Relato presentado al VI Premio de Relatos organizado por la Universidad Camilo José Cela.

Se llamaba Giacomo Martinelli y tenía 67 años. Había trabajado gran parte de su vida como hombre de lenguas e informador para los servicios secretos italianos. Jugó un papel decisivo en las negociaciones entre Alemania e Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Estas negociaciones pondrían a Mussolini a la cabeza de la resistencia fascista del norte, aunque a la postre darían al traste con las aspiraciones del ejército de Hitler. Su carácter tosco y decidido, y el dominio de varios idiomas lo habían hecho ascender con celeridad en el cuerpo, donde era muy respetado. Ése había sido su mundo hasta que una fría noche del otoño berlinés fue interceptado y tiroteado por las fuerzas británicas en una emboscada.

Dado por muerto por sus asaltantes, quedó tirado en el suelo durante horas hasta que un empleado del gobierno lo encontró por la mañana. Al principio ningún médico apostaba por su recuperación, pero dos meses después pudo ser trasladado, con la permisividad de las autoridades, al Hospital de San Giovanni construido en la Isla Tiberina de Roma. Las religiosas lo acomodaron en una amplia estancia con una cama de hierro blanco en el centro, rodeado de máquinas centelleantes y con un crucifijo de madera de ébano sobre su cabecero. Lo cubrieron de apósitos y le clavaron sondas y cables por todo el cuerpo. Apenas mantenía un hilo de vida. Paradójicamente, a través de los ventanales de su habitación se filtraba el animoso rumor del devenir de las gentes por el Barrio Judío y se sentía el tránsito de las barcazas que transportaban mercancías por el Tíber con su séquito de gaviotas vocingleras. Tal vez fuera ese motor interno suyo que no lo dejaba pararse nunca o tal vez sólo se tratase de un lugar demasiado bonito para morir, el caso es que después de casi tres años en coma, una mañana despertó. Así, sin más. Mientras, el mundo se desperezaba de una guerra que le había dejado heridas abiertas y cicatrices humeantes diseminadas por doquier.

Indudablemente este episodio marcó la vida de Giacomo. Su físico quedó francamente maltrecho, pero sobre todo le quedó un vacío mental inconmensurable, un pozo oscuro y profundo en el que los últimos años de actividad profesional flotaban en un limbo entre lo imaginado y lo irreal. Anciano, con el cuerpo maltratado y pocos más objetivos que cumplir en la vida, se instaló en el barrio donde había nacido. Cobraba una modesta pensión del gobierno y vivía en una cueva robada al monte romano de Testaccio que había servido antes como almacén, y que tras heredar de su madre él mismo había habilitado como vivienda. Era el número 62. El lugar estaba rodeado por los talleres de artesanos que trabajaban la madera, el cuero o el barro. Había también varias tabernas cercanas de dudosa reputación, que servían vino del terruño y pan blanco con mortadela a fulanas, obreros y delincuentes por igual. Era un barrio de trabajadores situado en los confines de la parte sur de la ciudad que se encontraba en plena ebullición. Mercaderes y braceros de todas las partes del mundo acudían cada día en busca de un jornal o una ración de comida que poder echarse a la boca.

Cuando sus articulaciones se lo permitían gustaba de pasear por las ajetreadas calles del barrio. A veces se escabullía entre las verjas del cementerio acatólico para serpentear entre sus tumbas de fría piedra. Memorizaba nombres extranjeros que después repetía como ejercicio diario de esas lenguas que no había vuelto a utilizar. Cada mañana iba al mercado, escogía con paciencia los tomates más brillantes, las alcachofas mejor crecidas y la mozzarella recién elaborada. Compraba una hogaza de pan todavía caliente y un trozo de jamón curado o una bolsa de carne de res en el matadero cercano. Por la tarde, jugaba partidas de cartas interminables sentado en la puerta de un obrador vecino. Al caer la noche regresaba con cadencia pesada a su gruta, a sus orígenes, a sus pensamientos. Algunos fines de semana se concedía el placer de un vaso de vino seco en el bar de su amigo Beppo, con el que había compartido más de un cigarrillo toscano y cientos de aventuras en la niñez.

El día que volvió a cambiar todo había abierto su buzón para encontrar una carta amarillenta expedida diez años antes desde alguna oficina de correos alemana. La dejó sobre la mesa de la cocina y se marchó. Por la tarde se dio cuenta, no sin que un escalofrío le recorriera el espinazo, que iba dirigida a Fanciullino, el sobrenombre que había usado durante los años de la guerra. Había ingresado en las fuerzas armadas siendo muy joven. Su aspecto débil y enfermizo le habían valido este apodo, el muchachito. Rasgó el sobre. Dentro, mecanografiado en un pequeño billete de papel doblado, rezaba un mensaje atemorizador: “si me encuentras tendré que matarte”.

En un primer momento no le dio demasiada importancia a este envío y siguió su rutina habitual. Después de todo era él quien tenía que encontrar al misterioso remitente de la carta, no a la inversa. Si se mantenía al margen, si no se esforzaba por encontrarlo, nada podía ocurrirle. Sin embargo, el tiempo y la soledad terminaron por apoderarse de su entendimiento, como le hubiera ocurrido a cualquiera en su misma situación. Así comenzó a alimentar un monstruo que crecía en su interior y que se convirtió en paranoia. Empezó a sentir miedo. Cualquier sonido extraño a sus espaldas mientras caminaba le hacía acelerar el paso. Andaba con las manos en los bolsillos y con la vista fija en el suelo, tratando de no encontrar la mirada de algún desconocido. De hecho, apenas cruzaba palabra con nadie que no hubiera visto con anterioridad. Esta esquizofrenia era un veneno que se había extendido por cada una de las células de su cuerpo. Comenzó a sospechar que quizás fuera alguien del círculo próximo quien lo cercaba. Sospechó del carnicero, cuyas raciones de sebo ahumado le parecían cada vez más escasas y de peor calidad. Después cesó de dejarse ver por el mercado de frutas. Finalmente omitió sus visitas al bueno de Beppo. Poco a poco había reducido su radio de acción y limitado sus movimientos a las tareas más básicas. Terminó por apenas salir de casa. Las contadas ocasiones en que lo hacía, se aventuraba fuera de sus dominios llevando consigo el pequeño revólver de segunda mano que un domingo por la mañana había comprado a un contrabandista turco en el mercado de Porta Portese.

Roma es una caldera crepitante en verano, pero sus inviernos son húmedos, sombríos e interminables. Aquel año se registraron lluvias torrenciales en gran parte del país y varias borrascas azotaron con especial virulencia la capital. Cada tormenta, cada temporal de frío, era un cristal que resquebrajaba los huesos de Giacomo por dentro y le abría las costuras que surcaban todo su cuerpo. Los gruesos muros de las estancias interiores de la vivienda comenzaron a empaparse del agua que la montaña ya no podía retener, y gran parte de la estancia que usaba como trastero se anegó.

Mientras maldecía se puso a tratar de salvar del agua algunos libros antiguos, dos odres de vino que guardaba y varios frascos de hongos conservados en aceite de romero. En una esquina, detrás de una máquina encorchadora antigua descubrió una lata de café herrumbrosa. Al retirar la estructura de hierro ésta cayó al suelo y se abrió dejando al descubierto una cartera de cuero marrón oscuro con dos bolsillos laterales y una hebilla central de acero. Al abrirla comprobó que contenía montones de documentos arrugados y ambarinos. Muchos de los papeles habían sido manuscritos en alemán, italiano e inglés, estaban fechados en diversos periodos de la contienda, y daban fe de reuniones mantenidas en secreto y de varios acuerdos alcanzados entre los dos bandos. Reunidas por una cinta de cuero anudada en su extremo encontró 32 cartas. Uno a uno fue reabriendo los sobres y leyendo las misivas que Mussolini había intercambiado con Churchill. Claretta fue el precio que había tenido que pagar. Pero un pasaporte americano y una nueva identidad en una tierra floreciente y próspera bien lo valían. Fanciullino, el elegido, el único y último depositario del secreto que, de haberse conocido, habría cambiado el curso de la historia. Notó como la responsabilidad le hundía los pies en el piso rezumante.

Avivó el fuego de la chimenea y quemó los legajos con meticulosidad. Después se alzó del taburete bajo en el que había estado sentado. Se miró al espejo, empuñó el revolver que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta y se apuntó en la sien.

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