La Armada y el Imperio

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Mientras hubo Armada hubo Imperio.

Conviene difundir batallas maritimas españolas que fueron enormes en su tiempo, y a las cuales hoy no se les da la debida importancia, por este pais que desconoce su historia. Si fueran hechos de otros paises, ya habría peliculas,  series, novelas, y libros que difundieran hechos tan importantes para la historia no solo de España, sino de muchos paises. Por lo demas solo los intereses de la historiografía de otros paises difunden sin cesar de Trafalgar o de la Armada Invencible, de gran importancia pero muy magnificados.

Top de grandes victorias navales:

La Contra Armada Inglesa 1589.

La expedición de la Contraarmada está considerada como uno de los mayores desastres militares de la historia de la Gran Bretaña, quizá sólo superado, siglo y medio después y durante la Guerra del Asiento, por la derrota sufrida en el sitio de Cartagena de Indias de nuevo a manos de tropas españolas. Según el historiador británico M. S. Hume, de los más de 18.000 hombres que formaron aquella flota de invasión descontados los numerosos desertores, sólo 5.000 regresaron vivos a Inglaterra. Es decir, más del 70 por 100 de los expedicionarios fallecieron en la operación.  A las pérdidas humanas hay que añadir la destrucción o captura por los españoles de al menos doce navíos, y otros tantos hundidos por temporales. Además de esto, los ingleses perdieron también al menos 18 barcazas y varias lanchas.

Aparte de perder la oportunidad de aprovechar el que la Armada española se encontrase en horas bajas, los costes de la expedición agotaron el tesoro real de Isabel, pacientemente amasado durante su largo reinado. Entre los cañones capturados en La Coruña, los bastimentos y otras mercancías de variada índole apresadas en Galicia y en Portugal, el total del botín a repartir entre los numerosos inversores no alcanzaba las 29.000 libras. Teniendo en cuenta que las pérdidas de la corona inglesa debidas a la derrota habían superado las 160.000 libras, el negocio no podía ser más ruinoso para Isabel.

Ante la magnitud del desastre, las autoridades inglesas nombraron una comisión para tratar de esclarecer las causas de la derrota, pero pronto el asunto fue enterrado debido a conveniencias políticas y propagandísticas. Por su parte, el hasta entonces considerado azote de los españoles, Sir Francis Drake, quedó condenado a un casi total ostracismo tras el fracaso, asignándosele la dirección de las defensas costeras de Plymouth y negándosele el mando de cualquier expedición naval durante los siguientes 6 años. Cuando finalmente se le concedió la oportunidad de resarcirse del fracaso de 1589, otorgándosele el mando de una gran expedición naval contra la América española, de nuevo volvió a guiar a sus hombres al desastre, finalmente perdiendo la vida él mismo en 1595 en combates contra fuerzas españolas destacadas en el Mar Caribe. Y es que «ser un gran corsario no faculta automáticamente para ser un gran almirante».

Sitio de Cartagena de Indias 1741

Quizá el peor desastre maritimo de Inglaterra, que ataco la clave del Imperio Español con fuerzas muy superiores.

Los británicos tuvieron entre 8000 y 10 000 muertos y unos 7500 heridos, muchos de los cuales murieron en el trayecto a Jamaica. En Cartagena había sucumbido la flor y nata de la oficialidad imperial británica. Además perdieron 1500 cañones e innumerables morteros, tiendas y todo tipo de pertrechos. Diecisiete buques de guerra resultaron seriamente dañados,12 aunque no se perdió ninguno.13 Esto suponía un serio revés para la flota de guerra británica, que quedó prácticamente desmantelada y tardó mucho en reponerse.

Mientras tanto, en Gran Bretaña se estuvo celebrando la «victoria» sin conocerse aún el desastroso final. Se acuñaron hasta once tipos diferentes14 de medallas y monedas conmemorativas ensalzando la toma de Cartagena por parte de las fuerzas angloamericanas. Una de ellas mostraba a Lezo arrodillado ante Vernon, entregándole su espada y con la inscripción «El orgullo de España humillado por Vernon».15 Estas llegaron a circular por España para la burla de los españoles. En 1742, Vernon, enterado de la muerte de Lezo, rondó de nuevo Cartagena, pero no se atrevió a atacar.

Los británicos empezaron a preguntarse cuándo volverían los navíos y hombres que faltaban, y se descubrió la verdad, por lo que el rey Jorge II, avergonzado, prohibió a sus cronistas que hicieran mención alguna de tal suceso. Vernon murió en 1757.

En conjunto, la guerra reportó escasos éxitos y muchos problemas a Gran Bretaña, ya que al fracaso de Cartagena de Indias se sumaron varias derrotas cuando los británicos trataron de tomar San Agustín (Florida)La GuairaPuerto Cabello (Venezuela) y Guantánamo y La Habana (Cuba). No obstante, el contraataque español en la batalla de Bloody Marsh, en Georgia, pudo ser repelido y por ello los combates finalizaron sin cambios fronterizos en América. Por su parte España consiguió mantener sus territorios, y prolongar su supremacía militar en América durante algunas décadas más.

Como resultado de esta batalla España fortaleció el control de su Imperio en América durante 70 años más aproximadamente y con él la prolongación de la rivalidad marítima entre españoles, franceses y británicos hasta comienzos del siglo XIX. Para el Reino Unido, las consecuencias a medio plazo fueron mucho más graves. Gracias a esta victoria sobre los británicos, España pudo mantener unos territorios y una red de instalaciones militares en el Caribe y el Golfo de México que serían magistralmente utilizados por el teniente coronel Bernardo de Gálvez para jugar un papel determinante en la independencia de las colonias británicas de Norteamérica, durante la llamada guerra de independencia estadounidense, en 1776.

La derrota anglosajona fue total. Todas sus naves fueron quemadas, hundidas o apresadas por el enemigo. Los hombres que no murieron en combate, fueron hechos prisioneros. Esto incluía a caballeros  por cuyo rescate se podían pedir elevadas sumas de dinero, y soldados del contingente enviado desde Inglaterra con destino a la guerra en la Guyena. El número de estos últimos es incierto. Fernández Duro, basándose en la Crónica Belga,4lo estima en unos 8.000. Los castellanos también se hicieron con el dinero (que el cronista Walsingham cifra en 20.000 marcos ) que el rey de Inglaterra había embarcado para pagar a las tropas combatientes en la zona. Como colofón, durante el viaje de regreso hacia Santander, Bocanegra apresó, en torno a la latitud deBurdeos, otros cuatro barcos ingleses.

Al hacer prisioneros, el almirante de Castilla tuvo con los vencidos en esta batalla un gesto humanitario inusual en aquellos tiempos, pues era costumbre entonces degollar o arrojar al agua a todos los adversarios, aunque se hubieran rendido. Pembroke y setenta caballeros  fueron enviados a Burgos.

La capacidad de mantener la posesión de la ciudad, e incluso de toda la Guyena, se redujo drásticamente. El primer efecto de la derrota inglesa fue permitir la conquista de La Rochelle, lo que consiguieron dos meses después fuerzas terrestres y marítimas franco-castellanas. Y este hecho marcó el desarrollo de la guerra de los Cien Años, pues como resultado de la pérdida de esta estratégica plaza (además de los soldados y recursos embarcados en la flota vencida) Inglaterra tuvo más dificultades para defender sus posesiones en la Guyena frente a la ofensiva francesa, que se endureció a partir de este momento.

Por lo que respecta a la Corona de Castilla, su rotunda victoria tuvo para ella favorables repercusiones militares y económicas. Se consolidó como primera potencia naval en el Atlántico, otorgando así mayores posibilidades mercantiles a sus marinos (fundamentalmente vascos y cántabros). El comercio de lana entre Inglaterra yFlandes se había interrumpido a causa de la guerra, y ahora será Castilla la que sustituya en esta actividad a la derrotada.  Los ingresos obtenidos de las exportaciones propiciaron un auge económico castellano, y Burgos se convirtió en una las ciudades más importantes de Europa Occidental.

Blas de Lezo

Blas de Lezo, el almirante «mediohombre» es a los españoles lo que Nelson a los ingleses. Mucho se ha hablado del almirante Nelson como uno de los mejores marinos más famosos de la historia, el cual participó en las guerras napoleónicas y en la batalla de Trafalgar, y cuyo nombre se recuerda con grandeza en Gran Bretaña. Menos sabido al mismo nivel fue el caso de Blas de Lezo, el almirante español conocido como patapalo o mediohombre, apelativos otorgados por sus heridas militares. Faltan novelas, peliculas, series, documentales sobre este marino de gran importancia.Aunque esta empresa fracasó, sus perdidas fueron mas por naufragios que por los ingleses, y está llena de mitos y falsedades:

La Armada Invencible.

Sin embargo, un estudio del historiador español José Luis Casado Soto, de 1988, demostró, con un seguimiento de cada navío según la contabilidad de la Gran Armada y la administración de armadas posteriores que en total las pérdidas no superaron los 35 buques siendo estos casi todos navíos de transporte y de navegación mediterránea ya que en el viaje de vuelta no naufragó un solo galeón.27

Se cuenta que a la vuelta de la Armada a España, Felipe II dijo: «Yo envié a mis naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos».24 En el margen de una de las cartas enviadas al duque de Parma, autores como Carlos Gómez-Centurión sí dan por escrita por el propio rey la frase: «En lo que Dios hace no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello».

Otra tergiversación bastante común relativa a este episodio histórico es la idea de que la flota inglesa era muy inferior en número de barcos y de cañones a la española y que, a pesar de ello, los ingleses consiguieron con su pericia y astucia derrotar a la flota española. Esto es absolutamente falso, ya que en realidad, los barcos ingleses superaban en número a los españoles, a pesar de que la flota española superaba en tonelaje a la inglesa, y la flota española era, a priori, más poderosa. De hecho, la flota movilizada por la Royal Navy constaba de 226 barcos aunque 163 de esos barcos eran mercantes, entonces la flota inglesa solamente consistía en 63 barcos armados, frente a los 137 que componían la Grande y Felicísima Armada. En cuanto al número de cañones, la flota española contaba con 2431 cañones mientas la flota inglesa tenía aproximadamente 2000 cañones (individualmente, los barcos españoles estaban mucho más artillados que los ingleses).

Siguiendo con otra de las tergiversaciones más extendidas, hoy en día es bien conocido el hecho de que los ingleses sufrieron menos bajas que los españoles en la batalla de las Gravelinas, y que los españoles, a su vez, sufrieron cerca de 10 000 bajas debido a un feroz temporal que los sorprendió bordeando la costa occidental irlandesa. Un hecho muy importante, y que al mismo tiempo es poco conocido, es que los marinos ingleses fueron a su vez diezmados por causas ajenas al combate, ya que unos 9000 marineros ingleses fueron víctimas de sendas epidemias de tifus y disentería que estallaron a bordo de los barcos ingleses inmediatamente después del enfrentamiento con la flota española. Además, el ambiente en Inglaterra tras la batalla distó mucho de ser la algarabía de fervor patriótico y festejos por el fracaso de la invasión española que la mitología popular pretende. La realidad es que a la batalla siguieron todo tipo de disturbios y enfrentamientos políticos provocados por las penalidades pasadas por los combatientes ingleses, que murieron por millares en un total abandono, y que tardaron meses en cobrar sus sueldos debido a que la guerra llevó al borde de la bancarrota tanto a la corona española como a la inglesa.

La más incomprensible de las tergiversaciones, que implican el desastre de la Armada española de 1588, es que este episodio con frecuencia es referido por historiadores anglosajones como un brillante ejemplo de la gran tradición defensiva inglesa que ha impedido, desde la invasión normanda del siglo XI, el desembarco en suelo inglés de cualquier fuerza hostil por poderosa que fuera.En realidad, tropas españolas atacaron y saquearon localidades inglesas en diversas ocasiones, tanto antes como después del episodio de la Armada Invencible, si bien estos hechos suelen ser omitidos en la historiografía inglesa.

Ya durante la Guerra de los Cien Años, el almirante castellano Fernando Sánchez de Tovar asoló las costas inglesas durante seis años (entre 1374 y 1380), saqueando múltiples localidades como SouthamptonPlymouthPortsmouthDartmouth, o Poole, entre otras, y llegando a incendiar, tras remontar el Támesis la localidad de Gravesend, a la vista de Londres. Años después, y durante el mismo conflicto, el corsario español Pero Niño, volvió a atacar en 1405 la península deCornualles, asolando la isla de Pórtland y saqueando Poole.

Obviando los fugaces desembarcos que marinos españoles llevaron a cabo en las costas inglesas por motivos de aprovisionamiento de urgencia, en julio de 1595 se produjo la batalla de Cornualles. Una flota compuesta por cuatro galeras españolas al mando de Carlos de Amésquita, que patrullaba en aguas inglesas, desembarcó unos 400 soldados de los tercios en la bahía de Mount, en la península de Cornualles, al suroeste de Inglaterra para aprovisionarse. Las milicias inglesas, encargadas de la defensa inglesa en caso de invasión de tropas españolas, huyeron, y los españoles tomaron todo lo que necesitaban y quemaron las localidades deMouseholePaulNewlyn y todos los pueblos de los alrededores. Al final del día, celebraron una tradicional misa católica en suelo inglés, embarcaron de nuevo y lograron esquivar una flota de guerra al mando de Francis Drake y John Hawkins que había sido enviada para expulsarlos.

En 1597Felipe II volvió a enviar una nueva flota de invasión contra Inglaterra, más poderosa que su precursora de 1588. Tras avanzar hacia las costas inglesas sin encontrar oposición, un fuerte temporal dispersó la flota, si bien en esta ocasión no se produjeron los catastróficos resultados de 1588. Aun así, siete barcos llegaron a tierra en las proximidades de Falmouth, desembarcando a 400 soldados de élite que se atrincheraron esperando refuerzos para marchar sobre Londres. Tras dos días de espera en los que las milicias inglesas no se atrevieron a hostigarlos, recibieron la orden de embarcar, pues la flota se había dispersado irremediablemente, regresando a España. (Fuente Wikipedia)

Lo que si es cierto es que esta expedición fracasó y estuvo mal dirigida pero si fue un exito propagandistico de Inglaterra que no engrandeció miesntras ocultaba la investigación de su gran derrota del año siguiente.

Grandes Poemas 1 Virgilio

Paisajes de playas (49)

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Virgilio, el más grande poeta de Roma, vaticinó la venida de Cristo dos décadas antes de su nacimiento. Así lo consideró la Cristiandad entera, que tuvo al poeta como anunciador del cristianismo. Dante escogió por esto a Virgilio como protagonista de su «Divina Comedia». Naturalmente los hombres modernos, dicen que se refería a un emperador romano.

 Virgilio, Égloga IV.

«Han llegado los tiempos últimos de que habla la Sibila:

Va a comenzar de nuevo el curso inmenso de los siglos.

De lo más alto de los cielos nos va a ser enviado un reparador.

Alégrate, casta Lucina, por el nacimiento de este niño,

que hará cesar la Edad de Hierro, reinante hasta ahora,

y extenderá la Edad de Oro por todo el universo…

El que debe obrar estas maravillas será engendrado en el mismo seno de Dios;

se distinguirá entre los seres celestiales;

aparecerá superior a todos ellos y regirá con las virtudes de su padre al mundo pacificado…

Ven, pues, querida descendencia de los cielos,

ilustre vástago de Júpiter, porque se acercan ya los tiempos vaticinados.

Ven a recibir los grandes honores que te son debidos.

Mira tu venida al globo del mundo vacilante bajo el peso de su bóveda;

la tierra, los vastos mares, el alto cielo…

todo se agita y alegra por el siglo que ha de venir».

Egloga IV MUSAS SICELIDES, (otra traducción)

cantemos ya cosas mayores!,
pues no a todos agradan las plantas y sus flores.  

Si cantamos los bosques, que sean dignos de un cónsul.
Se cumplen ya los vaticinios de la Sibila de Cumas
y comienza ahora un largo renacer de siglos:
Vuelve la Virgen y el nuevo imperio de Saturno
y el alto cielo nos brinda una nueva descendencia.

Tú, casta Lucina, acoge y socorre al niño recién
nacido, que vencerá la edad de hierro
y hará nacer la nueva generación gloriosa.

Apolo reina ya y contigo, cónsul Polión,  
comienza el esplendor de los meses grandiosos.

Siendo tú general, nuestro mal desaparecerá
y la tierra se verá ahora libre de eterno temor.  

El recibe la vida de los dioses y con ellos verá
muchos héroes y será tenido como uno de ellos
y gobernará con su poder excelso el orbe aplacado.  

Y para ti, niño, la tierra sin ser cultivada,
te dará ágiles yedras con nardos y flores de acanto.

cuentos rusos 6

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Mijaíl Saltykov–Shchedrín (1826–1889)
Aventuras de Kramólnikov

cuento–elegía

Una mañana, al despertarse, Kramólnikov advirtió, con entera claridad, que no existía. La víspera se sentía aún un ser real, mientras que aquel día, por arte de birlibirloque, su existencia se había convertido en inexistencia. Pero aquella inexistencia era de un carácter muy singular. Kramólnikov se palpó precipitadamente el cuerpo; luego, pronunció en voz alta algunas palabras, y, por último, se miró al espejo; resultó que él estaba allí, presente, y que en su calidad de alma inscripta en el censo de siervos existía lo mismo que ayer. Es más, probó a pensar y se cercioró de que podía hacerlo. Pero, a pesar de todo, no le cabía la menor duda de que ya no era un ser viviente. No era ya el Kramólnikov, no inscripto en el censo, que se sintiera el día anterior. Diríase que se había cerrado bruscamente una puerta ante él o que un alud había interceptado su camino, y ya no podía ir a ninguna parte ni tenía objeto alguno caminar.

Haciendo toda suerte de conjeturas, se puso a observar con curiosidad cuanto le rodeaba, y su mirada detúvose un instante en el trabajo literario, empezado, que se hallaba sobre la mesa escritorio; de pronto, se sintió sacudido corno por una descarga eléctrica…

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

Al principio pensó: «¡Qué tontería!», y tomó la pluma. Mas, cuando quiso continuar el trabajo iniciado, se convenció inmediatamente de que, en efecto, tenía que tacharlo de un plumazo y escribir debajo: ¡Innecesario!

Comprendió que todo continuaba como antes; únicamente su alma había quedado cerrada a piedra y lodo. En adelante, sería dueño de regir las funciones de su alma empadronada y, quizás, también dueño de pensar; pero nada de aquello tenía ya objeto. Le habían quitado lo principal, lo que constituía el fundamento y la esencia de su vida: aquella fuerza radiante que le permitía encender los corazones de los demás con el fuego del suyo propio.

Permanecía en pie estupefacto; miraba, y no veía; buscaba, y no encontraba. En su pecho ardía algo terriblemente torturante, abrasador, mientras por el aire se expandía un susurrante rumoreo necio, maligno: «¡Lo han cogido, lo han descubierto, lo han atrapado!”

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido?

Su alma estaba en efecto cerrada a piedra y lodo. Como todo hombre de convicciones y firmes creencias, Kramolnikov tenía un sagrario en su interior donde guardaba !os tesoros de su alma. Aquellos tesoros, lejos de esconderlos y considerarlos de su exclusiva pertenencia, los esparcía a manos llenas. Y a ello se reducía a su entender todo el sentido de la vida humana. Sin aquella fuerza interna que obligaba al hombre a emanar luz y bien, dándole al propio tiempo capacidad de recepción para la luz y el bien de los demás, la sociedad humana se asemejaría a un cementerio. Aquello no sería una sociedad, sino un depósito de cadáveres… Y ahora, llegaba para él un período cadavérico. El intercambio mutuo de la luz y del bien había terminado Kramólnikov mismo era ya un cadáver, y cadáveres eran también aquellos a quienes se dirigiera, hacía tan poco tiempo, como fuente del agua de la vida, que hacía fecunda a su actividad… Nunca, ni siquiera en hipótesis, se había imaginado que pudiera ocurrirle tan profunda desgracia.

Kramólnikov era un literato poshejoniano de pura cepa, sin más afecciones que el cariño al lector, ni más alegrías que su relación con él. No plasmaba al lector dándole forma material alguna pero, sin embargo, lo tenía presente de continuo. Aquella devoción a un ser abstracto encerraba algo singular; era como una especie de pasión morbosa. Durante varios decenios había constituido su único sustento espiritual y de año en año se fue haciendo acuciante. Por último, llegó la vejez, y todas las venturas de la vida, excepto aquélla —suprema, la más esencial—, perdieron para él todo interés, tornándose innecesarias…

Y de pronto, en aquel instante se derrumbó también su ventura postrera. Abrióse de pronto un negro abismo y se tragó el único aliciente de su vida…

En la esfera literaria suelen encontrarse a veces personas de tal naturaleza, que orientan exclusivamente su vida en una sola dirección. Desde su juventud, se va formando su existencia de un modo tan unilateral, que cualesquiera que sean las casuales circunstancias que las aparten del camino señalado por la fatalidad, sus desviaciones nunca serán serias ni duraderas. Bajo las sucias capas de aluvión continúa fluyendo el claro arroyuelo, como la sangre por las venas. Toda la diversidad de la vida se les antoja ficticia; todo el interés de ésta se halla concentrado en un punto luminoso. Nunca reparan en qué contingencias pueden esperarles en el camino, jamás prevén nada, no se preocupan de asegurarse la retaguardia, ni de practicar reconocimiento del terreno ni se informan de ejemplos precedentes. Proceden así, no porque no comprendan los fenómenos que se producen ante ellos y su propia dependencia de los mismos, sino porque ninguna clase de previsiones ni informes pueden alterar lo más mínimo unas funciones cuya interrupción sería igual al cese de la existencia. Hay que matar al hombre para que se interrumpan tales funciones.

