Peman: poesias

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Jose María Pemán
 1898-1981
Oración
Yo sé que estás conmigo, porque todas
las cosas se me han vuelto claridad:
porque tengo la sed y el agua juntas
en el jardín de mi sereno afán.
Yo sé que estás conmigo, porque he visto
En las cosas tu sombra, que es la paz;
Y se me han aclarado las razones
de los hechos humildes, y el andar
por el camino blanco, se me ha hecho
un ejercicio de felicidad.
No he sido arrebatado sobre nubes
ni he sentido tu voz, ni me he salido
del prado verde donde suelo andar…
¡otra vez, como ayer, te he conocido
por la manera de partir el pan.
 Oración a la luz
Señor: yo sé que en la mañana pura
de este mundo, tu diestra generosa
hizo la luz antes que toda cosa
porque todo tuviera su figura.
Yo sé que se refleja la segura
línea inmortal del lirio y de la rosa
mejor que la embriagada y temerosa
música de los vientos en la altura.
Por eso yo celebro en el frío
pensar exacto a la verdad sujeto
y en la ribera sin temblor del río;
por eso yo te adoro, mudo y quieto:
y por eso, Señor, el dolor mío
por llegar hasta Ti se hizo soneto.
 Resignación
Por eso, Dios y Señor,
porque por amor me hieres,
porque con inmenso amor
pruebas con mayor dolor
a las almas que más quieres.
Porque sufrir es curar
las llagas del corazón;
porque sé que me has de dar
consuelo y resignación
a medida del pesar;
por tu bondad y tu amor,
porque lo mandas y quieres,
porque es tuyo mi dolor…,
¡bendita sea, Señor,
la mano con que me hieres!
Revelación
¡Cómo volaba el pensamiento mío!…
Fue un dulce anochecer. Se adivinaba
por su rumor, bajo la peña, el río,
y la mano del viento preludiaba
un aria triste en el pinar sombrío.
Como una bruma de melancolía,
no sé qué dulce calma bienhechora
pasó rozando con el alma mía…
Tú que en mí estás, mujer, a toda hora,
¡nunca has estado en mí como aquel día!…
Quise gritar mi pena.
y ante la soledad de los caminos
alfombrados de luna y la serena
quietud de muerte de la noche, llena
de olor de flores y rumor de pinos,
«¡La quiero!…», dije con fervor sincero.
«¡La quiero!…», repetí, y el aire blando,
con un rodar de voces fue gritando
desde la sierra hasta el pinar: «¡La quiero!
Callé y calló la noche. El alma mía
volvió a encerrarse en la melancolía
de este secreto amor hondo y austero,
que nadie sabe y del que nada espero…
¡Sólo lo supo el agua que corría
y una flor desvelada, que tenía
una cita de amor con un lucero…!
  Romance del divino gozo
El gozo del mundo se entra
dentro de mi corazón.
¡Estrecho gozo el que cabe
en tan estrecha mansión!.
El gozo que entra en nosotros:
gozo es de mal gozador.
Quiero un gozo que me envuelva
porque él me sea mayor.
¿Qué gozo será el que traiga
tanta anchura y tanto sol?.
Dios le dijo al siervo fiel:
«Entra en el gozo de Dios»…
¡No gozos que entren en mí:
quiero un gozo en que entre yo!

biblioteca: la utilidad de lo inutil

Paisajes de playas (20)p

Paisajes de playas (55)


Un libro muy recomendable:

La Inutilidad de lo inutil. Nuccio Ordine.

¿Para qué sirve un dibujo, una pintura? Para recrear una realidad, adornarla o inventarla. Para buscar la belleza y la precisión a través de los pigmentos, y comunicar con ellos los sentimientos. Para jugar con el agua, la madera, el lienzo; practicar unas técnicas e inventar otras, inspirarse en los maestros y servir de inspiración para quienes puedan ser alumnos. Para confesar lo que con palabras no es posible, para conocer lo que se pinta, para mancharse las manos y olvidar las huellas dactilares en el papel. Para relajarse, buscarse a uno mismo o querer alejarse de él. Para expresar, compartir. Para ser. Todo eso, para quien lo pinta. Sirve para mirar, y admirarse u horrorizarse. Sirve para que las pupilas se agranden, o para que los ojos se entrecierren. Para observar detalles o contemplar toda una composición, para intentar entenderla y transportarse hacia aquél lugar dibujado. Para conocerla, para decorar, para hablar de ella y desear haberla creado. Para que forme parte de la belleza, y ésta nos rodee y nos inunde. Todo eso, para quien la admira.

¿Para qué sirve la música? Para convertir en notas las emociones, y dar vida al lenguaje que nace de los pentagramas. Para compartir lo que se ha vivido, o cantar lo que algún día gustaría ser vivido. Para sentirse libre y agotar la voz, o las manos, y fundirse con la melodía, y llegar a ser uno con el instrumento, con el público. Con la vida. Todo eso, para quien la compone. Sirve para cantarla, tararearla; mientras se conduce, se cocina, se camina, se piensa. Para olvidarse de todo y desahogarse, imaginarse dentro de esa historia, soñar por un momento vivir bajo esa mágica banda sonora. Sirve para bailarla, para besar mientras suena, o reír o llorar. Sirve para sentir, porque siempre es mejor sentir, aunque sea tristeza, que no sentir nada, y la música impide que el alma permanezca indiferente. Todo eso, para quien la escucha.

¿Para qué sirve un poema? Para expirar los sentimientos, y plasmarlos en papel. Para crear con ellos, convertidos en palabras, melodías, o un recuerdo, un sueño, una confesión. Y dedicársela a alguien, o al mundo, o a sí mismo. Para poder decir que se tiene la profesión más bonita del mundo y, sobre todo, para tenerla. Todo eso, para quien lo escribe. Sirve para descubrirlo, conocerlo, releerlo, degustarlo. Intentar descifrarlo, identificarse con él, o no hacerlo, pero comprenderlo. Subrayarlo, memorizarlo, regalarlo, o incluso hasta inspirarlo. Todo eso, para quien lo lee.

¿Es acaso poco, tanto en cantidad como, sobre todo, en calidad? ¿Podría alguien atreverse a decir que las artes y las letras, la filosofía, las Humanidades… no sirven para nada? ¿Sería alguien capaz de mentir tan descaradamente y decir que no ha aprendido jamás un ápice con alguna de estas disciplinas, que no ha sentido admiración hacia un cuadro, que no ha llorado con una película, que no ha leído con voracidad o calma un libro? ¿Qué no ha, siquiera, retwiteado alguna frase de algún filósofo? No podría, porque todo ello lo ha experimentado, lo ha vivido y revivido, lo ha degustado y, lo que es más importante, con ello ha sentido. Ha experimentado emociones, ha dejado salir sentimientos, los ha compartido con otros, ha adquirido conocimientos, y con ello enriquecido la mente y el espíritu.

“Existen saberes que son fines por sí mismos y que –precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial– pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útiltodo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”. Este es el punto de partida de un pequeño ensayo; pequeño por tamaño pero inmenso en contenido, escrito por el hasta ahora poco conocido profesor italiano de Literatura Nuccio Ordine. Un punto de partida que comparte adjetivo con el libro que materialmente lo constituye: sencillo, de pocas líneas, pero muy directo y con una atractiva invitación al lector a sumergirse en el texto y descubrir a qué puede referirse el profesor bajo ese contradictorio y curioso título.

El programa literario Página Dos, que acaba de celebrar sus 300 programas, entrevistó en diciembre de 2013, en Roma, al autor de dicho oxímoron. A la pregunta: “Hablando de utilidades, señor Ordine, ¿qué utilidad puede tener este libro, cree usted, entre los jóvenes lectores?”, él respondió: “Espero que este libro les haga entender que, en la actualidad, tenemos más necesidad de lo inútil que de lo útil. Porque en nuestra sociedad se considera útil únicamente aquello que reporta beneficios, sin embargo, para la Humanidad también son importantes la literatura, el arte, la filosofía o la música; cosas que no generan beneficios pero que, no obstante, son realmente útiles desde el punto de vista del espíritu”. Que las Letras, las Humanidades, están de capa caída es un hecho más que constatado. Pocos colegios e institutos albergan entre sus aulas la opción de cursar un Bachillerato de Artes, y de igual forma pocas Universidades ofrecen una carrera puramente “de letras”, como pueda ser Antropología, Filosofía, Historia del Arte o Humanidades. Nunca han sido estudios de muchos alumnos, pero cada vez resulta más difícil que en las aulas haya, por redondear, el mismo número de personas que en una cena de Navidad. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se desechan estos conocimientos, que en otras épocas se consideraban imprescindibles? ¿Por qué ahora se tildan de aburridos, de inservibles, de, al fin y al cabo, inútiles? ¿Por qué, cuando, continuando con los contrasentidos, nada puede haber más apasionante que el estudio del ser humano y sus más puras facetas?

