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Trump reconoce a Jerusalén como capital del apartheid, el colonialismo y la ocupación militar. Artículo, Diciembre, 2017

La decisión de la administración Trump de que se traslade la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén supone un cambio radical en la política exterior del país en la región y el reconocimiento norteamericano de la ciudad como la capital del Estado de Israel; es decir, como capital del apartheid, del colonialismo y de la ocupación militar.*

Estados Unidos ha sido un mediador controvertido por su estrecha relación -al menos desde 1967- con Israel. En esa mediación, la solución de los dos Estados era un elemento fundamental para tratar de satisfacer tanto al sionismo israelí como a gran parte del movimiento nacional palestino, tal y como quedó de manifiesto durante el proceso de Oslo. Esta solución contemplaba el establecimiento de la capitalidad del Estado de Israel y del futuro Estado palestino en una Jerusalén dividida, siguiendo las líneas divisorias marcadas por la guerra de 1948. Asimismo, parecía suponer el fin de la ocupación militar y la colonización de la parte Oriental, puesta en marcha por Israel tras la ocupación militar de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este en 1967.

Con la declaración de Trump el proceso de Oslo está muerto (si es que aún le quedaba algo de vida). Ese plan, que beneficiaba a la parte ocupante y colonizadora, ya no tiene viabilidad. EEUU ha decidido reconocer unilateralmente lo que el derecho internacional no permitía, legitimando así unas políticas de colonización, discriminación y apartheid que violan sistemáticamente las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y los principios de los Derechos Humanos. Trump ha decidido que no hay norma ni derecho que valga, excepto el suyo y el de sus aliados.

Hay por otra parte, algunas razones de índole interna para esta decisión. El sionismo cristiano, abanderado por sectores evangelistas estadounidenses de los que forman parte millones de personas, es tradicionalmente fiel al voto republicano y predica la necesidad de unir a la comunidad judía en Israel como requisito imprescindible para segunda venida de Cristo. Ya en 1818, otro presidente estadounidense, John Adams, había mostrado su apoyo a una “nación independiente en Judea”. Sin embargo, nadie había llegado tan lejos como Trump para ganarse el apoyo de este grupo.

 

Tampoco hay que desdeñar los esfuerzos del gobierno de Netanyahu persuadiendo a la administración Trump de la sintonía entre los intereses estadounidenses y las políticas expansionistas israelíes. A todo ello debemos también sumar el errático rumbo de la política exterior de Trump, que puede estar esperando a que se materialicen algunas concesiones israelíes para impulsar un acuerdo final sobre la cuestión palestina y que los petrodólares saudíes convenzan a la población palestina de que Abu Dis (localidad periférica de Jerusalén Este) sería una buena solución alternativa para la capitalidad del Estado palestino.

Lo que está claro es que la decisión de Trump reconoce la política de hechos consumados de Israel en Jerusalén, algo que nunca había ocurrido antes. Si bien el Plan de Partición de la ONU de 1947 contemplaba ya la internacionalización de la ciudad, esta nunca llegó a producirse. La razón principal fue la limpieza étnica de la Nakba -que también se dio en barrios occidentales jerosolimitanos como Baqa’a, Katamon o Talbiya- y a la guerra de 1948, que dividió la ciudad en dos zonas: la occidental, controlada por las fuerzas sionistas-israelíes y la oriental, bajo dominio (trans)jordano. En 1967, Jerusalén Este fue conquistada por el ejército israelí, ocupada militarmente y anexionada al Estado de Israel en flagrante violación del derecho internacional. Con la llegada de las tropas israelíes a la Ciudad Vieja de Jerusalén, Israel consideró que las 135 casas y los edificios de ocho siglos de historia del barrio magrebí debían ser arrasados para dejar más espacio al Muro de las Lamentaciones, una acción que supuso la expulsión de unas 700 personas. Estos jerosolimitanos desahuciados (de Palestina y de la Historia) solo eran una pequeña parte de los 300.000 palestinos que, según el Departamento de Estado de los EEUU fueron expulsados o desplazados en junio de 1967, durante la Naksa palestina.

