Dickens: el guardavías

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 EL GUARDAVÍAS – Dickens

—¡Hola! ¡Ahí abajo!

Cuando escuchó la voz que se dirigía a él de ese modo, el hombre se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una banderola enrollada en un corto mástil. Cualquiera habría pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no habría tenido excesivos problemas para localizar de dónde llegaba la voz; pero en vez de alzar la vista hacia donde yo me hallaba, en lo alto de un pronunciado terraplén casi sobre su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia abajo, hacia la vía. Hubo algo sorprendente en su manera de hacerlo, aunque ni aún a costa de mi vida podría decir qué fue exactamente lo que hizo. Sin embargo, sé que fue lo bastante llamativo como para atraer mi atención, a pesar de que su figura se hallase ensombrecida y en escorzo, abajo en la profunda zanja, y la mía estuviese en alto sobre su cabeza, tan impregnada del resplandor del airado ocaso que tuve que ponerme la mano en visera sobre los ojos antes de poder verle con toda nitidez.

—¡Hola! ¡El de abajo!

Dejó de mirar hacia la vía para volverse de nuevo y, elevando su mirada, pareció distinguir mi figura en lo alto.

—¿Hay algún camino por el que pueda bajar y hablar con usted?

Me miró sin responder, y yo lo miré a mi vez evitando precipitarme para repetir mi absurda pregunta. Justo entonces sobrevino una vibración imprecisa en el suelo y en el aire, que súbitamente se transformó en una violenta pulsación y en un rugido aproximándose que me hizo retraerme, como si aquel estrépito fuera suficiente por sí solo para hacerme caer por el terraplén abajo. Cuando la nube de vapor que lanzaba el tren se hubo elevado hasta donde yo estaba, y luego de diluirse en el paisaje, miré hacia abajo de nuevo y vi a aquel hombre enrollando la bandera que había enarbolado al paso del tren.

Repetí mi pregunta. Tras una pausa, durante la cual pareció contemplarme absorto en sus pensamientos, apuntó con su bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas doscientas o trescientas yardas de distancia. «¡De acuerdo!», le grité, y me dirigí hacia el punto que me indicaba. Tras buscar con cuidado a mi alrededor, hallé un abrupto y zigzagueante desfiladero que seguí para bajar hasta la vía.

El terraplén era extremadamente profundo e inusualmente escarpado. Estaba excavado sobre la húmeda roca, y conforme bajaba se iba volviendo más húmedo. Por ese motivo, el camino se me hizo lo bastante largo como para recapacitar sobre el gesto de reticencia, o quizás fuera de coacción, con el que aquel individuo me había señalado el sendero de bajada. Cuando hube descendido por el angosto camino lo suficiente como para volver a tenerlo a la vista, observé que estaba de pie entre los raíles de la vía por la que el tren acababa de pasar, en actitud de espera. Tenía la barbilla apoyada sobre su mano izquierda y el codo descansando sobre su mano derecha, que tenía cruzada sobre el pecho. Su actitud era de tal expectación y su ademán tan vigilante que no pude evitar detenerme un instante para contemplarle.

Cuando terminé mi descenso y me aproximé hacia donde él estaba, vi que se trataba de un hombre moreno, cetrino, de barba oscura y cejas muy pobladas. Su caseta estaba situada en el lugar más solitario y desangelado que pudiera imaginarse. A ambos lados, una pared húmeda y goteante de afilada piedra excluía toda vista salvo una fina franja de cielo; la perspectiva hacia uno de los costados de la caseta consistía únicamente en una tortuosa prolongación de esa enorme mazmorra; la vista, más corta, en la otra dirección, terminaba en una lúgubre luz roja situada sobre la entrada, más lóbrega si cabe, de un túnel negrísimo cuya sólida arquitectura poseía una apariencia salvaje, deprimente y prohibida. Tan escasa era la luz del sol que llegaba hasta esos parajes, que incluso el aire era terroso y mortecino; y tan gélido era el viento que corría a través del túnel, que me provocó un escalofrío, como si por un momento hubiese abandonado el mundo real.