¿Sería posible que precisamente un asesinato semejante se hubiera perpetrado entonces, en aquel enigmático momento? ¿Qué había ocurrido? En vano buscaba respuestas. Tan sólo comprendía una cosa: que por todas partes le rodeaba un vacío insondable.

Kramólnikov amaba ardientemente, con fiel pasión, a su país; conocía muy bien su historia, tanto pasada como presente. Pero aquel conocimiento ejercía sobre él una influencia singular en extremo: era un manantial, nunca cegado, de dolor que, renovándose de continuo, acabó por ser el principal objeto de su vida, por dar dirección y colorido a toda su actividad. Y Kramólnikov, lejos de procurar calmar aquel dolor, lo atizaba y reavivaba en su corazón. La vitalidad del dolor y la continua sensación del mismo era una fuente de vivas imágenes, a través de las cuales el dolor se transmitía a la conciencia de los demás.

Sabía Kramólnikov que su país poshejoniano gozaba desde tiempos remotos fama de tornadizo e inestable, que su propia naturaleza no merecía confianza. Los ríos se desbordaban y no había año que no cambiasen de curso formando numerosos bancos de arena en sus cauces. Los fenómenos atmosféricos, sorprendentes por lo inesperados que eran, parecían obra de magia: hoy, hacía tanto calor, que la camisa chorreaba en la espalda del vecino, y al día siguiente, la misma camisa, del frío, estaba más tiesa que una estaca. Los veranos eran cortos, la vegetación pobre, los pantanos inmensos… En resumidas cuentas: una naturaleza tan inadecuada y traidora, que no se podía hacer de antemano suposiciones de ninguna clase.

Pero más inestable todavía era en Poshejón la suerte de las personas. El rústico decía: «Del zurrón de mendigo y de la cárcel ni Dios te libra». El comerciante y el artesano aseguraban: «Nuestras ganancias se ven menos que una raya en el agua». El boyardo afirmaba: «Ayer, era grande como un castillo, y hoy, soy pequeño como un comino». ¡No había relación entre el ayer y el mañana! El hombre vagaba a la ventura, como por el Valle de las Maravillas: «Si Dios manda buenos vientos, llegarás a ser general; si no los manda, en soldado te quedarás».

¿De qué conciencia podía hablarse cuando por doquier reinaban la deslealtad y la traición? ¿En qué podía apoyarse? ¿Con qué forjarse?

Todo aquello lo sabía Kramólnikov, pero repito que el conocimiento avivaba el dolor de su corazón y era el punto de partida de sus actividades. Repito también que quería profundamente a su país, amaba su pobreza, su desnudez, su infortunio. Tal vez vislumbrase en perspectiva algún milagro que pusiese fin a las desgracias que le atormentaban.

Creía en los milagros y los esperaba. Educado en el seno de los prodigios, se sometía, sin darse cuenta él mismo, a la acción de la taumaturgia y la consideraba como un factor decisivo en la vida de Poshejón. ¿En qué sentido ejercería su acción la taumaturgia? La cuestión se reducía a eso… Además, en el pasado, no todo eran tinieblas. De vez en cuando, las sombras se esclarecían un poco, y en aquellos breves espacios de claridad los habitantes de Poshejón se sentían indiscutiblemente más animosos. Esta cualidad de florecer y reanimarse bajo los rayos del sol, por débiles que sean, demuestra que para todas las personas en general la luz constituye algo muy deseado. Hay que fomentar en ellas esa instintiva ansia de luz y recordar que la vida es alegría y no un interminable padecer del que sólo puede librarnos la muerte.

No es la muerte la que debe romper las ligaduras, sino la imagen restaurada del hombre, iluminada y limpia de todas las impurezas que han ido depositando sobre ella siglos de esclavitud y expoliación. Esta verdad dimana tan naturalmente de todas las propiedades del ser humano, que no es posible dudar ni un instante de su futuro triunfo.

Kramólnikov creía en ese triunfo y todo él se entregaba a su recuerdo.

Su inteligencia y corazón los consagraba por entero a restablecer en las mentes de sus correligionarios el concepto de la luz y la verdad, y a refirmar en sus corazones la fe en que la luz llegaría y las tinieblas no podrían cercarla. Tal era en realidad el objetivo de todas sus actividades.

Y en efecto, la taumaturgia no tardó en ejercitar sus derechos. Pero no aquella taumaturgia, benéfica, que él esperaba, sino una vulgar, cruel, poshejoniana.

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

En honor de Kramólnikov hay que decir que nunca se había hecho la pregunta: «¿Por qué se me castiga?» Pues comprendía que cuando no se ha cometido delito alguno de palabra, tal género de preguntas, además de ser inoportunas, testimonian abiertamente la pusilanimidad de quien las hace. Ni siquiera negaba lo normal del hecho que le había acaecido, y únicamente la parecía que la normalidad del mismo se manifestaba de un modo excesivamente cruel y rudo. Más de una vez, en su larga carrera literaria, había tenido que desempeñar el papel de anima vilis ante la taumaturgia, pero hasta entonces ésta al menos le había dejado el alma intacta. Ahora se la había arrancado y estrujado, cerrándola a piedra y lodo, y por muy acostumbrado que estuviera Kramólnikov a las veleidades de la taumaturgia, en esta ocasión experimentaba gran sorpresa. Era como si le hubieran tundido a golpes, sentía en todo su ser un dolor agudo, ardiente y nuevo en absoluto. Y de pronto se acordó del «lector». Hasta entonces le había dedicado abnegadamente todas sus energías; ahora alentaba en su corazón por vez primera un impreciso afán de correspondencia, de simpatía, de ayuda…

E instintivamente se echó a la calle, como si allí le esperara alguna explicación.

La calle tenía el habitual aspecto poshejoniano. A Kramólnikov le pareció que ante él se extendía una inmensa llanura muda, ciega y sorda. Sólo las piedras gemían. La gente iba y venía con sigilo, mirando recelosa a los lados, como si fuera a robar. Únicamente aquella fibra continuaba viva. Todo lo demás estaba lleno de asombro, casi pasmado.

Pero a Kramólnikov, en su acaloramiento, le pareció que hasta aquella muda calle sabía algo. Y lo deseaba con tanta vehemencia, que tomó los gemidos de las piedras por quejas de los hombres. Sin embargo, en parte no se equivocaba. Efectivamente, por doquier, se expandía un desenfrenado rumoreo: el de los liberales, sus amigos de ayer. A unos los dejaba atrás, otros venían a su encuentro, pero desgraciadamente no se percibía en sus rostros ni el menor asomo de simpatía. Al contrario, ya se había extendido por sus facciones la sombra de la apostasía.

— ¡Vaya, lo han enterrado a usted, querido! ¡Pronto lo han enterrado! —le dijo uno—. Severo castigo, señor mío, ¡muy severo! Pero usted también tiene su tanto de culpa. No se puede hacer eso, amigo mío. Hace tiempo que se lo vengo advirtiendo: ¡no se puede! Le han estado aguantando y aguantando, hasta que se acabó…

—¿Qué quiere decir con eso de «se acabó?”

—Pues que «se acabó», ¡y nada más! Se aburre uno ahora. Los actuales no son momentos de conversaciones, sino de observar y, siempre que sea posible, andarse con cuidado. Usted, señor mío, debía haber caído antes en la cuenta; si !e repugnaba adherirse de toda corazón, podía haberlo hecho aunque no fuera más que por encima, ¡y que averigüen luego cómo es uno por dentro! Pero usted, ¡siempre con exabruptos, con brusquedades! Y claro se han hartado. ¿Cree usted que para mí mismo no es dura la vida? ¡Me parece que usted me conoce desde hace tiempo! Sin embargo, yo lo pensé muy bien, les pedí consejos a buenas personas… Dije: ¡Señor, bendíceme!… Y, ¡cataplum!

Otro le manifestó:

—Sí, querido amigo, me da usted lástima, ¡muchísima lástima! Era agradable leerle. Se sonreía uno, suspiraba y, a veces, hasta encontraba algo de provecho… En ocasiones, incluso se apresuraba uno a ir a contárselo a los amigos. En las oficinas se citaban sus pasajes. Tenía yo un amigo que se sabía de memoria muchos de sus escritos. Pero, por otra parte, todo tiene su límite. Llegó un tiempo en que se necesitaba otra cosa; debería usted haberlo comprendido y no esperar a que le dieran el pasaporte. Y en cuanto a qué «otra cosa» es ésa, se aclarará más tarde, pero no ahora… Ya ve, yo, después de otros, examiné detenidamente el asunto y le dije a mi mujer: «¡Hay que hacerlo ahora mismo!» Bueno, y ella también me dijo: «¡Hay que hacerlo!» Y me decidí.

—¿A qué se decidió usted?

—Pues, sencillamente, a seguir el camino trillado de los demás, sin mirar a los lados, sin remontarme a las nubes ni soñar con grandes empresas… Despacito, sin ruido, se va lejos. Supongamos que esa senda sea aburrida y gris, pero, por una parte, a nosotros no nos corresponde brillar; y por otra, la familia. A mi mujer le gusta engalanarse, divertirse… Y uno mismo tiene su posición en la buena sociedad, sus relaciones y amistades; ve cómo los demás suben y suben, ¿y va uno a perderlo todo? ¿Se figura usted que yo seré así siempre?… No, yo también tengo mis objeciones. Ya vendrán tiempos mejores… Por ejemplo, ni Nikolái Semiónich… Porque hoy, amigo, tiene la sartén por el mango uno… Hoy es Iván Mijáilich y mañana puede ser Nikolái Semiónich… Bueno, y entonces, de nuevo…

—¡Pero si Nikolái Semiónich es un ladrón!

—¿Un ladrón? ¡Oh, qué duramente se expresa usted!

Por último, un tercero le gritó en sus propias barbas:

—¡Se lo tiene bien merecido! ¡Ya era hora! Usted, señor mío, no sólo se ha comprometido a sí mismo, sino a los demás. ¡Eso ha hecho usted! Por culpa suya, tuve ayer que dar explicaciones, ¡y hoy mismo no sé si soy o no soy! Y permítame que le pregunte: ¿Qué derecho tiene usted a esto? El jefe me dijo: «Usted está en amistosas relaciones con el señor Kramólnikov, y por todo lo expuesto…» Yo le contesté con evasivas: «¡Qué han de ser amistosas, Vuecencia! ¡Pura broma! ¿Por qué no hacer un poco el bufón después del trabajo?» Bueno, y de momento, me han dado veinticuatro horas para meditar; luego ya veremos qué pasa. Y yo, por cierto, tengo mujer, hijos… Además, yo también significo algo… ¡Quién iba a esperar esto! Le repito: ¿Qué derecho tiene usted? ¡Ayayay!

Kramólnikov no creyó necesario continuar la charla y siguió andando. Pero como en su camino se encontraba la casa de un antiguo compañero suyo de hospedaje, decidió entrar un momento a verle, pensando que al menos se desahogaría.

El lacayo le acogió cordialmente: por lo visto aún no sabía nada. Le dijo que Dimitri Nikolaich no estaba en casa y que Aglaia Alexéievna se hallaba en la sala. Kramólnikov abrió la puerta, pero apenas hubo cruzado el umbral de la sala, la dama que estaba sentada allí dio un grito y echó a correr. Kramólnikov se retiró.

Por último, recordó que en Peski vivía un viejo compañero de servicio (Kramólnikov había servido hacía quince años en la Dirección de Malos Pensamientos) llamado Yákov Ilich Voróbushkin. Aquel hombre, que era un gran admirador de Kramólnikov, no había tenido suerte en su carrera. Llevaba ya sus buenos diez años y pico de jefe de negociado, sin perspectivas de ningún ascenso, temblando como un azogado cuando se producía algún cambio, por temor a perder su cargo. Tímido y poco buscavidas por naturaleza, ni siquiera había sabido proporcionarse un buen empleo particular. Sin que se sepan las causas de ello, desde el primer momento se orientó de manera tan singular, que incluso a él mismo le parecía extraño buscar algo, escribir propuestas de aniquilaciones y destituciones, zancadillear por antesalas y escaleras, y etcétera, etcétera. Sólo una vez presentó un informe sobre la necesidad de dar ánimos a los mendigos, pero el director, después de leerlo, se limitó a amenazarle con el dedo, y desde entonces Voróbushkin no volvió a decir esta boca es mía. Sin embargo, últimamente, había empezado a tener vagas esperanzas y a ir a la misma iglesia a la que iba su jefe; debido a ello, éste le regaló una vez medio pan eucarístico (de la parte de abajo) y le dijo: «¡Estoy muy contento!» Y cuando el asunto marchaba ya sobre ruedas, de pronto…

A Kramólnikov le abrió la puerta una vieja niñera, tras la que asomaron, por entre las hojas interiores, las caras asustadas de unos niños. La vieja estaba enfadada, pues la llegada del inesperado visitante había interrumpido su labor de buscarse las pulgas. Sin ninguna clase de rodeos, le dijo a Kramólnikov en la cara:

—Yákovllich no está en casa; por culpa de usted, le ha llamado el jefe; no sabemos si a estas horas estará vivo o muerto, y la señora ha ido a rezar a la iglesia.

Kramólnikov empezó a bajar por la escalera, pero apenas hubo dado unos pasos, se encontró con el propio Voróbushkin.

—¡Kramólnikov! ¡Perdone, pero yo no puedo seguir manteniendo con usted las relaciones de antes! —dijo Voróbushkin con alterada voz—. Por esta vez, me parece que me he justificado, aunque no puedo asegurarlo con certeza. El director me ha dicho: «¡Ha caído sobre usted una mancha que no se borrará jamás!» ¡Y yo tengo mujer, hijos! ¡Déjeme en paz, Kramólnikov! Perdone que sea tan pusilánime, pero no puedo…

Kramólnikov volvió a casa abatido, casi asustado.

Se daba cuenta de que, a partir de aquel día, estaba condenado a la soledad. Y estaba solo no porque no tuviese lectores que le apreciasen y tal vez le quisieran, sino porque había perdido todo contacto con su lector. El lector se hallaba lejos y no podía romper los vínculos que le ligaban. Pero había también otro lector, cercano, que tenía en todo momento la posibilidad de morder a Kramólnikov, como un reptil, hasta matarle. Este continuaba allí presente y expresaba ya con descaro que incluso la mudez de Kramólnikov le era odiosa.

Confusa, cruzó fugaz por su mente una idea: en todas las apostasías de que él fuera testigo no se ocultaba solamente la traición personal, sino todo el aplastante orden de cosas establecido. Los librepensadores de ayer, que tan afectuosamente le estrechaban la mano hacía poco y hoy huían de él como de la peste, hacían aquello no sólo por miedo, de judas, sino porque las circunstancias les oprimían.

cuentos rusos 5

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Fiódor Dostoievski (1821–1881)
El cocodrilo

¡Hola, Lambert!
¿Dónde está Lambert?
¿Has visto a Lambert?

I

El 13 de enero del año 1865, a las doce y media en punto, Elena Ivanovna, esposa de Iván Matvieyich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre y primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje.

Iván Matvieyich no tenía nada que hacer precisamente ese día, pues acababa de obtener una licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por ganas de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa, porque la compartía.

—¡Excelente idea! —dijo muy orondo—, vamos a ver el cocodrilo. En vísperas de emprender un viaje por Europa no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país.

Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron al Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre.

Nunca vi a Iván Matvieyich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer en el porvenir!

No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento, y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme las veinticinco copecas que costaba el billete, cosa inaudita en él.

Introducidos en una salita, notamos que, a más del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula, colocada en el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que estaba allí muy tranquilo, sin dar mas señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus facultades naturales al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados.

—¡Y eso es un cocodrilo!… —dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto—, yo me lo había figurado de otro modo.

Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó a nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia.

—Razón tiene —díjome al oído Iván Matvieyich—, razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay más cocodrilo en Rusia que el suyo.

Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso.

—No parece estar vivo su cocodrilo —observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa, con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las damas.

—Perdón, señora —respondió el alemán, desollando cruelmente el ruso.

Y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó el hocico y lanzó una suerte de prolongado resuello.

—¡Bueno, bueno; no te enfades, Karlchen[1] —dijo suavemente el alemán con muestras de amor propio halagado.

—¡Qué feo es este cocodrilo!… ¡Me da miedo! —murmuró, coquetona, Elena Ivanovna—. Estoy segura de que voy a soñar con él.

—En sueños no habría de hincarle el diente, señora —observó el alemán con galantería.

Luego se puso a reír del chiste; pero sus risas no hallaron eco.

—Vamos a ver los monos, Semión Semionich —dijo Elena Ivanovna, dirigiéndose exclusivamente a mí—. ¡Me perezco por los monos; los hay tan bonitos…, mientras que ese cocodrilo es horrible…!

—No temas nada, mujercita —exclamó Iván Matvieyich, pavoneándose y echándoselas de valiente—, este tránsfuga del reino de los Faraones no nos hará ningún daño.

Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna —¡una señora!— hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca, y no era de temer ningún contratiempo.

Elena Ivanovna quedó encantada de los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo, y, fingiendo no ver al dueño, se entretenía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animales con tal o cual de sus amigos. Yo me divertía, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debía o no reírse, concluyó por ponerse mustio…

En aquel preciso momento un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio; luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa. ¿Y qué diréis que vi?

Pues vi, ¡oh Dios mío!, al infortunado Iván Matvieyich, a quien el cocodrilo había cogido por la mitad del cuerpo con sus terribles quijadas, y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio, sin dejar ver de su cuerpo otra cosa que las piernas que desesperadamente sacudía. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero, como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que os lo puedo referir punto por punto.

«¡Qué rabia —pensé— si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matvieyich!»

Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matvieyich, y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Luego, soltándolo otro poco, continuó engulléndoselo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matvieyich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo.

Iba yo a lanzar también un grito, cuando, por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo, y, al abrir por vez postrera sus formidables fauces pudimos ver de nuevo el apurado rostro de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida.

Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había recobrado bríos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo —quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes— no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. Pero, haciéndome cargo de lo inoportuno de mi conducta en tal momento —¿no era yo amigo de la casa?— interpelé vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía.

—¡Adiós para siempre nuestro Iván Matvieyich! —le dije.

No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que diera muestra la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al comienzo, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel desastre casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas y, levantando los ojos al cielo, exclamó:

—^Oh mi cocodrilo, mi Karlchen de mi vida! Mutter, Mutter, Mutter[2].

A aquellos gritos, abrióse la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó hacia su hijo lanzando chillidos estridentes.

Se armó entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: «¡Que le den! ¡Que le den!» Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban, a moco tendido, junto a la bañera.

—Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! —gemía el domador.

—¡Pobre Karlchen! ¡Nuestro querido Karlchen! ¡Se morirá! —aullaba la madre.

—¡Nos deja huérfanos y sin pan! —añadía el hombre.

—¡Denle! ¡Denle! —vociferaba, incansable, Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán.

—Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Por qué tenía su marido que hostigármelo? —rezongaba el domador, desasiéndose—. Si revienta mi Karlchen tendrá Ud. que indemnizarme. Era mi hijo, mi único hijo.

Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: «¡Denle! ¡Denle!», me apuraban todavía más, y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un miedo muy regular.

Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Creía que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón, pero deseosa, no obstante, de vengar a su querido Iván Matvieyich proclamaba su derecho a una satisfacción, y pedía que castigasen al cocodrilo, dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta.

Procurando tranquilizarla, le supliqué no emplease aquella escabrosa palabra de pegar, porque, verdaderamente, en aquel sitio en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavro[3] su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil, sino hasta inadmisible. Y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. Para colmo de terror se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo, y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigote, el cual, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo, conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo, para no verse así en la obligación de desembolsar el precio del billete.

—Señora —dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo—, señora, una inspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia, y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizarla a usted…

Mas no pudo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró en ese momento sus sentidos, y, notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina, y yo comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado, porque Elena Ivanovna era en absoluto inocente de la intención que le atribuía de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacar de allí a su querido Iván Matvieyich.

—¡De modo que quería usted que matasen a mi cocodrilo! —vociferó el domador—. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo… Mi padre exhibía ya al público a ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora, y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver a ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie, y tendrá que pagarme una indemnización.

—¡Eso, eso! —gritó la alemana, furiosa—, no les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Karlchen va a reventar.

—Inútil sería, indudablemente, matarlo —añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa—, porque nuestro querido Iván Matvieyich seguro que a estas horas se encuentra ya en la gloria.

—¡Querido amigo —exclamó de pronto, y con asombro nuestro, la voz de Iván Matvieyich—, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de Policía, porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote!

Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaba una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que en el primer momento nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos de inmediato a la bañera, donde rebullía el cocodrilo, y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica.

Resonaba su voz débil y apagada, como si viniese de muy lejos. Se hubiera podido creer que algún chusco, apostado en la estancia contigua y con la boca pegada al almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra estancia, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la Nochebuena.

