Historia del libro

Arnold Bocklin - The isle of the dead

DE LA HISTORIA DEL LIBRO

 Orígenes.

El libro xilográfico.

La invención de la imprenta.

La difusión de la imprenta.

Los incunables.

La imprenta del siglo XVI.

                . Los libros y la reforma protestante.

                . El mercado del libro en España.

                . Las primeras mujeres impresoras.

                . Impresores españoles del siglo XVI.

El ideal de una biblioteca universal.

La imprenta en el siglo XVII.

Impresores y editores del siglo XVII.

La imprenta en el siglo XVIII.

Impresores y editores del siglo XVIII.

Bibliófilos del siglo XVIII.

Las bibliotecas ilustradas.

La imprenta en el siglo XIX.

Impresores y editores del siglo XIX.

El folletín.

Bibliófilos del siglo XIX.

La imprenta en el siglo XX.

Cambios técnicos.

La industria editorial en el siglo XX (España).

Los libros de bolsillo (España).

El libro impreso como obra de arte.

La tipografía, grabados, ilustraciones y los ex-libris modernistas.

El arte de la encuadernación.

La legislación y la censura sobre el libro.

 Apéndice

La iluminación de manuscritos.

Iluminación o miniatura.

Técnicas de elaboración. Utensilios. Colores.

Períodos y tipos de códices iluminados.

 

 

-=Orígenes=-

 

En la Antigüedad, la forma del libro era de rollo. Sobre una de las caras se

escribía el texto en columnas sucesivas. El lector iba desenrollando un

extremo y enrollando la parte ya leída con el inconveniente de que todo el

libro debía ser desenrollado de nuevo antes de que otro lector lo usara. Este

sistema ocasionaba un gran deterioro del material que solía ser el papiro. La

base para preparar el papiro eran finas tiras del tallo fibroso de una planta

que crecía a orillas del Nilo. Se superponían perpendicularmente dos capas de

estas tiras fibrosas, se secaban al sol y se prensaban hasta formar hojas que

se unían más tarde entre sí hasta formar el rollo. Se usó en toda la zona

mediterránea durante milenios pero apenas ha llegado alguna muestra hasta

nuestros días. Toda la producción de papiros estaba bajo el monopolio de los

egipcios. En momentos de escasez se buscaron nuevas soluciones.

 

El cuero se usó en algunas ocasiones pero no resultaba adecuado para la

escritura. Según el historiador romano Varrón, fue en Pérgamo donde se ideó un

método de tratar las pieles de animales para crear lo que hoy conocemos como

pergamino. El uso del pergamino no se generalizó, no obstante, hasta más

tarde, durante los primeros siglos de la era cristiana. A partir del siglo IV

d.C., el pergamino sustituyó por completo al papiro. El pergamino es una piel

de cabra, oveja, carnero o vaca tratada a fin de quitarle el pelo, pulirla, y

reparar los fallos que pudiera tener. De la piel de ternera o de becerros

recién nacidos se obtenía la vitela, piel de muy alta calidad, fina y

flexible, que se dedicaba a códices miniados. A finales del siglo I d.C. el

pergamino abandonó la forma de rollo a favor del códice, esto es, el libro tal

y como se conoce hoy (véase códice).

 

El papel llegó a Europa en el año 1150 cuando los árabes establecieron el

primer molino de papel en Játiva, Valencia, pero su invención se remonta al

año 150 a.C. en China. Para su fabricación se empleaban fibras de cáñamo y

algodón, de bambú, morera, lino, caña, etc. El papel proporcionó una base

mucho más barata que el pergamino. La historia del papel muestra que su

producción no ha dejado de aumentar en ningún momento desde entonces. Cada

región ha aspirado a autoabastecerse y el mercado del papel se convirtió

pronto en una fuente económica de gran poder. La demanda de papel aumentó

considerablemente tras la invención de la imprenta y de manera inusitada con

la aparición de los periódicos.

 

A finales del siglo XVII, los avances tecnológicos permitieron mejorar la

calidad del papel y se comenzó a experimentar con materias primas diferentes.

La fabricación de papel se mecanizó desde mediados del siglo XVIII. En 1797,

Nicolás-Louis Robert inventó la máquina continua.

 

La creación de una biblioteca universal era una aspiración olvidada desde los

tiempos de la biblioteca de Alejandría. La imprenta hizo renacer la ambición

de humanistas y hombres del Renacimiento: reunir todo el conocimiento humano

apareció como una posibilidad factible por fin. El nuevo invento propició el

enriquecimiento de las librerías particulares, que pronto llenaron sus

anaqueles con obras de todo tipo y vino a responder a las necesidades de una

minoría letrada que demandaba más y mejores libros. La imprenta hizo posible

que una misma biblioteca poseyera distintas obras, comentarios y estudios en

torno a un mismo tema. Elisabeth Eisenberg ha afirmado que la posibilidad de

consultar varios textos y compararlos supuso que se descubrieran más

fácilmente contradicciones o distintos puntos de vista en diversos terrenos

científicos. La información se hizo cada vez más accesible y dejó de ser

necesario viajar por toda Europa porque el mercado librario se expandió y

agilizó. El intercambio cultural se convirtió en algo habitual para ciertos

grupos sociales y profesionales. En total, se cifran en 20 millones los

ejemplares impresos en el siglo XV y en unos 200 millones los que salieron de

las imprentas europeas durante el siglo XVI.

 

Las grandes y ricas bibliotecas de Italia anteriores a la imprenta demuestran

la diferencia numérica con respecto a las colecciones que, posteriormente,

pudieron beneficiarse del nuevo invento: la de Petrarca, formidable para su

época, estaba formada por unos 200 manuscritos, mientras la de Boccaccio

rondaba los 90. Niccolò Niccoli, el mayor coleccionista de manuscritos de

comienzos del Quattrocento, logró reunir 800 y Pico della Mirandola llegó a

los 1695. La Biblioteca Vaticana, por su parte, se situaba en una posición

destacada con sus 3.650 títulos en 1484, frente a los más de 15.000 títulos de

la biblioteca de Fernando Colón (1480-1539).

 

-=El libro xilográfico=-

 

Los primeros en imprimir imágenes o signos sobre el papel fueron los chinos en

el año 594 a.C. La técnica empleada fue la xilografía, que consistía en tallar

en una plancha de madera las palabras o figuras que se querían imprimir, tras

lo cual la plancha se cubría de tinta y se colocaba el papel. En el año 770,

la emperatriz Shotoku ordenó que se estampara un millón de copias de una cita

de las escrituras budistas. El primer libro xilográfico de que se tiene

noticia fue impreso en China por Wang Chieh el 11 de mayo del 868 según

nuestro calendario. Se le conoce bajo el título de Sutra del diamante y está

compuesto por siete hojas unidas en forma de rollo.

 

La primera xilografía europea de la que se tiene noticia se data en torno a

1370. Es una imagen hallada en la abadía de Le Ferte-sur-Grosne y que es

conocida como «El centurión y los dos soldados». A partir de esa fecha se

imprimieron naipes y grabados religiosos que fueron en aumento durante la

primera mitad del siglo XV. Las figuras solían llevar breves leyendas formadas

por letras que se tallaban en la misma plancha. La xilografía de San Cristóbal

de Buxheim, del 1423, que se conserva en la Biblioteca John Rylands de

Manchester, revela una gran experiencia por parte del maestro artesano. El

perfeccionamiento de la xilografía en el futuro dio vida a libros manuscritos

que intercalaban estampaciones y que serían el primer y firme paso hacia el

libro impreso.

 

El libro xilográfico apareció en el centro de Europa a partir de 1430. A

diferencia de los libros xilográficos chinos, los europeos adoptaron desde el

principio la forma de un códice. En 1430 se «imprimió» la Biblia pauperum

(Biblia de los pobres) al que sucedieron el Speculum humanae salvatione

(Espejo de la salvación humana), el Apocalipsis, un Ars moriendi (Arte

de bien morir), el Donato, el Cantar de los Cantares y otras obras hasta

rebasar los treinta títulos. Tras la aparición de la imprenta de tipos móviles

se abandonó la técnica xilográfica que exigía que los textos fueran grabados

página a página, aunque se conocen un par de ellos de finales del siglo XVI

impresos en Japón y en Filipinas.

 

Estos libros no solían superar las cincuenta páginas y estaban destinados a

personas de escasa cultura. Pretendían difundir nociones básicas de cultura,

gramática o religión. En ellos lo fundamental eran las imágenes y se ha

pensado que podrían haber sido utilizados por el clero en su labor de

enseñanza y evangelización. El Donato, por ejemplo, es un manual de

gramática que toma el nombre de un célebre gramático que vivió en Roma

alrededor del 350. Escribió una Ars minor y una Ars maior. La tercera

parte de esta última recibía el nombre de Barbarismus y fue muy estudiada en

las escuelas medievales hasta el punto de que con el nombre de «Donato» se

llegó a designar cualquier manual de gramática.

 

-=La invención de la imprenta=-

 

Corresponde a China la invención de la imprenta de tipos móviles durante el

período de la dinastía Song (960-1279). En torno al año 972 se imprimió un

canon budista y en el año 1000 las historias dinásticas. La expansión de China

llevó la difusión del invento hasta el Turquestán a finales del siglo XIII. El

primer nombre de un impresor conocido corresponde a Pi Sheng quien diseñó una

mesa giratoria donde clasificaba los tipos que él mismo hacía con arcilla

cocida, madera, bronce o estaño. Se tiene noticia de que, a finales del siglo

XIV, Corea ya disponía de una imprenta de estas características y en 1403 el

rey Tai Tiong ordenó por primera vez que se fundiera en cobre el alfabeto

coreano. Cabe preguntarse si los europeos de mediados del siglo XV conocían

estos adelantos técnicos asiáticos y se inspiraron en ellos, o si siguieron su

propio camino para llegar al mismo resultado. No hay duda de que comerciantes,

diplomáticos y religiosos habían viajado a Asia ya desde el siglo XIII, pero

se carece de cualquier tipo de documento que apoye la teoría de que los

primeros impresores alemanes conocían la imprenta china y la adaptaron al

alfabeto romano. Por otra parte, resulta lógico suponer que si hubiera habido

una auténtica conexión entre la imprenta europea y la asiática, su aparición

en Europa se habría producido en la región del Mediterráneo y no en Alemania.

 

En el mundo occidental la invención de la imprenta se atribuye a Johann

Gensfleisch de Gutenberg en la ciudad de Maguncia durante la década de 1440 al

1450. Además de Gutenberg, otros impresores, en diversos lugares de Europa,

habían estado trabajando en un invento que sustituyera a los amanuenses, un

ars scribendi artificialiter: Castaldi en Feltre (Italia), el xilógrafo

Lorenzo Coster en Harlem (Holanda) o Procopio Waldfogher de Praga en Aviñón

buscaban la solución a la creciente demanda de libros por parte de las

universidades, de los humanistas y de un público que buscaba entretenimiento y

sabiduría a partes iguales en los libros.

 

Se desconocen detalles de la vida de Gutenberg tales como la fecha exacta de

su nacimiento en Maguncia, que se sitúa en torno a 1395-1399. Se carece de

datos sobre su formación, aunque se sabe que nació en el seno de una familia

de orfebres. Llegó a Estrasburgo como refugiado político y, durante su

estancia en dicha ciudad, trabajó en secreto para crear tipos móviles bajo la

protección de la orden benedictina. La reforma de los benedictinos, agrupados

en la Congregación de Bursfeld, imponía una liturgia unificada, lo que hacía

necesario un nuevo libro litúrgico estándar para todas las casa de la orden.

Se conservan documentos en los que manifiestan la urgencia que sentían por

difundir su liturgia. El nuevo invento vendría, así pues, a facilitar su

difusión.

 

Se conservan fragmentos de sus primeros trabajos impresos con una prensa de

uvas modificada: un poema alemán, Welgericht a Sibylen Buch (El Juicio

Final, ca. 1445-47), del que se conserva una sola hoja en el Museo

Gutenberg de Maguncia; un Calendario astronómico (ca. 1445-47), un

Donato y algunas bulas papales. En 1450, se inició la producción de impresos

tras recibir el apoyo financiero de Johann Fust, quien vislumbró un buen

negocio en el nuevo invento. De esta fecha, se conservan tres ejemplares del

Misal de Constanza. En 1452, comenzaron los trabajos para la que es

considerada la primera gran obra impresa, la Biblia de 42 líneas, también

llamada Biblia mazzarina ya que se encontró un ejemplar en la biblioteca del

cardenal Mazzarino. Parte de esta primera impresión de la Biblia se hizo sobre

pergamino, para clientes de un mayor poder adquisitivo, y el resto en papel.

Se puso finalmente a la venta, tras un litigio entre Fust y Gutenberg, en 1456.

 

Dada la longitud y complejidad de la que tradicionalmente se considera la

primera obra impresa, la Biblia de 42 líneas, es de suponer que hubo otros

«ensayos» y obras de menor envergadura que se han perdido, además de los

fragmentos que hemos comentado. Dos años antes, en 1454, se había puesto a la

venta una bula de indulgencias promulgada por Nicolás V para quienes ayudaran

a la guerra contra los turcos. Sólo se conserva un ejemplar custodiado en la

biblioteca de Múnich.

 

Los impresos de Gutenberg no mencionan su nombre. En la Biblia no figura su

nombre ni la fecha de su composición. Estos primeros impresos suelen

reproducir las características de los manuscritos: dejan en blanco las

iniciales, los títulos y las ilustraciones para que puedan ser completadas a

posteriori y por la mano de un artesano miniaturista. La última obra que se

atribuye a Gutenberg, una vez rota su relación comercial con Fust, es el

Catholicon de Johannes Balbus en el que un extenso colofón define por

primera vez el arte de imprimir y en el que figura la fecha, 1460. Ese mismo

año se retiró a causa de la ceguera pero recibió el título de gentilhombre de

corte de manos del elector-arzobispo de Maguncia quien le concedió una pensión

vitalicia. El 3 de febrero de 1468 murió en su ciudad natal.

 

Peter Schöffer, que había comenzado trabajando para Gutenberg como fundidor de

tipos e impresor, se asoció con Fust y se casó con su hija. Schöffer tomó las

riendas del taller que Gutenberg había perdido por motivos económicos y sacó

su primera publicación, el Psalterium o Salterio de Maguncia, en 1457.

Este libro aporta grandes novedades: por primera vez se indica de manera

impresa el año de publicación y el lugar; lleva la marca del impresor; emplea

iniciales grabadas en lugar de dejar el espacio en blanco para completar a

mano; se utilizan tintas de varios colores ya que las iniciales se imprimen en

negro, rojo o azul.

 

En 1459 salió a la luz, desde el taller de Schöffer y Fust, el Rationale

divinorum officiorum y, al año siguiente, la Biblia de 36 líneas formada

por tres volúmenes en folio y de la que se conservan sólo trece ejemplares.

Schöffer y Fust fueron los primeros en concebir la imprenta como algo más que

reproductor de manuscritos. Quisieron llevar su negocio fuera de los límites

de Maguncia y vender sus obras en París, creando para ello una red de rutas

comerciales para sus libros. Imprimieron el primer catálogo de ventas que se

conoce en 1496 a fin de dar a conocer su «fondo editorial», las librerías

donde podían adquirirse y un muestrario de los tipos usados en su taller. Los

impresores se convirtieron en publicistas de sí mismos y pusieron el nombre de

su casa, la marca de impresor y la dirección del taller en la misma portada a

fin de darse a conocer.

 

La imprenta nació en un principio no como una revolución en el mundo de la

cultura, sino como un método rápido y barato de producir «manuscritos». La

abundancia de libros, con relación a los manuscritos, siempre más costosos,

hizo proliferar los libros de tamaño medio y pequeño: libros para la devoción

y el estudio, libros de uso y lectura personal. El propio desarrollo de la

imprenta, pero también la legislación que pronto impuso sus normas, modificó

la estructura formal del libro y se hicieron imprescindibles: la portada,

preliminares y colofón.

 

-=La difusión de la imprenta=-

 

Las luchas políticas que se iniciaron en Maguncia en 1462 culminaron el 28 de

octubre con el saqueo e incendio de la ciudad tomada por el elector-arzobispo

Adolfo II de Nassau. El taller de Fust y Schöffer resultó destruido por el

fuego. Gran parte de la población se vio obligada a huir, y entre ellos muchos

artesanos de la imprenta que hasta entonces habían guardado celosamente el

invento. Antes de esta fecha, únicamente Estrasburgo y Bamberg disponían de un

taller de imprenta propio. En 1470 la imprenta se había difundido ya por las

más importantes ciudades alemanas.

 

Anton Koberger fundó en Nuremberg una gran imprenta con más de cien empleados

que manejaban veinticuatro prensas. Sus libros no sólo eran perfectos

tipográficamente sino también obras de arte. Alberto Durero fue su asesor y

trabajó estrechamente con Koberger en las ilustraciones del Apocalipsis en

1498. Anton Koberger acaparó todas las fases del comercio del libro, desde la

producción en la imprenta, la distribución, exportación y venta ya que era

propietario de librerías en París, Lyón y Tolouse.

 

La primera ciudad no alemana que contó con una imprenta es Subiaco, en Italia,

donde se establecen Konrad Sweynheym y Arnold Pannartz. Bajo el patrocinio del

cardenal español Juan de Torquemada, Swynheym y Pannartz imprimieron un

Donato del que no se conserva ningún ejemplar, De oratione de Cicerón

TULIO (1465), De divinis institutionibus de Lactancio y De civitate Dei de

San Agustín (1467). Fue a instancias del cardenal Torquemada como los dos

impresores alemanes fueron a asentarse en la pequeña localidad de Subiaco y

tras las paredes de este monasterio del que Torquemada era abad. Ya se ha

comentado en líneas superiores la relación entre ciertas órdenes religiosas y

el nacimiento de la imprenta en Maguncia; esta relación se repite nuevamente

en Italia.

 

Torquemada fue una figura clave en el establecimiento de la imprenta en Italia

y, asimismo, un gran protector de las letras en todos los aspectos. Los libros

impresos en el monasterio de Subiaco corresponden a la preocupación humanista

de un eclesiástico del Alto Renacimiento abierto a nuevas ideas y a las

posibilidades de la técnica. Cabe señalar que Swynheym y Pannartz

permanecieron en Subiaco exclusivamente mientras Torquemada ocupó el cargo de

abad de dicho monasterio. Poco más tarde, Swynheym y Pannartz se establecieron

en Roma, no sin dificultades ya que el gremio de copistas amanuenses estaba

alarmado por el nuevo invento. En Italia existían unos talleres profesionales

de copia de libros que suministraban copias para bibliotecas particulares,

para la Vaticana y para los muchos estudiosos e intelectuales que se

desplazaban a Roma.

 

El gremio de copistas era fuerte y estaba bien organizado, su trabajo era de

alta calidad y el comercio de libros manuscritos un negocio pujante. Los

primeros impresores que se establecieron en Roma tuvieron que enfrentarse a la

hostilidad del gremio. Algunos puristas rechazaron los libros impresos como

objetos indignos pero ya en 1470 humanistas y bibliófilos florentinos

recurrieron a libros «de molde» para sus bibliotecas y sus estudios. Los

libreros que decidieron permanecer fieles al manuscrito se vieron en serias

dificultades económicas como Vespasiano quien, fiel al manuscrito de alta

calidad, se vio obligado a cerrar su negocio en 1478.

