Aguanta Sancho

Confesiones de un idiota.

Aguanta Sancho aguanta, no pienses en esos que te acusan.

Están equivocados, son mentes siniestras que van a por ti. Pero de ti no conseguirán nada, eres imbatible, eres superior a ellos.

Aguanta Sancho aunque te echan la culpa de todo, de que hayamos perdido miles de votos y no se cuantas cosas mas, pero tu eres intocable, (yo nunca me equivoco).

Aguanta Sancho, si, claro pactas con independentistas ( que quieren romper este país, que no guardan un minuto de silencio por personas asesinadas, que son indignos, y mentirosos) pero a mi que, tu también eres indigno y mentiroso,  eso que tiene que ver con perder votos. No saben lo que dicen, pobres…

Aguanta, si controlas muchos medios de comunicación y tertulianos a sueldo que repiten como loros las consignas, y la gente es estúpida y se olvida rápido de las cosas y no se entera de nada (por suerte).

Aguanta, no, si pierdes votos en un territorio es por los idiotas del partido que allí moran, ellos sabrán, que no culpen a sus superiores carajo.

Sancholin siempre resistirá, resistir, aguantar en el sillón, a costa de todos los demás que se equivocan, que acosan al pobre hombre, rodeado de tractores, de protestas, con ministros cretinos y siniestros. Pero tu aguanta Sancholin, ya casi estas acabando tu muro, ya sabes por fin que dirá la historia de ti, el hombre que creó el gran muro, que resistió en su sillón, que hizo todo para si mismo sin importarle nada ni nadie mas, que negoció (oh gran negociador) lo innegociable, lo que dijo que nunca daría y acabó dando, que fué tan listo que seguirá siendo chantajeado, succionado, ordeñado, pero tu sigue ahí Sancholin, el rey del aguante a cualquier precio, ese será tu gran legado para la historia, eso dirán de ti, el gran aguantador, el que se lo tragaba todo, el que no quería dejar su sillón, cueste lo que cueste.

Hasta que después de la gran debacle electoral el partido empezó a preocuparse (la procesión, terrible y despiadada va por dentro, no esperéis noticias en los periódicos y noticiarios de esto, la ley del silencio).

Aguanta hombre, sigue ahí que podamos verte humillado un poco mas cada dia. Que grande es la soberbia y que infinita la estupidez humana (ya lo dijo Einstein).

Gomez de la Serna- Senos 2

EL SENO FLORECIDO
Es un fenómeno que se espera y que ha de ocurrir el
día de una mayor evolución, el día en que se prepare el
advenimiento de la nueva mujer de otro género que la
mujer presente.
Los senos ese día de paso de una hora del transformismo
a otra —horas que duran siglos— se abrirán florecidos por
fin, convertidos en la rizada camelia que son por dentro.
Les dolerá el fenómeno a ellas, les costará el dolor de
dos partos, pero se encontrarán alhajadas como nunca.
Con gran cuidado guardarán en las blusas los senos
temiendo que se deshojen y como ya los senos habrán
perdido aquella obscenidad aparente que alguna vez tuvieron
por resultar su forma inexplicable y por tanto excitante,
abrirán dos agujeros en sus blusas para llevarlos
visibles, como la flor viva, la gran camelia de carne con
tipo de camelia de cera, la flor en que los senos se habrán
perdido para siempre.
EL SENO QUE ME LLAMÓ
POR DETRÁS
Yo iba distraído, metiéndome en los faroles, aprendiéndome
los letreros de los establecimientos, deletreando la
ciudad por el camino nutrido de gente de la calle más
concurrida, cuando sentí que me tropezaba algo muy blando
por detrás, un nudillo sin hueso.
No quise volver la cabeza porque era dulce la llamada
en la puerta de mi espalda. Hice como que no oía y sentí
que el seno me seguía llamando.
Ante la insistencia y por si acaso se cansaba y se iba,
volví la cabeza.
Ella hizo como que no notaba lo que iba haciendo, como
si hubiese hecho aquello sin poderlo evitar.
Yo seguía escuchando por detrás, escuchando cómo se
aproximaban en el más absoluto silencio los senos aquellos.
Mi espalda se volvía sensible como un pecho y quizás
yo llevaba la espalda en el pecho y el pecho en la
espalda como si interiormente mi tronco hubiera dado
una vuelta completa.
Alguna vez había sentido algo así el día en que la ilusión
se metió por mi espalda, pues los senos del ideal
es éste el roce que hacen, temeroso el ideal y la ilusión
de que nuestras bruscas manos les echen mano.
Otra vez aquel seno me volvió a recabar y siguió y siguió.
¿Cuánto había andado así? Yo iba inseparable, fatal,
incansable, disimulado. No me hubiera parado nunca si
aquel roce hubiera seguido.
Debía de pasar por muchas calles ya sin disculpa, sensible
al contacto, como desmayado y echado hacia atrás.
Debieron ver todos el caso como si bailásemos un número
de kake-ball, insistiendo en ese número en que él
va delante de ella, inclinado hacia atrás como yendo a
caerse.
Kilómetros y kilómetros debí andar así. Debía estar
muy lejos de donde había comenzado. ¿Sí? ¿No? No había
salido del paseo provinciano en que todos los pasos
suenan como los de un escuadrón que sostiene el paso
de marcha estando parado. El contacto había sido el que
prepara al lado de la que lo ha llamado con los nudillos
de sus senos y que se case por fin con ella. ¡Ah! Pero
como tuvo que irse a cenar yo sólo me di cuenta de que
aquél había sido un caso de aplicación del magnetismo
de los senos.
SENOS PARA SOLDADOS
En la alegre plaza brillante de sol en donde se recrean
los soldados y las doncellas, aparece la mujer que tienen
los senos para que jueguen con ellos los soldados.