—Iván Matvieyich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? —murmuró Elena Ivanovna.

—Sí, vivo y sano —respondió Iván Matvieyich—; gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me inquieta: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mis pasaportes para el extranjero, y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal…

— ¡Pero, maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! —interrumpió Elena Ivanovna.

—¡Sacarlo de ahí!… —exclamó el dueño del bicho—. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante el público se atropellará por entrar a verlo. Cobraré a veinte copecas la entrada, y Karlchen no tendrá necesidad de que le echen de comer…

—¡Gracias a Dios! —añadió la madre.

—Tiene razón —observó Iván Matvieyich con plácido acento—; ante todo, hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico.

—Amigo mío —exclamé yo—, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso.

—Lo mismo creo yo —respondió Iván Matvieyich—, porque en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? Y a esta pregunta ha de seguir otra como corolario: ¿quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico…

—Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo —insinué yo tímidamente.

Pero el domador me cortó la palabra.

—No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme por él cinco mil rublos.

En una palabra: que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se reflejaba en su rostro.

—Basta ya. ¡Me voy! —exclamé, indignado.

—¡Y yo también, y yo también!… —lloriqueaba Elena Ivanovna—. Iré a ver a Andrei Osipich y le enterneceré con mis lágrimas.

—¡No; eso no, mujercita mía!… —interrumpió Iván Matvieyich, que hacía mucho tiempo que estaba celoso de aquel caballero.

Sabía que su mujer era muy propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto, porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó:

—Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego que vayas hoy mismo a ver a Timofei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto, y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo nos granjeará sus simpatías. Es un hombre cuyo consejo puede valernos mucho. Entre tanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna… Sosiégate, alma mía —añadió, dirigiéndose a su esposa—; todos esos aspavientos me fatigan, y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está mal aquí; por más que todavía no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo.

—¿Cómo reconocer? Pero ¿es que ves algo ahí dentro? —exclamó Elena Ivanovna, muy alegre.

—Impenetrables tinieblas me rodean —respondió el infortunado cautivo—, pero puedo palpar, y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Estáte tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semión Semionich, ven a verme esta noche, y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo.

Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local.

—Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco copecas —nos previno el domador.

—¡Oh Dios mío, qué interesada es esta gente! —dijo Elena Ivanovna, mirándose en todos los espejos del Pasaje y comprobando, con satisfacción visible, que las recientes emociones la habían embellecido.

—Es el punto de vista económico —le contesté un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa.

—¿El punto de vista económico? —repitió ella, con su simpática vocecita—; pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matvieyich acerca de ese condenado punto de vista económico.

—Yo se lo explicaré a usted.

Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanto mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema.

Escuchó ella un rato y me interrumpió, diciendo:

—¡Qué raro es todo esto!… ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame: ¿estoy muy encarnada?

Aproveché la ocasión para asestarle una galantería:

—No está usted encarnada —le dije—; está usted exquisita.

—¡Anda el mequetrefe! —murmuró encantada.

Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza:

—¡Cómo compadezco a mi pobre marido!… —Y de pronto—: ¡Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro!… ¿ Y…, y… si se le ocurre alguna necesidad?

—Su pregunta me coge de improviso —le respondí, algo desconcertado—. Si he de decir la verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, ustedes las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia!

—¡Pobre! ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo!… ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted, viuda o poco menos! —Y esbozó una encantadora sonrisa, que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado—. ¡De todos modos, me da él mucha lástima!

Así expresaba ella la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa, y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a avistarme con Timofei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa.

He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector.

II

El honrado Timofei Semionich me recibió con cierta afabilidad; pero no sin inquietud. Hízome pasar a su despacho y cerró cuidadosamente la puerta, a fin de que, según dijo, no nos molestasen los niños. Y así diciendo, daba muestras de gran ansiedad.

Me ofreció asiento en una silla, cerca de su mesa escritorio; recogióse los faldones de su bata forrada y adoptó un aire severo y hasta oficial, por más que no fuese jefe mío ni de Iván Matvieyich, sino simplemente compañero.

—Ante todo —me dijo—, tenga usted en cuenta que yo no soy su jefe, sino un subordinado, como usted y como Iván Matvieyich… Nada de eso me concierne, y no quiero meterme en nada.

Yo me quedé estupefacto. Era indudable que sabía ya todo lo ocurrido. Le hice, sin embargo, un circunstanciado relato del percance. Me expresé en un tono conmovido, pues estaba cumpliendo en aquel instante con el sacerdocio de la verdadera amistad. El me escuchó sin asombro, pero dando muestras inequívocas de desconfianza.

—¿Creerá usted —me dijo, cuando hube terminado mi relato—, creerá usted que siempre tuve el presentimiento de que a Iván Matvieyich había de ocurrirle un percance por el estilo?

—¿Cómo así, Timofei Semionich? A mí me parece que el lance es harto extraordinario.

—De acuerdo; pero ¿es que toda la carrera de Iván Matvieyich no propendía a tal desenlace? Era de una osadía rayana en la insolencia. La palabra progreso no se le caía de la boca, y, además, tenía un hatajo de ideas… ¡Vea usted adonde nos conduce el progreso!

—Pero me parece que ese contratiempo, completamente casual, no puede ser erigido en regla general para todos los progresistas…

—Quiera usted o no quiera, así es. Créame a mí. Todo eso no es más que consecuencia de una ilustración excesiva. Las personas sabihondas se meten en todas partes, hasta en donde nadie las llama. Esto aparte —añadió como resentido—, puede que esté usted mejor instruido acerca de este punto que yo. Yo no tengo gran ilustración y voy ya para viejo. Hace cincuenta años que entré en el servicio como hijo de militar.

—Pero, sin duda, me habré explicado mal, Timofei Semionich. Iván Matvieyich implora sus consejos y su protección con lágrimas en los ojos, valga la frase.

—¡Ejem! ¿Con lágrimas en los ojos? Serán lágrimas de cocodrilo, de las que no hay que hacer caso. Vamos a ver: ¿qué necesidad tenía de viajar por el extranjero? ¿Con qué dinero contaba? Ni siquiera tenía los medios necesarios…

—Contaba con sus ahorros, Timofei Semionich —le respondí, con acento quejumbroso—, conservaba íntegramente su última gratificación. Su viaje sólo había de durar tres meses; pensaba limitarse a visitar Suiza, la patria de Guillermo Tell…

—¿De Guillermo Tell?… ¡Ejem, ejem!

—Quería disfrutar de la primavera en Nápoles, visitar los museos, observar las costumbres, estudiar la fauna…

—¡Ejem, ejem! ¿Conque la fauna? A mi juicio, sólo quería hacer ese viaje por puro orgullo. ¿La fauna? Pero ¿qué fauna? ¿Es que no la tenemos en casa? ¿No hay aquí museos, casas de fieras, hasta camellos? A dos pasos de Petersburgo tenemos osos, y él mismo se halla actualmente domiciliado en un cocodrilo…

—¡Timofei Semionich, por piedad! Ese hombre se encuentra en la desgracia. Recurre a usted como a un amigo, como a un pariente de más edad; solicita de usted sus consejos, y usted responde con recriminaciones… Tenga usted, por lo menos, compasión de Elena Ivanovna.

—¿Se refiere usted a su esposa? Es verdaderamente una mujer encantadora —dijo Timofei Semionich, que se ablandó a ojos vistas y tomó una pizca de rapé—, es una criatura finísima…, con la cabeza un poco caída sobre los hombros… y algo barrigona…; es muy simpática. Anteayer me hablaba de ella Andrei Osipich.

—¿Que le hablaba de ella?

—Sí, y en términos muy elogiosos. «¡Qué pecho! —decía—; ¡y qué ojos! ¡Y qué pelo!… ¡Una verdadera golosina!» Y hasta se echó a reír… Todavía son jóvenes. Ahí tiene usted cómo ese señor se abre camino…

—Mas no se trata ahora de eso, Timofei Semionich.

—Claro que no, claro que no.

—¿Qué hacer entonces, Timofei Semionich?

—¿Qué quiere usted que yo haga?…

—Dénos sus consejos, diríjanos a fuer de hombre experimentado. ¿Qué es lo que debemos hacer? ¿Avisar de lo ocurrido a los jefes, o…?

—¡Avisar a los jefes! ¡De ningún modo! —exclamó con viveza Timofei Semionich—. Ya que me pide usted consejo, eche tierra a ese asunto y limítese a obrar en el terreno estrictamente privado El caso es particularísimo y de índole bastante dudosa. Es la primera vez que se presenta un caso semejante, y no puede menos de redundar en desprestigio del funcionario a quien le ocurre. Por eso es necesario, ante todo, obrar con prudencia… Dígale que no dé un paso… Hay que aguardar con cachaza…

—¡Aguardar! Pero ¿cómo, Timofei Semionich? ¿Y si se asfixia allí dentro?

—¿Y por qué ha de asfixiarse? ¿No acaba usted de decirme que se encuentra allí muy confortablemente instalado?

Yo volví a comenzar mi relato. Timofei Semionich reflexionó largamente. Luego, revolviendo su tabaquera entre los dedos, me dijo:

—¡Ejem, ejem! Me parece que no le estaría mal quedarse donde se encuentra, en vez de irse al extranjero. Donde se halla tiene tiempo sobrado para recapacitar. Claro que no hay que dar lugar a que se asfixie, sino que, por el contrario, se han de tomar medidas para proteger su salud; desde luego que procure no coger un catarro… En cuanto al alemán, me parece que está en su derecho, y hasta que le asiste más razón que a la parte contraria. Iván Matvieyich es quien se ha metido sin su permiso dentro de su cocodrilo y no el alemán quien se ha metido en el cocodrilo de Iván Matvieyich, que, si no me engaño, no posee ninguno. Ahora bien: ese cocodrilo constituye una propiedad, y por consiguiente, no se le puede abrir la tripa sin indemnizar a su dueño.

—Pero, ¡se trata de salvar a un ser humano, Timofei Semionich!

—Eso es cosa de la Policía. A ella es a quien hay que dirigirse.

—Pero podría suceder que lo necesitasen en la oficina y lo mandasen llamar.

—¡Necesitar a Iván Matvieyich!… ¡Ejem, ejem! En primer lugar, está considerado como con licencia. Se le supone en vísperas de visitar Europa, y podemos hacer la vista gorda sobre lo que en realidad haga. Otra cosa será si, cumplido el tiempo de su licencia, no vuelve oportunamente a la oficina. En ese caso, haremos constar oficialmente su ausencia y le formaremos expediente…

—¡A los tres meses! ¡Apiádese usted!

—Si se encuentra en ese aprieto, él tiene la culpa. ¿Quién le metió ahí dentro? Quizá haya que destinarle un guardia a expensas del Estado, lo cual se opone a los reglamentos. Pero lo que hay que tener presente, ante todo, es que el cocodrilo es una propiedad, y que, por tanto, anda por medio el principio económico. El principio económico es lo primero. Anteayer lo decía Ignatii Prokofich en casa de Lukas Andreich. ¿Conoce usted a Ignatii Prokofich? Es un opulento capitalista que maneja grandes negocios y se expresa muy bien. «Necesitamos industria —decía—, nuestra industria no existe, por decirlo así. Hay que crearla; con esta mira es necesario crear una burguesía. Y como no tenemos capitales, es menester traerlos del extranjero. Debemos, pues, ante todo, conceder a las compañías extranjeras facilidades para que adquieran nuestras tierras en parcelas, según se practica por doquiera en el extranjero. ¡Esta propiedad en común es el tósigo, la ruina de Rusia!» Hablaba con gran entusiasmo; esa gente rica y que no está en el servicio tiene la lengua muy expedita… Dijo que ni la industria ni la agricultura pueden prosperar con este sistema nuestro. Opinaba que las compañías deberían comprar todo nuestro territorio, distribuido en parcelas, para dividirlo luego en lotes más pequeños, que se pondrían a la venta, de suerte que constituyesen propiedades individuales. Y no puede usted figurarse el tono tan resuelto con que decía: «¡Dis–tri–buir! ¡Caso de no venderse esos lotes, se les podía sencillamente, arrendar.» Y añadía: «Cuando toda nuestra tierra se halle en poder de sociedades extranjeras, será cosa llana señalar el precio de arrendamiento que se quiera. De este modo tendrá que trabajar el labriego para ganarse la vida y se le podrá echar de tal o cual territorio en caso necesario. Barruntando este peligro, se mostrará respetuoso y obediente, y rendirá tres veces más en el trabajo de lo que rinde ahora que forma parte de la comunidad y puede reírse de todo el mundo. Sabe que no ha de morirse de hambre, y por eso gandulea y empina el codo. Con el nuevo método se nos vendrá el dinero a las manos; la burguesía aportará sus capitales. Además, el Times, el gran diario literario y político de Londres, declaraba, en un estudio que publicó acerca de nuestra prensa, que el no aumentar nuestros capitales se debe a que entre nosotros no hay tercer Estado; a que carecemos de grandes fortunas y de un proletariado productor…» Ignatii Prokofich habla muy bien; es un consumado orador. Tiene intención de presentar en las altas esferas una Memoria, que publicará después en El Mensajero. Estamos muy lejos, como usted ve, de los desvaríos de Iván Matvieyich…

—Bueno; pero ¿qué vamos a hacer por Iván Matvieyich? —le interrumpí.

Hasta allí le dejé desbarrar cuanto quiso, porque sabía que esa era una de sus debilidades y que le gustaba demostrar que no andaba tan atrasado de noticias, sino que se hallaba al corriente de todo.

—¿Que qué hemos de hacer por Iván Matvieyich? ¡Pues si todo lo que acabo de decir se refiere a él! Estamos haciendo cuanto podemos por atraernos a los capitales extranjeros, y apenas la fortuna del dueño del cocodrilo ha aumentado en el doble en razón del percance de Iván Matvieyich, ¿quiere usted que le abramos la barriga a su bicho? ¿Es eso lo que dicta el sentido común? A mi juicio, Iván Matvieyich, a fuer de buen patriota, debe alegrarse y enorgullecerse de haber podido duplicar con sólo su intervención el valor de un cocodrilo extranjero. ¿Qué digo duplicar? ¡Triplicar! Visto el éxito logrado por el dueño de ese cocodrilo, no tardará en venir otro con otro cocodrilo, y luego otro con otro. Alrededor de ellos se agruparán los capitales, y ahí tiene usted el comienzo de una burguesía. Todo cuanto hagamos para fomentar este movimiento será poco.

—¡Pero —exclamé—, Timofei Semionich, lo que usted exige de ese pobre Iván Matvieyich es una abnegación casi sobrehumana!

—No exijo nada, y le ruego considere que, como ya le he advertido, no soy su jefe y no tengo, por tanto, derecho a exigir nada. Yo hablo tan sólo como patriota; no como patriota, sino simplemente como patriota. Y una vez más le pregunto: «¿Quién le mandó que fuera a meterse dentro del cocodrilo?» Un hombre serio, funcionario de cierta categoría, casado como Dios manda, ¿a qué meterse en semejante aventura? ¿Qué le parece a usted eso?

—Pero ¡ese percance fue completamente ajeno a su voluntad!

—¿Quién sabe? Y, además, ¿dónde está el dinero para indemnizar al dueño del cocodrilo?

—Contamos con el sueldo de Iván Matvieyich…

—¿Habrá bastante con él?

—¡Ah, no, Timofei Semionich! —exclamé con tristeza—; a raíz del percance, el dueño del cocodrilo temía que el bicho reventara; pero cuando se hubo cerciorado de que nada había que temer, se volvió arrogante, y con una suerte de voluptuosidad duplicó el precio que al principio pidiera.

— ¡Y diga usted que podrá triplicarlo y aun cuadruplicarlo! El público afluirá en tropel a su exposición, y esos domadores son muy listos. Tenga usted además en cuenta que estamos en Carnaval, y que todo el mundo quiere divertirse, lo cual es una razón para que Iván Matvieyich conserve el incógnito y no se dé prisa por salir de su extraño domicilio. Que todo el mundo sepa que se hospeda en un cocodrilo, pero no oficialmente. Para ello se encuentra en las más favorables condiciones, ya que todo el mundo lo supone viajando por el extranjero. Ya podrán decir que se halla en el interior de un cocodrilo; nosotros aseguramos no saber nada. Todo puede arreglarse. Lo principal es que tenga paciencia. Después de todo, ¿a qué vienen esas prisas?

—Pero ¿y si. .?

—Pierda usted cuidado: es de temperamento bastante robusto…

—Bueno; ¿qué pasará si aguarda?

—¡Ah, no le ocultaré a usted que el caso es bastante peliagudo! Es para perder el juicio, y lo peor es que no hay precedente. Si hubiera un precedente, aún sería fácil salir del aprieto. Mas no habiéndolo, ¿en qué apoyar ninguna resolución? En tanto andemos buscándola, el asunto se dilatará…

Se me ocurrió entonces una inspiración salvadora:

—¿No podríamos hacer de modo que, ya que ha de permanecer en la barriga del cocodrilo y contando con que Dios ha de conservarle la vida, pudiera dirigir a quien de derecho corresponda una instancia para que le consideren en comisión de servicio?…

—¡Ejem, ejem!… Como si estuviese de licencia sin sueldo.

—¿Y no habría medio de que le abonasen también la paga?

—¿Y a título de qué?

—A título de empleado en comisión.

—¿En comisión? ¿Y en dónde?

—Pues en las profundidades del cocodrilo, en sus entrañas…, para recoger allí datos, para estudiar los hechos sobre el terreno. Claro que ésta sería una innovación, pero también un progreso, una prueba de que el Estado se interesa por el adelanto de la ciencia.

Timofei Semionich se sumió en meditación profunda. Luego respondió:

—Me parece que el hecho de enviar a un empleado en comisión a la barriga de un cocodrilo constituiría un absurdo. No habría medio de compaginarlo con las necesidades del servicio. ¿Qué misión podría desempeñar allí dentro?

—Pues una misión de estudios naturales, si me es lícito expresarme así; se trataría de sorprender a la naturaleza en crudo. Hoy están muy de moda las ciencias naturales, la botánica… Iván Matvieyich residiría dentro del cocodrilo y desde allí nos enviaría comunicados… sobre la digestión en los saurios, sobre las costumbres internas de estos animales. Y de este modo podría reunir montones de datos.

—¡Sí, estudios estadísticos, sin duda! No estoy muy fuerte en estos asuntos… Y, además, no soy filósofo. Usted habla de datos. Pero estamos ya de ellos hasta la coronilla…; no sabemos qué hacer con tantos. Además, esa estadística me parece peligrosa…

—¿Por qué?

—Es peligrosa. Y, además, reconózcalo usted, tendrá que redactar esos comunicados tendido de costado. ¿Y quiere usted decirme si en esa postura se puede prestar algún servicio? Sería una innovación harto peligrosa. ¡No hay precedentes! Si tuviéramos un precedente siquiera, ya sería otra cosa.

—Pero ¿cómo quiere usted que haya precedente, cuando éste es el primer cocodrilo vivo que traen a Petersburgo, Timofei Semionich?

—¡Ejem, ejem!… Es verdad —reflexionó de nuevo largo rato—; la observación de usted es justa, en cierto sentido, y podría servir de base para la tramitación del asunto. Pero considere, por otra parte, que si la aparición de estos cocodrilos vivos ha de despertar en los empleados la propensión de recogerse en ellos, y, so pretexto de que allí se está bien, pedir comisiones para pasarse el tiempo tumbados de costado, constituiría un ejemplo detestable, reconózcalo usted. Todos correrían a meterse dentro de los cocodrilos para ganar el sueldo sin hacer nada.

—¡Haga usted cuanto esté de su parte, Timofei Semionich! Y, a propósito: Iván Matvieyich me encargó le abonase a usted los siete rublos que le debe por la última partida que perdió.

—¡Ah, sí…; los perdió el otro día en casa de Nikifor Nikiforich! Me acuerdo de ello. ¡Qué buen humor tenía aquella noche, y cuánto nos hizo reír! Y ahora…

El vejete daba muestras de sincera emoción.

—Prométame interesarse por él, Timofei Semionich.

—Me interesaré. Hablaré en mi nombre, me las arreglaré a mi modo; haré como si pidiese informes… Y a propósito de esto: entérese del precio que pide por el bicho el señor del cocodrilo.

Era evidente que Timofei Semionich se ablandaba.

—No dejaré de hacerlo —respondí— y al punto vendré a comunicárselo.

—Y su mujer, ¿qué hace ahora que se ha quedado sola?… ¿Se aburre?

—No estaría de más que le hiciese usted una visita, Timofei Semionich.

—¿Y por qué no? Ya lo había yo pensado, y la ocasión me parece de perlas… Pero ¡qué idea! ¡Ir a ver a un cocodrilo! Aunque, después de todo, yo también tengo intención de ir a verlo.

—Pues vaya usted, Timofei Semionich.

—No faltaré. Pero no quisiera que Iván Matvieyich cifrase ninguna esperanza en este paso. Yo lo daré tan sólo como particular. Hasta la vista, pues; voy a casa de Nikifor Nikiforich. ¿Va usted allí también?

—No; tengo que visitar a nuestro cautivo.

—Eso, cautivo. ¡Ah, adonde conduce el atolondramiento!