Nuccio Ordine, al igual que muchos otros compañeros de profesión y pensamiento, se ha hecho estas preguntas y ha querido responderlas y combatirlas en La utilidad de lo inútil, una lectura muy recomendaba, e incluso necesaria, para los tiempos que corren.

Ordine, aunque de forma sintetizada y amena, no es el primero en advertir y alertar sobre el peligro que supondría eliminar de nuestra formación, y por ende de nuestra vida, lo que ha paradójicamente ha nacido con nosotros, arrancar una de nuestras primeras y más importantes raíces: la de la humanidad. Porque el arte, la literatura, la historia, la filosofía… todos estos saberes, los inútiles; se engloban dentro del término Humanidades por una razón: son el estudio de las ciencias humanas, y todo lo humano es lo relativo o intrínseco a los hombres y las mujeres. Una segunda acepción de humano, de la mano a la anterior, es lo contrario a lo cruel, frío o vacío. Y así seríamos nosotros si suprimiésemos la cultura y la belleza que nos aportan los estudios humanísticos. Porque un ensayo filosófico o antropológico no construye oficinas ni instala ordenadores, pero contribuye a que quienes trabajen en ellos amplíen sus conocimientos, tengan más opciones y puedan tomar mejores decisiones. Las personas crecen por dentro cuando amplían su sabiduría, crece su espíritu y su mente se expande como el Universo. Y cuán gratificante es eso, y cuánto bien puede hacer, y no parecen percatarse de ello.

En su ensayo, el profesor Ordine intenta que ese error se enmende, exponiendo y defendiendo la importancia de los saberes clásicos, apoyándose de lo que grandes pensadores, escritores o artistas han comentado acerca de los mismos y el valor que les ha dado la sociedad a lo largo de los siglos. Aristóteles, Ovidio, Dante, Kant, Leopardi, Heidegger o Ionesco son algunos de los autores que ha incluido en el texto para comentar o analizar La útil inutilidad de la literaturaLa Universidad-empresa y los estudiantes-clientes y Poseer mata: “dignitas hominis”, amor, verdad; las tres partes en las que se divide el ensayo.

Qué sería el mundo, la sociedad, la vida; sin aquello que llamamos Humanidades, sin aquello que más y de mejor forma nos define. Sentir curiosidad, admiración, y también miedo e incertidumbre hacia lo que nos rodea. Eso, eso es algo puramente humano. Descubrir una cualidad artística, verla crecer y aprender a amarla, y odiarla en ocasiones. Eso, es también algo puramente humano. Disfrutar de la belleza, en cualquiera de sus facetas, y no pretender definirla ni delimitarla. Reconocerla en las grandes obras de arte y encontrarla en los rincones más inesperados de la rutina. Atreverse con los clásicos de la literatura y dar una oportunidad a los escritos más nuevos. Viajar a través de ambos, a través de autores antiguos y modernos, a través del tiempo y del espacio, sumergir la imaginación en una increíble aventura de la que nunca se regresa con el corazón vacío. Envidiar la inteligencia y en ocasiones profética mente de los primeros filósofos, crecer junto a sus sucesores y atravesar, con curiosidad y valentía, la puerta de la filosofía. Y hacerse preguntas, siempre. Sobre todo, sobre cualquier cosa, para saciar el innato deseo de conocer y comprender el mundo. Y después, si quedan fuerzas, tratar de organizarlo y mantenerlo a flote. Eso, todo eso, es pura, intrínseca e irrevocablemente humano.

Lo práctico a nivel material y lo práctico a nivel espiritual no deben pelear entre sí, sino justamente lo contrario: complementarse. Vivimos en una realidad tangible que requiere de objetos, conocimientos y trabajos tangibles, cierto es. Pero bien es sabido y comprobado que una vida basada en las aspiraciones materiales es la más pobre de todas. Una vida cuya mente no se cultiva ni se abre, por mucho éxito que se tenga, o muchos logros se obtengan, es la más vacía de todas.  Así lo sintetiza el propio Nuccio Ordine: “sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu”. Nos rodean la envidia, la mentira, las falsas apariencias, la ambición. El deseo de poseer y aumentar riquezas, y de lo menos posible compartirlas. El saber, el conocimiento, es una de las mayores riquezas y, como el amor o la amistad, crece al compartirlo, beneficiando tanto al que lo recibe como al que lo da. “Han caído ustedes en un error deplorable –señaló en su día Victor Hugo, refiriéndose a quienes, como hoy, pretenden difuminar o eliminar la cultura de la sociedad– han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria”. Que no nos suceda como a la clase política a la que se refería el poeta en este extracto del apasionado (como no podría ni debería ser de otra forma) discurso que pronunció en 1848. Un discurso que perfectamente podría haber expuesto hoy en día. Que no nos suceda, no caigamos en el error de desterrar lo que es realmente útil y beneficioso para la sociedad y para cada uno de sus individuos. Porque las costumbres, las modas, los precios, las opiniones; todo lo que rutinariamente nos preocupa y obnubila, está en constante cambio. Lo que un día sirve al siguiente ya es historia y se ha quedado anticuado e inservible. Pero, como decía Hölderlin, “lo que permanece lo fundan los poetas”.

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Honoré de Balzac

EL ELIXIR DE LARGA VIDA

AL lector: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor, de manos de un amigo muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1810, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo diecinueve toman dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que «pesadores‑jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros, etc. Hay que añadir gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias diciendo: «Antes de tres años heredaré seguramente, y entonces…» Un asesino nos desagrada menos que un espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer. Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que los seres queridos, llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
‑Buenas noches, padre.
A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar, y que cada mañana se abren a la luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente, sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de nuestra época, es decir, perfeccionar el engranaje principal?
Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que quieran hacerles justicia. La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda dedicando esta obra DIIS IGNOTIS. (1846)

En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
‑Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
‑Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
‑En el fondo de mi corazón siento remordimientos ‑decía‑. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
‑¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
‑¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!‑ después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
‑¿Cuándo serás Gran Duque? ‑preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
‑¿Y cuándo morirá tu padre? ‑dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
‑¡Ah, no me habléis de ello! ‑exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero‑. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
‑Señor, vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirije al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa ‑decía‑ que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
‑Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber ‑exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
‑Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros le sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes, dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella miraja, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
‑¡Te divertías! ‑exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Dun Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
‑No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
‑¡Qué remordimientos, padre! ‑dijo hipócritamente.
‑¡Pobre Juanito! ‑continuó el moribundo con voz sorda‑, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
‑¡Oh! ‑exclamó don Juan‑, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
‑Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo ‑exclamó el moribundo‑, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
‑Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi corazón.
‑No se trata de esa vida ‑dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos‑. Escúchame, hijo ‑continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo‑, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
‑Pero ‑continuó en voz alta‑, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
‑Dios soy yo ‑replicó el anciano refunfuñando.
‑No blasfeméis ‑dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
‑¿Quieres escucharme? ‑exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
‑Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
‑Es el colmo del delirio ‑dijo don Juan.
‑He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
‑Ya está, padre.
‑Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
‑Aquí está.
‑He empleado veinte años en… ‑en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir‑: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.
‑Pues hay bastante poco ‑replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
‑¡Vaya!, se acabó el buen hombre ‑exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al fnal de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se extremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
‑¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? ‑dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
‑Su padre era un buen hombre ‑le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
‑Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fánfarrón impío? ¡Ama a su padre!
‑¿Os habéis fijado en el perro negro? ‑preguntó la Brambilla.
‑Ya es inmensamente rico, ‑dijo suspirando Blanca Cavatolino.
‑¡Y eso qué importa! ‑exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.
‑¿Cómo que qué importa? ‑exclamó el Duque‑. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
‑Dejadme solo aquí ‑dijo con voz alterada‑ y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
‑¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
‑¡Ah! ¡Ah! ‑dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
‑¡Bien podría haber vivido cien años! ‑exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
‑¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? ‑se preguntaba.
‑Sí ‑dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
‑¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! ‑exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero‑. ¡Está ardiendo! ‑gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre…!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?»,, se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras ideas vitalicias, Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrujecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! ‑se dijo‑. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
‑Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
‑Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
‑¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? ‑respondió Belvídero‑. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
‑¡Ah! si es así como entiendes la vejez ‑exclamó el papa‑ corres el riesgo de ser canonizado.
‑Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a San Pedro.
‑San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder ‑dijo el papa a don Juan‑, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…
Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos canto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesca ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo les encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
‑Felipe ‑le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.
‑Escúchame, hijo mío ‑continuó el moribundo. Soy un gran pecador. Durante mi vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
‑Tú merecías otro padre, ‑continuó don Juan‑. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
‑¡Oh, padre!
‑Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
‑¡Oh, decídmela pronto, padre!
‑Tan pronto como haya cerrado los ojos ‑continuó don Juan‑, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
‑Coge bien el frasco ‑y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
‑¡Milagro! ‑y todos los españoles repitieron‑: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan‑de‑Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex‑votos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
‑¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquirectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
‑¡Te Deum laudamus! ‑decía la asamblea.
‑¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, sois unus estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
‑¡Deus sabaoth, sabaoth! ‑gritaron los cristianos.
‑¡Insultáis la majestad del infierno! ‑contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
‑El santo nos bendice ‑dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
‑Sancte Johannes ora pro nobis ‑entendió claramente‑: ‑¡Oh, coglione!
»‑¿Qué pasa ahí arriba? ‑exclamó el deán al ver moverse el relicario.
‑El santo hace diabluras, ‑respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
‑¡Acuérdate de doña Elvira! ‑gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
‑¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? ‑gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.

