Las nuevas tecnologías de la información han creado un contexto social de comunicación generalizada en el que la distinción clásica entre emisores y receptores se desdibuja cada vez más. A las controversias públicas actuales se unen cada día voces y perspectivas distintas, dejando definitivamente atrás el confort, y las limitaciones, de una narrativa única. En este contexto abundan tanto las oportunidades como los riesgos. Entre las oportunidades, está la de incorporar más voces al acervo colectivo, en un intento por hacer justicia a realidades sociales de creciente complejidad. Entre los riesgos, el vaciamiento de nociones difíciles como verdad, valores o racionalidad a favor de sustitutos más dúctiles como posverdad, interés u opinión, lo cual podría acabar desarticulando la posibilidad misma de deliberación y acuerdo racional.

La reivindicación del papel de la racionalidad frente los argumentos de autoridad, frente al peso de la tradición o la inercia de la costumbre, ha sido una piedra de toque del pensamiento filosófico desde sus inicios. Sin embargo, la forma dominante de entender el ejercicio de la razón ha apelado, tradicionalmente, a principios y valores universales, y con frecuencia ha conducido a la idea de que, al igual que en cuestiones científicas o de hecho, existen “expertos en valores”. Entre una concepción monolítica de la racionalidad y la mera yuxtaposición de opiniones diversas, el pensamiento actual se enfrenta al reto de hacer viable la interacción racional entre individuos que, partiendo de puntos de vista diferentes, experimentan cada día la necesidad de coordinar su actuación.