Desde entonces y hasta la actualidad, Israel ha practicado unas políticas de colonización, expulsión y discriminación de la población palestina autóctona de la ciudad, que organismos de las Naciones Unidas han calificado como políticas de apartheid. Así, por ejemplo, la colonización de Jerusalén Este ha instalado a 200.000 colonos israelíes sobre 15 asentamientos ilegales en el territorio ocupado, contraviniendo el Derecho Internacional Humanitario. Con la decisión de Trump, el fundamentalismo sionista que alimenta el movimiento colono israelí en Jerusalén recibe un espaldarazo y puede animarle a romper el status quo vigente en la Explanada de las Mezquitas. Hoy no son pocos los grupos radicales religiosos y de ultraderecha dirigidos por colonos -como “los Fieles del Monte del Templo”, “El Monte del Templo” o el “Instituto del Templo”- que insisten en acabar con esta disposición e instan constantemente a la construcción de lo que sería “el tercer templo” sobre la Cúpula de la Roca y la Mezquita al-Aqsa, lugares que han tratado de ser destruidos en varias ocasiones por grupos fundamentalistas sionistas desde la década de 1980.

 

Este proceso de colonización se ha desarrollado en paralelo a la expulsión de población palestina de Jerusalén, donde no solamente se ha impedido el retorno a la población palestina refugiada, sino que también se ha revocado el derecho a residir a unas 14.000 personas (por no poder demostrar que el “centro de su vida” está allí, por ser acusados de desleales a Israel o por residir más de 7 años en el extranjero) y se ha imposibilitado el registro del nacimiento de 10.000 niñas y niños en la ciudad desde 1967. Otras 100.000 personas perdieron el acceso a Jerusalén debido a la construcción del Muro de Apartheid, considerado ilegal en 2004 por el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, que instó a la comunidad internacional a que colaborase en su desmantelamiento.

Las políticas israelíes también discriminan a la población palestina de Jerusalén Este con respecto a la población judía israelí. Dos datos pueden servir para ilustrar esta discriminación: mientras que el 90% del presupuesto municipal se destina a los barrios de mayoría judía, los barrios de mayoría palestina de Jerusalén Este solamente reciben un 10% de ese presupuesto; de la totalidad de permisos de construcción emitidos por las autoridades municipales solamente el 7% se conceden a miembros de la comunidad palestina. Además, millones de personas palestinas no pueden pisar Jerusalén excepto si consiguen un permiso especial israelí; aunque vivan a pocos kilómetros, y simplemente por ser palestinas.

La decisión de Trump ha encontrado una oposición unánime de la comunidad internacional, a excepción de Israel. Esta oposición también incluye a un sector importante de la comunidad judía internacional (desde la corriente reformista estadounidense hasta la ultraortodoxa antisionista) y la resistencia de una población palestina que ha sobrevivido a más de 100 años de colonialismo y 50 de ocupación militar y que no ha cesado en la lucha por afirmar sus derechos como seres humanos y como pueblo. A lo largo de Cisjordania, en Gaza, en Jerusalén Este y en la propia Israel, las resistencias se materializan en la lucha contra el Muro, contra la expansión de las colonias, contra la limitación sus libertades y contra la discriminación. Unas resistencias que impulsa la población palestina, pero en las que también participan grupos judíos e israelíes antisionistas y activistas de todo el mundo. En este último caso, sobre todo, a través del movimiento BDS, que crece cada semana y que paulatinamente es considerado por más personas como la mayor esperanza internacional para que Israel cumpla con el derecho internacional y los Derechos Humanos de la población palestina. En definitiva, el resultado de esta decisión de la administración estadounidense tendrá mucho que ver con la resistencia popular palestina, que ya el pasado verano mostró su fortaleza mediante una campaña de desobediencia civil en la propia Jerusalén.

