El fenómeno de la piratería o, como se ha popularizado en España, haciendo alusión a las nuevas formas de distribución, «el Top Manta», ha sido capaz de poner en jaque a industrias tan poderosas e influyentes como la discográfica, la informática o la cinematográfica. Sin duda, la variedad de soportes de almacenaje de datos, la facilidad para su transferencia, reproducción y dupli cación, así como la gran accesibilidad a los distintos dispositivos, han precipitado los acontecimientos con una demoledora rapidez. Según datos de la SGAE, la piratería en España ha aumentado desde un índice que oscilaba entre el 1 y el 5%, hasta el 30% de 2002. Ésta parece ser la tónica general en el resto de países; así, un estudio sobre piratería de software llevado a cabo en 2001 por la Business Software Alliance arrojó que el índice de piratería a nivel mundial estaba situado en torno al 37%. Significativamente, Estados Unidos presenta niveles que oscilan entre el 25 y el 30%, mientras Europa del Este alcanza cotas en torno al 60% desde mediados de los noventa. Sin duda, Vietnam se lleva la palma con un alarmante 97%. A ello ha contribuido también, cómo no, la red de redes, con la invención del sistema peer to peer, que, bordeando los límites legales establecidos, permite el intercambio de material audiovisual de diversa índole para fines particulares. Es por ello que tanto artistas como compañías se han asociado para blindar sus derechos, luchando mediáticamente, con el lema «Save the Music» por bandera, en innumerables campañas de prensa, radio o televisión, e incluso institucionalmente, presionando a los gobernantes en pos de la cultura, para ganarse sus favores. Las repercusiones no se han hecho esperar: sin ir más lejos, la imposición del canon con que muchos dispositivos de memoria están ya gravados a día de hoy es una de las medidas de choque que afectan quien más y a quien menos, y que más han dado y darán que hablar. No será la primera ni la última, al tiempo… A pesar de que la reproducción y el intercambio de material son práctica habitual en el mundo de la ciencia, el fenómeno de la piratería parece no haberle afectado en gran medida, a tenor del número de subscriptores del que gozan las publicaciones de mayor impacto (AAAS estima que sus contenidos llegan a unos 10 millones de personas asociadas a las subscripciones de distintas entidades que poseen). En el presente texto, se pretende dar una visión de cómo afronta la ciencia actual los retos de las nuevas tecnologías, aportando las nuevas soluciones que la era de la comunicación en la que vivimos nos ofrece.
De esta forma, y una vez que hemos dejado claro al lector que no se pretende aquí mezclar churras con merinas, ni comparar ciencia y espectáculo en ningún aspecto (zapatero a tus zapatos) propongo que haga mos un simple ejercicio de imaginación: subámonos a los escenarios de la ciencia, dejémonos iluminar por los focos del conocimiento, afinemos nuestros resultados e interpretemos ante el gran público esos grandes hits experimentales que son las publicaciones científicas, los papers, los artículos… y pensemos: ¿qué ocurriría si la piratería dominara el mundo de la ciencia y estas piezas de culto científico fueran de libre distribución?
Algunos pensarán sin dudar que ésta sería la situación ideal: «el conocimiento no puede ser patrimonio de nadie, sino de la humanidad y, como tal, su distribución ha de ser favorecida en todo punto», dirán. ¡Bien!, posiblemente los que miran esta posibilidad con anhelo y añoranza se puedan autoproclamar como soñadores, científicos empedernidos, humanistas de pies a cabeza, «Perelmanes» al uso o simplemente ciudadanos solidarios de pro. Aunque, bien mirado, los defensores más acérrimos de esta medida bien podrían ser los propios autores. Sí, sí, los autores de las obras, esas mismas que piden a gritos desde sus reclusiones bibliotecarias o cibernéticas ser liberadas al mundo exterior para su total difusión.
Y es que, si la piratería se instaurara como práctica mayoritaria en ciencia, ¿quiénes saldrían perdiendo? O, mejor dicho, ¿quiénes serían los más beneficiados? Sin temor a errar podemos afirmar que los autores no perderían en nada, al menos en lo que al asunto económico respecta. Así es. Actualmente, el grueso de las revistas científicas adquieren los derechos legales sobre la obra publicada, haciéndose en usufructo con la reproducción y distribución del material, quedando además vetado al autor el uso de los datos ya publicados para cualquier otro fin. Y no sólo eso, en ciertas revistas es necesario pagar un coste por página, que a veces supone tanto como los derechos de autor. El colmo de la situación llega cuando es el propio autor el que ha de pagar por acceder a su artículo (gastos de suscripción a la revista, ya sea en papel u online). Esto conduce a la ridícula situación de que, cuando se publica en estas revistas, se está pagando por introducir el fruto del trabajo en una especie de «caja fuerte» a la que van a acceder sólo unos pocos. Puede decirse, entonces, que el propio autor pagaría para impedir la libre distribución de su producto, con el resultado inevitable de una baja citación para el mismo. No quiero decir que ésta sea la causa principal de la baja citación (que lo son el mérito y la importancia de la revista, en ese orden), pero contribuye. ¿Se imaginan a la Britney Spears o a la Jennifer López de turno aceptando estas condiciones? Es más, ¿pagando por poner su obra en la calle?
Para resolver este entuerto en el que estamos enfangados, sigamos con nuestro ejercicio de ensoñación y estimemos, aunque sea burdamente, los dividendos que un top-ventas de la ciencia se embolsaría si el reparto de los derechos fuera más equitativo. Se dice que el trabajo más citado en la historia de la ciencia es el artículo de Lowry y colaboradores de 1951, que describe una nueva técnica para la determinación de proteínas. Sin duda éste es el superventas que buscábamos. Este artículo, a principios de 2004 había sido citado hasta en 275.669 ocasiones (según Kresge et al.,2005). Incluso podemos considerar esta estima como infravalorada, ya que el autor tardó varios años en publicar sus resultados (a pesar de que siempre lo distribuyó libremente entre la comunidad científica), tanto, que uno de sus colegas aseguraba «estar harto de citar el artículo de Lowry como resultados sin publicar». Pues bien, considerando que cada una de esas citas haya dado lugar a unos cinco lectores de media (tres coautores y algún referee o editor en jefe despistado), la suma total ascendería a 1.102.676 de copias totales. Teniendo en cuenta que este artículo puede ser adquirido actualmente online a través del sitio de la American Society for Biochemistry and Molecular Biology por unos 16 $, y asumiendo que el autor se llevara un 75% de los beneficios totales de su propia obra, esto es 12$ por ejemplar, los beneficios directos que al bueno de Lowry y sus colegas les corresponderían ascienden a la nada despreciable suma de 13.232.112 $. Obviamente, para muchos artistas del candelero musical o cinematográfico esto no es más que calderilla, pero ciencia es ciencia y para ser ciencia no está mal. ¡Y con uno solo de sus múltiples artículos…»
Sin embargo, antes de que cunda el pánico, sepa todo el que haya visto en esto de publicar una auténtica gallina de los huevos de oro que no es oro todo lo que reluce, valga la redundancia. Así que, en beneficio de todos, aportaré algunos datos poco halagüeños que nos pongan nuestros científicos pies en el suelo. En primer lugar, decir que los artículos más citados ya fueron escritos, concretamente en la década de los 50, así que la mayoría ya llegamos tarde otra vez. Y en segundo lugar, que la cota de más de 5000 citas apenas ha sido rebasada por una veintena de autores, lo que constituye un porcentaje infinitesimal de la producción mundial total de todos los tiempos. De hecho, aproximadamente el 60% de las publicaciones engrosan la lista de dudosa reputación de trabajos citados una única vez. Éste, sin ir más lejos, es el honroso caso de mi último trabajo (Navajas-Pérez et al., 2006) que, a juzgar por la evidencia, ha sido parcamente acogido por el momento. No obstante, mis colegas coautores y yo tendríamos muy a bien disfrutar de nuestros 12 $, que buenamente podrían dar para un café de media mañana en la cafetería de la facultad… En definitiva, que estaríamos en las mismas, sólo algunos gozarían de los parabienes de este nuevo sistema pay per view imaginado.
Pero, como no todo va a ser miseria, para terminar con esta situación ficticia vayan algunos datos curiosos y más esperanzadores. Sepa el lector, por ejemplo, que a pesar de que el 46% del pastel se lo reparten entre 55 revistas, las posibilidades de alzarse hasta lo más alto varían según cuál de ellas consideremos. Por ejemplo, si usted publicó en PNAs hay una elevadísima probabilidad de que su artículo supere las 100 citaciones en aproximadamente 20 años. Si, por el contrario, su investigación está centrada en alguna de las disciplinas no multitudinarias, no desespere, ya que un artículo con no más de 50 citas se puede considerar un superclásico en revistas minoritarias como Journal of Symbolic Logic, Nursing Research o Economic Geology. Eso sí, por estos medios no se hará rico de ninguna de las maneras. Sepa, además, que los artículos que describen técnicas o nuevas metodologías triunfan de manera aplastante sobre aquéllos que enumeran teorías o hipótesis, como así ocurre con el trabajo de Lowry y otros muchos incluidos entre los más citados de la historia (como el famoso artículo de Sanger y colaboradores de 1980, en el que describe un nuevo método de secuenciación de ADN o como los de Southern de 1975 y Burnette de 1981 donde se describen técnicas tan extendidas en la Biología Molecular actual como son el Southern y el Western blotting). En este sentido, tal vez la mejor manera de hacer un buen dinero es teniendo alguna célebre idea que patentar, como ya hiciera Kary Mullis con la PCR, por lo que también fue galardonado con el premio Nobel de Química en el año 1993. Valga como consuelo de la mayoría, que tan sólo un 4% de los autores que colocaron un artículo en el top entre los años 1955 y 1986, fueron premiados por la academia sueca. Si aún así no se ve como futurible candidato a superclásico, no desespere, en ocasiones los artículos comienzan un despegue exponencial con el avance de las tecnologías como ocurrió con el paper de Metropolis de 1953, tal y como apunta Garfield (1988), que sólo décadas después de su publicación comenzó a ser reconocido. O sea, puede que usted y su obra sean unos incomprendidos aunque sólo de momento. (Todos los datos han sido obtenidos de Garfield, E. (1984). The 100 most-cited papers ever and how we select citation classics, Current Comments, 7:175-181 y Garfield, E. (1988). Update on the most-cited papers in SCl, 1955-1986. Part 1. Highlighting another 100 citation classics. Current Comments, 12:85-94).

A la espera de mejores tiempos para la producción científica y el bolsillo de sus autores, no nos queda otra que felicitarnos por tener al alcance otras alternativas que muy acertadamente están surgiendo para defender tanto a autores como a publicaciones. Los autores de discos, así como de ciencia, se han dado cuenta del absurdo que supone seguir invirtiendo en esa «caja fuerte» a la que hacíamos referencia anteriormente. Cuando hace más de 30 años la música se escuchaba principalmente a través de la radio, tenía sentido que sólo llegaran a ser conocidos aquéllos que invertían en campañas de publicidad para sus obras. Ahora internet proporciona una liberación de esa dependencia. Ya hay varios casos constatados de músicos que se han dado a conocer por colocar sus canciones para libre descarga en internet. Exactamente lo mismo está comenzando a ocurrir con otro tipo de publicaciones. De hecho, la tendencia actual, por la que muchos autores se inclinan, es el copyleft (con una filosofía diametralmente opuesta a la del copyright), dando carta libre a todo tipo de reproducción, distribución y/o modificación. Esta nueva forma de distribución ha sido principalmente centralizada en las denominadas licencias creativas comunes (Creative Common Licenses). A grandes rasgos estas licencias permiten la copia, la distribución y la comunicación pública de la obra, siempre que se reconozca la autoría de la obra en la forma especificada por el autor, no pudiéndose utilizar con fines comerciales y estando prohibida la alteración o transformación de la misma, condiciones variables según la modalidad de licencia elegida por el autor. La ciencia no ha quedado aparte de estas tendencias y algunas editoriales como PLoS Biology y BioMed Central (con todas sus revistas asociadas) han sabido estar a la altura de las circunstancias y han abogado por este tipo de licencias, demostrando que el rigor científico, la calidad de los textos y la accesibilidad a los mismos, no están reñidas en forma alguna con ataduras y trabas legales. Valga el dato de que, en sólo tres años, PLoS Biology se ha convertido en la revista de Biología más citada (con un índice de impacto de 14,6, el doble de la que le sigue). Esperemos que cunda el ejemplo y ésta sea la tónica que impere en nuestra ciencia del futuro.

Yo, mientras tanto, una vez demostrado aquí lo parco de los dividendos que mis publicaciones generarían, y desengañado de obtener alguna vez jugoso bocado, no aspiro más que a ganarme modestamente la vida con esto de la ciencia. Así que si este artículo ha caído en sus manos, léalo, cópielo, distribúyalo o dele el uso que crea conveniente, eso sí, no olvide citarme y recuerde siempre, «Salvemos la Ciencia».

 

 

Este artículo fue publicado en la revista Apuntes de Ciencia y Tecnología (2007), 22:15-17. [PDF]

Fotografía: Fotolia

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