1 De las cosas que existen, unas dependen de nosotros, mientras que otras no. De nosotros dependen juicio, impulso, deseo, aversión, y, en una palabra, todas cuantas son nuestras acciones. Mientras que no dependen de nosotros el cuerpo, las posesiones, reputación, cargos, y, en una palabra, todas cuantas no son nuestras acciones. Y las cosas que dependen de nosotros por naturaleza son libres, no impedidas, no trabadas, mientras que las que no dependen de nosotros son débiles, dependientes14, impedidas, ajenas. Recuerda, por tanto, que si las naturalmente dependientes las considerases libres, y las ajenas, propias, quedarás frustrado, afligido, turbado15 , y harás reproches a los dioses y a los hombres; pero si solo lo tuyo juzgas que es tuyo, y lo ajeno –tal como es–, ajeno, nadie te obligará nunca, nadie te pondrá impedimento, no harás reproches a nadie, no acusarás a persona alguna, no harás ni una sola cosa forzado, nadie te dañará: no tendrás enemigo, pues no te dejarás convencer de que haya algo perjudicial. Puesto que tan grandes bienes aspiras a lograr, recuerda que quien se haya movido poco no ha de alcanzarlos, sino que unas cosas hay que soltarlas por completo y otras aplazarlas por el momento. Pero si deseas estas y también mandar y enriquecerte, quizá no obtengas ni siquiera estas mismas por desear también las anteriores, pero sin duda en todo caso malograrás precisamente aquellas que solo ellas dan como resultado libertad y felicidad16 . Así pues, a toda representación perturbadora17 procura decirle directamente: «eres una representación, pero en absoluto lo que parece18». Después de eso examínala bien y ponla a prueba con los cánones que tienes, y más que nada con este primero de si es sobre las cosas que dependen de nosotros o sobre las que no dependen de nosotros. Y si es de las que no dependen de nosotros, ten a mano la respuesta «esto no me atañe en nada».
II Recuerda que la promesa que el deseo ofrece es la obtención de lo deseado, la promesa de la evitación es no caer en aquello mismo que se evita; y quien no alcanza lo que desea es desafortunado, pero quien cae en aquello que evita es desgraciado. Pues ciertamente si de entre las cosas que de ti dependen solo evitas las contrarias a la naturaleza19 , no caerás en ninguna de las que evitas; pero si tratas de evitar la enfermedad, la muerte o la pobreza, serás desgraciado. Retira, pues, tu aversión de todas las cosas que no dependen de nosotros y ponla en las que son contrarias a la naturaleza de entre las que dependen de nosotros. Y en lo que respecta al deseo, suprímelo del todo por el momento20 . Pues si deseas alguna de las cosas que no dependen de nosotros, necesariamente serás desafortunado, y si es alguna de las que dependen de nosotros, las cuales es bueno desear, ninguna está aún a tu alcance. Provéete solo del instar y el iniciar, y hazlo aun así de forma leve, con cautela y con suavidad.
III Con cada cosa que te atraiga, te resulte útil o te guste, recuerda decirte a ti mismo de qué tipo es, comenzando por las cosas más triviales. Si te gusta una vasija, di: «una vasija es lo que me gusta». Así, si esta se rompe, no te turbarás. Si besas a tu hijo o a tu mujer, di: «estoy besando a un ser humano», de modo que si muere no te turbarás21 .
IV Cuando vayas a emprender una acción, recuerda en qué consiste en realidad esa tarea. Si sales para darte un baño, represéntate las cosas que suelen suceder en los baños públicos: los que salpican, los que empujan, los que insultan, los que roban. Y de este modo afrontarás con mayor seguridad esa acción si te dices: «Quiero ir a bañarme y al tiempo quiero que mi elección22 se mantenga conforme a la naturaleza». Y del mismo modo con cada acción. Así pues, si algo sucede por el camino que impide tu baño, recurre a lo de: «en realidad esto no es lo único que yo quería, sino también cumplir mi propia elección conforme a la naturaleza, y no la cumpliré si me irrito a causa de lo sucedido».
V Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas. Así, por ejemplo, la muerte no es nada terrible, pues a Sócrates no se lo pareció. Solo la opinión que tenemos de la muerte, la de que es terrible, es lo que es terrible. Así pues, cuando nos enfrentemos a un obstáculo, o nos preocupemos, o nos disgustemos, no deberíamos achacarlo a otros, sino a nosotros mismos; esto es, a nuestras propias opiniones. La gente sin formación es la que culpa a otros cuando pasan por algo malo. Aquellos que se están formando se culpan a sí mismos. Y los que ya se han formado ni culpan a otros ni a sí mismos.
ACTUALIZAR LOS CONOCIMIENTOS QUE CAMBIARÁN NUESTRA VIDA
ANTONIO LOZANO DOMENECH
Introducción: nuestra civilización tiene una actualización pendiente de instalar
La mayoría de seres humanos tenemos creencias obsoletas, sobre cómo es la realidad física, social e individual en la que transcurren nuestras vidas. Creencias que fueron vigentes en el paradigma científico de principios del siglo XX, pero que ya no lo son en la actualidad.
Utilizando un símil informático, el ordenador nodriza de nuestra civilización está pendiente de una actualización. Hace varias décadas que disponemos del nuevo software, pero no lo hemos instalado y mantenemos nuestro sistema operativo funcionando con programas caducados.
Albert Einstein, Max Planck, Niels Bohr, Stephen Hawking, Werner Heisenberg, Lynn Margulis, Lisa Feldman, Sigmund Freud, Carl Gustav Jung, Jean Piaget, Peter L. Berger & Thomas Luckmann, Pierre Bourdieu & Jean-Claude Passeron y muchos otros científicos contemporáneos han ampliado las fronteras de la ciencia y cambiado la cosmovisión de la realidad física, social e individual en la que vivimos.
Actualizar nuestro conocimiento científico de acuerdo con este nuevo paradigma nos permitirá conocer la naturaleza sutil de la aparente realidad física sólida; cómo se forman nuestras creencias; las claves del éxito de nuestro aprendizaje; cómo las emociones y el inconsciente son los principales activadores de nuestro comportamiento, y no la razón o la voluntad. Será posible comprender las bases científicas de la ausencia de libre albedrío. Podremos comprobar cómo la colaboración y no la competencia ha sido la clave de la evolución humana y del resto de especies.
Necesitamos poner al día los contenidos educativos, las explicaciones informativas y también nuestro comportamiento individual y social, implementando estos nuevos conocimientos en la vida diaria.