París, octubre 1830

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Walter Scott

LA HISTORIA DE WILLIE EL VAGABUNDO
(1824)

PUEDE que hayáis oído hablar de Sir Robert Redgauntlet, del señorío de Redgauntlet, que vivió en estas tierras hace ya mucho tiempo. Siempre se le recordará en la región; nuestros padres solían contener el aliento cuando oían su nombre. Ya estaba con los Highlanders en tiempos de Montrose y estuvo nuevamente en las colinas con Glencairn en el año de 1652; y cuando volvió el rey Carlos II ¿quién gozaba más de su favor sino el señor de Redgauntlet? Fue armado caballero en la corte de Londres por la propia espada del rey. Y como era prelatista acérrimo vino a estas tierras, fiero como un león, con el nombramiento de teniente (y, por lo que sé, de loco) para aplastar a los Whigs y a los Covenanters del país. Y no se anduvo con contemplaciones. Porque los Whigs eran tan tercos como fieros los caballeros y se trataba de ver quien se cansaría primero. Redgauntlet era partidario de emplear mano dura y su nombre era tan conocido en el país como los de Claverhause o Tom Dalyell. Ni valle, ni ladera, ni montaña, ni cueva servían para ocultar a la pobre gente de las montañas cuando Redgauntlet salía en su persecución con cuernos de caza y sabuesos, como si de ciervos se tratase. Y la verdad es que, cuando alcanzaban a alguien, no se andaban con más ceremonias que con un corzo. Tan sólo le preguntaban: «¿Quieres prestar juramento?» Y si no: «Preparados, listos, ¡fuego!», y allí yacía el renegado.

