TRAS 56 años de odio declarado, guerra fría (y a veces más caliente), el gobierno de Cuba (la misma familia de antes, aunque sin uniforme y con algunos tímidos polvos de apertura) ha recibido en la isla (¡quién lo hubiera dicho!) la visita de un presidente de Estados Unidos.
Sesenta años son muchos años. Y el tiempo no ha pasado en vano. E, ironías de la historia, Barak Obama viaja como revolucionario a un país que alguna vez lo fue. Porque sí, los papeles se han invertido. Y aquella joven y flamante Revolución cubana de los 60 es hoy una arruinada y ya antigua dictadura, y su máximo y casi único gobernante, Raúl Castro, es una especie de monarca solitario, envejecido, aferrado al poder, o al pasado. Obama, en cambio, es el presidente joven, negro y moderno que llega anunciando la nueva del futuro. Quizás, por eso, ninguno de los invitados cubanos (todos, por supuesto, pertenecientes a la nomenclatura del régimen) se atrevió a aplaudir el discurso obamiano. Permanecieron en silencio, como paralizados. Por supuesto, por miedo a represalias, quién lo duda. Pero quizás, también, desconcertados y aturdidos, al comprobar por primera vez con sus propios ojos y dentro de la isla, lo pasada de moda, lo arcaica que se ha quedado la Revolución cubana.
En la conferencia de prensa que Obama y Raúl Castro ofrecieron en La Habana eran muy evidentes también estos contrastes. En ella, la anécdota que más ha trascendido ha sido la pregunta del periodista norteamericano por los presos políticos de la isla. Raúl Castro, muy incómodo (en Cuba ningún periodista se atreve a hablar de estas cosas), negó los hechos y exigió al norteamericano una lista de nombres, comprometiéndose a liberar a los presos al día siguiente si la lista le era entregada.