor que entráramos cuanto antes, porque sé cuan impaciente está. La estancia a la que fuimos introducidos se hallaba en el mismo piso que el salón. Estaba amueblada en parte como un cuarto de estar y en parte como un dormitorio; había jarrones de flores dispuestos con un gusto exquisito en todos los rincones de la habitación. Un hombre joven, muy pálido y como agotado, yacía en un sofá junto a la ventana abierta, por donde entraban el agradable aroma del jardín y la suave brisa del verano. Una mujer estaba sentada a su lado y se levantó al entrar nosotros. —¿Me retiro, Percy? —preguntó. Él agarró con fuerza su mano para detenerla. —¿Cómo está usted, Watson? —dijo cordialmente—. Nunca lo hubiera reconocido con ese bigote y me atrevería a decir que usted no juraría que la persona que está viendo soy yo. Supongo que él es su célebre amigo, el señor Sherlock Holmes, ¿no es así? Les presenté con pocas palabras y nos sentamos. El hombre corpulento nos había dejado, pero su hermana permanecía allí con su mano entre las del inválido. Era una mujer de una apariencia impresionante, un poco baja y gruesa, pero con un hermoso cutis aceitunado, unos ojos grandes y oscuros, como de italiana, y un cabello abundante de un negro oscurísimo. Su magnífica tez contrastaba con la palidez de su compañero, quien a su lado parecía todavía más fatigado y ojeroso. —No les haré perder tiempo —dijo él, levantándose del sofá—. Entraré sin más preámbulos en el tema. Yo era un hombre feliz y de éxito, señor Holmes, y a punto de casarme, cuando un inesperado y horroroso infortunio vino a echar por tierra todas mis esperanzas. »Trabajaba, como ya le habrá dicho Watson, en el Foreign Office, donde rápidamente ascendí hasta una posición de responsabilidad. Cuando esta Administración hizo a mi tío ministro de Asuntos Exteriores, él empezó a darme misiones de importancia y, como yo las resolviera con éxito, llegó por último a tener la máxima confianza en mi habilidad y tacto. »Hace aproximadamente diez semanas (para ser más exacto el 23 de mayo pasado) me llamó a su despacho privado y, tras felicitarme por el buen trabajo que había hecho, me informó de que tenía para mí una nueva misión de confianza. »—Esto —dijo, tomando de su escritorio un rollo de papel gris— es el original de ese tratado secreto entre Inglaterra e Italia, sobre el cual siento decir que ya corren rumores en la prensa. Es extremadamente importante que no haya ninguna filtración más. Las embajadas francesas o rusas pagarían enormes cantidades de dinero por conocer el contenido de estos documentos. No deberían salir de mi despacho, pero es absolutamente necesario hacer una copia de ellos. ¿Tienes escritorio en tu oficina? »—Sí, señor. »—Entonces, coge el tratado y guárdalo allí. Daré instrucciones para que tengas que quedarte cuando se vayan los otros, de modo que puedas hacerlo a tus anchas sin temor a que alguien te esté vigilando. Cuando termines, vuelve a guardar bajo llave en tu escritorio tanto el original como la copia y entrégamelos personalmente mañana por la mañana. »Tomé los documentos y… —Perdóneme un inciso —dijo Holmes—. ¿Estaban solos durante aquella conversación? —Absolutamente. —¿Es una estancia amplia? —Treinta pies en cada dirección. —¿En el centro? —Sí, más o menos. —¿Hablando bajo? —La voz de mi tío es siempre muy baja. Yo casi no hablé. —Gracias —dijo Holmes, entornando los ojos—. Por favor, tenga la bondad de seguir. —Hice exactamente lo que me había indicado y esperé hasta que los otros empleados se marcharon. Uno de ellos, que trabaja en el mismo despacho que yo, Charles Gorot, tenía que terminar un trabajo atrasado, así que le dejé allí y me fui a cenar. Cuando volví se había ido. Quería terminar cuanto antes mi trabajo, porque sabía que el señor Harrison, a quien acaban ustedes de ver, estaba en la ciudad y tomaría el tren de las once para volver a Woking y yo quería cogerlo también. Cuando me puse a examinar el tratado, en seguida me di cuenta de que tenía una importancia tal, que mi tío no había exagerado nada con lo que había dicho. Sin entrar en detalles, puedo decir que definía la posición de Gran Bretaña en relación con la Triple Alianza y predecía la política que iba a llevar este país en el caso de que la flota francesa aventajara en importancia a la italiana en el marco del Mediterráneo. Las cuestiones tratadas eran puramente navales. Al final estaban las rúbricas de los altos dignatarios que lo habían firmado. Les eché una mirada y me apliqué a la tarea de copiarlo. »Era un largo documento, escrito en francés, y contenía veintiséis artículos separados. Copiaba lo más deprisa que podía, pero a las nueve solo había terminado nueve artículos y perdí las esperanzas de poder coger el tren. Me sentía soñoliento y estúpido, en parte debido a la cena y en parte también debido a un largo día de trabajo. Una taza de café me despejaría. Hay un portero que se queda toda la noche en un pequeño garito situado al pie de las escaleras; este tiene la costumbre de preparar café en su infiernillo de alcohol para los oficiales que se quedan haciendo horas extraordinarias. Toqué el timbre, pues, para que viniera. »Para mi sorpresa, fue una mujer la que respondió a la llamada; una mujer de edad, grande, de cara tosca, que llevaba un delantal. Me explicó que era la mujer del portero, que hacía los recados; le pedí que me subiera un café. «Escribí dos artículos más y, entonces, sintiéndome todavía más soñoliento, me levanté y paseé arriba y abajo de la habitación para estirar las piernas. El café seguía sin venir y me preguntaba cuál sería la causa de este retraso. Abrí la puerta y me encaminé por el pasillo con el fin de descubrirlo. Era un corredor poco iluminado que partía de la habitación en la que había estado trabajando, constituyendo su única salida. Terminaba en una escalera curva con el garito del portero en el corredor que está al final de la escalera. A mitad de camino de la escalera hay un descansillo al que da otro corredor formando un ángulo recto con este. Este segundo corredor lleva, a través de una escalera, a una puerta lateral que es usada por los sirvientes y también como atajo por los empleados cuando entran desde Charles Street. »Aquí tiene un plano esquemático del lugar. —Gracias. Creo que le sigo bastante bien. —Es muy importante que tenga en consideración este punto. Bajé las escaleras y llegué al hall, donde encontré al portero profundamente dormido en su garito y el agua hirviendo furiosamente en el hervidor sobre el infiernillo, salpicando todo el suelo. Alargué la mano y estaba a punto de darle un meneo al hombre, que seguía plácidamente dormido, cuando sonó con fuerza una de las campanillas situadas sobre su cabeza y se despertó sobresaltado. »—Señor Phelps, ¡señor! —dijo, mirándome atónito. »—He bajado a ver si mi café estaba preparado. »—Estaba hirviendo el agua cuando me quedé dormido, señor. »Me miró a mí y luego miró hacia arriba, a la campanilla que todavía seguía estremeciéndose, y su asombro iba en aumento. »—Si usted está aquí, señor, ¿quién ha tocado entonces la campanilla? —preguntó. »—La campanilla —dije yo—. ¿De qué campanilla se trata? »—Es la campanilla de la habitación en la que usted estaba trabajando. »Me quedé helado. Alguien, pues, estaba en mi habitación donde el precioso tratado estaba extendido encima de mi mesa. Subí frenéticamente las escaleras y avancé corriendo por el corredor. No había nadie en este, señor Holmes. No había nadie en la habitación. Todo estaba tal como lo había dejado, salvo que alguien había cogido de mi escritorio el documento que me había sido encomendado. La copia estaba allí, pero el original había desaparecido. Holmes se arrellanó en su asiento y se frotó las manos. Me di cuenta de que el problema le llegaba al corazón. —Dígame, por favor, ¿qué hizo usted entonces? —murmuró. —Al momento me di cuenta de que el ladrón debía de haber subido las escaleras desde la puerta lateral. Tenía que haberme encontrado con él si hubiera venido por el otro lado. —¿Estaba convencido de que no podía haber estado durante todo el rato oculto en la habitación, o en el corredor que usted acaba de describir como mal iluminado? —Es absolutamente imposible. Ni siquiera una rata podría ocultarse ni en la habitación ni en el pasillo. No hay escondite posible. —Gracias. Le ruego que siga. —El portero, viendo en la palidez de mi rostro que había algo que temer, me había seguido escaleras arriba. Echamos los dos a correr por el pasillo y por las escaleras que llevaban a Charles Street. La puerta al pie de la escalera estaba cerrada, pero no tenía la llave echada. La abrimos de un golpe y nos precipitamos fuera. Recuerdo claramente que al hacerlo oímos tres campanadas en el carillón de una iglesia vecina. Eran las diez menos cuarto. —Esto tiene mucha importancia —dijo Holmes, tomando nota en el puño de la camisa. —La noche era muy oscura y caía una lluvia fina y cálida. No había nadie en Charles Street, pero al fondo, en Whitehall, el tráfico, como es normal allí, era muy denso. Corrimos por la acera, sin que nos importara el ir descubiertos, y en la última esquina de la calle encontramos un policía que estaba allí parado. »—Acaba de haber un robo —dije jadeando—. Un documento de mucho valor ha sido robado del Foreign Office. ¿Ha pasado alguien por aquí? »—Llevo un cuarto de hora aquí parado —dijo—; solamente ha pasado una persona en este tiempo, una señora mayor, alta, que llevaba un chal de cachemira. »—¡Ah!, esa es mi mujer —exclamó el portero—. ¿No ha pasado nadie más? »—Nadie. »—Entonces el ladrón debe de haber seguido el otro camino —exclamó mi compañero, tirándome de la manga. »Pero yo no estaba satisfecho con esto, y los intentos que hacía para alejarme de allí aumentaban mis sospechas. »—¿Qué camino siguió la señora? —exclamé. »—No lo sé, señor. La vi pasar, pero no tenía ninguna razón especial para fijarme en ella. Parecía llevar prisa. »—¿Cuánto tiempo hace de esto? »—Oh, no hace mucho rato. »—¿Durante estos últimos cinco minutos? »—Pues sí, no pueden haber pasado más de cinco. »—Está perdiendo el tiempo, señor —gritó el portero—, y ahora un minuto puede ser muy importante. Le doy mi palabra de que mi mujer no tiene nada que ver en esto; vayamos ahora al otro extremo de la calle. Bueno, si no quiere usted, lo haré yo —y con esto salió corriendo en la otra dirección. »Pero al cabo de un momento le había alcanzado y le cogí por la manga. »—¿Dónde vive? —dije yo. »—En el número 16 de Ivy Lane, Brixton —contestó él—; pero no se deje llevar por un rastro falso, señor Phelps. Vamos hacia el otro extremo de la calle y veamos si se oye algo. »No perdía nada siguiendo su consejo. Con el policía nos apresuramos calle abajo, pero solo para descubrir otra calle rebosante de tráfico, mucha gente yendo y viniendo, pero todos ellos iban apresurados, deseosos de encontrar un lugar donde guarecerse en una noche tan húmeda. No había un gandul que nos pudiera decir quién había pasado. «Entonces volvimos a la oficina y buscamos sin resultado por las escaleras y por el pasillo. El pasillo que lleva hasta la habitación está cubierto por un linóleo color cremoso que muestra fácilmente cualquier tipo de huella, pero no encontramos ni un rasguño ni una pisada. —¿Había estado lloviendo toda la noche? —Desde las siete, más o menos. —¿Cómo puede ser, entonces, que la mujer que entró a eso de las nueve no dejara ninguna huella de sus embarradas botas? —Me alegra que toque ese punto. Se me ocurrió entonces. Las asistentas que se encargan de hacer los recados tienen la costumbre de quitarse las botas en la garita del portero, poniéndose zapatillas de suela lisa. —Eso lo deja claro. Así que no había huellas, aunque la noche estaba siendo húmeda, ¿no? La sucesión de los acontecimientos tiene un interés extraordinario. ¿Qué hizo después? —También examinamos la habitación. No había posibilidad de que hubiera una puerta secreta, y las ventanas están a casi treinta pies del suelo. Las dos estaban cerradas por dentro. La alfombra impedía la posibilidad de un trampilla y el techo está sencillamente encalado. Apostaría por mi vida que quien quiera que fuese el que robó mis documentos solo pudo entrar por la puerta. —¿Qué me dice de la chimenea? —No la hay. Hay en cambio una estufa. El cordón de la campanilla cuelga de un alambre colocado justo a la derecha de mi escritorio. El que llamara tuvo que venir directamente a mi escritorio para hacerlo. ¿Pero para qué quiere hacer sonar la campanilla un criminal? Es un misterio insoluble. —Ciertamente el incidente no es habitual. ¿Qué pasos dio después? ¿Examinó la habitación, como supongo que hizo, para ver si el intruso había dejado algún tipo de rastro tras de sí, una colilla o un guante tirado en el suelo, una horquilla del pelo o cualquier otra baratija? —No había nada de eso. —¿Ningún olor especial? —No pensamos en ello. —Ah, un aroma de tabaco nos serviría de mucho en una investigación de este tipo. —Yo no fumo nunca, de modo que me hubiera dado cuenta si hubiera olido a tabaco. No había ninguna pista de este tipo. Él único hecho tangible era que la mujer del portero, la señora Tangey, se había apresurado a abandonar el lugar. Él no dio ninguna explicación de este hecho, salvo que esta era más o menos la hora en la que la mujer solía volver a casa. El policía y yo estábamos de acuerdo en que el mejor plan era dar caza a la mujer antes de que pudiese deshacerse de los documentos, en la presunción de que era ella quien los tenía. »A esas alturas la alarma había llegado ya a Scotland Yard y el señor Forbes, el detective, llegó rápidamente y tomó en sus manos el caso, dando muestras de una gran energía. Alquilamos un simón y a la media hora llegamos a la dirección que nos habían dado. Abrió la puerta una joven, que resultó ser la hija mayor de la señora Tangey. Su madre todavía no había vuelto y nos hizo pasar al cuarto delantero de la casa a esperar. »Al cabo de diez minutos aproximadamente llamaron a la puerta de la casa con los nudillos, y aquí cometimos un error del que me siento culpable. En vez de abrir nosotros la puerta, dejamos a la chica que lo hiciera. La oímos decir: "Madre, hay dos hombres esperándola", y un instante después oímos los pasos de alguien que avanzaba precipitadamente por el pasillo hacia el interior de la casa. Forbes abrió la puerta de golpe y ambos corrimos a la habitación trasera o cocina, pero la mujer había llegado antes que nosotros. »—Pero, ¡cómo!, si es el señor Phelps, el de la oficina —exclamó. »—Vamos, vamos, ¿quién creyó que éramos cuando huyó de nosotros? —preguntó mi compañero. »—Pensé que eran los agentes de seguros —dijo ella—; hemos tenido problemas con un vendedor. »—Esa no es razón suficiente —contestó Forbes—. Tenemos razones para creer que usted ha cogido unos importantes documentos en el Foreign Office y corrió hasta aquí para dejarlos. Tiene que venir con nosotros a Scotland Yard para ser cacheada. «Protestó y se resistió en vano. Trajeron un carruaje y los tres volvimos en él. Previamente habíamos inspeccionado la cocina, y especialmente el fuego, con el fin de saber si ella no habría intentado eliminar los papeles mientras estuvo sola. No había indicios, sin embargo, de cenizas o trozos de papel. «Cuando llegamos a Scotland Yard fue conducida de inmediato a la mujer que efectúa los cacheos a las mujeres. Esperé en una agonía de suspense hasta que esta volvió con el informe. No había indicios de los documentos. «Entonces, por primera vez, me hice plenamente consciente del horror de mi situación. Hasta aquí había estado tan seguro de que recuperaría los documentos rápidamente, que no me había atrevido a pensar en cuáles serían las consecuencias si no lo conseguía. Pero ahora ya no quedaba nada por hacer y tenía tiempo para darme cuenta de mi situación. ¡Era horrible! Watson le habrá dicho que en la escuela yo era un chico nervioso y sensible. Es mi naturaleza. Pensé en mi tío y en sus colegas del Gabinete; en la vergüenza que tendría que pasar por mi culpa, en la que tendría que pasar yo y todos los que tenían relación conmigo. ¿Qué importaba que yo fuera la víctima de un extraordinario accidente? No hay lugar para los accidentes cuando los intereses diplomáticos están en juego. Estaba arruinado; vergonzosamente, desesperadamente arruinado. No sé lo que hice. Imagino que debí de hacer una escena. Tengo un vago recuerdo de un grupo de oficiales apiñados en torno a mí intentando aplacarme. Uno de ellos me condujo hasta Waterloo y me metió en un tren. Creo que hubiera hecho todo el camino a mi lado de no ser porque el doctor Ferrier, que vive aquí al lado, volvía a la ciudad en ese mismo tren. El doctor se hizo amablemente cargo de mí, y menos mal que lo hizo, porque tuve un ataque en la estación y antes de que llegara a mi casa me había vuelto ya un maníaco delirante. »Puede usted imaginarse el estado de cosas aquí cuando el doctor, al llamar a la puerta, los sacó de la cama y me encontraron a mí en semejante estado. La pobre Annie, a quien ven ustedes aquí, y mi madre, tenían el corazón destrozado. El detective había dado al doctor Ferrier la información suficiente en la estación para que este pudiera darles una idea de lo que había sucedido, y su narración no echaba ningún parche al problema. Era evidente que yo había caído enfermo con una enfermedad que sería larga; así que Joseph fue desalojado de su alegre habitación, que convirtieron en un cuarto de enfermo para mí. Aquí he yacido durante más de nueve semanas, señor Holmes, inconsciente y delirante debido a la fiebre. De no haber sido por la señorita Harrison y por los cuidados del doctor, no estaría ahora hablando con ustedes. Ella me ha cuidado durante el día, y por la noche contrataron los servicios de una enfermera, porque en mis ataques era capaz de cualquier cosa. Poco a poco fui recobrando la razón, pero no ha sido sino en estos tres últimos días cuando he recuperado la memoria. Algunas veces deseo no haberla recobrado nunca. La primera cosa que hice fue telegrafiar al señor Forbes, en cuyas manos estaba el caso. Este vino y me aseguró que, aunque se había hecho todo lo posible, no se habían encontrado pruebas ni pistas. Habían interrogado al portero y a su mujer de todos los modos posibles, sin conseguir hacer un poco de luz sobre el asunto. Las sospechas de la policía fueron a recaer entonces sobre el joven Gorot que, como usted recordará, se quedó fuera de hora en la oficina aquella noche. El haberse quedado y su apellido francés eran los dos únicos puntos que podían sugerir una sospecha; pero de hecho yo no empecé a trabajar hasta que él ya se había ido; y su gente, aunque de ascendencia hugonota, tiene una simpatía y unas costumbres tan inglesas como las de usted y como las mías. No se encontró nada por lo que pudiera estar implicado en el asunto y aquí renunciaron a seguir investigando. He recurrido a usted, señor Holmes, como mi última esperanza; si me falla, perderé para siempre mi honor y mi posición. El inválido se hundió de nuevo en los cojines, agotado por el largo monólogo, mientras su enfermera le servía un vaso de cierto medicamento estimulante. Holmes estaba sentado en silencio con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en una actitud que podría parecer apática a un extraño, pero que yo sabía que denotaba la más intensa abstracción. —Su informe ha sido tan explícito —dijo por último—, que me ha dejado poco lugar a que le haga más preguntas. Queda, sin embargo, una de suma importancia. ¿Le había dicho usted a alguna persona algo sobre la especial tarea que tenía que llevar a cabo? —No, a nadie. —¿Ni siquiera a la señorita Harrison, aquí presente, por ejemplo? —No. No volví a Woking en el espacio de tiempo que hubo entre recibir la orden y ejecutarla. —¿Y nadie de sus familiares o amigos había estado, por casualidad, a verle? —Nadie. —¿Alguno de ellos sabe el camino que hay que seguir para llegar a su oficina? —Oh, ¡claro! Todos ellos han sido introducidos por mí alguna vez. —De todos modos, por supuesto, si no dijo nada a nadie sobre ese trabajo, estas preguntas son irrelevantes. —No dije nada. —¿Sabe usted algo sobre el portero? —Nada, excepto que es un soldado retirado. —¿De qué regimiento? —Oh, me parece haber oído que de los «Coldstream Guards». —Gracias. No me cabe duda de que podré conseguir más detalles por medio de Forbes. Las autoridades son excelentes a la hora de amontonar hechos, aunque no siempre los usan en su propio beneficio. ¡Qué cosa más bonita es una rosa! Fue detrás del diván, abrió la ventana y, tomando en su mano el tallo inclinado de una rosa cubierta de musgo, contempló la exquisita mezcla del carmesí con el verde. Esta faceta de su carácter era nueva para mí, porque nunca le había visto demostrar un interés profundo por los objetos naturales. —No hay nada donde la deducción sea tan necesaria como en la religión —dijo, recostándose en las contraventanas—. El razonador puede construir con ella una ciencia exacta. Siempre me ha parecido que la seguridad suprema en la bondad de la Providencia descansa en las flores. Todas las demás cosas, nuestros poderes, nuestros deseos, nuestro alimento, todos son realmente necesarios en primera instancia para nuestra existencia. Pero esta rosa se nos da por añadidura. Su aroma y su color son un adorno de la vida, no una condición de esta. Solo la bondad se da por añadidura y por eso, repito, tenemos mucho que esperar de las flores. Percy Phelps y su enfermera miraron a Holmes durante esta demostración con sorpresa y un tanto de desilusión escrita en sus rostros. El había caído en una ensoñación, con la rosa entre sus dedos. Pasó un rato antes de que la joven rompiera el silencio. —¿Ve usted alguna posibilidad de solucionar este misterio, señor Holmes? —preguntó con cierta aspereza. —Oh, ¡el misterio! —contestó él, volviendo con un sobresalto a las realidades de la vida—. Sería absurdo negar que el caso es oscuro y complicado; pero puedo prometerles que estudiaré el asunto y que les haré saber los puntos que me impresionen. —¿Ve alguna pista? —Me ha proporcionado usted siete, pero, por supuesto, debo comprobarlas antes de pronunciarme sobre su valor. —¿Sospecha de alguien? —Sospecho de mí. —¿Qué? —De llegar a conclusiones demasiado rápidas. —Entonces vaya a Londres y compruebe sus conclusiones. —Su consejo es excelente, señorita Harrison —dijo Holmes, levantándose—. Creo, Watson, que no podemos hacer nada mejor. No se deje llevar por falsas esperanzas, señor Phelps. El asunto está muy enmarañado. —Estaré en un estado febril hasta que le vuelva a ver —exclamó el diplomático. —Bueno, vendré en el mismo tren mañana, aunque es más que probable que mi informe sea negativo. —Dios le bendiga por su promesa de venir —exclamó nuestro cliente—. Me hace cobrar nuevos ánimos el saber que se está haciendo algo. A propósito, tuve una carta de Lord Holdhurst. —¡Ah!, ¿qué decía? —Se mostraba frío, pero no severo. Me atrevería a decir que mi grave enfermedad ha evitado que lo fuera. Volvía a repetir que el asunto era de suma importancia y añadía que no se daría paso alguno en relación con mi futuro (con lo cual, por supuesto, se refería a mi destitución) hasta que me hubiera recuperado y tuviera la oportunidad de reparar mi infortunio. —Bueno, fue razonable y considerado —dijo Holmes—. Vamos, Watson, que tenemos un buen día de trabajo ante nosotros. El señor Joseph Harrison nos condujo a la estación, y en seguida nos encontramos inmersos en el rápido traqueteo de un tren que venía de Portsmouth. Holmes se hundió en sus pensamientos y apenas abrió la boca hasta que pasamos Clapham Junction. —Qué agradable es llegar a Londres a través de una de estas líneas que le permiten a uno ver las casas desde arriba, como en este caso. Pensé que bromeaba, porque la visión era bastante sórdida, pero en seguida se explicó. —Mire esos grandes grupos de edificios que se levantan aislados por encima de los tejados de pizarra; parecen islas de ladrillo en un mar plomizo. —Son los internados. —¡Los faros, muchacho, los faros! ¡Almenaras del futuro! Cápsulas con cientos de pequeñas, brillantes semillas en cada una; de ellas surgirá el inglés del mañana, más inteligente, mejor. Supongo que ese hombre, Phelps, no beberá, ¿no? —No creo. —Ni yo tampoco. Pero estamos obligados a tener en cuenta todas las posibilidades. El pobre diablo se ha metido en aguas demasiado profundas y la cuestión que ahora se plantea es si podremos o no sacarle a flote sano y salvo. ¿Qué piensa usted de la señorita Harrison? —Es una muchacha con un carácter muy fuerte. —Sí, pero, o yo estoy equivocado, o se trata de una muchacha bastante sensata. Ella y su hermano son los únicos hijos de un fabricante de hierro asentado en algún lugar camino de Northumberland. Phelps se comprometió con ella con ocasión de un viaje que realizó el año pasado; ella vino después, con su hermano como escolta, para que él le presentara a su familia. Entonces sucedió este accidente y ella se quedó a cuidar a su amado, mientras que su hermano Joseph, encontrándose cómodo, decidió quedarse también. He estado haciendo alguna investigación por mi cuenta. Pero hoy ha de ser un día lleno de ellas. —Mi clientela… —empecé a decir yo. —Oh, si usted encuentra sus casos más interesantes que los míos… —dijo Holmes con aspereza. —Iba a decir que mi clientela bien puede ir tirando sin mí por un día o dos; al fin y al cabo es el periodo más tranquilo del año. —Excelente —dijo él, recobrando su buen humor—. Entonces estudiaremos juntos este asunto. Creo que debemos empezar por ir a ver a Forbes. Probablemente él podrá darnos todos los detalles que precisamos, hasta que sepamos por dónde ha de abordarse el asunto. —Usted dijo que tenía una pista. —Bueno, tenemos varias, pero solo podremos saber si valen para algo mediante una investigación posterior. El crimen más difícil de rastrear es el que carece de un objetivo claro. Ahora bien, este sí que tiene objetivo. ¿Quién va a beneficiarse? Están el embajador francés y el ruso; está asimismo quienquiera que sea el que vaya a vendérselo al uno o al otro, y está Lord Holdhurst. —¡Lord Holdhurst! —Bueno, se puede concebir que un hombre de estado se encuentre en una situación en la que no le importaría que cierto documento desapareciera de un modo accidental. —No un hombre de estado con un historial tan honorable como el de Lord Holdhurst. —Es una posibilidad y no podemos permitirnos el lujo de desecharla. Veremos a este honorable Lord hoy y descubriremos si puede decirnos algo. Entretanto ya he puesto en marcha algunas investigaciones. —¿Ya? —Sí, envié telegramas desde la estación de Woking a todos los periódicos de la tarde de Londres. Este anuncio aparecerá en todos ellos. Me tendió una hoja de papel arrancada de su cuaderno de notas. En esta aparecía escrito a lápiz: Diez libras de recompensa a quien pueda dar información sobre el número del vehículo que depositó a un pasajero en la puerta, o alrededores, del Foreign Office en Charles Street, a las diez menos cuarto de la noche del pasado 23 de mayo. Dirigirse al 221B de Baker Street. —¿Cree usted que el ladrón fue en simón? —Si no fue así, tampoco nos perjudica el intentar saberlo. Pero, si el señor Phelps tiene razón al afirmar que no hay escondite posible ni en la habitación ni en los pasillos, la persona debe de haber venido desde el exterior. Si entró desde la calle en una noche tan pasada por agua, sin dejar, no obstante, huella alguna sobre el linóleo, que fue examinado pocos minutos después de que esa persona hubiera pasado, en ese caso es altamente probable que viniera en un simón. Sí, creo que podemos deducir con seguridad que vino en un simón. —Suena probable. —Esta es una de las pistas de que hablaba. Puede llevarnos hasta algo. Y, por supuesto, está además la campanilla, que es la característica más distintiva del caso. ¿Por qué tenía que sonar la campanilla? ¿Intentaba llevar a cabo una fanfarronada el ladrón que lo hizo? ¿O lo hizo alguien que estaba con el ladrón con la intención de evitar el crimen? ¿O fue un accidente? ¿O fue…? Se hundió de nuevo en la intensa y profunda reflexión de la que había salido; pero a mí me pareció, acostumbrado como estaba a todos sus estados de ánimo, que había caído en la cuenta de una nueva posibilidad. Eran las tres y veinte cuando llegamos al final de nuestro recorrido y, tras un breve almuerzo en la cantina de la estación, rápidamente nos pusimos en camino en dirección a Scotland Yard. Holmes ya había telegrafiado a Forbes, y lo encontramos esperándonos: un hombre pequeño, de aspecto zorruno, con una expresión aguda, pero no por ello más amable, en el rostro. Fue decididamente seco en su comportamiento con nosotros, especialmente cuando supo el motivo que nos llevaba a él. —Conozco sus métodos, señor Holmes —dijo agriamente—. Está dispuesto a usar toda la información que la policía puede poner a disposición para intentar terminar el caso por sí mismo y desacreditarla. —Todo lo contrario —dijo Holmes—. De los cincuenta y tres últimos casos que he tenido, mi nombre solo ha aparecido en cuatro, llevándose toda la fama la policía en los otros cuarenta y nueve. No le culpo por no saber esto, porque es joven y sin experiencia; pero, si desea progresar en su nuevo cargo, trabaje conmigo, no contra mí. —Estaría encantado de que me diera alguna otra indicación —dijo el detective cambiando sus modales—. Hasta ahora no he tenido ningún éxito con este caso. —¿Qué pasos ha dado? —Hemos seguido la pista a Tangey, el portero. Dejó el ejército con un buen informe sobre su conducta y no podemos encontrar nada contra él. Su mujer es una mala persona, sin embargo. Imagino que sabe más del asunto de lo que intenta aparentar. —¿La han seguido? —Tenemos a una de nuestras mujeres detectives tras ella. La señora Tangey bebe, y nuestro detective ha estado con ella en dos ocasiones en las que estaba bastante chispa, pero no pudo sacarle nada. —Creo que tuvieron a los agentes de seguros en casa. —Sí, pero les pagaron. —¿De dónde procedía el dinero? —No vimos nada irregular en lo que a dinero se refiere. Les debían la pensión de él; no han dado muestras de que les sobre el dinero. —¿Qué explicación dio al hecho de que acudiera ella cuando el señor Phelps llamó para pedir un café? —Dijo que su marido estaba muy cansado y quería ayudarlo. —Bueno, esto estaría ciertamente de acuerdo con el hecho de que él fue encontrado, un poco más tarde, dormido en la silla. No hay nada contra ellos, pues, salvo el carácter de la mujer. ¿Le preguntó por qué llevaba tanta prisa aquella noche? Su apremio llamó la atención del número de policía. —Era más tarde de lo habitual y quería llegar a casa. —¿Le hizo ver que usted y el señor Phelps, que salieron por lo menos veinte minutos después de ella, llegaron allí antes? —Ella lo explica por diferencia entre un coche de punto y el tranvía. —¿Hizo alguna aclaración de por qué cuando llegó a casa se precipitó hacia la cocina? —Porque tenía allí el dinero con el que pagar a los corredores. —Por lo menos tiene una respuesta para todo. ¿Le preguntó si al salir se había encontrado con alguien o había visto a alguien merodeando sospechosamente por Charles Street? —No vio a nadie, salvo al número de policía. —Bueno, parece que le ha hecho un concienzudo interrogatorio cruzado. ¿Qué más ha hecho? —El empleado, Gorot; le hemos estado siguiendo la pista durante estas últimas nueve semanas, pero sin resultado. No tenemos ninguna prueba contra él. —¿Algo más? —Bueno, no contamos con ningún otro hecho sobre el que podamos seguir una investigación. —¿Se ha formado usted ya alguna teoría sobre cómo pudo llegar a sonar esa campanilla? —Bueno, tengo que confesar que ese asunto me puede. Quienquiera que lo haya hecho tiene que tener una sangre fría impresionante para así, sin más, ir y hacer sonar la alarma. —Sí, es algo bastante extraño. Muchas gracias por todo lo que me ha dicho. Sabrá de mí en el caso de que pueda entregarle al hombre. ¡Vamos, Watson! —¿Dónde vamos a ir ahora? —pregunté al dejar la oficina. —Vamos a ir a entrevistarnos con Lord Holdhurst, el ministro del Gabinete y futuro primer ministro de Inglaterra. Tuvimos la suerte de que Lord Holdhurst estaba todavía en su despacho de Downing Street y, tras hacerle llegar Holmes su tarjeta de visita, nos hizo pasar al instante. El político nos recibió con esa extremada cortesía un poco pasada de moda, que le caracteriza; nos ofreció asiento en dos lujosos y cómodos sillones situados a ambos lados de la chimenea. Él, de pie sobre la alfombra que se extendía entre ambos, con su esbelta y ligera figura, su rostro agudo y pensativo y su rizado cabello prematuramente cano, parecía representar el tipo, ya no demasiado común, del noble que es noble de verdad. —Su nombre me es muy familiar, señor Holmes —dijo sonriendo—. Y, por supuesto, no puedo fingir que desconozco el objeto de su visita. Solo ha habido un suceso en estas oficinas que puede haber requerido su presencia aquí. Pero, permítame que le pregunte por cuenta de quién actúa. —Del señor Percy Phelps —contestó Holmes. —¡Ah, mi infortunado sobrino! Como usted puede comprender, nuestro parentesco me hace todavía más difícil el intentar protegerle de un modo u otro. Temo que este incidente tendrá un efecto muy perjudicial en su carrera. —Pero, ¿y si encontramos el documento? —¡Ah!, en ese caso sería diferente. —Me gustaría hacerle unas preguntas, Lord Holdhurst. —Estaré encantado de poder ofrecerle toda la información que se encuentra en mi poder. —¿Fue en esta habitación en donde le dio a su sobrino las instrucciones de cómo debía llevarse a cabo la copia del documento? —Esta era. —Entonces difícilmente pudo haber alguien que sorprendiera su conversación. —Por supuesto. —¿Le había mencionado a alguien que tenía la intención de entregar el tratado a alguien con el fin de hacer una copia? —Nunca. —¿Está seguro de ello? —Absolutamente. —Bueno, puesto que ni usted se lo dijo a nadie, ni el señor Phelps se lo dijo a nadie, ni nadie más sabía algo sobre el asunto, la presencia del ladrón en la habitación fue, pues, algo puramente accidental. Vio una posibilidad y no la dejó escapar. El político sonrió: —Eso ya no es de mi competencia —dijo. Holmes se quedó un momento pensativo. —Hay otro aspecto del asunto, también muy importante, que me gustaría comentar con usted —dijo—. Tengo entendido que usted temía las graves consecuencias que acarrearía el hecho de que se llegaran a conocer ciertos detalles del tratado, ¿no es así? Una sombra cubrió el expresivo rostro del político. —Verdaderamente, graves consecuencias. —¿Y las ha habido ya? —No, todavía no. —¿Si el tratado hubiera llegado, pongamos por caso, al Ministerio de Asuntos Exteriores francés o ruso, lo sabría? —Sí, tendría que saberlo —dijo Lord Holdhurst, poniendo una expresión de disgusto en el rostro. —Entonces, puesto que han pasado casi diez semanas y todavía no se sabe nada, ¿sería incierto suponer que el tratado no ha llegado a ellos? Lord Holdhurst se encogió de hombros. —No podemos suponer que el ladrón cogió el tratado para enmarcarlo y colgarlo de la pared. —Posiblemente esté esperando a poder venderlo a mejor precio. —Si espera un poco más, ya no podrá venderlo en absoluto. Dentro de unos cuantos meses el tratado dejará de ser secreto. —Eso es muy importante —dijo Holmes—. Por supuesto, no está fuera de lo posible que el ladrón se encuentre aquejado de una súbita enfermedad. —¿Un ataque de encefalitis, por ejemplo? —preguntó el político, lanzándole una rápida mirada. —Yo no diría eso —dijo Holmes imperturbable—. Y ahora nos vamos, Lord Holdhurst; ya le hemos quitado mucho de su valioso tiempo, y solo nos queda desearle que tenga usted un buen día. —Le deseo suerte en su investigación, sea quien sea el criminal —contestó el noble caballero, al tiempo que nos despedía con una reverencia. —Es un buen tipo —dijo Holmes cuando salimos a Whitehall—. Pero tiene enormes dificultades para mantener su posición. Anda lejos de ser rico y tiene muchos gastos. ¿Se dio cuenta de que sus botines tenían echadas medias suelas? Ahora, Watson, no quiero tenerle alejado más tiempo de sus obligaciones. No haré nada más hoy, a no ser que alguien conteste al anuncio que puse en el periódico. Pero le estaría agradecido en extremo si quisiera acercarse mañana conmigo a Woking: cogeremos el mismo tren que hemos cogido hoy. Me reuní, pues, con él a la mañana siguiente e hicimos el viaje juntos hasta Woking. Nadie había contestado al anuncio, dijo, y nada había sucedido que arrojara nueva luz sobre el asunto. Tenía, cuando así lo deseaba, la profunda inexpresividad de un piel roja. Y yo no pude deducir por su aspecto si estaba o no satisfecho con la situación del caso. Recuerdo que su conversación giró en torno al sistema Bertillon de medidas y expresó una entusiasta admiración por el sabio francés. Encontramos a nuestro cliente todavía bajo los cuidados de su fiel enfermera, pero tenía mucho mejor aspecto que antes. Cuando entramos, se levantó sin dificultad del sofá y nos saludó. —¿Alguna novedad? —preguntó con vehemencia. —Mi informe, como esperaba, es negativo —dijo Holmes—. He visto a Forbes y a su tío y he puesto en marcha una o dos investigaciones que nos pueden llevar hasta algo. —¿No está, pues, descorazonado? —En absoluto. —¡Dios le bendiga por decir tal cosa! —exclamó la señorita Harrison. —La verdad terminará por salir a la luz si seguimos siendo valerosos y no perdemos la paciencia. —Nosotros podemos darle más noticias de las que usted ha podido darnos —dijo Phelps volviéndose a sentar en el sofá. —Esperaba que tuvieran algo que decirme. —Sí, ayer por la noche nos sucedió algo que podría ser serio —su expresión se fue haciendo más grave según hablaba y su mirada expresaba un tipo de sentimiento parecido al miedo—. ¿Sabe usted —dijo— que empiezo a creer que estoy siendo, sin darme cuenta, el centro de una monstruosa conspiración que no solo atenta contra mi honor sino también contra mi propia vida? —¡Ah! —exclamó Holmes. —Parece increíble, porque no tengo, que yo sepa, un solo enemigo en este mundo. Y sin embargo, a partir de la experiencia de ayer por la noche, no puedo llegar a otra conclusión. —Por favor, tenga la bondad de contarme cómo fue. —Tiene que saber que ayer por la noche fue la primera vez que dormí sin una enfermera en la habitación. Me encontraba muchísimo mejor que los días pasados, tanto, que decidí que podía pasar sin ella. Tenía, no obstante, una lamparilla encendida. Bueno, a eso de las dos de la madrugada me había hundido en un sueño ligero, cuando un ruidito me despertó de repente. Era similar al ruido que hacen los ratones al roer las tablas del entarimado y me quedé un rato escuchando, pensando que esa debía de ser la causa. Entonces se hizo más fuerte, hasta que al final oí en la ventana un golpe agudo y metálico. Me senté asombrado. Ahora ya no había duda sobre la procedencia del ruido. Los más débiles los había producido alguien al intentar forzar los bastidores de la ventana y el segundo lo produjo el pestillo al saltar. »Tras esto, todo quedó en silencio durante unos minutos, como si la persona estuviera esperando a ver si el ruido me había despertado o no. Entonces oí un tenue chirrido, al tiempo que la ventana se iba abriendo lentamente. No pude aguantar más, porque mis nervios ya no son lo que eran, y, saltando de la cama, abrí de golpe las contraventanas. Había un hombre agazapado en la ventana. Apenas pude verlo, porque echó a correr con la velocidad del relámpago. Iba envuelto en algo parecido a una capa, que le ocultaba la parte inferior del rostro. Solo estoy seguro de una cosa, y es de que llevaba un arma en la mano. Me pareció un cuchillo. Vi claramente el brillo de este cuando él se volvió antes de echar a correr. —Esto es de lo más interesante; y dígame, ¿qué hizo usted entonces? —Habría saltado por la ventana y le hubiera seguido, si me hubiera sentido más fuerte. Lo que hice fue tocar la campanilla y levantar a toda la casa. Me llevó un rato, porque las campanillas suenan en la cocina y todos los sirvientes duermen arriba. Grité, por tanto, lo cual hizo bajar Joseph, que se encargó de despertar al resto. Joseph y el mozo de cuadra encontraron pisadas en el macizo de flores que está debajo de la ventana, pero el tiempo ha sido tan seco últimamente, que pensaron que sería imposible seguirlas por todo el césped. No obstante, me han dicho que hay un lugar en la cerca de madera que bordea la carretera, que muestra signos como si alguien hubiera pasado por encima rompiendo un listón al hacerlo. Todavía no he dicho nada a la policía local, porque pensé que haría mejor en saber primero su opinión sobre el asunto. Este relato de nuestro cliente pareció tener un efecto extraordinario sobre Sherlock Holmes. Se levantó de su asiento y se puso a ir y venir por la habitación en un estado incontrolable de excitación. —Las desgracias nunca vienen solas —dijo Phelps sonriendo, aunque era evidente que este suceso le había dejado un tanto estremecido. —Ya ha sufrido usted lo suyo, verdaderamente —dijo Holmes—. ¿Cree que sería capaz de dar una vuelta conmigo alrededor de la casa? —¡Oh, sí! Me agradaría mucho que me diera un poco el sol. Joseph vendrá también. —¡Y yo también! —dijo la señorita Harrison. —Siento mucho tener que decirle que no —dijo Holmes moviendo la cabeza—. Creo que tengo que pedirle que se quede sentada exactamente en el mismo lugar en el que está ahora. La joven dama volvió a ocupar su asiento con cierto aire de disgusto. Sin embargo, su hermano se había unido a nosotros y salimos los cuatro juntos. Dimos la vuelta por el césped que bordea la casa hasta llegar a la ventana de la habitación que ocupaba el joven diplomático. Había, como él había dicho, algunas huellas en el macizo de flores, pero eran totalmente borrosas e imprecisas. Holmes se inclinó un momento sobre ellas, tras lo cual se irguió de nuevo encogiéndose de hombros. —No creo que nadie pueda sacar mucho en claro de esto —dijo—. Demos una vuelta entera a la casa y veamos por qué el ladrón escogió esta habitación en particular. Yo pensaría que las amplias ventanas del salón y del comedor le habrían atraído más. —Se ven más desde la carretera —sugirió el señor Joseph Harrison. —¡Ah, sí, claro! Hay aquí una puerta por la que quizá haya intentado pasar. ¿Para qué la usan? —Es la puerta lateral, que utilizan los comerciantes. Por supuesto, por la noche está cerrada con llave. —¿Les había sucedido algo parecido en alguna otra ocasión? —Nunca —dijo nuestro cliente. —¿Tienen en casa plata o algo que pueda atraer a los ladrones? —Nada de valor. Holmes se dio un paseo alrededor de la casa. Llevaba las manos en los bolsillos y mostraba un aspecto bastante negligente, algo inusual en él. —A propósito —le dijo a Joseph Harrison—, creo que ha encontrado usted un lugar por donde el tipo pudo haber saltado la cerca; echémosle un vistazo. El joven nos condujo hasta un lugar en donde podía verse que la parte superior de uno de los listones que formaban el cercado estaba resquebrajada. Había un trocito de madera colgando. Holmes lo arrancó y lo examinó con aire crítico. —¿Cree usted que esto lo hicieron anoche? Parece que tiene bastante tiempo, ¿no? —Bueno, posiblemente. —No hay huellas que indiquen que alguien haya saltado desde el otro lado. No, no creo que este lugar vaya a sernos útil en nuestra búsqueda. Volvamos al dormitorio y recapacitemos sobre el asunto. Percy Phelps caminaba despacio, apoyándose en el brazo de su futuro cuñado. Holmes atravesó la pradera a paso ligero y llegamos junto a la ventana abierta mucho antes que los otros dos. —Señorita Harrison —dijo Holmes, poniendo mucho cuidado en su modo de dirigirse a ella—, tiene usted que quedarse todo el día en el lugar en el que está ahora. No consienta que nada le impida hacerlo. Esto tiene una importancia vital. —Claro que lo haré, si así lo desea usted —dijo la muchacha asombrada. —Cuando se vaya a dormir, cierre por fuera la puerta de esta habitación y guarde la llave. Prométame que lo hará. —Pero ¿y Percy? —Vendrá a Londres con nosotros. —¿Y yo voy a quedarme aquí? —Es por su bien, ¡puede serle usted muy útil! ¡Rápido! ¡Prométamelo! Asintió con la cabeza en el mismo momento en que llegaban los otros. —¿Por qué te quedas ahí haciendo muecas, Annie? —le gritó su hermano—. Sal a que te dé el sol. —No, gracias, Joseph, tengo un ligero dolor de cabeza y esta habitación es deliciosamente fresca y sedante. —¿Qué propone que hagamos ahora, señor Holmes? —dijo nuestro cliente. —Bueno, no debemos perder de vista la investigación principal por andarnos preocupando de un asuntillo sin importancia. Me prestaría una gran ayuda si pudiera usted venir a Londres con nosotros. —¿Ahora mismo? —Bueno, lo antes posible, siempre que no le suponga un trastorno. Digamos dentro de una hora. —Me siento lo bastante fuerte, si es que de verdad puedo serle útil en algo. —Utilísimo. —Posiblemente quiera que me quede a pasar la noche allí. —Eso es lo que iba a proponerle. —En ese caso, si mi amigo nocturno vuelve a visitarme, verá que el pájaro ha volado. Estamos todos en sus manos, señor Holmes: tiene usted que decirnos lo que quiere que hagamos. ¿A lo mejor prefiere que Joseph venga con nosotros para hacerse cargo de mí? —Oh, no; mi amigo Watson es médico, sabe, y se ocupará de usted. Comeremos aquí, si nos lo permite, y después partiremos juntos hacia la ciudad. Se decidió hacerlo tal como él lo había sugerido, si bien la señorita Harrison, de acuerdo con la sugerencia de Holmes, se excusó por no abandonar la habitación. Yo no podía concebir cuál era el objeto de la maniobra de mi amigo, a no ser que se propusiera mantener a la dama alejada de Phelps, quien, lleno de alegría por haber recobrado la salud y por las perspectivas de acción, comió con nosotros en el comedor. Holmes nos tenía reservada, sin embargo, otra sorpresa todavía más grande, porque, tras acompañarnos hasta la estación e introducirnos en el vagón, nos anunció con toda calma que no tenía la intención de abandonar Woking. —Hay todavía dos o tres pequeñas cuestiones que me gustaría aclarar antes de ir —dijo—. Su ausencia, señor Phelps, me será de alguna manera útil. Watson, cuando lleguen a Londres, hágame el favor de dirigirse rápidamente con nuestro amigo a Baker Street y de quedarse allí con él hasta que volvamos a vernos. Es una suerte que sean antiguos compañeros de escuela, porque así tendrán mucho de que hablar. El señor Phelps puede ocupar el cuarto de huéspedes y yo volveré a estar con ustedes mañana a la hora del desayuno, ya que hay un tren que me dejará a las ocho en la estación de Waterloo. —¿Pero qué pasará con nuestra investigación en Londres? —preguntó Phelps pesaroso. —Podremos hacerla mañana. Creo que en este momento puedo ser más útil aquí. —Dígales en Briarbrae que espero estar de vuelta mañana por la noche —gritó Phelps cuando el tren empezaba a dejar el andén. —No espero volver a Briarbrae —contestó Holmes, despidiéndonos con la mano mientras el tren iba saliendo cada vez más deprisa de la estación. Phelps y yo hablamos de ello durante el viaje, pero ninguno de los dos pudo imaginarse una razón satisfactoria que explicara este nuevo acontecimiento. —Supongo que querrá encontrar alguna pista relativa al robo de anoche, si es que se trataba de un robo. Por mi parte, no creo que se tratara de un robo ordinario. —¿Qué idea tiene usted, pues, del asunto? —Puede usted achacárselo o no a la debilidad de mis nervios, pero palabra que creo que soy el centro de una profunda intriga política y que, por alguna razón que se me escapa, los conspiradores apuntan contra mi vida. Suena exaltado y absurdo, pero ¡considere los hechos! ¿Por qué iba un ladrón a intentar forzar la ventana de un dormitorio en el que no podía haber posibilidad de robo y por qué iba a llevar un cuchillo en la mano? —¿Está usted seguro de que no era una ganzúa? —Oh, no; era un cuchillo. Vi claramente el brillo de la hoja. —Pero, ¿por qué demonios le van a perseguir con tal animosidad? —¡Ah!, esa es la cuestión. —Bueno, si Holmes tiene el mismo punto de vista, eso estaría conforme con el hecho de que él se haya quedado allí, ¿no? Suponiendo que su teoría sea correcta, si puede echarle el guante a quien le amenazó a usted anoche, habrá avanzado mucho en la búsqueda de la persona que se llevó el tratado naval. Es absurdo suponer que tiene usted dos enemigos; uno que le roba mientras el otro atenta contra su vida. —Pero el señor Holmes dijo que no iba a ir a Briarbrae. —Le conozco desde hace algún tiempo —dije yo—, y sé que nunca hace nada si no cuenta con una buena razón para hacerlo. Y con esto nuestra conversación saltó a otros tópicos. Pero fue un día agotador para mí. Phelps estaba todavía muy débil tras su larga enfermedad y sus infortunios le habían vuelto quejica y nervioso. En vano me propuse atraer su interés hacia otros temas tales como Afganistán, India, los problemas sociales; cualquier cosa que le quitara de la cabeza el problema que le tenía obsesionado. Siempre terminaba volviendo al desaparecido tratado; preguntándose, haciendo conjeturas, especulando sobre lo que estaría haciendo Holmes, lo que decidiría Lord Holdhurst, las noticias que tendríamos por la mañana. Al ir avanzando la tarde, su excitación se hizo casi dolorosa. —¿Tiene una fe implícita en Holmes? —preguntó. —Le he visto llevar a cabo hechos asombrosos. —¿Pero logró esclarecer alguna vez algún otro asunto tan oscuro como este? —Oh, sí; le he visto resolver casos que presentaban menos pistas que el suyo. —¿Pero alguno en el que tantos intereses estuvieron en juego? —Eso no lo sé. Lo que sí sé seguro es que ha actuado en representación de tres de las casas reinantes de Europa en asuntos vitales. —Pero usted lo conoce bien, Watson. Es un tipo tan inescrutable, que nunca sé qué pensar de él. ¿Cree que tiene esperanzas? ¿Cree que cuenta con acabar el asunto con éxito? —No ha dicho nada. —Eso es un mal signo. —Por el contrario, me he dado cuenta de que cuando no sabe por dónde va, lo dice. Es cuando huele algo, pero todavía no está lo bastante seguro de que está en lo cierto, cuando se muestra más taciturno. Ahora, querido amigo, no podemos evitar los problemas poniéndonos nerviosos con ellos, así que le suplico que se acueste con el fin de que pueda estar usted fresco para lo que nos aguarde mañana, sea lo que sea. Finalmente pude persuadir a mi compañero de que siguiera mi consejo, aunque sabía, por el estado de excitación en que se encontraba, que no dormiría nada. En realidad, su estado de ánimo era contagioso, porque yo me pasé la mitad de la noche dando vueltas en la cama, rumiando aquel extraño asunto e inventándome cientos de teorías, cada una de ellas, si cabe, más imposible que la anterior. ¿Por qué se había quedado Holmes en Woking? ¿Por qué le había pedido a la señorita Harrison que se quedara en la habitación del enfermo todo el día? Me devané los sesos hasta que me quedé dormido en el empeño de encontrar una explicación que abarcara todos los hechos. Eran las siete cuando me desperté, y rápidamente me encaminé al cuarto de Phelps, encontrándolo ojeroso y agotado tras haber pasado la noche en blanco. Su primera pregunta fue si Holmes había llegado ya. —Estará aquí a la hora prometida —dije yo—, y ni un instante antes o después. Y mis palabras fueron ciertas, porque poco después de las ocho un taxi se paró ante la casa y nuestro amigo salió de él. De pie, junto a la ventana, vimos que traía vendada la mano izquierda y que su rostro estaba pálido y con un aire lúgubre. Entró en la casa, pero pasó un rato antes de que subiera. —Parece un hombre vencido —exclamó Phelps. Me vi forzado a contestar que era verdad. —Después de todo —dije yo—, la clave del asunto es probable que se encuentre aquí en la ciudad. Phelps exhaló un gemido. —No sé cómo será —dijo él—, pero había esperado tanto su vuelta… Pero ayer no llevaba la mano vendada, ¿verdad? ¿A qué puede deberse? —¿No estará usted herido, Holmes? —pregunté yo, cuando nuestro amigo entró en la habitación. —¡Qué va! Solo es un rasguño debido a mi propia torpeza —contestó, dándonos los buenos días—. Este caso suyo, señor Phelps, es ciertamente uno de los más oscuros que yo haya investigado. —Temía que lo encontrara más allá de sus posibilidades. —Ha sido una importante experiencia. —Esta venda habla por sí sola de las aventuras que ha corrido —dije—. ¿No nos contará lo que sucedió? —Después del desayuno, mi querido Watson. Recuerde que vengo de respirar el aire matutino de Surrey. Supongo que ningún taxista habrá contestado a mi anuncio, ¿no? Bueno, bueno, no podemos esperar estar marcando tantos todo el rato. La mesa estaba puesta y, en el mismo momento en que yo iba a hacer sonar la campanilla, entró la señora Hudson con el té y el café. Unos minutos después trajo las bandejas cubiertas y todos nos sentamos a la mesa; Holmes hambriento, yo curioso y Phelps en un estado de profunda depresión. —La señora Hudson se ha superado para la ocasión —dijo Holmes destapando una fuente de pollo al curry—. Su cocina es un poco limitada pero, como escocesa que es, tiene una buena idea de lo que debe ser un auténtico desayuno. ¿Qué tiene usted ahí, Watson? —Jamón y huevos —contesté yo. —¡Bien! ¿Qué va usted a tomar, señor Phelps? ¿Pollo al curry, huevos o se servirá de la bandeja que tiene a su lado? —Gracias, no puedo comer nada —dijo Phelps. —Bueno, entonces —dijo Holmes haciéndome un travieso guiño—, supongo que no tendrá ningún inconveniente en servirme de esa bandeja que tiene a su lado, ¿no es así? Phelps destapó la bandeja y, al hacerlo, lanzó un grito y se quedó mirándola con el rostro tan pálido como el plato que tenía ante sí. En el centro de la bandeja había un pequeño cilindro de papel color azul grisáceo. Lo cogió, lo devoró con la mirada y después se puso a bailar locamente por toda la habitación, cayendo después en un sillón tan debilitado y exhausto por la emoción, que tuvimos que echarle brandy por la garganta para evitar que se desmayara. —¡Venga! ¡Venga! —decía Holmes, intentando calmarlo mientras le daba unos ligeros golpecitos en el hombro—. Ha sido demasiado esto de lanzárselo así de sorpresa; pero Watson, aquí presente, sabe que no puedo resistirme a dar un toque de dramatismo a las cosas. Phelps cogió su mano y se la besó. —Dios le bendiga —exclamó—. Ha salvado usted mi honor. —Bueno, el mío también estaba en juego, ¿sabe? —dijo Holmes—. Le aseguro que es para mí tan odioso el fracasar en un caso, como puede serlo para usted el cometer un error en algo que se le ha encargado. Phelps metió el precioso documento en el bolsillo más escondido de su levita. —No me atrevo a seguir interrumpiéndoles el desayuno por más tiempo, y sin embargo me muero por saber cómo lo consiguió y dónde estaba. Sherlock Holmes se bebió una taza de café, aplicándose después a los huevos con jamón. Tras esto se levantó, encendió su pipa y se acomodó en su sillón. —Les diré lo que hice en primer lugar y cómo me las apañé después —dijo—. Tras dejarlos en la estación me fui, dando un encantador paseo por el maravilloso escenario de Surrey, hasta un bonito pueblecito llamado Ripley, donde tomé el té y tuve la precaución de llenar mi cantimplora y echarme al bolsillo una bolsa de bocadillos. Me quedé allí hasta la tarde y, tras emprender el camino de regreso a Woking, me encontré en la carretera a la puerta de Briarbrae, justo después de la puesta del sol. »Bueno, esperé hasta que no hubo nadie en la carretera (no es una carretera muy frecuentada a ninguna hora) y después trepé por la cerca. —Seguramente la cancela de la cerca estaría abierta, ¿no? —exclamó de repente Phelps. —Sí; pero tengo un gusto peculiar en estos asuntos. Escogí el sitio en el que se levantan los tres abetos y, amparado por su protección, salté dentro, seguro de que no existía la menor posibilidad de que alguien pudiera verme desde la casa. Me agaché en los matorrales que hay a ese lado de la cerca, y fui reptando de uno a otro (el lamentable estado de las rodilleras de mis pantalones es testigo de ello), hasta que alcancé el macizo de rododendros que está justo enfrente de la ventana de su habitación. Allí me quedé agazapado y esperé el desarrollo de los acontecimientos. «Todavía no habían bajado la persiana de su habitación y veía a la señorita Harrison sentada allí, leyendo junto a la mesa. Eran las diez y cuarto cuando cerró el libro, atrancó las contraventanas y se retiró. La oí cerrar la puerta y tuve la casi absoluta seguridad de que había dado la vuelta a la llave. —¿La llave? —exclamó Phelps. —Sí, le había dado instrucciones a la señorita Harrison para que cerrara la puerta por fuera y se llevara la llave cuando se fuera a la cama. Llevó a cabo mis instrucciones al pie de la letra y, sin su cooperación, no tendría usted ahora ese documento en el bolsillo de su levita. Ella se fue, las luces se apagaron y yo me quedé solo, en cuclillas, tras el macizo de rododendros. »Hacía una buena noche, pero de todos modos fue una espera aburrida. Por supuesto, había en ella algo de esa suerte de excitación que siente el cazador cuando está tumbado en su puesto junto al agua esperando el comienzo de la gran caza. Fue muy larga, sin embargo, casi tan larga, Watson, como aquella vez en la que usted y yo tuvimos que esperar en una horripilante habitación, cuando andábamos investigando aquel problemilla de La banda de lunares. El reloj de una iglesia de Woking daba los cuartos y más de una vez pensé que se había parado. Por fin, no obstante, a eso de las dos de la madrugada, oí de repente el suave sonido de un cerrojo que se abría y el chirrido de una llave. Un momento después se abrió la puerta de servicio y el señor Joseph Harrison salió a la luz de la luna. —¡Joseph! —exclamó Phelps. —Iba descubierto, pero se había echado una capa sobre los hombros con el fin de poder ocultar su rostro rápidamente en caso de emergencia. Caminaba de puntillas, amparándose en la sombra que hacían las paredes de la casa y, cuando llegó a la ventana, metió un cuchillo de hoja muy larga por la ranura y levantó el pestillo, abriendo entonces la ventana de golpe, tras lo cual metió el cuchillo por la ranura de las contraventanas, hizo saltar la tranca y las abrió de par en par. »Desde el lugar en el que estaba veía perfectamente el interior de la habitación y pude seguir todos y cada uno de sus movimientos. Encendió las dos velas que estaban en la repisa de la chimenea y entonces procedió a levantar una esquina de la alfombra cerca de la puerta. De repente se paró y sacó una pieza cuadrada del entarimado, de esas que se dejan para que los fontaneros puedan acceder a los empalmes de las tuberías del gas. Esta cubría, de hecho, el empalme en forma de «T» donde se une la tubería que abastece de gas a la cocina, que está justo debajo de esa habitación. Sacó el cilindro de papel fuera del escondite, volvió a poner la pieza del entarimado, arregló la alfombra dejándola como estaba, apagó las velas, y cayó en mis brazos al estar yo esperándole bajo la ventana. »Bueno, el señorito Joseph tiene más maldad de la que yo le hubiera adjudicado, sí señor, mucha más. Se lanzó contra mí blandiendo el cuchillo y tuve que golpearle hasta tumbarle por dos veces, cortándome en los nudillos antes de dominarle. Cuando terminó la pelea parecía querer "asesinarme" con la mirada del único ojo que le había quedado sano, pero se atuvo a razones y soltó los papeles. Tras haberlos conseguido le dejé ir, pero esta mañana he telegrafiado a Forbes dándole una información completa. Si es lo suficientemente rápido y consigue cazar al pájaro, ¡tanto mejor! Pero si, como sospecho, el pájaro abandona el nido antes de que él llegue, ¡pues bien, mucho mejor para el Gobierno! Imagino que Lord Holdhurst, por un lado, y el señor Percy Phelps por otro preferirían con mucho que el asunto no llegara nunca hasta un tribunal policial. —¡Dios mío! —dijo nuestro cliente con la voz entrecortada—. ¿Está usted diciéndome que durante estas diez largas semanas de agonía los documentos robados estuvieron todo el rato conmigo en la misma habitación? —Así fue. —¡Y Joseph! ¡Joseph un traidor y un ladrón! —¡Hum! Lamento tener que decirle que el carácter de Joseph es más profundo y peligroso de lo que uno juzgaría por su aspecto. Por lo que esta mañana he podido enterarme, he sacado la conclusión de que ha perdido mucho dinero, por meterse sin saber nada en el mundo de la Bolsa, y está dispuesto a hacer cualquier cosa para sanear su fortuna. Como es un hombre totalmente egoísta, cuando se le presentó la ocasión, ni la felicidad de su hermana, ni la reputación de usted le hicieron detenerse. Percy Phelps se hundió en la silla. —La cabeza me da vueltas —dijo—, sus palabras me han mareado. —La principal dificultad en su caso —observó Holmes, con el didactismo que le caracteriza— estaba en el hecho de que había demasiados datos. Lo que era vital estaba cubierto y oculto por lo irrelevante. De todos los hechos que se nos presentaron, tuvimos que escoger los que juzgamos esenciales y entonces juntarlos dándoles un orden con el fin de reconstruir esta especialísima cadena de acontecimientos. Yo ya había empezado a sospechar de Joseph a partir del hecho de que usted tenía la intención de viajar con él aquella noche, y por tanto era bastante probable que, conociendo bien el Foreign Office como lo conocía, él hubiera ido a buscarle de camino. Cuando supe que había habido alguien que había intentado entrar en su dormitorio de un modo tan desesperado, en el cual nadie sino Joseph podía haber ocultado algo (usted nos había dicho en su relato cómo había echado a Joseph de la habitación la noche en que llegó con el doctor), mis sospechas se convirtieron en una certeza total, especialmente cuando el intento se hizo en la primera noche que la enfermera estaba ausente, lo cual mostraba que el intruso estaba bien informado de lo que sucedía en la casa. —¡Qué ciego he sido! —Los hechos, hasta donde yo he podido descubrir, son estos: Joseph Harrison entró en la oficina por la puerta de Charles Street y, como conocía el camino, se dirigió directamente a su habitación un momento después de que usted la hubiera abandonado. Al no encontrar a nadie allí, hizo sonar la campanilla y, al hacerlo, se fijó en el documento que estaba sobre la mesa. Con una sola mirada se dio cuenta de que la suerte había puesto en su camino un documento de inmenso valor y, sin perder un segundo, se lo metió en el bolsillo y se fue. Pasaron, como usted recordará, unos cuantos minutos antes de que el portero le llamara a usted la atención sobre la campanilla, y estos bastaron para darle al ladrón tiempo de escapar. »Hizo el camino hasta Woking en el primer tren y, tras examinar su botín y asegurarse de que realmente tenía un inmenso valor, lo escondió en lo que pensó sería un lugar seguro, con la intención de volverlo a sacar en un día o dos y llevarlo a la Embajada francesa o a cualquier sitio que pensara que le harían un buen precio. Entonces vino su precipitado regreso. Él, sin previo aviso, se vio obligado a abandonar su habitación y, desde ese momento, siempre hubo al menos dos personas para impedirle rescatar su tesoro. Debe de haber sido algo enloquecedor entrar en la habitación, pero su insomnio frustró este intento. Recordará usted que no tomó aquella noche su droga de costumbre. —Lo recuerdo. —Imagino que él había tomado sus medidas para acrecentar la eficacia de la droga y que confiaba en que usted estuviera inconsciente. Por supuesto, me di cuenta de que repetiría el intento cuando pudiera llevarlo a cabo con seguridad. La posibilidad que andaba buscando se la proporcionó el hecho de que usted abandonara la habitación. Mantuve a la señorita Harrison allí durante todo el día, con el fin de que él no se nos anticipara. Tras esto, tras haberle hecho creer que no había moros en la costa, hice guardia del modo que les he descrito. Yo ya sabía que los documentos probablemente estaban en la habitación, pero no deseaba destrozar todo el entarimado y todo el zócalo en su búsqueda. Por tanto, dejé que él mismo los sacara del escondite, evitándome así muchos problemas. ¿Desean que les aclare algo más? —¿Por qué intentó entrar por la ventana en la primera ocasión —dije yo—, cuando podía haberlo hecho por la puerta? —Hubiera tenido que pasar por delante de siete dormitorios para alcanzarla. Por otro lado, podía salir con facilidad al césped. ¿Algo más? —¿No piensa usted —preguntó Phelps— que tenía intenciones asesinas? Solo se ha referido usted al cuchillo como herramienta. —Puede ser —contestó Holmes encogiéndose de hombros—. Lo único que puedo decir con certeza es que el señor Joseph Harrison es un caballero a cuya clemencia por nada del mundo me encomendaría. LA CAJA DE CARTÓN A la hora de escoger algunos casos típicos que pusieran de manifiesto las notables facultades mentales de mi amigo Sherlock Holmes, he procurado, en la medida de lo posible, seleccionar aquellos que presentaran un mínimo de sensacionalismo y ofrecieran campo suficiente para desplegar su talento. Sin embargo, y por desgracia, resulta imposible separar por completo lo sensacional de lo delictivo, y el cronista se encuentra en el dilema de tener que sacrificar detalles que son esenciales para comprender la historia, con lo cual se da una falsa impresión del problema, o utilizar materiales que han llegado a sus manos por casualidad, y no por elección. Hecho este breve preámbulo, paso a exponer las notas que conservo acerca de una extraña cadena de acontecimientos, que resultó ser particularmente terrible. Era un día de agosto y hacía un calor abrasador. Baker Street parecía un horno, y el reflejo del sol en los ladrillos amarillos de la casa de enfrente hacía daño en los ojos. Resultaba difícil creer que aquellas eran las mismas paredes que parecían tan lúgubres y sombrías entre las nieblas del invierno. Teníamos las persianas medio bajadas, y Holmes estaba acurrucado en el sofá, leyendo y releyendo una carta que había recibido con el correo de la mañana. En cuanto a mí, los años de servicio en la India me habían acostumbrado a aguantar mejor el calor que el frío, y podía soportar sin problemas temperaturas de más de 30 grados. Pero el periódico de la mañana no traía nada interesante. El Parlamento había suspendido sus sesiones, todo el mundo se había largado de Londres, y yo suspiraba por la praderas de New Forest o las playas de Southsea. El depauperado estado de mi cuenta bancaria me había obligado a aplazar mis vacaciones; y por lo que respecta a mi amigo, ni el campo ni la costa ofrecían el más mínimo atractivo para él. Le gustaba permanecer en el centro mismo de una multitud de cinco millones de personas, extendiendo sus tentáculos entre ellas, atento al menor rumor o sospecha de un delito sin resolver. Entre sus muchas cualidades no figuraba la afición a la Naturaleza, y solo se aproximaba a ella cuando tenía que desviar su atención del malhechor urbano para seguirle la pista a su equivalente rural. En vista de que Holmes se encontraba demasiado absorto para conversar, tiré a un lado el aburrido periódico y me recosté en mi butaca, sumiéndome en profundas reflexiones. De pronto, la voz de mi compañero interrumpió mis pensamientos. —Tiene usted razón, Watson —dijo—. Parece una manera ridícula de zanjar una disputa. —¡Pues claro que es ridícula! —exclamé yo. Y entonces, cayendo de pronto en la cuenta de que Holmes había logrado penetrar en mis pensamientos más íntimos, me incorporé en mi asiento y me quedé mirándolo, completamente atónito. —¿Qué es esto, Holmes? —exclamé—. Esto supera todo lo imaginable. El se echó a reír de buena gana ante mi perplejidad. —Recordará usted —dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí aquel pasaje de un cuento de Poe en el que un razonador muy hábil sigue los pensamientos de su acompañante sin que este haya dicho nada, usted consideró todo el asunto como un mero tour de forcé del autor. Y cuando yo le dije que tenía por costumbre hacer lo mismo en todo momento, usted se mostró incrédulo. —¡Oh, no! —Quizá no lo dijera con la lengua, querido Watson, pero sí con las cejas. Así que cuando le he visto tirar el periódico y enfrascarse en una cadena de pensamientos, me he alegrado de tener la oportunidad de ir siguiéndola, e intervenir en un momento dado, como demostración de que me mantenía en contacto con usted. Aquello no me convenció, ni mucho menos. —En aquel ejemplo que usted me leyó —argumenté—, el razonador sacaba sus conclusiones observando las acciones del otro hombre. Si no recuerdo mal, este tropezaba en un montón de piedras, miraba las estrellas, y cosas así. Pero yo estaba tranquilamente sentado en mi butaca. ¿Qué pistas le he podido dar? —Es usted injusto consigo mismo. Al hombre se le han dado facciones para que con ellas pueda expresar sus emociones, y las de usted cumplen muy bien su cometido. —¿Quiere decir que puede leer mis pensamientos con solo mirarme la cara? —La cara y, sobre todo, los ojos. A lo mejor, ni usted mismo recuerda cómo comenzaron sus reflexiones. —Pues no, no lo recuerdo. —Entonces, yo se lo diré. Después de tirar el periódico, que fue el acto que atrajo mi atención, se quedó sentado durante medio minuto con expresión ausente. Luego sus ojos se fijaron en ese retrato del general Gordon que acaba de hacer enmarcar y, por la alteración de su rostro, comprendí que acababa de iniciar una cadena de pensamientos. Sin embargo, no llegó muy lejos. Su mirada se posó entonces en el retrato sin enmarcar de Henry Ward Beecher, que está colocado encima de sus libros, y después miró la pared, lo cual tenía un significado clarísimo. Estaba usted pensando que, si el retrato estuviera enmarcado, lo podría colgar en ese espacio vacío y haría juego con el del general Gordon. —¡Me ha seguido usted a la perfección! —exclamé. —Hasta aquí, resultaba difícil equivocarse. Pero entonces sus pensamientos volvieron a Beecher, y se quedó mirando fijamente el retrato, como si estuviera estudiando el carácter del personaje a partir de sus facciones. Al poco rato, dejó de fruncir los ojos, pero siguió mirándolo con expresión pensativa. Estaba usted recordando los incidentes de la carrera de Beecher. Y yo sabía perfectamente que, en tal caso, no podría dejar de pensar en la misión que emprendió a favor del Norte durante la Guerra Civil, ya que recuerdo muy bien sus vehementes e indignados comentarios acerca de la manera en que lo recibieron