Me despedí del viejo. Mil pensamientos me bullían en la cabeza. Timofei Semionich es un hombre muy bueno; pero esto no obsta para que al separarme de él no me alegrase de que hubiese ya celebrado su quincuagésimo cumpleaños y de que no hubiese entre nosotros muchos Timofei Semionich.

No hay que decir que me encaminé a toda prisa al Pasaje para darle aquellas noticias al pobre Iván Matvieyich. Sentía también mucha curiosidad por saber cómo le iba dentro del cocodrilo y si la vida allí resultaba tolerable. ¡Vivir dentro de un cocodrilo! ¡A veces me parecía que era juguete de una pesadilla monstruosa! ¡Ay, verdaderamente se trataba de un monstruo!

III

No, no era una pesadilla, sino una indiscutible realidad. De no ser así, ¿hubiera yo emprendido este relato?

Era ya algo tarde, cerca de las ocho, cuando llegué al Pasaje, y para penetrar en la habitación donde se hallaba expuesto el cocodrilo tuve que pasar por la escalera de servicio, porque el alemán había cerrado más temprano que de costumbre.

Embutido en un grasiento abrigo, se paseaba a lo largo del local, y parecía mucho más satisfecho que por la mañana. Comprendía que el negocio le salía a pedir de boca; sin duda había venido mucho público. Luego se presentó la madre con el fin manifiesto de vigilarme. De cuando en cuando cuchicheaba con el hijo, el cual, a pesar de tener ya cerrado el establecimiento, me hizo pagar las veinticinco copecas. Aquel hombre llevaba hasta el exceso su espíritu de orden.

—Tendrá usted que pagar siempre que venga —dijo—, pero mientras el público vulgar pagará un rublo, usted no tendrá que soltar más que veinticinco copecas en atención a ser tan buen amigo de su amigo, cosa que estimo de veras.

—¿Vives todavía? ¿Estás aún en este mundo, querido y sabio amigo? —exclamé, acercándome a la tina del cocodrilo, esperando que mis lejanas palabras llegarían a oídos de Iván Matvieyich y halagarían su amor propio.

—Estoy vivo y sano —respondió con voz apagada, que parecía salir de debajo de una cama, por más que yo estuviese encimita de él—, estoy vivo y sano; pero ya hablaremos de eso después. Ante todo, ¿cómo van nuestros asuntos?

Fingí no haberle oído, y seguí dirigiéndole preguntas de alma compasiva. ¿Qué había por allí dentro? Al procurar informarme no hacía más que cumplir con un deber de amistad y hasta de simple cortesía. Pero él me interrumpió, con el autoritario acento que le caracterizaba:

—¡Al asunto!

Y su voz débil me pareció particularmente desagradable.

Le referí, hasta en sus menores detalles, mi conversación con Timofei Semionich, esforzándome por darle a entender con el tono de mi voz que me había resentido.

—Dice muy bien el viejo —concluyó Iván Matvieyich, con aquella brusquedad de que siempre hacía gala conmigo— me gustan las personas prácticas, y no puedo sufrir a los pusilánimes. Reconozco, sin embargo, que tu idea de una comisión no es tan absurda como parece. En efecto, puedo hacer aquí observaciones muy interesantes, tanto desde el punto de vista científico como desde el punto de vista moral… Pero este asunto toma un cariz muy inesperado y hay que preocuparse ya de algo más que del sueldo. Escúchame con atención. ¿Estás sentado?

—No; continúo en pie.

—Pues siéntate en cualquier parte, aunque sea en el suelo, y escúchame atentamente.

Lleno de rabia, cogí una silla y la puse en el suelo con estrépito.

—Escucha —continuó él, dándoselas de jefe—, hoy ha venido al local un gentío enorme. A las ocho, es decir, mucho antes que de costumbre, creyó oportuno el patrón cerrar las puertas a fin de contar el dinero recaudado y tomar sus medidas para mañana, porque es de presumir que mañana se convertirá esto en una verdadera romería. Vendrán, indudablemente, los hombres más sabios, las damas más elegantes, embajadores, abogados y otros…, y no parará aquí la cosa, sino que los habitantes de las diversas provincias de nuestro dilatado e interesantísimo imperio ya inician un éxodo hacia la capital. Por más que esté escondido, he de hacerme muy visible; he de desempeñar un papel de primer orden. Habré de contribuir a la instrucción de esa muchedumbre de vagos. Aleccionado por la experiencia, les ofreceré un ejemplo de grandeza de alma y de resignación con el destino. Seré una suerte de cátedra desde la cual caerán sobre la multitud las más sublimes palabras. Solamente los datos científicos reunidos ya por mí acerca del monstruo en que habito son infinitamente valiosos. Por eso, no tan sólo no lamento el percance de que he sido víctima, sino que auguro desde ahora que habrá de ejercer en mi porvenir un influjo muy favorable.

—¿Y no te aburrirás? —le observé maliciosamente, pues me había enojado ver que hablaba sólo de sí mismo y con tal arrogancia.

«¿Por qué —me decía, desconcertado, en mi interior— este cabeza de chorlito emplea palabras tan altisonantes? ¡Mejor haría en llorar que no en ponerse hueco!»

—No me aburriré —respondió severamente—. Ahora que por fin ya dispongo de tiempo, puedo consagrarme por entero a las grandes ideas y preocuparme de la suerte de la humanidad. De este cocodrilo han de salir la verdad y la luz. No hay duda de que he de descubrir una teoría nueva y personal; relaciones económicas nuevas, de las cuales, con mucha razón, podré enorgullecerme. Hasta ahora no pude dedicarme de lleno a estas materias, por el poco tiempo libre que me dejaban la oficina y las triviales distracciones mundanas. Pero ahora lo he de revolucionar todo; seré otro Fourier… Y a propósito, ¿le entregaste los siete rublos a Timofei Semionich?

—Sí, se los he entregado de mi bolsillo particular —le contesté, esforzándome por darle a entender en el tono de mi voz toda la trascendencia de tal sacrificio.

—Ya arreglaremos cuentas —repuso él con arrogancia—; seguramente me aumentarán el sueldo. Porque si a mí no me ascienden, ¿a quién van a ascender? Me parece que han de sacar bastante provecho de mí de ahora en adelante. Pero a lo práctico: ¿y la mujer?

—¿Te refieres, sin duda, a Elena Ivanovna, no es eso?

—¡La mujer! —gritó.

No había más remedio que bajar la cabeza ante aquel diablo de hombre. Humildemente, aunque rechinando los dientes de rabia, le conté cómo me separé de su esposa. El no me dejó hablar, y me interrumpió con impaciencia:

—Tengo mis proyectos particulares respecto a ella. Si aquí me hago célebre, quiero que ella también lo sea allá. Los sabios, poetas, filósofos y mineralogistas de paso en la población; los hombres de Estado que vengan a platicar conmigo por la mañana, frecuentarán por la noche su salón. Desde la semana que viene será preciso que comience a recibir visitas. Como me doblarán el sueldo, tendré bastante para hacer los honores de la casa. Aunque después de todo, con té y algunos criados habrá de sobra. De eso no tenemos que preocuparnos… Hace mucho tiempo que yo aguardaba la ocasión de dar que hablar; pero con mi poco sueldo y mi poca categoría no había medio. Pero ahora, con haberme tragado, este cocodrilo lo ha arreglado todo. Todo el mundo anotará mis palabras; cualquier frasecilla mía dará que pensar y correrá de boca en boca, y pasará a la letra de molde. ¡Seré conocido! ¡Concluirán todos por comprender qué lumbrera dejaron que se tragase este monstruo! Unos dirán: «De haber nacido ese hombre en un país extranjero, hubiera llegado a ministro. Es muy capaz de gobernar un reino.» Otros se lamentarán, diciendo: «¡Y pensar que a un hombre así no lo han puesto a la cabeza de un gobierno!» Francamente, ¿en qué soy inferior a un Garnier–Pagés[4] o a cualquier otro por el estilo? Mi mujer servirá para hacerme el juego. Yo poseo el talento; ella, la belleza y el atractivo. «Por ser tan guapa, se casó con ella», dirán unos; y otros rectificarán: «No, sino que es guapa por ser su mujer…» En una palabra: es preciso que mañana mismo se agencie Elena Ivanovna el Diccionario enciclopédico, editado bajo la dirección de Andrei Krevskii, para que pueda hablar de todo, y que, asimismo, tenga gran cuidado de leerse todos los días el artículo de fondo de El Mensajero de Petersburgo, y de confrontarlo con el de El Cabello. Supongo que el dueño de este cocodrilo no se negará a llevarme de cuando en cuando con su bicho al brillante salón de mi mujer, donde diré cosas muy talentosas que tendré preparadas desde por la mañana. Al hombre de Estado le comunicaré mis opiniones gubernamentales, recitaré versos a los poetas; con las señoras me mostraré ameno y galante, sin inspirar la menor inquietud a sus maridos. Pero a todos les ofreceré un gran ejemplo de sumisión al Destino y a los decretos de la Providencia. Haré de mi mujer una literata notable; la empujaré y haré que la comprenda el público. Pues considero a mi mujer dotada de altísimas condiciones, y si con justicia es comparado Andrei Alesandrovich con Alfredo de Musset, no sé por qué no han de equipararla a ella con Eugenia Tour.

Confieso que, por más que aquella locura fuese habitual en Iván Matvieyich, no pude menos de pensar que tenía fiebre y deliraba. Hubiérase dicho que la vulgaridad de Iván Matvieyich resaltaba como contemplada con una lente que aumentase veinte veces por lo menos el volumen de las cosas.

—Querido amigo, ¿esperas vivir mucho tiempo de ese modo? —pregunté—. Dime: ¿te encuentras bien? ¿Cómo comes? ¿Cómo duermes? ¿Respiras bien? Haz cuenta que soy tu amigo y reconoce que el lance es bastante extraordinario para que justifique mi curiosidad.

—Curiosidad bastante vana —respondió él, sentenciosamente—, a pesar de lo cual consiento en satisfacerla. ¿Quieres saber cómo me las arreglo en las profundidades de este monstruo? Pues empiezo por decirte que, con gran asombro de mi parte, me he encontrado con que este cocodrilo está hueco. Me parece que estoy metido en un gran saco de caucho, semejante a los que venden los tenderos de las calles Gorojovkaia y Morskaia, y, si mal no recuerdo, también los de la Perspectiva Vosnesenskii. Por lo demás, si así no fuera reflexiona, ¿cómo hubiera podido meterme dentro?

—¿Es posible? —exclamé, con una estupefacción muy natural—. ¿De modo que este cocodrilo está absolutamente hueco?

—Como te lo digo —confirmó Iván Matvieyich con gravedad extremada—, y es muy posible que las leyes mismas de la naturaleza lo hayan dispuesto así. El cocodrilo consta, en total, de una bocaza provista de dientes muy agudos y de un rabo bastante largo. En su interior, en el espacio que separa ambas extremidades, sólo se encuentra un gran vacío tapizado de una materia parecida al caucho, y seguramente lo será.

—¿Y los pulmones, vientre, intestinos, hígado y corazón? —le interrumpí, exasperado.

—No los tiene. Nada de todo eso hay aquí, y es probable que nunca los haya habido. Esos prejuicios son, sencillamente, consecuencia de los fantásticos relatos de viajeros superficiales. Del mismo modo que inflamos de aire una pelota, inflo yo con mi cuerpo la vacuidad de este cocodrilo, que es elástico hasta un grado inverosímil. Así que tú, que eres mi amigo, podrías muy bien venir a ocupar un sitio junto a mí si fueses tan generoso. Hay sitio de sobra para ti aquí dentro. En caso de necesidad, pienso traerme aquí a Elena Ivanovna. Después de todo este descubrimiento concuerda a maravilla con las enseñanzas de las ciencias naturales, porque suponiendo que tú pudieras crear un nuevo cocodrilo, tendrías que empezar por preguntarme: «¿Cuál es la función principal que desempeña el cocodrilo?» La respuesta no podría ser otra que la siguiente: «Tragarse hombres.» ¿Y cuál ha de ser la conformación del cocodrilo para que llene lo mejor posible esa su misión de engullirse hombres? Respuesta inevitable: «Menester es que tenga espacio; luego es necesario que esté hueco.» Ahora bien: hace ya mucho tiempo que la física nos enseñó el horror que la naturaleza siente por el vacío. Así, pues, el interior del cocodrilo habrá de empezar por estar hueco, mas a condición de no permanecer indefinidamente en tal estado. Es menester que se trague todo cuanto encuentre a fin de rellenarse. Ahí tienes la única explicación plausible que puede darse de esa propensión que los cocodrilos muestran a tragarnos. Entre los seres animados hay diferencias de constitución. Por ejemplo, mientras más hueca es la cabeza de un hombre, menos experimenta la necesidad de rellenarse; pero ésa es la única excepción a la ley general que acabo de exponer. Todo esto me parece ahora tan claro como el día. Lo he comprendido así por el solo poder de mi talento y de mi propia experiencia, al sumergirme, por decirlo así, en los abismos de la naturaleza, en la retorta donde elabora sus misterios, escuchando el latido de sus pulsos. Observa cómo la etimología misma me da la razón, pues el nombre de cocodrilo expresa su voracidad. Cocodrilo, cocodrilo es una palabra italiana, contemporánea, sin duda, de los antiguos faraones de Egipto y derivada seguramente de la palabra francesa croquer, es decir: comer, nutrirse. Todo esto me propongo explicarlo al público de mi próxima conferencia en el salón de Elena Ivanovna, adonde mandaré que me lleven en mi tina.

—Querido amigo y pariente, ¡debes purgarte! —exclamé, sin poder contenerme, creyendo, no sin espanto, que mi amigo tenía fiebre.

— ¡Sandeces! —respondió él con tono despectivo—, ¿cómo purgarme en esta situación? Pero ya me figuraba que saldrías recomendándome una purga.

—Pero, querido amigo, ¿cómo puedes sostenerte? ¿Has comido hoy?

—No; pero no tengo apetito, y es muy probable que nunca más necesite comer. Y se comprende; desde el momento en que lleno con mi persona todo el hueco interior de este cocodrilo, lo coloco en un estado de definitiva hartura. Años enteros podrá ya vivir sin que le den de comer. Pero mientras yo le infundo esa hartura, él, por su parte, me comunica todos los jugos vitales de su cuerpo. ¿No has oído decir que las mujeres presumidas se ponen, durante la noche, trozos de carne cruda en la cara a manera de compresas, para parecer lozanas, tersas y seductoras después del baño matinal? Pues una cosa parecida ocurre aquí. Yo alimento al cocodrilo con mi persona, pero recibo de él mi propio alimento. Así, mutuamente, nos nutrimos. Pero como sería difícil, hasta para un cocodrilo, digerir a un hombre como yo, ha de sentir, sin duda alguna, pesadez en el estómago que, dicho sea de paso, no lo tiene. Y por eso, para no molestarlo, evito en todo lo posible moverme. Podría hacerlo, pero me abstengo por humanidad. Ese es el único inconveniente de mi situación y Timofei Semionich tiene razón al llamarme, en sentido figurado, holgazán. Mas yo probaré que puede transformarse la suerte de la humanidad por muy echado de costado que uno esté; más aún, que sólo en esta postura puede lograrse tal finalidad. Son los gandules quienes elaboran todas las grandes ideas, todas las evoluciones intelectuales favorecidas por nuestros diarios y revistas. Y ésa es la razón de que muy apropiadamente se diga de esas publicaciones que son como laboratorios; mas eso poco importa. Yo voy a edificar desde la base un sistema social completo y no podría imaginarse lo sencillo que es. Basta para ello con aislarse en algún apartado rincón, en el interior de un cocodrilo, por ejemplo, y cerrar los ojos. Al punto descubre uno el paraíso de la humanidad. Hace un rato, en tu ausencia, me puse a idear sistemas, e inmediatamente di con tres. Ahora ya estoy preparando el cuarto. Cierto que para esto es preciso empezar por echarlo todo abajo; pero ¿qué cosa más sencilla cuando se encuentra uno dentro de un cocodrilo? Mas no es eso todo. Desde el fondo de un cocodrilo parece que ve uno el mundo con una gran claridad… Aunque mi situación presenta algunos inconvenientes de poquísima monta. El interior de este cocodrilo es frío y viscoso; apesta, además, a resina. Me parece tener debajo de la nariz unas botas viejas. Pero a eso se reducen todas las molestias; no hay más de qué quejarse.

—Iván Matvieyich —le dije—, milagros son ésos en los que me cuesta trabajo creer. ¿Tienes de veras la intención de no probar más bocado en toda tu vida?

—Pero ¿puedes parar mientes en tales bagatelas, ¡oh cabeza de chorlito!…? Yo me preocupo solamente de desarrollar grandes ideas, y en tanto tú… Pues ten presente que esas grandes ideas, que han venido a alumbrar las tinieblas en que sumido estaba, me sacian más que todo condumio. Por lo demás, nuestro excelente domador se ha preocupado ya de este punto con su excelente madre, y ambos han acordado introducir todas las mañanas por las fauces del cocodrilo un tubo encorvado, por medio del cual podré sorber mi café o algún potaje. Ya han encargado el tubo; mas yo lo considero innecesario. Espero vivir, cuando menos mil años, si es verdad que los cocodrilos alcanzan esa longevidad. Infórmate de esto mañana mismo, porque podría suceder que estuviese equivocado y confundiese al cocodrilo con cualquier otro animal. Sólo una consideración me apura, porque vestido de paño como estoy, y con las botas puestas, es muy seguro que el cocodrilo no podrá digerirme. Además, estoy vivo y me opongo a tal absorción con todos los bríos de mi voluntad, pues por nada del mundo quisiera sufrir la ordinaria transformación de los alimentos; lo tendría por demasiado humillante. Pero, por desgracia, el paño de mi traje es de fabricación rusa y temo que no pueda resistir a una permanencia de mil años en el interior de este monstruo. Concluiría por disolverse, y privado de esta defensa, correría yo el riesgo de ser digerido, pese a toda mi resistencia. Durante todo el día podría defenderme; pero en llegando la noche, luego que sobre mí cayese el sueño, que acaba con la voluntad del hombre, ¿no estaría expuesto a sufrir la depresiva suerte de que me asimilaran como si fuese una patata, un churro o un trozo de jigote? Tal pensamiento me saca de mis casillas. Aunque sólo fuera para evitar semejantes vicisitudes, convendría alterar la tarifa de aduanas y proteger la importación de los paños ingleses, que son más fuertes que los nuestros y podrían resistir más tiempo a las fuerzas absorbentes de la naturaleza, cuando quien con ellos se vistiese hubiera de penetrar en el interior de un cocodrilo. En la primera ocasión que se presente comunicaré este criterio mío a algún político, al mismo tiempo que a los lectores de nuestros grandes diarios, a fin de provocar un movimiento de opinión. Espero servir también para otras muchas cosas. No dudo de que cada mañana vendrán a mí muchedumbres de curiosos que de buen grado aflojarán sus veinticinco copecas con tal de conocer lo que yo piense acerca de los últimos telegramas del día antes. En una palabra: el porvenir se me presenta con los más halagüeños colores.

«¡Está delirando! ¡Está delirando!», decía yo para mí. Pero, para ponerlo más a prueba, continué diciendo en voz alta:

—Pero y la libertad, amigo mío, ¿dónde la dejas? Tú estás como en la cárcel. ¿Y no es la libertad el bien más preciado del hombre?

— ¡Qué necio eres! —me respondió—, cierto que los salvajes se parecen por la independencia; mas los sabios verdaderos gustan del orden más que de cosa alguna, porque sin orden…

—¡Por favor, Iván Matvieyich!…

—¡Cállate y atiende! —gritó furioso por mi interrupción—, nunca me he sentido tan fuerte como ahora. En mi estrecho cobijo sólo temo la pesada crítica de los grandes diarios y los silbidos de las hojas satíricas. Temo que las personas poco serias, los imbéciles, los envidiosos y, en general, los nihilistas, se rían a mi costa. Mas ya tomaré mis medidas. Aguardo impaciente el juicio que la opinión pública, y sobre todo la prensa, formularán sobre mí desde mañana. No dejes de tenerme al corriente de todo.

—¡Bueno! Mañana te traeré una pila de periódicos.

—Sería prematuro esperar que mañana dijeran ya algo del lance los periódicos, porque las noticias tardan siempre en publicarse unos cuatro días. Sin embargo, a partir de hoy, vendrás todas las tardes por la puerta de servicio. Me leerás los periódicos y revistas, y luego yo te dictaré mis pensamientos y te daré encargos. No olvides traerme todos los días todos los telegramas de Europa. Pero basta por hoy. Tendrás sueño. Vuélvete a tu casa y no pienses en lo que te he dicho a propósito de la crítica. No la temo, porque ella también se encuentra en una situación bastante crítica. Bastará con que me conserve sabio y virtuoso para que me encuentre como enaltecido sobre un pedestal. Si no llego a ser un Sócrates, seré un Diógenes, o entrambos a la vez. Tan grande es la misión que en lo futuro habré de cumplir para con el género humano.