Los ciegos son los que sienten los senos en toda su ilusión, en lo que tienen de regalo místico de Dios. Levantan sus ojos muertos al cielo, mientras los tantean, y así ofrendan el hallazgo inverosímil. A los ciegos les explican ellas los matices, y es de una delicia insospechable para los que ven, cómo suenan en la oscuridad de los ciegos las anotaciones confidenciales. Los ciegos los poseen de tal modo, que los podrían modelar como no podría modelarlos el hombre que ve y que por tener vista pierde más su estructura, se desconcierta más, se distrae, se pierde. Cuando los ciegos encuentran por primera vez los senos, cuando los descubren, se quedan deslumbrados, se llenan enteramente de su visión, se arroban, no lo creen y lo van creyendo poco a poco, lúcidos y fascinados como no lo volverán a estar ya nunca. SENOS DE CIRCO Bajo la luz blanca y esplendorosa del circo se ven los senos redondos y francos, los senos de las estampas mórbidas. Se los ve en el centro de la perspectiva que necesitan, y su actitud es la de los senos que se sienten en el centro de la expectación y de la adoración. Los senos de circo están defendidos por la fuerza de la artista, y quedan como lo gracioso en medio de la ancha mujer. La artista de circo es del sexo débil, flojo, por sus senos al descubierto, los senos sobre los que han caído tantas veces al ensayar sus arriesgados ejercicios y por los que sería más doloroso que se matase. Se los ve sufrir, obligados arbitrariamente a tomar parte en los trabajos violentos en que debía estar prohibido que ellos figurasen. Quedan desairados e infragantis delante de ellas, y descomponen el empaque arrostrado que toman ellas. Los senos de las mujeres de circo las aplacan a ellas mismas, las humanizan, las hacen ser tan niñas como deben ser. Parece que son pesados como las grandes pesas que levantan a pulso, y así ellas cuando se aprietan o se atusan los cabellos antes del nuevo ejercicio, parece que sostienen erguidos y como con un alarde de fuerza, sus senos tremendos. ¡Qué dueñas de sus senos son ellas y cómo al que le hagan la concesión se la harán por una condescendencia para la que no será nunca demasiada la gratitud! ¡Exquisito contraste de sus senos y su musculatura fuerte! Por eso son tan tentadoras las mujeres de circo, porque son intrépidas y fuertes, y, sin embargo, tienen los senos de las mujeres blandas, que son vencidas en el pugilato con el débil conquistador. Los senos de la gimnasta son los senos ideales de qué colgarse y en qué hacer esas poleas ideales que se quisieran hacer colgándose de unos senos, suspendiéndose en el aire, en vilo sobre un abismo enguatado. Los senos de circo suben y bajan con violencia, resisten terribles aplastamientos y magullamientos, tienen íuerza en lugar de esa abulia que tienen los de las otras mujeres, y, sobre todo, cuando son los de la artista de las volteretas, hay un momento rápido y pasajero en que se les ve claramente. La autoridad no se da por enterada de esto ni la decencia hipócrita tampoco. ¡Es una cosa tan instantánea! Pero es cuando se atisba más que nunca, más que cuando se las tiene delante en plena desnudez, el secreto de ellos, su verdadera emoción. LA ENNOVIADA La ennoviada es una muchacha que después de haber tenido muchos novios queda ennoviada. Ha merecido casarse como ninguna otra; pero la suerte no la ha favorecido, ha dado con números impares, con números sin suerte, con los infieles, con las bolas negras. Sobre todo, en las provincias en que hay academias militares hay muchas ennoviadas. La ennoviada acepta un nuevo novio con una sonrisa que es aún bondadosa, crédula y dichosa. Es suave para él, la cuida, la cree, le oye. La ennoviada no está empedernida, aun después de haber tenido tantos novios. La pobre ennoviada espera aún y cultiva al último tan cariñosamente como al primero, aunque está saturada de noviazgos, sudorosa de noviazgos. La obra que realiza, que ha realizado, que volverá a realizar la ennoviada, traspasa los limites de lo humano. El que se la llevase —nadie se la llevará— encontraría en ella el bálsamo consolador, por como la ha dado esa cualidad lo que la desconsolaron entre todos. Todos la abandonarán, porque olerán que está ennoviada, y un instinto como el del pájaro cuando nota que manos humanas han tocado sus crías, hará que la dejen morirse sola y abandonada ignominiosamente. En los senos de las ennoviadas es donde reside más ese estado suyo de ennoviadas. Son muy blandos, los han ido ablandando las manos pasajeras, tienen una blandura de senos de señora casada hace muchos años, y, sin embargo, ellas son enteramente vírgenes. ¿Se dará nadie cuenta del encanto que hay en esta paradoja? Sólo el rey de los golosos, que sabe elegir el pastel o el dulce mejor en la pastelería llena de dulces y pasteles distintos, sabría elegir esos senos desolados, inocentes, abandonados, ricos como el mejor plátano de los plátanos mondados por otras manos, domados por otros. ¡Senos que no pueden ocultar sus excesivas condescendencias, porque son blandos como los higos muy maduros y muy dulces! ¡Senos llenos de cordura y de desilusión! LAS NIÑAS Muchas llevan sus senos sin enterarse; pero otras ya lo saben. De las que lo saben unas miran sus senos nacientes, como cuando más niñas jugaron con sus piernas, sorprendidas de tener piernas, y otras miran con una malicia que es en miniatura la misma que tendrán de mujeres. No se sabe qué pensar de los senos de niña; pero se les mira inevitablemente. A veces, no se sabe si es que sus trajes les inventan los senos o si lo son de verdad; otras veces no se sabe si es el temblor trémulo y fino de la seda abullonada de su blusa lo que les imita. ¿Es sólo temblor de la seda o del seno suelto que aún no descansa sobre el corsé? Hay muchos misterios en los senos de las niñas, grandes o pequeños misterios. Los grandes misterios arrastran velozmente a la niña. ¿Adonde va con los ojos fijos y abiertos? Un dios de aquellos que tenían trato carnal con las mujeres les sigue, las vigila, no se las dejará a los hombres. La vigilancia que las rodea la burlará el endriago poderoso. El pensamiento de cómo serán los senos de las niñas, de «lo que serán», ilustra los senos embrionarios. A veces se sabe cuáles serán espléndidos y asombrarán a los hombres, y entonces serán inasequibles, menos al hombre vidente que cultiva desde su incipiencia a la niña, porque está seguro de cómo va a ser en cuanto pase muy poco tiempo, y tiene paciencia y cuando resulta que es verdad lo que pensaba, la niña, agradecida de aquella adivinación, es al que no puede olvidar y al que hace el privilegio. Ante los grandes senos que a veces tienen las niñas pequeñas