Temido y odiado era Sir Robert a lo largo y ancho de la región. La gente pensaba que tenía tratos con el diablo, que era inmune al acero, y que las balas rebotaban en su armadura como el granizo en la piedra, que tenía una yegua que podía transformarse en liebre en la pared de Garrifra‑gawns, y más cosas por el estilo, que contaré más adelante. La maldición más suave que le dirigían era: «¡Que el diablo se lleve a Redgauntlet!»
Sin embargo, no era un mal amo para los suyos, y sus vasallos le querían. Y los escuderos y soldados que cabalgaban con él durante las persecuciones, como llamaban los Whigs a aquellos tiempos turbulentos, hubieran estado dispuestos en cualquier momento a brindar a su salud hasta quedarse ciegos.
Pues bien, habéis de saber que mi abuelo vivía en los dominios de Redgauntlet. El lugar se llamaba Primrose‑Knowe. Mi familia había vivido allí desde los tiempos de los bandoleros y aun antes. Era un sitio agradable, y estoy convencido de que el aire es más fresco y sano allí que en ninguna otra parte de la comarca. Hoy día está desierto. Hace sólo tres días estuve sentado en el roto umbral de la puerta y me alegré de no poder ver la ruina en que se había convertido.
Pero me estoy desviando de mi historia. Allí habitaba mi abuelo, Sieenie Steenson, que había sido en su juventud algo bribón y un poco vagabundo y era un buen gaitero. Era famoso tocando Hoopers and Girders y no había en Cumberland quien le superase con Jockie Latin. Desde Berwick a Carlisle no había nadie mejor en la back‑lilt. Los hombres como Steenie no tienen madera de Whig, así que se hizo Tory, como los llamaban entonces, lo que ahora llamamos jacobitas, simplemente porque sentía una especie de necesidad de pertenecer a uno de los dos bandos. No les tenía inquina a los Whigs y le gustaba poco ver correr la sangre, aunque, obligado como estaba a seguir a Sir Robert cuando salía a cazar, a reclutar, de vigilancia o de guardia, vio hacer muchas cosas malas y puede que no pudiese evitar hacer algún daño a su vez.
Resulta que Steenie era un poco el favorito de su señor, y conocía a toda la gente del castillo, y a menudo le mandaban buscar para que tocase la gaita mientras se divertían. Al viejo Dougal McCallum, el mayordomo, que había servido a Sir Robert en las duras y en las maduras, en los buenos y en los malos tiempos, en la adversidad y en la fortuna, le gustaba muchísimo la gaita, y de ahí le venía a mi abuelo su buen cartel ante el señor, porque Dougal hacía lo que quería con su amo.
Bueno, llegó la Revolución, que debiera de haber roto los corazones de Dougal y su amo. Pero el cambio no fue tan grande como ambos se temían y otros deseaban. Mucho fanfarronearon los Whigs sobre lo que le iban a hacer a sus viejos enemigos, y en especial a Sir Robert Redgauntlet. Pero había demasiados señores importantes comprometidos en el asunto como para poder hacer tabla rasa y empezar el mundo desde los cimientos, así que el Parlamento hizo la vista gorda; y Sir Robert, salvo que tuvo que conformarse con cazar zorros en vez de Covenanters, siguió siendo el hombre que siempre había sido. Sus fiestas eran tan ruidosas y sus salones estaban tan bien iluminados como siempre, aunque es posible que echara de menos las multas de los no conformistas que solían irle a engordar la despensa y la bodega; porque lo cierto es que empezó a interesarse por las rentas de sus vasallos mucho más de lo que acostumbraba. Y éstos se esforzaban por pagar a tiempo ya que, si no, el señor se disgustaba muchísimo. Y era tan temible que nadie se atrevía a provocar su ira, pues profería tales juramentos, se ponía tan furioso y adquiría un aspecto tan terrible que la gente pensaba que era el mismísimo demonio.
Bueno, mi abuelo no era un buen administrador, tampoco es que fuera despilfarrador, pero no tenía la virtud del ahorro, y se atrasó en dos recibos de la renta. Consiguió salir del primer aprieto el domingo de Pentecostés con buenas palabras y canciones de su gaita, pero, al llegar el día de San Martín, el oficial de guardia le transmitió la orden de que se presentase con la renta un día determinado o tendría que exiliarse del señorío. Arduo trabajo le costó conseguir el dinero. Pero tenía buenos amigos y por fin consiguió reunir el importe, mil monedas de plata. La mayor parte del dinero procedía de un vecino al que llamaban Laurie Lapraik, un zorro astuto. Laurie poseía todo tipo de riquezas, le ponía una vela a Dios y otra al Diablo y era Whig o Tory, pecador o santo según soplasen los vientos. Era un maestro en este mundo de la Revulución, pero le gustaba bastante un soplo de aire mundano de vez en cuando y alguna que otra canción de gaita y, sobre todo, pensó que hacía un buen negocio con el dinero que le prestaba a mi abuelo a cambio de todos los bienes de Primrose‑Knowe como garantía.
Allá que se fue mi abuelo al castillo de Redgauntlet, con la bolsa pesada y el corazón ligero, contento de escapar a la ira de su señor. Bueno, pues lo primero de lo que se enteró en el castillo fue de que a Sir Robert le había dado un ataque de gota del enfado, porque no había aparecido antes de las doce. No era sólo por el dinero, creía Dougal, sino porque no le gustaba tener que prescindir de mi abuelo. Dougal se alegró mucho de ver a Steenie y lo condujo al gran salón de roble, y allí estaba el señor sentado en completa soledad, excepto por la compañía de un mono feo y grande que era su animal favorito; era una bestia maligna que gastaba muchas bromas pesadas ‑difícil de complacer y fácil de enfadar‑, correteaba por todo el castillo parloteando y gritando, robando y mordiendo a la gente, sobre todo cuando iba a hacer mal tiempo o iba a haber problemas de gobierno. Sir Robert lo llamaba Mayor Weir, como a un brujo que habían quemado; y a muy poca gente le gustaba, ni el nombre ni la criatura ‑creían que había algo extraño en ella‑, y mi abuelo no se sintió precisamente feliz cuando la puerta se cerró tras él y se encontró solo en la habitación con el señor, Dougal McCallum y el Mayor, cosa que nunca antes le había ocurrido.
Sir Robert estaba sentado o mejor dicho tendido, en un gran sillón, con su magnífica bata de terciopelo y los pies sobre un taburete, porque sufría de gota y arenilla, y su rostro estaba tan pálido y descompuesto como el de Satanás. El Mayor Weir estaba sentado frente a él, con una casaca roja de encaje y la peluca del señor en la cabeza, y juro que cuando Sir Robert se retorcía de dolor, el mono lo hacía también y formaban una pareja tan perversa cumo aterradora. El abrigo de cuero del señor colgaba de una percha a su espalda, y el sable y las pistolas estaban a su alcance; porque conservaba la vieja costumbre de tener las armas preparadas y un caballo ensillado día y noche, como solía hacer cuando aún podía montar a caballo y salir en persecución de cualquier montañés de que tuviera noticia. Algunos dicen que era por temor a que los Whigs intentaran vengarse, pero yo opino que era simplemente una vieja costumbre, pues no era hombre que se asustara por nada. El libro de cuentas, con sus tapas negras y sus cierres de cobre, estaba frente a él; y había un librillo de canciones obscenas entre las páginas, para mantenerlo abierto en el sitio en que figuraba la evidencia de que el buen hombre de Primrose‑Knowe estaba atrasado en el pago de sus rentas e impuestos. La mirada que Sir Robert dirigió a mi abuelo parecía querer helarle el corazón en el pecho. Puede que hayáis oído decir a la gente que al fruncir las cejas se le formaba el dibujo de una herradura profundamente incrustada en la frente, como si se la hubiesen estampado allí.
‑¿Vienes con las manos vacías, tú, hijo de una gaita desinflada? Brrrrr… si es así…
Mi abuelo, poniendo la mejor cara que pudo, dio un paso adelante y puso la bolsa del dinero sobre la mesa, con movimientos rápidos, como quien está muy seguro de lo que hace. El señor se apresuró a atraerla hacia sí:
‑¿Está todo Steenie?
‑Su Excelencia comprobará que sí ‑dijo mi abuelo.
‑Bien Dougal, dale a Steenie una copa de brandy abajo, mientras cuento el dinero y le extiendo el recibo.
Pero apenas si habían terminado de salir de la habitación cuando Sir Robert dio un grito que conmovió los cimientos de roca del castillo. Volvió Dougal corriendo, volaron los lacayos, grito tras grito daba el señor, a cuál más horrible. Mi abuelo no sabía si quedarse o salir corriendo, pero se aventuró a regresar al salón, donde el lío era tan fenomenal que nadie se preocupaba de quién salía o entraba. El señor daba terribles alaridos pidiendo agua fría para los pies y vino para refrescar la garganta. Y la palabra infierno ‑infierno, infierno y sus llamas‑ no se le caía de la boca. Y cuando le trajeron agua y sumergieron sus hinchados pies en el barreño gritó que estaba ardiendo; y muchos dicen que realmente burbujeaba y humeaba como un caldero en ebullición. Le tiró la copa a la cabeza a Dougal y gritó que le había dado sangre en vez de borgoña; y efectivamente, al día siguiente los criados limpiaron sangre coagulada de la alfombra. El mono al que llamaban Mayor Weir se retorcía y gritaba como si estuviese haciéndole burla a su amo. Mi abuelo estuvo a punto de perder la cabeza, olvidó el dinero y el recibo y salió disparado escaleras abajo; pero conforme corría, los gritos fueron haciéndose cada vez más débiles, se oyó un largo y tembloroso gemido y la noticia de que el señor había muerto se extendió por el castillo.
