Gomez de la Serna- Senos 3

LOS SENOS DE DOÑA INÉS
La única desnudez que supo don Juan de doña Inés fue
la de sus senos. Los senos de doña Inés, como un solo
seno o repecho bajo las tocas, mostraron el pliegue de
los dos en la hora del desmayo, cuando toda su simetría
se arrugó y se le levantaron los embozos.
Después allí en la quinta sevillana don Juan encontró
los senos, los buscó, sacó moldes de ellos para su recuerdo,
pues comprendía muy bien que la fatalidad le rondaba.
¿Pero cómo si perdía a doña Inés dejar de recordarla
asida por el sitio más asidero, por los senos?
Por lo menos recordó siempre sus senos atados por el
largo cíngulo para los senos que usan las monjas para
sus senos. Comprobó que estaban, que dormía la cabeza
del uno junto a la cabeza del otro, como en los medallones
en que para cogerlos dentro del óvalo hay dos niños
así.
Don Juan con disimulo faldeó con su cabeza los senos
de doña Inés, buscando con las sienes y la mejilla el relieve
de su almohada. Nunca se le pudieron olvidar.
LOS SENOS DE LAS NIÑAS DEL
CONSERVATORIO
Van envueltos en trajes de muselina rosa y campean
sobre el gran cartapacio de la música. Son como copas
que vibran todo el día, durante las largas horas de la clase,
porque todo el fondo del Conservatorio está lleno de
músicas, de toques de cucharilla sobre las pancitas de cristal.
L
as niñas del Conservatorio tienen senos que gracias
a la música que aprendieron siempre estarán bien conservados.
Los viejos profesores injustos, pero humanos,
tienen muy en cuenta para los sobresalientes el encanto
más o menos grande de los senos de las niñas del Conservatorio,
senos con un lacito en el pezón.
LOS SENOS DE ELOÍSA Y DE
BEATRIZ
Los senos de Eloísa eran igual a los de Beatriz y los
de Beatriz igual que los de Eloísa.
Esas grandes heroínas de la literatura y del amor, tienen
senos que no caen sobre el corsé —el corsé es
perverso—, sino sobre una alforja que hace el traje sobre
el cinturón que lo aprieta un poco más arriba de la
cintura. Andaban pasito a pasito aquellas heroínas, mirando
mucho hacia la tierra para no desnivelar su paso
y que así se pudieran mover sus senos.
Los senos de Virginia, Eloísa, Beatriz, Genoveva son
senos en los que era encantador encontrar la pesada calidad
de la carne cuando sus figuras tenían la vaguedad
romántica del espíritu, la ingravidad que dan al ser las
grandes pasiones exaltadas. Sus novios, sus adoradores,
sus poetas, los que quizá no tocaron sus senos, esperaban
y es lo que se preparaban con su exultación lírica,
que ellas les dejasen tocar toda la naturalidad y la dureza
de sus senos. ¡Senos duros en la inmaterial belleza ideal!
Ningún ser humano obtendrá mayor placer que ése.
Merece la pena de hacer oración y depurarse para tocar
alguna vez en la figura elevada y espiritualizada hasta el
delirio, los senos verdaderos, colgantes, con su fuerza
de gravedad infiltrada en la curva vencida de su plástica.
Senos de Eloísa y de Beatriz, senos que ni ellas mismas
acabaron de comprender, pero que colgaban como
los verdaderos en su pecho, vosotros sois esa eminente
paradoja que exalta la vida.
LOS SENOS DE LA REGIÓN
DE ABAY
En esa región de Abay en la Idea, donde a la mujer
que entra en el primer día de su pubertad se la lanza pintada
de rojo por las praderas y el que primero la encuentra
aquel la posee, los senos de las mujeres son rojos con
franjas amarillas. Parecen tiros al blanco, pues las franjas
rojas en los senos con concéntricas, así como en el
resto del cuerpo lo embandan. Todos son felices en la
región de Abay donde sólo existe una clase de árbol, en
que se clava un puñal y salen manantiales de dulzura entrañable.
Tenía que haber esos senos en algún lado del mundo,
y allí los hay, provocando en las danzas una especie de
fuga de círculos como los que se escapan al buen tabaco
en la hora espesa.
LOS SENOS DE LA CHATUNGA
En la chatunga los senos toman una importancia arrebatadora.
La nariz se ha sacrificado para hacerlos más
valiosos y deseables. Cleopatra era chata, pero debía tener
los senos que bailan solos la danza de su vientre de
ombligo rojo.
La chatunga con senos vivos y ondulados es la hermana
más casadera de las hermanas. La nariz corta hace
discreta la expresión de su cara y deja que ios senos se
explayen.
La chata con senos encantadores enloquecerá a los
hombres como si les diese cloroformo, como si les empujase
la cabeza contra el mullido de una cama queriéndoles
ahogar, como si les pusiese un apósito de algodón
con que asfixiarles.
En la chatunga parece que el pezón de sus senos hace
el gesto chatungón de su chatunguería y los senos se respingaran
con gracia rabalera ei día en que ella ría en la
aventura del matrimonio, pues con la chatunga —porque
las lágrimas o la seriedad ponen feísima— está asegurada
la risa, en la hora de los atrevimientos que viene inmediatamente
después de la boda y en que todas las hipocresías
se inutilizan y todas las frases de resistencia
hay que hacerlas vivir en sentido inverso.
LOS SENOS DE VERDADERO
SÉVRES
En casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura
se cimbreaba en la luz.
