Belén Liedo, investigadora de FiloLab, firma el artículo «Todas somos impostoras» en el blog de Filosofía Política de El Salto Diario «El Rumor de las Multitudes». En el texto aborda las causas estructurales del «síndrome de la impostora» en el campo académico, caracterizado por modelos de investigación masculinos, competitivos, solitarios e invulnerables -modelos de excelencia ajenos en buena medida a los problemas mundanos y socialmente privilegiados-. A continuación reproducimos parcialmente el artículo.
En los últimos meses, he tenido dos vivencias comunes en la academia. Primero, fui beneficiaria de una beca relativamente competitiva a la que me presenté con la convicción de estar perdiendo el tiempo. En uno de los actos con el resto de las personas agraciadas, escuchaba a gente hablar en un micrófono de lo excepcionales que éramos todas las que habíamos conseguido semejante mérito, y yo me revolvía en mi asiento atormentada por la idea de que en cualquier momento alguien iba a descubrir que yo no pintaba nada allí. ¿Qué élite intelectual, si yo soy de un colegio público de León?
Unos meses más tarde, cuando ya estaba disfrutando de la beca en cuestión, recibí una valoración especialmente dura de un artículo que había enviado a una revista muy buena con la convicción de estar perdiendo el tiempo. En este caso, la evaluación del editor/a no solo señalaba que mi artículo era malísimo y no podía ser publicado, sino que cuestionaba sin excesivo tacto mi capacidad misma para investigar y escribir. Durante algunos días, me pasé unas cuantas horas rumiando si me podré buscar un hueco en otro sector cuando termine la tesis, porque en el fondo yo sé que no soy lo suficientemente lista para este mundo de la academia y en algún momento todo el mundo se va a dar cuenta.
Si me permito la licencia de empezar este texto compartiendo una experiencia personal que puede ser que no le interese a nadie es porque, afortunadamente, muchas feministas me han enseñado que lo personal es político. Por muy repetido que esté este mantra, sigue siendo un ancla firme para analizar lo que nos pasa y por qué nos pasa. Sé que esta vivencia, sentirse impostora, es común en muchas esferas laborales, y que algunas personas son más proclives a sentirlo que otras. He visto muchas veces a compañeras creativas, trabajadoras y generosas referirse a su propio trabajo como insuficiente y mediocre, comparándose siempre con no sé sabe muy bien qué ideal de perfección intelectual que nunca se alcanza. Son pequeñas muestras de un fenómeno global que viene siendo estudiado desde hace décadas y que está presente en la cultura popular hasta el punto de que figuras tan dispares como Michelle Obama y C. Tangana han hablado en público de sufrirlo.
Lo que originalmente se llamó el fenómeno de la impostora fue propuesto en los años 70 por Pauline Rose Clance y Suzanne Imes. Se refiere a la vivencia de aquellas personas que alcanzan éxitos profesionales, pero sienten una fuerte inseguridad que les hace pensar que no lo merecen y que en cualquier momento alguien las va a desenmascarar como impostoras. La inseguridad se mantiene incluso ante la evidencia de los logros objetivos reconocidos por colegas, y se sostiene sobre un fuerte perfeccionismo. Desde entonces, se ha investigado ampliamente su prevalencia, más acusada en grupos que sufren opresión o discriminación, y también se ha popularizado en la cultura general, refiriéndonos a él más bien como “síndrome”.
Necesitamos que el modelo de intelectual deje de ser masculino, competitivo, solitario e invulnerable; porque si alguna vez existió alguien así, era porque se apoyaba en otras personas cuyo trabajo de sostenimiento de la vida nadie guardó para la historia
El problema de la palabra “síndrome” es que sugiere que se trata de un problema psicológico que habríamos de abordar individualmente. Desde luego, los sentimientos de inseguridad pueden tener muchas causas según la historia personal cada cual, y la atención especializada probablemente ayude a quienes los sufren de forma muy dolorosa o incapacitante. Pero ello no significa que no necesitemos una mirada política sobre el “síndrome” en cuestión.
El fenómeno de la impostora es habitual en la academia y las evidencias sobre el mobbing o acoso laboral en el entorno universitario hablan de una cultura organizativa problemática. En filosofía, las estadísticas muestran un mundo masculinizado, en el que las mujeres que entran van quedándose fuera según se van subiendo escalones, y donde aún apenas se ha abierto la discusión sobre la falta de diversidad. Es decir, existen condiciones estructurales que favorecen la aparición de inseguridades, especialmente para quienes no pertenecen a grupos privilegiados. No es extraño que quienes están faltas de referentes, de apoyos y de interlocución se sientan menos. Y tampoco es extraño que en un entorno en el que la vocación se ha convertido en una trampa precaria, como explica Remedios Zafra en El entusiasmo, el fracaso profesional se transforme con facilidad en doloroso fracaso personal.
En filosofía tenemos nuestro propio estereotipo del buen filósofo que puede influir en que muchas personas no se vean identificadas con sus propios logros o sientan que en realidad no se merecen estar en ciertos espacios. Este estereotipo contiene una exigencia imposible a medias explicitada que nos sobrevuela y que tiene que ver con la genialidad del intelectual solitario. Por una parte, un buen académico es muy prolífico, consigue financiación para sus proyectos continuamente y hace que su trabajo sea citado muchísimas veces. Mientras este es el único modelo del buen investigador que nos trasmiten ciertas culturas de la excelencia, por otra parte, un buen filósofo (el masculino, ya se habrá notado, es deliberado) es además profundamente erudito, se mantiene por encima de las polémicas mundanas, trabaja encerrado en su despacho lleno de libros, y posee la seriedad y solemnidad de quien sienta las bases de lo que está bien y está mal en su disciplina.
Puedes seguir leyendo aquí.