 

También en Roma se estableció Ulrich Han quien imprimió las Meditationes del

cardenal Torquemada con fecha 31 de diciembre de 1467, el más antiguo

incunable romano. De este modo fue el cardenal español el primer autor que vio

su obra impresa y bajo su dirección. Los grabados de esta edición reproducen

las pinturas murales de la Iglesia de Santa María sopra Minerva cuyo claustro

había sido construido a expensas de Torquemada. Hoy han desaparecido los

murales de este convento dominico pero, según las descripciones de la época,

en el ángulo inferior de cada pintura la imagen de un orator se dirigía al

espectador-lector con el texto del correspondiente capítulo de las

Meditaciones constituyendo de esta manera una auténtico «libro mural» que se

terminó en torno a 1453. Se conservan cuatro ejemplares de la edición

príncipe, en Viena, Nuremberg, Manchester y Madrid. Se reimprimió en dos o

tres ocasiones sin grabado y siete ediciones más con grabados antes de 1499,

lo que da muestra de su éxito. Numerosas obras españolas salen del taller de

Ulrich Han, establecido en Roma durante doce años, la Compendiosa Historia

Hispaniae (1470) de Sánchez de Arévalo, la Expositio super Psalterio (1470)

de Torquemada y el Scrutinium Scripturarum (1471) de Pablo de Santa María.

(Véase Humanismo)

 

En 1469 se estableció la primera imprenta francesa en la Sorbona con grandes

dificultades ya que la Confrérie des Libraires, Relieurs, Enluminieurs,

Ecrivains et Parcheminiers, fundada en 1401, se opuso de manera contundente.

Beromünster, una pequeña localidad cerca de Basilea, fue la primera sede de la

imprenta suiza donde se publicó en 1472 el Speculum vitae humanae de Sánchez

de Arévalo. La primera imprenta polaca se estableció en Cracovia en 1473 donde

se imprimió de nuevo Expositio super Psalterio de Torquemada. A Holanda y

Bélgica llegó en 1473, a Inglaterra en 1477 de la mano de William Caxton.

Pronto, las ciudades más importantes recibieron el nuevo invento.

 

Llegado el año 1500, la imprenta ya había conquistado su espacio en Europa

aunque de modo desigual. Estocolmo, Bohemia y Hungría disponían de imprentas

pero el centro y sur de Alemania, el norte de Italia y el sureste de Francia

concentraban a los mejores y más productivos impresores. Los impresores de la

Península Ibérica procedían en gran parte de Alemania y aportaron pocas

novedades al panorama internacional del libro. Los Países Bajos se limitaban,

en estas primeras décadas, a una clientela regional y a sus necesidades de

libros escolares, devocionales y novelas en francés o flamenco. Inglaterra

importaba libros desde Francia y sus primeros impresores eran de origen

francés.

 

La imprenta llegó a España en 1472 de manos de Johann Parix de Heidelberg,

quien instaló el primer taller en Segovia. Allí imprimió el Sinodal de

Aguilafuente, seguramente bajo el patrocinio del obispo don Juan Arias Dávila

quien presidía el sínodo celebrado los días 1 a 10 de junio de 1472. Se trata

de un volumen de 48 hojas en 4º sin indicación de lugar, nombre del impresor

ni fecha, impreso con tipografía romana bastante rudimentaria. Los primeros

impresos barceloneses y valencianos demuestran la vinculación al humanismo de

origen italiano: Aristóteles, Cicerón, Salustio, Floro, Perotti, Leonardo

Bruni Aretino, el pseudo-Phalaris, todos ellos en versión latina. Las únicas

excepciones a esta tónica general son Les Trobes valencianas y la traducción

latina del Esopo realizada por Lorenzo Valla.

 

Los primeros libros impresos llegados a América son los que llevó Cristóbal

Colón en su primer viaje. Los libros fueron los inspiradores del proyecto

colombino: la Biblia, la Imago Mundi de Pierre d’Ailly, la Historia Rerum

de Eneas Silvio Piccolomini, futuro Pío II, y posiblemente el Liber de Marco

Polo, de consetuedinibus et conditionibus orientalium regionum que fue

impreso en Amberes en 1485. La carta al Escrivano de Ración, Luis de

Santángel, fue escrita durante el viaje de retorno de América. Al llegar a

Barcelona, Colón se la entregó al impresor Pere Posa, pero de la primera

edición, en castellano, solo queda un ejemplar conservado en la New York

Public Library.

 

La primera imprenta llegó a México desde Sevilla en 1539 por iniciativa de

Juan Cromberger a instancias del obispo de Zumárraga. Ese mismo año salió a la

luz la Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y

castellana.

 

-==Los incunables==-

 

Se llama incunables (véase incunable) a los libros impresos entre la invención

de Gutenberg y el 1500. Se trata de una denominación arbitraria ya que no hubo

cambios radicales que afectaran a los libros impresos tras esa fecha; sin

embargo, sirve para denominar las primeras décadas de producción del nuevo

 

Aldo Manuzio inició su actividad editora e impresora a finales del siglo XV.

Introdujo novedades importantes en el mundo editorial y en la manufactura de

los libros. Fue el primero en editar a los clásicos latinos en formato pequeño

para cuya impresión hubo de crear una tipografía especial que se ha dado en

llamar «aldina», consistente en caracteres estrechos e inclinados hacia la

derecha a fin de poder incluir más texto en cada página. Editó las obras

completas de Aristóteles en griego para lo cual tuvo que perfeccionar la

tipografía griega.

 

Los primeros impresores que trabajaron en España eran alemanes y ellos

dominaron el panorama de la imprenta española hasta el siglo XVI. Hasta el año

1477 todos los impresores fueron alemanes que ya han ejercido su labor en

Italia o en Francia y de allí trajeron las tipografías redondas, no góticas

como cabría suponer. Su itinerario por la Península es continuo en busca de

nuevos mercados o una ciudad sin competencia donde poder establecerse. En sus

talleres se formaron los españoles que comenzaron a trabajar a finales del

siglo XV y que fueron ocupando su lugar en el siglo XVI.

 

El pionero en España fue Johann Parix quien, tras su corta estancia en

Segovia, se trasladó a Tolouse donde publicó, hacia 1480, la obra del

segoviano Rodrigo Sánchez Arévalo, Speculum vitae humanae, reproduciendo la

edición que en 1468 habían impreso Sweynheym y Pannartz. Tras Johann Parix

llegaron otros impresores a otras ciudades españolas: en Barcelona, Henricus

Botel de Embich, Georgius vom Holtz de Hoeltingen y Johannes Plank de Halle

quizás en 1473; en Valencia, Lambert Palmart de Colonia posiblemente en 1473;

en Zaragoza, Matheus Flander, 1475; en Sevilla, Alfonso del Puerto, Bartolomé

Segura y Antonio Martínez, en 1477; en Tortosa, Pedro Brun de Ginebra y

Nicolaus Spindeler de Zwickau en 1477; en Lérida, Henricus Botel en 1479; en

Montalbán, Juan de Lucena, antes de 1481; en Zamora, Antonio de Centenera en

1482; en Burgos, Fadrique de Basilea en 1482; en Guadalajara, Salomo ben Moise

Levi Alkabiz en 1482; en Gerona, hubo un primer impresor desconocido en 1483;

en Toledo, Juan Vázquez posiblemente en 1483; en Tarragona, Nicolaus Spindeler

en 1484; en Huete; Álvaro de Castro en 1484; en Murcia, Alfonso Fernández de

Córdoba en 1484; en Mallorca, Nicolaus Calafat en 1485; en Híjar, Eliese

Alantansi en 1485; en Coria, Bartholomeus de Lila en 1489; en Pamplona, Arnao

Guillén de Brocar en torno a 1490; en Mondoñedo, impresor desconocido

posiblemente en 1495; en Granada, Meinardus Ungut y Johannes Pegnitzer de

Nuremberg en 1496; en Monterrey, Johann Gherlinc en 1496; en Montserrat,

Johann Luschner en 1499.

 

Hasta fechas relativamente recientes, Barcelona y Valencia se disputaban el

honor de ser la primera ciudad de la península en acoger el nuevo invento. La

Gramática de Mates, impresa en Barcelona, indica en su colofón que fue

impresa en 1468, pero los estudiosos del tema consideran que es un error de

los números romanos y lo más probable y lógico es que fuera impresa en 1488. A

continuación, se consideró que el primer libro español impreso era Les obres

e trobes davall scrites les quals tracten de lahors de la sacratissima Verge

Maria, impreso en Valencia en 1474 por Lambert Palmart. Ésta es, en cualquier

caso, la primera obra poética y la primera en valenciano; es un volumen de 58

hojas en 4º que se conserva en la Biblioteca Universitaria de Valencia.

También en Valencia imprimió Palmart una obra de Eiximenis, el Regiment de la

cosa pública o el Crestiá (1484).

 

Joan Rosembach, uno de los mejores impresores del momento, inició su

producción en Valencia pero la mayor parte de su vida profesional se

desarrolló en Barcelona con breves desplazamientos a Tarragona y Perpiñán. A

su primera etapa en Barcelona se atribuye el Memorial del pecador remut

(ca. 1495), un tratado ascético escrito entre 1419 y 1424. La Pasión de

Cristo es el tema central de meditación a través de una serie de visiones

alegóricas. Ésta es una edición rarísima en la que no consta el lugar, el

nombre del impresor ni la fecha; sin embargo la letra, el papel y sobre todo

las iniciales son idénticas a las del Eiximenis del Libre de les dones,

impreso por Rosembach en Barcelona el año de 1495. Continuó trabajando en

Barcelona, tras una breve estancia en Perpiñán, durante el primer tercio del

siglo XVI.

 

Las imprentas salmantinas fueron de las más importantes del momento. Resulta

lógico pensar que una ciudad eminentemente universitaria sería un lugar

propicio para el establecimiento de muchos y buenos impresores. Se da el caso

curioso de que todos los impresos omiten el nombre de los impresores aunque sí

indican que el libro está impreso en Salamanca y la fecha. En dos de las

imprentas de la ciudad fueron publicadas la mayor parte de sus obras. Las dos

más conocidas sirven habitualmente para designar las anónimas imprentas donde

fueron publicadas: las Introductiones Latinae (1481) y la Gramática

castellana (1492), ambas en tipos góticos.

 

-==La imprenta del siglo XVI==-

 

Al llegar el siglo XVI al menos unos 20.000.000 libros habían sido ya

impresos. La imprenta se difundió de un modo rápido por toda Europa. Entre

1500 y 1550 se produjo un desarrollo enorme de la industria editorial. El

mercado inicial fue la clase culta, los lectores de latín, pero ese era un

mercado amplio geográficamente pero muy escaso en número, que se saturó en

poco tiempo. Tanto impresores como libreros necesitaban lograr beneficios

económicos; no se trataba de mecenazgo cultural sino de una actividad

mercantil. El hecho determinante era que los lectores de latín eran bilingües

y dominaban a la vez alguna de las otras lenguas vernáculas. El mercado de las

lenguas vernáculas era mucho más amplio y estaba aún sin explotar.

 

-=A) Los libros y la Reforma protestante=-

 

La Reforma protestante le debe mucho al éxito de la imprenta. Antes de la era

de la imprenta, Roma había ganado fácilmente cualquier batalla contra la

herejía porque poseía líneas de comunicación establecidas de las que los

herejes carecían; pero cuando en 1517 Lutero proclamó sus tesis, lo hizo

clavando una copia impresa en la puerta de la iglesia de Wittnberg. Se habían

impreso en alemán y en 15 días toda Alemania disponía de ellas. En dos

décadas, de 1520 a1540, se imprimieron 3 veces más libros en alemán que los

publicados en el periodo inmediatamente anterior. Las obras de Lutero

representan al menos un tercio de todo lo publicado en alemán y de todas las

ventas entre 1518 y 1525. Fue un gran éxito editorial. De hecho, la discusión

sobre cómo interpretar la Biblia era una de los puntos de fricción entre

católicos y protestantes. Ahí, se enfrentaban dos maneras de acceso al libro

 

El protestantismo estaba a la ofensiva precisamente porque supo hacer uso de

la expansión del mercado librario en lenguas vernáculas recién creado y de las

posibilidades del grabado. Lutero encargó a Cranach toda una serie de dibujos

obscenos sobre el Papa. En 1545 se alcanzó el momento más virulento de

propaganda luterana con la publicación de los trabajos de Cranach, su

Representación del Papado (Albbidung des Papsttums), un álbum de hojas

sueltas fuertemente satíricas y demoledoras para la Iglesia Católica. Durante

todo el siglo XVI y parte del XVII, Europa estuvo inundada de panfletos

luteranos, calvinistas y católicos. El catolicismo intentaba defenderse con la

Contrarreforma y la publicación en latín. El Índice de Libros Prohibidos del

Vaticano o la Inquisición (que no tuvo contrapartida en el lado protestante)

dejan constancia de la importancia que la difusión del libro tenia en la

difusión de las ideas y creencias.

 

-=B) El mercado del libro en España=-

 

La Contrarreforma favoreció la publicación en latín pero, a medida que

transcurría el tiempo, se hacía obvio que ese movimiento estaba en decadencia.

La Península Ibérica contó con un número reducido y disperso de imprentas en

el siglo XVI. Las bibliotecas españolas y portuguesas se alimentaron

fundamentalmente de importaciones, de manuscritos en el siglo XV y de impresos

en el XVI. Las imprentas locales se limitaron a satisfacer la demanda de

textos en romance. Las prensas españolas no podían competir con las obras

latinas que se traían del exterior, de Italia, de Francia y, en menor medida,

de Alemania. Se importaron libros de Teología, Derecho y textos clásicos que

llegaron desde toda Europa al gran mercado de Medina del Campo y de allí por

toda España. Mientras tanto, la crisis económica que se inició a finales del

siglo XVI y perduró durante todo el XVII, obligó a los impresores a buscar

nuevas formulas de ventas y se sucedieron las ediciones baratas en vernáculo.

 

Los impresores se limitaron a reeditar pliegos sueltos, sin ambición

tipográfica alguna, en papel de baja calidad y en busca de beneficio económico

inmediato aunque escaso. Un amplio grupo de composiciones poéticas nacidas

«para» los pliegos son de tono satírico, gracioso y burlesco. Estas

composiciones son las que más han sufrido los estragos del tiempo. Sus títulos

pueden dar una idea de los temas preferidos: Romances del marqués de Mantua y

la sentencia de don Carloto, Coplas como una señora no consentia que su

marido tubiese parte con ella sin lumbre, Cobles dels engans de les dones y

Coplas sobre la yda de su muger de Joa el pobre son sólo una pequeña muestra

de la poesía más leída de la época y más olvidada hoy.

 

A comienzos del siglo XVI, la preeminencia de los impresores alemanes se había

trasladado a Italia cuyas rutas comerciales favorecían la incipiente industria

del libro. Unos 150 talleres acogía Venecia y 60 Lyón, mientras que la

península Ibérica por las mismas fechas contaba únicamente con 30 pequeños y

dispersos por toda la geografía peninsular: Barcelona, Burgos, Granada,

Salamanca, Sevilla, Valencia, Lisboa, Toledo, Valladolid y Zaragoza. Aumentó

el número de talleres a lo largo del siglo pero con escasas ambiciones en

términos generales y sin repercusión en el resto de Europa. Incluso los

autores españoles deseosos de publicar una obra latina preferían recurrir a

impresores asentados en Lyón o París a fin de que la distribución del libro no

quedara reducida a las fronteras nacionales. El mercado interior era escaso y

limitado a las lenguas vernáculas: libros de devoción, cartillas para leer,

obras de burlas, pliegos sueltos, leyes locales, gramáticas. Con el tiempo los

talleres de Amberes, Lyón, París y Venecia publicarían de modo creciente

títulos en castellano.

 

En 1561 Madrid se convirtió en sede de la corte de modo permanente. Hasta

entonces, la pequeña villa que era por entonces Madrid se había abastecido de

libros desde Alcalá de Henares, Toledo, Burgos, Medina del Campo. Hasta 1566

Madrid no dispuso de imprenta propia. La Corte convirtió a Madrid en centro

cultural y foco de atracción para cuantos buscaban medro. Más de cien

impresores se establecieron en Madrid durante el siglo XVII. Muchos de ellos

fueron efímeros y no publicaron más que una obra, para desaparecer después del

panorama editorial. Se desconoce el número de libreros de la villa y corte.

 

En la segunda mitad del siglo XVI, Plantino, desde Flandes, revoluciona el

estilo tipográfico con la publicación de la Biblia Regia (1568-1572). Ante

la demostrada superioridad de Plantino, Felipe II le encargó la impresión de

los textos litúrgicos revisados según las nuevas normas del Concilio de

Trento. Las prensas españolas no estaban capacitadas para una empresa de tal

magnitud. En las últimas décadas, la decadencia ya era manifiesta.

 

En general, se puede afirmar que los textos escritos en lengua vernácula

buscaban más la devoción que la discusión teológica, que quedaba reservada

para el latín, al igual que toda la liturgia. La devoción a santos locales se

fomentaba desde las altas instancias eclesiásticas. Muchas de estas obras

tomaron la forma de pliego; otras aparecieron en cancioneros elaborados al

calor de los concursos y certámenes literarios. La devoción a María fue

predominante y se conservan muestras literarias en forma de laudes, milagros,

vidas, gozos, horas y coplas. A continuación, se encuentra el grupo relativo a

los santos milagreros y protectores.

 

-=C) Las primeras mujeres impresoras=-

 

Ya desde época manuscrita, las mujeres participaron en alguna medida en los

procesos de producción del libro. Algunos conventos femeninos se habían

dedicado a la copia de manuscritos en una tradición que se extiende hasta el

siglo XVII, pese a que suele considerarse exclusiva de los monjes. Sin

embargo, se conservan algunos códices copiados e iluminados por religiosas y,

tan pronto la imprenta hizo su aparición, las monjas del convento dominico de

San Jacobo Ripoli en Florencia se dedicaron a la producción de libros a

finales del XV, aunque parece ser que bajo la dirección de un monje.

 

La primera mujer impresora que recibió reconocimiento público es la alemana

Anna Rügerin de Augsburgo, viuda de Thomas Rüger, quien, en 1484, produjo

Sachenspiegel de Eike von Repgow, considerado el primer libro impreso por

una mujer. Charlotte Guillard es considerada la primera impresora de

importancia en París. Viuda de dos impresores, Berthold Rembolt y Claude

Chevallon, manejó la dirección del taller y la librería de su posesión hasta

su muerte en 1556. Trabajó en esta profesión durante 54 años, poseyó su propia

marca de imprenta con sus iniciales, C.G. , en ella y alcanzó gran renombre en

su propia época.