—¿Qué desea? ¿Me trae algún abanico?
El anticuario, al verla sin ningún paquete, creyó que
era una de esas que se sacan de no se sabe dónde un abanico,
un abanico viejo, que llena de lentejuelas la tienda
cuando ellas lo abren.
Ella, acercándose más al anticuario, le dijo:
—Le traigo unos senos de verdadero Sévres.
—Venga, pase —le dijo el anticuario, pasándola al despachito
donde compraba las joyas más importantes.
Ella entró con la determinación de la que va dispuesta
a todo y allí sacó sus senos y se los enseñó al anticuario.
—¿De Sévres?… ¿De Sévres? —decía el anticuario sin
dejar de darles vueltas como a los jarrones a los que se
busca la marca.
—Sí, mire usted la señal —y la mujer que tenía los más
puros senos de Sévres, y que sabía dónde estaba el grabado
frío como una cicatriz de la marca, le dijo—: Aquí
está.
El anticuario con su lupa se quedó asombrado de la
autenticidad, y comenzó a contar como quien cuenta papeles
de fumar los billetes que daba por ellos.
Y la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres
salía de la tienda sin senos, lisa, como la que ha vendido
la última joya que le quedaba de sus padres.
LA MUJER DE SENOS PARA
VERANO
Lo más bello de aquella mujer era que no sudaba en
verano. Eso lo tenía muy a gala ella y lo repetía muy a
menudo, dándose tono como poseída por una gran dignidad,
gracias a esa condición.
Ese efecto de sudar la había comprometido en algunas
ocasiones, pues en sus enfermedades no había podido
romper a sudar, y los médicos no habían sabido qué hacer
para hacerla reaccionar. Gracias que todo se desvaneció
ante su frialdad de mármol.
En verano era encantadora, y lo más fresco eran sus
senos, que parecían como dos sorbetes de mantecado con
la punta de fresa, en esa combinación amarillenta y rosa
a que son aficionados los reposteros.
Yo, que soy el escritor de los senos, su crítico de arte,
el que formó su colección y ya no admite ni los duplicados
ni las falsificaciones que ofrecen de todos lados, no
me dejo engañar por los senos.
Unos especiales colgados del pecho de la mujer engañosa,
meretriz disimulada, que incurría en todas las
contradicciones de su profesión, acabaron por llevarme
adonde querían. Me era muy simpática aquella mujer
que se administraba como si su cuerpo estuviese lleno
de cupones y cada noche cortase los que correspondían
cambiar por dinero; de tal modo me insistió, tanto corrigió
su antipatía para llevarme, que me llevó. Yo, sin
embargo, iba con la firme decisión de sentarme en una
butaca, de verla y de sentirme muy enfermo en seguida.
Su gabinete era el rosado gabinete para los imbéciles.
Me recordó las decoraciones de las lecherías en que todo,
desde la lámpara hasta los espejos, está envuelto en
gasas rosas, para evitar que dejen su huella las moscas.
Se oía a los hombres de todas las noches queriendo dejar
la huella de su uña en la habitación rosa.
Me senté en la butaca y ella dijo lo que quería. Me
enseñó sus senos, dos senos con un tipo de goma de las
mujeres muy dadas a la noche, y con el color de la goma
sucia de los chupones de los niños, cuando están muy
usados y han rodado mucho por los suelos. Parecían colgados
de su cuello con fuerza, como si la diesen un abrazo
corto y asfixiador.
Bueno, los toqué. La emoción de la goma que siempre
me ha acudido frente a los senos mercenarios, acudió a
mí con más seguridad; pero después noté que había en
su fondo una dureza de piezas sueltas con los cantos fuertes,
la sensación de un bolsillo de malla de plata repleto
de monedas. Estaba apretado el dinero en el fondo de
aquellos senos y dulcificada la rigidez de su metal por
su malla de carne. ¡Uf! Aquéllos eran los senos llenos
de oro, dos grandes bolsas como las de Judas, con el cierre
muy fruncido y lacrado.
Cuando comprobé eso me puse muy enfermo y me marché.
Ella para salir al pasillo y abrirme la puerta de la
calle, se guardó los senos como quien esconde las carteras
de billetes y los sacos del dinero.
Ya me pareció siempre con sus senos a cuestas, la figura
de la cambianta que lleva los sacos de calderilla a
la cadera.
EXVOTO
I
Ana tenía una gran fe en aquella Virgen colocada en
la capilla con menos luz de la iglesia, ataviada con adornos
antiguos, azabaches, galones dorados con el color
de los que se guarnecen las cajas de muerto, terciopelos
pelados, como sólo se pelan las alfombras antiguas, y
olientes a ese color que toman las telas que han estado
en los sótanos. Toda la imagen estaba como resfriada por
un vientecillo secreto, y un frío, y una acuosidad de capilla
de iglesia, transpiración de una tierra con muertos
y con pozos anchos y hondos.
Ana le regalaba flores, y la regaló dos jarros rosa con
flores de talco de oro. Iba mucho a verla, pero de pronto
comenzó a ir más a menudo. Se veía que deseaba una
familiaridad mayor con la santa.
Su desnudo era demasiado liso, demasiado resbaladizo,
sin senos, con dos botones blancos señalando su sitio,
dos botones como unas verruguitas desangradas, y
por eso ella, que deseaba el amor como un sacramento,
quería pedir a la santa la gracia de unos senos.
Un día, por eso, después de muchos días de indecisión,
se decidió a hacerle la petición de un modo más
visible, ofreciéndola un exvoto.