Bueno, mi abuelo se fue con las manos vacías confiando en que Dougal hubiera visto la bolsa del dinero y hubiera oído al señor hablar de redactar el recibo. El joven señor, ahora Sir John, vino de Edimburgo para arreglar las cosas. Sir John y su padre nunca se habían llevado bien. Sir John había estudiado para abogado y luego había tenido un escaño en el último Parlamento escocés y votado a favor de la Unión, habiendo obtenido, se creía, un buen bocado de las compensaciones. Si su padre hubiera podido salir de la tumba le hubiera parado la cabeza con las piedras de su propia lápida.
Algunos creían que era más fácil tratar con el viejo y rudo caballero que con el joven, a pesar de sus suaves maneras, pero ya hablaremos de eso más adelante.
Dougal McCallum, pobre hombre, ni lloraba, ni se lamentaba, sino que se paseaba por la casa como un muerto, pero dirigiendo, como era su deber, todos los preparativos para el grandioso funeral. Pero conforme se aproximaba la noche Dougal tenía cada vez peor aspecto y era siempre el último en irse a la cama, que estaba en una pequeña alcoba justo enfrente de la cámara que su amo ocupaba mientras vivió, y donde ahora yacía de cuerpo presente, como se dice. La noche del funeral, Dougal no pudo mantenerse callado por más tiempo. Olvidó su orgullo y le pidió al viejo Hutcheon que se sentara con él durante un rato. Cuando estuvieron en la habitación, Dougal se sirvió una copa de brandy y le sirvió otra a Hutcheon, y le deseó salud y larga vida y dijo que, por su parte, no le quedaba mucho de estar en este mundo. Porque todas las noches desde la muerte de Sir Robert, había sonado el silbato de plata desde la cámara mortuoria, como lo solía hacer por la noche, en vida de Sir Robert, para llamar a Dougal a que le ayudase a darse la vuelta en la cama. Dougal dijo que, al estar solo en aquel piso de la torre (porque nadie quería velar a Sir Robert Redgauntlet como se vela a cualquier otro cadáver) no se había atrevido a responder a la llamada, pero que ahora su conciencia le reprochaba el haber descuidado su deber; porque:
‑Aunque la muerte libera del voto de obediencia ‑dijo McCallum‑ nunca romperé mi voto a Sir Robert; y contestaré a su próximo silbido, así que te ruego que te quedes conmigo, Hutcheon.
Hutcheon no sentía deseo alguno de hacerlo, pero había luchado y pasado penalidades junto a Dougal y no iba a fallarle en aquel aprieto; así que los dos sirvientes se sentaron ante una copa de brandy y Hutcheon, que era algo clerical, hubiera leído un capítulo de la Biblia, pero Dougal no quiso oír sino un párrafo de David Lindsay, cosa que no era prrcisamente lo más adecuado.
A medianoche, cuando la casa estaba silenciosa como una tumba, se oyó el sonido del silbato, tan claro y penetrante como si Sir Robert estuviera tocándolo, y allá que se levantaron los dos viejos servidores y se dirigieron tambaleándose a la habitación donde yacía el muerto: Hutcheon vio lo suficiente al primer vistazo, porque había antorchas en la habitación que le mostraron al maldito diablo en persona, sentado sobre el ataúd del señor. Se desplomó como un muerto y no pudo decir durante cuánto tiempo yació en trance en la puerta, pero cuando volvió en sí, llamó a su compañero y, al no encontrar respuesta, alertó al resto de la casa. Dougal fue encontrado muerto a dos pasos de la cama donde estaba colocado el ataúd de su señor. Respecto al silbato, éste había desaparecido por completo, pero muchas veces se lo oía en lo alto de la casa, en las almenas y en las viejas chimeneas y torreones donde anidan los búhos. Sir John acalló el incidente y el funeral transcurrió sin más contratiempos.
Cuando todo hubo terminado y el Señor empezó a poner orden en sus asuntos, todos los vasallos fueron llamados a pagar sus atrasos y mi abuelo lo fue por toda la suma que se suponía que debía. Bueno, pues allá se va para el castillo a contar la historia, y allí fue llevado a presencia de Sir John, sentado en la silla de su padre, de luto riguroso, con brazalete y corbata negras y un pequeño estoque de paseo junto a él, en vez del viejo sable que, con la hoja, la empuñadura y la funda, pesaba un quintal. Tantas veces he oído contar la conversación que sostuvieron que casi me parece haberla presenciado, aunque aún no había nacido por aquel entonces.
‑Le deseo felicidad, señor del gran asiento, el pan blanco y el ancho señorío.
Su padre era un hombre amable para sus amigos y sirvientes; es un honor para usted, Sir John, llevar sus zapatos ‑sus botas debería decir‑ porque rara vez se ponía zapatos, a no ser las zapatillas cuando tenía la gota.
‑Ay, Steenie ‑replicó el Señor, dando un profundo suspiro y llevándose el pañuelo a los ojos‑, la suya fue una muerte repentina y el país lo echará de menos; no tuvo tiempo de ordenar sus asuntos, pero sin duda estaba preparado para Dios, que es lo que cuenta, y nos dejó una enredada madeja que deshilvanar. Ejem, ejem, Steenie… podemos ir al grano; tengo mucho trabajo que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Y con esto abrió el libro fatídico. He oído hablar de algo a lo que llaman el iibro del Juicio Final y estoy seguro de que era un libro de vasallos deudores.
‑Stephen ‑dijo Sir John con el mismo tono de voz, suave y meloso‑ Stephen Stevenson o Steenson, apareces aquí con un año de atraso en el pago de tus rentas. Vencía el trimestre pasado.
Stephen: Por favor, Excelencia, Sir John, se lo pagué a vuestro padre.
Sir John: Entonces tendrás un recibo, Stephen. ¿Puedes presentarlo?
Stephen: No tuve tiempo, Excelencia, porque no había hecho más que entregar el dinero y justo cuando Su Excelencia Sir Robert, que en paz descanse, lo cogió para contarlo y extender el recibo, le asaltaron los dolores que le causaron la muerte.
‑Mala suerte ‑dijo Sir John tras una pausa‑, pero quizá lo pagaste en presencia de alguien. Sólo quiero una prueba palpable, Stephen. No pretendo aprovecharme de un pobre hombre.
Stephen: La verdad, señor, no había nadie en la habitación excepto Dougal McCallum, el mayordomo. Pero, como sabe Su Excelencia, ha seguido el mismo destino que su antiguo amo.
‑Mala suerte otra vez ‑dijo Sir John, sin alterar la voz ni una octava‑, el hombre al que le pagaste está muerto y el hombre que presenció el pago también, y del dinero, que debería haber aparecido, no hay ni rastro en los inventarios. ¿Cómo voy a creérmelo?
Stephen: No lo sé, Excelencia, pero aquí tengo anotadas cada una de las monedas; porque ¡Dios me ayude!, tuve que pedirlas prestadas a veinte bolsillos distintos, y estoy seguro de que todos estarán dispuestos a jurar para qué tomé prestado el dinero.
Sir John: No dudo de que tomaste prestado el dinero, Steenie. Es de la entrega del dinero a mi padre de lo que quiero alguna prueba.
Stephen: Puede que el dinero esté en algún sitio de la casa, Sir John. Y puesto que Vuestra Excelencia nunca lo recibió y Su Excelencia que en paz descanse no pudo llevárselo, puede que alguien de la familia lo haya visto.
Sir John: Preguntaremos a los criados, Stephen; es lo razonable.
Pero criados y criadas, pajes y caballerizos, todos negaron de firme haber visto nunca una bolsa de dinero como la que describía mi abuelo. Para empeorarlo, Steenie no había comunicado a ningún ser vivo que se proponía pagar la renta. Una doncella había notado que llevaba algo bajo el brazo, pero creyó que era la gaita.
Sir John Redgauntlet ordenó salir a los sirvientes y a continuación dijo a mi abuelo:
‑Ahora Steenie, ves que has tenido un trato justo; y puesto que no me cabe duda de que tú sabes mejor que nadie dónde encontrar la bolsa, te pido, de buenas maneras y por tu propio bien, que termines de una vez con este fastidioso asunto; o pagas o te vas de mis tierras.
‑Que el Señor me perdone ‑dijo Steenie, ya agotados todos sus recursos‑, yo soy un hombre honrado.
‑Yo también, Stephen ‑dijo Su Excelencia‑ y también lo son todos los de esta casa, espero. Pero si hay algún granuja entre nosotros debe de ser aquel que cuenta una historia que no puede probar ‑hizo una pausa y añadió, con más seriedad‑: si entiendo tu jugada, intentas aprovecharte de algunas habladurías maliciosas sobre mi familia y en especial sobre la repentina muerte de mi padre, para estafarme el dinero y quizá desacreditarme, insinuando que ya he recibido la renta que reclamo. ¿Dónde supones que puede estar el dinero? Insisto en saberlo.
Mi abuelo lo vio todo tan en su contra que casi se dejó llevar por la desesperación, sin embargo se removió un poco, miró a todos lados y permaneció en silencio.
‑Habla, bribón ‑dijo el señor, con el mismo aspecto de su padre, ése tan especial que tenía cuando se enfadaba (parecía como si las arrugas de la frente formaran la misma aterradora herradura en el ceño)‑ ¡Habla! Quiero saber lo que piensas. ¿Crees que el dinero lo tengo yo?
‑Lejos de mí afirmar tal cosa ‑respondió Stephen.
‑¿Acusas a alguno de mis criados de haberlo robado?
‑No me gustaría acusar a un inocente. Y si alguno fuera el culpable no tengo pruebas.
‑En alguna parte tiene que estar el dinero, si hay algo de verdad en tu historia ‑dijo Sir John‑, te pregunto dónde crees que está y exijo una respuesta.
‑En el infierno, si de verdad quiere saber lo que pienso ‑dijo mi abuelo, sintiéndose completamente acorralado‑; en el infierno, con el padre de Vuestra Excelencia, su mono y su silbato de plata.
Salió corriendo escaleras abajo (porque el salón no era un lugar seguro para él después de haber dicho tales palabras) y oyó al señor maldecirle a sus espaldas, con la misma soltura con que lo hacía Sir Robert, llamando a gritos al alguacil y al oficial de guardia. Cabalgó mi abuelo hasta la casa de su principal acreedor (aquel al que llamaban Laurie Lapraik) para ver si podía sacarle algo; pero cuando le contó la historia, no obtuvo más que los peores insultos de su repertorio ‑ladrón, mendigo y granuja fueron los más suaves‑; y junto a los insultos sacó de nuevo a relucir la historia de que mi abuelo se había manchado las manos con la sangre de los justos, como si un vasallo hubiera podido negarse a cabalgar junto a su señor, y más junto a un señor como Sir Robert Redgauntlet. A estas alturas a mi abuelo se le había agotado la paciencia y cuando él y Laurie estaban a punto de echarse a las manos, tuvo la desfachatez suficiente de insultarle, tanto al hombre como a lo que éste decía, y dijo unas cosas que hicieron ponerse lívidos a los que las oyeron; estaba fuera de sí, y además había convivido con gente que no se mordía la lengua.
Por fin les separaron y mi abuelo volvió a casa por el bosque de Pitmurkie, que, según dicen, está todo lleno de abetos negros ‑conozco el bosque, pero no sabría decir si los abetos son blancos o negros‑. A la entrada del bosque hay un prado, y en el borde del prado una pequeña posada solitaria que en aquella época estaba a cargo de una posadera a la que llamaban Tibbie Faw, y allí el pobre Steenie pidió media pinta de brandy, porque no había tomado ningún refrigerio en todo el día. Tibbie insistió en que comiera algo, pero él no quiso ni oír hablar de ello, ni consintió en bajar de su cabalgadura, y se tomó todo el brandy en dos tragos, haciendo cada vez un brindis: el primero a la memoria de Sir Robert Redgauntlet, para que no descansara en su tumba hasta que hubiera hecho justicia a su pobre vasallo; y el segundo a la salud del Enemigo del Hombre si le devolvía el saco con el dinero o le decía lo que había sido de él, porque veía que todo el mundo iba a considerarle un ladrón y un estafador, y eso le sentaba aún peor que la pérdida de todos sus bienes.
Siguió cabalgando, sin importarle a dónde. La noche era oscura y los árboles la oscurecían todavía más, asi que dejó al animal elegir su propio camino a través del bosque cuando, de repente, de estar cansado y agotado, el rocín empezó a trotar, galopar y encabritarse, hasta el punto de que mi abuelo apenas podía mantenerse en la silla. Y conforme sucedía esto, un jinete, acercándose de repente a él, le dijo:
‑Una bestia valerosa la suya, amigo, ¿estaría dispuesto a venderla? ‑y diciendo esto, tocó el cuello del caballo con su fusta y éste volvió a su antiguo trote cansino y vacilante‑. Pero pronto se le acaba el valor, me parece ‑continuó el extraño‑ y lo mismo les ocurre a muchos hombres, que se creen capaces de grandes cosas hasta que les llega el momento de demostrarlo.
Mi abuelo apenas si prestó atención a sus palabras, sino que espoleó a su caballo con un:
‑Buenas noches, amigo.
Pero al parecer el extraño no era de los que dan fácilmente su brazo a torcer porque, calbalgase como cabalgase Steenie, siempre estaba a su lado. Por fin mi abuelo empezó a enfadarse y, a decir verdad, a asustarse.
‑¿Qué queréis de mí, amigo? ‑dijo‑. Si sois un ladrón, no tengo dinero; si sois un hombre honrado que quiere compañía, no tengo ánimos para hablar o bromear; y si queréis saber el camino, apenas lo conozco yo mismo.
‑Si hay algo que te atormente ‑dijo el extraño‑ cuéntamelo, soy alguien que, aunque ha sido muy calumniado en este mundo, no tiene igual para ayudar a sus amigos.
Así que mi abuelo, más para aliviar su propia congoja que porque esperase ayuda alguna, le contó toda la historia.
‑Estás en un buen aprieto ‑dijo el extraño‑, pero creo que puedo ayudarte.
‑Si podéis prestarme el dinero y no esperáis que os lo devuelva en mucho tiempo… no sé de otra ayuda en la tierra ‑dijo mi abuelo.
‑Puede que la haya debajo de ella ‑replicó el extraño‑. Venga, seré sincero contigo. Podría prestarte el dinero a cambio de un contrato, pero puede que sintieses escrúpulos al ver los términos. Aun así puedo decirte que tus juramentos y los lamentos de tu familia han turbado el descanso de tu viejo Señor en su tumba y que si te atreves a aventurarte a ir a verle, te dará el recibo.
A mi abuelo se le pusieron los pelos de punta al oír la oferta, pero pensó que su compañero podía ser algún bromista que estaba tratando de amedrentarle y que quizá acabaría prestándole el dinero. Además, el brandy le infundía valor y estaba desesperado por la angustia; así que le dijo que tenía suficientes agallas para ir a las puertas del infierno, y aún más allá, por aquel recibo. El extraño se echó a reír.
Bueno, pues siguieron cabalgando por lo más espeso del bosque cuando, de repente, el caballo se detuvo a la puerta de una gran casa; y, si no fuera porque sabía que el lugar estaba a diez millas de distancia, mi abuelo hubiera pensado que se trataba del castillo de Redgauntlet. Atravesando el arco de la vieja puerta, entraron en el patio. Vieron todo el frente de la casa iluminado y oyeron gaitas y violines, y había tanto baile y bullicio dentro como solía haber en la casa de Sir Robert en Navidades y en otras grandes ocasiones. Se apearon de sus caballos y a mi abuelo le pareció que ataba el suyo a la misma argolla a la que lo había atado aquella mañana cuando acudió a presentarse al joven Sir John.
‑¡Dios! ‑exclamó mi abuelo‑ ¡si parece que la muerte de Sir Robert sólo ha sido un sueño!
Llamó a la puerta del vestíbulo, como acostumbraba, y su viejo conocido Dougal McCallum, también como de costumbre, vino a abrir la puerta y dijo:
‑Gaitero Steenie, ¿estás ahí, chico? Sir Robert ha estado llamándote.
A mi abuelo le parecía que estaba soñando. Buscó al extraño, pero había desaparecido por el momento. Por fin trató simplemente de decir:
‑Hola Dougal del Más Allá ¿estás vivo? Creía que estabas muerto.
‑No te preocupes por mí ‑dijo Dougal‑, sino por ti; y cuida de no tomar nada de nadie aquí, ni comida, ni bebida, ni dinero, excepto el recibo que te pertenece.
Y dicho esto, le guió a través de salones y estancias que mi abuelo conocía muy bien, hasta llegar al viejo salón de roble; había en él ese mismo cantar, canciones profanas, escanciar vino, blasfemar y contar obscenidades que siempre había habido en el castillo de Redgauntlet en sus mejores tiempos. Pero ¡que Dios nos ampare! ¡Qué colección de juerguistas fantasmales se sentaban a la mesa! Mi abuelo reconoció a varios que hacía ya tiempo que se habían convertido en polvo, porque a menudo había tocado para ellos en el vestíbulo de Redgauntlet. Allí estaba el fiero Middleton, y el disoluto Rothes, y el astuto Lauderdale; y Dalyell, con la cabeza calva y barba hasta la cintura; y Earlshall, con la sangre de Cameron en sus manos; y el cruel Bonshaw, que desmembró a Mr. Cargill; y Dunbarton Douglas, dos veces traidor, a su patria y a su rey. Allí estaba el sanguinario abogado McKenyie que, por su sabiduría y su astucia mundana, había sido como un dios para el resto. Y allí estaba Claverhouse, tan bello como cuando vivía, con sus largos y oscuros rizos cayéndole sobre la casaca de encaje y la mano izquierda siempre en el hombro derecho, para ocultar la herida que la bala de plata le había hecho. Sc sentaba aparte de todos los demás y los miraba con expresión melancólica y altiva; mientras, el resto aullaba, cantaba y reía de tal modo que la habitación retumbaba. Pero, de vez en cuando, sus sonrisas se contraían de manera tan horrible y sus risas eran tan salvajes que a mi abuelo se le pusieron azules las uñas y se le heló la médula de los huesos.
Los que servían las mesas eran los mismos sirvientes y soldados que habían ejecutado sus crueles órdenes en la tierra.
Estaba el Mozo Largo de Nethertown, que ayudó a tomar Argyle; y el que intimidó al obispo, al que llamaban el Sonajero del Diablo; y los malvados guardias con sus casacas de encaje; y los salvajes amoritas de las Tierras Altas, que derramaban sangre como si fuera agua; y muchos sirvientes altivos, de corazón soberbio y manos ensangrentadas, serviles con los ricos para hacerlos aún peores de lo que hubieran sido, despiadados con los pobres hasta convertirlos en polvo una vez despedazados por los ricos. Y muchos, muchos más iban y venían, tan atareados como en vida.
En medio de aquel terrible escándalo, Sir Robert Redgauntlet llamó con voz de trueno al gaitero Steenie, para que se acercase a la mesa principal, donde él estaba sentado, con las piernas extendidas y envueltas en franela; las pistolas estaban junto a él y el sable apoyado en la silla, justo como mi abuelo lo había visto por última vez en la tierra, incluso el cojín del mono estaba allí, pero no la criatura‑ no le había llegado la hora, probablemente, porque, al aproximarse, oyó decir a uno de ellos:
‑¿No ha venido aún el Mayor? Y el otro contestó:
‑Estará aquí antes de la mañana.
Y cuando mi abuelo se adelantó, Sir Robert, o su fantasma, o el diablo con su apariencia, dijo:
‑Bueno, gaitero ¿has arreglado lo de la renta anual con mi hijo?
Con gran esfuerzo, mi abuelo consiguió el aliento suficiente para decir que Sir John no se conformaría sin el recibo de Su Excelencia.
‑Lo tendrás a cambio de alguna melodía, Steenie ‑dijo la apariencia de Sir Robert‑, toca para nosotros Veel Horldled Luckie.
Aquélla era una melodía que mi abuelo aprendió de un brujo, quien a su vez la había oído cuando estaban adorando a Satanás en sus aquelarres, y mi abuelo la había tocado algunas veces en las ruidosas cenas del castillo de Redgauntlet, pero siempre a disgusto. Y ahora, con sólo mencionarla, sintió frío y, para excusarse, dijo que no llevaba la gaita consigo.
‑McCallum, tú, hijo de Belcebú ‑dijo el terrible Sir Robert‑, tráele a Steenie la gaita que tengo para él.
McCallum trajo una gaita que podía haber servido a Donald de las Islas. Pero, al ofrecérsela, le dio a mi abuelo un ligero codazo y, mirando de reojo con atención, Steenie vio que el caramillo era de acero y había sido calentado al rojo vivo. Así que tuvo buen cuidado de no tocarlo con los dedos. Se excusó de nuevo y dijo que estaba tan débil y asustado que no tenía bastante aliento para tocar.