Esos senos para los juegos de los soldados son senos
caídos que sorprende que estén tan caídos en la figura
juvenil de la joven que los lleva.
Es lo último ir a que jueguen con sus senos los soldados
y se sospecha que es de lo más abyecta esa joven que
busca esa compañía. No puede buscarse una galantería
más animal. Busca esa joven conquistadora el romance
de las palabras enteras y plenas como brevas de los que
les hablan al oído.
Ya sabe ella lo que hace. ¡Cómo ronda las oscuras casas
en que deberá estar siempre presta!
Un poco lanzado el vientre hacia delante, como desmayado
y cansado de haber hecho esfuerzos sensuales se pasea
por el ruedo enarenado y taurino de la plaza de Armas.
Los soldados, enteros, con la repugnante densidad de
su savia pueblerina, rondan a las mujeres de senos para
los soldados, con la mirada baja e inequívoca, convertida
la visera de su ros en visera de gorra de chulo.
Va atardeciendo. Los senos están más derretidos, viéndose
la lágrima caidera de su pezón como suspensa en
el colador de la blusa, como una gran gota de lluvia.
Los soldados van arrinconando a la de senos para ellos,
senos como un racimo todo desgranado en el fondo del
cubrecorsé, un racimo de uva negra y ordinaria y hay un
momento al atardecer que en un rincón del gran patio
de la plaza de Armas pueden aplastar vivamente el racimo
en el lagar ideal y apurar un trago del mosto perturbador.
LA MUJER MIRÍFICA
Sonrosada y con los dientes como cuentas de un rosario
de nácar, la había escogido aquel hombre lucrativo,
egoísta, cínico más que por lo bella que era porque usaba
las perlas y sabía devolverlas o darlas en oriente especial.
No tema que llevar nada más que una sola noche
a la ópera —detalle imprescindible— el collar enfermo
o descolorido para que adquiriese su albirrosismo.
Numerosos collares habían salvado y él había sido el
encargado de revenderlos. A base de aquello y de nada
más estaba hecha su fortuna, cuyo peligro para él estaba
en perderla a ella.
—¡A ella!
Porque ¡ella! daba su oriente a las perlas, tenía ese privilegio,
porque sus senos eran las dos perlas madres más
magníficas del mundo, redondeados como perlas y con
un oriente que les hacía aparecer como ruborizados siempre.
Todas las perlas de los collares que llevaba, mamaban
un poco de aquel oriente oculto y dejaban un poco escuálido
el pecho.
—¡Oh, destete ya a los collares malvados! —debió de
haber alguien que la gritase viéndola consumirse.
SENOS DE HERMAFRODITA
vSiempre había abominado de los seres ambiguos. Era
sincero y aplastante su odio. No podía aguantar a esos
seres que abusan de que las mujeres sean tan abstinentes
y tan recatadas.
No había perdido ocasión de abominar de esos seres
ridículos, pequeños, con gran cabezota y carne superpuesta
a la natural del óvalo del rostro. ¡Ah, frente a esos óvalos
de los maricas, qué admirables resultan los óvalos justos
de las mujeres, sobre todo en la juventud!
Seguía su rumbo por la vida buscando mujeres sin insistir
demasiado, dejándolas cierta tregua, dándolas tiempo
a decidirse, no queriendo ser para ninguna el compromiso
de la insistencia o de la pedigüeñería o de la exageración
en las palabras.
Así encontró a esta mujer que acabará por desarraigar
de él todo lo que sea blando.
Se fue detrás de ella como detrás de todas las que le
sonrieron así. Era morena, de un tipo de mujer de la sierra
que después le pasmaba en aquel cuerpo pecaminoso.
Estaba entusiasmado con ella y sin que mediara una
palabra fue descubriéndola hasta saber la terrible verdad,
que era una verdadera hermafrodita en la que no estaban
descuidados ninguno de los dos sexos, aunque el fondo,
la figura que los sostenía, era de mujer.
¡Qué asombro y qué descubrimiento! Abrazado a ella,
apoyado en sus senos de mujer perfecta, lloró la pena de
no poderse separar de la monstruosidad y tuvo la primera
epilepsia del hombre rarísimo que ha encontrado la
hermafrodita.
Aquellos senos eran como la burla de Dios dedicada a él
solo. ¡Cómo ocultaba la verdad! ¡Qué trajes más espesos se
le ocurrieron para cubrir a la mujer que había descubierto!
—¿Y nadie más que yo lo sabe? —le preguntaba constantemente.
—Nadie —contestaba ella con una inocencia que amenazaba
con destruir la pregunta insistente y trémula, que
él hacía, porque bien sabía —¡lo sabía por su misma entereza
doblegada!— que quienquiera que hubiese sabido su
secreto, volvería desde el fondo de la tierra para tocar los
senos de la hermafrodita, en que estaba la burla de Dios.
LOS SENOS DE PILAR
Yo fui el primero que toqué y acaricié aquellos senos.
Llevé a ellos la violencia con que tocaba los de una mujer,
pero en seguida me contuve porque noté que la dolían,
como la encía al niño que está en plena dentición.
Se los sentía crujir en la mano y se los veía crecer mientras
se los acariciaba. Eran como nísperos, todavía agrios
para ella. «¿Estaba agostando quizás, el racimo futuro,
sin honor ni provecho puesto que estaba verde?» Varias
veces me pregunté eso.
Gritaban como dos crías en el nido y se removían inquietos,
asomando el pico pidiendo de comer. Más que
besos y cariño, querían ser mayores, sólo «poder volar».
Ella me los ofrecía entre las medallas y una llave de
una caja de esas que tienen un espejito dentro y en las
que las novias guardan sus cartas y las criadas sus peines.