Antes de que se moviese, me acerqué tanto a él que habría podido tocarlo. Ni siquiera entonces apartó sus ojos de los míos. Retrocedió un paso y alzó la mano.

Aquél, le dije, debía de ser un trabajo bastante solitario; me había llamado la atención su presencia cuando lo miré desde ahí arriba, desde aquel altozano. Suponía que las visitas que recibía eran escasas, y esperaba que la mía no resultase inoportuna. Le pedí que no viese en mí más que a un hombre que había estado encerrado casi toda su vida en un espacio reducido y que, habiendo sido finalmente liberado, sentía cómo despertaba en él un súbito interés por estas grandes estructuras. Con tal propósito me dirigí a él, pero no estoy muy seguro de los términos en que lo hice porque, además de que no me gusta iniciar las conversaciones, había algo en aquel hombre que me llenaba de desazón.

Dirigió una mirada bastante extraña hacia la luz roja que había junto a la boca del túnel y acto seguido comenzó a mirar a su alrededor, como si echase algo de menos; y entonces clavó sus ojos en mí.

—Aquella luz está a su cargo, ¿no? —le dije.

—¿Acaso no se ha dado cuenta? —respondió él en voz baja.

Mientras examinaba con atención sus ojos fijos y su rostro taciturno, me asaltó la idea terrorífica de que aquél no era un hombre sino un espíritu. Desde entonces me he preguntado si no se trataría, tal vez, de algún perturbado.

Por mi parte, retrocedí unos pasos. Al hacerlo, detecté en sus ojos un miedo latente hacia mí, que me hizo abandonar aquel pensamiento terrorífico.

—Usted me mira como si me tuviese miedo —dije, forzando una sonrisa.

—Me estaba preguntando si le había visto antes —respondió.

—¿Dónde?

Señaló hacia la luz roja que un rato antes había estado mirando.

—¿Ahí? —dije.

Sin perderme de vista respondió (aunque sin emitir sonido alguno) que sí.

—Pero buen hombre, ¿qué iba a hacer yo ahí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado ahí, puede usted jurarlo.

—Creo que puedo —añadió—. Sí. Seguro que es así.

Sus modales se suavizaron, al igual que los míos. Respondió a mis comentarios de buena gana, eligiendo bien sus palabras. ¿Tenía mucha tarea allí? Sí, se podía decir que aquello acarreaba bastante responsabilidad, pero lo que se requería más bien eran dotes de vigilancia y sentido de la exactitud; en cuanto al trabajo físico, apenas si realizaba alguno. Cambiar alguna señal, orientar las luces, accionar la palanca de hierro de vez en cuando, y poco más. Respecto a todas aquellas solitarias horas que a mí se me antojaban interminables, sólo me pudo decir que había conseguido amoldar su vida a esta rutina y que se había acostumbrado a aquel lugar. Allí había aprendido un nuevo idioma, si es que puede considerarse aprender un nuevo idioma reconocerlo de vista y tener una idea aproximada de su pronunciación. También había trabajado algo con las fracciones y los decimales, y hasta había intentado aprender algo de álgebra; aunque me confesó que desde chico era negado para los números. ¿Acaso le hacían falta allí las matemáticas, cuando su única tarea consistía en permanecer sumergido en aquel canal de aire húmedo, sin hacer apenas nada más? ¿Podría acaso elevarse alguna vez hasta la luz del sol entre aquellos altos muros de piedra? Bueno, eso dependía del momento y de sus propias circunstancias. En ocasiones la actividad en la línea férrea disminuía, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Con el buen tiempo, aprovechaba a veces para elevarse un poco por encima de aquellas sombras inferiores; pero como podía ser reclamado en cualquier momento por la campanilla eléctrica, aquello redoblaba su ansiedad, y su relax era menor de lo que cabría suponer.