se rebela toda prudencia, y los niños se sienten hombres y dicen a esas niñas cosas superiores a ellos, cosas que les asusta decir a ellos mismos, sintiéndose súbitamente hombres, los hombres de esas mujeres precoces. Los grandes senos que tienen las pequeñas niñas son, sobre los mayores senos de las mayores mujeres, los senos más grandes, los senos que dilatan las pupilas y hacen pensar que en la vida se debían justificar las radicales verdades que aún no se justifican. Las niñas de pequeños senos que tienen un novio mayor que ellas, sufren unos celos terribles cuando piensan en los grandes senos que sus novios han conocido ya, unos sendos senos que emulan a sus senos, sus pequeños senos que reducen y simplifican la teoría de todos los senos, que son más que todos, que hacen asequible la idea abstracta o inabarcable. Cuando se inician los senos en las niñas, se inicia de nuevo una vez más en la vida la rebeldía que insensatamente se contiene. ¡Ah! Pero ya es inevitable, es como si hubiese atravesado el límite la niña, pero cómo han perforado el límite sus senos sinceros, avanzados con un arrebato que no ha podido evitar la familia ni podrán evitar las miradas. LAS CRIADAS Los senos de las criadas son senos que dan origen a sentimientos sordos y enconados. Son como animales domésticos, que corren por la casa, que andan sueltos por ella y la alegran un poco. Eso, que es tan visible, hay una urbanidad y una política hipócrita que hacen como que no lo ven. Animan la mañana, sobre todo, y dan a la casa más ambiente casero, más sabor humano. Paiece que cantan en la criada de otra manera que canta su boca, y son la gracia rústica de su trajín. Sus senos, silvestres y retozones, son como la cebolla que condimenta el aire de la casa, la cebolla humana y sensual, la cebolla barata. Sobre todo el empaque que tenga la casa se destaca el que son verdaderamente, indudablemente senos de mujer. Las señoras de la casa evitarían que se viese eso, pero no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tienen derechos más fuertes que todo el señorío que domina aún el mundo. Su rebeldía se manifiesta, y no puede menos de admitirse, teniéndose que tragar la píldora la señora. Los señoritos y el señor los ven demasiado, y a veces los buscan, aunque son senos ingratos y sucios, de una imaginación roma, senos que no comprenden, senos descarados que abusan de su condescendencia sombría o que sufren el vilipendio del hombre más espantosamente desleal que es el señorito, que niega a la luz del día sus cosas de la sombra. LAS MUERTAS ¡Cómo se pierde uno pensando en los senos de las muertas! Las muertas no se sabe si han tenido senos. La tabla de su alma, porque los senos son como el grumo del alma, los grumos del alma. ¿Subieron al cielo o se los restituyeron a la vida que quedó a flor de tierra? Los senos de las muertas están en la blandura de algunas horas y de algunos días, en lo que viene a ser almohada ambiente en los momentos de voluptuosidad y de anhelo, en los senos que la luna abandona a los nostálgicos. Los senos de las muertas son una suavidad tan necesaría en la vida, que la vida los recoge de un modo sigiloso y prudente. Así parece que no se pierde ningún seno, sino para aquel que los poseía. Los senos son integérrimos, y por eso no pueden perecer. ¿Cómo eran los senos de las muertas? Sentimos que el espectáculo de la resurrección de la carne será un gran espetáculo, porque como los trajes de las muertas se habrán podrido por completo, resucitarán palpitantes y desnudas con sus senos recién creados, rutilantes y locos. Los senos de las muertas aparecen cuando pensamos en ellos en la proximidad de los cementerios; aparecen como senos céreos, anchos, solemnes, parecidos a los de los exvotos, tristes, con un color elegiaco y una carnación elegiaca que les hace más atractivos: están todos henchidos de viudez, la única viudez incólume, y están cercados de una impasibilidad solemne que exalta. Tienen reflejos violados, son de una crudeza tremenda, caen endurecidos e inflamados, caen con un gran peso muerto. Son todos como de una proporción igual, como si el molde de la muerte les redujese a unos y les ampliase a otros, según una misma medida, perfectamente redonda y ancha, según un molde tradicional. Los senos de las muertas son senos fríos, senos como los de la mujer que se ha desmayado en una actitud más apetitosa que nunca. Los senos de las muertas tienen una amarillez incomparable, aunque se podría decir que luce como la de los vasos de las lamaparillas de iglesia, en que hay una luz perpetua, una inextinguible mariposa de aceite, una luminosidad amarilla con algo de fuego fatuo. Los senos de las muertas son las colmenas de sus fuegos fatuos. Cuando murieron se vencieron sobre sus costados como nunca, cayendo desarticulados y flojos. Nadie se hubiera atrevido a tocar sus senos fríos como el mármol, pero nadie se atrevió a pensar que se iban a corromper. Así estuvieron más de venticuatro horas, hasta que poco después se rehicieron. No podían desaparecer después de haber llenado de inquietud algo más importante que los hombres, las ondas de la vida en que se moldearon y en que se reprodujeron constantemente. Los senos de las muertas son un poco como los senos que pintó Tintoretto. No tienen alegría, no juguetean, no son pizpiretos; pero en la solemnidad con que avanzan hay un encanto superior a esos encantos perversos, siempre un poco de prostituta. Son todos ellos senos de reinas y complacen de lejos —siempre acercándose y no llegando nunca— más que los senos más accesibles o accedidos. En ese ver avanzar parsimoniosamente esos senos en la noche de los cementerios, reunidos con ellos en los patios cerrados, hay una consecuencia de la forma redonda y definitiva de los senos que jamás conseguiremos en la vida. Sería ingrato, hasta donde los espíritus pusilánimes y cortos no lo suponen, no seguir viendo, no ver rotundamente los senos de las que murieron. ¡Qué falta de cariño el no ver los senos imperiosos y llenitos de las muertas! No por fantasearlo todo se debe llegar a esta realidad superior, sino por respeto activo en lugar de ese respeto vacío que no es nada, nada, nada. Ver estos senos de las muertas, apreciarlos, tocarlos encantados y febriles por su morbidez, es recordarlas como ellas quisieran ser recordadas, como viviendo siempre. Los pezones de las muertas no tienen color. La sangre la pierden por entero los muertos, y por eso cuando los cementerios se abandonan y surgen en libertad las flores silvestres, las que más abundan son las amapolas, que son la sangre que vuelve. ¡Senos de las muertas, senos de sonámbulas a las que se deja paso sin abusar