Así se expresaba Iván Matvieyich, dando muestras de un espíritu tan superficial como terco; cierto es que se hallaba bajo el imperio de la fiebre, pareciéndose a esas mujeres débiles de carácter que no aciertan a guardar un secreto. Todas sus observaciones a propósito del cocodrilo parecíanme muy aventuradas. Vamos a ver: ¿era posible que el cocodrilo estuviese hueco? Cualquier cosa apuesto a que todo aquello eran fanfarronadas de hombre vanidoso y que, ante todo, tiraba a humillarme.

Ya sé que estaba enfermo y que con los enfermos hemos de ser condescendientes; mas con toda franqueza confieso que no podía sufrir a Iván Matvieyich. Toda la vida, desde que era chiquito, tuve que aguantar su tutela. Mil veces sentí ganas de acabar con ella, pero siempre alguna consideración me volvía a su lado, como si hubiese esperado convencerle de no sé qué y vengarme por fin. ¡Singular amistad, de la que puedo asegurar que de diez partes, nueve eran odio puro! Sin embargo, aquella vez nos despedimos en la mejor armonía.

—Su amigo es un hombre inteligentísimo— me dijo el alemán, que había escuchado de cabo a rabo nuestra conversación mientras me acompañaba hasta la puerta.

—Y a propósito —le dije, antes que se me olvidara—, ¿cuánto querría usted por el cocodrilo si le propusieran comprárselo?

Iván Matvieyich, que había oído la pregunta, aguardó la respuesta con vivo interés. Era evidente que le habría sabido mal oír al tudesco pedir una suma insignificante. Por lo menos, tosió de un modo harto significativo.

El alemán, al pronto, no quiso ni hablar de la cosa y hasta llegó a enojarse.

—¡Que a nadie se le ocurra jamás pedirme que le venda mi cocodrilo! —exclamó furioso, poniéndose más encarnado que un cangrejo—; ¡no quiero deshacerme de mi cocodrilo! No lo daría ni por un millón de táleros. Sólo hoy me ha producido ya ciento treinta táleros en taquilla. ¡Y ha de valerme diez mil y hasta cien mil!

Iván Matvieyich reía de gusto. Yo hice de tripas corazón. Con la flema de un hombre que cumple con los deberes de la amistad, le hice presente al germano toda la falsedad de sus cuentas. Dando de barato que recaudase cien mil táleros diarios, en menos de cuatro días ya todo Petersburgo habría desfilado por el local. Y después de eso, sanseacabó, aparte que nuestra vida pende de un cable; el cocodrilo podría reventar, o caer enfermo Iván Matvieyich y morirse, etcétera. Recapacitó un momento el alemán, y luego repuso:

—Le pediré unas gotas al boticario y no se morirá su amigo.

—Eso de las gotas —le dije— está muy bien. Pero tenga usted en cuenta que podría entablarse un proceso. ¿Y si la esposa de Iván Matvieyich resuelve reclamar la devolución de su esposo legítimo? Usted quiere hacerse rico; pero ¿está usted dispuesto a pasarle una pensión a Elena Ivanovna?…

—¡Ni por pienso! —respondió con voz grave y resuelta.

—¡No, ni pensarlo! —añadió, furiosa, la madre.

—Siendo así, ¿no les convendría más aceptar desde este momento una suma razonable y segura en vez de fiar en beneficios aleatorios? Después de todo, me interesa hacer constar que sólo les hago esta pregunta a título de curiosidad.

El alemán creyó oportuno deliberar con su madre, y se la llevó a un rincón del local donde había un armario que contenía el mono más grande y feo de la colección.

—¡Ya verás! —díjome Iván Matvieyich.

De buena gana las habría emprendido a golpes con el alemán y su madre, y, sobre todo, con aquel Iván Matvieyich, cuya desmedida ambición me indignaba en grado sumo. Pero ¿qué decir de la respuesta del ladino alemán?

Aconsejado por su madre, exigió como precio de venta de su cocodrilo la cantidad de cincuenta mil rublos en obligaciones del último empréstito interior, una casa de mampostería en la calle Gorojovkaia, con una farmacia inclusive, y encima de todo eso, los galones de coronel.

—¡Ya lo estás viendo! —exclamó triunfalmente Iván Matvieyich—; ¡ya te lo decía yo! Aparte su última exigencia, ese nombramiento de coronel, que representa una pretensión loca, tiene razón sobrada, pues sabe apreciar el actual valor de su cocodrilo. ¡Ante todo, el punto de vista económico!

—¡Vamos! —le grité, furioso, al alemán—; ¿cómo se atreve usted a pedir esos galones de coronel? ¿Qué hazañas ha llevado a cabo? ¿Dónde está su hoja de servicio? ¿Dónde ha conquistado usted la gloria marcial? ¿O es que está usted loco?

—¡Loco yo! —replicó el alemán, resentido—; yo soy un hombre sensato; aquí no hay más necio que usted. ¡Si le parece poco mérito para que le nombren a uno coronel el poder enseñar un cocodrilo que contiene en su interior a todo un consejero de la Corte vivito y coleando!… A ver quién es el ruso que puede mostrar un cocodrilo semejante. Yo soy un hombre de pro, y no sé por qué razón no habrían de poder nombrarme coronel.

—Adiós, pues, Iván Matvieyich —exclamé, trémulo de rabia y echando a correr. Si sigo allí un minuto más, no hubiera podido contenerme. La extravagante ambición de aquellos dos imbéciles era intolerable. El aire fresco de la calle calmó algún tanto mi indignación. Por fin, y después de escupir unas quince veces a diestro y siniestro, mandé parar un coche, y luego que llegué a casa, me desnudé y me metí en el lecho.

Lo que más me irritaba era tener que convertirme en secretario de Iván Matvieyich. ¡Pues, en lo sucesivo, para cumplir con los deberes de amigo verdadero, tendría que embrutecerme todas las tardes!

Sentía ganas de pelearme con alguien y, a decir verdad, luego que apagué la vela me di algunos cachetes en la cabeza y en diversas partes del cuerpo. Esto me alivió un poco y concluí por dormirme profundamente, pues estaba rendido. Pasé la noche soñando con monos; pero hacia la madrugada soñé con Elena Ivanovna.

IV

No me costó trabajo dilucidar que el haber soñado con monos era debido a haberlos visto en la jaula del alemán; pero en cuanto a Elena Ivanovna, el caso era distinto. Para decirlo de una vez: yo la amaba, pero con el afecto de un padre, ni más ni menos. Lo que me induce a formular esta conclusión es que muchas veces me ocurrió sentir deseos de besarla en su tersa frente o en sus sonrosadas mejillas. Y aunque jamás lo hice, he de confesar que no hubiera rehusado el besarla en los labios. Y no sólo en la boca, sino también en sus dientecillos, que se asemejaban a una sarta de aljófar en cuanto se reía…, lo que era muy frecuente.

En sus momentos de expansión llamábala Iván Matvieyich «su lindo contrasentido», remoquete muy justo y adecuado. Era a lo sumo una mujer bombón. Así que no acababa yo de comprender en qué se fundaba Iván Matvieyich para querer hacer de ella una Eugenia Tour rusa.

Sea de ello lo que fuere, mis sueños, monos aparte, habíanme procurado las más gratas impresiones, y aquella mañana, con la taza de té por delante, repasando mis recuerdos del día anterior, decidí subir a casa de Elena Ivanovna, de paso hacia la oficina. Eso, después de todo, era deber mío, en mi calidad de amigo de la casa.

En un cuartito minúsculo contiguo a la alcoba, y al que ellos llamaban su saloncito, aunque también el salón grande fuera bastante chico, estaba Elena Ivanovna sentada en un lindo canapé ante una mesita baja. Tenía puesta una bata vaporosa y saboreaba, una tacita de café. Estaba hermosísima, pero parecía preocupada.

—¡Ah!, ¿es usted, pillín? —exclamó con distraída sonrisa—; siéntese, atolondrado, y tome un poco de café. ¿Qué hizo usted ayer, puede saberse? ¿Estuvo usted en el baile de máscaras?

—Pero ¿estuvo usted en él? Para fiestas estaba yo… Fui a ver a nuestro preso…

Lancé un suspiro y puse cara de agobio, al tiempo que tomaba un sorbo de café.

—¿Quién? —exclamó ella—, ¿qué preso?… ¡Ah, sí; ya caigo, pobre chico! ¿Se aburre mucho?… Mire…, quisiera preguntarle… Me parece que ahora no me costaría trabajo conseguir el divorcio, ¿no es verdad?

—¡El divorcio! —exclamé con tal indignación que por poco derramo el café, pues decía para mis adentros con rabia: “Eso lo dice por el moreno.»

Había, en efecto, de por medio un sujeto, moreno él, con unos bigotillos, que frecuentaba la casa y hacía reír mucho a Elena Ivanovna. Yo le aborrecía, y me figuraba que la habría visto en el baile de máscaras la noche anterior y le habría dicho un hatajo de sandeces.

—Vamos a ver —dijo la bella de carrerilla, como si repitiera una lección—, lo más seguro es que se quede para siempre dentro del cocodrilo; y siendo así, ¿por qué he de estarme yo esperándolo? Creo que todo marido debe vivir en su casa, y no dentro de un cocodrilo.

—Pero ese ha sido un contratiempo completamente ajeno a su voluntad —insinué con una emoción muy comprensible…

—¡Ah! ¡No, déjese de historias; déjese de cuentos! —exclamó ella enojada—. ¡Siempre me ha de llevar usted la contraria, malo! Nunca podremos estar de acuerdo. No quiero oír sus consejos. Los extraños me dicen que puedo conseguir el divorcio con sólo alegar que Iván Matvieyich se va a quedar cesante.

—¡Elena Ivanovna! ¿Es usted quien así habla? —exclamé en tono patético—, ¿quién es el malvado que le ha metido en la cabeza semejantes ideas? Sepa usted que es imposible obtener el divorcio por una causa tan nimia como la suspensión de la paga. ¡Y ese pobre Iván Matvieyich, que aún se consume de amor por usted, en el fondo de su cocodrilo! ¡Se derrite como un terrón de azúcar! Anoche, mientras usted se divertía en el baile de mascaras, me decía el pobrecillo que en un caso extremo se decidiría a llevársela a usted, como su esposa legítima, a su lado, al interior del cocodrilo, tanto más cuanto que hay allí sitio sobrado para dos personas, y hasta para tres…

Y le referí al punto toda aquella interesante parte del coloquio que el día anterior tuve con su marido.

—¡Cómo! —saltó, estupefacta—, ¡cómo! ¿Es que quiere usted que, encima de todo, vaya a hacerle compañía dentro del cocodrilo? ¡Vaya una idea! ¿Cómo quiere usted que me meta allí dentro con mi sombrero y mi crinolina? ¡Dios mío, pero eso es absurdo! ¿Qué pensaría de mí quien me viese entrar? ¡Qué ridículo más grande! ¿Y cómo me las arreglaría para comer allí dentro… y… para…? ¡Vaya, qué idea! ¿Qué distracciones encontraría allí? ¡Y dice usted que apesta a caucho! ¡Y tendría que estarme pegadita a él aun cuando nos enzarzásemos en alguna pelotera! ¡Huy! ¡Qué horror!

—Comprendo, comprendo, querida Elena Ivanovna —le interrumpí con una vehemencia naturalísima en quien, como yo, sabe salir en defensa de la verdad—, pero usted no tiene en cuenta una cosa, y es que él no puede vivir sin usted, puesto que reclama su compañía. Eso prueba la pasión y fidelidad de su cariño… Usted no ha sabido apreciar como se merece su amor, querida Elena Ivanovna.

—¡Déjese de historias! ¡No quiero oírle! ¡No lo oiré! —exclamaba, gesticulando con su manecita tan linda, de uñas sonrosadas y relucientes—, ¡acabará usted por hacerme llorar, malo! Vaya usted y métase dentro del cocodrilo, si le parece bien. Es usted su amigo. Váyase usted y acuéstese a su lado, por consideración a la amistad, y pásese la vida discutiendo con él de temas fastidiosos…

—Hace usted muy mal en hablar de ese contratiempo en ese tono de burla —le dije, interrumpiendo con gravedad a aquella mujercita de tan poco seso—. Iván Matvieyich me ha invitado ya a hacerle compañía. No hay duda de que en usted eso sólo sería cumplir con su deber, mientras que en mí indicaría generosidad. Explicándome ayer la extraordinaria elasticidad de las paredes de ese cocodrilo, dióme a entender muy claramente Iván Matvieyich que habría allí sitio no sólo para ustedes dos, sino hasta para mí, a fuer de amigo de la casa, y que en caso de consentir yo, podríamos muy bien acomodarnos los tres allí con toda holgura, y a ese objeto…

—¿Cómo los tres? —exclamó Elena Ivanovna, mirándome no sin asombro—, pero ¿íbamos a estar allí los tres juntos? Ja, ja, ja! ¡Qué necios son ustedes! Ja, ja, ja! Me pasaría el tiempo arañándolos por malos. Ja, ja, ja! Ja, ja, ja!

Y retrepándose en el respaldo del canapé, se puso a reír hasta saltársele las lágrimas. Su risa y su llanto, todo aquello resultaba tan delicioso y seductor que no pude ya contenerme y empecé a besarle las manos, a lo que ella no se opuso, tirándome de las orejas en señal de reconciliación.

Con eso nos pusimos tan alegres, y yo le conté circunstanciadamente todos los proyectos de Iván Matvieyich. La idea de las recepciones en su salón le agradó lo indecible.

—Sólo que —hizo notar— necesitaré muchos trajes nuevos, y es urgente que Iván Matvieyich me envié lo antes que pueda una cantidad decorosa.

Luego agregó, pensativa:

—Pero ¿cómo nos vamos a arreglar para traerle en su bañera? Eso es muy ridículo. No quiero que vean a mi marido dentro de la tina. Me avergonzaría delante de mis invitados… ¡No quiero, no quiero!…

—A propósito, ahora que me acuerdo: ¿no estuvo a verla a usted anoche Timofei Semionich?

—Sí que estuvo; se desvivió por consolarme, y figúrese que nos pasamos la velada jugando a las cartas. Cuando perdía él, me daba bombones, y cuando perdía yo, me besaba las manos. ¡Qué pillín! ¡Y figúrese que faltó poco para que me acompañase al baile de máscaras! Como se lo cuento.

—El entusiasmo —respondí—, pero ¿quién no se entusiasmaría con usted, hechicera?

—Bueno; ya vuelve usted a sus piropos. ¡Espere que he de pellizcarle antes que se vaya! Yo sé dar muy buenos pellizcos. Pero dígame: ¿le ha hablado mucho de mí Iván Matvieyich?

—No; mucho, no… Confesó que lo que más le preocupa ahora es la suerte de la humanidad, y quiere…

—Bueno, bueno; no siga. Todo eso debe de ser muy aburrido. Un día de estos iré a verle… Mañana, sin falta…; hoy no. Me duele la cabeza, y habrá allí mucha gente… Dirían por lo bajo: «¡Ahí está su mujer!» Y me daría vergüenza… ¡Adiós! ¿Irá usted allá esta tarde?

—Sí. Me encargó que fuese y le llevase los periódicos.

—Muy bien. Pues vaya usted y léale la prensa. Es inútil que vuelva hoy por aquí, pues no me siento bien… Quizá salga a hacer unas visitas… ¡Adiós, pillín!

«Bueno —me dije— no hay que preguntar si el moreno va a venir esta tarde.»

En la oficina, como es natural, no dejé traslucir nada de mis inquietudes. Pero no tardé en advertir que varios de nuestros periódicos más progresistas circulaban de mano en mano y que mis compañeros los leían con profunda atención. El primero que llegó hasta mí fue La Hoja, diario sin orientación política bien definida, pero de tendencias humanitarias, por lo cual mis compañeros, por más que lo leyesen, le mostraban cierto menosprecio. He aquí lo que leí en él, no sin asombro:

«Extraños rumores corrían ayer por nuestra gran capital. N***, gastrónomo muy conocido del gran mundo, hastiado sin duda de la cocina de Borel no menos que de la del círculo, penetró en el Pasaje y se dirigió al sitio en que se exhibe un enorme cocodrilo, y encargó que le aderezasen el monstruo para comérselo en la cena. Habiéndose entendido con el dueño, no tardó en sentarse a la mesa, y empezó a devorarlo (no al dueño, alemán modesto y amigo del orden, sino al cocodrilo, que se sirvió vivo y todo, sacándole, por medio de su cortaplumas, enormes lonjas sabrosísimas, que golosamente engullía).

«Poco a poco, desapareció emérito el cocodrilo en aquel abismo sin fondo, visto lo cual nuestro gastrónomo hizo intención de regalarse el gusto con el icneumón, compañero habitual del cocodrilo y, según él, no menos suculento.

«No abrigamos ninguna suerte de prejuicios contra ese nuevo manjar, muy conocido hace ya tiempo de los gastrónomos extranjeros. Lejos de eso, habíamos predicho que llegaría a ponerse de moda. Los lores y viajeros ingleses pescan en Egipto grandes partidas de cocodrilos, cuyo lomo saborean en forma de bistecs, sazonado con mostaza y cebolla y guarnecido de patatas.

“Los franceses llegados con De Lesseps al país dan su preferencia a las patas, que mandan cocer en rescoldo para hacer rabiar a los ingleses, que no les escatiman sus pullas. Es muy probable que en nuestro país sepan apreciar tanto el lomo como las patas, y celebramos el que esta nueva rama de la industria alimenticia venga a enriquecer a nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Después de esta digestión petersburguesa de un primer cocodrilo, puede pronosticarse que no pasará un año sin que ya los importemos por centenares. ¿Y por qué no habríamos de aclimatar al cocodrilo en Rusia? Si el agua del Neva resulta demasiado fría para estos interesantes productos del extranjero, baños hay en la capital, y fuera de ella no faltan ríos y lagos.

«¿No podría, por ejemplo, practicarse la cría del cocodrilo en Pargolovo o en Pavlovsk, en Moscú, en los estanques Priesnenski y en el Samatiok? Al mismo tiempo que proporcionaría un grato y sano alimento al paladar refinado de nuestros gastrónomos, los viveros de cocodrilos constituirían una gran distracción en esos parajes y servirían, además, para que los niños aprendiesen fácilmente historia natural.

«Con su piel podrían hacerse estuches, maletas, petacas y carteras, y más de un millón en esos billetes de Banco grasientos, tan caros a los comerciantes, podrían caber en la piel de un cocodrilo. Nos proponemos insistir dentro de poco sobre este interesante asunto, y lo mismo haremos cuantas veces sea menester.»

Aunque me esperaba algo por ese estilo, la inexactitud de tal información me hizo muy mal efecto. No sabiendo a quién confiar mis impresiones, fijé la vista en Projor Sawich, que estaba sentado frente a mí. Entonces fue cuando advertí que hacía ya rato que me estaba observando con un número de El Cabello en la mano, como si pensase dármelo a leer. Sin decir palabra, tomó La Hoja, que yo le brindaba, y me ofreció El Cabello, señalando con la uña el artículo sobre el cual deseaba llamarme la atención. Aquel Projor Sawich era un tipo bastante raro. Viejo, solterón, apenas tenía amistad con ninguno de nosotros, y no hablaba casi con nadie en la oficina. Siempre, y a propósito de todo, tenía algo que decir; mas no se avenía a decírselo a nadie. Vivía solo, y casi ninguno de nosotros había puesto ni una vez los pies en su casa.

He aquí lo que decía el artículo de El Cabello que él subrayaba con la uña:

«Todo el mundo sabe que somos progresistas y humanitarios, y que en este terreno pretendemos estar a la altura de Europa. Pero cualesquiera que sean los desvelos de nuestro pueblo y de nuestro diario, fuerza es confesar que aun están verdes, a juzgar por un repugnante suceso que acaeció ayer en el Pasaje, y que nosotros estamos hartos de pronosticar.

«Un extranjero, dueño de un cocodrilo, llega a nuestro país y exhibe su animalucho en el Pasaje. Al punto nos apresuramos a saludar a esa nueva rama de una útil industria, rama de que aún carecía el tronco de nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Pues bien: he aquí que, de pronto, ayer, a las cuatro y media, penetra en el local del extranjero un hombre muy gordo y en completo estado de embriaguez que, después de pagar la entrada, y sin avisar a nadie, va a meterse derechito en las fauces del cocodrilo, el cual no tuvo más remedio que tragárselo, aunque sólo fuera por instinto de conservación y para evitar la asfixia. No bien hubo caído en el interior del cocodrilo, quedóse profundamente dormido el desconocido visitante.

«Los gritos del domador resultaron tan inútiles como los lloros de su familia aterrada; en balde se le amenazó con llamar a los guardias; nada hizo la menor huella en el borracho, que desde el fondo del cocodrilo reía de un modo insolente, jurando y perjurando que el cocodrilo habría de ser castigado a palos (sic), mientras el pobre mamífero, obligado a engullirse un bocado semejante, se deshacía en inútiles lágrimas. El intruso no quería salir de allí.

«Es natural que nos preguntemos cuál pudo ser la intención de ese inoportuno. ¿Sería que buscaba un local abrigado y cómodo? Pero ¿no abundan en la capital las casas hermosas, con pisos holgados y económicos, con agua, gas y hasta portería? Y, además, llamamos la atención de nuestros lectores sobre la crueldad de semejante trato infligido a un animal doméstico.