 

* Autores: Antonio Basallote, Diego Checa, Lucía López y Jorge Ramos. Este artículo fue publicado en publico.es el día 12 de diciembre de 2017.

70 años de la Partición de Palestina: Historia, memoria y esperanza. Artículo, Noviembre 2017

Este 29 de noviembre de 2017 se cumplen 70 años de un momento clave en la historia de Palestina-Israel: la aprobación de la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, por la que se decidió la partición de Palestina.* Fruto de ella, el territorio se dividió en un Estado denominado “judío” (aunque en realidad es más apropiado calificarlo de “sionista”), que se haría realidad a partir de la declaración de independencia del líder sionista Ben Gurión el 14 de mayo de 1948; y por otra, un Estado denominado “árabe” (palestino) que, siete décadas más tarde, no ha logrado materializarse.

La Resolución 181 supuso una gran victoria para el movimiento colonial sionista, que ya había obtenido un triunfo importante treinta años atrás. Fue entonces cuando se publicó la Declaración Balfour, que mostró el apoyo británico al proyecto colonial de asentamiento sionista y de la que el pasado 2 de noviembre se ha conmemorado el centenario. Lo cierto es que el plan de partición culminó medio siglo de esfuerzos sionistas para establecer un Estado exclusiva o mayoritariamente judío en el mayor territorio posible de Palestina. Pero, ¿cómo crear un Estado exclusiva o mayoritariamente judío en un territorio en el que entre el 96-98% de la población no era judía? Esta pregunta es fundamental.

La decisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas recomendó adjudicar un 56,5% del territorio a la comunidad colonizadora, que suponía un tercio de la población total que habitaba Palestina. Así, menos de la mitad del territorio, un 43,5%, se asignaba a la población autóctona  mayoritaria. Además, se proponía que las tierras más fértiles quedasen en manos sionistas. Estados Unidos y el lobby sionista presionaron a Estados pequeños como Filipinas, Haití y Liberia para que votasen a favor del plan y se quebrantó la Carta de la ONU al no consultar a la población.

Por entonces, la comunidad judía de Palestina (Yishuv) poseía entre un 6-11% de la tierra. Por tanto, el Plan de Partición de Palestina fue rechazado en primer lugar por la población nativa, que rechazaba tanto dividir su tierra con una población colona como el desigual reparto de la Resolución 181. En segundo lugar, también fue rechazado por los países de mayoría árabe vecinos, cuyas sociedades apoyaban masivamente al pueblo palestino pero que generalmente tuvieron unos líderes políticos que se aprovecharon de la causa palestina en su propio beneficio.

El nuevo Estado colonial contaría, según este plan de hace 70 años, con una población de más de 475.000 personas no judías (palestinas). Esto suponía cerca de un 45% de la población de ese Estado, lo cual contrariaba el objetivo sionista de conseguir cuanta más tierra posible con el menor número de personas no judías. Este elemento, en coherencia con su ideología, era considerado como un “problema” que solo podría resolverse en un contexto favorable mediante la aplicación de la transferencia o la expulsión forzosa del mayor número posible de población palestina. Así, en virtud de esta idea, el enfrentamiento que se desencadenó días después de la aprobación del Plan de Partición permitió iniciar este proceso: la limpieza étnica de Palestina. En especial, a partir del mes de marzo y abril de 1948 a través del Plan Dalet.  Así, en 1948 entre 750.000 y 800.000 personas palestinas fueron expulsados de sus hogares dando lugar a la Nakba (catástrofe) palestina, que incluyó masacres con cientos de asesinatos en lugares como Deir Yassin, Tantura, Lydda o Dawaima. Uno de los principales encargados fue el sionista Yosef Weitz, director del “Comité de Transferencia”, quien pocos años antes plasmaba esos deseos en su diario: “En este país no hay sitio para dos pueblos (…) y la única solución es la tierra de Israel sin árabes”.