Entró en una cerería, esa tienda clerical, apesadumbrada
y lívida. En el primer momento no supo pedir lo
que deseaba al mancebo de la cerería, de blusa de color
cera y un aspecto laxo y céreo. Miró alrededor. Mariposeó
sobre las velas rizadas, miró los rodetes de cera, que
son los exvotos para salvar las gargantas; buscó en la vitrina
en que duermen como en una fosa común los restos
humanos, que son los exvotos, pero no encontró el
que buscaba lo que hubiera querido señalar diciendo
«Eso».
Por decir algo, puesto que era insostenible el silencio,
dijo: —Quiero un exvoto.
—¿Un cuerpo entero o un solo miembro? ¿Un corazón?
¿Un brazo? ¿Una pierna? ¿Una cabeza?…
—No… Quiero…
Se la agolpó la sangre a la cara, y dijo, mintiendo con
alevosía:
—Es una enfermita del pecho…
Entonces el mancebo, comprendiéndola, la ofreció unos
senos pequeños, como esas pezoneras para enferma de
los pechos, que venden en las boticas.
El mancebo, con trazas de sacristán, bajó la nariz, cogió
el exvoto y se lo envolvió sin chistar. Ella preguntó
el precio, pagó y salió…
Ya en la calle, cuando se rehizo, comenzó un andar nuevo,
lleno de desparpajo, porque se sintió ya más mujer,
con los senos aumentados por los senos que llevaba envueltos.
Entró en la iglesia. Estaba solitaria la capilla y había
un clavo vacío. Miró a todos lados temiendo que la viese
la «sillera», que la conocía. Nadie. Desenvolvió su paquete
y sacó el exvoto, que colgó del clavo vacío, con
un rubor extraño, sintiendo frío en su desnudo como si
hubiese abierto su pecho y hubiese sentido en él el grave
frío de la iglesia, ese frío que sale por los resquicios de
las baldosas y de las tarimas.
Después se encogió, se hizo un ovillo y se llenó de atrición
para fecundar mejor sus senos. El exvoto, colgado
de una cinta de seda rosa, parecía lleno de persuación
y de esperanza, y parecía tener una palpitación ingenua,
una blandura carnal, desangrada, paciente y virgen, sin
rosa en el brote, pero sin esa rugosidad en el pezón que
tienen hasta los de las niñas. ¡Perfectos senos místicos,
llenos de una femineidad irritante y languideciente!
n
Después de aquel día, Ana no dejó de ir a poner sus
ñores a la santa, y pasados tres meses, sus senos aparecieron
admirables, duros, anchos y blancos, blancos hasta
dar frío y algo así como una dentera sensual de puro blancos
y de puro crecidos. Eran de una masa de nardos, de
una masa celestial, más suave que la de los espontáneos,
y el rosa de su pezón era un rosa indefinible.
Y pasó un poco de tiempo más, y un día llena de inquietud
y de animación, empujada por sus senos irresistibles,
fue seducida por un cualquiera. ¡Quería mostrarlos!
¡Quería mostrarlos!
Desde entonces sus senos la fanatizaron, la llevaron a las
casas de persianas echadas; hubiera querido mostrarlos en la
calle, hubiera querido asomarse al balcón con ellos fuera.
Dio pábulo a una constante orgía admirable y ardiente;
pero en medio de su impureza, fogueados sus pechos
por los besos como botones de fuego, recordaba sus otros
dos senos de niña, virginales siempre, sin mordeduras,
a salvo del pecado, colgados de una cinta de seda en la
capilla de Santa Maravillas.
EL DERECHO Y EL IZQUIERDO
EJ seno izquierdo es el del corazón, que está dentro
de él, embalado en él, enjaulado dulce y blandamente
en él. Tiene más vida que el otro, y es hacia el que se
va siempre, y sobre el que se insiste, sopesando en la mano
el seno y el corazón, el blando seno y blando corazón.
Por eso ellas dicen:
—Te olvidas del otro… Acaríciale al otro. ¡Pobrecito…!
El otro es un poco muerto y un poco frío, está muy
lejos del acariciado y es como el niño desdichado, el que
tiene envidia, el que se quisiera acercar a la caricia, el
que anhela y mira queriéndonos apiadar, abandonado sin
merecerlo. Sin embargo, se cuenta con él en el otro, y
acariciando a uno sólo se siente a los dos, parece que
nos damos cuenta de los dos. El otro, el más abandonado,
reproduce al preferido, y es la riqueza que no se gasta,
pero con la que se cuenta como con un ahorro firme
En el seno del corazón no es que se sienta el latido
del corazón, porque eso sería terrible e insostenible, como
es terrible y es para dejarle volar sentir en la mano
apretada el latir caluroso del pecho de los pájaros, toda
su pechuga exaltada; en el seno del corazón hay una cordialidad
viva, aunque es en el que está la muerte también,
Ja posibilidad, el augurio de la muerte, y eso mismo
hace que sea más apasionante.
La mujer siente por eso cuando se acaricia su seno izquierdo
algo así como si se cuidase su destino, el destino
que ni ella misma sabe, el destino que reside ahí…
Así, una especie de extrañeza las invade al dejarse acariciar
ese seno, como si fuese superior a ellas y hubiese
de ser implacable lo que en él se alberga, lo que en él
hierve.
¡Qué atravesado de sentimientos indecisos, de sospechas,
de vagas presunciones, de apuñalamientos, debe de
estar ese seno!