nuestros conciudadanos más turbulentos. Aquel episodio le afectó tanto que yo sabía que no podía pensar en Beecher sin recordarlo. Un momento después, su mirada se apartó del retrato, y comprendí que estaba pensando en la Guerra Civil. Y cuando me fijé en cómo apretaba los labios, cómo le brillaban los ojos y cómo cerraba los puños, tuve la certeza de que estaba usted pensando en el valor que demostraron ambos bandos en aquel desesperado enfrentamiento. Pero entonces su expresión se fue volviendo cada vez más triste, y empezó a menear la cabeza, pensando en la tragedia, el horror y el inútil derroche de vidas. Sin darse cuenta, se llevó la mano a su vieja herida de guerra y sus labios esbozaron una sonrisa temblorosa, lo cual me dio a entender que en su mente se había abierto paso el carácter ridículo de este método de dirimir las cuestiones internacionales. Y en este punto le dije que estaba de acuerdo en que era ridículo, y tuve la alegría de comprobar que todas mis deducciones habían sido acertadas. —¡Por completo! —dije yo—. Y ahora que me lo ha explicado, le confieso que sigo tan asombrado como al principio. —Pues ha sido algo muy superficial, querido Watson, se lo aseguro. No me habría entrometido en sus pensamientos de no haberse mostrado usted tan incrédulo el otro día. Pero tengo entre manos un pequeño problema cuya solución quizá no sea tan sencilla como este modesto experimento de lectura del pensamiento. ¿No ha visto en el periódico una noticia breve acerca del extraño contenido de un paquete que le fue enviado por correo a la señorita Cushing, de Cross Street, Croydon? —No, no he visto nada. —¡Ah! Se le habrá pasado por alto. Écheme el periódico. Aquí lo tiene, debajo de la columna financiera. ¿Tendría la amabilidad de leerlo en voz alta? Recogí al vuelo el periódico, que él me arrojó doblado, y leí el párrafo indicado. Se titulaba: PAQUETE MACABRO La señorita Susan Cushing, con domicilio en Cross Street, Croydon, ha sido víctima de lo que parece una broma de extremado mal gusto, a menos que el incidente resulte tener un significado aún más siniestro. Ayer, a las dos de la tarde, el cartero entregó en una casa un paquete pequeño, envuelto en papel de estraza. En su interior había una cajita llena de sal gorda. Al vaciarla, la señorita Cushing descubrió horrorizada dos orejas humanas, al parecer recién cortadas. La caja se había despachado la mañana anterior en el servicio de paquetes postales de Belfast. No existe ningún indicio del remitente, y el asunto adquiere un carácter aún más misterioso si se tiene en cuenta que la señorita Cushing, soltera de cincuenta años, ha llevado una vida muy retirada y tiene tan pocas amistades o relaciones que para ella constituye un acontecimiento extraordinario recibir algo por correo. No obstante, hace algunos años, cuando residía en Pengue, alquiló varias habitaciones de su casa a tres jóvenes estudiantes de Medicina, a los que acabó echando a causa de su comportamiento ruidoso y desordenado. La policía opina que pueden haber sido estos mismos jóvenes los que, por rencor, le han jugado tan mala pasada a la señorita Cushing, enviándole estos restos de la sala de disección con la clara intención de asustarla. En apoyo de esta hipótesis está el hecho de que uno de los estudiantes procediera de Irlanda del Norte y, según cree recordar la señorita Cushing, precisamente de Belfast. Mientras tanto, el asunto se está investigando a fondo, habiéndosele encomendado el caso al señor Lestrade, uno de los inspectores más sagaces de nuestro cuerpo de policía. —Eso es todo, por lo que respecta al Daily Chronicle —dijo Holmes cuando acabé de leer—. Pasemos ahora a nuestro amigo Lestrade. Esta mañana he recibido una nota suya, en la que dice: Creo que este caso entra de lleno en su especialidad. Confiamos plenamente en poder aclarar el asunto, pero tenemos una pequeña dificultad, y es que no sabemos por dónde empezar. Como es natural, hemos telegrafiado a la oficina de Correos de Belfast, pero ese día se despacharon muchísimos paquetes y no tienen manera de identificar este en concreto, ni pueden recordar al remitente. La caja es una caja de media libra de tabaco aromático, y no nos ha servido de ninguna ayuda. La teoría de los estudiantes de Medicina me sigue pareciendo la más viable, pero si pudiera usted disponer de unas pocas horas me alegraría mucho verlo por aquí. Estaré todo el día en la casa o en la comisaría. —¿Qué me dice, Watson? ¿Se ve capaz de sobreponerse al calor y bajarse hasta Croydon conmigo, a ver si consigue un buen caso para sus crónicas? —Me estaba muriendo por hacer algo. —Pues ya tiene algo que hacer. Llame al botones y dígale que pida un coche. Volveré en un momento, en cuanto me haya cambiado de ropa y llenado la tabaquera. Durante el viaje en tren cayó un chaparrón, y al llegar a Croydon el calor era mucho menos agobiante que en Londres. Holmes había enviado un telegrama por delante, y Lestrade nos aguardaba en la estación, tan fibroso, tan atildado y tan parecido a un hurón como siempre. Una caminata de cinco minutos nos llevó hasta Cross Street, donde residía la señorita Cushing. Era una calle muy larga, con casas de ladrillo de dos pisos, pulcras y bien cuidadas, con escalones blanqueados y grupillos de mujeres con delantales chismorreando en las puertas. A mitad de la calle, Lestrade se detuvo y llamó a una puerta; una sirvienta joven y menudita nos hizo pasar a la sala donde estaba sentada la señorita Cushing. Era un mujer de rostro apacible, ojos grandes, mirada amable y pelo canoso, que formaba rizos sobre ambas sienes. Sobre su regazo tenía una funda bordada muy historiada, y a su lado, sobre un taburete, reposaba un cestito de sedas de colores. —Esas cosas horribles están en el cobertizo —dijo al ver entrar a Lestrade—. Y me gustaría que se las llevara de una vez. —Así lo haré, señorita Cushing. Solo las he dejado aquí para que mi amigo el señor Holmes pudiera verlas en su presencia. —¿Y por qué en mi presencia, señor mío? —Por si el señor Holmes quería hacerle alguna pregunta. —¿Qué sentido tiene hacerme preguntas, cuando ya le digo que no sé nada del asunto? —No se preocupe, señora —dijo Holmes en su tono más tranquilizador—. Estoy convencido de que ya la han molestado más que suficiente con este asunto. —Desde luego que sí. Soy una mujer tranquila y llevo una vida retirada. No estoy acostumbrada a ver mi nombre en los periódicos y a la policía en mi casa. Señor Lestrade, no permitiré que traigan aquí esas cosas. Si quieren verlas, tendrá que ser en el cobertizo. El cobertizo se encontraba en el estrecho jardín posterior de la casa. Lestrade entró en él y sacó una caja de cartón amarillo, un pliego de papel de estraza y un trozo de cordel. Al extremo del sendero había un banco y en él nos sentamos todos, mientras Holmes examinaba uno por uno los artículos que Lestrade le había entregado. —La cuerda es de lo más interesante —comentó, levantándola para mirarla a la luz y olfateándola—. ¿Qué le parece esta cuerda, Lestrade? —Está embreada. —Exacto. Es un trozo de bramante embreado. Y, sin duda, se habrá fijado usted en que la señorita Cushing cortó el cordel con unas tijeras, como se aprecia por el deshilachado que hay en cada lado. Esto es muy importante. —No le veo la importancia —dijo Lestrade. —La importancia radica en el hecho de que el nudo ha quedado intacto, y se trata de un nudo bastante curioso. —Está muy bien atado. Ya lo he comentado en mi informe —dijo Lestrade en tono petulante. —Bien, dejemos ya la cuerda y veamos el envoltorio —dijo Holmes, sonriendo—. Papel de estraza, con un claro olor a café. ¿Cómo? ¿Que no lo había advertido? Pues no cabe ninguna duda. La dirección, escrita con letra bastante torpe: «Señorita S. Cushing, Cross Street, Croydon». Escrito con una pluma de plumilla ancha, probablemente del tipo J, y con tinta de muy mala calidad. Al principio habían escrito «Croydon» con «i» latina, y lo han corregido, transformándola en «y». Por lo que se ve, el paquete fue enviado por un hombre (la letra es claramente masculina) de escasa cultura y que no estaba familiarizado con Croydon. Por ahora, todo va bien. La caja es un envase amarillo de tabaco aromático, de media libra, sin nada de particular, a excepción de dos huellas de pulgares en la esquina inferior izquierda. Está llena de sal gorda, de la que se emplea para curar cueros y otras aplicaciones comerciales. Y dentro de la sal, este extrañísimo envío. Mientras hablaba, sacó de la caja las dos orejas, las puso en una tabla sobre sus rodillas y las examinó con gran atención, mientras Lestrade y yo, inclinados hacia delante a ambos lados de Holmes, mirábamos alternativamente los terribles restos humanos y el rostro pensativo y ansioso de nuestro compañero. Por fin, Holmes volvió a meter las orejas en la caja y se quedó sentado un buen rato, sumido en profundas reflexiones. —Por supuesto, se habrá fijado usted —dijo al fin— en que las orejas no son del mismo par. —Sí, ya me había fijado. Pero, si se tratara de una broma de unos estudiantes que las han sacado de una sala de disección, no tendría nada de particular que hubieran enviado dos orejas de distintas personas, como si fueran de la misma pareja. —Desde luego. Pero no se trata de ninguna broma. —¿Está usted seguro? —Todo parece indicar lo contrario. A los cadáveres de las salas de disección se les inyecta un fluido conservante. Estas orejas no presentan ningún rastro de ello. Se han cortado hace poco tiempo. Y además, con un instrumento poco afilado, lo cual no concuerda con un estudiante de Medicina. Por otra parte, una persona con formación médica habría utilizado como conservante fenol o alcoholes rectificados, pero nunca sal gorda. Le repito que no se trata de ninguna broma, sino que estamos investigando un delito grave. Una especie de escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar las palabras de mi compañero y ver la severa expresión que había endurecido sus facciones. Aquella brutal demostración parecía sugerir algún horror extraño e inexplicable. Sin embargo, Lestrade meneó la cabeza con el aire de quien solo está convencido a medias. —Desde luego, se pueden poner objeciones a la teoría de la broma —dijo—. Pero las razones en contra de la otra hipótesis son mucho más fuertes. Sabemos que esta mujer ha llevado una vida de lo más tranquila y respetable durante los últimos veinte años, tanto en Penge como aquí. En todo este tiempo, apenas se ha ausentado ni un día de su casa. ¿Para qué demonios va a enviarle un criminal las pruebas de su delito, sobre todo si se tiene en cuenta que, a menos que se trate de una actriz consumada, ella sabe del asunto tan poco como nosotros? —Ese es el problema que tenemos que resolver —respondió Holmes—. Y, por mi parte, me propongo hacerlo partiendo de la suposición de que mi interpretación es correcta, ya que se ha cometido un doble asesinato. Una de estas orejas es de mujer, pequeña, de líneas delicadas y con un orificio para el pendiente. La otra es de hombre, tostada por el sol, descolorida y también agujereada para llevar pendiente. Lo más probable es que estas dos personas estén muertas, pues de lo contrario ya habríamos sabido algo de ellas. Hoy es viernes. El paquete se echó al correo el jueves por la mañana. Así pues, la tragedia tuvo lugar el miércoles o el jueves, tal vez antes. Si los dos han sido asesinados, ¿quién sino el asesino pudo enviarle a la señorita Cushing esta prueba de su obra? Podemos dar por supuesto que el remitente del paquete es el hombre que buscamos. Pero tiene que haber tenido algún buen motivo para enviarle este paquete a la señorita Cushing. ¿Qué motivo? Tal vez para informarla del hecho; o tal vez para hacerla sufrir. Pero en este caso, ella tiene que saber quién es. ¿Lo sabe? Lo dudo. Si lo supiera, ¿para qué iba a llamar a la policía? Habría enterrado las orejas y nadie se habría enterado de nada. Eso es lo que habría hecho si quisiera encubrir al asesino. Y si no quisiera encubrirlo, habría dicho su nombre. He aquí una madeja que es preciso desenredar. Hasta aquí, había estado hablando en voz alta y rápida, con la mirada perdida más allá de la valla del jardín, pero de pronto se puso en pie de un salto y echó a andar en dirección a la casa. —Tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita Cushing. —En tal caso, los dejo aquí —dijo Lestrade—, porque tengo otro asuntillo entre manos. Creo que yo ya no le voy a sacar nada nuevo a la señorita Cushing. Me encontrarán en la comisaría. —Pasaremos a verlo de camino a la estación —respondió Holmes. Un momento después, estábamos de regreso en la sala, donde la impasible dama continuaba bordando tranquilamente su funda de sillón. Al entrar nosotros, dejó la labor sobre el regazo y nos miró con sus sinceros y penetrantes ojos azules. —Estoy convencida, señores —dijo—, de que todo esto es un error y que, en realidad, el paquete no iba destinado a mí. Ya se lo he dicho varias veces al caballero de Scotland Yard, pero él se ríe de mí. Que yo sepa, no tengo ningún enemigo en este mundo. ¿Por qué iba nadie a gastarme una broma así? —Empiezo a tener la misma opinión, señorita Cushing —dijo Holmes, sentándose junto a ella—. Creo que es más que probable… —hizo una pausa y me sorprendió ver que estaba mirando con suma atención el perfil de la dama. Por un instante, en su ansioso rostro se reflejaron la sorpresa y la satisfacción, aunque cuando ella levantó la mirada, intrigada por su silencio, Holmes estaba otra vez tan serio como de costumbre. Yo, por mi parte, me quedé mirando fijamente su pelo aplastado y canoso, su impecable gorrito, sus pequeños pendientes dorados, sus facciones apacibles…, pero no pude advertir nada que justificara la evidente excitación de mi amigo. —Hay una o dos preguntas… —¡Oh, ya estoy harta de tantas preguntas! —exclamó la señorita Cushing con tono impaciente. —Según creo, tiene usted dos hermanas. —¿Cómo ha podido saber eso? —Nada más entrar en esta habitación me fijé en ese retrato de tres señoras que tiene usted sobre la repisa de la chimenea. Una de ellas es usted, sin duda alguna, y las otras dos se le parecen tanto que no cabe duda del parentesco. —Sí, tiene usted razón. Esas son mis hermanas, Sarah y Mary. —Y aquí, a mi costado, hay otra fotografía, tomada en Liverpool, de su hermana pequeña, en compañía de un hombre que, por su uniforme, parece un camarero de barco. Observo que cuando le hicieron la fotografía aún estaba soltera. —Es usted muy observador. —Es mi oficio. —Pues bien, ha acertado. Pero se casó con el señor Browner pocos días después. Cuando se tomó la foto, él trabajaba en la línea de Sudamérica, pero estaba tan prendado de mi hermana que no se resignaba a dejarla sola durante tanto tiempo, y se pasó a la línea de Liverpool y Londres. —Ajá. ¿En el Conqueror, tal vez? —No, lo último que supe de él fue que estaba en el May Day. Jim pasó por aquí a visitarme una vez. Fue antes de que rompiera su promesa. Pero después volvió a beber cada vez que bajaba a tierra, y con solo beber un poco se ponía loco, furioso. ¡Ah! ¡Maldito el día en que volvió a tomar un vaso en la mano! Primero rompió conmigo, luego se peleó con Sarah, y ahora que Mary ha dejado de escribirme no sé cómo les irán las cosas. Era evidente que la señorita Cushing había tocado un tema que la afectaba muy profundamente. Como casi todas las personas que llevan una vida solitaria, se mostró retraída al principio, pero acabó por volverse de lo más comunicativa. Nos contó un montón de cosas de su cuñado el camarero de barco, y después pasó al tema de sus antiguos inquilinos, los estudiantes de Medicina, ofreciéndonos una completa relación de sus fechorías, además de sus nombres y los de sus hospitales. Holmes escuchaba todo con la máxima atención, introduciendo de vez en cuando alguna pregunta. —Hablando de su hermana Sarah —dijo en cierto momento—, me extraña que, siendo las dos solteras, no vivan ustedes juntas. —¡Ah! Si conociera usted el carácter de Sarah, no le extrañaría. Lo intenté cuando vine a Croydon, y aguantamos juntas hasta hace un par de meses, pero al final tuvimos que separarnos. No quiero hablar mal de mi propia hermana, pero siempre ha sido entrometida y difícil de contentar. —¿Dice usted que Sarah se peleó con su familia de Liverpool? —Sí, y eso que en un tiempo eran los mejores amigos del mundo. Si hasta se fue a vivir allí para estar cerca de ellos. Y ahora le faltan insultos para hablar de Jim Browner. Los seis últimos meses que pasó aquí no hablaba más que de sus borracheras y sus malos modales. Sospecho que él la debió sorprender metiendo las narices donde no le importaba, le debió decir cuatro palabras, y así empezó la cosa. —Gracias, señorita Cushing —dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia—. Creo que ha dicho que su hermana Sarah vive en New Street, Wallington, ¿no es así? Adiós, y siento mucho que se haya visto complicada en un caso en el que, como usted dice, no tiene nada que ver. Justo cuando salíamos, pasaba un coche de alquiler y Holmes lo detuvo. —¿A qué distancia queda Wallington? —Aproximadamente a una milla, señor. —Muy bien. Suba, Watson. Tenemos que golpear mientras el hierro está aún caliente. A pesar de lo sencillo que es el caso, no deja de tener uno o dos detalles muy instructivos. Oiga, cochero, cuando pasemos por una oficina de Telégrafos, pare un momento. Holmes envió un breve telegrama y durante el resto del trayecto permaneció recostado en su asiento, con el sombrero echado sobre la nariz para que no le diera el sol en la cara. El cochero detuvo el vehículo delante de una casa no muy diferente de la que acabábamos de dejar. Mi amigo le dijo que esperara, y ya tenía la mano en la aldaba cuando la puerta se abrió, y en su umbral apareció un caballero muy serio, vestido de negro, con un sombrero muy reluciente. —¿Está en casa la señorita Cushing? —preguntó Holmes. —La señorita Sarah está muy enferma —respondió el hombre—. Sufre desde ayer trastornos cerebrales muy graves. Como médico suyo, no puedo, de ningún modo, aceptar la responsabilidad de permitir que nadie la visite. Le recomiendo que vuelva a pasarse por aquí dentro de diez días —y diciendo esto, se puso los guantes, cerró la puerta y se marchó calle abajo. —Bueno, lo que no puede ser, no puede ser —dijo Holmes, de buen humor. —Quizá no habría podido, o no habría querido, decirle gran cosa. —No quería que me dijera nada. Solo quería echarle un vistazo. De todas formas, creo que tengo todo lo que necesito. Cochero, llévenos a un hotel decente, donde podamos comer algo. Y después, nos pasaremos por la comisaría para ver al amigo Lestrade. Compartimos una agradable comida, durante la cual Holmes no habló de otra cosa más que de violines, contándome muy ufano cómo había adquirido su Stradivarius —que valía por lo menos quinientas guineas— en la tienda de un judío de Tottenham Court Road, por 55 chelines. De aquí pasó a Paganini, y así nos tiramos una hora, dando cuenta de una botella de clarete, mientras él me refería anécdota tras anécdota de aquel hombre extraordinario. Para cuando llegamos a la comisaría, la tarde estaba ya muy avanzada y el resplandor abrasador del sol se había reducido a un brillo moderado. Lestrade nos estaba aguardando en la puerta. —Hay un telegrama para usted, Holmes —dijo. —¡Ajá! ¡Es la respuesta! —lo abrió, echó una mirada al texto, lo arrugó y se lo metió en el bolsillo—. Todo va bien. —¿Ha averiguado algo? —Lo he averiguado todo. —¿Qué? —Lestrade se le quedó mirando asombrado—. Está usted de broma. —No he hablado tan en serio en mi vida. Se ha cometido un crimen repugnante, y creo haber desentrañado hasta el último detalle. —¿Y el criminal? Holmes garabateó unas palabras al dorso de una de sus tarjetas de visita y se la entregó a Lestrade. —Aquí tiene el nombre —dijo—. Pero no podrá usted efectuar la detención hasta mañana por la noche, como muy pronto. Preferiría que no se mencionara mi nombre en relación con el caso, ya que me gusta que se me relacione solo con crímenes cuya resolución presente alguna dificultad. Vamos, Watson. Nos pusimos en camino hacia la estación, dejando a Lestrade mirando con expresión fascinada la tarjeta que Holmes le había entregado. —En este caso —dijo Sherlock Holmes mientras fumábamos sendos cigarros en nuestros aposentos de Baker Street—, ha ocurrido lo mismo que en las investigaciones que usted ha dado a conocer con los títulos de Estudio en escarlata y El signo de los cuatro: que nos hemos visto obligados a razonar hacia atrás, de los efectos a las causas. He escrito a Lestrade, rogándole que nos proporcione todos los detalles que aún nos faltan, y que no podrá obtener hasta haber detenido al criminal. Y podemos confiar en que lo detendrá, porque, aun careciendo por completo de la facultad de razonar, es tan tenaz como un bulldog una vez que sabe lo que tiene que hacer, y es precisamente esta tenacidad lo que le ha llevado tan alto en Scotland Yard. —¿Así que el caso aún no está completo? —pregunté. —En lo fundamental, está bastante completo. Sabemos quién es el autor de este repulsivo crimen, aunque todavía ignoramos quién es una de las víctimas. Estoy seguro de que usted también habrá sacado sus conclusiones. —Supongo que el hombre de quien usted sospecha es ese Jim Browner, camarero de un barco de Liverpool. —¡Oh, es mucho más que una sospecha! —Sin embargo, yo no veo más que algunos vagos indicios. —Pues, por el contrario, para mí la cosa no podría estar más clara. Vamos a repasar los hechos principales. Como recordará, abordamos el caso con la mente absolutamente en blanco, lo cual siempre es una ventaja. No teníamos formada ninguna teoría. Llegamos allí simplemente para observar y sacar inferencias de nuestras observaciones. ¿Qué es lo que vimos en primer lugar? Una señora muy tranquila y respetable, que parecía ajena a todo secreto; y una fotografía que me hizo saber que dicha señora tenía dos hermanas más jóvenes. Al instante se me ocurrió que la caja podía haber sido destinada a una de ellas. Dejé esta idea a un lado, para desecharla o confirmarla en el momento oportuno. A continuación, salimos al jardín, y allí, como recordará también, examinamos el curiosísimo contenido de la cajita amarilla. »El cordel era del tipo que utilizan los fabricantes de velas para barcos, y eso hizo que nuestra investigación adquiriera un claro olor a mar. Cuando me fijé en que el nudo era un típico nudo marinero, que el paquete se había echado al correo en un puerto, y que la oreja de hombre estaba perforada para llevar un pendiente, lo cual es mucho más común entre los marineros que entre los hombres de tierra, me convencí de que todos los actores de la tragedia pertenecían a la clase marinera. »Cuando examiné la dirección escrita en el paquete, observé que iba dirigido a la "Señorita S. Cushing". Ahora bien, si se trataba de la hermana mayor, habría bastado con poner "Señorita Cushing", y aunque su inicial es una "S", esto también podría referirse a una de las otras hermanas. En tal caso, debíamos iniciar nuestra investigación partiendo de una base completamente nueva. Me disponía a asegurarle a la señorita Cushing que estaba convencido de que había habido un error cuando, como quizá recuerde, me quedé callado de pronto. Acababa de ver algo que me sorprendió muchísimo, y que al mismo tiempo reducía enormemente nuestro campo de investigación. «Como médico que es usted, Watson, sabrá perfectamente que no existe otra parte del cuerpo humano tan variable como las orejas. Cada oreja es un ejemplar único, diferente de todas las demás. En el Anthropological Journal del año pasado encontrará usted dos breves monografías sobre el tema, salidas de mi pluma. Así pues, yo había examinado las orejas de la caja con ojos de experto, y me había fijado muy bien en sus peculiaridades anatómicas. Imagínese, pues, mi sorpresa cuando, al mirar a la señorita Cushing, noté que su oreja era exactamente igual a la oreja de mujer que acababa de examinar. Aquello de ningún modo podía ser una coincidencia. El mismo acortamiento de pabellón, la misma curva amplia del lóbulo superior, la misma curvatura del cartílago interior…, en todo lo esencial, se trataba de la misma oreja. »Como es natural, me percaté al instante de la enorme importancia de esta observación. Resultaba evidente que la víctima era un pariente cercano, probablemente muy cercano. Así que me puse a hablarle de su familia y, como recordará, ella nos proporcionó en seguida algunos detalles sumamente valiosos. »En primer lugar, una de sus hermanas se llamaba Sarah, y hasta hace poco ha vivido en la misma casa, de manera que resultaba evidente cómo se había producido el error, y a quién iba destinado el paquete. A continuación, nos enteramos de la existencia de ese camarero de barco, casado con la tercera hermana, y supimos que en otro tiempo había sido tan amigo de la señorita Sarah que esta se había trasladado a Liverpool para vivir cerca de los Browner, pero que luego se habían peleado. Esta disputa interrumpió durante varios meses toda comunicación entre ellos, de manera que si Browner hubiera querido enviar un paquete a Sarah Cushing, no cabe duda de que lo habría enviado a su antigua dirección. »El asunto empezaba a enderezarse de un modo maravilloso. Nos enteramos de la existencia de este camarero, hombre impulsivo y apasionado —recuerde que renunció a un empleo que debía de ser mucho mejor que el actual, solo para estar más cerca de su esposa— y que, de vez en cuando, cometía excesos con la bebida. Había razones fundadas para creer que su esposa había sido asesinada, y que al mismo tiempo habían asesinado a un hombre, probablemente un marinero. Como móvil del crimen, surge al instante la idea de los celos. Pero ¿por qué habrían de enviarle a Sarah Cushing las pruebas del crimen? Probablemente, porque durante su estancia en Liverpool participó de algún modo en los hechos que condujeron a la tragedia. Fíjese usted en que los barcos de esta línea hacen escala en Belfast, Dublín y Waterford. Así pues, suponiendo que Browner hubiera cometido el crimen y se hubiera embarcado de inmediato en su vapor, el May Day, Belfast sería el primer sitio desde el que podría enviar su terrible paquete. »Desde luego, en esta fase existía todavía la posibilidad de una segunda solución, y aunque parecía muy improbable, decidí salir de dudas antes de seguir adelante. Cabía la posibilidad de que un amante frustrado hubiera asesinado a Browner y a su esposa, y que la oreja de hombre perteneciera al marido. Había objeciones muy graves en contra de esta teoría, pero era verosímil. Así pues, envié un telegrama a mi amigo Algar, de la policía de Liverpool, pidiéndole que averiguara si la señora Browner se encontraba en su casa y si Browner había zarpado en el May Day. Y luego nos fuimos a Wallington, a visitar a la señorita Sarah. »En primer lugar, sentía curiosidad de ver hasta qué punto se repetía en ella la forma de orejas de la familia. Y además, desde luego, era posible que nos proporcionara alguna información muy importante, aunque no tenía mucha confianza en ello. Lo más seguro es que se hubiera enterado del suceso del día anterior, ya que en todo Croydon no se hablaba de otra cosa, y solo ella podía haber sabido a quién iba dirigido el paquete. De haber querido colaborar con la justicia, ya se habría puesto en comunicación con la policía. Sin embargo, estaba claro que nuestro deber era intentar verla, así que allá fuimos. Y descubrimos que la noticia de la llegada del paquete la había afectado de tal modo que le provocó una fiebre cerebral, ya que su enfermedad se manifestó precisamente entonces. Estaba más claro que nunca que ella había comprendido todo el significado del asunto, pero también estaba igual de claro que tendríamos que esperar algún tiempo para que pudiera prestarnos alguna ayuda. »Sin embargo, en realidad no necesitábamos su ayuda para nada. Las respuestas nos estaban aguardando en la comisaría, donde yo le había indicado a Algar que las enviara. No podían ser más concluyentes. La casa de la señora Browner llevaba cerrada más de tres días, y los vecinos creían que se había marchado al Sur a visitar a su familia. Y en las oficinas de la compañía naviera constaba que Browner había zarpado en el May Day, que, según mis informes, atracará en el Támesis mañana por la noche. Cuando llegue, le estará aguardando el obtuso pero tenaz Lestrade, y no dudo de que obtendremos los detalles que nos faltan. Las esperanzas de Sherlock Holmes no quedaron defraudadas. Dos días después recibió un abultado sobre que contenía una breve nota del inspector y un documento mecanografiado que constaba de varios folios. —Lestrade lo atrapó, sí señor —dijo Holmes, alcanzando hacia mí la mirada—. Quizá le interese oír lo que dice: Querido señor Holmes: De acuerdo con el plan que establecimos para comprobar nuestra teoría (esto de «nuestra teoría» tiene gracia, ¿no cree, Watson?) ayer a las seis de la tarde me dirigí al muelle del Príncipe Alberto y subí a bordo del buque May Day, perteneciente a la compañía de vapores de Liverpool, Dublín y Londres. En respuesta a mis preguntas, me informaron que había a bordo un camarero llamado james Browner, el cual, durante la travesía, se había comportado de manera tan extraña que el capitán se había visto obligado a relevarlo de sus tareas. Al bajar a su camarote, lo encontré sentado sobre un baúl, con la cabeza cogida entre las manos y meciéndose de delante a atrás. Se trata de un individuo corpulento y fuerte, bien afeitado y muy moreno, más o menos como Aldridge, el que nos ayudó en el asunto de la falsa lavandería. Cuando supo a qué se debía mi presencia, dio un salto, y yo me llevé a los labios el silbato para llamar a un par de agentes de la brigada fluvial, que se encontraban apostados a la vuelta de la esquina, pero parece que su valor le había abandonado, y extendió las manos pacíficamente para que le pusiera las esposas. Lo condujimos a los calabozos y nos llevamos también su baúl, porque pensamos que podría contener alguna prueba acusadora; sin embargo, con excepción de un cuchillo grande y afilado, como los que suelen tener casi todos los marineros, no encontramos nada que justificara el esfuerzo. No obstante, pronto comprobamos que no necesitábamos más pruebas, ya que, al comparecer ante el inspector de guardia, manifestó su deseo de prestar declaración, que fue transcrita por el taquígrafo según él la dictaba. Hemos hecho tres copias a máquina, y le envío una de ellas. El asunto ha resultado ser sumamente sencillo, tal como yo había sospechado, pero aun así le estoy agradecido por ayudarme en mi investigación. Con mis mejores saludos, G. Lestrade »¡Hum! Desde luego, la investigación ha sido muy sencilla —comentó Holmes—. Pero no creo que él tuviera esa impresión cuando nos llamó. No obstante, veamos lo que Jim Browner tiene que decir. Esta es su declaración, realizada ante el inspector Montgomery, de la comisaría de Shadwell, y tiene la ventaja de haberse tomado al pie de la letra: ¿Que si tengo algo que decir? Sí, tengo mucho que decir. Quiero quitarme este peso de encima. Pueden ustedes colgarme o dejarme en paz, me importa un bledo lo que hagan. Les aseguro que no he pegado ojo desde que lo hice, y no creo que vuelva a dormir hasta que caiga en el sueño del que no se despierta. A veces veo la cara de él, pero casi siempre es la de ella. Siempre tengo delante una de las dos. Él me mira frunciendo el ceño, pero ella tiene una expresión como de sorpresa. Pobre corderita, sí que tuvo que sorprenderse cuando vio la muerte en un rostro que nunca la había mirado más que con amor. Pero todo fue culpa de Sarah, y ¡ojalá que la maldición de un hombre destrozado haga caer la desgracia sobre ella y le pudra la sangre en las venas! Con esto no pretendo disculparme. Cierto que volví a la bebida, como la mala bestia que soy. Pero ella me habría perdonado; se habría mantenido unida a mí como la cuerda a la polea si esa mujer no hubiera venido a enturbiar nuestro hogar. Porque Sarah Cushing me amaba…, esa es la raíz de todo el asunto…, me amaba, hasta que su amor se transformó en odio venenoso cuando se dio cuenta de que me importaba más una pisada de mi mujer en el barro que todo su cuerpo y su alma. Eran tres hermanas. La mayor era una buena mujer, la segunda, un demonio, y la tercera, un ángel. Al casarnos, Mary tenía veintinueve años y Sarah treinta y tres. Éramos felices cada minuto del día y no había en todo Liverpool una mujer mejor que mi Mary. Y entonces invitamos a Sarah a pasar con nosotros una semana, que se convirtió en un mes, y una cosa llevó a otra, hasta que se sintió como en su casa. Yo había dejado la bebida, estábamos ahorrando algo de dinero, y todo se nos presentaba tan brillante como un dólar nuevo. ¡Dios mío! ¿Quién iba a pensar que todo acabaría así? ¿Quién iba ni siquiera a soñarlo? Yo solía pasar en casa casi todos los fines de semana, y a veces, si el barco estaba aguardando un cargamento, podía pasarme una semana entera. Así que pude tratar bastante a mi cuñada Sarah. Era una mujer alta y atractiva, morena, impetuosa y ardiente, de porte altivo y con un brillo en los ojos como chispas de pedernal. Pero cuando la pequeña Mary estaba delante, a mí ni se me ocurría pensar en Sarah, y eso lo juro y espero que Dios se apiade de mí. Alguna vez me había dado la impresión de que a Sarah le gustaba quedarse a solas conmigo, o engatusarme para que saliera a pasear con ella, pero jamás se me ocurrió que hubiera nada de malo en ello. Hasta que una tarde se me abrieron los ojos. Yo acababa de llegar del barco, y me encontré con que mi mujer había salido, pero Sarah estaba en casa. «¿Dónde está Mary?», pregunté. «Oh, ha ido a pagar unas facturas —yo estaba impaciente y me puse a dar vueltas por la habitación—. ¿Es que no puedes estar a gusto ni cinco minutos sin Mary, Jim? —dijo ella—. Es una desconsideración conmigo que no puedas conformarte con mi compañía ni durante un tiempo tan breve». «Tienes razón, muchacha», dije yo, extendiendo la mano hacia ella en un gesto amable. Pero ella la agarró al instante con las suyas, que le ardían como si tuviera fiebre. La miré a los ojos, y en ellos lo leí todo. Ni ella ni yo necesitábamos decir nada. Puse mala cara y retiré la mano. Ella se quedó en silencio a mi lado durante un rato, y luego levantó la mano y me dio una palmadita en el hombro. «¡El fiel Jim!», dijo; y con una especie de risa burlona, salió corriendo de la habitación. Pues bien, desde aquel instante Sarah me odió con todo su corazón y toda su alma, y es una mujer que sabe odiar. Fui un idiota al dejar que se quedara en nuestra casa, un completo idiota, pero no le dije ni una palabra a Mary para no hacerla sufrir. Las cosas continuaron más o menos como antes, pero al cabo de algún tiempo empecé a observar un ligero cambio en la propia Mary. Había sido siempre tan confiada y tan inocente… y ahora se había vuelto inquisitiva y recelosa: siempre quería saber dónde había estado yo, y qué había estado haciendo, y quién me escribía cartas, y qué llevaba en los bolsillos, y mil tonterías por el estilo. A cada día que pasaba, se volvía más caprichosa y más irritable, y tuvimos discusiones absurdas por nada. A mí, todo aquello me desconcertaba. Ahora Sarah me esquivaba, pero ella y Mary eran inseparables. Ahora me doy cuenta de que estaba enredando e intrigando y envenenando la mente de mi mujer para ponerla contra mí, pero entonces estaba tan ciego que no lo comprendí. Entonces rompí mi promesa y volví a beber, pero estoy seguro de que no lo habría hecho si Mary hubiera seguido siendo la misma de siempre. Y ahora, ella tenía un motivo para estar disgustada conmigo, y la brecha que nos separaba se fue haciendo cada vez más ancha. Y entonces entró en escena ese Alee Fairbairn, y las cosas se pusieron mil veces peor. La primera vez que llegó a mi casa venía a visitar a Sarah, pero no tardó en venir a visitarnos a nosotros, porque era un tipo simpático y hacía amigos por todas partes por donde iba. Era un tío lanzado y fanfarrón, gracioso y con el pelo rizado, que había visto medio mundo y sabía contar lo que había visto. Se pasaba bien con él, no lo negaré, y para ser marinero tenía muy buenos modales, por lo que sospecho que en otro tiempo debió frecuentar más la popa que el castillo de proa. Durante un mes estuvo entrando y saliendo de mi casa, y ni por una vez se me pasó por la imaginación que pudiera haber algo de malo en su comportamiento suave y taimado. Pero por fin, un día, algo me hizo sospechar, y desde aquel día ya no volví a vivir en paz. Fue un detalle insignificante. Yo llegué a casa antes de lo esperado, y al entrar por la puerta vi que el rostro de mi mujer se iluminaba en señal de bienvenida. Pero cuando vio que era yo, su luz se apagó y ella dio media vuelta con un gesto de desilusión. Aquello fue suficiente. No podía haber confundido mis pasos con los de ninguna otra persona más que Alee Fairbairn. Si lo hubiera tenido delante en aquel momento, lo habría matado, porque siempre me vuelvo como loco cuando pierdo la calma. Mary advirtió aquel brillo diabólico en mis ojos y corrió hacia mí para agarrarme de las mangas. «¡No, Jim, no!», decía. «¿Dónde está Sarah?», pregunté yo. «En la cocina», dijo ella. Me fui para allá y le dije: «Sarah, no quiero que ese Fairbairn vuelva más por mi casa». «¿Por qué?» «Porque lo digo yo». «¿Ah, sí? Pues si mis amigos no son dignos de entrar en esta casa, tampoco lo soy yo». «Haz lo que quieras —le dije—, pero si Fairbairn vuelve a asomar la cara por aquí, te enviaré una de sus orejas como recuerdo». Y creo que al ver mi cara se asustó, porque ya no dijo una palabra y aquella misma tarde se marchó de mi casa. Pues bien, no sé si fue por pura maldad o si es que pensaba que animando a mi mujer a portarse mal podía apartarme de ella, pero el caso es que arrendó una casa a dos calles de la nuestra y se dedicó a alquilar habitaciones a marineros. Fairbairn se alojaba allí, y Mary solía ir a tomar el té con su hermana y con él. No sé con cuánta frecuencia iba, pero un día la seguí, y en cuanto entré por la puerta Fairbairn escapó, saltando la tapia del jardín de atrás, como un cobarde y un canalla, que es lo que era. Le juré a mi mujer que la mataría si volvía a encontrarla con él, y me la llevé a casa, llorosa y temblando, y tan blanca como un papel. Entre nosotros ya no quedaba ni rastro de amor. Me daba cuenta de que ella me odiaba y me tenía miedo, y pensar en ello me empujaba a beber, y aquello hizo que ella me despreciara aún más. Sarah comprobó que no podía ganarse la vida en Liverpool, así que, según tengo entendido, se fue a vivir con su otra hermana a Croydon. Mientras tanto, en casa las cosas seguían más o menos igual. Y por fin llegó ese fin de semana, y con él el horror y la ruina. Todo sucedió así: habíamos zarpado en el May Day para una travesía de siete días, pero un tonel se soltó y aflojó una de las planchas del casco, así que tuvimos que regresar al puerto durante unas doce horas. Yo desembarqué y me dirigí a casa, pensando en la sorpresa que iba a darle a mi mujer y abrigando esperanzas de que ella se alegrara de verme de vuelta tan pronto. En eso iba pensando cuando llegué a mi calle, y en aquel momento pasó junto a mí un coche y en él iba ella, sentada al lado de Fairbairn, charlando y riéndose, sin pensar para nada en mí, que los miraba desde la acera. Les aseguro, y les doy mi palabra, que desde aquel momento ya no fui dueño de mis actos, y cuando pienso en todo ello lo veo como en sueños. Últimamente había estado bebiendo bastante, y entre lo uno y lo otro se me fundió el cerebro. Ahora todavía noto en la cabeza como un martilleo constante, pero aquella mañana me parecía sentir todo el Niágara zumbando y rugiendo en mis oídos. Eché a correr detrás del coche. Llevaba en la mano un grueso bastón de roble, y les juro que desde el primer momento lo veía todo rojo. Pero mientras corría iba maquinando y me quedé un poco rezagado para poder verlos sin que ellos me vieran. Se bajaron en la estación de ferrocarril. Había un montón de gente alrededor de las taquillas, así que pude acercarme bastante a ellos sin que me vieran. Sacaron billetes para New Brighton, y yo hice lo mismo, pero me subí al tren tres vagones más atrás que ellos. Cuando llegamos, ellos echaron a andar por el paseo marítimo, sin saber que yo los seguía a menos de cien metros. Por fin, los vi alquilar un bote de remos. Aquel día hacía mucho calor, y sin duda pensaron que estarían más frescos en el agua. ¡Los tenía en mis manos! Había un poco de niebla y solo se veía bien hasta unos pocos cientos de metros. Alquilé yo también un bote y me puse a remar detrás de ellos. Podía ver la silueta borrosa de su barca, pero iban casi tan rápidos como yo y no pude alcanzarlos hasta que ya estábamos a más de una milla de la costa. Para entonces, la niebla formaba como una cortina a nuestro alrededor, y allí en medio estábamos nosotros tres. ¡Dios mío! ¿Podré alguna vez olvidar sus caras, cuando vieron quién iba en el bote que se les acercaba? Ella se puso a gritar. Él maldecía como un loco y me lanzaba golpes con un remo, porque debía de haber visto la muerte en mis ojos. Yo esquivé sus golpes y le asesté uno con mi bastón, que le reventó la cabeza como si fuera un huevo. A pesar de mi locura, tal vez la habría perdonado a ella, de no ver cómo se abrazaba a él, llorando y llamándole «Alee». Volví a golpear y quedó tendida junto a él. Yo era como una fiera que ha probado el sabor de la sangre. Si Sarah hubiera estado allí, por Dios que habría corrido su misma suerte. Saqué mi cuchillo y…, bueno, en fin, ya he dicho bastante. Experimenté una especie de salvaje alegría al pensar en cómo se sentiría Sarah al recibir aquellas muestras de lo que habían provocado sus intrigas. Luego até los cadáveres al bote, arranqué una tabla del fondo y me quedé mirando hasta que se hubo hundido. Estaba seguro de que el propietario pensaría que se habían perdido en la niebla, dejándose arrastrar mar adentro. Me lavé, regresé a tierra y me incorporé a mi barco sin que nadie sospechara lo que había sucedido. Aquella misma noche preparé el paquete para Sarah Cushing, y al día siguiente lo envié desde Belfast. Ya saben ustedes toda la verdad. Pueden ahorcarme, o hacer lo que quieran conmigo, pero no pueden castigarme más de lo que ya he sido castigado. No puedo cerrar los ojos sin ver sus dos caras mirándome…, mirándome como me miraban cuando mi bote surgió de entre la niebla. Yo los maté rápidamente, pero ellos me están matando despacio, y si esto dura una noche más, estaré loco o muerto antes de que amanezca. ¿No me irá a encerrar solo en una celda, señor? Por piedad, no lo haga, y quiera Dios que en el día de su agonía le traten como usted me ha tratado a mí ahora. —¿Qué sentido tiene todo esto, Watson? —dijo Holmes solemnemente al concluir la lectura—. ¿Qué objetivo persigue este círculo vicioso de sufrimiento, violencia y miedo? Tiene que existir alguna finalidad, pues de lo contrario significaría que el universo se rige por el azar, lo cual es inconcebible. Pero ¿cuál puede ser esa finalidad? He aquí el eterno gran problema que la razón humana se encuentra tan incapaz como siempre de resolver. EL PULGAR DEL INGENIERO Entre todos los problemas que se sometieron al criterio de mi amigo Sherlock Holmes durante los años que duró nuestra asociación, solo hubo dos que llegaran a su conocimiento por mediación mía: el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del coronel Warburton. Es posible que este último ofreciera más campo para un observador agudo y original, pero el otro tuvo un principio tan extraño y unos detalles tan dramáticos que quizás merezca más ser publicado, aunque ofreciera a mi amigo menos oportunidades para aplicar los métodos de razonamiento deductivo con los que obtenía tan espectaculares resultados. La historia, según tengo entendido, se ha contado más de una vez en los periódicos, pero, como sucede siempre con estas narraciones, su efecto es mucho menos intenso cuando se exponen en bloque, en media columna de letra impresa, que cuando los hechos evolucionan poco a poco ante tus propios ojos y el misterio se va aclarando progresivamente a medida que cada nuevo descubrimiento permite avanzar un paso hacia la verdad completa. En su momento, las circunstancias del caso me impresionaron profundamente, y el efecto apenas ha disminuido a pesar de los dos años transcurridos. Los hechos que me dispongo a resumir ocurrieron en el verano del 89, poco después de mi matrimonio. Yo había vuelto a ejercer la medicina y había abandonado por fin a Sherlock Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba con frecuencia y a veces hasta lograba convencerle de que renunciase a sus costumbres bohemias hasta el punto de venir a visitarnos. Mi clientela aumentaba constantemente y, dado que no vivía muy lejos de la estación de Paddington, tenía algunos pacientes entre los ferroviarios. Uno de estos, al que había curado de una larga y dolorosa enfermedad, no se cansaba de alabar mis virtudes, y tenía como norma enviarme a todo sufriente sobre el que tuviera la más mínima influencia. Una mañana, poco antes de las siete, me despertó la doncella, que llamó a mi puerta para anunciar que dos hombres habían venido a Paddington y aguardaban en la sala de consulta. Me vestí a toda prisa, porque sabía por experiencia que los accidentes de ferrocarril casi nunca son leves, y bajé corriendo las escaleras. Al llegar abajo, mi viejo aliado, el guarda, salió de la consulta y cerró con cuidado la puerta tras él. —Lo tengo ahí. Está bien —susurró, señalando con el pulgar por encima del hombro. —¿De qué se trata? —pregunté, pues su comportamiento parecía dar a entender que había encerrado en mi consulta a alguna extraña criatura. —Es un nuevo paciente —siguió susurrando—. Me pareció conveniente traerlo yo mismo; así no se escaparía. Ahí lo tiene, sano y salvo. Ahora tengo que irme, doctor. Tengo mis obligaciones, lo mismo que usted —y el leal intermediario se largó sin darme ni tiempo para agradecerle sus servicios. Entré en mi consultorio y encontré a un caballero sentado junto a la mesa. Iba discretamente vestido, con un traje de lana y una gorra de paño que había dejado sobre mis libros. Llevaba una mano envuelta en un pañuelo manchado de sangre. Era joven, yo diría que no pasaría de veinticinco, con un rostro muy varonil, pero estaba sumamente pálido y me dio la impresión de que sufría una terrible agitación, que solo podía controlar aplicando toda su fuerza de voluntad. —Siento molestarle tan temprano, doctor —dijo—, pero he sufrido un grave accidente durante la noche. He llegado en tren esta mañana y, al preguntar en Paddington dónde podría encontrar un médico, este tipo tan amable me ha acompañado hasta aquí. Le he dado una tarjeta a la doncella, pero veo que se la ha dejado aquí en esta mesa. Cogí la tarjeta y leí: Victor Hatherley INGENIERO HIDRÁULICO 16 A Victoria Street (piso 3º) Aquellos eran el nombre, profesión y domicilio de mi visitante matutino. —Siento haberle hecho esperar —dije, sentándome en mi sillón de despacho—. Supongo que acaba de terminar un servicio nocturno, que ya de por sí es una ocupación monótona. —Oh, esta noche no ha tenido nada de monótona —dijo, rompiendo a reír. Se reía con toda el alma, en tono estridente, echándose hacia atrás en su asiento y agitando los costados. Todos mis instintos médicos se alzaron contra aquella risa. —¡Pare! —grité—. ¡Contrólese! —y le serví un poco de agua de una garrafa. No sirvió de nada. Era víctima de uno de esos ataques histéricos que sufren las personas de carácter fuerte después de haber pasado una grave crisis. Por fin consiguió serenarse, quedando exhausto y sonrojadísimo. —Estoy haciendo el ridículo —jadeó. —Nada de eso. Beba esto —añadí al agua un poco de brandy y el color empezó a regresar a sus mejillas. —Ya me siento mejor —dijo—. Y ahora, doctor, quizás pueda usted mirar mi dedo pulgar, o más bien el sitio donde antes estaba mi pulgar. Desenrolló el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos se estremecieron al mirarla. Tenía cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y esponjosa donde debería haber estado el pulgar. Se lo habían cortado o arrancado de cuajo. —¡Cielo santo! —exclamé—. Es una herida espantosa. Tiene que haber sangrado mucho. —Ya lo creo. En el primer momento me desmayé, y creo que debí de permanecer mucho tiempo sin sentido. Cuando recuperé el conocimiento, todavía estaba sangrando, así que me até un extremo del pañuelo a la muñeca y lo apreté por medio de un palito. —¡Excelente! Usted debería haber sido médico. —Verá usted, es una cuestión de hidráulica, así que entraba dentro de mi especialidad. —Esto se ha hecho con un instrumento muy pesado y cortante —dije, examinando la herida. —Algo así como una cuchilla de carnicero —dijo él. —Supongo que fue un accidente. —Nada de eso. —¡Cómo! ¿Un ataque criminal? —Ya lo creo que fue criminal. —Me horroriza usted. Pasé una esponja por la herida, la limpié, la curé y, por último, la envolví en algodón y vendajes. Él se dejó hacer sin pestañear, aunque se mordía el labio de vez en cuando. —¿Qué tal? —pregunté cuando hube terminado. —¡Fenomenal! ¡Entre el brandy y el vendaje, me siento un hombre nuevo! Estaba muy débil, pero es que lo he pasado muy mal. —Quizás sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que le altera los nervios. —Oh, no; ahora ya no. Tendré que contárselo todo a la policía; pero, entre nosotros, si no fuera por la convincente evidencia de esta herida mía, me sorprendería que creyeran mi declaración, pues se trata de una historia extraordinaria y no dispongo de gran cosa que sirva de prueba para respaldarla. E, incluso si me creyeran, las pistas que puedo darles son tan imprecisas que difícilmente podrá hacerse justicia. —¡Vaya! —exclamé—. Si tiene usted algo parecido a un problema que desea ver resuelto, le recomiendo encarecidamente que acuda a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, antes de recurrir a la policía. —Ya he oído hablar yo de ese tipo —respondió mi visitante—, y me gustaría mucho que se ocupase del asunto, aunque desde luego tendré que ir también a la policía. ¿Podría darme una nota de presentación? —Haré algo mejor. Le acompañaré yo mismo a verlo. —Le estaré inmensamente agradecido. —Llamaré un coche e iremos juntos. Llegaremos a tiempo de tomar un pequeño desayuno con él. ¿Se siente usted en condiciones? —Sí. No estaré tranquilo hasta que haya contado mi historia. —Entonces, mi doncella irá a buscar un coche y yo estaré con usted en un momento —corrí escaleras arriba, le expliqué el asunto en pocas palabras a mi esposa, y en menos de cinco minutos estaba dentro de un coche con mi nuevo conocido rumbo a Baker Street. Tal como yo había esperado, Sherlock Holmes estaba haraganeando en su sala de estar, cubierto con un batín, leyendo la columna de sucesos del Times y fumando su pipa de antes del desayuno, compuesta por todos los residuos que habían quedado de las pipas del día anterior, cuidadosamente secados y reunidos en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su habitual amabilidad tranquila, pidió más tocino y más huevos y compartimos un sustancioso desayuno. Al terminar instaló a nuestro nuevo conocimiento en el sofá, y puso al alcance de su mano una copa de brandy con agua. —Se ve con facilidad que ha pasado por una experiencia poco corriente, señor Hatherley —dijo—. Por favor, recuéstese ahí y considérese por completo en su casa. Cuéntenos lo que pueda, pero párese cuando se fatigue, y recupere fuerzas con un poco de estimulante. —Gracias —dijo mi paciente—, pero me siento otro hombre desde que el doctor me vendó, y creo que su desayuno ha completado la cura. Procuraré abusar lo menos posible de su valioso tiempo, así que empezaré al instante a narrar mi extraordinaria experiencia. Holmes se sentó en su butacón, con la expresión fatigada y somnolienta que enmascaraba su temperamento agudo y despierto, mientras yo me sentaba enfrente de él, y ambos escuchamos en silencio el extraño relato que nuestro visitante nos fue contando. —Deben ustedes saber —dijo— que soy huérfano y soltero, y vivo solo en un apartamento de Londres. Mi profesión es la de ingeniero hidráulico, y adquirí una considerable experiencia de la misma durante los siete años de aprendizaje que pasé en Venner & Matheson, la conocida empresa de Greenwich. Hace dos años, al cumplir mi contrato, y disponiendo, además, de una buena suma de dinero que heredé a la muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un despacho en Victoria Street. «Supongo que, al principio, emprender un negocio independiente es una experiencia terrible para todo el mundo. Para mí fue excepcionalmente duro. Durante dos años no he tenido más que tres consultas y un trabajo de poca monta, y eso es absolutamente todo lo que mi profesión me ha proporcionado. Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete libras y diez chelines. Todos los días, de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, aguardaba en mi pequeño cubil, hasta que por fin empecé a desanimarme y llegué a creer que nunca encontraría clientes. »Sin embargo, ayer, justo cuando estaba pensando en dejar la oficina, mi secretario entró a decir que había un caballero esperando para verme por una cuestión de negocios. Traía, además, una tarjeta con el nombre "Coronel Lysander Stark" grabado. Pisándole los talones entró el coronel mismo, un hombre de estatura muy superior a la media, pero extraordinariamente flaco. No creo haber visto nunca un hombre tan delgado. Su cara estaba afilada hasta quedar reducida a la nariz y la barbilla, y la piel de sus mejillas estaba completamente tensa sobre sus salientes huesos. Sin embargo, esta escualidez parecía natural en él, no debida a una enfermedad, porque su mirada era brillante, su paso vivo y su porte firme. Iba vestido con sencillez y con pulcritud, y su edad me pareció más cercana a los cuarenta que a los treinta. »—¿El señor Hatherley? —preguntó con un ligero acento alemán—. Me ha sido usted recomendado, señor Hatherley, como persona que no solo es competente en su profesión, sino también discreta y capaz de guardar un secreto. »Hice una inclinación, sintiéndome tan halagado como se sentiría cualquier joven ante semejante introducción. »—¿Puedo preguntar quién ha dado esa imagen tan favorable de mí? —pregunté. »—Bueno, quizás sea mejor que no se lo diga por el momento. He sabido, por la misma fuente, que es usted huérfano y soltero, y que vive solo en Londres. »—Eso es totalmente cierto —dije—, pero perdone que le diga que no entiendo qué relación puede tener eso con mi competencia profesional. Tengo entendido que quería usted verme por un asunto profesional. »—En efecto. Pero ya verá usted que todo lo que digo guarda relación con ello. Tengo un encargo profesional para usted, pero el secreto absoluto es completamente esencial. Secreto ab-so-lu-to, ¿comprende usted? Y, por supuesto, es más fácil conseguirlo de un hombre que viva solo que de otro que viva en el seno de una familia. »—Si yo prometo guardar un secreto —dije—, puede estar absolutamente seguro de que así lo haré. «Mientras yo hablaba, él me miraba muy fijamente, y me pareció que jamás había visto una mirada tan inquisitiva y recelosa como la suya. »—Entonces, ¿lo promete? »—Sí, lo prometo. »—¿Silencio completo y absoluto, antes, durante y después? ¿Ningún comentario sobre el asunto, ni de palabra ni por escrito? »—Ya le he dado mi palabra. »—Muy bien. »De pronto, se levantó, atravesó la habitación como un rayo y abrió la puerta de par en par. El pasillo estaba vacío. »—Todo va bien —dijo, mientras volvía a sentarse—. Sé que, a veces, los empleados sienten curiosidad por los asuntos de sus jefes. Ahora podemos hablar con tranquilidad —y arrimó su silla a la mía y comenzó a escudriñarme con la misma mirada inquisitiva y dudosa. »Yo empezaba a experimentar una sensación de repulsión y de algo parecido al miedo ante las extrañas manías de aquel hombre esquelético. Ni siquiera el temor a perder un cliente impedía que diera muestras de impaciencia. »—Le ruego que vaya al grano, señor —dije—. Mi tiempo es valioso. »Que Dios me perdone esta última frase, pero las palabras salieron solas de mis labios. »—¿Qué le parecerían cincuenta guineas por una noche de trabajo? —preguntó. »—De maravilla. »—He dicho una noche de trabajo, pero una hora sería más aproximado. Simplemente, quiero su opinión acerca de una prensa hidráulica que se ha estropeado. Si nos dice en qué consiste la avería, nosotros mismos la arreglaremos. ¿Qué le parece el encargo? »—El trabajo parece ligero, y la paga generosa. »—Exacto. Nos gustaría que viniera esta noche, en el último tren. »—¿Adonde? »—A Eyford, en Berkshire. Es un pueblecito cerca de los límites de Oxfordshire y a menos de siete millas de Reading. Hay un tren desde Paddington que le dejará allí a las once y cuarto aproximadamente. »—Muy bien. »—Yo iré a esperarle con un coche. »—Entonces, ¿hay que ir más lejos? »—Sí, nuestra pequeña empresa está fuera del pueblo, a más de siete millas de la estación de Eyford. »—Entonces, no creo que podamos llegar antes de la medianoche. Supongo que no habrá posibilidad de regresar en tren y que tendré que pasar allí la noche. »—Sí, no tendremos problema alguno para prepararle una cama. »—Resulta bastante incómodo. ¿No podría ir a otra hora más conveniente? »—Nos ha parecido mejor que venga usted de noche. Para compensarle por la incomodidad es por lo que le estamos pagando a usted, una persona joven y desconocida, unos honorarios con los que podríamos obtener el dictamen de las figuras más prestigiosas de su profesión. No obstante, si usted prefiere desentenderse del asunto, aún está a tiempo de hacerlo. »Pensé en las cincuenta guineas y en lo bien que me vendrían. »—Nada de eso —dije—. Tendré mucho gusto en acomodarme a sus deseos. Sin embargo, me gustaría tener una idea más clara de lo que ustedes quieren que haga. »—Desde luego. Es muy natural que la promesa de secreto que le hemos exigido despierte su curiosidad. No tengo intención de comprometerle en nada sin antes habérselo explicado todo. Supongo que estamos completamente a salvo de oídos indiscretos. »—Por completo. »—Entonces, el asunto es el siguiente: probablemente está usted enterado de que la tierra de batán es un producto valioso que solo se encuentra en uno o dos lugares de Inglaterra. »—Eso he oído. »—Hace algún tiempo adquirí una pequeña propiedad, muy pequeña, a diez millas de Reading, y tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos había un yacimiento de tierra de batán. Sin embargo, al examinarlo comprobé que se trataba de un yacimiento relativamente pequeño, pero que formaba como un puente entre otros dos, mucho mayores, situados en terrenos de mis vecinos. Esta buena gente ignoraba por completo que su tierra contuviera algo prácticamente tan valioso como una mina de oro. Naturalmente, me interesaba comprar sus tierras antes de que descubrieran su auténtico valor; pero, por desgracia, carecía de capital para hacerlo. Confié el secreto a unos pocos amigos y estos propusieron explotar, sin que nadie se enterara, nuestro pequeño yacimiento, y de ese modo reunir el dinero que nos permitiría comprar los campos vecinos. Así lo hemos venido haciendo desde hace algún tiempo, y para ayudarnos en nuestro trabajo instalamos una prensa hidráulica. Esta prensa, como ya le he explicado, se ha estropeado, y deseamos que usted nos aconseje al respecto. Sin embargo, guardamos nuestro secreto celosamente, y si se llegara a saber que a nuestra casa vienen ingenieros hidráulicos, alguien podría sentirse curioso; y si salieran a relucir los hechos, adiós a la posibilidad de hacernos con los campos y llevar a cabo nuestros planes. Por eso le he hecho prometer que no le dirá a nadie que esta noche va a ir a Eyford. Espero haberme explicado con claridad. »—He comprendido perfectamente —dije—. Lo único que no acabo de entender es para qué les sirve una prensa hidráulica en la extracción de la tierra, que, según tengo entendido, se extrae como grava de un pozo. »—¡Ah! —dijo como sin darle importancia—. Es que tenemos métodos propios. Comprimimos la tierra en forma de ladrillos para así poder sacarlos sin que se sepa qué son. Pero esos son detalles sin importancia. Ahora ya se lo he revelado todo, señor Hatherley, demostrándole que confío en usted —y mientras hablaba se levantó—. Así pues, le espero en Eyford a las once y cuarto. »—Estaré allí sin falta. »—Y no le diga una palabra a nadie. »Me dirigió una última mirada, larga e inquisitiva, y después, estrechándome la mano con un apretón frío y húmedo, salió con prisas del despacho. »Pues bien, cuando me puse a pensar en todo aquello con la cabeza fría, me sorprendió mucho, como podrán ustedes comprender, este repentino trabajo que se me había encomendado. Por una parte, como es natural, estaba contento, porque los honorarios eran, como mínimo, diez veces superiores a lo que yo habría pedido de haber tenido que poner precio a mis propios servicios, y era posible que a consecuencia de este encargo me surgieran otros. Pero por otra parte, el aspecto y los modales de mi cliente me habían causado una desagradable impresión, y no acababa de convencerme de que su explicación sobre el asunto de la tierra bastara para justificar el hacerme ir a medianoche y su machacona insistencia en que no le hablara a nadie del trabajo. Sin embargo, acabé por disipar todos mis temores, me tomé una buena cena, cogí un coche para Paddington y emprendí el viaje, habiendo obedecido al pie de la letra la orden de contener la lengua. »En Reading tuve que cambiar no solo de tren, sino también de estación, pero llegué a tiempo de coger el último tren a Eyford, a cuya estación, mal iluminada, llegamos pasadas las once. Fui el único pasajero que se apeó allí, y en el andén no había nadie, a excepción de un mozo medio dormido con un farol. Sin embargo, al salir por la puerta vi a mi conocido de por la mañana, que me esperaba entre las sombras al otro lado de la calle. Sin decir una palabra, me cogió del brazo y me hizo entrar a toda prisa en un coche que aguardaba con la puerta abierta. Levantó la ventanilla del otro lado, dio unos golpecitos en la madera y salimos a toda la velocidad de que era capaz el caballo. —¿Un solo caballo? —interrumpió Holmes. —Sí, solo uno. —¿Se fijó usted en el color? —Lo vi a la luz de los faroles cuando subía al coche. Era castaño. —¿Parecía cansado o estaba fresco? —Oh, fresco y reluciente. —Gracias. Lamento haberle interrumpido. Por favor, continúe su interesantísima exposición. —Como le decía, salimos disparados y rodamos durante una hora por lo menos. El coronel Lysander Stark había dicho que estaba a solo siete millas, pero, a juzgar por la velocidad que parecíamos llevar y por el tiempo que duró el trayecto, yo diría que más bien eran doce. Permaneció durante todo el tiempo sentado a mi lado sin decir palabra; y más de una vez, al mirar en su dirección, me di cuenta de que él me miraba con gran intensidad. Las carreteras rurales no parecían encontrarse en muy buen estado en esa parte del mundo, porque dábamos terribles botes y bandazos. Intenté mirar por las ventanillas para ver por dónde íbamos, pero eran de cristal esmerilado y no se veía nada, excepto alguna luz borrosa y fugaz de vez en cuando. En un par de ocasiones, aventuré algún comentario para romper la monotonía del viaje, pero el coronel me respondió solo con monosílabos, y pronto decaía la conversación. Por fin, el traqueteo del camino fue sustituido por la lisa uniformidad de un sendero de grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysander Stark saltó del coche y, cuando yo me apeé tras él, me arrastró rápidamente hacia un porche que se abría ante nosotros. Podría decirse que pasamos directamente del coche al vestíbulo, de modo que no pude echar ni un vistazo a la fachada de la casa. En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró de golpe a nuestras espaldas, y oí el lejano traqueteo de las ruedas del coche, que se alejaba. »El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo, y el coronel buscó a tientas unas cerillas, murmurando en voz baja. De pronto se abrió una puerta al otro extremo del pasillo y un largo rayo de luz dorada se proyectó hacia nosotros. Se hizo más ancho y apareció una mujer con un farol en la mano, levantándolo por encima de la cabeza y adelantando la cara para mirarnos. Pude observar que era bonita, y por el brillo que provocaba la luz en su vestido negro comprendí que la tela era de calidad. Dijo unas pocas palabras en un idioma extranjero, que por el tono parecían una pregunta, y cuando mi acompañante respondió con un ronco monosílabo, se llevó tal sobresalto que casi se le cae el farol de la mano. El coronel Stark corrió hacia ella, le susurró algo al oído y luego, tras empujarla a la habitación de donde había salido, volvió hacia mí con el farol en la mano. »—¿Tendría usted la amabilidad de aguardar en esta habitación unos minutos? —dijo, abriendo otra puerta. Era una habitación pequeña y recogida, y estaba amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, sobre la cual había unos cuantos libros en alemán. El coronel Stark colocó el farol encima de un armonio situado junto a la puerta. —No le haré esperar casi nada —dijo, desapareciendo en la oscuridad. »Eché una ojeada a los libros que había en la mesa y, a pesar de mi desconocimiento del alemán, pude darme cuenta de que dos de ellos eran tratados científicos y los demás eran de poesía. Me acerqué a la ventana con la esperanza de ver algo del campo, pero estaba cerrada con postigos de roble y barras de hierro. Reinaba en la casa un silencio sepulcral. En algún lugar del pasillo se oía el sonoro tic tac de un viejo reloj, pero por lo demás el silencio era de muerte. Empezó a apoderarse de mí una vaga sensación de inquietud. ¿Quiénes eran aquellos alemanes y qué hacían, viviendo en aquel lugar extraño y apartado? ¿Y dónde estábamos? A unas millas de Eyford, eso era todo lo que sabía, pero ignoraba si al Norte, al Sur, al Este o al Oeste. Por otra parte, Reading y posiblemente otras poblaciones de cierto tamaño se hallaban dentro de aquel radio, por lo que cabía la posibilidad de que la casa no estuviera tan aislada después de todo. Sin embargo, el absoluto silencio no dejaba lugar a dudas de que nos encontrábamos en el campo. Me paseé de un lado a otro de la habitación, tarareando una canción entre dientes para elevar los ánimos, y sintiendo que me estaba ganando a fondo mis honorarios de cincuenta guineas. »De pronto, sin ningún sonido preliminar en medio del silencio absoluto, la puerta de mi habitación se abrió lentamente. La mujer apareció en el hueco, con la oscuridad del vestíbulo a sus espaldas y la luz amarilla de mi farol cayendo sobre su hermoso y angustiado rostro. Se notaba a primera vista que estaba enferma de miedo, y el advertirlo me provocó escalofríos. Levantó un dedo tembloroso para advertirme que guardara silencio y me susurró algunas palabras en inglés defectuoso, mientras sus ojos miraban, como los de un caballo asustado, a la oscuridad que tenía detrás. »—Yo que usted me iría —dijo, me pareció que haciendo un gran esfuerzo por hablar con calma—. Yo me iría. No me quedaría aquí. No es bueno para usted. »—Pero, señora —dije—, aún no he hecho lo que vine a hacer. No puedo marcharme en modo alguno hasta haber visto la máquina. »—No vale la pena que espere —continuó—. Puede salir por la puerta; nadie se lo impedirá —y entonces, viendo que yo sonreía y negaba con la cabeza, abandonó de pronto toda reserva y avanzó un paso con las manos entrelazadas—. ¡Por amor de Dios! —susurró—. ¡Salga de aquí antes de que sea demasiado tarde! »Pero yo soy algo testarudo por naturaleza, y basta que un asunto presente algún obstáculo para que sienta más ganas de meterme en él. Pensé en mis cincuenta guineas, en el fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Y todo aquello por nada? ¿Por qué habría de escaparme sin haber realizado mi trabajo y sin la paga que me correspondía? Aquella mujer, por lo que yo sabía, bien podía estar loca. Así que, con una expresión firme, aunque su comportamiento me había afectado más de lo que estaba dispuesto a confesar, volví a negar con la cabeza y declaré mi intención de quedarme donde estaba. Ella estaba a punto de insistir en sus súplicas cuando sonó un portazo en el piso de arriba y se oyó ruido de pasos en las escaleras. La mujer escuchó un instante, levantó las manos en un gesto de desesperación y se esfumó tan súbita y silenciosamente como había venido. »Los que venían eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y rechoncho, con una barba que parecía una piel de chinchilla creciendo entre los pliegues de su papada, que me fue presentado como el señor Ferguson. »—Este es mi secretario y administrador —dijo el coronel—. Por cierto, tenía la impresión de haber dejado esta puerta cerrada. Le habrá entrado frío. »—Al contrario —dije yo—. La abrí yo porque me sentía un poco agobiado. »Me dirigió una de sus miradas recelosas. »—En tal caso —dijo—, quizá lo mejor sea poner manos a la obra. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina. »—Tendré que ponerme el sombrero. »—Oh, no hace falta, está en la casa. »—¿Cómo? ¿Extraen ustedes la tierra en la casa? »—No, no, aquí solo la comprimimos. Pero no se preocupe. Lo único que queremos es que examine la máquina y nos diga lo que anda mal. »Subimos juntos al piso de arriba, primero el coronel con la lámpara, después el obeso administrador, y yo cerrando la marcha. La casa era un verdadero laberinto, con pasillos, corredores, estrechas escaleras de caracol y puertecillas bajas, con los umbrales desgastados por las generaciones que habían pasado por ellas. Por encima de la planta baja no había alfombras ni rastro de muebles, el revoque se desprendía de las paredes y la humedad producía manchones verdes y malsanos. Procuré adoptar un aire tan despreocupado como me fue posible, pero no había olvidado las advertencias de la mujer, a pesar de no haber hecho caso de ellas, y no quitaba ojo de encima a mis dos acompañantes. Ferguson parecía un hombre huraño y callado, pero, por lo poco que había dicho, pude notar que por lo menos era un compatriota. »Por fin, el coronel Lysander Stark se detuvo ante una puerta baja y abrió el cierre. Daba a un cuartito cuadrado en el que apenas había sitio para los tres. Ferguson se quedó fuera y el coronel me hizo entrar. »—Ahora —dijo— estamos dentro de la prensa hidráulica, y sería bastante desagradable que alguien la pusiera en funcionamiento. El techo de este cuartito es, en realidad, el extremo del émbolo, que desciende sobre este suelo metálico con una fuerza de muchas toneladas. Ahí fuera hay pequeñas columnas hidráulicas laterales, que reciben la fuerza y la transmiten y multiplican de la manera que usted sabe. La verdad es que la máquina funciona, pero con cierta rigidez, y ha perdido un poco de fuerza. ¿Tendrá usted la amabilidad de echarle un vistazo y explicarnos cómo podemos arreglarla? »Cogí la lámpara de su mano y examiné a conciencia la máquina. Era verdaderamente gigantesca y capaz de ejercer una presión enorme. Sin embargo, cuando salí y accioné las palancas de control, supe al instante, por el siseo que producía, que existía una pequeña fuga de agua por uno de los cilindros laterales. Un nuevo examen reveló que una de las bandas de caucho que rodeaban la cabeza de un eje se había encogido y no llenaba del todo el tubo por el que se deslizaba. Aquella, evidentemente, era la causa de la pérdida de potencia y así se lo hice ver a mis acompañantes, que escucharon con gran atención mis palabras e hicieron varias preguntas de tipo práctico sobre el modo de corregir la avería. Después de explicárselo con toda claridad, volví a entrar en la cámara de la máquina y le eché un buen vistazo para satisfacer mi propia curiosidad. Se notaba a primera vista que la historia de la tierra de batán era pura fábula, porque sería absurdo utilizar una máquina tan potente para unos fines tan inadecuados. Las paredes eran de madera, pero el suelo era una gran plancha de hierro, y cuando me agaché a examinarlo pude advertir una capa de sedimento metálico por toda su superficie. Estaba en cuclillas, rascándolo para ver qué era exactamente, cuando oí mascullar una exclamación en alemán y vi el rostro cadavérico del coronel, que me miraba desde arriba. »—¿Qué está usted haciendo? —preguntó. »Yo estaba irritado por haber sido engañado con una historia tan descabellada como la que me había contado, y contesté: »—Estaba admirando su tierra de batán. Creo que podría aconsejarle mejor acerca de su máquina si conociera el propósito exacto para el que la utiliza. »En el mismo instante de pronunciar aquellas palabras, lamenté haber hablado con tanto atrevimiento. Su expresión se endureció y en sus ojos se encendió una luz siniestra. »—Muy bien —dijo—. Va usted a saberlo todo acerca de la máquina. »Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla e hizo girar la llave en la cerradura. Yo me lancé sobre la puerta y tiré del picaporte, pero estaba bien trabado y la puerta resistió todas mis patadas y empujones. »—¡Oiga! —grité—. ¡Eh, coronel! ¡Déjeme salir! »Y entonces, en el silencio de la noche, oí de pronto un sonido que me puso el corazón en la boca. Era el chasquido de las palancas y el siseo del cilindro defectuoso. Habían puesto en funcionamiento la máquina. La lámpara seguía en el suelo, donde yo la había dejado para examinar el piso. A su luz pude ver que el techo negro descendía sobre mí, despacio y con sacudidas, pero, como yo sabía mejor que nadie, con una fuerza que en menos de un minuto me reduciría a una pulpa informe. Me arrojé contra la puerta gritando y ataqué la cerradura con las uñas. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el implacable chasquido de las palancas ahogó mis gritos. El techo ya solo estaba a uno o dos palmos por encima de mi cabeza, y levantando la mano podía palpar su dura y rugosa superficie. Entonces se me ocurrió de pronto que mi muerte sería más o menos dolorosa según la posición en que me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, el peso caería sobre mi columna vertebral, y me estremecí al pensar en el terrible crujido. Tal vez fuera mejor ponerse al revés, pero ¿tendría la suficiente sangre fría para quedarme tumbado, viendo descender sobre mí aquella mortífera sombra negra? Ya me resultaba imposible permanecer de pie, cuando mis ojos captaron algo que inyectó en mi corazón un chorro de esperanza. »Ya he dicho que, aunque el suelo y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al echar una última y urgente mirada a mi alrededor, descubrí una fina línea de luz amarillenta entre dos de las tablas, que se iba ensanchando cada vez más al retirarse hacia atrás un pequeño panel. Durante un instante, casi no pude creer que allí se abría una puerta por la que podría escapar de la muerte. Pero al instante siguiente me lancé a través de ella y caí, casi desmayado, al otro lado. El panel se había vuelto a cerrar detrás de mí, pero el crujido de la lámpara y, unos instantes después, el choque de las dos planchas de metal, me hicieron comprender por qué poco había escapado. »Un frenético tirón de la muñeca me hizo volver en mí, y me encontré caído en el suelo de piedra de un estrecho pasillo. Una mujer se inclinaba sobre mí y tiraba de mi brazo con la mano izquierda, mientras sostenía una vela en la derecha. Era la misma buena amiga cuyas advertencias había rechazado tan estúpidamente. »—¡Vamos! ¡Vamos! —me gritaba sin aliento—. ¡Estarán aquí dentro de un momento! ¡Verán que no está usted ahí! ¡No pierda un tiempo tan precioso! ¡Venga! »Al menos esta vez no me burlé de sus consejos. Me puse en pie, un poco tambaleante, y corrí con ella por el pasillo, bajando luego por una escalera de caracol que conducía a otro corredor más ancho. Justo cuando llegábamos a este, oímos ruido de pies que corrían y gritos de dos voces, una de ellas respondiendo a la otra, en el piso en el que estábamos y en el de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor como sin saber qué hacer. Entonces abrió una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana se veía brillar la luna. »—¡Es su única oportunidad! —dijo—. Está bastante alto, pero quizás pueda saltar. »Mientras ella hablaba, apareció una luz en el extremo opuesto del corredor y vi la flaca figura del coronel Lysander Stark corriendo hacia nosotros con un farol en una mano y un arma parecida a una cuchilla de carnicero en la otra. Atravesé corriendo la habitación, abrí la ventana y miré al exterior. ¡Qué tranquilo, acogedor y saludable se veía el jardín a la luz de la luna! Y no podía estar a más de diez metros de distancia hacia abajo. Me encaramé al antepecho, pero no me decidí a saltar hasta haber oído lo que sucedía entre mi salvadora y el rufián que me perseguía. Si intentaba maltratarla, estaba decidido a volver en su ayuda, costara lo que costara. Apenas había tenido tiempo de pensar esto cuando él llegó a la puerta, apartando de un empujón a la mujer; pero ella le echó los brazos al cuello e intentó detenerlo. »—¡Fritz! ¡Fritz! —gritaba en inglés—. Recuerda lo que me prometiste después de la última vez. Dijiste que no volvería a ocurrir. ¡No dirá nada! ¡De verdad que no dirá nada! »—¡Estás loca, Elise! —grito él, forcejeando para desembarazarse de ella—. ¡Será nuestra ruina! Este hombre ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo! »La arrojó a un lado y, corriendo a la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo me había descolgado y estaba agarrado con los dedos a la ranura de la ventana, con las manos sobre el alféizar, cuando cayó el golpe. Sentí un dolor apagado, mi mano se soltó y caí al jardín. »La caída fue violenta, pero no sufrí ningún daño. Me incorporé, pues, y corrí entre los arbustos tan deprisa como pude, pues me daba cuenta de que aún no estaba fuera de peligro, ni mucho menos. Pero de pronto, mientras corría, se apoderó de mí un terrible mareo y casi me desmayé. Me miré la mano, que palpitaba dolorosamente, y entonces vi por vez primera que me habían cortado el dedo pulgar y que la sangre brotaba a chorros de la herida. Intenté vendármela con un pañuelo, pero entonces sentí un repentino zumbido en los oídos y al instante siguiente caí desvanecido entre los rosales. »No podría decir cuánto tiempo permanecí inconsciente. Tuvo que ser bastante, porque cuando recobré el sentido la luna se había ocultado y empezaba a despuntar la mañana. Tenía las ropas empapadas de rocío y la manga de la chaqueta toda manchada de sangre de la herida. El dolor de la misma me hizo recordar en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me puse en pie de un salto, con la sensación de que aún no me encontraba a salvo de mis perseguidores. Pero me llevé una gran sorpresa al mirar a mi alrededor y comprobar que no había ni rastro de la casa ni del jardín. Había estado tumbado en un rincón del seto, al lado de la carretera, y un poco más abajo había un edificio largo, que al acercarme a él resultó ser la misma estación a la que había llegado la noche antes. De no ser por la fea herida de mi mano, habría pensado que todo lo ocurrido durante aquellas terribles horas había sido una pesadilla. »Medio atontado, llegué a la estación y pregunté por el tren de la mañana. Salía uno para Reading en menos de una hora. Vi que estaba de servicio el mismo mozo que había visto al llegar. Le pregunté si había oído alguna vez hablar del coronel Lysander Stark. El nombre no le decía nada. ¿Se había fijado, la noche anterior, en el coche que me esperaba? No, no se había fijado. ¿Había una comisaría de policía cerca de la estación? Había una, a unas tres millas. »Era demasiado lejos para mí, con lo débil y maltrecho que estaba. Decidí esperar hasta llegar a Londres para contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué; fui antes que nada a que me curaran la herida, y luego el doctor tuvo la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos, y haré exactamente todo lo que usted me aconseje. Ambos guardamos silencio durante unos momentos después de escuchar este extraordinario relato. Entonces Sherlock Holmes cogió de un estante uno de los voluminosos libros en los que guardaba sus recortes. —Aquí hay un anuncio que probablemente le interese —dijo—. Apareció en todos los periódicos hace aproximadamente un año. Escuche: «Desaparecido el 9 del corriente, el señor Jeremiah Hayling, ingeniero hidráulico de 26 años. Salió de su domicilio a las diez de la noche y no se le ha vuelto a ver. Vestía…», etcétera. ¡Ajá! Imagino que esta fue la última vez que el coronel tuvo necesidad de reparar su máquina. —¡Cielo santo! —exclamó mi paciente—. ¡Eso explica lo que dijo la mujer! —Sin duda alguna. Es evidente que el coronel es un hombre frío y temerario, absolutamente decidido a que nada se interponga en su juego, como aquellos piratas desalmados que no dejaban supervivientes en los barcos que abordaban. Bueno, no hay tiempo que perder, así que, si se siente usted capaz, nos pasaremos ahora mismo por Scotland Yard, como paso previo a nuestra visita a Eyford. Unas tres horas después, nos encontrábamos todos en el tren que salía de Reading con destino al pueblecito de Berkshire. «Todos» éramos Sherlock Holmes, el ingeniero hidráulico, el inspector Bradstreet, de Scotland Yard, un policía de paisano y yo. Bradstreet había desplegado sobre el asiento un mapa militar de la región y estaba muy ocupado con sus compases trazando un círculo con Eyford como centro. —Aquí lo tienen —dijo—. Este círculo tiene un radio de diez millas a partir del pueblo. El sitio que buscamos tiene que estar en algún punto cercano a esta línea. Dijo usted diez millas, ¿no es así, señor? —Fue un trayecto de una hora, a buena velocidad. —¿Y piensa usted que lo trajeron de vuelta mientras se encontraba inconsciente? —Tuvo que ser así. Conservo un vago recuerdo de haber sido levantado y llevado a alguna parte. —Lo que no acabo de entender —dije yo— es por qué no lo mataron cuando lo encontraron sin sentido en el jardín. Puede que el asesino se ablandara ante las súplicas de la mujer. —No parece probable. Jamás en mi vida vi un rostro tan implacable. —Bueno, pronto aclararemos eso —dijo Bradstreet—. Y ahora, una vez trazado el círculo, me gustaría saber en qué punto del mismo podremos encontrar a la gente que andamos buscando. —Creo que podría señalarlo con el dedo —dijo Holmes tranquilamente. —¡Válgame Dios! —exclamó el inspector—. ¡Ya se ha formado una opinión! Está bien, veamos quién está de acuerdo. Yo digo que está al Sur, porque la región está menos poblada por esa parte. —Y yo digo que al Este —dijo mi paciente. —Yo voto por el Oeste —apuntó el policía de paisano—. Por esa parte hay varios pueblecitos muy tranquilos. —Y yo voto por el Norte —dije yo—, porque por ahí no hay colinas, y nuestro amigo ha dicho que no observó que el coche pasara por ninguna. —Bueno —dijo el inspector echándose a reír—. No puede haber más diversidad de opiniones. Hemos recorrido toda la brújula. ¿A quién apoya usted con el voto decisivo? —Todos se equivocan. —Pero no es posible que nos equivoquemos todos. —Oh, sí que lo es. Yo voto por este punto —y colocó el dedo en el centro del círculo—. Aquí es donde los encontraremos. —¿Y el recorrido de doce millas? —alegó Hatherley. —Seis de ida y seis de vuelta. No puede ser más sencillo. Usted mismo dijo que el caballo se encontraba fresco y reluciente cuando usted subió al coche. ¿Cómo podía ser eso si había recorrido doce millas por caminos accidentados? —Desde luego, es un truco bastante verosímil —comentó Bradstreet, pensativo—. Y, por supuesto, no hay dudas sobre a qué se dedica la banda. —Absolutamente ninguna —corroboró Holmes—. Son falsificadores de moneda a gran escala, y utilizan la máquina para hacer la amalgama con la que sustituyen la plata. —Hace bastante tiempo que sabemos de la existencia de una banda muy hábil —dijo el inspector—. Están poniendo en circulación monedas de media corona a millares. Les hemos seguido la pista hasta Reading, pero no pudimos pasar de ahí; han borrado sus huellas de una manera que indica que se trata de verdaderos expertos. Pero ahora, gracias a este golpe de suerte, creo que les echaremos el guante. Pero el inspector se equivocaba, porque aquellos criminales no estaban destinados a caer en manos de la justicia. Cuando entrábamos en la estación de Eyford vimos una gigantesca columna de humo que ascendía desde detrás de una pequeña arboleda cercana, cerniéndose sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz. —¿Un incendio en una casa? —preguntó Bradstreet, mientras el tren arrancaba de nuevo para seguir su camino. —Sí, señor —dijo el jefe de estación. —¿A qué hora se inició? —He oído que durante la noche, señor, pero ha ido empeorando y ahora toda la casa está en llamas. —¿De quién es la casa? —Del doctor Becher. —Dígame —interrumpió el ingeniero—, ¿este doctor Becher es alemán, muy flaco y con la nariz larga y afilada? El jefe de estación se echó a reír de buena gana. —No, señor; el doctor Becher es inglés, y no hay en toda la parroquia un hombre con el chaleco mejor forrado. Pero en su casa vive un caballero, creo que un paciente, que sí que es extranjero y al que, por su aspecto, no le vendría mal un buen filete de Berkshire. Aún no había terminado de hablar el jefe de estación y ya todos corríamos en dirección al incendio. La carretera remontaba una pequeña colina, y desde lo alto pudimos ver frente a nosotros un gran edificio encalado que vomitaba llamas por todas sus ventanas y aberturas, mientras en el jardín tres bombas de incendios se esforzaban en vano por dominar el fuego. —¡Esa es! —gritó Hatherley, tremendamente excitado—. ¡Ahí está el sendero de grava, y esos son los rosales donde me caí! Aquella ventana del segundo piso es desde donde salté. —Bueno, por lo menos ha conseguido usted vengarse —dijo Holmes—. No cabe duda de que fue su lámpara de aceite, al ser aplastada por la prensa, la que prendió fuego a las paredes de madera; pero ellos estaban tan ocupados persiguiéndole que no se dieron cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos, por si puede reconocer entre toda esa gente a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que a estas horas se encuentran por lo menos a cien millas de aquí. Los temores de Holmes se vieron confirmados, porque hasta la fecha no se ha vuelto a saber ni una palabra de la hermosa mujer, el siniestro alemán y el sombrío inglés. A primera hora de aquella mañana, un campesino se había cruzado con un coche que rodaba apresuradamente en dirección a Reading, cargado con varias personas y varias cajas muy voluminosas, pero allí se perdió la pista de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de descubrir el menor indicio de su paradero. Los bomberos se sorprendieron mucho ante los extraños dispositivos que encontraron en la casa, y aún más al descubrir un pulgar humano recién cortado en el alféizar de una ventana del segundo piso. Hacia el atardecer sus esfuerzos dieron por fin resultados y lograron dominar el fuego, pero no sin que antes se desplomara el tejado y la casa entera quedara tan absolutamente reducida a ruinas que, exceptuando algunos cilindros retorcidos y algunas tuberías de hierro, no quedaba ni rastro de la maquinaria que tan cara había costado a nuestro desdichado ingeniero. En un cobertizo adyacente se encontraron grandes cantidades de níquel y estaño, pero ni una sola moneda, lo cual podría explicar aquellas cajas tan abultadas que ya hemos mencionado. La manera en que nuestro ingeniero hidráulico fue trasladado desde el jardín hasta el punto donde recuperó el conocimiento habría quedado en el misterio de no ser por el mantillo del jardín, que nos reveló una sencilla historia. Era evidente que había sido transportado por dos personas, una de ellas con los pies muy pequeños, y la otra, con pies extraordinariamente grandes. En conjunto, parecía bastante probable que el silencioso inglés, menos audaz o menos asesino que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a trasladar al hombre inconsciente fuera del peligro. —¡Bonito negocio he hecho! —dijo nuestro ingeniero en tono de queja mientras ocupábamos nuestros asientos para regresar a Londres—. He perdido un dedo, he perdido unos honorarios de cincuenta guineas… ¿y qué es lo que he ganado? —Experiencia —dijo Holmes, echándose a reír—. En cierto modo, puede resultarle muy valiosa. No tiene más que ponerla en forma de palabras para ganarse una reputación de persona interesante para el resto de su vida. EL HOMBRE ENCORVADO Sucedió una noche de verano, unos meses después de mi matrimonio; yo estaba sentado junto a la chimenea fumándome una última pipa y cabeceando sobre una novela, porque había tenido un día de trabajo agotador. Mi mujer ya se había retirado, y el ruido de la puerta principal al cerrarse un momento antes me indicó que los sirvientes también se habían retirado. Me levanté del asiento y, cuando ya estaba vaciando la ceniza de la pipa en el cenicero, de repente oí que llamaban repetidamente a la puerta. Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. No podía tratarse de una visita a tales horas. Evidentemente era un paciente, lo que posiblemente me supondría una noche en vela. Con una expresión malhumorada en el rostro fui al hall y abrí la puerta. Para mi asombro, era Sherlock Holmes quien se encontraba ante mí en el umbral. —¡Ah, Watson! —dijo—. Esperaba que no fuera demasiado tarde para cogerle todavía despierto. —Mi querido amigo, pase, por favor. —Parece sorprendido, ¡y no me extraña! Aliviado, también, me imagino. ¡Hum!, así que sigue usted fumando la misma mezcla de tabaco Arcadia de sus días de soltero. Esa esponjosa ceniza esparcida sobre su batín no deja lugar a dudas. Se adivina fácilmente que se acostumbró al uniforme, Watson; nunca será considerado como un ciudadano de buena familia, mientras no pierda la costumbre de llevar el pañuelo en la manga. ¿Podría alojarme esta noche? —Con mucho gusto. —Me dijo que disponía de espacio como para alojar a un soltero, y veo que por el momento no tiene a ningún caballero de visita; por lo menos eso es lo que está proclamando su perchero. —Me encantaría que se quedara. —Gracias. Ocuparé, pues, la percha vacía. Siento ver que ha tenido a algún tipo de operario británico trabajando en la casa. Son un símbolo de desgracia. Espero que no sean las cañerías. —No, el gas. —¡Ah! Ha dejado dos huellas de los clavos de sus botas en el linóleo; se ven ahí, donde le da la luz. No, gracias, cené algo en Waterloo; pero con mucho gusto me fumaría una pipa con usted. Le ofrecí mi petaca y, sentándose frente a mí, fumó un rato en silencio. Yo era totalmente consciente de que nada, salvo un asunto de importancia, le hubiera hecho venir a verme a tales horas, conque esperé con paciencia hasta que tuviera a bien tocar el asunto. —Veo que se encuentra ahora bastante ocupado profesionalmente —dijo, mirándome profundamente. —Sí, he tenido un día muy ocupado —contesté—. Puede parecerle una locura —añadí—, pero no sé realmente cómo ha podido deducirlo. Holmes se rió entre dientes. —Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson —dijo—. Cuando tiene que hacer pocas visitas, va usted a pie y, cuando tiene muchas, utiliza un coche de punto. Al ver que sus botas, aunque usadas, no están sucias en absoluto, no me cabe duda de que en este momento está usted lo suficientemente ocupado para que el uso del coche de punto quede justificado. —¡Excelente! —exclamé. —Elemental —dijo él—. Se trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir un efecto que parezca extraordinario a su vecino, solo porque a este último se le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción. Lo mismo puede decirse, mi querido amigo, de algunas de esas pequeñas crónicas que usted escribe: tienen un efecto totalmente engañoso, dependiendo, como depende, de que usted se reserva para sí algunos factores del problema sin llegar a compartirlos nunca con el lector. En este momento me encuentro en la posición de esos mismos lectores, ya que tengo en las manos varios hilos de uno de los más extraños casos que jamás hayan dejado perpleja a una mente humana y, sin embargo, me faltan esos dos o tres que son totalmente necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré! Le brillaron los ojos y un ligero rubor coloreó sus mejillas. Por un instante, solo por un instante, había levantado el velo, dejando al descubierto su profunda, su intensa naturaleza. Cuando le miré de nuevo, su cara había vuelto a tomar esa compostura de indio piel roja que hacía que tantos le consideraran más como una máquina que como un ser humano. —El problema presenta características de interés —dijo—; incluso diría que cuenta con características de un interés fuera de lo corriente. Y he estudiado el asunto y por el momento no le he encontrado una solución. Si usted pudiera acompañarme a dar este último paso, me prestaría una gran ayuda. —Me encantaría. —¿Podría acercarse mañana hasta Aldershot? —Jackson, sin duda, se hará cargo de mi clientela. —Muy bien. Quiero tomar el tren que sale a las once y diez de Waterloo. —Me dará tiempo. —Entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un breve resumen de lo que se ha logrado y de lo que queda por hacer. —Tenía sueño antes de que usted llegara. Ahora estoy bastante despierto. —Resumiré la historia todo lo que se pueda sin omitir nada que sea vital al caso. Puede que incluso ya haya usted leído algo sobre el asunto. Se trata del supuesto asesinato del coronel Barclay, de los «Royal Mallows», en Aldershot, caso que estoy investigando. —No sé nada sobre ese asunto. —Todavía no ha atraído mucho la atención de la gente, salvo de un modo local. Los hechos datan de dos días atrás. Brevemente son estos: »El "Royal Mallows" es, como usted sabe, uno de los regimientos irlandeses más famosos del ejército británico. Hizo prodigios tanto en Crimea como en las insurrecciones de la India y desde entonces ha venido distinguiéndose cada vez que se le ha presentado la ocasión. Hasta el lunes por la noche estaba al mando de James Barclay, un valeroso veterano que inició su carrera como soldado raso y que ascendió al rango de oficial debido a la bravura que demostró con ocasión de las insurrecciones, llegando a mandar el regimiento en el que una vez había desfilado con el mosquetón al hombro. »El coronel Barclay había contraído matrimonio siendo sargento, y su mujer, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del ejército perteneciente al mismo cuerpo. Así pues, hubo, como puede imaginarse, cierto choque cuando la joven pareja (porque todavía eran jóvenes) se encontró en un nuevo medio social. Sin embargo, parece que no tardaron en adaptarse, y creo que la señora Barclay fue siempre muy bien aceptada entre las damas del regimiento, lo mismo que su marido lo era entre sus colegas oficiales. Puedo añadir que era una mujer de una gran belleza y que incluso ahora, cuando ya lleva casada más de treinta años, sigue teniendo una llamativa apariencia. »La vida familiar del coronel Barclay parece haber sido uniformemente feliz. El mayor Murphy, a quien debo la mayoría de los hechos con los que cuento, asegura que nunca ha habido una falta de entendimiento entre la pareja. En conjunto piensa que el afecto que Barclay sentía por su mujer era mayor que el que esta sentía por Barclay. En cuanto se separaba de ella un día se encontraba profundamente desasosegado. A ella, por otro lado, aunque le quería mucho y le era fiel, el cariño no le suponía ningún obstáculo. Pero en el regimiento se los consideraba como el verdadero modelo de pareja de mediana edad. No había nada en sus relaciones mutuas que pudiera preparar a la gente para la tragedia que se avecinaba. »El propio coronel Barclay parece haber tenido algunos rasgos singulares en su carácter. Su humor habitual era el de un viejo soldado jovial y dinámico, pero dicen que en alguna ocasión se mostró capaz de una violencia y un rencor considerables. No obstante, parece ser que nunca había mostrado con su mujer este lado de su carácter. Otro hecho que sorprendió al mayor Murphy y a tres de los cinco oficiales con los que hablé era el particular tipo de depresión que de vez en cuando le sobrevenía. Según la expresión del mayor, a menudo la sonrisa desaparecía de su boca, como arrebatada por una mano invisible, cuando se había unido a las bromas y chanzas de la mesa de oficiales. Durante días sin fin, cuando se sentía prisionero de este humor, se hundía en la más profunda melancolía. Esto y cierto matiz de superstición eran los únicos rasgos inusuales de su carácter que habían observado sus colegas oficiales. Esta última peculiaridad tomaba la forma de una profunda aversión a quedarse solo, especialmente después de anochecer. Esta pueril característica en una naturaleza como la suya, visiblemente varonil, había dado lugar a comentarios y conjeturas. »El primer batallón de los "Royal Mallows" (que es el antiguo 117) lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven en barracones, y el coronel, durante todo el tiempo que duró su cargo, ocupó una villa llamada Lachine, situada a media milla del North Camp. La casa tiene terreno propio a su alrededor, pero su parte oeste no se encuentra a más de treinta yardas de la carretera. La servidumbre está formada por un cochero y dos criadas. Estos, con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos ni solían alojar visitantes. »Paso ahora a narrarle lo que sucedió en Lachine entre las nueve y las diez de la noche del lunes pasado. »La señora Barclay pertenecía, según parece, a la Iglesia Católica y tenía mucho interés en la institución del Gremio de San Jorge, que se había formado en conexión con la Capilla de Watt Street, con el fin de suministrar a los pobres la ropa que otros desechaban. Aquella noche a las ocho tenía lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay se apresuró después de la cena a asistir a esta. El cochero la oyó, al salir, hacerle a su marido las observaciones de costumbre, asegurándole que en seguida estaría de vuelta. Tras esto fue a buscar a la señorita Morrison, una joven que vive en la villa de al lado, y las dos se encaminaron juntas hacia la reunión. Esta duró cuarenta minutos, y a las nueve y cuarto la señora Barclay volvió a casa, habiendo dejado al pasar a la señorita Morrison ante la puerta de la suya. »Hay en Lachine una habitación que se utiliza como cuarto para el desayuno. Da a la carretera y tiene una gran puerta de fuelle acristalada que se abre sobre el césped. Este tiene treinta yardas y solo está separado del camino por un bajo muro sobre el que han tendido un alambre. A esta habitación se dirigió la señora Barclay al volver a casa. Las persianas no estaban bajadas, porque la habitación rara vez se usaba por la noche, pero la señora Barclay encendió ella misma la lámpara, llamó después al timbre y le dijo a Jane Steward, la doncella, que le trajera una taza de té, lo cual era algo bastante opuesto a sus costumbres habituales. El coronel estaba sentado en el comedor, pero, al oír que su mujer había vuelto, fue a reunirse con ella en el cuarto de desayuno. El cochero le vio atravesar el hall y entrar en la habitación. Ya no volvieron a verle con vida. »El té que había pedido ella se le subió al cabo de diez minutos, pero la doncella, al acercarse a la puerta, se sorprendió al oír las voces de sus señores, quienes estaban teniendo un terrible altercado. Llamó a la puerta sin recibir contestación alguna, e incluso giró el pomo de la cerradura, pero solo para descubrir que estaba cerrada con llave por dentro. Como era natural, bajó corriendo a decírselo a la cocinera, y las dos mujeres y el cochero subieron al hall y escucharon la disputa, que seguía siendo tumultuosa. Todos están de acuerdo en que solo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. El tono de voz de Barclay era bajo y brusco, de modo que ninguno de los que estaban escuchando pudo oír nada de lo que dijo. El de su mujer, por otro lado, era más amargo y, cuando alzaba la voz, se le podía oír claramente: "Cobarde —repetía una y otra vez—. ¿Qué se puede hacer? Devuélveme mi vida. ¡Nunca volveré a respirar el mismo aire que tú respiras! ¡Cobarde! ¡Cobarde!". Estos eran retazos de su conversación, que terminó al lanzar el hombre un súbito y pavoroso grito y la mujer un chillido penetrante que retumbó por toda la casa. Convencido de que había sucedido alguna tragedia, el cochero se lanzó contra la puerta intentando forzarla, mientras dentro continuaban los chillidos. Le fue imposible, sin embargo, abrirse camino y las muchachas estaban demasiado asustadas para poder prestarle ninguna ayuda. No obstante, tuvo una idea repentina, salió corriendo por la puerta principal y rodeó el césped, llegando hasta el lugar al que se abría la puerta acristalada. Un lado de la puerta estaba abierto, lo cual, creo, es bastante normal en verano, y entró en la habitación sin dificultad. Su señora había dejado de gritar y se encontraba tendida inconsciente en un diván, mientras el infortunado militar, con los pies colgándole por encima del brazo del sillón y la cabeza en el suelo junto al guardafuegos de la chimenea, yacía muerto en medio de un charco formado por su propia sangre. »Lo primero que se le ocurrió al cochero, tras descubrir que no podía hacer nada por su amo, fue abrir la puerta. Pero aquí se le presentó una inesperada y singular dificultad. La llave no estaba puesta en la cerradura, ni pudo encontrarla en toda la habitación. Así pues, volvió a salir por la ventana y, tras pedir socorro a un policía y a un médico, volvió a la casa. La señora, sobre quien naturalmente recaían todas las sospechas, fue trasladada a su habitación, todavía inconsciente. Acomodaron el cuerpo del coronel sobre el sofá e hicieron un cuidadoso examen del escenario de la tragedia. »Se descubrió que la herida que había sufrido el coronel era un corte mellado, de dos pulgadas de largo, en la parte posterior de la cabeza, herida evidentemente causada al haberle asestado un golpe fuerte con algún tipo de arma contundente. No fue difícil adivinar qué arma podía haber sido. En el suelo, cerca del cuerpo, estaba tirado un peculiar garrote de madera labrada con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes países en los que había luchado, y la policía supone que el garrote se encontraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberlo visto antes, pero es posible que lo hayan pasado por alto entre las numerosas curiosidades que hay en la casa. Ninguna otra cosa de importancia descubrió la policía en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay, ni en el cuerpo de la víctima, ni en toda la habitación se encontró la llave que faltaba. Finalmente tuvo que abrir la puerta un cerrajero de Aldershot. »Así estaban las cosas, Watson, cuando el martes por la mañana, a petición del mayor Murphy, fui a Aldershot para ayudar a la policía en sus esfuerzos. Creo que reconocerá que el caso presentaba ya un cierto interés, pero en seguida mis observaciones me hicieron darme cuenta de que, en realidad, era todavía más extraordinario de lo que hubiera podido parecer a primera vista: »Antes de examinar la habitación, hice un interrogatorio cruzado a los criados, pero solo conseguí sacar los hechos que ya he dado a conocer. Jane Stewart, la doncella, recordó otro detalle de interés. Recordará que, al oír la disputa, ella bajó y volvió con los otros criados. Dice que, en ese momento, cuando estaba todavía sola, las voces de sus amos eran tan bajas que apenas oyó nada y más por sus tonos que por sus palabras juzgó que habían reñido. Sin embargo, al presionarla, recordó que había oído la palabra "David" pronunciada dos veces en boca de la dama. Este punto es de máxima importancia, ya que puede llevarnos hasta las razones de la inesperada disputa. El nombre del coronel, como recordará, era James. »Lo que más profundamente impresionó tanto a los criados como a la policía era la contorsión de la cara del coronel. Según sus declaraciones, esta se había quedado con la expresión de miedo y horror más espantosa que pueda manifestar un semblante humano. Más de uno se desmayó con solo verlo, de tan terrible como era el efecto que producía. Era casi seguro que había previsto su destino y que este le había causado el mayor de los horrores. Esto, por supuesto, encajaría totalmente con la teoría de la policía, si el coronel pudiera haber visto a su mujer atacarle con fines asesinos. Ni siquiera suponía una objeción fatal el hecho de que estuviera herido por detrás, ya que pudiera haberse vuelto para evitar el golpe. Ninguna información pudo conseguirse de la dama, que se encontraba en ese momento aquejada de un ataque agudo de encefalitis. »Supe por la policía que la señorita Morrison, quien, como recordará usted, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener conocimiento alguno sobre lo que hubiera podido provocar el mal humor con el que su compañera había vuelto a casa. «Habiendo recopilado estos hechos, Watson, me fumé varias pipas mientras los consideraba, tratando de separar los que eran cruciales de los que tan solo eran circunstanciales. No cabía duda de que la parte del caso más distintiva y sugestiva era la peculiar desaparición de la llave de la puerta. Una búsqueda minuciosa no había conseguido encontrarla en la habitación. Así pues, debían de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni su esposa podían haberla cogido. Esto estaba absolutamente claro. Por tanto, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esa tercera persona solo podía haber entrado por la ventana. Me pareció que un cuidadoso examen de la habitación y del césped posiblemente revelaría algunas huellas de esa misteriosa persona. Ya conoce usted mis métodos, Watson. No dejé ni uno solo sin utilizar en mi investigación, terminándola con el descubrimiento de ciertas huellas, aunque estas eran muy distintas a las que yo hubiera esperado. Hubo un hombre en la habitación y este cruzó el césped desde la carretera. Pude conseguir cinco claras huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto en donde había saltado el bajo muro; dos en el césped, y dos, muy débiles, en la vidriera de la ventana por la que había entrado. Aparentemente había cruzado el césped corriendo, porque las marcas de las punteras eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no era el hombre el que me sorprendía. Era su acompañante. —¡Su acompañante! Holmes sacó del bolsillo una hoja de papel de seda y la desenvolvió con cuidado sobre sus rodillas. —¿Qué opina de esto? El papel estaba cubierto de huellas de pisadas de algún animal pequeño. Tenía cinco holladuras bien marcadas, un indicio de uñas largas y toda la huella no sería más larga que una cuchara de postre. —Es un perro —dije yo. —¿Ha oído alguna vez que los perros se suban por las cortinas? Encontré huellas evidentes de que esta criatura había hecho tal cosa. —¿Un mono, entonces? —Pero esto no es la huella de un mono. —¿Qué puede ser, en ese caso? —Ni un perro, ni un gato, ni un mono, ni ninguna criatura que nos sea familiar. He intentado reconstruirla por las medidas. Aquí tiene cuatro huellas en las que el animal ha estado parado. Ya ve que no mide menos de quince pulgadas desde las patas delanteras a las traseras. Añádale a esto la longitud del cuello y la cabeza y tendrá una criatura de no mucho menos de dos pies de largo, posiblemente más si tiene cola. Pero ahora observe estas otras medidas. El animal ha estado moviéndose y aquí tenemos la medida de su zancada. En todos los casos no mide más de tres pulgadas. Esto nos da, como usted ve, una indicación de un cuerpo largo con unas cortas patas pegadas a este. No han tenido con nosotros la consideración de dejar tras de sí algún pelo de su cuerpo. Pero su aspecto general debe de ser como he indicado, puede subir por una cortina y es un carnívoro. —¿Cómo deduce esto? —Porque trepó por la cortina. En la ventana había colgada una jaula con un canario y su objetivo parece haber sido llegar hasta el pájaro. —¿Qué animal era entonces? —¡Ah! Si le pudiera dar un nombre, habría avanzado considerablemente hacia la resolución del caso. En conjunto era probablemente una criatura de la familia de la comadreja o del armiño, aunque todavía más larga que cualquiera de las que yo he visto. —¿Pero qué tiene que ver con el crimen? —También eso está todavía oscuro. Pero se dará usted cuenta de que hemos avanzado mucho. Sabemos que un hombre estuvo en la carretera observando la pelea de los Barclay: las persianas estaban subidas y la luz encendida. Sabemos también que atravesó el césped corriendo, entró en la habitación, acompañado por un extraño animal y que, o bien golpeó al coronel o, lo que es igualmente posible, que el coronel se desmayó de miedo al verlo, hiriéndose en la cabeza con una esquina del guardafuegos del hogar. Finalmente contamos con el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al abandonar el lugar. —Parece que sus descubrimientos han terminado por oscurecer el asunto más de lo que estaba —dije yo. —Bastante. Lo que sin duda han mostrado mis descubrimientos es que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó en un principio. He examinado detenidamente la cuestión y he llegado a la conclusión de que tengo que abordar el problema desde otro lado. Pero así, Watson, no le dejo irse a la cama cuando en realidad podría decirle todo esto mañana camino de Aldershot. —Gracias, pero ha ido demasiado lejos para detenerse ahora. —Estaba casi seguro de que cuando la señora Barclay salió de casa a las siete y media no estaba en absoluto reñida con su marido. Nunca se mostraba ostentosamente afectiva, como creo haber indicado ya, pero el cochero la oyó charlar con el coronel en términos amistosos. Ahora bien, es igualmente cierto que, inmediatamente después de su vuelta, se dirigió a la habitación en la que tenía menos posibilidades de ver a su marido, se refugió en una taza de té, como haría una mujer que se sintiera nerviosa y, finalmente, cuando él vino a su encuentro, estalló en violentas recriminaciones. Así pues, entre las siete y media y las nueve sucedió algo que había modificado completamente sus sentimientos hacia él. Pero la señorita Morrison estuvo con ella durante esa hora y media. Era absolutamente cierto que, pese a sus negativas, tenía que saber algo sobre el asunto. »Mi primera conjetura fue que posiblemente había habido alguna historia entre esa joven y el viejo soldado, historia que quizá esta última había confesado ahora a la mujer del coronel. Esto explicaría tanto el enfado con que había regresado la dama, como la negativa de la muchacha a que hubiera ocurrido algo. Tampoco sería totalmente incompatible con la mayoría de las palabras que se les había sorprendido diciendo. Pero estaba la referencia a David y estaba también el reconocido afecto que el coronel sentía por su mujer, hechos ambos que pesaban en contra de dicha conjetura; y ¿qué decir de la trágica intrusión del otro hombre, que, por supuesto, podría no tener conexión alguna con lo que había sucedido antes? No es fácil orientarse, pero en conjunto me incliné a desechar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Morrison, aunque estaba más convencido que nunca de que la joven tenía la pista que nos llevaría a descubrir qué era lo que había hecho que la señora Barclay empezara a odiar a su marido. Tomé, por tanto, la determinación de ir a ver a la señorita Morrison y explicarle que estaba perfectamente seguro de que ella conocía los hechos, asegurándole que, de no aclararse el asunto, su amiga, la señora Barclay, podría verse en el banquillo de los acusados con una pena capital sobre ella. »La señorita Morrison es una muchacha tímida, etérea, de ojos tímidos y cabello rubio; no encontré, sin embargo, que le faltara perspicacia y sentido común. Se sentó y recapacitó durante un rato después de que yo hubiera hablado y luego, volviéndose hacia mí con un enérgico aire de resolución, rompió a hablar haciendo una importante declaración, la cual resumiré en beneficio suyo. »—Prometí a mi amiga que no diría nada del asunto y una promesa es una promesa —dijo—. Pero, si de verdad puedo ayudarla cuando recae sobre ella una acusación tan seria y cuando la enfermedad, pobrecita, ha sellado su boca, en ese caso creo que no tengo por qué mantener mi promesa. Le diré exactamente lo que sucedió el lunes por la noche. Volvíamos de la misión de Watt Street a eso de las nueve menos cuarto. Teníamos que pasar en nuestro camino de vuelta por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Solo hay un farol en toda la calle, situado en el lado izquierdo y, al acercarnos a este, vi a un hombre que venía hacia nosotras; tenía la espalda muy encorvada y acarreaba algo parecido a una caja colgado de un hombro. Parecía deforme, porque llevaba la cabeza gacha y caminaba con las rodillas dobladas; íbamos a adelantarle, cuando alzó la vista hacia nosotras justo en el lugar alumbrado por el farol, y al hacerlo se detuvo y, con una voz espantosa, exclamó: "¡Dios mío, pero si es Nancy!" La señora Barclay se puso pálida y, de no haberla sujetado a tiempo aquella horrorosa criatura, hubiera caído desmayada. Iba yo a llamar a la policía, pero ella, para mi sorpresa, le habló de un modo bastante cortés: "Pensé que habías muerto hace treinta años, Henry", dijo con voz temblorosa. "Y así ha sido", dijo él, y fue algo horrible oír el tono en que lo dijo. Tenía un rostro oscuro, temible, y un brillo en los ojos que se me aparecen en sueños. El cabello y las patillas empezaban a blanquearle y tenía el rostro lleno de arrugas como una manzana seca. "Adelántate un poco, querida —dijo la señora Barclay—. Quiero tener unas palabras con este hombre. No hay nada que temer". Trataba de hablar con entereza, pero seguía estando muy pálida, y las palabras salían con dificultad de sus temblorosos labios. Hice lo que me dijo y hablaron durante unos minutos. Tras esto avanzó por la calle hacia mí con la mirada ardiente, y entonces vi al desgraciado tullido que, parado junto a la farola, agitaba en el aire sus puños cerrados con fuerza. Ella no dijo nada hasta que llegamos a mi puerta, cuando, cogiéndome de la mano, me rogó que no le contara a nadie lo que había sucedido."Es un viejo amigo mío que ha venido a menos", dijo. Tras prometerle que no se lo diría a nadie, me dio un beso y desde entonces no he vuelto a verla. Ahora ya le he contado toda la verdad y sepa usted que, si se lo oculté a la policía, fue porque no me di cuenta del peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que el que se sepa todo no puede ser sino un beneficio para ella. »Aquí estaba su declaración, Watson, y para mí, como usted puede imaginar, era como un poco de luz en una noche oscura. Todo lo que hasta entonces habían sido hechos sin conexión alguna empezaron a ocupar un lugar en una secuencia que yo comenzaba a vislumbrar. Obviamente, el siguiente paso que di fue buscar al hombre que había producido semejante impresión en la señora Barclay. No sería muy difícil encontrarlo, si todavía estaba en Aldershot. No tiene muchos habitantes y era bastante seguro que un hombre deforme hubiera atraído la atención. La búsqueda me llevó un día, y por la noche, esta misma noche, Watson, he dado con él. El hombre se llama Henry Wood y vive en una pensión, en la misma calle en que lo encontraron las damas. Solo lleva cinco días en el lugar. Haciéndome pasar por un agente de registros, tuve ocasión de cotillear un poco con la patrona. El hombre tiene el oficio de actor y prestidigitador, y anda por la noche de una cantina en otra representando su pequeño espectáculo. Acarrea en la caja cierta criatura que parecía causar no poca inquietud a la patrona. La usa, según esta, en algunos de sus trucos. Esto es lo que la mujer fue capaz de contarme, como también que, viendo lo torcido que está, se maravilla uno de que este hombre pueda seguir viviendo, y que en algunas ocasiones habla una lengua extraña y que las dos noches pasadas le había oído gemir y llorar en su habitación. En lo que se refiere al dinero, todo estaba en orden, pero al pagar el depósito, le había dado algo que parecía un florín falso. Me lo enseñó, y se trataba de una rupia india. »Así que ahora, querido amigo, ya puede usted ver exactamente la situación y por qué lo necesito. Está totalmente claro que, después de que las damas lo dejaran, ese hombre las siguió de lejos, vio la disputa entre marido y mujer por la ventana, entró precipitadamente, y la criatura que llevaba en la caja se le escapó. Todo eso es cierto. Pero él es la única persona en el mundo que puede decirnos lo que sucedió en esa habitación. —¿Y pretende preguntarle? —Desde luego; pero en presencia de un testigo. —¿Y soy yo ese testigo? —Si es usted tan amable de prestarse a ello. Si él puede aclarar el asunto, tanto mejor. Si se niega, no nos quedará otra alternativa que pedir una orden de detención. —Pero, ¿cómo sabe que seguirá allí cuando vayamos nosotros? —Puede estar seguro de que he tomado precauciones. Tengo a uno de mis chicos de Baker Street montando guardia; se le habrá pegado como una lapa e irá donde él vaya. Nos reuniremos con él mañana en Hudson Street; y, mientras tanto, sería yo el criminal si no le dejara irse a dormir ya. Era mediodía cuando nos encontramos en el escenario de la tragedia y, bajo la dirección de mi compañero, en seguida nos encaminamos a Hudson Street. Pese a su capacidad para ocultar sus sentimientos, no me costó darme cuenta de que Holmes se encontraba en un estado de contenida emoción, mientras que yo sentía ese hormigueo de placer, medio deportivo, medio intelectual, que experimento cuando me uno a sus investigaciones. —Esta es la calle —dijo él, al entrar en una corta calle en la que se alineaban dos hileras de casas de ladrillos de dos pisos—. ¡Ah!, aquí viene Simpson a darnos noticias. —Está en casa y sin novedad, señor Holmes —gritó un pequeño golfillo, que vino corriendo hacia nosotros. —Está bien, Simpson —dijo Holmes, dándole unas palmaditas en la cabeza—. Entremos, Watson. Esta es la casa. Le hizo pasar su tarjeta con un mensaje de que había venido para un asunto importante, y un momento después nos encontrábamos cara a cara con el hombre que habíamos venido a ver. A pesar de que hacía un tiempo cálido, estaba acurrucado junto al fuego, y la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado en una silla, totalmente torcido y encogido de un modo tal, que daba una sensación de deformidad indescriptible, pero el rostro que volvió hacia nosotros, aunque estropeado y atezado, debió de haber sido en su momento considerablemente bello. Nos miró con desconfianza desde sus biliosos ojos y, sin hablar o levantarse, señaló dos sillas. —Creo que es usted el señor Henry Wood, recién llegado de la India —dijo Holmes afablemente—. He venido para hablar con usted sobre ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay. —¿Por qué tengo yo que saber algo de eso? —Eso es lo que quiero comprobar. Supongo que ya sabe usted que, a no ser que el asunto se aclare, la señora Barclay, que es una vieja amiga suya, será con toda probabilidad juzgada por asesinato. El hombre se estremeció violentamente. —No sé quién es usted —exclamó—, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero ¿juraría que es verdad lo que está diciendo? —Como que solo están esperando a que vuelva en sí para detenerla. —¡Dios mío! ¿Es usted de la policía? —No. —¿A qué se dedica, pues? —El ver que la justicia se cumple es un asunto que nos atañe a todos. —Le doy mi palabra de que ella es inocente. —¿Entonces es usted el culpable? —No, no lo soy. —¿Quién mató entonces al coronel Barclay? —Fue la justa Providencia quien lo mató. Pero piense que, si le hubiera destrozado el cráneo, como mi corazón me lo pedía, no le hubiera dado más que su merecido. De no haber sido su propia conciencia de culpa la que le fulminó, es muy probable que su sangre pesara ahora sobre mis espaldas. ¿Quiere que le cuente la historia? Bueno, no sé por qué no voy a hacerlo, ya que no hay nada en ello que pueda avergonzarme. »Fue así, caballero. Usted me ve ahora con las espaldas como un camello y las costillas torcidas, pero hubo un tiempo en el que el cabo Henry Wood era el hombre más elegante del batallón 117 de Infantería. Estábamos en la India entonces, acuartelados en un lugar que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía que yo, y la reina del regimiento —¡ay!, y la muchacha más delicada que haya pisado aquella tierra— era Nancy Devoy, la hija del sargento del regimiento. La amaban dos hombres y ella amaba a uno; va usted a sonreír cuando, viendo esta pobre cosa acurrucada junto al fuego, me oiga decir que me quería por mi belleza. »Bueno, aunque ella me quería a mí, su padre la instigaba a que se casara con Barclay. Yo no era sino un chico atolondrado, imprudente, y él poseía una educación y ya estaba destinado a lucir el sable. Pero la muchacha me era fiel, y parece que la hubiera conseguido, cuando estallaron las insurrecciones y todo el país se soliviantó. «Nuestro regimiento estaba sitiado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y cantidad de civiles y mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, tan ansiosos como una jauría de terriers alrededor de una rata enjaulada. Hacia la segunda semana de sitio se nos acabó el agua y empezamos a plantearnos el intentar comunicar con la columna del general Neill que estaba avanzando por el país. Era nuestra única posibilidad, porque con todas aquellas mujeres y niños no podíamos esperar abrirnos camino luchando; así pues, me ofrecí voluntario para salir y prevenir al general Neill de nuestro peligro. Aceptaron mi ofrecimiento, y discutí el asunto con el sargento Barclay, quien se suponía que conocía el terreno mejor que cualquier otro hombre, y me dibujó una ruta por la que conseguiría pasar a través de las líneas rebeldes. Esa misma noche, a las diez, emprendí mi viaje. Había mil vidas que salvar, pero solo pensaba en una cuando salté el muro aquella noche. »Seguí un camino que corría por una torrentera seca, que me resguardara de los centinelas enemigos, pero al torcer un recodo reptando fui a dar con seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En ese mismo instante me dieron un golpe que me dejó totalmente aturdido y me ataron de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo sentí en el corazón y no en la cabeza, porque al volver en mí escuché todo lo que pude entender de su conversación, y fue suficiente para comprender que mi camarada, el mismo que había decidido el camino que tenía que seguir, me había traicionado por medio de un criado nativo, lanzándome en manos del enemigo. »Bueno, no es necesario que me demore en esta parte. Ahora ya sabe usted de lo que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberado al día siguiente por el general Neill, pero los rebeldes me llevaron con ellos en su retirada y pasaron largos años antes de que volviera a ver un rostro blanco. Me torturaron, intenté escapar y me capturaron y torturaron de nuevo. Ustedes mismos pueden ver el estado en que me dejaron. Algunos que huían a Nepal me llevaron con ellos y después pasamos a Darjeeling. Allí los habitantes de las colinas asesinaron a los rebeldes que me tenían y me hicieron su esclavo por algún tiempo, hasta que conseguí escapar: pero en lugar de ir hacia el sur, tuve que ir hacia el norte, hasta que me encontré entre los afganos. Anduve errante por allí durante varios años y finalmente volví al Punjab, donde viví casi siempre entre los nativos, ganándome la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué me serviría a mí, un desgraciado tullido, volver a Inglaterra o darme a conocer a mis camaradas? Ni siquiera mi deseo de venganza me impulsó a hacerlo. Prefería que Nancy y mis antiguos camaradas pensaran que Harry Wood había muerto con la espalda derecha a que le vieran vivir y arrastrarse con un bastón como un chimpancé. Nunca dudaron de que yo hubiera muerto y contribuí a ello. Supe que Barclay se había casado con Nancy y que estaba ascendiendo rápidamente, pero ni siquiera eso me hizo hablar. »Pero, cuando uno se va haciendo viejo, añora la tierra. Durante años no dejé de soñar con los brillantes prados y verdes setos de Inglaterra. Por último decidí volver a verlos antes de morir. Ahorré lo suficiente para poder llegar, viniéndome después aquí, donde están los soldados, porque conozco sus costumbres y sé cómo divertirlos, y de este modo poder ganar lo suficiente para mantenerme. —Su narración es de lo más interesante —dijo Sherlock Holmes—. Ya conozco su encuentro con la señora Barclay y su mutuo reconocimiento. Tras lo cual, pienso yo, usted la siguió hasta su casa y vio por la ventana un altercado entre ella y su marido, durante el que ella sin duda le echó en cara su comportamiento con usted. Le vencieron su propios sentimientos, cruzó el césped corriendo e irrumpió delante de ellos. —Lo hice, señor, y, al verme, él se puso como no había visto nunca hasta ahora ponerse a un hombre, y cayó dándose con la cabeza en el guardafuegos de la chimenea. Pero ya había muerto antes de caer. Leí la muerte en su cara tan claramente como puedo leer lo que hay escrito sobre el fuego. La simple visión de mi persona fue como una bala que atravesó su culpable corazón. —¿Y después? —Entonces Nancy se desmayó y yo le arrebaté de las manos la llave de la puerta para abrirla y pedir ayuda. Pero cuando iba a hacerlo me pareció mejor dejarla tranquila e irme, porque el asunto podría ponerse oscuro, y de todos modos mi secreto se sabría si me cogían. En mi apresuramiento me eché la llave al bolsillo y dejé caer un bastón mientras intentaba coger a Teddy, que se había subido por la cortina. Cuando conseguí meterlo en su caja, de la que se había escapado, eché a correr lo más rápido que pude. —¿Quién es Teddy? —preguntó Holmes. El hombre se inclinó y levantó un tipo de conejera que había en el rincón. Al instante se deslizó una bella criatura de un color marrón rojizo, delgada, ágil, con las patas de un armiño, una larga nariz y el par de ojos más delicado que yo haya visto en la cabeza de animal alguno. —Es una mangosta —exclamé. —Bueno, algunos los llaman así, otros los llaman icneumón —dijo el hombre—. Cazadores de serpientes es como yo los llamo, y Teddy es sorprendentemente rápido con las cobras. Tengo aquí una sin colmillos, y Teddy la caza todas las noches para delicia de la gente en las cantinas. ¿Algo más, señor? —Bueno, tendríamos que recurrir de nuevo a usted si la señora Barclay se encontrara en apuros. —En ese caso, por supuesto, acudiría con mucho gusto. —Pero, en caso contrario, no hay razón para levantar un escándalo contra un hombre muerto, por muy ilícitamente que haya obrado. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que durante treinta años de su vida su conciencia le estuvo reprochando amargamente su perversa acción. Ah, por ahí va el mayor Murphy. Adiós, Wood; quiero saber si ha sucedido algo desde ayer. Nos dio tiempo de alcanzar al mayor Murphy antes de que llegara a la esquina. —Ah, Holmes —dijo—, supongo que sabrá que todo este lío no ha terminado en nada. —¿Qué ha sucedido, pues? —La investigación acaba de finalizar. Las pruebas médicas mostraron que la muerte se debió a una apoplejía. Ya ve, era un caso bastante sencillo, después de todo. —¡Oh, sí!, muy superficial —dijo Holmes sonriendo—. Vamos, Watson, creo que ya no somos necesarios en Aldershot. —Hay una cosa —dije yo, cuando nos dirigíamos hacia la estación—. Si el nombre del marido era James y el otro era Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David? —Solo esa palabra debería haberme bastado para explicar toda la historia, de haber sido yo ese razonador ideal que a usted tanto le gusta describir. Era evidentemente un reproche. —¿Un reproche? —Sí, David se descarriaba un poco de vez en cuando, ¿no es verdad?, y en una ocasión en la misma dirección que el sargento Barclay. ¿Recuerda usted el asunto de Urías y Betsabé? Mis conocimientos bíblicos están un poco oxidados, pero encontrará usted la historia en el primero o en el segundo libro de Samuel. LA AVENTURA DE WISTERIA LODGE I - La curiosa experiencia del señor John Scott Eccles Según consta en mi libro de notas, lo que voy a relatar ocurrió un día frío y tormentoso, a finales de marzo de 1892. Holmes había recibido un telegrama mientras estábamos comiendo, y había garabateado una respuesta sin hacer ningún comentario. Sin embargo, se notaba que el asunto le había dado que pensar, porque después de comer se quedó de pie delante de la chimenea, fumando en pipa con expresión meditabunda y echando vistazos al mensaje de vez en cuando. De pronto, se volvió hacia mí con un brillo malicioso en la mirada. —Vamos a ver, Watson. Supongo que podemos considerarle un hombre instruido. ¿Cómo definiría usted la palabra «grotesco»? —Algo extraño, fuera de lo normal —aventuré. Holmes negó con la cabeza, insatisfecho con mi definición. —Tiene que ser algo más que eso —dijo—. La palabra lleva implícita alguna connotación trágica y terrible. Si repasa usted esas narraciones con las que lleva tanto tiempo atormentando al sufrido público, se dará cuenta de que, con mucha frecuencia, lo grotesco degenera en criminal. Acuérdese de aquel asuntillo de la liga de los pelirrojos. Al principio parecía una cosa simplemente grotesca, pero terminó en un atrevido intento de robo. Y más grotesco aún era aquel enredo de las cinco semillas de naranja, que desembocó directamente en una conjura asesina. Esa palabra me pone en guardia. —¿Es que aparece en el telegrama? —pregunté. Holmes lo leyó en voz alta. Acabo de tener una experiencia absolutamente increíble y grotesca. ¿Puedo consultarle? Scott Eccles, Oficina de Correos de Charing Cross. —¿Hombre o mujer? —seguí preguntando. —Hombre, desde luego. Ninguna mujer enviaría un telegrama con la respuesta pagada. Se habría presentado aquí sin más. —¿Piensa usted recibirle? —Querido Watson, ya sabe usted lo aburrido que he estado desde que metimos entre rejas al coronel Carruthers. Mi mente es como un motor en marcha, que se hace pedazos cuando no se dedica a la tarea para la que fue construida. La vida es una vulgaridad, los periódicos no traen nada interesante, la audacia y el romanticismo parecen haber desaparecido para siempre del mundo criminal. ¿Y en estas condiciones me pregunta usted si estoy dispuesto a hacerme cargo de un nuevo problema, por trivial que luego acabe resultando? Pero, si no me equivoco, aquí tenemos a nuestro cliente. Se oyeron pasos pausados en la escalera y, un momento después, penetraba en nuestra habitación un hombre alto y corpulento, de patillas grises y aspecto solemne y respetable. En sus severas facciones y sus modales pomposos estaba escrita la historia de su vida. Todo en él, desde las polainas hasta las gafas con montura de oro, denotaba al hombre conservador, religioso, buen ciudadano, ortodoxo y convencional en grado sumo. Pero alguna experiencia asombrosa había trastornado su compostura innata, dejando visibles huellas en los cabellos desordenados, las mejillas enrojecidas e irritadas y el modo de actuar, entre aturdido y excitado. Fue directamente al grano. —Me ha ocurrido una cosa de lo más extraña y desagradable, señor Holmes —dijo—. Nunca en mi vida me había visto en una situación semejante. Es una vergüenza…, es bochornoso. Tengo que recibir alguna explicación. La indignación que sentía le hacía hincharse y resoplar. —Haga el favor de sentarse, señor Scott Eccles —dijo Holmes en tono tranquilizador—. ¿Puedo preguntarle, en primer lugar, por qué ha recurrido a mí? —Verá, no parecía una cosa como para acudir a la policía; y sin embargo, cuando haya usted oído los hechos, tendrá que reconocer que no podía dejarlo como estaba. No siento la menor simpatía por los detectives privados en general, pero, dadas las circunstancias…, y como había oído hablar de usted… —Ya veo. Pero, en segundo lugar, ¿por qué no vino inmediatamente? —¿Qué quiere decir? Holmes consultó su reloj. —Son las dos y cuarto —dijo—. Su telegrama se despachó a eso de la una. Pero basta con echar un vistazo a su aspecto y a su ropa para darse cuenta de que lleva alterado desde el momento en que se despertó. Nuestro cliente se alisó los revueltos cabellos y se pasó la mano por la barbilla sin afeitar. —Tiene razón, señor Holmes. Ni siquiera pensé en arreglarme. Lo único que quería era salir de aquella casa. Pero antes de venir aquí, he estado yendo de acá para allá, haciendo averiguaciones. Fui a la agencia inmobiliaria, ¿sabe usted?, y allí me han dicho que el alquiler del señor García está pagado y que todo está en orden en Wisteria Lodge. —Vamos, vamos, caballero —dijo Holmes, echándose a reír—. Se parece usted a mi amigo, el doctor Watson, que tiene la mala costumbre de contar sus historias empezando por el final. Haga el favor de ordenar sus ideas y explíqueme, punto por punto y en su debida secuencia, esos sucesos que le han hecho venir sin peinar y sin arreglar, con las polainas y el chaleco mal abrochados, en busca de consejo y ayuda. Nuestro cliente bajó los ojos y miró con expresión lastimera su descuidada apariencia. —Debo de tener un aspecto terrible, señor Holmes, y es algo que no creo que me haya sucedido en toda mi vida. Pero le voy a contar todo este enrevesado asunto y, cuando haya terminado, tendrá usted que admitir que hay motivos suficientes para disculparme. Pero su narración quedó cortada de raíz. Se oyó un alboroto fuera de la habitación, y la señora Hudson abrió la puerta para dejar pasar a dos robustos individuos con aspecto de funcionarios, en uno de los cuales reconocimos al inspector Gregson, de Scotland Yard, un policía enérgico, audaz y, dentro de sus limitaciones, bastante competente. Le estrechó la mano a Holmes y nos presentó a su compañero, el inspector Baynes, de la policía de Surrey. —Hemos salido de caza juntos, señor Holmes, y nuestra pista conducía en esta dirección —dirigió sus ojos de bulldog hacia nuestro visitante y continuó—: ¿Es usted el señor John Scott Eccles, de Popham House, Lee? —Sí, señor. —Llevamos siguiéndole toda la mañana. —Supongo que lo localizarían gracias al telegrama —intervino Holmes. —Exacto, señor Holmes. Encontramos la pista en la oficina de Correos de Charing Cross y la hemos seguido hasta aquí. —Pero ¿por qué me siguen? ¿Qué es lo que quieren? —Queremos tomarle declaración, señor Scott Eccles, acerca de los hechos que desembocaron anoche en la muerte del señor Aloysius García, de Wisteria Lodge, cerca de Esher. —¿Muerto? ¿Dice usted que ha muerto? —Sí, señor; ha muerto. —Pero ¿cómo? ¿Un accidente? —Asesinado, si es que sé algo de asesinatos. —¡Dios mío! ¡Es terrible! ¿No querrá usted decir…, no querrá usted decir que sospechan de mí? —En el bolsillo de la víctima se ha encontrado una carta suya, y por ella hemos sabido que tenía usted pensado pasar la noche en su casa. —Y la pasé. —¡Ah! Conque pasó allí la noche, ¿eh? El policía sacó de su bolsillo el cuaderno de notas. —Un momento, Gregson —dijo Sherlock Holmes—. Lo que usted desea es una declaración normal, ¿no es así? —Y es mi deber advertir al señor Scott Eccles que lo que diga puede ser usado en su contra. —El señor Eccles estaba a punto de contárnoslo todo cuando ustedes entraron. Creo, Watson, que a nuestro visitante no le vendría mal un poco de brandy con soda. Y ahora, señor Eccles, le sugiero que no preste atención a estas nuevas incorporaciones a su público, y exponga su historia exactamente como lo habría hecho si no le hubieran interrumpido. Nuestro visitante se había tragado el brandy de un golpe y su rostro había recuperado el color. Tras dirigir una mirada recelosa al cuaderno de notas del inspector, inició de inmediato su extraordinaria declaración. —Soy soltero —dijo—, y me gusta alternar, así que me trato con muchos amigos. Entre ellos figura la familia de un cervecero retirado que se apellida Melville y vive en Albemarle Mansión, en Kensington. Cenando en su casa conocí hace unas semanas a un joven apellidado García. Según parece, era de origen español y tenía algún tipo de relación con la embajada. Hablaba un inglés perfecto, tenía modales agradables y era uno de los tipos más atractivos que he visto en mi vida. »Por lo que fuera, aquel joven y yo nos hicimos bastante amigos. Parece que yo le caí bien desde el primer momento, y a los dos días de habernos conocido vino a visitarme a Lee. Una cosa llevó a la otra, y el resultado fue que acabó invitándome a pasar unos días en su casa, Wisteria Lodge, entre Esher y Oxshott. Ayer por la tarde me dirigí a Esher para cumplir el compromiso. »Él ya me había descrito su casa. Vivía con un criado de toda confianza, compatriota suyo, que atendía todas sus necesidades. Este hombre hablaba inglés y se encargaba de la casa. Además tenía un cocinero maravilloso, según me dijo: un mestizo que había recogido en uno de sus viajes y que preparaba unas comidas excelentes. Recuerdo haberle oído comentar que se trataba de unos extraños habitantes para una casa situada en pleno corazón de Surrey, y yo estuve de acuerdo con él, aunque todo ha resultado mucho más extraño de lo que yo había pensado. »Tomé un coche para llegar a la casa, que está a unas dos millas al sur de Esher. Es una casa bastante grande, apartada de la carretera, con un sendero ondulado flanqueado por arbustos de hoja perenne. El edificio es antiguo y destartalado, y se encuentra en un estado de abandono demencial. Cuando el coche se detuvo en el sendero cubierto de hierba, frente a la puerta llena de manchas de humedad, empecé a dudar de si hacía bien al visitar a un hombre al que conocía tan poco. Sin embargo, él mismo me abrió la puerta y me recibió con un gran despliegue de cordialidad. Luego me puso en manos de su sirviente, un individuo moreno y melancólico, que tomó mi maleta y me condujo a mi habitación. La casa entera me pareció deprimente. Cenamos los dos solos, y a pesar de que mi anfitrión hizo todo lo posible por resultar agradable, parecía que se le iba la cabeza constantemente, y hablaba de una manera tan inconcreta y nerviosa que yo apenas le entendía. Se pasó todo el tiempo tamborileando en la mesa con los dedos, mordiéndose las uñas y dando otras señales de nerviosismo e impaciencia. La cena no estaba ni bien guisada ni bien servida, y la lúgubre presencia del taciturno sirviente no contribuía precisamente a animar la velada. Puedo asegurarles que a lo largo de la cena pensé muchas veces en inventar una excusa que me permitiera regresar a Lee. »Ahora mismo me viene a la memoria una cosa que tal vez tenga alguna relación con el asunto que estos dos caballeros están investigando. En aquel momento no le di importancia. Casi al final de la cena, el sirviente le entregó una carta a mi anfitrión, y me fijé en que después de haberla leído se mostró aún más extraño y distraído que antes. Dejó de fingir interés en la conversación y se quedó sentado, fumando un cigarrillo tras otro, perdido en sus pensamientos, pero sin hacer ni un solo comentario acerca del contenido de la carta. A eso de las once, me alegré de poder retirarme a la cama. Algún tiempo después, García se asomó a mi puerta —yo ya había apagado las luces— y me preguntó si había tocado la campanilla. Le dije que no y me pidió disculpas por haberme molestado tan tarde, diciendo que era casi la una. Después de esto me quedé dormido y dormí como un tronco toda la noche. »Y ahora viene la parte asombrosa de la historia. Cuando me desperté era ya de día. Eché una mirada al reloj y vi que eran casi las nueve. Yo había pedido bien claro que me despertaran a las ocho, y me sorprendió mucho aquel descuido. Me levanté y toqué la campanilla para llamar al sirviente, pero no obtuve respuesta. Llamé una y otra vez, con el mismo resultado. Llegué a la conclusión de que la campanilla estaba estropeada. Me vestí a toda prisa y bajé las escaleras de muy mal humor para pedir agua caliente. Pueden imaginarse mi sorpresa al descubrir que no había nadie. Me puse a dar voces en el vestíbulo y nadie respondió. Entonces corrí de habitación en habitación; todas estaban vacías. La noche anterior, mi anfitrión me había indicado dónde estaba su dormitorio, así que fui allí y llamé a la puerta. Nada. Giré el picaporte y entré en la habitación. Estaba vacía y en la cama no había dormido nadie. García había desaparecido como todos los demás. El anfitrión extranjero, el criado extranjero, el cocinero extranjero, todos se habían desvanecido en la noche. Así terminó mi visita a Wisteria Lodge. Sherlock Holmes se