RELATOS 1 LA CORBETA GLORIA SCOTT —Tengo aquí unos papeles, Watson —dijo mi amigo Sherlock Holmes una noche de invierno en que nos encontrábamos sentados al lado de la chimenea—, que realmente me parece que valdría la pena que les echase una ojeada. Son los documentos del extraordinario caso del Gloria Scott, y este es el mensaje que dejó al juez Trevor muerto de terror cuando lo leyó. Sacó de un cajón un pequeño cilindro, que había perdido el brillo, y, abriéndolo, me entregó una cuartilla de papel grisáceo en la cual estaba garabateado el siguiente mensaje: La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes. Cuando alcé la vista tras leer esta nota enigmática vi a Holmes riéndose de la expresión que mi rostro reflejaba. —Le veo un poco desconcertado —dijo. —No entiendo cómo un mensaje como este pudiera inspirar terror. Me parece grotesco más que otra cosa. —Probablemente. Y sin embargo el hecho es que al lector, un hombre fornido y muy entero, le tiró de espaldas, como si del culatazo de una pistola se tratara. —Despierta usted mi curiosidad —dije—. Pero, ¿por qué dijo hace un momento que había razones muy especiales para que estudiara este caso? —Porque es el primero del que me ocupé. A menudo había intentado que mi amigo me dijera qué era lo que le había encaminado hacia la investigación criminal, pero nunca antes le había encontrado en talante comunicativo para ello. Ahora se sentó en el borde de la butaca y extendió los documentos sobre las rodillas. Luego encendió la pipa y permaneció un rato fumando y dándole vueltas. —¿No me ha oído nunca hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo que hice durante mis dos años en la Universidad. Nunca fuí un tipo muy sociable, Watson; siempre preferí encerrarme en mi habitación e ingeniarme mis propios métodos de pensar, de modo que nunca frecuenté demasiado a los jóvenes de mi curso. A excepción de la esgrima y el boxeo no tenía aficiones atléticas y, por otro lado, mi modo de estudiar difería mucho del de los otros muchachos, de manera que teníamos pocos puntos en común. Trevor fue el único que conocí y eso gracias al accidente con su terrier, que me agarró del tobillo una mañana en que bajaba a la capilla. Fué un modo muy prosaico de entablar amistad, pero eficaz. Estuve inmovilizado diez días y Trevor solía venir a ver qué tal iba. Al principio sólo hablábamos unos minutos, pero pronto sus visitas comenzaron a alargarse y antes de fin de curso éramos íntimos amigos. Era un tipo alegre, lleno de vida y energía, impulsivo, justo lo contrario de mí en casi todos los aspectos. Pero encontramos que teníamos algunos intereses en común y el hecho de que estuviera tan solo como yo fue otro vínculo de unión. Finalmente me invitó a la casa de su padre en Donnithorpe, en el condado de Norfolk, y yo acepté su hospitalidad durante un mes en verano. El viejo Trevor, un hombre adinerado que gozaba de gran consideración, era Juez de Paz y terrateniente. Donnithorpe es una pequeña aldea justo al norte de Langmere, en los Broads. La casa era una antigua y amplia edificación de ladrillo con vigas de madera de roble y una hermosa avenida de tilos. En los pantanos se cazaban patos salvajes, había mucha pesca, una pequeña pero selecta biblioteca, comprada, según tengo entendido, a un ocupante anterior, y una aceptable cocinera, así que había que ser muy quisquilloso para no pasar allí un mes muy agradable. El viejo Trevor era viudo, y mi amigo hijo único. Supe que había tenido una hija que murió de difteria en una visita a Birmingham. El padre me interesaba sumamente. Era un hombre de escasa cultura, pero con una buena dosis de fuerza bruta, tanto física como mentalmente. Apenas había leído un libro, pero había viajado mucho, conocía el mundo y recordaba todo lo que había aprendido. Era un hombre de aspecto corpulento, con un mechón de pelo gris, rostro curtido y moreno, y ojos azules y penetrantes hasta rayar casi en la fiereza. Sin embargo, entre la vecindad tenía fama de ser amable y bondadoso, y destacaba por la tolerancia de sus sentencias. Una noche, poco después de mi llegada, estábamos tomando una copa de oporto después de la cena, cuando el joven Trevor comenzó a hablar de los hábitos de observación y deducción que yo había sistematizado, aunque aún no apreciaba el papel tan importante que iban a desempeñar en mi vida. El padre evidentemente pensó que su hijo exageraba al narrar una o dos pequeñas proezas que yo había realizado. —Vamos, señor Holmes —dijo riendo con humor—. Soy un excelente tema. A ver si deduce algo sobre mí. —Me temo que no hay mucho —respondí—. Podría sugerir, sin embargo, que durante los últimos doce meses ha vivido temiendo un ataque personal. La sonrisa se le heló en los labios y me miró sorprendido. —Eso es muy cierto —respondió—. ¿Sabes, Víctor? —dijo dirigiéndose a su hijo—. Cuando desarticulamos aquella banda de cazadores ilegales, juraron que nos apuñalarían, y a Sir Edward Hoby le han atacado. Siempre he estado en guardia desde entonces, pero no sé cómo lo ha descubierto usted. —Lleva usted un bastón muy hermoso —respondí—. Por la inscripción observé que no hará un año que lo tiene. Pero se ha molestado en perforar el mango y echar plomo fundido en el agujero, convirtiéndolo así en un formidable instrumento. Supuse que no se habría tomado esas molestias de no tener nada que temer. —¿Alguna otra cosa? —preguntó sonriendo. —Ha boxeado mucho en su juventud. —De nuevo tiene razón. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Tengo la nariz torcida, acaso? —No —respondí—. Son sus orejas. Tienen la hinchazón y aplanamiento característicos del boxeador. —¿Algo más? —Ha cavado usted mucho, tiene callos. —Hice todo mi dinero en las minas de oro. —Ha estado en Nueva Zelanda. —Vuelve a acertar. —Ha visitado Japón. —Muy cierto. —Y ha estado asociado íntimamente con alguien cuyas iniciales eran J. A. y a quien después ha querido olvidar por completo. Muy despacio el señor Trevor se levantó, clavó sus ojos azules en mí con una mirada extraña y enloquecida y se cayó de bruces sobre las cascaras de nueces que había encima del mantel. Ya se imaginará, Watson, lo asombrados que nos quedamos su hijo y yo. El ataque no le duró mucho, pues, en cuanto le desabrochamos el cuello y salpicamos la cara con agua de uno de los vasos, jadeó un poco y se incorporó. —Chicos —dijo intentando esbozar una sonrisa—, espero no haberos asustado. Aunque parezco fuerte, tengo un punto débil en el corazón y con poca cosa me altero. No sé cómo lo consigue, señor Holmes, pero me da la impresión de que todos los detectives de hecho y de ficción son niños a su lado. Por ahí tiene que orientar su vida, y se lo dice un hombre que ha visto algo de mundo. Y ese consejo, unido a la exageración de mis habilidades con que lo había prologado, fue, si me quiere creer, Watson, lo primero que me hizo pensar que podía convertir en profesión lo que hasta entonces solo había supuesto para mí un mero entretenimiento. Pero en ese momento estaba demasiado preocupado por la repentina enfermedad de mi anfitrión para pensar en nada más. —Espero no haber dicho nada que le resulte doloroso —dije. —Bueno, lo cierto es que ha tocado usted un punto bastante débil. ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe y cuánto sabe? —hablaba ahora en tono jocoso, pero seguía habiendo un atisbo de terror en el fondo de sus ojos. —Es muy sencillo —dije—. Cuando se descubrió el brazo para meter aquel pez en la barca vi que llevaba tatuadas las letras J. A. junto al codo. Aún eran legibles, pero por su aspecto borroso estaba muy claro que se había esforzado por hacerlas desaparecer. Era, pues, evidente, que en otro tiempo esas iniciales le habían sido muy familiares y que más tarde quiso olvidarlas. —¡Qué vista tiene! —dijo con un suspiro de alivio—. Es tal y como dice. Pero no hablemos de ello. De entre todos los fantasmas, los peores son los de nuestros antiguos amores. Vayamos al cuarto del billar a fumarnos un cigarro tranquilamente. A partir de ese día, a pesar de toda su cordialidad, la actitud del señor Trevor hacia mí estuvo siempre teñida de sospecha. Hasta su hijo se dio cuenta: —Le has dado un susto tan grande al viejo, que nunca más estará seguro de lo que sabes o no sabes —decía. Estoy seguro de que no era su intención demostrarlo, pero lo tenía tan grabado, que se delataba a cada paso. Finalmente me convencí de que estaba ocasionando cierta intranquilidad y decidí dar por concluida mi visita. Pero, justo el día anterior a mi partida, sucedió algo que luego resultó ser de importancia. Estábamos los tres sentados en unas hamacas en el césped, tomando el sol y admirando la vista, cuando salió la criada para comunicarnos que había un hombre en la puerta que quería ver al señor Trevor. —¿Cuál es su nombre? —preguntó mi anfitrión. —No quiso dármelo. —Entonces ¿qué quiere? —Dice que usted le conoce y que solo le entretendrá un momento. —Hágale pasar aquí. Instantes después apareció un hombrecillo enjuto, de ademanes apocados y andar rastrero. Vestía una chaqueta abierta con una mancha de brea en la manga, camisa de cuadros rojos y negros, bombachos y recias botas desgastadas. Tenía el rostro delgado y astuto, lucía una perpetua sonrisa que dejaba ver una fila irregular de dientes amarillentos, y mantenía las arrugadas manos en la posición medio cerrada tan típica de los marineros. A medida que avanzaba, encorvado, por el césped, oí que el señor Trevor profería una especie de hipido y de repente se levantó de un salto y corrió hasta la casa. Volvió al momento, y al pasar por delante de mí pude comprobar que olía fuertemente a coñac. —Bien, buen hombre —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted? El marinero permaneció de pie, mirándole, los ojos fruncidos y la misma sonrisa en los labios. —¿No me conoce? —preguntó. —¡Pero, cielo santo, si es Hudson! —dijo el señor Trevor en tono sorprendido. —El mismo, señor —dijo el marinero—. Hace más de treinta años que no le veía. Y aquí está usted en su casa y yo sigo sacándome la carne salada del barril. —Bueno, comprobarás que no he olvidado los viejos tiempos —exclamó el señor Trevor y, caminando hacia el marinero, le susurró algo al oído. —Ve a la cocina —continuó en voz alta—, te darán de comer y beber. —Gracias, señor —dijo el marinero tocándose la frente—. Acabo de desembarcar, tras pasar dos años en un barco que hacía ocho nudos y con escasa tripulación, y necesito un descanso. Pensé que lo encontraría con usted o con el señor Beddoes. —¿Sabes dónde está el señor Beddoes? —Dios le bendiga, señor. Sé dónde encontrar a todos mis viejos amigos —dijo el hombrecillo con una sonrisa siniestra, y con desgana se dirigió tras la criada en dirección a la cocina. El señor Trevor farfulló algo acerca de que habían sido compañeros de tripulación cuando en una ocasión él regresaba a buscar oro, y después nos dejó y entró en la casa. Cuando una hora más tarde entramos en la casa, le encontramos tendido en el sofá del comedor, borracho como una cuba. El incidente me dio muy mala impresión y no sentí dejar Donnithorpe al día siguiente, pues suponía que mi presencia resultaría embarazosa a mi amigo. Todo esto sucedió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Regresé a mis habitaciones en Londres, donde pasé siete semanas haciendo algunos experimentos de química orgánica. Pero un día, ya muy entrado el otoño y próximas las vacaciones a su fin, recibí un telegrama de mi amigo, suplicándome que fuera a Donnithorpe y diciendo que necesitaba ayuda y mi consejo con urgencia. Por supuesto que lo dejé todo y partí para el norte de nuevo. Me estaba esperando en la estación con una calesa, y a primera vista comprobé que los últimos dos meses habían sido muy duros para él. Había adelgazado, estaba muy apesadumbrado y ya no tenía la clásica alegría que siempre le había caracterizado. —El viejo se está muriendo —fueron sus primeras palabras. —¡Es imposible! —exclamé—. ¿Qué sucede? —Apoplejía. Un ataque de nervios. Lleva todo el día al borde de la muerte. Dudo que le encontremos vivo. Como puede imaginarse, Watson, me quedé horrorizado ante estas inesperadas noticias. —¿Cuál es la causa? —pregunté. —Ahí, ahí. Sube y te lo contaré mientras vamos. ¿Recuerdas aquel tipo que llegó la noche antes de que te fueras? —Perfectamente. —¿Sabes a quién hospedamos aquel día en casa? —No tengo ni idea. —¡Al mismísimo diablo, Holmes! —gritó. Le miré estupefacto. —Sí. Era el mismísimo diablo. No hemos vivido una hora de paz desde entonces, ni una sola. El viejo no ha levantado cabeza desde aquella noche, y ahora le arrebatan la vida y le rompen el corazón. Todo por este maldito Hudson. —¿Qué poder ejerce, sobre él, entonces? —Eso es justamente lo que no sé y daría cualquier cosa por saber. ¡Mi pobre viejo, tan cariñoso y bueno! ¿Cómo pudo haber caído en manos de semejante rufián? Pero estoy muy contento de que hayas venido, Holmes. Confío mucho en tu buen juicio y discreción, y sé que me aconsejarás bien. Íbamos de prisa por la blanca y llana carretera rural; los Broads, que se extendían ante nosotros, centelleaban a la luz rojiza del sol poniente. Desde un bosquecillo a nuestra izquierda divisé las altas chimeneas y el asta que señalaba la vivienda del terrateniente. —Mi padre le empleó de jardinero —dijo mi compañero—, y cuando eso no le satisfizo, le ascendió a mayordomo. La casa parecía estar en sus manos, y hacía en ella todo lo que se le antojaba. Las criadas se quejaban de sus borracheras y de su lenguaje soez. Mi padre les subió a todos el sueldo para compensarles las molestias. El tipo se cogía la barca de mi padre y la mejor escopeta y se regalaba con pequeñas cacerías. Y todo ello con una actitud tan despectiva y una expresión tan insolente, que de haber sido un hombre de mi edad le hubiera tumbado veinte veces. Te aseguro, Holmes, que me he tenido que controlar muchísimo todo este tiempo. Ahora me pregunto si no hubiera sido mejor no aguardar tanto. »Bueno, la cosa fue de mal en peor, y ese animal de Hudson se volvía cada vez más impertinente, hasta que por fin un día contestó a mi padre de forma muy insolente en presencia mía. Le cogí por el hombro y le hice salir del cuarto. Se marchó encogido, con el rostro lívido, los ojos como dos puntos venenosos que proferían más amenazas de las que pudiera articular lengua alguna. No sé lo que ocurrió entre mi padre y él después de eso, pero al día siguiente vino mi padre y me preguntó si me importaría disculparme con Hudson. Como puedes imaginar, me negué a ello inquiriendo cómo podía tolerar que semejante basura se tomara las libertades que se tomaba con él y con la servidumbre. »—Ay, hijo mío, todo eso está muy bien, pero no sabes la situación en que me encuentro. Pero lo sabrás, Víctor, lo sabrás. Yo me encargaré de ello, pase lo que pase. No creerás nada malo de tu pobre padre, ¿verdad, hijo? »Estaba muy conmovido y pasó todo el día encerrado en el despacho, donde a través de la ventana le vi escribiendo afanosamente. »Esa noche aconteció lo que parecía una gran liberación, pues Hudson nos comunicó que nos dejaba. Entró en el comedor donde nos encontrábamos tras acabar de cenar y nos anunció su intención con la ronca voz de un hombre medio borracho. »—Me he cansado de Norfolk —dijo—. Me iré a Hampshire a casa del señor Beddoes. Me atrevo a decir que estará tan contento como usted de verme. »—Espero, Hudson, que no se marchará usted enfadado —dijo mi padre con una docilidad que me hacía bullir la sangre. »—Aún no se han disculpado conmigo —dijo en tono gruñón y lanzándome una mirada. »—Víctor, reconoce que has abusado un poco de este buen hombre —dijo mi padre volviéndose hacia mí. »—Por el contrario, creo que ambos hemos tenido con él una paciencia inusitada —respondí. »—¿Ah, sí? —aulló—. Pues muy bien, amigo. ¡Ya lo veremos! »Salió de la habitación y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a mi padre en un estado de nervios lamentable. Noche tras noche le oía pasear por su habitación y justo cuando empezaba a recobrar la confianza vino el mazazo. —¿Cómo fue? —pregunté con ansiedad. —De la manera más extraña. Llegó una carta ayer por la noche con el matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se echó las manos a la cabeza y empezó a dar vueltas por el cuarto como quien se ha vuelto loco. Cuando conseguí por fin tenderle sobre el sofá tenía la boca y los ojos torcidos hacia un lado y vi que le había dado un ataque. El doctor Fordham vino de inmediato y le metimos en la cama. Pero la parálisis se ha extendido, no da muestras de recobrar el conocimiento y apenas abrigo esperanzas de encontrarle vivo. —¡Trevor, me dejas espantado! —exclamé—. ¿Qué contenía la carta para provocar tan terrible resultado? —Nada. Ahí está lo más inexplicable. La nota era de lo más absurdo y trivial. ¡Dios mío, si ya me lo temía yo! Mientras pronunciaba estas palabras tomábamos una curva que había en la avenida, y a la tenue luz del atardecer vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas. Al parar ante la puerta mi amigo, con el rostro transido de dolor, salía un caballero vestido de negro. —¿Cuándo ocurrió, doctor? —Casi inmediatamente después de que usted se fuera. —¿Recobró el conocimiento? —Solo por un instante al final. —¿Dijo algo para mí? —Solo que los papeles estaban en el cajón del fondo del bargueño japonés. Mi amigo subió con el médico a la estancia mortuoria, mientras yo me quedaba en el despacho, dándole vueltas al asunto, sintiéndome más sombrío que nunca en mi vida. ¿Cuál era el pasado de este Trevor, púgil, viajante y buscador de oro? ¿Cómo había caído en poder de aquel marinero de semblante agrio? ¿Por qué le había impresionado tanto mi referencia a unas borrosas iniciales tatuadas en el brazo, y por qué murió de temor al recibir una nota desde Fordingbridge? Entonces me acordé de que Fordingbridge estaba en Hampshire y que el señor Beddoes, a quien había ido a visitar el marinero, seguramente con el propósito de chantajearle, vivía en Hampshire. La carta, pues, podía ser del marinero Hudson, comunicando que había desvelado el acusador secreto que parecía existir, o bien podía ser de Beddoes, avisando a un viejo compañero de que tal traición era inminente. Hasta aquí parecía bastante claro. Pero entonces, ¿cómo podía ser que la carta fuera tan trivial y grotesca como la había descrito el hijo? No debía de haberla leído bien, a no ser que fuera una de esas ingeniosas claves secretas que significan una cosa distinta de lo que parece. Tenía que ver esa carta. Si ocultaba una significación secreta confiaba en poder descifrarla. Durante una hora permanecí en la oscuridad, repensando todo el asunto, hasta que finalmente la criada entró llorando a traer una lámpara, seguida de cerca por mi amigo Trevor, que estaba pálido, pero sereno. Traía en la mano estos mismos papeles que tengo sobre las rodillas. Se sentó frente a mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me pasó una nota, escrita con precipitación en esta cuartilla gris que ve aquí. Decía así: La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes. Supongo que, cuando leí este mensaje por primera vez, mi rostro reflejaría el mismo asombro que el suyo hace un rato. Lo volví a leer con detenimiento. Evidentemente tenía que ser lo que había supuesto, y un segundo significado debía esconderse en aquella extraña combinación de palabras, o quizá ciertas palabras como «moscas» y «faisanes» tuvieran un significado preestablecido. En tal caso sería imposible deducirlo. Sin embargo me sentía reacio a pensar que fuera así, y la inclusión de la palabra Hudson parecía indicar que el tema de la nota era lo que yo había imaginado y que la había escrito Beddoes y no el marinero. Intenté comenzar a leerla por el final, pero la combinación «faisanes de vida» no prometía mucho. Traté luego de leerla saltándome una palabra, pero ni «la de con» ni «negociación caza Londres el Hudson» me indicaba nada. Y de repente tuve la clave en mis manos y vi que, empezando por la primera, y tomando cada tercera palabra, salía un mensaje que justificaba ampliamente la desesperación del viejo Trevor. El mensaje que leí a mi amigo era breve y contundente: La caza terminó. Hudson lo ha contado todo. Vuela para salvar la vida. Víctor Trevor hundió la cabeza entre sus manos temblorosas. —Eso debe de ser —dijo—. Esto es peor que la muerte, pues además significa la deshonra. Pero ¿qué significan estos «guardabosques» y «faisanes»? —No significa nada con respecto al mensaje, pero hubieran querido decir mucho de no haber tenido otras posibilidades para saber quién lo enviaba. Ya ves que empezó escribiendo «La… caza… terminó» y demás. Después tuvo que rellenar con dos palabras cualesquiera los espacios, para seguir el acuerdo preestablecido. Lógicamente empleó las primeras palabras que se le ocurrieron y, dado que hay tantas sobre la caza, podemos estar bastante seguros de que era un apasionado de este deporte. ¿Sabes algo de ese Beddoes? —Pues ahora que lo mencionas —dijo—, recuerdo que mi pobre padre solía recibir cada otoño una invitación para cazar en sus cotos. —Entonces es indudable que la nota la envió él —dije yo—. Solo nos resta descubrir el secreto que hacía que estos dos hombres acaudalados y respetados estuvieran a merced del marinero Hudson. —¡Me temo, Holmes que será un secreto feo y vergonzoso! —exclamó mi amigo—. Pero no quiero tener secretos contigo. Aquí está el escrito que redactó mi padre cuando el peligro era inminente. Lo encontré, tal y como él le indicó al médico, en el bargueño japonés. Léelo tú, pues yo no tengo fuerzas ni valor. —Y estos son aquellos mismos papeles, Watson. Se los leeré a usted del mismo modo que se los leí a él aquella noche en el despacho. Como ve, delante llevan una inscripción: «Algunos detalles del viaje del barco Gloria Scott desde que salió de Falmouth, el 8 de octubre de 1855, hasta que fue destruido a 15°20' latitud norte y 25°14' longitud oeste el 6 de noviembre». Tienen forma epistolar y dicen así: Mi queridísimo hijo: Ahora que la deshonra amenaza con enturbiar los últimos días de mi vida, puedo escribir con toda sinceridad y honradez que no es el miedo a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni mi caída ante los ojos de todos quienes me han conocido lo que me duele, sino el pensar que tú pudieras sonrojarte por mi causa, tú que me quieres y que, al menos así confío que sea, no has tenido jamás razón alguna para no respetarme. Pero si llega a caer el golpe que desde hace tiempo pende sobre mí, entonces quisiera que leyeras esto, para que sepas por mí directamente hasta qué punto soy culpable. De salir todo bien (¡Dios lo quiera!), y de no haber sido destruido este papel antes, si cayera en tus manos, te ruego por lo más sagrado, por la memoria de tu querida madre, y por el cariño que ha existido entre tú y yo, que lo arrojes al fuego y que no vuelvas a pensar nunca en él. Si continúas leyendo, es que entonces ya habré sido delatado y obligado a abandonar mi casa, o, lo que es más probable, la muerte habrá sellado mi boca para siempre. En ambos casos, atrás queda ya el tiempo del silencio y cada palabra que escribo es la cruda realidad; lo juro en el mismo momento en que estoy aguardando la clemencia. Mi nombre, hijo mío, no es Trevor. En mi juventud fuí James Armitage. Puedes comprender ahora el susto que me llevé el otro día cuando tu compañero de facultad se dirigió a mí con palabras que parecían indicar que había descubierto mi secreto. Como Armitage entré en una banda de Londres y como Armitage me castigaron por violar las leyes de mi país, y me deportaron. No pienses excesivamente mal de mí, hijo. Era una especie de deuda de honor la que debía pagar y para ello utilicé un dinero que no me pertenecía, con la convicción de que podría reponerlo antes de que se acusara la falta. Pero me persiguió la mala suerte. El dinero con el que había contado nunca llegó a tiempo y un anticipado ajuste del balance arrojó mi déficit. El caso se podía haber juzgado con más tolerancia, pero hace treinta años la aplicación de la ley era bastante más severa que ahora. Tenía veintitrés años cuando me encontré encadenado como un villano, junto a otros treinta y siete condenados, en la segunda cubierta del barco Gloria Scott, rumbo a Australia. Era el año 55, durante el apogeo de la guerra de Crimea, y los antiguos barcos utilizados para transportar a los cautivos se habían llevado al Mar Negro para servir de cargueros. El Gobierno, pues, se vio obligado a emplear navíos más pequeños y menos adecuados para deportar a sus condenados. El Gloria Scott se había utilizado en el comercio de té con China, pero era un buque anticuado, pesado y anchote, y los clíper más modernos lo habían desplazado. Era un navío de 500 toneladas y, aparte de los treinta y ocho prisioneros, llevaba una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres oficiales, un médico, un capellán y cuatro vigilantes. Contándonos a todos, éramos casi cien cuando zarpamos de Falmouth. Las separaciones entre las celdas de los presos, en lugar de ser de grueso doble, como es lo normal en los barcos de cautiverio, eran frágiles laminitas. El que estaba a mi lado por la popa era uno en quien había reparado especialmente cuando bajamos por el muelle. Era un joven de rostro limpio y afeitado, nariz larga y afilada, y fuerte mandíbula. Llevaba la cabeza muy erguida, andaba con despreocupación y en especial destacaba por su enorme estatura. No creo que ninguno de nosotros le llegáramos al hombro, y estoy seguro de que sobrepasaba el metro noventa. Hacía raro ver, entre tantos rostros apenados y cansados, uno lleno de energía y resolución, y a mí me dio la impresión de un fuego en medio de una tempestad de nieve. Me alegré, por tanto, de descubrir que era mi vecino, y aún más cuando a medianoche escuché un susurro junto al oído y descubrí que había conseguido hacer un agujero en la madera que nos separaba. —¡Hola, compi! —dijo—. ¿Cómo te llamas y por qué estás aquí? Le respondí y pregunté a mi vez con quién hablaba. —Soy Jack Prendergast —dijo—, y juro que aprenderás a bendecir mi nombre antes de que esto acabe. Recuerdo que había oído algo sobre su caso, pues había causado sensación en todo el país poco antes de mi propio arresto. Era un hombre de buena familia y gran talento, pero con vicios incurables, que, mediante un ingenioso sistema de fraude, conseguía inmensas sumas de dinero de los principales comerciantes de Londres. —Así que ¿recuerdas mi caso? —Lo recuerdo muy bien. —Entonces quizá recuerdes que hubo algo raro, ¿no? —No. —Yo tenía cerca del cuarto de millón, ¿verdad? —Eso es lo que se dijo. —Pero no se recobró nada, ¿no? —No. —Y ¿dónde crees que está? —preguntó. —No tengo la menor idea —respondí. —Justo entre mi índice y mi pulgar —exclamó—. Por todos los santos, tengo más libras a mi nombre que pelos tienes en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo, y sabes manejarlo y repartirlo, ¡puedes hacer cualquier cosa! No creerás que un hombre, pudiendo hacer lo que quiera, se va a desgastar los pantalones sentado en este inmundo ataúd de costero chino, plagado de ratas y cucarachas, ¿no? No, señor. Un hombre así vela por sus cosas y por las de sus compinches. ¡Puedes estar seguro! Agárrate fuerte a él y, ¡por la Biblia!, ya verás cómo te saca de esta. Este era su modo de hablar, y al principio creí que no significaba nada pero poco tiempo después, tras haberme sondeado y haberme hecho jurar por lo más solemne, me dio a entender que verdaderamente había un plan para hacerse con el barco. Una docena de los prisioneros lo tenían ya todo pensado antes de subir a bordo; Prendergast era el cabecilla, y su dinero era el motor. —Yo tenía un socio —dijo—. Un hombre bueno y fiel como un perro. Él tiene la pasta, y ¿sabes dónde se encuentra en estos instantes? ¡Es el capellán de este barco! ¡Nada menos que el capellán! Subió a bordo vestido de negro y con los papeles en regla y suficiente dinero para comprarlos a todos de proa a popa. La tripulación es suya, en cuerpo y alma. Los compró incluso antes de que se alistaran. Tiene a dos de los vigilantes y a Mercer, el segundo oficial, y tendría al mismísimo capitán si creyera que merece la pena. —¿Qué tenemos que hacer, pues? —¿Tu qué crees? —dijo—. A estos soldados les vamos a poner las chaquetas más rojas de lo que las tienen. —Pero van armados —dijo. —Nosotros también lo estaremos. Hay una ristra de pistolas para cada hijo de madre, y si no podemos con el barco, con la tripulación de nuestro lado, es hora de que nos manden a un internado de señoritas. Tú habla con el de tu izquierda y mira a ver si es de fiar. Así lo hice. Mi vecino era un joven en situación muy parecida a la mía, cuyo delito era la falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre igual que yo y es ahora un acaudalado y próspero señor que vive en el sur de Inglaterra. Estaba bien dispuesto a unirse a la conspiración como el único medio de salvarnos, y antes de que cruzáramos el Golfo solo quedaban dos prisioneros que no estuvieran al corriente del secreto. Uno de ellos era débil mental y no nos atrevimos a confiar en él y el otro padecía ictericia y no podía sernos útil. Desde un principio no hubo nada que nos impidiera tomar el barco. La tripulación era un atajo de rufianes, seleccionados especialmente para aquel fin. El falso capellán venía a nuestras celdas a exhortarnos y traía una bolsa negra que se suponía estaba llena de breviarios. Y tan a menudo venía, que al tercer día cada uno teníamos escondidos al pie de nuestras camas una lima, varias pistolas, una libra de pólvora y veinte balas. Dos de los vigilantes eran hombres de Prendergast y el segundo oficial era su brazo derecho. No teníamos enfrente más que al capitán, dos oficiales, dos vigilantes, al teniente Martin y sus dieciocho soldados y al médico. Sin embargo, por mucha seguridad que tuviéramos, queríamos tomar las precauciones posibles, y decidimos atacar de noche por sorpresa. Pese a todo, las cosas se precipitaron del siguiente modo: Una noche, unas tres semanas después de zarpar, el médico había bajado a ver a uno de los prisioneros, que estaba enfermo, y al poner la mano sobre los pies de la cama notó las pistolas. De haberse callado quizá hubiera dado al traste con todo el plan, pero era un tipo nervioso, y lanzó tal grito de sorpresa y se puso tan pálido, que el prisionero supo al instante lo que pasaba y se echó sobre él. Le amordazó antes de que pudiera dar la alarma y le ató a la cama. Como había abierto la puerta que daba a la cubierta, la traspasamos en un santiamén. Disparamos contra los dos centinelas y contra un cabo que bajó a ver lo que ocurría. Había otros dos soldados a la puerta del camarote y sus mosquetes no debían de estar cargados, pues no dispararon contra nosotros y les disparamos mientras intentaban calar las bayonetas. Entramos en el camarote del capitán, pero así que abrimos la puerta oímos una explosión desde el interior, y allí yacía, con la cabeza sobre el mapa del Atlántico, que estaba encima de la mesa; junto a él el capellán sostenía en la mano una pistola que aún humeaba. La tripulación había capturado a los dos oficiales y todo parecía haber terminado. El camarote principal estaba al lado del capitán y todos nos hacinamos allí, tirándonos por los sofás y hablando a la vez, pues estábamos como enloquecidos ante la idea de ser libres de nuevo. Estaba lleno de armarios, y Wilson, el falso capellán, forzó uno de ellos y sacó una docena de botellas de jerez. Les rompimos el cuello, las vaciamos en los vasos y estábamos a punto de beber, cuando de repente, sin previo aviso, nos llegó el rugido de los mosquetes y el camarote se llenó de tanto humo que no veíamos el otro lado de la mesa. Cuando se disipó, aquello era una ruina. Wilson y ocho más yacían en el suelo, amontonados unos encima de otros y la mezcla de jerez y sangre sobre aquella mesa aún ahora me produce náuseas. Aquello nos sobrecogió tanto, que de no ser por Prendergast creo que nos hubiéramos entregado allí mismo. Pero él, bramando como un toro, corrió hacia la puerta, arrastrando tras él a los que aún estábamos con vida. Salimos y allí en la popa estaba el teniente con diez hombres. Las claraboyas del camarote, que se encontraban justo encima de la mesa, estaban un poco abiertas y nos habían disparado por ellas. Nos echamos encima antes de que pudieran cargar de nuevo, y aunque se defendieron como hombres, nosotros teníamos la delantera, y a los cinco minutos todo había terminado. ¡Santo cielo! ¡Jamás habrá existido un matadero semejante! Prendergast parecía un demonio enloquecido; cogía a los soldados como si fueran niños y los echaba por la borda, vivos o muertos. Había un sargento muy malherido que siguió nadando un montón de tiempo, hasta que alguien se apiadó y le voló la tapa de los sesos. Cuando acabó la lucha, no quedaban más enemigos que los vigilantes, los oficiales y el médico. Fue por ellos por los que surgió la gran disputa. Muchos de nosotros ya estábamos más que satisfechos con haber recobrado la libertad, y no queríamos tener un asesinato sobre nuestras conciencias. Una cosa era matar a un soldado con un mosquetón en la mano, y otra muy distinta ver cómo se asesinaba a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco prisioneros y tres marineros, dijimos que no queríamos verlo. Pero no había forma de convencer a Prendergast y a los que estaban con él. La única certeza de tener una seguridad total era, según él, acabar con todos, y no estaba dispuesto a dejar una sola lengua capaz de charlar ante un jurado. A punto estuvimos de tener que compartir la suerte de los prisioneros, pero finalmente dijo que podíamos coger un bote y marcharnos. Le cogimos la palabra, pues ya estábamos asqueados de sucesos tan sangrientos y sospechábamos que aún habría más. A cada uno nos dieron un juego de atuendos marineros, un barril de agua, una caja de carne salada, una de galletas y un compás. Prendergast nos tiró un mapa, nos dijo que éramos náufragos cuyo barco se había hundido a 15° de latitud norte y a 25° de longitud oeste, cortó las amarras y nos dejó ir. Y ahora, querido hijo, llego a la parte más sorprendente de la historia. Durante el levantamiento, los marineros habían halado el trinquete, pero así que empezamos a alejarnos de ellos, lo cuadraron de nuevo y, puesto que soplaba un ligero viento del norte y del este, el barco comenzó a separarse lentamente de nosotros. Nuestra barca se mecía entre las suaves olas y Evans y yo que éramos los más cultos del grupo, estábamos sentados en la escota intentando averiguar nuestra posición y hacia qué costa debíamos poner rumbo. Era una buena pregunta, pues las islas de Cabo Verde quedaban a unas quinientas millas al norte y la costa de África a unas setecientas millas al este. En definitiva, como el viento parecía querer cambiar hacia el norte, pensamos que Sierra Leona sería mejor y maniobramos en esa dirección; el barco se encontraba a estribor. De pronto, vimos que surgía de él una densa nube de humo negro que se quedó suspendida en el cielo como un monstruoso árbol. Segundos más tarde un rugido nos ensordeció y, cuando se fue aclarando el humo, no quedaba rastro del Gloria Scott. Rápidamente maniobramos y nos dirigimos, remando con todas nuestras fuerzas, hacia el punto donde un círculo de espuma sobre las aguas señalaba el lugar de la catástrofe. Tardamos una hora en llegar y al principio temimos que sería ya demasiado tarde para salvar a nadie. Un bote destrozado y diversos maderos y cajas flotando en la superficie indicaban dónde el barco había hecho agua, pero no había señales de vida, y ya nos marchábamos, cuando oímos un grito de socorro y vimos a cierta distancia un hombre agarrado a un madero. Cuando le metimos en la barca, resultó ser un joven marinero, llamado Hudson, que se encontraba tan exhausto y tenía tantas quemaduras que no pudo contarnos lo ocurrido hasta la mañana siguiente. Parece ser que cuando nos hubimos marchado, Prendergast y su banda dieron muerte a los cinco prisioneros restantes; habían acribillado a los dos vigilantes y los habían echado por la borda e igualmente habían actuado con el tercer oficial. Prendergast bajó entonces a la segunda cubierta y con sus propias manos cortó el cuello al desdichado médico. Solo quedaba ya el primer oficial, hombre valeroso y enérgico. Cuando vio que se le acercaba el prisionero, cuchillo ensangrentado en mano, se deshizo de las ligaduras, que de algún modo había conseguido aflojar, y corrió por la cubierta hasta la bodega. Una docena de convictos, que bajaron armados en su busca, le encontraron con una caja de cerillas en la mano sentado junto a un barril de pólvora, uno de los cien que iban a bordo, y jurando que haría saltar todo si de alguna forma se le molestaba. La explosión sobrevino un segundo más tarde, aunque Hudson pensaba que la había producido una bala desviada de uno de los prisioneros, y no la cerilla del oficial. Fuera cual fuese la causa, fue el fin del Gloria Scott y de la chusma que lo pilotaba. Esta es, hijo, en pocas palabras, la historia de este asunto terrible en el que me encontré metido. Al día siguiente nos recogió el Hotspur, que iba rumbo a Australia, y cuyo capitán no tuvo dificultad en creernos los supervivientes de un barco de pasajeros que se había hundido. El almirantazgo dio al Gloria Scott por desaparecido en alta mar y nada se supo jamás de su verdadero fin. Tras un excelente viaje, el Hotspur nos desembarcó en Sydney; allí, Evans y yo nos cambiamos el nombre y nos encaminamos hacia donde multitud de gentes de otros países cavaban en busca de oro, entre los que no tardamos en perder nuestras anteriores identidades. El resto no hace falta que te lo cuente. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos colonos y compramos nuestras haciendas. Durante más de veinte años hemos llevado una vida tranquila y útil y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para siempre. Imagínate, pues, lo que sentí cuando reconocí en el marinero que llegó a nuestra casa al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna forma había conseguido dar con nosotros y se había propuesto vivir a costa de nuestro miedo. Ahora comprenderás por qué me esforzaba en mantener la paz con él, y de alguna manera te condolerás conmigo por los temores que siento al ver que, con amenazas, se dirige hacia su otra víctima. Debajo, escrito con letra tan temblorosa que apenas se podía entender, decía: Beddoes escribe en cifra que H. lo ha contado todo. ¡Señor, ten piedad de nuestras almas! —Esa fue la narración que leí al joven Trevor aquella noche, y pienso, Watson, que, dadas las circunstancias, era dramática. El pobre muchacho se quedó desconsolado y partió para las plantaciones de té de Terai, donde tengo entendido que las cosas le van bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos después del día en que se escribió la carta de aviso. Ambos desaparecieron completa y absolutamente. La policía no tuvo noticias de nada, de modo que Beddoes confundió una amenaza con un hecho real. A Hudson se le había visto merodear por los alrededores, y la policía creyó que había huido tras matar a Beddoes. Yo personalmente pienso que la verdad era justo al contrario. Pienso que es harto probable que Beddoes, desesperado y creyéndose traicionado, se vengó de Hudson y huyó del país con cuanto dinero pudo conseguir. Esos son los hechos, doctor, y si le pueden ser de utilidad para su archivo los pongo a su servicio con mucho gusto. EL RITUAL DE LOS MUSGRAVE Una anomalía en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes que siempre me sorprendió era que, a pesar de que en su razonamiento se mostraba el más preciso y metódico de los mortales y vestía con cierto remilgo, en cuanto a sus hábitos personales era uno de los hombres más desordenados del mundo, capaz de volver loco a cualquiera que compartiera con él su casa. Y no es que yo sea demasiado convencional a ese respecto, pues mi desorganizado trabajo en Afganistán, unido a una tendencia natural por lo bohemio, han hecho de mí un ser bastante más descuidado de lo que corresponde a alguien que ejerce la medicina. Pero yo tengo un límite, y, cuando tropiezo con una persona que guarda los puros en el cubo del carbón, el tabaco en las babuchas persas y clava la correspondencia sin contestar con un cuchillo en la repisa de madera de la chimenea, comienzo a darme ciertos aires. Siempre he mantenido, además, que practicar con el revólver debía ser, claramente, un deporte exterior; de modo que, cuando Holmes, en uno de sus extraños estados de humor, se sentaba en una butaca, empuñaba su revólver y con un centenar de cartuchos Boxer se dedicaba a agujerear la pared de enfrente con un patriótico «V. R.» a modo de decoración, no podía menos de pensar que ni la atmósfera ni el aspecto de nuestro cuarto salían beneficiados. Nuestras habitaciones estaban siempre atestadas de productos químicos y reliquias criminales, que solían extraviarse y aparecer en la mantequera o en lugares aún menos deseables. Pero mi mayor cruz la constituían sus papeles. Le horrorizaba destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con casos pasados y, sin embargo, raro era que encontrara la suficiente energía como para ponerse a ordenarlos más de una vez cada dos años, pues, como ya he mencionado anteriormente en estas desordenadas crónicas, a los ataques de tremenda energía durante los que realizaba las asombrosas hazañas a las que va vinculado su nombre, seguían periodos de letargo durante los cuales se entretenía con sus libros y su violín, casi inmóvil salvo para ir del sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban amontonando, hasta que cada esquina de la habitación estaba abarrotada de haces de manuscritos, que en modo alguno se podían quemar y que nadie salvo su dueño podía guardar. Cierta noche de invierno, en que nos encontrábamos sentados junto a la chimenea, me atreví a sugerirle que, dado que había terminado de clasificar unos recortes, quizá pudiera emplear las dos horas siguientes en asear nuestro cuarto y hacerlo así más habitable. No podía negar la justicia de mi petición, de forma que con el rostro un tanto sombrío marchó hacia su dormitorio y regresó tirando de una gran caja de hojalata. La colocó en el centro de la habitación y, sentándose en un taburete, procedió a levantar la tapa. Pude ver que estaba casi llena de papeles, empaquetados en distintos montones y atados con una cuerda roja. —Aquí hay suficientes casos, Watson —dijo, mirándome con una picara sonrisa—. Creo que si supiera usted todo lo que hay en esta caja, me pediría que sacara algunos en lugar de meter más. —¿Son estos, pues, sus primeros trabajos? —pregunté—. Siempre he deseado tener notas acerca de ellos. —Sí, señor. Son trabajos hechos prematuramente, antes de que llegara mi biógrafo y me diera la fama —y con ternura, casi acariciándolos, levantó montón tras montón—. No todos son éxitos, Watson —dijo—, pero están incluidos algunos casos muy bonitos. Aquí están las notas del asesinato de Tarleton y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la mujer rusa, y el curioso asunto de la muleta de aluminio, además del relato completo del zopo Ricoletti y su abominable mujer. Y aquí…, bueno, este sí que es realmente un poco recherché. Hundió el brazo hasta el fondo del baúl y extrajo una pequeña caja de madera con tapa corredera, como las que utilizan los niños para guardar los juguetes. De ella sacó un papel arrugado, una llave antigua de latón, una pinza de madera a la cual estaba atada una pelotita de cuerda y tres discos de metal oxidados. —Bien, muchacho, ¿qué piensa de todo esto? —preguntó sonriendo al ver la expresión de mi rostro. —Es una curiosa colección. —Muy curiosa, y la historia que la rodea lo es aún más. —Entonces ¿estas reliquias tienen historia? —Tanto es así que son historia. —¿Qué quiere decir? Sherlock Holmes las cogió de una en una y las colocó al borde de la mesa. Se arrellanó luego en la silla y las observó con mirada satisfecha. —Esto —dijo— es todo lo que me queda como recuerdo del Ritual de los Musgrave. En más de una ocasión le había oído mencionar el caso, pero nunca había conseguido reunir los detalles. —Me gustaría que me lo explicara —dije. —¿Y dejar todos estos papeles tirados? —exclamó con aire malicioso—. Bueno, Watson, supongo que podrá soportar el desorden unos días más. Me gustaría que añadiera este caso a sus anales, pues contiene puntos que lo convierten en único en los archivos policiales de este e incluso de cualquier otro país. Una colección de mis insignificantes logros no estaría completa si no contara con el relato de este asunto tan particular. Recordará usted cómo el asunto del Gloria Scott y mi conversación con aquel pobre hombre cuyo sino le relaté me encaminaron hacia la profesión que se convirtió en mi trabajo diario. Usted me ve ahora, cuando todo el mundo conoce mi nombre y cuando tanto el público como las fuerzas oficiales me consideran una especie de tribunal último al que recurren cuando se trata de casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció por primera vez, con motivo del asunto que ha rememorado en Estudio en escarlata, yo ya gozaba de buenas, si no lucrativas, conexiones. No puede usted saber, pues, lo difícil que me resultó al principio, y lo mucho que hube de esperar hasta abrirme paso. Cuando vine a Londres por primera vez, me alojaba en Montague Street, a la vuelta del Museo Británico, y allí esperaba, ocupando mis interminables horas de ocio en estudiar todas aquellas ramas de la ciencia que podían contribuir a hacerme más eficaz. De cuando en cuando me llegaba algún caso, principalmente a través de antiguos compañeros de carrera, pues durante mis últimos años en la Universidad se habló allí mucho de mí y de mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave. Al interés que despertó aquella singular cadena de acontecimientos y los enormes problemas que estaban en juego, debo mis primeros pasos hacia la posición que ahora ostento. Reginald Musgrave era compañero mío y yo le conocía un poco. No era demasiado popular entre los estudiantes, si bien yo siempre consideré que lo que se tomaba por orgullo era en realidad un intento de ocultar una naturaleza tímida. Tenía un aspecto tremendamente aristocrático, delgado, de nariz aguileña, y ojos grandes y modales lánguidos pero elegantes. De hecho era el vástago de una de las más rancias familias del reino, aunque su rama era la segundona y se había separado de los Musgraves del norte en el siglo XVI. Se había establecido en el oeste de Sussex, donde su casa de Hurlstone es quizá el edificio del condado habitado desde hace más años. Parecía rodearle algo del lugar en que nació y yo nunca le pude mirar sin que su pálido y afilado rostro o el ángulo de su cabeza me recordara las grisáceas arcadas, las ventanas con parteluz y todos los venerables vestigios de una fortaleza feudal. Hablábamos de vez en cuando y recuerdo que en más de una ocasión se interesó vivamente por mis métodos de observación y deducción. Hacía cuatro años que no le había visto, cuando una mañana se personó en mi habitación de Montague Street. Había cambiado poco, vestía a la moda (siempre fue un dandi), y conservaba los mismos modos tranquilos y suaves que siempre le habían caracterizado. —¿Cómo le han ido las cosas, Musgrave? —pregunté, después de que nos hubimos saludado cordialmente. —Supongo —dijo— que sabrá que mi padre murió hace cosa de dos años. Desde entonces he tenido que hacerme cargo de la hacienda Musgrave y, como también soy miembro del Parlamento por el distrito, he llevado una vida muy ocupada. Tengo entendido, Holmes, que está dedicando a fines prácticos aquellos poderes con los que solía asombrarnos. —Así es —respondí—. Me dedico a vivir de mi ingenio. —Me alegra saberlo, pues en este momento su consejo me sería muy valioso. Han pasado cosas muy extrañas en Hurlstone, y la policía no ha conseguido aportar ninguna luz al asunto. Es realmente un caso raro, extraordinario e inexplicable por demás. Puede imaginarse, Watson, con qué interés le escuché, pues parecía haber llegado la oportunidad que llevaba esperando durante tantos meses de inactividad. En el fondo de mi corazón creía que podía tener éxito donde otros no lo consiguieron y aquí tenía la oportunidad de ponerme a prueba. —Le ruego me dé los detalles —exclamé. Reginald Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que le ofrecí. —Debe usted saber —dijo—, que, aunque estoy soltero, he de tener un considerable número de criados en Hurlstone, pues es un antiguo caserón destartalado, que necesita muchos cuidados. También tengo un coto y, durante los meses del faisán, suelo dar alguna fiesta, de modo que no puedo ir corto de servicio. En total hay ocho doncellas, un cocinero, el mayordomo, dos criados y un muchacho. El jardín y los establos tienen, por supuesto, un personal diferente. »De todos ellos el que más tiempo llevaba a nuestro servicio era Brunton, el mayordomo. Mi padre lo tomó cuando era un joven maestro sin trabajo, pero era una persona enérgica, de mucho carácter, y pronto se hizo indispensable en la casa. Era un hombre alto, apuesto, con la frente despejada y, aunque lleva con nosotros veinte años, no tendrá ahora más de cuarenta. Dadas sus cualidades personales y dotes extraordinarias, pues habla varios idiomas y toca casi todos los instrumentos, es maravilloso que durante tanto tiempo se haya sentido satisfecho en su puesto, pero imagino que se encontraba cómodo y que carecía de energía para cambiar. El mayordomo de Hurlstone es algo que todo el que va allí recuerda. »Pero este dechado de virtudes tiene un defecto. Es un poco donjuán y, como puede imaginarse, para un hombre como él tal papel no resulta difícil en un tranquilo distrito rural. Cuando estaba casado no había problema, pero desde que se ha quedado viudo hemos tenido un sinfín de ellos. Hace unos meses abrigamos la esperanza de que se casara de nuevo, pues se comprometió con Rachel Howells, la segunda doncella, pero la ha dejado por Janet Tregellis, la hija del guardabosques jefe. Rachel, que es una buena chica pero con un vivo temperamento gales, sufrió un agudo ataque de fiebre y deambula por la casa (o al menos es lo que hacía hasta ayer) como una sombra ojerosa. Ese fue el primer drama en Hurlstone, pero quedó desplazado por un segundo drama, precedido por la deshonra y destitución del mayordomo Brunton. »Verá lo que ocurrió. Ya he dicho que el hombre era inteligente, y esta misma inteligencia ha ocasionado su ruina, pues parece haberle llevado a una curiosidad insaciable por cosas que no le concernían en absoluto. Yo no tenía ni la menor idea de hasta dónde podía llevarle, hasta que un accidente de lo más trivial me abrió los ojos. »Ya he dicho que la casa es un poco destartalada. Una noche de la semana pasada, el jueves para ser exacto, no podía dormir, pues tontamente me había tomado una taza de café noir después de la cena. Después de intentarlo hasta las dos de la madrugada me di cuenta de que era inútil, de modo que me levanté y encendí una vela con la intención de seguir con la novela que estaba leyendo. Pero tenía el libro en el cuarto del billar, así que me puse el batín y me fui a buscarlo. »Para llegar al cuarto del billar tuve que bajar un tramo de escaleras y luego cruzar el pasillo que conduce hasta la biblioteca y el cuarto de armas. Se puede imaginar mi sorpresa cuando al fondo del pasillo vi una ranura de luz que provenía de la biblioteca. Yo mismo había apagado todas las lámparas antes de irme a la cama. Como es natural, lo primero que pensé fue en que eran ladrones. Los pasillos de Hurlstone tienen la mayoría de las paredes decoradas con trofeos de armas antiguas. Cogí un hacha y, dejando la vela, fui de puntillas por el pasillo y me asomé por la puerta entreabierta. »Brunton, el mayordomo, estaba en la biblioteca. Estaba sentado en una cómoda butaca, completamente vestido. Sobre las rodillas tenía un papel con aspecto de mapa y hundía la cabeza entre las manos como sumido en profundos pensamientos. Mudo de asombro, me quedé mirándole desde la oscuridad. Una pequeña vela sobre la mesa daba una mortecina luz, que me bastó para ver que estaba vestido. De pronto, mientras le observaba, se levantó de la butaca y caminó hacia un escritorio, lo abrió y tiró de uno de los cajones. Sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo extendió junto a la vela encima de la mesa y comenzó a estudiarlo detenidamente. Tal fue mi indignación ante aquel tranquilo examen de los documentos familiares, que di un paso adelante, y Brunton, levantando la vista, me vio en el umbral de la puerta. Se puso en pie de un salto, la cara demudada por el miedo, y escondió en la pechera el papel, parecido a un mapa, que estaba estudiando antes. »—¿De modo que así es como nos paga la confianza que hemos puesto en usted? —dije—. Mañana dejará usted su puesto. »Con el aspecto de alguien totalmente hundido, hizo una pequeña reverencia y salió sin decir una palabra. La vela seguía encima de la mesa y a su luz miré el papel que Brunton había sacado del escritorio. Con sorpresa vi que no era nada importante, sino sencillamente una copia de las preguntas y respuestas del curioso ritual antiguo denominado el Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia, peculiar de nuestra familia, por la cual ha pasado todo Musgrave desde hace siglos al cumplir la mayoría de edad; algo de interés privado, que incluye nuestros cargos y nombramientos, pero carente de uso práctico, excepto quizá como curiosidad para un arqueólogo. —Luego volveremos al papel —le dije. —Bueno, si lo cree realmente necesario —contestó dubitativamente—. Pues, continuando mi relato, volví a cerrar el escritorio con la llave que Brunton había dejado y estaba a punto de marcharme, cuando me sorprendió ver que el mayordomo había vuelto y estaba de pie ante mí. »—Señor Musgrave —exclamó con la voz ronca de emoción—, no soporto esta deshonra, señor. Siempre he sido más orgulloso de lo que mi situación aconsejaba y la deshonra me mataría. Sobre su cabeza caerá mi sangre, se lo aseguro, señor, si me aboca a la desesperación. Si después de lo ocurrido no quiere que me quede, por el amor de Dios, déjeme que sea yo el que me despida y me marche dentro de un mes, como si fuera propia voluntad. Eso lo podría soportar, señor, pero no el que todos los que conozco sepan que me han despedido. »—No merece tanta consideración, Brunton —le respondí—. Su conducta ha sido de lo más infame. Sin embargo, ya que lleva tanto tiempo con nosotros, no quiero deshonrarle públicamente. Pero un mes es demasiado. Márchese antes de una semana y alegue el motivo que quiera para hacerlo. »—¿Solo una semana, señor? —gritó con tono de desesperación—. Quince días, diga al menos quince días. »—Una semana —repetí—. Y considérese tratado con benevolencia. »Se fue encogido, la cabeza hundida en el pecho como un hombre destrozado, y yo apagué la vela y regresé a mi dormitorio. «Durante los días siguientes Brunton atendió a sus obligaciones con gran solicitud. Yo no hice referencia alguna a lo ocurrido y esperaba con cierta curiosidad ver cómo saldría del paso. Pero a la tercera mañana no apareció después de desayunar a recibir como de costumbre mis órdenes para el día. Cuando salía del comedor, me encontré con Rachel Howells, la doncella. Ya le he dicho que se acababa de reponer de una enfermedad y tenía un aspecto tan desangelado que la regañé por estar trabajando. »—Debería estar en la cama —dije—. Ya volverá a sus obligaciones cuando esté más restablecida. »Me miró con una expresión tan extraña que comencé a pensar que estaba algo trastornada. »—Ya estoy bien, señor Musgrave —dijo. »—Veremos lo que dice el médico —respondí—. Ahora váyase a la cama, y, cuando baje, dígale a Brunton que quiero verle. »—El mayordomo se ha marchado —contestó. »—¿Que se ha marchado? ¿Dónde se ha marchado? »—Se ha marchado. Nadie lo ha visto. No está en su cuarto. Sí, sí, se ha ido. »Y al decir esto se apoyó en la pared profiriendo gritos y risotadas, mientras yo, horrorizado ante aquel ataque de histeria, corrí en busca de ayuda. La llevaron a su habitación, gritando y sollozando, y yo intenté averiguar algo acerca de Brunton. No había ninguna duda de que había desaparecido. Su cama no estaba deshecha, nadie le había visto desde que se retirara a su habitación la noche anterior. Sin embargo era difícil entender cómo había abandonado la casa, pues tanto ventanas como puertas estaban cerradas por la mañana. En su habitación estaban sus ropas, su reloj e incluso el dinero, y solo faltaba el traje negro que solía ponerse. Tampoco estaban las zapatillas, aunque sí las botas. ¿Dónde, pues, se había marchado Brunton durante la noche y dónde se encontraba ahora? «Registramos la casa desde el desván hasta las bodegas, pero no había ni rastro de él. Como ya he dicho, la casa es un laberinto, sobre todo el ala original, que ahora está completamente deshabitada, pero examinamos cada habitación y cada ático sin descubrir la menor señal del hombre desaparecido. Me resultaba increíble que se hubiera marchado sin llevarse sus cosas, pero ¿dónde podía estar? Llamé a la policía local, pero no tuvieron éxito. Había llovido la noche anterior y examinamos los caminos circundantes y el césped de la casa, pero todo en vano. Así estaban las cosas cuando un nuevo incidente desvió nuestra atención de este misterio. »Rachel Howells llevaba dos días tan enferma, a ratos delirando y a ratos presa de histeria, que habíamos llamado a una enfermera para que estuviera con ella por la noche. La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera vio que la paciente dormía tranquilamente y se echó un sueñecito en la butaca. Cuando despertó por la mañana, encontró la cama vacía, la ventana abierta y ni rastro de la enferma. Me levantaron al momento y con los criados fuimos en busca de la chica. No fue difícil ver la dirección que había tomado, pues, partiendo de su ventana, sus huellas cruzaban el césped hasta el borde del lago, donde desaparecían cerca del camino de gravilla que conduce fuera de la hacienda. El lago en ese punto tiene una profundidad de ocho pies, y se puede figurar lo que pensamos al ver que el rastro de la demente acababa allí. »Lo dragamos para rescatar el cadáver, pero no lo encontramos. Por el contrario, salió a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lino que contenía un montón de metal descolorido y oxidado y varios trozos de un cristal o una piedra opaca. Este extraño hallazgo es lo único que nos proporcionó el lago y, aunque ayer se buscó y preguntó por doquier, hasta el momento no se sabe nada ni de Rachel Howells ni de Richard Brunton. La policía del condado anda desconcertada y yo he recurrido a usted como último recurso. Ya puede usted suponer, Watson, el interés con que seguí esta extraordinaria secuencia de sucesos, e intenté ordenarlos y encajarlos para encontrar algo en común que los hilvanara. El mayordomo se había ido, la doncella se había ido. La doncella estaba enamorada del mayordomo, pero después tuvo motivos para odiarle. Era galesa, apasionada y temperamental. Se encontraba muy excitada tras la desaparición de Brunton. Había tirado al agua una bolsa llena de contenidos curiosos. Estos eran los factores que considerar y sin embargo ninguno parecía llegar muy al fondo de la cuestión. ¿Cuál era el punto de arranque de esta cadena? Porque este era el final de la enmarañada madeja. —Musgrave —dije—, tengo que ver ese papel que su mayordomo creyó interesante examinar, incluso arriesgándose a perder su empleo. —Este Ritual nuestro es algo bastante absurdo —respondió—, pero al menos, y a modo de gracia redentora, tiene la excusa de su antigüedad. Tengo aquí una copia de las preguntas y respuestas si quiere verlas. Me dio este mismo papel que tengo aquí, Watson, y este es el extraño catecismo al que se debía someter todo Musgrave cuando llegaba a su mayoría de edad. Le leeré las preguntas y las respuestas tal y como vienen: «—¿A quién pertenecía? —Al que se ha ido. —¿Quién la tendrá? —El que venga. —¿Cuál era el mes? —El sexto desde el principio. —¿Dónde estaba el sol? —Sobre el roble. —¿Dónde estaba la sombra? —Bajo el olmo. —¿Dónde estaba colocada? —Al norte diez y diez, al este cinco y cinco, al sur dos y dos, al este uno y uno, y luego debajo. —¿Qué daremos por ella? —Todo lo que es nuestro. —¿Por qué deberíamos hacerlo? —Para custodiarla». —El original no tiene fecha —comentó Musgrave—, pero la ortografía es del siglo XVII. Me temo que no le servirá gran cosa para resolver este misterio. —Al menos nos proporciona otro misterio, incluso más interesante que el primero. Puede que la solución del uno sea la solución del otro. Me disculpará, Musgrave, si le digo que su mayordomo me parece un hombre muy inteligente y que tiene más lucidez que diez generaciones de amos. —Apenas le entiendo —dijo Musgrave—, y no me parece que el papel tenga ninguna utilidad práctica. —Pues a mí me parece enormemente práctico y pienso que Brunton opinó lo mismo. Probablemente lo había visto antes de la noche en que usted le sorprendió. —Es muy probable. No nos molestábamos en esconderlo. —Creo que en esa última ocasión simplemente quería refrescarse la memoria. Si he entendido bien, cuando usted apareció tenía en la mano un mapa o algo así que procedió a esconder, ¿no? —Es cierto. ¿Pero qué tenía él que ver con nuestras antiguas costumbres familiares y qué significado tiene toda esa palabrería? —No creo que tengamos grandes dificultades en determinarlo —dije—. Con su permiso, tomaremos el primer tren a Sussex y entraremos más de lleno en el asunto allí mismo. Aquella misma tarde estábamos los dos en Hurlstone. Posiblemente haya visto usted dibujos y leído descripciones del famoso edificio, de modo que limitaré mi relato a decirle que está construido en forma de L, siendo el brazo largo la parte más moderna y el más corto el núcleo antiguo, al cual se le añadió el otro. Sobre el dintel de la achatada puerta, en el centro de esta parte antigua, está cincelada la fecha 1607, pero los expertos coinciden en afirmar que las vigas y las sillerías son muy anteriores. Los gruesos muros y pequeñas ventanas habían forzado a la familia, el siglo pasado, a construir el ala moderna, y la antigua se utilizaba ahora como almacén y bodega. La casa estaba rodeada por un parque espléndido, con buenos árboles, y el lago al que se había referido mi cliente estaba junto a la avenida, a unas doscientas yardas del edificio. Yo ya estaba muy convencido, Watson, de que aquí no había tres misterios aislados, sino uno solo, y creía firmemente que, si interpretaba bien el Ritual de los Musgrave, tendría en mis manos la pista que me conduciría a la verdad respecto al mayordomo Brunton y a la doncella Howells. Así pues, enfoqué todas mis energías en esa dirección. ¿Por qué iba este criado a tener tanto interés en dominar aquella antigua fórmula? Evidentemente porque vio en