Asisto con estupor a la enfervorizada campaña que se lleva a cabo desde distintos medios -entre ellos su periódico- y organizaciones ecologistas en contra de los organismos transgénicos. Pese a quien pese, lejos de ser tóxicos engendros amorfos y enfermizos, los transgénicos u organismos modificados genéticamente (OMG), son simple y llanamente individuos que cuentan entre sus genes –hasta decenas de miles-, con unos pocos genes procedentes de otras variedades o especies, lo que les confiere ciertas ventajas generalmente de índole productivo. Desde el punto de vista químico y molecular, estos genes -propios y transgénicos- son idénticos en todos los individuos; no más que una sucesión monótona de las cuatro piezas -los nucleótidos A, C, G y T- que constituyen el puzzle que son los genomas. Según esto, es difícil comprender por qué los OMG suscitan tan exacerbados debates y polémicas en la sociedad actual. Quizás alguien debería informar a los alarmados consumidores y a los malintencionados agoreros que esto de la transgénesis es más viejo que la rueda. Desde que el hombre se erigió como agricultor y ganadero allá por el Neolítico, ha estado domesticando y seleccionando aquellas variedades que le suponían mayores beneficios productivos, variedades que en último término han llegado a nuestros días. A veces esto ha significado la selección de los individuos con rasgos más favorables –y con ellos sus genes-, como ocurrió durante los 6000 años de domesticación del viejo teosinte, pariente del actual maíz; otras veces, ha supuesto el cruce de distintas especies o variedades para obtener híbridos que contienen la mezcla de genes de sus progenitores, caso del trigo moderno, que proviene de la unión de al menos tres especies silvestres diferentes. El gran avance experimentado por la Biotecnología en las últimas décadas, permite acelerar el proceso de mezcla y selección de genes para la obtención de variantes más beneficiosas, eso es todo.

Precisamente, una decidida campaña de información está detrás de la implantación total en Hawaii de la variedad transgénica de papaya Rainbow. A la postre, este hecho ha salvado al sector, acuciado por un virus que estaba esquilmando completamente las poblaciones. En la otra cara de la moneda está Tailandia, donde las movilizaciones de GPSEA -Greenpeace del sudeste asiático- han dado al traste con este prometedor cultivo. La llama encendida por la papaya -según el director de GPSEA, Jiragorn Gajaseni “el plato estrella de las actuaciones de Greenpeace en el sudeste asiático”- terminaron por iniciar una moratoria contra los transgénicos que aún dura, a pesar de que múltiples experimentos han demostrado su inocuidad para árboles, insectos, flora microbiana y suelo circundantes, la igual calidad nutricional de los frutos y la ausencia de alergenos o toxinas perjudiciales para la salud humana. En 2007, sin embargo, durante una nueva protesta anti-OMG ocurrió un hecho que daría un vuelco a la situación y que previsiblemente marcará el rumbo de las lentas negociaciones que tienen lugar en el país asiático. Los manifestantes, pertrechados con atuendos más propios de una catástrofe nuclear que de un acto de protesta, volcaban 10 toneladas de papaya transgénica delante del Ministerio de Agricultura tailandés. La masa ciudadana, obviando cualquier advertencia, comenzó a llenar sus bolsas con las papayas abandonadas en el suelo, en clara demostración de la voluntad popular, que debería servirnos de ejemplo.

La Unión Europea aprobaba este mes la euro-hoja, etiqueta distintiva de productos ecológicos. Considero que es ahora el momento de proponer el etiquetado de todos los productos transgénicos. Esto, junto con una campaña de información seria y objetiva, y unos controles sanitarios pertinentes como los que aplican al resto de productos, contribuirá a borrar ejemplos tan tristes –aunque esperanzadores- como el que les acabo de narrar y dará el poder de decisión al consumidor, último eslabón de la cadena. Como ya dijera Gonsalves -investigador de la variedad Rainbow-, “La tecnología funciona sin lugar a dudas. Es segura, pero no hemos conseguido aún hacerla accesible para la gente. Nuestro reto ahora es averiguar por qué y determinar cómo llegar al usuario final de la forma más adecuada”.

Artículo aparecido originalmente en la revista Aula Magna en respuesta al Editorial “Los peligros de la genética” aparecida en un número anterior. [PDF]

Foto: Fotolia

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