frotaba las manos y se reía por lo bajo, feliz de poder añadir este extravagante suceso a su colección de episodios extraños. —Hasta donde yo sé, su experiencia constituye un caso único —dijo—. ¿Puedo preguntarle, señor Eccles, qué hizo usted a continuación? —Estaba furioso. Lo primero que se me ocurrió fue que me estaban gastando una broma pesada. Hice el equipaje, salí dando un portazo y me dirigí a Esher con la maleta en la mano. Pasé por la oficina de Alian Brothers, los principales agentes inmobiliarios del lugar, y descubrí que la mansión se había alquilado por mediación suya. Entonces se me ocurrió que resultaba muy probable que hubieran montado todo aquel enredo solo para burlarse de mí, y que su principal objetivo debía de ser eludir el pago del alquiler. Estamos a finales de marzo, y se acerca la fecha del pago trimestral. Pero mi teoría resultó equivocada. El agente me agradeció la advertencia, pero me dijo que el alquiler estaba pagado por adelantado. Entonces me vine a Londres y me presenté en la embajada española. Allí no conocían a García. A continuación fui a ver a Melville, en cuya casa había conocido a García, pero descubrí que él sabía aun menos que yo sobre este individuo. Por último, cuando usted respondió a mi telegrama, vine a verle, porque tengo entendido que se dedica a dar consejos en casos difíciles. Pero ahora, señor inspector, por lo que dijo usted al entrar, deduzco que la historia no acaba ahí y que ha ocurrido alguna tragedia. Puedo asegurarles que todo lo que he dicho es verdad y que, aparte de lo que ya les he contado, no tengo ni idea de lo que le haya podido suceder a ese hombre. Mi único deseo es ayudar a la justicia todo lo que me sea posible. —Estoy seguro de ello, señor Scott Eccles, estoy seguro —dijo el inspector Gregson en tono muy amistoso—. Tengo que decir que todo lo que nos ha contado coincide con exactitud con los datos que nosotros poseemos. Por ejemplo, ha dicho usted que llegó una carta durante la cena. ¿Por casualidad sabe qué se hizo con ella? —Sí. García la arrugó y la tiró al fuego. —¿Qué tiene usted que decir a eso, señor Baynes? El inspector de provincias era un tipo corpulento, mofletudo y coloradote, cuyo rostro solo se salvaba de la vulgaridad gracias a un par de ojos extraordinariamente brillantes, que quedaban casi ocultos entre las masas de carne de las mejillas y la frente. Con una sonrisa cachazuda, sacó del bolsillo un trozo de papel doblado y muy manchado. —La rejilla de la chimenea es bastante alta, señor Holmes, y el papel pasó por encima. Encontré esto sin quemar en la parte del fondo. Holmes sonrió en señal de aprobación. —Tiene usted que haber inspeccionado la casa muy minuciosamente para encontrar esa bolita de papel. —Es mi costumbre hacerlo así, señor Holmes. ¿Lo leo, señor Gregson? El policía de Londres asintió. —La carta está escrita en papel corriente, color crema, sin filigrana. Era una hoja tamaño cuartilla, y tiene dos cortes hechos con unas tijeras cortas. Está doblada tres veces y sellada con lacre morado, aplicado con prisas y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Va dirigida al señor García, de Wisteria Lodge, y dice así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primer pasillo, séptima a la izquierda, tapete verde. Buena suerte. D». Es letra de mujer, escrita con plumilla fina, pero la dirección está escrita con otra pluma o por otra persona. Como ve, la letra es más gruesa y vigorosa. —Una nota muy curiosa —dijo Holmes, echándole un vistazo—. Tengo que felicitarle, señor Baynes, por su análisis tan detallado. Aunque quizá se podrían añadir unos pocos detalles insignificantes. El sello ovalado es, sin duda, un gemelo de camisa. ¿Qué otra cosa puede tener esa forma? Las tijeras eran tijeritas cortas para las uñas. A pesar de lo cortos que son los dos cortes, se aprecia en ambos la misma curvatura. El policía rural se echó a reír por lo bajo. —Creía que le había sacado todo el jugo, pero ya veo que aún quedaba un poco más —dijo—. Tengo que admitir que no he sacado nada en limpio de esa nota, excepto que algo se estaba tramando y que, como de costumbre, había una mujer en el fondo del asunto. Durante esta conversación, el señor Scott Eccles no había parado de agitarse en su asiento. —Me alegro de que encontraran esa carta, ya que corrobora mi historia —dijo—. Pero me permito recordarles que aún no sé qué le ha ocurrido al señor García ni qué ha sido de su servidumbre. —En lo referente a García —dijo Gregson—, la respuesta es fácil: se le encontró muerto esta mañana en Oxshott Common, a casi una milla de su casa. Tenía la cabeza hecha papilla a golpes de cachiporra, o de algún instrumento parecido, que, más que herir, aplasta. El sitio donde apareció es un lugar solitario, y no hay ninguna casa a menos de un cuarto de milla. Al parecer, le atacaron por detrás, pero luego el agresor siguió golpeándole hasta mucho después de que hubiera muerto. Se ensañó con su víctima. No hemos encontrado pisadas ni ninguna otra pista de los asesinos. —¿Le han robado? —No parece que le hayan robado nada. —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan espantosa! —exclamó el señor Scott Eccles con voz quejumbrosa—. Pero, la verdad, no sé por qué se han fijado en mí. Yo no he tenido nada que ver con esa excursión nocturna de mi anfitrión, ni con el terrible final de la misma. ¿Cómo es que me he visto implicado en el caso? —Muy sencillo, caballero —respondió el inspector Baynes—. El único documento que hemos encontrado en los bolsillos de la víctima ha sido una carta en la que usted le decía que pasaría con él la noche de su muerte. Gracias al sobre de esa carta pudimos saber el nombre y dirección del muerto. Llegamos a su casa esta mañana después de las nueve, y no le encontramos ni a usted ni a nadie más. Telegrafié al señor Gregson para que le localizase a usted en Londres mientras yo inspeccionaba Wisteria Lodge. Luego me vine para acá, me reuní con el señor Gregson, y aquí nos tiene. —Creo que lo mejor que podemos hacer ahora —dijo el inspector Gregson, poniéndose en pie— es darle forma oficial al asunto. Tendrá usted que acompañarnos a la comisaría, señor Scott Eccles, para poner su declaración por escrito. —Desde luego; iré ahora mismo. Pero sigo contando con sus servicios, señor Holmes. No quiero que repare en gastos ni en esfuerzos para llegar a la verdad. Mi amigo se dirigió al inspector de provincias. —Supongo que no tendrá inconveniente en que colabore con usted, señor Baynes. —Será un honor, se lo aseguro. —Parece que ha actuado usted en todo momento con gran rapidez y eficacia. ¿Puedo preguntarle si existe algún indicio que permita saber la hora exacta de la muerte? —Llevaba allí por lo menos desde la una, porque a esa hora llovió y con toda seguridad estaba muerto antes de que cayera la lluvia. —¡Pero eso es absolutamente imposible, señor Baynes! —exclamó nuestro cliente—. Su voz era inconfundible. Podría jurar que fue él quien habló conmigo en mi habitación a esa misma hora. —Es extraño, pero no imposible, ni mucho menos —dijo Holmes, sonriendo. —¿Tiene usted alguna pista? —preguntó Gregson. —Así, a primera vista, el caso no parece muy complicado, aunque desde luego presenta algunos aspectos originales e interesantes. Sin embargo, necesitaría conocer algo mejor los hechos antes de aventurarme a dar una opinión concreta y definitiva. Por cierto, señor Baynes: ¿encontró usted algo extraño al inspeccionar la casa, además de esa nota? El inspector miró a mi amigo de una manera muy curiosa. —Encontré una o dos cosas muy extrañas —dijo—. Tal vez quiera usted venir a darme su opinión sobre ellas cuando hayamos terminado con los trámites en comisaría. —Estoy por completo a su servicio —dijo Sherlock Holmes, haciendo sonar la campanilla—. Señora Hudson, acompañe a estos señores a la puerta, y haga el favor de enviar al chico a poner este telegrama. Tiene que pagar cinco chelines de más para la respuesta. Cuando se hubieron marchado nuestros visitantes, permanecimos en silencio durante un buen rato. Holmes fumaba sin parar, con las cejas fruncidas sobre los penetrantes ojos, y la cabeza adelantada, con la expresión ansiosa que le caracterizaba. —Bien, Watson —dijo, volviéndose de pronto hacia mí—. ¿Qué le parece? —No entiendo nada de esta maquinación en la que se ha visto metido el señor Scott Eccles. —¿Y qué me dice del crimen? —Bueno, teniendo en cuenta la desaparición de los sirvientes del muerto, yo diría que están implicados de algún modo y que han huido de la justicia. —Desde luego, es un posible punto de vista. Sin embargo, tendrá usted que admitir que es muy raro que, si los dos sirvientes estaban envueltos en una conspiración contra García, decidieran atacarle precisamente la noche en que tenía un invitado, teniéndole solo y a su merced cualquier otra noche de la semana. —¿Y entonces, por qué han huido? —Eso mismo. ¿Por qué han huido? Ese dato es muy importante. Y otro hecho importantísimo es la extraordinaria experiencia de nuestro cliente Scott Eccles. Ahora bien, querido Watson: ¿acaso está fuera de las posibilidades de la imaginación humana el encontrar una explicación que abarque estos dos importantísimos hechos? Y si la explicación incluyera también esa misteriosa nota, con su curiosísima fraseología, entonces valdría la pena aceptarla como hipótesis provisional. Y si los nuevos datos que logremos reunir encajan también en la hipótesis, esta puede convertirse poco a poco en una solución. —¿Y cuál es nuestra hipótesis? Holmes se echó hacia atrás en su asiento, con los ojos medio cerrados. —Tiene usted que admitir, querido Watson, que la idea de una broma es inaceptable. Como luego se demostró, se estaba fraguando algo muy grave, y el atraer al señor Scott Eccles a Wisteria Lodge tuvo que tener alguna relación con ello. —¿Y cuál puede ser la relación? —Vayamos punto por punto. En primer lugar, hay algo anormal en esta extraña y repentina amistad entre el joven español y Scott Eccles. Fue el primero el que forzó los acontecimientos. Fue a visitar a Eccles, que vive al otro extremo de Londres, al día siguiente de haberlo conocido, y se mantuvo en estrecho contacto con él hasta que logró atraerlo a Esher. Ahora bien: ¿qué quería de Eccles? ¿Qué podía Eccles proporcionarle? Yo no he visto en él ningún encanto especial. No es un nombre particularmente inteligente ni parece la clase de persona capaz de congeniar con un latino perspicaz. ¿Por qué, entonces, García lo eligió a él, entre todas las personas que conocía, como la más adecuada para sus propósitos? ¿Posee alguna cualidad destacable? Yo diría que sí. Es la representación misma de la respetabilidad convencional británica, el tipo de persona que, cómo testigo, más confianza inspiraría a otro británico. Ya ha visto usted cómo a ninguno de los inspectores se le pasó por la cabeza poner en duda la veracidad de su declaración, a pesar de lo increíble que ha sido. —¿Y de qué tenía que ser testigo? —Tal como han salido las cosas, parece que de nada; pero si hubieran salido de otra manera, creo que de todo. Así lo veo yo. —Ya entiendo, podría haber confirmado una coartada. —Exacto, querido Watson, podría haber confirmado una coartada. Supongamos, solo por el placer de argumentar, que los habitantes de Wisteria Lodge están confabulados en algún plan. Sea lo que sea, tienen que llevarlo a cabo, digamos, antes de la una. Es posible que, manipulando los relojes, hayan conseguido que Scott Eccles se vaya a la cama antes de lo que él cree. Pero, en cualquier caso, lo más probable es que cuando García subió a su habitación a decirle que era la una, no fueran más que las doce. Si García conseguía hacer lo que tenía que hacer y regresar a la hora mencionada, no cabe duda de que contaba con una poderosa defensa contra cualquier acusación. Allí estaba este inglés irreprochable, dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que el acusado estuvo en su casa todo el tiempo. Era un seguro por si las cosas se ponían mal. —Sí, sí, ya entiendo. Pero ¿qué me dice de la desaparición de los otros? —Aún no tengo datos suficientes, pero no creo que existan dificultades insuperables. Sin embargo, es un error elaborar teorías antes de conocer los hechos, porque luego uno tiende a retorcer los hechos sin darse cuenta para que encajen en las teorías. —¿Y qué me dice del mensaje? —¿Cómo decía? «Nuestros colores son verde y blanco». Suena a carrera de caballos. «Verde, abierto; blanco, cerrado». Eso, evidentemente, es una contraseña. «Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, tapete verde». Eso es una cita. Puede que en el fondo del asunto hallemos a un marido celoso. En cualquier caso, se trataba de una cita peligrosa. De lo contrario, no habría añadido lo de «buena suerte». Y la firma, «D», debería ser una pista. —Dado que el tipo era español, «D» podría significar Dolores, que es un nombre de mujer bastante corriente en España. —Muy bien, Watson, muy bien…, pero completamente inadmisible. Una española habría escrito a otro español en español, y la carta está escrita en inglés. En fin, lo único que podemos hacer es armarnos de paciencia hasta que este simpático inspector vuelva a por nosotros. Mientras tanto, demos gracias a nuestra buena estrella, que nos ha rescatado durante unas pocas y breves horas de la insoportable tortura de no tener nada que hacer. Antes de que el policía de Surrey regresara, llegó la respuesta al telegrama de Holmes. Este la leyó y estaba a punto de guardarla en su cuaderno de notas cuando advirtió mi expresión expectante y me la pasó echándose a reír. —Vamos a tratarnos con gente de categoría —dijo. El telegrama era una lista de nombres y direcciones: Lord Harringby, The Dingle; Sir George Folliott, Oxshott Towers; Sr. Hynes Hynes, magistrado, Purdley Place; Sr. James Baker Williams, Forton Old Hall; Sr. Henderson, High Gable; Reverendo Joshua Stone, Nether Walsling. —Es la manera más sencilla de limitar nuestro campo de operaciones —dijo Holmes—. No me cabe duda de que Baynes, con su mente metódica, ha adoptado ya un plan similar. —No comprendo muy bien. —Mire, compañero, ya hemos llegado a la conclusión de que el mensaje que recibió García durante la cena era alguna clase de cita. Pues bien, si la interpretación es correcta, y si para acudir a esta cita había que subir una escalera principal y buscar la séptima puerta de un pasillo, está clarísimo que la cita era en una casa muy grande. Y también está claro que la casa no puede estar a más de una o dos millas de Oxshott, ya que García iba andando en esa dirección y, según mi interpretación de los hechos, esperaba estar de vuelta en Wisteria Lodge a tiempo de poder utilizar su coartada, que solo tenía validez hasta la una. Como no era probable que hubiera muchas casas grandes en los alrededores de Osxhott, adopté el sencillo procedimiento de telegrafiar a la agencia mencionada por Scott Eccles, pidiéndole una lista. Aquí las tenemos, en este telegrama, y entre ellas tiene que encontrarse el otro extremo de nuestro enmarañado ovillo. Eran casi las seis de la tarde cuando llegamos a la bonita aldea de Esher, en el condado de Surrey, en compañía del inspector Baynes. Holmes y yo llevábamos equipaje para pasar la noche, y encontramos un cómodo alojamiento en la Posada del Toro. A continuación, nos dirigimos junto con el inspector a visitar Wisteria Lodge. Era una tarde de marzo fría y oscura, con un viento cortante y una fina lluvia que nos azotaba la cara. Una ambientación adecuada para el desolado páramo por el que cruzaba la carretera y el trágico destino hacia el que nos conducía. II - El Tigre de San Pedro Tras una larga y melancólica caminata de un par de millas, llegamos a un portón de madera, por el que se entraba a un lóbrego paseo flanqueado por castaños. El ondulado y sombrío sendero nos condujo a una casa baja y oscura, una masa negra como el carbón que se recortaba contra un cielo color pizarra. En la ventana delantera de la izquierda se advertía un débil resplandor de luz. —Hay un agente de guardia —dijo Baynes—. Llamaré a la ventana. Atravesó el césped y golpeó el vidrio con la mano. A través del empañado cristal vi una figura borrosa que se levantaba de una silla colocada junto a la chimenea, y oí un agudo chillido en el interior de la habitación. Un instante después, un policía pálido y jadeante nos abría la puerta, sosteniendo a duras penas una vela en su mano temblorosa. —¿Qué ocurre, Walters? —preguntó Baynes secamente. El hombre se secó la frente con un pañuelo y dejó escapar un largo suspiro de alivio. —Me alegro de que haya venido, señor. Ha sido una guardia muy larga y creo que mis nervios ya no son lo que eran. —¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviera usted un solo nervio en su cuerpo. —Verá, señor, es esta casa tan solitaria y silenciosa, y esa cosa rara de la cocina… Y cuando usted golpeó la ventana, creí que eso había vuelto. —¿Que había vuelto quién? —El diablo, o lo que quiera que fuese. Estaba en la ventana. —¿Quién estaba en la ventana y cuándo? —Hace como unas dos horas. Estaba empezando a oscurecer. Yo estaba leyendo, sentado en la silla. No sé qué es lo que me hizo levantar la mirada, pero ahí en la ventana había una cara mirándome. ¡Y qué cara, señor! Estoy seguro de que la seguiré viendo en sueños. —Vamos, vamos, Walters. Esa no es manera de hablar para un agente de policía. —¡Ya lo sé, señor, ya lo sé! Pero me asustó, y no sirve de nada negarlo. No era negro, ni blanco, ni de ningún otro color que yo conozca, sino de una tonalidad rara, como de arcilla salpicada de leche. Y el tamaño de la cabeza… el doble que la suya, señor. Y su aspecto…, los ojos enormes y saltones, la hilera de dientes blancos, como los de una fiera hambrienta… Le aseguro, señor, que no pude mover ni un dedo, ni recobré el aliento hasta que se apartó de la ventana y desapareció. Entonces salí corriendo y miré entre los arbustos, pero gracias a Dios no había nadie allí. —Si no supiera que es usted un hombre de confianza, Walters, esto que dice le costaría una sanción. Aunque hubiera sido el mismo diablo, un policía de servicio nunca debe dar gracias a Dios por no haber podido echarle el guante. Supongo que todo esto no habrá sido una visión o un ataque de nervios. —Eso, al menos, es muy fácil de comprobar —dijo Holmes, encendiendo su linternita de bolsillo—. Sí —dijo tras una breve inspección del césped—. Yo diría que es un zapato del número doce. Si el resto del cuerpo estaba en proporción al pie, tiene que tratarse de un gigante. —¿Y qué ha sido de él? —Parece haber atravesado los arbustos y salido a la carretera. —Bien —dijo el inspector, con expresión seria y pensativa—. Quienquiera que haya sido, y buscara lo que buscara, por el momento se ha largado, y ahora tenemos asuntos más urgentes que atender. Señor Holmes, si le parece bien, voy a enseñarle la casa. El minucioso registro de los diversos dormitorios y salas no había aportado nada. Al parecer, los inquilinos habían traído muy pocas cosas y todo el mobiliario, hasta los menores detalles, se había alquilado junto con la casa. Había mucha ropa de cama con la etiqueta de Marx & Co., de High Holborn. Un rápido intercambio telegráfico había demostrado ya que el señor Marx no sabía nada de su cliente, exceptuando que pagaba a tocateja. También había algunos objetos personales, entre ellos pipas, unas cuantas novelas —dos de ellas en español—, un revólver antiguo de percusión por aguja y una guitarra. —Aquí no hay nada de interés —dijo Baynes, avanzando, vela en mano, de habitación en habitación—. Pero ahora, señor Holmes, quiero que vea lo que hay en la cocina. La cocina era una pieza sombría, de techo alto, situada en la parte posterior de la casa, con un camastro de paja en un rincón, donde, al parecer, dormía el cocinero. La mesa estaba cubierta por un montón de platos sucios y fuentes con los restos de la cena de la noche anterior. —Fíjese en eso —dijo Baynes—. ¿Qué le parece? Levantó la vela y alumbró un objeto extrañísimo, colocado sobre un aparador. Estaba tan arrugado, encogido y marchito que resultaba difícil decir qué podía haber sido. Solo se notaba que era negro y coriáceo y que presentaba un cierto parecido con una figura humana de tamaño muy pequeño. Al principio creí que se trataba de un bebé de raza negra momificado. Pero luego me quedé con la duda de si era un animal o un ser humano. Una doble hilera de conchas blancas ceñía su cintura. —Muy interesante, pero que muy interesante —dijo Holmes, contemplando la siniestra reliquia—. ¿Hay algo más? Sin decir palabra, Baynes nos condujo hacia el fregadero y adelantó la vela. Estaba lleno con los restos de un ave blanca de gran tamaño, despedazada de manera salvaje y sin desplumar. Holmes señaló la cresta de la cabeza cortada. —Un gallo blanco —dijo—. Esto es interesantísimo. Tenemos un caso curioso de verdad. Pero el señor Baynes había guardado para el final la exhibición más siniestra. Sacó de debajo del fregadero un cubo de cinc que contenía una cierta cantidad de sangre, y a continuación tomó de la mesa una fuente llena de trocitos de hueso chamuscado. —Aquí han matado algo y luego lo han quemado. Rescatamos todos estos restos del fuego. Esta mañana hicimos venir a un médico, y dice que no son humanos. Holmes sonrió y se frotó las manos. —Tengo que felicitarle, inspector, por la manera en que está manejando este caso tan original y tan instructivo. Si no se lo toma a ofensa, le diré que sus facultades parecen superiores a las oportunidades que se le presentan. En los ojillos del inspector Baynes brilló un relámpago de satisfacción. —Tiene usted razón, señor Holmes. Aquí en provincias nos estancamos. Un caso como este representa una oportunidad, y confío en poder aprovecharla. ¿Qué opina usted de estos huesos? —Yo diría que son de cordero, o de cabrito. —¿Y el gallo blanco? —Muy curioso, señor Baynes, muy curioso. Casi diría que es algo único. —Sí, señor, en esta casa tiene que haber vivido gente muy rara, con costumbres igual de raras. Uno de ellos ha muerto. ¿Fueron sus compañeros los que le siguieron y lo mataron? Si fueron ellos, los agarraremos, porque tenemos vigilados todos los puertos. Pero yo lo veo de otro modo. Sí, señor, lo veo de un modo muy diferente. —¿Así que tiene una teoría? —Y quiero sacarla adelante por mí mismo, señor Holmes. Es cuestión de amor propio. Usted ya tiene una reputación, pero yo aún tengo que labrarme la mía. Cuando el caso esté concluido, me gustaría poder decir que lo resolví sin su ayuda. Holmes se echó a reír de buena gana. —Muy bien, inspector, muy bien —dijo—. Usted siga su camino y yo seguiré el mío. Los resultados que yo obtenga estarán siempre a su disposición si decide recurrir a mí. Creo que ya he visto todo lo que había que ver en esta casa y que aprovecharé mejor el tiempo en otra parte. Au revoir, y buena suerte. Yo me había dado cuenta, por numerosos indicios sutiles que habrían pasado desapercibidos a cualquiera menos a mí, de que Holmes estaba ya sobre la pista. Aunque a primera vista parecía tan impasible como siempre, había una tensión contenida en el brillo de sus ojos y una ansiedad latente en su manera de actuar que me indicaban que la caza había comenzado. Como de costumbre, no me dijo nada; y yo, como de costumbre, no le pregunté nada. Me bastaba con participar en la cacería y aportar mi humilde ayuda en la captura, sin distraerle de su concentración con interrupciones innecesarias. Ya me enteraría de todo a su debido tiempo. Así que esperé; pero esperé en vano, con profunda desilusión por mi parte. Pasó un día tras otro, y mi amigo no avanzó ni un paso. Se pasó toda una mañana en Londres, y supe, por un comentario casual, que había visitado el Museo Británico. Exceptuando este viaje, ocupaba los días en largos y generalmente solitarios paseos, o charlando con varios chismosos del pueblo, con los que había trabado conocimiento. —No cabe duda, Watson, de que una semana en el campo le sienta a uno de maravilla —comentó un día—. Es muy agradable observar los primeros brotes verdes en los setos y ver salir los amentos de los avellanos. Se pueden pasar días muy instructivos con una escarda, una caja de lata y un libro de botánica elemental. Y era cierto que andaba por ahí con este equipo, aunque al final de la jornada traía a casa unos muestrarios de plantas muy reducidos. De vez en cuando, tropezábamos en nuestras correrías con el inspector Baynes. Su rostro ancho y colorado se deshacía en sonrisas y sus ojillos resplandecían cada vez que saludaba a mi compañero. No decía casi nada sobre el caso, pero por lo poco que decía dedujimos que no le disgustaba la marcha de los acontecimientos. Sin embargo, tengo que reconocer que me quedé algo sorprendido cuando, cinco días después del crimen, abrí el periódico de la mañana y leí en grandes titulares: EL MISTERIO DE OXSHOTT SOLUCIONADO DETENCIÓN DEL PRESUNTO ASESINO Holmes saltó de su asiento cuando le leí los titulares, como si le hubieran pinchado. —¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿Quiere decir que Baynes le ha cogido? —Eso parece —respondí, leyendo a continuación el siguiente reportaje: Ha producido gran sensación en todo el distrito de Esher la noticia, comunicada la pasada noche, de que se ha practicado una detención en el caso del asesinato de Oxshott. Como nuestros lectores recordarán, la víctima fue el señor García, de Wisteria Lodge, cuyo cadáver se encontró en Oxshott Common con señales de extrema violencia. Aquella misma noche desaparecieron su criado y su cocinero, lo cual hizo sospechar que estos pudieran haber participado en el crimen. Aunque no se llegó a demostrar, se apuntó la posibilidad de que el caballero asesinado guardara en su casa objetos de valor, cuyo robo habría podido ser el móvil del crimen. El inspector Baynes, encargado del caso, no ha escatimado esfuerzos para localizar el escondite de los fugitivos, y tenía buenas razones para suponer que estos no habían ido muy lejos, sino que se encontraban ocultos en algún refugio preparado de antemano. No obstante, desde un principio estuvo convencido de que acabaría por detectarlos, ya que el cocinero, según el testimonio de uno o dos comerciantes que habían tenido ocasión de verlo a través de la ventana, era un hombre de aspecto sumamente llamativo: un mulato gigantesco y feísimo, con rasgos acusadamente negroides, pero de piel amarillenta. Este hombre ha sido visto después del crimen, concretamente la noche después, cuando tuvo la audacia de regresar a Wisteria Lodge, y fue descubierto y perseguido por el agente de policía Walters. El inspector Baynes, convencido de que esta visita tenía que tener algún motivo y que, por lo tanto, era probable que se repitiera, retiró la guardia de la casa, pero tendió una emboscada en el bosquecillo de arbustos. Anoche, el fugitivo cayó en la trampa y fue capturado tras una feroz lucha, en el transcurso de la cual el agente Downing sufrió una grave mordedura. Según hemos podido saber, la policía solicitará al juzgado que decrete la prisión del detenido, y se espera que su captura aporte trascendentales novedades al caso. —Es preciso que veamos a Baynes inmediatamente —exclamó Holmes, recogiendo su sombrero—. Todavía estamos a tiempo de alcanzarlo antes de que salga de su casa. Bajamos la calle corriendo y, tal como habíamos esperado, encontramos al inspector en el momento de salir de su domicilio. —¿Ha visto el periódico, Holmes? —preguntó, enseñándonos un ejemplar. —Sí, Baynes, lo he visto. Por favor, no se lo tome a mal si le hago una advertencia de amigo. —¿Una advertencia, señor Holmes? —He examinado este caso con cierto detenimiento, y no estoy convencido de que vaya usted por el camino correcto. No me gustaría que se comprometiera usted demasiado antes de estar seguro de las cosas. —Es usted muy amable, señor Holmes. —Le aseguro que lo digo por su bien. Por un momento, me pareció observar una especie de guiño en uno de los ojillos del inspector Baynes. —Quedamos de acuerdo en trabajar cada uno a su manera, señor Holmes, y eso es lo que estoy haciendo. —Oh, muy bien —dijo Holmes—. Luego no me eche a mí la culpa. —No, señor. Estoy seguro de que lo hace con buena intención. Pero cada uno tiene sus sistemas, señor Holmes. Usted tiene los suyos y puede que yo tenga los míos. —No se hable más del asunto. —No tengo ningún inconveniente en comunicarle mis novedades. Este fulano es un auténtico salvaje, tan fuerte como un caballo percherón y feroz como un demonio. Casi le arranca el pulgar a Downing de un mordisco antes de que pudiéramos dominarlo. Apenas habla inglés, y no hemos podido sacarle nada más que gruñidos. —¿Y cree usted poder demostrar que él asesinó a su difunto señor? —Yo no he dicho eso, señor Holmes, yo no he dicho eso. Todos tenemos nuestros pequeños trucos. Use usted los suyos y yo usaré los míos. Ése era el trato. Holmes se encogió de hombros mientras nos alejábamos. —No entiendo a este hombre. A mí me parece que se va a pegar un buen batacazo. Pero, como él dice, que cada uno lo intente a su manera, y ya veremos lo que sale. Pero hay algo en el inspector Baynes que no acabo de entender. Cuando estuvimos de regreso en nuestra habitación del Toro, Sherlock Holmes se decidió: —Siéntese en esta silla, Watson. Quiero ponerle al corriente de la situación, ya que puedo necesitar su ayuda esta noche. Permítame que le exponga la evolución de este caso, hasta donde yo he podido seguirla. A pesar de que, en sus aspectos fundamentales, resultaba bastante sencillo, ha presentado unas dificultades sorprendentes en lo referente a detener al culpable. En este sentido aún existen huecos que tenemos que rellenar. »Vamos a retroceder hasta la nota que le entregaron a García la noche de su muerte. Podemos descartar esa idea que tiene Baynes de que los criados están implicados en el asunto. La prueba de que no fue así la tenemos en el hecho de que fue el propio García quien organizó la presencia de Scott Eccles, que no podía tener otra finalidad que la de asegurarle una coartada. Así pues, era García quien tenía un asunto entre manos aquella noche, y al parecer un asunto delictivo, en el curso del cual encontró la muerte. Lo del asunto delictivo lo digo porque solo un hombre que planea un delito se toma la molestia de prepararse una coartada. Y teniendo esto en cuenta, ¿quién tiene más probabilidades de haber acabado con su vida? Sin duda, la persona contra quien iba dirigido el intento criminal. Hasta aquí, me parece que pisamos terreno firme. »Ahora ya podemos entender la razón de que desaparecieran los criados de García. Todos ellos estaban confabulados en el mismo delito desconocido. Si hubiera salido bien y García hubiera regresado, toda posible sospecha habría quedado disipada por el testimonio del inglés, y todo habría ido bien. Pero la empresa era peligrosa, y si García no regresaba a cierta hora, era probable que el intento le hubiera costado la vida. Así pues, tenía convenido que, de ocurrir tal cosa, sus dos subordinados correrían a esconderse en algún lugar preparado de antemano, donde podrían eludir las investigaciones y estar en condiciones de repetir la intentona más adelante. Eso explicaría todos los hechos, ¿no cree? Toda la inexplicable maraña pareció desenredarse ante mis ojos. Como siempre, me asombró no haber visto antes una cosa tan evidente. —Pero ¿por qué habría de regresar uno de los sirvientes? —Podemos suponer que, con la confusión de la huida, se debieron dejar olvidado algo muy importante, algo de lo que no se resignaban a prescindir. Eso explicaría su persistencia, ¿no? —Muy bien. ¿Y cuál es el siguiente paso? —El siguiente paso es la nota que recibió García durante la cena. Eso indica que tenían un cómplice en el otro lado. Ahora bien, ¿dónde estaba el otro lado? Ya le he demostrado que solo podía tratarse de una casa grande, y el número de casas grandes es reducido. Mis primeros días en este pueblo los dediqué a hacer una serie de paseos, durante los cuales, y en los intervalos de mis investigaciones botánicas, llevé a cabo un reconocimiento de todas las casas grandes del distrito y estudié la historia familiar de sus inquilinos. Una casa, y solo una, me llamó la atención. Me refiero a la famosa mansión jacobina de High Gable, situada al otro lado de Oxshott, a una milla de distancia del pueblo y a menos de media milla del lugar de la tragedia. Las otras mansiones pertenecen a gente prosaica y respetable, que vive aislada de todo lo romántico y novelesco. Pero el señor Henderson, de High Gable, era un hombre extraño en muchos aspectos, a quien muy bien podrían ocurrirle aventuras extrañas. Así pues, concentré mi atención en él y en los demás ocupantes de la casa. »Son una pesadilla la mar de rara, Watson, y él es el más raro de todos. Me las arreglé para verle con un pretexto aceptable, pero me pareció advertir en sus ojos oscuros, hundidos y melancólicos, que se daba perfecta cuenta de mis verdaderas intenciones. Es un hombre de unos cincuenta años, fuerte, activo, de cabellos grises y cejas espesas y negras, con andares de ciervo y aires de emperador. Un hombre impetuoso, dominante, cuya cara de pergamino oculta un carácter turbulento. O es extranjero o ha vivido mucho tiempo en los trópicos, porque está amarillento y reseco, aunque se le ve duro como un látigo. Su amigo y secretario, el señor Lucas, es extranjero sin lugar a dudas: de color chocolate, marrullero, zalamero y felino, con una suavidad venenosa en la manera de hablar. Como ve, Watson, ya nos hemos topado con dos grupos de extranjeros, uno en Wisteria Lodge y otro en High Gable, y nuestros huecos empiezan a llenarse. »Estos dos hombres, que son amigos íntimos, constituyen el centro de la casa; pero hay otra persona que puede tener aún más importancia para lo que a nosotros nos interesa. Henderson tiene dos hijas, de once y trece años, y su institutriz es una tal señorita Burnet, una inglesa de unos cuarenta años. Hay también un criado de confianza. Este pequeño grupo forma la verdadera familia, porque siempre viajan juntos, y Henderson es un viajero infatigable, que anda siempre de un lado para otro. Hace solo unas semanas que regresó a High Gable después de un año de ausencia. Debo añadir que es inmensamente rico y puede permitirse cualquier capricho. Además de ellos, la casa está llena de mayordomos, lacayos, doncellas y demás elementos sobrealimentados e inactivos que forman el servicio habitual de las grandes mansiones rurales inglesas. »De todo esto me enteré, en parte gracias a los chismosos del pueblo y en parte gracias a mis propias observaciones. No existe mejor instrumento que un criado despedido y rencoroso, y yo tuve la suerte de encontrar uno. He dicho que fue una suerte, pero no lo habría encontrado si no hubiera estado buscándolo. Como dice Baynes, cada uno tiene sus sistemas. Mi sistema me permitió encontrar a John Warner, antiguo jardinero de High Gable, despedido en un arranque de malhumor del autoritario caballero. Warner, a su vez, tenía amigos entre los sirvientes de la casa, unidos por el miedo y la antipatía hacia su señor. Allí estaba la llave que me abriría la puerta de sus secretos. »¡Vaya una gente más rara, Watson! No pretendo haberme enterado de todo, pero le digo que son gente muy rara. La casa tiene dos alas, y los sirvientes viven todos en un lado y la familia en el otro. Entre los dos grupos no hay más conexión que el criado de confianza de Henderson, que sirve las comidas de la familia. Todo se lleva hasta una puerta, que constituye la única comunicación. La institutriz y las niñas apenas salen, excepto al jardín. El propio Henderson jamás da un paso solo, ni por casualidad. El secretario moreno es como su sombra. Entre los sirvientes circula el rumor de que su jefe tiene un miedo terrible de algo. "Vendió su alma al diablo a cambio de dinero —dice Warner— y ahora espera que su acreedor se presente a reclamar lo que es suyo". Nadie tiene ni idea de quiénes son ni de dónde vinieron. Y son gente muy violenta. En dos ocasiones, Henderson ha llegado a azotar a alguien con un látigo, y solo su abultada bolsa y el pago de fuertes compensaciones le han librado de los tribunales. »Y ahora, Watson, analicemos la situación a la luz de estos nuevos datos. Vamos a suponer que la carta procedía de esta extraña casa, y que se trataba de una invitación a García para que intentara llevar a cabo algo que ya tenían planeado. ¿Quién escribió la nota? Tuvo que ser alguien del círculo interno, y sabemos que fue una mujer. ¿Quién podría ser sino la señorita Burnet, la institutriz? Todos nuestros razonamientos parecen apuntar en esa dirección. En cualquier caso, podemos utilizarlo como hipótesis de trabajo y ver adonde nos conduce. Tengo que añadir que la edad y el carácter de la señorita Burnet permiten descartar de manera definitiva mi primera suposición de que podría haber un asunto de amor en el fondo de la historia. »Si fue ella quien escribió la nota, es de suponer que fuera amiga y cómplice de García. ¿Qué se puede esperar que haya hecho al enterarse de su muerte? Si García murió tratando de llevar a cabo algo inconfesable, no le quedará más remedio que mantener la boca cerrada. Pero aun así, es probable que sienta odio y rencor contra los que le mataron, y que esté dispuesta a ayudar en lo que pueda para vengarse de ellos. ¿Habría alguna posibilidad de hablar con ella y tratar de conseguir su ayuda? Eso fue lo primero que se me ocurrió. Pero ahora llegamos a un hecho siniestro. Desde la noche del crimen, nadie ha visto a la señorita Burnet. Se ha esfumado por completo desde aquella noche. ¿Está viva? ¿Acaso encontró la muerte la misma noche que el amigo al que había citado? ¿O simplemente la tienen prisionera? Esto es algo que todavía tenemos que resolver. »Supongo, Watson, que se dará cuenta de lo difícil de la situación. No tenemos nada en que apoyarnos para solicitar una orden de registro. Si le explicásemos a un magistrado todas estas suposiciones, le parecerían ridículas. La desaparición de la mujer no significa nada, porque en esa casa tan extraña cualquiera de sus habitantes puede permanecer invisible toda una semana. Y sin embargo, es posible que en este mismo momento su vida corra peligro. Lo único que puedo hacer es tener la casa vigilada, poniendo a mi agente Warner de guardia ante la puerta. Pero no podemos dejar que esta situación se prolongue más. Si la ley no puede hacer nada, tendremos que correr nosotros con el riesgo. —¿Qué es lo que propone? —Sé dónde está la habitación de la Burnet, y se puede llegar a ella desde el tejado de un cobertizo. Propongo que usted y yo vayamos allí esta noche y tratemos de penetrar hasta el corazón del misterio. Debo confesar que no me pareció una proposición muy atractiva. La vieja mansión con su atmósfera de crimen, los extraños y temibles habitantes, los peligros desconocidos de la incursión y el hecho de que al entrar nos colocábamos en una posición legal bastante dudosa contribuían a apagar mi entusiasmo. Pero el frío razonamiento de Holmes tenía algo que hacía que resultara imposible escurrir el bulto ante cualquier aventura que él pudiera recomendar. Uno sabía que así, y solo así, se podía encontrar una solución. Le estreché la mano en silencio y la suerte quedó echada. Pero el Destino no quiso que nuestra investigación tuviera un final tan aventurero. Serían aproximadamente las cinco, y empezaban a caer las sombras de la tarde de marzo, cuando un campesino muy excitado se precipitó en nuestra habitación. —¡Se han ido, señor Holmes! Se han marchado en el último tren. La mujer escapó, y la tengo abajo, en un coche. —¡Excelente, Warner! —exclamó Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Watson, los huecos se van llenando rápidamente. En el coche encontramos a una mujer medio desmayada de agotamiento nervioso. En su rostro aguileño y demacrado se advertían las huellas de alguna tragedia reciente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero cuando la alzó y dirigió hacia nosotros sus ojos sin brillo, vi que sus pupilas eran simples puntitos negros en el centro de un amplio iris de color gris. La habían drogado con opio. —Yo estaba vigilando la puerta, como usted me dijo, señor Holmes —dijo nuestro emisario, el jardinero despedido—. Cuando salió el carruaje, lo seguí hasta la estación. Ella iba como sonámbula; pero cuando intentaron subirla al tren, volvió a la vida y se resistió. La metieron en el vagón a la fuerza, pero ella consiguió salir de nuevo. Entonces yo corrí en su ayuda, la metí en un coche y aquí nos tiene. Jamás olvidaré la cara de Henderson, mirándome a través de la ventanilla cuando me la llevé. No me quedaría mucho tiempo de vida si de él dependiera. ¡Ese demonio amarillo y rabioso, con su mirada siniestra! Llevamos a la señorita a nuestra habitación, la tendimos en el sofá y con un par de tazas de café del más fuerte conseguimos despejar su cerebro de las nieblas de la droga. Holmes había hecho avisar a Baynes, y le explicó la situación en pocas palabras. —Caramba, señor mío, me ha proporcionado usted precisamente la prueba que andaba buscando —dijo el inspector calurosamente, estrechándole la mano a mi amigo—. Desde un principio he estado siguiendo la misma pista que usted. —¡Cómo! ¿Andaba usted detrás de Henderson? —Le diré, señor Holmes, que, mientras usted se arrastraba sigilosamente entre los arbustos de High Gable, yo estaba subido a uno de los árboles de la plantación y le veía desde arriba. Solo era cuestión de ver quién conseguía la prueba antes. —Y entonces, ¿por qué detuvo usted al mulato? Baynes se echó a reír. —Estaba seguro de que Henderson, como él se hace llamar, se daba cuenta de que sospechábamos de él; y mientras se creyera en peligro, se portaría con absoluta discreción y no daría un paso. Así que detuve a un falso culpable para hacerle creer que ya no le vigilábamos. Estaba convencido de que entonces intentaría largarse y eso nos daría una oportunidad de acercarnos a la señorita Burnet. Holmes puso la mano en el hombro del inspector. —Llegará usted muy alto en su profesión. Tiene intuición e instinto —dijo. Baynes se sonrojó de placer. —He tenido a un agente de paisano vigilando la estación toda la semana. Vayan donde vayan esas gentes de High Gable, mi hombre no los perderá de vista. Supongo que habrá pasado un mal rato cuando vio que la señorita Burnet se escapaba; pero, como su hombre se hizo cargo de ella, todo ha terminado bien. Está claro que sin la declaración de la señorita no podemos detener a nadie, así que cuanto antes obtengamos esa declaración, mejor. —Se va recuperando rápidamente —dijo Holmes, echando un vistazo a la institutriz—. Pero dígame, Baynes, ¿quién es ese Henderson? —Henderson —respondió el inspector— es, en realidad, don Murillo, conocido en otros tiempos como el Tigre de San Pedro. ¡El Tigre de San Pedro! La historia completa de aquel hombre pasó como un relámpago por mi cabeza. Se había hecho famoso como el tirano más depravado y sanguinario que jamás hubiera gobernado un país con pretensiones de civilizado. Un hombre fuerte, valeroso y enérgico, virtudes que le bastaron para imponer sus odiosos vicios durante diez o doce años a un pueblo acobardado. Su nombre infundía terror en toda América Central. Al final, la población se había levantado contra él, pero el tirano era tan astuto como cruel, y al primer rumor de lo que se avecinaba había hecho cargar en secreto sus riquezas a bordo de un barco tripulado por leales partidarios suyos. Al día siguiente, los insurgentes solo pudieron asaltar un palacio vacío. El dictador, sus dos hijas, su secretario y sus tesoros se les habían escapado. Desde aquel momento, fue como si Murillo se hubiera desvanecido de la faz de la Tierra, y su posible identidad era frecuente tema de comentarios en la prensa europea. —Sí, señor: don Murillo, el Tigre de San Pedro —repitió Baynes—. Si se toma la molestia de consultarlo, señor Holmes, comprobará que los colores de San Pedro son el verde y el blanco, como se decía en la nota. El se hacía llamar Henderson, pero yo le he seguido la pista a su paso por París, Roma, Madrid y Barcelona, donde llegó su barco en el 86. Desde entonces, le andan buscando para vengarse, pero hasta ahora no habían podido localizarlo. —Lo descubrieron hace un año —dijo la señorita Burnet, que se había incorporado y seguía con gran interés la conversación—. Ya se hizo un atentado contra su vida, pero algún espíritu maligno le protegió. Y ahora, una vez más, ha sido el noble y caballeroso García quien ha caído, mientras el monstruo escapa sano y salvo. Pero vendrá otro, y luego otro, hasta que por fin se haga justicia; eso es tan seguro como que mañana saldrá el sol. Mientras decía esto, apretaba sus delgadas manos y el odio hacía que su ya demacrado rostro se volviera aún más pálido. —¿Pero cómo se vio usted metida en este asunto, señorita Burnet? —preguntó Holmes—. ¿Cómo es posible que una dama inglesa participe en semejante intriga asesina? —Me uní a ella porque no había en el mundo otra manera de hacer justicia. ¿Qué le importan a la justicia inglesa los ríos de sangre que corrieron hace años en San Pedro, o el barco cargado de tesoros que este hombre robó? Para ustedes, es como si se tratara de crímenes cometidos en otro planeta. Pero nosotros sabemos qué es eso. Hemos aprendido la verdad a fuerza de dolor y sufrimientos. Para nosotros, no existe en el infierno un demonio comparable a Juan Murillo, y no existirá paz en la vida mientras sus víctimas sigan pidiendo venganza. —No dudo que fuera como usted dice —dijo Holmes—. He oído hablar de sus atrocidades. Pero ¿de qué manera le afectó a usted? —Voy a explicárselo todo. La política de este canalla consistía en asesinar, con un pretexto u otro, a cualquiera que diera señales de poder llegar a convertirse en un rival peligroso. Mi marido…, porque mi verdadero nombre es señora de Víctor Durando…, mi marido, digo, era embajador de San Pedro en Londres. Allí me conoció y allí nos casamos. Jamás hubo en el mundo un hombre más noble. Por desgracia, Murillo oyó hablar de sus cualidades, le hizo llamar con algún pretexto y lo mandó fusilar. Sus propiedades fueron confiscadas, y yo me quedé en la ruina y con el corazón destrozado. »Entonces se produjo la caída del tirano, que escapó como ustedes han dicho. Pero todos aquellos cuyas vidas había arruinado, cuyos seres más queridos habían sufrido la tortura y la muerte a sus manos, no estaban dispuestos a dejar así las cosas. Y formaron una sociedad que no se disolvería hasta que hubiera realizado su tarea. Cuando descubrimos que el déspota derrocado se hacía pasar por este Henderson, a mí se me encargó unirme a su séquito y mantener a los demás al tanto de sus movimientos. Y lo hice, consiguiendo que me contratara como institutriz de sus hijas. Poco sospechaba Murillo que la mujer que se sentaba frente a él en las comidas era la misma a cuyo esposo había mandado al otro mundo sin darle ni tiempo para prepararse. Yo le sonreía, cumplía mis deberes con sus hijas y aguardaba el momento. Se llevó a cabo un intento en París, pero fracasó. Estuvimos viajando en zigzag de un lado a otro de Europa, para despistar a los perseguidores, y por fin regresamos a esta casa, que Murillo había alquilado cuando llegó a Europa por primera vez. »Pero también aquí le aguardaban los agentes de la justicia. Sabiendo que tarde o temprano regresaría aquí, García, que era hijo del anterior presidente de San Pedro, le estaba aguardando junto con dos leales compañeros de origen más humilde, pero igualmente animados por el mismo afán de venganza. Poco podía hacerse durante el día, porque Murillo tomaba toda clase de precauciones y nunca salía sin que le acompañara su satélite Lucas, o López, que es como se llamaba en sus tiempos de grandeza. Sin embargo, por la noche dormía solo y el vengador podía llegar hasta él. Cierta noche, acordada de antemano, envié a mi amigo las instrucciones finales, porque Murillo vivía en constante alerta y cambiaba continuamente de habitación. Yo tenía que encargarme de que las puertas estuvieran abiertas y colocar una señal en la ventana que da al sendero de entrada, una luz verde o blanca que indicaría si todo iba bien o si convenía más aplazar el intento. »Pero todo salió mal. De alguna manera, yo había despertado las sospechas de López, el secretario, que se me acercó por detrás y saltó sobre mí cuando yo estaba acabando de escribir la nota. Entre él y su jefe me llevaron a rastras a mi habitación y me declararon culpable de traición. Me habrían apuñalado allí mismo, pero no se les ocurría ninguna manera de eludir las consecuencias del crimen. Por fin, después de mucho discutir, llegaron a la conclusión de que asesinarme resultaba demasiado peligroso; pero decidieron librarse para siempre de García. Me tenían amordazada, y Murillo me retorció el brazo hasta que le di su dirección. Les aseguro que me habría dejado arrancar el brazo de haber sabido lo que le aguardaba a García. López escribió la dirección en el sobre, metió dentro la nota que yo había escrito, lo selló con el gemelo de su camisa, y lo envió por medio de su criado José. No sé cómo lo mataron, pero sí sé que tuvo que ser Murillo quien lo hizo, porque López se había quedado para vigilarme. Supongo que lo aguardó escondido entre los tojos que crecen junto al camino y que lo atacó cuando pasaba. Al principio habían pensado dejarle entrar en la casa y matarlo allí, como si se tratara de un ladrón sorprendido con las manos en la masa; pero temían que, si se veían mezclados en una investigación, se diera a conocer su identidad, con lo que quedarían expuestos a nuevos ataques. También pensaban que la muerte de García podría servir para que cesara la persecución, ya que los otros se asustarían y desistirían de su empeño. »Y todo les habría salido bien de no haber sido porque yo sabía lo que habían hecho. Estoy convencida de que hubo momentos en los que mi vida pendió de un hilo. Me tenían encerrada en mi habitación, aterrorizándome con las amenazas más horribles, torturándome para quebrantar mi espíritu…, miren esta cuchillada que tengo en el hombro y los cardenales por todos los brazos…, y una vez que traté de pedir ayuda por la ventana, me amordazaron. Cinco días duró este espantoso encierro, durante los cuales apenas comí lo suficiente para mantener el alma unida al cuerpo. Esta tarde me trajeron una buena comida, pero nada más tomarla me di cuenta de que estaba drogada. Recuerdo como en sueños que me subieron a un coche, al que llegué medio andando, medio en volandas. En el mismo estado me hicieron subir al tren. Solo entonces, cuando ya las ruedas casi empezaban a moverse, me di cuenta de pronto de que tenía la libertad al alcance de la mano. Salté fuera del vagón, ellos intentaron meterme de nuevo y, de no haber sido por la ayuda de este buen hombre, que me subió al coche, jamás habría logrado escapar. Ahora, gracias a Dios, estoy fuera de su alcance para siempre. Todos habíamos escuchado con la mayor atención este extraordinario relato. Fue Holmes el que rompió el silencio. —Nuestras dificultades no han terminado —declaró, meneando la cabeza—. Aquí concluye el trabajo de la policía, pero empieza el de los juristas. —Exacto —dije yo—. Un abogado competente podría hacerlo pasar por un caso de legítima defensa. Puede que estos hombres hayan cometido centenares de crímenes, pero solo se les puede juzgar por este. —Vamos, vamos —dijo Baynes en tono animado—. Yo tengo mejor concepto de nuestra justicia. Una cosa es la legítima defensa, y otra muy diferente tender una emboscada a sangre fría con la intención de asesinar a un hombre, por muy amenazado que te sientas por él. No, no; ya verán cómo todos quedamos justificados cuando veamos a los habitantes de High Gable comparecer ante el tribunal de Guilford. Sin embargo, es del dominio público que aún tendría que transcurrir algún tiempo antes de que el Tigre de San Pedro recibiera su merecido. En un alarde de astucia, él y su acompañante lograron despistar a su perseguidor entrando en una casa de huéspedes de Edmonton Street y saliendo por la puerta trasera, que daba a Curzon Square. Y desde aquel día no se les volvió a ver en Inglaterra. Unos seis meses después, el marqués de Montalva y su secretario, el señor Rulli, fueron asesinados en sus habitaciones del Hotel Escorial de Madrid. Se atribuyó el crimen a los nihilistas y jamás se llegó a detener a los asesinos. El inspector Baynes vino a visitarnos a Baker Street, trayendo una descripción impresa del rostro moreno del secretario y de las facciones dominantes, los ojos negros y magnéticos y las pobladas cejas de su señor. No nos cupo duda de que por fin se había hecho justicia, si bien con algún retraso. —Un caso caótico, querido Watson —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de la tarde—. No le va a ser posible presentarlo de esa forma compacta que tanto le gusta. Abarca dos continentes, incluye dos grupos de gentes misteriosas y se complica aún más con la respetabilísima presencia de nuestro amigo Scott Eccles, cuya inclusión demuestra que el difunto García poseía una mente muy dotada para la intriga y un instinto de conservación muy desarrollado. Lo único notable ha sido que, en semejante jungla de posibilidades, nosotros y nuestro digno colaborador, el inspector, hayamos sabido aferramos a lo fundamental y así hayamos podido seguir todo este tortuoso camino. ¿Hay algún detalle que todavía no haya quedado claro para usted? —¿Para qué regresó el mulato a la casa? —Yo creo que la explicación está en la extraña criatura de la cocina. Ese hombre era un salvaje primitivo de las selvas de San Pedro, y aquello era su fetiche. Cuando él y su compañero tuvieron que huir a algún escondite preparado de antemano, donde, sin duda, vivía otro de sus compinches, el compañero debió de convencerlo de que abandonara aquel objeto tan comprometedor. Pero el mulato sentía demasiado apego por su amuleto y al día siguiente se sintió arrastrado a regresar a por él. Sin embargo, al espiar por la ventana vio que el agente Walters tenía controlada la casa. Esperó tres días más, y su fe o su superstición le impulsaron a intentarlo de nuevo. El inspector Baynes, que con su astucia habitual había procurado quitarle importancia al incidente delante de mí, se había percatado ya de su trascendencia y había tendido una trampa en la que el pobre individuo fue a caer. ¿Alguna otra cosa, Watson? —El ave despedazada, el cubo de sangre, los huesos chamuscados, todo el misterio de aquella macabra cocina. Sonriendo, Holmes buscó una anotación en su cuaderno. —Me pasé una mañana en el Museo Británico leyendo sobre este tema y algunos otros. Aquí tengo una cita de la obra de Eckermann El vudú y las religiones africanas: El verdadero creyente en el vudú no emprende una acción de importancia sin realizar antes ciertos sacrificios con la intención de propiciar a sus siniestros dioses. En los casos extremos, estos ritos adoptan la forma de sacrificios humanos, seguidos de canibalismo. Pero las víctimas más habituales son un gallo blanco, al que se despedaza vivo, y una cabra negra, a la que se degüella para luego quemarla. »Como ve, nuestro amigo el salvaje era un tipo muy ortodoxo en cuestión de rituales. Es grotesco, Watson —añadió Holmes, cerrando lentamente su cuaderno de notas—, pero, como ya he comentado en más de una ocasión, de lo grotesco a lo espantoso no hay más que un paso. ESTRELLA DE PLATA —Me temo, Watson, que voy a tener que marcharme —dijo Holmes una mañana cuando nos sentábamos a desayunar. —¿Marcharse? ¿Dónde? —A King’s Pyland, en Dartmoor. No me sorprendió. Ciertamente, lo único que me extrañaba era que aún no se hubiera visto mezclado en aquel caso extraordinario, único tema de conversación a lo largo y a lo ancho de Inglaterra. Durante un día entero mi amigo había deambulado por la habitación con la cabeza gacha y el ceño fruncido, cargando y recargando la pipa con el tabaco negro más fuerte, completamente sordo a cualquiera de mis preguntas o comentarios. Del quiosco nos llegaban las nuevas ediciones de los periódicos, pero solo recibían una ojeada antes de ir a parar a un rincón. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía muy bien que estaba meditando sobre aquello. Había tan solo un problema ante el público que pudiera retar su poder de análisis, y era la singular desaparición del favorito para la Copa de Wessex y el trágico asesinato de su entrenador. Por tanto, cuando anunció repentinamente su intención de partir hacia el lugar del drama, no hizo más que lo que yo había supuesto y esperado. —Estaría encantado de bajar con usted, si no le resultara engorroso —dije. —Mi querido Watson, me haría un gran favor si viniera. Y creo que no perdería el tiempo, pues hay algunos puntos en este caso que prometen convertirlo en único. Creo que tenemos el tiempo justo para coger nuestro tren en Paddington; durante el camino entraré en detalles. Me gustaría que se llevara consigo sus excelentes prismáticos. Y así fue como, una hora más tarde aproximadamente, me encontraba en la esquina de un compartimento de primera, en route hacia Exeter a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su rostro aguileño e inquieto enmarcado por el gorro de viaje con orejeras, se sumía en el montón de nuevos periódicos que se había procurado en Paddington. Lejos quedaba ya Reading cuando dejó el último a un lado y me ofreció la petaca. —Vamos bien —dijo—. La velocidad es de cincuenta y tres millas y media por hora. —No me he fijado en los indicadores de distancia —dije. —Yo tampoco, pero en esta línea los postes de telégrafos están situados cada sesenta yardas; lo demás es un cálculo fácil. Supongo que usted habrá pensado ya sobre este asunto del asesinato de John Straker y la desaparición de Estrella de Plata. —He leído lo que viene en el Telegraph y el Chronicle. —Es este uno de esos casos en los que el pensador debiera aplicar su ingenio más al examen de los detalles que a la adquisición de nuevas pruebas. La tragedia ha sido tan insólita, tan completa y tiene tal importancia personal para tanta gente, que padecemos una avalancha de suposiciones, conjeturas e hipótesis. La dificultad estriba en deslindar los hechos, los hechos absolutos e innegables, de los aderezos que aportan los teóricos y los periodistas. Partiendo de esta sólida base, nuestra obligación es ver qué conclusiones podemos sacar y cuáles son los puntos especiales sobre los que gira todo el misterio. El martes por la noche el coronel Ross, dueño del caballo, y el inspector Gregory, que se encarga del caso, me telegrafiaron pidiendo mi colaboración. —¡El martes por la noche! —exclamé—. Pero si estamos a jueves por la mañana. ¿Por qué no partió usted ayer? —Porque cometí un error, mi querido Watson, algo bastante más frecuente, me temo, de lo que pudiera pensar quien solo me conozca por sus memorias. El hecho es que no creía posible que el caballo más magnífico de toda Inglaterra pudiera permanecer escondido por mucho tiempo, sobre todo en un lugar tan poco poblado como es el norte de Dartmoor. Hora tras hora esperaba oír ayer que lo habían encontrado y que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, cuando esta mañana no trajo más que el arresto del joven Fitzroy Simpson, pensé que había llegado el momento de entrar en acción. De todos modos pienso que no perdí del todo el día de ayer. —¿Tiene, pues, alguna teoría? —Al menos conozco los hechos fundamentales del caso. Se los enumeraré, pues nada aclara tanto un caso como el exponérselo a otra persona. Además difícilmente podría esperar su colaboración, de no explicarle la postura de la que partimos. Me recosté sobre los almohadones y me dispuse a fumar mi cigarro, mientras Holmes, inclinado hacia delante, hizo un esbozo de los sucesos que motivaban nuestro viaje, enumerando los datos sobre la palma de su mano izquierda con el índice largo y fino. —Estrella de Plata —dijo— es de la cuadra Isonomy y tiene un historial tan brillante como el de su famoso antecesor. Tiene cinco años y uno a uno le ha ido llevando al coronel Ross, su afortunado dueño, todos los premios hípicos. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito para la Copa de Wessex, las apuestas estaban tres a una. Siempre ha sido un gran favorito entre el público de las carreras, y no le ha defraudado nunca, de modo que incluso en apuestas cortas se han movido en torno a él enormes sumas de dinero. Por tanto, es evidente que era mucha la gente interesada en evitar que Estrella de Plata estuviera allí el martes próximo cuando se diera la señal de salida. »Por supuesto, esto se sabía en King’s Pyland, lugar donde se encuentran las cuadras de entrenamiento del coronel, y se tomaron todas las precauciones para proteger al favorito. El entrenador, John Straker, es un jockey retirado, que montó con los colores del coronel Ross hasta que pesó demasiado. Ha servido al coronel durante cinco años como jockey y durante siete como entrenador. Siempre ha demostrado ser un fiel y honrado servidor. Tenía tres muchachos a sus órdenes, pues el establecimiento era pequeño; no habría más de cuatro caballos. Uno de estos muchachos permanecía toda la noche en el establo vigilando, mientras los otros dormían en el desván. Todos tenían una excelente reputación. John Straker, que estaba casado, vivía en una pequeña casa a unas doscientas yardas de las cuadras. No tiene hijos, tiene una criada y vive con desahogo. Es un lugar muy solitario, pero como a media milla hacia el norte hay un pequeño conjunto de casas, construidas por un contratista de Tavistock para uso de inválidos y quienes quieran disfrutar del aire puro de Dartmoor. El pueblo de Tavistock está al oeste, a dos millas, y cruzando el páramo, también a unas dos millas de distancia, está la cuadra de entrenamiento de Capleton, que es más grande y pertenece a Lord Backwater. La lleva Silas Brown. Por lo demás, el lugar está completamente deshabitado, a excepción de unos cuantos gitanos errantes. Esa era la situación general el pasado lunes por la noche, cuando ocurrió la catástrofe. «Aquella noche, como de costumbre, habían entrenado a los caballos y les habían dado de beber. Las cuadras se cerraron a las nueve. Dos de los muchachos se fueron a casa del entrenador, donde cenaron en la cocina, mientras el tercero se quedaba de guardia. Poco después de las nueve la criada, Edith Baxter, le bajó la cena al mozo que estaba en la cuadra, un plato de cordero al curry. No le llevó líquido alguno, pues en la cuadra hay un grifo, y la regla es que el chico de guardia no beba más que agua. La criada llevaba una linterna, puesto que estaba muy oscuro y el sendero cruza a campo traviesa. »Edith Baxter se encontraba a treinta yardas de las caballerizas, cuando de la oscuridad salió un hombre que la hizo detenerse. A la luz amarillenta de la linterna pudo comprobar que era una persona de porte señorial. Vestía un recio traje gris y se tocaba con una gorra de paño. Llevaba polainas y empuñaba un grueso bastón con abultada empuñadura. Sin embargo lo que más le impresionó fue la gran palidez que reflejaba su rostro y lo nervioso que se mostraba. Pensó que debía de tener algo más de treinta años. »—¿Podría decirme dónde me encuentro? —preguntó—. Casi me había hecho a la idea de dormir al aire libre, cuando vi la luz de su linterna. »—Está cerca de las cuadras de entrenamiento de King’s Pyland —le respondió Edith. »—¡Qué golpe de suerte! —exclamó—. Tengo entendido que un mozo duerme solo en las caballerizas todas las noches. Incluso puede que lo que usted lleva sea su cena. Estoy seguro de que el orgullo no la impedirá ganarse el precio de un traje nuevo, ¿verdad? —y sacó del bolsillo del chaleco un papel blanco doblado—. Encarguese de que el chico reciba esto esta noche y tendrá usted el traje más bonito que se pueda comprar. »La criada estaba asustada por la insistencia con que hablaba el desconocido y corrió hacia la ventana a través de la cual solía pasarle al mozo la cena. Estaba ya abierta y Hunter se encontraba dentro, sentado a una pequeña mesa. Había empezado a contarle lo ocurrido, cuando se acercó el desconocido. »—Buenas noches —dijo mirando al interior desde la ventana—. Quisiera hablar con usted. »La chica ha jurado que, mientras hablaba, pudo ver que el hombre escondía en la mano cerrada un pequeño envoltorio. »—¿Qué se le ha perdido a usted aquí? —preguntó el mozo. »—Algo que quizá puede llenar sus bolsillos —fue la respuesta—. Aquí hay dos caballos que participarán en la copa de Wessex, Estrella de Plata y Bayard. No me engañe y saldrá ganando. ¿Es cierto que, en la carrera con handicap, Bayard podría darle al otro cien yardas en cinco estadios y que la cuadra ha apostado por él? »—Así que es usted uno de esos malditos pronosticadores, ¿eh? —exclamó el muchacho—. Le voy a enseñar cómo los tratamos en King’s Pyland. »Se levantó de un salto y corrió hacia donde estaba el perro para desatarlo. La criada huyó hacia la casa, pero, echando la vista atrás, vio que el desconocido se empinaba por la ventana. Sin embargo, cuando un minuto más tarde Hunter salió con el perro, el desconocido ya no estaba y, aunque dio una vuelta alrededor de las caballerizas, no encontró ni rastro del hombre. —Un momento —exclamé—. Cuando el chico salió corriendo con el perro, ¿dejó la puerta abierta? —¡Excelente, Watson, excelente! —murmuró mi acompañante—. La importancia de este punto me pareció tan grande, que telegrafié ayer a Dartmoor para cerciorarme. El chico cerró la puerta al salir. Y añadiré que la ventana no es lo suficientemente grande como para que pueda entrar un hombre por ella. »Hunter esperó hasta que los otros mozos de cuadra regresaron y entonces avisó al entrenador de lo que había ocurrido. Straker se inquietó al oír el relato, aunque no pareció haberse dado bien cuenta de su verdadero alcance. Sin embargo, estaba intranquilo y, cuando la señora Straker se despertó a la una de la madrugada, le encontró vistiéndose. Respondiendo a las preguntas de su mujer, dijo que no podía dormir debido a la preocupación que sentía por los caballos y que iba a acercarse a las caballerizas para asegurarse de que todo andaba bien. Ella le rogó que no saliera de casa, ya que se oía la lluvia golpear contra las ventanas, pero, a pesar de su insistencia, se puso la gabardina y abandonó la casa. »La señora Straker se levantó a las siete de la mañana y vio que su marido aún no había regresado. Se vistió con rapidez, llamó a la criada y partió camino de las caballerizas. La puerta se encontraba abierta. Dentro, arrebujado en una silla, estaba Hunter, sumido en un estado de completo atontamiento: la casilla del favorito estaba vacía y no había señal del entrenador. »Pronto se despertaron los dos mozos que dormían en el desván que queda encima del cuarto de los arreos. Ambos tienen el sueño pesado y ninguno de ellos había oído nada durante la noche. Evidentemente Hunter estaba bajo la influencia de alguna droga fuerte y, puesto que era imposible obtener de él ninguna información coherente, se le dejó dormir hasta que se le pasara el efecto. Mientras, los dos muchachos y las mujeres salieron en busca de los desaparecidos. Aún mantenían la esperanza de que el entrenador, por alguna razón, se hubiera llevado el caballo para entrenarlo. Mas al subir a la colina cercana a la casa, desde la cual se divisaba la vecindad circundante, no solo no vieron señal alguna del favorito, sino que percibieron algo que les avisó de que estaban en presencia de una catástrofe. «Como a un cuarto de milla de las cuadras, la gabardina de John Straker ondeaba colgada de un tojo. Al lado de este el páramo formaba una pequeña hondonada, al fondo de la cual yacía el cuerpo inerte del desafortunado entrenador. Tenía la cabeza destrozada por el salvaje golpe de una pesada arma y estaba herido en el muslo, donde aparecía un corte largo y limpio, evidentemente producido por un instrumento afilado. Sin embargo estaba claro que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, pues en la mano derecha sujetaba un pequeño cuchillo, bañado en sangre hasta el mango, mientras que en la mano izquierda tenía una corbata de seda roja y negra, que la criada reconoció como la misma que llevaba el desconocido que la noche anterior había visitado las cuadras. «Hunter, al recobrar el sentido, también estaba seguro respecto de a quién pertenecía la corbata. Igualmente estaba seguro de que había sido el mismo desconocido el que, desde la ventana, había echado algún estupefaciente en el cordero, privando así a las cuadras de su vigilante. »En cuanto al caballo desaparecido, había abundantes pruebas en el barro de la hondonada fatal de que había estado allí durante la contienda. Pero falta desde esa mañana y, a pesar de que se ha ofrecido una gran recompensa por él y de que todos los gitanos de Dartmoor están sobre aviso, no ha habido noticia alguna. Finalmente, el análisis de los restos de la cena que dejó el mozo ha demostrado que contenían una considerable cantidad de polvos de opio, mientras que los que cenaron en la casa, y tomaron lo mismo, no sufrieron síntomas de enfermedad. »Estos son los hechos principales del caso, desprovistos de toda conjetura y expuestos del peor modo posible. Paso ahora a recapitular la labor de la policía en el asunto. »El inspector Gregory, a quien se le ha encargado el caso, es persona extremadamente competente. De estar dotado de imaginación, podría llegar muy lejos en su profesión. A su llegada, de inmediato encontró y arrestó al hombre sobre el que naturalmente recaían las sospechas. No hubo dificultades para encontrarle, pues era muy conocido en el vecindario. Parece ser que se llama Fitzroy Simpson. Es un hombre de buena familia y excelente educación, que ha despilfarrado una fortuna en carreras y que vive en la actualidad de sus discretas gestiones como corredor de apuestas; revela que había registrado apuestas de hasta cinco mil libras en contra del favorito. »Al ser arrestado confesó que había ido a Dartmoor con la esperanza de obtener información acerca de los caballos de King’s Pyland, y de Desborough, el segundo favorito, que estaba a cargo de Silas Brown en las cuadras de Capleton. No intentó negar que había actuado tal y como se había declarado, pero añadió que no tenía malas intenciones y que simplemente quería obtener información de primera mano. Cuando se le enseñó la corbata palideció y fue incapaz de justificar por qué se encontraba en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas atestiguaban que había pasado la noche bajo la lluvia, y su bastón, hecho de madera de palmera y plomo, era el arma apropiada para poder infligir, mediante repetidos golpes, las terribles heridas que hicieron sucumbir al entrenador. »Por otro lado, no mostraba herida alguna sobre el cuerpo, mientras que el aspecto del cuchillo de Straker demostraba que al menos uno de sus asaltantes debiera llevar su marca. Este es el resumen, Watson, y si de alguna manera puede usted arrojar alguna luz sobre el asunto le quedaría muy agradecido. Con enorme atención seguí el relato que Holmes, con su característica claridad, me había expuesto. Aunque la mayoría de los hechos me eran familiares, no había apreciado suficientemente ni su relativa importancia ni la relación existente entre ellos. —¿Sería posible —sugerí— que la herida de Straker la hubiera ocasionado su propio cuchillo durante las convulsiones que siguen a cualquier lesión cerebral? —Es más que posible; es incluso probable —dijo Holmes—. En cuyo caso, uno de los principales puntos a favor del acusado desaparecería. —Sin embargo —dije—, no alcanzo a comprender cuál puede ser la teoría de la policía. —Me temo que cualquier teoría que formulemos tropezará con graves objeciones —respondió mi acompañante—. Supongo que la policía imagina que este Fitzroy Simpson, tras narcotizar al muchacho y habiéndose hecho con un duplicado de la llave, abrió la puerta de la cuadra y se llevó el caballo con la intención de secuestrarlo. Falta la brida, de modo que debió de ponérsela Simpson. Luego, dejando la puerta abierta, estaría ya alejándose con el caballo por el páramo cuando, o bien se encontró, o bien le alcanzó el entrenador. Como es lógico, surgió una pelea, en el curso de la cual Simpson le abrió la cabeza al entrenador con el bastón, sin que el pequeño cuchillo que Straker utilizaba para defenderse le hiriera a él. Después el ladrón pudo llevarse el caballo a algún lugar escondido o quizá este se escapó durante la lucha y esté ahora errando por el páramo. Así es como la policía plantea el caso y, por improbable que parezca, las demás explicaciones lo son más aún. No obstante, una vez me encuentre en el lugar de los hechos, pronto los comprobaré. Hasta entonces no creo que podamos ir mucho más allá. Era ya de noche cuando llegamos al pueblecito de Tavistock, situado, como el tachón de un escudo, en el centro del inmenso círculo que constituye Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación; el uno, un hombre alto y rubio con barba y cabello leonino y penetrantes ojos azules; el otro, una persona menuda y avispada, pulcra y aseada, llevaba patillas y monóculo, y vestía levita y polainas. Este último era el coronel Ross, conocido deportista; el otro era el inspector Gregory, un hombre que con rapidez se estaba haciendo un nombre en el departamento de detectives inglés. —Estoy contentísimo de que haya venido, señor Holmes —dijo el coronel—. Aquí el inspector ha hecho todo lo humanamente posible, pero no quiero dejar piedra por remover para intentar vengar al pobre Straker y recobrar mi caballo. —¿Ha habido nuevos acontecimientos? —preguntó Holmes. —Lamento decirle que hemos hecho muy pocos progresos —dijo el inspector—. Afuera nos espera una calesa y, puesto que sin duda usted querrá ver el lugar antes de que se haga noche cerrada, podemos hablar de esto durante el camino. Un minuto después nos encontrábamos todos cómodamente sentados en una calesa, cruzando el pintoresco y antiguo pueblecito de Devonshire. El inspector Gregory estaba inmerso en el caso y profirió un sinfín de comentarios, a los que Holmes respondía con alguna pregunta ocasional. El coronel Ross permanecía recostado, mientras yo escuchaba con interés el diálogo entre los detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con lo que Holmes había pronosticado en el tren. —Fitzroy Simpson está muy acorralado —comentó— y yo personalmente creo que es nuestro hombre. Al mismo tiempo reconozco que las pruebas son circunstanciales y que cualquier nuevo acontecimiento podría anularlas. —¿Qué hay del cuchillo de Straker? —Estamos casi convencidos de que se hirió él mismo al caer. —Mi amigo, el doctor Watson, sugirió eso mismo en el tren. De ser así, iría en contra de ese Simpson. —Indudablemente. No tiene ni cuchillo ni señales de ninguna herida. Pero las pruebas en su contra son muy fuertes. Tenía mucho interés en que desapareciera el favorito, se halla bajo sospecha de haber envenenado al mozo de cuadra, estuvo fuera toda la noche bajo la tormenta, iba armado con un grueso bastón, y se encontró su corbata en la mano del hombre asesinado. Verdaderamente creo que tenemos elementos suficientes como para ir a juicio. Holmes negó con la cabeza. —Una defensa aguda lo echaría todo por tierra —dijo—. ¿Por qué iba a sacar al caballo de la cuadra? Si quería hacerle daño, ¿por qué no lo hizo allí mismo? ¿Se le ha encontrado un duplicado de la llave? ¿Qué farmacéutico le vendió los polvos de opio? Y, más importante, ¿dónde iba él, un forastero aquí, a esconder un caballo, máxime un caballo como ese? ¿Cuál es su explicación acerca del papel que quería que la criada le entregara al muchacho? —Dice que era un billete de diez libras. Se le encontró uno en su monedero. Pero las otras objeciones que usted pone no son tan formidables como las pinta. No es un forastero aquí. Durante el verano se ha alojado en Tavistock dos veces. El opio probablemente vendría de Londres. La llave, tras haber surtido su efecto, pudo ser desechada. Y puede que el caballo yazga en el fondo de alguna hondonada o de alguna de las minas antiguas que hay en el páramo. —¿Qué dice él de la corbata? —Admite que es suya y declara haberla perdido. Pero ha surgido un elemento nuevo en el caso, que pudiera explicar el que se llevara el caballo de la cuadra. Holmes aguzó el oído. —Hemos encontrado huellas que demuestran que un grupo de gitanos acampó el lunes por la noche a una milla del lugar del asesinato. El martes habían desaparecido. Pues bien, suponiendo que hubiera algún tipo de conexión entre Simpson y los gitanos, ¿no sería posible que él se dispusiera a llevarles el caballo cuando fue alcanzado y que los gitanos lo tuvieran ahora en su poder? —Es muy posible. —Estamos batiendo el páramo en pos de los gitanos. También he examinado todas las caballerizas y cobertizos de Tavistock y en diez millas a la redonda. —Tengo entendido que hay otra cuadra de entrenamiento muy cerca. —En efecto, y ese es un factor que no debemos descuidar. Puesto que Desborough, su caballo, iba segundo en las apuestas, ellos tenían interés en que desapareciera el favorito. Se sabe que Silas Brown, el entrenador, había apostado fuerte y no era amigo del pobre Straker. Sin embargo hemos inspeccionado a fondo las cuadras y no hemos encontrado nada que le relacione con el asunto. —¿Tampoco se ha encontrado relación entre ese Simpson y los intereses de las cuadras Capleton? —Ninguna en absoluto. Holmes se recostó en el carruaje y la conversación terminó. Unos minutos más tarde el conductor se detuvo ante una pulcra casita de ladrillo rojo con aleros salientes que había junto a la carretera. A poca distancia, cruzando el prado, se levantaba un cobertizo alargado de color grisáceo. Los helechos marchitos teñían de cobre el páramo suavemente ondulado que se extendía en todas las demás direcciones hasta rozar el horizonte, resquebrajado tan solo por los campanarios de Tavistock y por un conjunto de casas hacia el oeste que indicaban las cuadras Capleton. Todos bajamos de la calesa, a excepción de Holmes, que seguía recostado con la mirada clavada en el firmamento, totalmente sumido en sus pensamientos. Cuando le toqué el brazo, pareció despertarse bruscamente y descendió del carruaje. —Perdóneme —dijo, volviéndose hacia el que le miraba extrañado—. Estaba soñando despierto. Había un brillo en sus ojos y una agitación contenida en su manera de actuar, que a mí, que conocía bien su forma de ser, me convencieron de que acababa de dar con alguna pista, aunque no lograba adivinar de dónde la había sacado. —Señor Holmes, quizá preferiría que prosiguiéramos de inmediato a la escena del crimen —dijo Gregory. —Creo que prefiero quedarme aquí un poco más y entrar en un par de detalles. Supongo que a Straker le traerían aquí, ¿no? —Sí, está arriba. La encuesta judicial será mañana. —Ha estado a su servicio varios años, ¿verdad, coronel Ross? —Siempre ha demostrado ser un criado excelente. —Supongo, inspector, que harían un inventario de lo que llevaba en los bolsillos cuando murió. —Tengo en el salón todo lo que se le encontró, si quiere verlo. —Encantado. Pasamos a la habitación y nos sentamos alrededor de una mesa central, mientras el inspector abría una caja de hojalata cerrada con llave y hacía un montoncito con las cosas que sacaba de ella. Había una caja de cerillas, un resto de vela, una pipa A. D. R, de raíz de brezo, una petaca de piel de foca con media onza de tabaco prensado, un reloj de plata con cadena de oro, cinco monedas de oro, un estuche de lápices de aluminio, unos cuantos papeles y un cuchillo con mango de marfil, de hoja rígida y muy delicada, que llevaba estampado «Weiss & Co., London». —Es un cuchillo muy curioso —dijo Holmes, examinándolo con atención—. Puesto que veo que está manchado de sangre, supongo que será el que tenía en la mano el hombre asesinado. Watson, seguro que usted conoce este tipo de cuchillo. —Es lo que llamamos un cuchillo de cataratas —respondí. —Eso mismo pensaba yo. Tiene una hoja muy delicada, pensada para trabajos muy delicados. Raro instrumento para que lo lleve un hombre que se lanza a una escabrosa expedición, sobre todo si tenemos en cuenta que no es uno de esos cuchillos que se pueden doblar y meter en el bolsillo. —Tenía la punta protegida con un corcho, que encontramos al lado del cadáver —dijo el inspector—. Su esposa nos ha dicho que el cuchillo llevaba varios días encima del tocador y que lo había cogido su marido al salir de la habitación. No era una buena arma, pero quizá no pudo echar mano de otra mejor en aquel momento. —Es muy probable. ¿Qué hay de esos papeles? —Tres de ellos son recibos de tratantes de heno. Uno es una carta del coronel Ross con instrucciones. Este otro es una factura de la modista, firmada por Madame Lesurier, de Bond Street, y extendida a nombre de William Darbyshire. La señora Straker nos dice que Darbyshire era un amigo de su marido y que de vez en cuando daba esta dirección. —Madame Darbyshire tiene unos gustos algo caros —comentó Holmes mirando la factura—. Veintidós guineas es bastante para un solo traje. En fin, no parece que haya nada más, así que podemos ir al lugar del crimen. Al salir del salón se acercó una mujer que había estado esperando en el pasillo y puso su mano sobre el brazo del inspector. Su rostro delgado, cansado y expectante mostraba la huella de un terror reciente. —¿Los han cogido? ¿Los han encontrado? —dijo casi sin aliento. —No, señora Straker, pero el señor Holmes ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos todo lo que esté en nuestras manos. —Creo que la conocí hace tiempo en Plymouth, señora Straker; en una fiesta —dijo Holmes. —No, caballero. Está equivocado. —Vaya, pues lo hubiera jurado. Llevaba un traje de seda gris rematado con plumas de avestruz. —Nunca he tenido un traje así, caballero —respondió la dama. —Entonces no caben más dudas —dijo Holmes y, disculpándose, salió con el inspector. Una pequeña caminata nos llevó a través del páramo hasta la hondonada donde se había encontrado el cadáver. Al borde estaba el tojo en el que se hallaba colgada la gabardina. —Tengo entendido que no hacía viento aquella noche —dijo Holmes. —No, pero llovía mucho. —En ese caso no es que el viento arrastrara la gabardina hasta el tojo, sino que debieron de colocarla allí. —Sí, estaba colgada encima. —Estoy preso de interés. Veo que hay muchas pisadas. Sin duda habrá venido aquí mucha gente desde el lunes por la noche. —Pusimos un felpudo aquí al lado, sobre el que nos hemos situado para no pisar la tierra. —Excelente. —Tengo en esta bolsa una de las botas que llevaba Straker, uno de los zapatos de Fitzroy Simpson y una herradura de Estrella de Plata. —¡Mi querido inspector, se supera usted a sí mismo! Holmes cogió la bolsa y, bajando a la hondonada, centró un poco más el felpudo. Luego, apoyando la barbilla en las manos se agachó y estudió minuciosamente el fango pisoteado que tenía ante sí. —¡Hombre! —exclamó repentinamente—. ¿Qué es esto? Era una cerilla de cera, a medio quemar, y tan embadurnada de fango, que al principio parecía una pequeña astilla de madera. —No sé cómo se me ha podido pasar —dijo el inspector con aire molesto. —Era invisible; estaba hundida en el barro. Yo la encontré solo porque la estaba buscando. —¡Cómo! ¿Esperaba encontrarla? —No lo creía descabellado. Sacó las botas de la bolsa y cotejó el dibujo de la suela con las huellas que había en la tierra. Después trepó hasta el borde de la hondonada y gateó por entre los matorrales. —Me temo que no hay más pistas —dijo el inspector—. He examinado detenidamente el terreno en cien yardas a la redonda. —¡Comprendo! —dijo Holmes levantándose—. Después de lo que dice no tendría yo el descaro de hacerlo de nuevo. Pero me gustaría dar un pequeño paseo por el páramo antes de que anochezca, para no perderme mañana. Creo que me llevaré esta herradura; a ver si me trae suerte. El coronel Ross, que había dado muestras de impaciencia ante el método de trabajo tranquilo y sistemático de mi acompañante, miró el reloj. —Me gustaría que regresara conmigo, inspector —dijo—. Hay varios puntos sobre los que desearía tener su opinión. En especial creo que por respeto a nuestro público deberíamos retirar el nombre de nuestro caballo de la carrera. —En modo alguno —exclamó Holmes en tono firme—. Pienso que debe mantenerlo. El coronel hizo una pequeña inclinación. —Agradezco mucho su opinión, señor. Cuando dé por finalizado su paseo, nos encontrará en la casa del pobre Straker. Podemos volver juntos a Tavistock. Él y el inspector se fueron y Holmes y yo empezamos a caminar lentamente por el páramo. El sol empezaba a ponerse por detrás de las cuadras de Capleton y la ondulante llanura ante nosotros pasaba del dorado a un intenso color cobrizo en los helechos y zarzas que aún recogían los últimos reflejos del atardecer. Sin embargo, mi acompañante no apreciaba las maravillas que nos ofrecía el paisaje; iba sumido en sus pensamientos. —La cosa está así, Watson —dijo finalmente—. Por el momento podemos dejar la cuestión de quién asesinó a John Straker y limitarnos a averiguar qué ha sido del caballo. Bien, suponiendo que se escapara durante o después de la tragedia, ¿dónde pudo haber ido? El caballo es un animal gregario. Si iba solo, su instinto le llevaría a volver a King’s Pyland o a dirigirse a Capleton. ¿Por qué iba a andar suelto por el páramo? Le habrían visto ya. ¿Y por qué le iban a secuestrar unos gitanos? Estas gentes suelen largarse en cuanto oyen que hay lío, pues no quieren que la policía los moleste. De llevarse el animal, correrían un gran riesgo sin ganar nada. Eso está claro, ¿no? —Pero entonces, ¿dónde está? —Ya he dicho que debió de irse a King’s Pyland o a Capleton. Puesto que no está en King’s Pyland debe de encontrarse en Capleton. Tomemos eso como hipótesis de trabajo, a ver adonde nos conduce. Esta parte del páramo, como señaló el inspector, está muy firme y seca. Pero hacia Capleton va descendiendo. A lo lejos se puede ver una depresión que tuvo que estar muy enfangada el lunes por la noche. Si nuestra suposición es correcta, el caballo debió de cruzarla y es allí donde debiéramos buscar sus huellas. Habíamos ido caminando de prisa, mientras sosteníamos esta conversación, y pocos minutos más tarde llegamos a la hondonada en cuestión. A petición de Holmes yo iba por el lado izquierdo y él por el derecho. Mas no había dado cincuenta pasos, cuando le oí proferir una exclamación y vi que me hacía señas con la mano. La tierra húmeda mostraba claramente las huellas del caballo y la herradura que sacó del bolsillo encajaba perfectamente. —Vea lo que vale la imaginación —dijo Holmes—. Es la única virtud de que carece Gregory. Nosotros nos imaginamos lo que pudo ocurrir, actuamos en consecuencia, y nos vemos recompensados. Sigamos. Cruzamos el barrizal y volvimos a encontrarnos con un cuarto de milla de terreno seco y firme. Cuando de nuevo el terreno descendió, volvimos a encontrar huellas. Durante media milla las perdimos, pero otra vez aparecieron cerca de Capleton. Holmes las vio primero y me las señaló con aire triunfal. Paralelamente a las del caballo se veían las huellas de un hombre. —¡El caballo iba solo antes! —exclamé. —En efecto. Iba solo. Pero ¿qué es esto? La pareja de huellas se desvió bruscamente en dirección a King’s Pyland. Holmes profirió un silbido y ambos las seguimos. Mi acompañante tenía los ojos fijos sobre el rastro, pero casualmente yo desvié la mirada hacia el lado y observé con sorpresa que las mismas huellas volvían en dirección contraria a la nuestra. —Enhorabuena, Watson —dijo Holmes, cuando se lo hice notar—. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría conducido aquí de nuevo. Sigamos las huellas de vuelta. No tuvimos que ir muy lejos. Acababan donde comenzaba el camino asfaltado que conducía hasta la verja de las cuadras de Capleton. Al acercarnos, salió un mozo a nuestro encuentro. —No queremos mirones por aquí —dijo. —Solo quería hacer una pregunta —dijo Holmes, introduciendo el pulgar y el índice en el bolsillo de su chaleco—. ¿Serían las cinco de la madrugada demasiado temprano para ver a su amo, Silas Brown, mañana? —Cielo santo, señor, si hay alguien levantado a esa hora será él, porque siempre es el primero en estar por aquí. Pero ahí le tiene, señor. El mismo le contestará a sus preguntas. No, no, señor, de ninguna manera. Me juego el empleo si me viera que cojo dinero. Démelo después si quiere. Sherlock Holmes se estaba guardando la media corona que había sacado del bolsillo, cuando se adelantó un hombre mayor, de aspecto agresivo, con un látigo en la mano. —¿Qué significa esto, Dawson? —gritó—. ¡No quiero comadreos! —Quisiéramos hablar con usted diez minutos, buen hombre —dijo Holmes en el tono más educado. —No tengo tiempo de hablar con todos los que no tienen nada que hacer. No queremos extraños aquí. Largo, si no quiere que le suelte al perro. Holmes se inclinó y le susurró algo al oído. El entrenador se sobresaltó y se sonrojó. —¡Es mentira! —gritó—. ¡Es una maldita mentira! —Está bien. ¿Quiere que lo discutamos aquí en público o que vayamos a su casa? —Pase, entonces. Holmes sonrió. —No le haré esperar más de unos minutos, Watson —dijo—. Bueno, señor Brown, estoy a su entera disposición. Pasaron veinte minutos, durante los cuales los rojizos se tornaron grises, antes de que Holmes y el entrenador reapareciesen. Jamás había visto, en tan corto plazo de tiempo, una mutación como la que había sufrido Silas Brown. Estaba pálido como un muerto, la frente bañada en sudor, y le temblaban las manos tanto, que el látigo que sostenían parecía una rama sacudida por el viento. Había desaparecido su brusquedad y su ademán avasallador e iba encogido al lado de mi acompañante cual perro junto a su amo. —Se llevarán a cabo sus instrucciones. Se hará como usted dice. —No debe haber equivocaciones —dijo Holmes mirando a su alrededor. El otro parpadeó al leer la amenaza en los ojos de mi acompañante. —No, no, no habrá ninguna equivocación. Estará allí. ¿Lo cambio primero o no? Holmes meditó un instante y soltó una carcajada. —No —dijo finalmente—. Ya le escribiré con más detalles. Ni un truco o… —¡No, no, confíe en mí, puede confiar en mí! —Encarguese de ello, como si fuera suyo propio. —Descuide, puede fiarse de mí. —Sí, creo que sí. Bien, mañana tendrá noticias mías. Dio media vuelta sin estrechar la mano temblorosa que el otro le extendía y partimos hacia King’s Pyland. —Pocas veces me he encontrado con una mezcla tan perfecta de cobardía, traición y tiranía como la de Silas Brown —comentó Holmes mientras avanzábamos juntos. —Entonces, ¿tiene el caballo? —Intentó negarlo, pero le describí sus acciones de aquella mañana con tal detalle, que está convencido de que le estaba observando. Supongo que usted habría notado la extraña punta cuadrada de las huellas y que las botas de Silas Brown correspondían perfectamente. Por otro lado, ningún subalterno se habría atrevido a hacer algo semejante. Le he descrito cómo, siguiendo su costumbre, se había levantado el primero, observó un caballo vagando por el páramo, cómo fue en su busca, y cómo se asombró cuando, al reconocer la estrella blanca que motivó el nombre del favorito, vio que la fortuna había puesto en sus manos al único caballo capaz de ganar a aquel por el cual él había apostado. Entonces le describí cómo su primer impulso había sido devolverlo a King’s Pyland, y cómo el demonio le había mostrado que podía esconder el caballo hasta después de la carrera y cómo había vuelto con él a Capleton para ocultarlo. Cuando le di todos los detalles, se rindió y pensó solo en salvar el pellejo. —Pero si habían registrado sus cuadras. —Un viejo estafador como él tiene infinidad de trucos. —¿Pero no tiene usted miedo de dejarle el caballo, dado su gran interés en hacerle daño? —Mi querido amigo, lo guardará como a la niña de sus ojos. Sabe que su única posibilidad de clemencia reside en que lo entregue sano y salvo. —No me dio la impresión de que el coronel Ross fuera el tipo de hombre predispuesto a la clemencia. —El asunto no le incumbirá solamente al coronel Ross. Yo sigo mis propios métodos y cuento tanto o tan poco como me place. Es la ventaja de ir por libre. No sé si usted lo observó, Watson, pero el coronel me ha tratado con cierta arrogancia. Ahora me gustaría a mí divertirme un poco a su costa. No le diga nada acerca del caballo. —Por descontado que no lo haré si usted no quiere. —Por supuesto, todo esto son minucias comparado con la cuestión de quién mató a John Straker. —¿Va a entrar en ello? —Muy al contrario. Regresamos a Londres esta noche. Las palabras de mi amigo me dejaron boquiabierto. Llevábamos en Devonshire solo unas horas y me parecía incomprensible que abandonara una investigación que había comenzado tan brillantemente. No conseguí sacarle ni una palabra más hasta que llegamos a casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en el salón. —Mi amigo y yo regresamos a la ciudad en el tren de medianoche —dijo Holmes—. Hemos respirado hondo el hermoso aire de Dartmoor. El inspector abrió los ojos y el coronel sonrió despectivamente. —De modo que se da por vencido en cuanto a poder arrestar al asesino del pobre Straker. Holmes se encogió de hombros. —Ciertamente hay serias dificultades —dijo—. Sin embargo tengo la certeza de que su caballo correrá el martes y le ruego que tenga al jockey preparado. ¿Podría pedirle que me diera una fotografía de John Straker? El inspector sacó una de un sobre que llevaba en el bolsillo y se la entregó. —Mi querido Gregory, se anticipa usted a todos mis deseos. Si me espera aquí un momento, quisiera hacerle una pregunta a la criada. —Debo reconocer que nuestro experto de Londres me ha defraudado bastante —dijo el coronel Ross con franqueza cuando mi amigo hubo salido—. No veo que hayamos avanzado más allá de donde estábamos antes de que viniera. —Al menos tiene su palabra de que el caballo correrá —dije yo. —Sí, tengo su palabra —dijo el coronel encogiéndose de hombros—. Preferiría tener el caballo. A punto estaba de romper una lanza a favor de mi amigo, cuando este entró en la habitación. —Bien, señores —dijo—. Estoy listo para ir a Tavistock. Cuando subíamos al carruaje, uno de los mozos nos sujetó la puerta. Una idea repentina pareció ocurrírsele a Holmes, pues se inclinó hacia delante y cogió al muchacho por el brazo. —Hay ovejas en el prado —dijo—. ¿Quién las cuida? —Yo, señor. —¿Ha notado en ellas algo extraño últimamente? —Nada importante, señor; solo que tres se han quedado cojas. Vi que a Holmes le satisfizo mucho la respuesta, pues se frotó las manos con una pequeña sonrisa. —¡Buen tiro, Watson, muy bueno! —dijo, pellizcándome el brazo—. Gregory, permítame que llame su atención sobre esta singular epidemia en las ovejas. ¡Adelante, cochero! La expresión del coronel Ross seguía reflejando la pobre impresión que se había formado acerca de la habilidad de mi acompañante, pero el rostro del inspector me mostró que se había despertado su interés. —¿Lo considera importante? —preguntó. —Enormemente. —¿Hay algo más sobre lo que quisiera llamar mi atención? —El curioso incidente del perro aquella noche. —El perro no hizo nada aquella noche. —Ese es precisamente el curioso incidente —comentó Sherlock Holmes. Cuatro días más tarde, Holmes y yo nos encontrábamos de nuevo en el tren, con dirección a Winchester, para ver la carrera para la Copa de Wessex. Habíamos quedado con el coronel Ross en la estación y fuimos en su calesa al hipódromo, que quedaba a las afueras de la ciudad. Tenía el semblante serio y su actitud era fría en extremo. —No he sabido nada de mi caballo —dijo. —Supongo que lo reconocerá cuando lo vea, ¿no? —preguntó Holmes. El coronel estaba muy irritado. —Llevo veinte años en las carreras y jamás se me ha hecho una pregunta semejante —dijo—. Hasta un crío reconocería a Estrella de Plata con solo verle la estrella blanca y la pata delantera moteada. —¿Cómo van las apuestas? —Bueno, es curioso. Ayer estaban quince a una, pero el precio ha ido bajando y ahora apenas están tres a una. —Vaya —dijo Holmes—. ¡Está claro que alguien sabe algo! Cuando la calesa se detuvo en el recinto cerca de la tribuna, me paré a ver la tabla de los participantes. Decía así: Copa de Wessex. 50 soberanos de oro cada uno, más 1.000 soberanos más para los de cuatro y cinco años. Segundo, 300 libras. Tercero, 200 libras. Hipódromo nuevo (una milla y cinco estadios). El negro, del señor Hewton (gorra roja, chaqueta marrón). Pugilist, del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaqueta azul y negra). Desborough, de lord Backwater (gorra y mangas amarillas). Estrella de Plata, del coronel Ross (gorra negra y chaqueta roja). Iris, del duque de Balmoral (rayas amarillas y negras). Rasper, de lord Singleford (gorra malva y mangas negras). —Retiramos al otro depositando en su palabra todas nuestras esperanzas —dijo el coronel—. Pero ¿qué es esto? ¿Estrella de Plata el favorito? —¡Cinco a cuatro contra Estrella de Plata! ¡Quince a cinco contra Desborough! ¡Cinco a cuatro en el campo! —Ahí salen los números —exclamé yo—. Están los seis. —¡Los seis! —exclamó el coronel muy agitado—. ¡Entonces mi caballo corre! Pero no lo veo. No han pasado mis colores. —Solo han pasado cinco. Debe de ser este que viene. Así que dije esto salió un brioso caballo y nos pasó trotando: llevaba el conocido distintivo rojo y negro del coronel. —¡Ese no es mi caballo! —exclamó el dueño—. Esa bestia no tiene ni un pelo blanco en todo el cuerpo. ¿Qué ha hecho usted, señor Holmes? —Bueno, bueno, esperemos a ver qué ocurre —dijo Holmes, sin inquietarse lo más mínimo. Durante unos minutos observó la carrera a través de mis prismáticos. —¡Magnífico! ¡Qué salida! —exclamó de repente—. Ahí vienen, tomando la curva. Desde la calesa teníamos una soberbia panorámica de la recta final. Los seis caballos iban tan juntos, que una manta los hubiera cubierto a todos. Pero hacia la mitad se destacó el amarillo de la cuadra de Capleton. Sin embargo, antes de que nos hubieran rebasado a nosotros, Desborough estaba acabado, y el caballo del coronel, despegándose de repente, llegó a la meta con seis cuerpos de ventaja sobre su rival; Iris, del duque de Balmoral, entró el tercero. —Sea como fuere, es mía la carrera —suspiró el coronel, pasándose la mano por los ojos—. Confieso que no entiendo nada. ¿No cree que ya ha mantenido el misterio demasiado tiempo, señor Holmes? —Por supuesto, coronel. Se lo explicaré todo. Vayamos a ver al caballo. Ahí lo tiene —continuó mientras entrábamos en el recinto reservado a los dueños y sus amigos—. No tiene más que lavarle la cara y la pata con alcohol y verá que es el mismo Estrella de Plata de siempre. —¡Me deja usted anonadado! —Lo tenía un estafador y me tomé la libertad de presentarle para la carrera en cuanto lo tuve en mi poder. —Mi querido amigo, ha hecho usted maravillas. El caballo tiene un aspecto realmente formidable. Nunca ha estado en mejor forma. Le debo mil excusas por haber dudado de su habilidad. Me ha prestado un gran servicio al encontrar mi caballo. Me lo prestaría aún mayor si lograra descubrir al asesino de John Straker. —Ya lo he hecho —dijo Holmes quedamente. El coronel y yo le miramos asombrados. —¿Y lo tiene? ¿Dónde está, pues? —Aquí. —¿Aquí? ¿Dónde? —Delante de mí. El coronel se sonrojó, irritado. —Reconozco que estoy en deuda con usted, señor Holmes —dijo—, pero considero lo que acaba de decir como una broma pesada o un insulto. Sherlock Holmes soltó una carcajada. —Le aseguro, coronel, que no le había asociado a usted con el crimen —dijo—. El verdadero asesino está justamente detrás de usted. Se adelantó unos pasos y acarició el lustroso cuello del pura sangre. —¡El caballo! —exclamamos al unísono el coronel y yo. —Sí, el caballo. Y probablemente atenúe su culpabilidad el que les diga que fue en defensa propia, y que John Straker era un hombre que no merecía en absoluto su confianza, coronel. Pero suena la campana y, puesto que espero ganar un poquito en esta próxima carrera, pospondré una explicación más extensa hasta un momento más adecuado. Teníamos la parte de atrás de un pullman para nosotros solos cuando regresamos a Londres esa noche. El viaje se nos hizo corto al coronel Ross y a mí escuchando la narración que nuestro compañero nos hizo de los sucesos que habían tenido lugar aquella noche del lunes en las cuadras de Dartmoor, y cómo llegó a descifrarlos. —Debo confesar —dijo— que eran erróneas todas las teorías que, basándome en los periódicos, me había formulado. Sin embargo en ellos estaban las pistas, solo que enmascaradas por otros detalles que escondían su verdadera importancia. Fui a Devonshire con el convencimiento de que Fitzroy Simpson era el culpable, aunque por supuesto sabía que las pruebas en su contra no eran absolutas. »Fue mientras estábamos en el carruaje, al llegar a la casa del entrenador, cuando caí en la cuenta de la inmensa importancia del cordero al curry. Quizá recuerden que estaba distraído, y permanecí sentado aún cuando ustedes habían bajado. Me estaba maravillando el que se me hubiera pasado por alto una pista tan evidente. —Confieso que incluso ahora no veo que nos pueda ayudar —dijo el coronel. —Fue el primer eslabón en la cadena de mi razonamiento. El opio en polvo no es, en modo alguno, insípido. No tiene un sabor desagradable, pero se nota. De encontrarse en un plato corriente, el comensal sin duda lo advertiría y dejaría de comer. Pero el curry es justamente el medio que mejor podría disfrazar su sabor. Era absolutamente imposible que este forastero, Fitzroy Simpson, hubiera planeado el que se comiera el curry aquella noche en casa del entrenador, y sería una coincidencia monstruosa el suponer que llegó con el opio casualmente la misma noche en que el azar deparaba un plato que disimularía el sabor. Eso es impensable. Por tanto, Simpson queda eliminado del caso y nuestra atención se centra en Straker y su mujer, las dos únicas personas que pudieron decidir que esa noche se cenara cordero al curry. Se añadió el opio después de que se apartara el plato para el muchacho, pues los demás cenaron lo mismo sin que se enfermaran. ¿Cuál de los dos, pues, tuvo acceso al plato sin que la criada le viera? »Antes de decidirme, me había percatado de la importancia que tenía el silencio del perro, pues una deducción correcta invariablemente sugiere otras. El incidente de Simpson me había mostrado que había un perro en la cuadra; sin embargo, a pesar de que alguien había entrado y se había llevado un caballo, no ladró lo suficiente como para despertar a los dos muchachos que dormían en el desván. Era evidente que el visitante nocturno era alguien a quien el perro conocía bien. »Ya estaba convencido, o casi convencido, de que John Straker había ido a la cuadra durante la noche y se había llevado a Estrella de Plata. ¿Con qué propósito? Estaba claro que llevaba malas intenciones; de lo contrario, ¿para qué iba a narcotizar a uno de sus muchachos? No obstante, seguía sin saber la razón. Se han dado casos antes de este en los que los entrenadores se han asegurado grandes sumas de dinero apostando, a través de agentes, contra sus propios caballos, impidiendo fraudulentamente que estos ganaran. Hay ocasiones en que el jockey lo refrena; otras en las que se emplean medios más sutiles y seguros. ¿Qué había ocurrido en esta? Esperé a que el contenido de sus bolsillos me ayudara a formular una conclusión. »Y así fue. No habrán olvidado el curioso cuchillo que se encontró en poder del asesinado, cuchillo que nadie en su sano juicio escogería como arma defensiva. Como nos dijo el doctor Watson, es un tipo de cuchillo que se emplea en las intervenciones quirúrgicas más delicadas. Dada su enorme experiencia en los asuntos de las carreras, coronel Ross, sin duda sabe que es posible hacer un pequeño corte subcutáneo en los tendones de las nalgas del caballo, de forma que no se note en absoluto. Un caballo al que se le hubiera practicado este corte desarrollaría una leve cojera, que se achacaría a un exceso de ejercicio, al reúma, pero nunca al juego sucio. —¡Villano! ¡Canalla! —exclamó el coronel. —He ahí la explicación de por qué John Straker quería llevarse el caballo al páramo. Un animal tan bravo hubiera sin duda despertado a cualquiera, por profundo que tuviera el sueño. Era de todo punto necesario que lo hiciera en el campo. —¡Qué ceguera la mía! —gritó el coronel—. Naturalmente. Por eso necesitaba la vela y por eso encendió la cerilla. —Así es. Pero, al repasar sus pertenencias, no solo tuve la fortuna de descubrir cómo se llevó a cabo el crimen, sino también el móvil del mismo. Como hombre de mundo, coronel, usted sabe que los hombres no llevan facturas ajenas en sus bolsillos. La mayoría de nosotros tenemos más que suficiente con las propias. De inmediato concluí que Straker llevaba una doble vida y que tenía un segundo negocio. La naturaleza de la factura demostraba que había una mujer implicada en el caso, y una mujer con gustos caros. Aun conociéndose la generosidad con que trata a sus criados, coronel, nadie puede pensar que puedan comprarles a sus mujeres trajes de veinte guineas. Sin que ella misma lo supiera, interrogué a la señora Straker respecto del traje, y al contestarme que nunca lo tuvo, tomé la nota de la dirección de la modista. Pensé que, si me dirigía a ella con la fotografía de Straker, pronto sabría la verdad sobre el mítico Darbyshire. »A partir de ahí todo estuvo claro. Straker había conducido al caballo hasta una hondonada donde no se vería la luz. Simpson, al huir, perdió la corbata y Straker la recogió, quizá con la idea de utilizarla para atarle las patas al caballo. En la hondonada, se colocó detrás del caballo y encendió una cerilla. Pero el animal, asustado por la luz inesperada y con el extraño instinto de los animales, que saben cuándo los acecha algún peligro, coceó, y la herradura de acero le golpeó a Straker en la frente. Ya se había quitado la gabardina, a pesar de la lluvia, para poder llevar a cabo la delicada tarea, y al caer se hirió con el cuchillo. ¿Está claro? —¡Magnífico! —exclamó el coronel—. ¡Magnífico! Es como si hubiera estado presente. —Mi último tiro, lo confieso, iba un poco al aire. Se me ocurrió que un hombre tan astuto como Straker no se arriesgaría a la delicada operación de cortar un tendón sin práctica previa. ¿Qué le podía servir de entrenamiento? Vi las ovejas e hice una pregunta que, con gran sorpresa por mi parte, me demostró que mis conclusiones eran correctas. —Todo está muy claro, señor Holmes. —A mi regreso a Londres fui a ver a una modista, quien de inmediato reconoció a Straker como un magnífico cliente, llamado Darbyshire, que tenía una mujer muy vistosa con una debilidad por los trajes caros. No dudo de que esta mujer le había hecho endeudarse hasta las orejas, abocándole a esta treta miserable. —Nos ha explicado todo menos una cosa —exclamó el coronel—. ¿Dónde estaba el caballo? —Huyó y le cuidó uno de sus vecinos. Creo que en lo tocante a ese punto habremos de hacer una amnistía. Si no me equivoco, esto es Clapham Junction. Antes de un minuto habremos llegado a Victoria. Si le apetece fumarse un cigarro con nosotros, coronel, con mucho gusto le daré otros detalles que le interesen. LA CORONA DE BERILOS Holmes —dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador—, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia lo deje salir solo! Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones. —¿Qué demonios puede pasarle? —pregunté—. Está mirando los números de las casas. —Me parece que viene aquí —dijo Holmes, frotándose las manos. —¿Aquí? —Sí, y yo diría que viene a hacerme una consulta profesional. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? —mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas resonaron en toda la casa. Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Holmes lo empujó hacia una butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones. —Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? —decía—. Ha venido con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme. El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros. —¿Verdad que me han tomado por un loco? —dijo. —Se nota que tiene usted algún gran apuro —respondió Holmes. —¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene totalmente trastornada la razón, una desgracia inesperada y terrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, y de una manera tan espantosa, han conseguido destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le encuentre una salida a este horrible asunto. —Serénese, por favor —dijo Holmes—, y explíqueme con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido. —Es posible que mi nombre les resulte familiar —respondió nuestro visitante—. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, de Threadneedle Street. Efectivamente, conocíamos bien aquel nombre, perteneciente al socio más antiguo del segundo banco más importante de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más prominentes de Londres quedara reducido a aquella patética condición? Aguardamos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió fuerzas para contar su historia. —Opino que el tiempo es oro —dijo—, y por eso vine corriendo en cuanto el inspector de policía sugirió que procurara obtener su cooperación. He venido en Metro hasta Baker Street, y he tenido que correr desde la estación porque los coches van muy despacio con esta nieve. Por eso me he quedado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora ya me siento mejor y le expondré los hechos del modo más breve y más claro que me sea posible. «Naturalmente, ustedes ya saben que para la buena marcha de una empresa bancada, tan importante es saber invertir provechosamente nuestros fondos como ampliar nuestra clientela y el número de cuentacorrentistas. Uno de los sistemas más lucrativos de invertir dinero es en forma de préstamos cuando la garantía no ofrece dudas. En los últimos años hemos hecho muchas operaciones de esta clase, y son muchas las familias de la aristocracia a las que hemos adelantado grandes sumas de dinero, con la garantía de sus cuadros, bibliotecas o vajillas de plata. »Ayer por la mañana, me encontraba en mi despacho del banco cuando uno de los empleados me trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nombre, que era nada menos que…, bueno, quizá sea mejor que no diga más, ni siquiera a usted… Baste con decir que se trata de un nombre conocido en todo el mundo…, uno de los nombres más importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentí abrumado por el honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue directamente al grano del negocio, con el aire de quien quiere despachar cuanto antes una tarea desagradable. »—Señor Holder —dijo—, se me ha informado de que presta usted dinero. »—La firma lo hace cuando la garantía es buena —respondí yo. »—Me es absolutamente imprescindible —dijo él— disponer al momento de cincuenta mil libras. Por supuesto, podría obtener una suma diez veces superior a esa insignificancia pidiendo prestado a mis amigos, pero prefiero llevarlo como una operación comercial y ocuparme del asunto personalmente. Como comprenderá usted, en mi posición no conviene contraer ciertas obligaciones. »—¿Puedo preguntar durante cuánto tiempo necesitará usted esa suma? —pregunté. »—El lunes que viene cobraré una cantidad importante, y entonces podré, con toda seguridad, devolverle lo que usted me adelante, más los intereses que considere adecuados. Pero me resulta imprescindible disponer del dinero en el acto. »—Tendría mucho gusto en prestárselo yo mismo, de mi propio bolsillo y sin más trámites, pero la cantidad excede un poco a mis posibilidades. Por otra parte, si lo hago en nombre de la firma, entonces, en consideración a mi socio, tendría que insistir en que, aun tratándose de usted, se tomaran todas las garantías pertinentes. »—Lo prefiero así, y con mucho —dijo él, alzando una caja de tafilete negro que había dejado junto a su silla—. Supongo que habrá oído hablar de la corona de berilos. »—Una de las más preciadas posesiones públicas del Imperio —respondí yo. »—En efecto —abrió la caja y allí, embutida en blando terciopelo de color carne, apareció la magnífica joya que acababa de nombrar—. Son treinta y nueve berilos enormes —dijo—, y el precio de la montura de oro es incalculable. La tasación más baja fijaría el precio de la corona en más del doble de la suma que le estoy pidiendo. Estoy dispuesto a dejársela como garantía. »Tomé en las manos el precioso estuche y miré con cierta perplejidad a mi ilustre cliente. »—¿Duda usted de su valor? —preguntó. »—En absoluto. Solo dudo… »—… de que yo obre correctamente al dejarla aquí. Puede usted estar tranquilo. Ni en sueños se me ocurriría hacerlo si no estuviese absolutamente seguro de poder recuperarla en cuatro días. Es una mera formalidad. ¿Le parece suficiente garantía? »—Más que suficiente. »—Se dará usted cuenta, señor Holder, de que con esto le doy una enorme prueba de la confianza que tengo en usted, basada en las referencias que me han dado. Confío en que no solo será discreto y se abstendrá de todo comentario sobre el asunto, sino que además, y por encima de todo, cuidará de esta corona con toda clase de precauciones, porque no hace falta que le diga que se organizaría un escándalo tremendo si sufriera el menor daño. Cualquier desperfecto sería casi tan grave como perderla por completo, ya que no existen en el mundo berilos como estos, y sería imposible reemplazarlos. No obstante, se la dejo con absoluta confianza, y vendré a recuperarla personalmente el lunes por la mañana. «Viendo que mi cliente estaba deseoso de marcharse, no dije nada más; llamé al cajero y le di orden de que pagara cincuenta mil libras en billetes. Sin embargo, cuando me quedé solo con el precioso estuche encima de la mesa, delante de mí, no pude evitar pensar con cierta inquietud en la inmensa responsabilidad que había contraído. No cabía duda de que, por tratarse de una propiedad de la nación, el escándalo sería terrible si le ocurriera alguna desgracia. Empecé a lamentar el haber aceptado quedarme con ella, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas, así que la guardé en mi caja de seguridad privada y volví a mi trabajo. »Al llegar la noche, me pareció que sería una imprudencia dejar un objeto tan valioso en el despacho. No sería la primera vez que se fuerza la caja de un banquero. ¿Por qué no habría de pasarle a la mía? Así pues, decidí que durante los días siguientes llevaría siempre la corona conmigo, para que nunca estuviera fuera de mi alcance. Con esta intención, llamé un coche y me hice conducir a mi casa de Streatham, llevándome la joya. No respiré tranquilo hasta que la hube subido al piso de arriba y guardado bajo llave en el escritorio de mi gabinete. »Y ahora, unas palabras acerca del personal de mi casa, señor Holmes, porque quiero que comprenda perfectamente la situación. Mi mayordomo y mi lacayo duermen fuera de casa, y se les puede descartar por completo. Tengo tres doncellas, que llevan bastantes años conmigo, y cuya honradez está por encima de toda sospecha. Una cuarta doncella, Lucy Parr, lleva solo unos meses a mi servicio. Sin embargo, traía excelentes referencias y siempre ha cumplido a la perfección. Es una muchacha muy bonita, y de vez en cuando atrae a admiradores que rondan por la casa. Es el único inconveniente que le hemos encontrado, pero por lo demás consideramos que es una chica excelente en todos los aspectos. »Eso en cuanto al servicio. Mi familia es tan pequeña que no tardaré mucho en describirla. Soy viudo y tengo un solo hijo, Arthur, que ha sido una decepción para mí, señor Holmes, una terrible decepción. Sin duda, toda la culpa es mía. Todos dicen que le he mimado demasiado, y es muy probable que así sea. Cuando falleció mi querida esposa, todo mi amor se centró en él. No podía soportar que la sonrisa se borrara de su rostro ni por un instante. Jamás le negué ningún capricho. Tal vez habría sido mejor para los dos que yo me hubiera mostrado más severo, pero lo hice con la mejor intención. «Naturalmente, yo tenía la intención de que él me sucediera en el negocio, pero no tenía madera de financiero. Era alocado, indisciplinado y, para ser sincero, no se le podían confiar sumas importantes de dinero. Cuando era joven se hizo miembro de un club aristocrático, y allí, gracias a su carácter simpático, no tardó en hacer amistades con gente de bolsa bien repleta y costumbres caras. Se aficionó a jugar a las cartas y apostar en las carreras, y continuamente acudía a mí, suplicando que le diese un adelanto de su asignación para poder saldar sus deudas de honor. Más de una vez intentó romper con aquellas peligrosas compañías, pero la influencia de su amigo Sir George Burnwell le hizo volver en todas las ocasiones. »A decir verdad, a mí no me extrañaba que un hombre como Sir George Burnwell tuviera tanta influencia sobre él, porque lo trajo muchas veces a casa e incluso a mí me resultaba difícil resistirme a la fascinación de su trato. Es mayor que Arthur, un hombre de mundo de pies a cabeza, que ha estado en todas partes y lo ha visto todo, conversador brillante y con un gran atractivo personal. Sin embargo, cuando pienso en él fríamente, lejos del encanto de su presencia, estoy convencido, por su manera cínica de hablar y por la mirada que he advertido en sus ojos, de que no se puede confiar en él. Eso es lo que pienso, y así piensa también mi pequeña Mary, que posee una gran intuición femenina para la cuestión del carácter. »Y ya solo queda ella por describir. Mary es mi sobrina; pero cuando falleció mi hermano hace cinco años, dejándola sola, yo la adopté y desde entonces la he considerado como una hija. Es el sol de la casa…, dulce, cariñosa, guapísima, excelente administradora y ama de casa, y al mismo tiempo tan tierna, discreta y gentil como puede ser una mujer. Es mi mano derecha. No sé lo que haría sin ella. Solo en una cosa se ha opuesto a mis deseos. Mi hijo le ha pedido dos veces que se case con él, porque la ama apasionadamente, pero ella lo ha rechazado las dos veces. Creo que si alguien puede volverlo al buen camino es ella; y ese matrimonio podría haber cambiado por completo la vida de mi hijo. Pero, ¡ay!, ya es demasiado tarde. ¡Demasiado tarde, sin remedio! »Y ahora que ya conoce usted a la gente que vive bajo mi techo, señor Holmes, proseguiré con mi doloroso relato. «Aquella noche, después de cenar, mientras tomábamos café en la sala de estar, conté a Arthur y Mary lo sucedido y les hablé del precioso tesoro que teníamos en casa, omitiendo únicamente el nombre de mi cliente. Estoy seguro de que Lucy Parr, que nos había servido el café, había salido ya de la habitación; pero no puedo asegurar que la puerta estuviera cerrada. Mary y Arthur se mostraron muy interesados y quisieron ver la famosa corona, pero a mí me pareció mejor no hacerlo. »—¿Dónde la has guardado? —preguntó Arthur. »—En mi escritorio. »—Bueno, Dios quiera que no entren ladrones en casa esta noche —dijo. »—Está cerrado con llave —indiqué. —Bah, ese escritorio se abre con cualquier llave vieja. Cuando era pequeño, yo lo abría con la llave del armario del trastero. »Esa era su manera habitual de hablar, así que no presté mucha atención a lo que decía. Sin embargo, aquella noche me siguió a mi habitación con una expresión muy seria. »—Escucha, papá —dijo con una mirada baja—. ¿Puedes dejarme doscientas libras? »—¡No, no puedo! —respondí, irritado—. ¡Ya he sido demasiado generoso contigo en cuestiones de dinero! »—Has sido muy amable —dijo él—, pero necesito ese dinero, o jamás podré volver a asomar la cara por el club. »—¡Pues me parece estupendo! —exclamé yo. »—Sí, papá, pero no querrás que quede deshonrado —dijo—. No podría soportar la deshonra. Tengo que reunir ese dinero como sea, y si tú no me lo das, tendré que recurrir a otros medios. »Yo me sentía indignado, porque era la tercera vez que me pedía dinero en un mes. »—¡No recibirás de mí ni medio penique! —grité, y él me hizo una reverencia y salió de mi cuarto sin decir una palabra más. «Después de que se fuera, abrí mi escritorio, comprobé que el tesoro seguía a salvo y lo volví a cerrar con llave. Luego hice una ronda por la casa para verificar que todo estaba seguro. Es una tarea que suelo delegar en Mary, pero aquella noche me pareció mejor realizarla yo mismo. Al bajar las escaleras encontré a Mary junto a la ventana del vestíbulo, que cerró y aseguró al acercarme yo. »—Dime, papá —dijo algo preocupada, o así me lo pareció—. ¿Le has dado permiso a Lucy, la doncella, para salir esta noche? »—Desde luego que no. »—Acaba de entrar por la puerta de atrás. Estoy segura de que solo ha ido hasta la puerta lateral para ver a alguien, pero no me parece nada prudente y habría que prohibírselo. »—Tendrás que hablar con ella por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás segura de que todo está cerrado? »—Segurísima, papá. »—Entonces, buenas noches —le di un beso y volví a mi habitación, donde no tardé en dormirme. »Señor Holmes, estoy esforzándome por contarle todo lo que pueda tener alguna relación con el caso, pero le ruego que no vacile en preguntar si hay algún detalle que no queda claro. —Al contrario, su exposición está siendo extraordinariamente lúcida. —Llego ahora a una parte de mi historia que quiero que lo sea especialmente. Yo no tengo el sueño pesado y, sin duda, la ansiedad que sentía hizo que aquella noche fuera aún más ligero que de costumbre. A eso de las dos de la mañana, me despertó un ruido en la casa. Cuando me desperté del todo ya no se oía, pero me había dado la impresión de una ventana que se cerrara con cuidado. Escuché con toda mi alma. De pronto, con gran espanto por mi parte, oí el sonido inconfundible de unos pasos sigilosos en la habitación de al lado. Me deslicé fuera de la cama, temblando de miedo, y miré por la esquina de la puerta del gabinete. »—¡Arthur! —grité—. ¡Miserable ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar esa corona? »La luz de gas estaba a media potencia, como yo la había dejado, y mi desdichado hijo, vestido solo con camisa y pantalones, estaba de pie junto a la luz, con la corona en las manos. Parecía estar torciéndola o aplastándola con todas sus fuerzas. Al oír mi grito la dejó caer y se puso tan pálido como un muerto. La recogí y la examiné. Le faltaba uno de los extremos de oro, con tres de los berilos. »—¡Canalla! —grité, enloquecido de rabia—. ¡La has roto! ¡Me has deshonrado para siempre! ¿Dónde están las joyas que has robado? »—¡Robado! —exclamó. »—¡Sí, ladrón! —rugí yo, sacudiéndolo por los hombros. »—No falta ninguna. No puede faltar ninguna. »—¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué ha sido de ellas! ¿Tengo que llamarte mentiroso, además de ladrón? ¿Acaso no te acabo de ver intentando arrancar otro trozo? »—Ya he recibido suficientes insultos —dijo él—. No pienso aguantarlo más. Puesto que prefieres insultarme, no diré una palabra más del asunto. Me iré de tu casa por la mañana y me abriré camino por mis propios medios. »—¡Saldrás de casa en manos de la policía! —grité yo, medio loco de dolor y de ira—. ¡Haré que el asunto se investigue a fondo! »—Pues por mi parte no averiguarás nada —dijo él, con una ira de la que no le habría creído capaz—. Si decides llamar a la policía, que averigüen ellos lo que puedan. »Para entonces, toda la casa estaba alborotada, porque yo, llevado por la cólera, había alzado mucho la voz. Mary fue la primera en entrar corriendo en la habitación y, al ver la corona y la cara de Arthur, comprendió todo lo sucedido y, dando un grito, cayó sin sentido al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía y puse inmediatamente la investigación en sus manos. Cuando el inspector y un agente de uniforme entraron en la casa, Arthur, que había permanecido todo el tiempo taciturno y con los brazos cruzados, me preguntó si tenía la intención de acusarle de robo. Le respondí que había dejado de ser un asunto privado para convertirse en público, puesto que la corona destrozada era propiedad de la nación. Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta el final. »—Al menos —dijo—, no me hagas detener ahora mismo. Te conviene tanto como a mí dejarme salir de casa cinco minutos. »—Sí, para que puedas escaparte, o tal vez para poder esconder lo que has robado —respondí yo. »Y a continuación, dándome cuenta de la terrible situación en la que se encontraba, le imploré que recordara que no solo estaba en juego mi honor, sino también el de alguien mucho más importante que yo; y que su conducta podía provocar un escándalo capaz de conmocionar a la nación entera. Podía evitar todo aquello con solo decirme qué había hecho con las tres piedras que faltaban. »—Más vale que afrontes la situación —le dije—. Te han cogido con las manos en la masa, y confesar no agravará tu culpa. Si procuras repararla en la medida de lo posible, diciéndonos dónde están los berilos, todo quedará perdonado y olvidado. »—Guárdate tu perdón para el que te lo pida —respondió, apartándose de mí con un gesto de desprecio. »Me di cuenta de que estaba demasiado maleado como para que mis palabras le influyeran. Solo podía hacer una cosa. Llamé al inspector y lo puse en sus manos. Se llevó a cabo un registro inmediato, no solo de su persona, sino también de su habitación y de todo rincón de la casa donde pudiera haber escondido las gemas. Pero no se encontró ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijo se negó a abrir la boca, a pesar de todas nuestras súplicas y amenazas. Esta mañana lo han encerrado en una celda, y yo, tras pasar por todas las formalidades de la policía, he venido corriendo a verle a usted para rogarle que aplique su talento a la resolución del misterio. La policía ha confesado sin reparos que por ahora no sabe qué hacer. Puede usted incurrir en los gastos que le parezcan necesarios. Ya he recibido una recompensa de mil libras. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? He perdido mi honor, mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué puedo hacer! Se llevó las manos a la cabeza y empezó a oscilar de delante a atrás, parloteando consigo mismo, como un niño que no encuentra palabras para expresar su dolor. Sherlock Holmes permaneció callado unos minutos, con el ceño fruncido y los ojos clavados en el fuego de la chimenea. —¿Recibe usted muchas visitas? —preguntó por fin. —Ninguna, exceptuando a mi socio con su familia y, de vez en cuando, algún amigo de Arthur. Sir George Burnwell ha estado varias veces en casa últimamente. Y me parece que nadie más. —¿Sale usted mucho? —Arthur sale. Mary y yo nos quedamos en casa. A ninguno de los dos nos gustan las reuniones sociales. —Eso es poco corriente en una joven. —Es una chica muy tranquila. Además, ya no es tan joven. Tiene ya veinticuatro años. —Por lo que usted ha dicho, este suceso la ha afectado mucho. —¡De una forma terrible! ¡Está más afectada aún que yo! —¿Ninguno de ustedes dos duda de la culpabilidad de su hijo? —¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo lo vi con mis propios ojos con la corona en la mano? —Eso no puede considerarse una prueba concluyente. ¿Estaba estropeado también el resto de la corona? —Sí, estaba toda retorcida. —¿Y no cree usted que es posible que estuviera intentando enderezarla? —¡Dios lo bendiga! Está usted haciendo todo lo que puede por él y por mí. Pero es una tarea desmesurada. Al fin y al cabo, ¿qué estaba haciendo allí? Y, si sus intenciones eran honradas, ¿por qué no lo dijo? —Exactamente. Y, si era culpable, ¿por qué no inventó una mentira? Su silencio me parece un arma de dos filos. El caso presenta varios detalles muy curiosos. ¿Qué opinó la policía del ruido que le despertó a usted? —Opinan que pudo haberlo provocado Arthur al cerrar la puerta de su alcoba. —¡Bonita explicación! Como si un hombre que se propone cometer un robo fuera dando portazos para despertar a toda la casa. ¿Y qué han dicho de la desaparición de las piedras? —Todavía están sondeando las tablas del suelo y agujereando muebles con la esperanza de encontrarlas. —¿No se les ha ocurrido buscar fuera de la casa? —Oh, sí, se han mostrado extraordinariamente diligentes. Han examinado el jardín pulgada a pulgada. —Dígame, querido señor —dijo Holmes—, ¿no le empieza a parecer evidente que este asunto tiene mucha más miga que la que usted o la policía pensaron en un principio? A usted le parecía un caso muy sencillo; a mí me parece enormemente complicado. Considere usted todo lo que implica su teoría: usted supone que su hijo se levantó de la cama, se arriesgó a ir a su gabinete, forzó el escritorio, sacó la corona, rompió un trocito de la misma, se fue a algún otro sitio, donde escondió tres de las treinta y nueve gemas, tan hábilmente que nadie ha sido capaz de encontrarlas, y luego regresó con las treinta y seis restantes al gabinete, donde se exponía con toda seguridad a ser descubierto. Ahora yo le pregunto: ¿se sostiene en pie esa teoría? —Pero ¿qué otra puede haber? —exclamó el banquero con un gesto de desesperación—. Si sus motivos eran honrados, ¿por qué no los explica? —En averiguarlo consiste nuestra tarea —replicó Holmes—. Así pues, señor Holder, si le parece bien, iremos a Streatham juntos y dedicaremos una hora a examinar más de cerca los detalles. Mi amigo insistió en que yo los acompañara en la expedición, a lo cual accedí de buena gana, pues la historia que acababa de escuchar había despertado mi curiosidad y mi simpatía. Confieso que la culpabilidad del hijo del banquero me parecía tan evidente como se lo parecía a su infeliz padre, pero aun así, era tal la fe que tenía en el buen criterio de Holmes que me parecía que, mientras él no se mostrara satisfecho con la explicación oficial, aún existía base para concebir esperanzas. Durante todo el trayecto al suburbio del Sur, Holmes apenas pronunció palabra, y permaneció todo el tiempo con la barbilla sobre el pecho, sumido en profundas reflexiones. Nuestro cliente parecía haber cobrado nuevos ánimos con el leve destello de esperanza que se le había ofrecido, e incluso se enfrascó en una inconexa charla conmigo acerca de sus asuntos comerciales. Un rápido trayecto en ferrocarril y una corta caminata nos llevaron a Fairbank, la modesta residencia del gran financiero. Fairbank era una mansión cuadrada de buen tamaño, construida en piedra blanca y un poco retirada de la carretera. Atravesando un césped cubierto de nieve, un camino de dos pistas para carruajes conducía a las dos grandes puertas de hierro que cerraban la entrada. A la derecha había un bosquecillo, del que salía un estrecho sendero con dos setos bien cuidados a los lados que llevaba desde la carretera hasta la puerta de la cocina, y servía como entrada de servicio. A la izquierda salía un sendero que conducía a los establos, y que no formaba parte de la finca, sino que se trataba de un camino público, aunque poco transitado. Holmes nos abandonó ante la puerta y empezó a caminar muy despacio: dio la vuelta a la casa, volvió a la parte delantera, recorrió el sendero de los proveedores y dio la vuelta al jardín por detrás, hasta llegar al sendero que llevaba a los establos. Tardó tanto tiempo que el señor Holder y yo entramos al comedor y esperamos junto a la chimenea a que regresara. Allí nos encontrábamos, sentados en silencio, cuando se abrió una puerta y entró una joven. Era de estatura bastante superior a la media, delgada, con el cabello y los ojos oscuros, que parecían aún más oscuros por el contraste con la absoluta palidez de su piel. No creo haber visto nunca una palidez tan mortal en el rostro de una mujer. También sus labios parecían desprovistos de sangre, pero sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar. Al avanzar en silencio por la habitación, daba una sensación de sufrimiento que me impresionó mucho más que la descripción que había hecho el banquero por la mañana, y que resultaba especialmente sorprendente en ella, porque se veía claramente que era una mujer de carácter fuerte, con inmensa capacidad para dominarse. Sin hacer caso de mi presencia, se dirigió directamente a su tío y le pasó la mano por la cabeza, en una dulce caricia femenina. —Habrás dado orden de que dejen libre a Arthur, ¿verdad, papá? —preguntó. —No, hija mía, no. El asunto debe investigarse a fondo. —Pero estoy segura de que es inocente. Ya sabes cómo es la intuición femenina. Sé que no ha hecho nada malo. —¿Y por qué calla si es inocente? —¿Quién sabe? Tal vez porque le indignó que sospecharas de él. —¿Cómo no iba a sospechar, si yo mismo le vi con la corona en las manos? —¡Pero si solo la había cogido para mirarla! ¡Oh, papá, créeme, por favor, es inocente! Da por terminado el asunto y no digas más. ¡Es tan terrible pensar que nuestro querido Arthur está en la cárcel! —No daré por terminado el asunto hasta que aparezcan las piedras. ¡No lo haré, Mary! Tu cariño por Arthur te ciega, y no te deja ver las terribles consecuencias que esto tendrá para mí. Lejos de silenciar el asunto, he traído de Londres a un caballero para que lo investigue más a fondo. —¿Este caballero? —preguntó ella, dándose la vuelta para mirarme. —No, su amigo. Ha querido que le dejáramos solo. Ahora anda por el sendero del establo. —¿El sendero del establo? —la muchacha enarcó las cejas—. ¿Qué espera encontrar ahí? Ah, supongo que es este señor. Confío, caballero, en que logre usted demostrar lo que tengo por seguro que es la verdad: que mi primo Arthur es inocente de este robo. —Comparto plenamente su opinión, señorita, y, lo mismo que usted, yo también confío en que lograremos demostrarlo —respondió Holmes, yendo hasta el felpudo para quitarse la nieve de los zapatos—. Creo que tengo el honor de dirigirme a la señorita Mary Holder. ¿Puedo hacerle una o dos preguntas? —Por favor, hágalas si con ello ayudamos a aclarar este horrible embrollo. —¿No oyó usted nada anoche? —Nada, hasta que mi tío empezó a hablar a gritos. Al oír eso, acudí corriendo. —Usted se encargó de cerrar las puertas y ventanas. ¿Aseguró todas las ventanas? —Sí. —¿Seguían bien cerradas esta mañana? —Sí. —¿Una de sus doncellas tiene novio? Creo que usted le comentó a su tío que anoche había salido para verse con él. —Sí, y es la misma chica que sirvió en la sala de estar, y pudo oír los comentarios de mi tío acerca de la corona. —Ya veo. Usted supone que ella salió para contárselo a su novio, y que entre los dos planearon el robo. —Pero ¿de qué sirven todas esas vagas teorías? —exclamó el banquero con impaciencia—. ¿No le he dicho que vi a Arthur con la corona en las manos? —Aguarde un momento, señor Holder. Ya llegaremos a eso. Volvamos a esa muchacha, señorita Holder. Me imagino que la vio usted volver por la puerta de la cocina. —Sí; cuando fui a ver si la puerta estaba cerrada, me tropecé con ella, que entraba. También vi al hombre en la oscuridad. —¿Lo conoce usted? —Oh, sí; es el verdulero que nos trae las verduras. Se llama Francis Prosper. —¿Estaba a la izquierda de la puerta…, es decir, en el sendero y un poco alejado de la puerta? —En efecto. —¿Y tiene una pata de palo? Algo parecido al miedo asomó en los negros y expresivos ojos de la muchacha. —Caramba, ni que fuera usted un mago —dijo—. ¿Cómo sabe eso? La muchacha sonreía, pero en el rostro enjuto y preocupado de Holmes no apareció sonrisa alguna. —Ahora me gustaría mucho subir al piso de arriba —dijo—. Probablemente tendré que volver a examinar la casa por fuera. Quizá sea mejor que, antes de subir, eche un vistazo a las ventanas de abajo. Caminó rápidamente de una ventana a otra, deteniéndose solo en la más grande, que se abría en el vestíbulo y daba al sendero de los establos. La abrió y examinó atentamente el alféizar con su potente lupa. —Ahora vamos arriba —dijo por fin. El gabinete del banquero era un cuartito amueblado con sencillez, con una alfombra gris, un gran escritorio y un espejo alargado. Holmes se dirigió en primer lugar al escritorio y examinó la cerradura. —¿Qué llave se utilizó para abrirlo? —preguntó. —La misma que dijo mi hijo: la del armario del trastero. —¿La tiene usted aquí? —Es esa que hay encima de la mesita. Sherlock Holmes cogió la llave y abrió el escritorio. —Es un cierre silencioso —dijo—. No me extraña que no lo despertara. Supongo que este es el estuche de la corona. Tendremos que echarle un vistazo. Abrió la caja, sacó la diadema y la colocó sobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del arte de la joyería, y sus treinta y seis piedras eran las más hermosas que yo había visto. Uno de sus lados tenía el borde torcido y roto, y le faltaba una esquina con tres piedras. —Ahora, señor Holder —dijo Holmes—, aquí tiene la esquina simétrica a la que se ha perdido tan lamentablemente. Haga usted el favor de arrancarla. El banquero retrocedió horrorizado. —Ni en sueños me atrevería a intentarlo —dijo. —Entonces, lo haré yo —y con un gesto repentino, Holmes tiró de la esquina con todas sus fuerzas, pero sin resultado—. Creo que la siento ceder un poco —dijo—, pero, aunque tengo una fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiempo en romperla. Un hombre de fuerza normal sería incapaz de hacerlo. ¿Y qué cree usted que sucedería si la rompiera, señor Holder? Sonaría como un pistoletazo. ¿Quiere usted hacerme creer que todo esto sucedió a pocos metros de su cama y que usted no oyó nada? —No sé qué pensar. Me siento a oscuras. —Puede que se vaya iluminando a medida que avanzamos. ¿Qué piensa usted, señorita Holder? —Confieso que sigo compartiendo la perplejidad de mi tío. —Cuando vio usted a su hijo, ¿llevaba este puestos zapatos o zapatillas? —No. Llevaba únicamente los pantalones y la camisa. —Gracias. No cabe duda de que hemos tenido una suerte extraordinaria en esta investigación, y si no logramos aclarar el asunto será exclusivamente por culpa nuestra. Con su permiso, señor Holder, ahora continuaré mis investigaciones en el exterior. Insistió en salir solo, explicando que toda pisada innecesaria haría más difícil su tarea. Estuvo ocupado durante más de una hora, y cuando por fin regresó traía los pies cargados de nieve y la expresión tan inescrutable como siempre. —Creo que ya he visto todo lo que había que ver, señor Holder —dijo—. Le resultaré más útil si regreso a mis habitaciones. —Pero las piedras, señor Holmes, ¿dónde están? —No puedo decírselo. El banquero se retorció las manos. —¡No las volveré a ver! —gimió—. ¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas? —Mi opinión no se ha alterado en nada. —Entonces, por amor de Dios, ¿qué siniestro manejo ha tenido lugar en mi casa esta noche? —Si se pasa usted por mi domicilio de Baker Street mañana por la mañana, entre las nueve y las diez, tendré mucho gusto en hacer lo posible por aclararlo. Doy por supuesto que me concede usted carta blanca para actuar en su nombre, con tal de que recupere las gemas, sin poner límites a los gastos que yo le haga pagar. —Daría toda mi fortuna por recuperarlas. —Muy bien. Seguiré estudiando el asunto mientras tanto. Adiós. Es posible que tenga que volver aquí antes de que anochezca. Para mí, era evidente que mi compañero se había formado ya una opinión sobre el caso, aunque ni remotamente conseguía imaginar a qué conclusiones habría llegado. Durante nuestro viaje de regreso a casa, intenté varias veces sondearle al respecto, pero él siempre desvió la conversación hacia otros temas, hasta que por fin me di por vencido. Todavía no eran las tres cuando llegamos de vuelta a nuestras habitaciones. Holmes se metió corriendo en la suya y salió a los pocos minutos vestido como un vulgar holgazán. Con una chaqueta astrosa y llena de brillos, el cuello levantado, corbata roja y botas muy gastadas, era un ejemplar perfecto de la especie. —Creo que esto servirá —dijo mirándose en el espejo que había encima de la chimenea—. Me gustaría que viniera usted conmigo, Watson, pero me temo que no puede ser. Puede que esté sobre la buena pista, y puede que esté siguiendo un fuego fatuo, pero pronto saldremos de dudas. Espero volver en pocas horas. Cortó una rodaja de carne de una pieza que había sobre el aparador, la metió entre dos rebanadas de pan y, guardándose la improvisada comida en el bolsillo, emprendió su expedición. Yo estaba terminando de tomar el té cuando regresó; se notaba que venía de un humor excelente, y traía en la mano una vieja bota de elástico. La tiró a un rincón y se sirvió una taza de té. —Solo vengo de pasada —dijo—. Tengo que marcharme en seguida. —¿Adonde? —Oh, al otro lado del West End. Puede que tarde algo en volver. No me espere si se hace muy tarde. —¿Qué tal le ha ido hasta ahora? —Así, así. No tengo motivos de queja. He vuelto a estar en Streatham, pero no llamé a la casa. Es un problema precioso, y no me lo habría perdido por nada del mundo. Pero no puedo quedarme aquí chismorreando; tengo que quitarme estas deplorables ropas y recuperar mi respetable personalidad. Por su manera de comportarse, se notaba que tenía más motivos de satisfacción que lo que daban a entender sus meras palabras. Le brillaban los ojos e incluso tenía un toque de color en sus pálidas mejillas. Subió corriendo al piso de arriba, y a los pocos minutos oí un portazo en el vestíbulo que me indicó que había reemprendido su apasionante cacería. Esperé hasta la medianoche, pero como no daba señales de regresar me retiré a mi habitación. No era nada raro que, cuando seguía una pista, estuviera ausente durante días enteros, así que su tardanza no me extrañó. No sé a qué hora llegó, pero, cuando bajé a desayunar, allí estaba Holmes con una taza de café en una mano y el periódico en la otra, tan flamante y acicalado como el que más. —Perdone que haya empezado a desayunar sin usted, Watson —dijo—, pero recordará que estamos citados con nuestro cliente a primera hora. —Pues son ya más de las nueve —respondí—. No me extrañaría que el que llega fuera él. Me ha parecido oír la campanilla. Era, en efecto, nuestro amigo el financiero. Me impresionó el cambio que había experimentado, pues su rostro, normalmente amplio y macizo, se veía ahora deshinchado y flaccido, y sus cabellos parecían un poco más blancos. Entró con un aire fatigado y letárgico, que resultaba aún más penoso que la violenta entrada del día anterior, y se dejó caer pesadamente en la butaca que acerqué para él. —No sé qué habré hecho para merecer este castigo —dijo—. Hace tan solo dos días, yo era un hombre feliz y próspero, sin una sola preocupación en el mundo. Ahora me espera una vejez solitaria y deshonrosa. Las desgracias vienen una tras otra. Mi sobrina Mary me ha abandonado. —¿Que le ha abandonado? —Sí. Esta mañana vimos que no había dormido en su cama; su habitación estaba vacía, y en la mesita del vestíbulo había una nota para mí. Anoche, movido por la pena y no en tono de enfado, le dije que, si se hubiera casado con mi hijo, este no se habría descarriado. Posiblemente fue una insensatez decir tal cosa. En la nota que me dejó hace alusión a este comentario mío: «Queridísimo tío: Me doy cuenta de que yo he sido la causa de que sufras este disgusto y de que, si hubiera obrado de diferente manera, esta terrible desgracia podría no haber ocurrido. Con este pensamiento en la cabeza, ya no podré ser feliz viviendo bajo tu techo, y considero que debo dejarte para siempre. No te preocupes por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y, sobre todo, no me busques, pues sería tarea inútil y no me favorecería en nada. En la vida o en la muerte, te quiere siempre Mary». ¿Qué quiere decir esta nota, señor Holmes? ¿Cree usted que se propone suicidarse? —No, no, nada de eso. Quizá sea esta la mejor solución. Me parece, señor Holder, que sus dificultades están a punto de terminar. —¿Cómo puede decir eso? ¡Señor Holmes! ¡Usted ha averiguado algo, usted sabe algo! ¿Dónde están las piedras? —¿Le parecería excesivo pagar mil libras por cada una de ellas? —Pagaría diez mil. —No será necesario. Con tres mil bastará. Y supongo que habrá que añadir una pequeña recompensa. ¿Ha traído usted su talonario? Aquí tiene una pluma. Lo mejor será que extienda un cheque por cuatro mil libras. Con expresión atónita, el banquero extendió el cheque solicitado. Holmes se acercó a su escritorio, sacó un trozo triangular de oro con tres piedras preciosas, y lo arrojó sobre la mesa. Nuestro cliente se apoderó de él con un alarido de júbilo. —¡Lo tiene! —jadeó—. ¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado! La reacción de alegría era tan apasionada como lo había sido su desconsuelo anterior, y apretaba contra el pecho las gemas recuperadas. —Todavía debe usted algo, señor Holder —dijo Sherlock Holmes en tono más bien severo. —¿Qué debo? —cogió la pluma—. Diga la cantidad y la pagaré. —No, su deuda no es conmigo. Le debe usted las más humildes disculpas a ese noble muchacho, su hijo, que se ha comportado en todo este asunto de un modo que a mí me enorgullecería en mi propio hijo si es que alguna vez llego a tener uno. —Entonces, ¿no fue Arthur quien las robó? —Se lo dije ayer y se lo repito hoy: no fue él. —¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso, ¡vayamos ahora mismo a decirle que ya se ha descubierto la verdad! —Él ya lo sabe. Después de haberlo resuelto todo, tuve una entrevista con él y, al comprobar que no estaba dispuesto a explicarme lo sucedido, se lo expliqué yo a él, ante lo cual no tuvo más remedio que reconocer que yo tenía razón, y añadir los poquísimos detalles que yo aún no veía muy claros. Sin embargo, cuando lo vea a usted esta mañana quizá rompa su silencio. —¡Por amor del cielo, explíqueme todo este extraordinario misterio! —Voy a hacerlo, explicándole además los pasos por los que llegué a la solución. Y permítame empezar por lo que a mí me resulta más duro decirle y a usted le resultará más duro escuchar: Sir George Burnwell y su sobrina Mary se entendían, y se han fugado juntos. —¿Mi Mary? ¡Imposible! —Por desgracia, es más que posible; es seguro. Ni usted ni su hijo conocían la verdadera personalidad de este hombre cuando lo admitieron en su círculo familiar. Es uno de los hombres más peligrosos de Inglaterra…, un jugador arruinado, un canalla sin ningún escrúpulo, un hombre sin corazón ni conciencia. Su sobrina no sabía nada sobre esta clase de hombres. Cuando él le susurró al oído sus promesas de amor, como había hecho con otras cien antes que con ella, ella se sintió halagada, pensando que había sido la única en llegar a su corazón. El diablo sabe lo que le diría, pero acabó convirtiéndola en su instrumento, y se veían casi todas las noches. —¡No puedo creerlo, y me niego a creerlo! —exclamó el banquero con el rostro ceniciento. —Entonces, le explicaré lo que sucedió en su casa aquella noche. Cuando pensó que usted se había retirado a dormir, su sobrina bajó a hurtadillas y habló con su amante a través de la ventana que da al sendero de los establos. El hombre estuvo allí tanto tiempo que dejó pisadas que atravesaban toda la capa de nieve. Ella le habló de la corona. Su maligno afán de oro se encendió al oír la noticia, y sometió a la muchacha a su voluntad. Estoy seguro de que ella le quería a usted, pero hay mujeres en las que el amor de un amante apaga todos los demás amores, y me parece que su sobrina es de esta clase. Apenas había acabado de oír las órdenes de Sir George, vio que usted bajaba por las escaleras, y cerró apresuradamente la ventana; a continuación, le habló de la escapada de una de las doncellas con su novio el de la pata de palo, que era absolutamente cierta. »En cuanto a su hijo Arthur, se fue a la cama después de hablar con usted, pero no pudo dormir a causa de la inquietud que le producía su deuda en el club. A mitad de la noche, oyó unos pasos furtivos junto a su puerta; se levantó a asomarse y quedó muy sorprendido al ver a su prima avanzando con gran sigilo por el pasillo, hasta desaparecer en el gabinete. Petrificado de asombro, el muchacho se puso encima algunas ropas y aguardó en la oscuridad para ver dónde iba a parar aquel extraño asunto. Al poco rato, ella salió de la habitación y, a la luz de la lámpara del pasillo, su hijo vio que llevaba en las manos la preciosa corona. La muchacha bajó a la planta baja, y su hijo, temblando de horror, corrió a esconderse detrás de la cortina que hay junto a la puerta de la habitación de usted, desde donde podía ver lo que ocurría en el vestíbulo. Así vio cómo ella abría sin hacer ruido la ventana, le entregaba la corona a alguien que aguardaba en la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana, regresaba a toda prisa a su habitación, pasando muy cerca de donde él estaba escondido detrás de la cortina. «Mientras ella estuvo a la vista, él no se atrevió a hacer nada, pues ello comprometería de un modo terrible a la mujer que amaba. Pero en el instante en que ella desapareció, comprendió la tremenda desgracia que aquello representaba para usted y se propuso remediarlo a toda costa. Descalzo como estaba, echó a correr escaleras abajo, abrió la ventana, saltó a la nieve y corrió por el sendero, donde distinguió una figura oscura que se alejaba a la luz de la luna. Sir George Burnwell intentó escapar, pero Arthur lo alcanzó y se entabló un forcejeo entre ellos, su hijo tirando de una lado de la corona y su oponente del otro. En la pelea, su hijo golpeó a Sir George y le hizo una herida encima del ojo. Entonces, se oyó un fuerte chasquido y su hijo, viendo que tenía la corona en las manos, corrió de vuelta a la casa, cerró la ventana, subió al gabinete y allí advirtió que la corona se había torcido durante el forcejeo. Estaba intentando enderezarla cuando usted apareció en escena. —¿Es posible? —dijo el banquero, sin aliento. —Entonces, usted le irritó con sus insultos, precisamente cuando él opinaba que merecía su más encendida gratitud. No podía explicar la verdad de lo ocurrido sin delatar a una persona que, desde luego, no merecía tanta consideración por su parte. A pesar de todo, adoptó la postura más caballerosa y guardó el secreto para protegerla. —¡Y por eso ella dio un grito y se desmayó al ver la corona! —exclamó el señor Holder—. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué ciego y estúpido he sido! ¡Y él pidiéndome que le dejara salir cinco minutos! ¡Lo que quería el pobre muchacho era ver si el trozo que faltaba había quedado en el lugar de la lucha! ¡De qué modo tan cruel le he malinterpretado! —Cuando yo llegué a la casa —continuó Holmes—, lo primero que hice fue examinar atentamente los alrededores, por si había huellas en la nieve que pudieran ayudarme. Sabía que no había nevado desde la noche anterior, y que la fuerte helada habría conservado las huellas. Miré el sendero de los proveedores, pero lo encontré todo pisoteado e indescifrable. Sin embargo, un poco más allá, al otro lado de la puerta de la cocina, había estado una mujer hablando con un hombre, una de cuyas pisadas indicaba que tenía una pata de palo. Se notaba incluso que los habían interrumpido, porque la mujer había vuelto corriendo a la puerta, como demostraban las pisadas con la punta del pie muy marcada y el talón muy poco, mientras Patapalo se quedaba esperando un poco, para después marcharse. Pensé que podía tratarse de la doncella de la que usted me había hablado y su novio, y un par de preguntas me lo confirmaron. Inspeccioné el jardín sin encontrar nada más que pisadas sin rumbo fijo, que debían de ser de la policía; pero, cuando llegué al sendero de los establos, encontré escrita en la nieve una larga y complicada historia. »Había una doble línea de pisadas de un hombre con botas, y una segunda línea, también doble, que, como comprobé con satisfacción, correspondían a un hombre con los pies descalzos. Por lo que usted me había contado, quedé convencido de que pertenecían a su hijo. El primer hombre había andado a la ida y a la venida, pero el segundo había corrido a gran velocidad, y sus huellas, superpuestas a las de las botas, demostraban que corría detrás del otro. Las seguí en una dirección y comprobé que llegaban hasta la ventana del vestíbulo, donde el de las botas había permanecido tanto tiempo que dejó la nieve completamente pisada. Luego las seguí en la otra dirección, hasta unos cien metros sendero adelante. Allí, el de las botas se había dado la vuelta, y las huellas en la nieve parecían indicar que se había producido una pelea. Incluso habían caído unas gotas de sangre, que confirmaban mi teoría. Después, el de las botas había seguido corriendo por el sendero; una pequeña mancha de sangre indicaba que era él el que había resultado herido. Su pista se perdía al llegar a la carretera, donde habían limpiado la nieve del pavimento. »Sin embargo, al entrar en la casa, recordará usted que examiné con la lupa el alféizar y el marco de la ventana del vestíbulo, y pude advertir al instante que alguien había pasado por ella. Se notaba la huella dejada por un pie mojado al entrar. Ya podía empezar a formarme una opinión de lo ocurrido. Un hombre había aguardado fuera de la casa junto a la ventana. Alguien le había entregado la joya; su hijo había sido testigo de la fechoría, había salido en persecución del ladrón, había luchado con él, los dos habían tirado de la corona y la combinación de sus esfuerzos provocó daños que ninguno de ellos habría podido causar por sí solo. Su hijo había regresado con la corona, pero dejando un fragmento en manos de su adversario. Hasta ahí, estaba claro. Ahora la cuestión era: ¿quién era el hombre de las botas y quién le entregó la corona? »Una vieja máxima mía dice que, cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad. Ahora bien, yo sabía que no fue usted quien entregó la corona, así que solo quedaban su sobrina y las doncellas. Pero, si hubieran sido las doncellas, ¿por qué iba su hijo a permitir que lo acusaran a él en su lugar? No tenía ninguna razón posible. Sin embargo, sabíamos que amaba a su prima, y allí teníamos una excelente explicación de por qué guardaba silencio, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un secreto deshonroso. Cuando recordé que usted la había visto junto a aquella misma ventana, y que se había desmayado al ver la corona, mis conjeturas se convirtieron en certidumbre. »¿Y quién podía ser su cómplice? Evidentemente, un amante, porque ¿quién otro podría hacerle renegar del amor y gratitud que sentía por usted? Yo sabía que ustedes salían poco, y que su círculo de amistades era reducido; pero entre ellas figuraba Sir George Burnwell. Yo ya había oído hablar de él como hombre de mala reputación entre las mujeres. Tenía que haber sido él el que llevaba aquellas botas y el que se había quedado con las piedras perdidas. Aun sabiendo que Arthur le había descubierto, se consideraba a salvo, porque el muchacho no podía decir una palabra sin comprometer a su propia familia. »En fin, ya se imaginará usted las medidas que adopté a continuación. Me dirigí, disfrazado de vago, a la casa de Sir George, me las arreglé para entablar conversación con su lacayo, me enteré de que su señor se había hecho una herida en la cabeza la noche anterior y, por último, al precio de seis chelines, conseguí la prueba definitiva comprándole un par de zapatos viejos de su amo. Me fui con ellos a Streatham y comprobé que coincidían exactamente con las huellas. —Ayer por la tarde vi un vagabundo harapiento por el sendero —dijo el señor Holder. —Precisamente. Ese era yo. Ya tenía a mi hombre, así que volví a casa y me cambié de ropa. Tenía que actuar con mucha delicadeza, porque estaba claro que había que prescindir de denuncias para evitar el escándalo, y sabía que un canalla tan astuto como él se daría cuenta de que teníamos las manos atadas por ese lado. Fui a verlo. Al principio, como era de esperar, lo negó todo. Pero luego, cuando le di todos los detalles de lo que había ocurrido, se puso gallito y cogió una cachiporra de la pared. Sin embargo, yo conocía a mi hombre y le apliqué una pistola a la sien antes de que pudiera golpear. Entonces se volvió un poco más razonable. Le dije que le pagaríamos un rescate por las piedras que tenía en su poder: mil libras por cada una. Aquello provocó en él las primeras señales de pesar. «¡Maldita sea! —dijo—. ¡Y yo que he vendido las tres por seiscientas!». No tardé en arrancarle la dirección del comprador, prometiéndole que no presentaríamos ninguna denuncia. Me fui a buscarlo y, tras mucho regateo, le saqué las piedras a mil libras cada una. Luego fui a visitar a su hijo, le dije que todo había quedado aclarado, y por fin me acosté a eso de las dos, después de lo que bien puedo llamar una dura jornada. —¡Una jornada que ha salvado a Inglaterra de un gran escándalo público! —dijo el banquero, poniéndose en pie—. Señor, no encuentro palabras para darle las gracias, pero ya comprobará usted que no soy desagradecido. Su habilidad ha superado con creces todo lo que me habían contado de usted. Y ahora, debo volver al lado de mi querido hijo para pedirle perdón por lo mal que lo he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, lo que usted me ha contado me ha llegado al alma. Supongo que ni siquiera usted, con todo su talento, puede informarme de dónde se encuentra ahora. —Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos —replicó Holmes—, que está allí donde se encuentre Sir George Burnwell. Y es igualmente seguro que, por graves que sean sus pecados, pronto recibirán un castigo más que suficiente. EL PROBLEMA FINAL Con extremada tristeza tomo hoy mi pluma para escribir estas últimas palabras, con las que dejaré para siempre constancia de los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De un modo incoherente y, viéndolo ahora en profundidad, totalmente inadecuado, me propuse dar cuenta de las extrañas experiencias que tuve en su compañía: desde el primer encuentro casual que nos uniría en la época de Estudio en escarlata hasta los tiempos de su intervención en el asunto de El Tratado Naval, una intervención que tuvo el incuestionable efecto de evitar un serio embrollo internacional. Tenía la intención de haberme detenido aquí y de callarme todo lo relativo a aquel suceso que dejó un vacío tal en mi vida, que un lapso de dos años no ha podido llenar. Me veo forzado, no obstante, a continuar, debido a las recientes cartas en las que el coronel Moriarty defiende la memoria de su hermano; no me queda más remedio que exponer los hechos ante el público exactamente como ocurrieron. Solo yo sé toda la verdad sobre el asunto y me alegra que haya llegado el momento en el que deja de ser bueno y provechoso el callarse. Por lo que sé, solamente se han dado tres informes en la prensa pública: el del Journal de Genéve del 6 de mayo de 1891; el del despacho de noticias Reuter, aparecido en los periódicos ingleses del 7 de mayo, y finalmente las cartas a las que acabo de aludir. Los dos primeros eran extremadamente concisos, mientras que el último es, como en seguida pasaré a demostrar, una absoluta desnaturalización de los hechos. De mí depende que por primera vez se cuente lo que de verdad tuvo lugar entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes. Debe recordarse que, tras mi matrimonio y mi posterior inicio en la práctica privada de la medicina, la relación verdaderamente íntima que había existido entre Holmes y yo quedó hasta cierto punto modificada. Seguía viniendo a verme de cuando en cuando, siempre que necesitaba que alguien le acompañara en las investigaciones; pero estas visitas se fueron haciendo cada vez más raras, hasta que en el año 1890 fueron tan escasas, que solo hubo tres casos de los que yo pudiera guardar alguna anotación. Durante el invierno de ese año y en el inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el gobierno francés le había contratado por un asunto de suprema importancia y recibí dos pequeñas notas suyas; la una fechada en Narbonne y la otra en Nimes, de lo que deduje que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga. Me sorprendió, por tanto, verle entrar en mi consultorio la noche del 24 de abril. Me chocó su aspecto, porque parecía más delgado y más pálido de lo normal en él. —Sí, me he estado cuidando muy poco últimamente —observó en respuesta a mi mirada más que a mis palabras—. Estos últimos días han sido muy agitados. ¿Le importaría que cerrara las contraventanas? La lámpara sobre la mesa en la que yo había estado leyendo era la única luz que había en la habitación. Holmes, caminando pegado a la pared, llegó junto a ellas y las cerró de golpe, echando después el pestillo. —¿Tiene miedo de algo? —pregunté yo. —Pues sí, lo tengo. —¿De qué? —De las pistolas de aire comprimido. —Mi querido Holmes, ¿qué quiere usted decir con esto? —Creo que me conoce lo suficiente, Watson, para saber que no soy en absoluto un hombre nervioso. Al mismo tiempo, es una estupidez más que una valentía el negarse a reconocer que uno corre peligro. ¿Podría darme una cerilla? Sacó su pitillera como si agradeciera el efecto relajante del tabaco. —Debo excusarme por aparecer a semejante hora —dijo—, y además tengo que pedirle que por una vez sea tan poco convencional como para permitirme que salga de su casa saltando por el muro posterior de su jardín. —¿Pero qué significa todo esto? —pregunté. Alargó la mano y a la luz de la lámpara vi que tenía dos nudillos quemados y que le sangraban. —Ya ve que no se trata de una nadería —dijo sonriendo—. Por el contrario, es algo lo suficientemente importante como para que un hombre se deje en ello sus manos. ¿Está la señora Watson en casa? —Está de visita fuera de la ciudad. —¡Estupendo! ¿Está usted solo, pues? —Más o menos. —Esto me facilita el proponerle que se venga conmigo una semana al continente. —¿Adonde? —¡Oh!, a cualquier lado. Me es igual. Había algo extraño en todo esto. No era normal en Holmes tomarse unas vacaciones sin más, y había algo en la palidez y en el cansancio de su rostro que me decía que debía de estar sufriendo una fuerte tensión nerviosa. Vio la pregunta en mi mirada y, juntando las manos y apoyando los codos en las rodillas, me explicó la situación. —Es posible que nunca haya oído hablar del profesor Moriarty —dijo. —Nunca. —Sí, ahí está lo maravilloso del asunto —exclamó—. La maldad de ese hombre impregna todo Londres y nadie ha oído hablar de él. Esto es lo que le coloca en la cumbre del crimen. Le digo, Watson, hablando con toda seriedad, que, si pudiera derrotar a ese hombre, si pudiera librar a la sociedad de él, me parecería haber alcanzado la cima de mi carrera y podría disponerme a llevar una vida más plácida. Entre nosotros, los recientes casos en los que he prestado mis servicios a la Familia Real de Escandinavia y a la República Francesa me han dejado en situación de poder llevar una vida apacible, lo que me sería muy grato, y de poder concentrarme en mis investigaciones químicas. Pero no podría descansar, Watson, no podría sentarme tranquilamente en un sillón, sabiendo que un hombre como el profesor Moriarty se está paseando libremente por las calles de Londres. —¿Qué es lo que ha hecho? —Hizo una carrera extraordinaria. Es un hombre de buena familia y recibió una esmerada educación; tiene además, por naturaleza, unas excepcionales dotes para las matemáticas. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el Teorema del Binomio, que estuvo muy en boga en Europa. Fundándose en esto, ganó una cátedra de matemáticas en una de esas pequeñas universidades nuestras y todo parecía indicar que tenía ante sí una brillantísima carrera. Pero ese hombre tenía una tendencia hereditaria de lo más diabólica. Llevaba en la sangre un instinto criminal que, en lugar de atenuarse, se acentuó, haciéndose infinitamente más peligroso, debido a sus extraordinarias facultades mentales. En la Universidad empezaron a correr rumores sobre él, obligándole por último a renunciar a la cátedra y volver a Londres, en donde se estableció como tutor en el ejército. Esto es lo que sabe la gente, pero lo que voy a contarle es lo que yo he descubierto. »Como bien sabe usted, Watson, no hay nadie en Londres que conozca tan bien como yo el mundo del crimen. Durante años no he dejado de ser consciente de que tras el malhechor existe un poder oculto, un cierto poder organizado, que actúa en la sombra sin salirse de la ley y que siempre ampara al delincuente. Una y otra vez, en los casos diferentes —casos de falsificación, robos, asesinatos—, he sentido la presencia de esta fuerza y he colegido que había actuado en muchos de esos crímenes sin descubrir, en los que no fui directamente consultado. Durante todos estos años he puesto todo mi empeño en atravesar el velo que lo envuelve, y por último me llegó el momento, y dando con el hilo lo seguí; este me llevó, tras un sinfín de astutas vueltas y revueltas, hasta el ex profesor Moriarty, la celebridad matemática. »Es el Napoleón del crimen. Es la mente organizativa de la mitad de los hechos depravados de los que se tiene conocimiento y de casi todos los que pasan desapercibidos en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Permanece sentado, inmóvil, como una araña en el centro de su red; pero esta red tiene miles de hilos y él conoce muy bien el modo de vibrar de cada uno. Él mismo hace poco. Solo planea. Pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente organizados. Que hay un crimen que cometer, pongamos por caso un documento que hacer desaparecer, una casa que desvalijar, un hombre que quitar de en medio; se le hace llegar al profesor y el asunto se organiza y se lleva a cabo. Pueden coger al agente. En ese caso se encuentra el dinero necesario para su fianza o defensa. Pero nunca se coge al poder central que se sirve de él; nunca pasa más allá de la sospecha. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con ella. »Pero el profesor estaba rodeado de medidas de seguridad tan bien concebidas que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible conseguir una evidencia que pudiera declararle culpable en presencia de un tribunal. Usted conoce mis facultades, mi querido Watson, y sin embargo al cabo de tres meses tuve que confesarme a mí mismo que por fin había dado con un antagonista que era intelectualmente igual a mí. Mi horror por sus crímenes se perdió en medio de mi admiración por su habilidad. Pero finalmente cometió un error, solo un pequeño, un mínimo error, que era más de lo que podía permitirse, estando yo tan cerca de él. No deseché la oportunidad y, partiendo de ese punto, he tejido mi red en torno a él, teniendo ahora todo dispuesto para cerrarla. Dentro de tres días, es decir, el próximo martes, el asunto estará maduro, y el profesor, con todos los miembros principales de su banda, estará en manos de la policía. Después vendrá el mayor juicio del siglo, la aclaración de más de cuarenta misterios y la horca para todos ellos. Pero, si actuamos prematuramente, ¿comprende usted?, podrían escaparse de nuestras manos incluso en el último momento. »Ahora bien, si pudiera haber hecho esto sin el conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiera ido bien. Pero él era demasiado astuto para eso. Siguió todos los pasos que yo di para extender mis redes en torno suyo. Una y otra vez luchó para escaparse de ellas, pero una y otra vez le gané la partida. Le diré, amigo mío, que, si se escribiera un informe detallado de esta silenciosa competición, ocuparía su lugar como el fragmento escrito sobre la caza y captura más brillante de la historia detectivesca. Nunca llegué tan alto, nunca un oponente me había seguido tan de cerca. Él hilaba fino, pero yo aún más. Esta mañana di el último paso y solo necesitaba tres días para dar por concluido el asunto. Estaba sentado en mi habitación reflexionando sobre ello, cuando se abrió la puerta y vi al profesor Moriarty ante mí. «Tengo unos nervios a toda prueba, Watson, pero tengo que confesar que tuve un sobresalto cuando vi al mismo hombre que tanto lugar había ocupado en mis pensamientos parado en el umbral de mi puerta. Su aspecto me era casi familiar. Es extremadamente delgado y alto, con la frente muy blanca y protuberante y los ojos profundamente hundidos. Va cuidadosamente afeitado, lo que resalta su palidez, dándole una apariencia casi ascética; conserva en sus rasgos algo del catedrático que fue. Tiene la espalda curvada por el mucho estudio, y lleva el rostro echado para delante, no parando este nunca de oscilar lentamente de un lado a otro de un modo curiosamente reptilesco. Me observó con gran curiosidad desde sus fruncidos ojos. »—Tiene usted menos desarrollo frontal del que yo hubiera esperado —dijo finalmente—. Es una costumbre muy peligrosa esa de tener el dedo en el gatillo de un arma cargada metida en el bolsillo del batín. »El hecho es que, al entrar él en la habitación, me di cuenta al instante del gran peligro personal en que me encontraba. El único escape que él podía concebir en ese momento era el de cerrarme la boca. En un instante saqué el revólver del cajón y me lo metí en el bolsillo, y en ese momento le estaba apuntando a través de la tela. Tras su observación, saqué el arma y la deposité amenazante sobre la mesa. El seguía sonriendo y pestañeando, pero había algo en su mirada que me hizo sentirme encantado de tener el arma a mano. »—Evidentemente usted no me conoce —dijo. »—Todo lo contrario —contesté yo—, creo que es evidente que le conozco bastante bien. Le ruego que tome asiento. Dispone de cinco minutos si tiene algo que decir. »—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento —dijo. »—Entonces tal vez mi respuesta ha pasado por el suyo —contesté. »—¿Se mantiene firme en su propósito? »—Absolutamente. »Se echó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de encima de la mesa. Pero no sacó de este sino una agenda en la que tenía descuidadamente anotadas algunas fechas. »—Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero —dijo—. El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora, cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una situación en la que corro serio peligro de perder mi libertad. La situación se está haciendo imposible. »—¿Qué sugiere usted? —dije. »—Debe renunciar a lo que se propone, señor Holmes —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Realmente, debe hacerlo, ¿sabe? »—Después del lunes —dije yo. »—¡Venga ya! —dijo—. Estoy seguro de que un hombre de su inteligencia en seguida se dará cuenta de que este asunto no tiene más que una solución. Es necesario que se aparte de mi camino. Ha hecho usted que las cosas tomaran un cariz tal, que ahora solo nos queda una salida. Ha supuesto para mí un placer el verle luchar a brazo partido en este asunto y puedo decir, sin exagerar, que me causaría una gran pena el verme forzado a tomar medidas extremas. Sonríe usted, caballero, pero le aseguro que es así. »—El peligro forma parte de mi trabajo —observé. »—No se trata de peligro —dijo—. Es la destrucción inevitable. Está usted obstaculizando el paso no de una sola persona, sino de toda una poderosa organización, cuyo alcance, con toda su inteligencia, sería usted incapaz de conseguir. Quítese de en medio, señor Holmes, si no quiere ser aplastado. »—Lo siento —dije yo, levantándome—, pero el placer de la conversación me ha hecho olvidar que un asunto de importancia me está esperando en otro lugar. »Se levantó y me miró en silencio moviendo tristemente la cabeza. »—Bueno, bueno —dijo finalmente—. Es una pena, pero yo he hecho lo que he podido. Conozco todos los movimientos de su juego. No puede hacer nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre usted y yo, señor Holmes. Usted esperaba verme sentado en el banquillo de los acusados y yo le digo que nunca me verá. Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará. Si cuenta con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, esté seguro de que yo no me quedaré atrás. »—Me ha hecho usted varios cumplidos, señor Moriarty —dije yo—. Déjeme devolvérselos a mi vez diciéndole que, si me asegurara lo primero, estaría encantado de aceptar, en interés público, lo segundo. »—Puedo prometerle lo uno pero no lo otro —dijo gruñendo y luego, volviendo hacia mí su curvada espalda, salió de la habitación, husmeándolo todo sin dejar de parpadear. »Esta fue mi singular entrevista con el profesor Moriarty. Confieso que me dejó bastante perturbado. Su suave y precisa manera de hablar da una idea de sinceridad, que un simple fanfarrón no podría producir. Por supuesto, usted se dirá: ¿Por qué no tomar precauciones policiales contra él? La razón es que yo estoy totalmente convencido de que el golpe lo darán sus agentes. Tengo todas las pruebas de que será así. —¿Le han atacado ya alguna vez? —Mi querido Watson, el profesor Moriarty no es un hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Salí a eso del mediodía por unos asuntos que tenía que arreglar en Oxford Street. Al pasar la esquina que va desde Bentinck Street hasta el cruce de Welbeck Street, apenas tuve tiempo de ver un furgón de dos caballos que venía zumbando hacia mí, cuando se me echó encima a la velocidad del rayo. Salté a la acera y me salvé por una fracción de segundo. El furgón giró rápidamente en Marylebone Lane y desapareció en un instante. Tras esto no volví a salirme de la acera, Watson, pero, cuando bajaba por Veré Street, un ladrillo vino a caer desde el tejado de una de las casas y se hizo añicos a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar. Había tejas y ladrillos acumulados en el tejado, preparados para hacer una reparación, y me habrían convencido de que el viento había hecho caer uno de estos. Por supuesto yo sabía algo más, pero no tenía ninguna prueba. Tras esto tomé un simón y me fui a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Ahora he venido a verle a usted, y en el camino me atacó un matón armado de una porra. Le derribé y ahora está custodiado por la policía; pero puedo decirle con toda seguridad que nunca se establecerá conexión alguna entre el tipo contra cuyos dientes me acabo de despellejar los nudillos y el catedrático de matemáticas retirado, quien, me atrevería a decir, se encuentra a diez millas de distancia solucionando problemas en una pizarra. No se preguntará ahora, Watson, por qué lo primero que hice al entrar en su casa fue cerrar las contraventanas y por qué me he visto obligado a pedirle permiso para salir de su casa utilizando una salida menos llamativa que la puerta principal. A menudo había sentido admiración por el valor de mi amigo, pero nunca más que ahora, al verle examinar la serie de incidentes cuya combinación debía de haber constituido un día de horror para él. —¿Pasará aquí la noche? —dije. —No, amigo mío; sería un huésped peligroso para usted. Ya he hecho mis planes y todo irá bien. Las cosas han llegado tan lejos, que pueden seguir avanzando sin mi ayuda siempre y cuando se lleve a cabo el arresto; mi presencia será empero necesaria a la hora de dictar sentencia. Es obvio, por tanto, que lo mejor que puedo hacer ahora es alejarme durante los pocos días que quedan, antes de que la policía esté en libertad de actuar. Sería para mí un gran placer, pues, si pudiera usted acompañarme al continente. —Mi clientela me está dando poco trabajo estos días —dije—. Y además tengo un colega en el vecindario que me sustituiría de buen grado. Me encantaría ir. —¿Y salir mañana por la mañana? —Si fuera necesario. —¡Oh, sí, de lo más necesario! Entonces estas son sus instrucciones y le ruego, mi querido Watson, que las cumpla al pie de la letra, porque desde este momento es usted mi pareja en una partida de dobles en la que usted y yo nos enfrentamos con el granuja más inteligente y el sindicato del crimen más poderoso de Europa. Ahora escuche. Enviará usted por un recadero de confianza el equipaje que tengo intención de llevar, sin dirección, a la estación Victoria esta noche. Mañana por la mañana enviará a buscar un simón pidiéndole a la persona que vaya que no coja ni el primero ni el segundo que le salgan al encuentro. Se montará en ese simón y se dirigirá a la Lowther Arcade, en donde esta da al Strand, dándole la dirección escrita al cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga preparado el importe, y en el momento en que se detenga el carruaje precipítese en la Arcade y atraviésela, calculando el tiempo que va a llevarle, para estar en el otro lado a las nueve y cuarto. Encontrará una pequeña berlina esperándole pegada al bordillo y conducida por un tipo vestido con un pesado abrigo negro con el cuello ribeteado de rojo. Se subirá en esta y llegará a la estación Victoria a tiempo de coger el Continental express. —¿Dónde me encontraré con usted? —En la estación. El segundo compartimento de primera clase empezando por la cabeza del tren está reservado para nosotros. —¿El compartimento es nuestro lugar de cita? —Sí. En vano le pedí a Holmes que se quedara a pasar la noche. Era evidente que pensaba que podría causar problemas en el techo bajo el que se hallaba, y este era el motivo que le obligaba a partir. Con algunas precipitadas palabras respecto a nuestros planes para el día siguiente se levantó y salió conmigo al jardín, escalando el muro que da a Mortimer Street; inmediatamente después le oí llamar a un taxi y alejarse en él. A la mañana siguiente obedecí sus órdenes al pie de la letra. Me procuré un simón, tomando todas las precauciones para evitar que fuera uno que hubieran podido situar allí a propósito para engañarme, e inmediatamente después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade y la atravesé a toda la velocidad que me permitieron las piernas. Me esperaba una berlina con un corpulento cochero envuelto en un abrigo oscuro; este, no bien hube yo subido, hizo sonar el látigo y al instante empezamos a traquetear hacia la estación Victoria. Al llegar allí giró el carruaje y se alejó a toda prisa sin mirarme siquiera. Hasta aquí todo había ido admirablemente. Tenía el equipaje esperándome y no tuve dificultad en encontrar el compartimento que Holmes me había indicado; tanto menos cuanto que era el único en todo el tren con el cartel de «Reservado». Mi única fuente de ansiedad era ahora el que Holmes no acababa de aparecer. En el reloj de la estación faltaban siete minutos para la hora de salida del tren. En vano busqué entre los grupos de viajeros y acompañantes la ágil figura de mi amigo. No había signos de su presencia. Pasé cinco minutos ayudando a un venerable sacerdote italiano, quien se empeñaba en hacerle comprender a un maletero en un inglés chapurreado que su equipaje tenía que ser registrado vía París. Luego, tras echar otro vistazo alrededor, volví a mi compartimento, en donde encontré que el maletero, a pesar del cartel de reservado, me había puesto a mi decrépito amigo italiano como compañero de viaje. De nada me valió explicarle que su presencia allí era una intrusión, porque mi italiano era todavía más limitado que su inglés; conque me encogí de hombros resignadamente y seguí buscando ansiosamente con la mirada a mi amigo. Me dio un escalofrío al pensar que su ausencia podría significar que algo le había sucedido durante la noche. Ya habían cerrado las puertas y el tren empezaba a silbar cuando… —Mi querido Watson —dijo una voz—, ni siquiera ha tenido el detalle de decirme buenos días. Me volví asombrado. El anciano sacerdote había vuelto su cara hacia mí. En un instante se le suavizaron las arrugas, la nariz se le separó de la barbilla; el labio inferior dejó de sobresalir y la boca de temblar; los apagados ojos se le iluminaron y la encogida figura se estiró. Tras esto, todo el montaje se derrumbó y Holmes reapareció con la misma rapidez con que había desaparecido. —¡Santo cielo! —exclamé—. ¡Qué susto me ha dado! —Todas las precauciones siguen siendo necesarias —susurró—. Tengo razones para pensar que nos siguen de cerca. ¡Ah! ¡Mire, ahí está en persona Moriarty! El tren ya había empezado a moverse cuando Holmes empezó a hablar. Mirando hacia atrás vi a un hombre alto que se abría paso a empujones entre la muchedumbre, agitando la mano como si con esto indicara su deseo de que el tren se detuviera. Era demasiado tarde, sin embargo, porque íbamos ganando velocidad rápidamente y un momento después salíamos de la estación. —Con todas las precauciones que hemos tomado, nos hemos salvado por poco —dijo Holmes riéndose. Se levantó y, quitándose la negra sotana y el sombrero que habían constituido su disfraz, los metió en una bolsa de mano. —¿Ha leído el periódico, Watson? —No. —¿No ha leído nada, entonces, de lo que ha pasado en Baker Street? —¿Baker Street? —Prendieron fuego a nuestra casa ayer por la noche. No causó grandes daños. —¡Santo cielo! Esto es intolerable. —Debieron de perderme por completo la pista después de que arrestaran al matón. De no ser así, no hubieran pensado que yo había de volver a mi casa. Habían tomado la precaución de vigilarle a usted, y eso es lo que ha traído a Moriarty hasta la estación Victoria. ¿Cometió usted algún error al venir hacia aquí? —Hice exactamente lo que me aconsejó. —¿Encontró la berlina esperándole? —Sí, me estaba esperando. —¿Reconoció al cochero? —No. —Era mi hermano Mycroft. Es una ventaja el poder apañárselas en casos semejantes sin tener que tomar un mercenario. Pero ahora tenemos que planear lo que vamos a hacer con Moriarty. —Puesto que esto es un expreso y los horarios del barco están en correspondencia con este, creo que nos lo hemos quitado de encima de un modo bastante efectivo. —Mi querido Watson, evidentemente usted no se da cuenta de lo que significan mis palabras cuando digo que se puede considerar a este hombre en el mismo plano intelectual que yo. No se imaginará usted que, si yo fuera el perseguidor, iba a dejar que me detuviera un obstáculo tan mínimo. ¿Por qué, pues, va usted a considerarlo como un hombre mediocre? —¿Qué hará? —Lo que yo haría. —¿Qué haría usted, pues? —Tomar un tren particular. —Pero ya será tarde. —En absoluto. El tren se para en Canterbury y siempre hay por lo menos un cuarto de hora de retraso en la salida del barco. Nos cogerá allí. —Uno pensaría que somos nosotros los criminales. Hagamos que lo arresten al llegar nosotros. —Eso echaría a perder el trabajo de tres meses. Cogeríamos al pez gordo, pero los pequeños saldrían disparados, escapándose de la red. El lunes los tendremos a todos. No, no podemos permitirnos un arresto ahora. —¿Entonces, qué? —Nos apearemos en Canterbury. —¿Y entonces? —Bueno, entonces tendremos que hacer el recorrido hasta Newhaven en esos trenes de vía estrecha que se paran en todas las estaciones y desde allí cruzaremos a Dieppe. Moriarty volverá a hacer lo que yo haría. Continuará hasta París, señalará nuestro equipaje y esperará dos días en el depósito. Mientras tanto, nosotros nos compraremos un par de bolsos de viaje, iremos favoreciendo con todas nuestras compras a los fabricantes de todos los países por los que pasemos y seguiremos nuestro apacible camino hacia Suiza, vía Luxemburgo y Basilea. Soy un viajero lo bastante experimentado para que me preocupara la pérdida de mi equipaje, pero debo confesar que me incomodaba un poco la idea de verme forzado a andarme zafando y escondiendo de un hombre cuyo negro historial estaba plagado de crímenes. Era evidente, sin embargo, que Holmes entendía la situación más claramente que yo. Así pues, nos apeamos en Canterbury solo para descubrir que teníamos que esperar una hora para coger un tren con dirección a Newhaven. Estaba todavía mirando con pesar hacia el furgón de equipaje que desaparecía rápidamente de mi vista con todo mi guardarropa en su interior, cuando Holmes me tiró de la manga y me señaló la vía. —Mire, ya viene —dijo. A lo lejos, por entre los bosques de Kentish, surgía una fina columna de humo. Un minuto después vimos un vagón con su máquina tomando a toda velocidad la abierta curva de entrada en la estación. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos tras una pila de equipajes cuando este pasó por delante con su estrepitoso traqueteo y nos lanzó una bocanada de aire caliente a la cara. —Ahí va —dijo Holmes, mientras mirábamos cómo el tren se alejaba balanceándose al pasar por las agujas—. La inteligencia de nuestro amigo, como ve, tiene sus límites. Hubiera dado un coup-de-maitre de haber deducido y obrado en consecuencia con lo que yo hubiera deducido. —¿Y qué es lo que hubiera hecho en el caso de que nos hubiera adelantado? —No cabe duda de que hubiera atacado con fines asesinos. Sin embargo, es este un juego que admite dos jugadores. Lo que nos debemos plantear ahora es si almorzamos aquí a una hora que sería la propia del desayuno o corremos el riesgo de morirnos de hambre antes de llegar a la cantina de la estación de Newhaven. Esa noche hicimos el camino hasta Bruselas, donde pasamos dos días, llegando el tercer día hasta Estrasburgo. En la mañana del lunes Holmes telegrafió a la policía de Londres, y por la noche teníamos la respuesta aguardándonos en el hotel. Holmes rasgó el sobre y luego, maldiciendo, lo echó a la chimenea. —¡Debería haberlo supuesto! —gruñó—. ¡Se ha escapado! —¡Moriarty! —Han atrapado a todos los de su banda menos a él. Se les ha escapado de las manos. Evidentemente, al irme yo unos días fuera del país, no hubo nadie capaz de enfrentarse con él. Pero de verdad pensaba que les había dejado todo hecho. Creo que lo mejor que puede hacer es volver a Inglaterra, Watson. —¿Por qué? —Porque yo sería para usted una compañía peligrosa si se quedara. Este hombre se ha quedado sin ocupación; está perdido si vuelve a Londres. Si le conozco bien, creo que dedicará todas sus energías a vengarse de mí. Así lo dijo en nuestra breve entrevista y creo que lo decía en serio. De verdad, le recomiendo que vuelva junto a su clientela. No era muy acertado darle un consejo semejante a alguien que, además de ser un veterano del ejército, era un viejo amigo suyo. Nos sentamos en la salle-á-manger de la estación de Estrasburgo y discutimos la cuestión durante media hora, pero esa misma noche ya habíamos reanudado viaje y nos dirigíamos hacia Ginebra. Estuvimos durante una encantadora semana vagabundeando por el Valle del Ródano y luego, dejando este a un lado en Leuk, nos encaminamos hacia el puerto de Gemmi, todavía cubierto de nieve y, una vez atravesado este, hacia Meiringen, pasando por Interlaken. Fue un viaje precioso, con el delicado verde primaveral en la llanura y la virginal blancura invernal en lo alto de las montañas; pero yo me daba perfecta cuenta de que Holmes no olvidaba ni siquiera un solo instante la sombra que le perseguía. Puedo incluso decir, por su manera de escrutar con una rápida mirada las caras con que nos cruzábamos, que él parecía estar convencido de que, estuviéramos donde estuviéramos, ya fuera en los hogareños pueblecitos alpinos como en el solitario puerto de montaña, no podíamos pasear libres del peligro que nos iba siguiendo los pasos. En una ocasión recuerdo que nos encontrábamos paseando, tras atravesar el puerto de Gemmi, a orillas del melancólico Daubensee, cuando una gran roca que se había desprendido de las crestas que se levantaban a nuestra derecha cayó, rodando estrepitosamente, al lago justo detrás de donde estábamos nosotros. En un momento Holmes se subió a la cresta y, de pie en un elevado pináculo, estiraba el cuello en todas las direcciones. De nada le sirvió a nuestro guía el asegurarle que el desprendimiento de rocas era algo bastante común en aquel lugar en primavera. No dijo nada, pero me sonrió con la cara del hombre que acaba de ver el cumplimiento de lo que estaba esperando. Y, sin embargo, a pesar de toda esta vigilancia, no se deprimió nunca. Por el contrario, no recuerdo haberle visto nunca de tan buen humor. Una y otra vez volvía al hecho de que, si pudiera estar seguro de que la sociedad estaba libre del profesor Moriarty, con sumo gusto daría por concluida su carrera. —Creo que puedo decir sin estar muy desencaminado, Watson, que no he vivido completamente en vano —observó en una ocasión—. Si mi historial se cerrara esta noche, no dejaría de ser ecuánime al examinarlo. El aire de Londres es más dulce con mi presencia. En más de mil casos nunca he utilizado mis facultades en beneficio del mal. Últimamente me está tentando el investigar los problemas que nos proporciona la naturaleza más que aquellos más superficiales de los que es responsable nuestro artificial estado de sociedad. Sus memorias llegarán a su punto final, Watson, el día en el que yo corone mi carrera con la captura o extinción del criminal más peligroso y competente de Europa. Seré breve, pero exacto, en lo poco que me queda por contar. No es un tema en el que me guste demorarme y, sin embargo, soy consciente de que es mi deber no omitir ningún detalle. Fue el 3 de mayo cuando llegamos al pueblecito de Meiringen, donde nos alojamos en la Englischer Hof, llevada entonces por el viejo Peter Steiler. Nuestro patrón era un hombre inteligente y hablaba un inglés excelente, por haber trabajado tres años como camarero en el Grosvenor Hotel de Londres. Siguiendo su consejo, en la tarde del 4 salimos juntos con la intención de cruzar las colinas y de pasar la noche en el Hamlet de Rosenlaui. No obstante, nos dio instrucciones para que, bajo ningún concepto, pasáramos las cataratas de Reichenbach, que están a medio camino de la colina, sin dar una pequeña vuelta para verlas. Es, de verdad, un lugar que impone terror. El torrente acrecentado por las nieves fundidas se sume en un tremendo abismo del que sube una fina lluvia que lo envuelve todo como si se tratara del humo de una casa ardiendo. El lecho por el que se precipita el propio río es una inmensa sima limitada por unas rocas negras y resbaladizas que se estrecha en un pozo de incalculable profundidad, de aspecto cremoso e hirviente, en el que se arremolina la corriente al pasar por entre sus mellados bordes. El continuo movimiento de la corriente verdosa cayendo desde lo alto, y la espesa cortina de siseante agua pulverizada que no deja de subir desde el abismo, marean a un hombre con su torbellino y clamor constantes. Nos quedamos en el borde, observando el brillo del agua que se estrellaba contra las rocas muy por debajo de donde estábamos y escuchando el grito casi humano, parecido a un intenso gemido, que producía la nube de agua que subía desde el abismo. Han abierto un camino que rodea media catarata con el fin de permitir una vista completa, pero este acaba bruscamente y el viajero ha de volver por donde ha venido. Ya nos habíamos dado la vuelta para disponernos a regresar, cuando vimos a un muchacho suizo que venía corriendo por este con una carta en la mano. Llevaba el membrete del hotel que acabábamos de abandonar, y el patrón la enviaba a mi nombre. Decía que a los pocos minutos de salir nosotros había llegado una dama inglesa que se encontraba al borde de la muerte. Había pasado el invierno en Davos Platz y se encontraba de viaje ahora para reunirse con unos amigos en Lucerna, cuando le había sobrevenido una súbita hemorragia. Pensaban que solo viviría unas horas, pero supondría un gran consuelo para ella que la viera un médico inglés y, si yo fuera tan amable de volver, etc., etc. El bueno de Steiler me aseguraba en una postdata que él mismo consideraría mi asentimiento como un gran favor, ya que la dama se había negado en redondo a que la viera un médico suizo, y él se encontraba en una situación de gran responsabilidad. No se podía ignorar tal llamada. Era imposible negarse al requerimiento de una compatriota que se encontraba al borde de la muerte en tierra extraña. Y, sin embargo, sentía escrúpulos de dejar a Holmes. Finalmente acordamos que el muchacho suizo se quedaría con él haciéndole de guía y compañero y yo volvería a Meiringen. Mi amigo dijo que se quedaría un rato en la catarata y luego iría paseando tranquilamente por las colinas hasta Rosenlaui, donde yo me reuniría con él por la noche. Al alejarme vi a Holmes apoyado en una roca con los brazos cruzados y la mirada fija en el correr tumultuoso de las aguas. Esta sería la última visión que tendría de él en este mundo. Cuando estaba casi al pie del camino de bajada miré hacia atrás. Era imposible ver las cataratas desde allí, pero se veía el serpenteante sendero que sube por la ladera de la colina hasta esta. Recuerdo que vi a un hombre que iba caminando a toda prisa por el sendero. Me fijé en él por la energía con que caminaba, pero desapareció de mi mente, apresurado como iba a cumplir mi encargo. Debió de llevarme un poco más de una hora llegar a Meiringen. El viejo Steiler estaba en el porche del hotel. —Bien —dije corriendo hacia él—, espero que no esté peor. Hizo un gesto de sorpresa y empezó a parpadear sin saber de qué le estaba hablando, y en ese momento me dio un vuelco el corazón. —¿No ha escrito usted esto? —dije, sacando la carta de mi bolsillo—. ¿No hay una mujer enferma en el hotel? —Pues claro que no —exclamó—. Pero la carta lleva el membrete del hotel. ¡Ajá! Debe de haberla escrito el caballero inglés que llegó después de que ustedes se fueran. Dijo… Pero yo no esperé a las explicaciones del patrón. Con un estremecimiento de miedo eché a correr calle abajo y me encaminé al sendero del que acababa de descender. Me había llevado una hora bajar. A pesar de todos mis esfuerzos pasaron otras dos antes de que me volviera a encontrar en la catarata de Reichenbach. El bastón de paseo de Holmes seguía apoyado en la roca donde yo le había dejado. Pero no había indicios de su presencia y de nada me sirvió gritar. La única respuesta que obtuve era mi propia voz, que multiplicaba el eco de los riscos que me rodeaban. Fue la visión del bastón de paseo lo que me dejó frío. No había ido, pues, a Rosenlaui. Se había quedado en aquel estrecho sendero de no más de tres pies de anchura con una pared que se levantaba a pico a un lado y una caída semejante por el otro, hasta que su enemigo lo había alcanzado. El joven suizo había desaparecido también. Lo más probable es que también él trabajara para Moriarty y los hubiera dejado solos. ¿Y qué había sucedido después? ¿Quién nos lo iba a decir? Me quedé quieto un rato, intentando recobrar el dominio de mí mismo, porque estaba totalmente aturdido por el horror. Luego empecé a pensar en los propios métodos de Holmes y a ponerlos en práctica interpretando esta tragedia. Solo que, ¡ay!, era demasiado sencillo. Durante nuestra conversación no habíamos ido hasta el final del sendero y el bastón señalaba el lugar en el que nos habíamos quedado. La tierra negruzca está siempre blanda, debido a la incesante lluvia, y un pájaro hubiera dejado sus huellas en ella. Dos líneas de pisadas estaban claramente impresas a lo largo del camino y ambas seguían el camino hasta más allá de donde yo estaba. No había ninguna que volviera hacia mí. A unas yardas del final el suelo era un amasijo de barro totalmente surcado de pisadas, y las zarzas y los helechos del borde del abismo estaban todos arrancados y aplastados. Me tumbé boca abajo y ahora no podía ver sino el brillo de a humedad aquí y allí en las negras paredes y allá abajo en las profundidades del abismo el brillo de las aguas tumultuosas. Grité, pero solo me respondió el grito casi humano de la catarata. Pero el destino había previsto que, después de todo, tuviera una última palabra de agradecimiento de mi amigo y compañero. Ya he dicho que su bastón de paseo estaba apoyado en la roca que sobresalía del sendero. Vi algo que brillaba encima de esta y, levantando la mano, descubrí que el brillo procedía de la pitillera de plata que solía llevar consigo. Al cogerla, cayó al suelo un cuadrado de papel sobre el que esta había sido depositada. Lo desplegué y vi que consistía en tres páginas arrancadas de su libro de notas y que estaban dirigidas a mí. Como correspondían a su carácter, la dirección era tan precisa y la escritura tan firme y clara como si las hubiera escrito cómodamente sentado en su estudio. Mi querido Watson —decía—, le escribo estas líneas gracias a la cortesía del señor Moriarty, que me ha dejado elegir el momento para discutir por última vez cuestiones que se interponen entre nosotros. Me ha hecho un breve resumen de los métodos que ha seguido para esquivar a la policía inglesa y mantenerse al tanto de nuestros movimientos. Estos confirman la ya muy alta opinión que me había formado de sus habilidades. Estoy contento de saber que podré librar a la sociedad de los efectos de su presencia, aunque me temo que sea a un precio que supondrá un gran dolor para mis amigos y en especial, mi querido Watson, para usted. No obstante, ya le he explicado que mi carrera había llegado, en cualquier caso, a su momento crítico, y ninguna otra solución posible sería tan de mi agrado como esta. De hecho, si puedo serle totalmente sincero, estaba casi seguro de que la carta procedente de Meiringen era una treta y permití que se fuera con la convicción de que sería algo así lo que sucedería a continuación. Dígale al inspector Patterson que los documentos que necesita para declarar culpable a la banda están en el casillero "M", guardados en un sobre azul en el que está escrito "Moriarty". Dispuse el reparto de mis propiedades antes de abandonar Inglaterra, cediéndole todo a mi hermano Mycroft. Salude en mi nombre a la señora Watson y créame, querido amigo, que nunca he dejado de serlo suyo sinceramente, Sherlock Holmes Pocas palabras bastan para contar el resto. Tras el examen del lugar llevado a cabo por expertos, no quedó duda de que una pelea personal entre los dos hombres terminó, como no habría podido ser de otro modo en semejante lugar y situación, en un despeñarse en el abismo abrazados el uno al otro. Todo intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad, y allí, en la profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán para siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la ley de su generación. Nunca se volvió a encontrar al joven suizo y no cabe la menor duda de que era uno de los numerosos agentes que trabajaban para Moriarty. En cuanto a la banda, todavía hoy ha de estar en la memoria de las gentes cómo los hechos que Holmes había ido acumulando ponían totalmente al descubierto su organización y cómo pesaba sobre ellos la mano del hombre ahora muerto. Pocos detalles relativos a este salieron a la luz durante el proceso, y el que ahora me haya visto obligado a hacer una exposición exacta de su carrera se debe a esos imprudentes paladines que intentan limpiar su memoria, atacando a aquel a quien siempre consideraré como el mejor y el más inteligente de los hombres que yo haya conocido. LA AVENTURA DE LA CASA VACÍA En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres y consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detalles del crimen que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero en aquel entonces se había suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía de pruebas tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer todos los hechos. Hasta ahora, después de transcurridos casi diez años, no se me ha permitido aportar los eslabones perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El crimen tenía interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado con una derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa mayores de toda mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo, me estremezco al pensar en ello y siento de nuevo aquel repentino torrente de alegría, asombro e incredulidad que inundó por completo mi mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha mostrado cierto interés por las ocasiones y fugaces visiones que yo le ofrecía de los pensamientos y actos de un hombre excepcional, por no haber compartido con él mis conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo de no habérmelo impedido una prohibición terminante, impuesta por su propia boca, que no se levantó hasta el día 3 del mes pasado. Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había despertado en mí un profundo interés por el delito y, aun después de su desaparición, nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían a la luz pública e, incluso, intenté más de una vez, por pura satisfacción personal, aplicar sus métodos para tratar de solucionarlos, aunque sin resultados dignos de mención. Sin embargo, ningún suceso me llamó tanto la atención como esta tragedia de Ronald Adair. Cuando leí los resultados de las pesquisas, que condujeron a un veredicto de homicidio intencionado, cometido por persona o personas desconocidas, comprendí con más claridad que nunca la pérdida que había sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes. Aquel extraño caso presentaba detalles que yo estaba seguro de que le habrían atraído muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado o, más probablemente, superado por las dotes de observación y la agilidad mental del primer detective de Europa. Durante todo el día, mientras hacía mis visitas médicas, no paré de darle vueltas al caso, sin llegar a encontrar una explicación que me pareciera satisfactoria. Aun a riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer los hechos que se dieron a conocer al público al concluir la investigación. El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, por aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre de Adair había regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con su hijo Adair y su hija Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en los mejores círculos sociales, no se le conocían enemigos y no parecía tener vicios de importancia. Había estado comprometido con la señorita Edith Woodley, de Carstairs, pero el compromiso se había roto por acuerdo mutuo unos meses antes, sin que se advirtieran señales de que la ruptura hubiera provocado resentimientos. Por lo demás, su vida discurría por cauces estrechos y convencionales, ya que era hombre de costumbres tranquilas y carácter desapasionado. Y sin embargo, este joven e indolente aristócrata halló la muerte de la forma más extraña e inesperada. A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas y jugaba constantemente, aunque nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro de los clubs de jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatefle. Quedó demostrado que la noche de su muerte, después de cenar, había jugado unas manos de whist en el último de los clubs citados. También había estado jugando allí por la tarde. Las declaraciones de sus compañeros de partida —el señor Murray, Sir John Hardy y el coronel Moran— confirmaron que se jugó al whist y que la suerte estuvo bastante igualada. Puede que Adair perdiera unas cinco libras, pero no más. Puesto que poseía una fortuna considerable, una pérdida así no podía afectarle lo más mínimo. Casi todos los días jugaba en un club o en otro, pero era un jugador prudente y por lo general ganaba. Por estas declaraciones se supo que, unas semanas antes, jugando con el coronel Moran de compañero, les había ganado 420 libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord Balmoral. Y esto era todo lo que la investigación reveló sobre su historia reciente. La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre y su hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncella declaró que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solía utilizar como cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea de esta habitación y, como salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó ningún sonido procedente de la habitación hasta las once y veinte, hora en que regresaron a casa lady Maynooth y su hija. La madre había querido entrar en la habitación de su hijo para darle las buenas noches, pero la puerta estaba cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos y llamadas. Se buscó ayuda y se forzó la puerta. Encontraron al desdichado joven tendido junto a la mesa, con la cabeza horriblemente destrozada por una bala explosiva de revólver, pero no se encontró en la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había dos billetes de 10 libras, y además 17 libras y 10 chelines en monedas de oro y plata, colocadas en montoncitos que sumaban distintas cantidades. Se encontró también una hoja de papel con una serie de cifras, seguidas por los nombres de algunos compañeros de club, de lo que se dedujo que antes de morir había estado calculando sus pérdidas o ganancias en el juego. Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicar aún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el joven cerrase la puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera cerrado el asesino, que después habría escapado por la ventana. Sin embargo, esta se encontraba por lo menos a seis metros de altura y debajo había un macizo de azafrán en flor. Ni las flores ni la tierra presentaban señales de haber sido pisadas y tampoco se observaba huella alguna en la estrecha franja de césped que separaba la casa de la calle. Así pues, parecía que había sido el mismo joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la muerte? Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar huellas. Suponiendo que le hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que haberse tratado de un tirador excepcional para infligir con un revólver una herida tan mortífera. Pero, además, Park Lane es una calle muy concurrida y hay una parada de coches de alquiler a cien metros de la casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba el muerto y allí la bala de revólver, que se había abierto como una seta, como hacen las balas de punta blanda, infligiendo así una herida que debió provocar la muerte instantánea. Estas eran las circunstancias del misterio de Park Lane, que se complicaba aún más por la total ausencia de móvil, ya que, como he dicho, al joven Adair no se le conocía ningún enemigo y, por otra parte, nadie había intentado llevarse de la habitación ni dinero ni objetos de valor. Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar alguna teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia que, según mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación. Confieso que no avancé mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso de las seis me encontré en el extremo de Park Lane que desemboca en Oxford Street. En la acera había un grupo de desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta, que me indicó cuál era la casa que había venido a ver. Un hombre alto y flaco, con gafas oscuras y todo el aspecto de ser un policía de paisano, estaba exponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se apretujaban a su alrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que pude, pero sus comentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con cierto disgusto. Al hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba detrás de mí, haciendo caer al suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al agacharme a recogerlos, me fijé en el título de uno de ellos, El origen del culto a los árboles, lo que me hizo pensar que el tipo debía ser un pobre bibliófilo que, por negocio o por afición, coleccionaba libros raros. Le pedí disculpas por el tropiezo, pero estaba claro que los libros que yo había maltratado tan desconsideradamente eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio media vuelta con una mueca de desprecio y vi desaparecer entre la multitud su espalda encorvada y sus patillas blancas. Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolver el enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapia baja con verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues, cualquiera podía entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventana resultaba absolutamente inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que sirviera de apoyo al escalador, por ágil que este fuera. Más desconcertado que nunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia Kensington. No llevaba ni cinco minutos en mi estudio cuando entró la doncella, diciendo que una persona deseaba verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el visitante no era sino el extraño anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y marchito enmarcado por una masa de cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes —por lo menos una docena— encajados bajo el brazo derecho. —Parece sorprendido de verme, señor —dijo con voz extraña y cascada. Reconocí que lo estaba. —Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de usted, y cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a este caballero tan amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero no ha sido con mala intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mis libros. —Da usted demasiada importancia a una nadería —dije yo—. ¿Puedo preguntarle cómo sabía quién era yo? —Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecino suyo; encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street, donde estaré encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista, señor; aquí tengo Aves de Inglaterra, el Catulo, La guerra santa…, auténticas gangas todos ellos. Con cinco volúmenes podría usted llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo, ¿no le parece, señor? Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré de nuevo hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi mesa. Me puse en pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más absoluto asombro, y luego creo que me desmayé por primera y última vez en mi vida. Recuerdo que vi una niebla gris girando ante mis ojos, y cuando se despejó noté que me habían desabrochado el cuello y sentí en los labios un regusto picante a brandy. Holmes estaba inclinado sobre mi silla con una botellita en la mano. —Querido Watson —dijo la voz inolvidable—. Le pido mil perdones. No podía sospechar que le afectaría tanto. Yo le agarré del brazo y exclamé: —¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las arregló para salir de aquel espantoso abismo? —Un momento —dijo él—. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de charlar? Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocado un terrible sobresalto. —Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito a mis ojos. ¡Cielo santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted precisamente! —volví a agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso que había debajo—. Bueno, por lo menos sé que no es usted un fantasma —dije—. Querido amigo, ¡cómo me alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró salir vivo de aquel terrible precipicio. Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado de siempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquel personaje había quedado reducido a una peluca blanca y un montón de libros sobre la mesa. Holmes parecía aún más flaco y enérgico que antes, pero su rostro aguileño presentaba una tonalidad blanquecina que me indicaba que no había llevado una vida muy saludable en los últimos tiempos. —¡Qué gusto da estirarse, Watson! —dijo—. Para un hombre alto, no es ninguna broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas. Ahora, querido amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide…, tenemos por delante, si es que puedo solicitar su cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros. Tal vez sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el trabajo. —Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora. —¿Vendrá conmigo esta noche? —Cuando quiera y a donde quiera. —Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes de salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no tuve grandes dificultades para salir de él, por la sencilla razón de que nunca caí en él. —¿Que no cayó usted? —No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía pocas dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestra figura del difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que conducía a la salvación. Leí en sus ojos grises una determinación implacable. Así pues, intercambié con él unas cuantas frases y obtuve su cortés permiso para escribir la notita que usted recibió. La dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché a andar por el desfiladero con Moriarty pisándome los talones. Cuando llegamos al final, me dispuse a vender cara mi vida. Moriarty no sacó ningún arma, sino que se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus largos brazos. También él sabía que su juego había terminado, y solo deseaba vengarse de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin embargo, yo poseo ciertos conocimientos de barítsu, el sistema japonés de lucha, que más de una vez me han resultado muy útiles. Me solté de su presa y Moriarty lanzó un grito horrible, pataleó como un loco durante unos instantes y trató de agarrarse al aire con las dos manos. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró mantener el equilibrio y se despeñó. Asomando la cara sobre el borde del precipicio, le vi caer durante un largo trecho. Luego chocó con una roca, rebotó y se hundió en el agua. Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre chupada y chupada a su cigarrillo. —Pero ¿y las huellas? —exclamé—. Yo vi con mis propios ojos dos series de pisadas que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso. —Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me di cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía que Moriarty no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otros tres hombres, cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de su jefe. Por otra parte, si todo el mundo me creía muerto, estos hombres se confiarían, cometerían imprudencias y, tarde o temprano, yo podría acabar con ellos. Entonces habría llegado el momento de anunciar que todavía pertenecía al mundo de los vivos. Es tal la rapidez con que funciona el cerebro, que creo que ya había pensado todo esto antes de que el profesor Moriarty llegara al fondo de la catarata de Reichenbach. »Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco relato que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses más tarde, aseguraba usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Había algunos salientes pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio era tan alto que parecía completamente imposible trepar hasta arriba, pero también resultaba imposible regresar por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Es cierto que podría haberme puesto las botas al revés, como ya he hecho otras veces en ocasiones similares, pero la presencia de tres series de pisadas en la misma dirección habría hecho sospechar un engaño. En conclusión, me pareció que lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro, Watson, que no fue una escalada agradable. La catarata rugía debajo de mí. Soy propenso a imaginar cosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la voz de Moriarty llamándome desde el abismo. El menor desliz habría resultado fatal. Más de una vez, cuando se desprendía el puñado de hierba al que me agarraba o mis pies resbalaban en las grietas húmedas de la roca, pensé que todo había terminado. Pero seguí trepando como pude, y por fin alcancé una cornisa de más de un metro de anchura, cubierta de musgo verde y suave, donde podía permanecer tendido cómodamente sin ser visto. Allí me encontraba, querido Watson, cuando usted y sus acompañantes investigaban, de la forma más conmovedora e ineficaz, las circunstancias de mi muerte. »Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y completamente erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé solo. Pensaba que ya habían terminado mis aventuras, pero un hecho completamente inesperado me demostró que aún me aguardaban sorpresas. Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome, chocó contra el sendero y se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se trataba de un accidente, pero un instante después miré hacia arriba y vi la cabeza de un hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras una segunda roca golpeaba la cornisa misma en la que yo me encontraba, a un palmo escaso de mi cabeza. Por supuesto, aquello solo podía significar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un cómplice —y me había bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era dicho cómplice— había montado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde lejos, sin que yo lo advirtiera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi escapatoria. Había aguardado su momento y ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del precipicio, estaba intentando conseguir lo que su camarada no había logrado. »No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestro rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra piedra. Me descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de hacerlo a sangre fría, porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no tuve tiempo de pensar en el peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí mientras yo colgaba agarrado con las manos al borde de la cornisa. A la mitad del descenso resbalé, pero gracias a Dios fui a caer en el sendero, lleno de arañazos y sangrando. Eché a correr, recorrí en la oscuridad diez millas de montaña y una semana después me encontraba en Florencia, con la certeza de que nadie en el mundo sabía lo que había sido de mí. »Solo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones, querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoy completamente seguro de que usted no habría podido escribir un relato tan convincente de mi desdichado final si no hubiera estado convencido de que era cierto. Varias veces he tomado la pluma para escribirle durante estos tres años, pero siempre temí que el afecto que usted siente por mí le impulsara a cometer alguna indiscreción que traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de usted esta tarde cuando usted tiró mis libros, porque la situación era peligrosa y cualquier señal de sorpresa y emoción por su parte podría haber llamado la atención hacia mi identidad, con consecuencias lamentables e irreparables. En cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener el dinero que necesitaba. En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había esperado, ya que el juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus miembros más peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué a viajar durante dos años por el Tíbet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando unos días con el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables exploraciones de un noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que jamás se le ocurrió pensar que estaba recibiendo noticias de su amigo. Después atravesé Persia, me detuve en La Meca y realicé una breve pero interesante visita al califa de Jartum, cuyos resultados he comunicado al Foreign Office. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando sobre los derivados del alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de Francia. Habiendo concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado de que solo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresar cuando recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me hicieron ponerme en marcha antes de lo previsto porque el caso no solo me resultaba atractivo por sus propios méritos, sino que parecía ofrecer interesantes oportunidades de tipo personal. Llegué en seguida a Londres, me presenté en Baker Street provocándole un violento ataque de histeria a la señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis habitaciones y mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así, querido Watson, a las dos en punto del día de hoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi vieja habitación, deseando que mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca, que tantas veces había adornado con su persona. Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relato que me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado la visión de la alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creído que nunca volvería a ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la trágica pérdida que yo había sufrido, y demostró sus simpatías con sus maneras mejor que con sus palabras. —El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson —dijo—, y esta noche tengo una tarea para nosotros dos que, si consigo rematarla con éxito, justificaría por sí sola la vida de un hombre en este mundo. Le rogué en vano que me explicara algo más. —Antes de que amanezca habrá visto y oído lo suficiente —respondió—. Hay mucho que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempo hasta las nueve y media, hora en que emprenderemos la trascendental aventura de la casa vacía. A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba sentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo y la emoción de la aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas iluminaba sus austeras facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas y los finos labios apretados, en señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de fiera salvaje íbamos a cazar en la tenebrosa selva del delito de Londres, pero por la actitud de aquel maestro de cazadores me daba perfecta cuenta de que la aventura era de las más serias, y la sonrisa sardónica que de cuando en cuando rompía su ascética seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto de nuestra persecución. Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerse el coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigía inquisitivas miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a una esquina tomaba las máximas precauciones para asegurarse de que nadie nos seguía. Holmes conocía a la perfección todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó con paso rápido y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya existencia yo ni siquiera había sospechado. Salimos por fin a una callecita de casas antiguas y fúnebres por las que llegamos a Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos rápidamente por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que daba a un patio desierto y entonces Holmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de una casa. Entramos en ella y Holmes cerró la puerta con llave. Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de una casa vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas desnudas del suelo, y al extender la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en jirones. Los fríos y huesudos dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi muñeca y me guiaron a través de un largo vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que se filtraba por el sucio tragaluz de la puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a la derecha y nos encontramos en una amplia habitación cuadrada, completamente vacía, con los rincones envueltos en sombras y el centro débilmente iluminado por las luces de la calle. No había ninguna lámpara a mano y las ventanas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo, de manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi compañero me puso la mano sobre el hombro y acercó los labios a mi oreja. —¿Sabe usted dónde estamos? —susurró. —Yo diría que esa es Baker Street —respondí, mirando a través de la polvorienta ventana. —Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos aposentos. —¿Y por qué estamos aquí? —Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole. ¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana, con mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestras viejas habitaciones, punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veamos si mis tres años de ausencia me han hecho perder la capacidad de sorprenderle. Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba bajada y una fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminada se distinguía claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la cabeza, la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al de aquellas siluetas de cartulina negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de Holmes. Tan asombrado me sentía que extendí la mano para asegurarme de que el original se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa. —¿Qué tal? —preguntó. —¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Es maravilloso! —Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad —dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su creación—. Se parece bastante a mí, ¿no cree? —Estaría dispuesto a jurar que es usted. —El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. El resto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street. —Pero ¿por qué? —Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que ciertas personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me encontraba en otra parte. —¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa? —Sabía que la vigilaban. —¿Quiénes? —Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y solo ellos, saben que sigo vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, así que montaron una vigilancia permanente y esta mañana me vieron llegar. —¿Cómo lo sabe? —Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de birimbao. Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el formidable personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que me arrojó las rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es que nosotros vamos a por él. Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La silueta angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los cazadores. Aguardamos silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradas figuras que pasaban y volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil, pero yo me daba cuenta de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos de la corriente de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta y el viento silbaba estridentemente a lo largo de la calle. Muchas personas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una figura que ya había visto antes, y me fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en el portal de una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la atención de mi compañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una exclamación de impaciencia y continuó clavando la mirada en la calle. Más de una vez dio pataditas en el suelo y tamborileó rápidamente con los dedos en la pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando y que sus planes no iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la medianoche, cuando la calle se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas por la habitación, presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún comentario cuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva sorpresa, casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia arriba. —¡La sombra se ha movido! Efectivamente, ya no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda. Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas de su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya. —¡Pues claro que se ha movido! —bufó—. ¿Me cree tan chapucero, Watson, como para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta habitación, y durante este tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el busto ocho veces, es decir, cada cuarto de hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera que no se vea su propia sombra. ¡Ah! Holmes aspiró con agitación. En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba la cabeza hacia delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el portal, pero ya no los veía. Toda la calle estaba silenciosa y oscura, con excepción de aquella brillante ventana amarilla que teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio del absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la habitación y me puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que me aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar de que la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa. Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, ya habían captado. A mis oídos llegó un sonido bajo y furtivo, que no procedía de Baker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre la culata de mi revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré distinguir los contornos difusos de un hombre, una sombra apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó parado un instante y luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador. La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo ya tensaba los músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de que él no había advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó con sigilo a la ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento, cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se trataba de un hombre de edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote canoso. Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo desabrochado brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío y atezado, surcado por profundas arrugas. En la mano llevaba algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó con ruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un objeto voluminoso y se enfrascó en una tarea que concluyó con un fuerte chasquido, como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre con las rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre alguna especie de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido que terminó también con un fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en la mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la recámara, metió algo en ella y cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a agachar, apoyó el extremo del cañón en el borde de la ventana abierta y vi cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero suspiro de satisfacción cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el magnífico blanco que ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de tiro. El hombre permaneció rígido e inmóvil durante un instante y luego su dedo se cerró sobre el gatillo. Se oyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal hecho pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda del tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró a Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la culata de mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él y, mientras lo sujetaba, mi compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera y dos policías de uniforme, más un inspector de paisano, penetraron en tromba por la puerta delantera. —¿Es usted, Lestrade? —preguntó Holmes. —Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría volverle a ver en Londres, señor! —Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos sin resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el misterio de Molesey no se comportó usted con su habitual…, quiero decir, lo llevó usted bastante bien. Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de curiosos. Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado dos velas y los policías habían destapado sus linternas. Entonces pude, por fin, echarle un buen vistazo a nuestro prisionero. El rostro que nos encaraba era tremendamente viril, pero de expresión siniestra, con la frente de un filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía de tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el mal, pero resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los párpados caídos y la mirada cínica, o la agresiva nariz en punta y la amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer en ellos las claras señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una expresión que combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de murmurar entre dientes: —¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto! —¡Ah coronel! —dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa—. Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido el gusto de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo estaba en aquella cornisa sobre la catarata de Reichenbach. El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance. —Todavía no les he presentado —dijo Holmes—. Este caballero es el coronel Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que ha sido el mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio Occidental. ¿Me equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en número de tigres cazados? El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía prodigiosamente a un tigre. —Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari con tanta experiencia —dijo Holmes—. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha atado usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi árbol y usted es mi tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si se presentaban varios tigres o por si se daba la improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien —dijo señalando a su alrededor—, estos son mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto. El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de contemplar. —Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa —continuó Holmes—. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta ventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, donde mi amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuando este detalle, todo ha salido como yo esperaba. El coronel Moran se volvió hacia el inspector. —Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme y puede que no —dijo—. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que aguantar las burlas de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas se hagan de manera legal. —Bien, eso es bastante razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más que decir antes de que nos vayamos, señor Holmes? Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido y estaba examinando su mecanismo. —Un arma admirable y originalísima —dijo—. Silenciosa y de tremenda potencia. Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó por encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia, pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de manera muy especial, Lestrade, junto con sus correspondientes balas. —Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes —dijo Lestrade mientras todo el grupo se dirigía hacia la puerta—. ¿Algo más? —Solo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido. —¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock Holmes. —De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto. A usted, y solo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención que acaba de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de astucia y audacia, ha conseguido usted atraparlo. —¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes? —Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel Sebastian Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva, disparada con un fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo piso de Park Lane, número 427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es usted capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota, creo que le resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio mientras fuma un cigarro. Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson. Es cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejos puntos de referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de álbumes de recortes y libros de consulta que tantos de nuestros conciudadanos habrían quemado con sumo placer. Los gráficos, el estuche de violín, el colgador de pipas…, hasta la babucha persa que contenía el tabaco…, todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel había desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo en cera de color, admirablemente ejecutado y con un parecido absoluto. Estaba colocado sobre una mesita que le servía de pedestal y envuelto en una vieja bata de Holmes, de manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta. —Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson —dijo Holmes. —Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo. —Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala? —Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó la cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la tiene. Holmes me la mostró. —Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial. ¿Quién iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire comprimido? Muy bien, señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios detalles. Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos tiempos, con el batín de color pardusco con que había vestido a su efigie. —Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre, y su vista igual de aguda —dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de su busto—. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte a parte. Era el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres que le superen. ¿No había oído hablar de él? —Nunca. —¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted oído hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebros de este siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en ese estante. Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento y emitiendo grandes nubes de humo con su cigarro. —Mi colección de emes es de lo mejorcito —dijo—. Solo con Moriarty bastaría para dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador, Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo de un puñetazo en la sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro amigo de esta noche. Me pasó el libro y leí: Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1.° de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de Sir Augustus Moran, C. B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en la campaña de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab (menciones elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881; Tres meses en la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubs: el Anglo-lndio, el Tankerville, el Bagatelle Card Club. Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes: «El segundo hombre más peligroso de Londres». —Es asombroso —dije, devolviéndole el volumen—. La carrera de este hombre es la de un militar honorable. —Es cierto —respondió Holmes—. Hasta cierto punto, se portó muy bien. Siempre fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la historia de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido, devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta altura y de pronto desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede a menudo con las personas. Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la sucesión completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el bien o hacia el mal obedece a una poderosa influencia introducida en su árbol genealógico. La persona se convierte, podríamos decir, en una recapitulación de la historia de su familia. —Una teoría bastante extravagante, diría yo. —Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran empezó a descarriarse. Aun sin dar lugar a ningún escándalo público, la India le llegó a resultar demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió mala reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quien actuó durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba dinero en abundancia, y solo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal corriente. Quizás recuerde usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro de que Moran estuvo en el fondo del asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las espaldas tan bien cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la banda de Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a su casa y cerré las contraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido? Sabía muy bien lo que me hacía: estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil y sabía también que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuando fuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en la cornisa de Reichenbach. »Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mi vida no tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre mí noche y día, y tarde o temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí. ¿Qué podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la cárcel. Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces no pueden actuar basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospecha disparatada. Así que no podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o temprano le pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin había llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que el coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le había seguido a su casa desde el club; le había disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda alguna. Solo con las balas bastaría para echarle la soga al cuello. Así que vine inmediatamente. El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a su jefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regreso con su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaría quitarme de en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejé un blanco perfecto en la ventana y, después de avisar a la policía de que sus servicios podrían ser necesarios —por cierto, Watson, usted los localizó a la perfección en aquel portal—, me instalé en lo que me pareció un excelente puesto de observación, sin imaginar que él elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar? —Sí —dije—. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para asesinar al honorable Ronald Adair. —¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno de las conjeturas, donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar su propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene tantas posibilidades de acertar como la mía. —Pero usted tiene ya la suya, ¿no? —Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el coronel Moran y el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando de compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hace mucho tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuenta de que Moran era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado, amenazándole con revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en el club y prometiera no volver a jugar a las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase un escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido y mucho mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar excluido de los clubs significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando a las cartas. Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba calculando el dinero que tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las trampas de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le sorprendieran e insistieran en que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene esto? —Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo. —El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de Von Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes queda libre de nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes problemillas que la complicada vida de Londres nos plantea sin cesar. LA AVENTURA DE LAS GAFAS DE ORO Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a este periodo el famoso caso de la herencia de los Smith Mortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no solo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen. Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar con una potente lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto, y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street. —¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! —dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto? Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta. —¿Qué puede buscar? —exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche. —¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el de esta noche. Pero… ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que se fue a la cama. Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno, le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión un interés muy real. —¿Está él? —preguntó ansioso. —Suba, querido amigo —dijo desde lo alto la voz de Holmes—. Espero que no tenga usted planes para nosotros en una noche como esta. El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea. —Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es mano de santo en noches como esta. Tiene que ser un asunto importante el que le ha traído aquí con semejante temporal. —Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora. ¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los periódicos? —Hoy no he visto nada posterior al siglo quince. —Bueno, no se ha perdido nada porque solo venía un parrafito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último tren y vine directamente en coche a verle a usted. —Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el asunto. —Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil. Tenemos un muerto…, sobre eso no cabe ninguna duda…, pero, por más que miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún mal al difunto. Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento. —A ver, cuéntenos —dijo. —Para mí, los hechos están muy claros —dijo Stanley Hopkins—. Lo único que me falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido averiguar, es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas empujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella, llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos primeros que encontró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este Willoughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de muchacho en Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su historial. Y sin embargo, este es el joven que ha encontrado la muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que solo pueden interpretarse como asesinato. El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercamos más al fuego, mientras el joven inspector, poco a poco y con todo detalle, iba desgranando su curioso relato. —Aunque buscásemos por toda Inglaterra —continuó—, no creo que pudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similar a la de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un veterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que alguien entre. »Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton que es la única persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levanta antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le oyó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del despacho, pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al intentar levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde presentaba una herida pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la arteria carótida. El instrumento causante de la herida estaba tirado en la alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre que suele haber en los escritorios antiguos, con mango de marfil y hoja muy rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor. »Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto, pero cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los ojos por un instante y murmuró: «El profesor… ha sido ella». La doncella está dispuesta a jurar que esas fueron las palabras exactas. El hombre hizo esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha, pero cayó definitivamente muerto. «Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta a jurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras del joven, «El profesor… ha sido ella», pero supone que fueron producto del delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus teorías, señor Holmes; no faltaba nada. —Excepto Sherlock Holmes —dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a amarga—. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo? —Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado, que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones. Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima de su hombro. —Naturalmente, es solo una aproximación, y no incluye más que los detalles que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones. La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, ya que, de las otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de pisadas. »Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda de que alguien había caminado sobre el arriate de césped que franquea el sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta evidente que por allí había pasado alguien. Y solo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche. —Un momento —dijo Holmes—. ¿Adonde conduce este sendero? —A la carretera. —¿Qué longitud tiene? —Unas cien yardas. —Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la puerta exterior. —Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto. —¿Y en la carretera misma? —Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada. —Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían? —Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno. —¿Pie grande o pequeño? —No se podía distinguir. Holmes soltó una interjección de impaciencia. —Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero huracán —dijo—. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que no estaba seguro de nada? —Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné el corredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él huellas de ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con pocos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Según parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado nada. »Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es casi imposible que se hiriera él mismo. —A menos que se cayera sobre el cuchillo —dijo Holmes. —Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además, las palabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima prueba que se encontró en la mano derecha del muerto. Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando de sus extremos. —Willoughby Smith tenía una vista excelente —prosiguió—. No cabe duda de que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino. Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente a la luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó a Stanley Hopkins. —No puedo hacer nada mejor por usted —dijo—. Quizás resulte de alguna utilidad. El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente: Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico. Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente numerosos, no debería resultar difícil localizarla. El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado en mi cara, hizo sonreír a Holmes. —Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma —dijo—. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular como este. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida…, como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya padecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados. —Sí —dije yo—. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico. Holmes levantó las gafas en la mano. —Fíjese —dijo— en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda. —¡Por San Jorge, es maravilloso! —exclamó Hopkins, extasiado de admiración—. ¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y no me he dado cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrerme todas las ópticas de Londres. —Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que decirnos sobre el caso? —Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo…, probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por las carreteras de la zona o en la estación de ferrocarril, pero por ahora no hemos tenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta de móviles para el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo. —¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que querrá que nos pasemos por allí mañana. —Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale de Charing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place entre las ocho y las nueve. —Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectos muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarse perfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir, encenderé mi mechero de alcohol y le daré una taza de café. A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun así hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y los largos y tétricos canales del río, que yo siempre asociaré con la persecución del nativo de las islas Andamán, allá en los primeros tiempos de nuestra carrera. Tras un largo y fatigoso trayecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocas millas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientras enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old Place nos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de uniforme nos recibió en la puerta del jardín. —¿Alguna novedad, Wilson? —No, señor, ninguna. —¿Nadie ha visto a ningún forastero? —No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó ningún forastero. —¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas? —Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su presencia. —En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata. Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no había ni una huella en él. —¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba? —A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el macizo de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con toda claridad. —Sí, sí; por aquí ha pasado alguien —dijo Holmes, agachándose junto al césped—. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de flores. —Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría. Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración. —¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino? —Sí, señor; no hay otro. —¿Por esta misma franja de hierba? —Pues claro, señor Holmes. —¡Hum! Una hazaña notable…, muy notable. Bien, creo que ya hemos agotado las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que esta puerta del jardín se suele dejar abierta, ¿no? Con lo cual, la visitante no tenía más que entrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venido provista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recurrir a ese cuchillito del escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, y vino a parar a este despacho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manera de saberlo. —Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la señora Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco antes…, como un cuarto de hora, según me contó ella. —Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y ¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían dejado abiertos. No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo en la superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de esto, Hopkins? La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayando el barniz de la madera. —Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcas alrededor del ojo de la cerradura. —Ésta es reciente…, muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes de la raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie. Obsérvelo con mi lupa. También el barniz tiene como polvillo a los lados del arañazo. ¿Está por aquí la señora Marker? Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación. —¿Le quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escritorio? —Sí, señor. —¿Se fijó usted en este rasponazo? —No, señor; no me fijé. —Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado este polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio? —La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj. —¿Es una llave corriente? —No, señor, es una llave Chubb. —Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo. Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menos intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el joven Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que resulta ser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe resulta mortal. El cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta después de que usted oyera el grito, Susan? —No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quien fuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído. —Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchó por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a la habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí? —No, señor. —Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins! Esto es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del profesor también tiene una estera de palma. —Bueno, ¿y eso qué? —¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente. Venga conmigo y presénteme. Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al jardín. Al final había un corto tramo de escalones que terminaba en una puerta. Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación del profesor. Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en los rincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama se encontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas, estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más pintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes, que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas. Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosas manchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que también la tenía manchada de amarillo por la nicotina. —¿Fuma usted, señor Holmes? —dijo, hablando un inglés esmerado y con un cierto tonillo de afectación—. Coja un cigarrillo, por favor. ¿Y usted, caballero? Puedo recomendárselos, porque los prepara especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que encargo un nuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un anciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo…, eso es todo lo que me queda. Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda la habitación. —El tabaco y el trabajo, pero ahora solo el tabaco —exclamó el anciano—. ¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que después de los primeros meses de adaptación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué opina usted del asunto, señor Holmes? —Todavía no he llegado a ninguna conclusión. —Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A los ratones de biblioteca, y más si son inválidos como yo, un golpe así nos deja paralizados. Pero usted es un hombre de acción…, un aventurero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su vida. Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdadera suerte tenerle de nuestro lado. Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de la habitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria rapidez. Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de Alejandría recién hechos. —Sí, señor, un golpe aplastante —continuó el anciano—. Esta es mi magnum opus…, ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que profundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Con esta salud tan débil, ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han arrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún más que yo! Holmes sonrió. —Soy un entendido —dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar—. No tengo intención de molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram, porque ya estoy informado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen y no puede saber nada al respecto. Solo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone usted que quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: «El profesor… ha sido ella»? El profesor meneó la cabeza en señal de negativa. —Susan es una chica del campo —dijo—, y ya sabe usted lo increíblemente estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debió de murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido. —Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia? —Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algún asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una explicación más probable que la del asesinato. —Pero ¿y las gafas? —¡Ah! Yo no soy más que un estudioso…, un soñador. No soy capaz de explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que las prendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas. Pero, por favor, coja usted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Un abanico, un guante, unas gafas…, ¿quién sabe las cosas que un hombre puede llevar como recuerdo o como símbolo cuando decide poner fin a su vida? Este caballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil equivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del cuerpo del hombre cuando este cayó al suelo. Puede que esté diciendo tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su propia mano. Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó paseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones y consumiendo un cigarrillo tras otro. —Dígame, profesor Coram —preguntó por fin—, ¿qué hay en ese armante del escritorio? —Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores… Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo. Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió. —No, no creo que me sirva de nada —dijo—. Preferiría salir tranquilamente a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todo esa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por esta intromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle hasta después de la comida. A las dos vendremos a verle y le informaremos de todo lo que pueda haber ocurrido de aquí a entonces. Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato estuvimos yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín. —¿Tiene alguna pista? —pregunté por fin. —Todo depende de esos cigarrillos que he fumado —me respondió—. Es posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán saber. —¡Querido Holmes! —exclamé yo—. ¿Cómo demonios…? —Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella. Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería, podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba charlando con ella como si se conocieran desde hacía años. —Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas… Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud…, bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud. —Desde luego, quita el apetito —dijo Holmes. —Bueno, yo no sé nada de eso, señor. —Apuesto a que el profesor apenas come. —Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir. —Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida. —Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito. Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tan solo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj. —Las dos en punto, caballeros —dijo—. Vamos a liquidar este asunto con nuestro amigo el profesor. El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea. —Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio? Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los dos hicieron caer la caja al suelo. Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Solo en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla. —Sí —dijo—. Lo he resuelto. Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa burlona. —¿De verdad? ¿En el jardín? —No, aquí mismo. —¿Aquí? ¿Cuándo? —En este preciso instante. —¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera. —He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto. Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me falta. »Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle. El profesor lanzó una nube de humo. —¡Cuan interesante e instructivo! —dijo—. ¿No tiene más que añadir? Sin duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos también lo que ha sido de ella. —Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su secretario y lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como un lamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la escena de la tragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el forcejeo y, como era muy corta de vista, se encontraba completamente perdida sin ellas. Corrió por un pasillo, creyendo que era el mismo por el que había llegado (los dos están alfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasiado tarde no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba. Tenía que seguir adelante. Así que siguió adelante. Subió unas escaleras, empujó una puerta y se encontró aquí en su habitación. El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como alelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro como el miedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y estalló en una risa nada sincera. —Todo eso está muy bien, señor Holmes —dijo—. Pero existe un pequeño fallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de ella en todo el día. —Soy consciente de eso, profesor Coram. —¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta de que ha entrado una mujer en mi habitación? —No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la reconoció. Y usted la ayudó a escapar. Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en pie y sus ojos brillaban como ascuas. —¡Usted está loco! —exclamó—. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la ayudé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora? —Está aquí —respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que había en un rincón de la habitación. El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una terrible convulsión y cavó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería que Holmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó en la habitación. —¡Tiene usted razón! —exclamó con un extraño acento extranjero—. ¡Tiene usted razón! ¡Aquí estoy! Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, pero ni en las mejores condiciones habría sido hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que imponía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos. —Sí, señores, estoy en sus manos —dijo—. Desde donde estaba he podido oírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad. —Señora —dijo Holmes—, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que usted no se encuentra bien. El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato. —Me queda poco tiempo aquí —dijo—, pero quiero que sepan ustedes toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no se lo voy a decir. Por primera vez el anciano pareció conmovido. —¡Dios te bendiga, Anna! —exclamó—. ¡Dios te bendiga! Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección. —¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? —dijo—. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna…, ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi conciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde. «Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad…; pero no voy a decir dónde. —¡Dios te bendiga, Anna! —murmuró de nuevo el anciano. —Éramos reformistas…, revolucionarios…; en fin, nihilistas, ya me entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policía resultó muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y para salvar su vida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a su confesión. Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente desde entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se tardaría ni una semana en hacer justicia. El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo. —Estoy en tus manos, Anna —dijo—. Siempre has sido buena conmigo. —Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza —continuó la mujer—. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo del alma. Era noble, generoso, atento…, todo lo que mi marido no era. Odiaba la violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de culpa, menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadirme de seguir por aquel camino. Aquellas cartas le habrían salvado, y también mi diario, donde yo iba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y de las opiniones de cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo lo que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue, trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla. Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres digno ni de pronunciar, lleva una vida de esclavo…, y sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir. —Siempre has sido noble, Anna —dijo el anciano sin dejar de chupar su cigarrillo. La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido de dolor. —Tengo que terminar —dijo—. Cuando cumplí mi condena, me propuse recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguir la puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra. Me pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Me constaba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí una carta suya haciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo, conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolvería de buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con este objeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que se introdujo en la casa de mi marido como secretario… Fue tu segundo secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este hombre descubrió que los documentos se guardaban en el escritorio y sacó un molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó un plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos. Lo conseguí, pero ¡a qué precio! »Acababa de apoderarme de los papeles y estaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos habíamos visto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y yo le pregunté dónde vivía el profesor Coram, sin saber que era empleado suyo. —¡Exacto! ¡Eso es! —exclamó Holmes—. El secretario volvió a casa y le habló a su jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último aliento, intentó transmitir el mensaje de que había sido ella…, la «ella» de la que acababa de hablar con el profesor. —Tiene que dejarme hablar —dijo la mujer en tono imperativo, mientras su rostro se contraía como por efecto del dolor—. Cuando él cayó al suelo, yo salí corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mi marido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba en mis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Hermandad. Si yo quería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mi propósito. Él sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estaba ligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que solo él conocía. Pidió que le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme parte de las mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo me escabulliría por la noche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé cómo, parece que usted ha adivinado nuestros planes —sacó un paquetito de la pechera de su vestido y continuó—: estas son mis últimas palabras. Aquí está el paquete que salvará a Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi deber, yo… —¡Quieta! —gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y arrebatándole de la mano un frasquito. —Demasiado tarde —dijo ella derrumbándose en la cama—. Demasiado tarde. Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza…, me voy… Confío en usted, señor, acuérdese del paquete. * * * —Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos —comentó Holmes durante el viaje de regreso a Londres—. Desde un principio, todo giraba en torno a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que el moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su propietaria tenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de ellas. Cuando usted pretendió hacerme creer que una persona así pudo recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia, me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera quedado dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivocado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar a la habitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta. No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el consumo de alimentos del profesor Coram había aumentado…, como cabría esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y me las arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa. LA AVENTURA DE LOS TRES ESTUDIANTES En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es preciso entrar en detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y durante este tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura que me dispongo a relatar. Como fácilmente se comprende, todo detalle que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitud la universidad o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que se puede hacer con un escándalo tan penoso es que caiga en el olvido. Sin embargo, con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí, ya que permite poner de manifiesto algunas de las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues, procuraré evitar en mi narración la mención de detalles que pudieran servir para localizar los hechos en un lugar concreto o dar indicios sobre la identidad de las personas implicadas. Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas, cerca de una biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra…, investigaciones que condujeron a resultados tan sorprendentes que bien pudieran servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí recibimos una tarde la visita de un conocido, el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio universitario de San Lucas. El señor Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso y excitable. Yo siempre había sabido que se trataba de una persona inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal estado de agitación incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy anormal. —Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de su valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San Lucas y, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre usted en la ciudad, no habría sabido qué hacer. —Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondió mi amigo—. Preferiría que solicitara usted la ayuda de la policía. —No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer eso. Una vez que se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata de uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta esencial evitar el escándalo. Usted es tan conocido por su discreción como por sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga lo que pueda. El carácter de mi amigo no había mejorado al verse privado de sus acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus productos químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se encogió de hombros con un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de nerviosas gesticulaciones. —Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día de exámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un largo fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto está impreso en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudiera prepararlo por anticipado contaría con una inmensa ventaja. Por esta razón, ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio. »Hoy, a eso de las tres, llegaron de la imprenta las pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio capítulo de Tucídides. Tuve que leerlo con atención, ya que el texto debe ser absolutamente correcto. A las cuatro y media todavía no había terminado. Sin embargo, había prometido tomar el té en la habitación de un amigo, así que dejé las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted, señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una forrada de bayeta verde por dentro y otra de roble macizo por fuera. Al acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro una llave en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mi propia llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Que yo sepa, la única copia que existía era la de mi criado, Bannister, un hombre que lleva diez años encargándose de mi cuarto y cuya honradez está por encima de toda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había entrado en mi habitación para preguntarme si quería té, y que al salir se había dejado olvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco después de salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor importancia en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido unas consecuencias de lo más deplorables. »En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que alguien había estado revolviendo mis papeles. Las pruebas venían en tres largas tiras de papel. Yo las había dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el suelo, otra en una mesita cerca de la ventana y la tercera seguía donde yo la había dejado. Holmes dio muestras de interés por primera vez. —La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en la ventana; y la tercera, donde usted la dejó —dijo. —Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible que sepa eso? —Por favor, continúe con su interesantísima exposición. —Por un momento pensé que Bannister se había tomado la imperdonable libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la manera más terminante, y estoy convencido de que decía la verdad. La otra posibilidad es que alguien, al pasar, advirtiera la llave en la puerta y, sabiendo que yo no estaba, hubiera entrado para mirar los papeles. Está en juego una considerable suma de dinero, ya que la beca es muy elevada, y una persona sin escrúpulos podría muy bien correr un riesgo para obtener una ventaja sobre sus compañeros. »A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a punto de desmayarse cuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había estado enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé desplomado en un sillón mientras yo inspeccionaba con más detenimiento la habitación. No tardé en descubrir que el intruso había dejado otras huellas de su presencia, además de los papeles revueltos. En la mesa de la ventana había varias virutas de un lápiz al que habían sacado punta. También encontré un trozo de mina rota. Evidentemente, el muy granuja había copiado el texto a toda prisa, se le había roto la mina del lápiz y se había visto obligado a sacarle punta de nuevo. —¡Excelente! —exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su buen humor a medida que el caso iba captando su atención—. Ha tenido usted mucha suerte. —Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo, con una superficie perfecta, de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister también, que estaba impecable y sin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que tiene un corte limpio de unas tres pulgadas de largo, no un simple arañazo, sino un corte con todas las de la de ley. Y no solo eso: también encontré en la mesa una bolita de masilla o arcilla negra, con motitas que parecen de serrín. Estoy convencido de que todos esos rastros los dejó el hombre que estuvo husmeando en los papeles. No encontramos huellas de pisadas ni ningún otro indicio sobre su identidad. Yo ya no sabía qué hacer, cuando de pronto me acordé de que usted estaba en la ciudad, y he venido de inmediato a poner el asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Dése usted cuenta de mi problema: o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar el examen hasta que preparemos nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacer sin dar explicaciones, nos veremos envueltos en un desagradable escándalo, que arrojará una mancha no solo sobre el colegio, sino sobre la universidad entera. Por encima de todo, es preciso solucionar este asunto callada y discretamente. —Tendré mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los consejos que pueda —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el abrigo—. Este caso no carece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su habitación después de que recibiera usted los exámenes? —Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la misma escalera, vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen. —¿Se presenta él al examen? —Sí. —¿Y los papeles estaban encima de su mesa? —Estoy casi seguro de que estaban enrollados. —¿Pero se notaba que eran pruebas de imprenta? —Es posible. —¿No había nadie más en su habitación? —No. —¿Sabía alguien que las pruebas estaban allí? —Nadie más que el impresor. —¿Lo sabía ese tal Bannister? —No, seguro que no. No lo sabía nadie. —¿Dónde está Bannister ahora? —El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un sillón, porque tenía mucha urgencia por venir a verle a usted. —¿Ha dejado la puerta abierta? —Antes guardé las pruebas bajo llave. —Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a esto: a menos que el estudiante indio se diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas del examen, el hombre que estuvo husmeando las encontró por casualidad, sin saber que estaban allí. —Eso me parece a mí. Holmes exhibió una sonrisa enigmática. —Bien —dijo—. Vayamos a ver. Este caso no es para usted, Watson; es mental, no físico. De acuerdo, si se empeña puede venir. Señor Soames, estamos a su disposición. —El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana larga y baja con celosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas paredes cubiertas de líquenes. Una puerta gótica daba acceso a una gastada escalera de piedra. La habitación del profesor se encontraba en la planta baja. Encima residían tres estudiantes, uno en cada piso. Estaba casi anocheciendo cuando llegamos a la escena del misterio. Holmes se detuvo y observó con interés la ventana. Se acercó a ella y, poniéndose de puntillas y estirando el cuello, miró al interior de la habitación. —Tiene que haber entrado por la puerta. Por aquí no hay más abertura que la de un panel de cristal —dijo nuestro erudito guía. —Vaya por Dios —dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con una curiosa sonrisa—. Bien, pues si aquí no podemos averiguar nada, más vale que entremos. El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su habitación. Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra. —Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. Ya sería difícil que las hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado. Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál? —En este que está junto a la ventana. —Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está muy claro lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja, de la mesa del centro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y tendría tiempo de escapar. —Pues, en realidad, no podía verme —dijo Soames—, porque entré por la puerta lateral. —¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba. Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no señor. Vamos a ver, cogió primero esta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar en hacerlo, utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Una vez copiada, la tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitad cuando usted regresó y él tuvo que retirarse a toda prisa…, con muchísima prisa, puesto que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted no advirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por la escalera al entrar? —Pues la verdad es que no. —Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy poco afilada. El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información. —Todo lo demás lo entiendo —dijo—, pero, la verdad, ese detalle de la longitud… Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras «NN» y un espacio en blanco detrás. —¿Lo ve? —No, me temo que ni aun así… —Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué podrían significar estas «NN»? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es solo lo que viene detrás de «Johann»? —inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó—: confiaba en que hubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo que este pegote es la masilla negra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada, por lo que veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de serrín incrustados. Vaya, vaya, esto es muy interesante. Y el corte…, un buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño y acaba en un auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adonde da esa puerta? —A mi alcoba. —¿Ha entrado usted ahí después del suceso? —No, fui directamente a buscarle a usted. —Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo antiguo! ¿Le importaría aguardar un momento mientras examino el suelo? No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás. Si alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo aquí, porque la cama es demasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo que no habrá nadie aquí… Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una cierta rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se ocultaban más que tres o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas. Holmes se dio la vuelta y, de pronto, se agachó hacia el suelo. —¡Caramba! ¿Qué es esto? Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho. Holmes la sostuvo en la palma de la mano y la acercó a la luz eléctrica. —Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no solo en su cuarto de estar, señor Soames. —¿Qué podía buscar aquí? —Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino inesperado y él no se percató de su llegada hasta que usted estaba ya en la misma puerta. ¿Qué podía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió a esconderse en el dormitorio. —¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo, sin nosotros saberlo. —Así lo veo yo. —Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si se ha fijado usted en la ventana de mi alcoba. —Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados, uno de ellos con bisagras para abrirlo y lo bastante grande para que pase un hombre. —Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda casi invisible. El tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al cruzar el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella. —Seamos prácticos —dijo—. Me pareció entender que hay tres estudiantes que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de su puerta. —En efecto. —¿Y los tres se presentan a este examen? —Sí. —¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos más que de los otros? Soames vaciló. —Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta difundir sospechas cuando no existen pruebas. —Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas. —En tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres que residen en esas habitaciones. En la primera planta está Gilchrist, muy buen estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de cricket del colegio, y representó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven agradable y varonil. Su padre era el famoso Sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras. Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador y saldrá adelante. »En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e inescrutable, como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus estudios, aunque el griego es su punto débil. Es serio y metódico. »El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le da por trabajar…, uno de los mejores cerebros de la universidad; pero es inconstante, disoluto y carece de principios. En su primer año estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha pasado todo el curso holgazaneando y no debe de sentirse muy tranquilo ante este examen. —En otras palabras, usted sospecha de él. —No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el menos improbable. —Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister. Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, pálido, bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de aquella brusca perturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus dedos no podían estarse quietos. —Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister —dijo el profesor. —Sí, señor. —Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó usted su llave olvidada en la cerradura. —Sí, señor. —¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que estaban aquí esos papeles? —Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra vez. —¿A qué hora entró usted en la habitación? —A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames. —¿Cuánto tiempo estuvo dentro? —Al ver que él no estaba, salí inmediatamente. —¿Miró usted los papeles de encima de la mesa? —No, señor, le aseguro que no. —¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta? —Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver luego a recoger la llave. Pero se me olvidó. —¿La puerta de fuera tiene picaporte? —No, señor. —¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo? —Sí, señor. —Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró usted mucho? —Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca había sucedido una cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor. —Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a sentirse mal? —¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta. —Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón que hay junto al rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras sillas? —No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba. —No creo que se fijara en nada, señor Holmes —dijo Soames—. Tenía muy mal aspecto…, completamente cadavérico. —¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor? —Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y me fui a mi habitación. —¿De quién sospecha usted? —Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un caballero capaz de hacer algo así para obtener ventaja. No, señor, no lo creo. —Gracias. Con eso basta —dijo Holmes—. Ah, sí, una cosa más. ¿No le habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende que algo va mal, verdad? —No, señor; ni una palabra. —¿Ha visto a alguno de ellos? —No, señor. —Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien, daremos un paseo por el patio. Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros en medio de la creciente oscuridad. —Sus tres pájaros están todos en sus nidos —dijo Holmes, mirando hacia arriba— ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante inquieto. Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido de pronto a través de los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de la habitación. —Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones —dijo Holmes—. ¿Sería posible? —Sin ningún problema —respondió Soames—. Este conjunto de habitaciones es el más antiguo del colegio, y no es raro que vengan visitantes a verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía. —Nada de nombres, por favor —dijo Holmes mientras llamábamos a la puerta de Gilchrist. La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que nos dio la bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía algunos detalles verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó en dibujarlo en su cuaderno de notas; durante la operación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a su lápiz. El mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del indio, un individuo pequeño y callado, con nariz aguileña, que nos miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes dio por terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me pareció que Holmes hubiera encontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta exterior no se abrió a nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del otro lado fue un torrente de palabrotas. —¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! —rugió una voz iracunda—. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el tiempo con nadie! —¡Qué grosero! —dijo nuestro guía, rojo de indignación, mientras bajábamos por la escalera—. Naturalmente, no se daba cuenta de que era yo quien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y, dadas las circunstancias, bastante sospechosa. La reacción de Holmes fue muy curiosa. —¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? —preguntó. —La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de cinco pies y seis pulgadas. —Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor Seames, le deseo a usted buenas noches. Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto. —¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así de repente! Me parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es mañana. Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo permitir que se celebre el examen si uno de los ejercicios está amañado. Hay que afrontar la situación. —Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré por aquí a primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que para entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de actuación. Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada. —Muy bien, señor Holmes. —Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que encontraremos la manera de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra, y también las virutas de lápiz. Adiós. Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos estaban invisibles. —Bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes en cuanto salimos a la calle—. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las tres cartas, ¿no cree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Elija. ¿Por cuál se decide? —El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor historial. Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro. ¿Por qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar? —Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen cuando están intentando aprenderse algo de memoria. —Nos miraba de una manera muy rara. —Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los lápices y las cuchillas… todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese individuo… —¿Quién? —Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto? —A mí me dio la impresión de ser un nombre completamente honrado. —A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un hombre completamente honrado a…? Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería importante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones. En la ciudad solo había cuatro papelerías de cierta importancia, y en cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto precio por un lápiz igual. En todas le dijeron que podían encargarlo, pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi nunca tenían existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió de hombros con una resignación casi divertida. —No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y la más concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy casi seguro de que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación suficiente. ¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patraña dijo algo acerca de guisantes a las siete y media. Estoy viendo, Watson, que con esa manía de fumar constantemente y esa irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle que se largue, y yo compartiré su caída en desgracia…, aunque no antes de que haya resuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente descuidado y los tres intrépidos estudiantes. Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel día, aunque permaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato, después de nuestra retrasada cena. A las ocho de la mañana siguiente entró en mi habitación cuando yo estaba terminando de asearme. —Bien, Watson —dijo—. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir del desayuno? —Desde luego. —Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle algo concreto. —¿Y tiene usted algo concreto que decirle? —Creo que sí. —¿Ha llegado ya a alguna conclusión? —Sí, querido Watson; he solucionado el misterio. —Pero… ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar? —¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan intempestivas como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y he recorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese en esto! Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas pirámides de masilla negra. —¡Caramba, Holmes, ayer solo tenía dos! —Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy aventurado suponer que la fuente de origen del número tres sea la misma que la de los números uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al amigo Soames de su tormento. Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado nervioso lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas horas comenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a conocer los hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande era su agitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con las manos extendidas en un gesto de ansiedad. —¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubiera desentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen? —Sí, sí; siga adelante, desde luego. —Pero… ¿y ese granuja? —No se presentará. —¿Sabe usted quién es? —Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público, tendremos que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un pequeño consejo de guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el favor! ¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien, creo que ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Haga el favor de tocar la campanilla! Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor ante nuestra pose judicial. —Haga el favor de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, Bannister, ¿será tan amable de decirnos la verdad acerca del incidente de ayer? El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo. —Se lo he contado todo, señor. —¿No tiene nada que añadir? —Nada en absoluto, señor. —En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se sentó ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder algún objeto que habría podido revelar quién estuvo en la habitación? La cara de Bannister parecía la de un cadáver. —No, señor; desde luego que no. —Era solo una sugerencia —dijo Holmes en tono suave—. Reconozco francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable si consideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba. Bannister se pasó la lengua por los labios resecos. —No había ningún hombre. —¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera dicho la verdad, pero ahora me consta que ha mentido. El rostro de Bannister adoptó una expresión de huraño desafío. —No había ningún hombre, señor. —Vamos, vamos, Bannister. —No, señor; no había nadie. —En tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí, junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí a la suya. Un minuto después, el profesor regresaba, acompañado del estudiante. Era este un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil, de paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos azules vagaron de uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado en el rincón más alejado. —Cierre la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, señor Gilchrist, estamos solos aquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta franqueza. Queremos saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor, haya podido cometer una acción como la de ayer. El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister una mirada llena de espanto y reproche. —¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra! ¡Ni una palabra, señor! —exclamó el sirviente. —No, pero ahora sí que lo ha hecho —dijo Holmes—. Bien, caballero, se dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su postura es insostenible, y que la única oportunidad que le queda es hacer una confesión sincera. Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató de contener el temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de rodillas delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba en una tempestad de angustiados sollozos. —Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—. Errar es humano, y por lo menos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien, está bien, no se moleste en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto con usted. »Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que nadie, ni siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el caso empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos descartar al impresor, puesto que este podía examinar los ejercicios en su propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las pruebas estaban en un rollo, es poco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte, parecía demasiada coincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación, de manera no premeditada, precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa. También eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los exámenes estaban aquí. ¿Cómo lo sabía? «Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo examiné la ventana por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día y expuesto a las miradas de todos los que ocupan esas habitaciones de enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto que tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que había encima de la mesa. Yo mido seis pies y tuve que empinarme para verlos. Una persona más baja que yo no habría tenido la más mínima posibilidad. Como ve, ya desde ese momento tenía motivos para suponer que si uno de sus tres estudiantes era más alto de lo normal, ese era el que más convenía vigilar. »Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información que ofrecía la mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted, al describir a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud. Entonces todo quedó claro al instante, y ya solo necesitaba ciertas pruebas que lo confirmaran, y que no tardé en obtener. »He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la tarde en las pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las zapatillas de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la suela. Al pasar por delante de la ventana vio, gracias a su elevada estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se trataba. No habría ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por delante de su puerta, advirtió la llave que el descuidado sirviente había dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino impulso de entrar y comprobar si, efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. No corría ningún peligro, porque siempre podría alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted una consulta. »Pues bien, cuando hubo comprobado que, en efecto, se trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus zapatillas encima de la mesa. ¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana? —Los guantes —respondió el joven. Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister. —Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a una, para copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y que lo vería venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo oyó, usted estaba ya en la puerta. No había escapatoria posible. Dejó olvidados los guantes, pero recogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba. Se habrán fijado en que el corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo en dirección a la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguien había tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que el culpable había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el dormitorio. Puedo agregar que esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo, comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra muy adherente y me llevé una muestra, junto con un poco del serrín fino que se echa por encima para evitar que el atleta resbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist? El estudiante se había puesto en pie. —Sí, señor; es verdad —dijo. —¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? —exclamó Soames. —Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado el quedar desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido. Tengo aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una noche sin poder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: «He decidido no presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia y parto de inmediato hacia África del Sur». —Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de una ventaja tan mal adquirida —dijo Soames—. Pero ¿qué le hizo cambiar de intenciones? Gilchrist señaló a Bannister. —Este es el hombre que me puso en el buen camino —dijo. —En fin, Bannister —dijo Holmes—. Con lo que ya hemos dicho, habrá quedado claro que solo usted podía haber dejado salir a este joven, puesto que usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta al marcharse. No hay quien se crea que pudiera escapar por esa ventana. ¿No puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos por qué razón hizo lo que hizo? —Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda su inteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el que fui mayordomo del difunto Sir Jabez Gilchrist, padre de este joven caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en la universidad, pero nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su hijo, en recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en esta habitación, después de que se diera la alarma, lo primero que vi fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de ese sillón. Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje que encerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido. Así que me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que el señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi pobre señorito, a quien yo había mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo. ¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo, y no era natural también que procurase hablarle como lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender que no podía sacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor? —Desde luego que no —dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía en pie—. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño problema, y en casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Watson. En cuanto a usted, caballero, confío en que le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede llegar en el futuro. LA AVENTURA DE LA CICLISTA SOLITARIA Entre los años 1894 y 1901, ambos incluidos, Sherlock Holmes se mantuvo muy activo. Podría decirse que durante estos ocho años no hubo caso público de cierta dificultad en el que no se le consultase, y fueron cientos los casos privados —algunos de ellos, los más complicados y extraordinarios— en los que desempeñó un papel destacado. Muchos éxitos sorprendentes y unos pocos fracasos inevitables fueron el resultado de este largo periodo de continuo trabajo. Dado que he conservado notas muy completas de todos estos casos, y que intervine personalmente en muchos de ellos, podrán imaginar que no resulta fácil decidir cuáles debería seleccionar para presentarlos al público. No obstante, me atendré a mi antigua norma, dando preferencia a aquellos casos cuyo interés no se basa tanto en la brutalidad del crimen como en el ingenio y las cualidades dramáticas de la solución. Por esta razón, me decido a exponer al lector los hechos referentes a la señorita Violet Smith, la ciclista solitaria de Charlington, y el curioso curso que tomaron nuestras investigaciones, que culminaron en una tragedia inesperada. Es cierto que las circunstancias no se prestaron a ninguna exhibición deslumbrante de las facultades que hicieron famoso a mi amigo, pero el caso presentaba algunos detalles que lo hacen destacar en los abundantes archivos del delito de los que saco el material para estas pequeñas narraciones. Consultando mi libro de notas del año 1895, compruebo que la primera vez que oímos hablar de la señorita Violet Smith fue el sábado 23 de abril. Recuerdo que su visita incomodó muchísimo a Holmes, que en aquel momento se encontraba inmerso en un abstruso y complicadísimo problema referente a la misteriosa persecución de que era objeto John Vincent Harden, el célebre magnate del tabaco. Mi amigo, que valoraba la precisión y concentración del pensamiento por encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera su atención del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de incurrir en grosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba imposible negarse a escuchar la historia de aquella mujer joven y guapa, alta, simpática y distinguida, que se presentó en Baker Street a última hora de la tarde, solicitando su ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en que se encontraba completamente ocupado, ya que la joven había venido absolutamente decidida a contar su historia, y resultaba evidente que solo por la fuerza podríamos sacarla de la habitación antes de que lo hubiera hecho. Con expresión resignada y una cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nos informara de aquello que tanto la preocupaba. —Al menos, sabemos que no se trata de su salud —dijo, clavando en ella sus penetrantes ojos—. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía. La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal. —Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta visita que le hago. Mi amigo tomó la mano sin guante de la joven y la examinó con tanta atención y tan poco sentimiento como un científico examinando una muestra. —Estoy seguro de que me perdonará. Es mi oficio —dijo al soltarla—. Casi cometo el error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se nota con toda claridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado, Watson, en que el aplastamiento de las puntas de los dedos es común a ambas profesiones? Sin embargo, el rostro expresa una espiritualidad —y al decir esto, la hizo volverse hacia la luz— que la máquina de escribir no genera. Esta señorita se dedica a la música. —Sí, señor Holmes, soy profesora de música. —En el campo, deduzco del color de su piel. —Sí, señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey. —Una zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda usted, Watson, que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, el falsificador? Y bien, señorita Violet, ¿qué es lo que le ha ocurrido cerca de Farnham, en los límites de Surrey? Con gran claridad y presencia de ánimo, la joven inició el siguiente y curioso relato: —Mi padre murió, señor Holmes. Se llamaba James Smith y dirigía la orquesta del antiguo Teatro Imperial. Mi madre y yo quedamos sin ningún pariente en el mundo, con excepción de un tío llamado Ralph Smith, que se marchó a África hace veinticinco años, sin que desde entonces hayamos sabido una palabra de él. Cuando murió mi padre, quedamos en la pobreza, pero un día nos dijeron que había salido un anuncio en el Times interesándose por nuestro paradero. Ya podrá imaginarse lo emocionadas que estábamos, pensando que alguien nos había legado una fortuna. Acudimos de inmediato al abogado cuyo nombre figuraba en el anuncio, y allí nos presentaron a dos caballeros, el señor Carruthers y el señor Woodley, que habían llegado de Sudáfrica. Dijeron que eran amigos de mi tío, el cual había fallecido pocos meses antes en Johannesburgo, en la más absoluta pobreza, y que con su último aliento les había pedido que localizasen a sus familiares y se asegurasen de que nada les faltara. Nos pareció muy raro que el tío Ralph, que jamás se preocupó de nosotras en vida, se mostrase tan atento al morir; pero el señor Carruthers nos explicó que la razón era que mi tío acababa de enterarse de la muerte de su hermano y se sentía responsable de nosotras. —Perdone —dijo Holmes—, ¿cuándo tuvo lugar esta entrevista? —En diciembre; hace cuatro meses. —Continúe, por favor. —El señor Woodley me pareció una persona despreciable. Todo el tiempo se lo pasó haciéndome guiños… Es un joven sin modales, con el rostro hinchado, un bigote pelirrojo y el pelo repeinado a los lados de la frente. Me resultó absolutamente odioso, y estoy segura de que a Cyril no le gustaría nada que yo me tratase con semejante individuo. —¡Oh, así que él se llama Cyril! —dijo Holmes, sonriendo. La joven se sonrojó y se echó a reír. —Sí, señor Holmes; Cyril Morton, ingeniero electrotécnico. Esperamos casarnos a finales de verano. ¡Cielo santo! ¿Cómo hemos llegado a hablar de él? Lo que quería decir es que el señor Woodley me pareció absolutamente odioso, pero el señor Carruthers, que era mucho mayor, resultaba más agradable. Era un hombre moreno, cetrino, bien afeitado y muy callado, pero tenía buenos modales y una sonrisa simpática. Preguntó por nuestra situación económica, y al enterarse de lo pobres que éramos me propuso ir a su casa para darle clases de música a su hija de diez años. Yo dije que no me gustaba la idea de dejar sola a mi madre, y él respondió que podía ir a visitarla los fines de semana, y me ofreció cien libras al año, que desde luego es un salario espléndido. Así que acabé por aceptar y me trasladé a Chiltern Grange, a unas seis millas de Farnham. El señor Carruthers es viudo, pero tiene contratada un ama de llaves, una anciana respetable que se llama señora Dixon, para que cuide de la casa. La niña es un encanto y todo prometía ir bien. El señor Carruthers era muy amable y muy aficionado a la música, y pasamos juntos veladas muy agradables. Cada fin de semana, yo volvía a Londres para visitar a mi madre. »La primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y su bigote rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me parecieron tres meses. Es un tipo horrible… Se portaba como un matón con todo el mundo, pero conmigo era algo infinitamente peor. Me hacía la corte de la manera más odiosa, presumía de su riqueza, me decía que si me casaba con él tendría los mejores diamantes de todo Londres y, por último, viendo que no quería saber nada de él, un día, después de comer, me sujetó entre sus brazos (es asquerosamente fuerte) y juró que no me soltaría hasta que le diese un beso. Apareció el señor Carruthers y le obligó a soltarme, pero él entonces se revolvió contra su propio anfitrión, derribándolo y produciéndole un corte en la cara. Como podrá imaginar, allí se terminó su visita. Al día siguiente, el señor Carruthers me presentó sus excusas, y me aseguró que jamás volvería a verme expuesta a semejante ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al señor Woodley. »Y ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha hecho venir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los sábados por la mañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham para tomar el tren de las 12,22 a Londres. El camino desde Chiltern Grange es bastante solitario, sobre todo en un trecho de algo más de una milla, que pasa entre los descampados de Charlington Heath y los bosques que rodean la mansión de Charlington Hall. Sería difícil encontrar un tramo de carretera más solitario que ese. Es rarísimo cruzarse con un carro o con un campesino hasta que se sale a la carretera que pasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos semanas, iba yo por ese tramo cuando, al volver la cabeza por casualidad, vi que a unos doscientos metros detrás de mí venía un hombre, también en bicicleta. Parecía un hombre de edad madura, con barba corta y negra. Miré de nuevo hacia atrás antes de llegar a Farnham, pero el hombre había desaparecido y no volví a pensar en él. Pero puede usted imaginarse mi sorpresa, señor Holmes, cuando al regresar el lunes lo vi de nuevo en el mismo tramo de carretera. Mi asombro fue en aumento cuando el incidente se repitió, exactamente igual que la primera vez, el sábado y el lunes siguientes. El hombre mantenía siempre la distancia y no me molestó en modo alguno, pero aquello seguía pareciéndome muy raro. Se lo comenté al señor Carruthers, que pareció interesado y me dijo que había encargado un coche de caballos, de manera que en el futuro no tendría que recorrer sin compañía esos caminos solitarios. »El coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero por alguna razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en bicicleta el trayecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana. Como podrá suponer, estuve muy atenta al llegar a Charlington Heath y, en efecto, allí estaba el hombre, exactamente igual que las dos semanas anteriores. Se mantiene siempre a tanta distancia de mí que no puedo verle la cara con claridad, pero estoy segura de que no lo conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra de paño. Lo único que he podido distinguir bien es su barba negra. Yo no estaba asustada, pero sí muy intrigada, así que decidí averiguar quién era y qué pretendía. Aminoré la marcha, pero él también lo hizo. Entonces me detuve, y él se detuvo también. Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una curva muy pronunciada, la doblé a toda velocidad y luego me paré a esperar. Suponía que él tomaría la curva tan rápido que me pasaría antes de poder detenerse, pero el caso es que no apareció. Volví hacia atrás y miré al otro lado de la curva. Se veía una milla de carretera, pero de él no había ni rastro. Y lo más extraño del caso es que no existe allí ninguna desviación por la que hubiera podido marcharse. Holmes soltó una risita y se frotó las manos. —Desde luego, el caso presenta algunos aspectos originales —dijo—. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que descubrió que no había nadie en la carretera? —Dos o tres minutos. —Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que no hay desviaciones. —Ninguna. —Tuvo que meterse por algún sendero, a un lado o a otro. —No pudo ser por el lado del descampado, porque lo habría visto. —En tal caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer que se dirigió hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es una mansión con terrenos propios, situada a un lado de la carretera. ¿Algo más? —Nada, señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí que no quedaría satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus consejos. Holmes permaneció callado durante un rato. —¿Dónde trabaja el caballero con el que va usted a casarse? —preguntó al fin. —Trabaja en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry. —¿No se le habrá ocurrido darle una sorpresa? —¡Oh, señor Holmes! ¿Cree que yo no lo iba a reconocer? —¿Ha tenido usted otros admiradores? —Tuve varios antes de conocer a Cyril. —¿Y después? —Bueno, está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar un admirador. —¿Y nadie más? Nuestra bella cliente pareció un poco confusa. —¿Quién es él? —insistió Holmes. —Bueno, quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado la impresión de que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en mí. Pasamos bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las tardes. Nunca ha dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas siempre nos damos cuenta. —¡Ajá! —Holmes parecía serio—. ¿Y de qué vive este señor? —Es rico. —¿Y no tiene coches ni caballos? —Bueno, por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero viene a Londres dos o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones de minas de oro sudafricanas. —Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier nuevo giro de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy ocupado, pero encontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su caso. Mientras tanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista, y espero que no recibamos de usted más que buenas noticias. —El que a una chica como esa la siga alguien forma parte del orden establecido de la Naturaleza —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de meditación—, pero no precisamente en bicicleta y por solitarios caminos rurales. Sin duda alguna, se trata de algún enamorado secreto. Pero el caso presenta algunos detalles curiosos y sugerentes, Watson. —¿Como que solo aparezca en ese punto concreto? —Exacto. Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son los inquilinos de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse de la relación que existe entre Carruthers y Woodley, dos hombres que parecen tan diferentes. ¿Cómo es que los dos se muestran tan interesados por los familiares de Ralph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase de casa es esta, que le paga a una institutriz el doble de lo normal, pero no dispone ni de un caballo estando a seis millas de la estación? Es raro, Watson, muy raro. —¿Va usted a ir allí? —No, querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una intriga sin importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra investigación, que sí que es importante. El lunes llegará usted a Farnham a primera hora; se esconderá cerca de Charlington Heath; observará con sus propios ojos lo que ocurra y actuará como le indique su buen criterio. Y después, tras averiguar quién ocupa la mansión, regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una palabra más sobre el asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme que nos permita avanzar hacia la solución. Sabíamos por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que sale de Waterloo a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de las 9,13. Una vez en la estación de Farnham, no tuve dificultades para que me indicaran el camino a Charlington Heath. Resultaba imposible confundirse respecto al escenario de la aventura de la joven ciclista, ya que la carretera discurría entre un brezal abierto por un lado y un antiguo seto de tejo por el otro, un seto que rodeaba un parque repleto de árboles magníficos. Había una entrada principal, de piedra cubierta de liquen, con los pilares de cada lado rematados por vetustos emblemas heráldicos; pero además de esta entrada principal para carruajes, observé varias aberturas más en el seto, de las que partían senderos. La casa no se veía desde la carretera, pero todo el entorno daba una impresión de tristeza y decadencia. El descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor, que brillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol primaveral. Me situé detrás de uno de estos grupos de arbustos, desde donde podía controlar la entrada al parque de la mansión y un buen tramo de carretera a cada lado. La carretera estaba vacía cuando yo salía a ella, pero ahora se veía un ciclista que venía en dirección contraria a la que yo había traído. Iba vestido de oscuro y pude ver que tenía barba negra. Al llegar al final de los terrenos de Charlington Hall, se apeó de su máquina y se metió con ella por una abertura del seto, desapareciendo de mi vista. Transcurrió un cuarto de hora y entonces apareció un segundo ciclista. Esta vez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al acercarse al seto, la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el hombre salió de su escondite, montó en su bicicleta y empezó a seguirla. En todo el extenso paisaje, aquellas eran las únicas figuras en movimiento: la atractiva muchacha, sentada muy derecha en su máquina, y el hombre que la seguía, doblado sobre el manillar, con un misterioso aire furtivo en todos sus movimientos. Ella se volvió para mirarlo y redujo la velocidad. El la redujo también. La chica se detuvo. El hombre se detuvo al instante, manteniéndose a unos doscientos metros detrás de ella. El siguiente movimiento de la muchacha fue tan inesperado como valeroso: hizo girar bruscamente su bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia él. Pero el hombre actuó con igual rapidez y salió disparado en una huida desesperada. Poco después, la muchacha volvió a aparecer carretera arriba, con la cabeza orgullosamente erguida, sin dignarse a reconocer la presencia de su silencioso acompañante. También él había dado la vuelta, y siguió manteniendo la distancia hasta que la curva de la carretera los ocultó de mi vista. No me moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco rato reapareció el hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la mansión y desmontó de su bicicleta. Tenía las manos alzadas y parecía estar arreglándose la corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y se alejó por el camino que llevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo el brezal y atisbé entre los árboles. Pude ver a lo lejos algunos retazos del antiguo edificio gris, con sus erguidas chimeneas Tudor, pero el camino atravesaba una zona muy frondosa y no volví a ver a mi hombre. Sin embargo, me pareció que había aprovechado bastante bien la mañana y regresé a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no pudo darme ninguna información acerca de Charlington Hall, y me remitió a una conocida firma de Pall Mall. Pasé por ella al regresar a Londres y fui recibido por un representante muy educado. No, no podían alquilarme Charlington Hall para el verano. Llegaba un poco tarde. La habían alquilado hacía aproximadamente un mes. El inquilino era un tal señor Williamson, un caballero mayor y respetable. El atento agente lamentaba no poder decirme más, ya que no estaba autorizado a comentar los asuntos de sus clientes. Sherlock Holmes escuchó con atención el largo informe que le presenté aquella misma tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves palabras de elogio que yo había esperado y que tanto habría apreciado. Por el contrario, su rostro austero adoptó una expresión más severa que de costumbre al comentar todo lo que yo había hecho y dejado de hacer. —Su escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió usted esconderse detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a ese personaje tan interesante. En cambio, se situó usted a varios cientos de metros de distancia y me trae aún menos información que la señorita Smith. Ella cree no conocer al hombre; yo estoy convencido de que lo conoce. De lo contrario, ¿por qué iba a poner tanto empeño en que ella no se le acerque lo suficiente como para verle la cara? Usted lo describe doblado sobre el manillar. Más ocultamiento, como puede ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El tipo vuelve a casa y usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más que acudir a una agencia de Londres! —¿Qué tendría que haber hecho? —pregunté algo irritado. —Entrar en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos del pueblo. Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del propietario hasta el de la última fregona. ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de un anciano, entonces no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda velocidad de la atlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio de su expedición? Solo que la chica decía la verdad. Eso yo nunca lo dudé. Que existe una relación entre el ciclista y la mansión. Tampoco tenía dudas sobre eso. Que el inquilino de la mansión se llama Williamson. ¿Qué adelantamos con eso? Vamos, vamos, querido amigo, no ponga esa cara. Poco más podemos hacer hasta el próximo sábado, y mientras tanto quizás yo pueda averiguar una o dos cosas. A la mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando en términos breves y precisos los hechos que yo había presenciado. Pero la miga de la carta estaba en la posdata: Estoy segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia que voy a hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi patrón me ha pedido que me case con él. Estoy convencida de que sus sentimientos son sinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto, yo ya estoy comprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se mostró muy amable. No obstante, lo comprenderá, la situación es un poco tensa. —Parece que nuestra joven amiga está metida en un buen lío —dijo Holmes, pensativo, al acabar la carta—. La verdad es que el caso presenta más aspectos interesantes y más posibilidades de lo que yo suponía al principio. No me sentaría nada mal pasar un día tranquilo y apacible en el campo, y estoy por acercarme allí esta tarde para poner a prueba una o dos teorías que se me han ocurrido. El tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, ya que llegó a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un chichón amoratado en la frente, además de presentar un aspecto general tan desastrado que su persona habría despertado las justificadas sospechas de Scotland Yard. Se había divertido muchísimo con sus aventuras y se reía alegremente al relatarlas. —Hago tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante —dijo—. Como sabe, poseo ciertos conocimientos del noble y antiguo deporte británico del boxeo. De cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo habría pasado bochornosamente mal de no ser por ellos. Le rogué que me contara lo que había sucedido. —Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, y allí inicié mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra y el charlatán del propietario me fue dando toda la información que deseaba. Williamson es un hombre de barba blanca y vive solo en la mansión, con unos pocos sirvientes. Corre el rumor de que es o ha sido clérigo, pero uno o dos incidentes ocurridos durante su breve estancia en la mansión me parecieron muy poco eclesiásticos. He hecho ya algunas indagaciones en una agencia eclesiástica, y allí me han dicho que existió un clérigo con ese apellido, que tuvo una carrera particularmente turbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la mansión solían acudir visitas de fin de semana, «gente de pasta», según él, y en especial cierto caballero con bigote rojo apellidado Woodley, que estaba siempre por allí. Hasta aquí habíamos llegado cuando ¿quién dirá que vino a entrometerse? Pues el propio caballero en cuestión, que estaba bebiendo una cerveza allí mismo y había escuchado toda la conversación. ¿Quién era yo? ¿Qué quería? ¿A qué venían tantas preguntas? Su lenguaje era de lo más fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y remató una sarta de insultos con un revés traicionero que no pude esquivar del todo. Los minutos siguientes fueron deliciosos. Mis directos de izquierda contra los porrazos del rufián. Yo acabé como usted ve. Al señor Woodley se lo llevaron en un carro. Así terminó mi excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha sido muy divertida, mi expedición a los límites de Surrey no ha resultado mucho más provechosa que la suya. El jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente: Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que voy a dejar mi empleo en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo tan alto puede compensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a Londres y no tengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado un cochecito, de manera que los peligros de la carretera solitaria, si es que alguna vez existieron, han desaparecido. En cuanto al motivo concreto de que me vaya, no se trata solo de la tensa situación con el señor Carruthers, sino que además ha vuelto a aparecer ese odioso señor Woodley. Siempre fue repugnante, pero ahora está más feo que nunca, porque parece que ha tenido un accidente y está todo desfigurado. Lo he visto por la ventana, pero gracias a Dios aún no he coincidido con él. Tuvo una larga conversación con el señor Carruthers, que después de eso parecía muy excitado. Woodley debe de estar alojado por aquí cerca, porque no durmió en casa y, sin embargo, lo volví a ver esta mañana, merodeando entre los arbustos. Preferiría que anduviese suelta una fiera salvaje antes que él. Le odio y le temo más de lo que soy capaz de expresar. ¿Cómo puede el señor Carruthers soportar ni por un segundo a semejante bicho? Menos mal que el sábado se acabarán mis problemas. —Eso espero, Watson, eso espero —dijo Holmes muy serio—. Alrededor de esta mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber es procurar que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson, que debemos prepararlo todo para desplazarnos allí el sábado por la mañana y asegurarnos de que esta curiosa e incipiente investigación no tenga un final trágico. Confieso que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio el caso, que me parecía más grotesco y extravagante que verdaderamente peligroso. Que un hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no tenía nada de nuevo, y si el tipo era tan poco decidido que no solo no se atrevía a abordarla sino que incluso huía cuando ella se le acercaba, no podía tratarse de un asaltante muy peligroso. Aquel rufián de Woodley era muy diferente, pero, excepto en una ocasión, nunca había molestado a nuestra cliente y ahora visitaba la casa de Carruthers sin importunarla a ella. El hombre de la bicicleta tenía que ser uno de los que visitaban la mansión los fines de semana, como había dicho el tabernero, aunque seguíamos sin saber quién era y qué pretendía. Sin embargo, la actitud grave de Holmes y el hecho de que al salir de nuestras habitaciones se metiera un revólver en el bolsillo me hizo pensar por primera vez en la posibilidad de que detrás de aquella curiosa cadena de sucesos acechase la tragedia. Después de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los campos cubiertos de brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor parecían aún más hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos y el gris pizarra de Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y arenosa carretera, aspirando el aire fresco de la mañana y disfrutando del canto de los pájaros y la suave brisa primaveral. Desde una altura del camino en la ladera de la colina Crooksbury pudimos divisar la sombría mansión, sobresaliendo entre los añosos robles que, aun siendo muy viejos, eran más jóvenes que el edificio que rodeaban. Holmes señaló el largo tramo de carretera que formaba una franja rojo-amarillenta entre el color pardo del brezal y el verde primaveral del bosque. A lo lejos se veía un punto negro que resultó ser un vehículo que avanzaba hacia nosotros. Holmes soltó una exclamación de impaciencia. —Yo había calculado un margen de media hora —dijo—, pero si aquel es su carricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me temo, Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos encontrarnos con ella. Desde el momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista el vehículo, pero avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria empezó a hacerse sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin embargo, se mantenía siempre en forma, porque disponía de reservas inagotables de energía nerviosa a las que recurrir. Ni por un momento aminoró su paso elástico hasta que, de pronto, cuando ya iba unos cien metros por delante de mí, se detuvo y le vi levantar el brazo con un gesto de dolor y desesperación. En aquel mismo momento, por la curva de la carretera apareció un carricoche vacío, con el caballo al trote y las riendas colgando, que se acercó rápidamente a nosotros. —¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! —exclamó Holmes mientras yo corría resoplando hacia él—. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el tren anterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe qué! ¡Ciérrele el paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y veremos si puedo remediar las consecuencias de mi estupidez. Subimos los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta, dio un trallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al doblar la curva quedó visible todo el tramo de carretera que discurría entre el brezal y la mansión. Yo agarré a Holmes del brazo. —¡Allí está el hombre! —jadeé. Un ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y los hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como un corredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio cerca de él y frenó, saltando a continuación de su máquina. La barba, negra como el carbón, contrastaba de manera extraña con la palidez de su rostro, y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó mirándonos a nosotros y al carruaje y en su rostro se formó una expresión de asombro. —¿Qué es esto? ¡Alto ahí! —gritó, cerrándonos el paso con su bicicleta—. ¿De dónde han sacado este coche? ¡Pare usted! —vociferó, sacando una pistola del bolsillo—. ¡Pare le digo, o por San Jorge que le meto un tiro al caballo! Holmes arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche. —Usted es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita Violet Smith? —dijo con su característica rapidez y claridad. —Eso mismo le pregunto yo. Viene usted en su coche y tiene que saber dónde está. —Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él. Hemos venido para ayudar a la señorita. —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —exclamó el desconocido, frenético de angustia—. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el cura renegado! Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y la salvaremos, aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de Charlington. Corrió como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto. Holmes le siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto a la carretera. —Se han metido por aquí —dijo Holmes, señalando las huellas de varios pies en el sendero embarrado—. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay alguien caído en los matorrales! Se trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo de cuadras, con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas, con las rodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba sin sentido, pero vivo. Me bastó una mirada a la herida para saber que no había penetrado en el hueso. —Es Peter, el lacayo —exclamó el desconocido—. Él conducía el coche. Esos salvajes le han hecho bajar y lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no podemos hacer nada por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Corrimos frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los árboles. Habíamos llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando Holmes se detuvo en seco. —No han ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto a los laureles! ¡Ah, lo que yo decía! Mientras él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos delante surgió un alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de horror, y que se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de ahogo. —¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! —gritó el desconocido, lanzándose de cabeza entre los arbustos—. ¡Perros cobardes! ¡Síganme, caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los diablos! Habíamos salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y rodeado de viejos árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un corpulento roble, había un curioso grupo de tres personas. Una era una mujer, nuestra cliente, amordazada con un pañuelo y con aspecto de estar a punto de desmayarse. Frente a ella se erguía un hombre joven de aspecto brutal, rostro macizo y bigote pelirrojo, con las piernas bien abiertas y enfundadas en polainas. Tenía un brazo en jarras y con el otro hacía ondear una fusta. Su actitud era la de un fanfarrón en un momento de triunfo. Entre los dos había un hombre mayor, con barba blanca, que vestía una sobrepelliz corta sobre un traje claro de lana, y que al parecer acababa de celebrar un rito nupcial, ya que al aparecer nosotros se guardó en el bolsillo el libro de oraciones y felicitó jovialmente al siniestro novio con una palmada en el hombre. —¡Se han casado! —balbucí. —¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó nuestro guía. Atravesó corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al acercarnos, la joven se tambaleó y tuvo que apoyarse en el tronco del árbol. Williamson, el ex sacerdote, nos saludó con una reverencia burlona, y el fanfarrón de Woodley nos salió al paso con una brutal carcajada de júbilo. —Ya puedes quitarte esa barba, Bob —dijo—. Se te conoce perfectamente. Pues bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os presente a la señora Woodley. La respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba negra que le servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al descubierto un rostro alargado, cetrino y bien afeitado. A continuación, levantó su revólver y apuntó al joven rufián, que avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta. —Sí —dijo nuestro aliado—. Soy Bob Carruthers y pienso defender a esta mujer aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si volvías a molestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa. —Llegas tarde. ¡Es mi esposa! —No, es tu viuda. El revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de Woodley. Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras su rostro odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez. El anciano, que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de blasfemias como no he oído jamás y sacó también un revólver, pero antes de que pudiera levantarlo se encontró frente a los ojos el cañón del arma de Holmes. —¡Se acabó! —dijo mi amigo fríamente—. Tire esa pistola. Recójala, Watson, y apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, déme ese revólver. Ya está bien de violencia. Vamos, entréguemelo. —Pero ¿quién es usted? —Me llamo Sherlock Holmes. —¡Santo Dios! —Veo que ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré en representación suya. ¡Eh, muchacho! —le gritó al asustado lacayo, que acababa de aparecer en el borde del claro—. Ven aquí. Lleva esta nota a Farnham lo más deprisa que puedas —garabateó unas cuantas palabras en una hoja de su cuaderno—. Entrégasela al inspector jefe del puesto de policía. Y mientras él llega, todos ustedes quedan bajo mi custodia personal. La personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica escena, y todos por igual éramos como marionetas en sus manos. Williamson y Carruthers cargaron con el herido Woodley para meterlo en la casa y yo ofrecí mi brazo a la asustada muchacha. Tendieron al herido en una cama y, a petición de Holmes, lo examiné. Presenté mi informe en el antiguo comedor adornado con tapices, donde Holmes se había instalado con sus dos prisioneros delante. —Vivirá —dije. —¿Cómo? —gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto—. Entonces subiré a rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese ángel, va a quedar atada para toda su vida a Jack Woodley el Rugiente. —No debe preocuparse por eso —dijo Holmes—. Existen dos excelentes razones para que no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún concepto. En primer lugar, tenemos motivos de sobra para poner en duda el derecho del señor Williamson a celebrar un matrimonio. —He sido ordenado —exclamó el viejo granuja. —Y también suspendido. —Cuando uno es sacerdote, es sacerdote para siempre. —No lo veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia? —Sacamos una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo. —La conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un matrimonio forzado no tiene validez; en cambio, constituye un delito muy grave, como comprobará usted antes de que esto termine. O mucho me equivoco, o tendrá tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema durante los próximos diez años, más o menos. En cuanto a usted, Carruthers, más le habría valido guardarse la pistola en el bolsillo. —Empiezo a creer que sí, señor Holmes, pero cuando pensé en todas las precauciones que había tomado para proteger a esta muchacha… porque yo la amaba, señor Holmes, y es la única vez en mi vida que he sabido lo que es el amor… me volví loco al saber que estaba en poder del matón más brutal de Sudáfrica, un tipo cuyo solo nombre infunde un terror supersticioso desde Kimberley a Johannesburgo. Sí, señor Holmes, usted no lo creerá, pero desde que esta chica empezó a trabajar para mí, ni una sola vez dejé que pasara delante de esta casa, donde yo sabía que se ocultaban estos canallas, sin seguirla en mi bicicleta para asegurarme de que no le ocurriera nada malo. Me mantenía distanciado de ella, y me ponía una barba postiza para que no me reconociera, porque se trata de una joven decente y orgullosa, que no se habría quedado mucho tiempo en mi casa de haber sabido que yo la iba siguiendo por las carreteras rurales. —¿Por qué no la advirtió del peligro? —Porque también en este caso se habría marchado, y yo no podía soportar la idea. Aunque no me amara, significaba mucho para mí ver su preciosa figura por la casa y oír el sonido de su voz. —Usted llama a eso amor, señor Carruthers —dije yo—, pero yo lo llamo egoísmo. —Puede que las dos cosas vayan unidas. Fuera como fuere, no quería que se marchara. Además, con esta gente por aquí, convenía que hubiera alguien cerca para cuidar de ella. Y cuando llegó el telegrama, tuve la seguridad de que pronto entrarían en acción. —¿Qué telegrama? —Este —dijo Carruthers, sacándolo del bolsillo. El texto era breve y conciso: «El viejo ha muerto». —¡Hum! —dijo Holmes—. Creo que ya sé cómo se desarrollaron las cosas, y me doy cuenta de que este telegrama debió impulsarlos a entrar en acción, como usted dice. Pero, mientras aguardamos, podría usted explicarme algunos detalles. El viejo renegado de la sobrepelliz soltó una explosiva descarga de palabrotas. —Por mi alma, Bob Carruthers —dijo—, que si nos delatas te voy a hacer lo mismo que tú le hiciste a Jack Woodley. Puedes rebuznar todo lo que quieras acerca de la chica, porque ese es asunto tuyo, pero si traicionas a tus compañeros con este poli de paisano, será la peor faena que has hecho en tu vida. —No se excite, reverendo —dijo Holmes, encendiendo un cigarrillo—. Los cargos contra usted están bastante claros, y solo quiero preguntar unos cuantos detalles por curiosidad personal. Sin embargo, si existe algún problema en que ustedes me lo cuenten, seré yo quien hable y veremos qué posibilidades tienen de ocultar sus secretos. En primer lugar, tres de ustedes llegaron de Sudáfrica para dar este golpe: usted, Williamson, usted, Carruthers, y Woodley. —Error número uno —dijo el anciano—. Yo no conocía a ninguno de los dos hasta hace dos meses, y jamás en mi vida he estado en África, así que puede meter eso en su pipa y fumárselo, señor Metomentodo Holmes. —Es cierto lo que dice —confirmó Carruthers. —Bien, bien, vinieron solo dos. El reverendo es un producto del país. Ustedes conocieron a Ralph Smith en Sudáfrica y tenían motivos para suponer que no viviría mucho. Entonces averiguaron que su sobrina heredaría su fortuna. ¿Qué tal voy? Carruthers asintió y Williamson soltó una palabrota. —No cabe ninguna duda de que ella era el pariente más próximo, y ustedes estaban seguros de que el viejo no haría testamento. —No sabía ni leer ni escribir —dijo Carruthers. —Así que ustedes dos se plantaron aquí y localizaron a la chica. El plan era que uno de los dos se casara con ella y el otro recibiría una parte del botín. Por alguna razón, Woodley salió elegido como marido. ¿Cómo fue eso? —Nos la jugamos a las cartas en el viaje. Él ganó. —Comprendo. Usted tomó a la joven a su servicio, y así Woodley podría cortejarla. Pero ella se dio cuenta de que era un bruto borracho y no quiso saber nada de él. Mientras tanto, su plan se trastornó porque usted mismo se enamoró de la chica, y no podía soportar la idea de que este rufián se la quedase. —¡No, por San Jorge, no podía! —Hubo una pelea entre ustedes. Woodley se marchó enfurecido y comenzó a hacer sus propios planes sin contar con usted. —Empiezo a pensar, Williamson, que no hay mucho que podamos decirle a este caballero —dijo Carruthers con una risa amarga—. Sí, nos peleamos y él me derribó. Pero ahora ya estamos en paz. Entonces lo perdí de vista. Fue entonces cuando él reclutó a este padre renegado. Descubrí que se habían instalado juntos aquí, en el trayecto que ella recorría para ir a la estación. A partir de entonces, no la perdí de vista, porque sabía que se estaba cociendo alguna diablura. Hace dos días, Woodley se presentó en mi casa con este telegrama, que nos comunicaba la muerte de Ralph Smith. Me preguntó si estaba dispuesto a seguir adelante con el trato. Le respondí que no. Preguntó entonces si accedería a casarme con la chica y darle a él una parte. Le dije que lo haría de muy buena gana, pero que ella no me aceptaba. Entonces, Woodley dijo: «Primero vamos a casarla, y puede que al cabo de una o dos semanas vea las cosas de diferente manera». Le respondí que me negaba a utilizar la violencia, y se marchó maldiciendo, como el canalla malhablado que siempre ha sido, y jurando que sería suya de un modo u otro. Ella se iba a marchar de mi casa esta semana y yo había conseguido un coche para llevarla a la estación, pero me sentía tan intranquilo que la seguí en bicicleta. Sin embargo, dejé que me tomara demasiada delantera, y antes de que pudiera alcanzarla el mal ya estaba hecho. No supe nada más hasta que los vi a ustedes dos regresando con el coche. Holmes se puso en pie y tiró la colilla de su cigarrillo a la chimenea. —He sido un obtuso, Watson —dijo—. Cuando me presentó usted su informe dijo que le había parecido ver al ciclista arreglarse la corbata entre los arbustos. Solo con esto tendría que haberlo comprendido todo. Sin embargo, podemos felicitarnos por haber intervenido en un caso bastante curioso y en algunos aspectos único. Veo venir por el sendero a tres policías del condado, y me alegra comprobar que el pequeño mozo de cuadras se mantiene a su paso; es probable que ni él ni el fascinante novio sufran daños permanentes a causa de las aventuras de esta mañana. Creo, Watson, que en su calidad de médico debería atender a la señorita Smith y decirle que si se encuentra suficientemente recuperada tendremos mucho gusto en acompañarla a casa de su madre. Y si su recuperación no es completa, ya verá usted como una ligera alusión a la posibilidad de enviar un telegrama a cierto joven electricista de las Midlands la deja curada del todo. En cuanto a usted, señor Carruthers, creo que ha hecho todo lo que ha podido por reparar su participación en un plan maligno. Aquí tiene mi tarjeta, y si mi declaración puede servirle de ayuda en el juicio, me tendrá a su disposición. El lector probablemente habrá observado que, sumido en el torbellino de nuestra incesante actividad, suele resultarme difícil redondear mis relatos añadiendo esos detalles finales que tanto aprecian los curiosos. Cada caso ha servido de preludio a otro y, una vez pasada la crisis, los actores desaparecen para siempre de nuestras ajetreadas vidas. Sin embargo, al final de los manuscritos referentes a este caso he encontrado una breve anotación que confirma que la señorita Violet Smith heredó una gran fortuna y que actualmente es la esposa de Cyril Morton, socio principal de Morton & Kennedy, conocidos electricistas de Westminster. Williamson y Woodley fueron procesados por secuestro y agresión; al primero le cayeron siete años y al segundo diez. No consta ningún dato acerca de Carruthers, pero estoy seguro de que el tribunal no juzgaría con mucha severidad su agresión, teniendo en cuenta que Woodley tenía reputación de ser un maleante peligrosísimo, y creo que con unos meses bastaría para satisfacer las exigencias de la justicia.