ella algo que se les había escapado a todas las generaciones de terratenientes rurales y de la cual esperaba sacar provecho propio. ¿Qué era, pues, y cómo había influido en su destino? Me resultaba evidente, al leer el Ritual, que las medidas debían de referirse a algún lugar al que aludía el resto del documento, y que si encontrábamos ese lugar iríamos bien encaminados hacia conocer cuál era el secreto que los viejos Musgraves habían creído necesario embalsamar de modo tan curioso. Se nos daban dos pistas para empezar, un roble y un olmo. En cuanto al roble no había duda. Justo enfrente de la casa, a la derecha de la avenida, se alzaba un roble patriarcal, uno de los árboles más magníficos que jamás he visto. —¿Estaba ahí cuando se escribió su ritual? —dije al pasar delante de él. —Estaba ahí ya con la conquista normanda, seguramente —respondió—. Tiene una circunferencia de más de veintitrés pies. Uno de mis puntos quedaba asegurado. —¿Tiene algún olmo antiguo? —pregunté. —Solía haber uno muy antiguo allí, pero hace diez años le cayó un rayo y cortamos el tocón. —¿Puede verse aún dónde estaba? —Sí. —¿Y no hay más olmos? —Antiguos no, aunque hay numerosas hayas. —Me gustaría ver dónde se levantaba. Habíamos llegado hasta la casa en un carruaje y, sin entrar, mi cliente me condujo al lugar del césped donde se había alzado el árbol. Estaba a medio camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía progresar. —Supongo que será imposible saber la altura que tenía, ¿no? —Se la puedo dar ahora mismo. Sesenta y cuatro pies. —¿Cómo lo sabe? —pregunté asombrado. —Cuando de pequeño mi tutor me ponía ejercicios de trigonometría, siempre eran a base de medir alturas, y así me sé la de cada edificio y árbol de la hacienda. Era este un golpe de suerte inesperado. Mis datos me llegaban más deprisa de lo que hubiera podido esperar. —Dígame —pregunté—, ¿no le haría el mayordomo en alguna ocasión la misma pregunta? Reginald Musgrave me miró sorprendido. —Ahora que lo menciona —respondió—, Brunton me preguntó por la altura de ese árbol hace unos meses, a propósito de una pequeña discusión que había tenido, al parecer, con el mozo de la cuadra. Esto me animó muchísimo, Watson, pues me demostró que estaba en el buen camino. Miré hacia el sol. Estaba muy bajo y calculé que en menos de una hora estaría justo encima de las ramas más altas del viejo roble. Una de las condiciones mencionadas en el ritual se cumpliría entonces. Y lo de la sombra del olmo debía referirse al final de la sombra, de lo contrario se habría escogido el tronco como guía. Solo me restaba averiguar dónde caería el final de la sombra cuando el sol acabara de pasar el roble. —Eso debió de ser difícil, Holmes, pues el olmo ya no estaba allí. —Bueno, al menos sabía que, si Brunton lo había podido hacer, yo también podría. Además, tampoco hubo tanta dificultad. Fui con Musgrave a su despacho y localicé esta estaca, a la cual até este cordel, en el que hice un nudo cada yarda. Luego cogí dos largos de una caña de pescar, que hacían justo seis pies, y volví con mi cliente donde había estado el olmo. El sol rozaba la copa del roble. Sujeté la caña, marqué la dirección de la sombra y la medí. La sombra que proyectaba era de nueve pies. A partir de ahí el cálculo fue muy sencillo. Si una caña que medía seis pies arrojaba una sombra de nueve pies, un árbol de sesenta y cuatro pies daría una de noventa y seis pies, y la línea del uno sería, por descontado, la línea del otro. Medí la distancia, que me llevó hasta casi el muro de la casa, y hundí un palo en el sitio que me indicaba. Puede figurarse mi excitación, Watson, cuando, a dos pulgadas de mi palo, vi una depresión cónica en el terreno. Supe que era la marca que Brunton había hecho como resultado de sus medidas, y que yo seguía su pista. Desde este punto comencé a caminar, habiendo comprobado los puntos cardinales con una brújula. Diez pasos dados con cada pie me llevaron paralelamente al muro de la casa y de nuevo marqué el lugar con un palo. Luego di cinco pasos al este y dos al sur. Me llevaron al mismo umbral de la puerta. Ahora dos al oeste significaba que debía dar dos pasos pasillo abajo y este sería el lugar indicado por el Ritual. Jamás he experimentado una sensación de frustración tan grande, Watson; por un momento me pareció que debía haber un error radical en mis cálculos. El sol poniente caía de lleno sobre el suelo del pasillo y pude ver que las desgastadas y grisáceas piedras de que estaba pavimentado estaban firmemente adosadas con cemento y que no se habían movido en muchos años. Brunton no había estado trabajando allí, pues. Golpeé el suelo pero sonaba igual por todas partes, y no había ninguna ranura. Pero afortunadamente Musgrave, que había comenzado a apreciar el significado de mi proceder y que se hallaba ahora tan emocionado como yo mismo, sacó el manuscrito para comprobar mis cálculos. —¡Y debajo! —exclamó—. Ha omitido el «y debajo». Yo había interpretado el «y debajo» como que teníamos que excavar, pero de pronto comprendí mi equivocación. —¿Hay, pues, una bodega aquí debajo? —exclamé. —Sí, y tan antigua como la casa. Es por ahí, por esa puerta. Bajamos por una escalera de caracol de piedra, y mi acompañante prendió una cerilla para encender la lámpara que había sobre un barril en una esquina. Al instante nos dimos cuenta de que por fin llegábamos al sitio correcto y de que no éramos los únicos que habían visitado el lugar recientemente. Se había utilizado para almacenar madera, pero las astillas que evidentemente habían cubierto el suelo se habían ido apartando para dejar un espacio libre en el centro. Allí había una loseta grande, con una anilla oxidada en el centro, a la que había atada una recia bufanda de cuadros. —¡Por Júpiter! —exclamó mi cliente—. Es la bufanda de Brunton. Se la he visto puesta, puedo jurarlo. ¿Qué ha estado haciendo aquí ese rufián? A instancias mías, llamamos a un par de policías del condado para que presenciaran la escena y entonces intenté levantar la piedra tirando de la bufanda. La pude mover un poco, y solo conseguí apartarla con la ayuda de uno de los policías. Un agujero negro se abrió a nuestros pies. Todos nos inclinamos para mirar, y Musgrave, de rodillas, introdujo en él la lámpara. Era una pequeña habitación, de unos siete pies de profundidad y cuatro pies cuadrados de superficie. A un lado se veía una caja de madera, con tachuelas de latón, la tapa levantada y esta anticuada llave en la cerradura. Estaba cubierta de una espesa capa de polvo, y la humedad y los gusanos habían atacado la madera de modo que el interior estaba lleno de hongos. Varios discos de metal, aparentemente antiguas monedas, como las que tengo aquí, cubrían el fondo de la caja, pero no había más. Sin embargo, en ese momento no pudimos pensar mucho en el viejo cofre, pues teníamos los ojos fijos en lo que estaba agazapado junto a él. Era la figura de un hombre, vestido de negro, que estaba sentado en cuclillas; su cabeza reposaba sobre el borde de la caja y tenía los brazos extendidos a ambos lados de esta. La postura había hecho que le subiera la sangre y nadie hubiera reconocido aquel rostro distorsionado. Pero la altura, el traje y el pelo bastaron para que, cuando hubimos subido el cadáver, mi cliente reconociera a su mayordomo desaparecido. Llevaba algunos días muerto, pero no había heridas o magulladuras en su cuerpo que demostraran cómo había encontrado su trágico fin. Cuando sacaron el cadáver de la bodega, seguíamos encontrándonos con un problema casi tan mayúsculo como aquel con el que habíamos comenzado. Confieso, Watson, que hasta el momento me sentía desilusionado de mi investigación. Había contado con solucionar el asunto una vez hubiera encontrado el lugar al cual se refería el Ritual. Pero ahora ya estaba allí y, sin embargo, seguía encontrándome igual de lejos que al principio en cuanto a saber qué era lo que la familia había escondido con tan elaboradas precauciones. Cierto que había desvelado el misterio de Brunton, pero ahora debía esclarecer cómo le había llegado la muerte y qué papel jugaba en todo esto la mujer que había desaparecido. Me senté en un barrilete y repasé de nuevo todo el asunto. Ya conoce usted mis métodos en estos casos, Watson: me pongo en el lugar de la persona y, tras haber calibrado su inteligencia, intento imaginarme cómo hubiera actuado yo bajo las mismas circunstancias. En este caso el asunto se simplificaba al ser la inteligencia de Brunton de primer orden, de modo que era innecesario hacer concesiones a la ecuación personal, como dicen los astrónomos. Él sabía que algo de valor estaba escondido, había encontrado el lugar y descubierto que la piedra que lo tapaba era demasiado pesada para que la levantara un hombre solo. ¿Qué haría entonces? No podía pedir ayuda del exterior, incluso aunque tuviera alguien de confianza, sin forzar alguna puerta, con el correspondiente riesgo de que le descubrieran. Era mejor que su cómplice perteneciera a la casa. Pero ¿a quién recurrir? La chica siempre le había querido. A un hombre siempre le resulta difícil reconocer que, por muy mal que la haya tratado, una mujer ha dejado de estar enamorada de él. Podía intentar ser un poco amable con la chica y hacer las paces con ella y, así, conseguirla como cómplice. Juntos irían una noche a la bodega y uniendo fuerzas conseguirían levantar la piedra. Hasta ahí podía seguir sus pasos como si realmente los estuviese viendo. Pero, siendo uno de los dos una mujer, debió de ser muy difícil mover la piedra. A un fornido policía de Sussex y a mí no nos resultó tarea fácil. ¿Qué podían hacer? Seguramente lo mismo que yo hubiera hecho. Me levanté y examiné minuciosamente las distintas astillas esparcidas por el suelo. Casi al instante encontré lo que buscaba. Una, de unos tres pies de larga, tenía una profunda muesca en la punta y varias de las otras estaban aplastadas por los lados, como si un gran peso las hubiera oprimido. Evidentemente, así que habían ido subiendo la piedra, habían ido metiendo las maderas entre la ranura, hasta que finalmente, cuando la abertura fue lo suficientemente grande para que por ella cupiera una persona, la mantuvieron abierta mediante una madera colocada a lo largo. Era lógico que esta estuviera mellada por una punta, ya que sobre ella descansaba todo el peso de la piedra y la aplastaba contra el borde de la siguiente loseta. Hasta ahí iba bien. Y ahora, ¿cómo continuar en la reconstrucción de este drama nocturno? Claramente, solo uno podría entrar por el agujero, y ése era Brunton. La chica debió de esperar arriba. Entonces Brunton abrió el cofre y suponemos que le dio a ella el contenido del mismo, puesto que lo encontramos vacío. ¿Y luego? ¿Qué pasó luego? ¿Qué rescoldos de venganza no se inflamarían en el alma de aquella apasionada mujer celta al ver que tenía en su poder al hombre que había abusado de ella, quizá más de lo que podamos sospechar? ¿Fue casualidad que la madera cediera y que cayera la losa, cerrando lo que iba a ser la sepultura de Brunton? ¿Acaso ella era solo culpable de guardar silencio en cuanto a la muerte del mayordomo? ¿O fue un manotazo repentino lo que derribó el soporte e hizo que la piedra volviera a su sitio? Fuera como fuere, me pareció ver el rostro de la mujer, agarrando su tesoro y corriendo escalera arriba, oyendo a sus espaldas los gritos soterrados y los frenéticos puñetazos sobre una losa que poco a poco iba acabando con la vida de su amante infiel. Aquí estaba el secreto de su rostro pálido, de sus nervios y de su risa histérica la mañana siguiente. ¿Pero qué había encerrado en la caja? ¿Qué había hecho con ello? Forzosamente debía ser el viejo metal y aquellas piedras que mi cliente había encontrado en el lago. Lo había arrojado allí a la primera oportunidad, con el fin de borrar el último rastro de su crimen. Llevaba pensando el asunto veinte minutos, inmóvil. Musgrave seguía en pie, pálido, mirando el agujero y balanceando la lámpara de un lado a otro. —Estas son monedas de Carlos I —dijo, dándome las pocas que habían quedado en la caja—. Ya ve, estábamos en lo cierto al fechar nuestro Ritual. —Quizá encontremos algo más de Carlos I —exclamé así que se me ocurrió de pronto el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual—. Déjeme ver el contenido de la bolsa que se sacó del lago. Subimos a su despacho y extendió ante mí aquellos débris. Al verlo comprendí que él no le diera ninguna importancia, pues el metal estaba casi negro y las piedras opacas. Pero froté una de ellas en mi manga y brilló como una estrella en la oscura palma de mi mano. La montura era en forma de un doble anillo, pero estaba abollado y deformado y había perdido su forma original. —Debe tener presente que los partidarios del Rey seguían actuando en Inglaterra incluso tras la muerte de este y que, cuando finalmente huyeron, seguramente esconderían muchas de sus más preciadas posesiones, con la intención de recuperarlas en tiempos más pacíficos —dije. —Sir Ralph Musgrave, mi antecesor, fue un destacado partidario del Rey y el brazo derecho de Carlos II en sus andanzas —dijo mi amigo. —¡Ah! —exclamé—. Creo que eso debiera darnos el último eslabón que precisábamos. Debo felicitarle por la adquisición, si bien de forma trágica, de una reliquia, de gran valor intrínseco, pero de mayor importancia aún como curiosidad histórica. —¿Qué es? —preguntó asombrado. —Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra. —¡La corona! —Exactamente. Considere lo que dice el Ritual. ¿Cómo era? «¿A quién pertenecía?». «Al que se ha ido». Eso era después de la ejecución de Carlos. Luego venía: «¿Quién la tendrá?». «El que venga». Se refiere a Carlos II, cuya restauración ya se preveía. Creo que no hay duda de que esta informe y abollada diadema en una ocasión ciñó la frente de los Estuardos. —¿Y cómo llegó al lago? —Esa es una pregunta que llevará tiempo contestar. Y con eso le narré la larga sucesión de hipótesis y pruebas que había reconstruido. Había anochecido y la luna brillaba en el firmamento cuando concluí mi relato. —Entonces ¿cómo es que Carlos no recuperó su corona al regresar? —preguntó Musgrave volviendo a meter la reliquia en la bolsa. —Ahí pone usted el dedo sobre el único problema que probablemente jamás llegaremos a esclarecer. Es probable que el Musgrave que guardaba el secreto muriera en el intervalo y dejara esta guía a su descendiente sin explicarle el significado. De entonces hasta ahora se ha ido transmitiendo de padres a hijos hasta que llegó a manos de un hombre que le arrancó el secreto y perdió la vida en el intento. Y esa, Watson, es la historia del Ritual de los Musgrave. Tienen la corona en Hurlstone, aunque tuvieron contratiempos legales y hubieron de pagar una considerable suma de dinero antes de que les permitieran quedarse con ella. Estoy seguro de que si usted les menciona mi nombre, se la enseñarán gustosos. De la mujer, nunca más se supo nada y parece probable que saliera de Inglaterra, llevándose consigo a algún país lejano el recuerdo de su crimen. LA BANDA DE LUNARES Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho últimos años, he estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un buen número de ellos que eran simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación que no tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no recuerdo ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a una conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los primeros tiempos de mi asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una promesa de silencio, de la que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se hizo la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos para creer que corren rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a hacer que el asunto parezca aún más terrible que lo que fue en realidad. Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes completamente vestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repisa de la chimenea solo marcaba las siete y cuarto, le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento, porque yo era persona de hábitos muy regulares. —Lamento despertarle, Watson —dijo—, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora Hudson la han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted. —¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio? —No, un cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran excitación, que insiste en verme. Está aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las jovencitas vagan por la metrópoli a estas horas de la mañana, despertando a la gente dormida y sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que comunicar algo muy apremiante. Si resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que le gustaría seguirlo desde el principio. En cualquier caso, me pareció que debía llamarle y darle la oportunidad. —Querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No existía para mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban. Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a la sala de estar. Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un espeso velo estaba sentada junto a la ventana y se levantó al entrar nosotros. —Buenos días, señora —dijo Holmes animadamente—. Me llamo Sherlock Holmes. Este es mi íntimo amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad como ante mí mismo. ¡Ajá!, me alegro de comprobar que la señora Hudson ha tenido el buen sentido de encender el fuego. Por favor, acérquese a él y pediré que le traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted temblando. —No es el frío lo que me hace temblar —dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento como se le sugería. —¿Qué es, entonces? —El miedo, señor Holmes. El terror —al hablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamente se encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y desencajada, los ojos inquietos y asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta años, pero su cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio. Sherlock Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían todo. —No debe usted tener miedo —dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y palmeándole el antebrazo—. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha venido usted en tren esta mañana. —¿Es que me conoce usted? —No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha salido usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto en coche descubierto, por caminos accidentados, antes de llegar a la estación. La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero. —No hay misterio alguno, querida señora —explicó Holmes sonriendo—. La manga izquierda de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Solo en un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso solo si venía sentada a la izquierda del cochero. —Sean cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo —dijo ella—. Salí de casa antes de las seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer tren a Waterloo. Señor, ya no puedo aguantar más esta tensión, me volveré loca de seguir así. No tengo a nadie a quien recurrir…, solo hay una persona que me aprecia, y el pobre no sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor Holmes; me habló de usted la señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección. ¡Oh, señor! ¿No cree que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las densas tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible retribuirle por sus servicios, pero dentro de uno o dos meses me voy a casar, podré disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy desagradecida. Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a continuación. —Farintosh —dijo—. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una diadema de ópalo. Creo que fue antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es que tendré un gran placer en dedicar a su caso la misma atención que dediqué al de su amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí misma la recompensa; pero es usted libre de sufragar los gastos en los que yo pueda incurrir, cuando le resulte más conveniente. Y ahora, le ruego que nos exponga todo lo que pueda servirnos de ayuda para formarnos una opinión sobre el asunto. —¡Ay! —replicó nuestra visitante—. El mayor horror de mi situación consiste en que mis temores son tan inconcretos, y mis sospechas se basan por completo en detalles tan pequeños y que a otra persona le parecerían triviales, que hasta el hombre a quien, entre todos los demás, tengo derecho a pedir ayuda y consejo, considera todo lo que le digo como fantasías de una mujer nerviosa. No lo dice así, pero puedo darme cuenta por sus respuestas consoladoras y sus ojos esquivos. Pero he oído decir, señor Holmes, que usted es capaz de penetrar en las múltiples maldades del corazón humano. Usted podrá indicarme cómo caminar entre los peligros que me amenazan. —Soy todo oídos, señora. —Me llamo Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, último superviviente de una de las familias sajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite occidental de Surrey. Holmes asintió con la cabeza. —El nombre me resulta familiar —dijo. —En otro tiempo, la familia era una de las más ricas de Inglaterra, y sus propiedades se extendían más allá de los límites del condado, entrando por el Norte en Berkshire y por el oeste en Hampshire. Sin embargo, en el siglo pasado hubo cuatro herederos seguidos de carácter disoluto y derrochador, y un jugador completó, en tiempos de la Regencia, la ruina de la familia. No se salvó nada, con excepción de unas pocas hectáreas de tierra y la casa, de doscientos años de edad, sobre la que pesa una fuerte hipoteca. Allí arrastró su existencia el último señor, viviendo la vida miserable de un mendigo aristócrata; pero su único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas condiciones, consiguió un préstamo de un pariente, que le permitió estudiar medicina, y emigró a Calcuta, donde, gracias a su talento profesional y a su fuerza de carácter, consiguió una numerosa clientela. Sin embargo, en un arrebato de cólera, provocado por una serie de robos cometidos en su casa, azotó hasta matarlo a un mayordomo indígena, y se libró por muy poco de la pena de muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la cual regresó a Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado. »Durante su estancia en la India, el doctor Roylott se casó con mi madre, la señora Stoner, joven viuda del general de división Stoner, de la Artillería de Bengala. Mi hermana Julia y yo éramos gemelas, y solo teníamos dos años cuando nuestra madre se volvió a casar. Mi madre disponía de un capital considerable, con una renta que no bajaba de las mil libras al año, y se lo confió por entero al doctor Roylott mientras viviésemos con él, estipulando que cada una de nosotras debería recibir cierta suma anual en caso de contraer matrimonio. Mi madre falleció poco después de nuestra llegada a Inglaterra, hace ocho años, en un accidente ferroviario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roylott abandonó sus intentos de establecerse como médico en Londres, y nos llevó a vivir con él en la mansión ancestral de Stoke Moran. El dinero que dejó mi madre bastaba para cubrir todas nuestras necesidades, y no parecía existir obstáculo a nuestra felicidad. »Pero, aproximadamente por aquella época, nuestro padrastro experimentó un cambio terrible. En lugar de hacer amistades e intercambiar visitas con nuestros vecinos, que al principio se alegraron muchísimo de ver a un Roylott de Stoke Moran instalado de nuevo en la vieja mansión familiar, se encerró en la casa sin salir casi nunca, a no ser para enzarzarse en furiosas disputas con cualquiera que se cruzase en su camino. El temperamento violento, rayano con la manía, parece ser hereditario en los varones de la familia, y en el caso de mi padrastro creo que se intensificó a consecuencia de su larga estancia en el trópico. Provocó varios incidentes bochornosos, dos de los cuales terminaron en el juzgado, y acabó por convertirse en el terror del pueblo, de quien todos huían al verlo acercarse, pues tiene una fuerza extraordinaria y es absolutamente incontrolable cuando se enfurece. »La semana pasada tiró al herrero del pueblo al río, por encima del pretil, y solo a base de pagar todo el dinero que pude reunir conseguí evitar una nueva vergüenza pública. No tiene ningún amigo, a excepción de los gitanos errantes, y a estos vagabundos les da permiso para acampar en las pocas hectáreas de tierra cubierta de zarzas que componen la finca familiar, aceptando a cambio la hospitalidad de sus tiendas y marchándose a veces con ellos durante semanas enteras. También le apasionan los animales indios, que le envía un contacto en las colonias, y en la actualidad tiene un guepardo y un babuino que se pasean en libertad por sus tierras, y que los aldeanos temen casi tanto como a su dueño. »Con esto que le digo podrá usted imaginar que mi pobre hermana Julia y yo no llevábamos una vida de placeres. Ningún criado quería servir en nuestra casa, y durante mucho tiempo hicimos nosotras todas las labores domésticas. Cuando murió no tenía más que treinta años y, sin embargo, su cabello ya empezaba a blanquear, igual que el mío. —Entonces, ¿su hermana ha muerto? —Murió hace dos años, y es de su muerte de lo que vengo a hablarle. Comprenderá usted que, llevando la vida que he descrito, teníamos pocas posibilidades de conocer a gente de nuestra misma edad y posición. Sin embargo, teníamos una tía soltera, hermana de mi madre, la señorita Honoria Westphail, que vive cerca de Harrow, y de vez en cuando se nos permitía hacerle breves visitas. Julia fue a su casa por Navidad, hace dos años, y allí conoció a un comandante de infantería de Marina retirado, al que se prometió en matrimonio. Mi padrastro se enteró del compromiso cuando regresó mi hermana y no puso objeciones a la boda. Pero menos de quince días antes de la fecha fijada para la ceremonia ocurrió el terrible suceso que me privó de mi única compañera. Sherlock Holmes había permanecido recostado en su butaca con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en un cojín, pero al oír esto entreabrió los párpados y miró de frente a su interlocutora. —Le ruego que sea precisa en los detalles —dijo. —Me resultará muy fácil, porque tengo grabados a fuego en la memoria todos los acontecimientos de aquel espantoso periodo. Como ya le he dicho, la mansión familiar es muy vieja, y en la actualidad solo un ala está habitada. Los dormitorios de esta ala se encuentran en la planta baja, y las salas, en el bloque central del edificio. El primero de los dormitorios es el del doctor Roylott, el segundo, el de mi hermana, y el tercero, el mío. No están comunicados, pero todos dan al mismo pasillo. ¿Me explico con claridad? —Perfectamente. —Las ventanas de los tres cuartos dan al jardín. La noche fatídica, el doctor Roylott se había retirado pronto, aunque sabíamos que no se había acostado porque a mi hermana le molestaba el fuerte olor de los cigarros indios que solía fumar. Por eso dejó su habitación y vino a la mía, donde se quedó bastante rato, hablando sobre su inminente boda. A las once se levantó para marcharse, pero en la puerta se detuvo y se volvió a mirarme. »—Dime, Helen —dijo—, ¿has oído a alguien silbar en medio de la noche? »—Nunca —respondí. »—¿No podrías ser tú, que silbas mientras duermes? »—Desde luego que no. ¿Por qué? »—Porque las últimas noches he oído claramente un silbido bajo, a eso de las tres de la madrugada. Tengo el sueño muy ligero y siempre me despierta. No podría decir de dónde procede, quizás del cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se me ocurrió preguntarte por si tú también lo habías oído. »—No, no lo he oído. Deben de ser esos horribles gitanos que hay en la huerta. »—Probablemente. Sin embargo, si suena en el jardín, me extraña que tú no lo hayas oído también. »—Es que yo tengo el sueño más pesado que tú. »—Bueno, en cualquier caso, no tiene gran importancia —y me dirigió una sonrisa, cerró la puerta y pocos segundos después oí su llave girar en la cerradura. —Caramba —dijo Holmes—. ¿Tenían la costumbre de cerrar siempre su puerta con llave por la noche? —Siempre. —¿Y por qué? —Creo haber mencionado que el doctor tenía sueltos un guepardo y un babuino. No nos sentíamos seguras sin la puerta cerrada. —Es natural. Por favor, prosiga con su relato. —Aquella noche no pude dormir. Sentía la vaga sensación de que nos amenazaba una desgracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos gemelas, y ya sabe lo sutiles que son los lazos que atan a dos almas tan estrechamente unidas. Fue una noche terrible. El viento aullaba en el exterior, y la lluvia caía con fuerza sobre las ventanas. De pronto, entre el estruendo de la tormenta, se oyó el grito desgarrado de una mujer aterrorizada. Supe que era la voz de mi hermana. Salté de la cama, me envolví en un chal y salí corriendo al pasillo. Al abrir la puerta, me pareció oír un silbido, como el que había descrito mi hermana, y pocos segundos después, un golpe metálico, como si se hubiese caído un objeto de metal. Mientras yo corría por el pasillo se abrió la cerradura del cuarto de mi hermana y la puerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedé mirando horrorizada sin saber lo que iría a salir por ella. A la luz de la lámpara del pasillo, vi que mi hermana aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto y las manos extendidas en petición de socorro, toda su figura oscilando de un lado a otro, como la de un borracho. Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos, pero en aquel momento parecieron ceder sus rodillas y cayó al suelo. Se estremecía como si sufriera horribles dolores, agitando convulsivamente los miembros. Al principio creí que no me había reconocido, pero cuando me incliné sobre ella gritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás: «¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La banda de lunares!». Quiso decir algo más, y señaló con el dedo en dirección al cuarto del doctor, pero una nueva convulsión se apoderó de ella y ahogó sus palabras. Corrí llamando a gritos a nuestro padrastro, y me tropecé con él, que salía en bata de su habitación. Cuando llegamos junto a mi hermana, esta ya había perdido el conocimiento y, aunque él le vertió brandy por la garganta y mandó llamar al médico del pueblo, todos los esfuerzos fueron en vano, porque poco a poco se fue apagando y murió sin recuperar la conciencia. Este fue el espantoso final de mi querida hermana. —Un momento —dijo Holmes—. ¿Está usted segura de lo del silbido y el sonido metálico? ¿Podría jurarlo? —Eso mismo me preguntó el juez de instrucción del condado durante la investigación. Estoy convencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor de la tormenta y los crujidos de una casa vieja, podría haberme equivocado. —¿Estaba vestida su hermana? —No, estaba en camisón. En la mano derecha se encontró el extremo chamuscado de una cerilla, y en la izquierda una caja de fósforos. —Lo cual demuestra que encendió una cerilla y miró a su alrededor cuando se produjo la alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción? —Investigó el caso minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott llevaba mucho tiempo dando que hablar en el condado, pero no pudo descubrir la causa de la muerte. Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por dentro, y las ventanas tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se cerraban cada noche. Se examinaron cuidadosamente las paredes, comprobando que eran bien macizas por todas partes, y lo mismo se hizo con el suelo, con idéntico resultado. La chimenea es bastante amplia, pero está enrejada con cuatro gruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mi hermana se encontraba sola cuando le llegó la muerte. Además, no presentaba señales de violencia. —¿Qué me dice del veneno? —Los médicos investigaron esa posibilidad sin resultados. —¿De qué cree usted, entonces, que murió la desdichada señorita? —Estoy convencida de que murió de puro y simple miedo o de trauma nervioso, aunque no logro explicarme qué fue lo que la asustó. —¿Había gitanos en la finca en aquel momento? —Sí, casi siempre hay algunos. —Ya. ¿Y qué le sugirió a usted su alusión a una banda… una banda de lunares? —A veces he pensado que se trataba de un delirio sin sentido; otras veces, que debía referirse a una banda de gente, tal vez a los mismos gitanos de la finca. No sé si los pañuelos de lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le podrían haber inspirado aquel extraño término. Holmes meneó la cabeza como quien no se da por satisfecho. —Nos movemos en aguas muy profundas —dijo—. Por favor, continúe con su narración. —Desde entonces han transcurrido dos años, y mi vida ha sido más solitaria que nunca hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muy querido, al que conozco desde hace muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage, Percy Armitage, segundo hijo del señor Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padrastro no ha puesto inconvenientes al matrimonio, y pensamos casarnos en primavera. Hace dos días se iniciaron unas reparaciones en el ala oeste del edificio y hubo que agujerear la pared de mi cuarto, por lo que me tuve que instalar en la habitación donde murió mi hermana y dormir en la misma cama en la que ella dormía. Imagínese mi escalofrío de terror cuando anoche, estando yo acostada pero despierta, pensando en su terrible final, oí de pronto en el silencio de la noche el suave silbido que había anunciado su propia muerte. Salté de la cama y encendí la lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación. Estaba demasiado nerviosa como para volver a acostarme, así que me vestí y, en cuanto salió el sol, me eché a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que está enfrente de casa, y me planté en Leatherhead, de donde he llegado esta mañana con el único objeto de venir a verle y pedirle consejo. —Ha hecho usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha contado todo? —Sí, todo. —Señorita Stoner, no me lo ha dicho todo. Está usted encubriendo a su padrastro. —¿Cómo? ¿Qué quiere decir? Por toda respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían cinco pequeños moratones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar. —La han tratado con brutalidad —dijo Holmes. La dama se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca. —Es un hombre duro —dijo—, y seguramente no se da cuenta de su propia fuerza. Se produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos y permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante. —Es un asunto muy complicado —dijo por fin—. Hay mil detalles que me gustaría conocer antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos perder un solo instante. Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver esas habitaciones sin que se enterase su padrastro? —Precisamente dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto importante. Es probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos. Tenemos una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de en medio. —Excelente. ¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson? —Nada en absoluto. —Entonces, iremos los dos. Y usted ¿qué va a hacer? —Ya que estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso volver en el tren de las doce para estar allí cuando ustedes lleguen. —Puede esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar? —No, tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he confiado mi problema. Espero volverle a ver esta tarde —y dejó caer el tupido velo negro sobre su rostro y se deslizó fuera de la habitación. —¿Qué le parece todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes recostándose en su butaca. —Me parece un asunto de lo más turbio y siniestro. —Turbio y siniestro a más no poder. —Sin embargo, si la señorita tiene razón al afirmar que las paredes y el suelo son sólidos, y que la puerta, ventanas y chimenea son infranqueables, no cabe duda de que la hermana tenía que encontrarse sola cuando encontró la muerte de manera tan misteriosa. —¿Y qué me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la mujer moribunda? —No se me ocurre nada. —Si combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de sobra para creer que el doctor está muy interesado en impedir la boda de su hijastra, la alusión a una banda por parte de la moribunda, el hecho de que la señorita Helen Stoner oyera un golpe metálico, que pudo haber sido producido por una de esas barras de metal que cierran los postigos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que podemos aclarar el misterio siguiendo esas líneas. —Pero ¿qué es lo que han hecho los gitanos? —No tengo ni idea. —Encuentro muchas objeciones a esa teoría. —También yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar una explicación. Pero… ¿qué demonio?… Lo que había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el hecho de que nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco apareciera en el marco. Sus ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo agrícola: llevaba un sombrero negro de copa, una levita con faldones largos y un par de polainas altas, y hacía oscilar en la mano un látigo. Era tan alto que su sombrero rozaba el dintel de la puerta, y tan ancho que la llenaba de lado a lado. Su amplio rostro, surcado por mil arrugas, tostado por el sol hasta adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas pasiones, se volvía alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos, hundidos y biliosos, y su nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un ave de presa, vieja y feroz. —¿Quién de ustedes es Holmes? —preguntó la aparición. —Ese es mi nombre, señor, pero me lleva usted ventaja —respondió mi compañero, muy tranquilo. —Soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran. —Ah, ya —dijo Holmes suavemente—. Por favor, tome asiento, doctor. —No me da la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado contando? —Hace algo de frío para esta época del año —dijo Holmes. —¿Qué le ha contado? —gritó el viejo, enfurecido. —Sin embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy prometedora —continuó mi compañero, imperturbable. —¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? —dijo nuestra nueva visita, dando un paso adelante y esgrimiendo su látigo—. Ya le conozco, granuja. He oído hablar de usted. Usted es Holmes, el entrometido. Mi amigo sonrió. —¡Holmes, el metomentodo! La sonrisa se ensanchó. —¡Holmes, el correveidile de Scotland Yard! Holmes soltó una risita cordial. —Su conversación es de lo más amena —dijo—. Cuando se vaya, cierre la puerta, porque hay una cierta corriente. —Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir. No se atreva a meterse en mis asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha estado aquí. La he seguido. Soy un hombre peligroso para quien me fastidia. ¡Fíjese! Dio un rápido paso adelante, cogió el atizador y lo curvó con sus enormes manazas morenas. —¡Procure mantenerse fuera de mi alcance! —rugió. Y arrojando el hierro doblado a la chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas. —Parece una persona muy simpática —dijo Holmes echándose a reír—. Yo no tengo su corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos no son mucho más débiles que las suyas —y diciendo esto, recogió el atizador de hierro y con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo—. ¡Pensar que ha tenido la insolencia de confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este incidente añade interés personal a la investigación, y solo espero que nuestra amiga no sufra las consecuencias de su imprudencia al dejar que esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el desayuno y después daré un paseo hasta Doctors’ Commons, donde espero obtener algunos datos que nos ayuden en nuestra tarea. Era casi la una cuando Sherlock Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una hoja de papel azul repleta de cifras y anotaciones. —He visto el testamento de la esposa fallecida —dijo—. Para determinar el valor exacto, me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las inversiones que en él figuran. La renta total, que en la época en que murió la esposa era casi de 1.100 libras, en la actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas, no pasa de las 750. En caso de contraer matrimonio, cada hija puede reclamar una renta de 250. Es evidente, por lo tanto, que, si las dos chicas se hubiesen casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con que solo se casara una, ya notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en vano, ya que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes para tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado grave como para andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que el viejo ya sabe que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está usted dispuesto, llamaremos un coche para que nos lleve a Waterloo. Le agradecería mucho que se metiera el revólver en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es un excelente argumento para tratar con caballeros que pueden hacer nudos con un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que necesitamos. En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los árboles y los setos de los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce promesa de la primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia los prados. —¡Mire allá! —dijo. Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el alto tejado de una mansión muy antigua. —¿Stoke Moran? —preguntó. —Sí, señor; esa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el cochero. —Veo que están haciendo obras —dijo Holmes—. Es allí donde vamos. —El pueblo está allí —dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a cierta distancia a la izquierda—. Pero, si quieren ustedes ir a la casa, les resultará más corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que atraviesa el campo. Allí, por donde está paseando la señora. —Y me imagino que dicha señora es la señorita Stoner —comentó Holmes, haciendo visera con la mano sobre los ojos—. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted dice. Nos apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a Leatherhead. —Me pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla— que el cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto. Puede que eso evite chismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya ve que hemos cumplido nuestra palabra. Nuestra cliente de por la mañana había corrido a nuestro encuentro con la alegría pintada en el rostro. —Les he estado esperando ansiosamente —exclamó, estrechándonos afectuosamente las manos—. Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylott se ha marchado a Londres, y no es probable que vuelva antes del anochecer. —Hemos tenido el placer de conocer al doctor —dijo Holmes, y en pocas palabras le resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo. —¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Me ha seguido! —Eso parece. —Es tan astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva? —Más vale que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más astuto que él le sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche. Si se pone violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que aprovechar lo mejor posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto antes a las habitaciones que tenemos que examinar. El edificio era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de dichas alas, las ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte del tejado se había hundido, dándole un aspecto ruinoso. El bloque central estaba algo mejor conservado, pero el ala derecha era relativamente moderna, y las cortinas de las ventanas, junto con las volutas de humo azulado que salían de las chimeneas, demostraban que en ella residía la familia. En un extremo se habían levantado andamios y abierto algunos agujeros en el muro, pero en aquel momento no se veía ni rastro de los obreros. Holmes caminó lentamente de un lado a otro del césped mal cortado, examinando con gran atención la parte exterior de las ventanas. —Supongo que esta corresponde a la habitación en la que usted dormía; la del centro, a la de su difunta hermana, y la que se halla pegada al edificio principal, a la habitación del doctor Roylott. —Exactamente. Pero ahora duermo en la del centro. —Mientras duren las reformas, según tengo entendido. Por cierto, no parece que haya una necesidad urgente de reparaciones en ese extremo del muro. —No había ninguna necesidad. Yo creo que fue una excusa para sacarme de mi habitación. —¡Ah, esto es muy sugerente! Ahora, veamos: por la parte de atrás de esta ala está el pasillo al que dan estas tres habitaciones. Supongo que tendrá ventanas. —Sí, pero muy pequeñas. Demasiado estrechas para que pueda pasar nadie por ellas. —Puesto que ustedes dos cerraban sus puertas con llave por la noche, el acceso a sus habitaciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de entrar en su habitación y cerrar los postigos de la ventana? La señorita Stoner hizo lo que le pedían, y Holmes, tras haber examinado atentamente la ventana abierta, intentó por todos los medios abrir los postigos cerrados, pero sin éxito. No existía ninguna rendija por la que pasar una navaja para levantar la barra de hierro. A continuación, examinó con la lupa las bisagras, pero estas eran de hierro macizo, firmemente empotrado en la recia pared. —¡Hum! —dijo, rascándose la barbilla y algo perplejo—. Desde luego, mi teoría presenta ciertas dificultades. Nadie podría pasar con estos postigos cerrados. Bueno, veamos si el interior arroja alguna luz sobre el asunto. Entramos por una puertecita lateral al pasillo encalado al que se abrían los tres dormitorios. Holmes se negó a examinar la tercera habitación y pasamos directamente a la segunda, en la que dormía la señorita Stoner y en la que su hermana había encontrado la muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo bajo y con una amplia chimenea de estilo rural. En una esquina había una cómoda de color castaño, en otra, una cama estrecha con colcha blanca, y a la izquierda de la ventana, una mesa de tocador. Estos artículos, más dos sillitas de mimbre, constituían todo el mobiliario de la habitación, aparte de una alfombra cuadrada de Wilton que había en el centro. El suelo y las paredes eran de madera de roble, oscura y carcomida, tan vieja y descolorida que debía remontarse a la construcción original de la casa. Holmes arrimó una de las sillas a un rincón y se sentó en silencio, mientras sus ojos se desplazaban de un lado a otro, arriba y abajo, asimilando cada detalle de la habitación. —¿Con qué comunica esta campanilla? —preguntó por fin, señalando un grueso cordón de campanilla que colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a apoyarse en la almohada. —Con la habitación de la sirvienta. —Parece más nueva que el resto de las cosas. —Sí, la instalaron hace solo dos años. —Supongo que a petición de su hermana. —No; que yo sepa, nunca la utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras mismas. —La verdad, me parece innecesario instalar aquí un llamador tan bonito. Excúseme unos minutos mientras examino el suelo. Se tumbó boca abajo en el suelo, con la lupa en la mano, y se arrastró velozmente de un lado a otro, inspeccionando atentamente las rendijas del entarimado. A continuación hizo lo mismo con las tablas de madera que cubrían las paredes. Por último, se acercó a la cama y permaneció algún tiempo mirándola fijamente y examinando la pared de arriba abajo. Para terminar, agarró el cordón de la campanilla y dio un fuerte tirón. —¡Caramba, es simulado! —exclamó. —¿Cómo? ¿No suena? —No, ni siquiera está conectado a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese en que está conectado a un gancho justo por encima del orificio de ventilación. —¡Qué absurdo! ¡Jamás me había fijado! —Es muy extraño —murmuró Holmes, tirando del cordón—. Esta habitación tiene uno o dos detalles muy curiosos. Por ejemplo, el constructor tenía que ser un estúpido para abrir un orificio de ventilación que da a otra habitación, cuando, con el mismo esfuerzo, podría haberlo hecho comunicar con el aire libre. —Eso también es bastante moderno —dijo la señorita. —Más o menos, de la misma época que el llamador —aventuró Holmes. —Sí, por entonces se hicieron algunas reformas. —Y todas parecen de lo más interesante…: cordones de campanilla sin campanilla y orificios de ventilación que no ventilan. Con su permiso, señorita Stoner, proseguiremos nuestras investigaciones en la habitación de más adentro. La alcoba del doctor Grimesby Roylott era más grande que la de su hijastra, pero su mobiliario era igual de escueto. Una cama turca, una pequeña estantería de madera llena de libros, en su mayoría de carácter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar silla de madera arrimada a la pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de hierro, eran los principales objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió despacio la habitación, examinándolos todos con el más vivo interés. —¿Qué hay aquí? —preguntó, golpeando con los nudillos la caja fuerte. —Papeles de negocios de mi padrastro. —Entonces es que ha mirado usted dentro. —Solo una vez, hace años. Recuerdo que estaba llena de papeles. —¿Y no podría haber, por ejemplo, un gato? —No. ¡Qué idea tan extraña! —Pues fíjese en esto —y mostró un platillo de leche que había encima de la caja. —No, gato no tenemos, pero sí que hay un guepardo y un babuino. —¡Ah, sí, claro! Al fin y al cabo, un guepardo no es más que un gato grandote, pero me atrevería a decir que con un platito de leche no bastaría, ni mucho menos, para satisfacer sus necesidades. Hay una cosa que quiero comprobar. Se agachó ante la silla de madera y examinó el asiento con la mayor atención. —Gracias. Esto queda claro —dijo levantándose y metiéndose la lupa en el bolsillo—. ¡Vaya! ¡Aquí hay algo muy interesante! El objeto que le había llamado la atención era un pequeño látigo para perros que colgaba de una esquina de la cama. Su extremo estaba atado formando un lazo corredizo. —¿Qué le sugiere a usted esto, Watson? —Es un látigo común y corriente. Aunque no sé por qué tiene este nudo. —Eso no es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo malvado, y, cuando un hombre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelve aún peor. Creo que ya he visto suficiente, señorita Stoner, y, con su permiso, daremos un paseo por el jardín. Jamás había visto a mi amigo con un rostro tan sombrío y un ceño tan fruncido como cuando nos retiramos del escenario de la investigación. Habíamos recorrido el jardín varias veces de arriba abajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos atreviéramos a interrumpir el curso de sus pensamientos, cuando al fin Holmes salió de su ensimismamiento. —Es absolutamente esencial, señorita Stoner, que siga usted mis instrucciones al pie de la letra en todos los aspectos —dijo. —Le aseguro que así lo haré. —La situación es demasiado grave como para andarse con vacilaciones. Su vida depende de que haga lo que le digo. —Vuelvo a decirle que estoy en sus manos. —Para empezar, mi amigo y yo tendremos que pasar la noche en su habitación. Tanto la señorita Stoner como yo le miramos asombrados. —Sí, es preciso. Deje que le explique. Aquello de allá creo que es la posada del pueblo, ¿no? —Sí, el Crown. —Muy bien. ¿Se verán desde allí sus ventanas? —Desde luego. —En cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación, pretextando un dolor de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya, tiene usted que abrir la ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal y, a continuación, trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación que ocupaba antes. Estoy seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá arreglárselas para pasar allí una noche. —Oh, sí, sin problemas. —El resto, déjelo en nuestras manos. —Pero ¿qué van ustedes a hacer? —Vamos a pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese sonido que la ha estado molestando. —Me parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión —dijo la señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero. —Es posible. —Entonces, por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi hermana. —Prefiero tener pruebas más terminantes antes de hablar. —Al menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y si ella murió de un susto. —No, no lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más tangible. Y ahora, señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque, si regresara el doctor Roylott y nos viera, nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque, si hace lo que le he dicho, puede estar segura de que no tardaremos en librarla de los peligros que la amenazan. Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con sala de estar en el Crown. Las habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde nuestra ventana gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y del ala deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en un coche al doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo junto a la menuda figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo alguna dificultad para abrir las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furia con que agitaba los puños cerrados amenazándolo. El vehículo siguió adelante y, pocos minutos más tarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre los árboles, indicando que se había encendido una lámpara en uno de los salones. —¿Sabe usted, Watson? —dijo Holmes mientras permanecíamos sentados en la oscuridad—. Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay un elemento de peligro indudable. —¿Puedo servir de alguna ayuda? —Su presencia puede resultar decisiva. —Entonces iré, sin duda alguna. —Es usted muy amable. —Dice usted que hay peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más de lo que pude ver yo. —Eso no, pero supongo que habré deducido unas pocas cosas más que usted. Imagino, sin embargo, que vería usted lo mismo que yo. —Yo no vi nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad confieso que se me escapa por completo. —¿Vio usted el orificio de ventilación? —Sí, pero no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni una rata. —Yo sabía que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke Moran. —¡Pero Holmes, por favor! —Le digo que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el cigarro del doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que tenía que existir una comunicación entre las dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña, o alguien se habría fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje, pues, que se trataba de un orificio de ventilación. —Pero ¿qué tiene eso de malo? —Bueno, por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio, se instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta llamativo? —Hasta ahora no veo ninguna relación. —¿No observó un detalle muy curioso en la cama? —No. —Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo? —No puedo decir que sí. —La señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la misma posición con respecto a la abertura y al cordón…, podemos llamarlo así, porque, evidentemente, jamás se pensó en dotarlo de campanilla. —Holmes, creo que empiezo a entrever adonde quiere usted ir a parar —exclamé—. Tenemos el tiempo justo para impedir algún crimen artero y horrible. —De lo más artero y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que ningún criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban en la cumbre de su profesión. Este hombre aún va más lejos, pero creo, Watson, que podremos llegar más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones más agradables durante unas horas. A eso de las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a oscuras en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de pronto, justo al sonar las once, se encendió exactamente frente a nosotros una luz aislada y brillante. —Esa es nuestra señal —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Viene de la ventana del centro. Al salir, Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos a hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible que pasáramos la noche en su casa. Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con el viento helado soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando frente a nosotros en medio de las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión. No tuvimos dificultades para entrar en la finca porque la vieja tapia del parque estaba derruida por varios sitios. Nos abrimos camino entre los árboles, llegamos al jardín, lo cruzamos, y nos disponíamos a entrar por la ventana cuando de un macizo de laureles salió disparado algo que parecía un niño deforme y repugnante, que se tiró sobre la hierba retorciendo los miembros y luego corrió a toda velocidad por el jardín hasta perderse en la oscuridad. —¡Dios mío! —susurré—. ¿Ha visto eso? Por un momento, Holmes se quedó tan sorprendido como yo, y su mano se cerró como una presa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír en voz baja y acercó los labios a mi oído. —Es una familia encantadora —murmuró—. Eso era el babuino. Me había olvidado de los extravagantes animalitos de compañía del doctor. Había también un guepardo, que podía caer sobre nuestros hombros en cualquier momento. Confieso que me sentí más tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo de Holmes y quitarme los zapatos, me encontré dentro de la habitación. Mi compañero cerró los postigos sin hacer ruido, colocó la lámpara encima de la mesa y recorrió con la mirada la habitación. Todo seguía igual que como lo habíamos visto durante el día. Luego se arrastró hacia mí y, haciendo bocina con la mano, volvió a susurrarme al oído, en voz tan baja que a duras penas conseguí entender las palabras. —El más ligero ruido sería fatal para nuestros planes. Asentí para dar a entender que lo había oído. —Tenemos que apagar la luz o se vería por la abertura. Asentí de nuevo. —No se duerma. Su vida puede depender de ello. Tenga preparada la pistola por si acaso la necesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usted en esa silla. Saqué mi revólver y lo puse en una esquina de la mesa. Holmes había traído un bastón largo y delgado, que colocó en la cama a su lado. Junto a él puso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la lámpara y quedamos sumidos en las tinieblas. ¿Cómo podría olvidar aquella angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera el de una respiración, pero yo sabía que a pocos pasos de mí se encontraba mi compañero, sentado con los ojos abiertos y en el mismo estado de excitación que yo. Los postigos no dejaban pasar ni un rayito de luz, y esperábamos en la oscuridad más absoluta. De vez en cuando nos llegaba del exterior el grito de alguna ave nocturna, y en una ocasión oímos, al lado mismo de nuestra ventana, un prolongado gemido gatuno, que indicaba que, efectivamente, el guepardo andaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lo lejos las graves campanadas del reloj de la iglesia. ¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Dieron las doce, la una, las dos, las tres, y nosotros seguíamos sentados en silencio, aguardando lo que pudiera suceder. De pronto se produjo un momentáneo resplandor en lo alto, en la dirección del orificio de ventilación, que se apagó inmediatamente; le siguió un fuerte olor a aceite quemado y metal recalentado. Alguien había encendido una linterna sorda en la habitación contigua. Oí un suave rumor de movimiento, y luego todo volvió a quedar en silencio, aunque el olor se hizo más fuerte. Permanecí media hora más con los oídos en tensión. De repente se oyó otro sonido…, un sonido muy suave y acariciador, como el de un chorlito de vapor al salir de una tetera. En el instante mismo en que lo oímos, Holmes saltó de la cama, encendió una cerilla y golpeó furiosamente con su bastón el cordón de la campanilla. —¿Lo ve, Watson? —gritaba—. ¿Lo ve? Pero yo no veía nada. En el mismo momento en que Holmes encendió la luz, oí un silbido suave y muy claro, pero el repentino resplandor ante mis ojos hizo que me resultara imposible distinguir qué era lo que mi amigo golpeaba con tanta ferocidad. Pude percibir, no obstante, que su rostro estaba pálido como la muerte, con una expresión de horror y repugnancia. Había dejado de dar golpes y levantaba la mirada hacia el orificio de ventilación, cuando, de pronto, el silencio de la noche se rompió con el alarido más espantoso que jamás he oído. Un grito cuya intensidad iba en aumento, un ronco aullido de dolor, miedo y furia, todo mezclado en un solo chillido aterrador. Dicen que abajo, en el pueblo, e incluso en la lejana casa parroquial, aquel grito levantó a los durmientes de sus camas. A nosotros nos heló el corazón; yo me quedé mirando a Holmes, y él a mí, hasta que los últimos ecos se extinguieron en el silencio del que habían surgido. —¿Qué puede significar eso? —jadeé. —Significa que todo ha terminado —respondió Holmes—. Y quizás, a fin de cuentas, sea lo mejor que habría podido ocurrir. Coja su pistola y vamos a entrar en la habitación del doctor Roylott. Encendió la lámpara con expresión muy seria y salió al pasillo. Llamó dos veces a la puerta de la habitación sin que respondieran desde dentro. Entonces hizo girar el picaporte y entró, conmigo pegado a sus talones, con la pistola amartillada en la mano. Una escena extraordinaria se ofrecía a nuestros ojos. Sobre la mesa había una linterna sorda con la pantalla a medio abrir, arrojando un brillante rayo de luz sobre la caja fuerte, cuya puerta estaba entreabierta. Junto a la mesa, en la silla de madera, estaba sentado el doctor Grimesby Roylott, vestido con una larga bata gris, bajo la cual asomaban sus tobillos desnudos, con los pies enfundados en unas babuchas rojas. Sobre su regazo descansaba el corto mango del largo látigo que habíamos visto el día anterior, el curioso látigo con el lazo en la punta. Tenía la barbilla apuntando hacia arriba y los ojos fijos, con una mirada terriblemente rígida, en una esquina del techo. Alrededor de la frente llevaba una curiosa banda amarilla con lunares pardos que parecía atada con fuerza a la cabeza. Al entrar nosotros, no se movió ni hizo sonido alguno. —¡La banda! ¡La banda de lunares! —susurró Holmes. Di un paso adelante. Al instante, el extraño tocado empezó a moverse y se desenroscó, apareciendo entre los cabellos la cabeza achatada en forma de rombo y el cuello hinchado de una horrenda serpiente. —¡Una víbora de los pantanos! —exclamó Holmes—. La serpiente más mortífera de la India. Este hombre ha muerto a los diez segundos de ser mordido. ¡Qué gran verdad es que la violencia se vuelve contra el violento y que el intrigante acaba por caer en la fosa que cava para otro! Volvamos a encerrar a este bicho en su cubil y luego podremos llevar a la señorita Stoner a algún sitio más seguro e informar a la policía del condado de lo que ha sucedido. Mientras hablaba cogió rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó el lazo por el cuello del reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo con el brazo bien extendido, lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación. Estos son los hechos verdaderos de la muerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran. No es necesario que alargue un relato que ya es bastante extenso explicando cómo comunicamos la triste noticia a la aterrorizada joven, cómo la llevamos en el tren de la mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el lento proceso de la investigación judicial llegó a la conclusión de que el doctor había encontrado la muerte mientras jugaba imprudentemente con una de sus peligrosas mascotas. Lo poco que aún me quedaba por saber del caso me lo contó Sherlock Holmes al día siguiente, durante el viaje de regreso. —Yo había llegado a una conclusión absolutamente equivocada —dijo—, lo cual demuestra, querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes. La presencia de los gitanos y el empleo de la palabra «banda», que la pobre muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto de lo que había entrevisto fugazmente a la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme tras una pista completamente falsa. El único mérito que puedo atribuirme es el de haber reconsiderado inmediatamente mi postura cuando, pese a todo, se hizo evidente que el peligro que amenazaba al ocupante de la habitación, fuera el que fuera, no podía venir por la ventana ni por la puerta. Como ya le he comentado, en seguida me llamaron la atención el orificio de ventilación y el cordón que colgaba sobre la cama. Al descubrir que no tenía campanilla y que la cama estaba clavada al suelo, empecé a sospechar que el cordón pudiera servir de puente para que algo entrara por el agujero y llegara a la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una serpiente y, sabiendo que el doctor disponía de un buen surtido de animales de la India, sentí que probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea de utilizar una clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir parecía digna de un hombre inteligente y despiadado, con experiencia en Oriente. Muy sagaz tendría que ser el juez de guardia capaz de descubrir los dos pinchacitos que indicaban el lugar donde habían actuado los colmillos venenosos. »A continuación pensé en el silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a la serpiente antes de que la víctima pudiera verla a la luz del día. Probablemente, la tenía adiestrada, por medio de la leche que vimos, para que acudiera cuando él la llamaba. La hacía pasar por el orificio cuando le parecía más conveniente, seguro de que bajaría por la cuerda y llegaría a la cama. Podía morder a la durmiente o no; es posible que esta se librase todas las noches durante una semana, pero tarde o temprano tenía que caer. »Había llegado ya a estas conclusiones antes de entrar en la habitación del doctor. Al examinar su silla comprobé que tenía la costumbre de ponerse en pie sobre ella: evidentemente, tenía que hacerlo para llegar al respiradero. La visión de la caja fuerte, el plato de leche y el látigo con lazo, bastó para disipar las pocas dudas que pudieran quedarme. El golpe metálico que oyó la señorita Stoner lo produjo sin duda el padrastro al cerrar apresuradamente la puerta de la caja fuerte, tras meter dentro a su terrible ocupante. Una vez formada mi opinión, ya conoce usted las medidas que adopté para ponerla a prueba. Oí el silbido del animal, como sin duda lo oyó usted también, y al momento encendí la luz y lo ataqué. —Con el resultado de que volvió a meterse por el respiradero. —Y también con el resultado de que, una vez al otro lado, se revolvió contra su amo. Algunos golpes de mi bastón habían dado en el blanco, y la serpiente debía de estar de muy mal humor, así que atacó a la primera persona que vio. No cabe duda de que soy responsable indirecto de la muerte del doctor Grimesby Roylott, pero confieso que es poco probable que mi conciencia se sienta abrumada por ello. PACIENTE RESIDENTE Al echar una mirada a las, en cierto modo, incoherentes series de historias con las que he procurado ilustrar unas cuantas de las peculiaridades mentales de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, me he quedado impresionado al comprobar todas las dificultades que he encontrado para escoger ejemplos que ilustren todos los aspectos de mi objetivo. Se debe esto a que en aquellos casos en los que Holmes llevó a cabo ciertos tour-de-force de razonamiento analítico y demostró el valor de sus métodos de investigación, los propios hechos habían sido tan leves o tan comunes, que no me sentía justificado al exponerlos ante el público. Por otro lado, ha sucedido a menudo que él se ha visto metido en investigaciones en las que se presentaban hechos de una importancia y un dramatismo notables, pero en los que el intercambio de opiniones —algo que él siempre hace a la hora de determinar las causas— fue menos pronunciado de lo que yo —como biógrafo suyo— hubiera podido desear. Un pequeño asunto cuya crónica escribí bajo el título de Estudio en escarlata, y aquel otro posterior conectado con la pérdida del Gloria Scott, pueden servir de ejemplo de estos Escila y Caribdis que siempre amenazarán a su historiador. Puede ser que, en el asunto que estoy a punto de empezar, el papel jugado por mi amigo no sea muy destacado; pero, aun así, el hilo de los acontecimientos es tan notable, que no puedo resignarme a omitirlo en esta serie. Había sido un día de octubre cerrado y lluvioso. —¡Qué día más poco saludable, Watson! —dijo mi amigo—. Pero la tarde ha traído algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres? Había sido un día de agosto pesado y lluvioso. Teníamos las persianas entornadas y Holmes estaba tumbado en el sofá leyendo y releyendo una carta que le había llegado en el correo de la mañana. En lo que a mí se refería, la temporada que había pasado sirviendo en la India me había preparado para aguantar el calor mejor que el frío y podía soportar sin agobiarme los 32° de temperatura que marcaba el termómetro. Pero el periódico carecía de todo interés. Las sesiones del Parlamento se habían suspendido; todo el mundo se había ido de la ciudad y yo suspiraba por encontrarme en los bosques del New Forest o en las playas de guijarros de Southsea. La situación de mi cuenta bancaria me había obligado a dejar mis vacaciones para mejor ocasión y en cuanto a mi amigo, ni el campo ni la playa le atraían lo más mínimo. Le encantaba verse rodeado por cinco millones de personas, tendiendo sus redes para que nada ni nadie se escapara a su vigilancia, siempre alerta ante cualquier rumor o sospecha de un crimen sin resolver. El saber apreciar la naturaleza no se encontraba entre sus innumerables facultades y el único cambio que se daba en su vida era cuando se alejaba del malhechor ciudadano para seguir las huellas de su semejante en el campo. Advirtiendo que Holmes estaba demasiado absorto para conversar, había tirado a un lado aquel periódico tan falto de noticias y recostándome en el asiento, me quedé un rato abstraído. De repente la voz de mi amigo me sacó de mi ensimismamiento. —Tiene razón, Watson —dijo—. Efectivamente parece un modo de resolver los problemas bastante ridículo. —De lo más ridículo —respondí, y entonces, dándome cuenta de cómo se había hecho eco de un pensamiento profundamente hundido en mi alma, me erguí en el asiento y le miré totalmente atónito—. ¿Qué es esto, Holmes? —exclamé—. Va mucho más lejos de lo que hubiera imaginado. Se rió con ganas ante mi perplejidad. —Recuerde —dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí un párrafo de Poe en el que un acertado conversador sigue los pensamientos no verbalizados de su compañero, usted se inclinaba a considerar el asunto como un simple tour-de-force del autor. Al observar yo que yo mismo tenía la costumbre de hacer constantemente esto mismo, usted expresó cierta incredulidad. —¡Oh, no! —Quizá no con palabras, mi querido Watson, pero ciertamente sí con las cejas. Conque cuando vi que, tras haber tirado a un lado el periódico, se disponía usted a seguir el hilo de una idea determinada, me produjo un gran contento el ver que se me presentaba la oportunidad de adivinarla, de entrar en definitiva dentro de su pensamiento, dándole así pruebas de que había estado en rapport con usted. Pero esto no me dejaba satisfecho. —En el ejemplo que usted me leyó —dije— el razonador saca sus conclusiones a partir de las acciones que lleva a cabo el hombre a quien había estado observando. Si no recuerdo mal, este tropezó con un montón de piedras, alzó la mirada al cielo, etc… Pero yo he estado tranquilamente sentado, ¿qué pistas puedo haberle dado? —Es usted injusto consigo mismo. Al hombre le son dadas las facciones para que se sirva de ellas a la hora de expresar sus emociones, y las suyas, sus facciones, le son fieles sirvientes. —¿Quiere usted decir que ha seguido el hilo de mis pensamientos a partir de mis facciones? —Sus facciones y especialmente sus ojos. ¿Podría usted recordar cómo empezó su ensoñación? —No, no puedo. —Entonces se lo diré yo. Tras tirar el periódico, que fue la acción que atrajo mi atención, se quedó usted sentado con la mirada perdida. Entonces sus ojos repararon en ese grabado del General Gordon que acaba usted de hacer enmarcar y vi, por el cambio que se produjo en su rostro, que acababa de iniciar un hilo de pensamientos, pero este no llegó muy lejos. Su mirada se volvió luego hacia ese retrato sin marco de Henry Ward Beecher que está encima de sus libros, levantando después la vista hacia la pared, y evidentemente era obvio lo que esto significaba. Estaba usted pensando que si el retrato estuviera enmarcado ocuparía ese espacio vacío, pasando a estar enfrente el grabado de Gordon que está en esa otra pared. —¡Me ha seguido maravillosamente! —exclamé. —Hasta aquí no había lugar a error. Luego su pensamiento se centró de nuevo en Beecher y le miró fijamente como si estuviera haciendo un detenido examen de sus rasgos. Su cara expresaba una gran concentración mientras no dejaba de observarle, aunque ya no tenía usted el ceño fruncido como un momento antes. Estaba recordando los incidentes de la carrera de Beecher. Yo era consciente de que no podría hacerlo sin pensar en la misión que el Norte le encomendó a este durante la Guerra Civil, porque recuerdo su indignación ante el modo de recibirlo entonces la facción más turbulenta de nuestro pueblo. Expresó usted su sentir tan contundentemente en aquella ocasión, que yo supe ahora que no podría pensar en Beecher sin pensar también en aquel incidente. Cuando un rato después vi que separaba la vista del grabado, sospeché que sus pensamientos se encaminaban ahora hacia la Guerra Civil y, cuando observé la fuerza con la que se cerraban sus labios, el centelleo de sus ojos y el modo de agarrarse con sus manos al asiento, estuve seguro de que era totalmente cierto que estaba pensando en el valor que mostraron ambas partes en aquella lucha desesperada. Pero luego su rostro volvió a ponerse triste y movió apesadumbrado la cabeza. Su pensamiento se había detenido en lo triste que es, en el horror y en la inutilidad de desperdiciar así la vida. Se llevó la mano a su vieja herida y sus labios dejaron escapar una temblorosa sonrisa, lo que me indicó que se había impuesto en su pensamiento la idea de que es una ridiculez resolver los problemas internacionales sirviéndose de semejante método. En este punto asentí con usted en que era ridículo y me quedé encantado al comprobar que eran correctas todas mis deducciones. —¡Absolutamente! —dije—. Y ahora que me lo ha terminado de explicar, he de confesar que estoy, si cabe, más impresionado que antes. —Era totalmente superficial, querido Watson, se lo aseguro. De no haber mostrado usted el otro día cierta incredulidad, no me hubiera entrometido. Pero la tarde ha traído algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres? Yo estaba harto de nuestro pequeño cuarto de estar y consentí encantado. Estuvimos vagando durante tres horas viendo el siempre cambiante calidoscopio de la vida tal como fluye y refluye por Fleet Street y el Strand. La característica charla de Holmes, con su profunda observación de los detalles y su sutil poder de deducción, me mantenía divertido y cautivado. Dieron las diez antes de que estuviéramos de vuelta en Baker Street. Una berlina esperaba a la puerta. —¡Hum!, es la de un médico, y un médico de cabecera, según veo —dijo Holmes—. No hace mucho que ejerce, pero ha tenido la ocasión de hacer un buen negocio. Imagino que viene a consultarnos. ¡Qué suerte que hayamos vuelto! Yo estaba lo bastante familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento y para ver que la naturaleza y estado de los diversos instrumentos médicos que había en la cesta de mimbre que colgaba de la lámpara dentro de la berlina le habían proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz encendida arriba en nuestra ventana mostraba que esta tardía visita era de verdad para nosotros. Con cierta curiosidad sobre lo que podría hacer venir a un colega médico a vernos a tales horas, seguí a Holmes al interior de nuestro sanctasanctórum. Un hombre pálido, de rostro afilado y con patillas rojizas, se levantó de una silla al lado del fuego cuando entramos. Su edad no pasaba de los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su expresión ojerosa y su mal color hablaban por él de una vida que le había agotado todas las fuerzas, robándole su juventud. Sus maneras demostraban cierto nerviosismo y timidez, como las de un caballero sensible, y la fina y blanca mano que posó en la repisa de la chimenea al levantarse era más de un artista que de cirujano. Su indumentaria era sobria y un poco triste; una levita negra, pantalones oscuros y un toque de color en la corbata. —Buenas noches, doctor —dijo Holmes vivamente—. Me alegra ver que solo lleva unos minutos esperando. —¿Ha hablado ya con mi cochero? —No, ha sido la vela que hay en ese velador la que me lo ha indicado. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle. —Me llamo Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, soy médico y vivo en el 403 de Brook Street. —¿Es usted el autor de una monografía sobre ciertas oscuras lesiones del sistema nervioso? —pregunté yo. Sus pálidas mejillas se sonrojaron de placer al oír que yo conocía su obra. —Oigo tan raramente hablar de este trabajo, que pensé que ya sería algo muerto —dijo—. Mis editores me han dado un descorazonador informe sobre su venta. Presumo que usted es médico, ¿no es así? —Cirujano de la Armada retirado. —Mi hobby han sido siempre las enfermedades nerviosas. Desearía que estas constituyeran mi especialidad, pero, por supuesto, un hombre ha de tomar al principio lo que puede conseguir. Sin embargo, esto está al margen del problema, señor Holmes, y yo aprecio bastante su valioso tiempo. El hecho es que en mi casa de Brook Street se ha venido sucediendo una singular cadena de acontecimientos y hoy ha llegado a tal extremo, que sentí que no podía esperar ni una hora más sin pedirle consejo y ayuda. Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa. —Sea usted bienvenido para ambas cosas —dijo—. Le ruego que me dé un informe detallado de cuáles son las circunstancias que le han perturbado. —Una o dos son tan triviales —dijo el doctor Trevelyan—, que realmente me da casi vergüenza mencionarlas. Pero el asunto es tan inexplicable y el reciente giro que ha tomado el asunto es tan elaborado, que se lo expondré todo para que juzgue usted lo que es esencial y lo que no. »Para empezar, me veo obligado a decir algo sobre mi carrera. Estudié en la Universidad de Londres, sabe usted, y estoy seguro de que no va a pensar que me alabo indebidamente si le digo que mis profesores consideraban que mi carrera era prometedora. Después de graduarme, continué dedicándome a la investigación, ocupando un puesto sin importancia en el hospital de King’s College, y tuve la fortuna de levantar un considerable interés por mi investigación sobre la patología de la catalepsia, ganando finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre las lesiones nerviosas a la que su amigo acaba de aludir. No exageraría demasiado si dijera que en aquel momento la impresión general era que una distinguida carrera se presentaba ante mí. »Pero para esto tenía que sortear el grandísimo escollo de la falta de dinero. Como en seguida comprenderán, un especialista que quiera apuntar alto está obligado a iniciar su consulta en una de las calles de la docena que componen el barrio de Cavendish Square, lo cual significa pagar una enorme renta y hacer un gran desembolso inicial para el mobiliario. Además de esos gastos preliminares, ha de contar con mantenerse durante algunos años y con alquilar un carruaje presentable y un caballo. Esto estaba más allá de mis posibilidades y lo único que podía hacer era esperar que tras diez años habría ahorrado lo suficiente para permitirme colgar la placa de médico especialista a mi puerta. Sin embargo, de repente, un inesperado incidente hizo que se abrieran ante mí nuevas perspectivas. »Este fue la visita de un caballero de nombre Blessington, absoluto desconocido para mí. Apareció en mi habitación una mañana y en un instante se metió de lleno en el negocio que le traía. »—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha hecho una carrera tan brillante y que ha ganado recientemente un gran premio? —dijo. »Yo asentí con la cabeza. »—Contésteme con franqueza —continuó—, porque va en su propio interés, como en seguida verá. Cuenta usted con la inteligencia precisa para ser un hombre de éxito. ¿Tiene el mismo tacto? »No pude evitar el sonreír ante la brusquedad de la pregunta. »—Confío en tener la parte que me corresponde. »—¿Alguna mala costumbre? ¿No tiene inclinación a la bebida? »—¡Por Dios, señor! »—¡Bien, pues! ¡Eso está pero que muy bien! Pero quería preguntarle algo. Con todas esas cualidades, ¿por qué no ejerce? »Me encogí de hombros. »—Venga, venga —dijo con su característica rapidez—. La vieja historia. Más en su cabeza que en sus bolsillos, ¿no? ¿Qué diría si yo le propusiera abrirle una consulta en Brook Street? »Le miré atónito. »—Oh, es por mi propio bien, no por el suyo —exclamó—. Le seré totalmente franco y, si le va bien lo que voy a proponerle, a mí también me irá. Tengo unos cuantos cientos de libras para invertir, sabe, y creo que lo haré con usted. »—Pero, ¿por qué? —dije con un hilo de voz. »—Bueno, es igual que cualquier especulación y más segura que la mayoría. »—¿Y qué tengo que hacer yo? »—Se lo diré. Yo cogeré la casa, la amueblaré, pagaré el servicio y me encargaré de llevarla. Todo lo que usted tiene que hacer es gastar el sillón de la consulta. Le daré dinero de bolsillo y todo lo que necesite. De lo que gane me dará a mí las tres cuartas partes y usted se quedará con el resto. »Era extraño, señor Holmes, el ofrecimiento con que se me acercaba aquel hombre. No voy a aburrirle con la narración de todo lo que regateamos y negociamos. Terminó con que yo me fui a vivir a esa casa cerca del día de la Anunciación y empecé a ejercer casi de acuerdo con las mismas condiciones que él había sugerido. El se vino a vivir conmigo en calidad de paciente residente. Al parecer, tenía el corazón débil, y necesitaba una supervisión médica constante. Convirtió las dos mejores habitaciones del primer piso en un cuarto de estar y un dormitorio para él. Todas las tardes a la misma hora entraba en la consulta, examinaba los libros, dejaba cinco chelines y tres peniques por cada guinea que yo había ganado y se llevaba el resto a la caja fuerte de su habitación. »Puedo decir con seguridad que nunca tuvo la ocasión de lamentar su especulación. Fue un éxito desde el principio. Unos cuantos buenos casos y la reputación que había ganado en el hospital me pusieron rápidamente a la cabeza de la especialidad, convirtiéndole en estos dos últimos años en un hombre muy rico. »Esto es lo que puedo decirle, señor Holmes, respecto a mi historia pasada y a mis relaciones con el señor Blessington. Solo me queda por contarle lo que ha sucedido para hacerme venir aquí esta noche. »Hace unas semanas el señor Blessington bajó a la consulta a verme; venía, según me pareció entonces, en un estado de agitación considerable. Me habló de que habían cometido un robo, dijo, en el West End y recuerdo que parecía estar innecesariamente preocupado por ello, llegando a decir que no podíamos dejar pasar ni un día sin poner cerrojos en las ventanas y en las puertas. Durante una semana siguió teniendo este peculiar estado de inquietud, vigilando continuamente por las ventanas, y dejó de dar el corto paseo que solía anunciar la hora de su cena. Lo que me sorprendía de su comportamiento era que tenía un miedo mortal a algo o a alguien, pero cuando le preguntaba acerca de ello se ponía tan ofensivo conmigo que me vi obligado a abandonar el tema. Según fue pasando el tiempo pareció que sus miedos se fueron desvaneciendo, y ya había renovado sus antiguas costumbres, cuando un nuevo acontecimiento le redujo al lastimoso estado de postración en el que ahora se encuentra. »He aquí lo sucedido: hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No trae fecha ni la dirección del remitente. «Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra —dice— estaría encantado de ponerse en las manos del doctor Percy Trevelyan. Lleva varios años siendo víctima de ataques de catalepsia en los que, como todo el mundo sabe, el doctor Trevelyan es una autoridad. Propone ir a verle mañana a eso de las seis y cuarto de la tarde, si es que es esta una hora conveniente para el doctor Trevelyan». »Esta carta me interesó profundamente, porque la principal dificultad en el estudio de la catalepsia la constituye la propia rareza de la enfermedad. Puede usted creer, pues, que yo estaba en el consultorio cuando a la hora fijada el criado hizo entrar al paciente. »Era un hombre mayor, delgado, recatado y vulgar, en ningún aspecto la concepción que uno se forma de un noble ruso. Pero todavía me asombró más el aspecto de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente guapo, con un rostro oscuro y agresivo y unos miembros y un tórax hercúleos. Iba sujetando al otro por el brazo cuando entraron y le ayudó a sentarse con una ternura que no hubiera esperado de un hombre con semejante aspecto. »—Perdone que haya entrado, doctor —dijo en un inglés balbuciente—. Este es mi padre y su salud es para mí un problema agobiante. »Me emocionó esta ansiedad del hijo para con el padre. »—¿Le gustaría quizá quedarse durante la consulta? —dije. »—Por nada del mundo —exclamó con un gesto de horror—. Es para mí más doloroso de lo que puedo expresar. Si tuviera que ver a mi padre con uno de esos horribles ataques que le dan, estoy seguro de que no podría seguir viviendo. Mi propio sistema nervioso es muy sensible. Con su permiso, me quedaré en la sala de espera mientras examina a mi padre. «Asentí, por supuesto, y el joven se retiró. El paciente y yo nos sumergimos en una conversación sobre su caso, y fui tomando notas exhaustivas. Su inteligencia no era muy sobresaliente y sus respuestas eran frecuentemente oscuras, cosa que atribuí a su limitado conocimiento de la lengua. Sin embargo, de repente, mientras yo estaba escribiendo sentado a mi mesa, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me chocó ver que estaba sentado muy derecho en la silla y me miraba con un rostro absolutamente inexpresivo y rígido. Esta misteriosa enfermedad había vuelto a apoderarse de él. »Tuve en primer lugar, como acabo de decir, un sentimiento de lástima y horror. Mi segundo sentimiento me temo que fue más bien de satisfacción profesional. Tomé las notas del pulso y la temperatura de mi paciente, probé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada anormal en todo ello, lo cual concordaba con mis experiencias anteriores. Había obtenido buenos resultados en casos parecidos con la inhalación de nitrito de amilo, y al presente parecía una oportunidad admirable para probar sus virtudes. Tenía la botella abajo, en mi laboratorio; corrí a buscarla escaleras abajo. Tardé un poco en encontrarla, pongamos cinco minutos, y volví. Imagine mi sorpresa al encontrar que la habitación estaba vacía y que el paciente se había ido. »Por supuesto, lo primero que hice fue abalanzarme a la sala de espera. El hijo también se había ido. La puerta de la calle estaba cerrada, pero no con llave. El criado que abre la puerta a los pacientes es un chico nuevo y bastante lento. Espera abajo y sube para acompañar a los pacientes hasta la puerta, cuando yo toco el timbre de la consulta. No oyó nada y el asunto quedó en un misterio. El señor Blessington volvió de su paseo poco después; últimamente he conseguido la costumbre de comunicarme con él lo menos posible. »Bueno, pensé que nunca más volvería a saber del ruso y de su hijo, conque puede usted imaginarse mi sorpresa cuando esta tarde a la misma hora entraron ambos en mi consultorio, tal como habían hecho antes. »—Sentía que debía pedirle excusas por mi brusca desaparición de ayer, doctor —dijo mi paciente. »—Confieso que me quedé muy sorprendido —dije yo. »—Bueno —observó él— el hecho es que, cuando vuelvo en mí tras los ataques, se me forma una especie de nube en la mente que me impide recordar lo que ha sucedido antes. Me desperté en la que me pareció una habitación muy extraña y me encaminé hacia la calle como mareado mientras usted estaba ausente. »—Y yo —dijo el hijo—, al ver a mi padre pasar por delante de la sala de espera, pensé naturalmente que la consulta había terminado. Hasta que llegamos a casa no nos dimos cuenta del verdadero estado de las cosas. »—Bueno —dije yo riéndome—, no ha pasado nada, salvo que me dejaron terriblemente sorprendido; así que, si usted, señor, tuviera la bondad de entrar en la sala de espera, yo con mucho gusto continuaría la consulta que ayer interrumpimos de un modo tan brusco. »Durante media hora más o menos estuve hablando con el anciano caballero sobre sus síntomas, tras lo cual, habiéndole hecho una receta, le vi marcharse del brazo de su hijo. «Como he dicho, el señor Blessington generalmente escoge esta hora del día para salir a hacer un poco de ejercicio. Entró poco después y subió. Al cabo de un momento le oí bajar corriendo las escaleras y se precipitó en mi consultorio con el aspecto de un hombre que se ha vuelto loco por el pánico. »—¿Quién ha estado en mi habitación? —exclamó. »—Nadie —dije yo. »—¡Eso es mentira! —vociferó—. Suba y mire. »Hice caso omiso de su grosería, porque parecía que el miedo le hubiera sacado de sus casillas. Cuando subí con él, me señaló varias pisadas marcadas en la liviana alfombra. »—¿Intenta usted decir que son mías? —gritó. »Eran ciertamente mucho más grandes que las que él pudiera haber dejado y evidentemente bastante recientes. Ha llovido mucho durante esta tarde, como sabe, y mis pacientes eran la única gente que había venido. Debía de haberse dado el caso, pues, de que el hombre que estaba esperando en la sala había subido, por alguna razón desconocida, mientras yo estaba ocupado con el otro, a la habitación de mi paciente residente. No habían tocado ni cogido nada, pero las pisadas mostraban que la intrusión era un hecho del que no cabía duda. »El señor Blessington parecía más excitado por el asunto de lo que yo hubiera creído posible, aunque, por supuesto, esto bastaba para perturbar la paz de cualquiera. De hecho, se sentó en un sillón y se puso a llorar, y apenas pude conseguir que hablara coherentemente. Sugirió que viniera a verle a usted y yo, por supuesto, en seguida vi que era algo apropiado, porque el incidente es ciertamente bastante especial, aunque él parece estar dándole más importancia de la que tiene. Solo con que viniera conmigo en la berlina, conseguiría al menos calmarlo un poco, aunque difícilmente espero que pueda explicar este notable acontecimiento. Sherlock Holmes había escuchado este largo relato con una intensidad que me indicaba que le había interesado profundamente. Su rostro estaba más impasible que nunca, pero los párpados le caían más pesadamente que de costumbre sobre los ojos, y las volutas de humo que salían de su pipa se hacían más espesas, como si quisiera enfatizar con ello los momentos importantes en la narración del doctor. Cuando nuestro visitante concluyó, Holmes saltó de la silla sin decir una palabra, me dio mi sombrero, cogió el suyo de encima de la mesa y siguió al doctor Trevelyan hacia la puerta. En un cuarto de hora nos dejaba ante la residencia del doctor en Brook Street, una de esas casas sombrías de fachada lisa que uno asocia con la clientela del West End. Nos abrió la puerta un pequeño criado y en seguida empezamos a subir por una escalera ancha y bien alfombrada. Pero una singular interrupción nos hizo detenernos. La luz que había en lo alto de la escalera se apagó de golpe, y en la oscuridad se oyó una voz aguda, temblorosa. —Tengo una pistola —gritó—. Les doy mi palabra de que dispararé si se acercan. —Esto es realmente indignante, señor Blessington —gritó el doctor Trevelyan. —Ah, ¿es usted, doctor? —dijo la voz, dando un suspiro de alivio—. Pero esos caballeros, ¿son lo que pretenden ser? Éramos conscientes de que nos escrutaba detenidamente en la oscuridad. —Sí, sí, está bien —dijo la voz por último—. Pueden subir, y lo siento si mis precauciones los han molestado. Volvió a encender la luz de gas de la escalera y vimos ante nosotros un hombre de una apariencia singular; su aspecto, así como su voz, revelaban que estaba como un cencerro. Estaba muy gordo, pero, al parecer, en algún momento lo había estado más, porque la piel de la cara le colgaba en flojas bolsas como si se tratara de las mejillas de un sabueso. Tenía un color enfermizo y su fino cabello rubio parecía que se le había puesto de punta con la intensidad de su emoción. Tenía una pistola en la mano, pero se la echó al bolsillo al acercarnos nosotros. —Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Puede estar seguro de que le estoy muy agradecido por haber venido. Nadie ha necesitado nunca su consejo más de lo que lo necesito yo ahora. Supongo que el doctor Trevelyan ya le habrá hablado de esta injustificable intrusión en mis habitaciones, ¿no es así? —Más o menos —dijo Holmes—. ¿Quiénes son esos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarle? —Bueno, bueno —dijo nervioso el paciente residente—, por supuesto es difícil decirlo. Difícilmente puede esperar que yo conteste a eso, señor Holmes. —¿Quiere decir que no lo sabe? —Pase, por favor. Tenga la bondad de entrar aquí. Nos condujo hasta su habitación, que era grande y cómodamente amueblada. —¿Ve usted esto? —dijo señalando a una gran caja negra situada en la cabecera de su cama—. Nunca he sido un hombre rico, señor Holmes; no he hecho más que una inversión en mi vida, como les puede muy bien decir el doctor Trevelyan. Pero no creo en los banqueros. Nunca confiaré en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo está en esa caja, conque ya puede comprender lo que significa para mí el que unos desconocidos consigan entrar por la fuerza en mi habitación. Holmes miró a Blessington de ese modo interrogante que es característico en él y sacudió la cabeza. —No puedo ayudarle si intenta engañarme —dijo. —Pero si le he dicho todo. Holmes, con una expresión de indignación en el rostro, se dio media vuelta. —Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo. —¿Y no me aconseja nada? —exclamó Blessington, quebrándosele la voz. —Lo que le aconsejo, señor, es que diga la verdad. Al cabo de un minuto nos encontrábamos en la calle caminando hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y ya habíamos llegado a la mitad de Harley Street sin que yo hubiera conseguido sacarle ni una palabra a mi amigo. —Siento haberle traído a semejante empresa descabellada, Watson —dijo por último—. De todos modos, es un caso interesante en el fondo. —No sé qué pensar —confesé. —Bueno, es bastante evidente que hay dos hombres, más quizá, pero dos al menos, que por alguna razón están determinados a hacerse con este tal Blessington. No me cabe la menor duda de que tanto en la primera ocasión como en la segunda ese hombre entró en la habitación de Blessington, mientras su compinche, por medio de una ingeniosa estratagema, mantenía al doctor alejado de toda interferencia. —¿Y la catalepsia? —Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Yo mismo lo he hecho. —¿Y entonces? —Por pura casualidad Blessington estaba fuera en ambas ocasiones. La razón de que escogieran una hora tan inusual para la consulta era obviamente para asegurarse de que no habría otro paciente esperando en la sala de espera. Lo único que sucedió, sin embargo, es que esta hora coincidía con la del paseo de Blessington, lo que demuestra que no conocen bien sus costumbres cotidianas. Por supuesto, si hubieran ido simplemente en busca de un botín, habrían hecho, al menos, algún intento para encontrarlo. Además puedo leer en los ojos cuándo un hombre teme por su pellejo. Es posible que este tipo se haya hecho dos rencorosos enemigos, cual parecen serlo estos, sin enterarse. No obstante, tengo por cierto que él sí sabe quiénes son esos hombres y que, por razones que solo él conoce, lo calla. Es posible que mañana lo encontremos más comunicativo. —¿No habría otra alternativa —sugerí yo—, grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? ¿Podría ser que toda la historia del ruso cataléptico y su hijo no fuera sino una maquinación del doctor Trevelyan, quien estuvo, para sus propios fines, en las habitaciones de Blessington? Vi a la luz de las farolas de gas que Holmes sonreía, divertido por esta salida mía. —Mi querido amigo —dijo—, esta fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero en seguida pude estar en situación de corroborar la narración del doctor. Ese joven dejó huellas en la alfombra de la escalera, lo cual hizo innecesario el que yo pidiera que me enseñaran las que había dejado en la habitación. Si le digo que los zapatos de este intruso terminaban en punta cuadrada en vez de hacerlo, como los de Blessington, en una aguda punta redondeada y que eran casi una pulgada y tres tercios más largos que los del doctor, reconocerá que no hay lugar a dudas sobre su individualidad. Pero ahora dejemos dormir el asunto, porque mucho me sorprendería que mañana por la mañana no tuviéramos nuevas noticias de Book Street. La profecía de Sherlock Holmes se cumplió rápidamente y de un modo dramático. Al día siguiente a las siete y media de la mañana, con las primeras tenues y borrosas luces del día, allí estaba de pie junto a mi cama, en batín. —Tenemos una berlina esperándonos, Watson —dijo. —¿Qué pasa, pues? —El asunto de Brook Street. —¿Hay alguna noticia? —Trágicas, pero ambiguas —dijo subiendo la persiana—. Mire esto —era una hoja de un cuaderno de notas en la que se leía: «Por Dios, vengan rápidamente: P. T»., garabateado a lápiz—. Nuestro amigo el doctor se encontraba en un apuro cuando escribió esto. Vamos, querido amigo, porque es un asunto urgente. En un cuarto de hora más o menos estábamos de nuevo en la casa del médico. Él salió corriendo a nuestro encuentro con una expresión de horror en el rostro. —¡Menudo asunto! —exclamó, echándose las manos a la cabeza. —¿Qué ha pasado? —¡Blessington se ha suicidado! Holmes soltó un silbido. —Sí, se ha colgado durante la noche. Habíamos entrado, y el doctor nos condujo a lo que evidentemente era su sala de espera. —Casi no sé ni lo que hago —exclamó—. La policía ya está arriba. Esto me ha trastornado terriblemente. —¿Cuándo lo descubrieron? —Todas las mañanas le suben una taza de té a la habitación. Cuando la doncella entró esta mañana a eso de las siete, se encontró con que el infortunado tipo estaba colgado en medio de la habitación. Había atado la cuerda al gancho del que solía colgar la pesada lámpara y había saltado desde la misma caja que nos enseñó ayer. Holmes se quedó profundamente pensativo durante un momento. —Con su permiso —dijo por último—, me gustaría subir y estudiar el asunto. Subimos ambos seguidos por el doctor. Al atravesar el umbral de la habitación, tuvimos una visión horrorosa. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que daba Blessington. Esta se exageraba e intensificaba al verlo balancearse colgado del gancho, hasta tal punto que su apariencia casi había dejado de ser humana. El cuello se le había alargado, como el de un pollo desplumado, y contrastaba con el resto de su cuerpo, haciéndolo parecer más obeso y deforme si cabe. No llevaba más que la larga camisa de dormir, de la que solo sobresalían sus hinchados tobillos y desgarbados pies. De pie, tras él, un elegante inspector de policía tomaba notas en su cuadernillo. —Ah, señor Holmes —dijo cuando entró mi amigo—. Encantado de verlo por aquí. —Buenos días, Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no pensará que soy un intruso. ¿Sabe algo de los acontecimientos que han desembocado en este asunto de hoy? —Algo me han dicho. —¿Se ha formado alguna opinión? —Por lo que veo, el miedo hizo que este hombre perdiera la razón. La cama muestra indicios de haber sido usada; la huella dejada es lo suficientemente profunda para saberlo. A eso de las cinco de la mañana es cuando más frecuentes son los suicidios. Debió de ser sobre esa hora cuando se colgó. Parece haber sido algo bastante deliberado. —Yo diría que lleva unas tres horas muerto, a juzgar por la rigidez de sus músculos —dije yo. —¿Ha notado algo particular en la habitación? —preguntó Holmes. —Encontré un destornillador y algunos tornillos en el lavabo. También parece que ha fumado mucho. Aquí tengo cuatro colillas que recogí de la chimenea. —¡Hum! —dijo Holmes—. ¿Tiene usted su boquilla? —No, no he visto ninguna boquilla. —¿Su pitillera, entonces? —Sí, estaba en el bolsillo de su levita. Holmes la abrió y olió el único cigarro que quedaba. —Oh, este es un puro habano y estos otros son puros de esos que importan los holandeses de sus colonias occidentales. Van normalmente envueltos en paja, sabe usted, y, para su largura, son más finos que los de cualquier otra marca. Tomó las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo. —Dos de estos han sido fumados con boquilla y dos sin ella. Dos han sido cortados con un cuchillo poco afilado y los otros dos tienen marcas de haber sido mordidos por unos buenos dientes. Esto no es un suicidio, señor Lanner. Es un asesinato profundamente planeado a sangre fría. —¡Imposible! —examinó el inspector. —¿Por qué? —¿Por qué iba alguien a asesinar a un hombre de un modo tan torpe como ahorcándolo? —Eso es lo que tenemos que descubrir. —¿Cómo entraron? —Por la puerta principal. —Estaba atrancada esta mañana. —Entonces la atrancaron después de que se fueran. —¿Cómo lo sabe? —Vi sus huellas. Perdone un momento, quizá le pueda dar más información sobre el asunto. Se encaminó hacia la puerta y girando la cerradura la examinó metódicamente como es su costumbre. Después sacó la llave, que estaba por dentro, y también la examinó. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, el cuerpo muerto y la cuerda fueron uno tras otro examinados, hasta que por último se consideró satisfecho, y con mi ayuda y la del inspector desató al desventurado y lo tendió respetuosamente en el suelo cubriéndolo con una sábana. —¿Qué me dice de esta cuerda? —pregunté. —La han cortado de aquí —dijo el doctor Trevelyan, sacando un largo rollo de debajo de la cama—. El fuego le ponía muy nervioso y siempre tenía esto a su lado con el fin de poder escapar por la ventana en el caso de que las escaleras estuvieran en llamas. —Esto debe de haberles evitado problemas —dijo pensativo Holmes—. Sí, los hechos reales son muy sencillos y me sorprendería que no pudiera darles asimismo esta tarde las razones que los han producido. Me llevaré esa fotografía de Blessington que está sobre la repisa, porque puede ayudarme en mi investigación. —Pero no nos ha dicho nada —exclamó el doctor. —Oh, no hay ninguna duda en lo que se refiere a la secuencia de los acontecimientos —dijo Holmes—. Había tres personas involucradas en el asunto: el joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad no tengo ninguna pista. Los dos primeros, apenas preciso decirlo, son los mismos que se hicieron pasar por un conde ruso y su hijo, de modo que podemos dar una descripción de ellos bastante completa. Un compinche les abrió la puerta de la casa. Si me permite darle un consejo, inspector, este sería que arrestara usted al criado, quien, según creo, acaba de entrar a su servicio, doctor. —Nadie ha podido encontrar a ese joven pícaro —dijo el doctor Trevelyan—. La doncella y la cocinera han estado buscándolo hasta ahora. Holmes se encogió de hombros. —Ha jugado un papel no carente de importancia en este drama —dijo—. Los tres hombres, tras subir la escalera de puntillas, el más viejo, primero; el joven, detrás, y el desconocido detrás de ambos… —¡Querido Holmes! —salté yo. —Oh, no cabe ninguna duda a juzgar por la superposición de las pisadas. Tenía la ventaja de que ayer por la noche estuve viendo de quién era cada cual. Subieron, pues, al cuarto del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada con llave. No obstante, sirviéndose de un alambre, forzaron la cerradura. Incluso sin lupa podrán ustedes ver, por los rasguños que tiene esta muesca, el lugar en el que presionaron. »Al entrar en la habitación lo primero que hicieron debió de ser amordazar al señor Blessington. Él debía de estar dormido, o puede que se quedara tan paralizado por el terror que no fuera capaz de gritar. Estas paredes son muy gruesas y es probable que su chillido, si es que tuvo tiempo de darlo, nadie lo oyera. »Tras haberle sujetado, es evidente que mantuvieron una conversación de un tipo u otro. Probablemente fue algo parecido a un proceso judicial. Tuvo que haber durado un rato, porque fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El viejo se sentó en esa silla de mimbre; fue él quien utilizó la boquilla. El joven se sentó en algún lugar por esa zona; estuvo echando la ceniza contra la cómoda. El tercer tipo estuvo paseándose arriba y abajo de la habitación. Blessington, creo, estaba sentado en la cama; pero de esto no tengo una absoluta certeza. »Bueno, todo acabó tras coger a Blessington y colgarlo. Tenían el asunto tan preparado de antemano, que para mí que trajeron con ellos algún tipo de polea que les sirviera de horca. El destornillador y los tornillos eran, a mi modo de ver, para colocarla. Sin embargo, al ver el gancho de la lámpara se evitaron esta tarea. Una vez terminado su trabajo se fueron, y su compinche atrancó la puerta tras ellos. Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habérnoslos indicado, apenas podíamos seguir sus razonamientos. El inspector se marchó corriendo al instante a investigar sobre el paradero del criado, mientras Holmes y yo volvíamos a desayunar a Baker Street. —Volveré sobre las tres —dijo cuando terminamos de comer—. Me reuniré aquí a esa hora con el inspector y con el doctor y espero haber aclarado para entonces todos los puntos oscuros que el caso pueda todavía presentar. Nuestros visitantes llegaron a la hora prevista, pero hasta las cuatro menos cuarto mi amigo no hizo su aparición. No obstante, por la expresión que traía al entrar, vi que todo le había ido bien. —¿Nuevas noticias, inspector? —Hemos cogido al chico, señor. —Excelente; y yo los he cogido a ellos. —¡Los ha cogido! —exclamaron los tres. —Bueno, al menos tengo su identidad. El llamado Blessington es, según creo, muy conocido en los cuarteles generales de la policía, y lo mismo lo son sus agresores. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat. —La banda del Banco Worthingdon —exclamó el inspector. —Justamente —dijo Holmes. —Entonces Blessington tiene que haber sido Sutton. —Exacto —dijo Holmes. —¡Vaya! Visto así, el asunto queda más claro que el agua. Pero Trevelyan y yo nos mirábamos asombrados. —Posiblemente recuerden ustedes el gran asunto del Banco Worthingdon —dijo Holmes—; había cinco hombres implicados, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Asesinaron a Robin, el vigilante, y los ladrones huyeron llevándose setecientas libras. Esto fue en 1875. Arrestaron a los cinco, pero no se pudieron demostrar pruebas definitivas contra ellos. Este Blessington o Sutton, que era el peor de la banda, se hizo confidente de la policía. A partir de su declaración, ahorcaron a Cartwright y los otros tres fueron condenados a penas de quince años cada uno. Cuando salieron el otro día, lo que ha ocurrido algunos años antes del final de su pena, se dispusieron, como pueden ustedes darse cuenta, a darle caza al traidor y a vengar en él la muerte de su camarada. Dos veces intentaron dar con él y fracasaron; la tercera, como ven, les salió bien. ¿Hay algo más que pueda explicarles? —Creo que lo ha dejado todo muy claro —dijo el doctor—. No me cabe duda de que aquel día que estaba tan inquieto era el mismo día en que había leído en el periódico su puesta en libertad. —Seguro. Todo lo que dijo sobre el robo no era más que un pretexto. —¿Pero por qué no podía decírselo a usted? —Bueno, mi querido amigo, conociendo el rencoroso carácter de sus asociados, estaba intentando ocultárselo a todo el mundo mientras pudiera. Su secreto era algo vergonzoso y no podía resignarse a divulgarlo. Por muy malvado que fuera, seguía, no obstante, viviendo bajo la protección de las leyes británicas, y no dudo, inspector, y usted convendrá conmigo en ello, que aunque esa protección puede fracasar en el ejercicio de su custodia, la espada de la justicia sigue estando levantada para vengar la maldad. Tales fueron los singulares hechos en relación con el paciente residente y el doctor de Brook Street. Desde aquella noche la policía no ha vuelto a ver a los tres asesinos, y en Scotland Yard se supone que se encontraban entre los pasajeros del desafortunado vapor Norah Creina que se perdió hace algunos años con todo el mundo a bordo junto a las costas portuguesas, algunas millas al norte de Oporto. El proceso contra el criado se desestimó por falta de pruebas y hasta ahora ningún periódico o similar había tratado en toda su extensión lo que se denominó El misterio de Brook Street. EL ARISTÓCRATA SOLTERÓN Hace ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simón y la curiosa forma en que terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos en los que se mueve el infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles más picantes han acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya tiene cuatro años de antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que los hechos completos no se han revelado nunca al público en general, y dado que mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un importante papel en el esclarecimiento del asunto, considero que ninguna biografía suya estaría completa sin un breve resumen de este notable episodio. Pocas semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con Holmes el apartamento de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un paseo y encontró una carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día porque el tiempo se había puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán palpitaba con monótona persistencia. Sentado en un sillón, con las piernas cruzadas y estiradas sobre una silla, me había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte, contemplando el escudo y las iniciales del sobre que había encima de la mesa, y preguntándome perezosamente quién sería aquel noble que escribía a mi amigo. —Tiene una carta de lo más elegante —comenté al entrar él—. Si no recuerdo mal, las cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero del puerto. —Sí, desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad —respondió él, sonriendo—. Y, por lo general, las más humildes son las más interesantes. Esta parece una de esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a aburrirse o a mentir. Rompió el lacre y echó un vistazo al contenido. —¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante! —¿No es un acto social, entonces? —No; estrictamente profesional. —¿Y de un cliente noble? —Uno de los grandes de Inglaterra. —Querido amigo, le felicito. —Le aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me importa mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que esta nueva investigación no carezca de interés. Ha leído usted con atención los últimos periódicos, ¿no es cierto? —Eso parece —dije melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un rincón—. No tenía otra cosa que hacer. —Es una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero, si usted ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de lord St. Simón y su boda. —Oh, sí, y con el mayor interés. —Estupendo. La carta que tengo en la mano es de lord St. Simón. Se la voy a leer y, a cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver con el asunto. Esto es lo que dice: «Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura que puedo confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación con mi boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en el asunto, pero me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted coopere, e incluso cree que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de la tarde, y le agradecería que aplazara cualquier otro compromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es de trascendental importancia. Suyo afectísimo, Robert St. Simón». Está fechada en Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido la desgracia de mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho —comentó Holmes, volviendo a doblar la carta. —Dice que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga. —Entonces, tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente del tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden cronológico, mientras yo miro quién es nuestro cliente —sacó un volumen de tapas rojas de una hilera de libros de consulta que había en la repisa de la chimenea—. Aquí está —dijo, sentándose y abriéndolo sobre las rodillas—. «Robert Walsingham de Veré St. Simón, segundo hijo del duque de Balmoral»… ¡Hum! Escudo: campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido en 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse. Fue subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque, su padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado sangre de los Plantagenet por vía paterna y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá! Bueno, en todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo de usted, Watson, para obtener datos más sólidos. —Me resultará muy fácil encontrar lo que busco —dije yo—, porque los hechos son bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no me atrevía a hablarle del tema, porque sabía que tenía una investigación entre manos y que no le gusta que se entrometan otras cosas. —Ah, se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor Square. Eso ya está aclarado de sobra, aunque la verdad es que era evidente desde un principio. Por favor, déme los resultados de su selección de prensa. —Aquí está la primera noticia que he podido encontrar. Está en una columna del Moming Post y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha concertado una boda que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro de muy poco, entre lord Robert St. Simón, segundo hijo del duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de Aloysius Doran, de San Francisco, California, Estados Unidos». Eso es todo. —Escueto y al grano —comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y delgadas piernas. —En la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo ampliando lo anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas de protección sobre el mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio parece actuar decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras otra, las grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico. Durante la última semana se ha producido una importante incorporación a la lista de premios obtenidos por estas encantadoras invasoras. Lord St. Simón, que durante más de veinte años se había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado de manera oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y que aún podría aumentar en el futuro. Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que el duque de Balmoral se ha visto obligado a vender su colección de pintura en los últimos años, y que lord St. Simón carece de propiedades, si exceptuamos la pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no es la única que sale ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil y habitual transición de dama republicana a aristócrata británica». —¿Algo más? —preguntó Holmes, bostezando. —Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Moming Post diciendo que la boda sería un acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square, que solo se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que luego todos se reunirían en una casa amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dos días después…, es decir, el miércoles pasado, hay una breve noticia de que la boda se ha celebrado y que los novios pasarían la luna de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Estas son todas las noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia. —¿Antes de qué? —preguntó Holmes sobresaltado. —De la desaparición de la dama. —¿Y cuándo desapareció? —Durante el almuerzo de boda. —Caramba. Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático. —Sí, a mí me pareció un poco fuera de lo corriente. —Muchas novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna de miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles. —Le advierto que son muy incompletos. —Quizás podamos hacer que lo sean menos. —Lo poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado ayer por la mañana, que voy a leerle. Se titula: Extraño incidente en una boda de la alta sociedad La familia de lord Robert St. Simón ha quedado sumida en la mayor consternación por los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de ayer, se celebró anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible confirmar los extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar de los esfuerzos de los amigos por silenciar el asunto, este ha atraído de tal modo la atención del público, que de nada serviría fingir desconocimiento de un tema que está en todas las conversaciones. La ceremonia, que se celebró en la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar en privado, asistiendo tan solo el padre de la novia, señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral, lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St. Simón (hermano menor y hermana del novio), y lady Alicia Whittington. A continuación, el cortejo se dirigió a la casa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate, donde se había preparado un almuerzo. Parece que allí se produjo un pequeño incidente, provocado por una mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar, que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras el cortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones que tenía que hacerle a lord St. Simón. Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo consiguieron expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado en la casa antes de esta desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con los demás cuando se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su habitación. Como su prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre fue a buscarla; pero la doncella le dijo que solo había entrado un momento en su habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a toda prisa por el pasillo. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la casa a una señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se negaba a creer que fuera la novia, por estar convencido de que esta se encontraba con los invitados. Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius Doran, acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin pérdida de tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas investigaciones, que probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada del paradero de la dama desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice que la policía ha detenido a la mujer que provocó el incidente, en la creencia de que, por celos o algún otro motivo, pueda estar relacionada con la misteriosa desaparición de la novia. —¿Y eso es todo? —Solo hay una breve nota en otro periódico, pero bastante sugerente. —¿Qué dice? —Que la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había sido detenida. Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al novio desde hace varios años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus manos… Al menos, tal como lo ha expuesto la prensa. —Y parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería por nada del mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca poco más de las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque solo sea para confirmar mi propia memoria. —El señor Robert St. Simón —anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus movimientos eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, por que iba ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos de charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la cabeza de izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus gafas con montura de oro. —Buenos días, lord St. Simón —dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia—. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Este es mi amigo y colaborador, el doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto. —Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en varios casos delicados parecidos a este, aunque supongo que no afectarían a personas de la misma clase social. —En efecto, voy descendiendo. —¿Cómo dice? —Mi último cliente de este tipo fue un rey. —¡Caramba! No tenía ni idea. ¿Y qué rey? —El rey de Escandinavia. —¿Cómo? ¿También desapareció su esposa? —Como usted comprenderá —dijo Holmes suavemente—, aplico a los asuntos de mis otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos. —¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a formarse una opinión. —Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que puedo considerarlo correcto… Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia. El señor St. Simón le echó un vistazo. —Sí, es más o menos correcto en lo que dice. —Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda adelantar una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería preguntarle a usted. —Adelante. —¿Cuándo conoció a la señorita Hatty Doran? —Hace un año, en San Francisco. —¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos? —Sí. —¿Fue entonces cuando se prometieron? —No. —¿Pero su relación era amistosa? —A mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía. —¿Es muy rico su padre? —Dicen que es el hombre más rico de la costa oeste. —¿Y cómo adquirió su fortuna? —Con las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió y subió como un cohete. —Veamos, ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita…, es decir, de su esposa? El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego. —Verá usted, señor Holmes —dijo—. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y vagando por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la naturaleza que a los maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa…, hasta diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar —y soltó una tosecilla solemne— si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría. —¿Tiene una fotografía suya? —He traído esto. Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes lo miró con gran atención durante un buen rato. Luego, cerró el medallón y se lo devolvió a lord St. Simón. —Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones. —Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias veces, nos prometimos y por fin nos casamos. —Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable. —Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia. —Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho consumado. —La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto. —Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda? —Sí. —¿Estaba ella de buen humor? —Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro. —Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda? —Estaba animadísima… Por lo menos, hasta después de la ceremonia. —¿Y después…, observó usted algún cambio en ella? —Bueno, a decir verdad, fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su temperamento es un poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso. —A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente. —Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que se hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestó bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía absurdamente agitada por aquella insignificancia. —Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había algo de público en la boda, ¿no? —Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta. —El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa? —No, no; lo he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar. Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema. —Así pues, la señora St. Simón regresó de la boda en un estado de ánimo menos jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre? —La vi mantener una conversación con su doncella. —¿Y quién es esta doncella? —Se llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella. —¿Una doncella de confianza? —Quizás demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas libertades. Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo diferente. —¿Cuánto tiempo estuvo hablando con esta Alice? —Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar. —¿No oyó usted lo que decían? —La señora St. Simón dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso decir con eso. —A veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando terminó de hablar con la doncella? —Entró en el comedor. —¿Del brazo de usted? —No, sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como esa. Y luego, cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas, murmuró unas palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a ver. —Pero, según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló un sombrero y salió de la casa. —Exactamente. Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora Millar, una mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un incidente en casa del señor Doran aquella misma mañana. —Ah, sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con usted. Lord St. Simón se encogió de hombros y levantó las cejas. —Durante algunos años hemos mantenido relaciones amistosas…, podría decirse que muy amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no tiene ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son las mujeres, señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y sentía devoción por mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió unas cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la boda se celebrara en la intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la iglesia. Se presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros acabábamos de volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases muy injuriosas contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la posibilidad de que ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar alboroto. —¿Su esposa oyó todo esto? —No, gracias a Dios, no lo oyó. —¿Pero más tarde la vieron paseando con esta misma mujer? —Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa. —Bueno, es una suposición que entra dentro de lo posible. —¿También usted lo cree? —No dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted? —Yo no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca. —No obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido? —Bueno, en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le he dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la conciencia de haber dado un salto social tan inmenso hayan provocado a mi esposa algún pequeño trastorno nervioso de naturaleza transitoria. —En pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura. —Bueno, la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda… no digo a mí, sino a algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito…, me resulta difícil hallar otra explicación. —Bien, desde luego, también es una hipótesis concebible —dijo Holmes sonriendo—. Y ahora, lord St. Simón, creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo preguntar si en la mesa estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por la ventana? —Podíamos ver el otro lado de la calle, y el parque. —Perfecto. En tal caso, creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en comunicación con usted. —Si es que tiene la suerte de resolver el problema —dijo nuestro cliente, levantándose de su asiento. —Ya lo he resuelto. —¿Eh? ¿Cómo dice? —Digo que ya lo he resuelto. —Entonces, ¿dónde está mi esposa? —Ese es un detalle que no tardaré en proporcionarle. Lord St. Simón meneó la cabeza. —Me temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía —comentó, y tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación. —El bueno de lord St. Simón me hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo nivel que la suya —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Después de tanto interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado mis conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la habitación. —¡Pero, Holmes! —Tengo en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis conjeturas en certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy convincente, como cuando uno se encuentra una trucha en la leche, por citar el ejemplo de Thoreau. —Pero yo he oído todo lo que ha oído usted. —Pero sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al año siguiente de la guerra franco-prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno de esos casos… Pero, ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará usted otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja tiene cigarros. El inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban un aspecto decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona negra. Con un breve saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían. —¿Qué le trae por aquí? —preguntó Holmes con un brillo malicioso en los ojos—. Parece usted descontento. —Y estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simón. No le encuentro ni pies ni cabeza al asunto. —¿De verdad? Me sorprende usted. —¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los dedos. He estado todo el día trabajando en ello. —Y parece que ha salido mojadísimo del empeño —dijo Holmes, tocándole la manga de la chaqueta marinera. —Sí, es que he estado dragando el Serpentine. —¿Y para qué, en nombre de todos los santos? —En busca del cuerpo de lady St. Simón. Sherlock Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas. —¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square? —¿Por qué? ¿Qué quiere decir? —Pues que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en otro. Lestrade dirigió a mi compañero una mirada de furia. —Supongo que usted ya lo sabe todo —se burló. —Bueno, acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una conclusión. —¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el asunto. —Lo considero muy improbable. —Entonces, tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que encontramos esto en él —y, diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un velo de novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un anillo de boda nuevo—. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez. —Vaya, vaya —dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado—. ¿Ha encontrado usted todo eso al dragar el Serpentine? —No, lo encontró un guarda del parque flotando cerca de la orilla. Han sido identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que, si la ropa estaba allí, el cuerpo no se encontraría muy lejos. —Según ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de un armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto? —Alguna prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición. —Me temo que le va a resultar difícil. —Conque eso se teme, ¿eh? —exclamó Lestrade, algo picado—. Pues yo me temo, Holmes, que sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora Millar. —¿Y de qué manera? —En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero hay una nota. Y aquí está la nota —la plantó de un manotazo en la mesa, delante de él—. Escuche esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida. F. H. M.». Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido que lady St. Simón fue atraída con engaños por Flora Millar, y que esta, sin duda con ayuda de algunos cómplices, es responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y que sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos. —Muy bien, Lestrade —dijo Holmes, riendo—. Es usted fantástico. Déjeme verlo —cogió el papel con indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante, haciéndole emitir un grito de satisfacción. —¡Esto sí que es importante! —dijo. —¡Vaya! ¿Le parece a usted? —Ya lo creo. Le felicito calurosamente. Lestrade se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar. —¡Pero…! —exclamó—. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado! —Al contrario, este es el lado bueno. —¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí! —Pero por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo que me interesa, y mucho. —Eso no significa nada. Ya me había fijado —dijo Lestrade—. «4 de octubre; habitación, 8 chelines; desayuno, 2 chelines y 6 peniques; cóctel, 1 chelín; comida, 2 chelines y 6 peniques; vaso de jerez, 8 peniques». Yo no veo nada ahí. —Probablemente, no. Pero, aun así, es muy importante. También la nota es importante, o al menos lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo. —Ya he perdido bastante tiempo —dijo Lestrade, poniéndose en pie—. Yo creo en el trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas teorías. Buenos días, señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del asunto —recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta. —Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade —dijo Holmes lentamente—. Voy a decirle la verdadera solución del asunto. Lady St. Simón es un mito. No existe ni existió nunca semejante persona. Lestrade miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con prisas. Apenas se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso su abrigo. —Algo de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo —comentó—. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarte algún tiempo solo con sus periódicos. Eran más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un recadero con una gran caja plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le acompañaba. Al poco rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa de caoba se desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un par de cuartos de becada fría, un faisán, un paté de foie-gras y varias botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todas esas delicias, los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de Las mil y una noches, sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les habían encargado llevarlas a nuestra dirección. Poco antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le habían fallado sus suposiciones. —Veo que han traído la cena —dijo, frotándose las manos. —Parece que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco personas. —Sí, me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita —dijo—. Me sorprende que lord St. Simón no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus pasos en la escalera. Era, en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una tromba, balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión de absoluto desconcierto en sus aristocráticas facciones. —Ya veo que mi mensajero dio con usted —dijo Holmes. —Sí, y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo. ¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice? —El mejor que se podría tener. Lord St. Simón se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente. —¿Qué dirá el duque —murmuró— cuando se entere de que un miembro de su familia ha sido sometido a semejante humillación? —Ha sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación. —Usted mira las cosas desde otro punto de vista. —Yo no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al carecer de madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis. —Ha sido un desaire, señor, un desaire público —dijo lord St. Simón, tamborileando con los dedos sobre la mesa. —Debe usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una situación tan sin precedentes. —Nada de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido víctima de un abuso vergonzoso. —Creo que ha sonado el timbre —dijo Holmes—. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo no puedo convencerlo de que considere el asunto con mejores ojos, lord St. Simón, he traído un abogado que quizás tenga más éxito. Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y a un caballero. —Lord St. Simón —dijo—: permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton y señora. A la señora creo que ya la conocía. Al ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de su levita, convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se había adelantado rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a levantar la vista. Posiblemente, ello lo ayudó a mantener su resolución, pues la mirada suplicante de la mujer era difícil de resistir. —Estás enfadado, Robert —dijo ella—. Bueno, supongo que te sobran motivos. —Por favor, no te molestes en ofrecer disculpas —dijo lord St. Simón en tono amargado. —Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado contigo antes de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe lo que hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo del altar. —¿Desea usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la habitación mientras usted se explica? —Si se me permite dar una opinión —intervino el caballero desconocido—, ya ha habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y América enteras oyeran las explicaciones. Era un hombre de baja estatura, enjuto, tostado por el sol, de expresión avispada y movimientos ágiles. —Entonces, narraré nuestra historia sin más preámbulo —dijo la señora—. Frank y yo nos conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas, donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá dio con una buena veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una mina que fue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacía papá, más pobre era Frank; llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso siguiera adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido y me siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido, se habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank dijo que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que tuviera tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos, y juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo: «¿Por qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré que soy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». En fin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con un cura esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y después, Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví con papá. »Lo siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí que andaba buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y un día apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero atacado por los indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las víctimas. Caí desmayada y estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que estaba tísica y me llevó a la mitad de los médicos de San Francisco. Durante más de un año no llegaron más noticias, y ya no dudé de que Frank estuviera muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord St. Simón, nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy contento, pero yo seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi corazón el puesto de mi pobre Frank. »Aun así, de haberme casado con lord St. Simón, yo le habría sido leal. No tenemos control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al altar con la intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible. Pero puede usted imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi a Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio lo tomé por un fantasma; pero cuando lo miré de nuevo seguía allí, como preguntándome con la mirada si me alegraba de verlo o lo lamentaba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo me daba vueltas, y las palabras del sacerdote me sonaban en los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo, y me pareció que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a los labios para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio, camino de la salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la mano al devolverme las flores. Eran solo unas palabras diciéndome que me reuniera con él cuando él me diera la señal. Por supuesto, ni por un momento dudé de que mi principal obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me indicara. «Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St. Simón, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos grandes personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. Simón. Por lo poco que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la boda… Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le había dado por muerto y que me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí y me encontró la mañana misma de mi segunda boda. —Lo leí en un periódico —explicó el norteamericano—. Venía el nombre y la iglesia, pero no la dirección de la novia. —Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simón, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí. Lord St. Simón no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados. —Perdonen —dijo—, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más íntimos de una manera tan pública. —Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me vas a dar la mano antes de que me vaya? —Oh, desde luego, si eso le causa algún placer —y extendió la mano y estrechó fríamente la que le tendían. —Tenía la esperanza —sugirió Holmes— de que me acompañaran en una cena amistosa. —Creo que eso ya es pedir demasiado —respondió Su Señoría—. Quizás no me quede más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos —e hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la habitación. —Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía —dijo Sherlock Holmes—. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las Barras y Estrellas. —Ha sido un caso interesante —comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado—, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard. —Así pues, no se equivocaba usted. —Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simón. Cuando este nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo último. —¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos? —Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres. —¿De dónde sacó lo de selecto? —Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le enviara la correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclarasen un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simón en particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita. —Pero con resultados no demasiado buenos —comenté yo—. Desde luego, la conducta del caballero no ha sido muy elegante. —¡Ah, Watson! —dijo Holmes sonriendo—. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simón, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño. LA AVENTURA DE LA SEGUNDA MANCHA Mi intención era que La aventura de Abbey Grange hubiera sido la última de las aventuras de mi amigo Sherlock Holmes que yo diera a conocer al público. Esta decisión no se debía a la escasez de material, ya que dispongo de notas acerca de varios centenares de casos que nunca he llegado a mencionar, ni tampoco a que mis lectores hayan ido perdiendo interés por la personalidad única y los métodos extraordinarios de este hombre inigualable. La verdadera razón hay que buscarla en el poco entusiasmo demostrado por el propio señor Holmes ante la continua publicación de sus experiencias. Mientras estuvo ejerciendo su profesión, la relación de sus éxitos tenía para él una cierta utilidad práctica; pero desde que se retiró definitivamente de Londres, para dedicarse al estudio y la apicultura en las tierras bajas de Sussex, la notoriedad le ha llegado a resultar aborrecible, y ha insistido de manera terminante en que se respeten sus deseos en este aspecto. Solo cuando le recordé que yo había prometido que La aventura de la segunda mancha se publicaría cuando llegase el momento adecuado, y le hice notar la conveniencia de que esta larga serie de episodios culminara en el más importante caso internacional que jamás se le encomendó, conseguí obtener su autorización para exponer al público una versión del asunto que hasta ahora se ha mantenido celosamente oculta. Si en algún momento del relato parece que soy algo inconcreto en ciertos detalles, el lector sabrá comprender que existe una excelente razón para mi reticencia. Sucedió, pues, que un martes de otoño por la mañana, en un año y una década que quedarán sin precisar, recibimos en nuestros humildes aposentos de Baker Street a dos visitantes famosos en toda Europa. Uno de ellos, austero, solemne, dominante y con ojos de águila, era nada menos que el ilustre lord Bellinger, dos veces Primer Ministro de Gran Bretaña. El otro, moreno, elegante y de rasgos muy marcados, apenas entrado en la madurez y dotado de toda clase de cualidades físicas y mentales, era el muy honorable Trelawney Hope, ministro de Asuntos Europeos y el estadista más prometedor del país. Se sentaron uno junto al otro en nuestro sofá lleno de papeles revueltos, y se notaba a primera vista, por sus expresiones preocupadas y ansiosas, que el asunto que los había traído era de la máxima importancia. Las manos delgadas del Primer Ministro, surcadas por venas azules, apretaban con fuerza el puño de marfil de su paraguas, y su rostro demacrado y ascético nos dirigía sombrías miradas, primero a Holmes y después a mí. El ministro de Asuntos Europeos se tiraba, nervioso, del bigote y jugueteaba con los dijes de la cadena de su reloj. —Cuando descubrí la pérdida, señor Holmes, lo cual sucedió a las ocho de esta mañana, informé inmediatamente al Primer Ministro. Ha sido idea suya que vengamos a verle. —¿Han informado ustedes a la policía? —No, señor Holmes —respondió el Primer Ministro, con la manera de hablar rápida y tajante que le había hecho famoso—. Ni lo hemos hecho ni es posible hacerlo. Informar a la policía equivaldría, a la larga, a informar al público, y esto deseamos evitarlo de manera muy especial. —¿Y eso por qué, señor? —Porque el documento en cuestión tiene una importancia tan tremenda que su publicación podría provocar fácilmente…, yo diría que casi con seguridad…, complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo. No exagero al decir que podrían estar en juego decisiones de guerra o de paz. Si no podemos intentar recuperarlo en absoluto secreto, lo mismo da que no lo recuperemos, porque lo que se proponen los que lo han robado es, precisamente, dar a conocer su contenido. —Comprendo. Y ahora, señor Trelawney Hope, le agradecería mucho que me explicara con exactitud las circunstancias en que desapareció este documento. —Se puede decir en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta…, porque se trata de una carta de un dirigente extranjero… se recibió hace seis días. Era tan importante que ni siquiera la he querido dejar en mi caja fuerte, sino que la he llevado todas las noches a mi casa de Whitehall Terrace y la he tenido en mi habitación, dentro de un maletín cerrado con llave. Anoche estaba allí, de eso estoy seguro, porque abrí el maletín mientras me vestía para cenar y vi dentro el documento. Esta mañana ya no estaba. El maletín se quedó toda la noche sobre la mesa del tocador, al lado del espejo. Yo tengo el sueño muy ligero, y mi esposa también. Los dos estamos dispuestos a jurar que nadie pudo entrar en nuestra habitación durante la noche. Y sin embargo, le repito que el documento ha desaparecido. —¿A qué hora cenó usted? —A las siete y media. —¿Cuánto tiempo tardó en irse a la cama? —Mi esposa había salido al teatro, y yo me quedé esperándola. No subimos a nuestra habitación hasta las once y media. —¿Así que el maletín permaneció sin vigilancia durante cuatro horas? —A nadie se le permite entrar en esa habitación, exceptuando a la mujer que la limpia por la mañana, y a mi ayuda de cámara y la doncella de mi esposa durante el resto del día. Y los dos son servidores de confianza, que llevan bastante tiempo con nosotros. Además, ninguno de ellos podía saber que en el maletín hubiera nada más importante que el papeleo normal del ministerio. —¿Quién conocía la existencia de esa carta? —En mi casa, nadie. —¿Ni siquiera su esposa? —No, señor; no le dije nada hasta esta mañana, cuando eché en falta el documento. El Primer Ministro asintió en señal de aprobación. —Hace mucho que conozco su elevado sentido del deber en cuestiones de su cargo, señor —dijo—. Estoy convencido de que, tratándose de un secreto tan importante como este, lo pondría por encima incluso de sus lazos familiares más íntimos. El ministro de Asuntos Europeos correspondió con una inclinación de cabeza. —Con eso no me hace usted más que justicia, señor. Hasta esta mañana no le había dicho a mi esposa ni una palabra del asunto. —¿No podría ella haberlo adivinado? —No, señor Holmes, ni ella ni nadie podría haberlo adivinado. —¿Había perdido usted antes algún documento? —No, señor. —¿Quién conocía en Inglaterra la existencia de esa carta? —Ayer se informó a todos los ministros del Consejo. Pero el juramento de secreto que rige en todas las reuniones del Gabinete se reforzó ayer con una solemne advertencia del Primer Ministro. ¡Dios mío! ¡Y pensar que a las pocas horas, yo mismo iba a perderlo! —su atractivo rostro se contrajo en una mueca de desesperación, mientras se mesaba el cabello con las manos. Por un momento, tuvimos una fugaz visión de cómo era aquel hombre por dentro: impulsivo, ardiente, extremadamente sensible. Pero al instante había adoptado de nuevo la máscara aristocrática y volvía a oírse su voz suave—. Además de los miembros del Consejo de Ministros, hay dos, o tal vez tres, altos funcionarios que están enterados de la existencia de la carta. Nadie más en toda Inglaterra, señor Holmes, se lo aseguro. —¿Y en el extranjero? —Me inclino a creer que no la ha visto nadie más que la persona que la escribió. Estoy convencido de que sus ministros…, de que no se han utilizado los cauces oficiales habituales. Holmes reflexionó durante unos momentos. —Bien, señor, tengo que pedirle detalles más concretos sobre ese documento, y saber por qué su desaparición puede acarrear tan graves consecuencias. Los dos estadistas intercambiaron una rápida mirada, y las hirsutas cejas del Primer Ministro se contrajeron en un ceño fruncido. —Verá, señor Holmes, está en un sobre largo y delgado, de color azul claro. Tiene un sello de lacre rojo, con un león rampante estampado. La dirección está escrita a mano, en letra grande y firme… —Me temo —interrumpió Holmes— que, por muy interesantes e incluso esenciales que sean esos detalles, mi pregunta debe llegar a la raíz del asunto. ¿De qué trataba esa carta? —Eso es un secreto de Estado de la máxima importancia, y me temo que no puedo decírselo, y tampoco me parece que sea necesario. Si usted, valiéndose de las facultades que se dice que posee, es capaz de encontrar el sobre que le he descrito, con su contenido, habrá prestado un gran servicio a su país y se habrá hecho merecedor de cualquier recompensa que esté en nuestra mano concederle. Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente. —Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país —dijo— y yo mismo, en mi modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamento muchísimo no poder ayudarles en este asunto, y prolongar esta entrevista sería una pérdida de tiempo. El Primer Ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo rápido y feroz en sus ojos hundidos que acobardaba a los consejos de ministros. —¡No estoy acostumbrado…! —empezó a decir, pero logró dominar su cólera y se sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos permanecimos en silencio. Por fin, el anciano estadista se encogió de hombros. —Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda de que tiene usted razón y no podemos esperar que se ponga en acción a menos que le otorguemos nuestra plena confianza. —Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el estadista más joven. —En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el de su compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su patriotismo, ya que no se me ocurre una desgracia peor para nuestro país que la que podría producirse si saliera a la luz este asunto. —Puede usted confiar en nosotros. —Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La ha escrito en un arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se publicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal calibre que me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país se vería envuelto en una terrible guerra. Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al Primer Ministro. —Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un gasto de miles de millones y la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, es la que se ha perdido de manera tan inexplicable. —¿Ha informado usted al remitente? —Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave. —Tal vez él desee que la carta se publique. —No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta de que actuó de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la publicación de esta carta supondría un golpe aún más duro que para nosotros. —En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué puede desear alguien robarla o publicarla? —Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política internacional. Pero si considera usted la situación en Europa, no le resultará difícil comprender el motivo. Europa entera es un campamento armado. Existen dos alianzas con una potencia militar bastante equilibrada. Gran Bretaña se encuentra en condiciones de inclinar la balanza. Si se viera arrastrada a la guerra contra una de las dos confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra, tanto si esta entra en guerra como si no. ¿Me sigue usted? —Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante les interesaría apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear un enfrentamiento entre su país y el nuestro. —Eso es. —¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos enemigas? —A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en estos instantes ya va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la que pueda llevarla un vehículo de vapor. El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en voz alta. El Primer Ministro apoyó una mano consoladora en su hombro. —Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No ha omitido usted ninguna precaución. Y ahora, señor Holmes, ya dispone usted de todos los datos. ¿Qué medidas recomienda? Holmes movió la cabeza con expresión triste. —¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento habrá guerra? —Lo considero muy probable. —Entonces, señor, prepárese para la guerra. —Esas son palabras muy duras, señor Holmes. —Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran después de las once y media de la noche, ya que, según he creído entender, el señor Hope y su esposa permanecieron en su habitación desde esa hora hasta que se descubrió el robo. Así pues, lo tuvieron que robar ayer, entre las siete y media y las once y media, probablemente más cerca de la primera hora, ya que es obvio que quien se lo llevó sabía que estaba allí, y lo más natural es que procurara apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en que se robó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie tiene motivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar rápidamente a manos de quienes lo necesitan. ¿Qué posibilidades tenemos a estas alturas de alcanzarlos, ni siquiera de seguirles la pista? Ni la más mínima. El Primer Ministro se levantó del sofá. —Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me parece que el asunto está fuera de nuestras posibilidades. —Supongamos, solo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la doncella o el ayuda de cámara. —Los dos son sirvientes antiguos y de confianza. —Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda planta, que no se puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie habría podido llegar desde dentro sin que le vieran. En tal caso, la carta tiene que haberla robado alguien de la casa. ¿A quién se la pudo entregar el ladrón? A cualquiera de los varios espías internacionales y agentes secretos, con cuyos nombres estoy relativamente familiarizado. Hay tres de ellos que podrían considerarse como las estrellas de su profesión. Comenzaré mis indagaciones intentando averiguar si todos ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de ellos, y sobre todo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre el lugar de destino del documento. —¿Por qué no habría de continuar en su puesto? —preguntó el ministro de Asuntos Europeos—. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna embajada en Londres. —No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchas veces sus relaciones con las embajadas son algo tirantes. El Primer Ministro asintió en señal de aprobación. —Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan valioso, lo llevaría personalmente. Su línea de acción me parece excelente. Mientras tanto, Hope, no podemos descuidar nuestros otros deberes a causa de esta desgracia. En caso de producirse alguna novedad durante el día de hoy, nos pondremos en comunicación con usted. Y usted, naturalmente, nos tendrá al corriente de los resultados de sus investigaciones. Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de la habitación con aire solemne. Cuando nuestros ilustres visitantes se hubieron marchado, Holmes encendió su pipa sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido en profundas reflexiones. Yo me había puesto a hojear el periódico de la mañana y me hallaba inmerso en un crimen sensacional que se había cometido en Londres la noche antes, cuando mi amigo soltó una exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea. —Sí —dijo—; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muy grave, pero no desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de ellos la tiene…, porque todavía es posible que no haya salido de sus manos. Al fin y al cabo, estos tipos se mueven por dinero, y yo cuento con el respaldo del Tesoro Nacional. Si está a la venta, puedo comprarla, aunque ello signifique que todos paguemos un penique más de impuestos. Es perfectamente posible que nuestro hombre esté aguardando a escuchar las ofertas de este bando antes de probar suerte con el otro. Y solo existen tres hombres capaces de jugar un juego tan arriesgado: Oberstein, LaTothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a los tres. Yo eché un vistazo al periódico. —¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street? —Sí. —Pues a ese no lo verá usted. —¿Por qué no? —Esta noche ha sido asesinado en su casa. Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso de sus aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de que esta vez era yo quien le había dejado completamente atónico. Me miró como alucinado y me arrebató el periódico de las manos. Esto era lo que estaba leyendo cuando él se levantó de su asiento: ASESINATO EN WESTMINSTER La pasada noche se cometió un crimen en circunstancias misteriosas en el número 16 de Godolphin Street, una vetusta y solitaria calle de edificios del siglo XVIII, situada entre el río y la Abadía, casi a la sombra de la gran torre del Parlamento. La pequeña pero señorial mansión llevaba varios años habitada por el señor Eduardo Lucas, muy conocido en los círculos sociales por su atractiva personalidad y por tener merecida fama de ser uno de los mejores tenores aficionados del país. El señor Lucas era soltero, de treinta y cuatro años, y su servicio estaba formado por la señora Pringle, su anciana ama de llaves, y un ayuda de cámara llamado Mitton. La primera se retira pronto y duerme en el piso alto. El ayuda de cámara había salido a visitar a un amigo que reside en Hammersmith. Así pues, el señor Lucas se quedó solo en casa desde las diez de la noche. Todavía no se sabe lo que ocurrió en ese tiempo, pero a las doce menos cuarto, el agente de policía Barrett, que hacía la ronda por Godolphin Street, observó que la puerta del número 16 se encontraba entreabierta. Llamó sin obtener respuesta y, al advertir una luz en la habitación delantera, avanzó por el pasillo y llamó de nuevo a la puerta de esta habitación, con idéntico resultado negativo. Entonces abrió la puerta de un empujón y penetró en la estancia. La habitación se encontraba en absoluto desorden, con todos los muebles amontonados a un lado y una silla volcada en el centro, junto a esta silla, aferrado todavía a una de sus patas, yacía el desdichado inquilino de la casa. Había recibido una puñalada en el corazón, que debió producirle la muerte instantánea. El cuchillo con el que se cometió el crimen es una daga india de hoja curva, descolgada de una panoplia de armas orientales que adornaba una de las paredes. En cuanto al móvil del crimen, no parece haber sido el robo, ya que no falta ninguno de los objetos de valor que contenía la habitación. El señor Eduardo Lucas era tan conocido y apreciado que su violenta y misteriosa muerte ha provocado una gran consternación en su extenso círculo de amistades. —Bien, Watson, ¿qué le parece esto? —Una coincidencia asombrosa. —¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos señalado como posibles participantes en este drama, y resulta que muere de una manera violenta durante las mismas horas en que el drama se representaba. Las posibilidades de que se trate de una coincidencia son tan ínfimas que no existen números para representarlas. No, querido Watson, los dos sucesos están relacionados…, tienen que estar relacionados. A nosotros nos toca descubrir la relación. —Pero ahora la policía estará enterada de todo. —Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No sabe, ni sabrá, nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Solo nosotros estamos al tanto de los dos sucesos, y podemos intentar descubrir la relación entre ambos. De todas maneras, hay un detalle evidente que habría bastado para orientar mis sospechas hacia Lucas. Godolphin Street está en Westminster, a pocos minutos de Whitehall Terrace. Los otros dos agentes secretos que he mencionado viven al extremo del West End. Por tanto, a Lucas le resultaba más fácil que a los otros establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del ministro de Asuntos Europeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en tan pocas horas puede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí? Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta de mujer. Holmes le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí. —Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar —dijo. Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto honrado aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer más encantadora de Londres. Yo había oído hablar con frecuencia de la belleza de la hija menor del duque de Belminster, pero ni las descripciones ni las fotografías en blanco y negro me habían preparado para el sutil y delicado encanto y el hermoso colorido de aquella cabeza exquisita. Sin embargo, tal como nosotros la vimos aquella mañana de otoño, no era su belleza lo primero que impresionaba al observador; el cutis era admirable, pero se veía pálido de emoción; los ojos brillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba y fruncía en un intento de mantener la calma. El terror, y no la belleza, era lo primero que saltaba a la vista cuando nuestra hermosa visitante quedó momentáneamente encuadrada en el marco de la puerta. —¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes? —Sí, señora, ha estado aquí. —Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes respondió con una fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento. —Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se siente y me explique qué desea; pero me temo que no puedo hacerle promesas incondicionales. La dama cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana. Verdaderamente, aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina tenía el porte de una reina. —Señor Holmes —dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos, enfundadas en guantes blancos—, voy a hablarle con sinceridad, y confió en que usted, a cambio, sea sincero conmigo. Entre mi marido y yo existe absoluta confianza en todos los aspectos, excepto en uno: la política. Para este tema, sus labios están sellados, no me cuenta nada. Ahora bien, me consta que anoche ocurrió en nuestra casa un incidente sumamente deplorable. Sé que ha desaparecido un documento. Pero como se trata de asunto político, mi esposo se niega a contarme los detalles. Sin embargo, es esencial…, esencial, repito…, que yo me entere de todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, que conoce los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitud de lo sucedido y sus posibles consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. No se calle por consideración a los intereses de su cliente, porque le aseguro que, aunque él no se dé cuenta, lo más conveniente para sus intereses sería confiar plenamente en mí. ¿Qué papel es ese que han robado? —Señora, lo que me pide es completamente imposible. Ella dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos. —Tiene que comprenderlo, señora. Si su marido considera que debe mantenerla al margen de este asunto, ¿cómo voy a contarle lo que él ha decidido ocultar, habiendo conocido los hechos bajo promesa de secreto profesional? No está bien que me lo pida. Tendría que preguntárselo a él. —Ya se lo he preguntado. He acudido a usted como último recurso. Pero aunque no me diga nada concreto, señor Holmes, puede usted hacerme un gran servicio si me aclara un único detalle. —¿Cuál, señora? —¿Puede este incidente perjudicar la carrera política de mi marido? —Bueno, señora, desde luego, a menos que se resuelva favorablemente, puede tener efectos muy lamentables. —¡Ah! —exclamó ella, respirando hondo, como quien acaba de ver resueltas sus dudas—. Una pregunta más, señor Holmes: por un comentario que se le escapó a mi esposo bajo la primera impresión del desastre, he creído entender que la pérdida de este documento podría acarrear terribles consecuencias para la nación. —Si él lo dijo, no seré yo quien lo niegue. —¿Qué clase de consecuencias? —Lo siento, señora, otra vez me pregunta usted más de lo que yo puedo responder. —En tal caso, no le haré perder más tiempo. No le culpo, señor Holmes, por negarse a hablar más abiertamente, y estoy segura de que usted, por su parte, no pensará mal de mí por intentar compartir los problemas de mi marido, aun en contra de su voluntad. Una vez más, le ruego que no le diga nada de mi visita. Al llegar a la puerta se volvió para mirarnos y tuve una última visión de aquel rostro hermoso y atormentado, con los ojos asustados y la boca apretada. Un instante después se había ido. —Bueno, Watson, el bello sexo es su especialidad —dijo Holmes con una sonrisa cuando el ondulante frufrú de las faldas concluyó con un portazo—. ¿A qué juega esta dama? —Me parece que lo ha dicho bien claro, y su ansiedad es muy natural. —¡Hum! Piense en su aspecto, Watson, en su manera de actuar, en su excitación contenida, su inquietud, su insistencia en hacer preguntas. Recuerde que pertenece a una casta que no suele exteriorizar sus emociones. —Desde luego, venía muy alterada. —Recuerde también el curioso convencimiento con que nos aseguró que sería mejor para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir con eso? Y se habrá fijado usted, Watson, en cómo se situó para tener la luz a la espalda. No quería que leyésemos su cara. —Sí, se sentó en la única silla de la habitación. —Sin embargo, los motivos de las mujeres son tan inescrutables… ¿Se acuerda de aquella mujer de Márgate, de la que yo sospeché por la misma razón? Y lo que sucedía era que no se había empolvado la nariz. ¿Cómo puedes construir algo sobre bases tan movedizas? Sus actos más triviales pueden significar una inmensidad, y sus comportamientos más extraordinarios pueden depender de una horquilla o un rizador de pelo. Buenos días, Watson. —¿Va usted a salir? —Sí; pienso pasar la mañana en Godolphin Street, en compañía de nuestros amigos de la policía. La solución de nuestro problema depende de Eduardo Lucas, aunque confieso que aún no tengo ni idea de la forma que pueda adoptar. Es un error garrafal teorizar antes de conocer los hechos. Quédese en guardia, Watson, por si llegan nuevas visitas. Si me es posible, vendré a comer con usted. Durante todo aquel día, el siguiente y el otro, Holmes se mantuvo de un humor que sus amigos llamarían taciturno y los demás malhumorado. Entraba y salía sin dejar de fumar, tocaba fragmentos de violín, se sumía en ensoñaciones, devoraba bocadillos a horas intempestivas y apenas respondía a las preguntas que yo le hacía de cuando en cuando. Era evidente que su investigación no marchaba por buen camino. No decía ni palabra sobre el caso, y tuve que enterarme por los periódicos de los detalles de la indagación y de la detención y posterior puesta en libertad de John Mitton, el ayuda de cámara de la víctima. El jurado de instrucción pronunció el evidente veredicto de «homicidio intencionado», pero los autores seguían siendo desconocidos. No se pudo hallar ningún móvil. La habitación estaba llena de objetos de valor, pero no habían robado ninguno. Tampoco se habían tocado los papeles del muerto. Dichos papeles fueron examinados minuciosamente, y demostraron que el fallecido era un verdadero experto en política internacional, un chismoso incorregible, un notable lingüista y un infatigable escritor de cartas. Conocía íntimamente a los políticos más destacados de varios países. Pero no se pudo encontrar nada sensacional entre los abundantes documentos que llenaban sus cajones. En cuanto a sus relaciones con mujeres, parecían haber sido numerosas, pero superficiales. Tenía muchas conocidas, pero pocas amigas, y no parecía haber amado a ninguna. Era hombre de costumbres ordenadas y conducta inofensiva. Su muerte constituía un absoluto misterio, y lo más probable era que continuara siéndolo. En cuanto a la detención de John Mitton, el ayuda de cámara, había sido una medida desesperada, como única alternativa a no hacer nada. Pero no se pudo mantener la acusación. Aquella noche, Mitton había estado visitando a unos amigos en Hammersmith y disponía de una coartada perfecta. Es cierto que emprendió el regreso a casa con tiempo de sobra para llegar a Westminster antes de la hora en que se descubrió el crimen, pero alegó que había hecho parte del camino andando, lo cual parecía bastante probable, dado que hacía una noche deliciosa. El caso es que llegó a casa a las doce de la noche, y pareció quedar abrumado por la inesperada tragedia. Siempre se había llevado bien con su señor. En sus cajones se habían encontrado varios artículos pertenecientes a la víctima —entre ellos, un estuche con navajas de afeitar—, pero él explicó que se trataba de regalos de la víctima, y el ama de llaves corroboró esta versión. Mitton llevaba tres años trabajando al servicio de Lucas. Llamaba la atención que este nunca lo llevase con él al continente. Lucas hacía ocasionales viajes a París, que podían durar hasta tres meses, pero Mitton se quedaba al cuidado de la casa de Godolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había oído nada la noche del crimen. Si su señor había recibido alguna visita, tuvo que abrirle la puerta él mismo. Así pues, por lo que yo pude leer en los periódicos, el misterio duraba ya tres días. Si Holmes sabía algo más, se lo guardaba para sí mismo. No obstante, me había dicho que el inspector Lestrade le mantenía informado del caso, así que me constaba que estaba al tanto de los detalles de la investigación. Al cuarto día, el Daily Telegraph publicó un largo comunicado de su corresponsal en París, que parecía resolver todo el asunto: «La policía de París acaba de realizar un descubrimiento que levanta el velo del misterio que envolvía la trágica muerte de Eduardo Lucas, asesinado durante la noche del pasado lunes en Godolphin Street, Westminster. Como recordarán nuestros lectores, el señor Lucas fue encontrado apuñalado en su habitación, y se llegó a sospechar de su ayuda de cámara, aunque este disponía de una coartada que disipó toda sospecha. Ayer, en París, la servidumbre de una mujer, identificada como la señora de Henri Fournaye, que reside en una pequeña mansión de la Rué Austerlitz, comunicó a las autoridades que su señora presentaba síntomas de locura. Tras someterla a un examen, se comprobó que, efectivamente, padecía una manía de carácter peligroso y permanente. La policía ha podido averiguar que la señora de Henri Fournaye había llegado de Londres el martes, y existen indicios que la relacionan con el crimen de Westminster. La comparación de fotografías ha demostrado de manera concluyente que los señores Henri Fournaye y Eduardo Lucas eran una misma persona y que, por alguna razón, el fallecido llevaba una doble vida entre Londres y París. La señora Fournaye, que es de origen criollo, tiene un carácter muy excitable, y en ocasiones ha sufrido ataques de celos de tipo histérico. Se sospecha que durante uno de estos ataques cometió el crimen que tanta sensación ha causado en Londres. No se han reconstruido aún sus movimientos durante la noche del lunes, pero se sabe con certeza que una mujer que responde a su descripción causó un gran revuelo el martes por la mañana en la estación de Charing Cross con su aspecto enloquecido y sus gestos violentos. Así pues, parece probable que cometiera el crimen en un ataque de locura, o que perdiera el juicio a consecuencia de su acción. Por el momento, la infeliz mujer se ha mostrado incapaz de hacer una declaración coherente, y los médicos no abrigan esperanzas de que recupere la razón. Se ha sabido que la noche del lunes se vio a una mujer, que bien podría haber sido madame Fournaye, vigilando durante varias horas la casa de Godolphin Street». —¿Qué le parece esto, Holmes? —pregunté, después de haberle leído el artículo en alta voz mientras él terminaba el desayuno. —Querido Watson —respondió, levantándose de la mesa y dando zancadas por la habitación—, ya sé lo mucho que está usted sufriendo, pero si no le he contado nada en estos tres días es porque no hay nada que contar. Y tampoco este informe de París nos sirve de mucha ayuda. —Pues parece que aclara de manera concluyente la muerte de ese hombre. —La muerte de ese hombre no es más que un mero incidente, un episodio trivial en comparación con nuestra auténtica tarea, que consiste en seguir la pista de ese documento y salvar a Europa de la catástrofe. En estos tres días solo ha ocurrido una cosa importante, y es que no ha ocurrido nada. Recibo informes del Gobierno casi cada hora, y en ninguna parte de Europa se ha advertido señal alguna de agitación. En cambio, si esta carta estuviera circulando…, no, no puede estar circulando, pero en ese caso, ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué la mantiene oculta? Esa pregunta me golpea el cerebro como un martillo. ¿Ha sido una coincidencia que Lucas muriera asesinado la misma noche en que desapareció la carta? ¿Llegó la carta a sus manos? ¿Acaso se la llevó esa esposa loca que resulta que tenía? Y si se la llevó ella, ¿estará en su casa de París? ¿Cómo podría yo registrarla sin despertar las sospechas de la policía francesa? Este es un caso, querido Watson, en el que la ley nos resulta tan peligrosa como los propios criminales. Estamos solos contra todos, pero lo que está en juego es tremendo. Si lograra resolverlo de manera satisfactoria, no cabe duda de que este caso representaría el broche de oro a mi carrera. ¡Ah, aquí llega el último parte de guerra! —echó un vistazo a la nota que acababan de entregarle—. ¡Vaya! Parece que Lestrade ha descubierto algo interesante. Póngase el sombrero, Watson, que vamos a dar un paseíto hasta Westminster. Era mi primera visita al escenario del crimen: una casa alta y estrecha, algo deslucida, cursi, correcta y sólida como el siglo que la vio nacer. El rostro de bulldog de Lestrade nos miraba desde la ventana delantera. Un corpulento policía de uniforme nos abrió la puerta y el inspector nos salió a recibir efusivamente. Nos hizo pasar a la habitación en la que se había cometido el crimen, pero ya no quedaba ninguna huella del mismo, con excepción de una fea mancha de forma irregular sobre la alfombra. Dicha alfombra era una pieza india, pequeña y cuadrada, situada en el centro de la habitación, y rodeada por amplios márgenes de precioso entarimado antiguo, formado por bloques cuadrados de madera muy pulimentados. Sobre la chimenea colgaba una magnífica panoplia llena de armas, una de las cuales era la que se había utilizado aquella trágica noche. Junto a la ventana había un suntuoso escritorio, y todos los detalles de la habitación —cuadros, alfombras y colgaduras— indicaban un gusto por lo fastuoso que rondaba los límites de la afectación. —¿Ha leído las noticias de París? —preguntó Lestrade. Holmes asintió. —Esta vez parece que nuestros amigos franceses han dado en el clavo. No cabe duda de que ocurrió como ellos dicen. Supongo que ella llamó a la puerta…, una visita sorpresa, porque el hombre mantenía sus dos vidas en compartimentos estancos…, y él la dejó entrar, porque no podía dejarla en la calle. Ella le explicó cómo había logrado dar con él, le reprochó su conducta, una cosa llevó a la otra, y con esa daga tan al alcance de la mano pasó lo que tenía que pasar. Sin embargo, no debió suceder de buenas a primeras, porque todas estas sillas estaban corridas hasta allí, y el hombre tenía una en las manos, como si con ella hubiera intentado mantener a la mujer a distancia. Está todo tan claro como si lo hubiéramos visto. Holmes arqueó las cejas. —¿Y sin embargo, me ha hecho llamar? —Ah, sí, es por otra cosa… Una pequeñez, pero de esas que a usted le interesan… Una cosa bastante rara, ¿sabe?, podríamos decir que extravagante. No tiene nada que ver con el asunto principal…, nada que ver, eso salta a la vista. —¿Y de qué se trata, pues? —Pues bien, ya sabe usted que cuando se comete un crimen de este tipo ponemos mucho cuidado en dejarlo todo como estaba. No se ha cambiado nada de sitio. Hay un agente de guardia día y noche. Esta mañana, después de enterrar a la víctima y dar por terminadas las investigaciones en lo que a este cuarto se refiere, se nos ocurrió adecentarlo un poco. ¿Ve esa alfombra? Fíjese en que no está clavada al suelo, solo colocada encima. Así que pudimos levantarla. Y encontramos… —¿Sí? ¿Qué encontraron? El rostro de Holmes se estaba poniendo tenso de ansiedad. —Estoy seguro de que no lo adivinaría ni en cien años. ¿Ve usted esa mancha en la alfombra? Es de suponer que una buena parte debió de atravesar la alfombra hasta el suelo, ¿no le parece? —Desde luego que sí. —Pues bien, le sorprenderá saber que no hay ninguna mancha en la madera del suelo. —¡Que no hay mancha! ¡Pero si tiene que haberla! —Sí, eso pensaría cualquiera. Pero lo cierto es que no hay mancha. Agarró la punta de la alfombra y la levantó para demostrar lo que decía. —Sin embargo, la alfombra está tan manchada por debajo como por encima. Tiene que haber dejado alguna marca. Lestrade se rió por lo bajo, encantado de tener tan desconcertado al famoso experto. —Ahora verá la explicación. Sí que hay una segunda mancha, pero no está debajo de la primera. Véalo usted mismo. Y diciendo esto, levantó otra parte de la alfombra y, efectivamente, allí había una gran mancha escarlata sobre la madera blanca del antiguo entarimado. —¿Qué le parece esto, señor Holmes? —Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha girado la alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando sujeta al suelo. —Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien ha girado la alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a la perfección con solo poner la alfombra de esta otra manera. Lo que yo querría saber es quién giró la alfombra y por qué. El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando de excitación interna. —Vamos a ver, Lestrade —dijo—. ¿Ese policía del pasillo ha estado de guardia en la casa todo el tiempo? —Pues sí. —Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de nosotros. Llévelo a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos esperando aquí. Pregúntele cómo se ha atrevido a dejar que entrase aquí gente y se quedara sola en esta habitación. No le pregunte si ha dejado entrar a alguien. Délo por hecho. Dígale que usted sabe que aquí ha estado alguien. Apriétele. Dígale que la única oportunidad que tiene de obtener el perdón es haciendo una confesión completa. ¡Haga exactamente lo que le digo! —¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! —exclamó Lestrade, saliendo disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su voz autoritaria, procedente de la habitación de atrás. —¡Ahora, Watson, ahora! —gritó Holmes con ansia frenética. Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la alfombra india, y un instante después estaba a cuatro patas, hurgando con las uñas las tablillas del suelo. Una de ellas se movió hacia un lado al introducir Holmes las uñas en la juntura, y giró hacia atrás como la tapa de una caja, descubriendo una pequeña y negra cavidad bajo el suelo. Holmes introdujo su ansiosa mano en el hueco y volvió a sacarla con un gruñido de disgusto y decepción. Estaba vacío. —¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar! Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en su sitio la alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al entrar, encontró a Holmes lánguidamente apoyado en la repisa de la chimenea, con expresión resignada y paciente, como si le costara trabajo disimular sus irreprimibles bostezos. —Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se está muriendo de aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha confesado. Acérquese, MacPherson, quiero que estos caballeros se enteren de su inexcusable conducta. El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró como arrastrándose en la habitación. —Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó anoche a la puerta…, se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos pusimos a hablar. Se siente uno muy solo cuando tiene que estar de guardia todo el día. —Bien, ¿y qué sucedió luego? —Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen…, dijo que había leído la noticia en los periódicos. Era una señorita muy respetable y muy bienhablada, señor, y no vi nada de malo en dejarla que echara un vistazo. Cuando vio la mancha en la alfombra cayó desmayada al suelo y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco de agua, pero no conseguí hacerla volver en sí. Entonces fui al Ivy Plant, el bar de la esquina, para pedir un poco de brandy. Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto en sí y se había marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararse conmigo. —¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra? —Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como ella se cayó encima, y la alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada que la sujete… Así que la estiré un poco. —Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson —dijo Lestrade, muy digno—. Seguro que pensaba que nunca se descubriría que había faltado usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una simple mirada a esa alfombra para saber, sin ningún género de dudas, que en esta habitación había entrado alguien. Tiene usted suerte, joven, de que no falte nada, pues de lo contrario las iba a pasar negras. Lamento haberle hecho venir por una tontería como esta, señor Holmes, pero pensé que podría interesarle el hecho de que la segunda mancha no coincidiera con la primera. —Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer solo ha estado aquí una vez? —Sí, señor, solo una vez. —¿Quién era? —No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una mecanógrafa, y se equivocó de número… Era una señorita muy agradable y educada, señor. —¿Alta? ¿Guapa? —Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir que era guapa. Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. «¡Oh, agente, por favor, déjeme echar un vistazo!», me dijo. Era muy simpática y, ¿cómo le diría?, persuasiva, y no me pareció que hubiera nada de malo en dejarle asomar la cabeza por la puerta. —¿Cómo iba vestida? —Muy discreta, señor…, con una capa larga que le llegaba a los pies. —¿Qué hora era? —Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo regresaba con el brandy. —Muy bien —dijo Holmes—. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más importantes que hacer en otra parte. Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido agente nos abría la puerta para que saliéramos de la casa. En el escalón de entrada, Holmes dio media vuelta y enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra. —¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro. Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo. —¡Excelente! —dijo—. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el telón para el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra, que el muy honorable Trelawney Hope no verá truncada su brillante carrera, que el indiscreto gobernante no será castigado por su indiscreción, que el Primer Ministro no tendrá que enfrentarse a ningún conflicto en Europa, y que con un poco de tacto y habilidad por nuestra parte nadie saldrá perjudicado por lo que podría haber sido un incidente gravísimo. Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario. —¡Lo ha resuelto usted! —exclamé. —No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan oscuros como antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si no conseguimos el resto. Vamos derechos a Whitehall Terrace y pondremos fin al asunto. Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmes preguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una sala de estar. —¡Señor Holmes! —dijo la señora, con el rostro encendido de indignación—. Esto es muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle explicado que deseaba mantener en secreto la visita que hice, para que mi esposo no fuera a creer que me entrometo en sus asuntos. Y a pesar de ello, me compromete usted viniendo aquí y dando a entender que existen relaciones profesionales entre nosotros. —Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendado recuperar ese importantísimo documento y me veo obligado, señora, a pedirle que tenga la amabilidad de entregármelo. La dama se puso en pie de un salto y todo el color desapareció de su hermoso rostro. Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé que iba a desmayarse. Pero en seguida, con un tremendo esfuerzo, se recuperó del golpe, y el asombro y la indignación más completos borraron cualquier otra expresión de sus facciones. —¡Eso…, eso es un insulto, señor Holmes! —Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta. Ella se precipitó hacia la campanilla. —El mayordomo les indicará la salida. —No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos por evitar un escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si colabora conmigo, yo lo arreglaré todo. Si se me enfrenta, tendré que descubrirla. Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, clavó sus ojos en los de Holmes como si pretendiera leer en su alma. Tenía la mano en la campanilla pero no se decidía a hacerla sonar. —Está intentando asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso de venir aquí a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es lo que sabe? —Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No hablaré hasta que se haya sentado. Gracias. —Le concedo cinco minutos, señor Holmes. —Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo Lucas, de que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de ayer a la habitación de Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo que hay debajo de la alfombra. Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos veces antes de poder hablar. —Está usted loco, señor Holmes…, ¡loco! —consiguió exclamar por fin. Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una mujer recortado de una fotografía. —Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil —dijo—. El policía la ha reconocido. Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás. —Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo. No deseo causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le entregue la carta a su esposo. Siga mi consejo y sea sincera conmigo; es su única oportunidad. Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera entonces se dio por vencida. —Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo. Holmes se levantó de su asiento. —Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero ya veo que todo es en vano. Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo. —¿Está el señor Trelawney Hope en casa? —Llegará a la una menos cuarto, señor. Holmes consultó su reloj. —Todavía falta un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, le esperaré. Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady Hilda cayó de rodillas a los pies de Holmes, con las manos extendidas y su bello rostro alzado e inundado de lágrimas. —¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —suplicaba de manera frenética—. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómo quiero a mi marido! ¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que esto le destrozará el corazón! Holmes la hizo levantar. —Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque haya sido en el último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde está la carta? Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y alargado. —Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca! —¿Cómo podemos devolverla? —murmuró Holmes—. ¡Pronto, pronto, tenemos que encontrar la manera! ¿Dónde está el maletín de documentos? —Sigue en el dormitorio. —¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí. Un momento después, la señora reaparecía con un maletín rojo en la mano. —¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro que la tiene. Ábralo. Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el maletín. Estaba repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio del montón, entre las páginas de algún otro documento. Una vez cerrado, el maletín regresó al dormitorio. —Ya estamos preparados —dijo Holmes—. Todavía nos quedan diez minutos. Lady Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla. A cambio, usted puede emplear estos minutos en explicarme con sinceridad qué significa todo este terrible embrollo. —Se lo contaré todo, señor Holmes —gimió ella—. ¡Ay, señor Holmes, yo me cortaría la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No hay en todo Londres una mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y sin embargo, si él supiera lo que he hecho…, lo que me he visto obligada a hacer…, no me lo perdonaría nunca. Tiene un sentido del honor tan alto que no es capaz de olvidar ni de perdonar un acto deshonroso de otra persona. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Está en juego mi felicidad, su felicidad, nuestras mismas vidas! —¡Dése prisa, señora, que se acaba el tiempo! —Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva y enamorada. Yo la escribí de manera inocente, pero a mi marido le habría parecido monstruosa. Si la hubiera leído, habría perdido para siempre la confianza en mí. Hace años que la escribí y creía que el asunto estaba olvidado. Pero entonces apareció este hombre, Lucas, y me dijo que la carta había caído en sus manos y que se la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lo hiciera, y él me dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba cierto documento que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espía en el Ministerio, que le había informado de su existencia. Me aseguró que mi marido no sufriría ningún perjuicio. Póngase en mi lugar, señor Holmes. ¿Qué podía yo hacer? —Contárselo todo a su marido. —¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me parecía segura; por el otro, y aunque me resultara terrible robarle papeles a mi marido, se trataba de un asunto de política y sus consecuencias se me escapaban, mientras que en un asunto de amor y confianza las consecuencias me parecían muy claras. ¡Lo hice, señor Holmes! Saqué un molde de su llave y ese hombre, Lucas, me hizo una copia. Abrí el maletín, saqué el documento y lo llevé a Godolphin Street. —¿Y qué sucedió allí, señora? —Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta su habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me daba miedo quedarme a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me fijé en una mujer que había en la calle. Nuestro negocio quedó concluido en un instante: él tenía mi carta sobre el escritorio; yo le entregué el documento; él me dio la carta. Y en aquel momento oímos un ruido en la puerta y pasos en el pasillo. Lucas levantó a toda prisa la alfombra, metió el documento en alguna especie de escondrijo que tenía allí, y lo tapó de nuevo. »Lo que sucedió a continuación es como una espantosa pesadilla. Conservo la visión de una cara morena y desencajada, y el sonido de una voz de mujer que gritaba en francés: «¡Mi espera no ha sido en vano! ¡Por fin te he encontrado con ella!» Se entabló una lucha feroz. Recuerdo que él cogió una silla, y que en las manos de ella brillaba un cuchillo. Escapé corriendo de aquella terrible escena, huí de la casa y no supe más hasta la mañana siguiente, cuando leí en el periódico el terrible desenlace. Sin embargo, aquella noche dormí feliz, porque había recuperado mi carta y no sabía aún lo que me reservaba el futuro. »A la mañana siguiente me di cuenta de que no había hecho más que cambiar un problema por otro. La angustia de mi marido cuando descubrió la desaparición de ese papel me llegó al alma. Tuve que contenerme para no arrodillarme a sus pies allí mismo y confesarle lo que había hecho. Pero aquello significaría tener que confesar también el pasado. Aquella mañana fui a visitarle a usted para hacerme una idea del alcance de mis actos. Cuando comprendí la enormidad del asunto, ya no pensé en otra que no fuera recuperar el documento de mi marido. Tenía que seguir estando donde Lucas lo había dejado, ya que lo guardó antes de que aquella terrible mujer entrara en la habitación. De no haber sido por su repentina llegada, yo no me habría enterado de dónde estaba el escondrijo. ¿Cómo podía volver a entrar en aquella habitación? Vigilé la casa durante dos días, pero la puerta nunca se quedaba abierta. Anoche hice el último intento. Ya sabe usted cómo me las arreglé para conseguir mi objetivo. Me traje el documento a casa, y había pensado destruirlo, porque no se me ocurría ninguna manera de devolverlo sin tener que confesárselo todo a mi marido. ¡Cielos, oigo sus pasos en la escalera! El ministro de Asuntos Europeos irrumpió muy nervioso en la habitación. —¿Alguna noticia, señor Holmes? ¿Alguna noticia? —preguntó. —Tengo algunas esperanzas. —¡Ah, gracias a Dios! —se le iluminó el rostro—. El Primer Ministro ha venido a comer conmigo. ¿Podemos hacerle partícipe de sus esperanzas? A pesar de que tiene nervios de acero, me consta que apenas ha dormido desde que ocurrió este terrible suceso. Jacobs, ¿quiere pedirle al Primer Ministro que suba? Lo siento, querida, me temo que se trata de un asunto político. Nos reuniremos contigo en el comedor dentro de unos minutos. El Primer Ministro parecía tranquilo, pero por el brillo de sus ojos y el temblor de sus huesudas manos se notaba que estaba tan nervioso como su joven colega. —Tengo entendido que dispone usted de alguna información, señor Holmes. —Puramente negativa, por el momento —respondió mi amigo—. He investigado en todos los lugares donde podría encontrarse el documento, y estoy seguro de que no hay peligro de que caiga en malas manos. —Pero eso no es suficiente, señor Holmes. No podemos seguir viviendo permanentemente sobre semejante volcán. Necesitamos algo concreto. —Tengo esperanzas de conseguirlo. Por eso estoy aquí. Cuanto más pienso en este asunto, más convencido estoy de que la carta no ha salido de esta casa. —¡Señor Holmes! —De haber salido, es indudable que a estas alturas ya se habría publicado. —Pero ¿por qué iba nadie a robarla solo para dejarla en esta casa? —No estoy convencido de que haya sido robada. —Entonces, ¿cómo pudo salir del portafolios? —No estoy convencido de que haya salido del portafolios. —Señor Holmes, si es una broma, no tiene gracia. Puedo asegurarle que salió del maletín. —¿Ha examinado usted el maletín desde el martes por la mañana? —No; no hacía ninguna falta. —Es posible que la haya pasado por alto. —Eso es absolutamente imposible. —Pues yo no estoy convencido. He visto casos parecidos. Supongo que habrá otros papeles en ese maletín. Puede haberse mezclado con ellos. —Estaba encima de todos. —Alguien puede haber movido el maletín, descolocando su contenido. —Le digo que no. Lo saqué todo. —De todas maneras, es fácil comprobarlo, Hope —intervino el Primer Ministro—. Que traigan aquí ese maletín. El ministro hizo sonar la campanilla. —Jacobs, tráigame el maletín de los documentos. Esto es una ridícula pérdida de tiempo, pero si no se va a quedar satisfecho de otra manera, haremos lo que dice. Gracias, Jacobs; déjelo ahí. Siempre llevo la llave en la cadena del reloj. Mire, aquí están todos los papeles: carta de lord Merrow, informe de Sir Charles Hardy, memorándum de Belgrado, notas acerca de los impuestos sobre los cereales en Rusia y Alemania, carta de Madrid, nota de lord Flowers… ¡Cielo santo! ¿Qué es esto? ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger! El Primer Ministro le arrebató de la mano el sobre azul. —¡Sí, es esta! ¡Y la carta está intacta! Hope, le felicito. —¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me he quitado de encima! ¡Pero esto es inconcebible…, es imposible! Señor Holmes, es usted un mago…, ¡un brujo! ¿Cómo sabía que estaba aquí? —Porque sabía que no estaba en ninguna otra parte. —¡No puedo creer lo que ven mis ojos! —corrió frenético hacia la puerta—. ¿Dónde está mi mujer? ¡Hilda! ¡Hilda! —su voz se perdió por la escalera. El Primer Ministro miró a Holmes con un centelleo en los ojos. —Vamos, vamos —dijo—. Aquí hay más de lo que salta a la vista. ¿Cómo volvió la carta a meterse en el maletín? Sonriendo, Holmes se volvió para eludir el intenso escrutinio de aquellos ojos extraordinarios. —También nosotros tenemos nuestros secretos diplomáticos —dijo. Y recogiendo su sombrero, se encaminó hacia la puerta. LOS HACENDADOS DE REIGATE Transcurrió algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, mejorara tras la fatiga ocasionada por el enorme esfuerzo de la primavera del 87. La cuestión de la Compañía de Los Países Bajos-Sumatra y las colosales manipulaciones del barón Maupertuis están aún demasiado cercanas en las mentes del público y están demasiado vinculadas a asuntos políticos y financieros como para poderlas incluir en esta serie de crónicas. Sin embargo, y de modo indirecto, dieron lugar a un problema singular y complejo, que le ofreció a mi amigo la oportunidad de demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con que libró una eterna batalla contra el crimen. Al comprobar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama de Lyon, en el que se me informaba que Holmes estaba en el Hotel Dulong, enfermo. Antes de las veinticuatro horas estaba junto a él, tranquilizado al comprobar que los síntomas no eran de gran importancia. Se había quebrado su robustísima constitución bajo el esfuerzo de una investigación que había durado dos meses, periodo durante el cual había trabajado al menos quince horas diarias y, como él mismo me aseguró, en más de una ocasión durante cinco días sin parar. El desenlace triunfal de su labor no impidió la reacción a tan tremendo esfuerzo, y, justo cuando toda Europa no hacía más que hablar de él y tenía la habitación inundada de telegramas de felicitación, le encontré presa de la más terrible depresión. Ni siquiera el saber que había triunfado donde no lo había conseguido la policía de tres países y que había desenmascarado al estafador más sofisticado de Europa conseguían sacarle de su postración nerviosa. Tres días más tarde estábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo le sentaría bien un cambio de aires, y la idea de una semana primaveral en el campo me atraía mucho a mí también. Un viejo amigo mío, el coronel Hayter, que había estado bajo mis cuidados médicos en Afganistán, tenía una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había invitado a ir allí. En la última ocasión me había comentado que, si mi amigo consentía en acompañarme, gustosamente le haría extensiva su hospitalidad. Necesité toda mi diplomacia, pero, cuando Holmes se hizo cargo de que era la casa de un soltero y que tendría toda la libertad del mundo, accedió a mis planes, y una semana después de regresar de Lyon estábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un buen soldado, que había visto mucho mundo, y pronto descubrió, tal y como yo había esperado, que él y Holmes tenían mucho en común. La noche en que llegamos nos encontrábamos sentados en el cuarto de armas después de la cena. Holmes reposaba en el sofá, mientras Hayter y yo repasábamos su pequeña colección de armas de fuego. —Por cierto —dijo de repente—, me voy a subir una de estas pistolas conmigo por si tenemos alguna alarma. —¿Una alarma? —dije yo. —Sí, nos han dado un susto últimamente. Al viejo Acton, uno de los magnates del condado, le entraron en la casa el lunes pasado. No ocasionaron grandes desperfectos, pero los bandidos aún siguen en libertad. —¿No hay ninguna pista? —preguntó Holmes mirando al coronel. —Hasta el momento, ninguna. Pero el asunto no tiene mayor importancia. Es un pequeño caso local que le parecería demasiado insignificante, señor Holmes, tras un crimen internacional. Holmes pareció no hacer caso del cumplido, aunque su sonrisa demostró que le había halagado. —¿Había algún punto interesante? —Creo que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y compensaron poco sus esfuerzos. Todo estaba patas arriba, los cajones forzados y todo desvalijado, resultando que lo único que ha desaparecido es un volumen del Homero de Pope, dos candelabros de plata, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de roble y una bola de bramante. —¡Qué colección más variopinta! —exclamé. —Bueno, está claro que los tipos se llevaron lo primero que encontraron. Holmes profirió un gruñido desde el sofá. —Debería tener algo de sentido para la policía del condado —dijo—. Es evidente que… Levanté un dedo en señal amenazadora. —Querido amigo, está aquí para descansar. Por el amor de Dios, no empiece con nuevos problemas cuando tiene los nervios aún deshechos. Holmes se encogió de hombros y lanzó al coronel una mirada de cómica resignación, y la conversación derivó hacia canales menos peligrosos. Sin embargo, mis cuidados profesionales estaban destinados a verse malgastados, pues a la mañana siguiente el problema se nos impuso de tal forma, que fue imposible eludirlo, y nuestra visita al campo se tornó en algo que ninguno de los dos habíamos previsto. Estábamos desayunando, cuando el mayordomo del coronel entró bruscamente, desprovisto de toda compostura. —¿Ha oído la noticia, señor? ¡En casa de los Cunningham! —¿Robo? —exclamó el coronel, sosteniendo la taza de café en el aire. —¡Asesinato! El coronel lanzó un silbido. —¡Por Júpiter! —dijo—. ¿A quién han matado? ¿Al Juez de Paz o a su hijo? —A ninguno de los dos, señor. Fue a William, el cochero. Un tiro le atravesó el corazón y no volvió a hablar. —¿Quién le disparó? —El ladrón, señor. Salió escopetado y se escapó. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William le sorprendió y terminó sus días cuidando de la propiedad de su amo. —¿A qué hora? —Fue anoche, señor, alrededor de las doce. —Bien, entonces ya nos acercaremos —dijo el coronel, disponiéndose a continuar su desayuno—. Es un mal asunto —dijo, cuando el mayordomo se hubo retirado—. El viejo Cunningham es el principal terrateniente de por aquí, y una buena persona. Estará muy disgustado, pues el hombre llevaba a su servicio muchos años y era un buen criado. Parece evidente que son los mismos bandidos que entraron en casa de Acton. —¿Los que se llevaron aquella singular colección? —dijo Holmes pensativamente. —Exactamente. —¡Hum! Puede que sea lo más sencillo del mundo, pero de todos modos a primera vista resulta un poco raro, ¿no? Se supone que una banda de ladrones que actúa en el campo debería variar el lugar de sus operaciones y no irrumpir en dos casas del mismo distrito con solo unos días de diferencia. Cuando usted hablaba anoche de tomar precauciones, pensé que esta sería la última parroquia de Inglaterra que pudiera interesar a unos ladrones, lo cual demuestra que aún tengo mucho que aprender. —Me imagino que debe de ser algún aficionado del contorno —dijo el coronel—, en cuyo caso las casas de Acton y de Cunningham serían los sitios más indicados, pues son con mucho las casas más grandes de los alrededores. —¿Y las más ricas? —Deberían serlo, pero llevan años con un pleito que les ha chupado a ambos hasta la sangre. El viejo Acton tiene algún derecho sobre la mitad de la hacienda de Cunningham y los abogados están en ello como lobos. —Si es un bandido local, no habrá demasiada dificultad en encontrarle —dijo Holmes bostezando—. Está bien, Watson. No tengo la intención de inmiscuirme. —El inspector Forrester —dijo el mayordomo abriendo la puerta. El oficial, un joven apuesto de mirada inteligente, entró en la habitación. —Buenos días, coronel —dijo—. Espero no molestar, pero sabemos que el señor Holmes, de Baker Street, está aquí. El coronel señaló con la mano hacia mi amigo y el inspector le hizo una pequeña reverencia. —Pensábamos que quizá no le importara acercarse, señor Holmes. —Los Hados están contra usted, Watson —dijo riéndose—. Justamente estábamos hablando del asunto cuando llegó usted, inspector. Quizá pueda darnos algún detalle. Al recostarse en la silla con esa actitud tan familiar, supe que era inútil que insistiera. —No teníamos ninguna pista en el caso Acton. Pero aquí hay varias, y no hay duda de que son la misma gente. Vieron al hombre. —¡Ah! —Sí, señor. Pero escapó como un gamo después de disparar el tiro que mató al pobre William Kirwan. El señor Cunningham le vio desde la ventana del dormitorio y el señor Alee Cunningham le vio desde el pasillo de detrás. Eran las doce menos cuarto cuando ocurrió. El señor Cunningham estaba en bata fumándose una pipa. Ambos oyeron al cochero, William, pedir auxilio y el señor Alee bajó a ver qué pasaba. La puerta de atrás estaba abierta y al bajar por la escalera vio a dos hombres que luchaban fuera. Uno de ellos disparó y saltó por encima del seto. El señor Cunningham, desde la ventana del dormitorio, vio cómo el hombre llegaba hasta la carretera, pero al momento le perdió de vista. El señor Alee se detuvo a ver si podía ayudar al moribundo y así el criminal se escapó. Los únicos detalles personales que tenemos se reducen a que era un hombre de estatura media y vestía de oscuro, pero estamos llevando a cabo serias investigaciones, y si es un forastero pronto le descubriremos. —¿Qué estaba haciendo allí William? ¿Dijo algo antes de morir? —Ni una palabra. Vive con su madre en la casa del guarda y como era un hombre muy fiel, suponemos que se había acercado a la casa para ver si todo andaba bien. Este asunto de Acton ha puesto a todo el mundo en guardia. El ladrón había acabado de derribar la puerta, pues el cerrojo había sido forzado, cuando William le sorprendió. —¿Le dijo William algo a su madre antes de salir? —Es muy mayor y está sorda y no conseguimos sacarle ninguna información. El susto debe de haberla dejado medio atontada, pero tengo entendido que nunca fue muy lúcida. Hay algo muy importante, sin embargo. ¡Fíjese en esto! Sacó un pequeño trozo de papel de una agenda y lo puso sobre su rodilla. —Esto se halló entre el índice y el pulgar del asesinado. Parece un fragmento de una hoja mayor. Observará que la hora mencionada es la misma en la que el pobre encontró su muerte. Quizá su asesino le arrancase el resto del papel, o al revés, quizá le arrancó él a su asesino este trozo. Parece casi una cita. Holmes cogió la esquina de papel que se reproduce aquí. —Suponiendo que fuera una cita —continuó el inspector—, no es una teoría inconcebible el que este William Kirwan, a pesar de su fama de hombre honrado, estuviera aliado con el ladrón. Pudo reunirse allí con él, incluso pudo ayudarle a derribar la puerta, y luego a lo mejor discutieron entre ellos. —Esta caligrafía es sumamente interesante —dijo Holmes, que la había estado examinando con gran atención—. Son aguas mucho más profundas de lo que yo había imaginado. Hundió la cabeza entre las manos, mientras el inspector esbozaba una sonrisa al ver el efecto que causaba su caso en el famoso especialista de Londres. —Su último comentario —dijo Holmes de repente— acerca de la posibilidad de un entendimiento entre el ladrón y el criado, y que esta fuera la cita entre ellos, es una suposición ingeniosa y no del todo descabellada. Pero esta caligrafía… Volvió a hundir la cabeza entre las manos y permaneció unos minutos sumido en profundos pensamientos. Cuando levantó el rostro, me sorprendió ver que tenía las mejillas sonrojadas y la mirada tan viva como antes de su enfermedad. Se puso en pie de un salto con su energía acostumbrada. —¿Sabe una cosa? —dijo—. Me gustaría ver los detalles del caso más despacio. Hay algo en él que me fascina enormemente. Si me permite, coronel, voy a dejarles a usted y a mi amigo Watson y me iré con el inspector a comprobar una o dos pequeñas fantasías mías. Estaré de nuevo con ustedes en media hora. Había pasado hora y media cuando el inspector regresó solo. —El señor Holmes está paseando por el campo ahí fuera —dijo—. Quiere que los cuatro vayamos a la casa. —¿A casa del señor Cunningham? —Sí, señor. —¿Para qué? El inspector se encogió de hombros. —No lo sé muy bien, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes aún no se ha repuesto de su enfermedad. Ha estado comportándose de una manera muy extraña y está muy agitado. —No creo que deba usted preocuparse —dije—. He solido encontrar que su locura tenía un método. —Habrá quien le llame a eso método —dijo el inspector—, pero, para empezar, está muy inquieto, así que mejor salimos ya, si están preparados. Encontramos a Holmes paseando arriba y abajo por el campo, la barbilla hundida en el pecho y las manos en los bolsillos del pantalón. —El asunto adquiere interés creciente —dijo—. Watson, su idea del viajecito al campo ha sido un éxito. He pasado una mañana maravillosa. —Tengo entendido que ha estado en la escena del crimen. —Sí, el inspector y yo hemos estado haciendo un reconocimiento juntos. —¿Con éxito? —Bueno, hemos visto cosas muy interesantes. Les contaré lo que hicimos mientras caminamos. Primero vimos el cadáver del pobre hombre. Ciertamente murió de un tiro, como se dijo. —¿Acaso lo había puesto en duda? —Conviene comprobarlo todo. Nuestra investigación no fue en vano. Luego tuvimos una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que pudieron indicar justamente el lugar exacto por donde saltó el seto el asesino al huir. Eso fue de gran interés. —Naturalmente. —Luego fuimos a ver a la madre de ese pobre hombre. Sin embargo, de ella no obtuvimos información alguna. Es muy mayor y está muy débil. —¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones? —La convicción de que el crimen es singular. Quizá nuestra visita de ahora ayude a esclarecer algunos puntos. Creo, inspector, que los dos coincidimos en que el trozo de papel hallado en la mano del asesinado y en el que consta escrita la misma hora de su muerte es de vital importancia, ¿no? —Debería darnos una pista, señor Holmes. —Y nos la da. Quienquiera que escribiese esa nota fue el mismo que sacó de la cama a esa hora a William Kirwan. Pero ¿dónde está el resto de la hoja? —Examiné con gran minuciosidad el terreno con la esperanza de encontrarla —dijo el inspector. —Se la arrancaron de la mano al hombre asesinado. ¿Por qué tenía alguien tanto interés en tenerla? Porque le implicaba. ¿Y qué podría hacer con ella? Seguramente metérsela en el bolsillo, sin caer en la cuenta de que una esquina había quedado en posesión del difunto. Si consiguiéramos el resto de la hoja, está claro que tendríamos muy adelantada la resolución del misterio. —Sí, pero ¿cómo podemos llegar al bolsillo del criminal antes de coger al criminal? —Bueno, bueno. Merecía la pena pensarlo. Luego hay otro punto evidente. La nota le fue enviada a William. No pudo llevársela el hombre que la escribió, porque de ser así hubiera dado el recado verbalmente. ¿Quién, pues, entregó la nota? ¿O es que vino en el correo? —He preguntado —dijo el inspector—. Ayer llegó una carta para William en el correo de la tarde. El sobre lo destruyó él mismo. —¡Excelente! —exclamó Holmes dándole una palmada en la espalda al inspector—. Ya ha visto al cartero. Es maravilloso trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si continuamos, coronel, le mostraré el escenario del crimen. Dejamos atrás la casita donde había vivido el hombre asesinado y caminamos por una senda bordeada de robles hasta la hermosa casa de estilo Reina Ana que lleva la fecha de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos hicieron dar la vuelta hasta que llegamos a la vena lateral separada del seto que bordea la carretera por un pequeño trozo de jardín. A la puerta de la cocina había un policía. —Abra la puerta, oficial —dijo Holmes—. Desde esas escaleras vio el joven Cunningham a los dos hombres luchando justamente aquí, donde nos encontramos nosotros. El viejo señor Cunningham estaba asomado a esa ventana, la segunda por la izquierda, y vio al tipo escaparse por ahí, a la izquierda de ese arbusto. El hijo también. Ambos están seguros por lo del arbusto. Entonces el señor Alee corrió a arrodillarse junto al herido. Como ven, el terreno está muy duro y no hay pisadas que nos sirvan de ayuda. Mientras hablaba, dos hombres se acercaron por el jardín, procedentes de la esquina de la casa. El uno era un hombre mayor, con el rostro firme surcado de arrugas y con grandes ojeras; el otro, un joven deslumbrante, cuya expresión alegre y sonriente y vestimenta llamativa contrastaba extrañamente con el asunto que nos había llevado allí. —¿Aún sigue? —le dijo a Holmes—. Creía que ustedes, los de Londres, no tenían un pero. No parecen tan rápidos después de todo. —Debe darnos un poco de tiempo —dijo Holmes con buen humor. —Va a necesitarlo —dijo el joven Alee Cunningham—. No parece que tengamos pista alguna. —Solo una —respondió el inspector—. Pensamos que si pudiéramos encontrar… Pero, ¡Dios mío, señor Holmes! ¿Qué le ocurre? De repente el rostro de mi pobre amigo había adoptado la expresión más terrible. Tenía los ojos en blanco, las facciones contraídas por el dolor, y con un gemido se desplomó en el suelo. Horrorizados ante lo repentino y serio del ataque, le llevamos a la cocina, donde se recostó en una silla y respiró durante unos momentos con dificultad. Finalmente, se disculpó, avergonzado por su debilidad, y se levantó de nuevo. —Watson les dirá que me estoy recuperando de una seria enfermedad —explicó—. Aún estoy sujeto a repentinos ataques de este tipo. —¿Quiere que le lleven a casa en mi calesa? —preguntó el viejo Cunningham. —Bueno, ya que estoy aquí hay algo de lo que quisiera cerciorarme. Podemos verificarlo sin ninguna dificultad. —¿Qué es? —Me parece posible que la llegada del pobre William se produjera después y no antes de la entrada del ladrón en la casa. Parece que usted da por descontado que, aunque la puerta había sido forzada, el ladrón no llegó a entrar. —Creo que eso es evidente —dijo seriamente el señor Cunningham—. Mi hijo Alee aún no se había ido a la cama y, si alguien hubiera merodeado dentro de la casa, lo hubiera oído. —¿Dónde estaba sentado? —Estaba fumando en mi vestidor. —¿Qué ventana es esa? —La última a la izquierda, junto a la de mi padre. —Ambas tendrían luz, ¿no? —Indudablemente. —Hay aquí una cosa muy curiosa —dijo Holmes, sonriendo—. ¿No es extraordinario que un ladrón, con experiencia previa, quisiera entrar en una casa cuando podía ver por las luces de las ventanas que había dos miembros de la familia que aún estaban levantados? —Debe de ser un tipo con nervios de acero. —Bueno, si el caso no fuera extraño, no nos hubiéramos dirigido a usted para que nos lo explicara —dijo el señor Alee—. Pero en cuanto a su idea de que el hombre había robado en la casa antes de que le atacara William, me parece de lo más absurdo. ¿No hubiéramos encontrado todo revuelto y echado en falta lo que se hubiera llevado? —Depende de lo que fuera —dijo Holmes—. Debe recordar que se trata de un ladrón muy especial y que parece seguir modos de actuación muy personales. Mire, por ejemplo, la curiosa colección de cosas que se llevó de casa de Acton. ¿Qué era? ¡Una bola de cuerda, un pisapapeles y no sé qué más cachivaches! —Bueno, estamos en sus manos, señor Holmes —dijo el viejo Cunningham—. Cualquier cosa que usted o el inspector sugieran tengan por seguro que se hará. —En primer lugar —dijo Holmes—, quisiera que ofreciesen una recompensa, fijada por usted mismo, pues puede que la policía tarde un poco en ponerse de acuerdo en la cifra, y estas cosas más vale hacerlas en el momento. Aquí he esbozado la fórmula, si no le molesta firmarla. Pensé que cincuenta libras serían suficientes. —Con gusto ofrecería quinientas —dijo el Juez de Paz cogiendo el papelito y el lápiz que Holmes le extendió—. Pero esto no es correcto —añadió ojeando el documento. —Lo escribí muy de prisa. —Mire, usted empieza: «Cuando a las doce y cuarto se intentó, el martes por la mañana…», y continúa. En realidad fue a las doce menos cuarto. Me dolió el error, pues sabía cuánto le molestaban a Holmes las imprecisiones. Era su especialidad el ser exacto en los datos, pero su reciente enfermedad le había afectado, y este pequeño incidente me demostraba que aún no era el mismo. Por un momento estuvo como violento, mientras el inspector levantaba las cejas y Alee Cunningham soltaba una carcajada. El anciano corrigió la falta y le devolvió el papel a Holmes. —Que lo impriman cuanto antes —dijo—. Creo que es una idea excelente. Holmes se guardó cuidadosamente el papel en su agenda. —Y ahora —dijo—, creo que sería conveniente que recorriéramos la casa todos juntos y nos asegurásemos de que este ladrón tan irregular no se llevó nada en efecto. Antes de entrar, Holmes examinó la puerta que había sido forzada. Estaba claro que el cerrojo se había abierto introduciendo un formón o un cuchillo grueso, porque la madera mostraba las hendiduras por donde había penetrado. —¿No tienen barras protectoras? —Nunca lo hemos creído necesario. —¿No tienen perro? —Sí, pero está atado al otro lado de la casa. —¿A qué hora se acuesta la servidumbre? —Sobre las diez. —Tengo entendido que a esa hora William también solía estar en la cama. —Sí. —Es curioso que estuviera levantado justo esa noche. Y ahora, señor Cunningham, me gustaría ver la casa. Un pasillo con suelo de losetas, del cual salían las puertas de las cocinas, daba a una escalera de madera que subía al primer piso. Acababa esta en un descansillo, al otro lado del cual estaba la escalinata principal que subía desde el vestíbulo de la entrada. A este descansillo daban el cuarto de estar y varios dormitorios, incluidos los del señor Cunningham y su hijo. Holmes andaba despacio, haciéndose cargo de la estructura de la casa. Deduje de su expresión que estaba sobre una pista y, sin embargo, me era imposible averiguar en qué dirección iba. —Mi querido caballero —dijo el señor Cunningham en tono impaciente—, ¿no es esto un tanto innecesario? Ese es mi dormitorio, al final de las escaleras, y el de más allá es el de mi hijo. Le dejo a su buen criterio el juzgar si le fue posible al ladrón subir aquí sin que le oyéramos. —Me da la impresión —dijo el hijo con sonrisa maliciosa—, de que va a tener que seguir otro rastro. —De todas formas voy a tener que pedirles que me complazcan un ratito más. Por ejemplo, me gustaría ver la vista que tienen las ventanas de la parte delantera de la casa. Este, imagino —dijo abriendo la puerta—, es el dormitorio de su hijo. Y ese, supongo, el vestidor en el cual se encontraba fumando cuando se dio la alarma. ¿Adonde da su ventana? Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y echó una ojeada al vestidor. —Espero que ya esté satisfecho —dijo de mal humor el señor Cunningham. —Gracias, creo que he visto cuanto quería. —Pues, si es tan necesario, ya podemos pasar a mi cuarto. —Si no es demasiada molestia… El Juez de Paz se encogió de hombros y dirigió sus pasos hacia su dormitorio, una habitación corriente y parcamente amueblada. Mientras lo cruzábamos en dirección a la ventana, Holmes se quedó rezagado hasta que él y yo nos quedamos los últimos. Al pie de la cama había una pequeña mesa cuadrada, sobre la que se encontraba una jarra de agua y un plato de naranjas. Justo cuando pasábamos por delante de ella, y ante mi más absoluto asombro, Holmes se inclinó por delante de mí y deliberadamente la tiró. El vaso se hizo añicos y la fruta cayó rodando por todo el cuarto. —Buena la ha hecho, Watson —dijo con serenidad—. Mire cómo ha puesto la alfombra. Me detuve confuso y comencé a recoger la fruta, comprendiendo que por alguna razón mi acompañante quería que yo cargara con las culpas. Los demás siguieron mi ejemplo y levantaron la mesa de nuevo. —¡Pero bueno! —exclamó el inspector—. ¿Dónde se ha metido? Holmes había desaparecido. —Esperen aquí un momento —dijo Alee Cunningham—. En mi opinión ese hombre está loco. Venga conmigo, padre, a ver dónde se ha metido. Salieron del cuarto corriendo dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos perplejos. —Vive Dios que me inclino a estar de acuerdo con el joven señor Alee —dijo el oficial—. Puede que sea efecto de esta enfermedad, pero me da la impresión de que… Fue interrumpido por un repentino grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!». Con un escalofrío reconocí la voz de mi amigo. Salí corriendo de la habitación hacia el descansillo. Los gritos, que se habían convertido en roncos y oscuros ruidos, provenían de la habitación que habíamos visto primero. Entré y continué hasta el vestidor. Ambos Cunninghams se inclinaban sobre la postrada figura de Sherlock Holmes; el joven le tenía agarrado por la garganta con ambas manos mientras el mayor parecía estarle retorciendo una de las muñecas. En un segundo nosotros tres los separamos y Holmes, tremendamente pálido y cansado, se puso en pie. —¡Detenga a estos hombres, inspector! —jadeó. —¿Bajo qué cargo? —El de asesinar a su cochero, William Kirwan. El inspector miró desconcertado a su alrededor. —Vamos, vamos, señor Holmes —dijo por fin—. No pretenderá usted… —¡Venga, hombre, míreles las caras! —exclamó Holmes secamente. Ciertamente, jamás vi escrito sobre rostro alguno reconocimiento más claro de su culpabilidad. El hombre más mayor parecía paralizado y aturdido, la expresión hosca. El hijo, por el contrario, había desechado aquel aire bravucón y desenfadado que le caracterizaba, y en sus ojos negros brillaba la fiereza de un peligroso animal salvaje, distorsionando sus hermosas facciones. Sin decir nada, el inspector se acercó a la puerta y tocó el silbato. Acudieron a su llamada dos de sus policías. —No tengo alternativa, señor Cunningham —dijo—. Confío en que todo esto resulte ser una absurda equivocación, pero ya ve que… ¿Conque esas tenemos? ¡Suéltelo! —dio un manotazo y el revólver que el joven intentaba montar cayó al suelo. —Cójalo —dijo Holmes, pisándolo con rapidez—. Le será útil en el juicio. Pero esto era lo que más falta nos hacía —y levantó un trozo de papel arrugado. —¿El resto de la carta? —gritó el inspector. —Justamente. —¿Dónde estaba? —Donde estaba seguro de encontrarlo. Le explicaré todo en un momento. Creo, coronel, que usted y Watson pueden regresar a casa, y yo me reuniré con ustedes en media hora a lo sumo. El inspector y yo tenemos que hablar con los detenidos. Estaré con usted a la hora de comer. Sherlock Holmes fue fiel a su palabra, pues era cerca de la una cuando entraba en el cuarto de fumadores del coronel. Le acompañaba un menudo caballero mayor, que me fue presentado como el señor Acton, cuya casa había sido el escenario del primer robo. —Quería que el señor Acton estuviera presente mientras les explicaba este asunto —dijo Holmes—, pues es lógico que él sienta un gran interés por los detalles. Me temo, coronel, que lamentará la hora en que hospedó a ave tan conflictiva como yo. —Muy al contrario —dijo el coronel con énfasis—, me considero privilegiado al haber podido estudiar sus técnicas de trabajo. Confieso que superan todas mis esperanzas y que me resulta imposible saber cómo llegó al desenlace. Hasta el momento ni tan siquiera he visto el vestigio de una pista. —Me temo que la explicación quizá le desilusione, pero ha sido un hábito en mí el no ocultar mis métodos ni a Watson ni a quienes se tomen por ellos un interés inteligente. Pero antes, y puesto que aún estoy un poco conmovido por la contienda en el vestuario, me serviré un poco de su coñac, coronel. Últimamente, mi fortaleza está un poco mermada. —Confío en que no sufrirá ningún otro ataque nervioso. Holmes soltó una carcajada. —Ya llegaremos a ese punto a su debido tiempo —dijo—. Les explicaré ordenadamente el caso, mostrándoles los diversos puntos que me encaminaron hasta mi decisión final. Les ruego me interrumpan en caso de que haya algo que no les quede del todo claro. En el arte de la deducción es elemento fundamental el saber discernir cuáles, de entre diversos hechos, son relevantes y cuáles son triviales. De otro modo, las energías y la atención, en lugar de concentrarse, se disipan. Bien. En este caso, desde el primer momento, no tuve la más mínima duda de que la clave de todo el asunto se hallaba en el trocito de papel que se encontró en la mano del hombre asesinado. »Antes de entrar en este punto quisiera atraer su atención sobre el hecho de que, caso de ser cierta la narración de Alee Cunningham, y de haber huido el atacante justo después de disparar contra William Kirwan, entonces era evidente que no podía ser él el que le quitara la carta al hombre asesinado. Pero de ser así, debió ser el mismo Alee Cunningham el que lo hiciera, pues cuando su padre bajó ya había varios criados en la escena. El detalle es muy simple, pero al inspector se le había pasado por alto, debido a que partía de la suposición de que estos magnates rurales no tenían nada que ver en el asunto. Yo, sin embargo, tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me marcan los hechos. Así, desde el principio de la investigación, observaba con recelo el papel que Alee Cunningham había desempeñado. «Procedí entonces a un minucioso examen del papelito que nos había dado el inspector. De inmediato me percaté de que era una esquina de un documento singular. Aquí está. ¿No notan ahora algo muy sugerente en él? —Tiene un aspecto muy irregular —dijo el coronel. —Mi querido caballero —exclamó Holmes—, no hay la menor duda de que lo han escrito dos personas, alternando las palabras. De inmediato comprobarán esto si observan las «tes»: una es muy débil y otras son muy fuertes. Un somero análisis de las palabras que contienen «t» demuestra enseguida que «cuarto» y «tal» están escritas con una letra más firme, mientras que «tendrá» lo está con una más débil. De las seis palabras, muy pronto observará que «doce», «cuarto», «algo» y «tal» las había escrito una persona, mientras que «menos» y «tendrá» las había escrito otra. —¡Sí que es verdad! ¡Está más claro que el agua! —exclamó el coronel—. ¿Pero por qué iban a escribir dos hombres una carta? —Evidentemente era un asunto oscuro, y uno de los hombres, que no confiaba en el otro, estaba decidido a que, se hiciera lo que se hiciera, ambos tuvieran la misma parte en el asunto. Bien, de los dos hombres, también está claro que el que escribió las palabras «doce» y «cuarto» era el cabecilla. —¿Cómo deduce eso? —Se podría desprender del simple carácter de una letra comparada con la otra. Pero hay razones más exactas que la mera suposición para afirmarlo. Si examinamos el retazo de papel con atención, llegarán a la conclusión de que el hombre de trazos más firmes escribió primero todas sus palabras, dejando los huecos para que el otro los rellenara. Estos huecos no eran siempre suficientemente grandes y observarán que el segundo hombre hubo de estrujar su «menos» entre el «doce» y el «cuarto», demostrando así que estas palabras estaban escritas de antemano. El hombre que escribió primero sus palabras es, sin duda, el que planeó todo el asunto. —¡Excelente! —exclamó el señor Acton. —Pero muy superficial —dijo Holmes—. Llegamos ahora, sin embargo, a un punto importante. Quizá no sepan que los expertos han llegado a un grado muy fino de exactitud en cuanto a deducir la edad de las personas basándose en su caligrafía. En casos normales, se puede fijar con casi total confianza la década de una persona. Y digo en casos normales porque la falta de salud y la debilidad física reproducen los caracteres de la vejez, incluso aunque el inválido sea joven. En este caso, viendo los rasgos firmes del uno y el aspecto un tanto tembloroso del otro, aunque sigue siendo una escritura legible, podemos asegurar que el uno era un hombre joven y el otro de avanzada edad sin llegar a la senectud. —¡Excelente! —repitió el señor Acton. —Sin embargo, hay otro punto, más sutil y de mayor importancia. Hay rasgos comunes en estas dos caligrafías. Pertenecen a personas unidas por lazos de consanguinidad. Quizá a ustedes les resulte más evidente comprobarlo en las «íes» griegas, pero para mí hay muchas indicaciones que apuntan a lo mismo. No albergo ninguna duda respecto de que hay un aire de familia en estas dos muestras de escritura. Por supuesto que ahora solo les estoy dando los aspectos principales de mi examen del papel. Había otras veintitrés deducciones que les serían de mayor utilidad a los expertos que a ustedes. Todas coincidían en reafirmar mi impresión de que los Cunningham, padre e hijo, habían escrito esta carta. »Llegado a este punto, mi siguiente paso fue, por supuesto, examinar los detalles del crimen y ver hasta dónde conducían. Subí con el inspector a la casa y vi todo lo que había que ver. La herida del hombre asesinado era, como pude determinar con plena seguridad, consecuencia de un tiro de revólver disparado a una distancia de unas cuatro yardas. Las ropas no estaban chamuscadas. Por tanto, era evidente que Alee Cunningham había mentido al decir que ambos hombres estaban peleando cuando se disparó el revólver. Otra cosa era que tanto el padre como el hijo estaban de acuerdo en cuanto al lugar por donde había escapado el hombre hacia la carretera. Pero resulta que en ese sitio precisamente hay una acequia con mucha humedad en el fondo. Puesto que allí no encontré huellas de pisadas, me convencí no solo de que los Cunningham habían mentido de nuevo, sino de que nunca existió ningún desconocido en el asunto. «Ahora me quedaba por descubrir el móvil de este crimen singular. A este fin me esforcé primeramente por resolver la razón del primer latrocinio, el que se perpetró en casa del señor Acton. Tenía entendido, por algo que nos contó el coronel, que había un pleito entre usted, señor Acton, y los Cunningham. Inmediatamente se me ocurrió pensar que habían saqueado su biblioteca con la intención de obtener algún documento de importancia para el caso. —Así es —dijo el señor Acton—. No hay duda posible en cuanto a sus intenciones. Tengo todo el derecho sobre la mitad de su patrimonio, y si hubieran podido encontrar un solo papel, que afortunadamente se encontraba en la caja fuerte de mi abogado, sin duda hubieran echado a perder el caso. —¡Ahí lo tienen! —dijo Holmes sonriendo—. Fue un intento peligroso y arriesgado, en el cual creí entrever la influencia del joven Alee. No pudiendo encontrar nada, intentaron desviar las sospechas y hacerlo pasar por un robo normal, a cuyo fin se llevaron lo primero que encontraron. Todo esto está claro, pero aún quedaba mucho por esclarecer. Lo que yo quería ante todo era encontrar la parte restante del papel. Estaba convencido de que Alee se la había arrancado de la mano al hombre asesinado y casi seguro de que se la metió en el bolsillo de su batín. ¿Dónde, si no, iba a haberla puesto? Lo único que quedaba por saber era si aún seguía allí. Merecía la pena averiguarlo, y por eso fuimos todos a la casa. Los Cunningham se unieron a nosotros, como sin duda recordarán, a la puerta de la cocina. Por supuesto era de vital importancia que no se les recordara la existencia de este papel, de lo contrario lo destruirían sin demora. El inspector estaba a punto de explicarles la importancia que tenía, cuando, afortunadísimamente, a mí me dio un ataque que provocó un cambio en la conversación. —¡Santo cielo! —exclamó el coronel riendo—. ¿Quiere decirnos que toda nuestra preocupación fue en balde y que simuló el ataque? —Desde el punto de vista profesional, lo hizo de maravilla —exclamé yo, mirando con asombro a aquel hombre que no dejaba de sorprenderme con nuevas muestras de su astucia. —Es un arte que a menudo resulta útil —dijo—. Cuando me recobré, conseguí arreglármelas mediante una estratagema que quizá tuviera el mérito de ser ingeniosa, para que el viejo Cunningham escribiera la palabra «menos» y así compararla con el «menos» que estaba escrito en el papel. —¡Qué imbécil he sido! —exclamé. —Ya vi que se compadecía de mí por mi debilidad —dijo Holmes con una carcajada—. Y sentí tener que causarle el pesar que sabía que experimentaría. Entonces subimos juntos al piso de arriba y, tras entrar en la habitación, observé que el batín estaba colgado detrás de la puerta. Conseguí entonces distraer su atención volcando la mesita y yo volví a examinar el bolsillo. Sin embargo, apenas me había hecho con el papel que, como esperaba, estaba allí, cuando los dos Cunningham se me lanzaron encima. Realmente creo que, de no ser por su ayuda expedita, me hubieran asesinado allí mismo. Aún siento las manos de ese joven agarrándome la garganta y el tirón que el viejo le daba a mi muñeca con el fin de hacerme soltar el papel que tenía en la mano. Se dieron cuenta de que lo sabía todo, y el repentino cambio de sentirse completamente seguros a estar desesperados debió de enloquecerlos. »Posteriormente, tuve una pequeña charla con el viejo Cunningham con respecto al móvil del crimen. Estuvo muy razonable, aunque su hijo es un perfecto demonio, dispuesto a volarse los sesos o los de cualquiera, si hubiera podido echar mano del revólver. Cuando Cunningham vio que todo estaba perdido se derrumbó y lo confesó todo. Parece que William había seguido a sus amos en secreto la noche que robaron en casa del señor Acton y, teniéndolos así en su poder, procedió, bajo la amenaza de delatarlos, a hacerles chantaje. Sin embargo el señor Alee era un sujeto peligroso para jugar con él de esa manera. Fue un golpe de verdadero genio por su parte el ver en el robo que conmovía a toda la vecindad una oportunidad para deshacerse del hombre al que temía. A William se le atrajo con un señuelo y le mató. De haber obtenido la nota entera y de haber prestado algo más de atención a los detalles, es muy posible que nunca se hubiera levantado ninguna sospecha. —¿Y la nota? —pregunté. Sherlock Holmes puso ante nosotros el papel completo. —Es el tipo de mensaje que yo esperaba —dijo—. Claro que aún no sabemos la relación existente entre Alee Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison. El resultado muestra que la trampa estaba muy bien tendida. Estoy seguro de que les encantarán los trazos hereditarios que se aprecian en la «q» y en la «g». La ausencia de puntos sobre las «íes» y de acentos en la letra del viejo Cunningham es también muy característica. Watson, pienso que nuestra cura de reposo en el campo ha sido un rotundo éxito y mañana regresaré, sensiblemente mejorado, a Baker Street. ESCÁNDALO EN BOHEMIA I Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Todas las emociones, y en especial esa, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como amante no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer, y esta mujer fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cuestionable recuerdo. Últimamente, había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los intereses hogareños que se despiertan en el hombre que por primera vez pone casa propia bastaban para absorber toda mi atención; mientras tanto, Holmes, que odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia, permaneció en nuestros aposentos de Baker Street, sepultado entre sus viejos libros y alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Como siempre, le seguía atrayendo el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios poderes de observación a seguir pistas y aclarar misterios que la policía había abandonado por imposibles. De vez en cuando, me llegaba alguna vaga noticia de sus andanzas: su viaje a Odessa para intervenir en el caso del asesinato de Trepoff, el esclarecimiento de la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, la misión que tan discreta y eficazmente había llevado a cabo para la Familia Real de Holanda. Sin embargo, aparte de estas señales de actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, apenas sabía nada de mi antiguo amigo y compañero. Una noche —la del 20 de marzo de 1888— volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevo estaba ejerciendo la medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los siniestros incidentes del Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver a ver a Holmes y saber en qué empleaba sus extraordinarios poderes. Sus habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi pasar dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba rápidas zancadas por la habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre el pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus hábitos y sus humores, su actitud y comportamiento me contaron toda una historia. Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la droga y seguía de cerca el rastro de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla y me condujeron a la habitación que, en parte, había sido mía. No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan ensimismada. —El matrimonio le sienta bien —comentó—. Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi. —Siete —respondí. —La verdad, yo diría que algo más. Solo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. —Entonces, ¿cómo lo sabe? —Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene una sirvienta de lo más torpe y descuidada? —Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera vivido usted hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado. Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos. —Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mi ojos me dicen que en la parte interior de su zapato izquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas casi paralelas. Evidentemente, las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para desprender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee un ejemplar particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado de su sombrero de copa, que indica dónde lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser completamente idiota para no identificarlo como un miembro activo de la profesión médica. No pude evitar reírme de la facilidad con la que había explicado su proceso de deducción. —Cuando le escucho explicar sus razonamientos —comenté—, todo me parece tan ridículamente simple que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad. Y sin embargo, siempre que le veo razonar me quedo perplejo hasta que me explica usted el proceso. A pesar de que considero que mis ojos ven tanto como los suyos. —Desde luego —respondió, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en una butaca—. Usted ve, pero no observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo, usted habrá visto muchas veces los escalones que llevan desde la entrada hasta esta habitación. —Muchas veces. —¿Cuántas veces? —Bueno, cientos de veces. —¿Y cuántos escalones hay? —¿Cuántos? No lo sé. —¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso que lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque no solo he visto, sino que he observado. A propósito, puesto que está usted interesado en estos pequeños problemas, y dado que ha tenido la amabilidad de poner por escrito una o dos de mis insignificantes experiencias, quizá le interese esto —me alargó una carta escrita en papel grueso de color rosa, que había estado abierta sobre la mesa—. Esto llegó en el último reparto del correo —dijo—. Léala en voz alta. La carta no llevaba fecha, firma, ni dirección. «Esta noche pasará a visitarle, a las ocho menos cuarto, un caballero que desea consultarle sobre un asunto de la máxima importancia. Sus recientes servicios a una de las familias reales de Europa han demostrado que es usted persona a quien se pueden confiar asuntos cuya trascendencia no es posible exagerar. Estas referencias de todas partes nos han llegado. Esté en su cuarto, pues, a la hora dicha, y no se tome a ofensa que el visitante lleve una máscara». —Esto sí que es un misterio —comenté—. ¿Qué cree usted que significa? —Aún no dispongo de datos. Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos. Pero en cuanto a la carta en sí, ¿qué deduce usted de ella? Examiné atentamente la escritura y el papel en el que estaba escrita. —El hombre que la ha escrito es, probablemente, una persona acomodada —comenté, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Esta clase de papel no se compra por menos de media corona el paquete. Es especialmente fuerte y rígido. —Especial, esa es la palabra —dijo Holmes—. No es en absoluto un papel inglés. Mírelo contra la luz. Así lo hice, y vi una «E» grande con una «g» pequeña, y una «P» y una «G» grandes con una «t» pequeña, marcadas en la fibra misma del papel. —¿Qué le dice esto? —preguntó Holmes. —El nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma. —Ni mucho menos. La «G» grande con la «t» pequeña significan Gesellschaft, que en alemán quiere decir «compañía»; una contracción habitual, como cuando nosotros ponemos «Co.». La «P», por supuesto, significa papier. Vamos ahora con lo de «Eg». Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Continente —sacó de una estantería un pesado volumen de color pardo—. Eglow, Eglonitz…, aquí está: Egria. Está en un país de habla alemana… en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido escenario de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal y papel». ¡Ajá, muchacho! ¿Qué saca usted de esto? Le brillaban los ojos y dejó escapar de su cigarrillo una nube triunfante de humo azul. —El papel fue fabricado en Bohemia —dije yo. —Exactamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la curiosa construcción de la frase «Estas referencias de todas partes nos han llegado»? Un francés o un ruso no habría escrito tal cosa. Solo los alemanes son tan desconsiderados con los verbos. Por tanto, solo falta descubrir qué es lo que quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a que se le vea la cara. Y aquí llega, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas. Mientras hablaba, se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que rozaban contra el bordillo de la acera, seguido de un brusco campanillazo. Holmes soltó un silbido. —Un gran señor, por lo que oigo —dijo—. Sí —continuó, asomándose a la ventana—, un precioso carruaje y un par de purasangres. Ciento cincuenta guineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menos hay dinero en este caso, Watson. —Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes. —Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete ser interesante. Sería una pena perdérselo. —Pero su cliente… —No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda, y también puede necesitarla él. Aquí llega. Siéntese en esa butaca, doctor, y no se pierda detalle. Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído en la escalera y en el pasillo, se detuvieron justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y autoritario. —¡Adelante! —dijo Holmes. Entró un hombre que no mediría menos de dos metros de altura, con el torso y los brazos de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se habría considerado rayano en el mal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban las mangas y el delantero de su casaca cruzada, y la capa de color azul oscuro que llevaba sobre los hombros tenía un forro de seda roja como el fuego y se sujetaba al cuello con un broche que consistía en un único y resplandeciente berilo. Un par de botas que le llegaban hasta media pantorrilla, y con el borde superior orlado de lujosa piel de color pardo, completaba la impresión de bárbara opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha, y la parte superior de su rostro, hasta más abajo de los pómulos, estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer acababa de ponerse, ya que aún se lo sujetaba con la mano en el momento de entrar. A juzgar por la parte inferior del rostro, parecía un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un mentón largo y recto, que indicaba un carácter resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación. —¿Recibió usted mi nota? —preguntó con voz grave y ronca y un fuerte acento alemán—. Le dije que vendría a verle —nos miraba a uno y a otro, como si no estuviera seguro de a quién dirigirse. —Por favor, tome asiento —dijo Holmes—. Este es mi amigo y colaborador, el doctor Watson, que de vez en cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme? —Puede usted dirigirse a mí como conde von Kramm, noble de Bohemia. He de suponer que este caballero, su amigo, es hombre de honor y discreción, en quien puedo confiar para un asunto de la máxima importancia. De no ser así, preferiría muy mucho comunicarme con usted solo. Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a sentarme de nuevo. —O los dos o ninguno —dijo—. Todo lo que desee decirme a mí puede decirlo delante de este caballero. El conde encogió sus anchos hombros. —Entonces debo comenzar —dijo— por pedirles a los dos que se comprometan a guardar el más absoluto secreto durante dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento, no exagero al decirles que se trata de un asunto de tal peso que podría afectar a la historia de Europa. —Se lo prometo —dijo Holmes. —Y yo. —Tendrán que perdonar esta máscara —continuó nuestro extraño visitante—. La augusta persona a quien represento no desea que se conozca a su agente, y debo confesar desde este momento que el título que acabo de atribuirme no es exactamente el mío. —Ya me había dado cuenta de ello —dijo Holmes secamente. —Las circunstancias son muy delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para sofocar lo que podría llegar a convertirse en un escándalo inmenso, que comprometiera gravemente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia. —También me había dado cuenta de eso —dijo Holmes, acomodándose en su butaca y cerrando los ojos. Nuestro visitante se quedó mirando con visible sorpresa la lánguida figura recostada del hombre que, sin duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el agente más energético de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente. —Si Su Majestad condescendiese a exponer su caso —dijo—, estaría en mejores condiciones de ayudarle. El hombre se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, presa de incontenible agitación. Luego, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara de la cara y la tiró al suelo. —Tiene usted razón —exclamó—. Soy el Rey. ¿Por qué habría de ocultarlo? —¿Por qué, en efecto? —murmuró Holmes—. Antes de que Vuestra Majestad pronunciara una palabra, yo ya sabía que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de Cassel-Falstein y rey hereditario de Bohemia. —Pero usted comprenderá —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose la mano por la frente blanca y despejada—, usted comprenderá que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a un agente sin ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle. —Entonces, consúlteme, por favor —dijo Holmes cerrando una vez más los ojos. —Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante una prolongada estancia en Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le resultará familiar. —Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes, sin abrir los ojos. Durante muchos años había seguido el sistema de coleccionar extractos de noticias sobre toda clase de personas y cosas, de manera que era difícil nombrar un tema o una persona sobre los que no pudiera aportar información al instante. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante de estado mayor que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes profundidades. —Veamos —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto… ¡Hum! La Scala… ¡Hum! Prima donna de la Ópera Imperial de Varsovia… ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópera… ¡Ajá! Vive en Londres… ¡Vaya! Según creo entender, Vuestra Majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas. —Exactamente. Pero ¿cómo…? —¿Hubo un matrimonio secreto? —No. —¿Algún certificado o documento legal? —Ninguno. —Entonces no comprendo a Vuestra Majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, con propósitos de chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su autenticidad? —Está mi letra. —¡Bah! Falsificada. —Mi papel de cartas personal. —Robado. —Mi propio sello. —Imitado. —Mi fotografía. —Comprada. —Estábamos los dos en la fotografía. —¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, Vuestra Majestad ha cometido una indiscreción. —Estaba loco…, trastornado. —Os habéis comprometido gravemente. —Entonces era solo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo solo tengo treinta años. —Hay que recuperarla. —Lo hemos intentado en vano. —Vuestra Majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla. —No quiere venderla. —Entonces, robarla. —Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados. —¿No se ha encontrado ni rastro de la foto? —Absolutamente ninguno. Holmes se echó a reír. —Sí que es un bonito problema —dijo. —Pero para mí es muy serio —replicó el Rey en tono de reproche. —Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografía? —Arruinar mi vida. —Pero ¿cómo? —Estoy a punto de casarme. —Eso he oído. —Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del Rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso. —¿Y qué dice Irene Adler? —Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un carácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres y la mentalidad del más decidido de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer con tal de evitar que yo me case con otra mujer… nada. —¿Estáis seguro de que no la ha enviado aún? —Estoy seguro. —¿Por qué? —Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el compromiso. Lo cual será el lunes próximo. —Oh, entonces aún nos quedan tres días —dijo Holmes, bostezando—. Es una gran suerte, ya que de momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por supuesto, Vuestra Majestad se quedará en Londres por ahora… —Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm. —Entonces os mandaré unas líneas para poneros al corriente de nuestros progresos. —Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia. —¿Y en cuanto al dinero? —Tiene usted carta blanca. —¿Absolutamente? —Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía. —¿Y para los gastos del momento? El Rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre la mesa. —Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco —dijo. Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó. —¿Y la dirección de mademoiselle? —preguntó. —Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John’s Wood. Holmes tomó nota. —Una pregunta más —añadió—. ¿La fotografía era de formato corriente? —Sí lo era. —Entonces, buenas noches, Majestad, espero que pronto podamos darle buenas noticias. Y buenas noches, Watson —añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche real rodando calle abajo—. Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este asuntillo. II A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de ello, me senté junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio. La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara. Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e impresentablemente vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas facultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para convencerme de que, efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de lana y tan respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír a carcajadas durante un buen rato. —¡Caramba, caramba! —exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta quedar fláccido y derrengado, tumbado sobre la silla. —¿Qué pasa? —Es demasiado gracioso. Estoy seguro de que jamás adivinaría usted en qué he empleado la mañana y lo que he acabado haciendo. —Ni me lo imagino. Supongo que habrá estado observando los hábitos, y quizá la casa, de la señorita Irene Adler. —Desde luego, pero lo raro fue lo que ocurrió a continuación. Pero voy a contárselo. Salí de casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado de mozo de cuadra sin trabajo. Entre la gente que trabaja en las caballerizas hay mucha camaradería, una verdadera hermandad; si eres uno de ellos, pronto te enterarás de todo lo que desees saber. No tardé en encontrar la residencia Briony. Es una villa de lujo, con un jardín en la parte de atrás pero que por delante llega justo hasta la carretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs en la puerta. Una gran sala de estar a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta el suelo y esos ridículos pestillos ingleses en las ventanas que hasta un niño podría abrir. Más allá no había nada de interés, excepto que desde el tejado de la cochera se puede llegar a la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la examiné atentamente desde todos los puntos de vista, pero no vi nada interesante. »Me dediqué entonces a rondar por la calle y, tal como había esperado, encontré unas caballerizas en un callejón pegado a una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos que limpiaban los caballos y recibí a cambio dos peniques, un vaso de cerveza, dos cargas de tabaco para la pipa y toda la información que quise sobre la señorita Adler, por no mencionar a otra media docena de personas del vecindario que no me interesaban lo más mínimo, pero cuyas biografías no tuve más remedio que escuchar. —¿Y qué hay de Irene Adler? —pregunté. —Bueno, trae de cabeza a todos los hombres de la zona. Es la cosa más bonita que se ha visto bajo un sombrero en este planeta. Eso aseguran los caballerizos del Serpentine, hasta el último hombre. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días a las cinco y regresa a cenar a las siete en punto. Es raro que salga a otras horas, excepto cuando canta. Solo tiene un visitante masculino, pero lo ve mucho. Es moreno, bien parecido y elegante. Un tal Godfrey Norton, del Inner Temple. Ya ve las ventajas de tener por confidente a un cochero. Le han llevado una docena de veces desde el Serpentine y lo saben todo acerca de él. Después de escuchar todo lo que tenían que contarme, me puse otra vez a recorrer los alrededores de la residencia Briony, tramando mi plan de ataque. «Evidentemente, este Godfrey Norton era un factor importante en el asunto. Es abogado; esto me sonó mal. ¿Qué relación había entre ellos y cuál era el motivo de sus repetidas visitas? ¿Era ella su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero, probablemente habría puesto la fotografía bajo su custodia. De ser lo último, no era tan probable que lo hubiera hecho. De esta cuestión dependía el que yo continuara mi trabajo en Briony o dirigiera mi atención a los aposentos del caballero en el Temple. Se trataba de un aspecto delicado, que ampliaba el campo de mis investigaciones. Temo aburrirle con estos detalles, pero tengo que hacerle partícipe de mis pequeñas dificultades para que pueda usted comprender la situación. —Le sigo atentamente —respondí. —Estaba todavía dándole vueltas al asunto cuando llegó a Briony un coche muy elegante, del que se apeó un caballero. Se trataba de un hombre muy bien parecido, moreno, de nariz aguileña y con bigote. Evidentemente, el mismo hombre del que había oído hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero que esperara y pasó como una exhalación junto a la doncella, que le abrió la puerta, con el aire de quien se encuentra en su propia casa. «Permaneció en la casa una media hora, y pude verlo un par de veces a través de las ventanas de la sala de estar, andando de un lado a otro, hablando con agitación y moviendo mucho los brazos. A ella no la vi. Por fin, el hombre salió, más excitado aún que cuando entró. Al subir al coche, sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró con preocupación. "¡Corra como un diablo! —ordenó—. Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!". «Allá se fueron, y yo me preguntaba si no convendría seguirlos, cuando por el callejón apareció un pequeño y bonito landó, cuyo cochero llevaba la levita a medio abrochar, la corbata debajo de la oreja y todas las correas del aparejo salidas de las hebillas. Todavía no se había parado cuando ella salió disparada por la puerta y se metió en el coche. Solo pude echarle un vistazo, pero se trata de una mujer deliciosa, con una cara por la que un hombre se dejaría matar. »—A la iglesia de Santa Mónica, John —ordenó—. Y medio soberano si llegas en veinte minutos. «Aquello era demasiado bueno para perdérselo, Watson. Estaba dudando si hacer el camino corriendo o agarrarme a la trasera del landó, cuando apareció un coche por la calle. El cochero no parecía muy interesado en un pasajero tan andrajoso, pero yo me metí dentro antes de que pudiera poner objeciones. "A la iglesia de Santa Mónica —dije—, y medio soberano si llega en veinte minutos". Eran las doce menos veinticinco y, desde luego, estaba clarísimo lo que se estaba cociendo. »Mi cochero se dio bastante prisa. No creo haber ido tan rápido en la vida, pero los otros habían llegado antes. El coche y el landó, con los caballos sudorosos, se encontraban ya delante de la puerta cuando nosotros llegamos. Pagué al cochero y me metí corriendo en la iglesia. No había ni un alma, con excepción de las dos personas que yo había seguido y de un clérigo con sobrepelliz que parecía estar amonestándolos. Los tres se encontraban de pie, formando un grupito delante del altar. Avancé despacio por el pasillo lateral, como cualquier desocupado que entra en una iglesia. De pronto, para mi sorpresa, los tres del altar se volvieron a mirarme y Godfrey Norton vino corriendo hacia mí, tan rápido como pudo. »—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Usted servirá! ¡Venga, venga! »—¿Qué pasa? —pregunté yo. »—¡Venga, hombre, venga, tres minutos más y no será legal! «Prácticamente me arrastraron al altar, y antes de darme cuenta de dónde estaba me encontré murmurando respuestas que alguien me susurraba al oído, dando fe de cosas de las que no sabía nada y, en general, ayudando al enlace matrimonial de Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí estaban el caballero dándome las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el clérigo me miraba resplandeciente por delante. Es la situación más ridícula en que me he encontrado en la vida, y pensar en ello es lo que me hacía reír hace un momento. Parece que había alguna irregularidad en su licencia, que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que hubiera algún testigo, y que mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle en busca de un padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la cadena del reloj como recuerdo de esta ocasión. —Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos —dije—. ¿Y qué pasó luego? —Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a pasear por el parque a las cinco, como de costumbre», dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se marcharon en diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios. —¿Que eran…? —Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —respondió, haciendo sonar la campanilla—. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación. —Estaré encantado. —¿No le importa infringir la ley? —Ni lo más mínimo. —¿Y exponerse a ser detenido? —No, si es por una buena causa. —¡Oh, la causa es excelente! —Entonces, soy su hombre. —Estaba seguro de que podría contar con usted. —Pero ¿qué es lo que se propone? —Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos —dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había traído—. Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo. Ahora son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete. Tenemos que estar en villa Briony cuando llegue. —Y entonces, ¿qué? —Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido? —¿He de permanecer al margen? —No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa ventana abierta. —Sí. —Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista. —Sí. —Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de «¡Fuego!». ¿Me sigue? —Perfectamente. —No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a gritar «¡Fuego!», mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado bien. —Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar «¡Fuego!», y esperarle en la esquina de la calle. —Exactamente. —Entonces, puede usted confiar plenamente en mí. —Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que tendré que representar. Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John Haré. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en el delito. Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había imaginado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario parecía menos solitario de lo que había esperado. Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un barrio tranquilo, se encontraba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un lado a otro con cigarros en la boca. —¿Sabe? —comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa—. Este matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor Godfrey Norton como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía? —Eso. ¿Dónde? —Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado grande como para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el Rey es capaz de hacer que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer, pues, que no la lleva encima. —Entonces, ¿dónde? —Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son por naturaleza muy dadas a los secretos, y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que tiene pensado utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en la casa. —Pero la han registrado dos veces. —¡Bah! No sabían buscar. —¿Y cómo buscará usted? —Yo no buscaré. —¿Entonces…? —Haré que ella me lo indique. —Pero se negará. —No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes al pie de la letra. Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche asomó por la curva de la avenida. Era un pequeño y elegante landó, que avanzó traqueteando hasta la puerta de la villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue desplazado de un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al bando contrario. Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado del carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes, que se golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para proteger a la dama, pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó al suelo, con la sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras unas cuantas personas bien vestidas, que habían presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudar a la señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle. —¿Está malherido ese pobre caballero? —preguntó. —Está muerto —exclamaron varias voces. —No, no, todavía le queda algo de vida —gritó otra—. Pero habrá muerto antes de poder llevarlo al hospital. —Es un valiente —dijo una mujer—. De no ser por él le habrían quitado el bolso y el reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira! —No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora? —Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor. Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado en el salón principal, mientras yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Y sin embargo, abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido una traición de lo más abyecto. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi impermeable. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Solo vamos a impedirle que haga daño a otro. Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y, obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba: «¡Fuego!». Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de espectadores, bien y mal vestidos —caballeros, mozos de cuadra y criadas—, se unió en un clamor general de «¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían, y un momento después oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud, llegué hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del tumulto. Holmes caminó deprisa y en silencio durante unos pocos minutos, hasta que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware Road. —Lo hizo usted muy bien, doctor —dijo—. Las cosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien. —¿Tiene usted la fotografía? —Sé dónde está. —¿Y cómo lo averiguó? —Ella me lo indicó, como yo le dije que haría. —Sigo a oscuras. —No quiero hacer un misterio de ello —dijo, echándose a reír—. Todo fue muy sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todos los que había en la calle eran cómplices. Estaban contratados para esta tarde. —Me lo había figurado. —Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo patético. Un viejo truco. —Eso también pude figurármelo. —Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser esa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá, hice como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo su oportunidad. —¿Y de qué le sirvió eso? —Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto del castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos ocupa no existía en la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran como para trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la campanilla de la derecha. Se plantó allí en un segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y salí de la casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento; pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder. —¿Y ahora? —pregunté. —Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el Rey, y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía. Será una satisfacción para Su Majestad recuperarla con sus propias manos. —¿Y cuándo piensa ir? —A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al Rey sin perder tiempo. Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo: —Buenas noches, señor Holmes. Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado con impermeable que había pasado deprisa a nuestro lado. —Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada—. Me pregunto quién demonios podrá ser. III Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el Rey de Bohemia se precipitó en la habitación. —¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos. —Aún no. —Pero ¿tiene esperanzas? —Tengo esperanzas. —Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia. —Tenemos que conseguir un coche. —No, mi carruaje está esperando. —Bien, eso simplifica las cosas. Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa Briony. —Irene Adler se ha casado —comentó Holmes. —¿Se ha casado? ¿Cuándo? —Ayer. —Pero ¿con quién? —Con un abogado inglés apellidado Norton. —¡Pero no es posible que le ame! —Espero que sí le ame. —¿Por qué espera tal cosa? —Porque eso libraría a Vuestra Majestad de todo temor a futuras molestias. Si ama a su marido, no ama a Vuestra Majestad. Si no ama a Vuestra Majestad, no hay razón para que interfiera en los planes de Vuestra Majestad. —Es verdad. Y sin embargo… ¡En fin!… ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido! Y con esto se hundió en un silencio taciturno, que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche. —El señor Sherlock Holmes, supongo —dijo. —Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida. —En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente. —¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra? —Para no volver. —¿Y los papeles? —preguntó el Rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido! —Veremos. Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el Rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida al «Sr. Sherlock Holmes. Para dejar hasta que la recojan». Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente: Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que, si el Rey contrataba a un agente, ese sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar en sospechas, se me hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía. Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido. Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El Rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo solo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima, Irene Norton, de soltera Adler —¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el Rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase? —Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de Vuestra Majestad —dijo Holmes fríamente—. Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de Vuestra Majestad a una conclusión más feliz. —¡Al contrario, querido señor! —exclamó el Rey—. No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado. —Me alegra que Vuestra Majestad diga eso. —He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo… —se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano. —Vuestra Majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo Holmes. —No tiene más que decirlo. —Esta fotografía. El Rey se quedó mirándolo, asombrado. —¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea. —Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearos un buen día. Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el Rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos. Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y como los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. El solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer. EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO Isa Whitney, hermano del difunto Elias Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a sus amigos y familiares. Aún me parece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre. Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto. —¡Un paciente! —dijo—. Vas a tener que salir. Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso. Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vestida de oscuro y con un velo negro entró en la habitación. —Perdonen ustedes que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Ay, tengo un problema tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude! —¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras. —No sabía qué hacer, así que me vine derecha a verte. Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro. —Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿O prefieres que mande a James a la cama? —Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él! No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella? Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en El Lingote de Oro, en Upper Swandam Lañe. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban? Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado. Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al Este, con lo que entonces me parecía una extraña misión, aunque solo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en realidad. Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper Swandam Lañe es una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de ropa usada y una taberna encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta, encontré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes. A través de la penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobladas, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras brillaban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las pipas metálicas. La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas, mirando fijamente el fuego. Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga, indicándome una litera libre. —Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí. —¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblores—. Oiga, Watson, ¿qué hora es? —Casi las once. —¿De qué día? —Del viernes, diecinueve de junio. —¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo. —Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado de sí mismo! —Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson; solo llevo aquí unas horas…, tres pipas, cuatro pipas…, ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche? —Sí, tengo uno esperando. —Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo. Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: —Siga adelante y luego vuélvase a mirarme. Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Solo podía haberlas pronunciado el anciano que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relajamiento. Avancé dos pasos y me volví a mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido, los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante. —¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro? —Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísimo tener una pequeña conversación con usted. —Tengo un coche fuera. —Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho polvo como para meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos. Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas maneras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi amigo en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para escribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una alegre carcajada. —Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa. —Desde luego, me sorprendió encontrarlo allí. —No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted. —Yo vine en busca de un amigo. —Y yo, en busca de un enemigo. —¿Un enemigo? —Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utilizado antes para mis propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edificio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin luna. —¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres! —Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó un penetrante silbido, una señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo. —Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—, ¿viene usted conmigo o no? —Si puedo ser de alguna utilidad… —Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas. —¿Los Cedros? —Sí, así se llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a cabo la investigación. —¿Y dónde está? —En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas. —Pero estoy completamente a oscuras. —Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le necesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte las riendas y hasta mañana. Tocó al caballo con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas del río se deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa desolación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silencio, roto tan solo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo rezagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba lentamente a través del cielo, y una o dos estrellas brillaban débilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía en silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la apariencia de encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevábamos recorridas varias millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible. —Watson, posee usted el don inapreciable de saber guardar silencio —dijo—. Eso le convierte en un compañero de valor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba preguntando qué le voy a decir a esa pobre mujer cuando salga esta noche a recibirme a la puerta. —Olvida usted que no sé nada del asunto. —Tengo el tiempo justo de contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso ridículamente sencillo y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde para mí todo son tinieblas. —Adelante, pues. —Hace unos años… concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y cuatro, llegó a Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia. Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el vecindario, y en mil ochocientos ochenta y siete se casó con la hija de un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía todos los días a Londres por la mañana, regresando por la tarde en el tren de las cinco y catorce desde Cannon Street. El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre cariñoso, y apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus deudas actuales, hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras y diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank, arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan. »El lunes pasado, el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de costumbre, comentando antes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones, y que al volver le traería al niño pequeño un juego de construcciones. Ahora bien, por pura casualidad, su esposa recibió un telegrama ese mismo lunes, muy poco después de marcharse él, comunicándole que había llegado un paquetito muy valioso que ella estaba esperando, y que podía recogerlo en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted Londres, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace esquina con Upper Swandam Lañe, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algunas compras, pasó por la oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro y treinta y cinco iba caminando por Swandam Lañe camino de la estación. ¿Me sigue hasta ahora? —Está muy claro. —Quizá recuerde usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando despacio, mirando por todas partes con la esperanza de ver un coche de alquiler, porque no le gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por Swandam Lañe, oyó de repente un grito o una exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido mirándola desde la ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con gestos. La ventana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según ella parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos frenéticos con las manos y después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció que alguna fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina atención fue que, aunque llevaba puesta una especie de chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía cuello ni corbata. «Convencida de que algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —pues la casa no era otra que el fumadero de opio en el que usted me ha encontrado— y tras atravesar a toda velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero del que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres la acompañaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resistencia del propietario, se abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue visto por última vez. No había ni rastro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto repugnante. Tanto él como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no había entrado nadie en aquella habitación. Su negativa era tan firme que el inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que la señora St. Clair había visto visiones cuando esta se abalanzó con un grito sobre una cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa violentamente, dejando caer una cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que él había prometido llevarle a su hijo. »Este descubrimiento, y la evidente confusión que demostró el inválido, convencieron al inspector de que se trataba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un crimen abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar, y comunicaba con un pequeño dormitorio que da a la parte posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una estrecha franja que queda en seco durante la marea baja, pero que durante la marea alta queda cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encontraron manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las ropas del señor Neville St. Clair, a excepción de su chaqueta: sus zapatos, sus calcetines, su sombrero y su reloj…, todo estaba allí. No se veían señales de violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían que haberlo sacado por la ventana, ya que no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia. »Y ahora, hablemos de los maleantes que parecen directamente implicados en el asunto. Sabemos que el marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los pocos segundos de la desaparición de su marido, por lo que difícilmente puede haber desempeñado más que un papel secundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de las actividades de Hugh Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la presencia de las ropas del caballero desaparecido. »Esto es lo que hay respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la segunda planta del fumadero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que puso sus ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por la City conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque para burlar los reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya fijado usted en que, bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala cada día ese engendro, con las piernas cruzadas y su pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él. Más de una vez lo he estado observando, sin tener ni idea de que llegaría a relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y desfigurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retorcido el borde de su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo, todo ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños. También destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una respuesta para cualquier pulla que puedan dirigirle los transeúntes. Este es el hombre que, según acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al caballero que andamos buscando. —¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor de la vida? —Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le habrá enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los demás. —Por favor, continúe con su relato. —La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarlos en las investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minutos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue detenido y registrado, sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que poco antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su habitación resultaba tan misteriosa para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista. Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos? —No tengo ni idea. —No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y medios peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuerte remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante probable que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río. —Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el cadáver iba vestido solo con la chaqueta? —No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continuación? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, y puede que su compinche el marinero le haya avisado ya de que la policía viene corriendo calle arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta baja, de manera que solo le queda tiempo para cerrar la ventana antes de que la policía aparezca. —Desde luego, parece factible. —Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho, detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún antecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el momento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solución de las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Confieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas dificultades. Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a cada lado del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces. —Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos pisado tres condados ingleses, partiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo. —Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street? —Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo! Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el umbral, vestida con una especie de mousseline-de-soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la estampa viviente misma de la incertidumbre. —¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay? Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros. —¿No hay buenas noticias? —No hay ninguna noticia. —¿Tampoco malas? —Tampoco. —Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada. —Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta investigación. —Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calurosamente la mano—. Estoy segura de que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido. —Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna ayuda para usted o para mi compañero aquí presente. —Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora, mientras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas. —Desde luego, señora. —No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión. —¿Sobre qué punto? —En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo? —Holmes pareció incómodo ante la pregunta. —¡Francamente! —repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mimbre. —Pues, francamente, señora, no. —¿Cree usted que ha muerto? —Sí. —¿Asesinado? —No puedo asegurarlo. Es posible. —¿Y qué día murió? —El lunes. —Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya recibido hoy esta carta suya? Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. —¿Qué? —rugió. —Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel. —¿Puedo verla? —Desde luego. Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche. —¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido, señora. —No, pero la de la carta sí que lo es. —Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección. —¿Cómo puede saber eso? —El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual solo puede significar que no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más! —Sí, había un anillo. El anillo con su sello. —¿Y está usted segura de que esta es la letra de su marido? —Una de sus letras. —¿Una? —Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco bien. —«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, que quizá tarde algún tiempo en rectificar. Ten paciencia. Neville». Escrito a lápiz en la guarda de un libro en octavo, sin filigrana. Echado al correo hoy en Gravesend por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa del sobre la ha pegado, si no me equivoco, una persona que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su esposo, señora? —Ninguna. Esto lo escribió Neville. —Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro. —Pero tiene que estar vivo, señor Holmes. —A menos que se trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado. —¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es! —Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy. —Eso es posible. —De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto. —Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comunicación tan intensa que, si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que lo vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la plena seguridad de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto? —He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted? —No tengo ni idea. Es incomprensible. —¿No comentó nada el lunes antes de marcharse? —No. —Y a usted le sorprendió verlo en Swandam Lañe. —Mucho. —¿Estaba abierta la ventana? —Sí. —Entonces, él podía haberla llamado. —Podía, sí. —Pero, según tengo entendido, solo lanzó un grito inarticulado. —En efecto. —Que a usted le pareció una llamada de auxilio. —Sí, porque agitaba las manos. —Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho levantar las manos. —Es posible. —Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás. —Como desapareció tan bruscamente… —Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación. —No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera. —En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales? —Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo. —¿Había mencionado alguna vez Swandam Lañe? —Nunca. —¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio? —Nunca. —Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros. Ahora comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es posible que tengamos una jornada muy atareada. Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que, cuando tenía en la cabeza un problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evidente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo del techo, desprendiendo volutas de humo azulado, callado, inmóvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior. —¿Está despierto, Watson? —preguntó. —Sí. —¿Listo para una excursión matutina? —Desde luego. —Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos preparado el coche. Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del sombrío pensador de la noche anterior. Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas hahía terminado cuando Holmes regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo. —Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la llave del asunto. —¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo. —En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromeando —continuó, al ver mi gesto de incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de este maletín. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura. Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Subimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las hileras de casas de los lados estaban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño. —En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope—. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca. En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el otro nos hacía entrar. —¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes. —El inspector Bradstreet, señor. —Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet. —Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho. Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio. —¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes? —Se trata de ese mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee. —Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones. —Eso he oído. ¿Lo tienen aquí? —En los calabozos. —¿Está tranquilo? —No causa problemas. Pero cuidado que es guarro. —¿Guarro? —Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódicamente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita. —Me gustaría muchísimo verlo. —¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar el maletín. —No, prefiero llevarlo. —Como quiera. Vengan por aquí, por favor. Nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado. —La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —y abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior—. Está dormido —dijo—. Podrán verlo perfectamente. Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su condición, con una camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos y la frente. —Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector. —Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —y mientras hablaba, abrió el maletín y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño. —¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rió el inspector. —Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable. —Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece? Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso. —Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent. Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejante. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color pardusco. Desapareció la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada. —¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías! El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino. —De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa? —De la desaparición del señor Neville St… ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma. —Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal. —No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer. —No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora? Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro. —Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales. —¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel, e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos. »Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Este fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener datos para mis artículos era practicando como mendigo aficionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques. »Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días había reunido el dinero y pagado la deuda. »Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con solo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Se produjo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Solo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de Swandam Lañe donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendigo mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos. »Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando sumas considerables de dinero. No pretendo decir que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—, pero yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un personaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras. »A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía. »El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confidente, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían penetrar en un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato. »Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada. —La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes. —¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado! —La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no me extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios días. —Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asintiendo—. Pero ¿nunca le han detenido por pedir limosna? —Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa? —Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Bradstreet—. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir. —Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre. —En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados. —Este lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempo para el desayuno. LAS CINCO SEMILLAS DE NARANJA Cuando repaso mis notas y apuntes de los casos de Sherlock Holmes entre los años 1882 y 1890, son tantos los que presentan aspectos extraños e interesantes que no resulta fácil decidir cuáles escoger y cuáles descartar. No obstante, algunos de ellos ya han recibido publicidad en la prensa y otros no ofrecían campo para las peculiares facultades que mi amigo poseía en tan alto grado, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica y que, como narraciones, serían principios sin final; y otros solo quedaron resueltos en parte, y su explicación se basa más en conjeturas y suposiciones que en la evidencia lógica absoluta a la que era tan aficionado. Sin embargo, hay uno de estos últimos tan notable en sus detalles y tan sorprendente en sus resultados que me siento tentado de hacer una breve exposición del mismo, a pesar de que algunos de sus detalles nunca han estado muy claros y, probablemente, nunca lo estarán. El año 87 nos proporcionó una larga serie de casos de mayor o menor interés, de los cuales conservo notas. Entre los archivados en estos doce meses, he encontrado una crónica de la aventura de la Sala Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que mantenía un club de lujo en el sótano de un almacén de muebles; los hechos relacionados con la desaparición del velero británico Sophy Anderson; la curiosa aventura de la familia Grice Patersons en la isla de Uffa; y, por último, el caso del envenenamiento de Camberwell. Como se recordará, en este último caso Sherlock Holmes consiguió, dando toda la cuerda al reloj del muerto, demostrar que le habían dado cuerda dos horas antes y que, por lo tanto, el difunto se había ido a la cama durante ese intervalo…, una deducción que resultó fundamental para resolver el caso. Es posible que en el futuro acabe de dar forma a todos estos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como el extraño encadenamiento de circunstancias que me propongo describir a continuación. Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre, y las tormentas otoñales se nos habían echado encima con excepcional violencia. Durante todo el día, el viento había aullado y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que hasta en el corazón del inmenso y artificial Londres nos veíamos obligados a elevar nuestros pensamientos, desviándolos por un instante de las rutinas de la vida, y aceptar la presencia de las grandes fuerzas elementales que rugen al género humano por entre los barrotes de su civilización como fieras enjauladas. Según avanzaba la tarde, la tormenta se iba haciendo más ruidosa, y el viento aullaba y gemía en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes estaba sentado melancólicamente a un lado de la chimenea, repasando sus archivos criminales, mientras yo me sentaba al otro lado, enfrascado en uno de los hermosos relatos marineros de Clark Russell, hasta que el fragor de la tormenta de fuera pareció fundirse con el texto, y el salpicar de la lluvia se transformó en el batir de las olas. Mi esposa había ido a visitar a una tía suya, y yo volvía a hospedarme durante unos días en mis antiguos aposentos de Baker Street. —Caramba —dije, levantando la mirada hacia mi compañero—. ¿Eso ha sido el timbre de la puerta? ¿Quién podrá venir a estas horas? ¿Algún amigo suyo? —Exceptuándole a usted, no tengo ninguno —respondió—. No soy aficionado a recibir visitas. —¿Un cliente, entonces? —Si lo es, se trata de un caso grave. Nadie saldría en un día como este y a estas horas por algo sin importancia. Pero me parece más probable que se trate de una amiga de la casera. Sin embargo, Sherlock Holmes se equivocaba en esta conjetura, porque se oyeron pasos en el pasillo y unos golpes en la puerta. Holmes estiró su largo brazo para apartar de su lado la lámpara y acercarla a la silla vacía en la que se sentaría el recién llegado. —Adelante —dijo. El hombre que entró era joven, de unos veintidós años a juzgar por su aspecto, bien arreglado y elegantemente vestido, con cierto aire de refinamiento y delicadeza. El chorreante paraguas que sostenía en la mano y su largo y reluciente impermeable hablaban bien a las claras de la furia temporal que había tenido que afrontar. Miró ansiosamente a su alrededor a la luz de la lámpara, y pude observar su rostro pálido y sus ojos abatidos, como los de quien se siente abrumado por una gran inquietud. —Le debo una disculpa —dijo, colocándose sus quevedos—. Espero no interrumpir. Me temo que he traído algunos rastros de la tormenta y la lluvia a su acogedora habitación. —Déme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden quedarse aquí en el perchero hasta que se sequen. Veo que viene usted del Suroeste. —Sí, de Horsham. —Esa mezcla de arcilla y yeso que veo en sus punteras es de lo más característico. —He venido en busca de consejo. —Eso se consigue fácilmente. —Y de ayuda. —Eso no siempre es tan fácil. —He oído hablar de usted, señor Holmes. El mayor Prendergast me contó cómo le salvó usted en el escándalo del club Tankerville. —¡Ah, sí! Se le acusó injustamente de hacer trampas con las cartas. —Me dijo que usted es capaz de resolver cualquier problema. —Eso es decir demasiado. —Que jamás le han vencido. —Me han vencido cuatro veces: tres hombres y una mujer. —¿Pero qué es eso en comparación con el número de sus éxitos? —Es cierto que por lo general he sido afortunado. —Entonces, lo mismo puede suceder en mi caso. —Le ruego que acerque su silla al fuego y me adelante algunos detalles del mismo. —No se trata de un caso corriente. —Ninguno de los que me llegan lo es. Soy como el último tribunal de apelación. —Aun así, me permito dudar, señor, de que en todo el curso de su experiencia haya oído una cadena de sucesos más misteriosa e inexplicable que la que se ha forjado en mi familia. —Me llena usted de interés —dijo Holmes—. Le ruego que nos comunique para empezar los hechos principales y luego ya le preguntaré acerca de los detalles que me parezcan más importantes. El joven arrimó la silla y estiró los empapados pies hacia el fuego. —Me llamo John Openshaw —dijo—, pero por lo que yo puedo entender, mis propios asuntos tienen poco que ver con este terrible enredo. Se trata de una cuestión hereditaria, así que, para que se haga usted una idea de los hechos, tengo que remontarme al principio de la historia. »Debe usted saber que mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío Elias y mi padre, Joseph. Mi padre tenía una pequeña fábrica en Coventry que amplió cuando se inventó la bicicleta. Patentó la llanta irrompible Openshaw, y su negocio tuvo tanto éxito que pudo venderlo y retirarse con una posición francamente saneada. »Mi tío Elias emigró a América siendo joven, y se estableció como plantador en Florida, donde parece que le fue muy bien. Durante la guerra sirvió con las tropas de Jackson, y más tarde con las de Hood, donde alcanzó el grado de coronel. Cuando Lee depuso las armas, mi tío regresó a su plantación, donde permaneció tres o cuatro años. Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y adquirió una pequeña propiedad en Sussex, cerca de Horsham. Había amasado una considerable fortuna en los Estados Unidos, y si se marchó de allí fue por su aversión a los negros y su disgusto por la política republicana de concederles la emancipación y el voto. Era un hombre muy particular, violento e irritable, muy malhablado cuando se enfurecía, y de carácter muy reservado. Durante todos los años que vivió en Horsham, no creo que jamás viniera a la ciudad. Tenía un huerto y dos o tres terrenos alrededor de su casa, y allí solía hacer ejercicio, aunque muchas veces no salía de su habitación en semanas enteras. Bebía mucho brandy y fumaba sin parar, pero no se trataba con nadie y no quería amigos; ni siquiera quería ver a su hermano. »No le importaba verme a mí, y de hecho llegó a cogerme gusto, porque la primera vez que me vio era un chaval de doce años. Esto debió de ser hacia mil ochocientos setenta y ocho, cuando ya llevaba ocho o nueve años en Inglaterra. Le pidió a mi padre que me permitiera ir a vivir con él, y se portó muy bien conmigo, a su manera. Cuando estaba sobrio, le gustaba jugar al backgammon y a las damas, y me nombró representante suyo ante la servidumbre y los proveedores, de manera que para cuando cumplí dieciséis años yo ya era el amo de la casa. Controlaba todas las llaves y podía ir donde quisiera y hacer lo que me diera la gana, siempre que no invadiera su intimidad. Había, sin embargo, una curiosa excepción, porque tenía un cuartito, una especie de trastero en el ático, que siempre estaba cerrado y en el que no permitía que entrara yo ni ningún otro. Con la curiosidad propia de los chicos, yo había mirado más de una vez por la cerradura, pero nunca pude ver nada, aparte de la obligada colección de baúles y bultos viejos que es de esperar en una habitación así. »Un día…, esto fue en marzo de mil ochocientos ochenta y tres…, depositaron una carta con sello extranjero sobre la mesa del coronel. Era muy raro que recibiera cartas, porque todas sus facturas las pagaba al contado y no tenía amigos de ninguna clase. "¡De la India! —dijo al cogerla—. ¡Matasellos de Pondicherry! ¿Qué puede ser esto?". La abrió apresuradamente y del sobre cayeron cinco semillas de naranja secas, que tintinearon sobre la bandeja. Casi me eché a reír, pero la risa se me borró de los labios al ver la cara de mi tío. Tenía la boca abierta, los ojos saltones, la piel del color de la cera, y miraba fijamente el sobre que aún sostenía en su mano temblorosa. "K. K. K. —gimió, añadiendo luego—: ¡Dios mío, Dios mío, mis pecados me han alcanzado al fin!". »—¿Qué es eso, tío? —exclamé. »—¡La muerte! —dijo él, y levantándose de la mesa se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Recogí el sobre y vi, garabateada en tinta roja sobre la solapa interior, encima mismo del engomado, la letra K repetida tres veces. No había nada más, a excepción de las cinco semillas secas. ¿Cuál podía ser la razón de su incontenible espanto? Dejé la mesa del desayuno y, al subir las escaleras, me lo encontré bajando con una llave vieja y oxidada, que debía de ser la del ático, en una mano, y una cajita de latón, como de caudales, en la otra. »—¡Pueden hacer lo que quieran, que aún los ganaré por la mano! —dijo con un juramento—. Dile a Mary que encienda hoy la chimenea de mi habitación y haz llamar a Fordham, el abogado de Horsham. »Hice lo que me ordenaba, y cuando llegó el abogado me pidieron que subiera a la habitación. El fuego ardía vivamente, y en la rejilla había una masa de cenizas negras y algodonosas, como de papel quemado; a un lado, abierta y vacía, estaba tirada la caja de latón. Al mirar la caja, advertí con sobresalto que en la tapa estaba grabada la triple K que había leído en el sobre por la mañana. »—Quiero, John, que seas testigo de mi testamento —dijo mi tío—. Dejo mi propiedad, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, tu padre, de quien, sin duda, la heredarás tú. Si puedes disfrutarla en paz, mejor para ti. Si ves que no puedes, sigue mi consejo, hijo mío, y déjasela a tu peor enemigo. Lamento dejaros un arma de dos filos como esta, pero no sé qué giro tomarán los acontecimientos. Haz el favor de firmar el documento donde el señor Fordham te indique. »Firmé el papel como se me indicó, y el abogado se lo llevó. Como puede usted suponer, este curioso incidente me causó una profunda impresión, y no hacía más que darle vueltas en la cabeza, sin conseguir sacar nada en limpio. No conseguía librarme de una vaga sensación de miedo que dejó a su paso, aunque la sensación se fue debilitando con el paso de las semanas, y no sucedió nada que perturbara la rutina habitual de nuestras vidas. Sin embargo, pude observar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca y estaba más insociable que de costumbre. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, con la puerta cerrada por dentro, pero a veces salía en una especie de frenesí alcohólico, y se lanzaba fuera de la casa para recorrer el jardín con un revólver en la mano, gritando que él no tenía miedo a nadie y que no se dejaría acorralar, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Sin embargo, cuando se le pasaban los ataques, corría precipitadamente a la puerta, cerrándola y atrancándola, como quien ya no puede hacer frente a un terror que surge de las raíces mismas de su alma. En tales ocasiones he visto su rostro, incluso en días fríos, tan cubierto de sudor como si acabara de sacarlo del agua. »Pues bien, para acabar con esto, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en la que hizo una de aquellas salidas de borracho y no regresó. Cuando salimos a buscarlo, lo encontramos tendido boca abajo en un pequeño estanque cubierto de espuma verde que hay al extremo del jardín. No presentaba señales de violencia, y el agua solo tenía dos palmos de profundidad, de manera que el jurado, teniendo en cuenta su fama de excéntrico, emitió un veredicto de suicidio. Pero yo, que sabía cómo se rebelaba ante el mero pensamiento de la muerte, tuve muchas dificultades para convencerme de que había salido deliberadamente a buscarla. No obstante, el asunto quedó definitivamente zanjado, y mi padre entró en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía en el banco. —Un momento —le interrumpió Holmes—. Ya puedo anticipar que su declaración va a ser una de las más notables que jamás he escuchado. Déjeme anotar la fecha en que su tío recibió la carta y la fecha de su supuesto suicidio. —La carta llegó el diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. La muerte ocurrió siete semanas después, la noche del dos de mayo. —Gracias. Continúe, por favor. —Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, y por indicación mía, llevó a cabo una minuciosa inspección del ático que siempre había permanecido cerrado. Encontramos allí la caja de latón, aunque su contenido había sido destruido. En el interior de la tapa había una etiqueta de papel, con las iniciales K. K. K., repetidas una vez más, y las palabras «Cartas, informes, recibos y registro» escritas debajo. Suponemos que esto indicaba la naturaleza de los papeles que había destruido el coronel Openshaw. Por lo demás, no había en el ático nada de mayor importancia, aparte de muchísimos papeles revueltos y cuadernos con anotaciones de la vida de mi tío en América. Algunos eran de la época de la guerra, y demostraban que había cumplido bien con su deber, y que había ganado fama de soldado valeroso. Otros llevaban fecha del periodo de reconstrucción de los estados del Sur, y trataban principalmente de política, resultando evidente que había participado de manera destacada en la oposición a los políticos especuladores que habían llegado del Norte. »Pues bien, a principios del ochenta y cuatro mi padre se trasladó a vivir a Horsham, y todo fue muy bien hasta enero del ochenta y cinco. Cuatro días después de Año Nuevo, oí a mi padre lanzar un fuerte grito de sorpresa cuando nos disponíamos a desayunar. Allí estaba sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas de naranja secas en la palma extendida de la otra. Siempre se había reído de lo que él llamaba «mi disparatada historia sobre el coronel», pero ahora que a él le sucedía lo mismo se le veía muy asustado y desconcertado. »—Caramba, ¿qué demonios quiere decir esto, John? —tartamudeó. »A mí se me había vuelto de plomo el corazón. »—¡Es el K. K. K.! —dije. »Mi padre miró el interior del sobre. »—¡Eso mismo! —exclamó—. Aquí están las letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima? »—"Deja los papeles en el reloj de sol" —leí, mirando por encima de su hombro. »—¿Qué papeles? ¿Qué reloj de sol? »—El reloj de sol del jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los papeles deben ser los que el tío destruyó. »—¡Bah! —dijo él, echando mano a todo su valor—. Aquí estamos en un país civilizado, y no aceptamos esta clase de estupideces. ¿De dónde viene este sobre? »—De Dundee —respondí, mirando el matasellos. »—Una broma de mal gusto —dijo él—. ¿Qué tengo yo que ver con relojes de sol y papeles? No pienso hacer caso de esta tontería. »—Yo, desde luego, hablaría con la policía —dije. »—Para que se rían de mí por haberme asustado. De eso, nada. »—Pues deja que lo haga yo. »—No, te lo prohíbo. No pienso armar un alboroto por semejante idiotez. »De nada me valió discutir con él, pues siempre fue muy obstinado. Sin embargo, a mí se me llenó el corazón de malos presagios. »El tercer día después de la llegada de la carta, mi padre se marchó de casa para visitar a un viejo amigo suyo, el mayor Freebody, que está al mando de uno de los cuarteles de Portsdown Hill. Me alegré de que se fuera, porque me parecía que cuanto más se alejara de la casa, más se alejaría del peligro. Pero en esto me equivoqué. Al segundo día de su ausencia, recibí un telegrama del mayor, rogándome que acudiera cuanto antes. Mi padre había caído en uno de los profundos pozos de cal que abundan en la zona, y se encontraba en coma, con el cráneo roto. Acudí a toda prisa, pero expiró sin recuperar el conocimiento. Según parece, regresaba de Fareham al atardecer, y como no conocía la región y el pozo estaba sin vallar, el jurado no vaciló en emitir un veredicto de «muerte por causas accidentales». Por muy cuidadosamente que examiné todos los hechos relacionados con su muerte, fui incapaz de encontrar nada que sugiriera la idea de asesinato. No había señales de violencia, ni huellas de pisadas, ni robo, ni se habían visto desconocidos por los caminos. Y sin embargo, no necesito decirles que no me quedé tranquilo, ni mucho menos, y que estaba casi convencido de que había sido víctima de algún siniestro complot. »De esta manera tan macabra entré en posesión de mi herencia. Se preguntará usted por qué no me deshice de ella. La respuesta es que estaba convencido de que nuestros apuros se derivaban de algún episodio de la vida de mi tío, y que el peligro sería tan apremiante en una casa como en otra. »Mi pobre padre halló su fin en enero del ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante este tiempo, he vivido feliz en Horsham y había comenzado a albergar esperanzas de que la maldición se hubiera alejado de la familia, habiéndose extinguido con la anterior generación. Sin embargo, había empezado a sentirme tranquilo demasiado pronto. Ayer por la mañana cayó el golpe, exactamente de la misma forma en que cayó sobre mi padre. El joven sacó de su chaleco un sobre arrugado y, volcándolo sobre la mesa, dejó caer cinco pequeñas semillas de naranja secas. —Este es el sobre —prosiguió—. El matasellos es de Londres, sector Este. Dentro están las mismas palabras que aparecían en el mensaje que recibió mi padre: «K. K. K.», y luego «Deja los papeles en el reloj de sol». —¿Y qué ha hecho usted? —preguntó Holmes. —Nada. —¿Nada? —A decir verdad —hundió la cabeza entre sus blancas y delgadas manos—, me sentí indefenso. Me sentí como uno de esos pobres conejos cuando la serpiente avanza reptando hacia él. Me parece estar en las garras de algún mal irresistible e inexorable, del que ninguna precaución puede salvarme. —Chis, chis —exclamó Sherlock Holmes—. Tiene usted que actuar, hombre, o está perdido. Solo la energía le puede salvar. No es momento para entregarse a la desesperación. —He acudido a la policía. —¿Ah, sí? —Pero escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que el inspector ha llegado a la conclusión de que lo de las cartas es una broma, y que las muertes de mis parientes fueron simples accidentes, como dictaminó el jurado, y no guardan relación con los mensajes. Holmes agitó en el aire los puños cerrados. —¡Qué increíble imbecilidad! —exclamó. —Sin embargo, me han asignado un agente, que puede permanecer en la casa conmigo. —¿Ha venido con usted esta noche? —No, sus órdenes son permanecer en la casa. Holmes volvió a gesticular en el aire. —¿Por qué ha acudido usted a mí? —preguntó—. Y, sobre todo, ¿por qué no vino inmediatamente? —No sabía nada de usted. Hasta hoy, que le hablé al mayor Prendergast de mi problema, y él me aconsejó que acudiera a usted. —Lo cierto es que han pasado dos días desde que recibió usted la carta. Deberíamos habernos puesto en acción antes. Supongo que no tiene usted más datos que los que ha expuesto… ningún detalle sugerente que pudiera sernos de utilidad. —Hay una cosa —dijo John Openshaw. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel azulado y descolorido, que extendió sobre la mesa, diciendo—: Creo recordar vagamente que el día en que mi tío quemó los papeles, me pareció observar que los bordes sin quemar que quedaban entre las cenizas eran de este mismo color. Encontré esta hoja en el suelo de su habitación, y me inclino a pensar que puede tratarse de uno de aquellos papeles, que posiblemente se cayó de entre los otros y de este modo escapó de la destrucción. Aparte de que en él se mencionan las semillas, no creo que nos ayude mucho. Yo opino que se trata de una página de un diario privado. La letra es, sin lugar a dudas, de mi tío. Holmes cambió de sitio la lámpara y los dos nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde rasgado indicaba que, efectivamente, había sido arrancada de un cuaderno. El encabezamiento decía «Marzo de 1869», y debajo se leían las siguientes y enigmáticas anotaciones: 4. Vino Hudson. Lo mismo de siempre. 7. Enviadas semillas a McCauley, Paramore y Swain de St. Augustíne. 9. McCauley se largó. 10. John Swain se largó. 11. Visita a Paramore. Todo va bien». —Gracias —dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndoselo a nuestro visitante—. Y ahora, no debe usted perder un instante, por nada del mundo. No podemos perder tiempo ni para discutir lo que me acaba de contar. Tiene que volver a casa inmediatamente y ponerse en acción. —¿Y qué debo hacer? —Solo puede hacer una cosa. Y tiene que hacerla de inmediato. Tiene que meter esta hoja de papel que nos ha enseñado en la caja de latón que antes ha descrito. Debe incluir una nota explicando que todos los demás papeles los quemó su tío, y que este es el único que queda. Debe expresarlo de una forma que resulte convincente. Una vez hecho esto, ponga la caja encima del reloj de sol, tal como le han indicado. ¿Ha comprendido? —Perfectamente. —Por el momento, no piense en venganzas ni en nada por el estilo. Creo que eso podremos lograrlo por medio de la ley; pero antes tenemos que tejer nuestra red, mientras que la de ellos ya está tejida. Lo primero en lo que hay que pensar es en alejar el peligro inminente que le amenaza. Lo segundo, en resolver el misterio y castigar a los culpables. —Muchas gracias —dijo el joven, levantándose y poniéndose el impermeable—. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Le aseguro que haré lo que usted dice. —No pierda un instante. Y, sobre todo, tenga cuidado mientras tanto, porque no me cabe ninguna duda de que corre usted un peligro real e inminente. ¿Cómo piensa volver? —En tren, desde Waterloo. —Aún no son las nueve. Las calles estarán llenas de gente, así que confío en que estará usted a salvo. Sin embargo, toda precaución es poca. —Voy armado. —Eso está muy bien. Mañana me pondré a trabajar en su caso. —Entonces, ¿le veré en Horsham? —No, su secreto se oculta en Londres. Es aquí donde lo buscaré. —Entonces vendré yo a verlo dentro de uno o dos días y le traeré noticias de la caja y los papeles. Seguiré su consejo al pie de la letra. Nos estrechó las manos y se marchó. Fuera, el viento seguía rugiendo y la lluvia golpeaba y salpicaba en las ventanas. Aquella extraña y disparatada historia parecía habernos llegado arrastrada por los elementos enfurecidos, como si la tempestad nos hubiera arrojado a la cara un manojo de algas. Y ahora parecía que los elementos se la habían tragado de nuevo. Sherlock Holmes permaneció un buen rato sentado en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos clavados en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa y, echándose hacia atrás en su asiento, se quedó contemplando los anillos de humo azulado que se perseguían unos a otros hasta el techo. —Creo, Watson, que entre todos nuestros casos no ha habido ninguno más fantástico que este —dijo por fin. —Exceptuando, tal vez, el del Signo de los Cuatro. —Bueno, sí. Exceptuando, tal vez, ese. Aun así, me parece que este John Openshaw se enfrenta a mayores peligros que los Sholto. —¿Pero es que ya ha sacado una conclusión concreta acerca de la naturaleza de dichos peligros? —pregunté. —No existe duda alguna sobre su naturaleza —respondió. —¿Cuáles son, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué persigue a esta desdichada familia? Sherlock Holmes cerró los ojos y colocó los codos sobre los brazos de su butaca, juntando las puntas de los dedos. —El razonador ideal —comentó—, cuando se le ha mostrado un solo hecho en todas sus implicaciones, debería deducir de él no solo toda la cadena de acontecimientos que condujeron al hecho, sino también todos los resultados que se derivan del mismo. Así como Cuvier podía describir correctamente un animal con solo examinar un único hueso, el observador que ha comprendido a la perfección un eslabón de una serie de incidentes debería ser capaz de enumerar correctamente todos los demás, tanto anteriores como posteriores. Aún no tenemos conciencia de los resultados que se pueden obtener tan solo mediante la razón. Se pueden resolver en el estudio problemas que han derrotado a todos los que han buscado la solución con la ayuda de los sentidos. Sin embargo, para llevar este arte a sus niveles más altos, es necesario que el razonador sepa utilizar todos los datos que han llegado a su conocimiento, y esto implica, como fácilmente comprenderá usted, poseer un conocimiento total, cosa muy poco corriente, aun en estos tiempos de libertad educativa y enciclopedias. Sin embargo, no es imposible que un hombre posea todos los conocimientos que pueden resultarles útiles en su trabajo, y esto es lo que yo he procurado hacer en mi caso. Si no recuerdo mal, en los primeros tiempos de nuestra amistad, usted definió en una ocasión mis límites de un modo muy preciso. —Sí —respondí, echándome a reír—. Era un documento muy curioso. Recuerdo que en filosofía, astronomía y política, le puse un cero. En botánica, irregular; en geología, conocimientos profundos en lo que respecta a manchas de barro de cualquier zona en cincuenta millas a la redonda de Londres. En química, excéntrico; en anatomía, poco sistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia del crimen, único. Violinista, boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador a base de cocaína y tabaco. Creo que esos eran los aspectos principales de mi análisis. Holmes sonrió al escuchar el último apartado. —Muy bien —dijo—. Digo ahora, como dije entonces, que uno debe amueblar el pequeño ático de su cerebro con todo lo que es probable que vaya a utilizar, y que el resto puede dejarlo guardado en el desván de la biblioteca, de donde puede sacarlo si lo necesita. Ahora bien, para un caso como el que nos han planteado esta noche es evidente que tenemos que poner en juego todos nuestros recursos. Haga el favor de pasarme la letra K de la Enciclopedia americana que hay en ese estante junto a usted. Gracias. Ahora, consideremos la situación y veamos lo que se puede deducir de ella. En primer lugar, podemos comenzar por la suposición de que el coronel Openshaw tenía muy buenas razones para marcharse de América. Los hombres de su edad no cambian de golpe todas sus costumbres, ni abandonan de buena gana el clima delicioso de Florida por una vida solitaria en un pueblecito inglés. Una vez en Inglaterra, su extremado apego a la soledad sugiere la idea de que tenía miedo de alguien o de algo, así que podemos adoptar como hipótesis de trabajo que fue el miedo a alguien o a algo lo que le hizo salir de América. ¿Qué era lo que temía? Eso solo podemos deducirlo de las misteriosas cartas que recibieron él y sus herederos. ¿Recuerda usted de dónde eran los matasellos de esas cartas? —El primero era de Pondicherry, el segundo de Dundee, y el tercero de Londres. —Del este de Londres. ¿Qué deduce usted de eso? —Todos son puertos de mar. El que escribió las cartas estaba a bordo de un barco. —Excelente. Ya tenemos una pista. No cabe duda de que es probable, muy probable, que el remitente se encontrara a bordo de un barco. Y ahora, consideremos otro aspecto. En el caso de Pondicherry, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su ejecución; en el de Dundee, solo tres o cuatro días. ¿Qué le sugiere eso? —La distancia a recorrer era mayor. —Pero también la carta venía de más lejos. —Entonces, no lo entiendo. —Existe, por lo menos, una posibilidad de que el barco en el que va nuestro hombre, u hombres, sea un barco de vela. Parece como si siempre enviaran su curioso aviso o prenda por delante de ellos, cuando salían a cumplir su misión. Ya ve el poco tiempo transcurrido entre el crimen y la advertencia cuando esta vino de Dundee. Si hubieran venido de Pondicherry en un vapor, habrían llegado al mismo tiempo que la carta. Y sin embargo, transcurrieron siete semanas. Creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el vapor que trajo la carta y el velero que trajo al remitente. —Es posible. —Más que eso: es probable. Y ahora comprenderá usted la urgencia mortal de este nuevo caso y por qué insistí en que el joven Openshaw tomara precauciones. El golpe siempre se ha producido al cabo del tiempo necesario para que los remitentes recorran la distancia. Pero esta vez la carta viene de Londres, y por lo tanto no podemos contar con ningún retraso. —¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué puede significar esta implacable persecución? —Es evidente que los papeles que Openshaw conservaba tienen una importancia vital para la persona o personas que viajan en el velero. Creo que está muy claro que deben de ser más de uno. Un hombre solo no habría podido cometer dos asesinatos de manera que engañasen a un jurado de instrucción. Deben de ser varios, y tienen que ser gente decidida y de muchos recursos. Están dispuestos a hacerse con esos papeles, sea quien sea el que los tenga en su poder. Así que, como ve, K. K. K. ya no son las iniciales de un individuo, sino las siglas de una organización. —¿Pero de qué organización? —¿Nunca ha oído usted… —Sherlock Holmes se echó hacia adelante y bajó la voz— …nunca ha oído usted hablar del Ku Klux Klan? —Nunca. Holmes pasó las hojas del libro que tenía sobre las rodillas. —Aquí está —dijo por fin—. «Ku Klux Klan: Palabra que se deriva del sonido producido al amartillar un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue fundada en los estados del Sur por excombatientes del ejército confederado después de la guerra civil, y rápidamente fueron surgiendo agrupaciones locales en diferentes partes del país, en especial en Tennessee, Luisiana, Las Carolinas, Georgia y Florida. Empleaba la fuerza con fines políticos, sobre todo para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar o expulsar del país a los que se oponían a sus ideas. Sus ataques solían ir precedidos de una advertencia que se enviaba a la víctima, bajo alguna forma extravagante pero reconocible: en algunas partes, un ramito de hojas de roble; en otras, semillas de melón o de naranja. Al recibir aviso, la víctima podía elegir entre abjurar públicamente de su postura anterior o huir del país. Si se atrevía a hacer frente a la amenaza, encontraba indefectiblemente la muerte, por lo general de alguna manera extraña e imprevista. La organización de la sociedad era tan perfecta, y sus métodos tan sistemáticos, que prácticamente no se conoce ningún caso de que alguien se enfrentara a ella y quedara impune, ni de que se llegara a identificar a los autores de ninguna de las agresiones. La organización funcionó activamente durante algunos años, a pesar de los esfuerzos del gobierno de los Estados Unidos y de amplios sectores de la comunidad sureña. Pero en el año 1869 el movimiento se extinguió de golpe, aunque desde entonces se han producido algunos resurgimientos esporádicos de prácticas similares». Se habrá dado cuenta —dijo Holmes, dejando el libro— de que la repentina disolución de la sociedad coincidió con la desaparición de Openshaw, que se marchó de América con sus papeles. Podría existir una relación de causa y efecto. No es de extrañar que él y su familia se vean acosados por agentes implacables. Como comprenderá, esos registros y diarios podrían implicar a algunos de los personajes más destacados del Sur, y puede que muchos de ellos no duerman tranquilos hasta que sean recuperados. —Entonces, la página que hemos visto… —Es lo que parecía. Si no recuerdo mal, decía: «Enviadas semillas a A, B y C». Es decir, la sociedad les envió su aviso. Luego, en sucesivas anotaciones se dice que A y B se largaron, supongo que de la región, y por último que C recibió una visita, me temo que con consecuencias funestas para el tal C. Bien, doctor, creo que podemos arrojar un poco de luz sobre estas tinieblas, y creo que la única oportunidad que tiene el joven Openshaw mientras tanto es hacer lo que le he dicho. Por esta noche, no podemos hacer ni decir más, así que páseme mi violín y procuremos olvidar durante media hora el mal tiempo y las acciones, aún peores, de nuestros semejantes. La mañana amaneció despejada, y el sol brillaba con una luminosidad atenuada por la neblina que envuelve la gran ciudad. Sherlock Holmes ya estaba desayunando cuando yo bajé. —Perdone que no le haya esperado —dijo—. Presiento que hoy voy a estar muy atareado con este asunto del joven Openshaw. —¿Qué pasos piensa dar? —pregunté. —Dependerá más que nada del resultado de mis primeras averiguaciones. Puede que, después de todo, tenga que ir a Horsham. —¿Es que no piensa empezar por allí? —No, empezaré por la City. Toque la campanilla y la doncella le traerá el café. Mientras aguardaba, cogí de la mesa el periódico, aún sin abrir, y le eché una ojeada. Mi mirada se clavó en unos titulares que me helaron el corazón. —Holmes —exclamé—. Ya es demasiado tarde. —¡Vaya! —dijo él, dejando su taza en la mesa—. Me lo temía. ¿Cómo ha sido? —hablaba con tranquilidad, pero pude darme cuenta de que estaba profundamente afectado. —Acabo de tropezarme con el nombre de Openshaw y el titular TRAGEDIA JUNTO AL PUENTE DE WATERLOO Aquí está la crónica: Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el agente de policía Cook, de la división H, de servicio en las proximidades del puente de Waterloo, oyó un grito que pedía socorro y un chapoteo en el agua. Sin embargo, la noche era sumamente oscura y tormentosa, por lo que, a pesar de la ayuda de varios transeúntes, resultó imposible efectuar el rescate. No obstante, se dio la alarma y, con la ayuda de la policía fluvial, se consiguió por fin recuperar el cuerpo, que resultó ser el de un joven caballero cuyo nombre, según se deduce de un sobre que llevaba en el bolsillo, era John Openshaw, y que residía cerca de Horsham. Se supone que debía de ir corriendo para tomar el último tren de la estación de Waterloo, y que, debido a las prisas y la oscuridad reinante, se salió del camino y cayó por el borde de uno de los pequeños embarcaderos para los barcos fluviales. El cuerpo no presenta señales de violencia, y parece fuera de dudas que el fallecido fue víctima de un desdichado accidente, que debería servir para llamar la atención de nuestras autoridades acerca del estado en que se encuentran los embarcaderos del río. Permanecimos sentados en silencio durante unos minutos, y jamás había visto a Holmes tan alterado y deprimido como entonces. —Esto hiere mi orgullo, Watson —dijo por fin—. Ya sé que es un sentimiento mezquino, pero hiere mi orgullo. Esto se ha convertido en un asunto personal y, si Dios me da salud, le echaré el guante a esa cuadrilla. ¡Pensar que acudió a mí en busca de ayuda y que yo lo envié a la muerte! —se levantó de un salto y empezó a dar zancadas por la habitación, presa de una agitación incontrolable, con sus enjutas mejillas cubiertas de rubor y sin dejar de abrir y cerrar nerviosamente sus largas y delgadas manos—. Tienen que ser astutos como demonios —exclamó al fin—. ¿Cómo se las arreglaron para desviarle hasta allí? El embarcadero no está en el camino directo a la estación. No cabe duda de que el puente, a pesar de la noche que hacía, debía de estar demasiado lleno de gente para sus propósitos. Bueno, Watson, ya veremos quién vence a la larga. ¡Voy a salir! —¿A ver a la policía? —No, yo seré mi propia policía. Cuando yo haya tendido mi red, podrán hacerse cargo de las moscas, pero no antes. Pasé todo el día dedicado a mis tareas profesionales, y no regresé a Baker Street hasta bien entrada la noche. Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran casi las diez cuando llegó, con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de pan de la hogaza y lo devoró ávidamente, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua. —Viene usted hambriento —comenté. —Muerto de hambre. Se me olvidó comer. No había tomado nada desde el desayuno. —¿Nada? —Ni un bocado. No he tenido tiempo de pensar en ello. —¿Y qué tal le ha ido? —Bien. —¿Tiene usted una pista? —Los tengo en la palma de la mano. La muerte del joven Openshaw no quedará sin venganza. Escuche, Watson, vamos a marcarlos con su propia marca diabólica. ¿Qué le parece la idea? —¿A qué se refiere? Tomó del aparador una naranja, la hizo pedazos y exprimió las semillas sobre la mesa. Cogió cinco de ellas y las metió en un sobre. En la parte interior de la solapa escribió «De S. H. a J. C». Luego lo cerró y escribió la dirección: «Capitán Calhoun, Barco Lone Star, Savannah, Georgia». —Le estará esperando cuando llegue a puerto —dijo riendo por lo bajo—. Eso le quitará el sueño por la noche. Será un anuncio de lo que le espera, tan seguro como lo fue para Openshaw. —¿Y quién es este capitán Calhoun? —El jefe de la banda. Cogeré a los otros, pero primero él. —¿Cómo lo ha localizado? Sacó de su bolsillo un gran pliego de papel, completamente cubierto de fechas y nombres. —He pasado todo el día —explicó— en los registros de Lloyd’s y examinando periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que atracaron en Pondicherry en enero y febrero del ochenta y tres. Había treinta y seis barcos de buen tonelaje que pasaron por allí durante esos meses. Uno de ellos, el Lone Star, me llamó inmediatamente la atención, porque, aunque figuraba como procedente de Londres, el nombre, Estrella Solitaria, es el mismo que se aplica a uno de los estados de la Unión. —Texas, creo. —No sé muy bien cuál; pero estaba seguro de que el barco era de origen norteamericano. —Y después, ¿qué? —Busqué en los registros de Dundee, y cuando comprobé que el Lone Star había estado allí en enero del ochenta y cinco, mi sospecha se convirtió en certeza. Pregunté entonces qué barcos estaban atracados ahora mismo en el puerto de Londres. —¿Y…? —El Lone Star había llegado la semana pasada. Me fui hasta el muelle Albert y descubrí que había zarpado con la marea de esta mañana, rumbo a su puerto de origen, Savannah. Telegrafié a Gravesend y me dijeron que había pasado por allí hacía un buen rato. Como sopla viento del Este, no me cabe duda de que ahora debe haber dejado atrás los Goodwins y no andará lejos de la isla de Wight. —¿Y qué va a hacer ahora? —Oh, ya les tengo puesta la mano encima. Me he enterado de que él y los dos contramaestres son los únicos norteamericanos que hay a bordo. Los demás son finlandeses y alemanes. También he sabido que los tres pasaron la noche fuera del barco. Me lo contó el estibador que estuvo subiendo su cargamento. Para cuando el velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y el telégrafo habrá informado a la policía de Savannah de que esos tres caballeros son reclamados aquí para responder de una acusación de asesinato. Sin embargo, siempre existe una grieta hasta en el mejor trazado de los planes humanos, y los asesinos de John Openshaw no recibirían nunca las semillas de naranja que les habrían anunciado que otra persona, tan astuta y decidida como ellos, les iba siguiendo la pista. Las tormentas otoñales de aquel año fueron muy prolongadas y violentas. Durante semanas, esperamos noticias del Lone Star de Savannah, pero no nos llegó ninguna. Por fin nos enteramos de que en algún punto del Atlántico se había avistado el codaste destrozado de una lancha, zarandeado por las olas, que llevaba grabadas las letras «L. S.», y eso es todo lo más que llegaremos nunca a saber acerca del destino final del Lone Star. UN CASO DE IDENTIDAD Querido amigo —dijo Sherlock Holmes mientras nos sentábamos a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street—. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido. —Pues yo no estoy convencido de eso —repliqué—. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico. —Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y discreción —contestó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede creerme: no existe nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar. Sonreí y negué con la cabeza. —Entiendo perfectamente que piense usted así —dije—. Por supuesto, dada su posición de asesor extraoficial, que presta ayuda a todo el que se encuentre absolutamente desconcertado, en toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con todo lo extraño y fantástico. Pero veamos —recogí del suelo el periódico de la mañana—, vamos a hacer un experimento práctico. El primer titular con el que me encuentro es: «Crueldad de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, naturalmente, a la otra mujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las lesiones, la hermana o casera comprensiva. Ni el más ramplón de los escritores podría haber inventado algo tan ramplón. —Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece nada a su argumentación —dijo Holmes, tomando el periódico y echándole un vistazo—. Se trata del proceso de separación de los Dundas, y da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento de algunos pequeños detalles relacionados con el caso. El marido era abstemio, no existía otra mujer, y el comportamiento del que se quejaba la esposa consistía en que el marido había adquirido la costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura postiza y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de acuerdo, no es la clase de acto que se le suele ocurrir a un novelista corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que me he apuntado un tanto con este ejemplo suyo. Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su esplendor contrastaba de tal modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de Holmes que no pude evitar un comentario. —¡Ah! —dijo—. Olvidaba que llevamos varias semanas sin vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago por mi ayuda en el caso de los documentos de Irene Adler. —¿Y el anillo? —pregunté, mirando un precioso brillante que refulgía sobre su dedo. —Es de la Familia Real de Holanda, pero el asunto en el que presté mis servicios era tan delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos de mis pequeños misterios. —¿Y ahora tiene entre manos algún caso? —pregunté interesado. —Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés. Ya me entiende, son importantes, pero sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, por lo general, en los asuntos menos importantes hay mucho más campo para la observación y para el rápido análisis de causas y efectos, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los delitos más importantes suelen tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y exceptuando un asunto bastante enrevesado que me han mandado de Marsella, no hay nada que presente interés alguno. Sin embargo, es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos minutos porque, o mucho me equivoco, o esa es una clienta. Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas separadas, observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla. —Conozco bien esos síntomas —dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea—. La oscilación en la acera significa siempre un uffaire du cazur. Necesita consejo, pero no está segura de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de dudas. No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la puerta y entró un botones anunciando a la señorita Mary Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre su pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas desplegadas, detrás de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, después de cerrar la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una butaca, la examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan peculiar en él. —¿No le parece —dijo— que siendo corta de vista es un poco molesto escribir tanto a máquina? —Al principio, sí —respondió ella—, pero ahora ya sé dónde están las letras sin necesidad de mirar. Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de las palabras de Holmes, se estremeció violentamente y levantó la mirada, con el miedo y el asombro pintados en su rostro amplio y amigable. —¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! —exclamó—. ¿Cómo, si no, podría usted saber eso? —No le dé importancia —dijo Holmes, echándose a reír—. Saber cosas es mi oficio. Es muy posible que me haya entrenado para ver cosas que los demás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué iba usted a venir a consultarme? —He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo marido localizó usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo le habían dado ya por muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo poco que saco con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel. —¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? —preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y con los ojos fijos en el techo. De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland. —Sí, salí de casa disparada —dijo— porque me puso furiosa ver con qué tranquilidad se lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no quiso acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que no había pasado nada, me enfurecí y me vine derecha a verle con lo que tenía puesto en aquel momento. —¿Su padre? —dijo Holmes—. Sin duda, querrá usted decir su padrastro, puesto que el apellido es diferente. —Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunque la verdad es que suena raro, porque solo tiene cinco años y dos meses más que yo. —¿Vive su madre? —Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no me hizo demasiada gracia que se volviera a casar tan pronto, después de morir papá, y con un hombre casi quince años más joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham Court Road, y al morir dejó un negocio muy próspero, que mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el capataz; pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que vendiera el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de vinos. Sacaron cuatro mil setecientas libras por el traspaso y los intereses, mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá de haber estado vivo. Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de impaciencia ante aquel relato intrascendente e incoherente, pero vi que, por el contrario, escuchaba con absoluta concentración. —Esos pequeños ingresos suyos —preguntó—, ¿proceden del negocio en cuestión? —Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el de Auckland. Son valores neozelandeses que rinden un cuatro y medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas libras, pero yo solo puedo cobrar los intereses. —Eso es sumamente interesante —dijo Holmes—. Disponiendo de una suma tan elevada como son cien libras al año, más el pico que usted gana, no me cabe duda de que viajará usted mucho y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de sesenta libras. —Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes, pero comprenderá usted que mientras siga en casa no quiero ser una carga para ellos, así que mientras vivamos juntos son ellos los que administran el dinero. Por supuesto, eso es solo por el momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo me las apaño bastante bien con lo que gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y hay muchos días en que escribo quince o veinte folios. —Ha expuesto usted su situación con toda claridad —dijo Holmes—. Le presento a mi amigo el doctor Watson, ante el cual puede usted hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ahora, le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el señor Hosmer Angel. El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland, que empezó a pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta. —Le conocí en el baile de los instaladores del gas —dijo—. Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado del armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí al señor Hosmer Angel. —Supongo —dijo Holmes— que cuando el señor Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes dos hubieran ido al baile. —Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo a una mujer, porque esta siempre se sale con la suya. —Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según tengo entendido. —Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos…, es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer Angel ya no vino más por casa. —¿No? —Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío. —¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla? —Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días. Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba. —¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero? —Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer… el señor Angel… era cajero en una oficina de Leadenhall Street… y… —¿Qué oficina? —Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé. —¿Y dónde vivía? —Dormía en el mismo local de las oficinas. —¿Y no conoce la dirección? —No…, solo que estaban en Leadenhall Street. —Entonces, ¿adonde le dirigía las cartas? —A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las recogía. Decía que si las mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles. —Resulta de lo más sugerente —dijo Holmes—. Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel? —Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz fuerte. —Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a Francia? —El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que, ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la mañana misma de la boda. —¿Así que él no la recibió? —Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes de que llegara la carta. —¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia? —Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San Salvador, cerca de King’s Cross, y luego desayunaríamos en el hotel St. Paneras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero como solo había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado, que parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje alguna luz sobre su paradero. —Me parece que la han tratado a usted de un modo vergonzoso —dijo Holmes. —¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido. —Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista. —Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió. —Pero no tiene idea de lo que puede haber sido. —Ni la menor idea. —Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre? —Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar jamás del asunto. —¿Y su padre? ¿Se lo contó usted? —Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches. Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar ruidosamente en él. —Examinaré el caso por usted —dijo Holmes, levantándose—, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su vida. —Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver? —Me temo que no. —Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces? —Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas pueda usted proporcionarme. —Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle del sábado pasado —dijo ella—. Aquí está el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas. —Gracias. ¿Y la dirección de usted? —Lyon Place 31, Camberwell. —Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre? —Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete de Fenchurch Street. —Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad. Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que afecte a su vida. —Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándolo cuando vuelva. A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo, había un algo de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y se marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos. Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante unos cuantos minutos, con las puntas de los dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita languidez en el rostro. —Interesante personaje, esa muchacha —comentó—. Me ha parecido más interesante ella que su pequeño problema que, dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi índice, encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante parecido en La Haya el año pasado. —Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí eran invisibles —le hice notar. —Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala. —Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar, cómodo y sin preocupaciones. Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita. —¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y tiene buena vista para los colores. No se fíe nunca de las impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero solamente en la manga izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina siendo corta de vista que tanto pareció sorprenderla. —También me sorprendió a mí. —Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia abajo y quedé muy sorprendido e interesado al observar que, aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía abrochados solo los dos de abajo, y el otro, el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario deducir que salió a toda prisa. —¿Y qué más? —pregunté vivamente interesado, como siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo. —Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero después de haberse vestido del todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio? Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. —«Desaparecido, en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar noticias…», etcétera, etcétera. —Con eso basta —dijo Holmes—. En cuanto a las cartas… —continuó, echándolas un vistazo— son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le llamará la atención. —Que están escritas a máquina —dije yo. —No solo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección completa, solo «Leadenhall Street», que es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente… casi podría decirse que concluyente. —¿De qué? —Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que esto tiene en el caso? —Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para poder negar que la firma era suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso. —No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank, pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos del problemilla por el momento. Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base sólida para la tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había llamado a sondear. Solo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo de El signo de los cuatro o en las extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan complicado que él no pudiera resolver. Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de que, cuando volviera por allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland. Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día entregado a los experimentos químicos que tanto le gustaban. —Qué, ¿lo resolvió usted? —pregunté al entrar. —Sí, era el bisulfato de bario. —¡No, no! ¡El misterio! —exclamé. —¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado trabajando. No hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El único inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda castigar a este granuja. —Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al abandonar a la señorita Sutherland? Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta. —Aquí está el padrastro de la chica, el señor James Windibank —dijo Holmes—. Me escribió diciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante! El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de unos treinta años, bien afeitado y de piel cetrina, con modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla más próxima. —Buenas tardes, señor James Windibank —dijo Holmes—. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada, citándose conmigo a las seis. —Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto, porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de una muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza. Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se comente fuera de casa una desgracia familiar como esta. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder encontrar a ese Hosmer Angel? —Por el contrario —dijo Holmes tranquilamente—, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar al señor Hosmer Angel. El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes. —Me alegra mucho oír eso —dijo. —Es muy curioso —comentó Holmes— que una máquina de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas se gastan solo por un lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r». Existen otras catorce características, pero estas son las más evidentes. —Con esta máquina escribimos toda la correspondencia en la oficina, y es lógico que esté un poco gastada —dijo nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos brillantes. —Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio verdaderamente interesante, señor Windibank —continuó Holmes—. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no solo las «es» están borrosas y las «erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con mi lupa, que también aparecen las otras catorce características de las que le hablaba antes. El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero. —No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor Holmes —dijo—. Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga. —Desde luego —dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave—. En tal caso, le hago saber que ya lo he cogido. —¿Cómo? ¿Dónde? —exclamó el señor Windibank, palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como una rata cogida en una trampa. —Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no —dijo Holmes con suavidad—. No podrá librarse de esta, señor Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos. Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro lívido y un brillo de sudor en la frente. —No… no constituye delito —balbuceó. —Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada, llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora, permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame si me equivoco. El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho, como quien se siente completamente aplastado. Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para nosotros. —Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él, por su dinero —dijo—, y también se beneficiaba del dinero de la hija mientras esta viviera con ellos. Se trataba de una suma considerable para gente de su posición y perderla habría representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por conservarla. La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote y un par de pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un susurro insinuante… Y, doblemente seguro a causa de la miopía de la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posibles enamorados cortejándola él mismo. —Al principio era solo una broma —gimió nuestro visitante—. No creímos que se lo tomara tan en serio. —Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que estaba convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en la mente de la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante diez años, por lo menos, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y salir por la otra. Creo que este fue el encadenamiento de los hechos, señor Windibank. Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se levantó de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro. —Puede que sí y puede que no, señor Holmes. Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora mismo es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, no he hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta cerrada se expone a una demanda por agresión y retención ilegal. —Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle —dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par—. Sin embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! —exclamó acalorándose al ver el gesto de burla en la cara del otro—. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de caza y creo que me voy a dar el gustazo de… Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la puerta de la entrada se cerró de golpe y vimos por la ventana al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que era capaz. —¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! —dijo Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón—. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso no carecía por completo de interés. —Todavía no veo muy claros todos los pasos de su razonamiento —dije yo. —Pues, desde luego, en un principio era evidente que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena razón para su curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan familiar para la joven que esta reconocería cualquier minúscula muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto con otros muchos de menor importancia, señalaban en la misma dirección. —¿Y cómo se las arregló para comprobarlo? —Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se pudiera achacar a un disfraz (las patillas, las gafas, la voz) y se la envié a la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había fijado ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el mismo correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voilà tout! —¿Y la señorita Sutherland? —Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo proverbio persa: «Tan peligroso es quitarle su cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujer una ilusión». Hay tanta sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio. LA LIGA DE LOS PELIRROJOS Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas. —No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente. —Temí que estuviera usted ocupado. —Lo estoy, y mucho. —Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado. —Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo. El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa. —Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras. —La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí. —Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que, si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación. —Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda. —Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido solo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto. El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto. Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones. Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas. —Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo. El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero. —¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos. —Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más. —Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería? —No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás. —¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir? —¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa? —Bien. ¿Y lo de China? —El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha solo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla. El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente. —¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito. —Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. «Omne ignotum pro magnifico» [Todo lo desconocido se piensa que es magnífico: Tácito, Agrícola, 30,3], como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson? —Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor. Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente: A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE. UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street. —¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio. Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor. —Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenos todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha. —Es el Moming Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses. —Muy bien. Vamos, señor Wilson. —Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora solo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga mientras aprende el oficio. —¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes. —Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza? —Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio. —Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios. —Todavía sigue con usted, supongo. —Sí, señor. El y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano diciendo: »—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo! »—¿Y eso por qué? —pregunté yo. »—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida. »—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias. »—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos. »—Nunca. »—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar perfectamente a una de las plazas!» —¿Y qué sacaría con ello? »—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga. »Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me habrían venido muy bien. »—Cuénteme todo lo que sepa —le dije. »—Bueno —dijo, enseñándome el anuncio—, como puede ver, existe una vacante en la liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y apenas hay que hacer nada. »—Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de esos —dije yo. »—Menos de los que usted cree —respondió—. Verá, la oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia solo por unos pocos cientos de libras. »Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos, que mi cabello es de un tono rojo muy intenso, de manera que me pareció que, por mucha competencia que hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía estar tan informado del asunto que pensé que podría serme útil, de modo que le dije que echara el cierre por lo que quedaba de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer fiesta, así que cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio. »No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante, señor Holmes. Del Norte, del Sur, del Este y del Oeste, todos los hombres cuyo cabello presentara alguna tonalidad rojiza se habían plantado en la City en respuesta al anuncio. Fleet Street se encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope’s Court parecía el carro de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tantos pelirrojos como los que habían acudido atraídos por aquel solo anuncio. Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado, rojo arcilla…, pero, como había dicho Spaulding, no había muchos que presentaran la auténtica tonalidad rojo fuego. Cuando vi que eran tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explico cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y embestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina. En la escalera había una doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas y otras que bajaban rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como pudimos y pronto nos encontramos en la oficina. —Una experiencia de lo más divertida —comentó Holmes, mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con una buena dosis de rapé—. Le ruego que prosiga con la interesantísima exposición. —En la oficina no había nada más que un par de sillas de madera y una mesita, detrás de la cual se sentaba un hombre menudo, con una cabellera aún más roja que la mía. Intercambiaba un par de palabras con cada candidato que se presentaba y luego siempre les encontraba algún defecto que los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era tan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se mostró más inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos para poder hablar con nosotros en privado. »—Este es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira a ocupar la plaza vacante en la liga. »—Pues parece admirablemente dotado para ello —respondió el otro—. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto. «Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta hacerme ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito. »—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy seguro de que me perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo esto, me agarró del pelo con las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de dolor—. Veo lágrimas en sus ojos —dijo al soltarme—, lo cual indica que todo está como es debido. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque ya nos han engañado dos veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias sobre tintes para zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición humana —se acercó a la ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a la vista, exceptuando la mía y la del gerente. »—Me llamo Duncan Ross —dijo este—, y soy uno de los pensionistas del fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia? »Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro. »—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión de los pelirrojos, y no solo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea usted soltero. »Al oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no importaba. »—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones? »—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —dije. »—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo ocuparme de ello por usted. »—¿Cuál sería el horario? —pregunté. »—De diez a dos. »Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me constaba que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera presentarse. »—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga? »—Cuatro libras a la semana. »—¿Y el trabajo? »—Es puramente nominal. »—¿Qué entiende usted por puramente nominal? »—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso. »—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije. »—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el empleo. »—¿Y el trabajo? »—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana? »—Desde luego. «—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir. »Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte. »Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello. Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valía la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court. »Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí. »Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo. »De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó. —¿Que se acabó? —Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo. Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella estaba escrito lo siguiente: HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS 9 de octubre de 1890 Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas. —No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a otros. —No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la puerta? —Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre. »—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4. »—Cómo, ¿el pelirrojo? »—Sí. »—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer. »—¿Dónde puedo encontrarlo? »—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San Pablo. »Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rótulas artificiales y que allí nadie había oído hablar del señor William Morris ni del señor Duncan Ross. —¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes. —Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba, acabaría por recibir noticias por carta. Pero aquello no me bastaba, señor Holmes. No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle. —E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista. —¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana! —Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga motivos para quejarse de esta extraordinaria liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada. —No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se proponían al hacerme esta jugarreta… si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras. —Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio…, ¿cuánto tiempo llevaba con usted? —Entonces llevaba como un mes más o menos. —¿Cómo llegó hasta usted? —En respuesta a un anuncio. —¿Fue el único aspirante? —No, recibí una docena. —¿Y por qué lo eligió a él? —Porque parecía listo y se ofrecía barato. —A mitad de salario, ¿no es así? —Eso es. —¿Cómo es este Vincent Spaulding? —Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente. Holmes se incorporó en su asiento muy excitado. —Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes? —Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho. —¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—. ¿Sigue aún con usted? —¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle. —¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia? —No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas. —Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión sobre el asunto dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que para el lunes hayamos llegado a una conclusión. —Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se hubo marchado—. ¿Qué saca usted de todo esto? —No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso. —Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningún rasgo notable, los que resultan verdaderamente desconcertantes, del mismo modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Tengo que ponerme inmediatamente en acción. —¿Y qué va usted a hacer? —pregunté. —Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos. Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de algún pájaro raro. Yo había llegado ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y de hecho yo mismo empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el gesto de quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea. —Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas horas? —No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy absorbente. —Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que pasar por la City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el programa mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la francesa. Es introspectiva y yo quiero reflexionar. ¡En marcha! Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata nos llevó a Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo marrón con las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo ante la casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y calle abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la tienda del prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar. —Gracias —dijo Holmes—. Solo quería preguntar por dónde se va desde aquí al Strand. —La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió sin vacilar el empleado, cerrando a continuación la puerta. —Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. En mi opinión, es el cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a audacia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas anteriormente. —Es evidente —dije yo— que el empleado del señor Wilson desempeña un importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le ha preguntado el camino solo para poder echarle un vistazo. —No a él. —Entonces, ¿a qué? —A las rodilleras de sus pantalones. —¿Y qué es lo que vio? —Lo que esperaba ver. —¿Para qué golpeó el pavimento? —Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar, no hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las calles que hay detrás. La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la esquina de la recóndita Saxe-Coburg Square presentaba con esta tanto contraste como el derecho de un cuadro con el revés. Se trataba de una de las principales arterias por donde discurre el tráfico de la City hacia el Norte y hacia el Oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de tráfico comercial que fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas, nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida plaza que acabábamos de abandonar. —Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras McFarlane. Con esto llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo está hecho y ya es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café y derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas. Mi amigo era un entusiasta de la música, no solo un intérprete muy dotado, sino también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la música con sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de su carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento superior al de los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar. —Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto salimos. —Sí, ya va siendo hora. —Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square es grave. —¿Por qué es grave? —Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré su ayuda esta noche. —¿A qué hora? —A las diez estará bien. —Estaré en Baker Street a las diez. —Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro, así que haga el favor de echarse al bolsillo su revólver del ejército. Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante desapareció entre la multitud. No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso había oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por sus palabras, era evidente que él veía con claridad no solo lo que había sucedido, sino incluso lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello, desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a Saxe-Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego importante. Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase alguna explicación. A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Al penetrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita abrumadoramente respetable. —¡Ajá! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose su chaquetón marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Watson, creo que ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura nocturna. —Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo Jones con su retintín habitual—. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Solo necesita un perro viejo que le ayude a correr la pieza. —Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas —comentó el señor Menyweather en tono sombrío. —Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes, caballero —dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos particulares, que son, si me permite decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de los Sholto y el tesoro de Agrá, ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de policía. —Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo el desconocido con deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera noche de sábado en veintisiete años que no juego mi partida. —Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes— que esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será mucho más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, el hombre al que tanto desea echar el guante. —John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a cada paso, nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa en Escocia, y a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima. —Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo. Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había escuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles iluminadas por farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street. —Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es director de banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció conveniente que también nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando. Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos estado por la mañana. Despedimos nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasadizo y penetramos por una puerta lateral que Merryweather nos abrió. Recorrimos un pequeño pasillo que terminaba en una puerta de hierro muy pesada. También esta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y luego nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras abrir una tercera puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se amontonaban por todas partes grandes cajas y cajones. —No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes, levantando la linterna y mirando a su alrededor. —Ni por abajo —contestó el señor Merryweather, golpeando con su bastón las losas que pavimentaban el suelo—. Pero… ¡válgame Dios! ¡Esto suena a hueco! —exclamó, alzando, sorprendido, la mirada. —Debo rogarle que no haga tanto ruido —dijo Holmes con tono severo—. Acaba de poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de sentarse en uno de esos cajones y no interferir? El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón, con cara de sentirse muy ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar atentamente las rendijas que había entre las losas. A los pocos segundos se dio por satisfecho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo. —Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no pueden hacer nada hasta que el bueno del prestamista se haya ido a la cama. Entonces no perderán ni un minuto, pues cuanto antes hagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar. Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encontramos en el sótano de la sucursal en la City de uno de los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el presidente del Consejo de Dirección y le explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de Londres se interesen tanto en su sótano estos días. —Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos tenido varios avisos de que pueden intentar robarlo. —¿Su oro francés? —Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras reservas y, por este motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de treinta mil napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia de que no hemos tenido tiempo de desembalar el dinero y que este se encuentra aún en nuestro sótano. El cajón sobre el que estoy sentado contiene dos mil napoleones empaquetados en hojas de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de oro son mucho mayores que lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores se sienten intranquilos al respecto. —Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora es el momento de poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento comenzará dentro de una hora. Mientras tanto, señor Merryweather, conviene que tapemos la luz de esa linterna. —¿Y quedarnos a oscuras? —Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había pensado que, puesto que somos cuatro, podría usted jugar su partidita después de todo. Pero, por lo que he visto, los preparativos del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz encendida. Antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy osada y, aunque los cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo me pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquellos. Cuando yo los ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson, no tenga reparos en tumbarlos a tiros. Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera detrás de la que me había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sorda y nos dejó en la más negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo jamás había experimentado. Solo el olor del metal caliente nos recordaba que la luz seguía ahí, preparada para brillar en el instante preciso. Para mí, que tenía los nervios de punta a causa de la expectación, había algo de deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la bóveda. —Solo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que consiste en volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones. —Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta. —Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar. ¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que solo había durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi toda la noche y que por encima de nosotros debía de estar amaneciendo ya. Tenía los miembros doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo que no solo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones de las notas suspirantes del director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz. Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de piedra. Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer, que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpe como había aparecido, y todo volvió a quedar a oscuras, excepto por el débil resplandor que indicaba una rendija entre las piedras. Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo muy intenso. —No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen solo a mí! Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido metálico sobre el suelo de piedra. —Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene usted ninguna posibilidad. —Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—. Confío en que mi colega esté a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta. —Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes. —¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle. —Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más original y astuto. —Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es más rápido que yo saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas. —Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo el prisionero mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá ignore usted que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre «señor» y «por favor». —Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita contenida—. ¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en el que llevar a vuestra alteza a la comisaría? —Así está mejor —dijo John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por el policía. —La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras salíamos del sótano tras ellos—, no sé cómo podrá el banco agradecerle y recompensarle por esto. No cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la manera más completa uno de los intentos de robo a un banco más audaces que ha conocido mi experiencia. —Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que espero que el banco me reembolse, pero aparte de eso me considero pagado de sobra con haber tenido una experiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y con haber oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos. —Como ve, Watson —explicó Holmes a primeras horas de la mañana, mientras tomábamos un vaso de whisky con soda en Baker Street—, desde un principio estaba perfectamente claro que el único objeto posible de esta fantástica maquinación del anuncio de la liga y el copiar la Enciclopedia era quitar de en medio durante unas cuantas horas al día a nuestro no demasiado brillante prestamista. Para conseguirlo, recurrieron a un procedimiento bastante extravagante, pero la verdad es que sería difícil encontrar otro mejor. Sin duda, fue el color del pelo de su cómplice lo que inspiró la idea al ingenioso cerebro de Clay. Las cuatro libras a la semana eran un cebo que no podía dejar de atraerlo, ¿y qué significaba esa cantidad para ellos, que andaban metidos en una jugada de varios miles? Ponen el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, el otro incita al prestamista a que se presente, y juntos se las arreglan para que esté ausente todas las mañanas. Desde el momento en que oí que ese empleado trabajaba por medio salario, comprendí que tenía algún motivo muy poderoso para ocupar aquel puesto. —Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo? —De haber habido mujeres en la casa, habría sospechado una intriga más vulgar. Sin embargo, eso quedaba descartado. El negocio del prestamista era modesto, y en su casa no había nada que pudiera justificar unos preparativos tan complicados y unos gastos como los que estaban haciendo. Por tanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la afición del empleado a la fotografía, y en su manía de desaparecer en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremo de este enmarañado ovillo. Entonces hice algunas averiguaciones acerca de este misterioso empleado, y descubrí que tenía que habérmelas con uno de los delincuentes más calculadores y audaces de Londres. Algo estaba haciendo en el sótano…, algo que le ocupaba varias horas al día durante meses y meses. Pero repito: ¿Qué podía ser? Lo único que se me ocurrió es que estaba excavando un túnel hacia algún otro edificio. «Hasta aquí había llegado cuando fuimos a visitar el escenario de los hechos. A usted le sorprendió el que yo golpeara el pavimento con el bastón. Estaba comprobando si el sótano se extendía hacia delante o hacia detrás de la casa. No estaba por delante. Entonces llamé a la puerta y, tal como había esperado, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna que otra escaramuza, pero nunca nos habíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré la cara; lo que me interesaba eran sus rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo sucias, arrugadas y gastadas que estaban. Eso demostraba las muchas horas que había pasado excavando. Solo quedaba por averiguar para qué excavaban. Al doblar la esquina y ver el edificio del City and Suburban Bank pegado espalda con espalda al local de nuestro amigo, consideré resuelto el problema. Mientras usted volvía a su casa después del concierto, yo hice una visita a Scotland Yard y otra al director del banco, con el resultado que ha podido usted ver. —¿Y cómo pudo saber que intentarían dar el golpe esta noche? —pregunté. —Bueno, el que clausuraran la liga era señal de que ya no les preocupaba la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían ya terminado el túnel. Pero era esencial que lo utilizaran en seguida, antes de que lo descubrieran o de que trasladaran el oro a otra parte. El sábado era el día más adecuado, puesto que les dejaría dos días para escapar. Por todas estas razones, esperaba que vinieran esta noche. —Lo ha razonado todo maravillosamente —exclamé sin disimular mi admiración—. Una cadena tan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabones suena a verdad. —Me salvó del aburrimiento —respondió, bostezando—. ¡Ay, ya lo siento abatirse de nuevo sobre mí! Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo por escapar de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo. —Y además, en beneficio de la raza humana —añadí yo. Holmes se encogió de hombros. —Bueno, es posible que, a fin de cuentas, tenga alguna pequeña utilidad —comentó—. L’homme c’est ríen, l’oeuvre c’est tout, como le escribió Gustave Flaubert a George Sand. LA AVENTURA DEL DETECTIVE MORIBUNDO La señora Hudson, casera de Sherlock Holmes, era una mujer de enorme paciencia. No solo tenía que aguantar que el apartamento del primer piso se viera invadido a todas horas por hordas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que además su pintoresco inquilino daba muestras de unas costumbres tan irregulares y excéntricas que ponían a dura prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a deshoras, sus ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, sus extraños y muchas veces malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le rodeaba, hacían de él el peor inquilino de Londres. Por otra parte, pagaba un alquiler principesco. No me cabe duda de que se podría haber comprado la casa entera con el dinero que Holmes pagó por sus habitaciones durante los años en que yo estuve con él. La patrona sentía por Holmes el más profundo respeto, y jamás se atrevía a meterse en su camino, por ofensivo que pudiera parecer su proceder. Incluso le tenía cariño, y es que Holmes trataba a las mujeres con una amabilidad y una cortesía extraordinarias. No le gustaban, y desconfiaba de ellas, pero siempre fue un adversario caballeroso. Así pues, sabiendo que ella le profesaba un afecto sincero, presté la máxima atención a lo que me dijo un día que vino a mi casa, durante el segundo año de mi vida de casado, para explicarme la triste condición a la que había quedado reducido mi pobre amigo. —Se está muriendo, doctor Watson —dijo—. Lleva tres días cada vez peor, y no creo que pueda durar un día más. No me dejó avisar a un médico. Esta mañana, cuando vi cómo se le marcaban los huesos de la cara y cómo me miraba con esos ojos enormes y brillantes, no he podido soportarlo más. «Con su permiso o sin él, señor Holmes, ahora mismo voy a buscar a un médico», le dije. «En ese caso, que sea Watson», dijo él. Yo no perdería ni un momento, doctor, si es que quiere llegar a verlo vivo. Me quedé horrorizado, ya que no sabía nada de su enfermedad. No hace falta decir que salí disparado a por mi abrigo y mi sombrero. Mientras nos dirigíamos a la casa, le pedí más detalles. —No puedo decirle gran cosa, señor. Ha estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en una callejuela cerca del río, y se trajo de allí la enfermedad. Se metió en la cama el miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante estos tres días no ha probado bocado ni bebido una gota. —¡Santo Dios! ¿Por qué no avisó usted a un médico? —Él no lo consintió, señor. Ya sabe usted lo autoritario que es. No me atreví a desobedecerle. Pero ya no le queda mucho tiempo en este mundo, como verá usted mismo en cuanto le ponga los ojos encima. Era, efectivamente, un espectáculo deplorable. En la penumbra de aquel brumoso día de noviembre, la habitación del enfermo ya resultaba de por sí bastante fúnebre, pero lo que me produjo un escalofrío en el corazón fue aquel rostro demacrado y macilento que me miraba desde la cama. Sus ojos tenían el brillo típico de la fiebre, sus mejillas estaban teñidas de rubor hético, y sus labios, cubiertos de gruesas costras; las delgadas manos temblaban incesantemente sobre la colcha y su voz sonaba cascada y espasmódica. Cuando entré en la habitación se encontraba inmóvil, pero al verme brotó en sus ojos una chispa de reconocimiento. —Bien, Watson, parece que tenemos un mal día —dijo con voz débil que aún mantenía un rastro de su antiguo tono despreocupado. —¡Querido amigo! —exclamé, acercándome a él. —¡Atrás! ¡Quédese donde está! —dijo en el tono seco e imperioso que hasta entonces yo asociaba solo con los momentos de crisis—. Si se acerca a mí, Watson, ordenaré que le echen de la casa. —Pero ¿por qué? —Porque lo digo yo. ¿No le basta con eso? Desde luego, la señora Hudson tenía razón: estaba más autoritario que nunca. Y sin embargo, daba pena verlo tan consumido. —Solo pretendía ayudar —expliqué. —Exacto. Y la mejor manera de ayudar es haciendo lo que se le dice. —Como quiera, Holmes. De pronto, sus modales se hicieron más suaves. —¿Se ha enfadado usted? —preguntó, boqueando para tomar aire. ¡Pobre diablo! ¿Cómo me iba a enfadar viéndolo en semejante estado de postración? —Lo hago por su bien, Watson —carraspeó. —¿Por mi bien? —Sé lo que tengo. Es una enfermedad de los culis de Sumatra…, algo que los holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no les ha servido de mucho. Solo una cosa es segura: es mortal de necesidad y terriblemente contagiosa. Hablaba con una energía febril, y sus largas manos temblaban y gesticulaban como indicándome que me alejase. —Contagiosa por contacto, Watson…, eso es, por contacto. Manténgase a distancia y todo irá bien. —¡Cielo santo, Holmes! ¿Cree usted que eso me va a influir ni por un instante? No me importaría aunque se tratase de un desconocido. ¿Cree que me va a impedir cumplir con mi deber, tratándose de un viejo amigo? Avancé de nuevo, pero él me rechazó con una mirada feroz. —Si se queda donde está, hablaré con usted. De lo contrario, tendrá que salir de la habitación. Es tan profundo el respeto que siento por las extraordinarias cualidades de Holmes que siempre me había plegado a sus deseos, aun cuando menos los comprendía. Pero en aquel momento, todos mis instintos profesionales se encontraban activados. Podía darme órdenes en cualquier otra parte, pero en la habitación de un enfermo era yo quien mandaba. —Holmes —le dije—, no es usted dueño de sus actos. Un hombre enfermo es como un niño y así voy a tratarle. Le guste o no le guste, voy a examinar sus síntomas y a darle el tratamiento correspondiente. Él me dirigió una mirada virulenta. —Si voy a tener un médico, lo quiera o no, al menos que sea uno en el que tenga confianza —dijo. —¿Así que no confía en mí? —Como amigo, desde luego que sí. Pero los hechos son los hechos, Watson, y al fin y al cabo, usted no es más que un médico general, con experiencia muy limitada y un historial académico mediocre. Lamento tener que decir estas cosas, pero no me deja usted elección. Aquello me hirió en lo más hondo. —Ese comentario es indigno de usted, Holmes, y me demuestra bien a las claras en qué estado se encuentran sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Permítame avisar a Sir Jasper Meek, o a Penrose Fisher, o a cualquier otro de los mejores doctores de Londres. Pero alguien tiene que atenderle, y no hay más que decir. Si piensa que me voy a quedar aquí a verle morir, sin ayudarle ni traer a alguien que le ayude, se ha equivocado usted conmigo. —Sé que tiene buena intención, Watson —dijo el enfermo, con una voz que estaba a mitad de camino entre un gemido y un sollozo—. ¿Voy a tener que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por ejemplo, de la fiebre de Tapanuli? ¿Qué sabe de la podredumbre negra de Formosa? —Jamás oí hablar de ninguna de las dos. —En Oriente, Watson, existen muchas enfermedades, muchas posibilidades patológicas extrañas —hacía una pausa detrás de cada frase para reunir las fuerzas que se le escapaban—. Esto lo he aprendido durante una reciente investigación que tenía un carácter médico-criminal. Durante el transcurso de la misma contraje esta afección. Usted no puede hacer nada. —Puede que no. Pero da la casualidad de que sé que el doctor Ainstree, el mejor especialista del mundo en enfermedades tropicales, se encuentra ahora mismo en Londres. De nada le servirán sus protestas, Holmes. Voy a buscarlo inmediatamente —y me volví con decisión hacia la puerta. ¡Jamás he sufrido semejante sobresalto! En un instante, dando un salto de tigre, el moribundo me cortó el paso. Oí el chasquido seco de una llave que giraba. Al instante siguiente, Holmes había regresado tambaleándose a su cama, agotado y jadeando tras aquel tremendo estallido de energía. —No podrá quitarme la llave por la fuerza, Watson. Le tengo cogido, amigo mío. Aquí nos quedamos, usted y yo, hasta que yo decida otra cosa. Pero estoy dispuesto a entretenerlo —todo esto lo decía en breves frases entrecortadas, con terribles esfuerzos para respirar entre una y otra—. Ya sé que todo lo hace por mi bien. Quiero que le conste que estoy seguro de ello. Ya se saldrá con la suya, pero déme tiempo para recuperar fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. Le dejaré salir a las seis. —Esto es una locura, Holmes. —Solo dos horas, Watson. Le prometo que podrá salir a las seis. ¿No le importa esperar? —Parece que no tengo elección. —En efecto, Watson, no la tiene. Gracias, no necesito ayuda para arreglar las sábanas. Haga el favor de mantener la distancia. Y ahora, Watson, tengo que imponerle otra condición. No irá a buscar a ese médico que ha dicho, sino al que yo le indique. —Como usted quiera. —Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado usted desde que entró en esta habitación, Watson. Encontrará libros en aquel rincón. Me encuentro algo agotado. Me pregunto cómo se sentirá una pila cuando descarga electricidad en un cuerpo no conductor. Reanudaremos nuestra conversación a las seis, Watson. Pero estaba escrito que la reanudaríamos mucho antes de aquella hora, y en circunstancias que me provocaron un sobresalto que nada tenía que envidiar al que me produjo el salto de Holmes hacia la puerta. Llevaba algunos minutos contemplando en silencio la figura que yacía en la cama. Tenía el rostro casi cubierto por las sábanas y parecía dormido. Sintiéndome incapaz de sentarme a leer, di un lento paseo por la habitación, examinando los retratos de famosos criminales que adornaban todas las paredes. Por último, caminando sin rumbo, llegué a la repisa de la chimenea. Sobre ella había desparramado todo un surtido de pipas, petacas, jeringas, navajas, cartuchos de revólver y otros objetos. En medio de todos había una cajita de marfil blanca y negra, con tapa deslizante. Era bastante bonita, y ya había extendido la mano para examinarla más de cerca, cuando… —¡Deje eso! ¡Déjelo ahora mismo, Watson! ¡Ahora mismo, le digo! —su cabeza volvió a caer sobre la almohada, con un fuerte suspiro de alivio, cuando volví a dejar la cajita en la repisa—. Odio que anden tocando mis cosas, Watson, sabe usted que lo odio. Me está usted irritando más de lo que puedo soportar. Vaya un médico… Es usted capaz de mandar a un paciente al manicomio. Siéntese, hombre, y déjeme descansar. El incidente me dejó una impresión de lo más desagradable. Aquella irritación violenta y sin motivo, acompañada por aquel lenguaje brutal, tan diferente de su habitual suavidad, me demostraba lo profundamente trastornada que estaba su mente. La ruina de una mente noble es la más lamentable de todas las ruinas. Me quedé sentado, callado y abatido, hasta que hubo transcurrido el tiempo estipulado. Pareció como si Holmes hubiera estado mirando el reloj lo mismo que yo, porque apenas dieron las seis comenzó a hablar con la misma excitación febril de antes. —Vamos a ver, Watson —dijo—. ¿Lleva algo de calderilla en el bolsillo? —Sí. —¿Alguna moneda de plata? —Bastantes. —¿Cuántas medias coronas? —Tengo cinco. —¡Ah, son pocas, son pocas! ¡Qué pena, Watson! Pero, en fin, por pocas que sean, métaselas en el bolsillo del reloj. Y el resto del dinero métalo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Gracias. Así estará mucho mejor equilibrado. Aquello era un completo desvarío. Holmes se estremeció y emitió de nuevo un sonido que era mitad tos, mitad sollozo. —Ahora, haga el favor de encender la luz de gas, Watson, pero ponga mucho cuidado en que en ningún instante esté a más de media potencia. Le ruego que ponga mucho cuidado. Gracias, así está muy bien. No, no hay necesidad de bajar la persiana. Ahora tenga la bondad de colocar algunas cartas y papeles en esta mesita, al alcance de mi mano. Gracias. Añada algunas cosas de encima de la repisa. Muy bien, Watson. Ahí tiene unas pinzas para el azúcar. Haga el favor de coger con ellas esa cajita de marfil. Colóquela aquí, entre los papeles. ¡Muy bien! Ahora ya puede ir a avisar al señor Culverton Smith, en el número 13 de Lower Burke Street. A decir verdad, ya no sentía tantas ganas de ir a buscar a un médico, porque el pobre Holmes deliraba de una manera tan evidente que me parecía peligroso dejarlo solo. Sin embargo, ahora se le veía tan ansioso de consultar a la persona mencionada como antes se había obstinado en rechazar toda ayuda médica. —Jamás he oído ese nombre —dije. —Es muy posible que no, mi buen Watson. Quizá le sorprenda saber que el hombre que más sabe de esta enfermedad en todo el mundo no es un médico, sino un plantador. El señor Culverton Smith es un conocido residente de Sumatra, que ahora se encuentra de visita en Londres. Una epidemia de esta enfermedad en su plantación, que está muy alejada de toda asistencia médica, le obligó a estudiarla personalmente, obteniendo algunos resultados de gran trascendencia. Se trata de una persona muy metódica, y yo no quería que usted saliera antes de las seis, porque me constaba que no lo encontraría en su despacho. Si pudiera usted convencerle de que viniera aquí y pusiera a nuestro servicio sus conocimientos sobre la enfermedad, cuyo estudio constituye su mayor afición, estoy seguro de que podría ayudarme. Estoy transcribiendo las frases de Holmes completas y seguidas, sin pretender indicar cómo se interrumpían a causa de los jadeos, y sin describir las contracciones de las manos, que revelaban el dolor que sufría. Su aspecto había cambiado a peor durante las pocas horas que yo llevaba con él. Las manchas héticas se veían más pronunciadas, los ojos relucían aún más en el fondo de las oscuras cuencas, y un sudor frío brillaba en su frente. Sin embargo, aún conservaba su manera de hablar, airosa y desenfadada. Hasta el último suspiro, seguiría controlando la situación. —Cuéntele exactamente en qué estado me dejó —dijo—. Tiene que transmitirle la misma impresión que tiene usted en la mente: la de un hombre moribundo…, moribundo y delirante. La verdad es que no me explico cómo el fondo entero del mar no es una masa compacta de ostras, con lo prolíficas que parecen estas criaturas. ¡Ah, estoy divagando! Es curioso, hay que ver cómo el cerebro controla al cerebro. ¿Qué estaba diciendo, Watson? —Me daba instrucciones para el señor Culverton Smith. —¡Ah, sí, ya recuerdo! Mi vida depende de ello. Tendrá que rogarle, Watson. Nuestras relaciones no son muy buenas. Su sobrino…, ¿sabe, Watson?…, yo sospechaba que había juego sucio y dejé que él se diera cuenta. El muchacho tuvo una muerte horrible, y él me guarda rencor. Tiene usted que ablandarle. Ruegue, suplique, pero tráigalo aquí como sea. Solo él puede salvarme…, solo él. —Lo traeré en un coche, aunque tenga que subirlo en él a la fuerza. —No hará nada semejante. Tiene que convencerlo de que venga… y después tiene usted que regresar antes que él. Ponga cualquier excusa para no venir con él. No lo olvide, Watson. Sé que no me fallará usted. Nunca me ha fallado. Sin duda, las ostras deben tener enemigos naturales que controlan el aumento de su población. Usted y yo, Watson, hemos cumplido con nuestra parte. ¿Acaso ahora va a quedar el mundo a merced de las ostras? No, no, sería horrible. Tiene usted que transmitirle todo lo que lleva en la mente… Me marché de allí obsesionado por la imagen de aquel poderoso intelecto balbuceando como un niño tonto. Me había entregado la llave, y yo me la guardé de buena gana, no fuera a ocurrírsele encerrarse de nuevo. La señora Hudson esperaba en el pasillo, temblando y sollozando. Al salir del apartamento, oí a mis espaldas la voz aguda y cascada de Holmes entonando un cántico delirante. Una vez en la calle, mientras yo silbaba para llamar a un coche de alquiler, un hombre salió entre la niebla y se me acercó. —¿Cómo está el señor Holmes? —me preguntó. Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland Yard, vestido con un traje informal de lana. —Está muy enfermo —respondí. Me miró de una manera muy curiosa. De no haber sido un pensamiento demasiado horrible, podría haber imaginado que la luz de la puerta iluminaba una expresión de regocijo en su rostro. El coche había llegado y me despedí de él. Lower Burke Street resultó ser una hilera de elegantes casas en la incierta frontera que separa Notting Hill y Kensington. La casa concreta ante la que se detuvo el cochero tenía un aire de respetabilidad pomposa y relamida, con su anticuada verja de hierro, su maciza puerta de dos hojas y sus relucientes apliques de latón. Todo ello hacía juego con el solemne mayordomo que apareció enmarcado en el resplandor rosado de una luz eléctrica encendida a sus espaldas. —Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¿El doctor Watson? Muy bien, señor, le llevaré su tarjeta. Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A través de la puerta entreabierta oí una voz chillona, penetrante y petulante. —¿Quién es este individuo? ¿Qué quiere? Válgame Dios, Staples, ¿cuántas veces tengo que decir que no quiero que me molesten durante mis horas de estudio? Le respondió una suave oleada de explicaciones tranquilizadoras por parte del mayordomo. —Bueno, pues no voy a recibirle, Staples. No puedo interrumpir mi trabajo así como así. No estoy en casa, dígaselo. Dígale que venga por la mañana si tiene verdadera necesidad de verme. De nuevo se oyó el suave murmullo. —Bien, bien, déle este mensaje. Que venga por la mañana o que se quede en su casa. Mi trabajo no puede sufrir interrupciones. Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y tal vez contando los minutos hasta que yo le hiciera llegar ayuda. No era momento de andarse con ceremonias. Su vida dependía de mi celeridad. Antes de que el mayordomo me transmitiera el mensaje deshaciéndose en disculpas, yo le había hecho a un lado y había entrado en la habitación. Lanzando un agudo chillido de ira, un hombre se levantó de la poltrona instalada junto a la chimenea. Vi una cara grande y amarillenta, de piel rugosa y grasienta, con una gruesa papada y dos ojos grises, feroces y amenazadores que me miraban desde debajo de unas cejas rubias y pobladas. El cráneo, alto y calvo, se cubría con un gorrito de terciopelo, ladeado coquetamente sobre la curva de color de rosa. La cabeza tenía una capacidad enorme, pero cuando miré hacia abajo vi con sorpresa que el cuerpo era pequeño y frágil, con los hombros y la espalda torcidos, como si hubiera padecido raquitismo en su infancia. —¿Qué es esto? —gritó con voz chillona—. ¿Qué significa esta invasión? ¿No le he enviado recado de que le recibiría mañana por la mañana? —Lo siento —dije yo—. Pero el asunto no admite demoras. El señor Sherlock Holmes… La mención del nombre de mi amigo ejerció un efecto extraordinario sobre aquel hombrecillo. La mirada furiosa desapareció al instante de su rostro. Sus facciones se pusieron tensas y en estado de alerta. —¿Viene usted de parte de Holmes? —preguntó. —Acabo de dejarlo. —¿Y qué hay de Holmes? ¿Qué tal está? —Está gravísimamente enfermo. Por eso he venido. Me indicó un asiento y volvió a sentarse en el suyo. Al hacerlo, pude captar una imagen fugaz de su cara en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Podría haber jurado que en ella se dibujaba una sonrisa maliciosa y abominable. Pero preferí pensar que lo que había visto era una simple contracción nerviosa, porque al instante se volvió hacia mí con una expresión de sincero interés. —Lamento oír eso —dijo—. Solo conozco al señor Holmes por unos asuntos de negocios que hemos tenido, pero siento el mayor respeto por su talento y su personalidad. Es un aficionado al estudio del crimen, como yo lo soy de la enfermedad. Él persigue criminales; yo, microbios. Ahí están mis cárceles —señaló una hilera de frascos y tarros alineados sobre una mesa—. En esos cultivos gelatinosos cumplen condena algunos de los peores delincuentes del mundo. —Precisamente por esos conocimientos especiales suyos desea verle el señor Holmes. Tiene una elevada opinión de usted y está convencido de que es usted el único hombre de Londres que puede ayudarle. El hombrecillo dio un respingo y su coquetón gorrito resbaló hasta el suelo. —¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué habría de pensar el señor Holmes que yo puedo ayudarle en ese trance? —Por los conocimientos sobre enfermedades orientales que usted posee. —¿Y qué le hace pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental? —El hecho de que, en una de sus investigaciones profesionales, ha estado trabajando en los muelles entre marineros chinos. El señor Culverton Smith sonrió complacido y recogió su gorrito. —Ah, ¿conque es eso? —dijo—. Confío en que se trate de un asunto tan grave como usted supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo? —Tres días. —¿Delira? —De vez en cuando. —Vaya, vaya. Parece cosa seria. Sería inhumano no responder a su llamada. Doctor Watson, me molesta mucho cualquier interrupción en mi trabajo, pero desde luego este es un caso excepcional. Iré con usted inmediatamente. Yo recordé las instrucciones de Holmes. —Tengo otra cita —dije. —Muy bien, iré solo. Tengo apuntada la dirección del señor Holmes. Puede usted confiar en que estaré allí dentro de media hora como máximo. Regresé a la habitación de Holmes con el corazón abatido. Por lo que yo sabía, durante mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Sin embargo, advertí con gran alivio que había mejorado considerablemente en aquel intervalo. Su aspecto seguía siendo tan cadavérico como antes, pero había desaparecido todo rastro de delirio, y aunque hablaba con voz débil, lo hacía con una agudeza y lucidez aun mayores que lo habitual en él. —¿Y bien, Watson? ¿Lo ha visto? —Sí; va a venir. —¡Estupendo, Watson, estupendo! Es usted el mejor de los mensajeros. —Quería venir conmigo. —Ah, pero eso no habría dado resultado, Watson. Eso habría sido de todo punto imposible. ¿Preguntó por mi dolencia? —Le conté lo de los chinos en el East End. —¡Perfecto! Muy bien, Watson, ha hecho usted todo lo que podría hacer un buen amigo. Ahora ya puede desaparecer de la escena. —Tengo que quedarme y escuchar su opinión, Holmes. —Pues claro que sí. Pero tengo razones para suponer que su opinión será mucho más sincera y valiosa si él cree que estamos solos. Hay sitio suficiente detrás de la cabecera de mi cama, Watson. —¡Pero Holmes! —Me temo que no hay alternativa, Watson. La habitación no se presta mucho a ocultamientos, lo cual es una ventaja, porque así es menos probable que despierte sus sospechas. Pero aquí creo que podrá esconderse —de pronto se incorporó con una rígida expresión de ansiedad en su rostro macilento—. ¡Ahí se oyen las ruedas, Watson! ¡Rápido, hombre, si es que me aprecia! Y no se mueva, ocurra lo que ocurra…, ocurra lo que ocurra, ¿me oye? No hable, no se mueva, limítese a escuchar como si fuera todo oídos. Al instante, aquel súbito acceso de energía se esfumó, y su hablar dominante y lleno de sentido degeneró en el vago murmullo de una persona medio delirante. Desde el escondrijo en el que tan rápidamente me habían hecho introducirme, oí los pasos en la escalera y el abrirse y cerrarse de la puerta de la alcoba. A continuación, con gran sorpresa por mi parte, hubo un prolongado silencio, roto tan solo por la respiración jadeante del enfermo. Me imaginé que el visitante estaría de pie junto a la cama, examinando al paciente. —¡Holmes! ¡Holmes! —llamó el recién llegado, en el tono insistente que se utiliza para despertar a una persona dormida—. ¿Puede oírme, Holmes? Se oyó un roce, como si estuviera sacudiendo violentamente al enfermo por el hombro. —¿Es usted, señor Smith? —murmuró Holmes—. Tenía pocas esperanzas de que viniese. El otro se echó a reír. —Ya me lo imagino —dijo—. Y sin embargo, ya lo ve, he venido. ¡Es usted un malpensado, Holmes, un malpensado! —Es usted muy amable…, muy generoso… Tengo en gran estima sus conocimientos. Nuestro visitante soltó otra risita. —¿Sí, eh? Por suerte, es usted el único en Londres que los sabe apreciar. ¿Sabe usted qué es lo que le pasa? —Lo mismo —dijo Holmes. —¡Ah! ¿Reconoce los síntomas? —Demasiado bien. —Pues bien, no me sorprendería, Holmes. No me sorprendería que fuera lo mismo. Mala cosa para usted, si es así. El pobre Víctor murió en cuatro días… con lo joven, fuerte y saludable que era. Desde luego, como usted dijo, resultaba muy sorprendente que fuera a contraer una extraña enfermedad asiática en pleno corazón de Londres… y, además, una enfermedad que yo había estudiado tan a fondo. Una curiosa coincidencia, Holmes. Fue usted muy listo al observarlo, pero fue muy poco caritativo al sugerir que había una relación de causa y efecto. —Sé que usted lo hizo. —¿Ah, conque lo sabe, eh? Pues no pudo demostrarlo. ¿Y qué le parece eso de ir difundiendo informes acusatorios contra mí, y luego venir arrastrándose a pedir ayuda en cuanto se encuentra en apuros? ¿Qué clase de juego es ese? Oí la respiración ronca y trabajosa del enfermo. —¡Déme el agua! —jadeó. —Está usted muy cerca del final, amigo mío, pero no quiero que se muera sin haber hablado unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Tenga, no la derrame. Ya está bien. ¿Entiende lo que le digo? Holmes gimió. —Haga lo que pueda por mí. Lo pasado, pasado —susurró—. Borraré esas palabras de mi mente…, le juro que lo haré. Cúreme, y lo olvidaré todo. —¿Olvidará qué? —Pues la muerte de Victor Savage. Prácticamente acaba de reconocer que usted lo hizo. Pero lo olvidaré. —Por mí, puede olvidarlo o recordarlo, como prefiera. No le veo a usted en el estrado de los testigos. Más bien en una caja de madera, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No estamos hablando de él, sino de usted. —Sí, sí. —Ese tipo que vino a buscarme…, he olvidado su nombre…, dijo que había usted contraído la enfermedad en el East End, entre los marineros. —Es la única explicación que encuentro. —Se siente orgulloso de su cerebro, ¿verdad, Holmes? Se cree usted muy listo, ¿no es así? Pues en esta ocasión se ha topado con alguien más listo que usted. Haga memoria, Holmes. ¿No se le ocurre ninguna otra manera en la que haya podido contraer este mal? —No puedo pensar. Se me va la cabeza. ¡Por amor de Dios, ayúdeme! —Sí, le ayudaré. Le ayudaré a comprender su situación y cómo se metió en ella. Quiero que lo sepa antes de morir. —Déme algo para aliviar el dolor. —Duele, ¿verdad? Sí, los culis solían chillar bastante, hacia el final. Da como un calambre, me imagino. —Sí, sí, un calambre. —Bien, por lo menos oye usted lo que digo. Ahora, escuche. ¿No recuerda que sucediera algo fuera de lo normal poco antes de que se presentaran los síntomas? —No, no, nada. —Piénselo bien. —Estoy demasiado enfermo para pensar. —Está bien, le ayudaré. ¿No recibió nada por correo? —¿Por correo? —¿Tal vez una cajita? —Me desmayo…, me muero. —¡Escuche, Holmes! —se oyó un sonido como si estuviera sacudiendo al moribundo, y solo a duras penas pude permanecer inmóvil en mi escondite—. Tiene usted que oírme. Y va a oírme. ¿No recuerda una cajita? ¿Una cajita de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió. ¿Lo recuerda? —Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte con punta. Alguna broma… —No era ninguna broma, como pronto comprobará a costa suya. ¡Estúpido! Se lo estaba buscando, y ahí lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría hecho ningún daño. —Ahora recuerdo —jadeó Holmes—. ¡El resorte! Me hizo sangre. La caja…, esa caja que hay en la mesa… —¡Esa misma, por San Jorge! Y más vale que me la lleve en el bolsillo. Con esto desaparece su último vestigio de prueba. Pero ahora sabe la verdad, Holmes, y puede morir con el conocimiento de que yo le maté. Sabía usted demasiado sobre la muerte de Víctor Savage, así que hice que la compartiese. Su final está ya muy cerca, Holmes. Voy a sentarme aquí a verle morir. La voz de Holmes se había ido reduciendo a un susurro casi inaudible. —¿Qué dice? —preguntó Smith—. ¿Que abra más la llave de la luz de gas? Ah, las sombras empiezan a envolverle, ¿eh? Sí, daré toda la luz, y así podré verle mejor —cruzó la habitación y la luz se acentuó de pronto—. ¿Hay alguna otra cosilla que pueda hacer por usted, amigo mío? —Una cerilla y un cigarrillo. Estuve a punto de soltar un grito de júbilo y asombro. Holmes estaba hablando con su voz natural; un poco débil, tal vez, pero la misma voz que yo conocía. Hubo una larga pausa y me dio la sensación de que Culverton Smith estaba mirando a su interlocutor, mudo de asombro. —¿Qué significa esto? —le oí decir por fin, con voz seca y ronca. —La mejor manera de representar un papel con éxito es vivirlo —respondió Holmes—. Le doy mi palabra de que durante tres días no he probado alimento ni bebida hasta que usted tuvo la bondad de servirme ese vaso de agua. Pero lo que más echo de menos es el tabaco. ¡Ah, aquí hay cigarrillos! —oí encenderse una cerilla—. Vaya, vaya. Creo que oigo los pasos de un amigo. Se oyeron pisadas fuera, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton. —Todo va bien, y este es su hombre —dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de rigor. —Queda detenido por el asesinato de Víctor Savage —dijo para concluir. —Y podríamos añadir el asesinato frustrado de Sherlock Holmes —comentó mi amigo con una risita—. ¿Sabe, inspector? Para ahorrarle molestias a un inválido, el señor Culverton Smith ha tenido la bondad de hacer nuestra señal, abriendo él mismo la llave de la luz de gas. Por cierto, el detenido lleva en el bolsillo derecho de su chaqueta una cajita que sería mejor incautarle. Gracias. Si yo fuera usted, la manejaría con mucho cuidado. Déjela ahí. Puede ser importante en el juicio. Hubo un movimiento súbito y un forcejeo, seguidos por un choque metálico y un grito de dolor. —¡Lo único que conseguirá será hacerse daño! —dijo el inspector—. ¿Quiere estarse quieto de una vez? —se oyó el chasquido de las esposas al cerrarse. —¡Bonita trampa! —exclamó la voz chillona, en tono de burla—. Esto le llevará a usted al banquillo, Holmes, y no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me dio lástima, y por eso vine. Y ahora, sin duda, querrá hacer creer que yo he dicho cualquier cosa que él quiera inventarse, y que corrobore sus disparatadas sospechas. Puede decir todas las mentiras que quiera, Holmes. Es su palabra contra la mía. —¡Válgame Dios! —exclamó Holmes—. Me había olvidado por completo de él. Querido Watson, le debo a usted mil excusas. ¡Mira que olvidárseme que estaba usted aquí! No hace falta que le presente al señor Culverton Smith, ya que tengo entendido que se conocieron ustedes esta misma tarde. ¿Tiene abajo el coche, inspector? Iré tras ustedes en cuanto me haya vestido. Quizá les sea de alguna utilidad en la comisaría. —Jamás lo necesité tanto —dijo Holmes, mientras se reconfortaba con un vaso de clarete y unas galletas, al mismo tiempo que se aseaba—. Sin embargo, como usted sabe, soy hombre de hábitos irregulares, y este montaje me ha resultado menos penoso que a la mayoría. Era esencial impresionar a la señora Hudson y hacerla creer que todo era real, ya que ella era quien tenía que convencerle a usted, y usted, a su vez, tenía que convencerle a él. No estará ofendido, ¿eh, Watson? Ya sabe usted que entre sus muchos talentos no figura el del disimulo, y si usted hubiera compartido mi secreto, jamás habría podido persuadir a Smith de la urgente necesidad de su presencia, que era el punto crucial de todo el plan. Conociendo su carácter vengativo, estaba segurísimo de que vendría a contemplar el resultado de su obra. —Pero ¿y su aspecto, Holmes? Ese rostro cadavérico… —Tres días de ayuno absoluto no embellecen a nadie, Watson. En cuanto al resto, no hay nada que una esponja no pueda curar. Se puede conseguir un efecto de lo más satisfactorio con vaselina en la frente, belladona en los ojos, colorete en las mejillas, y unos pegotes de cera en los labios. Esto de fingirse enfermo es un tema sobre el cual he pensado varias veces en escribir una monografía. Y con unos cuantos comentarios acerca de medias coronas, ostras, o cualquier otra extravagancia, se logra producir una excelente impresión de delirio. —Pero ¿por qué no me dejó acercarme a usted, dado que en realidad no había peligro de contagio? —¿Es posible que me lo pregunte, querido Watson? ¿Se imagina que no siento ningún respeto por su capacidad como médico? ¿Cómo iba yo a esperar que su agudo criterio aceptara un moribundo que, por muy débil que estuviese, no tenía fiebre ni el pulso alterado? A cuatro metros de distancia podía engañarle. Si no lo conseguía, ¿quién iba a traerme a Smith al alcance de mi mano? No, Watson, yo no tocaría esa caja. Si la mira de costado, verá por donde salta el resorte al abrirla, como el colmillo de una víbora. Me atrevería a decir que fue un artilugio como ese el que provocó la muerte del pobre Savage, que se interponía entre ese monstruo y una restitución de propiedades. Pero, como sabe, recibo una correspondencia muy variada, y siempre estoy un poco en guardia contra los paquetes que me llegan. No obstante, estaba seguro de que, si fingía que su plan había tenido éxito, podría arrancarle una confesión. Y he llevado a cabo esa simulación con la minuciosidad del verdadero artista. Gracias, Watson: tendrá usted que ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos terminado en la comisaría, creo que no nos vendría nada mal tomar algo nutritivo en Simpson’s. EL CARBUNCLO AZUL Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo. —Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo? —Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial —señaló con el pulgar el viejo sombrero—, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso resultan instructivos. Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo. —Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible… o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún delito. —No, qué va. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Tan solo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo. —Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal. —Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero? —Sí. —Este trofeo le pertenece. —¿Es su sombrero? —No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana del día de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de estos le quitó el sombrero de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad. —¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño? —Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas. —¿Y qué hizo entonces Peterson? —La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los más insignificantes problemas. Hemos conservado el ganso hasta esta mañana, ante los indicios de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad. —¿No puso ningún anuncio? —No. —¿Y qué pistas tiene usted de su identidad? —Solo lo que podemos deducir. —¿De su sombrero? —Exactamente. —Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro? —Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda? Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba esta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta. —No veo nada —dije, devolviéndoselo a mi amigo. —Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones. —Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero. Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico. —Quizás podría haber resultado más sugerente —dijo—, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle. —¡Pero, Holmes, por favor! —Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio —continuó, sin hacer caso de mis protestas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Estos son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa. —Se burla usted de mí, Holmes. —Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido? —No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente? A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó apoyado en el caballete de la nariz. —Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro. —¿Y su declive económico? —Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda y en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos. —Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral? Sherlock Holmes se echó a reír. —Aquí está la precisión —dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma sujetasombreros—. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde que se le ha roto la goma no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio. —Desde luego, es un razonamiento plausible. —Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todas están pegajosas, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física. —Pero lo de su mujer… dice usted que ha dejado de amarle. —Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer. —Pero podría tratarse de un soltero. —No, llevaba a casa el ganso como regalo para hacer las paces con su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave. —Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa? —Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, una llama de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho? —Bueno, es muy ingenioso —dije, echándome a reír—. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía. Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson, el recadero, entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de asombro sin límites. —¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —decía, jadeante. —¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha resucitado y ha salido volando por la ventana de la cocina? —Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre. —¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! —y extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano. Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido. —¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. ¡A eso lo llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene en la mano. —¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla! —Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa. —¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo. —Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma después de haber estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente única, y sobre su valor solo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado. —¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —el recadero se desplomó sobre una silla, mirándonos alternativamente a uno y a otro. —Esa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla. —Si no recuerdo mal, desapareció en el Hotel Cosmopolitan —comenté. —Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe —y rebuscó entre los periódicos, consultó las fechas, seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo: ROBO DE JOYAS EN EL HOTEL COSMOPOLITAN John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como "el carbunclo azul". James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al tocador de la condesa de Morcar, para que soldara un barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio muestras de intensa emoción durante el proceso, se desmayó al oír la resolución y tuvo que ser sacado de la sala. —¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía —dijo Holmes, pensativo—. Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a otros métodos. —¿Qué va usted a decir? —Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y conciso. —Mucho. Pero ¿lo verá él? —Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre, nos aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde. —¿En cuáles, señor? —Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St. James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra. —Muy bien, señor. ¿Y la piedra? —Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio del que se está comiendo su familia. Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz. —¡Qué maravilla! —dijo—. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce quilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avisándola de que lo tenemos. —¿Cree usted que ese Horner es inocente? —No lo puedo saber. —Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto? —Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio. —¿Y hasta entonces no puede hacer nada? —Nada. —En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan embrollado. —Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche. Me entretuve con un paciente, y eran ya más de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes. —El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es este su sombrero, señor Baker? —Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna. Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y en las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna. —Hemos guardado estas cosas durante varios días —dijo Holmes— porque esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio. Nuestro visitante emitió una risa avergonzada. —No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos —dijo—. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos. —Es muy natural. A propósito del ave…, nos vimos obligados a comérnosla. —¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla. —Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos. —¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro de alivio. —Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted quiere… El hombre se echó a reír de buena gana. —Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disiecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el aparador. Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros. —Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave —dijo—. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy muy aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada. —Desde luego, señor —dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo… Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el dueño, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto. Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su camino. —Con esto queda liquidado el señor Henry Baker —dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él—. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson? —No demasiada. —Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca. —Con mucho gusto. Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco. —Su cerveza debe de ser excelente si es tan buena como sus gansos —dijo. —¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido. —Sí. Hace tan solo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del Ganso. —¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos. —¿Ah, no? ¿De quién son, entonces? —Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden. —¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue? —Se llama Breckinridge. —¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches. —Ahora, vamos a por el señor Breckinridge —continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado de la calle—. Recuerde, Watson, que, aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos a un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una línea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al Sur, pues, y a paso ligero! Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre. —Buenas noches, y fresquitas —dijo Holmes. El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero. —Por lo que veo, se le han terminado los gansos —continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos. —Mañana por la mañana le podré vender quinientos. —Eso no me sirve. —Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas. —Oiga, que vengo recomendado. —¿Por quién? —Por el dueño del Alpha. —Ah, sí. Le envié un par de docenas. —Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted? Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor. —Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—. ¿Adonde quiere llegar? Me gustan las cosas claritas. —He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha. —Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa? —Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad. —¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?», y «¿A quién le ha vendido los gansos?», y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?»? Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos. —Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando —dijo Holmes con tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo. —Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres —atajó el vendedor. —De eso, nada. —Le digo yo que sí —No le creo. —¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres. —No conseguirá convencerme. —¿Quiere apostar algo? —Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, solo para que aprenda a no ser tan terco. El vendedor se rió por lo bajo y dijo: —Tráeme los libros, Bill. El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara. —Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá como aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito? —Sí, ¿y qué? —Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo. —Señora Oakshott, 117 Brixton Road… 249 —leyó Holmes. —Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada. —Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería. —Muy bien. ¿Cuál es la última entrada? —Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques. —Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo? —Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines. —¿Qué me dice usted ahora? Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él. —Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el Pink’Un asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta —dijo—. Me atrevería a decir que, si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al final de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo… Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro. —¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos? —No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo. —Pues pídaselo a la señora Oakshott. —Ella me dijo que se lo pidiera a usted. —Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí! Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas. —Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo. Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color. —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa. —Perdone —dijo Holmes en tono suave—, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarlo. —¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto? —Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben. —Pero usted no puede saber nada de esto. —Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que este a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y este a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker. —Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el interés que tengo en este asunto. Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba. —En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar. El hombre vaciló un instante. —Me llamo John Robinson —respondió, con una mirada de soslayo. —No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en tono amable—. Siempre resulta incómodo tratar de negocios con un alias. Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido. —Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder. —Eso es. Jefe de servicio del Hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de todo lo que desea saber. El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba. —¡Henos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la habitación—. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber lo que fue de aquellos gansos? —Sí, señor. —O, más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta…, blanca, con una franja negra en la cola. Ryder se estremeció de emoción. —¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar? —Aquí. —¿Aquí? —Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo después de muerta… el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo. Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo. —Se acabó el juego, Ryder —dijo Holmes, muy tranquilo—. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente. Déle un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo renacuajo! Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador. —Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder? —Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —dijo el hombre con voz cascada. —Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que llamaran a Horner. Y luego, después de que Horner se marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre. A continuación… De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero. —¡Por amor de Dios, tenga compasión! —chillaba—. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga! —¡Vuelva a sentarse en la silla! —dijo Holmes rudamente—. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no sabe nada. —Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él. —¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación. Ryder se pasó la lengua por los labios resecos. —Le diré lo que sucedió, señor —dijo—. Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a cebar gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer. »En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicaría cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo. »Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros. »—¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? —preguntó mi hermana. »—Bueno —dije—, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo. »—Oh, ya hemos apartado uno para ti —dijo ella—. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender. »—Gracias, Maggie —dije yo—. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando. »—El otro pesa por lo menos tres libras más —dijo ella—, y lo hemos cebado expresamente para ti. »—No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora —dije. »—Bueno, como quieras —dijo ella, un poco mosqueada—. ¿Cuál es el que dices que quieres? »—Aquel blanco con una raya en la cola que está justo en medio. »—De acuerdo. Mátalo y te lo llevas. »—Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a la vista. »—¿Dónde están todos, Maggie? —exclamé. »—Se los llevaron a la tienda. »—¿A qué tienda? »—A la de Breckinridge, en Covent Garden. »—¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? —pregunté. »—Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos. »Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también lo creo. Y ahora…, ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!» Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos. Se produjo un largo silencio, roto tan solo por su agitada respiración y por el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par. —¡Váyase! —dijo. —¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga! —Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí! Y no hicieron falta más palabras. Se produjo una carrera precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle. —Al fin y al cabo, Watson —dijo Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de arcilla—, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no volverá a descarriarse. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.