Me condujo a su caseta, donde había un fuego encendido, un mostrador para el libro oficial en donde tenía que realizar ciertas anotaciones, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanita a la que antes se había referido. Confiando en que me disculpara si le decía que probablemente había recibido una buena educación (y que conste que no intentaba ofenderle con esta afirmación), tal vez muy por encima de su actual posición, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias como aquélla rara vez faltaban en los colectivos humanos de todo tipo; según él había escuchado, era algo que sucedía en muchos otros sitios, como los asilos, el cuerpo de policía e incluso en el ejército (ese último recurso que se toma casi siempre a la desesperada). Sabía también que lo mismo ocurría en el caso del personal de cualquier gran compañía ferroviaria. Durante su juventud había sido (si es que podía dar crédito a sus palabras mientras estaba sentado en aquella choza —él apenas podía hacerlo, de hecho—) estudiante de filosofía natural, e incluso había asistido a clases; pero en un momento dado se descarrió, desperdició sus oportunidades, cayó y no volvió a levantarse nunca. No cabía lamentarse. El mismo se había labrado aquel porvenir y ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.

Discretamente, dividiendo sus ensombrecidas miradas entre el fuego crepitante y mi persona, fue refiriendo cuanto aquí he resumido hasta ahora. De cuando en cuando intercalaba algún «señor», como para hacerme comprender que él no pretendía ser más que lo que aparentaba. Varias veces su narración se vio interrumpida por la campanilla, y hubo de descifrar los mensajes recibidos y enviar las respuestas correspondientes. En un momento dado tuvo que asomarse a la puerta, desplegar la banderita mientras pasaba un tren y hacerle alguna comunicación verbal al maquinista. Observé que se mantenía muy atento y meticuloso en el desempeño de sus obligaciones, interrumpiendo en ocasiones su discurso en mitad de una sílaba y permaneciendo callado hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, yo habría considerado a este hombre uno de los más capaces para desempeñar el cometido que le tenían encomendado, si no hubiera sido por el hecho de que, mientras hablaba conmigo, por dos veces se interrumpió, se puso lívido, volvió su rostro hacia la campanilla sin que ésta hubiese sonado, abrió la puerta de la caseta —que mantenía cerrada para evitar aquella insalubre humedad— y miró hacia fuera, en dirección a la luz roja colocada junto a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con aquella expresión misteriosa e indefinible que ya le había notado antes, cuando le observaba desde las alturas.

Cuando ya me disponía a marcharme, le dije:

—Casi había llegado a convencerme usted de que me hallaba frente a un hombre satisfecho.

(Me temo que he de reconocer que lo dije más que nada para animarle a hablar).

—No le ocultaré que durante un tiempo lo estuve —añadió en voz baja, como cuando se dirigió a mí por primera vez—, pero lo cierto es que vivo angustiado, señor. Vivo angustiado.

Si hubiese podido, le habría interrumpido para que no siguiese hablando. Sin embargo, ya había empezado, y yo aproveché la oportunidad.

—¿Por qué? ¿Qué le angustia?

—Es muy difícil de explicar, señor. Es algo de lo que me cuesta muchísimo hablar. Si alguna vez vuelve a visitarme, trataré de contárselo.

—He de decir que ciertamente tenía la intención de volver a visitarle de nuevo. Diga, ¿cuándo cree usted que podría venir?

—Saldré temprano por la mañana y estaré otra vez de vuelta a las diez de la noche, señor.

—Vendré a las once, pues.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

—Encenderé la luz blanca, señor —dijo, con esa voz queda a la que me tenía acostumbrado—, hasta que pueda encontrar por sí solo el camino de subida. Cuando dé con él, ¡no grite! Y cuando se halle en lo alto, ¡no grite tampoco!

Su modo de pronunciar esas palabras hizo que el lugar me pareciese más inhóspito aún si cabe; pero me limité a responderle que así lo haría.

—Y cuando baje mañana por la noche, ¡no dé voces! Pero antes de que se vaya usted, permítame hacerle una pregunta de despedida. ¿Qué le hizo llamarme precisamente como lo hizo esta noche, gritando «¡Hola! ¡Ahí abajo!»?

—Quién sabe —respondí—. Grité algo así, cierto…

—No, no gritó nada así. Esas fueron las palabras exactas que utilizó. Ya las he oído antes.

—Esas fueron las palabras precisas, lo admito. Las dije, sin duda, porque le vi a usted ahí abajo, y no por otra razón.

—¿No fue por otro motivo?

—¿Qué otro motivo podría tener para decir algo así?

—¿No tuvo la sensación de que le eran inspiradas de algún modo sobrenatural?

—No, sinceramente.

Me deseó entonces las buenas noches mientras sostenía en alto su candil. Caminé junto a las vías (tenía la desagradable sensación de que un tren me perseguía) hasta dar con el sendero. El ascenso resultó más sencillo que la bajada, y regresé a mi posada sin mayores avatares.

La noche siguiente, puntual a mi cita, me dispuse a bajar por el sendero zigzagueante de nuevo. Un reloj de una torre lejana dio las once. Abajo, junto a las vías, vi al hombre esperándome, con la luz blanca encendida.

—No he gritado —susurré cuando estábamos ya cerca—; ¿puedo hablar ya?

—Desde luego, señor.

—Entonces, buenas noches. Aquí tiene mi mano.

—Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Dicho esto, caminamos hombro con hombro hasta su caseta; entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

—He pensado, señor —empezó a decir, reclinándose hacia delante en cuanto nos hubimos sentado y hablando en un tono ligeramente superior a un susurro—, que no tiene por qué volver a preguntarme de nuevo qué es lo que me angustia. Ayer por la tarde le tomé por otra persona, nada más. Eso es lo que me angustia.

—¿El hecho de haberse equivocado?

—No. Esa otra persona.

—¿De quién se trata?

—No lo sé.

—¿Se parece a mí?

—No lo sé. Nunca le he visto la cara, en realidad. Suele taparse el rostro con el brazo izquierdo, mientras agita violentamente su brazo derecho… Así.

Seguí con la vista su brazo y vi que gesticulaba con la mayor pasión y vehemencia, como si quisiera decir: «¡Por Dios santo, apártese de la vía!».

—Una noche de luna —dijo el hombre—, estaba yo sentado ahí mismo, donde está usted, cuando escuché que alguien me gritaba: «¡Hola! ¡Ahí abajo!». Me puse en pie y miré desde la puerta. Delante de mí, junto a la luz roja a la entrada del túnel, vi a alguien haciendo esos mismos gestos que acabo de mostrarle. Aquella persona parecía estar ronca, de tantas voces que daba. Gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Y de nuevo, «¡Hola! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Agarré con todas mis fuerzas la lámpara roja y corrí hacia aquella figura, respondiendo: «¿Qué problema hay? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde?». Era un hombre. Estaba de pie justo a la salida del túnel. Me acerqué tanto a él que me extrañó que mantuviera oculta su cara tras la mano. Corrí hasta él y alargué la mano para retirar la manga de su cara cuando de repente, sin saber muy bien cómo, desapareció.

—¿Dentro del túnel?

—No. Me lancé al interior del túnel, recorrí como poco quinientas yardas. Me paré, sostuve la lámpara sobre mi cabeza, y vi las señales que marcaban la distancia, y las manchas de la humedad deslizarse por la pared y gotear a través del arco. Salí de allí corriendo, más rápido de lo que había entrado (sentía una repugnancia mortal hacia aquel lugar), y busqué alrededor de la luz roja con mi propia lámpara, pero en vano. Trepé por la escalera de hierro hasta la galería que hay en lo alto, volví a bajar y corrí hasta la cabaña de nuevo. Telegrafié en ambas direcciones: «Se ha dado una alarma, ¿hay algún problema?». La respuesta que llegó en ambos casos fue la misma: «Todo en orden».

Resistiéndome al lento tacto del dedo helado que recorría mi espina dorsal, le hice ver que probablemente fue víctima de algún tipo de ilusión óptica; y que esas figuras y apariciones, cuyo origen reside en el deterioro de los delicados nervios que regulan las funciones del ojo, son conocidas por atormentar con frecuencia a los que las padecen, algunos de los cuales se hacen conscientes de la naturaleza de su enfermedad e incluso la han visto demostrada por experimentos de los que han sido objeto.

—Y en lo que se refiere al grito —insistí—, no tiene más que escuchar de qué modo sopla el viento en este valle inhóspito mientras hablamos aquí tan bajito, y su rasgueo furioso en los cables del telégrafo.

Todo eso estaba muy bien, reconoció después de que me hubo escuchado durante un rato. Qué no sabría él sobre el viento y los cables, él, quien tantas crudas noches de invierno pasaba aquí velando, en total soledad, mientras observaba las vías. Pero insistió en aclarar que aún no había terminado su relato.

Me disculpé y entonces, lentamente, posando su mano en mi hombro, añadió lo siguiente:

—Seis horas después de aquella aparición, tuvo lugar un accidente que será tristemente recordado por siempre en esta comarca. Durante diez horas estuvieron sacando heridos y muertos del túnel, justo por el mismo lugar donde había visto a aquella figura.

Me sobrevino un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No podía negarse, repliqué, que aquella coincidencia había venido que ni pintada para dejar su mente profundamente impresionada. Aunque era un hecho incuestionable que tales coincidencias extraordinarias suceden de modo habitual en casos como ése, lo cierto es que debía admitir, (y aquí me pareció intuir que estaba a punto de objetar algo en contra) que los hombres con sentido común no suelen otorgar demasiada importancia a las coincidencias cuando éstas tienen que ver con los avatares normales de la vida.

De nuevo me interrumpió para decirme que aún no había acabado su relato.

Volví a pedirle excusas por mis constantes interrupciones.

—Lo que voy a contarle —dijo, apoyando de nuevo su mano en mi hombro y mirando de soslayo sobre el suyo con ojos apagados— sucedió hace justo un año. Habían pasado seis o siete meses, y yo ya me había recuperado de la sorpresa y la conmoción. Entonces, una mañana, al amanecer, estaba yo en la puerta mirando hacia la luz roja. De repente volvió a aparecérseme aquel espectro.

Se detuvo, mirándome fijamente.

—¿Gritaba?

—No. Estaba totalmente en silencio.

—¿Y agitaba el brazo?

—No. Se apoyaba en el poste de la luz, cubriéndose la cara con ambas manos. Así.

Una vez más volví a seguir su brazo con los ojos. Se trataba esta vez de un gesto de lamento. Parecía la postura que adoptan las esculturas que hay colocadas sobre algunos sepulcros en los cementerios.

—¿Se acercó usted hasta él?

—Entré en la caseta y me senté, en parte para recapacitar, en parte porque me sentía muy débil. Cuando volví a la puerta, ya se había hecho totalmente de día y el fantasma había desaparecido.

—Pero ¿no sucedió nada después? ¿No hubo consecuencias esta vez?

Me tocó en el brazo con su dedo índice dos o tres veces, asintiendo en cada ocasión de una forma funesta:

—Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía ser una confusión de manos y cabezas, y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de hacerle al conductor la señal de parada. Apagó y echó el freno, pero el tren pasó de largo, siguiendo su marcha unas ciento cincuenta yardas o más. Lo perseguí, y al llegar oí en su interior unos terribles gritos, y alguien que chillaba. Una joven dama, bastante bella, al parecer, había fallecido súbitamente en uno de los compartimentos. La trajimos a la cabaña y la colocamos en el suelo; la pusimos ahí, justamente donde está usted.

Retiré involuntariamente mi silla mientras miraba hacia donde él señalaba.

—Es totalmente cierto, señor, es la pura verdad. Sucedió tal y como se lo cuento.

No se me ocurría nada que decir al respecto. Noté que tenía la boca muy reseca. El viento y los cables acogieron la historia con un largo vagido quejumbroso.

Continuó.

—Ahora, señor, preste atención y juzgue usted las razones por las que mi mente se ve continuamente atribulada desde entonces. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces, ha estado ahí, atormentándome una y otra vez. Va y viene, y no sé qué es lo que le impulsa a hacerlo.

—¿Y se coloca junto a la luz?

—Sí. Junto a la luz de emergencia.

—¿Y qué es lo que hace?

Repitió, con renovada pasión y vehemencia, si cabe, el gesto que ya había hecho antes: «¡Por Dios santo, apártese!».

Continuó entonces.

—No me da tregua. Reclama mi presencia, durante minutos interminables, de manera agonizante: «¡Allí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado!». Se queda ahí, gesticulando. Toca la campanilla…

Caí en la cuenta.

—¿Tocó su campanilla ayer mientras yo estaba aquí y usted se acercó a la puerta?

—Por dos veces.

—Ya veo —dije—; creo que su imaginación le está traicionando, amigo mío. Mis ojos estaban puestos en la dichosa campanilla, y mis oídos atentos también, y por Dios que le digo que la campana no sonó ni una sola vez mientras yo estaba aquí. No, no lo hizo. Ni en ningún otro momento, salvo cuando, por causas físicas y naturales, la estación se comunicó con usted.

Agitó la cabeza.

—Nunca he llegado a equivocarme tanto, señor. Jamás he confundido la llamada del espectro con la de los hombres. La del fantasma es una extraña vibración en la campana que no proviene de ningún otro sitio. De hecho, observará que yo no he afirmado en ningún momento que haya visto agitarse la campanilla. Desconozco por qué no la escuchó usted, pero lo cierto es que yo la oí.

—¿Y el espectro estaba ahí, cuando miró usted fuera?

—Allí estaba.

—¿Las dos veces?

—Las dos —repitió con firmeza.

—¿Se acercaría usted conmigo a la puerta para ver si está ahí ahora?

Se mordió el labio inferior, como si fuese reacio a hacerlo, pero finalmente se levantó. Abrí la puerta y me quedé quieto sobre el peldaño mientras él permanecía en el umbral. Allí, junto al túnel, esperaba la luz de emergencia. Allí estaba la lóbrega boca del túnel. Allí estaban las elevadas y húmedas paredes de piedra del desfiladero. Allí estaban las estrellas, iluminando todo por encima de ellas.

—¿Lo ve usted? —le pregunté, prestando especial atención a la expresión de su rostro. Sus ojos estaban desorbitados por el esfuerzo, pero no mucho más, tal vez, de lo que lo estaban los míos cuando los dirigí afanosamente hacia el mismo punto al que él miraba.

—No —respondió—. Ya no está ahí.

—De acuerdo —dije.

Entramos de nuevo en la caseta, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Parecía cavilar acerca de cómo aprovechar esta ventaja, si es que podía llamarse así, cuando retomó la conversación espontáneamente, asumiendo, sin más, que ninguno de los dos cuestionaba los hechos mismos que relataba; viéndome, de pronto, situado en la posición más débil, exclamó.

—A estas alturas comprenderá usted claramente, señor —dijo—, que lo que tanto me atormenta es la pregunta que no hago más que hacerme, desde hace días: ¿Qué es lo que me quiere decir el espectro esta vez?

Le dije que no estaba seguro del todo de haber comprendido su razonamiento.

—¿Contra qué nos advierte? —dijo rumiando las palabras, con la vista fija en el fuego, desviándola hacia mí cada tanto—. ¿Cuál es el peligro que nos acecha? ¿Dónde está? Un peligro se cierne sobre algún lugar de la línea, de eso estoy seguro. Sucederá alguna calamidad espantosa en cualquier momento. Después de lo que ya ha sucedido, esta tercera vez no ha que quedarle ninguna duda. Aunque, desde luego, lo que está claro es que alguien ha lanzado un cruel hechizo sobre . ¿Qué puedo hacer?

Sacó su pañuelo y enjugó unas gotas de sudor de su frente.

—Si telegrafiase avisando de una alarma a cualquiera de los dos ramales de la línea, o a ambos al tiempo, no podría justificarla de ningún modo —siguió diciendo, mientras se secaba las palmas de las manos en la pechera—. Me podría meter en un lío, y además no serviría de nada en realidad. Me tomarían por loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Extremen las precauciones!». Respuesta: «¿A qué peligro se refiere? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé exactamente. Pero ¡por Dios santo, extremen las precauciones!». Sin duda me relevarían. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

Era lamentable constatar el sufrimiento que atenazaba a aquella alma. Aquello constituía una tortura mental para un hombre tan meticuloso, oprimido más allá de su resistencia por una incomprensible responsabilidad hacia la vida.

—La primera vez que se presentó bajo la luz roja, junto al túnel —continuó, retirándose el oscuro pelo hacia atrás, y palpándose las sienes en un gesto de angustia febril—, ¿por qué no me dijo dónde sucedería el accidente…? De todos modos, había de pasar necesariamente. ¿Por qué no me dijo cómo evitarlo, si es que podía evitarse? Cuando ocultó su rostro la segunda vez, ¿por qué en lugar de eso no me dijo: «Ella va a morir. Haga que se quede en su casa»? Si en aquellas dos ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran reales, y así prepararme para una tercera, ¿por qué no me advierte ahora claramente de lo que nos espera? Y yo, ¡que Dios me asista!, soy tan sólo un pobre guardavías enterrado en este puesto solitario. ¿Por qué no se habrá aparecido el espectro a alguien que gozase de un mayor crédito y tuviese poder suficiente para actuar?

Cuando le vi en aquel estado, me di cuenta de que, tanto por la salud mental de aquel pobre hombre como por la propia seguridad pública, si algo había que hacer con premura era tranquilizarle. Por lo tanto, dejando de lado toda discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le planteé que quien quisiera llevar a cabo su labor concienzudamente, debía hacerlo bien y que al menos él debía sentirse reconfortado por saber en qué consistía aquella tarea, si bien yo seguía sin alcanzar a comprender la naturaleza de aquellas apariciones desconcertantes. Tuve más éxito en este empeño que en el intento de razonar con él para que abandonase sus convicciones. Se calmó; las ocupaciones inherentes a su cargo empezaron a exigirle una mayor atención a medida que la noche iba avanzando, y así, a las dos de la mañana, me despedí de él. Me ofrecí para acompañarle durante toda la noche, pero él no quiso ni oír hablar de ello.

No veo razón alguna para ocultar que más de una vez me volví a mirar la luz roja mientras ascendía por el sendero, y que no me gustaba aquella luz, y que sin duda me costaría conciliar el sueño si mi cama se encontrase junto a ella. Tampoco veo motivos para disimular que no me agradaron los pasajes que me había relatado sobre el accidente y la chica muerta.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente eran las consideraciones acerca de cómo debía actuar yo, tras haberme convertido en el destinatario de aquella revelación. Quedaba demostrado que se trataba de alguien inteligente, despierto, metódico y preciso; pero ¿cuánto tiempo podría seguir así, en sus cabales? Si bien se hallaba en una posición de subordinado, aún seguía recayendo sobre él una importantísima responsabilidad y, ¿estaría yo dispuesto (pongamos) a arriesgar mi propia vida, dado el caso, para que él continuase llevando a cabo su tarea con precisión?

Incapaz de sobreponerme a la sensación de que le traicionaría en parte si comunicase lo que él me había contado a sus superiores de la compañía, sin haberlo hablado antes con él de un modo sincero proponiéndole una solución intermedia, resolví ofrecerme a acompañarle (manteniendo, en cambio, su secreto por el momento) al médico más prestigioso que hubiese por los alrededores para recabar así su opinión. Me informó de que se produciría un cambio en los horarios de su turno a la noche siguiente y que se ausentaría durante una o dos horas al amanecer y, de nuevo, poco después del ocaso. Quedé en regresar según lo previsto.

Al día siguiente el atardecer fue muy agradable y salí temprano para disfrutarlo. El sol no había descendido demasiado todavía cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. Alargaré el paseo durante una hora —me dije a mí mismo—, media de ida y media de vuelta, y así haré tiempo hasta que llegue el momento de acercarme a la caseta del guardavías.

Antes de proseguir mi caminata, me acerqué al borde del precipicio y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo había divisado la primera vez. Soy incapaz de describir el terror que se apoderó de mí cuando, junto a la boca del túnel vi lo que parecía un hombre con su manga izquierda sobre los ojos, agitando con fuerza su brazo derecho.

El horror inenarrable dio paso a la extrañeza, ya que enseguida vi que aquella aparición era de hecho un hombre de carne y hueso, y que junto a él, a corta distancia, había un pequeño grupo de personas, ante quienes aquel tipo parecía estar representando alguna escena. La luz de alarma no estaba encendida todavía. Junto al poste había una pequeña garita baja, enteramente nueva para mí, que había sido fabricada con algunos tablones y unas lonas. Parecía no mayor que una cama.

Con una irrefrenable sensación de que algo andaba mal, y atenazado por un repentino miedo culpable de que algún daño fatal se hubiese producido por dejar allí solo a aquel hombre sin avisar para que enviasen a alguien a supervisar o corregir sus acciones, descendí por el escarpado sendero lo más rápido que pude.

—¿Qué ocurre? —pregunté a los hombres.

—El guardavías se ha matado esta mañana, señor.

—¿No se referirá al hombre que vivía en aquella caseta?

—Si, señor.

—¡Oh, Dios mío, yo conocía a ese hombre!

—Si lo ha visto alguna vez, podrá usted ayudarnos a identificarle —dijo un hombre que hablaba por los demás, descubriéndose la cabeza con solemnidad y alzando la lona por uno de sus extremos—; al menos, su cara ha quedado relativamente intacta.

—¡Oh! Pero, díganme, ¿cómo ha ocurrido? —pregunté volviéndome hacia unos y otros mientras la puerta de la garita se cerraba de nuevo.

—Fue seccionado en dos por una locomotora, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su oficio. Pero por algún motivo, cuando el tren pasó estaba en mitad del raíl exterior. Ocurrió, además, en pleno día. Había encendido la luz y llevaba la lámpara en la mano. Se encontraba de espaldas al túnel cuando la locomotora salió y lo arrolló. Ese es el hombre que conducía el tren. Nos estaba enseñando cómo sucedió todo. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que estaba vestido con un burdo mono oscuro, se colocó de nuevo en el mismo lugar, a la entrada del túnel.

—Al torcer en la curva del túnel, señor —dijo él—, le vi al fondo, como por un catalejo. No había tiempo de reducir la velocidad, aunque yo sabía que él era muy precavido. Como no parecía hacer caso del silbato, dejé de tocarlo cuando nos aproximábamos hacia él y traté de llamar su atención gritándole tanto como pude.

—¿Qué es lo que le dijo?

—Le grité: «¡Allí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese!». ¡Uf! Fue un momento terrible, señor. No deje de gritarle ni un momento. Me cubrí los ojos con el brazo para no verlo y agité el otro brazo todo cuanto pude, pero fue inútil.

Sin ánimo de prolongar más la narración para profundizar en alguna de las curiosas circunstancias que concurrieron en aquel funesto suceso, querría, para concluir, destacar la coincidencia de que la advertencia del maquinista incluía no sólo las palabras que el desdichado guardavías me había dicho que le atemorizaban, sino también las palabras que yo mismo (y no él) asocié (en mi cabeza) a los gestos que él había imitado.

Extraído del ejemplar de All Year Round

 

titulado «El transbordo de Mugby»,

 

Navidad de 1866