No olvidaré aquellos senos que no tuve más remedio
que comerme el primero porque ella me los ofreció como
sus dos mejores bombones, con ese desprendimiento
inimitable del primer amor.
DESAFÍO POR UNOS SENOS
Los senos de Eloísa hicieron enemigos irreconciliables
a Paco y a Martín. Se podían haber repartido los dos senos
uno cada uno, pero no se les ocurrió eso. Querían
la pareja. Ella tampoco, como los chamarileros, los hubiera
vendido separados.
En sus disputas absurdas, llegaron un día a desafiarse.
El lance fue concertado con gravedad. Querían los dos
que el que quedase fuera dueño de Eloísa.
En la madrugada en que los árboles borrosos, de nuevo
en sus primeros albores, van surgiendo del suelo, se
fueron a un camino de las afueras y allí lucharon.
—¡Por sus senos! —dijo al comenzar el combate Paco,
como el que ofrece el torneo a su dueña.
Duró muy poco la refriega y se desplomó en tierra Paco,
el que precisamente había hecho la invocación.
De entre la espesura entonces salió una mujer, presurosa,
que tropezaba con el aire.
Acercándose al grupo de los padrinos y los invitados,
se abrió paso hasta el herido y se inclinó sobre él.
Se muere, le habían dicho al acercarse. «Me muero —la
dijo él y se olvidó del romántico—, pero muero a gusto
por morir por vos, señora», eso que era el hombre que
verdaderamente moría por ella.
Ella, compadecida, preguntó:
—¿Conque por mis senos?
—Sí, por sus senos.
Ella se desabrochó el corpiño haciendo saltar los botones
y como quien saca de un botiquín el frasco salvador
así le ofreció su seno. El lo acarició y poco a poco
fue reviviendo y comenzó la nueva vida que le duró muchos
años casado con Eloísa.
LOS SENOS DEL CUENTO
DE NIÑOS
Aquella niña de catorce años, de trenzas de sol, había
perdido sus senos y lloraba, lloraba porque, aunque no
le eran útiles, sospechaba en ellos no sé qué extraña virtud
y esperaba de ellos la orientación, porque los senos
dirigen a la mujer, son su timón.
—¡Mis senos! ¡Mis senos! ¿Dónde habré perdido mis
senos? —decía ella consternada y seguía buscando por
Ja espesura del bosque.
Sus manos, mientras repetía «¡Mis senos! ¡Mis senos!»,
buscaban en su pecho las carteras repletas de sus senos.
Se encontró a una viejecita y ésta le preguntó qué le
pasaba.
—Que he perdido mis senos —contestó ella haciendo
sus ademanes de mujer que ha sido robada.
—¡Ah, hija mía, tus senos los ha cogido el ave para
ponérselos!… La gran ave no tenía más pena que no poder
tener senos como los otros seres superiores… Un ave
con senos arrebatadores, podrá llamar a la puerta de los
ángeles como una tentación del cielo con sus senos de
la tierra.
La que había perdido los senos los dio por perdidos
para siempre y toda la vida recordando eso se llevaba las
manos al sitio de sus senos y eso los evocaba arrebatadoramente.
..
LOS SENOS DE LA OSCURIDAD
En la oscuridad sentía algo que era dulce y mórbido
aun en medio de ella y avancé las manos hacia aquello.
Eran unos senos blandos, cediendo con la precisa elasticidad
de cuando están en su punto.
Al extender las manos en la oscuridad de las habitaciones
oscuras siempre me había creído un jugador a la
gallina ciega que quisiera encontrar los senos de esa amiguita
que me había vendado y que estaba entre los demás.
Al extender las manos para no caer en la oscuridad,
también las extendía buscando unos senos, los senos
de la oscuridad, el fruto campante en ella.
Muchas veces, en vez de salirme al encuentro los senos
de la oscuridad, me salieron los senos de los alzapaños
y algún remate redondo de algún mueble, pero por
fin esa noche me salieron al encuentro los senos de la
oscuridad, túrbidos, espesos, a gusto de la mano.
¡Qué sensación de que eran los senos breves de lo vasto,
de toda la habitación, de todo el espacio!
Cerré los ojos para sentirlos mejor y sentí cómo su miel
se derretía en mis manos. No hablé. Hubiera sido fatal.
Estuve en lo opaco hasta muy tarde y me dormí en la
oscuridad tomando los senos de la sombra.
Los senos de aquella mujer eran los senos del alma,
blancos, puros, perfectos como dos circunferencias.
Al tocarlos sentí que tocaba su alma y sentí en todo
mi ser un escalofrío, una crispadura especial.
—¿Pero llevas tu alma en carne viva? —la dije.
Sí la llevaba. Era cosa de su naturaleza, pues aquellos
senos tenían la expresión del alma.
Yo en aquellos senos sentí que tocaba un alma, que acariciaba
un alma asomada a la vida.
Bogaba con sus senos en el aire, hundiéndolos de vez
en cuando en la ola del pecho masculino.
—No quiero que esta noche vayas a casa —la decía el
chulo por lo bajo.
Fueron madurando el proyecto durante 5 chotis, 6 polkas
y 24 valses. Parecían bailar en la plaza de toros, movidos
por la banda de los toros que parecía estar sobre
una especie de toril con su misma colgadura roja y amarilla.
Después de tantos bailes y como aquélla había sido la
noche del cénit de la belleza opulenta, esa noche que la
mujer comienza hermosa y acaba pachuca, sus senos se
habían ido cayendo, derritiendo, consumidos por los demasiados
bailes.
Al verla así el chulo, la dio de lado y la dejó con su
madre, la que tenía la llave más grande de todas las madres
sentadas en aquellos bancos.