 

En la Corona de Aragón, la primera mujer de la que tenemos noticia que entrara

en los negocios editoriales fue Francisca López, viuda de Lope de Roca, quien

se asoció con Sebastián de Escocia y Joan Jofré para alquilar letrería de

imprenta, pero no se conoce ninguna publicación que saliera fruto de esta

sociedad. Hasta bien mediado el siglo XVI no apareció ningún nombre femenino

en el mundo de la imprenta. Hay que tener en cuenta que, para dirigir una

imprenta, se requiere no sólo conocimiento de las técnicas artesanas de

impresión, sino que además hay que tener un pequeño número de trabajadores

bajo su mando, poseer ciertas habilidades para los negocios y la suficiente

cultura y visión comercial para decidir qué imprimirán.

 

Es necesario aclarar las circunstancias de la presencia y actividad de estas

mujeres en el ámbito empresarial y no olvidar que la imprenta era ante todo un

negocio. La reconstrucción del papel de la mujer en el devenir de la historia

se basa en menudencias, pequeños datos y excepciones ya que, al no formar

parte de la vida pública ni del discurso oficial, sus nombres, sus hechos y

logros no suelen ser puestos por escrito. El especialista se ha de basar en

los pocos datos que han llegado hasta nuestros días. Entre todos ellos, de

tarde en tarde, surge el nombre de una mujer de la que la casualidad quiso que

quedara constancia de su trabajo. El nombre de una esposa o hija que trabaje

en el taller de su marido o padre nunca aparecerá en ningún documento hasta

que éste muera, ya que en el trabajo de la mujer, al ser ésta parte del

patrimonio familiar, no es necesario ningún tipo de contrato del que haya

podido quedar constancia.

 

Entre las viudas de impresores, pocas fueron las que utilizaron su propio

nombre en los colofones; lo más habitual era que figuraran como «viuda de…».

Seguían apareciendo de cara a la sociedad ligadas al hombre que les daba

entidad. Hasta donde se sabe, ninguna de ellas contrató aprendizas; sus hijas

no siguieron sus pasos, aunque sí lo hicieron sus hijos; sus publicaciones, en

fin, pretendían buscar un amplio público que diera beneficios económicos

inmediatos. Estas mujeres fueron excepciones que se movieron en una esfera

masculina.

 

-=D) Impresores españoles del siglo XVI =-

 

Pocos datos son los que se disponen en general sobre los impresores. En

algunos casos son artesanos ligados a la orfebrería que aprovechan su

capacidad de fundir los tipos personalmente para cambiar de oficio. Nada se

suele saber de sus orígenes o de su formación. Los colofones pueden dar

información de gran interés: nombres de los impresores, fechas y lugares que

dan constancia de los cambios de lugar en busca de un mejor mercado, de

asociaciones que se rompen, pero son escuetos; se dispone, por otra parte, de

una variedad de documentos legales como testamentos y contratos. Muchos

impresores pasaron grandes dificultades económicas y se conservan documentos

de préstamos y denuncias por impago.

 

Cuando llegó la imprenta a España hacía ya varios siglos que los artesanos se

organizaban en gremios y cofradías. A diferencia de otros oficios, nada

empujaba a los impresores a entrar en estas organizaciones ya que el número de

impresores en cada ciudad rara vez superaba dos o tres. En Barcelona, los

impresores fundaron en 1491 la cofradía de San Juan de la Puerta Latina, pero

estaba más orientada a oficios piadosos que a temas comerciales. Los

impresores quedaban fuera de la protección gremial.

 

Dentro del mundo de la imprenta fueron muy comunes las familias que se

dedicaron a este oficio durante generaciones, creando un espacio liminal entre

lo público y lo privado, ya que el lugar de trabajo y la vivienda se

confundían, los aprendices eran los propios hijos que, con los años,

sustituyeron a la generación anterior. La familia Cromberger, de origen alemán

y asentada en Sevilla, monopolizó la imprenta más activa del sur peninsular.

Jacobo Cromberger comenzó siendo oficial en el taller de Meinardo Ungut y

Estanislao Polono. A la muerte de Ungut en 1499, su viuda se casó poco después

con Cromberger. Hay que recordar que, según las normas de los gremios, sólo

las viudas de un maestro que hubiera estado ya en el gremio podían seguir

atendiendo el negocio, y no siempre. Para mantener su derecho al taller o

tienda en caso de segundas nupcias, el nuevo marido debía tener el mismo

oficio que el anterior. Las viudas que entraban en estas cofradías y gremios

estaban sometidas a los mismos reglamentos y obligaciones, pero no disfrutaban

de los mismos beneficios ni derechos.

 

Sevilla era, en el siglo XVI, una ciudad muy próspera, puerto de entrada y

salida hacia América. Jacobo Cromberger estableció su imprenta con una fuerte

base económica y le dejó a su hijo Juan un negocio sin competencia en el Sur.

El mayor logro de Juan Cromberger fue la fundación en 1539 de la primera

imprenta en Ultramar. Fray Juan Zumárraga, obispo de México, solicita su

colaboración para establecer un taller de imprenta en Nueva España. Tras su

muerte, en 1540, su viuda, Brígida Maldonado, se hizo cargo del negocio y de

la imprenta, manteniendo su prestigio y la calidad de sus impresiones que

decayó cuando éste pasó a manos de su hijo Jacome. Tipográficamente los libros

de la familia Cromberger son conservadores y mantienen los tipos góticos.

 

Medina del Campo mantuvo durante todo el siglo XVI dos ferias anuales en las

que se centralizó el comercio de libros. Medina importó libros ya impresos y

papel. Las novedades europeas llegaron a España a través de los mercaderes y

comerciantes que se reunían en dicha ciudad. Muchas imprentas extranjeras

mantuvieron una librería en Medina que funcionaba a modo de sucursal de sus

trabajos. Un pequeño número de editores controló la producción y monopolizó el

comercio decidiendo qué se imprimía: Juan de Espinosa, Juan Pedro Museti,

Antonio de Urueña, Adrian Ghermart. Junto a los editores, hubo impresores

importantes como Pierres Tovans, francés, que recorrió diversas ciudades con

su imprenta: Medina, Zaragoza o Salamanca. De sus prensas salieron libros como

La Segunda Comedia de Celestina (Medina: 1534) de Feliciano de Silva y El

Cortesano de Castiglione (Salamanca: 1540) en la traducción de Boscán.

 

Valencia fue una de las pocas ciudades españolas que mantuvieron varios

talleres abiertos simultáneamente. A finales del siglo XV, Joan Jofre se

asentó en la ciudad de Turia y allí imprimió obras en valenciano y en

castellano: la Vida de santa Magdalena en cobles, escrita por Jaume Gassull

en 1497 y financiada por fray Gabriel Pellicer, fue llevada a cabo por Joan

Jofre en su taller, y terminada el 15 de marzo de 1505; traducida del latín al

catalán por Joan Carbonell, la edición más temprana que se conserva de la

Vinguda del Antecrist es la de 1520 salida de los talleres de Joan Jofre;

Contemplació de la vida de Crist de Vicent Ferrer carece de indicaciones

tipográficas, pero se atribuye a Jofre, y únicamente se conserva un ejemplar

en la biblioteca del Patriarca, aunque se había dado por perdida. Las obras

publicadas por Joan Jofre destacan por su profusión de grabados.

 

Otros impresores valencianos fueron Jorge Costilla que trabajó desde

principios del siglo XVI hasta 1531; Francisco Díaz Romano, nacido en

Guadalupe, que imprimió en Valencia hasta el 1541, año en el que se trasladó a

su tierra natal; Juan de Oces, alias Navarro, cuyo nombre aparece en los

colofones desde 1532 hasta el 1583. Cabe destacar, entre todos, los impresores

ligados a Valencia a la familia Mey. Joan Mey, natural de Flandes, se

estableció en Valencia en torno a 1535. A partir de 1544 son muchas las obras

estampadas por Mey, de gran novedad tipográfica, pese a lo cual, se vio

obligado a emigrar a Murcia en busca de un mercado más amplio y mejores

perspectivas económicas. Dada su importancia y la calidad de sus

publicaciones, el Jurado de la Ciudad de Valencia le concedió una paga de

quince libras anuales como ayuda para el alquiler de una casa, que le sería

aumentada posteriormente a condición de que mantuviera una prensa trabajando,

pese a lo cual parece que se trasladó a Alcalá de Henares durante algún tiempo

y mantuvo ambos talleres a la vez; publicó siete libros en las prensas de

Alcalá de Henares en el año 1553 y, ese mismo año, publicó en Valencia, que se

conozcan, siete obras. Joan Mey murió a finales de 1555 y su viuda se hizo

cargo de la imprenta.

 

Sólo en ese primer año que Jerónima de Gales tuvo el taller a su cargo, 1556,

sacó a la luz cinco libros, todas ellas eran publicaciones con un mercado

asegurado dentro del mundo humanista y universitario de la ciudad de Valencia.

En 1557 salió de las prensas de Jerónima de Gales la Cronica del Rey En

Jaume, «el modelo más perfecto y magnífico de la tipografía española del

siglo XVI» en palabras de Salvá. Con el escudo de la Diputación Valenciana, y

por tanto a sus expensas, la viuda de Mey publicó, en 1558, la Chrónica del

Rey don Jaume escrita por Ramón Muntaner. Se puede comprobar que las

publicaciones de Jerónima de Gales son de gran envergadura. No se trata de una

producción mínima para sobrevivir económicamente, sino de auténtico trabajo

profesional de alto nivel. El 19 de junio de 1559 estaba ya casada con Pedro

de Huete, pero su nombre no figuró hasta 1568.

 

Los colofones siguieron haciendo referencia a la «casa de Ioan Mey» y a veces

«Ex officina Ioannis Mey». En agosto de 1581, tras la muerte de Huete, se

reiteró el apoyo económico a Jerónima que hizo su reaparición en los colofones

bajo el nombre de «viuda de Pedro Huete». Comenzó entonces la colaboración con

su hijo Pedro Patricio Mey, quien la sucedió en el negocio a partir de 1587.

Pedro Patricio continuó su trabajo durante las primeras décadas del siglo

XVII. El otro hijo de Jerónima de Gales, Felipe, estableció su primera

imprenta en Tarragona y, más tarde, trasladó su imprenta a Valencia hasta su

muerte en 1612.

 

Los impresores de mayor renombre que trabajaron en Barcelona fueron Joan

Rosembach y Carles Amorós. Rosembach, de origen alemán, inició su labor a

finales del siglo XV, pero continuó trabajando hasta bien entrado el XVI. De

sus prensas salió en 1518 El Llibre del Consolat de Mar, primera

recopilación de textos de derecho marítimo que engloba usos y costumbres del

mar, regularizaciones legales de la navegación y el comercio, con especial

atención a la regulación de los contratos marítimos. Carles Amorós, provenzal,

desarrolló su actividad en Barcelona y durante un corto periodo de tiempo en

Perpiñán. De su taller salió la obra de Pere Tomich, Històries de les

conquistes de Aragó, y la primera edición de Las obras de Boscán y algunas

de Garcilaso de la Vega en 1543. Ese mismo año publicó Les obres de Ausias

March. Un grupo de importancia lo componen las obras de Derecho que se

refieren a la legislación catalano-aragonesa. Durante el reinado de Carlos V,

las Cortes se reunieron con harta frecuencia formando todo un conjunto de

constitucions, ordenacions y costums relativas al derecho civil que

fueron publicadas por Carles Amorós.

 

En Alcalá de Henares se publicó, en 1520, la primera Biblia en la que se

combinaban el texto latino de la Vulgata, la versión griega de los Setenta con

la traducción latina interlineal, el texto hebreo del Antiguo Testamento y la

paráfrasis caldea. Todo ello se completaba a su vez con un «Vocabularium

Hebraicum atque Chaldaicum» y las «Introductiones artis Grammatice Hebraice».

El artífice de esta magna obra en seis volúmenes fue Arnaldo Guillén de Brocar

bajo la dirección del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros cuyo escudo

aparece en la portada del tomo I del Antiguo Testamento.

 

El diseño tipográfico de la llamada Biblia Políglota Complutense es de una

gran complejidad ya que requiere el trabajo en una misma página de distintos

alfabetos. Parece ser que Cisneros requirió los servicios de Brocar aconsejado

por Antonio Nebrija para quien había trabajado anteriormente en Logroño.

Brocar fundió nuevos tipos latinos, hebreos y dos alfabetos griegos

diferentes, uno cursivo para el Antiguo Testamento y otro minúsculo para el

Nuevo Testamento. La Biblia tardó tres años en imprimirse, de 1514 al 1517. La

muerte de Cisneros en diciembre de 1517 retrasó la aprobación papal hasta que

Leon X dio su autorización en 1520.

 

El sucesor de Guillén de Brocar en las prensas alcalaínas fue su yerno Miguel

de Eguía quien trabajó en esta ciudad de 1523 a 1537. Hombre de gran cultura,

su taller se convirtió en el centro del humanismo erasmista en Alcalá. Los

libros salidos de su taller son muestra de la mejor tipografía humanista.

Adornó las portadas con iniciales y orlas de gusto renacentista. En 1530 fue

procesado y encarcelado por la Inquisición por sus ideas erasmistas. Tras su

absolución a fines del 1533 se trasladó a Estela, su ciudad natal, donde

siguió trabajando hasta su muerte. Juan de Brocar, hijo de Guillén de Brocar,

le sustituyó al frente de la imprenta en Alcalá (1538-1552) y mantuvo el nivel

de calidad de su padre y cuñado.

 

-==E) El ideal de una biblioteca universal==-

 

La imprenta posibilitó la creación de grandes bibliotecas. Fernando Colón

(1488-1539) se erigió como el primer gran bibliógrafo de la España moderna. Su

biblioteca fue la primera biblioteca europea renacentista creada tras la

expansión de la imprenta y nació precisamente con el objetivo de la totalidad.

Durante tres décadas, el hijo de Cristóbal Colón se dedicó personalmente a

buscar los libros, a escogerlos y catalogarlos, siguiendo un sistema innovador

para el periodo que él mismo ideó, y a reunirlos en un edificio construido

ex-profeso que abrigaría no sólo su biblioteca sino también sus otras

colecciones. Su intención, manifestada a Carlos V era que «con el tiempo

verná esta Libreria no solo a tener todos los libros que se pudieren aver;

pero todo los que en ellos ay estara en otros Libros reducido a orden

alfabético segun es dicho, a efecto que fácilmente cada qual sea instruido

de lo que saber quisiere.»

 

Llegó a poseer más de 15.000 títulos catalogados, aunque muchos de ellos son

piezas muy pequeñas, pliegos sueltos. Sus viajes por Europa, acompañando a la

Corte de Carlos V, le dieron la oportunidad de recorrer librerías e imprentas

de toda Europa. En torno a 1516 maduró en él la idea de crear una magnífica

biblioteca y comenzó entonces la transcripción de los fondos en los primeros

catálogos o repertorios, absolutamente novedosos en la época. Para su

confección, a cada libro le era asignado un número por orden de registro,

aparentemente no había ningún intento de clasificación por autor, título o

tema. La inclusión del íncipit en su catálogo muestra su minuciosidad en el

sistema biblioteconómico que ideó. De esta manera, se evitaba comprar el mismo

texto reeditado con distinta portada, como advierte uno de sus ayudantes, Juan

Pérez, quien relató una anécdota ocurrida a Colón ilustrativa de la picaresca

de impresores y libreros:

 

«ansí le acaeçió a mi señor don Hernando Colón que, andando a buscar estos

libros, unos libreros le querían vender un libro de Derechos que era de Juan

Andrés por otro, y él miró el prinçipio y vido que era de Juan Andrés y

díxoselo al librero el cual dixo que era verdad y aun le suplicó que no lo

dixese porque no lo vendería si tal se supiese […]»

 

Hacia 1521 tenía registrados 5.881 volúmenes pero la pérdida en un naufragio,

en aquel mismo año, de todos los libros conseguidos en Italia, del número 925

al 2.562, desbarató toda la estructura del catálogo y Colón prefirió empezar

de nuevo. El concepto del nuevo sistema permaneció igual, pero con

significantes mejoras en la calidad y extensión de las descripciones, así como

los números que establecían correspondencias con los otros repertorios, con

las guías temáticas y con los íncipits. Se sigue basando en el orden

cronológico de compra para la numeración y reflejando fechas y lugares de

adquisición.

 

Un contemporáneo de Colón, en Francia, Jean Grolier (1479-1565), dispuso de

una biblioteca de unos 3.000 ejemplares; en la segunda mitad del siglo el

bibliófilo francés Jacques Auguste de Thou (1553-1617) llegó a poseer unos

6.000 libros y sus herederos alcanzaron la cifra de 13.000 en torno al año

1679; en Alemania el banquero Hans Jakob Fugger (1516-1575) contó con una

biblioteca de unos 7.000 volúmenes que vendió en 1571; en Inglaterra la

biblioteca del Baron John Lumley (1534-1609) llegó a alcanzar los 3.000

volúmenes.

 Witte Emmanuel de Interior of a Church

-=La imprenta en el siglo XVII=-

 

La decadencia en el arte de imprimir es patente no solo en España, sino en

toda Europa ya desde los últimos decenios del siglo XVI. Únicamente los Países

Bajos consiguieron mantener su nivel de calidad gracias a la labor llevada a

cabo por la familia Plantino. La imprenta Plantin-Moretus fue fundada en 1555

por Cristóbal Plantin, un emigrante francés recién llegado a Amberes quien

antes había sido encuadernador. Pronto logró el favor de Felipe II por la

perfección de sus impresiones y, gracias al patronato real, dispuso de una

situación privilegiada. La Corona Española confiaba a la imprenta Plantino,

establecida en Amberes, los trabajos de mayor envergadura y responsabilidad.

Felipe II encargó a Cristóbal Plantino, el iniciador de la saga, la

publicación de la Biblia Políglota Regia y la impresión de los libros

litúrgicos para todos los territorios dependientes de la Corona. Dicho

privilegio siguió vigente hasta bien entrado el siglo XVIII, 1764.

 

Tras la muerte de Cristóbal Plantin, las prensas continuaron trabajando bajo

la dirección de su yerno, Jean Moretus, y sus descendientes hasta la segunda

mitad del siglo XIX. El ayuntamiento de Amberes compró el edificio, las

prensas, los tipos, las herramientas, los libros de cuentas y los fondos

editoriales que la casa había reunido a lo largo de trescientos años, y lo

convirtió en el Museo Plantin-Moretus. A finales del siglo XVI, se abrió la

imprenta de la familia Elzevier, Elceviros en la versión españolizada de su

nombre. Se especializaron en libros de pequeño formato y en la creación de un

nuevo tipo de letra itálica. Dispusieron de diversos establecimientos abiertos

en ciudades holandesas hasta principios del siglo XVIII.

 

Las novedades de la imprenta francesa, parisina, fueron imitadas por otros

países europeos. El número de impresores asentados en París permitió el

establecimiento de gremios que regularan la producción y que protegieran a sus

miembros. Los profesionales del libro establecieron unas normas que les

beneficiaran y evitaran las injerencias. Por otra parte, crearon un nuevo modo

de comunicación, la Gazette de France. Esta publicación periódica, aparecida

en 1631, supone el inicio de la actividad periodística (véase Periodismo).