La partición de Palestina se llevó a cabo, como proponía la Asamblea de la ONU, pero no según el plan de la Resolución 181. Más allá de los límites señalados por el mapa de la partición, Israel invadió Galilea occidental, Jerusalén oeste, Jaffa, Acre, Lydda, Ramla y cientos de pueblos palestinos. Según las últimas investigaciones, 615 localidades palestinas sufrieron la limpieza étnica. De los 14.500 kilómetros cuadrados adjudicados al Estado “judío” por la Resolución 181 se pasó a 20.850, de un total de 26.323 kilómetros cuadrados que constituían el área de Palestina. Esa expansión territorial que se inició en 1948 ha proseguido mediante continuadas conquistas militares (como la Guerra de Junio de 1967), la construcción del Muro de Apartheid y de anexión de territorios desde 2002 y, sobre todo, a través de la constante colonización de Jerusalén oriental y Cisjordania, en contra del Derecho Internacional y de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada precisamente en 1948. Como escribió el poeta palestino Mahmoud Darwish: “La tierra se ha estrechado para nosotros”.

Por todo ello, en 1977, la Asamblea General de la ONU, en reconocimiento a los esfuerzos de las resistencias palestinas y en un intento de resarcir de algún modo una evidente injusticia, estableció que se observara anualmente el 29 de noviembre como Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino. Fue una pequeña victoria del pueblo palestino sobre sus colonizadores y ocupantes, que no han logrado eliminar su arraigo a la tierra, su capacidad de resiliencia ni su identidad colectiva.

Cada año, el 29 de noviembre ofrece a la comunidad internacional la oportunidad de centrar su atención en el hecho de que la cuestión de Palestina aún no se ha resuelto y de que la población palestina aún no ha logrado alcanzar los derechos inalienables reconocidos por el Derecho Internacional, es decir, el fin de la ocupación militar y el desmantelamiento del Muro, el fin del apartheid y el derecho al retorno de la población refugiada (las tres demandas básicas del movimiento BDS), así como el derecho a la libre autodeterminación libre de injerencias externas y a la soberanía nacional.

No obstante, esa conmemoración puede quedar en otra anécdota más si no va acompañada de acciones que consigan el cumplimiento de estos principios por parte del Estado de Israel, que fue calificado como un Estado de apartheid en un informe de un organismo de la ONU en marzo de este 2017. La comunidad internacional no puede continuar lavando su conciencia ni maquillando su negligencia histórica tan solo con actos simbólicos y discursos sobre las negociaciones y la paz, al tiempo que consiente la perpetuación en pleno siglo XXI de un régimen colonial que asesinó a más de 500 niñas y niños de Gaza en el verano de 2014. Un Estado de apartheid que viola el Derecho Internacional y los Derechos Humanos de forma sistemática, que constantemente desestabiliza la región y que ha intentado, sin éxito, borrar del mapa a Palestina y al pueblo palestino.

El 18 de julio de 1948, David Ben Gurión escribió en su diario: “Tenemos que hacer todo lo posible para garantizar que [los palestinos] nunca regresen. Los viejos morirán y los jóvenes olvidarán”. Por eso, el 29 de noviembre debe ser una jornada para el ejercicio de recuperación de la memoria de Palestina y de solidaridad con sus millones de personas refugiadas, que viven bajo apartheid y bajo colonización y ocupación militar. Un día contra el olvido, en el que recordamos que existir es resistir y en el que cabe seguir alimentando la esperanza.

 

* Autores: Antonio Basallote, Diego Checa, Lucía López y Jorge Ramos. Este artículo fue publicado en publico.es el día 29 de noviembre de 2017.

De Balfour a Oslo: 100 años de complicidad internacional con la colonización de Palestina, Artículo, Noviembre 2017

El 2 de noviembre de 2017 se cumplen 100 años de la Declaración Balfour, un documento que marcó un antes y un después en la historia contemporánea de Palestina y que no siempre ha sido explicado desde el marco interpretativo adecuado.* Para ello, conviene analizar el contexto y el por qué del enfrentamiento sionista-palestino.

La cuestión de Palestina no se retrotrae 2.000 años atrás. Tampoco es un problema religioso ni un lugar central donde se manifiesta un irreal “choque de civilizaciones”. Es una cuestión colonial que se inició en las últimas décadas del siglo XIX. Fue entonces cuando un movimiento nacionalista judío europeo, el sionismo, que consideraba que las comunidades judías no podían asimilarse en Europa y que tenían un carácter nacional, buscó crear un Estado exclusiva o mayoritariamente judío en el mayor territorio posible de Palestina, que se eligió después de barajar otras localizaciones.

Palestina pertenecía al Sultanato o Imperio Otomano y era una sociedad mediterránea dinámica, multiétnica y multirreligiosa, sin problemas intercomunitarios entre personas musulmanas, cristianas y judías. Pero, ¿cómo crear un Estado exclusiva o mayoritariamente judío en un territorio, Palestina, que tenía en aquellos momentos entre un 96 y un 98% de la población no judía? Solo era posible una vía, la colonización, que se concretaría en dos mecanismos fundamentales para conseguir la tierra y segregar y expulsar a la población nativa no judía: el apartheid y la limpieza étnica.

Tras iniciar sus oleadas colonizadoras (aliyot), crear numerosas organizaciones, instituciones, periódicos, bancos y colonias como Tel Aviv (en 1909), el movimiento sionista continuó los esfuerzos de su fundador Theodor Herzl, buscando el favor de una gran potencia. Colonización y diplomacia eran las dos claves para conseguir su objetivo. Y en este sentido, la primera gran victoria llegó hace ahora 100 años con la Declaración Balfour.

Este documento supuso un punto de inflexión e intensificó las resistencias anticoloniales palestinas, que habían comenzado a finales del siglo XIX. Se hizo pública un año antes del fin de la Primera Guerra Mundial. Pero es fundamental comprender el contexto. A pesar de que el Reino Unido había declarado que reconocería la independencia de varios pueblos árabes a cambio de su apoyo contra el Sultanato o Imperio Otomano en el conflicto bélico, las autoridades británicas se repartieron con las francesas gran parte del denominado “Oriente Próximo” en el Tratado Sykes-Picot de 1916. El 2 de noviembre de 1917, el gobierno británico se expresó favorable a la creación de un “hogar nacional judío” en Palestina a través de la Declaración Balfour, una carta firmada por el secretario del Foreign Office, Arthur James Balfour, y dirigida a una cabeza de la comunidad judía británica, Lionel Walter Rothschild. A pesar de que el texto indicaba que “no se haría nada que pudiera perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina”, simbolizó el inicio del apoyo sobre el terreno de una gran potencia al proyecto sionista de colonialismo de asentamiento.

La Declaración se emitió unos días antes de que los soldados británicos del general Edmund Allenby tomasen la ciudad palestina de Jaffa y, semanas más tarde, Al-Quds/Jerusalén. Debido a estos triunfos, muchos militares británicos se compararon con los cruzados medievales. En los años posteriores, el Reino Unido, de la mano de la Sociedad Naciones –el antecedente de la ONU en el periodo de entreguerras– dio forma a lo que se convertiría en el Mandato Británico de Palestina (1920/1923-1948), que acogería la colonización sionista de Palestina y el despojo de la población palestina. David Lloyd George, primer ministro británico entre 1916 y 1922, explicó en sus memorias refiriéndose a la Declaración Balfour que “un documento de estas características tendría una potente influencia […] en los judíos […] de todo el mundo. De este modo, la Entente [bando aliado de la Primera Guerra Mundial] se aseguraría la ayuda financiera judía [en el conflicto bélico]”. Además, como han revelado recientes investigaciones, agentes sionistas realizaron diversos trabajos para facilitar la ocupación británica de Palestina como contrapartida a la Declaración Balfour.