LOS SENOS EN LA PLAYA
Los senos junto al mar, en las playas del veraneo se
vuelven cóncavos, restringidos, comprimidos. La ducha
del mar es como un fuerte cubrecorsé de goma que los
aprieta. Las duchas del mar suprimen y corrigen sus locuras,
su vago aliento hacia el hombre, lo único que los
justifica colgantes y abultados como un bulto y tontos.
Por lo tanto, sin su única justificación se vuelven antipáticos,
desdeñosos, fríos, senos de merluza.
El mar los redondea, los fortifica, los amarra bien a
las antipáticas mujeres que no son más que saludables.
En los cotillones de la noche marítima y aburrida, ellas
presentan sus senos orgullosos, hechos como de tela embreada,
musculizados en el baño y en el tenis.
Ante el descaro imbécil de los senos desimantados por
el mar, que se van en fila por el camino de la playa hacía la
comida, todos los veraneantes llenos del demasiado tonto
apetito de las dos de la tarde, he llegado a odiar las playas.
Los senos de las playas son senos engañosos, entretenedores,
con los que las muchachas azules y blancas quieren
encontrar un marido que las lleve todos los años a
bañarse en la indiferencia y adquirir el egoísmo irresistible
y cretino.
LA QUE TENÍA LOS TRES PELOS
DE LA FORTALEZA
Gran tipo de contrabandista tenía aquella mujer, solemne,
fiera, capaz de levantar grandes pesos con la expresión.
Aquella mujer en cualquier trance amargo de la vida
sabría pechar con todo y enseñar al hombre la resignación
animosa.
Aquella mujer tenía bajo su blusa sencilla, en el fondo
de sus numerosos forros, los senos felinos, los senos en
cuya punta hay tres pelos, los tres pelos de la fortaleza
que muy pocas gitanas tienen. El que se case con esas
mujeres estará defendido contra todo.
EL QUE SE CASA POR ELLOS
Sólo por saber cómo defendería sus senos cuando ya
no tuviese derecho a defenderlos, se casó con ella.
Esquiva, como pareciendo que hasta el marido la iba
a robar su belleza —¿por qué razón se va a perder la honestidad
a fecha fija y ante nadie?—, esperaba.
«¿Qué hará?», pensaba él y caminaba a saltos hacia ella,
saltando los obstáculos que se oponen a las bodas.
Y aquella noche de bodas ella se los dio con una deshonestidad
sorprendente y se los presentó ya siempre con
una alegría y un acoso incomprensible en aquella mujer,
danzando como si hubiese sido siempre una bailarina de
café cantante en Nueva California, bailando la rumba y
la danza paraguaya de los senos.
LOS SENOS DE LA DOMADORA
Senos valientes, intrépidos.
Los zarpazos del león van buscándolos y aun con eso
ella los presenta lo primero de todo por delante de sí misma,
aunque se ve que es lo que defiende con el revólver
que lleva a la cintura.
Los gestos de las «manos» del león hacia la domadora
son gestos bruscos, temerosos, intencionados, de hombre
que busca los senos a la mujer y ella tiene la misma
táctica que la mujer emplea con el hombre.
Es notable ver más sincera que nunca la violenta y enconada
ferocidad del hombre frente a la valiente defensa
de la mujer. (Así son las luchas entre la doncella que no
quiere que la toque el señorito, y el señorito que lo está
intentando siempre).
¡Cómo son de fuertes los senos de la domadora bajo
la recia cazadora, bajo el fuerte pijama de agremanes con
cadenas!
La domadora resultará por eso mucho más heroica que
el domador, porque da sus senos al peligro, porque da
más el pecho a la fiera.
Los senos de la domadora son como crótalos, como
los senos con dos escudos que los defienden, apretados
sus poros, dispuesto el pezón como un estilete. Parece
la domadora la cazadora de osos con el cuchillo en el
pecho.
¡Qué mansa y qué femenina resultará después para su
marido la valiente domadora! ¡Qué gran contraste en el
hogar con cuadros románticos, frente al tocador vestido
de rosa como un bebé!
Los senos de las andaluzas huelen a flor de azahar, son
grandes flores de azahar, ampulosas a veces. Porque los
senos de las andaluzas no suelen ser muy grandes.
La andaluza es breve, enjuta de tanto hacer gracias desde
niña, el espíritu de la golosina de tanto tomar golosinas,
desde la de los piropos, hasta la de la misma tierra
de la que la pertenece el mimo que recibe de todos lados.
Como se creen que en todo el mundo están diciendo
siempre: «¡Qué bella es Andalucía! ¡Oh, Andalucía!»,
están consumidas de ir tan en lenguas alabosas.
La andaluza ágil, representativa, la que se lleva todo
el éxito de la fiesta, con la que hablan todos, es larga
ceñida por sus costillas como por un corsé apretado, con
el color negrillo y las facciones dibujadas por los nervios,
despavorida de tanto reír desde niña, de tanto ser
la niña maravillosa.
En esa andaluza enjuta como el tallo del clavel y en
el moño el clavel, los senos son puras disquisiciones, una
florecita para la boca.
—¡Las naranjas son el fruto! —que dicen ellas. Ellas
llevan encima la flor de azahar, nada más.
Sólo ya en la madurez sus senos se esponjan, se ponen
maduros, sorprenden como una segunda juventud completamente
distinta de la primera. ¡Quién iba a pensar
que de aquella anguila!…
—Así no se han cansado ellos —dicen entonces ellas.
Los senos del arte apenas exiten. Se materializan en
la pintura y pierden su verdad, apareciendo como una
cosa ficticia.
Alguna virgen tiene un seno muy mono que es como
una poma de esencia o como la pomita diáfana de uno
de esos búcaros de cristal que sostiene una azucena, búcaro
que por lo sutil que es, parece más bien una de esas
sutiles ampollas de laboratorio que son de cristal tan delgado
que cuando se rompen se deshacen como polvo de
talco, en vez de romperse como el cristal.
Los senos de las mujeres de Botticelli son senos que
parecen que les darán deseos de sí mismas a ellas mismas.
Los senos que pinta Cranach son senos de mujeres góticas,
idiotas e incitantes.
Los senos vestidos del Arte son muchas veces senos
más encantadores que los senos desnudos. Así, los senos
de Leonardo en su blusa de descote redondo.
Los que pinta Bronzino son senos vestidos de cortinaje.
Los senos más verdaderos del Arte son los de Tintoretto
cuando pintaba a su querida y la sacaba un seno o
la metía una hojita verde de morera entre el seno y el
corpiño para darle mayor frescura y relieve.
Tintoretto no quería perder el tiempo contemplando a
su querida completamente vestida en aquellas poses para
sus repetidos retratos, y para no perder el encanto de
la vista la sacaba un seno, un seno opulento, de mujer
con el desnudo lleno de rusticidad y de exuberancia y
lo ponía al fresco, habiéndolo dejado así al fresco para
toda la eternidad.
—Ved un adelanto de mi querida, con su tipo de mujer
que se ve, que sólo tiene una misión que cumplir, la de
entregarse —parece que dice.
El seno más natural del Arte es ese de la querida de
Tintoretto, que en las salas del Museo del Prado enseña
su seno ambarino, aculotado por el olor de los barnices
y la insistencia de los pinceles que barnizan.
Bajo el sol de Madrid a través de los años, este seno
ha madurado, se ha embellecido, ha ido guardándose ese
optimismo de las mañanas, independiente a todo en el
mundo, pues a él lo mismo le da que se muera el Rey
que, que se muera el crítico de Arte. El Museo se abre
todas las mañanas con el mismo optimismo del arte. ¡Qué
optimismo me ha dado eso los días en que creí que me
moría!… «¡Pero el Museo abrirá hoy las fuertes persianas
de hierro a la luz serena y desprendida de los museos!
», me decía yo aquellos días y me quedaba en paz,
dispuesto a morirme con resignación.
De toda esa tibia y azucarada luz de las mañanas, está
lleno el seno de la querida de Tintoretto, seno como en
el frutero del aparador de la casa en que siempre hay fruta
fresca.
¡Magnífico el de la Virgen del Veronés!
Los senos de Rubens son senos más falsos, sin esa prestancia
de los senos enjutos, aunque sean opulentos. Son
senos de alemana blanduzca y senos de mujer demasiado
blanca y deshuesada y descartaligada. Sólo está bien
el gesto, de mujeres que llevan senos, que tienen esas mujeres
de Rubens y mejor que ningún otro, el de aquella
que, cruzada de brazos, los sostiene sobre «la sillita de
la reina» que forman sus dos brazos cruzados.
Los senos de Tiziano son senos como piñas naturales,
con ese ámbar de la piña descortezada, sin su máscara
de salvaje en traje de ceremonia.
Los senos de Goya son senos discretos y elegantes. Toda
mujer elegante puede presumir de senos a lo Goya, empinaditos,
con un gran valle en medio. Los senos que sigue
vistiendo Worth y Paquin.
Los senos de Velázquez son duros y toscos.
Los de Watteau, como peritas sanjuaneras.
Los del Greco como lengüetas, como triángulos caídos,
como senos acuchillados.
Los de Teniers como calabazas sonrosadas, etcétera,
etcétera, porque no es cosa de recorrer las salas de los
Museos y que se vea en mí un frío clasificador.
Los senos del arte no pueden con su estulticia. No son
capaces. El seno es mórbido de verdad —por eso no le
sirve la pintura— y tiene que ser blando de verdad —por
eso no le sirve la escultura— y tiene que ser vivo —por
eso no le servirá ningún arte imitativo, aunque encuentre
la poma o la esponja más delicada para imitarle.
A lo más, vuelvo a repetirlo, los senos de Tintoretto
con sus pezones como nadie los ha pintado, conseguida
la transparencia de cristal sobre la carne que deben tener.
Está hasta bien ese gesto de la mano rústica que recogen
de un modo forzado y natural las telas, para enseñar
la teta.
¡Oh, también esos viejos de Tintoretto que agarran por
los senos a la que encuentran bañándose!
«De Santa Anacaria» ponía en el envoltorio que se guardaban
en aquella vitrina de cristales emplomados.
Por fin, al hacer una nueva tabla de las reliquias, uno
de los frailes, fue destapándolas, y al llegar a la célebre
reliquia de la Santa, quizá su cráneo, quizá su corazón,
quizá su alma, se emocionó, tomó la preciosa joya y fue
poco a poco desenvolviendo los muchos y diversos cobertores
o palios en que estaba envuelta.
Era el primero de raso verde con remates de pasamano
de oro y el siguiente un cendal blanco de seda con
cabos de cinta naranja, largo más de una vara y media
que cercaba con muchas vueltas lo que aquello fuere.
Debajo de ambos estaba un caparacete de tafetán carmesí,
ajustado a aquello y perdido el color con la grande
antigüedad y dentro, y como forro, dos vueltas de cendal
blanco, perdido el color y deshecho en mil piezas.
Seguíale otro cendal delgado de seda, color rojo encendido.
Tanta era la veneración en que la antigüedad siempre
tuvo a aquello, que reputando atrevimiento descubrirlo,
lo iban poniendo unas cubiertas sobre otras.
Cuando tras tantos arreboles iba a aparcer lo que fuere
sin cortinas, se encontró con que lo que fuese estaba
estrechamente forrado en lino delgado y no en una pieza
o en dos, sino en muchas y menudas.
El fraile notó que era algo blando y que ponía especial
delicia al tocarlo. Como era puro y entró muy de niño
en el colegio, sólo tenía del contacto de aquella blandura
un vago recuerdo de infancia, cuando mamaba del seno
de su madre.
Por fin, temeroso, embriagado, sintiendo un calambre
placentero, quitó los últimos cendales y apareció un seno,
el seno de la Santa, prodigiosamente conservado por
los embalsamadores admirables y quizá por el milagro.
El fraile fue a dar cuenta a su superior.
—Un seno… ¡Era un seno!
—¡Qué nadie lo toque! —dijo el rector.
Toda la comunidad pasó por delante del seno virgen
y mártir, que cedió a las miradas como hubiera cedido
a los dedos, que era inevitable que fuese la cosa de morbidez
pecaminosa e irresistible.
Conservaba su roseta con todo cuidado, pues los embalsamadores
saben pintar los labios y hasta dan sombra
de actriz a los ojos de las embalsamadas.
Aquel seno, aquella reliquia, disolvió la comunidad.
Todos se fueron por el mundo buscando un seno que no
estuviese prohibido, un seno como el de Santa Anacaria.
Antes trasladaron a la catedral el seno vivo, viviente,
mórbido, muy entrapajado y pusieron en el letrero: «El
corazón de la Santa» en vez de «El seno».
LOS DE LAS NIÑAS DE ESE BARRIO
No se sabe lo que ha pasado en ese barrio, pero las
niñas lucen todas senos opulentos y caídos de mujer. Quizá
los deben a que son las hijas de unos padres crapulosos,
envenenados, con el microbio inextinguible que de
algún modo es hijo de las mujeres de las mancebías que
son escogidas entre las que tienen mejores senos. (Los
hijos son hijos de células de la madre, la del padre y del
microbio avariósico hijo de la vistosa y lujuriosa mujer
de las mancebías, resultando así los hijos a imagen y semejanza
también de esas mujeres).
El porvenir de estas niñas no se puede presagiar. Las
dicen demasiadas cosas los chicos al pasar y todos los
hombres las dicen algo que las corrompe. Las niñas de
ese barrio son como mujeres que no saben lo que hacer,
pues las faltan muchos años para casarse. Sus senos son
hijos de la perversión de sus padres. Son senos que dan
pena porque son como dos ratas muertas, colgadas de sus
pechos de niña.
¡Que el diablo nos salve de incurrir en las añagazas
de la nueva humanidad, a la que la saldrán las manchas
sospechosas a los veintiún años!
LOS SENOS DE LA QUE VA
POR CAFÉ
Entra orgullosa de sus senos con la cafetera en la mano.
Como es la caída de la tarde —la hora en que los
hombres que han acabado el trabajo necesitan beberse
una taza de café— parece que vuelve después de haber
conseguido gracias a los pastos del día, que sus senos
sean caudalosos, repletos, titilantes.
Tiene este desparramarse de las mujeres por las calles
del barrio de senos mejores, algo de la vuelta de las cabras
repletas, imponiéndolas un modo de andar especial
lo «ubronas» que vuelven.
Las que entran en los cafés con sus senos magníficos,
tienen una altivez especial al decir: «Más café que leche
». Quizás es que ellas pueden mantener la necesidad
de leche que le puede ocurrir al mucho café.
Pasan por todo el café como «echadoras», que se miran
en todos los espejos. Viendo lo que llevan delante
dan ganas de alargar las tazas.
Todo el café espera a que la paradoja se cumpla y que
a ellas las ubérrimas las echen «café con leche» en la jarra
lechera.
Cuando salen del café van más completas, más llenas,
más orondas. En la calle les dirán como a las que llevan
los botijos y tienen la caridad de dejar beber a chorro:
«Morena, ¿un poquito…?»
LA TEMEROSA
Tenía los senos más bellos del mundo. Había ido a un
tasador a que se los tasase y el tasador le había dicho
que valían veinte millones. Las mujeres que son las más
entendidas se recreaban con sus senos, y la célebre baronesa
—por algo era baronesa en vez de «feminesa»—
los había querido para ella.
Ella con gran miedo de que se los robasen los guardaba
en un cofre-fort y a veces los llegó a guardar en las
cajas subterráneas del Banco.
Sólo en las grandes solemnidades, en las grandes fiestas
del gran mundo, rescataban sus senos y se los ponía.
—Irá la de Rosalda —se decían en voz baja los invitados—
y llevará sus dos senos, únicos en el mundo…
El salón que elegía para ir se llenaba de gente, desde
muy temprano, pues se podía dar una fortuna sólo por
verla subir las escalinatas, todos los invitados en la plataforma
de museo del alto y ancho balcón del descansillo
que daba a las escaleras de mármol.
EL XILOFONISTA DE LOS SENOS
Aquel hombre de espíritu sutil y preocupado siempre
se había interesado por encontrar en los senos el tono
musical, la polifonía.
«La tienen —pensaba él—; la deben tener».
«Cada seno tiene un matiz musical. Lo único que hay
que hacer es encontrarlos», seguía pensando él.
En las estancias reservadas se quedaban impresionadas
las mujeres cuando del bolsillo interior de su levita
sacaba un macillo y daba unos golpecitos en los senos.
Se parecía al dentista cuando da unos golpes con el pequeño
martillo en la dentadura del paciente o al médico
cuando ausculta o reconoce poi un procedimiento nuevo.
«Lo que hay que perfeccionar es el macillo… Los senos
tienen su nota perfecta, pero es muy difícil de sacársela…
Lo que hay que perfeccionar es el macillo…»
Y perfeccionó el macillo y gracias a eso un día pudo
reunir las más deliciosas notas, en un conjunto ideal.
Ponía en fila sus mujeres de senos distintos, los senos
agudos, chillones, frívolos, respingones como los cuernos
del cabrillo, hasta los senos opulentos, caídos, graves,
que daban la nota honda; unas veces era inútil el derecho
o el izquierdo, porque daban una nota extraña en
la escala de la colocación de las mujeres. El macillo se
libraba muy mucho de tocar ese seno átono.
Resultaba fantástica la figura del grande y extraordinario
xilofonista frente a los senos sumisos, que se le ofrecían
con un aguante sincero, como si fuese el corazón
el que daba las notas entrañables de su música. A veces,
cuando la pieza musical era larga y violenta, se dibujaba
cierto dolor en la del seno más atacado, ese seno izquierdo
o derecho que tenía la nota culminante y repetida en la
partitura.
EL SENO CATEDRALICIO
El seno más grande de todos los senos lo he visto en
una catedral. Está en la catedral de Segovia. Se lo enseño
a los turistas y se quedan asustados de que aquello
esté en una catedral. Parece cuando se lo sorprende que
una matrona cristiana se ha abierto el ropón para dar de
mamar a todos los niños Jesús de la iglesia.
Está junto al cuadro de una virgen que se venera en
Méjico. Está solo, y en vez de un exvoto parece un altorelieve.
Es curioso compararle con los senos que transporta
en una bandeja la pobre Santa Eduvigis, a la que
se los cortaron y que parecen un par de ojos saltones o
un par de huevos fritos, entre cuya clara, muy cuajada,
se ve la mancha rojiza de una yema de huevo a medio
empollar.
Es el verdadero seno catedralicio y los canónigos que
guardan sus capotes y sacan sus blusas moradas de los
cajones de esa capilla, miran con disimulo al seno descuidado.
La cera se ha vuelto oscura, sucia, resobada, con crudeces
de carne mercenaria. Parece que el artífice de los
senos, después de mirar a la magnífica matrona que pedía
un seno para salvar el que tenía empodrecido, dijo
que lo tenía que hacer, porque no tenía ninguno que la
aludiera, y entonces construyó el seno más grande del
mundo, que es el seno de su arquitectura.
Yo, desde que sé que existe ese seno en la catedral,
encuentro perturbada su sombra por ese monstruoso seno
solitario, al que convendría poner, para velarle, un pañolito
de encaje, como lo hace la dama opulenta cuando
da de mamar al niño en los jardines.
¡Atrevido seno que desafía al tiempo y cuya cera se
va volviendo mármol poco a poco!
LOS SENOS DEL ESTILO
El estilo tiene los senos más puros y requintados que
se conocen, los que no admiten la caducidad.
Hay frases augurantes en que se encuentra un seno delicado
que compensa de lo monótona que es la fiesta de
la vida.
Yo, en mis primeras obras, sólo atendía a esos senos
del estilo poseído por una adolescencia más fuerte que
ninguna, y con unos rubores que eran erisipelas. De aquellas
excesivas garambainas y gaiterías procede esto, porque
no hay granazón sin esas adolescencias llenas de afán
creador, desesperadas y difíciles como un martirio.
Los senos del estilo son senos suspirantes, con lagoterías
mimosas, con deleites eximios.
Los senos del estilo pueden ser pechinegros, pechirrojos,
pechitornasolados, con todos los matices imaginarios
y todas las bordaduras y perlerías posibles.
Muchas veces se encuentran en una frase y a veces sólo
en la oportunidad de una palabra. Así decimos «afrodisia
», y encontramos en esa palabra el tacto plumoso
de un seno ideal, esa cosa enguantada con fino guante
y, sin embargo, al mismo tiempo, desenguantada del fino
guante, que tienen los senos.
Hay senos estupefacientes y enervadores en el estilo,
donde también surgen a veces, sobre todo en el más puro
castellano, senos duros, enjutos, atirantados, senos de
labriega bravisca y reacia, senos como un calvero de los
senos, pero en los que hay un fondo de condensación que
los hace los senos palmarios y estupendos.
¡Senos enlabiadores del estilo! Vamos tranquilos, sosegados,
mirando a los árboles en la improvisación, cuando
a lo mejor vemos surgir los senos, dichosos del estilo,
los senos aurinos, opalinos, fulgurantes, que después convierten
al libro en un libro de alcahuetería. Sabe uno dónde
están los senos del libro, sus espontaneidades en forma
de senos aurirosados y engalonados con todas las galas.
¡Qué sinfín de senos los del estilo y qué morbideza la
suya!
Es un tumulto de senos el del libro, senos cimarrones,
senos reventones, senos miñones, senos insolentes, senos
pingorotudos, senos espiritosos, senos melifluos, senos
sacratísimos, senos evanescentes, senos eucarísticos
que sólo son una vaga aura, senos recios como pensiles,
senos emperifollados o emperingotados, senos fascinantes
de elasticidad y blandura insuperable.
Nunca he perdido mi emoción ante los senos del estilo
retrecheros, tornasolados, proteicos, pulposos, con elixires
desconocidos según la composición o el retintín de
las palabras que los emplastecen.
Mi insistencia en el estilo me ha hecho encontrar esas
lozanías y esos gozos de los senos, y no los senos a ultranza
momificados y rancios, escondidos en los rincones
más apartados de los diccionarios, sino los senos que
perviven, que son inalterables en el presente, que tienen
hechizos fáciles de comprobar por cualquiera, que son
un lampo de luz entre las palabras. ¡Qué largo amor a
las palabras vivas en los trenes, en los comedores, siempre
con los paquetes de cuartillas llenas de palabras queridas
que ocultaba como un avaro a los indiscretos por
si no llegaban a comprender lo que era aquello! Sólo un
amor tan largo podrá conseguir de las palabras tan capitosas
alegorías sin rebuscamiento.