 

Las imprentas españolas son muy modestas y el afán de la mayoría es subsistir.

La producción es de carácter local con una clara preferencia por las obras

escritas en lengua vernácula y por escritores españoles. Los libros impresos

en latín se importan del extranjero, y los textos litúrgicos oficiales están

al cargo de la imprenta de Plantin. La pragmática de 1558 siguió rigiendo la

forma externa del libro. Eran imprescindibles las licencias de publicación

civil y religiosa, el privilegio, la fe de erratas, la tasa. A todos estos

requisitos de tipo burocrático se añadieron pequeñas piezas literarias,

dedicatorias en verso o en prosa, poemas en alabanza del autor, prólogo.

Perduró el colofón. Se hicieron frecuentes los índices y tablas de capítulos y

materias. La portada centró la exuberante decoración de gusto barroco: títulos

larguísimos, escudos, orlas, emblemas, juego tipográfico.

 

-Impresores y editores del siglo XVII.-

 

Más de cien impresores trabajaron en Madrid durante este siglo. Luis Sánchez

fue uno de los impresores de formación humanística que a principios del siglo

dieron muestra de su saber hacer. Su padre había sido impresor, Francisco

Sánchez, y con él aprendió el oficio. Destacó por su esmerado cuidado en todas

las fases de impresión, desde la selección del papel, transcripción sin

erratas y fiel al original, composición tipográfica sin tacha en la que juega

con redondas e itálicas, adornos de orlas y grabados lujosísimos en algunas de

sus obras. Su edición de los Proverbios morales de Sebastián de Covarrubias

y Orozco está ilustrada con 300 xilografías. Con frecuencia escribía versos

laudatorios en latín para las obras que publicaba.

 

Juan de la Cuesta fue el impresor que tuvo la fortuna de publicar la edición

príncipe de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la

Mancha, en 1605, costeada por el librero Francisco Robles, habitual

colaborador de Cuesta. La edición salió llena de erratas y confusiones que no

se subsanaron en las otras dos ediciones que sacó ese mismo año. Juan de la

Cuesta imprimió otras muchas obras de Cervantes, Las Novelas ejemplares, en

1613; La Segunda Parte del Quijote, en 1615, y Los trabajos de Persiles y

Segismunda, en 1617. No obstante, su calidad tipográfica es inferior a la de

Luis Sánchez.

 

En Valencia continuó la saga de la familia Mey. Pedro Patricio Mey, que se

había iniciado con su madre Jerónima de Gales, la sucedió en el negocio cuando

ella murió en 1587. En 1605 imprimió dos ediciones de la primera parte del

Quijote y en 1616 la segunda edición de la segunda parte. El otro hijo de

Jerónima de Gales y Joan Mey fue Felipe, catedrático de Prosodia, Griego y

Retórica en la Universidad. Estableció su primera imprenta en Tarragona bajo

la protección del arzobispo de la ciudad, Antonio Agustín, y a la muerte de

éste, trasladó su imprenta a Valencia. Tras su muerte en 1612, uno de sus

hijos, Francisco Felipe Mey, siguió trabajando en la imprenta y firmó con el

mismo nombre que su padre, por lo que se han producido confusiones en la

atribución de algunas obras.

 

La dinastía Guasp se inició en Palma de Mallorca en 1579 y perduró hasta

mediado el siglo XX, generación tras generación. El fundador de la saga fue

Gabriel Guasp Miquel, impresor, editor y librero. Se preocupó de buscar

colaboradores en los aspectos artísticos de alta calidad: Antonio Bodoy y

Francisco Roselló tenían a su cargo las orlas, cabeceras, iniciales y remates

de sus cuidadas obras. Su hermano Pedro le sustituyó en 1649 hasta su muerte,

momento en el que su viuda, Margarita, se hizo cargo del taller.

 

Pamplona contó con unos veinte talleres abiertos a lo largo del siglo XVII.

Dos nombres destacan entre todos ellos por la calidad de sus trabajos: la

familia Labayen y Nicolás de Asiaín. Carlos Labayen se estableció en Pamplona

en 1607 e, inmediatamente, le designaron «impresor de la ciudad y Reino de

Navarra». Entre sus mayores aciertos consta la primera edición de las Noches

de invierno (1609) de Antonio de Eslava; dos obras históricas de Fr.

Prudencio de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V (1614) y la Historia

de los Reyes de Castilla y León (1614). Editó cuatro obras de Quevedo y

algunos de sus trabajos de traducción como el Rómulo de Virgilio Malvezzi en

1632, ya con el pie de imprenta de su viuda.

 

Nicolás de Asiaín fue impresor y mercader de libros durante poco más de una

década, pero sus libros destacan dentro del panorama general por la calidad de

su papel y la excelente tipografía. Destacan las dos impresiones de las

Novelas ejemplares de Cervantes (1614 y 1615) y Los trabajos de Persiles y

Sigismunda (1617) además de una colección de comedias de Lope de Vega. Pese a

la crisis económica y su reflejo en el mundo libresco, se conservan tratados

de la segunda mitad del XVI y del XVII que teorizan sobre la necesidad de

fundar bibliotecas, su disposición y orden; entre ellos, contamos con Conrad

Gesner, Antonio Possevino, Diego de Arce, Francisco de Araoz, Juan Bautista de

Cardona, Juan Páez de Castro, Claudio Clemente, De la Croix du Maine, Antonio

Agustín, Justo Lipsio y Benito Arias Montano.

 

-=La imprenta en el siglo XVIII=-

 

La crisis que afectó a la industria del libro a lo largo del siglo XVII se

superó, y el siglo de la Ilustración supuso un renacer de las artes ligadas al

mundo del libro. Las encuadernaciones se enriquecieron y simplificaron a un

mismo tiempo; las portadas prescindieron de toda ornamentación inútil; mejoró

la calidad del papel, de la tinta y de los tipos. El tamaño de los libros se

redujo a fin de hacerlos más cómodos al lector y más fáciles de trasladar.

Estas nuevas dimensiones favorecieron el uso de viñetas como medio de

ilustración. Las grandes orlas y frontispicios barrocos se redujeron o

desaparecieron frente a las viñetas que ocupaban gran parte del espacio.

 

Los libros no acotaron su espacio al mundo universitario ni al eclesiástico

como en siglos anteriores. La cultura se secularizó y proliferaron las

academias, los salones de casas nobles, las tertulias de cafés y boticas. Los

editores e impresores buscaron el agrado de este nuevo público que demandaba

un tipo de libro diferente. En España surgieron centros de enseñanza ajenos a

la Iglesia y nacidos con un nuevo espíritu científico como el Real Seminario

de Vergara o el Instituto Asturiano de Gijón; las Sociedades de Amigos del

País, con sedes en diversos puntos de la península que fundaron escuelas de

primaria, concedieron becas para ampliar estudios en el extranjero e

intentaron mejorar la industria, la ganadería y la agricultura. Nacieron las

Academias de la Historia, de la Lengua Española, la Academia del Buen Gusto,

las de las Buenas Letras de Barcelona y de Sevilla. Descendieron las

impresiones en latín a favor de las lenguas vernáculas, lo que tuvo la ventaja

de estimular el comercio interior, aunque aumentó las barreras para la

circulación de ideas en Europa.

 

El inicio del siglo prolongó la decadencia de la tipografía que se venía

arrastrando desde el siglo XVII. Uno de los problemas que se vieron obligados

a enfrentar fue la concesión hecha en tiempos de Felipe II a las imprentas de

Amberes para imprimir todos los misales y libros de rezo oficiales. Una vez

que el Tratado de Utrecht había separado definitivamente a los Países Bajos de

la Corona Española, los impresores españoles iniciaron los trámites para

devolver a las prensas españolas los encargos eclesiásticos, con la oposición

de los jerónimos de El Escorial que no deseaban renunciar a su monopolio de

venta. Antonio Bordázar de Artazu envió al rey Felipe V su obra

Plantificación de la imprenta de el rezo sagrado (1732).

 

Bordázar demostraba que las imprentas españolas estaban capacitadas para

asumir un encargo de tanta responsabilidad, incluía un muestrario de los

diversos tipos que podían utilizarse y un estudio económico de los gastos de

instalación y producción. José de Orga, discípulo de Bordázar, continuó su

empeño y se dirigió a Fernando VI pidiendo autorización para montar una

imprenta en Madrid que imprimiera estos libros. Finalmente, durante el reinado

de Carlos III se anuló el encargo de imprimir los libros eclesiásticos a la

casa Plantin-Moretus de Amberes.

 

El sistema de trabajo y de comercio cambió. Hermandades y gremios se unieron

buscando hacer frente a la competencia de las imprentas extranjeras. En 1758

se creó la Compañía de Mercaderes de Libros, que Carlos III aprobó y apoyó;

sus encargos reactivaron la industria librera y proporcionaron trabajo a

impresores, correctores, encuadernadores, grabadores y libreros. Se eximió del

servicio militar a impresores, fundidores de letras, abridores de matrices y

otros oficios ligados a la industria del libro. En 1762 Carlos III abolió el

precio obligatorio que hasta entonces se aplicaba sólo a los libros españoles

y no a los extranjeros, favoreciendo la libre competencia. Se mantuvo la tasa

obligatoria para cartillas y libros de instrucción.

 

-Impresores y editores del siglo XVIII-

 

Joaquín Ibarra fue uno de los nombres propios de mayor importancia del siglo

XVIII. Nacido en Zaragoza, se trasladó a Cervera, Lérida, cuando contaba sólo

diez años, al ser nombrado su hermano impresor de la Universidad. Más tarde,

se trasladó a Madrid para trabajar en el taller de su tío Manuel Marín y fue

en esta ciudad donde abrió su primera imprenta. Llegó a disponer de cien

operarios que dirigía personalmente corrigiendo pruebas, revisando el trabajo

y buscando soluciones y mejoras constantes. El taller siguió en funcionamiento

tras su muerte, bajo las órdenes de su viuda primero, de sus hijos y nietos

más tarde, hasta el cierre definitivo en 1836.

 

La preparación humanística que Ibarra recibió aún muy joven en la universidad

de Cervera contribuyó al éxito de sus publicaciones, siempre de una excelente

calidad. Cuidó la estética de sus producciones hasta en los mínimos detalles,

evitando las huellas de impresión, estableciendo una medida normalizada para

la longitud de las líneas, empleando papel y tinta de buena calidad y en la

cantidad necesaria. Modernizó la ortografía suprimiendo la s larga en forma

de f o la v por u. Disfrutó del reconocimiento de los hombres de letras

de su tiempo, tanto españoles como extranjeros. Fue impresor del Supremo

Consejo de Indias, del Ayuntamiento de Madrid, del arzobispo de Toledo, de la

Academia de la Lengua Española y de Carlos III, quien le visitaba

personalmente en su taller.

 

Entre las obras más logradas de Ibarra destacó la edición bilingüe de La

Conjuración de Catilina y la Guerra de Jugurta (1772) traducidas por el

infante Gabriel Antonio, el segundo de los hijos de Carlos III. La traducción

del infante está en cursiva y al pie de la página, en dos columnas, figura el

texto latino en letra redonda de cuerpo inferior. Se hizo una tirada de 120

ejemplares para miembros de la familia real, personalidades e instituciones.

Las ilustraciones fueron dibujadas por el pintor de cámara Mariano Maella y

grabadas por Manuel Salvador Carmona; los caracteres fueron fundidos, ex

profeso para esta edición, por Antonio Espinosa; Francisco Pérez Bayer añadió

un epílogo sobre el idioma de los fenicios.

 

La Academia de la Lengua encargó a la prensa Ibarra una edición especial del

Quijote. La obra salió a la luz en 1780, en cuatro volúmenes y cumpliendo

todos los requisitos que la Academia había acordado en sus actas: respeto al

texto original, presentación lujosa en papel de marquina y los mejores

ilustradores posibles. Los artistas encargados fueron los profesores de la

Academia de San Fernando, quienes se documentaron en los trajes y armaduras de

la época. Se fundió nueva letrería para la ocasión en el taller de Jerónimo

Gil; el papel se encargó al catalán José Florens; de la encuadernación se hizo

responsable Antonio Sancha.

 

-==Bibliófilos del siglo XVIII==-

 

Hasta finales del siglo XVIII los incunables permanecieron olvidados en

conventos y monasterios sin que despertaran el interés de críticos y

estudiosos. La Typografia española o historia de la introducción, propagación

y progresos de arte de la imprenta en España (1796), del Padre Méndez, fue el

primer trabajo en España que se ocupó de estudiar la primera época de la

imprenta. Es un estudio aún válido hoy día y en su momento fue la piedra de

toque para que algunos eruditos enfocaran su atención y sus trabajos a un tema

que se les brindaba nuevo y lleno de posibilidades. Los estudios de Nicolás

Antonio se publicaron en el taller de Ibarra bajo el título Bibliotheca

Hispana Vetus en1783. El segundo tomo de esta magna obra, Bibliotheca

Hispana Nova, se publicó en 1788, una vez que su viuda se había hecho cargo

de la imprenta.

 

Antonio Sancha es el otro gran impresor español del siglo XVIII. Nació en

Torija, Guadalajara, en 1720 en una familia de labradores acomodados y se

trasladó a Madrid de joven para aprender el oficio de encuadernador. Trabajó

en casi todos los oficios ligados al libro: impresión, edición, encuadernación

y librería. El papel de hilo utilizado en sus ediciones resulta de una gran

elegancia, reforzada por la amplitud de márgenes. Sus publicaciones no se

limitaban al aspecto comercial del negocio sino que eran fruto de la labor de

un ilustrado: buscaba facilitar el estudio de los grandes escritores,

proporcionar antologías comentadas, ediciones correctas de obras inéditas o

poco conocidas, el desarrollo de la educación, etc.

 

Sancha participó como editor del Parnaso español. Colección de poesías

escogidas de los más célebres poetas castellanos, de los cuales Ibarra

imprimió los cinco primeros tomos y el propio Sancha los cuatro últimos. Para

completar esta obra Tomás Antonio Sánchez preparó la Colección de poesías

castellanas anteriores al siglo XV (1779-1790) en cuatro tomos. En esta

colección se publicó por primera vez el Mio Cid, las obras de Gonzalo de

Berceo, el Libro de Alexandre y el Libro de Buen Amor. Hay que añadir, a

éstos, las colecciones de clásicos españoles que inauguró con 21 tomos

dedicados a Lope de Vega (1776-1779), 11 con las obras de Cervantes

(1781-1797) y otras tantas con las de Quevedo (1790-1794).

 

-=Las bibliotecas ilustradas=-

 

A su llegada a España, los Borbones prestaron una gran atención a la

organización de bibliotecas públicas, la creación de nuevos centros y la

protección de los ya existentes. Destaca la biblioteca del British Museum que

llegó a ser la primera del mundo por la cantidad y calidad de sus fondos

provenientes de todas las partes del mundo gracias a su carácter de metrópoli

de un gran imperio. En Italia se abrió en 1747 la biblioteca de Florencia, con

los fondos donados por Antonio Magliabechi, y la biblioteca Braidense de

Milán, fundada gracias a la emperatriz María Teresa de Austria. Se iniciaron

las colecciones de bibliotecas universitarias estadounidenses como las de

Yale, Princenton y Kings College.

 

En España, la Real Biblioteca pasó a ser de uso público por el decreto de 2 de

enero de 1716. La expulsión de los jesuitas en 1767 trajo consigo la

desaparición de sus bibliotecas que se dispersaron en subastas y saldos.

Algunos pasaron a las bibliotecas universitarias, pero otros muchos salieron

de España y pasaron a enriquecer colecciones extranjeras. La elite ilustrada

pretendía posibilitar la lectura de un espectro más amplio de la población y

facilitar el acceso a los libros. Algunos nobles y órdenes religiosas abrieron

sus bibliotecas a los estudiosos. Las Sociedades Económicas de Amigos de País

abrieron pequeñas bibliotecas encaminadas a fomentar el gusto por la lectura y

elevar el nivel cultural de la población.

 Willem Koekkoek - View of Oudewater

-=La imprenta en el siglo XIX=-

 

A lo largo del siglo XIX el libro dejó de ser exclusivo de una minoría. Un

sector cada vez más amplio de la sociedad tuvo acceso a los libros, que

aumentaron sus tiradas. La industrialización tuvo mucho que ver en ello, junto

con las revoluciones que «democratizaban» el poder y la cultura. Por una

parte, la emigración rural ocasionó el aumento demográfico de las ciudades que

se convirtieron en receptores de las novedades editoriales mientras los

pueblos quedaban desasistidos; por otra, la fabricación del papel a máquina y

el uso de la pasta de madera en lugar de trapos para la fabricación del papel,

permitió el aumento de la producción y el abaratamiento del precio. Desde la

invención de la imprenta apenas se había modificado el modo de producción.

 

Cada hoja de papel se fabricaba a mano y cada una de ellas pasaba por la

prensa que accionaba un obrero. Se hacía a mano la composición tipográfica y

la recolocación de cada letra a su cajetín una vez utilizada. En 1798 Nicolás

Louis Robert inventó una nueva máquina para la fabricación del papel que

permitía aumentar la producción hasta los 1.000 kilos diarios, en lugar de los

100 que se conseguían por el procedimiento tradicional. Otro de los avances en

la fabricación del papel fue la sustitución de los trapos por pasta de madera.

 

Se sucedieron diversos intentos de mecanización del proceso de imprimir que

permitieran responder a la creciente demanda y a la prensa cada vez más

habitual. El primer avance se debió al conde inglés Stanhope cuyo ingenio

mecánico podía imprimir 250 hojas a la hora. Era una rotativa muy primitiva

pero permitió imprimir The Times los primeros años del siglo XIX (véase

tipografía). La primera máquina totalmente automática fue la ideada por el

alemán asentado en Londres Friederich Koenig (1774-1843). Construyó una

máquina movida por vapor que sólo necesitaba asistencia del hombre para

introducir la hoja en blanco y retirar la impresa. La producción lograba

alcanzar las 800 hojas a la hora. La rotativa fue creada definitivamente por

Hipólito Marioni, quien en 1872 construyó la primera rotativa que empleaba

bobinas de papel continuo para el periódico La Liberté.

 

La estereotipia permitía imprimir una segunda edición de un libro sin

necesidad de volver a componer la obra letra por letra. Se intentó utilizar

planchas metálicas pero el cartón se mostró como un material más adecuado. A

finales del siglo la linotipia permitía que se acelerara la impresión. Su

inventor, un relojero alemán, Ottmar Mergenthaler, emigró a Estados Unidos y

allí su linotipia fue empleada por primera vez por el periódico New York

Tribune en 1886.