de ellas, en vista de su sonambulismo, teniendo bastante con verlas sonámbulas y descotadas, para amarlas platónicamente muy de cerca todo lo cerca que yo me he atrevido a estar de sus senos sin la simpleza que hay en los senos de las vivas, siempre tan inexpertos y sin acabar de formar! Se matan los senos de las muertas insensatamente no viédoles así como son, no creyendo en ellos con esta ceguera con que yo creo. ¡Qué bello es, sobre todo, verlas aparecer, con sus senos graves al descubierto, por las puertas del arco que comunican unos patios con otros! Al aparecer por esos arcos es cuando más se exaltan y se revelan, mayestáticas, sorprendentes, seductoras, como la que acaba de llegar al teatro y sale descotada del antepalco, levantando la cortina y entrando con decisión bajo las miradas. Los senos de muerta son la noción más adorable que hay al margen de la vida estúpida, pasajera y frívola. Hasta no verles tan sencillos como son, tan entregados a su dejadez enloquecedora, no nos habremos curado de toda la banalidad que nos atora. Vayamos a ver los senos de las muertas, para quedarnos extasiados ante la forma y la materialidad menos deleznable entre lo deleznable, dando a las muertas la consideración que ellas quieren, ya que se han llenado de la coquetería verdadera y suprema. En la hora clara en que las muertas están dentro de sus nichos, podríamos decir, inspirados por nuestras facultades de ocultistas, donde hay enterrados unos senos más interesantes que en otro lado. Nos paseamos como médiums frente a esa lápidas. Si abriésemos las puertecitas de los sagrarios de sus senos, las veríamos acostadas a lo largo, con sus senos en reposo sobre sus pechos sin palpitación, como vimos los de cadáveres en las salas de disección, o, para ser más gráficos, como vimos al asomarnos por aquella ventanita de San Carlos, los de aquellos cadáveres de mujer tirados en aquella habitación trasera, muy baja de techo y sin luz. Los senos son la realidad más perenne, la realidad de la que no puede suponerse la desaparición total, algo que ha estado tan acusado que no puede perderse. Por eso los senos de las muertas las dan existencia, y son por lo que se ha salvado todo el resto de ellas. Caen con un peso más muerto, más plomífero, pero esto les da más plástica y los sentimos como de plomo blando en las manos que no les podrán tocar. ¡Qué idea más categórica y más ardua! ¡Oh, si les pudiésemos tocar serían los más tocados y tenidos en las manos! En los senos de muerta está cuajada toda la melancolía espesa del cementerio, y en ellos se concentra todo lo que se descarna bajo su tierra. Los senos de las muertas tienen la viveza de los senos de las fotografías de mujeres desnudas que se encuentran en los cajones de las abuelas que han muerto y que son, indudablemente, de mujeres que ya murieron, pero en las que siguen siendo tan intensos y tan vivientes sus senos, porque esa forma tan rotunda y tan resuelta no puede haberse anonadado, aunque los largos gusanos se los hubieran comido como las manzanas o las peras más dulces, metiéndose por ellos como pequeños ferrocarriles por hondos túneles. Así, ante las mismas ancianas muertas, se descuenta el que la lápida anuncia sus ochenta años, y se las siente femeninas, sensuales, atractivas como si hubiesen retrocedido hasta el promedio más álgido de su vida, su momento mejor, así como las jovencitas de veinte años no están ya en los veinte, sino que han avanzado y se han plantado en el momento ideal de su vida, que suele oscilar entre los treinta y tres y los cuarenta y ocho. En la sinceridad de los cementerios sucede sinceramente que se piensa eso. Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan solos como los de la mujer que se baña solitariamente, como los de Diana cuando se baña, como los de la casta Susana. En esa soledad es en la que los vemos, y acrecenta la sensación de verlos como nos veremos ninguno, el que no podremos romper su soledad, y eso hará que no los poseamos en definitiva. Las muertas descotadas hasta el punto en que caen sus senos, que están más abajo de donde estaban en su \ida, adornan sus corpiños con las flores de las coronas, sobre todo con pensamientos, que hacen más elegiaco su descote. La sombra del nacimiento de sus senos es de un negro profundo, un negro de agujero, y las curvas sombrías que quedan bajo ellos, son sombrías como no lo es ni la sombra de los ojos de las calaveras. Se podría decir que sus senos tienen unas ojeras gravísimas, esas ojeras de los senos que sólo se notan suavemente en los senos de ciertas mujeres en la madrugada de los domingos, ojeras que exaltan la forma anaranjada y rizosa. Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan solos ya no creen en sí mismas. En su verdadero final se han llenado de ideas acérrimas, ideas de muertas de cementerio civil, porque ya sin ninguna esperanza y sin ninguna superstición, aun en el cementerio cristiano son muertas de cementerio civil, mujeres fuertes y sensatas que ya no comadrearán ni tendrán sentimientos mezquinos. Salen todas por los nichos de pared, sacando los pies, doblándolos, sacando después el cuerpo y, por último, la cabeza, así como en los circos se bajan de la mesa en que se han acostado para hacer el número que lo exigía. Miran sus coronas, se sonríen. Se sientan sobre los sarcófagos de piedra, que son sus asientos preferidos. Se abrazan a los cipreses, se apoyan en ellos, se rascan la espalda con ellos. Juegan a las esquinas entre ellos y pasean como las amigas entrañables por los jardines de los colegios de internas. La luna, que aun durante el día está sobre los cementerios, convertida en una muerta más, la mira encantada. Como las leprosas se asoman a la verja de las lepreoserías, se asoman a la verja de la puerta, y sus senos sobresalen entre barrote y barrote, consoladas por la frialdad y la fuerza del hierro. Cuando llueve se pasean bajo los soportales de los claustros del cementerio, siempre descotadas, llueva o haga frío, porque son las mujeres a las que ya nada puede matar, porque, entre otras razones, con la pulmonía que las mató se las acabó la pulmonía. ¡Senos de las muertas! Cuando seamos muertos ya no les podremos ver, pero quedará el consuelo de que nadie los podrá tocar, de que vivirán para ellas, de que no volverán a llenarlos de conflictos y recelos, y de que tendrán tiempo de recordarnos incesantemente. Esa es mejor solución que la de que tengamos que volverles a poseer, porque así estaremos más cómodamente en lo eterno, como en una hamaca de suspensión eterna, ya que ellas están en un estado que no admite más adulterios, que es lo importante, pues con los que cometieron acabaremos