Columna Granada Hoy, Sida, 1-12

SIDA, Granada Hoy, 2-12-15

UNO de diciembre, día mundial de la lucha contra el SIDA, enfermedad de moda (si así puede decirse) en los 80 y los 90 y que hoy parece olvidada, como de una época antigua. Siguen produciéndose muertes por contagio del VIH pero, como cuentan los periódicos, ocurren, sobre todo, lejos, en los llamados países subdesarrollados. En Occidente, la enfermedad no ha desaparecido, pero se ha convertido en crónica; es decir, se puede vivir muchos años siendo portador del VIH siempre que se siga el tratamiento adecuado. Algo posible porque las medicinas se han abaratado, ya no hay que pagar seis mil euros al año para escapar del SIDA, son suficientes trescientos. Aunque el SIDA sigue ahí. En España, se dice, hay nueve casos al día; una cifra muy alta, sin duda.

Pronuncio la palabra SIDA como en una especie de asociación libre y enseguida me vienen dos nombres a la cabeza, los dos llegan de esos lejanos 90. El primero es Reinaldo Arenas, el escritor que se suicidó enfermo de SIDA en 1990. Arenas es hoy un mito de la literatura cubana, aunque en Cuba siga sin publicarse, con su Celestino antes del alba, El mundo alucinante, El color del verano, Otra vez el mar y sus estremecedoras memorias, Antes que anochezca, que llevó al cine el norteamericano Julian Schnabel en una película protagonizada por Javier Bardem.

El segundo nombre es el de una extrañísima Casa de Cultura en la que trabajé alguna vez en aquellos años en la isla. Una Casa de Cultura situada entre la Plaza de la Revolución y La Timba, barrio marginal. Una casa de cultura a la que nadie conocía por su nombre, sino por otro, El Patio de María. Y es que su directora, María Gattorno, una mujer extremadamente especial, decidió acoger en aquella institución a los llamados rockeros, jóvenes músicos de bandas de rock a los que nadie quería en Cuba y que se habían convertido en apestados, en parias. En aquel lugar se habló también de SIDA cuando muy pocos se atrevían a mencionar la enfermedad. Recuerdo los lazos rojos que llevábamos, y los preservativos que se repartían en los conciertos, en medio del estrépito de la música de las guitarras y de las baterías.

 El SIDA ya no mata o, al menos, ya no mata como antes. Pero está bien decir ese feo nombre al menos una vez al año, y ponerse el lazo rojo, y recordar a los que se llevó, y darnos cuenta de que, aunque lo parezca, no hemos conseguido todavía hacerlo desaparecer.
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