Un autobús de fabricación rusa zigzaguea por las carreteras de la República de Buratia. Los baches del camino marcan el ritmo al que los amortiguadores se esfuerzan trabajosamente en un chirrido mecánico. Estamos recorriendo la última etapa del viaje entre Ulán-Udé (Rusia) y Ulán Bator, la capital mongola. El apeleo en la frontera es tedioso y hay que bajar y subir varias veces con los equipajes a cuestas. Aun así, esta ruta es más conveniente que el tránsito en ferrocarril. El ancho de vía distinto impone una espera, muy a menudo penosa, que depende del apremio de los operarios. Tras casi una jornada entera de viaje, llegamos a la estación de autobuses de Ulán Bator. Los pasajeros se agolpan frente al maletero y se ajetrean extrayendo paquetes enormes de las más variopintas mercancías. Luego desaparecen. Quedamos solos ante una pléyade de taxistas vocingleros en fiera competencia por trasladarnos a nuestro alojamiento. La ciudad, estos días, es un hervidero de viajeros que merodean de un lado para otro, hacen compras de última hora y contratan los servicios de algún guía local que los adentre en las inmensidades de una tierra ignota y misteriosa. A pesar de ser pleno agosto, hoy ha llovido con intensidad. Mientras atravesamos las calles anegadas de lodo ocre sorteando coches que hacen sonar sus cláxones estridentes, nuestro chófer nos explica que la antigua zona soviética se inunda siempre que las nubes descargan su rabia. En el imaginario colectivo mongol, el español es el idioma para comunicarse con Dios, o al menos eso nos hace creer, complaciente. Para nosotros el mongol resulta una hipnótica amalgama de chasquidos y sonidos guturales, y empezamos a aprender las primeras frases de supervivencia. Fórmulas de cortesía que nos asistirán cuando la metrópoli sea ya sólo un recuerdo.
En pocos días estamos preparados para la partida. Abandonamos los barrios de gers (nombre que reciben aquí las yurtas o viviendas tradicionales) de la periferia y pronto comprendemos que la urbe no es más que un bocado de cemento arrancado a la tierra. La visión del verde de los campos de gramíneas y las ondulaciones de los picos que rodean Ulán Bator no se hace esperar. Es una aparición abrupta que nos deja atónitos. La primera parada ineludible es el Parque Nacional de Hustai. A pocos kilómetros de la capital, se trata del hogar actual del takhi, caballo mongol salvaje, antepasado del caballo doméstico. Se diferencia de éste en el número cromosómico (tienen un par de cromosomas más) y algunos rasgos morfológicos distintivos (baja talla y estructura del cráneo, principalmente). El takhi se extinguió a finales de los años 60 a causa de la caza indiscriminada. Sin embargo, su reintroducción fue posible hace 25 años a partir de especímenes que quedaban distribuidos en zoológicos europeos, considerándose la única raza de caballo salvaje existente en el mundo. Nos detenemos a contemplar una de las manadas que en estas praderas conviven con marmotas y pequeños roedores, observamos a los insectos que se afanan sobre las florecillas. La tranquilidad del campo es sólo aparente, el ajetreo de los cuerpos allí abajo es frenético. No hay tiempo para entretenerse en fruslerías, dentro de muy poco la nieve cubrirá la tierra y un invierno de nueve meses golpeará implacable. Es hora de ponerse en marcha de nuevo.
Nuestro recorrido continúa hacia la Mongolia central más remota. En el camino, tropezamos con un grupo de personas que se agolpa junto a la carretera. Nos detenemos curiosos para contemplar el desarrollo de uno de los Nadaam, festivales tradicionales mongoles, que se celebran estos días de verano por todos los costados del país. El plato fuerte, junto con las competiciones de lucha y de tiro con arco, son las carreras de caballos. Éstas comienzan normalmente al amanecer y se dilatan hasta bien entrada la mañana, lapso de tiempo que los corceles emplean en recorrer los hasta treinta kilómetros campo a través en que consisten las distintas pruebas. Para aligerar su carga, los jinetes son niños de muy corta edad, frecuentemente menores de ocho años. Centauros chillones e hilarantes. Por su desenvoltura, pareciera que aquí la norma es aprender a montar antes que a caminar. Más adelante en el camino encontramos la primera familia nómada. Como muchas otras (cada vez menos) transcurren estos meses de bonanza tras el instinto de sus animales, ávidos de pastos y cursos de agua fresca. En seguida nos reciben los pequeños de la familia. Pasamos con ellos la jornada, jugando a baloncesto o enzarzados en risueñas guerras con improvisados juguetes de cuerdas y palos. Son los más aventajados de su escuela, nos cuentan. Los niños mongoles, además de ser excelentes jinetes, destacan en matemáticas. No en vano, todas las noches ayudan en el recuento de las cabezas de ganado que vuelven a refugiarse a los establos. Primero las vacas, después las cabras y ovejas. Finalmente, los caballos.
A la caída del sol, los potros son separados de las madres para que las ubres conserven algo de leche. El ordeñado de las yeguas es un rito reservado para los ya iniciados. Relinchan ante la presencia de los extranjeros y no se dejarán aproximar a menos que las mujeres entonen sus cánticos, dulces y repetitivos. Desde la lejanía el aire nos trae la mezcla de sones y una brisa que huele a hierba y cuajada. Es hora de dormir. La entrada al ger es ceremoniosa y se debe realizar siempre por el lado izquierdo, parte destinada a los aperos de labranza, utensilios varios y a los catres de los hombres. El flanco derecho es territorio femenino. En el centro, dos pilares casi sagrados delimitan el espacio de la caldera, alimentada por excrementos secos de vaca. Sobre ella, hierven eternamente grandes baldes de leche que las mujeres remueven sin cesar. Aparte de en la carne, la dieta de estas gentes se sustenta en el aaruul, leche hervida y desecada al sol durante largas horas. Tomamos un bocado de esta pasta endurecida. Compartimos un cuenco de leche agria. El brebaje amargo y ligeramente alcohólico, elaborado con leche de yegua, nos reconforta el espíritu. Recostados en nuestros asientos cerramos los ojos, henchidos de belleza. A la mañana siguiente, emprendemos camino al sur con las retinas cargadas de recuerdos. El verdor vegetal se hace progresivamente más esporádico. El terreno se abre camino en forma de piedras y tierra cobriza. Finalmente, el espejismo de inmensa duna de arena blanca se nos presenta delante. Hemos llegado a las puertas del Gobi. Allí el rey es el camello, pero eso será otra historia.