por conformanos. Yo, en los ratos de mayor vivencia, he visto avanzar a las muertas con sus senos solemnes sobre los brazos cruzados bajo ellos, lentas, sin imprimir movimiento a la pasta recrudecida de sus senos recios, majestuosos, rotundos, como sólo lo son los que pule hasta el amaneramiento al escultor académico. Descotadas hasta debajo de sus senos y con largos trajes de cola, las muertas avanzan hacia el que se acerca a la verja de los cementerios cuando ya ha oscurecido. Sus senos las han hecho sobrevivirse, han mantenido sus formas. Los hombres muertos están enterrados, siguen enterrados bajo las losas, sobre las que arrastran ellas sus colas. Los esqueletos son de hombres. ¿Suponéis esqueletos de mujer con los huesos del pecho mondados? No. Las han defendido sus senos, cuajados en la muerte como no lo estuvieron en la vida, llenos de una dulce cordura que daría un placer mortífero al que los tocase, por lo que parece haber un anuncio de peligro de muerte en la proximidad de los senos de cementerio, llenos de una alta tensión que carbonizaría la vida del que fuese imprudente. SORPRESAS Han existido casos en que la lactancia ha podido ser mantenida por una mujer que no ha cohabitado y aun por un hombre. Esto que asegura la Medicina, ¿a qué extrañas causas obedece? Parece que aquella a la que sucedió eso fue que amó demasiado a su ideal. Ella despreció a los pequeños idiotas que llenan la vida y sólo se dedicó a su sueño, hasta que un día se sintió más pesada, más abrumada de sí misma que nunca, llenos sus senos de un nutrido cosquilleo, dichosos y voluptuosos, con una dicha espesa y desconocida. ¿Qué le pasaba? Cuando estuvo bien sola se los miró y, ¡oh, sorpresa!, estaban llenos y de su punta abierta, como cuando se abre el tubo de sindetikón con un alfiler, salía una gota de leche tibia y densa. Llena de su ideal, y llena de sí misma, que es lo más puro que podía llenarla, no quiso fecundizar su vientre, le repugnó, no buscó ese camino acre y sucio, y de un modo casi inmaterial despertó sus senos vírgenes, sus senos anhelantes. ¿Qué dirán los padres de esas mujeres, cuya lactancia espontánea admite la Medicina? Sospecharán de ellas, sin acabar de creer el milagro propio de sus almas. Se columbra en los martirologios antiguos el caso de una mujer de éstas, quemada en la hoguera pública, porque la leche de sus senos supuso un hijo que no se halló, del que no pudo dar cuenta, y por cuyo supuesto infanticidio fue sentenciada. ¡Oh, que nos busque esa mujer elegida, cuyos senos manan espontáneamente, que nos comunique el secrerto sigilosamente, y nosotros nos casaremos con ella! Que nos haga depositarios de su riqueza natural, porque su llenazón no es de las que puede descargar un niño que moriría ante un manjar tan fuerte y tan lleno de algo así como de una certeza superior. ¡Oh leche metafísica! LA MUJER SIN SEXO En la mujer sin sexo, lisa y cerrada, hermética y toda blanca, depilada y sin pliegues, los senos toman una importancia suprema. Nada distrae de la tentación de los senos, y eso les da una esfericidad suprema. Escarbará toda la vida el hombre sobre esos senos solitarios, y dará de beber a su sed con sus manos, como se bebe en los manantiales más cristalinos y puros. En esa mujer sin sexo la elevación de los senos es prodigiosa, radiante, y la femineidad está en ellos sin desparramarse, sin irse, sin encontrar salida. Verdaderamente, si no hemos encontrado esos senos de la mujer sin sexo, no hemos visto los senos en toda su apoteosis. LA GIGANTA DE LOS SENOS COMPLACIENTES El deseo de unos senos suficientes se ase a unos senos gigantescos. Existe en alguna parte esa giganta de los senos complacientes, los senos que recrían, los senos formidables, los senos que pueden ser estrujados y sobre los que el hombre puede acostarse como sobre una cama de matrimonio. La giganta está acostada en el gran valle. Su sonrisa es condescendiente. Está vestida hasta la cintura porque si no sus piernas resultarían monstruosas y su sexo resultaría un abismo peligro e inmundo. Una larga hilera de peregrinos caminan hacia sus senos, y otros ya están arrodillados y prosternados sobre ellos. Algunos se esconden trémulos, febriles — amarrillos de fiebre—, en la juntura de esos senos, y allí, dedicados a una larga atrición, se curan de la inquietud que traían, causada por el sobresalto que les han dado los senos breves ; otros más atrevidos, se esconden bajo el peso del seno que cae y no cae sobre la tabla del pecho, y allí, a la sombra templada, les aduerme una pereza ideal, como después de la consecución suprema. Los senos de la giganta en relación con la luna, como el mar, tienen altas y bajas mareas, y una vida inmensa. Están un poco desgastados por el constante pasaje, y sus pezones tienen esa dolorosa tumefacción de los pezones mordidos por los hijos a los que les salieron los dientes cuando aún no habían dejado de ser mamones o por los niños a los que les duelen y les arden las encías. ¡Oh, senos de la giganta complaciente, senos ubérrimos y copiosos, senos en cuajada cascada, senos por el descanso eterno, senos tranquilizadores, senos verdaderamente grandes, abrumadores hasta el hartazgo, senos que se buscaron en vano —¡siempre en vano!— bajo un falsa —¡siempre falsa!— opulencia de los corpiños abultados! EL DESPERTAR Sucede a veces, quizá muchas veces, que el hombre que se hiere con las espinas que ellas tienen para defenderse, sale con las manos arañadas por haber insistido en coger por primera vez el primero de los senos de ellas, y, sin embargo, insiste y se los coge otra vez, y le vuelven a herir. Ese primer explorador es el que ha desarrollado esos senos, el que los ha despertado; pero ellas, que se los deben indudablemente a ese hombre, que fue el único que se hirió con las espinas afiladas y recientes, y que tiró de ellos con exposición de ser mordido, no es el que se suele llevar en definitiva y con saciedad esos senos ingratos. Es otros que vendrá después. Pero que eso no le desespere; la vida le vengará, y esos senos, a los que hicieron crecer sus caricias, serán deshechos por las caricias. LOS SENOS DE LA FURIA Los senos de la furia son arrastrados al rencor. Ellos no quisieran sino la dulzura: pero ella los precipita, los irrita, los tunde. Ante los ataques de la furia nos olvidamos de sus senos. Parecen haberse malogrado en la insania que palpita en ella. Salta por encima de ellos en los ataques. Pero, sin embargo, después del primer momento en que su furia nos ofusca y nos arroja violentamente sobre ella nos aplaca la idea de los senos como si saliesen en defensa de ella con bondad, interponiéndose entre ella y nosotros como sus hijos asustados, como los niños se interponen entre el padre y la madre. Ellos hacen que nos digamos: «Respetémosla, disuadámosla y en vez ds aumentar su rencor y vengarnos, perdonémosla…». Sus senos responden por ella: sus senos, atemorizados y desgarrados sufren por ella, y son los que lo pagan… No puede ser: sus senos están ahí, delicados, sufridos, frágiles, maltratados. «¡Quieta, quieta, que los empujas y los zarandeas, pegando el uno con el otro, y se puede romper! ¡Quieta!…» Y se la calma, cogiéndola de las manos, con cuidado, con cautela, con lentitud. Siendo el premio final atusar, satinar, lustrar los senos intercesores, más blandos, más bellos, más mórbidos, más suaves, más buenos después de la paz, como si fuesen el «calumet» de la paz. ¡Oh, los senos de la furia, atormentados, lapidados, florantes en medio de su vesania, mordiéndose como dos serpientes fraticidas! LAS NEGRAS Las negras con rostros abruptos y de ojos con algo de los ojos de los negros escarabajos, las negras de labios de babosas, tienen los senos más terribles de la creación, unos senos que se parecen a los pellejos llenos de vino, senos elefantinos, senos como dos grandes plátanos de cáscara negra, senos en que parecen llevar sus crías, senos que imitan los grandes recipientes cónicos en que machacan el cacao. Están deshechas por sus senos, que como esas frutas muy pesadas y muy blandas se pasan en seguida, maduran velozmente. Por eso tienen grandes ojeras negras y abolsadas y su rostro se descompone más. Sus senos las corrompen y las recuecen por entero. Tienen los senos de negra algo de grandes bubones ardientes, madurados, inflamados, con vértices que van a estallar después de la fiebre que les inflama. La negra está en el horizonte, detrás de las blancas de senos incipientes; está muy plantada, con sus manos espantosamente ordinarias cruzadas sobre el vientre, plantada frente a una expectación que no comprende, con sus senos colgados, como unas aguaderas, sin coqueterías, llena de una excesiva crudeza, en una actitud de monstruo de feria, sobrecargada, como el que vuelve del matadero con dos corderos negros que le cuelgan sobre el pecho cayéndola a cada lado, atadas las patas del uno a las del otro, exhibiendo el peso bruto, los kilos. Sobre los senos de las negras relucen como sobre nada las pezoneras de brillantes, y parece que son bozales enjoyados para lo fieras terribles que son. Así las bailadoras negras los tienen siempre cubiertos por grandes pezoneras, pues la danza les despertaría como a los leones y no se la podría presenciar sin esa salvaguardia, sin esa contención que hace que una ferocidad irresistible no penetre en el pecho del espectador. Los senos de las negras revelan hasta dónde son animales los senos de las blancas, hasta qué punto es carne adobada la carne de los senos, los comprometen y los denigran, siendo conveniente apreciar eso. Toman la luz y sus valores resaltantes de un modo que lo blanco no puede recoger. Por eso su plástica está listada de luz y se exalta como la perla negra se exalta. Se ven más que los blancos. La negra se ríe de sus senos como no se ve reír a la blanca, pero como indudablemente se ríe también. Es una risa siniestra de herir con un arma; es una risa sanguinaria que pone de manifiesto los dientes blancos, revelando hasta dónde es un animal de cuidado la mujer. Sobre todo, cuando en sus bailes les remueven demasiado a propósito, con una alevosa premeditación, paradas, y sólo dándoles velocidad como en una tumba africana, la burla es la burla de las burlas y abusan de saber cómo impresionan, sin que nada justifique que ellas se impresionan. En las negras, los senos llegan a parecer como grandes butifarras, hechas con picaduras de carne de hipopótamo, por ejemplo, o algo así. Pesadilla negra esa de los senos de negra, senos accidentados, sin desbastar, materiales, tan materiales que ahogan en su materia como un mar espeso, como las aguas del mar Negro. SENOS DE MADRE A veces los senos de madre no pueden recordar su antiguo significado, su primera coquetería. Pero cuando vuelven, ¡cómo sobrepasan la insignificante coquetería primera! Vuelven desiguales, lo cual es ya una mayor extensión de su encanto. El seno con el que dieron de mamar es el mayor. El otro no tuvo casi leche, resultando por eso como un pobre desgraciado que merece más caricias, aunque el otro sea el fecundo, en el que parece conservarse aún algo de leche blanca y condensada. Cuando dan de mamar, el ver la cabeza del niño junto a ellos y un poco de color de ellos, hace que nos abstengamos de seguir mirando, aunque también al dar de mamar se convierten en biberones. Los senos de madre duelen en el parto, y a veces sufren grandes dolores después, cuando se les cierra la espita. Sin embargo, en el dar de mamar normalmente encuentran una gran voluptuosidad, que se callan, como si no estuviese permitida. Los senos de madre tienen cicatrices, porque se inflamaron y supuraron en el parto, y hubo que hacerles punciones y ponerles inyecciones antisépticas, quedando su piel convertida en una criba. Su aréola se llena de elevaciones en el primer embarazo, y subsisten después siendo su nombre el de tubérculos de Montgomery, nombre como el de una condecoración de los senos heridos en la batalla. Todas esas taras son necedores, que les ha curado de su presunción de objetos de bazar, que les ha humanizado más, que les hace tener una mayor modestia, les hace más expertos, más comprensivos y más dueños de su voluntad. Por eso los senos de madre son más amparadores y tratan al amante como amante y como hijo. Hay hombres que no sabemos por qué están tan enamorados de las mujeres junto a las que caminan siempre. Un secreto intenso les atrae, les hace envolverlas, encubrirlas, acercarse como miopes a sus figuras embozadas en los trajes vulgares. Pero el secreto ese es que esas mujeres tienen unos senos disimulados para todos menos para ellos, con un disimulo que una vez descubrimos en una novia provinciana, en cuyo pecho encontramos lo inesperado muy doblado, muy apretado remetido con fuerza, tan violentamente que eso evitaba la circulación de la sangre, y el hallazgo estaba pálido, adolorido y frío. Estaban sus senos plegados como redondos farolillos japoneses, y bastó encamdilarlos y tirar de ellos para que fuesen bombas de luz. Esos hombres que saben que sus esposas guardan lo que no puede apreciar nadie, son modelos de oficinistas, hombres que se contentan con cualquier trabajo porque esos senos que poseen les dan categoría sobre los demás, porque merece cualquier resignación en la vida del trabajo encontrar al final de la jornada los senos insospechosos. Habrá quien crea que son