Los senos del estilo son como capullos edénicos —capullos
que nadie logrará descapullar o destrozar por
completo—, copas idelatrales y gayos colores.
Los senos del estilo no son para los logreros del estilo,
que nos componen senos demasiado almibarados, son
para los que han ido verificando las palabras sin excederse,
pues el exceso es lo peor, lo que pone la trichina
en los senos.
Los senos del estilo están como los de las huríes, vestidos
con los caireles más brillantes y con un halo a su
alrededor, como si llevasen una pezonera inmaterial.
A veces el estilo sólo imita a los senos porque es ese
estilo bufado y acrecentado por su misma esterilidad. ¡Senos
que se deshacen como pompas de jabón en el aire
de los salones de la oratoria!…
Los senos del estilo son senos no sólo vivos, sino senos
que se mueven como brazos a veces orgiásticos o convulsivos,
y a veces sin una palpitación, como los de las
estatuas, cuando están inscriptos en el párrafo ático.
Cada embeleso del estilo, cada floripondio de palabras,
cada concordancia peripuesta, es un seno y un seno que
no invoca a la lascivia sino a la dulzura.
Los senos del estilo borbollean y regurgitan, volviéndose
más eminente su eminencia.
Son lucios, radiosos, rimbombantes, luníferos, ambrosinos,
ledos, donosos y que como compuestos de palabras
llenas de ternura transmanan ternura.
Estos senos heteróclitos del estilo, son los senos del
transmundo, los que no se abren en la gusanera de los
otros, que serán alguna vez panal de los gusanos y gusarapos
en la hoa de la descomposición.
Senos célicos del estilo, cuya misma palabra tiene la
insinuación incorruptible y tiene algo de haberlos inventado
y melificado para la gracia cuando aún no vivían
para tan pura emoción. La misma palabra «senos» se abullona
en dos bullones o gurullos.
Para el estilo los senos son como una rapsodia, en cuya
armonía se tiene gusto de acuciarse. El estilo desea
decir que son coruscantes, lo dice y ya lo son.
Frente a los senos de todas esas pitusas y pitusillas que
andan por ahí, los senos del estilo son como los senos
antropomórficos.
Los senos del estilo son ricos en argentería y en filigranas,
pues su plétora incesante les permite toda la riqueza
de apariencias imaginables.
¡Qué hermosos senos en las redomas del estilo!
La piel de los senos del estilo es más joyante que la
de los senos ciertos y resulta lúcida y traslúcida.
En los senos del estilo en vez de pezón hay un pábilo
iluminado.
Los senos del estilo son de sésamo incorruptible y son
verdaderas madreperlas siempre en sitio inasequible.
Los senos del estilo estarán pimpolleciendo siempre
porque son por naturaleza pimpolludos.
Los senos del estilo son más dulzosos que ninguno y
se contonean y se escorzan, como no pude hacerlo con
sus dos cebolletas o piltrafas la pobre mujer viva.
Los senos del estilo son esclarecidos y su cúspide toca
el cielo del porvenir.
¡Cuántos senos se han disipado en el mundo1 Por eso
contra esa disipación viene el arte y los embalsama en
el estilo gracias a su condición inmarcesible.
Frente a los senos de fondo fangoso de la vida, los senos
embriagantes del estilo quedarán como cálices arquetipos.
Frente a esas pompas y esas pompitas que son los senos
de la vida, los senos del estilo son sólidos como grandes
gemas.
Los senos del estilo además gorgotean como una fuente,
enloquecidos e inlunados de palabras.
Si se pudieran hacer los sermones profanos que exige
la vida, habría en mi sermonario el sermón de los senos
del estilo y se los haría ver a mis sufragáneos destacándose
como guirnalda imponente del frontispicio, como
rimbombancia deleitosa del estilo.
Perseveremos, amigas puros del estilo, en la busca de
sus senos verdaderos, librándonos mucho de usarlo de
un modo jactancioso y alardeante, como vaniloquio lleno
de argucias falsas.
Que sea la festividad de la mañana un rito dedicado
a las palabras hasta donde el verbo es verbosidad, pero
no verborrea.
Toquemos esos senos astrales y desvanecedores que no
dejan la soborrea y el sabor a tierra que dejan los otros.
Busquemos los senos inefables e indecibles para que haya
un nuevo seno de especie distinta en el mundo. Con
las combinaciones de nuestras palabras podríamos llegar
todos de un modo distinto a encontrar senos miríficos,
inenarrables y versicolores, porque el verbo es tan
inagotable como el número.
Esas baratijas de los senos, baratos testimonios de la
nonada que es la vida, deben volvernos socarrones, sarcásticos,
flemáticos, sardónicos en vez de crédulos, en
vez de obcecados y en vez de ir siempre con la vista baja
y solapada en busca de una mujer que tiene senos, sí,
senos capitosos pero imbéciles…
Estimación estructural y nada más, ¿por qué tientas al
hombre como el piano al músico sediento de tocar?
Gran perendengue que no causa nunca empacho aunque
sea una quisicosa insignificante y grácil.
¡Senos alabastrinos, ebúrneos, flordelisados en el fondo,
encandilados, arrebolados, eréctiles!
En el arte del estilo las mujeres son adamitas. Todas
en cueritis enseñando sus senos peripuestos, fructuosos,
frutecidos, diáfanos, racimados, agolpados de palabras
que están aglutinadas en ellos y les hacen exultantes y
quintaescenciados.
¡Sagrario de los senos del estilo, un poco quiméricos
sin dejar de ser tónicamente humanos!