El mundo de la cosmética se apunta al boom de la Genética. En los últimos años están proliferando cientos de remedios basados en el ADN cuya eficacia y fundamento científico están en discusión.
Ya está aquí la Navidad, y con ella, las compras, los mercadillos callejeros, la lotería, las luces ornamentales, la vorágine de los centros comerciales y las cenas de empresa, el frío y la nieve de casi todos los años, y los atascos… En uno de ellos me encontraba yo el otro día, absorto en el vaivén del parabrisas y medio adormilado por el calor de la calefacción. De pronto un anuncio –entre los miles de juguetes, colonias y demás agasajos propios de la fecha- me sacó de mi letargo abruptamente.
¡Acababa de salir al mercado un remedio capaz de activar el gen de la juventud de nuestra piel y yo sin enterarme! No es que yo esté excesivamente preocupado por mi aspecto, que de momento es medio qué, sino más bien la impresión me vino por el flanco profesional. Y es que, por raro que pueda resultar en este bendito país en que vivimos, dedico mis días a la investigación en un Departamento de Genética, donde además, enseño esta disciplina a futuros Biólogos y Bioquímicos. Podría decirse que soy Genetista, sí. Pues a pesar de eso, a los señores que se mentaba en el anuncio no conseguí reconocerlos, no me sonaban ni lo más remotamente.
Tampoco la institución descubridora de tal remedio había llegado a mis oídos, colaborado o entrado en contacto con mi persona o alguno de mis colegas. A ver, yo seré casi profano en cosmética, pero mi curiosidad es voraz, especialmente en lo tocante a mi disciplina, y colegas de profesión que hubieran logrado tan meritorio descubrimiento tendría que conocerlos, al menos por sus artículos. Con ese ánimo y casi sin tiempo de quitarme la chaqueta, lo primero que hice cuando llegué a mi despacho fue encender el ordenador y preguntarle a los buscadores de turno qué sabían acerca del cóctel de ADN y cosmética. Las primeras búsquedas, con más de medio millón de entradas cada una, me dejaron petrificado, clavado en la silla. El tema estaba ya trillado hacía varios eones y yo, ajeno. Tras un par de horas de navegación intensiva la cosa se puso aún más fea; ya había yo cosechado para entonces múltiples referencias de ungüentos reparadores de ADN, remedios a base de ADN marino, oro y caviar, escudos o filamentos de ADN, reactivadores del gen de la juventud y hasta de la felicidad. Lo siguiente que hice ese día, fue llamar a una buena amiga farmacéutica y, adivinen; me comunica que tiene en su establecimiento las estanterías repletas a rebosar de estos potingues, y que además son cremorras y brebajes de los caros. Me hizo llegar rápidamente todo folleto publicitario e informativo viviente del que disponía. Por supuesto, en esta etapa sondeé bases de datos más especializadas que me pudieran ayudar a profundizar en el tema. Lo que me olía peor del asunto es que no pude encontrar ni un solo ápice de fundamento científico –por no hablar del genético- en el que estos remedios pudieran apoyarse, ninguna referencia a publicación científica en revista de prestigio alguna, ningún grupo de investigación reputado. Mis sospechas de que la Genética que yo había estudiado y en la que creía –y creo- no podía haber cambiado de la noche a la mañana se estaban empezando a confirmar.
Verán, ese martillo pilón al que llamamos vejez y que nos horada la salud segundo a segundo, puede depender de muchos factores; en primer lugar de la suerte que hayamos tenido con el conjunto de genes heredados de nuestros ancestros y la influencia que sobre ellos tienen el ambiente y los factores epigenéticos -mecanismos reguladores independientes de los cambios en la secuencia génica-, del acortamiento de nuestros cromosomas por sus extremos o de la cantidad de radicales libres si me apuran, pero nunca de un solo, único y maravilloso gen de la longevidad. La vejez –como el peso o la estatura- es un carácter que nosotros llamamos cuantitativo –no se es taxativamente viejo o no-viejo, al menos desde el punto de vista biológico, hay todo un rango de ‘vejeces’ entre medias-, y este tipo de caracteres están determinados como ya dije, por muchos factores y, lo que es más importante, por muchos/varios genes. Mención aparte merecen los productos de ADN marino –no especifica el panfleto con claridad si es de mejillón, holoturia, calamar, ballena o delfín, vaya usted a saber-, escudos y demás sucedáneos de ADN. El ADN –ácido desoxirribonucleico- es la molécula presente en el núcleo de nuestras células, portadora de la información que nos caracteriza indeleblemente como individuos únicos y exclusivos, información que, con la ayuda de nuestras parejas, somos capaces de mezclar y transmitir a nuestra descendencia, dotándola a su vez de un material propio, exclusivo e irrepetible. Cada una de nuestras células para el resto de su vida, queda marcada a fuego por ese material genético heredado, el mismo que ha permitido la vida durante millones de años sobre la faz de la Tierra. Es por ello, que aún no alcanzo a comprender el beneficio que estas máquinas -que son nuestras células- pulidas y perfeccionadas a golpe de evolución, obtendrían de un aporte superficial y externo de un material que ya poseen y que difícilmente puede ser alterado. Es como decir que cada día al ingerir alimentos -que portan sus respectivos materiales genéticos- hacemos una terapia de ADN.
Es muy sorprendente y notable la evolución que ha tenido nuestro conocimiento y nuestra percepción sobre el ADN; de ser una molécula de la que apenas se conocía nada hace medio siglo –el descubrimiento de la estructura molecular de la doble hélice acaba de cumplir su quincuagésimo aniversario-, hasta hoy; no hay día que no nos desayunemos con una noticia relacionada con el ADN en la prensa. El telediario, el cine o los debates del Congreso de los Diputados, están salpicados de referencias a esta molécula. Los transgénicos, las pruebas de paternidad, la genética forense y criminalista, el Proyecto Genoma Humano o las células madre, son términos cada día más familiares y están impregnados por estas siglas. Y es que, el ADN está tan de moda, suena tan innovador, tan revolucionario, tan biotecnológico, ¿verdad? Sinceramente, no me queda más que admitir que es un orgullo pertenecer a un colectivo profesional cuyo foco de estudio tiene tanto impacto social. Es tal la fuerza que ha adquirido todo lo tocante a la Genética, que se da por cierto casi todo lo que tenga relación con ella, muchas veces sin contrastar adecuadamente, como el tema de los cosméticos que aquí traigo a colación. Este orgullo, por tanto se torna a veces en fuerte responsabilidad para nosotros los profesionales. Responsabilidad para con los conciudadanos y, especialmente, para con nuestros estudiantes, junto a nosotros los llamados a defender y promulgar las excelencias de nuestra disciplina. No dudo en que el ADN, por ser el material hereditario que contiene lo que somos y lo que serán los que nos sobrevivirán, tiene algo de magia. De hecho ésa es la magia me cautivó cuando comenzaba mis estudios de Biología, esa misma que me permite seguir cada día al pie del cañón. Tampoco dudo de su fascinante capacidad de desentrañar procesos que ocurrieron en organismos ya ni siquiera existentes, pero cuya evolución dejó una marca -genética- en nuestros cromosomas actuales, que ahora leemos e interpretamos como mudos jeroglíficos, testigos del paso de millones de años de evolución y selección natural. También creo en la magia de la terapia génica y otros avances que harán cambiar la percepción de la medicina en el futuro. Ahora, en lo tocante al ADN marino y demás mejunjes, lo tengo claro; lo prefiero en plato y cocido, a la plancha o bien frito, como es de recibo. Eso sí que es activar el gen de la felicidad…