tontos, habrá quien no les mire siquiera, pero a ellos no les importa aunque se den cuenta, pues miran con sorna el espectáculo de la organización del mundo, porque los senos disimulados de su esposas les compensan de todo. Para ellos, el arte y la novelería de la vida está en ese secreto de dilatación que hay en sus esposas y que no podrán contar ni a su íntimo amigo. LA MADRE POBRE La leche de las pobres de pedir limosna es como el agua; pone a sus hijos aguanosos, pero no les alimenta. Es el mayor sarcasmo que se comete; es la mayor falsedad evidente que no se consiente. La vida, más fuerte que el hambre, llena los senos de la mendiga, ¿de qué, si a veces no ha comido? La vida los llena y les da el apetito de probar de ellos, pero se lo dejan todo a su hijo. En los senos de la mendiga hay un resorte de milagro. Sorprende vérselos sacar negros, quemados, del color de la tierra rasera, color cáscara de patata y ponérselos en la boca a sus hijos. REYES Y SULTANES Los reyes manejan clandestinamente senos admirables en los que imprimen el sello de su sortija que queda grabado en ellos, porque se lo infieren cuando están candentes, cuando se ablandan como el lacre en la hora ardiente de orgullo. A los reyes les apena el tener que desflorar en el secreto y en la oscuridad esos senos que sólo se abren ante ios reyes, como pasionarias, enseñando sus atributos interiores, los atributos, las cositas, las filigranas que guardarán bajo su envoltorio siempre para los que no somos reyes. En las sombras de los palacios que tienen en las afueras de la ciudad en que reside la corte y donde llevan a sus conquistas, los senos de ellas se sienten ateridos, mirados con un conminatorio rencor por todas las reinas de los panteones de reyes, y se contraen de un frío letal. En las cámaras nupciales de esos palacios, los senos de las advenedizas se llenan de una palidez y una amarillez de muertas, que les hacen interesantísimos; se quedan sobrecogidos, más infragantis e ingenuos que nunca, exaltados sobre el fondo de oscuridad y de muerte que no hay más que en esos palacios, pintados sobre un fondo que sólo hay en los lechos de esos palacios reales. ¡Color y formas que sólo verán los reyes galantes! Los sultanes tienen más a las claras, más declaradamente, con más realidad, numerosos senos. En la luz concentrada en esas casas, miran hacia dentro, en la luz que enjalbega los patios de los harenes, los senos que gozan los sultanes están llenos de una certeza suprema, esa certeza que toman las cosas bajo los claros mediodías del estío. Los senos que poseen los sultanes son senos como de dulce de coco y azúcar; senos jugosos; senos cuya blancura exalta los ojos, morenos y rasgados: senos que cuelgan como higos frescos en la higuera fresca bajo el sol agostador, senos como llenos de una fresca, blanquísima y dulce horchata; senos incensarios, que se mecen como incensarios; senos guirnalda, porque obedecen con una rara unanimidad al mismo señor y no temen a Dios, sino que se ofrecen también como por mandato de su Dios; senos como grandes bolas de azahar; senos que miran con ojos rasgados y nostálgicos; senos llenos de pereza, de enervación y de languidez; senos un poco triangulares, como si así tuviesen más la forma litúrgica; senos a los que alumbra de lejos un sol claro como a la luna; senos extáticos, como las cosas en la siesta; senos que meditan en el esplendor de la realidad del día, y es su levadura esa meditación; senos enjarrados por la luna. Esos senos de los serrallos crecen, crecen, crecen, hasta dar en el suelo, y cuando un poco aventajadas ya no se levantan ellas, quietas y resignadas siempre en cuclillas, ellos descansan también sobre los almohadones echados sobre el suelo. Cuando las mujeres del serrallo cometen infidelidad, el sultán, iracundo, no corta con su gumía sus cabezas, sino que corta sus senos con golpes que facilita la forma de la gumía. Todo el serrallo se llena de un lado de cadáveres y de otro de senos, volando las almas entre unos y otros, porque se salen en seguida por los agujeros de palomar que se abren en los pechos de mujer al arrancarlas sin precaución sus senos. Los senos de las mujeres del serrallo crecen también y adquieren mayores encantos y mejores nácares, porque no hay nadie como los sultanes para decirles todos los piropos imaginables, los piropos que los cuidan y los hermosean como ningún agua de rosa. Por eso ellos sienten que les pertenecen tanto los senos de sus mujeres, porque saben lo que les han dicho con una inspiración en que han puesto todo su corazón y su riqueza de filtraciones de sol y de luna. Los senos de las favoritas luchan unos contra otros como las testuces de los machos cabríos, y alguna vez, enardecidas todas por la comparación de sus senos, se tiran los senos a la cabeza y algunas se descalabran. LOS SENOS DE EVA Por pensar en todos los senos hemos pensado en los de Eva, caudalosos, fuertes, de piel dura, rojiza y áspera; senos de ama de cría montañesa, de leche pura, salutífera y prodigiosa, la leche en su primera fuente, la fuente que no se ha agotado después. Adán no se dio verdadera cuenta de ellos, porque estaba asombrado ante otras sorpresas. Fueron los únicos senos que hicieron un perfecto ángulo recto en relación con el plano del pecho, un ángulo recto que inmediatamente después fue perdiendo grados y decayendo. Los senos de Eva fueron los que conservaron la estructura que les imprimió el molde de metal, el llanero que utilizó el Creador para su formación y que después colgó en su cocina. EL SENO MÁRTIR Aquella mujer larga, flaca, marfileña, iba pereciendo. Su belleza no desaparecía, sin embargo, en aquel lento perecimiento. No le faltaban pretendientes, pero ella se obstinaba en no tener novio. Tocaba sentimentalmente el piano largas horas, sin notar la caricia al hombre, que es la caricia al piano. Así todo lo que en ella era inflexible a los hombres, era sinceridad, entrega e impudor para el piano. Sus enamorados, callados, desahuciados, aprovechaban los instantes en que ella tocaba el piano para verla en todo lo que tenía de mujer. Tan enjuta como era, se veían, sin embargo, destacarse sus senos, los senos que nadie calaría, las frutas al otro lado del abismo, entregadas a su consumación por el tiempo. ¿Qué mal la mataba? Ella parecía sufrir del corazón; de vez en cuando se echaba mano al pecho, como diciéndoles a todos. «Aquí me duele». No había ido nunca al médico; su pudor no había dejado que sus padres la llevasen. Hasta que un día se desmayó, y al desabrocharla se vio que uno de sus senos, el izquierdo, estaba completamente gangrenado. ¡Oh, por no enseñar sus senos había callado, y el tumor