Cómo explicó Edward Said, la Declaración Balfour representó uno de los elementos nucleares de Palestina-Israel: el “derecho superior” de una potencia colonial europea de decidir sobre un territorio no europeo con un total desinterés hacia la voluntad de la mayoría autóctona. A pesar de que el “hogar nacional” de este documento no tenía por qué ser equivalente a un Estado, en muchos ámbitos se entendió como un sinónimo. Había que continuar colonizando y esperar el momento adecuado. El año 1919, la Organización Sionista Mundial pidió un Estado denominado “judío” que comprendiera toda la Palestina histórica y varias zonas de lo que después sería Líbano, Siria, (Trans)Jordania, Arabia Saudí y Egipto. Chaim Weizmann, más tarde el primer presidente israelí, reivindicó entonces una “Palestina tan judía como inglesa es Inglaterra”. Las respuestas anticoloniales palestinas no se hicieron esperar y las protestas y movimientos de resistencia cristalizaron en un movimiento nacional palestino, con un destacado y diverso papel de mujeres palestinas musulmanas y cristianas.

De este modo, hace 100 años no solo se publicó la Declaración Balfour y se inició la ocupación británica de una Palestina que quedó incorporada al Imperio Británico hasta 1948, sino que se puso en marcha un proceso histórico en el cual predominó el apoyo británico al proyecto de colonialismo de poblamiento sionista. Este factor fue clave en la creación del Estado de Israel y en la limpieza étnica de Palestina durante la Nakba de 1948. Aun así, todas estas problemáticas no han impedido que el pueblo palestino haya triunfado sobre el plan de ser expulsado de la Historia.

Esta semana el ejército de Israel asesinó a siete palestinos en un ataque efectuado contra la Franja de Gaza. Con ellos el número de personas palestinas asesinadas por el Ejército israelí supera ya el medio centenar en este 2017 al que aún le quedan dos meses para terminar. El goteo de asesinatos en los territorios ocupados a manos de las fuerzas de seguridad israelíes muestra la sangrante represión que sufre la población palestina y su movimiento nacional. Un pueblo al que la colaboración británica y sionista, sellada mediante la Declaración Balfour hace exactamente 100 años, condenó al despojo y la colonización. Precisamente estos días, el día 2 de noviembre, se conmemora el centenario de la elaboración de ése documento, un hito fundamental para entender los orígenes de la cuestión Palestina y que no puede desligarse de la presión del colonialismo europeo hacia Oriente Medio. La Declaración Balfour supuso el reconocimiento británico de las demandas del movimiento sionista y la piedra angular sobre la que éste construyó el Estado de Israel.

El posicionamiento del Gobierno británico en 1917 se encontró con la resistencia de la población autóctona palestina que pronto cristalizó en un movimiento nacional. Las élites palestinas escribieron a las autoridades británicas para remarcar que otras comunidades que habitaban el territorio de Palestina también poseían un carácter nacional y que debería garantizarse la integridad de su patria frente a los invasores. Poco después, a inicios de 1919, se constituyó el Congreso Árabe Palestino, la primera institución nacional, que solicitó la independencia de Palestina, la suspensión de la Declaración Balfour y el fin de las injerencias externas. Estas reivindicaciones movilizaron la protesta y la resistencia de gran parte de la población palestina, tanto cristiana como musulmana, a lo largo de las siguientes dos décadas. En estas protestas y movimientos, numerosas mujeres palestinas, tantas veces desahuciadas de las historias oficiales, tuvieron un papel fundamental. Durante la primavera de 1920, 29 mujeres palestinas rechazaron la Declaración Balfour a través de una carta a la autoridad británica del norte de Palestina: “Nosotras, mujeres musulmanas y cristianas que representan a otras mujeres de Palestina, protestamos vigorosamente” contra el documento de 1917. Un año después, mujeres palestinas participaron en los disturbios de Jaffa, además de formar comités, acoger reuniones y recaudar fondos para acciones anticoloniales. El 1921, Zalikha al-Shihabi y Emilia Sakakini crearon la Unión de Mujeres Palestinas en Jerusalén, mientras que en Nablus fue fundada la Sociedad de la Unión de Mujeres Árabes. En 1929, se conformaría la organización de mujeres palestinas más importante del periodo del Mandato Británico de Palestina: la Asociación de Mujeres Árabes. Y así, como muestra más significativa de todo este movimiento nacional de resistencia, mientras en España se libraba una guerra civil, entre 1936 y 1939 en Palestina se desarrolló la Gran Insurrección contra la colonización sionista y la dominación británica.