El)as por todo eso parecen decir al entregarlo:
—Ahí está… No sé lo que le espina, lo que guarda herméticamente;
cúrale, vuelve propicio mi destino, anímale,
porque es el que ha de morir primero… Aplaca mi muerte.
SENOS DE VIUDA
Los senos de viuda se abren en la negrura profundamente
blancos. Parece que habían de ser blancos y negros,
o el uno blanco y el otro negro, o los dos con aureolas
y pintas negras; pero son blancos, blancos como lo
blanco es blanco y lo negro es negro.
Sobre todo, el primer día que los enseñan de nuevo es
como si fuesen adúlteras, y el descubrimiento que hacen
de ellos hace que tiemblen ellas y sus nuevos esposos o
sus amantes. En medio de la gran libertad de que son
dueñas, parecen facilitar lo prohibido. El cadáver a lo
lejos intenta levantarse y araña en la caja, porque quisiera
evitarlo, porque lo ha visto, porque es lo que menos
ha podido evitar, porque sorprender esa primera vez es
lo último con bastante fuerza para resucitarle un momento,
sólo un momento, un momento después del que muere
definitivamente, y entonces los senos de la viuda se quedan
cínicos y permitidos para siempre.
El amante o el nuevo esposo, sin embargo, verá siempre
cómo desde muy abajo tienden unos brazos hacia los
senos que cuelgan.
Todo el perfil de la viuda se exalta siempre sobre una
cortina oscura, y, por lo tanto, sus senos se destacan también
sobre el negro profundo, sobre el negro que recorta
como unas tijeras su silueta.
Los senos de la viuda son como unos senos que han
matado, como unos senos mortíferos que pueden hacer
una nueva víctima. ¿Qué cicuta dulce hay en ellos? Asustan
un poco y parece que apuntan como un arma de fuego.
Por eso el nuevo manipulador los relaja, los embota,
lucha encarnizadamente con ellos aun en medio de su pasión.
Hay como un duelo a muerte entre él y ellos, y o
declinan los senos de las viudas, o declina el nuevo tesorero.
Las viudas saben cuál era el más preferido por el otro;
eso lo sospecha el nuevo amante y procura no incurrir
en la antigua preferencia y alterna sus preferencias. Es
como si la viuda tuviese dos hijos, el uno hijo del otro,
y el otro hijo del reciente enamorado. ¡Qué cuidado en
no confundirse, porque preguntar la verdad es algo imposible,
es una pregunta inexpresable!
Indudablemente, uno de los senos de la viuda tiene hecho
el taladro que nunca taladra ninguno de los senos de
las mujeres más acreditadas, porque sólo los maridos manejan
el taladrador oficial, la dura tenaza que manejan
los revisores de los trenes.
¡Senos solapados de las viudas!
Senos que, como el sello matado de los coleccionistas,
tienen más mérito que el mismo sello nuevo, tienen
como más vida y una experiencia inimitable, más cumplida,
como es más cumplida la decadencia que hay después
de la perfección, que la perfección misma.
Senos que han muerto y han resucitado, senos que guardan
en secreto dentro de sí las antiguas cartas y las antjguas
noches, como «secretaire» con rincones inasequibles.
Las viudas incitan más con sus senos, porque están detrás…
¿detrás de qué? No se puede aclarar esta idea, y
sólo se puede decir que están detrás, y por eso, aunque
ellas desesperadas los hagan avanzar y avanzar con un
descoco tremendo, desesperadas por lo que les abisma,
retira, profundiza y se interpone entre sus senos y el nuevo
amante, no logran romper el fatal estigma de que estén
detrás… El nuevo amante encuentra en eso una desesperación
que le encalabrina, algo de perro escarbador que
escarba siempre, presintiendo algo que está cercano, que
ve con más nitidez que nada, aunque no lo acabe de alcanzar.
LOS SENOS EN DOMINGO
Los senos se solazan en el domingo; se hinchan, se
abomban, se esponjan, ¡y qué triste es que esto suceda
para que, generalmente, pasen casi todos el domingo en
babia, rozagantes, plenos pero desconocidos, encarcelados,
inútiles, separados de la fiesta!
Ellas hacen gala de ellos como se hace gala de las colgaduras
en las procesiones, en lo alto, en los balcones
de los hogares cerrados, para cuando para la procesión
recoger las colgaduras, así como los senos que han engalanado
desde lo remoto el domingo, tan deseoso de
aproximaciones, de acercamientos, de envolvimientos, tocando
lo que es terso y placentero.
Los senos del domingo, más hechos de gasa, más limpios
que ningún día, como almidonados de nuevo, ponen
más triste el domingo. Lo hacen más irreparable.
Los senos en domingo van llenos de lazos; pero de lazos
interiores y de aplicaciones sutiles. Parece que salen
hacia su apoteosis cuando salen de casa, y sin embargo
no van a ninguna parte, no van más que a describir un
círculo vicioso alrededor de su sordidez.
¡Tristes senos del domingo, tiesos, solemnes, ingenuos
y nuevos, como lo son blusas nuevas que se suelen estrenar
los domingos, más amargos y más dulces que nunca,
como con el traje de cristianar y el gorrito de encaje
que se pone a los niños para el paseo de los días de fiesta!
¡Pobres senos, cohibidos que pierden eternidades sin
darse cuenta, niños sin padre ni madre, ni antes ni después
de haber nacido!
Los que se han quedado en casa están caídos en las
chaisselongues del domingo.