había profundizado tanto, se la había comido de tal modo, que por el agujero que había hecho se veía funcionar a su corazón, como se ve moverse al volante a través del cristal de un Roskoff! SENOS DE CASTILLA En el paisaje árido y seco de Castilla, los senos son una sorpresa milagrosa, son dos tacitas de agua. Por lo general, las mujeres de Castilla tienen unos senos prietos, pétreos, senos pegados al pecho, sobrecogidos por la aridez de la tierra, senos terrosos, aunque como la greda que el escultor moja todos los días. El frío duro y el valor duro parecen haberlos agostado; pero sobre todo esas grandes heladas que caen sobre Castilla. Los senos de Castilla son senos de esposas fieles de labrador, y hay en ellos como un puñado de granos de trigo, aunque también en ellos hay una colección de semillas de flores que no brotan en esa tierra. Pero de pronto, entre esa comunidad de senos austeros, surge la visión de unos senos impares, ampulosos y llenos. La que los lleva camina con una especial crueldad, con un aire de reina de Castilla. Se prevale de toda la sed de alrededor, y de cómo sobre la tierra sin senos, sobre la tierra llana, se destacan sus senos, recortándose sobre el cielo. ¡Ah! ¡Pero cuando Castilla se vuelve loca, cuando sus pueblos se exaltan hasta el paroxismo, con ardores de una voluptuosidad indecible, es cuando hay en ellos unos senos pecadores! EL QUE SE LOS COMIÓ Parece que ha habido un hombre de instintos temerarios que se ha comido unos senos de mujer, como se comen unas naranjas sin mondarlas ni repartirlas en gajos, sino mordiéndolas y chupando. Quizá unos senos comidos con el valiente apetito con que se podría realizar ese acto, sepan a ancas de rana o cosa por el estilo. ¿Y su pezón? Su pezón debe saber como el tostado pezón de los panes que acaban en punta, en una punta exquisita. También parece que algunos senos deben saber a guayaba. LA OPERADA Lo que más dentera nos ha dado ha sido la imagen de la mujer a la que cortan un pecho —una «mama» debería decirse, para alejarse aún más de algo que es más terrible y más emocionante diciendo «senos». Esa mujer con un pecho resulta como más impresionante y como más dotada que de los dos porque se buscará siempre en ella, además del que se encuentra y del que sería igual que el que se encuentra, otro seno más joven, el de entonces, el que queda en su base y que lo representan algo así como el nudo del árbol a la rama cortada. ¡Qué feroz desnudo el de la mujer con un seno menos! La vida del hombre que la contemple sentirá un encarnizamiento atroz, sentirá una locura de enternecimiento, estará buscando perdido y obcecado ese seno escamoteado. ¡Qué realidad y qué tesitura más dramática y sentimental la del seno que falta! Todos los días, en los hospitales y en las clínicas se cortan pechos de mujer, pecho podridos, pechos llenos de una trichina que se goza en ellos y no se puede descartar precisamente por eso, porque encuentra su dulzura y se ceba en ella. Las que van a ser operadas se acuestan para que las corten el pecho, se acuestan sabiendo lo que las va suceder, dispuestas a sacrificar algo de los superfluo para que no se contamine toda su vida. Los maridos y los amantes los han acariciado por última vez, con una caricia de despedida, y ellas se lo miran también por última vez. Quizá lloran por él, pero piensan: «La muerte, después de todo, ¿qué es sino la extirpación de los dos, y la extirpación de la cabeza y de todo lo demás? Si no tuviese que suceder eso sería para desesperarse de un modo imposible; pero teniendo que suceder eso al fin, esto no es demasiado». Eso que sucede en los hospitales es como si de las banastas de las frutas se tirase la fruta podrida. Se hace tan sencillamente como se hace eso en los mercados. En las guerras —hasta en la última guerra se ha hecho— sucede, sin embargo, algo más atroz, y es que la soldadesca, sobreexcitada por esa fiera incógnita que hay en los senos, los cercena sanos y todo, dando el mayor placer a las infames espadas que gozan como nada haciendo lonchas de seno, las lonchas más voluptuosas de hacer. En las guerras, aunque se supriman las violaciones y los robos, no se logrará suprimir esa tala de los senos, en cuya tragedia hay algo peor que el que sean cortados de raíz y es el que sólo sean destapados y queden colgando, como si quedase abierta la tapadera del tintero de la sangre. LAS SERPIENTES Y LOS SENOS Es un bello cuadro de sagacidad y de glotonería que exalta los senos, el de las serpientes que roban la leche a las madres. Llegarán pensando en los senos con un encanto que las pondrá eréctiles desde la cabeza a la cola, y cautelosas, como la mano del ladrón que va a robar el tesoro que se esconde en el bolsillo del pecho, buscarán el pezón y lo chuparán. Después, todo su cuerpo, engolosinado, se sentirá recorrido por un hilillo de leche de saber insuperable, y sus ojillos mirarán la tersa maravilla, mientras su cola se moverá con alegría, como una batuta que dirige una música suave y lenta. LOS SENOS DE LAS MUÑECAS DE CERA ¿Son quizá más admirables los senos de las muñecas de cera que los de las mujeres de carne? Quizá. En la delicia cérea de los rostros de las muñecas de cera entra por mucho, entra sobre todo la delicia de sus senos. Sus senos les dan una realidad que no les dan sus rostros. Sus senos tienen las vertientes, las plasticidades y los brillos de lo móbido, más aún que siendo blandos, además de tener cierta inmortalidad que sobrepasa su encanto. ¡Cómo afrontan al hombre los senos de las muñecas de cera! Yo, en la intimidad de una de esas muñecas, los he visto desnudos y afrontándome de un modo que no se vence como se vence a los de las vivas después que se desnudan así sino que nos vence irremisiblemente, nos vence porque no podemos avanzar sobre ellos y tenemos que considerarles, considerarles sólo, considerarles únicamente. (Los de las estatuas producen una sensación contraria, porque son duros y falsos, como no lo son los de las figuras de cera). ¡Cómo dejan la caricia en la mano los senos de las figuras de cera! La dejan en la mano sin descomponerse y ponerse pachucha, como sucede con la que dejan los de carne. Queda en la mano la forma entera, blanda y sin aplastarse de ese modo con que se aplastan los de carne. ¡Amarillos e inefables senos de las mujeres de cera! Han pasado la muerte, la han remontado y tienen las virtudes indescomponibles. Ningunos senos tan admirables y tan rotundos como los de las muñecas de cera, ni los blandos senos de la Divinidad hembra, que son demasiado inmortales, excesivamente inmortales y, por lo tanto, fríos e insensibles.
La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados