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Duelo complicado

Duelo complicado

¿Qué es el duelo complicado?

     No hace falta tener una gran inteligencia emocional para comprender el dolor que puede producir la pérdida de un ser querido. La muerte es irreversible y nos enfrenta además al abismo de las cuestiones trascendentales que podemos no entender o no querer asumir.

El duelo puede incluir una mezcla de reacciones donde conviva el dolor emocional por la pérdida, la sensación de desconcierto o impotencia humana ante lo desconocido o el sentimiento de injusticia si nos parece que no tenía que suceder aun.

Puede haber incredulidad, embotamiento emocional, cólera, desesperación, shock, culpa, ansiedad, miedo, o incluso a veces sensación de alivio. Algunas pérdidas pueden ser devastadoras y poner la vida de la persona totalmente “del revés”.

El duelo puede ir acompañado de síntomas parecidos a los de una depresión, incluyendo, por ejemplo, tristeza, problemas para dormir, cambios en el apetito, dificultades de concentración, pérdida de memoria, cansancio, etc. Estas reacciones son normales cuando perdemos a alguien con quien estábamos afectivamente vinculados y cumplen una función adaptativa, ayudándonos a asimilar la nueva situación.

     Cuando las manifestaciones de duelo son muy intensas y duran mucho tiempo se habla de duelo complicado. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales en su quinta edición (American Psychiatric Association, 2014) lo denomina duelo complejo persistente y lo incluye entre los problemas que necesitan más investigación.

Para hablar de duelo complejo persistente tienen que haber transcurrido al menos 12 meses desde la muerte de la persona (6 en los niños) y sufrirse anhelo/añoranza continua del fallecido, que puede acompañarse de pena intensa y llanto frecuente, y preocupación sobre el fallecido o sobre la manera en la que murió. Conviene relativizar el criterio temporal ya que cada persona es distinta y lo importante es su nivel de sufrimiento y si se ve que va avanzando o no.

Además, se indica que la mayoría de los días se observen al menos 6 de los siguientes síntomas a un nivel importante que afecta al funcionamiento diario:

  • Dificultad para aceptar que la persona ha fallecido (p. ej., prepararle comida).
  • No creer que haya fallecido o tener anestesia emocional ante la pérdida (no sentir nada).
  • Recuerdos angustiosos sobre el fallecido e imposibilidad para recordarlo de forma positiva (p.ej., no puede hablar de él sin dolor intenso).
  • Rabia o enfado en relación a la pérdida.
  • Pensamientos negativos sobre uno mismo (p.ej. culparse por lo sucedido).
  • Evitación excesiva de recuerdos (p.ej., no poder ir a lugares relacionados con el fallecido).
  • Deseos de morir para estar con el fallecido.
  • Volverse desconfiado con la gente desde el fallecimiento.
  • Sentirse aislado o desapegado de otras personas desde la muerte.
  • Creer que la vida no tiene sentido o está vacía sin el fallecido.
  • Dudar de uno mismo o del papel de uno en la vida desde el fallecimiento.
  • Dificultades para realizar actividades, entablar relaciones o hacer planes de futuro.

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El castigo en niños I ¿cuando y como?

Castigo

Tipos de castigo

     En la entrada previa explicaba que la conducta depende de las consecuencias que la siguen. Es decir, si un comportamiento va seguido de una consecuencia positiva, esa conducta se hace más fuerte y viceversa, los comportamientos que se siguen de consecuencias negativas tienden a reducirse en el futuro.

Por eso, como vimos, el mejor enfoque para aumentar conductas que deseamos fomentar es el reforzamiento positivo, que consiste en administrar premios cuando suceden los comportamientos de interés.

Pero, si como padres deseamos reducir una conducta inadecuada de nuestro hijo o hija ¿Qué posibilidades de actuación tenemos? Pues básicamente las tres siguientes:

Administrar una consecuencia negativa (un estímulo desagradable o aversivo) después de que suceda la conducta. Técnicamente a esta forma de castigar se la llama castigo positivo. Como veremos no tiene nada de positivo, la palabra positivo alude a la aparición de algo desagradable (p. ej., un grito, amenaza, insulto, azote, etc.).

Retirar una consecuencia positiva después de que ocurra el comportamiento. Si nos quitan algo que nos gusta (p.ej., nos dejan sin salir, ver la TV, jugar con el Ipad, etc.) también se nos castiga. Esta forma de castigo se llama castigo negativo. El término técnico puede resultar confuso, ya que negativo aquí significa que se pierde o se retira algo. Bajo esta forma de castigo se engloban varias estrategias que desarrollaré en una siguiente entrada y que son bastante recomendables.

– Podemos aplicar reforzamiento positivo a conductas que sean incompatibles con las que queremos reducir, mientras ignoramos la conducta problemática. Por ejemplo, premiar explícitamente conductas de colaboración y juego tranquilo entre hermanos ayuda a reducir los momentos en que se pelean.

Vamos a centrarnos en el castigo “positivo” o para entendernos mejor el castigo tradicional que es en el que se tiende a pensar cuando se menciona la palabra castigo. Sigue leyendo El castigo en niños I ¿cuando y como?

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¿Estas dispuesto al cambio?

 

El cambio

     ¿Estas dispuesto al cambio o esperas que suceda por arte de magia? Decía Theodore Roosevelt que “en cualquier momento de decisión lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto y lo peor es no hacer nada”.

     Pero, ¿qué es lo correcto? Podríamos definir lo correcto, o lo apropiado, como aquello que es acertado o adecuado a determinadas condiciones o circunstancias.  El Diccionario de la Real Academia Española lo define como “aquello que se ajusta a las condiciones o a las necesidades de alguien o de algo”. Sin duda, todos queremos hacer lo adecuado o, por lo menos, lo que percibimos como tal. Consecuentemente a ello experimentamos una sensación gratificante del “deber cumplido”, desterrando la dichosa disonancia de cuando lo que pensamos y creemos no se corresponde con lo que hacemos.

     En un mundo subjetivo como en el que vivimos siempre se puede encontrar un pequeño resquicio de objetividad, por lo menos percibida por uno mismo como tal al sentir la conexión de las creencias y las conductas cabalgando al unísono.

      La psicología es una ciencia “joven”. Pero ha alcanzado muchos éxitos desarrollando caminos que permitan paliar las diversas psicopatologías existentes, y crecientes, en nuestra sociedad. Para cada patología un tratamiento; ésta ha sido una de las vías más fructíferas. Así, existen terapias bien establecidas, con contrastado soporte científico basado en la evidencia; otras en cambio parecieran haber sido sacadas de la chistera de algún ilusionista, bien sabida la tendencia actual de la sociedad a dejarse seducir por todo lo que suene…”cool”.

     Estando al corriente de la oleada de terapias – tanto bien establecidas como alternativas – existentes, el reto de la psicología actual reside no tanto en saber lo que hay que hacer para combatir cada trastorno, sino más bien en cómo hacer para que las personas que los padecen hagan lo que ya sabemos que se puede hacer para erradicarlos.

      Todo tratamiento psicológico efectivo requiere de un proceso para que se produzcan los cambios necesarios en nuestro organismo. Concretamente han de producirse cambios neuronales específicos, los cuales generarán nuevas conductas.

 En parte, somos el producto del entramado de conexiones neuronales existente en nuestro sistema nervioso. Literalmente, poseemos más neuronas que estrellas existen en la Vía Láctea; y si entendemos que cada una de esas neuronas establece conexiones con miles de otras adyacentes, las conexiones resultantes son de una magnitud inimaginable. No existen dos personas iguales, de la misma manera que no existe una configuración espacial, neuronalmente hablando, exacta entre dos individuos. Además, nuestro sistema nervioso cambia constantemente con cada una de las experiencias y situaciones que enfrentamos, incluyendo, con especial relevancia, cada uno de nuestros pensamientos, emociones y sentimientos.

Como decía anteriormente, el reto de la psicología ahora no es tanto qué tratamiento seguir, pues hay tantos (si no más) como psicopatologías existen, sino en cómo lograr que la población tenga información mínimamente fiable sobre las maneras adecuadas de resolver problemas psicológicos y, una vez logrado eso, conseguir que la persona se adhiera al tratamiento en cuestión.

Respecto a la primera cuestión, la mayoría de las personas que sufre un trastorno psicológico no solicita ayuda psicológica. Vivimos en la era de la comunicación y la información. Nunca antes en la historia se ha estado tan interconectado e intercomunicado como lo estamos en estos momentos. Tenemos la información en el bolsillo y estamos a un “clic” de alcanzarla, de forma inmediata. Esa inmediatez converge en otros muchos aspectos de nuestras vidas que van más allá de la comunicación y la información. Queremos cambios, pero queremos conseguirlos de forma inmediata. Así, muchos problemas psicológicos son abordados desde otros campos de aplicación, como por ejemplo la psiquiatría,  a través de tratamientos farmacológicos que prometen mejoría en poco tiempo y sin esfuerzo alguno, pero que han demostrado que el problema se mantiene ahí, eso sí, oculto tras los efectos de la droga. En muchos casos las mejorías son nulas, y abundan los efectos secundarios, con el “mágico, rápido y eficaz tratamiento”.

Los que apuestan por un tratamiento psicológico basado en la evidencia tienen muchas probabilidades de mejorar, pero también es frecuente el abandono precoz de la terapia, y en la mayoría de los casos antes incluso de que el paciente pudiera percibir los primeros síntomas de mejoría. La concienciación por parte de cada persona de que un tratamiento psicológico es un proceso y que, como tal, requiere un tiempo determinado –variable dependiendo de multitud de factores como la motivación, el medio ambiente, características de personalidad, etc. – es de vital importancia para que un tratamiento psicológico, cualquiera que sea éste, funcione. En la psicología los milagros no existen.

      La psicopatología conlleva una alteración de las conexiones neuronales que subyacen a una determina conducta. Así, por ejemplo, se sabe que la ansiedad se manifiesta por una hiperactivación de la amígdala – una estructura cerebral implicada en el procesamiento de las emociones de miedo – . Se ha demostrado que la aplicación de un tratamiento basado en la meditación mindfulness (los ejercicios de meditación centrados en la respiración se hacen a diario durante unas 8 semanas) reduce considerablemente la actividad de la amígdala, con la consiguiente reducción de los síntomas de ansiedad. También existe evidencia científica que un tratamiento cognitivo conductual (TCC), que trabaja con la modificación de los pensamientos erróneos y desadaptativos, reduce los síntomas asociados con la ansiedad, mejorando la calidad de vida del paciente.

Ahora bien, sabiendo esto, ¿por qué las personas que sufren ansiedad no realizan alguno de estos métodos, por indicar algunos que han demostrado ser eficaces, para reducir una sintomatología que puede llegar a ocasionar tanto sufrimiento?

En ambos casos, el tratamiento requiere motivación, trabajo y, como no, tiempo. El tiempo parece ser el factor más influyente en el fracaso de cualquier tipo de tratamiento psicológico.

      Estamos en constante cambio, nos guste o no. Nuestro organismo, y por tanto nuestra mente, son entes dinámicas, en constante evolución, a cada instante. Ni tú ni yo somos ya quienes éramos hace unos meses, ni tan siquiera hace unos días o unas horas. Con cada suceso, con cada situación, incluso con cada pensamiento, todo nuestro circuito neuronal, aquel que nos dispone y sitúa como lo que hoy y ahora somos, se transforma. Es lo que los neurocientíficos llaman “neuroplasticidad” o “plasticidad cerebral”. Somos el resultado de las experiencias vividas. Lo que hoy forma nuestra personalidad, nuestra individualidad, nuestra idiosincrasia, al margen de los correspondientes factores genéticos predisponentes, es el resultado de todas y cada una de las situaciones vividas en el pasado. ¿Acaso serías como eres en estos momentos, pensarías lo que piensas en estos momentos y tendías los valores de los que dispones en estos instantes si hubieras sido entregado en adopción a otra familia, o si tus padres hubieran decidido mudarse de cuidad cuando eras pequeño, o si no hubieras roto con ese primer amor?

    Ahora bien, para que se formaran todas esas conexiones que nos configuran como entes únicos e irremplazables, se ha necesitado tiempo, desde el nacimiento hasta el presente. Nuevos modelos de pensamientos o acciones, pueden pasar a formar parte de nosotros pero no quedarán establecidos  hasta que las conexiones que conforman esa nueva configuración se fortalezcan lo suficiente con la práctica como para que pasen a formar parte de nuestro nuevo yo. Es algo así como que una sola persona tenga que llenar un camión de arena con la única ayuda de una pala. Es tan fácil como que solo tiene que llenar la pala de arena y volcar su contenido en el interior del camión. Sencillo, pero requiere trabajo, tiempo y esfuerzo. ¿Estamos dispuesto a ello?

 

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