LAS QUE FUERON MATADAS POR
SUS SENOS
Hay algunas mujeres de senos espléndidos y rebeldes,
a las que rechupan, sorben y «suicidan» sus senos. Sus
senos no podían ser vírgenes y abstinentes. Ellas les impusieron
su voluntad de continuar abstemias, y sus senos
se encolerizaron, se volvieron contra ellas y comenzó
una lucha sorda, terrible de rebeldía y de insubordinación
de los senos. Emplearon su hora exuberante en
aplastar sus senos, en luchar desesperadamente con ellos,
en tener una agarrada terrible con ellos.
Pero sus senos vencieron, sus senos se fortalecieron
a expensas de ellas, las sacaron las entrañas, las vaciaron
y flamearon una última vez, como si fuesen las anchas
banderas y ellas el asta flaca de la bandera. Ellas,
ya vencidas, miraron sus senos vencedores, los senos que
las habían robado los pulmones, que se los habían secado,
y presintieron su fin, y llegó inmediatamente su muerte,
porque no sólo contradice la vida una bala de revólver,
sino una abstinencia absurda.
LA MADRE Y LAS DOS HIJAS
La madre y las dos hijas tienen sendos y fuertes bustos.
Van las tres orgullosas y como avanzando en un ataque
a la bayoneta. Se abre el paseo a su paso, como se
abre el mar ante el avance de la proa afilada y determinada.
La madre, en el centro de sus dos hijas, todavía apuesta
y bella, y como hermana de ellas, según dicen todos
siempre, va llena de la altivez de ser la creadora de los
senos parecidos a sus senos, va repartida y propagada en
sus dos hijas, como si fuesen pétalos de ella misma, y
sobre todo, su gran satisfacción es que así demuestra que
la pompa de sus hijas no es la pompa vana de siempre,
la pompa que se deshace en seguida, sino la pompa duradera
y recia.
EL MALABARISTA DE LOS SENOS
Había hecho una preciosa provisión de senos frescos,
esféricos, breves, pulidos, con brillanteces carnales, con
reflejos inconfundibles.
Jugaba con ellos ante el público, y lo seducía.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve,
diez, once, doce, trece, catorce. Los lanzaba, los recogía
y los volvía a lanzar, lleno de tanto amor por ellos,
que ninguno se caía, porque él sabía que se hubieran hecho
mucho daño al caer, y eso hacía que no hiciese esas
piñas que tienen los malabaristas que juegan con pelotas
de fábrica o con platos de metal.
Se le veía radiante de felicidad, contento de su arte,
con una pasión y una fidelidad que le hacían no acabar,
embriagándose con tener en el aire y a la vista los catorce
senos de su colección, mientras en el intervalo inverosímil
en que todos estaban en el espacio y no dejaban
de estar, él tocaba sólo dos, dos en cada instante, sólo
dos, mientras los otros volaban y hacían la curva más graciosa
y más insostenible.
Todos presenciaban y seguían la delicia del número inusitado.
Había en el aire una estela de voluptuosidad y de
una gracia inconcebible, sintiéndose el público predispuesto
al aplauso, ante el suave elemento que manejaba
tan bien, y cuya especial calidad se sospechaba como si
se tocase.
Así el malabarista de los senos núbiles no dejó la pista
del circo, repitiendo su número mostrando a todos la seducción
de los senos convertida en un juego banal, irónico,
digno de los senos triviales e infatuados.
LOS SENOS EN LA DANZA
Toda mujer, tanto las que están destinadas para la mayor
quietud, como las que están destinadas para la mayor
inquietud, debían aprender un paso de danza, creado
sólo para que se desenvolviese en toda su posibilidad
la gracia de sus senos. Andando despacio al acercarse
la mujer desnuda, pierde el encanto de la danza ligera,
pero viva, que debe danzar al aproximarse.
Todas debían aprender íntimamente esa danza suave y
despierta; pero sólo las bailarinas la saben y la practican.
Los senos sienten la locura de la danza con un frenesí
que llega a veces a asustar, porque parece que van a prenderse,
que van a incendiarse del roce de uno con otro.
Caen hasta muy abajo, y se levantan como los brazos;
parece que se desprenden y se destacan, como esas pelotas
unidas por una goma a la mano y que avanzan vivamente
en el aire, sin desprenderse de la mano volviendo
a ella como vuelven los senos al sitio de los senos, aun
destacándose tanto.
Los senos en la danza son desiguales y arbitrarios; es
uno siempre más largo, mucho más largo que el otro, y
baja de un lado, mientras el otro sube y se queda adherido
muy en algo, con miedo de caer. Así en la danza, dentro
de la danza de la mujer, como en un escenario más
pequeño danzan sólo los senos una danza más rota y más
desigual; una danza que desenfoca la otra danza; una danza
central; desgarrada, desesperada, atormentada, llena
de dolorosos y placenteros entrechocamientos, la danza
en que se van moliendo, gastado y deslanguiendo los senos
de las bailadoras, la danza de que salen noche a noche,
cada vez más molidos y macerados; la danza en que
se consumen y se ablandan.
Bajo el ritmo de la danza son lo que rompe el ritmo,
lo que pone una nota de rebeldía, de bravura, de desorden,
de descomposición.
La fluidez de la danza está en los senos, y la bailadora
baila con cuatro brazos por bailar con los senos, que son
unos brazos más libres, que son unos tentáculos ideales.
Por la danza parece que los senos de la que danza quedarán
llenos de un movimiento continuo, como el de esos
relojes en que sube y baja un columpio constantemente.