 

-Impresores y editores del siglo XIX-

 

Los editores alemanes tuvieron una gran influencia en este siglo. El taller de

la familia Tauchnitz se estableció en Leipzig y comenzó publicando ediciones

baratas de clásicos greco-latinos y de autores ingleses. El fundador de la

saga, Karl Tauchnitz, publicó ediciones de la Biblia y del Corán para lo cual

fundió en su taller tipos hebreos y árabes. Durante el siglo XIX continuaron

su trabajo en España las grandes imprentas del XVIII como la Imprenta Real que

servía a las necesidades de la Corona y la administración, además de ocuparse

de obras por encargo y otras de mayor envergadura. Los talleres de Ibarra y

Sancha permanecieron abiertos y en plena actividad bajo la dirección de sus

herederos. A Antonio Sancha le sucedió su hijo Gabriel, y más tarde su nieto

 

Fernando Roig fundó en Madrid una editorial en colaboración con José Gaspar.

Su Biblioteca Ilustrada puso a disposición de un público amplio obras

literarias e históricas que pasaron a enriquecer bibliotecas privadas.

Iniciaban todos los libros con un grabado de incitación a la lectura: alusión

a las Bellas Artes, a la imprenta, un jardín con damas y caballeros leyendo.

Entre los autores publicados destacan Ercilla, Antonio Solís, Mesonero

Romanos, Víctor Hugo, Chateaubriand, Washington Irving, Walter Scott.

 

La figura del editor se consolidó durante el siglo XIX. El editor era el

encargado de escoger las obras, firmar los contratos, diseñar el formato y las

ilustraciones y financiar la edición. Manuel de Rivadeneyra se destacó como el

más importante editor del siglo. Trabajó en la imprenta de Bergnes en

Barcelona tras lo cual se fue a Chile donde fundó dos imprentas que le dieron

el dinero suficiente para volver a España e iniciar su proyecto de la

Biblioteca de Autores Españoles en 70 volúmenes bajo la dirección de

Buenaventura Carlos Aribau. Su intención era poner a disposición de los

lectores los grandes escritores españoles. La editorial más importante de

finales del siglo fue la de Saturnino Calleja, que empezó a trabajar en 1876.

Su fama se debe a las colecciones de cuentos infantiles que perpetuaron sus

herederos quienes confiaron la dirección de la editorial a Juan Ramón Jiménez.

 

-El folletín-

 

A principios del siglo XIX surgió en el panorama francés el «folletín», que

llevaba consigo la aparición de un nuevo género literario denominado

folletinesco. En ocasiones, el folletín se publicaba en la parte inferior de

alguna publicación periódica de modo que pudiera recortarse y coleccionarse

hasta completar la novela. El desarrollo de la industria editorial que se

había alcanzado a mediados del siglo XIX favoreció la búsqueda de nuevos

mercados de ventas. Madrid disponía de 184 imprentas y Barcelona, 41, tras

ellas Valencia, Cádiz, Zaragoza, Sevilla, etc. Los editores necesitaban

encontrar un nuevo público lector que comprara de manera regular aunque fuera

a muy bajo precio. La venta por «entregas» suponía la compra de cuadernillos

que correspondían a capítulos de la novela que debían coleccionarse. La clase

popular y pequeño-burguesa accedieron de este modo a la lectura sin la

necesidad de invertir demasiado dinero y entraron en el circuito comercial del

libro. Las mujeres fueron el público más fiel de estas eternas historias que

se fragmentaban semana a semana. El folletín o novela por entregas fue el

sustento de muchos escritores españoles y enriqueció a muchos editores.

 

Autores de primera fila se dedicaron a escribir novelas de folletín como modo

de vida: François-René Chateaubriand, Honoré de Balzac, Eugène Sue, Charles

Baudelaire, Alejandro Dumas, Theophile Gautier, George Sand, Victor Hugo,

Emile Zola y otros muchos. La moda folletinesca llegó a España, a Alemania,

Inglaterra y Estados Unidos. En España se hicieron muy populares autores como

Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Torcuato Tárrega y

Mateos, Julio Nombela, Florencio Luis Parreño y otros muchos que han quedado

olvidados en la actualidad. Es obligado distinguir entre aquellos que

escribían su obra y la publicaban por entregas, y aquellos otros que escribían

por entregas. Los grandes especialistas del género folletinesco firmaban un

contrato con el editor por el que se comprometían a entregar un cierto número

de páginas cada semana. El sueldo que recibían era muy alto para la época y

por ello hubo escritores por entregas que dictaban sus obras a taquígrafos,

que componían varias obras a la vez, que reelaboraban la misma historia una y

otra vez.

 

El papel de los folletines era de mala calidad. En ocasiones, las primeras

entregas eran más cuidadas en su aspecto externo e iban empeorando cuando ya

tenían a su público asegurado. Los tipos de imprenta eran excesivamente

grandes. Cada página tenía de 20 a 25 líneas, dos columnas, grandes títulos y

subtítulos en un esfuerzo constante de ocupar más y más páginas. La forma

folletinesca condicionaba el modo de escritura: el lenguaje había de ser fácil

y efectista; los diálogos largos, formados por intervenciones cortísimas en

las que los personajes se intercambiaban simples saludos y exclamaciones; los

personajes ya conocidos se dividían claramente entre buenos y malos.

 

-Bibliófilos del siglo XIX-

 

El siglo XIX, concretamente a partir de la Desamortización de Mendizábal, fue

una época feliz para los bibliófilos que pudieron conseguir grandes lotes de

libros a precios de saldo. El mercado estaba rebosante de libros antiguos

españoles y muchos llegaron a las librerías británicas para enriquecer

colecciones extranjeras. Por otra parte, fue este aluvión de nuestros mejores

libros lo que ocasionó que brillantes estudiosos ingleses se interesaran por

la literatura española, iniciándose así la tradición de grandes hispanistas

británicos y anglosajones en general que dura hasta la fecha.

 

Mientras tanto, en España, Gallardo, Salvá, Asensio, Aguiló y Gutiérrez del

Caño entre otros, publicaban artículos haciendo resaltar el valor del

incunable dentro de nuestras propias fronteras. El Ensayo de un catálogo de

impresores españoles desde la introducción de la imprenta hasta finales del

siglo XVIII, de Marcelino Gutiérrez del Caño, contabiliza 711 impresores. El

Diccionario de las Imprentas que han existido en Valencia (Valencia: F.

Domenech, 1898-99) de Serrano y Morales reseña por orden alfabético las

imprentas de Valencia desde su establecimiento hasta 1868. Es una obra

fundamental para la historia de la imprenta en Valencia. Serrano y Morales

escudriñó de manera atenta los impresores y las obras salidas de la ciudad del

Turia de manera tan meticulosa que sigue siendo de gran utilidad para el

investigador actual.

 

Todos estos estudios sentaron las bases necesarias para que, a finales del

siglo XIX, un filólogo alemán, Konrad Haebler, pudiera publicar la

Bibliografía ibérica del siglo XV apoyándose en nuevos métodos científicos y

sistemáticos. Esta obra supuso un hito para los estudios sobre las imprentas y

los incunables. Al calor de la obra de Haebler surgen a lo largo del siglo XX,

estudios y monografías como las de Sanpere y Miquel, Tremoyeres, Miquel y

Planas, Lambert o Millares Carlo. Al mismo tiempo, los organismos oficiales

comenzaron a interesarse en la catalogación de sus bibliotecas más importantes.

 

-=La imprenta en el siglo XX =-

 

-Cambios técnicos-

 

Durante la primera mitad de siglo XX, siguió avanzando la mecanización en los

procesos de producción del libro, pero a medida que avanza el siglo la

electrónica sustituye a la mecánica. Aparecen nuevos procedimientos de

impresión como el heliograbado, el huecograbado y el offset. La composición

mecánica o linotipia ha desaparecido en favor de la fotocomposición. Su

rendimiento alcanza los 20.000 signos a la hora y para su uso no son

necesarios obreros especializados como eran los linotipistas.

 

Los medios audiovisuales e informáticos suponen una nueva era en las

comunicaciones. Los medios técnicos han permitido hasta ahora facilitar las

labores de producción del libro, pero en estos últimos años los procedimientos

informáticos permiten sustituirlo. Bases de datos bibliográficos ponen a

disposición de los interesados ingentes cantidades de información. Grandes

archivos, inmensas bibliotecas o exhaustivas enciclopedias no requieren más

espacio que un floppy-disc o un CD-Rom, permitiendo además una fácil y rápida

actualización. A corto plazo estos medios multimedia sustituirán guías de

teléfonos, diccionarios, catálogos especializados, revistas técnicas y

científicas, enciclopedias.

 

-La industria editorial en el siglo XX (España)-

 

La producción española en los primeros años del siglo es escasa, de no muy

alta calidad y de interés local. La industria editorial apenas existe y el

comercio del libro está en manos de los libreros. El público lector no es

demasiado numeroso aunque crece poco a poco. El reinado de Alfonso XIII

perpetuó las formas decimonónicas de la Restauración en los medios de

producción aunque de gran importancia intelectual. La Segunda República

concentró sus esfuerzos educativos en la mejora de las escuelas y de los

sueldos de los maestros y en la creación de bibliotecas públicas. El Patronato

de Misiones Pedagógicas logró establecer cerca de cinco mil pequeñas

bibliotecas, muchas de ellas en el ámbito rural.

 

Durante la Guerra Civil el libro fue politizado por ambos bandos en un intento

de concienciación. Abundan los panfletos y folletos con los discursos de los

políticos, consejos para la lucha armada y la autoprotección en caso de

ataque. El Partido Comunista creó la Distribuidora de Publicaciones y las

editoriales Nuestro Pueblo y Estrella, bajo la dirección de Rafael Giménez

Siles, además de la editorial Europa-América fundada antes de la Guerra Civil.

Publicaban libros a precios populares en los que, por una parte, divulgaban la

ideología comunista y, por otra, difundían la obra de grandes escritores. En

la zona Nacional la industrial editorial fue menor y sus publicaciones

eminentemente políticas. La editorial más importante fue la Librería Santaren

de Valladolid en las que destacan las crónicas de guerra y los relatos de

hazañas militares. El editor José Ruiz Castillo fundó en Segovia la Editorial

Reconquista que publicó obras de Manuel Machado, Pemán, Concha Espina.

 

La posguerra estuvo llena de dificultades económicas pero fue el momento en el

que diversas editoriales religiosas lograron establecerse. La Editorial

Católica lanzó a partir de 1944 la Biblioteca de Autores Cristianos publicando

obras de los Padres de la Iglesia y de escritores cristianos de todos los

tiempos. En ese mismo año, 1944, inició su andadura la editorial Gredos con

traducciones de clásicos griegos y latinos, y, más tarde, con estudios sobre

las literaturas románicas. En 1945, apareció Castalia, fundada por los

hermanos Soler. En 1955, Francisco Pérez González creó Taurus. En 1959,

apareció Alianza Editorial de la mano de José Ortega Spottorno, director de la

Revista de Occidente. Se especializaron en libros de bolsillo, con obras

narrativas y poéticas pero también de pensamiento y ensayo.

 

Los editores catalanes crearon diversos premios de narrativa que estimulaban

las ventas posteriores: Nadal, Planeta, Herralde, Plaza y Janés. Las

editoriales asentadas en Barcelona se dedicaron a obras de gran volumen y a la

narrativa contemporánea. José Manuel Lara estableció el mayor grupo editorial

español; comenzó en 1949 con la Editorial Planeta y las ventas le permitieron

adquirir otras editoriales como Destino, Ariel, Seix-Barral, Deusto y la

mejicana Julio Mortiz. Este célebre empresario se ha especializado en

novedades para el gran público, obras políticas, historia reciente de España,

etc.

 

Víctor Seix y Carlos Barral, herederos de los fundadores de Seix y Barral, se

dedicaron a publicar las últimas novedades de la narrativa de alto interés

literario. Otra editorial barcelonesa que siguió esta línea fue la fundada por

José Herralde en 1969, Anagrama, que se hizo portavoz en España de las nuevas

corrientes de pensamiento europeas a partir de mayo del 68. Tusquets editores

apareció en el panorama editorial español en 1969 y se hizo popular con su

colección erótica La sonrisa vertical que acaba de cumplir 20 años de

 

-Los libros de bolsillo (España)-

 

La producción mundial de libros ha crecido de manera incesante debido a la

mayor demanda de una población más educada aunque de manera muy desigual. Los

países desarrollados concentran la producción frente a la escasez de los

subdesarrollados, cuyos niveles de alfabetización siguen siendo muy bajos. La

mayor demanda de libros en los países occidentales inspiró a sir Allen Lane

una nueva concepción del libro, «el libro de bolsillo». La colección Penguin

Books, nacida en 1935, pone a disposición de un público muy amplio las obras

fundamentales clásicas y modernas. El libro de bolsillo es un libro pequeño,

barato, encuadernado en rústica y sin ningún tipo de lujos. Con el tiempo, la

calidad del papel y la encuadernación han ido mejorando. El precedente de los

libros de bolsillo son las ediciones pequeñas de Aldo Manucio en los albores

de la imprenta; las colecciones de autores clásicos de la familia Elzeviro en

la Holanda del siglo XVII; las novelas de pequeño formato del librero

valenciano Cabrerizo en los inicios del siglo XIX y en la década de 1920 la

Colección Universal de la editorial Calpe.

 

Estudios y estudiosos bibliográficos durante el siglo XX (España)

 

Los estudios en torno al libro y la imprenta se vieron favorecidos por las

disputas entre catalanes y valencianos por demostrar su prioridad en el

establecimiento de la imprenta, y en el ímpetu que les llevó a escudriñar en

sus bibliotecas en busca de la prueba definitiva, razón por la cual sus

incunables y fondos antiguos fueron los mejor estudiados y clasificados. Los

innumerables y exhaustivos trabajos de Vindel o los de Palau y Dulcet dieron

paso a un periodo más sosegado en lo que se refiere a obras magistrales en

torno a esta materia. F. J. Norton, en A descriptive catalogue of printing in

Spain and Portugal 1501-1520 (Cambridge: Cambridge UP, 1965) ofrece una obra

fundamental porque contiene nuevos datos y minuciosas descripciones de las

obras de Spindeler, Pedro Posa, Rosembach o Amorós. Norton proporciona datos

biográficos, listas anotadas de los caracteres que emplearon, marcas, escudos

y otros datos de importancia. Por su parte, los trabajos de Antonio Rodríguez

Moñino culminan con la publicación póstuma del Diccionario bibliográfico de

pliegos sueltos poéticos (S. XVI) (Madrid: Castalia, 1970; 2ª ed. 1997).

 

El año 1974 trajo consigo todas las consabidas celebraciones de V Centenario y

con ellas, multitud de artículos, tanto en revistas especializadas como en las

dedicadas al gran público que divulgan la estima por el incunable. En los

últimos años se ha vuelto a un relativo reposo. Los catálogos de la

bibliotecas son empresas subvencionadas por el Estado en la mayoría de los

casos y gracias a ello se logró el Catálogo de obras impresas en los siglos

XVI a XVIII existentes en las bibliotecas españolas, el Catálogo General de

Incunables y otros catálogos parciales patrocinados por las Comunidades

Autónomas o los propios municipios. Es ésta una labor ímproba pero necesaria,

ya que sólo conociendo las existencias reales de nuestras bibliotecas se podrá

comenzar a establecer la historia del libro y la imprenta, la evolución en los

gustos, la mayor o menor demanda de una obra y las relaciones entre diversas

 

-==El Libro impreso como obra de arte==-

 

En términos generales los incunables carecen de portada y se inician

directamente con el texto, aunque hay excepciones; suelen carecer de las

letras capitales, que se dejaban en blanco a fin de ser decoradas a mano;

faltan las divisiones en capítulos o apartados; no llevan pie de imprenta;

están foliados pero no paginados, es decir que llevan numeración en cada hoja

pero no en cada página; impresos en formato grande; emplean abreviaturas como

era habitual en los códices manuscritos; tienen papel grueso. Los incunables

de las primeras décadas (1450-1480) pretenden imitar a los códices hasta el

punto de que en ocasiones no es fácil distinguirlos. Los libros impresos

suponen la mecanización del códice en cuanto a su formato, su encuadernación o

decoración, pero no su transformación. Se imprime preferiblemente sobre papel

aunque en casos excepcionales también se emplea el pergamino o vitela a fin de

crear ejemplares de lujo destinados a los mecenas de la edición o a un

personaje importante. Desde el primer momento se logra imprimir las dos caras

del papel, lo que no había logrado el libro xilográfico.

 

La tipografía, grabados, ilustraciones y los ex-libris modernistas.

 

Calígrafos y orfebres trabajan conjuntamente para reproducir la letra de los

manuscritos y las caligrafías más usadas. La tipografía empleada en Alemania

es la minúscula gótica que siguió usándose durante mucho tiempo para los

libros de caballerías. Desde Italia se difunde la romana o redonda, preferida

para los textos humanísticos. Los primeros tipos redondos usados en Subiaco

pretenden reproducir la caligrafía de los humanistas italianos. Las letrerías

empleadas por Juan Parix en Segovia, por Botel y Planck, por Pablo Hurus, o

por Juan de Salzburgo en Barcelona y por los anónimos impresores valencianos

son de procedencia italiana. En la última década del siglo XV se percibe un

cambio de panorama tipográfico. Los tipos romanos que se habían venido usando

en la península quedan en desuso y se sustituyen por los tipos góticos

importados de Basilea.

 

Los primeros incunables no solían llevar ornamentación impresa. Miniaturistas

e ilustradores tradicionales «rellenaban» los huecos que el impresor había

dejado en blanco a ese efecto con orlas, iniciales e imágenes completas. En

muchos casos, el propietario del libro encargado de hacer completar su propio

ejemplar, no lo hizo y han quedado sin ocupar. A partir de 1470, los

impresores empiezan a estampar ellos mismos las iniciales aunque no al mismo

tiempo que el resto del texto. Los grabados impresos siguen en un principio la

misma técnica que los libros xilográficos. Tienen una función más didáctica

que decorativa. La ilustración impresa se difunde también desde Alemania. Las

planchas de madera para la ilustración se comercializan de modo que diferentes

libros impresos en diferentes ciudades de Europa comparten las mismas

ilustraciones. En ocasiones, un mismo libro utiliza una única xilografía para

ilustrar varias ciudades, como ocurre en la Crónica de Nuremberg (Liber

cronicarum) de Hartmann Schedel y que fue impresa por Anton Koberger el 12 de

julio de 1493: Verona y Mantua comparten la misma imagen, al igual que

Maguncia, Bolonia y Lyón.

 

En 1467, Ulrich Hahn imprimió en Roma las Meditationes de Juan de

Torquemada, con treinta grabados xilográficos tomados de pinturas murales de

la iglesia romana de Santa María sopra Minerva, hoy desaparecidas. En el

ejemplar que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, se han coloreado

a mano los grabados y se han añadido las iniciales que el impresor había

dejado en blanco. En 1471, Günther Zainer imprimió en Augsburgo la Legenda

Aurea de Jacobus de Voragine, con 131 xilografías. En esta obra se presentan

las vidas de los santos de acuerdo con el año litúrgico y adecuando las

historias al gusto popular en su afán de inclinar el corazón a la devoción

divina. Se usó en las escuelas para la enseñanza y también como fuente de

ejemplos morales para los sermones en el púlpito.