Sin embargo, la colonización continuó y el movimiento sionista logró materializar la Declaración Balfour con la creación del Estado de Israel en 1948. Pero 1948 también significó la “Nakba” (catástrofe o desastre, en árabe) del pueblo palestino, cuando las tropas sionistas-israelíes pusieron en marcha una limpieza étnica, destruyendo más de 400 pueblos y aldeas palestinas y expulsando de sus hogares a 750.000 personas que, convertidas en refugiadas, forman hoy una comunidad de 7 millones de personas que esperan el momento en el que Israel les permita regresar cumpliendo con el derecho internacional. La conquista en 1967 del resto de la Palestina histórica por el Estado israelí profundizó el proceso de colonización e inició la ocupación militar de Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza, donde siguió la desposesión de la población palestina y el establecimiento de nuevas colonias en esos territorios, en un proceso que aún no se ha detenido y que suma ya más de 600.000 colonos. Estas actividades de colonización han sido acompañadas por unas políticas de discriminación contra la población palestina y a favor de la población judía, tanto en los territorios ocupados como en el Estado de Israel.

El apoyo internacional directo o indirecto al proceso colonial de los asentamientos sionistas en Palestina sigue tan presente hoy como lo fue ayer. Si el imperialismo británico alumbró la injusta promesa de la partición de Palestina para construir el Estado de Israel en este territorio, hoy en día, el colonialismo de antaño de las metrópolis europeas ha continuado la misión civilizadora bajo un nuevo cuño, transformándose en un neocolonialismo que se manifiesta a través de ciertas prácticas de cooperación para el desarrollo e intervenciones internacionales de construcción de paz. En el caso de Palestina se expresa en el apoyo casi incondicional de los países occidentales y de la mayoría de la comunidad internacional al proceso iniciado por los Acuerdos de Oslo en 1993 para la construcción de una paz liberal. Si la Declaración Balfour y la Resolución 181 de la ONU legitimaron las pretensiones del movimiento sionista y la limpieza étnica que se derivó de su actuación, los Acuerdos de Oslo continuaron este proceso de legitimación y además contribuyeron al ocultamiento de la memoria histórica de la Nakba de la población palestina, hecho especialmente dramático para la población refugiada. El evidente fracaso del proceso de paz liberal de Oslo, requiere una reformulación o al menos un cuestionamiento, de los principios ideológicos y estructurales en los que se fundamenta. En la medida en que los Acuerdos de Oslo abordaron exclusivamente el conflicto como un problema a resolver entre dos partes simétricas y se centraron en limitar la violencia directa, obviando el marco colonial que lo sustenta y sin resolver la violencia estructural y cultural que permanece, estos acuerdos crearon la falsa ilusión de una paz que no contiene justicia y permitieron la continuación de la ocupación y el aumento de asentamientos de colonos en los territorios palestinos.

Vista 100 años después, la Declaración Balfour marcaría el inicio de un proceso de colonización en Palestina que no ha terminado y que no siempre ha sido reconocido. Esta incapacidad para apreciar el origen y el carácter colonial del proyecto sionista ha imposibilitado alcanzar una paz justa para las poblaciones que habitan la región.

 

* Autores: Antonio Basallote, Diego Checa, Lucía López y Jorge Ramos. Este artículo fue publicado en infolibre.es los días 2 y 3 de noviembre de 2017