Los senos en la danza son como un mar embravecido,
y su oleaje da un vértigo que embriaga.
¡Oh, si no fuesen fuertes y no estuviesen bien embridados
a los hombros los corpiños, cómo se escaparían,
cómo se precipitarían sobre el público como esos balones
que tiran los clowns al público, para que el público
juegue con ellos y se los devuelva! A veces hay un momento
en que uno de ellos se escapa; se sale fuera de
sí ya, y la bailadora se lo recoge con pánico antes de que
pueda volar, lo coge a manos llenas y lo guarda, en un
cerrar y abrir de ojos, durante el que el público lo ha
sentido avanzar sobre él, darle suavemente en la frente,
con algo de esos pétalos de rosa que se cierran y después
se hacen estallar en la mejilla.
Los senos en la danza no son del hombre; se libertan
en la danza, se dedican sobre el ara de los sacrificios,
sobre el ara en que arde el fuego, se dedican al Dios varonil
que ama esas ofrendas, y arden en el ara como ardían
los corderillos que se ofrecían en holocausto. Los
senos en la danza es cuando están más lejanos al hombre,
cuando nadie se puede acercar a ellos, cuando están
más solitarios y más dedicados a sí mismos.
¡Lenguas de fuego de la danza, suprema vorágine, vórtice
del espectáculo de vivir que puede dar la vida, señal
de rebato que conviene dar a los corazones para que sean
libres, exaltados y revolucionarios! Pero los senos ideales
de la danzarina ideal serían los que al entrechocarse
en la danza, sonasen como crótalos…
SENOS DE SIRENA
Los senos de las sirenas eran perturbadores, chorreaban
agua, siempre varios hilillos de agua los surcaban
e iba a caer por el pezón, como si fuese una fuente de
esas que se quedan yéndose gota a gota. Mojados siempre,
siempre tenían un brillo vivo, ocho reflejos que señalaban
mejor su gracia convexa y mórbida. Tenían la
fuerte calidad de las algas, su dureza y esa exasperante
tersura que tienen las algas, y que hace que cuando se
cogen al pasar por la playa no se suelten, y vaya uno estúpidamente
con ellas, y hasta sienta ganas de comérselas,
¡Ruda y resbaladiza y femenina calidad de las algas!
Los grandes pulpos del mar se agarraban a los senos
de las sirenas, y los estrujaban dulcemente, sin quererse
soltar de ellos.
Los senos de sirena eran como senos de foca, algo así
de carnoso, de duro y de blando, y las palmaditas que
se daban en ellos sonaban con un dulce chapoteo. En la
mano eran de un peso de pescado que se coge a peso,
eran como dos besugos, uno en cada mano, con ese peso
denso, compacto, un poco metálico, y, sin embargo, ligero,
de los peces; eran resistentes a todos los pellizcos,
y nunca se quejaron. Daba pánico verles tan resistentes
y se volvía el hombre que los tocaba más sumiso y más
agradecido ante el poder de la mujer que se los otorgaba.
DETRÁS DE LOS CRISTALES
ESMERILADOS
Detrás de los cristales esmerilados de los cafés de camareras
se presienten senos más limpios que los de las
prostitutas, y menos usados. Entre esos senos los hay tímidos
e irresolutos, que no se han atrevido a dar un paso
más: el paso a la prostitución.
¡Hay que ver cómo traen sus senos al parroquiano cuando
traen la bandeja con la botella y la copa! Parece que
traen principalmente sus senos en una bandeja ideal, y
que son lo que os van a servir y a descorchar con el empaque
y la importancia con que se descorcha una botella
de champaña.
Para escuchar el parroquiano, para servirle, para achucharle
y que vuelva, se inclinan sobre él desde el otro
lado de la mesa y le amamantan idealmente, ofuscándole,
deslumbrándole, como echándole rosas sobre la cara.
Estos senos de camarera están obligados a una reserva
de todo el día, y sólo a la noche se les deja ir adonde
quieren. Son escondidos, y en lo que cabe, honestos, porque
tienen largas horas de conversación, de abrochada
espera, y están lo bastante limpios de la suciedad de las
mujeres de más abajo. Son senos de mujeres que no quieren
descender del todo, de bellezas a los que gusta la paz,
de mujeres enardecidas por la confidencia.
Por esos cristales esmerilados se ven las sombras chinescas
de algunos senos que están bien. Hay muchos cafés
de cristales esmerilados, y eso hace que sea numerosa
la cantidad de mujeres, entre cuyo número excesivo
se esconde el misterio. Alguien se aprovecha de esos senos
fáciles, pero medio ocultos, de esos senos que no
quieren perecer demasiado ni gangrenarse; tanto que algunos
se escapan a toda pesquisa.
Así hemos pensado que detrás de los cristales esmerilados
de uno de esos cafés llenos de luz, pero casi siemre
solitarios, hay una preciosa joven que nadie sabe que
está allí, que la busca su familia por todos lados, que no
quisiera estar allí y, sin embargo, el dueño la domina y
la guarda en el local cerrado.
SENOS DE ACTRIZ
Los senos de la actriz que ha hecho la tragedia son unos
senos llenos de tragedia, enlechecidos de tragedia, y a
los que ha llenado de una flora de sufrimiento el sedimento
del arte. Sin que lo merezcan quizá, cuando son casquivanas
e infieles, llevan innegablemente esos senos supremos
a los que se han llevado las manos angustiosamente
en los momentos culminantes del drama, y han lucido durante
todas las tragedias sus senos como rosas de té, melancólicos,
con un perfume así, como los pétalos con esa
rizadura tan graciosa y tan desilusionada de las rosas de té.