 

Asimismo, el Contemptus mundi de Jean Gerson fue el libro más popular en

Europa a principios del siglo XVI, y fue manual básico de aprendizaje de la

devotio moderna. El teólogo reformista francés recomendaba las pinturas y

grabados en los libros de devoción para estimular la oración mental,

espiritual. Las estampas eran la mejor forma de acercar el mensaje al lector y

los textos religiosos las emplearon más en este sentido que en su aspecto

decorativo. Un buen ejemplo de su función es la estampa del Infierno que

ilustra el Cordiale quattuor novissimorum de Dionisio el Cartujano

(Zaragoza: Pablo Hurus, 1476), con la boca de Leviatán y, dentro de ella, los

pecadores que están sufriendo tormentos por cada uno de los pecados capitales.

Hay incunables insuperablemente ilustrados como el Apocalipsis impreso en

Nuremberg en 1498, con 15 grandes grabados obra de Alberto Durero.

 

El primer libro impreso ilustrado del que tenemos noticia data de 1461. Se

trata de una obra de Ulrich Boner, Edelstein, impresa en Bamberg por Albrecht

Pfister. En España el primer libro impreso ilustrado copió una edición

veneciana anterior y salió de los talleres sevillanos de Alfonso Puerto y

Bartolomé Segura en 1480: es el Fasciculus temporum de Rodewinch. En España

la ilustración depende casi por entero de la escuela alemana y de sus

planchas, pero la ornamentación cuenta con un estilo peculiar inspirado en las

corrientes orientales, en la formas geométricas árabes.

 

De la época incunable destacan las orlas e ilustraciones creadas para el

Tirant lo Blanc de Martorell en el taller de Spindeler. Nicolaus Spindeler

empezó trabajando en colaboración con Pedro Brun en Tortosa y más tarde en

Barcelona. Una vez separado de Brun, Spindeler trabajó en Tarragona y en

Valencia donde firmó un contrato con el librero alemán Johannes Rix de Cura

para la impresión del Tirant lo Blanc de Joanot Martorell. Esta obra es de

gran belleza tipográfica. Consta de 388 hojas formato folio, impresa a dos

columnas con caracteres góticos como es habitual en los libros de caballerías.

Las letras iniciales y capitales están grabadas en estilos diferentes. La orla

grabada es de inspiración hispano-mudéjar.

 

Representa una escena de caza en el margen externo, animales entrelazados y

dos leones que sostienen el escudo con la marca del impresor en el margen

inferior, y motivos vegetales en los márgenes interior y superior. Los

continuos cambios de lugar de Spindeler revelan lo que va a ser una constante

entre los impresores, la precariedad económica les obliga a buscar nuevos

mercados, a asociarse con libreros y mecenas que corran con los gastos de las

ediciones, a empeñar en ocasiones sus herramientas de trabajo.

 

El primer libro impreso en Zamora que se conoce tiene la fecha de 25 de enero

de 1482 por lo que cabe suponer que su impresor, Antonio de Centenera, se

instaló en la ciudad al menos en 1481, donde trabajó hasta 1492. Los doce

trabajos de Hércules es una buena muestra de la calidad alcanzada por la

imprenta española respecto a la influencia germana. Las ilustraciones, creadas

ex profeso para la edición zamorana, ocupan medio folio y representan un

estilo plenamente hispano. Cada una de ellas complementa el texto.

 

En el siglo XVI abundaron los sermones gráficos o la vida de santos

profusamente ilustrados como La Vida de Santa Magdalena en cobles escrita

por Jaime Gassul (Valencia: Juan de Jofre, 1505). Imágenes y texto se

complementan en los libros de viajes, muy especialmente en los viajes

piadosos, como en la Verdadera información de la Tierra Santa según la

disposición en que en este año de 1530 el autor la vio y paseó de fray

Antonio de Aranda (Toledo: Fernando de Santa Catalina, 1545). Los grabados que

acompañaban las diferentes ediciones del Libro de las maravillas del mundo

de Juan de Mandeville, escrito a mediados del siglo XIV, reproducen las

fantasías relatadas por Mandeville siguiendo fielmente las grotescas imágenes

que los miniaturistas medievales habían creado.

 

El nivel y la calidad alcanzados por las obras impresas durante el siglo XVII

se ven seriamente mermados a medida que avanza el siglo. La crisis económica y

las guerras empobrecen al país. Los impresores no pueden renovar su material,

experimentar con nuevos tipos y el papel es cada vez de peor calidad. Se

emplean dos tipos de papel: el de la «tierra», hecho en España y de mala

calidad, y el de Génova o «del corazón», reservado para ediciones más

cuidadas. La tipografía gótica desaparece a lo largo del siglo XVI, aunque

perdura algo más en las ediciones de libros de caballerías; se sustituye con

la tipografía romana o redonda. Se juega en la composición alternando esta

letra con la cursiva para portadas, epígrafes y citas. La calidad disminuye en

el siglo XVII y las erratas son cada vez más frecuentes. Los tipos se usan

hasta que están completamente gastados. Algunos nombres mantienen el nivel de

calidad: Luis Sánchez a principios de siglo en Madrid, la Imprenta Real,

Antonio Vázquez en Alcalá y Tabernier en Salamanca.

 

Las ilustraciones barrocas tienden a la alegoría. Se eliminan las imágenes

puramente narrativas que explicaban el texto. El número de ilustraciones va

disminuyendo con el siglo. Al limitarse las estampas, las elegidas suelen ser

retratos: simples en caso de tratarse del autor y que se decoran profusamente

con motivos alegóricos que enaltecen al personaje si el retratado es el rey o

un alto cargo de la corte. Las ilustraciones del siglo XVIII se aligeran de

carga alegórica respecto al barroco. Se utilizan muchas viñetas tipográficas

con las que se componen remates, cabeceras y orlas. La riqueza decorativa del

rococó emplea motivos ornamentales considerados clásicos como amorcillos,

guirnaldas o palomas. Francia pone de moda la literatura erótica en libros

delicadamente impresos con ilustraciones sensuales y en ocasiones escabrosas.

Escenas de camas con baldaquinos, parejas recostadas en un sofá, dan lugar a

que el ilustrador se luzca y a que estos libros se miren más que se lean. Los

pintores conciben sus obras pensando en el grabador y en el medio de difusión

que van a tener. El rococó francés es la edad de oro de la ilustración desde

donde se difunde al resto de Europa.

 

En los grabados decimonónicos se busca no sólo el valor artístico sino también

su poder comunicativo. El número de lectores aumenta a lo largo del siglo pero

muchos de ellos se encuentran más atraídos por las imágenes que ayudaban a la

comprensión. Gracias al desarrollo de las ilustraciones alcanzan gran

importancia los libros infantiles que emplean por primera vez el color. En un

principio lo añadían a mano mujeres y niños, pero más adelante se logró la

reproducción mecánica mediante un proceso llamado cromolitografía.

 

El alemán Aloys Senefelder (1771-1834) descubrió un nuevo procedimiento, la

litografía o grabado en piedra. Se empleó para publicaciones musicales y

también para la reproducción de cuadros y estampas. Artistas franceses como

Delacroix, Degas y Toulouse-Lautrec lo emplearon y perfeccionaron. Se utilizó

en las Fables de La Fontaine en 1818 y el propio Delacroix ilustró

litográficamente la edición de el Fausto de Goethe realizada por Charles

Motte en 1828. Gustavo Doré (1832-1883) creó la imagen clásica de Don Quijote

y Sancho Panza, además de ilustrar ediciones de la Biblia, el Orlando

Furioso, los Cuentos de Perrault y otras muchas. Las ilustraciones se

consideran ya en este momento absolutamente imprescindibles para atraer a los

lectores hasta el punto de que el editor londinense Richard Bentley encargó

una novela a Charles Dickens, Oliver Twist (1838), y al mismo tiempo, las

ilustraciones al famoso caricaturista George Cruikshank (1792-1878).

 

El siguiente paso en el mundo de la ilustración fue el fotograbado,

procedimiento que se deriva de la fotografía y que permite la reproducción de

dibujos, textos, estampas y fotografías. La mecanización era vista como una

degeneración de la artesanía del libro que fue reivindicada por William Morris

(1834-1896). Su taller, Kelmscott Press, carecía de finalidad comercial. Su

intención era producir libros bellos, lo que convierte a Morris en una pieza

fundamental para el nacimiento de diversos movimientos estéticos europeos: el

Jugendstil en Alemania, el Art Nouveau en Francia y el Modernismo en España.

El renacimiento de las artes decorativas en el periodo de fin de siglo supuso

un gran enriquecimiento para los libros. Se busca la innovación, nuevos

formatos, tintas, colores, texturas, tipos. En 1900 Juan Ramón Jiménez publica

en Madrid Almas de violeta, impreso en tinta violeta. Poco después se eligió

el verde para la publicación de Ninfeas. El modernismo concibe el libro como

un objeto de arte en sí mismo y no como simple recipiente de un texto.

 

Hasta principios del siglo XX los ex-libris no pretendían otra cosa que

identificar al poseedor del libro y evitar que se extraviase o fuese robado. A

principios del siglo XX estas marcas se convierten en objetos de arte por sí

mismos. Emblemas, divisas y símbolos animales o vegetales caracterizan al

dueño del libro que desea dejar su impronta en cada ejemplar. Alegorías y

emblemas ocupan el centro y aparecen orladas por motivos geométricos o

vegetales. La moda de los ex-libris surge simultáneamente en Francia,

Inglaterra, Alemania y España, donde destaca Cataluña gracias a la labor

llevada a cabo por Alejandro Riquer y José Triadó, además de Corominas, Moyá y

Pascó. La Revista Ibérica de Ex-libris se funda en 1903 y perdura hasta

1906, lo que sirvió para difundir el gusto por el ex-libris.

 

-=El arte de la encuadernación=-

 

Durante la Edad Media el libro era un objeto lujoso que muy pocos podían

permitirse poseer. En la península ibérica confluyeron las influencias

gótico-europeas junto con las encuadernaciones árabes y las mudéjares. Las

ricas encuadernaciones de orfebrería pretendían proteger, pero también

decorar, aunque la mayoría de los libros se encuadernaban en cuero o piel

vuelta. Las encuadernaciones árabes eran de cartera, es decir, una de las

tapas se prolongaba en una solapa que cubría la otra tapa, y se decoraban con

hierros en seco. El curtido de pieles que se había desarrollado en el mundo

musulmán perduró en las tierras reconquistadas donde artistas árabes se

especializan entre los siglos XIII y XVI en la encuadernación decorada. La

abundancia de libros gracias al desarrollo de la imprenta obliga a los

encuadernaciones a buscar soluciones más rápidas y baratas. La solución la

encuentran los encuadernadores alemanes y flamencos: la rueda era un pequeño

cilindro metálico en cuya superficie se grababa el motivo elegido y se

aplicaba a la piel dejando marcada la orla deseada. Otra de las novedades fue

el empleo de oro en las decoraciones. Los árabes la habían empleado antes pero

era una técnica difícil. A partir del XVI se generaliza su uso y desde 1560 se

aplica sistemáticamente.

 

La portada, excepcional en los primeros incunables, se hace habitual en los

últimos años del siglo XV. A lo largo del siglo XVI, los impresores prestan

una mayor atención a la portada que se decora con orlas grabadas, los títulos

se simplifican y se añade el pie de imprenta. A partir de 1558 se hace

obligatorio que figure el nombre del autor, el del impresor y el lugar de

impresión. La decoración de las orlas se fue complicando y adaptando a las

diversas modas y los gustos de la época y público. No se decora del mismo modo

un pliego suelto que relata un caso «espantable» que un texto humanista.

Artistas grabadores se fueron haciendo cargo de la decoración de las portadas.

 

La ilustración y ornamentación barroca ocupan las portadas del siglo XVII con

profusión de frontispicios, letras iniciales, cabeceras, remates, escudos

nobiliarios, emblemas, alegorías, retratos. La complicación de los elementos

de la portada llega a su culmen en el siglo XVII. Se abandona la técnica

xilográfica a favor de la calcografía. El grabador comienza a salir del

anonimato y a firmar sus obras. Al igual que con la difusión de la imprenta,

los primeros grabadores proceden del norte de Europa y ellos formarán en sus

técnicas a la siguiente generación. La influencia de los Países Bajos, a

través de las obras de Plantin, favorece a los artesanos grabadores flamencos

que se instalan en España: Pedro Perret, Diego de Astor, Juan Schorgens,

Alardo de Popma, Juan de Noort. Entre los españoles destacan Pedro de

Villafranca, Matías de Arteaga, Marcos de Orozco y Diego de Obregón.

Importantes pintores probaron su maestría en el grabado como Murillo, Valdés

Leal, Claudio Coello.

 

Las encuadernaciones barrocas tienen un aspecto menos nacional y una mayor

influencia de motivos europeos. El estilo más empleado fue el denominado de

abanicos en parte debido a la moda de los abanicos traídos desde China por los

portugueses en el siglo XVI. En el siglo XVIII destaca en Madrid el taller de

encuadernación de Antonio Sancha, quien introduce diferentes modelos de estilo

rococó como el de mosaico que combina pieles de diferentes colores, temas

florales que muestran una complicada bordadura cuajada de lirios, azucenas y

clavellinas. Se emplean cantos y cortes dorados, adornos de rejilla y guardas

de papel pintado con reflejos metálicos. De Francia importó Sancha la

encuadernación a la dentelle, que imita un fino encaje. Tras la profusión

rococó surge a finales del siglo XVIII el estilo neoclásico en busca de la

elegancia de la sencillez. El siglo XVIII trae consigo una nueva estética que

tendrá su reflejo en la tipografía más sobria y equilibrada. A partir de

mediados del siglo la renovación de la imprenta es un hecho y los libros se

liberan del barroquismo anterior. Nace un nuevo concepto de portada con la

presencia de ciertos elementos estables y bien organizados. En 1771 aparece el

primer «muestrario», las Muestras de caracteres de Antonio Espinosa y en

1777 se publica la Muestra de caracteres que se hallan en la Fábrica del

Convento de S. Joseph de Barcelona.

 

Gabriel Sancha prolonga el trabajo de su padre junto con otros encuadernadores

de renombre como Herrera, Gabriel Gómez o Ulloa. Los capiteles, guirnaldas,

vasos y pilastras clásicos son los elementos más empleados. Se decoran

profusamente los lomos y se reduce la decoración de las tapas que queda

limitada a una orla recta de rueda cada vez más fina. Este tipo de

encuadernación se desarrollará plenamente durante el reinado de Carlos IV.

 

En las primeras décadas del XIX reina el estilo imperio, que no es sino una

continuación del neoclásico. Cabe destacar en el arte de la encuadernación del

siglo XIX el desarrollo de las técnicas valencianas, desarrolladas por la

familia Mallén, que estaba asentada en Valencia desde que saliera de Francia;

allí establecieron su taller, que sirvió de escuela a muchos artesanos y

artistas. José Beneyto descubrió el efecto del agua sobre los ácidos de la

piel y logró las multicolores pastas valencianas.

 

Entre 1840 y 1845 se ponen de moda los terciopelos, rasos y moarés. Durante el

reinado de Isabel II aparecen las encuadernaciones románticas creadas por el

francés Joseph Thouvenin, creando el estilo a la catedral que se inspiraba en

los elementos decorativos de las catedrales góticas. A partir del romanticismo

se pretende que la decoración de la portada esté en consonancia con el texto.

Entre los nombres de grandes encuadernadores del siglo XIX es obligado

mencionar a Pedro Domenech, que quiso restaurar el arte de encuadernación

 

La estética modernista, por fin, llega a las encuadernaciones que hacen uso de

adornos florales, lirios, crisantemos, nenúfares, y azucenas. La estilización

permanente le permite decorar a base de animales y plantas que por su exotismo

se adaptan al gusto por el arabesco: libélulas, lagartos, mariposas, ranas;

además, hay dibujos simples de colores planos, sin sombras. En nuestro siglo,

los nombres de los dos grandes encuadernadores son los de Brugalla y Palomino.

 

-==La legislación y la censura sobre el libro==-

 

La invención del papel, de la xilografía y de la imprenta de tipos móviles

corresponde a China; por ello, es natural que la primera muestra de represión

contra la difusión de las ideas contenidas en un libro se produzca también

allí. En el año 213 a.C., el emperador Ts’in Shihuangti ordenó, de hecho, la

quema de ciertos manuscritos sobre madera que criticaban su política. Durante

la Edad Media europea se persiguieron diversas herejías y se quemaron los

libros que las difundían: a fines del siglo VI se destruyen todos los libros

arrianos; a principios del siglo XII, santo Domingo de Guzmán sometió los

libros de los albigenses a la prueba del fuego; no obstante, en términos

generales, la Iglesia censuraba más las ideas que los textos. Se consideraba

que los libros eran instrumentos de trabajo y objeto de estudiosos y no se

estimaba su poder de propaganda.

 

A fines del siglo XV y principios del XVI, la iglesia controlaba aún la

producción de libros. La llegada de la imprenta modificó esta situación. La

Iglesia no sentía, en un principio, la necesidad de tomar precauciones cuando

algunos impresores del sur de Alemania comenzaron a imprimir en alemán no sólo

obras edificantes sino también la Biblia. Este movimiento de traducción y

difusión de la Biblia en las lenguas vulgares se extendió por Italia, Francia,

los Países Bajos y España. Una lujosa edición de la Biblia ilustrada sale de

las prensas de Anton Koberger desde Nuremberger. Los dominicos, que dominaban

la universidad, se alarmaron y pidieron ayuda a Roma.

 

En marzo de 1479 el Papa estableció la censura previa de todos los libros

puestos a la venta. La censura inquisitorial quedó establecida como tal a

partir de 1485 cuando el arzobispo de Maguncia, Berthold von Honneberg exigió

que se suprimiesen los libros «peligrosos» de la feria de cuaresma. Denunció

el mal uso que se estaba haciendo de la imprenta tanto en las traducciones de

textos litúrgicos, misales, libros de leyes y también en lo que respecta a

autores clásicos. En su escrito, se especifica que todos los libros han de ser

autorizados por una comisión de cuatro miembros que incluyan profesores

universitarios de Erfurt.

 

La censura llegó a las distintas ciudades y países a medida que el número de

imprentas aumentaba y que su producción comenzaba a ser significativa. Venecia

era por entonces la ciudad más importante de la época y controlaba el comercio

del Mediterráneo. Pronto se convirtió en el principal centro impresor de

Europa. El arzobispo Niccolò Franco prohibió la publicación de cualquier libro

de tema religioso sin la autorización del obispo o del vicario general. En

1487, Inocencio VIII publicó la Bula contra impressores librorum

reprobatorum. La intervención del Papa se hizo sistemática a partir del 1501,

cuando Alejandro VI reforzó las medidas existentes y prohibió, bajo pena de

excomunión, cualquier publicación sin licencia del obispo correspondiente.