«Ya comprenderán nuestros lectores lo difícil que habrá de serle a ese cocodrilo digerir tamaña mole. Ahí está el desgraciado, sin alientos, tumefacto, esperando la muerte en medio de intolerables sufrimientos. Hace ya mucho tiempo que en Europa son emplazados ante los Tribunales quienes maltratan a los animales domésticos. En nuestro país, pese al alumbrado a la europea; a las aceras, construidas a la europea, y a las casas, edificadas a la europea, aún ha de pasar mucho tiempo antes que hagamos justicia a los culpables de esos malos tratos.

“Las casas son nuevas; pero los prejuicios, viejos…

«Pero ¿son nuevas ni siquiera las casas? Por lo menos, no siempre podría decirse eso de sus escaleras. ¿Cuántas veces no hemos denunciado en estas columnas el estado de suciedad lamentable en que desde hace meses se encuentran las gradas de la escalera de madera de la casa del mercader Lukianov, en la Petersbugskaia, que, por su estado ruinoso, presentaban un serio peligro para la criada, Afimia Skapidarova, obligada, por las necesidades de su cargo, a subir y bajar constantemente para acarrear agua o leña? Lo que pronosticábamos ocurrió ayer, a las ocho y media de la noche: Afimia Skapidarova, que iba cargada con una sopera, resbaló y se rompió una pierna.

«Sin embargo, todavía nos preguntamos si este accidente acabará de persuadir a Lukianov de la necesidad de mandar arreglar la escalera, porque los rusos tienen la cabeza dura. Entre tanto, la desgraciada víctima del descuido ruso ha sido conducida al hospital.

«Tampoco nos cansaremos de repetir que los porteros, al barrer la nieve de las aceras de la Viborgskaia, deberían adoptar algunas precauciones, a fin de no deslucirles el calzado a los transeúntes: ¿Por qué no la recogen en montoncitos, como se hace en Europa?, etcétera.»

—Pero ¿qué quiere decir esto? —pregunté, mirando a Projor Sawich con cierto asombro.

—¿El qué?

—¡Pues qué ha de ser! ¡Que en lugar de compadecer al pobre Iván Matvieyich, compadecen al cocodrilo!

—¿Qué más da que la piedad recaiga en un mamífero o en otro? ¿No es eso lo europeo? ¡También compadecen en Europa a los cocodrilos! ¡Ji, ji, ji!…

Y, dicho esto, aquel tipo raro de Projor Sawich volvió a abismarse entre sus papelotes, y ya no volvió a despegar los labios.

Yo me metí en el bolsillo El Cabello e hice acopio de diarios para mi pobre Iván Matvieyich. Luego, aunque todavía faltase mucho para la hora de salida, dejé la oficina y me encaminé al Pasaje con objeto de hacerme cargo, aunque fuese de lejos, de lo que allí pasaba y recoger la variedad de opiniones del vulgo.

Figurándome que habría apreturas me levanté el cuello del gabán, pues sentía algo de vergüenza, no sé por qué, quizá por lo poco acostumbrado que estaba a la publicidad.

Mas comprendo que no tengo derecho a relatar mis personales y prosaicas sensaciones ante un acontecimiento tan noble y singular.

 

[1] Carlitos.

[2] Madre, en alemán.

[3] Político ruso que, posteriormente, a partir de 1879, perteneció al partido terrorista de la voluntad del pueblo.

[4] Luis Antonio GarnierPagés, político francés de significación democrática, que tomó parte muy activa en las agitaciones revolucionarias.

Un poco de Historia 1

tumblr_n4cl8oxKTR1r4zr2vo1_r1_500 UNA INJUSTICIA HISTÓRICA. En su obra Ideas repetidas de la Historia , el eximio Ignar Franz von Biber, se pregunta por la razon absurda de que el ser humano a lo largo de la Historia tantas veces repita los mismos errores. De ahi la importancia de la Historia, con mayuscula,  pero los politicos no saben historia o les interesa que el pueblo-la masa- no la sepa. Eso pasa con las utopias y los populismos,que  desde la democracia ateniense y los sofistas, son la pesadilla de las democracias: di lo que quieren oir, que se lo tragan, te votan y después si llega la ruina yo me quito de enmedio. Unos dicen, no va a haber crisis y la gente prefiere creerselo, porque no quiere recorte. Pero despues viene la crisis y dicen estamos adoptando 700 medidas contra ella, y por supuesto mienten pero la gente se engaña y se lo quiere creer, y al final la crisis y la realidad es persistente y viene y te deja mucho peor y vienen el doble de recortes por no hacer las cosas a tiempo, pero los culpables ya no estan, se han ido, sin castigo alguno por sus mentiras. Esa es la clave, la realidad, que nadie quiere ver. Hasta que llega.  Basta ver lo que pasó en Venezuela, de la utopia al hambre, al desastre, porque fueron engañados con ideas que no se tragaría alguien que medio pensara las consecuencias. Pero nadie las piensa, le ofrecen utopia barata y lo cree, es mas facil. Y luego en otros paises llegan las elecciones y algunos se sorprenden. ¿Porque pasó? pregunta maldita, nunca lo sabremos, aseveras, pero todos ya sabemos muy de veras, lo que no quieres saber por podemita. Es un hecho: las personas son facilmente engañadas si les cuentas lo que ya quieren creer: hay dinero de sobra para todo tipo de gastos, el estado lo puede todo, los ricos van a pagar mucho mas que los pobres, los bancos van a soltar el dinero a mantas, no va a ser necesario crear nuevos impuestos. Pero luego llega la realidad: si exprimes a los ricos y los bancos, estos se llevan su dinero y sus empresas a otros paises, si nacionalizas y amenazas, se van las empresas: resultado, mas paro y menos consumo, ruina, desabastecimiento y hambre. Venezuela. Y algunos quieren exportar ese sistema ilogico, que por cierto ya se repitió mil veces en el siglo XX. El mejor ejemplo de esta ruina fue la Union Sovietica, el poder terrible de un estado, que acabo en la ruina, pero que antes acabó con la verdad , con la libertad y se defendió de las ideas contrarias con el Gulag. Se empieza discutiendo todo en circulos y asambleas, hasta llegar al poder, despues ya no se discute nada. Comunismo de toda la vida, que exalta la igualdad, que es un prodigio de maravillas que todos queremos oir y vivir, pero que cuando triunfa se defiende de las demas ideas como enemigos terribles, porque todo lo pervierte por subsistir. Comunismo, el mismo que fracasó ya de mil maneras. ¿porque debe de ser asi? Si matas a un hombre es un asesinato, si matas un millon una estadistica.  Stalin. Y asi lo hizo. Bibliografía : Gustaw Herling-Grudzinski:  Un mundo aparte . Prologada por Bertrand Russell. El filósofo británico dijo que «de los muchos libros» que había leído sobre el sistema penitenciario en la URSS, este era «el más impresionante y el mejor escrito por su extraña fuerza descriptiva». A pesar de las sucesivas traducciones a distintos idiomas, la obra fue ninguneada por la izquierda europea. En Rusia y Polonia, tras varias décadas en el índice de libros prohibidos, vio la luz por fin en 1990. «El conocimiento del gulag se retrasó mucho porque la Unión Soviética fue un país vencedor del nazismo”, dice Ridao, que vivió en la URSS los años previos a su derrumbe. «El tener un enemigo común con las democracias le dio a los soviéticos unas credenciales que no tenían. La URSS había combatido en el buen lado pero no por buenas razones». Para Reverte, «aún no se ha explicado suficientemente lo que ocurrió porque hubo un manto piadoso tras la II Guerra Mundial que llevó a muchos intelectuales a ocultar esas barbaridades, que fueron similares a las de los nazis. Seguramente Stalin mató a más comunistas que Hitler». Para Ridao, esa intelectualidad se comportó como «una ideología sectaria, que aceptó una doble moral para perder toda empatía con el sufrimiento». Fuente: El Pais Cultura Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticosAnne Applebaum

En la recepción de las corrientes totalitarias del pasado siglo se opera una diferencia esencial en nuestro sustrato cultural: la Alemania nazi y lo impregnado por ella es el mal absoluto, mientras que la URSS se pervirtió o, como máximo, estaba equivocada. El racismo ario resulta impresentable, pero los ideales soviéticos no estaban tan lejanos teóricamente de lo que propugnaban amplios sectores de izquierda: criticar su desviación era hacerle el juego al enemigo. La caza del judío es moralmente repugnante, pero la persecución del “enemigo del socialismo” debe entenderse en su contexto. Si Hitler y el fascismo eran la reacción, Stalin y los suyos, aunque tortuosos, representaban para muchos bienpensantes el futuro de la humanidad. ¡Si hasta Roosevelt y Churchill fueron sus aliados primero, y sus cómplices vergonzantes tras la guerra, cuando contribuyeron a aumentar el número de víctimas repatriando forzosamente a miles de soviéticos!  Fuente: El cultural ‘La corte del zar rojo’, de Simon Sebag Montefiore

‘Los que susurran’, de Orlando Figes
‘Relatos de Kolimá’, de Varlam Shalámov
‘Un día en la vida de Ivan Denisovich’, de Alexandr Solzhenitsin
‘Archipiélago Gulag’, de A. Solzhenitsin
‘Nieve roja’, de Sigismund Krzyzanowski
‘Fiel Ruslán’, de Gueorgui Vladímov

Colofon: Se calcula en seis millones el número de judíos muertos en el Holocausto. En los gulag murieron entre diez y veinte millones de personas, dependiendo de las fuentes que se consulten.

Al contrario que en Alemania, donde se ha reconocido y honrado a las víctimas del Holocausto nazi, en Rusia parece no querer hablarse del sistema de gulag. No ha habido reconocimiento oficial, ni excusas públicas, ni investigaciones o comisiones.

Una especie de tabú rodea el tema en Rusia y, aunque en menor medida, también en el resto de ex-repúblicas soviéticas. Apenas se menciona en los libros de historia. Los ancianos lo eluden. Los jóvenes lo ignoran.Y las víctimas permanecen olvidadas

cuentos rusos 4

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Iván Turgénev (1818–1883)
El brigadier

I

Lector, ¿te son conocidas acaso esas pequeñas haciendas de nobles, que veinticinco—treinta años atrás abundaban en nuestra gran Ucrania rusa? Ahora éstas se encuentran raramente, y dentro de unos diez años las últimas, es posible, van a desaparecer sin dejar huella. Un estanque caudaloso cubierto de mimbres y juncos, una vastedad de patos afanosos, junto a los que se posa a veces una cerceta cautelosa; detrás del estanque un jardín con alamedas de tilos, esa beldad y honor de nuestras llanuras de tierras negras, con abandonados bancales de fresas «españolas», con una continua espesura de grosellas, casis y frambuesas, entre la que, en la hora lánguida del inmóvil bochorno del mediodía, ya seguro pasa fugazmente el pañuelo de colores de una muchacha sierva, y resuena su voz penetrante; ahí mismo un granero sobre patas taladas, un invernadero, un huerto malito, con una bandada de gorriones en los estambres, y un gato acurrucado cerca de un pozo derrumbado; luego los manzanos rizados sobre una hierba alta, por abajo verde, por arriba grisácea, los ralos cerezos, perales en los que nunca hay frutos; después los canteros de flores: las amapolas, las peonías, los ojitos de aniúta[1], los crisantemos, las “señoritas en verdor” [2], los arbustos de madreselva tártara, el jazmín silvestre, las lilas y las acacias, con el abejero incesante, el zumbido de un abejorro en las ramas tupidas, olorosas, viscosas; finalmente, la casa señorial de un piso, sobre un fundamento de ladrillo, con unos cristales verdosos en marcos angostos, con un tejado en declive alguna vez pintado, con un balconcito, del que se cayó una baranda con forma de cántaro, con un mezzanine[3] torcido, con un perro viejo sin voz en un foso debajo del portal; detrás de la casa un amplio patio con ortigas, absintios y bardanas en las esquinas, unos servicios de puertas manoseadas, con palomas y cornejas en los horadados tejados pajosos, una bodega con una veleta oxidada, dos—tres abedules con nidos de grajos en las ramas peladas de arriba; y allí ya un camino con cojines de polvo suave en los carriles, y el campo, y los largos setos de cáñamos, y las isbás[4] grisáceas del pueblo, y los gritos de los gansos desde los lejanos prados anegados… ¿Te es conocido acaso todo eso, lector? En la misma casa todo está un poco de costado, un poco desvencijado, ¡pero no importa! Se mantiene firme y retiene la calidez: unas estufas como que de elefantes, un moblaje desigual hecho en casa, unas veredas blancuzcas, senderadas corren desde las puertas por los suelos pintados; en el recibidor unos pardillos y alondras en unas jaulas diminutas, en una esquina del comedor un enorme reloj inglés con aspecto de torre, con la inscripción: Strike–silent[5]; en la sala los retratos de los amos pintados con pinturas de óleo, con una expresión de susto severo en los rostros de color ladrillo, y a veces un cuadro viejo combado, que presenta ya unas flores y frutas, ya un sujeto mitológico; por todas partes huele a kvas,[6] manzana, aceite cocido, piel; las moscas zumban y suenan bajo el techo y en las ventanas, una cucaracha animada de repente juguetea con sus bigotes detrás del marco del espejo… No importa, se puede vivir, e incluso muy no mal se puede vivir.

II

He aquí tal hacienda me tocó visitar unos treinta años atrás… asunto de días muy pasados[7], como se dignan a ver. La posesión pequeña, en la que se hallaba esa hacienda, pertenecía a un compañero de universidad mío, ésta recién había pasado a él después de la muerte de un tío segundo, un solterón, y él mismo no vivía en ella… Pero a una no lejana distancia de allí, empezaban unos dilatados pantanos esteparios en los que, en el tiempo de llegada de los pájaros en verano, había muchas becadas; mi compañero y yo ambos éramos unos cazadores apasionados, y por lo tanto acordamos reunirnos, él desde Moscú, yo desde mi pueblo, hacia el día de Pedro[8] en su casa. Mi amigo se demoró en Moscú y se retrasó dos días, yo sin él no quería empezar la caza. Me recibió un viejo sirviente, de nombre Narkíz Semiónov: le habían prevenido sobre mi llegada. Ese viejo sirviente no se parecía en absoluto a “Saviélich”[9] o a “Caleb”[10], mi compañero lo llamaba en broma “marqués”. En él había algo auto–suficiente, incluso refinado, no sin dignidad: nos miraba a nosotros, los hombres jóvenes, desde arriba, y por los otros hacendados no guardaba un respeto peculiar; del señor anterior hablaba sin cuidado, y a su prójimo simplemente lo despreciaba por su ignorancia. Él mismo sabía leer y escribir, se expresaba de forma correcta y persuasiva, y no bebía vodka. A la iglesia iba raramente, así que lo consideraban un cismático[11]. Era delgado y alto, tenía un rostro largo y venerable, una nariz aguda y unas cejas colgantes, que ya movía, ya alzaba de modo incesante, llevaba una holgada levita aseada y unas botas hasta la rodilla, con unas cañas cortadas en forma de corazón.

III

En el mismo día de mi llegada Narkíz, dádome de desayunar y recogido la mesa, se detuvo en las puertas, me miró fijamente y, jugado con las cejas, profirió:

—¿Qué pues usted, soberano, va a hacer ahora?

—Y yo, en verdad, no sé. Si Nikolai Petróvich cumpliera su palabra, y viniera, nosotros juntos nos iríamos de caza.

—¿Y usted, por lo tanto, soberano, esperaba que él así, llegaría a la misma vez, como prometió?

—Por supuesto, esperaba.

—Hum —Narkíz me echó una mirada de nuevo, y meció la cabeza como que con lástima—. Si se distrajera con la lectura, sería deseable —continuó—, del viejo señor quedaron unos libritos; yo, si le place, se los traeré, sólo que usted no se pondrá a leerlos, así se debe suponer.

—¿Por qué?

—Unos libritos banales, no para los señores de ahora están escritos.

—¿Tú los leíste?

—No los hubiera leído, no me pondría a hablar. El de sueños[12], por ejemplo… ¿eso qué clase de libro es? Bueno, hay otros… sólo que usted también no se pondrá a leerlos.

—¿Y qué?

—Son divinos.

Yo callé… Narkíz calló también.

—Lo principal pues, me da fastidio —empecé—, con este tiempo, estar sentado en casa.

—Pasee por el jardín, o si no vaya al boscaje. Ahí tenemos un boscaje detrás del granero. ¿No le gusta acaso pescar?

—¿Y ustedes tienen peces?

—Hay, en el estanque. Lochas, albures, percas se encuentran. Ahora, por supuesto, la época verdadera pasó: julio está en el patio. Bueno… pero de todas formas intentar se puede… ¿Ordena equipar la caña?

—Hazme la concesión.

—Yo con usted mandaré a un chico… para enganchar los gusanos. ¿O si no, acaso va solo? –Narkíz, evidentemente, dudaba de que yo supiera, acaso, arreglarme solo.

—Vamos, por favor, vamos.

Narkíz sonrió callado, pero con toda la boca, después movió las cejas de pronto… y salió de la habitación.

IV

Media hora después nos dirigimos a pescar. Narkíz se puso cierta gorra orejuda, inusitada, y se volvió más majestuoso. Andaba adelante con un paso grave, regular, dos cañas ondeaban sobre su hombro de modo rítmico, un chiquillo descalzo llevaba tras él una regadera y una olla con gusanos.

—Ahí, junto a la represa, en la almadía, se ha colocado un banco para la comodidad —me empezó a aclarar Narkíz, echó un vistazo adelante y exclamó de pronto—:¡Ejé! Pero nuestros miserables ya están ahí… ¡Se habituaron!

Yo estiré la cabeza detrás de él y vi en una almadía, en el mismo banco del que hablaba, a dos hombres sentados de espalda a nosotros: éstos pescaban muy tranquilos.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Vecinos —respondió Narkíz con disgusto—. En casa pues no tienen nada de comer, así pues vienen a donde nosotros.

—¿Y a ellos se les permite?

—El señor anterior lo permitía… acaso pues Nikolai Petróvich no autorice… El largo pues… es un sacristán de los titulares, un hombre banal por completo; bueno, y aquél, el más gordo, es brigadier.

—¿Cómo brigadier?[13] —repetí con admiración. La ropa de ese “brigadier” era casi, acaso no peor que la del sacristán.

—Yo le informo pues, brigadier. Y su fortuna era buena. Y ahora pues, se le asignó un rincón por merced, y vive… así, de lo que el Señor mande. ¿No obstante, entre tanto, cómo hacer pues? Ellos ocuparon el lugar mejor… Habrá que perturbar a los queridos visitantes.

—No, Narkíz, por favor, no los perturbe. Nosotros nos sentaremos ahí mismo, a un costado, ellos no nos molestan. Yo quisiera conocer al brigadier.

—Como le plazca. Y sólo que, si en cuanto a conocerlo… mucho gusto usted, soberano, no espere recibir, él se volvió muy débil de concepto, y en la conversación es obtuso… lo que un niño pequeño. Y así decir, vive la octava década.

—¿Cómo se llama?

—Vasílii Fomích. De apellido Guskóv.

—¿Y el sacristán cómo?

—¿El sacristán pues?.. su apodo es Pepino. Aquí todos lo llaman así, ¿y cuál es su nombre verdadero?, ¡el Señor sabe! ¡Un hombre banal! ¡Es un granuja!

—¿Ellos viven juntos?

—No, no juntos, pero el diablo… ¿sabe?.. los amarró con una cuerda.

V

Nos acercamos a la almadía. El brigadier levantó los ojos hacia nosotros… y al momento los dirigió al flotador; Pepino se levantó de un salto, extrajo la caña, se quitó su gastado sombrero de pope, se pasó la mano trepidante por los ásperos cabellos amarillos, reverenció braceando y se echó a reír con una risa flácida. Su rostro hinchado revelaba a un borracho amargo[14], sus ojos encogidos guiñaban de forma humillada. Empujó a su vecino por el costado, como dándole a saber que era necesario, digo, largarse… El brigadier se removió en el banco.

—Siéntense, les ruego, no se inquieten —rompí a hablar apurado—. Ustedes no nos molestan en absoluto. Nosotros nos ubicamos aquí, siéntense.

Pepino se arrebujó con su traje talar agujereado, sacudió los hombros, los labios, la barbita… Nuestra presencia, por lo visto, lo cohibía… y se hubiera escurrido gustoso, pero el brigadier se sumergió de nuevo en la contemplación de su flotador… “Granuja” carraspeó unas dos veces, se sentó en el mismo borde del banco, se puso el sombrero sobre las rodillas y, recogido debajo de sí sus pies descalzos, lanzó la caña con modestia.

—¿Pican? —preguntó Narkíz con importancia, desenrollando el sedal con lentitud.

—Unas cinco piezas de lochas atrajimos —respondió Pepino con una voz quebrada y ronca—, y él pues agarró una perca decente.

—Sí, una perca —repitió el brigadier de modo chillón.

VI

Yo me puse a examinar fijamente no a él, sino su volteado reflejo en el estanque. Éste se me presentaba diáfano, como en un espejo, un poco más oscuro, un poco más plateado. El amplio estanque alentaba su frescura sobre nosotros, también emanaba frescura de la húmeda orilla escarpada; y tan dulce era ésta que allá, sobre la cabeza, en el lasurita dorado y oscuro, sobre los sotos de árboles, el bochorno inmóvil colgaba como un peso palpable. El agua no ondeaba cerca de la almadía; en la sombra, que caía sobre ésta de los frondosos arbustos rivereños, brillaban, como unos diminutos botones luminosos, las arañitas acuáticas, que describían sus círculos eternos; sólo a veces un escarceo apenas notable iba desde los flotadores, cuando el pez “jugueteaba” con el gusano. Se pescaba éste muy mal: durante una hora entera sacamos dos lochas y un albur. Yo no sabría decir por qué el brigadier despertaba mi curiosidad: su grado no podía actuar sobre mí, los nobles arruinados no se consideraban una rareza tampoco en ese tiempo, y su misma apariencia no presentaba nada notable. Debajo de la gorra cálida, que ocultaba toda la parte superior de su cabeza hasta las cejas y las orejas, se divisaba un rostro rojizo, bien afeitado, redondo, con una nariz pequeña, unos labios pequeños y unos ojos gris—claro no grandes. Ese rostro humilde, casi infantil expresaba sencillez, debilidad espiritual y cierta antigua tristeza impotente; en sus manos blancas rollizas, de dedos cortos, había también algo impotente, inhábil… Yo no estaba en condición, de ninguna forma, de imaginar de cuál manera este viejecito miserable pudo, alguna vez, ser un hombre militar, comandar, disponer, ¡y aún en los tiempos severos de Ekaterina![15] Yo lo miraba: a veces inflaba las mejillas y jadeaba débilmente, como un niño, a veces entornaba los ojos de modo enfermizo, con esfuerzo, como todas las personas decrépitas. Una vez abrió los ojos con amplitud y los levantó… Éstos se fijaron en mí desde lo profundo acuático, y su vista abatida me pareció extrañamente conmovedora e incluso significativa.

VII

Yo intenté hablar con el brigadier… pero Narkíz no me había engañado: el pobre viejo, realmente, se había vuelto muy débil de concepto. Se informó de mi apellido y, tras preguntarme unas dos veces, pensó, pensó y profirió finalmente: “Sí, nosotros, parece, tuvimos un juez tal. Pepino, ¿tuvimos nosotros un juez tal, ah? —“Tuvimos, tuvimos, padrecito, Vasílii Fomích, su excelencia —le respondió Pepino, que lo trataba en general como a un niño—. Tuvimos, seguro. Y la caña suya cédamela, el gusano suyo, debe estar comido… Está comido”.

—¿A la familia Lómovskaya, se dignó a conocerla? —de repente, con una voz intensa, me preguntó el brigadier.

—¿Cuál tal familia Lómovskaya?

—¿Cuál? Bueno, Fiódor Ivánich, Yevstígnei Ivánich, el judío Alexéi Ivánich, bueno, la saqueadora Feodúlia Ivánovna… y ahí aún…

El brigadier de pronto calló y bajó los ojos.

—Eran las personas más cercanas a él —inclinado hacia mí susurró Narkíz—, a través de ellos, a través de ese mismo Alexéi Ivánich, que él llamó judío, y aún a través de una hermana de Alexéi Ivánich, Agrafiéna Ivánovna, él, se puede decir, perdió toda la fortuna.

—¿Qué tú hablas ahí sobre Agrafiéna Ivánovna? —exclamó de pronto el brigadier, y su cabeza se levantó, sus cejas blancas se fruncieron… —¡Tú mira conmigo! ¿Y cuál Agrafiéna es ella para ti? Agripína Ivánovna, mira cómo se debe… llamarla.

—Bueno, bueno, bueno, bueno, padrecito —había murmurado Pepino.

—¿Tú acaso no sabes, que el versificador Milónov[16] compuso sobre ella? —continuó el viejo, entrando de repente en un frenesí totalmente inesperado para mí—. “No las velas nupciales se han prendido —empezó como cantando, pronunciando todas las vocales con la nariz, y las sílabas “an” y “en” como las francesas an, en, y era extraño oír de su boca esa habla coherente —no las antorchas…” No, no es eso, sino esto:

No con la podredumbre perecedera del ídolo,
No con el amaranto, no con el pórfido,
Tanto se deleitan ellos…
Una sola cosa en ellos…

—Eso es sobre nosotros. ¿Oyes?

Una sola cosa en ellos no es impedimento,
Es agradable, lánguido, apetecible,
¡Un ardor mutuo guardar en la sangre![17]
—¡Ah tú, Agrafiéna!

Narkíz sonrió de forma medio despectiva, medio indiferente.

—¡Eh pues, mentecato! —refirió para sí mismo. Pero el brigadier ya bajaba los ojos de nuevo, la caña cayó de sus manos y se resbaló al agua.

VIII

—¿Y qué?, como yo veo, el asunto nuestro pues, es una basura —profirió Pepino—, el pez, ¿ves?, no pica del todo. Ya hace mucho calor, y a nuestro señor le llegó la “morriña”. Se ve, ir a casa, será mejor —con cuidado, se sacó del bolsillo un frasco de hojalata con un tapón de madera, lo destapó, se vertió tabaco[18] en el dorso de la mano, y se lanzó a ambas fosas nasales de golpe…— ¡Eh, el tabaco! —gimió, cobrando el sentido—, ¡ya me corría el deseo por los dientes! Bueno, hijito, Vasílii Fomích, dígnese a levantarse, ¡es hora!

El brigadier se levantó del banco.

—¿Ustedes viven lejos de aquí? —pregunté a Pepino.

—Y él pues ahí no lejos… y una vérsta[19] no habrá.

—¿Me permite usted acompañarlo? —me dirigí al brigadier. Yo no quería despegarme de él.

Él me echó una mirada y, sonriendo con esa sonrisa peculiar, importante, cortés y un tanto afectada que, no sé cómo a otros, pero a mí me recordaba cada vez el polvo, los kaftánes[20] franceses con botones de strass, en general el siglo dieciocho, refirió con pausa a la vieja moda que “estaría muy–y–y contento”… y al momento se abatió de nuevo. El caballero de Ekaterina refulgió en él por un instante, y desapareció.

Narkíz se asombró de mi intención, pero yo no presté atención al balanceo no aprobador de su gorra orejuda, y salí del jardín junto con el brigadier, al que Pepino sostenía. El viejo se movía bastante rápido, como con piernas de madera.

IX

Íbamos por un sendero un poco trillado, por un valle herboso, entre dos boscajes de abedules. El sol abrasaba, los orioles se llamaban en la espesura verdosa, los rascones gorjeaban junto al mismo sendero; unas mariposas celestes revoleaban en bandadas por las flores blancas y rojas del trébol bajo, las abejas, como soñolientas, se confundían y zumbaban con languidez en la hierba inmóvil. Pepino se sacudía, revivía, le temía a Narkíz, vivía donde él bajo sus ojos[21], yo le era ajeno, un forastero, conmigo pronto se asimiló. “¡He aquí —se apresuró— nuestro señor, está ayunando, qué decir! ¿Y con una perca, cómo estar lleno ahí? ¿Acaso usted, su excelencia, done algo? Ahí ahora a la vuelta, en la taberna, hay unos bollitos y pancitos excelentes. Y si hay una merced, así yo muy pecador, en ese caso, me tomaré un chato, por su salud longeva–longeva”. Yo le di dos grívienniks[22] y apenas alcancé a retirar la mano, que se lanzó a besar. Él se enteró de que yo era cazador, y se soltó a platicar sobre que tenía un buen conocido oficial, el cual tenía una escopeta sueca min–din–den gerróvskii[23], con un cañón de bronce, ¡qué tu cañón!, disparas, como que te da un aturdimiento, ¡me quedó después de los franceses!.. ¡y el perro, simplemente, un juego de la naturaleza![24], que él mismo siempre tuvo una gran pasión por la caza, y el pope como que nada, cazaba codornices junto con él, pero el ayudante episcopal lo tiranizaba hasta la infinidad, y en cuanto a Narkíz Semiónich —profirió como cantando—, así si yo, en su concepto, soy el hombre menos asentado de todo el mundo, pues yo a eso informaré: a él le crecieron unas cejas no peores que las del urogallo, y supone que a través de eso pasó todas las ciencias.

Al mismo tiempo nos acercamos a la taberna, una solitaria isbá vetusta sin traspatio ni despensa; un perro flacucho yacía enrollado debajo de la ventana, una gallina hurgaba en el polvo delante de su mismo hocico. Pepino sentó al brigadier en el banco terroso, y al instante se metió en la isbá. Mientras compraba los bollitos y se brindaba un chato, yo no le quitaba el ojo al brigadier quien, Dios sabía por qué, se me presentaba como un acertijo. En la vida de este hombre —pensaba—, seguro había sucedido algo inusitado. Y él, parecía, no me advertía del todo, estaba sentado encorvado en el banco terroso, y escogía entre los dedos unos cuantos claveles, que había arrancado en el jardín de mi amigo. Pepino apareció, finalmente, con una ristra de bollitos en la mano, apareció todo rojizo y sudado, con una expresión de asombro jubiloso en el rostro, como si recién hubiera visto algo inusualmente agradable, y para él inesperado. Al momento propuso al brigadier comerse un bollito, y éste se lo comió. Nos dirigimos adelante.

X

A fuerza del vodka bebido Pepino, como se dice, se “alimonó”[25] totalmente. Se puso a consolar al brigadier, que continuó apurándose adelante, tambaleándose, como con piernas de madera.

—¿Qué usted, señor padrecito, no está contento, anda cabizbajo? Permita, yo le cantaré una canción. Ahora recibirá toda clase de gusto… Usted no se digne a dudar —se dirigió a mí—, el señor nuestro es muy risueño, ¡y Dios tú mío! Ayer miro: una mujer lava unos calzones en la almadía, y gorda pues era la mujer, ¡y él se para detrás, y se muere de risa así, por Dios!.. Y permita ahora: ¿la canción de la liebre, la conoce? Usted no me mire, que yo no soy agraciado; en nuestra ciudad ahí vive una gitana, un morro de morro, pero canta: ¡el ataúd!, acuéstate y muérete.

Él abrió sus labios rojizos mojados con amplitud, y rompió a cantar ladeando la cabeza a un costado, cerrando los ojos y sacudiendo la barbita:

Yace la liebre bajo el arbusto,
Andan los cazadores por el baldío…
Yace la liebre, apenas respira.
Entre tanto oye con la oreja,
¡La muerte la espera!

¿Con qué yo, cazadores, los molesté?
¿O cuál penita les causé?
Yo, aunque ando en las coles,
Me como una hoja,
¡Y eso no la vuestra!
¡Sí!

Pepino daba cada vez más force:

La liebre saltó al bosque oscuro,
Y les llevó una cola a los cazadores.
Ustedes, cazadores, perdonen,
Echen una mirada a mi colita.
¡Yo no soy vuestra!

Pepino ya no cantaba… Gritaba:

Anduvieron los cazadores el día entero…
Analizaron el proceder de la liebre…
Hablaron mucho entre sí,
Y se maldijeron el uno al otro.
¡La liebre pues no es nuestra!
¡¡La bisca nos engañó!![26]

Los dos primeros versos de cada couplet, Pepino los cantó con una voz alargada, los restantes tres, al contrario, muy vivamente, además brincó y movió las piernas con pavoneo, y al término del couplet se «partía la rodilla», o sea, se golpeaba a sí mismo con los talones. Exclamado a toda garganta: “¡La bizca nos engañó!”, dio una voltereta… Sus esperanzas se cumplieron. El brigadier de pronto se anegó en una fina carcajada lacrimosa, y con tal aplicación que no podía ir adelante, y se acuclilló con levedad, azotándose las rodillas con las manos de modo impotente. Yo miraba su rostro amoratado, convulsivamente retorcido, y me daba mucha lástima con él, precisamente en ese instante. Animado por el éxito, Pepino se soltó en una prisiádka[27], diciendo de forma incesante: “¡Astucias—argucias y picardías—fullerías!..” Se echó, finalmente, de nariz en el polvo… El brigadier de repente dejó de carcajearse, y renqueó adelante.

XI

Fuimos aún un cuarto de vérsta. Apareció una aldea pequeña al borde de un barranco no profundo, a un costado se divisaba una “accesoria”, con un tejado medio trazado y una chimenea solitaria, en una de las dos habitaciones de esa accesoria se alojaba el brigadier. La propietaria de la aldea, una constante habitante de Petersburgo, la consejera civil Lómova, le había asignado —como me enteré en lo posterior— ese rincón al brigadier. Ésta ordenó otorgarle una mesada, y asimismo ponerle para el servicio a una tontita de los siervos, viviente en el mismo pueblo, y que aunque entendía mal el habla humana, podía no obstante, en opinión de la consejera, barrer el suelo y cocer el schi[28]. En el umbral de la accesoria el brigadier se dirigió a mí de nuevo, con la anterior sonrisa a lo Ekaterina: ¿no me placía acaso, digo, pasar a su appartement? Nosotros entramos a ese “appartement”. Todo en éste era sucio y pobre al extremo, tan sucio y tan pobre que el brigadier, advertido probablemente por la expresión de mi rostro, cuál impresión me había producido su vivienda, profirió encogiendo los hombros y entornando los ojos: “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”[29] Qué quería él decir propiamente con eso, no me quedó claro por completo… Hablado con él en francés, no recibí respuesta en esa lengua. Dos objetos en particular me sorprendieron en la vivienda del brigadier: en primer lugar, una gran cruz jorgiana de oficial con un marco negro, bajo un cristal con una inscripción en letra antigua: “Recibido por el coronel del regimiento Derfelden de Chernigóv, Vasílii Guskóv, por el asalto de Praga en el año 1794”; y en segundo, un retrato de medio cuerpo al óleo de una bonita mujer de ojos negros, con un rostro alargado y moreno, unos altos cabellos batidos y empolvados, con mouches en las sienes y la barbilla[30], con un cortado robe ronde[31] de colores, con volantes celestes de la época de los años ochenta. El retrato estaba mal pintado pero, seguramente, era muy parecido: algo demasiado mundano e indudable emanaba de ese rostro. Éste no miraba al espectador, como que se volteaba de él y no sonreía; en la corva de la nariz angosta, en los labios correctos pero llanos, en el trazo casi recto de las tupidas cejas fruncidas, se expresaba un humor imperioso, arrogante, iracundo. No era necesario un esfuerzo peculiar, para imaginar cómo ese rostro se podía, de repente, encender de pasión o de cólera. Debajo del mismo retrato, en una mesita de noche pequeña, se erguía un bouquet medio marchito de simples flores silvestres, en un frasco de cristal grueso. El brigadier se aproximó a la mesita de noche, metió en el frasco los claveles que había traído y, volteado hacia mí y alzando la mano en dirección del retrato, profirió: “Agripína Ivánovna Teliéguina, Lómova de nacimiento”. Las palabras de Narkíz me vinieron a la memoria: con doblada atención, eché una mirada al rostro expresivo y no bondadoso de la mujer, por la que el brigadier había perdido toda su fortuna.

—Usted, yo veo, estuvo presente en el asalto de Praga, señor brigadier —empecé, señalando la cruz jorgiana—, y fue merecedor de recibir el signo de distinción, único en cualquier tiempo, y entonces tanto más; ¿usted, por lo tanto, recuerda a Suvórov?[32]

—¿A Alexánder Vasílich pues? —respondió el brigadier habiendo callado un poco, y como reuniendo sus ideas—, cómo pues, lo recuerdo, era pequeño, un viejito animado. Tú estás parado, no te mueves, y él allá–acá (el brigadier se carcajeó). A Varsovia pues, entró en el caballo de un cosaco, él mismo todo lleno de brillantes, y le decía a los polacos: “¡No tengo reloj, lo olvidé en Peter, no tengo, no tengo!, y ellos pues: “¡Vivat, vivat!” ¡Unos excéntricos! ¡Hey! ¡Pepino, chico! —agregó de pronto, cambiando y elevando la voz (el bromista–sacristán se quedaba tras la puerta) —,¿dónde pues están los bollitos? Y a Grúnka dile… ¡como que kvas!

—Ahora, señor padrecito —se oyó la voz de Pepino.

Le entregó al brigadier la ristra de pancitos y, saliendo de la accesoria, se acercó a cierta criatura despeluznada en harapos —debía ser, esa misma tontita de Grúnka— y, cuanto yo pude discernir a través de la ventana polvorienta, empezó a exigirle «kvasito», ya que se arrimó a la boca una mano en embudo varias veces seguidas, y agitó la otra en nuestra dirección.

XII

Yo intenté de nuevo entrar en plática con el brigadier, pero él visiblemente estaba cansado, se bajó gañendo al poyo de la estufa, y gimiendo: “Ay, ay, los huesos, los huesos”, se desató las vendas. Recuerdo entonces me asombró, ¿cómo eso un hombre podía tener vendas? Yo no entendía, que en el tiempo anterior todos las llevaban. El brigadier se puso a bostezar con duración y franqueza, sin apartar de mí sus ojos atontados: así bostezaban los niños muy pequeños. El pobre viejo, al parecer, incluso no entendía por completo mis preguntas… ¡Y él había tomado Praga! Él, con la espada desenvainada, en el humo, el polvo, al frente de los soldados de Suvórov, la bandera acribillada sobre la cabeza, los cadáveres deformados bajo los pies… Él… ¡¿él?! ¿No era asombroso acaso? Pero a mí de todas formas me parecía, que en la vida del brigadier habían ocurrido unos sucesos aún más inusitados. Pepino trajo un kvas blanco en un caldero de hierro, el brigadier bebió con avidez, sus manos se sacudían. Pepino sostenía el fondo del caldero. El viejo se limpió la boca desdentada con aplicación, con ambas palmas de las manos, y de nuevo, mirándome fijamente, masticó y chasqueó con los labios. Yo entendí cuál era el asunto, reverencié y salí de la habitación.

—Ahora va a dormir —advirtió Pepino, andando tras de mí—. Se mató ya mucho hoy, fuimos a la tumba por la mañana.

—¿A la tumba de quién?

—A donde Agrafiéna Ivánovna, para la adoración… Ella está enterrada ahí, en nuestro cementerio parroquial, desde aquí serán unas cinco vérstas. Vasílii Fomích va a verla cada semana seguro. Y él mismo la enterró, y le puso una verja a costa suya.

—¿Y hace mucho tiempo ella falleció?

—Y cuenta unos veinte años.

—¿Ella era amiga de él, o qué?

—Toda la vida, como es, la pasó con él… perdone. Yo mismo a la señora esa, reconozco, no la conocí… pero dicen, que hubo asunto entre ellos… ¡bueeno! Señor —agregó el sacristán apurado, viendo que yo me volteaba—, ¿no se digna acaso, no dona acaso aún para un chato?, que me es hora de a la despensa, y bajo la cobija.

Yo no consideré necesario interrogar a Pepino, le di aún dos grívienniks y me dirigí a casa.

XIII

En casa me dirigí a Narkíz por informes. Él, como se debía esperar, remoloneó un poco, se puso importante, expresó su asombro, de que me pudieran «enteresar» tales tonterías, y finalmente relató lo que sabía. Yo oí lo siguiente:

Vasílii Fomích Guskóv conoció a Agrafiéna Ivánovna Teliéguina en Moscú, poco después del pogrom polaco, su marido servía con el general—gobernador, y Vasílii Fomích estaba de licencia. Él entonces se enamoró de ella, pero no salió en retiro: era un hombre solitario, de unos cuarenta años, con fortuna. Su marido pronto murió. Ella se quedó después de él sin hijos, en la pobreza, con deudas… Vasílii Fomích se enteró de su situación, abandonó el servicio (le dieron con el retiro el grado de brigadier), y buscó a su amada viuda, que apenas iba a cumplir veinticinco años, pagó todas sus deudas, compró la posesión… Desde entonces ya no se separó de ella, y terminó con que se instaló en su casa. Ella también como que lo amaba, pero no quería casarse con él. “Era caprichosa la difunta —advirtió Narkíz entre tanto—, para mí, decía, mi voluntad es lo más preciado”. Y aprovecharse de él, ella se aprovechó, «por todas partes», y el dinero que él tenía, todo se lo llevaba a ella, como una “hormiga”. Pero el capricho de Agrafiéna Ivánovna, adquiría a veces unos tamaños inusuales: era de humor indócil, y de mano atrevida… Una vez empujó a su cosaquito[33] por la escalera, y ese agarró y se rompió dos costillas y una pierna… Agrafiéna Ivánovna se asustó… al momento ordenó encerrar al cosaquito en la despensa, y ella misma no salió de la casa, y no le dio a nadie la llave de la despensa, hasta que no cesaron los gemidos en ésta… Al cosaquito lo enterraron a escondidas… Y fuera eso con la emperatriz Ekaterina —agregó Narkíz en susurro, inclinado—, puede, y el asunto pasaría así, entonces muchos asuntos tales se quedaban bajo resguardo, pero… —aquí Narkíz se enderezó y elevó la voz—, subió a zar entonces el justo soberano, Alexánder el bendito… bueno, y se armó el asunto… Vino el juzgado, excavaron el cuerpo… se hallaron signos de lucha… fue el humo con percha[34]. ¿Y cómo pues supone usted? Vasílii Fomích lo tomó todo para sí. “Yo, digo, soy la causa, lo empujé, y yo mismo lo encerré”. Bueno, se supone, ahora todos los jueces ahí, los escribas, los policías… sobre él y sobre él, y hasta tanto, le informo… lo sacudieron, hasta que el último grosh[35] no saltó de la bolsa. No, no… y de nuevo por el cuello. Hasta el mismo francés, ahí cuando el francés vino a nuestra Rusia, lo sacudieron todo, sólo entonces lo dejaron. Bueno, y a Agrafiéna Ivánovna la abasteció, seguro, él la salvó, así se debe decir. Bueno y después, hasta su mismo deceso, él vivió en su casa, y cuentan que ella lo maltrataba en vano, al brigadier pues; lo mandaba a pie de Moscú al pueblo, por Dios, por el tributo, entonces. Él por ella, por esa misma Agrafiéna Ivánovna, se batió a espontón[36] con el milord inglés Goose–Goose, y el milord inglés debió pronunciar un cumplido de disculpa. Así él, el brigadier pues, se despezuñó[37] desde esos pagos… Bueno, y ahora él ya, por supuesto, no está en el número de las personas.

—¿Quién es pues ese judío Alexéi Ivánich —pregunté—, a través de quien él se arruinó?

—Y el hermano de Agrafiéna Ivánovna. Un alma codiciosa era, ya seguro judía. A la hermana le prestaba dinero con interés, y a Vasílii Fomích en comisión. Pagó también… ¡mal!

—¿Y la saqueadora Feodúlia Ivánovna? ¿Esa… quién era?

—Una hermana también… y hábil también. Una lanza, lo que se llama… ¡vivaracha!

XIV

“¡He aquí dónde se manifestó Werther!”[38], pensaba al día siguiente, dirigiéndome de nuevo a la vivienda del brigadier. Yo era muy joven entonces, y puede ser, precisamente por eso, consideraba mi obligación no creer en la duración del amor. Con todo, estaba sorprendido y un tanto desorientado con el relato que había oído, y quería horriblemente sacudir al viejo, hacerlo hablar. “Primero recordaré de nuevo sobre Suvórov —así razonaba conmigo mismo—, en él debe ocultarse, siquiera, una chispa del fuego anterior… y después, cuando se caliente, llevaré la plática hacia esa… ¿cómo se llama?.. Agrafiéna Ivánovna. Un nombre extraño para ‘Charlotte’[39]: Agrafiéna”.

Hallé a Werther–Guskóv en medio de un huerto diminuto, a unos pocos pasos de la accesoria, junto a la vieja armazón cubierta de ortigas, de una isbá nunca concluida. Por los troncos trenzados superiores de esa armazón, avanzaban con pitidos, resbalando de modo incesante y batiendo las alas, unos gansitos endebles. En dos–tres bancales crecía cierta maleza miserable. El brigadier recién sacaba de la tierra una zanahoria tierna y, tras pasársela por el sobaco, “para su limpieza”, se puso a masticar su colita fina… Yo lo reverencié y me informé sobre su salud.

Él, evidentemente, no me reconoció, aunque me dio mi reverencia, o sea se tocó la gorra con la mano, no dejando, no obstante, de masticar la zanahoria.

—¿Hoy usted no vino a pescar? —empecé, con la esperanza de recordarle mi figura con esa pregunta.

—¿Hoy? —repitió y se quedó pensativo… y la zanahoria, metida en su boca, disminuía y disminuía—. ¡Pero eso pues Pepino pesca!.. Y a mí también me permiten.

—Claro, claro, venerable Vasílii Fomích… Yo no por eso… ¿Pero usted no tiene calor… así al sol?

El brigadier llevaba una gruesa bata enguatada.

—¿Ah? ¿Calor? —repitió de nuevo como perplejo y, tragando la zanahoria de forma definitiva, echó una mirada arriba de modo distraído.

—¿No le place acaso pasar a mi appartement? —rompió a hablar de repente. Al pobre viejo, se veía, le quedaba a disposición sólo esa frase.

Salimos del huerto… Pero ahí yo me detuve de forma involuntaria. Entre nosotros y la accesoria había un toro enorme. Inclinando la cabeza hasta la misma tierra, moviendo los ojos con rabia, bufaba con fuerza y pesadez y, doblando una pata delantera con rapidez, arrojaba polvo arriba con su ancha pezuña bífida, se golpeaba las ijadas con la cola, y de pronto retrocedió un poco, sacudió su cuello velludo con obstinación y mugió no alto, de modo lastimero y amenazante. Yo, reconozco, me perturbé, pero Vasílii Fomích caminó adelante muy tranquilo y, referido con una voz severa: «Bueno, tú, palurdo», agitó el pañuelo. El toro retrocedió aún, inclinó los cuernos… y de pronto se lanzó a un costado y huyó corriendo, meneando la cabeza a derecha e izquierda.

“Y él, seguro, tomó Praga” —pensé.

Entramos a la habitación. El brigadier se sacó la gorra del cabello sudado, exclamó: “¡Fa!..”, se acurrucó en el borde de una silla… y se abatió…

—Yo pasé a verlo, Vasílii Fomích —empecé mi approach diplomático—, propiamente para que, así como usted sirvió bajo la jefatura del gran Suvórov, en general, participó en tales sucesos importantes, pues para mí sería muy interesante, conocer los detalles…

El brigadier me miró fijamente… Su rostro revivió de forma extraña, yo ya esperaba si no un relato, pues por lo menos una palabra aprobadora, compasiva…

—Y yo, señor, debe ser, pronto moriré —refirió a media voz.

Llegué a un punto muerto.

—¿Cómo, Vasílii Fomích —articulé finalmente—, por qué pues usted… supone eso?

El brigadier de repente sacudió las manos, arriba, abajo, de nuevo así a lo infantil.

—Y porque, señor… Yo… usted, puede, sabe… A la difunta Agripína Ivánovna, ¡el reino celestial para ella!, la veo en sueños a menudo, y no la puedo agarrar de ningún modo, siempre la persigo, y no la agarro. Y la noche pasada, veo, ella está parada así, como que delante de mí, de medio lado y se ríe… Yo corrí hacia ella al momento, y la agarré… Y ella como que se volteó del todo, y me dice: “Bueno, Vásienka, ahora tú me agarraste”.

—¿Qué pues usted concluye de eso, Vasílii Fomích?

—Y esto, señor, concluyo: así, vamos a estar juntos. Y gracias a Dios, le informo, gracias al señor Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo —(el brigadier rompió a cantar)—, ¡y ahora y siempre y por los siglos de los siglos, amén!

El brigadier se empezó a persignar. Más nada pude obtener de él, y así me fui.

XV

Al día siguiente mi amigo llegó… Yo recordé sobre el brigadier, sobre mis visitas… “¡Ah sí, cómo pues!, yo su historia la conozco —respondió mi amigo—, y a la consejera civil Lómova la conozco bien, por cuya merced él se refugió allí. Pero espera, yo debo, me parece, conservar aquí una carta suya, a esa misma consejera civil; ella, a fuerza de esa carta, le asignó un rincón”. Mi amigo hurgó en sus papeles y, realmente, encontró la carta del brigadier. Aquí está palabra por palabra, con excepción de los errores ortográficos. El brigadier, como todas las personas de la época de entonces, equivocaba las letras “e” y “Ҍ”, escribía: «a quien, stop, con gente», y demás. De conservar esos errores no había necesidad: su carta sin eso llevaba el sello de su tiempo.

«¡Muy señora mía, Raísa Pávlovna!

Tras el deceso de mi amiga, y de su tía, yo tuve la dicha de escribirle dos cartas, la primera del primero de junio, y la segunda de la fecha seis de julio del año 1815, y ella falleció el seis de mayo del mismo año; en ésas le fui franco en los sentimientos de mi alma y corazón, que fueron cohibidos por una ofensa mortífera, y mostraban de forma completa mi desolación exasperada, y digna de lástima; ambas cartas fueron enviadas por el correo de la corona aseguradas, y por eso no se puede dudar de que usted las haya leído. A través de mi franqueza en éstas, yo esperaba obtener su atención benéfica a mí, ¡pero sus sentimientos compasivos fueron alejados de mí, amargamente! Quedándome después de mi única amiga, Agripína Ivánovna, en el estado más deprimente y calamitoso, yo sólo depositaba, según sus palabras, toda mi esperanza en su buena entraña; ella, sintiendo ya el deceso de su vida, me dijo precisamente eso, como con unas palabras sepulcrales y para mí eternamente memorables: “Amigo mío, yo soy tu serpiente y la culpable de toda tu desdicha, yo siento cuán mucho tú me sacrificaste, y por eso te dejo en una situación infausta y en verdad desnuda, después de mi muerte recurre a Raísa Pávlovna —o sea a usted—, ¡y pídele ayuda, invócala! Ella tiene un alma sensible, y en ésa, yo estoy segura de que no te dejará huérfano”. Muy señora mía, tome como testimonio al superior Creador del mundo, de que esas son sus palabras, y yo hablo con su lengua; y por eso, reafirmado en su virtud, acudí a usted primero con mis cartas francas y puras de corazón, pero no recibido respuesta a éstas tras una espera de largo tiempo, no pensé de otra forma, ¡que su corazón virtuoso me había dejado sin atención! Tal no buena disposición suya hacia mí, me hundió en una mayor desolación, ¿a dónde y a quién podía yo, un sin talento, acudir?, no sabía, el juicio se había perdido, el espíritu divagaba, finalmente, para mi perdición total, a la providencia le plugo castigarme aún de manera cruel, y dirigir mis pensamientos hacia la difunta, a su tía Feodúlia Ivánovna, hermana de Agripína Ivánovna de única entraña, ¡pero no de único corazón! Imaginando para mí mismo en mi figuración, que ya veinte años fui fiel a toda su casa familiar Lómova, en particular a Feodúlia Ivánovna, quien no llamaba de otra forma a Agripína Ivánovna, que «mi amiguita del corazón», y a mí «muy venerable cuidador de nuestra familia», imaginando todo eso en el silencio de las pesarosas vigilias nocturnas, abundante en suspiros y lágrimas, yo pensé: «¡Bueno, brigadier, así, se ve, debe ser!», y tras dirigirme sólo a Feodúlia Ivánovna con mis cartas, recibí una atestación exacta, ¡de que la última migaja se dividiría conmigo! Estando esperanzado con esa promesa, ¡recogí mis saldos miserables y fui a donde Feodúlia Ivánovna! Los obsequios traídos por mí, más de quinientos rublos, fueron recibidos con un gusto excelente, y después el dinero que yo traje para mi sustento, a Feodúlia Ivánovna le plugo, a guisa de conservación, tomarlo a su gestión, a lo que, complaciendo a ella, yo no me opuse. Si usted pues me pregunta: ¿de dónde y a fuerza de qué yo adquirí tal confianza?, para eso, señora, hay una respuesta: ¡¡de la hermana de Agripína Ivánovna y la rama de la familia Lómova!! ¡Pero ay y ah!, ese dinero yo lo perdí con toda prontitud, y mi esperanza, que yo depositaba en Feodúlia Ivánovna, de que quería dividir conmigo la última migaja, resultó banal y vana: al contrario, esa Feodúlia Ivánovna se enriqueció con mis bienes. Y precisamente, el día de su santo, el cinco de febrero, yo le obsequié una tela verde francesa de cincuenta rublos, a cinco rublos el arshín; yo mismo de lo prometido recibí: un chaleco de piqué blanco de cinco rublos, y un pañuelo de cuello de muselina, cuyos regalos fueron comprados delante de mí y, como me es sabido, con mi mismo dinero, ¡y eso es todo de lo que, por beneficio de Feodúlia Ivánovna a mí, yo dispuse! ¡He aquí la última migaja! Y yo podría luego descubrir en la misma verdad, todas las acciones no benévolas de Feodúlia Ivánovna para conmigo, y asimismo las mías, las despensas que superaban toda medida, como pues, entre tanto, de caramelos y frutas, los cuales Feodúlia Ivánovna era una gran aficionada a comer; pero yo callo todo eso, para que usted no conduzca, tal explicación sobre la muerta, a un lado malo; y además, ya que Dios la llamó para su juicio —y todo, lo que soporté por ella, se eliminó de mi corazón—, pues yo a ella, como cristiano, la perdoné hace mucho tiempo, ¡y suplico a Dios para que la perdone!

¡Pero, muy señora mía, Raísa Pávlovna! ¡Será posible usted me culpe, porque yo fui un amigo fiel y no falso de su familia, y porque amé tan mucho y de modo invencible a Agripína Ivánovna, le sacrifiqué mi vida, mi honor y toda mi fortuna!, estuve en su poder total, y por eso no podía ya ni dirigirme a mí mismo, ni mi propiedad, ¡y ella disponía a su voluntad tanto de mí, como de mi fortuna! A usted le es sabido y eso, que por su asunto con sus sirvientes, yo soporto siendo inocente una ofensa mortífera, ese asunto yo lo trasladé después de su muerte al senado, al sexto departamento, éste aún ahora no está resuelto, por el cual me hicieron co–partícipe de ella, me dieron bajo tutoría ¡y aún me juzgan en un juzgado penal! Con mi título, con mis años tal deshonor me es insufrible, y sólo me queda con esta reflexión pesarosa complacer a mi corazón, que por consiguiente, y tras la muerte de Agripína Ivánovna yo sufro por ella, ¡y ésta significa la huella de un amor inmutable, y de mi virtuosa gratitud a ella!

En mis recordadas cartas a usted, yo ponía en conocimiento suyo el entierro de Agripína Ivánovna con todo detalle, y cuál conmemoración se hizo de ella, ¡mi amistad y amor por ella, no se apiadaron nada de mi fortuna! En todo eso, en las cuarenta oraciones, y por las seis semanas de lectura del salterio para ella (además de eso, cincuenta rublos asignados míos se perdieron, cuales se dieron en anticipo de la lápida, sobre la que le informé), en todo eso se ha gastado de mi dinero personal setecientos cincuenta rublos asignados, entre cuales se han aportado en lugar de depósito a la iglesia ¡ciento cincuenta rublos asignados pues!

¡Benéfica alma tuya, escucha la voz del desolado y expulsado al abismo de los tormentos crueles! ¡La sola compasión tuya hacia el amor humano, puede devolver la vida al perdido! Yo, aunque estoy vivo, por el sufrimiento del alma y el corazón mío, estoy muerto; muerto, cuando recuerdo qué fui y qué soy: fui un guerrero, y serví y honré a la patria con toda verdad, como compete de forma indudable a un ruso auténtico y súbdito fiel, y fui laureado con insignias excelsas, y tuve una fortuna conforme al nacimiento y el título, y ahora, por la alimentación de pan diaria, doblo el lomo en una joroba; un muerto soy en particular, cuando recuerdo cuál amiga perdí… ¿y para qué quiero la vida después de eso? Pero no apurarás tú límite, y la tierra no se abrirá, ¡y más pronto se volverá una lápida! Y por eso te invoco, alma virtuosa, acalla el rumor popular, no te des a la condena general, que por mi tal fidelidad ilimitada yo no tengo refugio, asombra con tu merced hacia mí, dirige la lengua de los rencorosos y envidiosos a la glorificación de tus dignidades, y me atreveré a agregar con toda clase de humildad, consuela en la tumba a tu tía preciada, a la inolvidable Agripína Ivánovna, quien por tu buena ayuda apurada, con mis oraciones pecadoras, extenderá sobre tu cabeza sus manos bendecidoras, apacigua en el ocaso de sus días a un anciano solitario, ¡que no se podía esperar tal suerte!.. Y por lo demás, con profundo respeto tengo la dicha de llamarme, muy señora mía, su más fiel servidor

Vasílii Guskóv,

brigadier y caballero”[40]

XVI

Unos cuantos años después, yo visité de nuevo la aldea de mi amigo… Vasílii Fomích ya hacía mucho tiempo no estaba entre los vivos: había fallecido poco después de conocerlo yo. Pepino aún estaba saludable. Me llevó a la tumba de Agrafiéna Ivánovna. Una verja de hierro rodeaba una gran lápida, con el detallado y pomposo epitafio de la difunta; y allí mismo, junto y como a sus pies, se divisaba un túmulo pequeño con una cruz torcida; el siervo de Dios, el brigadier y caballero Vasílii Guskóv yacía bajo ese túmulo… Sus cenizas se habían refugiado, finalmente, junto a las cenizas de esa criatura, que él amó con tal amor ilimitado, casi inmortal.

 

[1] Ojitos de aniúta (nombre popular), violeta, flor de la especie viola tricolor.

[2] Señoritas en verdor (nombre popular), neguilla damascena, flor de la familia de los ranúnculos.

[3] Mezzanine, entresuelo, entrepiso, piso que se construye quitando parte de la altura de uno, entre éste y el superior.

[4] Isbá, casa de madera de abeto.

[5] Strike–silent, toque–silencio.

[6] Kvas, especie de refresco de trigo.

[7] De Ruslán y Liudmíla, poema de Alexánder Púshkin. «Asuntos de días muy pasados/Legados de la profunda antigüedad» (Primera canción), 1820.

[8] Día de los apóstoles Pedro y Pablo, festividad popular–campesina celebrada el 29 de junio (12 de julio) en Rusia, despedida de la primavera, preparación de la siega del heno.

[9] Saviélich, viejo siervo, devoto de su amo Piótr Grinióv en La hija del capitán, relato de Alexánder Púshkin.

[10] Caleb Balderstone, viejo sirviente, devoto de su amo Edgar Ravenswood en La novia de Lammermoor, novela de Walter Scott.

[11] Cismático, persona que se aleja de la comunión de la iglesia, pero no de la fe.

[12] Antiguo y nuevo de siempre oráculo adivinador, hallado después de la muerte del anciano de seiscientos años Martin Zadek, con el agregado de un espejo mágico o interpretación de los sueños (Moscú, 1821), libro de sueños célebre en la Rusia zarista.

[13] Brigadier, alto grado en el ejército ruso del siglo XVIII, intermedio entre el coronel y el mayor—general.

[14] Borracho amargo (expresión familiar), borracho empedernido.

[15] Ekaterina II, llamada la Grande, zarina de Rusia; mantiene una guerra con el Imperio otomano de 1768 a 1774, mediante la que establece el control ruso sobre el sur de Ucrania y el Kanato de Crimea.

[16] Mijaíl Milónov (1792–1821), poeta romántico ruso, autor de epístolas, elegías, poemas cívicos, sátiras, colaborador de El heraldo de Europa.

[17] El poema no figura en las Sátiras, epístolas y otras poesías menores de Mijaíl Milónov (San Petersburgo, 1819); acaso Turguéniev lo encuentra entre las diversas poesías de este autor, dispersas en los álbumes de familia de la época.

[18] Tabaco molido y aromatizado (rapé) para ser consumido por vía nasal.

[19] Vérsta, antigua medida rusa de superficie, igual a 1,06 km.

[20] Kaftán, abrigo ruso antiguo.

[21] Bajo sus ojos (expresión familiar).

[22] Gríviennik (expresión familiar), antigua moneda rusa de 10 kópeks.

[23] Min–din–den gerróvskii,

[24] Juego de la naturaleza (expresión familiar), capricho de la naturaleza.

[25] Alimonarse (vulgarismo familiar), embriagarse.

[26] Canción de caza burlesca del gobierno de Oriol, región natal de Iván Turguéniev.

[27] Prisiádka (palabra familiar), paso de baile ruso.

[28] Schi, sopa de legumbres con carne.

[29] “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”, esto no es… ojo de perdiz. Se refiere al mueble refinado y costoso, elaborado con la madera del árbol ojo de perdiz.

[30] Las damas francesas del siglo XVIII usan mouches o lunares postizos en el rostro, cuyo significado varía según su posición: al borde del ojo, cerca de la sien significa «apasionada»; en la barbilla, bajo el labio inferior significa «discreta», y demás.

[31] Robe ronde, antiguo vestido femenino con crinolina.

[32] Alexánder Suvórov, conde de Rímnik (1729–1800), célebre general ruso, asaltante de la fortaleza de Izmaíl, en Besarabia, vencedor en la batalla de Maciejowice, en Polonia, autor del manual La ciencia del vencer.

[33] Cosaquito (palabra anticuada), muchacho–sirviente.

[34] El humo con percha (expresión familiar), trabajo intenso, ruido, desorden.

[35] Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.

[36] Espontón, lanza de la familia de las medias–picas y partesanas.

[37] Despezuñarse (sentido figurado), enfermarse, arruinarse, perder la posición social.

[38] Werther, joven artista de temperamento sensible y apasionado, héroe de Las penas del joven Werther, novela epistolar de Johann Wolfgang von Goethe.

[39] Charlotte, bella joven que cuida a sus hermanos después de la muerte de su madre, heroína de Las penas del joven Werther.

[40] Turguéniev escribe a su administrador Nikita Kishínskii el 3 (15) de abril de 1867: «…4) En los papeles enviados por usted no apareció, precisamente, ese que yo deseaba. Es una carta, escrita con una letra antigua en una gran hoja de papel gris–azulado; esa carta fue escrita a mi madre en el año 19 o 20, por un brigadier retirado que relataba su relación con la familia Lutovínovo, y pedía refugio. Hurgué bien en todos mis papeles, usted puede tomar las llaves, yo le doy permiso para abrirlo todo, y si encuentra algo semejante, mándemelo de inmediato a Baden» (I.S. Turguéniev, Cartas de 1866—1867).