Los senos de la actriz dramática no son todo lo elevados
que parecen, y generalmente tienen condescendencias
con los hombres vulgares o los hombres ricos y convenientes.
Eso resulta más inaguantable que ante los otros
ante los senos dramáticos que deberían tener una abnegación
más grande. Abusan del arte que se ha depositado
en ellos para entregarse a los seres antiartísticos. Ceden
malamente todo el ideal que se les ha adjudicado.
¡Qué pena que sean así, ellos tan bien portados en los
papeles nobles del drama, ellos tan interesantes en el sufrimiento
elocuente del drama! Debiendo ser para los que
supieran acariciar en ellos a todas las heroínas con el
asombro apasionado de que fueran ellos solos los senos
de todas ellas, se entregan a los que no saben nada de
eso. Debían estar enclaustradas en el fondo del escenario
esas mujeres de los senos dramáticos, los senos enternecidos
y consagrados por el Arte, o, a lo más, debieran
ser para el que mejor comprendiese el drama. Pero
no son sino para el beduino, abusando ignominiosamente
de sí mismos, y no siendo siquiera para el que hace
el papel de su amante, y al que no le permitirían ni un
roce disimulado fuera de la escena, donde se aprovecha
siempre que con arrechucho les puede dar un achuchón.
Los senos de las actrices, de la comedia, y de todos
los otros géneros, son senos engolados, hipócritas, pertrechados,
solapados, que no han llegado a la sinceridad
de la danza y sólo han galleado sin valentía, con cierta
contención procaz y vanidosa. Maculados, aun sin mácula
probada, son senos a los que se les ha ido el perfume
más en vano que a todos los otros.
LOS SENOS POSTIZOS
Aquella mujer se desnudó de espaldas, como quien se
quita ropa un poco sucia, y después se mostró. ¿Cómo
ella, que había seducido con su busto espléndido, era tan
escuálida? ¡Ah! No tenía aquellos senos que aparentaba.
Era una mentira.
Por eso tomó una actitud compungida y temerosa de
ir a ser rechazada. Pero, sin embargo, el descubrimiento
de su subterfugio para atraer en la calle y hacer pasar
el dintel estrecho, el escamoteo que había hecho de sus
senos falsos —¿de cartón? ¿de goma? ¿de vejiga?— la dio
un valor impensado, como si hubiesen sido una provocación
más sutil sus senos imaginarios.
LOS SENOS EN LA ENFERMEDAD
GRAVE
Los senos dolientes sumergidos hondamente bajo las
sábanas o bajo la capa de la enferma que se sienta a ratos
en la cama, son los senos que no se atreve el hombre
a tocar si la enfermedad es grave. No se piensa en ellos
para respetar más la gravedad. Se teme que no puedan
resucitar, pero, sin embargo, se respeta su olvido. Quizá
si se salva la enferma grave, quizá surja sin ellos que la
han alimentado para salvarla, que se han sacrificado por
ella, que se han consumido en la fiebre o que han sido
ofrecidos por ella o por vosotros, con tal de que se salve
su vida, conservando sólo sus muñones, sus nudos como
nudo de árbol.
A veces parece que los senos de la enferma son una
promesa de que vivirá. Si no se hubiesen podido perder
no serían tan suaves ni tan esplendorosos. Ahí siguen,
y eso es una esperanza. Se les da friegas de alcohol, se
les pone sinapismos o las ventosas tiran de ellos y maman
de su vida, como para sacarles la enfermedad, como
para llevársela. Cuando hay que darla yodo a ella,
aunque se cuida de que el yodo no los llene, porque los
pulmones quedan debajo de ellos, el yodo ansioso cae
sobre su resbaladiza pendiente, se corre por su piel y quedan
como ensangrentados, escocidos, ardentados por el
yodo que les penetra. ¡Pobrecitos ellos!
A los senos de la enfermedad se les siente en pelibro,
acurrucados en lo bajo de la camisa, sin sacar su cabeza
ni sus ojos como otras veces, sometidos a la enfermedad,
esperando salir de ella.
No se debe abusar de los senos enfermos. Hay que dejarles
tranquilos y arropados. Están como niños enfermos
al lado de la madre. Ella es la parturienta que duerme
entre los dos senos perdidos como se pierde el recién
nacido en la gran cama de matrimonio.
Da miedo que ellos las duelan o se desgracien; ellos,
a los que se ha tratado tan frívolamente y que en la enfermedad
se transforman y se elevan.
A ratos parecen senos enterrados, senos ya bajo la tierra,
senos que no se encontrarían aunque se les buscase.
¡Oh, si se les pudiese cortar los senos para conservarlos
así, como se las corta su trenza de pelo!
Sólo si la desahucian es preciso despedirse de ellos,
darles la mano, encontrarles por última vez.
EN LA MAÑANA
Los senos muy de mañana tienen una tranquilidad y
un abandono como el que les queda a las recién paridas
después del parto… ¡Quién piensa en ellos! Son los senos
de las mujeres que hacen la limpieza, que arreglan
el cuarto, que los tienen más olvidados que nunca en medio
del olvido general… Alguna vez, sin embargo, piensa
el hombre en ellos durante la mañana, y al descubrirlos
bajo los matinés entreabiertos le emborrachan como
el alcohol en la mañana, cuando se está un poco ayuno
de fuerzas…
Los senos por la mañana se refrescan, toman la ducha
de la mañana bajo los holgados matinés, se llenan de un
rocío interior que les sazona como el rocío a las lechugas
que hemos comido crudas en las huertas durante las
mañanas del estío.
Los senos en la mañana son unos senos como de la
mujer que cría, porque aunque sean de solteras viven para
Ja casa en ese momento, se dedican a la casa como la
madre al niño, los tienen enlechecidos todos con leche
nueva, la leche de la nueva mañana.
Los senos en la mañana son amigos de los zorros, del
plumero, de los espejos, del fondo de los armarios, del
fogón de la cocina, de los baúles, sobre los que se inclinan,
de los periódicos, de los repechos de todo, de las
tablas de las mesas, del saliente de los tocadores.
Los senos en la mañana tienen la calidad de los plátanos
que traerá la cocinera para el almuerzo y de toda la
compra que se hace para mantener el día. Son un poco
fruta y otro poco hortaliza.
Los senos en la mañana se cansan de trabajar; pero
también descansan de vez en cuando sobre los sillones,
sobre las mecedoras, llenas de una mañanera languidez,
una languidez remota al hombre, en reposo como los de
las monjas, abandonados sobre sí mismos, porque aún
no se han puesto ellas el corsé, un poco durmientes aún.
LOS SENOS FALSOS
Los anuncios tienen un valor sexual, no de un modo
agrio y enconado, sino de un modo humorístico, un sí
es no crédulo: los anuncios de las pianolas, con esa mujercita
tan exquisita, a la que diríamos algo apoyándonos
en su piano, en esa postura tan mundana que sólo se puede
adoptar ante las mujeres despeinadas de los anuncios para
los cabellos, tan en matiné, tan frescas y tan criollas, etc.,
etc. Pero sobre todo, la mujer más hecha y más hembra
de estos anuncios es la de los «Pilules orientales». Esta
mujer tiene ya cierto estado irrevocable en nuestra memoria
y en nuestras relaciones femeninas.
Es una mujer procaz, un sí es no barragana, que nos
viene sonriendo quién sabe cuánto hace, con sus turgencias
y con esa sonrisa sexual tan pungente, al enseñar el
revés fresco y seductor de los labios, y al alicaer las comisuras
de la boca tan voluptuosamente como las bocas
jadeantes y rendidas. Es esa mujer exclusivamente carnal,
toda busto, un busto que es además bajo y largo, lleno
de actitud, fuerte de cinismo, cruel, con el ensañamiento
de engañar, aparentando una dádiva, para después
contener o embestir con la marrullería y dureza de sus
defensas, busto lleno de esa maldad de las coqueterías
muy desarrolladas de armas, comilargas y bajas de agujas.
Esta mujer se ha hecho inolvidable, como una vampiresa,
y junto a las mujeres de nuestros amores, de los
viajes y de los libros, fijará ella la sempiterna mujer de
las revistas y de los periódicos, siempre en ese estado
de madurez erecta, deseosa y ardiente.
Es la ciudadana voluptuosa y mordaz de un modo inimitable
y contenido, esa ciudadana de las grandes ciudades,
que hace un gesto con el cuerpo que la provincia
y la aldea no conocen, la ciudadana que ha vivido mucho,
que ha oído las flores más espantosas, que se ha avivado
en su abstinencia por el deseo de los señores, los
señoritos, y los obreros de gran ciudad, y que sabe de
un modo recio y afilado de egoísmo lo que es ser mujer,
lo sabe «hasta donde» se teme desgarradoramente que una
mujer sepa que es mujer… ¡Oh, fatalidad, desvergüenza
calculadora e irreparable de esta sabiduría!
Y ese grabado es inimitable, con su belleza basta, aunque
distinguida para el pópulo, belleza crapulosa, turbadora
y libidinosa. En vano se han hecho con el mismo
objeto mujeres distinguidas, de una esbeltez falsa, exagerada,
visiblemente añadida, sin hueridad, sin carácter,
demasiado pulidas o romantizadas, más urbanas e ingenuas,
demasiado bien hechas y demasiados «anuncios»
y engañifas… Esa mujer es inimitable en lo que tiene de
verdadera, y por lo que ataca la materia gris y da el frío
de los adulterios y de las sensualidades irresistibles, desesperadas,
a las que en vano se intenta suprimir. Es una
mujer viva y obesionante, de la que sorprendí el secreto
lúbrico el día en que me dijo aquella novia blanca y menuda
que iba a comprar las píldoras orientales. Recuerdo
que me volví contra ella iracundo y celoso, lleno de
dentera, y haciéndola daño en las muñecas se lo prohibí,
lleno de asco, de pánico, de sorpresa, de frío en las manos
y en los pies al pensar en ella, la deliciosa y la prudente,
con una belleza de menjurjes de manipostería, con
un pedazo de carne llena de infidelidad, de desobediencia,
de desorden, de torpeza; ciega, destemplada y añadida,
como un pegote innoble a su desnudez, cándida,
tibia y cordial.
¡Oh, senos que han brotado por el influjo de las píldoras
orientales, senos como de esas sustancias blancuzcas
de que están llenos los frascos que van a parar al Rastro;
senos como llenos de enjuagues de esos que se preparan
en las boticas; senos de verdadera pasta de goma o de
engrudo; senos incomunicados con el pecho de que brotan;
senos aisladores; senos cuya materia se burla de los
que juegan con ellos!