 

La imprenta fue muy bien recibida en un principio por Isabel y Fernando, que

protegieron de tasas aduaneras a los impresores y tratantes de libros

ofreciéndoles beneficios de los que no disfrutaban otros artesanos. El apoyo a

las letras a través del nuevo invento es la explicación que los propios reyes

ofrecen al promulgar estos privilegios en documentos oficiales pero además,

deciden aprovechar la posibilidad de multiplicar las copias de sus propios

edictos y leyes. Una pragmática de los Reyes Católicos de 1502 obliga a

someter todos los libros que vayan a ser impresos a la autorización y licencia

del Consejo Real o su equivalente en los distintos reinos. El control abarcaba

tanto a los libros impresos en sus reinos como a los importados. Esta

pragmática no sólo pretendía controlar los «libros de molde» sino asegurar la

calidad al recomendar a «libreros e imprimidores y mercaderes e factores que

haygan e traygan los dichos libros bien hechos e perfectos y enteros y bien

corregidos y enmendados y escritos de buena letra e tinta e buenas márgenes

y en buen papel y no con títulos menguados, por manera que toda la obra sea

perfecta y que en ella no pueda haver ni aya falta alguna.»

 

A medida que se vislumbraba la repercusión cultural y política del libro, los

monarcas dieron forma a un cuerpo legislativo cada vez más complejo y la

iglesia decidió intervenir de modo que se requiriera su aprobación para cada

impresión. La cultura y el mundo de las ideas pronto fueron identificados con

la imprenta. En 1478, se imprime en Valencia una traducción catalana de la

Biblia que se conoce como la Biblia de Valencia. En 1498, la Inquisición da

orden de que se quemen todos los ejemplares en la plaza del rey de Barcelona.

Consiguió salvarse un solo ejemplar que se conservó en la Biblioteca Real de

Estocolmo hasta que ésta quedó destruida en un incendio en 1697.

 

En 1517, se inicia la rebelión de Lutero, que hace uso excepcional del poder

de difusión de la imprenta. Las prohibiciones aumentan y los controles se

hacen más férreos. Carlos V ordena la censura previa de todos los textos y en

1523 prohíbe la publicación de las obras de Lutero; un año más tarde el papa

Clemente VII siguió su ejemplo. Las universidades establecen los primeros

Índices de Libros Prohibidos. El Concilio de Trento (1545-1563) presta una

gran atención a los libros y la imprenta. Establece la Vulgata como la única

versión de la Biblia aceptada y prohíbe todas las demás. En 1554 Carlos V y el

príncipe Felipe centralizan el control y la censura de libros que ha de pasar

necesariamente por su Consejo.

 

En 1558, recién coronado Felipe II, se promulga una ley aún más severa y

restrictiva: se prohíbe, bajo pena de muerte y confiscación de bienes, la

entrada de libros en romance impresos fuera de Castilla a menos que lleven

licencia expresa del Consejo Real. Ningún libro, ni en romance ni en latín, se

puede imprimir sin la consiguiente licencia. La pragmática de 1558 establece

la configuración externa del libro. El Consejo autoriza un original que debe

ir adecuadamente foliado y paginado, el texto se imprime junto con el colofón

en el que deben figurar todos los datos del impresor. Una vez impreso el

texto, el Consejo lo cotejaba con el original que él había aprobado

previamente tras lo cual, se imprimían la portada y los preliminares, donde se

daba cuenta de la obtención de la licencia. De ahí derivan las divergencias de

fecha entre el colofón y la portada, ya que podían transcurrir varios meses

hasta que se concluían los trámites. A lo largo del siglo XVI, los impresores

decoraron la portada con orlas grabadas, simplificaron títulos y añadieron el

pie de imprenta en el que constaban, obligatoriamente, el nombre del autor, el

del impresor y el lugar de impresión.

 

La censura civil actuaba «antes» de la publicación. La censura inquisitorial

revisaba los libros en cualquier momento de su circulación. La Inquisición

controlaba la impresión, la venta y la circulación. Los puertos y las

fronteras eran un punto de vigilancia especial y los libros que debían

llevarse o no a América fueron objeto de una legislación especial. Se

promulgaron leyes específicas que impedían la circulación de algunas obras en

América aunque sin demasiada fortuna. Ya en 1506 se dictó la primera norma

sobre el comercio y circulación de libros con relación al Nuevo Mundo.

Posteriormente, en 1531 y nuevamente en 1536, se prohibió el envío de libros

de romances, historias vanas y fingidas, de libros de caballerías que, no

obstante, fueron los libros preferidos de conquistadores y colonos.

 

Amadises y libros del mismo género llegaban a los puertos americanos en

grandes cantidades alentados por las grandes ganancias que suponían para los

editores y libreros sevillanos. Por lo demás, los libros en el Nuevo Mundo

estaban sujetos a la misma legislación que la castellana. Se necesitaba una

licencia otorgada por el Consejo Real y el visto bueno de la Inquisición. Los

libros que se enviaban a través del puerto sevillano pasaban la censura

inquisitorial en dicha ciudad antes de embarcar. Los métodos para burlar el

control eran de lo más variado: desde el cambio de la portada para ocultar una

obra prohibida bajo el nombre de un autor fuera de toda sospecha, la

encuadernación de un libro herético junto con otras que no lo eran o la

falsificación de datos.

 

En 1559, Paulo IV promulgó el primer Index librorum prohibitorum aunque

apenas tuvo vigencia a causa de las muchas erratas que contenía y por tener

obras escritas por obispos y cardenales. En 1564, impreso por Manuzio, Pío IV

lo reformó y publicó nuevamente. Se estableció una comisión especial, la

Congregación del Índice, encargada de vigilar y llevar a cabo las sucesivas

ediciones del Índice. La última es la de 1948 y su supresión completa llegó en

1966, bajo el papado de Pablo VI. La Inquisición española mantuvo su

independencia respecto a la legislación emanada de Roma y publicó sus propios

Índices de Libros Prohibidos. A lo largo del siglo XVI, la Inquisición sacó

a la luz tres índices, en 1551, 1559 y 1583-84.

 

Es necesario distinguir entre índice prohibitorio e índice expurgatorio. Los

prohibitorios censuran una obra completa o un autor en su totalidad; estos

libros eran quemados públicamente. Los libros expurgados se salvan aunque han

de modificar o suprimir ciertos párrafos o capítulos. La idea de crear un

Índice expurgatorio que salvara de la quema muchos libros, fue de Arias

Montano. En los talleres de Plantino, en Flandes, salieron el Index librorum

prohibitorum (Amberes: 1570) y el Index Expurgatorius Librorum qui hoc

seculo prodierunt (Amberes: 1571). Por orden del cardenal Quiroga, inquisidor

general, se promulgó el último de los índices del siglo XVI y el más

importante de ellos. Consta de dos partes, una prohibitoria y otra

expurgatoria. Ordena los libros según su lengua y en cada apartado según orden

alfabético.

 

Estas normativas siguen vigentes en el siglo XVII y condicionan tanto la forma

como el contenido de los libros y dificultan extraordinariamente su difusión.

Se grava con impuestos especiales a las imprentas que hasta entonces y desde

tiempos de los Reyes Católicos, habían disfrutado de exención de impuestos. La

censura eclesiástica se ve reforzada por la censura política que había sido

más benevolente hasta este momento. Las nuevas disposiciones vienen a

endurecer las condiciones para la producción y venta del libro. Castilla y la

Corona de Aragón mantenían ciertas diferencias legislativas que hacían posible

la publicación de ciertos textos en un reino pero no en el otro. En 1610,

Felipe III dictó una pragmática por la que los autores castellanos no podían

imprimir en Aragón ni ningún otro reino sin una licencia especial. Los libros

importados eran la principal fuente de preocupación de los censores encargados

de que las ideas que recorrían Europa no penetraran en España. En 1612 se

exigió a los importadores una lista anual de todos los libros importados, con

el nombre del autor y la fecha y lugar de impresión. Del mismo modo, los

libreros debían presentar una lista de los fondos que poseían en sus depósitos.

 

La censura inquisitorial no cesa y nuevos índices regulan la publicación

española: Sandoval (1612 y 1614), Zapata (1632) y Sotomayor (1640 y 1667).

Paralelamente, la censura política va cobrando más importancia. Felipe IV

continuó la labor legislativa referente al libro, sometiendo a censura previa

los «libros no necesarios»por una ley publicada en 1627. Carlos II prohibió en

1682 la publicación de cualquier libro, memorial o papel que tratara de

asuntos de gobierno. La llegada de los Borbones en el siglo XVIII reforzó el

control que se había intentado mantener sobre la imprenta desde sus inicios y

reguló por primera vez la actuación de la Iglesia, y más concretamente de la

Inquisición. El poder real se afirmó superior al inquisitorial tras varios

enfrentamientos protagonizados por Fernando VI y Carlos III.

 

En 1754, Fernando VI promulgó la Ley 22 sobre impresores y libreros que exigía

una licencia especial para las obras de autores españoles en romance e imponía

tasas extra a cualquier libro impreso fuera de España que se quisiera

comercializar. Las medidas contra la importación de libros tienen dos

propósitos: proteger la producción nacional y dificultar la entrada de ideas

extrajeras. Los libreros eran los más perjudicados económicamente ya que les

impedía beneficiarse de su labor de intermediarios. El gremio de libreros,

siempre mejor organizado que el de impresores, recurrió en último extremo a

Malesherbes, Director de la Libraire en Francia, a fin de hacerle ver lo

perjudicial de esta norma para el comercio francés y logrando de este modo que

se revisara esa parte de la Ley.

 

Carlos III publicó una cédula en 1788 sobre Privilegios que se han de conceder

para la impresión y reimpresión de libros, distinguiéndose la Real Biblioteca,

Universidades, Academias y Reales Sociedades. Se intenta potenciar el

crecimiento del comercio del libro, proteger los derechos de autor y evitar la

subida de precio de los libros indispensables para la formación como el Catón

Cristiano, Espejo de cristal fino, los Catecismos del padre Ripalda y

Astete que mantienen sus precios fijos. También se ocupó Carlos III de la

incipiente producción de periódicos. Una Ley de 1791 prohíbe su publicación a

raíz de los acontecimientos ocurridos en Francia. Se permite editar únicamente

el Diario de Madrid, Gaceta de Madrid y el Mercurio Histórico y Político de

España (véase periodismo).

 

En 1807 se publica la Novísima Recopilación en la que se recogen las setenta y

dos leyes promulgadas sobre el libro y la imprenta desde 1480. En 1879 se

promulgó la Ley de Propiedad Intelectual. Las Cortes de Cádiz legislaron a

principios de siglo a favor de los derechos de los autores, pero sus

disposiciones tuvieron una vigencia muy corta. Mediado el siglo XIX (1847), el

ministro de Comercio, Instrucción Pública y Obras Públicas, Nicomedes Pastor

Díaz, promulgó una ley que concedía la propiedad de las obras al autor de por

vida y a sus herederos durante un periodo de 50 años. Sin embargo, esta Ley no

tuvo desarrollo posterior y nunca se llevó a cabo. La Ley de 1879 ha seguido

vigente hasta que fue sustituida en 1987 por una ley más amplia que recoge las

novedades tecnológicas y los nuevos medios de comunicación.

 

En 1918, los editores catalanes se unieron en la Cámara del Libro de Barcelona

a fin de solucionar la crisis de exportaciones ocasionada por la Primera

Guerra Mundial. A semejanza de la Cámara de Barcelona, nació la Cámara Oficial

de Libro por decreto del gobierno de Antonio Maura. Estas Cámaras no

desaparecieron al llegar la Segunda República y siguieron ejerciendo su

función, pero a ellas se sumó, en 1935, el Instituto del Libro, que debía

formar una bibliografía en lengua española, confeccionar estadísticas de

producción, el registro de contratos y la planificación anual de las

publicaciones de interés cultural además de organización de ferias y

exposiciones de libros españoles. Este Instituto del Libro pasó a depender de

la Subsecretaría de Prensa y Propaganda tras la Guerra Civil. Fue rebautizado

en 1941 como Instituto Nacional del Libro Español (INLE), al desaparecer las

Cámaras del Libro de Barcelona y Madrid cuya labor asume el INLE, dividido

ahora en tres secciones: política cultural, ordenación bibliográfica y

política comercial.

 

La Unesco es una institución internacional creada en 1946 con el propósito de

mejorar el nivel cultural de las naciones, asegurar el derecho a la educación

y a través de ella la paz, la justicia y el respeto a los derechos humanos. La

Unesco ha abogado por la libre circulación de libros y la protección de los

derechos de autor. Ha trabajado por el establecimiento de industrias

editoriales en los países que carecían de ellas.

 

APÉNDICE

 

-= La iluminación de manuscritos =-

 

La ilustración de textos, conocida ya desde los papiros egipcios -buen

ejemplo de ello es el Libro de los Muertos-, está motivada, generalmente,

por un afán explicativo o de aclaración de los mismos, aunque se persiguiera

paralelamente una finalidad estética y artística. La ilustración, estilizada y

con escaso uso de colores, solía consistir en frisos largos a lo largo del

rollo (hojas de papiro o pergamino cosidas y enrolladas), dibujados en la

parte superior del texto. Durante los siglos de utilización del rollo en la

Antigüedad grecorromana, se dieron también diferentes ilustraciones

explicativas, sobre todo en textos de carácter médico o científico. El uso de

colores era escaso y con pocos matices. Destacaban las iniciales de mayor

tamaño, sobre todo en rollos griegos y coptos del siglo IV. Sin embargo, el

formato del rollo no facilitaba la presencia de ilustraciones, dada la

incomodidad de su manejo. Se suele considerar, por ejemplo, que los relieves

de las columnas de Trajano y Marco Aurelio en Roma deben interpretarse a modo

de ilustraciones de rollos desplegados. El gran auge de la iluminación de

manuscritos vino de la mano del cambio de formato. Con el pergamino, más

barato que el papiro, se produjo el nacimiento del códice. El estar formado de

folios cortados y cosidos permitía un fácil manejo. La secuencia de páginas

cortadas facilitaba no sólo la lectura -al principio en columnas, debido a la

tradición del rollo-, sino la proliferación de la ornamentación y presentación

de imágenes, ya fueran letras inciales o títulos destacados con colores y

caracteres mayores, ya fueran escenas pintadas en el interior de esas

iniciales o en espacios entre el texto, ya fueran ocupando una página entera,

las denominadas páginas tapiz.

 

Hay otra causa indirecta que contribuyó a la difusión del códice y, por

consiguiente, al desarrollo de la iluminación: el cristianismo. Los textos

sagrados, en particular la Biblia y los Evangelios, así como los libros

litúrgicos, se vieron favorecidos por este nuevo formato más barato y cómodo;

de hecho, durante los primeros siglos de expansión de esta religión, el códice

se empleaba para copiar y transmitir textos cristianos, frente a la literatura

pagana que seguía usando el rollo como soporte de escritura. No obstante, en

la Antigüedad Tardía, el triunfo del códice, patente desde la época de

Constantino, hizo que también las obras paganas pasaran a copiarse en este

nuevo formato, lo que supuso un rescate y recuperación de los textos clásicos

paganos, si bien selectivo; sin embargo, se conservan pocos testimonios. Con

todo, la producción mayoritaria era de signo cristiano. En la Alta Edad Media

y con el triunfo de la cultura monástica, especialmente en época carolingia,

la inmensa mayoría de códices y, por supuesto, de códices iluminados son de

contenido religioso. Este predominio religioso confiere un carácter singular a

la iluminación de manuscritos en la Edad Media. Debe entenderse de forma

integral con la estructura de aquéllos, como parte de los mismos. La

ornamentación no es sólo una manifestación artística valiosa en sí misma, sino

un reflejo de la forma de entender los códices como medio de comunicación del

cristianismo. Se consideraba que los códices no se limitaban a contener la

Biblia o los textos religiosos, sino que ellos mismos eran la Biblia o los

textos sagrados. Por eso se establecía una relación formal entre el texto y la

imagen, que en muchos casos era explicativa, pero muchas otras veces era

simbólica y, en ese simbolismo y estilización de la realidad, podía llegar a

parecer irracional, casi mágica. El creyente, letrado o no, encontraba una

profunda relación entre el mensaje escrito y la imagen. Así, aunque no supiera

leer, podía conocer el contenido sagrado del texto al verlo reflejado a través

de las imágenes si éstas eran explicativas, de fines didácticos o

moralizantes; si eran simbólicas, es decir, de interpretación figurada y no

directa, podían no ser comprendidas, pero eran respetadas como reflejo del

contenido sagrado de los textos.

 

-==Iluminación o miniatura==-

 

Al hablar de iluminación de manuscritos o códices suelen utilizarse de forma

sinónima los términos miniatura e iluminación, aunque son distintos en su

origen, dado el carácter más restrictivo del primero. Miniatura deriva de

minium minio (bióxido de plomo que se usaba como colorante por su tono

rojizo). Por eso, el vocablo miniatura hacía referencia a las pinturas hechas

con color rojo, con minio. También se usa la palabra miniare, «pintar con

minio, escribir con color rojo». No obstante, el pigmento más utilizado en la

Antigüedad era en realidad el cinabrio (sulfuro de mercurio de color rojo,

algo más oscuro que el minio), con el que se pintaban las letras iniciales,

títulos, rúbricas o marcas de párrafos ya desde época romana. En cualquier

caso, miniatura y miniar se aplicaron por extensión a cualquier tipo de

ilustración o decoración de los códices que estuviera hecha a mano con medios

pictóricos en soportes de pergamino, papiro o papel. El término miniatura se

incorporó al castellano en el siglo XVIII del italiano, para indicar este tipo

de decoraciones y, debido al pequeño tamaño de muchas de ellas, se ha

relacionado con la idea de pintura pequeña o de tamaño diminuto. Frente a este

término, se usa iluminación, entendiendo por tal la «denominación genérica

del conjunto polícromo de los libros miniados medievales» (según Diccionario

de la R.A.E.). Este término y el de iluminar, en la acepción estricta relativa

a la decoración de códices, proceden del italiano illuminare, también

llamado alluminare. Estos términos aparecen en Europa en el siglo XI y

alcanzan una mayor difusión que el de miniar, especialmente fuera de Italia,

hasta el punto de sustituirlo en muchos casos. El origen de la palabra se

atribuyó durante bastante tiempo al latín lumen «luz», entendiendo que el

«iluminador» era el que ilustraba los libros con vivos colores, usando oro y

plata que les otorgaban un aspecto de esplendor y luminosidad. La definición

de «iluminador» dada por Paulus Paulinus en el siglo XV (1460-1470) en sus

libros sobre las artes, XX artium liber, sólo alcanza a la actividad

realizada por éste «Iluminador es el artista que pone colores sobre los

libros» (Illuminator est artifex ponens colores super libros) y no permite

establecer el verdadero significado originario de la palabra. Se admite

generalmente que las palabras illuminare y alluminare no proceden de

lumen «luz», sino del latín allumen «alumbre», es decir, significaban en

origen «usar colores de alumbre». El alumbre es el sulfato doble de alúmina y

potasa, sustancia que produce una reacción química junto con colorantes

orgánicos, vegetales o animales que proporciona lacas alumbradas, indisolubles

y bastante duraderas. El alumbre se utilizaba mucho en la Edad Media para

tinturas, pinturas y también para la farmacopea.