‑Entonces debes comer y beber, Steenie ‑dijo la figura‑, porque poco más hacemos aquí; y no está bien que conversen un hombre harto y otro hambriento.
Pero aquéllas eran las mismísimas palabras que el sanguinario conde de Douglas dijo para entretener al mensajero del rey mientras le cortaba la cabeza a McLellan de Bombie en el castillo de Threave; y eso puso a Steenie aún más en guardia. Así que alzó la voz como un hombre y dijo que no había ido allí a comer, ni a beber ni a tocar la gaita, sino a recuperar lo suyo, a saber qué había sido del dinero que había pagado y a conseguir un recibo a cambio; y en ese momento se sentía tan valiente que instó a Sir Robert en nombre de su conciencia (no tuvo valor para decir el nombre sagrado) a que, si quería descansar en paz, no le tendiese más trampas y le diese lo que le pertenecía.
La aparición rechinó los dientes y se rió, pero sacó el recibo de una gran carpeta y se lo tendió a Steenie:
‑Ahí tienes tu recibo, perro despreciable; y en cuanto al dinero, el hijo de perra de mi hijo puede ir a buscarlo a la Cuna del Gato.
Mi abuelo le dio las gracias y estaba a punto de retirarse cuando Sir Robert gritó:
‑¡Detente, tú, condenado hijo de puta! No he terminado contigo. Aquí no hacemos nada gratis; tienes que volver dentro de doce meses, a rendir a tu amo el homenaje que le debes por su protección.
A Steenie se le desató la lengua de repente y dijo en voz alta:
‑Me debo al servicio de Dios y no al vuestro.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se hizo la oscuridad a su alrededor y cayó a tierra con tal fuerza que perdió a la vez la respiración y el sentido.
Cuánto tiempo yació tendido allí no supo decirlo, pero cuando volvió en sí estaba tendido en el viejo cementerio de la iglesia de Redgauntlet, justo en la puerta del panteón de la familia, y el escudo de armas del viejo caballero, Sir Robert, colgaba sobre su cabeza. Una densa niebla matinal se extendía sobre la hierba y alrededor de las lápidas, y su caballo pacía tranquilamente junto a las dos vacas del párroco. Steenie habría pensado que todo había sido un sueño de no haber tenido el recibo en la mano, claramente escrito y firmado por el viejo señor; tan sólo las últimas letras del nombre eran un poco irregulares, como si hubiesen sido escritas por alguien víctima de un dolor repentino.
Profundamente preocupado, mi abuelo abandonó aquel triste lugar, cabalgó a través de la niebla hasta el castillo de Redgauntlet y con gran dificultad consiguió hablar con el señor.
‑Bueno, ¿me traes la renta, bribón arruinado? ‑fueron sus primeras palabras.
‑No, ‑contestó mi abuelo‑, no la traigo. Pero le traigo el recibo que Sir Robert me dio.
‑¿Cómo bribón? ¡El recibo de Sir Robert! ¡Me dijiste que no te había dado ninguno!
‑¿Quiere Vuestra Excelencia ver si estas pocas líneas son correctas?
Sir John examinó cada línea y cada letra con gran atención y, por último, la fecha que mi abuelo no había notado. En el lugar que me corresponde ‑leyó‑ a veinticinco de noviembre.
‑¡Qué! ¡Eso fue ayer! Villano, debes de haber ido al infierno por esto.
‑Lo obtuve del padre de Vuestra Excelencia, si está en el infierno o en el cielo no lo sé.
‑Te denunciaré por brujo al Consejo Privado ‑dijo Sir John‑, te enviaré junto a tu amo, el diablo, con ayuda de un barril de alquitrán y una antorcha.
‑Tengo intención de presentarme yo mismo en la iglesia ‑dijo Steenie‑, y decirles todo lo que vi ayer noche, que son cosas más apropiadas para ser juzgadas por ellos que por un ignorante como yo.
Sir John se detuvo, recuperó el control y quiso oír la historia completa; y mi abuelo se la contó punto por punto, como yo la he contado, palabra por palabra, ni más ni menos.
Sin John permaneció en silencio durante largo rato y por fin dijo, con gran comedimiento:
‑Steenie, esta historia tuya afecta al honor de muchas familias nobles, además de la mía y si fuese una mentira para librarte de mí, lo menos que puedes esperar es que te perfore la lengua con un hierro candente, que será casi tan malo como abrasarse los dedos con un caramillo al rojo vivo. Pero puede que sea verdad; y si el dinero aparece no sabré qué pensar. Pero ¿dónde encontraremos esa Cuna del Gato? Hay gatos de sobra en el castillo, pero me parece que crían sin necesidad de cama o cuna.
‑Es mejor que le preguntemos a Hutcheon ‑dijo mi abuelo‑, conoce todos los rincones tan bien como… como otro antiguo servidor que ha desaparccido y al que no me gustaría nombrar. Bueno, pues Hutcheon, cuando le preguntaron, les dijo que había un torreón ruinoso, en desuso desde hacía largo tiempo, próximo a la torre del reloj, accesible sólo por una escalerilla, porque la apertura estaba en el exterior y situada muy por encima de las almenas, al que desde antiguo se le llamaba la Cuna del Gato.
‑Iré allí inmediatamente ‑dijo Sir John, y cogió (con qué propósito, sólo el cielo lo sabe) una de las pistolas de su padre de la mesa del salón, donde habían estado desde la noche en que murió, y se dirigió apresuradamente a las almenas.
Era un lugar peligroso porque la escalerilla estaba vieja y carcomida, y le faltaban uno o dos peldaños. Sin embargo, Sir John trepó por ella y entró por la puerta de la torre, donde su cuerpo tapó la poca luz que se filtraba. Algo se abalanzó sobre él con violencia y casi lo tira de espaldas, la pistola del caballero se disparó y Hutcheon, que sostenía la escalera, y mi abuelo, que estaba a su lado, oyeron un fuerte alarido. Un minuto después Sir John lanzó el cuerpo del mono a los pies de ambos y gritó que había descubierto el dinero y que debían subir a ayudarle. Y allí estaba la bolsa con el dinero, efectivamente, y muchas otras cosas que se habían perdido hacía mucho tiempo.
Cuando Sir John hubo limpiado bien el torreón, condujo a mi abuelo al comedor, le cogió de la mano, le habló afablemente y le dijo que sentía haber dudado de su palabra, y que para compensarle en adelante sería un buen señor para él.
‑Y ahora Steenie ‑dijo Sir John‑, aunque esa visión tuya, en general, acredita a mi padre como un hombre honrado que incluso después de muerto ha querido hacer justicia a un pobre hombre como tú, eres lo bastante sensato como para comprender que hombres malintencionados podrían poner en duda la salvación de su alma. Así que mejor le echamos toda la culpa a esa criatura ladrona, el Mayor Weir, y no decimos nada de tu sueño en el bosque de Pitmurkie. Habías bebido demasiado brandy para estar muy seguro de nada y, Steenie, este recibo (la mano le temblaba mientras lo sostenía) no es sino un extraño documento y lo mejor que podemos hacer es, creo, echarlo tranquilamente al fuego.
‑Pero por muy extraño que sea, es la única garantía que tengo de haber pagado mi renta ‑dijo mi abuelo, que tenía miedo quizá de perder el beneficio del recibo de Sir Robert.
‑Anotaré el importe a tu favor en el libro de rentas y te daré un recibo de mi propia mano ‑dijo Sir John- ahora mismo. Y Steenie, si eres capaz de mantener la boca cerrada sobre este asunto, a partir de ahora tendrás una renta más baja.
‑Muchas gracias, Excelencia ‑dijo Steenie, que vio rápidamente cómo estaban las cosas‑. Desde luego que seguiré en todo las órdenes de Vuestra Excelencia; sólo que me gustaría hablar del asunto con algún hombre de la iglesia, porque no me gusta el emplazamiento que el padre de Vuestra Excelencia…
‑No llames a ese fantasma mi padre ‑dijo Sir John, interrumpiéndole.
‑Bueno, entonces, esa cosa que se le parecía tanto ‑dijo mi abuelo‑ habló de que tenía que regresar el mismo día al cabo de un año, y eso me pesa sobre la conciencia.
‑Bien ‑dijo Sir John‑, si estás tan angustiado puedes hablar con nuestro párroco; es un hombre justo, respeta el honor de nuestra familia y además creo que quiere conseguir mi protección. Y con esto mi abuelo estuvo enseguida de acuerdo en que se quemase el recibo y el señor lo tiró a la chimenea con su propia mano. Sin embargo, no ardió, sino que voló chimenea arriba con un cortejo de chispas y un ruido de cohete.
Mi abuelo fue a la casa del párroco y éste, después de oír la historia, dijo que su opinión era que aunque mi abuelo había ido demasiado lejos en asuntos muy peligrosos, sin embargo, como había rechazado las arras del demonio (pues eso es lo que eran las ofertas de comida y bebida) y se había negado a rendirle homenaje tocando la gaita cuando se lo ordenó, esperaba que si de ahora en adelante se comportaba con circunspección, Satanás podría sacar muy pocas ventajas de lo ocurrido. Y desde luego mi abuelo, por su propia voluntad, estuvo durante bastante tiempo sin tocar la gaita ni el brandy y, hasta que no terminó el año y pasó el día fatídico, no hizo tan siquiera intención de coger el violín ni de beber whisky o cerveza.
Sir John contó la historia del mono a su manera, y hasta hoy día algunas personas creen que en aquel asunto todo se debió a la naturaleza ladrona del animal. Incluso hay quienes aseguran que no fue el Viejo Enemigo al que Dougal y Hutcheon vieron en la habitación del señor, sino a esa criatura, el Mayor Weir, brincando sobre el ataúd; y en cuanto al silbato del señor, oído después de su muerte, era el sucio animal, que lo tocaba tan bien como el propio señor, si no mejor.
Pero el cielo sabe la verdad y salió a la luz por vez primera por boca de la esposa del párroco, después de que Sir John y su marido estuvieran ambos en sus respectivas tumbas.
Entonces, mi abuelo, a quien le fallaban las piernas pero no el juicio ni la memoria ‑al menos no tanto como para que se le notara‑ se vio obligado a contar la verdadera historia a sus amigos, para defender su buen nombre. De otro modo le podían haber acusado de brujo.

compositores: Ferrer Esteve

Josep_Ferrer_i_Esteve_(1902)

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1 Resumen

Compositor y guitarrista español.  Ferrer empezó a dar clases de guitarra, alternante esta tarea con el oficio de fotógrafo. Veinte años más tarde se estableció en Paris, por enseñar en el Instituto Rudy ya la Académie Internationale de Musique; también ofreció Gran Número de conciertos de guitarra, que le dieron fama como un instrumentista. Profesor fue del Conservatorio del Liceo de Barcelona de 1898 a 1901. Después de una nueva Estancia en París, se instaló definitivamente una de Barcelona, ​​en 1898, en vivió de la Enseñanza y la composición aletas de la muerte. su catálogo (Que algunos estudiosos cifran en trescientas cincuenta Obras y otras rebajan un centenar ) se COMPONE de piezas por un guitarra sola, a menudo en el estilo entonces conocido como un musique de salón, dúos por una guitarra y flauta, obras para piano y canciones; muchas de Sus composiciones Son de carácter pedagógico y están dedicadas un alumnos. También escribió Método ONU por una guitarra, Inédito . 

2 BIOGRAFIA

OBRA:

Per a guitarra sola:
Adagio. op. 60
Agréements du Foyer, trois pièces faciles. op. 32
El Amable (extret de la Colección 8ª de Ejercicios y preludios)
La Ausencia, andante sentimental. op. 61
Balada. op. 59
Barcarola. op. 54
Belle, gavotte. op. 24
Brisas del Parnaso. Quatro piezas. op. 6
Brise d’Espagne, valse caractéristique. op. 36
Canto de amor, vals de concierto. op. 20
Canto del Bardo, capricho. op. 48
Charme de la Nuit, nocturne. op. 36
Colección de valses
Cuatro piezas faciles. op. 50
Cuatro piezas progresivas. op. 4
La Danse des Naïades, mazurka. op. 35
De noche en el lago, fantasía con variaciones. op. 14
Doce minués. op. 12, dedicada a Francesc Tàrrega
Dos nocturnos. op. 11
Dos tangos. op. 19 (Tango número 1, Tango número 2)
Echos de la Forêt, mélodie-valse. op. 22
Elegía fantástica. op. 13, dedicada a Josep Brocà
Los encantos de París, capricho fantástico. op. 16
L’Estudiant de Salamanque, tango-valse. op. 31
Fantasía con variaciones sobre un tema de Bériot. op. 3
Feuilles de Printemps, sis pièces très faciles. op. 27
La Gallegada, fantasía pastoril con variaciones. op. 15
Gerbe de Fleurs, quatre pièces faciles. op. 40
El Gondolero, melodía. op. 51
La Mascarita, mazurka. op. 52
Horas apacibles, ocho piezas fáciles. op. 8, dedicada al seu alumne Apel·les Mestres
Impresiones juveniles, vals brillante. op. 18
Inquietud. op. 57
Marcha nupcial. op. 62
Melodía nostálgica (extret de Estudios, colección 4ª)
El Mensajero, vals. op. 55
Minué. op. 49
Minué. op. 56
Misiva afectuosa. op. 58
Nostalgia
Pensées du Soir, nocturne. op. 43
Pensées Mélodiques, quatre pièces. op. 37
Polonesa. op. 10
Quejas de mi lira: vals. op. 2
El ramillete, diez pequeñas piezas. op. 5
Récits Champêtres, trois mélodies. op. 30
Recuerdos del Montgrí: capricho. op. 1, dedicada al seu mestre Josep Brocà
Resignation, andante. op. 28
Rêve du Poëte. op. 43
Serenata española. op. 63
Sinceridad, melodía-vals. op. 53
Soliloquio, nocturno. op. 46
Les Soupirs, valse. op. 33
Souvenir du Quinze Août, romance sans paroles. op. 25
Souvenirs d’Antan, six menuets. op. 39, premi en el concurs internacional organitzat per Acadèmia Literària i Musical de França
El talismán, vals. op. 7
Tendresse Paternelle, mélodie expressive. op. 29
Tres valses. op. 9
Trois Mélodies. op. 42
Urania, nocturno. op. 47
Vals en la menor
Vals en mi menor
Veillées d’Automme, quatre pièces faciles. op. 21 (> 1882)
Veladas Intimas, cuatro piezas. op. 17

Per a dues guitarres:
Bolero. op. 38, per a piano i una o dues guitarres
Mazurka, per a dues guitarres
Mélancolie, nocturne. op. 23, per a flauta i una o dues guitarres
Minué, per a dues guitarres
Sérénade Espagnole. op. 34, per a dues guitarres
Les Sirènes, valse. op. 25, per a banjo i una o dues guitares
Terpsichore, valse. op. 45, per a dues guitarres
Vals original, per a dues guitarres

Adaptacions per a guitarra:
La Calesera, canción andaluza de Sebastián Iradier, per a veu i guitarra
La Colasa, canción madrileña d’Iradier, per a veu i guitarra
El Jaque, canción española d’Iradier, per a veu i guitarra

Obres per a piano:
La craintive. Polka-mazurka, op. 2 (ca. 1882)
Las dos hermanas: polka mazurca (ca. 1870)
La exposición: vals (1885)
El himno de Suez: vals brillante
La inquieta: polka (ca. 1870)
Ismalia: galop (ca. 1870)
Loreto: americana (ca. 1870)
Misterio: capricho schotisch (1876)
Le premier salut aux beaux-arts: mélodie variée (ca. 1882)
La tranquila: redowa (1885)