Aunque predecible, el final me llegó de improviso. Como a casi todo hijo de vecino, pillándome completamente desprevenido. De hecho, no hubo lugar para sermones ni despedidas de lo que debió ser mi vida anterior. Ahora, una espesa mezcla de tristeza y rabia se me agolpa, desde algún sitio muy profundo de mi pecho, en las sienes y la garganta. Los proyectos que alguna vez hicieron de los días relámpagos y de las noches tormentas, esos que atestaban la pizarrita de mi escritorio -¡esos!- todos se han ido al garete. No me queda absolutamente nada. Puede resultar cínico, pero mi único consuelo, en estos momentos, es la convicción de estar viviendo una suerte de rito ancestral ya antes experimentado por otros. Me reconforta esa luz al final del túnel, de la que tanto había oído hablar, que se hace más y más grande para luego desaparecer. Las voces confusas, y esa gente que me zarandea. ¡Cuánta convulsión!…  y de pronto todo se hace cada vez más nítido, así de repente… y vuelvo en mí y recuerdo: ¡Ah, claro! Carrera recién terminada, encajando un nuevo “ya le llamaremos”, curriculum en mano, preguntándome ¿habrá vida después de la Universidad?

Con este texto fui finalista del concurso de microrrelatos «Los Fines de la Universidad» (Cátedra de Ética de las Profesiones, Universidad de Granada). [PDF]

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