 

-==Técnicas de elaboración. Utensilios. Colores==-

 

En los escritorios monásticos medievales y, posteriormente, en los talleres

profesionales laicos que surgieron a finales del siglo XII con el nacimiento

de las universidades, la actividad de los iluminadores o miniaturistas se

asemejaba más a un laboratorio de alquimia que a un taller de pintura. Éste es

descrito por F. Brunello en la introducción a la edición del tratado de

iluminación más importante de la Edad Media, el De arte illuminandi, de

autor anónimo, posiblemente un monje napolitano, del siglo XIV. Estos artistas

construían sus propios instrumentos para diseñar, escribir, dibujar, pintar,

enlucir, etc. y preparaban los colores, extrayéndolos de sustancias vegetales

o minerales que trituraban, lavaban y diluían. También fabricaban las colas

que usaban para mezclar con esos colores y, así, reblandecerlos o fijarlos, y

los barnices para dar brillo. Además laminaban el oro o la plata y lo bruñían.

En otras palabras, realizaban cualquier operación que permitiera acometer la

tarea de la iluminación.

 

-=Utensilios.=-

 

Los utensilios e instrumentos eran variados: plumas, generalmente de oca,

para escribir o dibujar contornos, aunque también se usaban de gallina o

paloma, según el tamaño; pinceles para miniar, que se hacían de pelos de cola

de marta cebelina o de ardilla; lápices de plomo para hacer el dibujo, que

consistían en una varilla de madera con un extremo metálico (aleación de dos

partes de plomo y una de estaño). Para borrar se usaba miga de pan, aunque

también podía rasparse el error con ciertas cuchillas especiales que tenían

diversos usos como cortar los panes de oro y plata, los folios de los

pergaminos, sacar punta a los lápices, etc. Poseían tinteros con tinta roja y

negra ya preparada. Además se usaban la escuadra, reglas o el compás, así como

filtros para aclarar líquidos y morteros de mármol calcáreo o serpentino para

triturar colores o hacer mezclas. Contaban también con objetos de diverso tipo

para guardar los productos elaborados (jarras, frascos, etc.), bruñidores para

el oro y la plata, y un sinfín de adminículos útiles para todas las tareas

necesarias que había que llevar a cabo.

 

-=Técnicas de preparación.=-

 

Los iluminadores o miniaturistas preparaban el pergamino sobre el que iban a

trabajar. Después de alisar y tratar oportunamente la piel, se procedía a

emplear las técnicas precisas para poder ilustrarlo. Para suprimir la

untuosidad que aún tenía, alisarla aún más y conseguir una buena fijación de

los colores, se cubría con una capa de polvo blanco de arcilla o de plomo

mezclada con una cola, goma arábiga o cola de pescado, o bien de clara de

huevo con bilis de buey; también se podía frotar con un algodón empapado en

una solución a base de miel y cola, muy ligera. En ocasiones, especialmente

durante la Alta Edad Media, se recurría a teñir los pergaminos con púrpura

-sustancia incolora obtenida de algunos moluscos gasterópodos, que se oxida al

contacto con el aire y daba una amplia gama de tonos, desde el rojo vivo al

violáceo, dependiendo de los animales-, con la que se conseguían superficies

elegantes en códices especialmente lujosos, conocidos como codices purpurei,

sobre los que se escribía con oro y plata. Sobre estas superficies se trazaban

los dibujos, bosquejos de las figuras, contornos, límites de zonas de luz y

sombra, etc. A continuación, se fijaban los dibujos con un pincel mojado en

acuarelas diluidas con goma arábiga, clara de huevo o hiel de buey. También

podía darse una película de oro de base, lijada y bruñida. Después se

aplicaban los colores.

 

Una vez realizadas las ilustraciones, se aplicaba una solución de agua con

clara de huevo o miel, a modo de barniz, para fijarlas definitivamente. Las

miniaturas eran pinturas al agua, por lo que los colores se debían mezclar con

otras sustancias, también de origen mineral o vegetal. Las más frecuentes eran

la clara de huevo, la goma arábiga, a veces mezclada con miel, o la cola de

pescado. Para la conservación de estas sustancias se añadía rejalgar

(bisulfuro de arsénico), alcanfor, jugo de ajo, clavos de clavel o vinagre.

Además se utilizaban sustancias como las bilis de buey para dar mayor

vivacidad a los colores, la orina en la elaboración de colores vegetales, el

alumbre de roca y el de azúcar para barnices coloreados a partir de extractos

también vegetales, la hez del vino y lejías.

 

-=Colores.=-

 

Su fabricación era de una gran importancia y se preparaba con esmero ya que,

en buena parte, la calidad de la iluminación dependía de los colores

utilizados. Se utilizaban sustancias de origen tanto mineral como orgánico,

con ellas hacían mezclas y obtenían los colores, a veces por síntesis y

reacciones químicas. Entre los diversos colores utilizados, el más apreciado

era el denominado azul ultramar (llamado así porque llegaba a Venecia por vía

marítima procedente de las minas de Badaskhan en Afganistán). Éste se obtenía

de moler el lapislázuli (piedra semipreciosa) y ya se empleaba en las antiguas

culturas mesopotámicas y en Egipto. Inicialmente se trituraba y se lavaba el

polvo resultante pero, hacia el siglo XII, comenzó a mezclarse con ceras,

resinas o aceites que, tratados con agua o lejías de ceniza, hacían que las

manchas e impurezas se quedaran en ellas, mientras que el color se iba

depositando en el fondo. Otros azules eran el llamado azul de Prusia, también

conocido como citramarino, que se obtenía de la azurita; el índigo, de origen

vegetal, etc. Entre la gama de los rojos, además del minio, cinabrio y púrpura

ya citados, uno de los más apreciados en la iluminación fue el brasil

(brasilium), color extraído de madera de plantas leguminosas orientales, muy

soluble en agua. Con él, se preparaban tintes para fibras y lacas rojas para

miniar. De origen también orgánico era el carmín, colorante obtenido de las

larvas de un insecto de la familia de las cochinillas, ya conocido en la

civilizacion mesopotámica (de su nombre en latín, vermiculus, deriva el

adjetivo bermellón del castellano). La sinopia era una tierra de tonalidad

ocre, procedente de Sinope, que se aplicaba como fondo para el oro o para

conseguir otras tonalidades añadida a diferentes ingredientes.

 

La gama de colores en los primeros códices y hasta la época carolingia era

escasa; sin embargo, a partir de ese momento, se diversificó notablemente. Se

conservan algunas indicaciones sobre los colores y tonalidades que deben tener

las figuras y los colores que se han de emplear para pintar la piel, los ojos,

las mejillas, la boca, el cabello, etc., gracias a algún tratado medieval como

el titulado Diversarum artium schedula de Theophilus de un monje alemán del

siglo XI. A partir de esta época, la libertad de realización se intensificó:

se aplicaron diferentes elementos para embellecer, y los colores y barnices,

diversamente diluidos, ampliaron tanto su número como sus tonos, con lo que se

consiguió una elaboración cada vez más compleja y perfeccionada. En los

primeros siglos, la iluminación de manuscritos dependía, en muchas ocasiones,

de las técnicas propias de cada escritorio monástico y variaba de unas zonas a

otras, al igual que ocurría con otras técnicas, hasta el punto de que debido a

ellos puede conocerse la procedencia de algunos códices. Sin embargo, la

libertad del iluminador era escasa a la hora de combinar colores y de realizar

modelos distintos de miniaturas. Ya el citado tratado de Theophilus permite

una mayor inciativa al artista en el uso de colores claros y la combinación de

éstos sobre los del fondo. A partir del siglo XIII hay un progresivo abandono

de las normas y cánones tradicionales, y una mayor diversificación en el uso

de pinturas, mezclas o barnices, como puede verse en la citada obra De arte

illuminandi o en el Libro dell’Arte de Cenino Cenini, también del siglo

XIV y de origen toscano.

 

-==Períodos y tipos de códices iluminados.==-

 

En las épocas primitivas del códice, la iluminación de éstos era escasa y

tampoco había muchos lugares fijados en ellos para el embellecimiento u

ornamentación. Se da de forma casi exclusiva en los libros usados por la

Iglesia: leccionarios, salterios, pontificales y, sobre todo, biblias y

evangelarios. Se conservan algunos códices antiguos iluminados de contenido

clásico o pagano, como algún Virgilio, Terencio u Ovidio. Famosos, en este

sentido, son un Dioscórides de la Biblioteca de Viena (del año 512) y el

Homero de la Biblioteca Ambrosiana de Milán. En los primitivos códices

iluminados, se observa más claramente la herencia de la forma de escribir en

columnas característica del rollo, con la decoración de iniciales -de mayor

tamaño y ornamentadas-.

 

Las iniciales habían surgido ya en el rollo como procedimiento para marcar

párrafos, bien con pequeñas entradas o sangrados, bien fuera del margen y de

mayor tamaño. Las primeras decoraciones de iniciales se presentan con motivos

zoomorfos, de plantas o signos abstractos y geométricos combinandos con formas

orgánicas. Estas letras van sufriendo transformaciones como, por ejemplo, la T

mayúscula que, estilizando su ástil, pasó a simbolizar una cruz, especialmente

en los comienzos de textos religiosos con «Te igitur». Así, se fueron

transformando algunos de los elementos de la grafía de la letra, como sus

astiles, o bien se abren para dar cabida a decoraciones o, incluso, la letra

entera se convierte en figuras zoomorfas, hojas de acanto u otros elementos

vegetales. La relación entre la forma y los motivos no siempre resulta clara y

parece que, en algunos casos, lo que se busca precisamente es la ambigüedad,

creando figuras que pueden calificarse de caleidoscópicas. Así es frecuente

encontrar animales y plantas que se transforman y adquieren una apariencia de

movimiento y contorsión: un pez dibujado como inicio de una letra que acaba

siendo un cuadrúpedo, una planta que constituye la base de una letra puede

coronarse con la cabeza de un animal, o un animal terminar con una cabeza de

persona. Estas formas se dan habitualmente en la Antigüedad Tardía, aunque

continúan siendo frecuentes en época carolingia y posteriormente; así, por

ejemplo, se pueden ver en el Libro de los Números de la abadía de Winchester

en Inglaterra, del siglo XII.

 

Paralelamente a esto, otro tipo de iluminación característica de los códices,

desde las primeras épocas y durante la Edad Media, son las llamadas páginas

tapiz, consistentes en una decoración de una página completa al margen del

texto o a un lado de las columnas del mismo. Son representativas también las

miniaturas introducidas al comienzo de una de las columnas del texto, con las

que se solían encabezar cada libro de la Biblia, o los retratos de los

evangelistas con sus símbolos respectivos, al comienzo de cada Evangelio; al

igual que sucedía con la decoración de cánones -correspondencias de textos

bíblicos- escritos en columnas enmarcadas en espacios arquitectónicos. Estos

tipos se desarrollarán ampliamente en las islas Británicas, donde se producen

importantes centros de iluminación de manuscritos a partir de la implantación

del Cristianismo en el siglo V d.C. En cambio, otros manuscritos sólo

contienen los embellecimientos típicos de los colofones o finales del libro.

Entre los manuscritos procedentes de las islas Británicas, puede mencionarse

el libro de Durrow y el Evangelio de Lindisfarne del monasterio de San

Columbano. En éste y otros de su estilo, se presenta la innovación de incluir

entre la decoración las representaciones de la Virgen con el Niño. La

decoración de los manuscritos, poco a poco, llegó a convertirse en texto

explicativo, ya que las iluminaciones eran narrativas, es decir, relacionadas

con el contenido del texto de forma directa, probablemente con una intención

didáctica; como ocurre, por ejemplo, en el libro de Kells del siglo IX. El

estilo insular se exportará a los principales centros continentales, como

Luxeuil, St. Gallen, Bobbio, etc. y cuantos proliferan a raíz de la renovación

cultural del Imperio Carolingio. Durante este período, surgen nuevos

monasterios y escriptorios en los que la iluminación de manuscritos se

desarrolla considerablemente, a la par que se regulariza la escritura y se

retorna a estilos clasicistas de representación de los evangelistas y a la

organización mencionada de las tablas de cánones. Se imitan también letras de

tipo epigráfico, del estilo de los monumentos romanos, para rúbricas, títulos

de páginas e iniciales. La costumbre de las páginas tapiz pasa por fases de

auge y decadencia. Durante la época de Otón I (912-973), su uso decae bastante

en los monasterios continentales, aunque no desaparece, mientras que cobra

importancia la ornamentación de evangelios con influjos griegos y bizantinos

(elementos arquitectónicos, columnas, decoraciones geométricas…), que tenían

un estilo monumental y un tanto hierático, pero de gran riqueza de colorido.

Pueden citarse manuscritos como el Códice áureo (Codex Aureus) para Carlos

el Calvo, el conservado en el Escorial o el de Echternach; también destaca el

libro de la Perícopas, realizado para Enrique II, o los Evangelarios de la

Coronación de Viena. Son famosas las escuelas de Reims, Metz, Tréveris, Saint

Denis, Tours, etc. De la Península Ibérica, sólo se conservan algunos códices

de estas épocas, como el Oracional de Verona del siglo VII, la Biblia de la

Cava dei Tirreni del siglo IX y diferentes Biblias como la de la Catedral

de León del año 920. Algunos presentan características muy especiales al

denotar un influjo árabe. Entre los códices hispanos, pueden mencionarse el

Antifonario visigótico-mozárabe de la Catedral de León o el Salterio de

San Millán. Un grupo especial lo constituyen los Beatos, que contienen

comentarios al Apocalipsis realizados por el llamado Beato de Liébana hacia el

776, de los que se conocen numerosas copias de los siglos X y XI, porque sus

particularidades especiales en la ornamentación (vivos colores planos) los

convierten en un conjunto singular en la historia de los manuscritos miniados

o iluminados.

 

Paralelamente, destacan los códices iluminados de la zona de Cataluña, cuyo

centro más importante es el monasterio de Ripoll; se da aquí una corriente

distinta y plenamente integrada a las corrientes europeas, con técnicas de

dibujos un tanto monocromos pero de buen colorido y gran perfección en el

dibujo y en la captación del volumen y modelado.

 

Hacia la segunda mitad del siglo XI y en torno a la abadía de Cluny surge el

denominado estilo románico, parejo a las manifestaciones artísticas en otros

campos como la arquitectura o escultura. Proliferan en estos códices los

motivos ornamentales y la iluminación de letras inciales muy historiadas y

abiertas. En éstas, al principio, aparecían escenas relacionadas con el texto,

pero fueron adquiriendo progresivamente mayor libertad, hasta el punto de

alejarse considerablemente de él y presentar escenas de carácter profano. Los

motivos zoomorfos reciben influjos del área alemana y celta y llegan a

reemplazar a las letras. Se suelen utilizar páginas inciales con la letra

decorada en el centro y rodeada del texto. Hacia el siglo XII es frecuente ver

también escenas narrativas de influjo bizantino (esquematizadas y poco

realistas, a veces de carácter profano) como decoración de los textos. Entre

los códices hispanos de esta época, pueden citarse la Biblia aragonesa de San

Juan de la Peña, la de San Isidoro, de Ávila, y el Codex Calixtinus, la

famosa guía del peregrino a Santiago de Compostela. Con la reforma

cisterciense, la iluminación de manuscritos se hace más sobria y de menor

colorido, reduciéndose elementos considerados superfluos y, sobre todo, de

carácter paganizante; en cambio, se desarrolla una mayor perfección en la

ejecución de las pinturas. Entre los muchos ejemplos que cabría citar,

destacan los códices del Monasterio de las Huelgas en Burgos.

 

A partir de esta fecha, se tiende a una autonomía cada vez mayor entre los

iluminadores de los diferentes centros escriptorios, como muestran las

espléndidas variedades de las Biblias de Salzburgo, Saint Alban o

Saint Florian, por ejemplo. Al igual que había ocurrido con el románico,

también hay en la iluminación un período gótico caracterizado por las biblias

que presentan estructuras arquitectónicas combinadas con figuras góticas en

las columnas -el influjo bizantino se deja notar en la elasticidad e

independencia de las figuras-. Se crean miniaturas con representaciones

cósmicas de finalidad didáctica. A lo largo de toda la Edad Media, y en

realidad desde el comienzo de los códices iluminados, los más frecuentes y

fundamentales son los libros religiosos, bíblicos y litúrgicos, tanto para uso

eclesiástico como personal (biblias, evangelarios, misales, antifonarios y

salterios). Estos últimos fueron muy utilizados como devocionarios privados

hasta que, en el siglo XIV, fueron prácticamente sustituidos por los llamados

Libros de Horas, cuyo nombre se debe a que las oraciones que contenían se

distribuían según las horas del día dedicadas especialmente a las mismas.

Algunos de estos libros, muchas veces encargados por reyes, reinas y nobles,

alcanzan un altísimo nivel artístico y de lujosa ornamentación. La producción

de manuscritos de contenido pagano, que en los primeros siglos había sido muy

escasa, comenzó a incrementarse progresivamente según fue desapareciendo el

rollo como forma de libro y el papiro como soporte material.

 

A finales del siglo XII y a lo largo del siglo XIII, se opera una cierta

secularización de la cultura con el nacimiento de las Universidades y el

paulatino crecimiento e importancia de los centros urbanos. Esta situación

afecta igualmente a la historia del libro y de la iluminación de manuscritos,

ya que la producción deja de estar exclusivamente en manos de los monasterios

y comienzan a formarse grupos de profesionales laicos que compiten con los

tradicionales escriptorios monásticos.

 

Aunque no se conocen exactamente las técnicas y funcionamiento de estos

talleres laicos, se sabe que trabajaban varios profesionales a las órdenes de

un jefe del escriptorio que encargaba a diferentes personas las diferentes

facetas de un códice o, en ocasiones, a cada escriba un cuaderno del códice.

Con una mayor libertad y autonomía en la concepción de la miniatura, se llegan

a crear auténticas joyas artísticas. Se desarrolla una concepción estética de

la página en su totalidad, con márgenes de oro en muchos casos. Así, se

realizan magníficos ejemplares como son los diversos libros de horas para

reinas, los libros iluminados realizados para la corte de Carlos V de Francia,

los de Saint Alban en Inglaterra, los libros que desde el reino de Aragón se

encargaron a escuelas en Italia o a las de Avignon o París. Ésta y otras

escuelas, como las de Bolonia o Florencia, se constituirán en centros de

excepcional calidad, especialmente en los siglos XIV y XV, cuando el arte de

la iluminación llega a su apogeo. En este siglo se produce, además, una gran

transformación debido al desarrollo de distintos talleres ligados a las cortes

europeas y familias nobles como la flamenca del círculo del duque de Berry, o

las italianas de las familias Sforza de Milán, Este de Ferrara, los Medici,

los duques de Urbino, etc. o las de Alemania o España. Puede decirse que, en

general, al abrigo de las cortes europeas del Renacimiento y gracias al

panorama cultural de esta época, la iluminación de manuscritos adquirió su

mayor perfección, poco antes de su rápido declive ante el imparable avance de

la imprenta.

 PICHL, W. - Friedrich Caspar David Moonrise over the Sea

 

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados