dickens: Historias de fantasmas

lovesong_lj things_unsaid_sml shadows_sml

EL LETRADO Y EL FANTASMA

Conocí a un hombre —déjenme ver— hará como cuarenta años, que alquiló un viejo, húmedo y humilde conjunto de despachos, que llevaban cerrados y vacíos muchísimos años, en uno de los edificios más antiguos de la ciudad. Corrían toda clase de historias sobre aquel lugar y, desde luego, ninguna de ellas era demasiado jovial. Sin embargo, aquel hombre era pobre y las habitaciones eran baratas, razón que a él le bastaba aunque hubiesen sido diez veces peores de lo que ya eran.

Ocurrió que este hombre se vio forzado a quedarse con algunos muebles desvencijados que habían quedado allí abandonados. Entre todos ellos, destacaba un enorme y pesado armario de vitrina como los que suelen utilizarse para archivar papeles. Tenía unas grandes puertas acristaladas, cubiertas en el interior por cortinas verdes. Ciertamente, se trataba de un cachivache bastante inútil para su nuevo dueño, puesto que éste no tenía papeles que guardar; en cuanto a su ropa, no tenía más que lo puesto y tampoco tenía necesidad de procurarse un lugar dónde colocarla.

Pues bien, ya había terminado de trasladar allí todos sus muebles —que no llegaron ni a ocupar un carro completo— y los había desperdigado por la habitación para hacer que aquellas cuatro sillas que tenía pareciesen una docena. Estaba aquella misma noche el hombre sentado frente al fuego pensando en los dos galones de whisky que había adquirido a crédito —y preguntándose si alguna vez llegaría a pagarlos y, en caso afirmativo, cuantos años tardaría en hacerlo—, cuando su mirada fue a posarse como por casualidad en las acristaladas puertas de la vitrina.

—Ah —suspiró—, si no me hubiese visto obligado a aceptar ese adefesio al precio que fijó el viejo casero, podría haber conseguido algo mejor por ese dinero. Te diré lo que te habría pasado, viejo trasto. —No teniendo nadie con quien hacerlo, hablaba en voz alta a la vitrina—. Si no fuese por el gran esfuerzo que me costaría hacer pedazos tu vieja estructura, te utilizaría para alimentar el fuego.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando un sonido que se asemejaba a un débil gemido pareció salir del interior del armario. Aquello le sobresaltó al principio pero, tras reflexionar unos instantes, pensó que debía de tratarse de algún jovenzuelo que hubiera entrado en el despacho contiguo, y que estuviese volviendo de cenar. Colocó los pies sobre la rejilla de la chimenea y tomó el atizador con intención de remover las brasas.

En ese momento volvió a escuchar el ruido, y se asustó. Al mismo tiempo, una de las puertas de cristal del armario comenzó a abrirse lentamente, dando paso a una figura pálida y demacrada, vestida con unos manchados ropajes hechos jirones y que permanecía muy erguida dentro de la vitrina. Se trataba de una figura delgada y alta. Su rostro expresaba preocupación y angustia, pero había una apariencia de algo inefable en su tono de piel, en su extrema delgadez y en su aspecto sobrenatural.

—¿Quién es usted? —dijo el nuevo inquilino, poniéndose muy pálido y blandiendo el atizador (por si acaso) mientras apuntaba directamente al rostro de la figura—. ¿Quién es?

—No intente arrojarme ese atizador —respondió la figura—. Aunque me lo lanzase con la mayor puntería, pasaría a través de mí, sin encontrar resistencia, e iría a clavarse en la madera que tengo detrás. Soy un espíritu.

—Dígame, ¿y qué busca aquí? —dijo entrecortadamente el inquilino.

—Sepa que en esta habitación —respondió la aparición— se gestó mi desgracia, y la ruina de mis hijos y la mía. En esta vitrina fueron acumulándose, durante años, los legajos de una demanda interminable. En esta habitación, cuando yo ya había muerto de pena y de esperanzas largamente postergadas, dos taimadas arpías se dividieron las riquezas por las que yo había estado pleiteando durante toda una vida plagada de estrecheces, y de las cuales, finalmente, ni un solo penique fue a parar a mis descendientes. Me dediqué a aterrorizarlas inmediatamente, claro está, y desde aquel día he merodeado por la noche (el único periodo durante el que puedo volver a este mundo) alrededor de los escenarios de mi prolongada miseria. Estos aposentos son míos: ¡márchese y déjeme en paz!

—Si insiste en aparecerse por aquí —dijo el inquilino, quien había conseguido reunir algo de valor y de presencia de ánimo mientras el fantasma pronunciaba su prosaico discurso—, le dejaré que lo haga con el mayor placer, pero antes me gustaría hacerle un par de preguntas, si usted me lo permite.

—Adelante —dijo la aparición severamente.

—Bueno —dijo el arrendatario—. No es que sea mi intención dirigir esta observación a usted en particular, puesto que es igualmente aplicable a la mayor parte de los fantasmas de los que he oído hablar, pero me resulta de algún modo inconsistente que, teniendo como ustedes tienen, la posibilidad de visitar los mejores parajes de la tierra (ya que supongo que el espacio no significa nada para ustedes), siempre insistan en regresar a los lugares donde justamente fueron más desgraciados.

—Ehhh… eso es muy cierto; nunca había pensado en ello antes —respondió el fantasma.

—Como puede usted ver, señor —continuó el inquilino—, ésta es una habitación de lo más incómoda y desangelada. Por el aspecto de esa vitrina, me atrevería a decir que no está del todo libre de insectos y demás sabandijas, y en realidad creo que, si usted se lo propusiera, podría encontrar aposentos mucho más agradables; por no hablar del clima tan desapacible que tenemos en Londres…

—Tiene usted mucha razón, señor —replicó educadamente el espectro—. No me había dado cuenta hasta ahora. Creo que cambiaré de aires. —Y, dicho esto, comenzó a desvanecerse; es más, mientras decía esto sus piernas ya habían desaparecido casi del todo.

—Y señor —dijo el inquilino intentando llamar su atención antes de que se fuera definitivamente—, si tuviese usted la bondad de sugerirles a las otras damas y caballeros que se encuentran ahora ocupados en hechizar viejas mansiones vacías, que estarían mucho más a gusto en cualquier otro lugar, le prestaría usted un gran servicio a nuestra sociedad.

—Lo haré —respondió el fantasma ya con un hilillo de voz—; debemos de ser gente bastante aburrida, ahora que lo dice; es más, muy monótonos; no consigo imaginarme cómo podemos haber sido tan estúpidos.

Con estas palabras, el espíritu se esfumó y, cosa sorprendente, nunca más volvió a aparecerse a nadie.

 


 FANTASMAS DE NAVIDAD

Me gusta volver a casa por Navidad. A todos nos pasa, o al menos así debería ser. Todos regresamos a casa, o deberíamos hacerlo, para disfrutar de unas breves vacaciones —aunque cuanto más largas sean, mejor— desde el enorme internado en el que nos pasamos el día trabajando en nuestras tablas de aritmética. A todos nos conviene tomarnos un respiro, ésa es la verdad. En cuanto a ir de visita, ¿a qué otro sitio podríamos ir si no? ¡Pues junto al árbol de Navidad, para proclamar nuestros buenos deseos al mundo!

Y así partimos lejos, hacia el invierno, a colocar nuestros anhelos junto al árbol. Nos ponemos en camino, y atravesamos llanuras bajas, parajes brumosos, páramos sumergidos en la niebla; subimos largas colinas enroscadas como cavernas oscuras entre las tupidas plantaciones que casi ocultan las estrellas centelleantes; y así continuamos, por amplias mesetas, hasta detenernos, con un silencio repentino, frente a una avenida. La campana junto a la verja resuena profunda y casi espantosa en el aire helado; los batientes de la verja se abren sobre sus goznes y, a medida que nos dirigimos hacia la gran casa, las luces resplandecientes se agrandan en las ventanas, y las hileras de árboles que hay delante parecen retroceder solemnemente hacia ambos lados para permitirnos el paso. Por un momento, aniquila el silencio la rauda carrera de una liebre que a lo largo de todo el día, por intervalos, se ha dedicado a atravesar el blanco tapete nevado; o el estrépito lejano de una manada de ciervos pisoteando la escarcha endurecida. Si pudiésemos, tal vez veríamos sus ojos vigilando entre los helechos, rutilantes como gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están quietos y todo permanece en calma. De este modo, con las luces que se agrandan y los árboles que se retiran ante nosotros y se reúnen de nuevo tras nuestro paso, llegamos a la casa.

Probablemente flota en todo momento un aroma a castañas asadas y a otras cosas buenas, puesto que estamos narrando historias invernales (o para nuestra vergüenza, historias fantasmales) alrededor de un fuego navideño, y sólo nos levantaremos para acercarnos más a él y calentarnos. Sin embargo, todo esto carece de importancia.

Llegamos a la casa, una vieja mansión coronada por grandes chimeneas en donde arde la leña ante perros viejos que se arriman al hogar y retratos macabros (algunos de ellos con leyendas igualmente macabras) que miran hoscos y desconfiados desde el entablado de roble de las paredes. Somos gentilhombres de mediana edad y compartimos una generosa cena con nuestros anfitriones y sus invitados. Es Navidad y la casa está repleta de gente. Decidimos retirarnos pronto. La nuestra es una habitación muy antigua. Cubierta por tapices. Nos desagrada el retrato de un caballero trajeado de verde, que cuelga sobre la chimenea. Grandes vigas negras recorren la techumbre y se ha dispuesto para alojarnos un gran dosel negro que a los pies se ve sustentado por dos grandes figuras negras que parecen sacadas de sendas tumbas de la vieja iglesia del barón, ubicada en los jardines. A pesar de ello, no somos caballeros supersticiosos y nos da lo mismo. ¡Bien! Despachamos a nuestro sirviente, cerramos la puerta con llave y nos sentamos frente al fuego, enfundados en nuestra bata, a meditar sobre multitud de asuntos. Finalmente nos acostamos. ¡Bueno! No podemos dormir. Nos revolvemos una y otra vez sin poder conciliar el sueño. Los rescoldos del fuego arden relampagueantes y hacen parecer la habitación más fantasmagórica si cabe. No podemos evitar escudriñar, por encima de la colcha, las dos figuras negras que sostienen la cama, y sobre todo ese caballero de verde, dotado de un aspecto tan perverso. Parecen avanzar y retirarse en medio de la luz temblorosa, lo cual, a pesar de que no somos en absoluto hombres supersticiosos, no nos resulta nada agradable. ¡Bueno! Nos vamos poniendo más y más nerviosos. Decimos: «Esto es absurdo, pero lo cierto es que no podemos soportarlo; fingiremos estar enfermos y haremos que acuda alguien en nuestra ayuda». ¡Bueno! Precisamente, estábamos a punto de hacerlo, cuando de repente la puerta se abre y entra una joven de una palidez mortecina y largos cabellos rubios que se desliza junto al fuego y toma asiento en la silla que antes habíamos ocupado, frotándose las manos. En ese momento advertimos que sus ropas están mojadas. Tenemos la lengua adherida al paladar y no somos capaces de articular palabra, pero la observamos con detalle. Su ropa está húmeda; su largo cabello está salpicado de barro; va vestida según la moda de hace doscientos años y lleva en el cinto un manojo de llaves herrumbrosas. ¡Bueno! Ella sigue sentada, sin moverse, y es tal el estado en que nos hallamos que ni siquiera somos capaces de desmayarnos. En ese momento, ella se levanta y empieza a probar sus oxidadas llaves en todas y cada una de las cerraduras del dormitorio sin que ninguna sirva. Entonces fija su mirada en el retrato del caballero de verde y exclama, con una voz grave y terrible: «¡Los ciervos lo saben!». A continuación, vuelve a frotarse las manos, pasa junto a la cama y sale por la puerta. Nos ponemos la bata apresuradamente, echamos mano de las pistolas —sin las que nunca salimos de casa— y nos disponemos a seguir a la muchacha, cuando hallamos la puerta cerrada. Giramos la llave y, al asomarnos al oscuro pasillo, no divisamos a nadie. Deambulamos inútilmente en busca de nuestro sirviente. Recorremos la galería hasta que rompe el día para luego volver a nuestra desolada habitación, caer dormidos y ser despertados por nuestro criado (a él nada le aterroriza), que cuando abre la ventana nos revela un sol resplandeciente. ¡Bien! Tomamos un triste desayuno y todo el mundo nos comenta que parecemos indispuestos. Concluido el desayuno, recorremos la casa con nuestro anfitrión y le conducimos hasta el retrato del caballero de verde y en ese momento todo se aclara. Engañó a una joven ama de llaves, conocida por su extraordinaria belleza, quien se ahogó intencionadamente en un estanque y cuyo cuerpo fue descubierto, pasado ya mucho tiempo, porque los ciervos se negaban a beber de sus aguas. Desde entonces, se rumorea que ella se dedica a deambular por la mansión a medianoche (aunque sobre todo aparece en la habitación del caballero de verde, a fin de no dejar dormir a su inquilino) probando todas las cerraduras con sus llaves oxidadas. ¡Bien! Contamos a nuestro anfitrión cuanto hemos visto y una sombra se cierne sobre su semblante. Nos suplica que guardemos silencio y nosotros obedecemos. Sin embargo, todo lo que hemos contado es cierto y así lo relatamos antes de fallecer (ahora estamos muertos), a muchas personas serias que nos quieren escuchar.

Son innumerables las viejas casas solariegas, con sus pasillos retumbantes, sus sombríos aposentos y sus alas hechizadas que llevan años clausuradas, a través de las cuales podemos divagar, mientras un agradable escalofrío nos recorre la espalda, y toparnos con todo tipo de fantasmas. Aunque —tal vez sea importante recalcarlo— en general éstos se reducen a unos pocos tipos o clases, ya que, debido a la escasa originalidad de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas previamente fijadas. Resulta habitual también que haya ciertas baldosas de las que sea imposible borrar las manchas de sangre que quedaron en tal o cual habitación o descansillo, y que datan de cuando cierto amo malvado, barón, caballero o gentilhombre se suicidó en aquel mismo lugar. Uno puede raspar y raspar, como hace el dueño actual, o pulir y pulir, tal y como lo hiciera su padre, o frotar y frotar, al igual que hizo su abuelo, o intentar hacerlas desaparecer mediante la acción de diversos ácidos, como hizo el bisabuelo, pero la sangre siempre permanecerá ahí —ni más ni menos pálida—, siempre igual. También ocurre que en otras casas encontramos puertas encantadas, que jamás lograremos mantener abiertas mucho tiempo; o bien, una puerta que no hay manera de cerrar; o bien casas donde suena a deshoras el crujido hechizado de una rueca, o golpes de martillo, o pisadas, o un llanto, o un lamento, o un ruido de cascos de caballo, o el arrastrar de cadenas. Tal vez haya un reloj en su torre que al llegar la medianoche dé trece campanadas coincidiendo con la muerte del cabeza de familia. Llegó a suceder que una tal Lady Mary fue de visita a una casa de campo en las tierras altas escocesas y, sintiéndose fatigada por el largo viaje, se retiró pronto a dormir. Al día siguiente, durante el desayuno, comentó inocentemente:

—¡Me resultó extrañísimo que anoche celebraran una fiesta a una hora tan tardía en un lugar tan remoto como éste, y que no me hablaran de ella!

Cuando todos le preguntaron qué quería decir, Lady Mary respondió:

—¡Pues que ha habido alguien que se ha pasado toda la noche dando vueltas y más vueltas con su carruaje bajo mi ventana!

Entonces, el propietario de la casa se puso lívido, al igual que su señora. Por su parte, Charles Macdoodle —de los Macdoodle de toda la vida— conminó a Lady Mary a no decir ni una palabra más sobre el asunto, y todo el mundo guardó silencio. Después del desayuno, Charles Macdoodle contó a Lady Mary que era tradición en aquella familia que aquel ajetreo de carruajes en el patio presagiase alguna muerte. Así quedó probado cuando, dos meses más tarde, falleció la dueña de la mansión. Lady Mary, quien a la sazón formaba parte de las Damas de Honor de la Corte, contaba a menudo esta historia a la vieja reina Charlotte; y es por esto por lo que el viejo rey se pasaba el día diciendo:

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Fantasmas? ¡Ni mentarlos, ni mentarlos!

Y no dejaba de repetirlo una y otra vez hasta que se retiraba a dormir.

El amigo de una persona a quien la mayoría de nosotros conocemos, cuando era todavía un joven estudiante, tuvo un amigo bastante peculiar con el que había llegado a un pacto de lo más macabro: acordaron que si era cierto que el espíritu de una persona es capaz de volver a este mundo tras haberse separado del cuerpo, aquel de los dos que primero muriese habría de aparecerse al otro.

Transcurrido un tiempo, a nuestro amigo se le había olvidado ya aquel trato; ambos jóvenes habían progresado en la vida y habían tomado caminos divergentes, muy alejados entre sí. Sin embargo, una noche, transcurridos muchos años, encontrándose nuestro amigo en el norte de Inglaterra y alojándose por la noche en una posada junto a los páramos de Yorkshire, sucedió que miró fuera de su cama y allí, a la luz de la luna, apoyado junto a un buró próximo a la ventana, vio a su viejo colega de estudios observándole fijamente. Se dirigió solemnemente a la aparición, y ésta le respondió en una especie de susurro, aunque bastante audible:

—No te acerques a mí. Estoy muerto. Heme aquí para cumplir mi promesa. Vengo de otro mundo pero no puedo revelar sus secretos.

En ese momento, la aparición palideció, pareció fundirse con la luz de la luna y se desvaneció.

Cuentan también el caso de la hija del primer ocupante de una casa isabelina, bastante pintoresca, que se hizo relativamente famosa en nuestro barrio. ¿Han oído quizás hablar de ella? ¿No? Pues bien, siendo una bella muchacha de diecisiete años, dio en salir una tarde de verano durante el crepúsculo a recoger flores en el jardín. Pero, de pronto, su padre la vio llegar corriendo a la puerta de la casa. Estaba aterrada y gritaba con desesperación:

—¡Ay, Dios mío, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

El la abrazó, la consoló y le dijo que no se preocupase; probablemente habría sido víctima de algún capricho de su imaginación. Ella entonces le dijo:

—¡Oh, no! Te juro que me encontré conmigo misma cuando caminaba por el paseo. Estaba muy pálida recogiendo flores marchitas, y giraba la cabeza sosteniéndolas en alto.

Aquella misma noche, la muchacha murió. Se comenzó a pintar un cuadro con su historia, si bien nunca fue terminado, y dicen que, aún hoy, el cuadro permanece en algún lugar de la casa, vuelto de cara a la pared.

El tío de mi cuñado volvía a casa a caballo. Era una tarde apacible, y ya estaba anocheciendo. De repente, en una vereda cercana a su propia casa vio a un hombre de pie frente a él, ocupando el centro mismo de un estrecho paso.

—¿Por qué estará ese hombre de la capa ahí en medio? —pensó—. ¿Acaso pretende que le pase por encima?

Pero la figura no se apartaba. El tío de mi cuñado tuvo una extraña sensación al verle allí en el sendero, tan inmóvil. Sin embargo aflojó el trote y siguió cabalgando en dirección a él. Cuando se halló tan cerca del caminante que casi podía tocarlo con su estribo, el caballo se asustó y entonces la figura se deslizó a lo alto de un terraplén, de una forma rara, poco natural (de hecho se escurrió hacia atrás sin aparentemente usar los pies), y desapareció. El tío de mi cuñado dio un respingo.

—¡Santo Dios! ¡Pero si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó al caballo, que de pronto sudaba una barbaridad, y, preguntándose por tan extraño comportamiento, salió disparado hacia la entrada de su casa. Cuando llegó allí vio a la misma figura pasando junto al alargado mirador que hay frente a la sala de estar de la planta baja. Arrojó las bridas a su criado y se precipitó detrás de la figura. Su hermana estaba allí sentada, sola.

—Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

—¿Tu primo Harry, John?

—Si. El de Bombay. Me lo acabo de encontrar en el camino y lo he visto entrar aquí ahora mismo.

Nadie había visto nada, Pero fue en aquella hora exacta, como más tarde se supo, cuando su primo fallecía en la India.

Hubo cierta vieja dama muy sensata que falleció a los noventa y nueve años, y que mantuvo sus facultades hasta el final. Pues bien, esta buena mujer vio con sus propios ojos al famoso Niño Huérfano. Esta es una historia que con cierta frecuencia se ha venido contando de manera incorrecta. He aquí lo que ocurrió en realidad (pues, de hecho, se trata de una historia que ocurrió en nuestra propia familia: la vieja dama era una pariente lejana). Cuando tenía alrededor de cuarenta años, época en la que aún era conocida por su belleza poco común (hay que decir que su amado murió muy joven, razón por la cual ella nunca se casó, aunque recibió numerosas proposiciones al respecto), se trasladó con su hermano, que era comerciante de artículos indios, a una casa que éste había comprado no hacía mucho en Kent. Corría la leyenda de que aquel lugar había sido una vez administrado por el tutor de un niño. Aquel tutor era el segundo heredero de la propiedad, y mató al niño tratándole de manera severa y cruel. La dama no sabía nada de esto. Se dijo que en la habitación de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al niño. Nunca hubo tal cosa, de hecho. Allí tan sólo había un ropero. Una noche se fue a dormir. A la mañana siguiente cuando entró la doncella, ella le preguntó con toda tranquilidad:

—¿Quién era ese niño tan guapo y de aspecto tan melancólico que ha estado asomándose por el ropero toda la noche?

La muchacha emitió un fuerte chillido y se esfumó al momento. La dama quedó sorprendida. Sin embargo, como era una mujer con una notable fortaleza mental, se vistió ella misma, bajó al piso inferior y se reunió con su hermano.

—Bien, Walter —dijo—, he de confesarte que no he podido pegar ojo. Una especie de niño de aspecto melancólico, bastante guapo, ha estado importunándome toda la noche y saliendo por el vestidor de mi cuarto, cuya puerta, eso te lo puedo asegurar, no hay alma humana que pueda abrir. ¿Qué clase de truco es éste?

—Me temo que no es ningún truco, Charlotte —respondió él—. Ese niño forma parte de la leyenda de esta casa. Es el Niño Huérfano. ¿Qué es lo que dices que hizo anoche?

—Abría la puerta sigilosamente —dijo ella—, y se asomaba. A veces avanzaba un paso o dos dentro del dormitorio. Entonces yo le llamaba animándole a pasar, y él se encogía con un estremecimiento y se deslizaba dentro del vestidor de nuevo, tras lo cual cerraba la puerta.

—Ese gabinete no comunica con ningún otro lugar de la casa, Charlotte. Está clausurado —dijo su hermano.

Esto era verdad. Hicieron falta dos carpinteros trabajando toda una mañana para conseguir abrir el vestidor y poder así examinarlo. En aquel momento, mi pariente estaba bastante contenta de haber trabado relación con el célebre Niño Huérfano. A pesar de ello, la parte más terrible de la historia es que, posteriormente, también sería avistado sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, que acabaron muriendo jóvenes. De vez en cuando alguno de los niños caía enfermo. Y, curiosamente, siempre era doce horas después de volver a casa acalorado diciendo, vaya por Dios, que había estado jugando bajo cierto roble en cierta pradera con un extraño niño… Un niño guapo y de aspecto melancólico, que era muy callado y le hacía señas para que le siguiera. De la fatal experiencia, los padres dedujeron que se trataba del Niño Huérfano y que el destino de los niños quedaba inexorablemente marcado por ese encuentro.

pintores: Verstappen

16375216746_2dd888888c

16375216746_2dd806a5bd_c

La Formación artística de Martin Verstappen se llevó a cabo en las aulas de la Academia de Amberes y en los estudios de Van Regemorter, Myin y Ommeganck. Luego viajó a Alemania para afinar sus habilidades; allí, descubrió y estudió las obras de Claudio de Lorena y Jacob van Ruysdael, ambos de los cuales tenía una influencia a largo plazo sobre la forma en que él pintó. Verstappen se estableció en Roma en 1805, donde permaneció hasta el final de su vida.Frecuentaba su compatriota Simon Denis, quien introdujo una orientación decisiva a su estilo. Las dos pinturas que expuso en el Salón de 1810, premio Vue du Mont Artemisia y Vue du Couvent de St-François, à l’Ariccia, près le lac Albano le ganó el honor de una medalla de oro. Su creciente fama le ayudó a admitido en la Academia de San Lucas en 1813 como académico de mérito. Cuando terminó esta pintura, Verstappen estaba en la cúspide de su carrera en Roma. Respetado por sus contemporáneos, contó miembros de la aristocracia italiana entre sus clientes, así como el rey de Nápoles, Luis de Baviera, y Joséphine de Beauharnais. El comienzo del siglo 19 en Roma se caracterizó por un intercambio entre artistas franceses y extranjeros, sobre todo entre los pintores de paisajes, para quien las frecuentes excursiones en la campiña romana ayudaron a renovar el lenguaje pictórico. Casi al mismo tiempo, el género del paisaje era oficial reconocido a través de la creación del Premio de Roma de los paisajes históricos. Por lo tanto la pintura de paisaje se encontró en la bisagra que conecta el neoclasicismo precoz heredada del siglo anterior, y las aspiraciones naturalistas que anunciaban Realismo. Verstappen contribuyó así a la transformación y modernización, la pintura de paisaje.

musicos : de Hita

tumblr_mjz8rbgqDd1r4zr2vo1_r1_500

1 BIOGRAFIA

2 RESUMEN:

Antonio Rodríguez de Hita  ( Valverde de Alcalá , 18 de enero de 1722 –  Madrid , 21 de febrero de 1787), fue un compositor español que se dedicó tanto a la música religiosa como la música para el teatro, habiendo contribuido a la renovación de la zarzuela que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XVIII. Desde su adolescencia, ocupó el cargo de organista y maestro de capilla de la iglesia magistral  de Alcalá de Henares. El 1744 se trasladó a Palencia, para hacerse cargo del puesto de maestro de capilla de la Catedral de San Antolín de Palencia. A partir del 1765 y hasta su muerte en 1787, ocupó el entonces prestigioso cargo de maestro de capilla del  Real Monasterio de la Encarnación , en Madrid. Mientras ocupaba estos cargos compuso mucha música religiosa, unas 250 obras, que constituyen el grueso de su producción. 

3 OBRAS:

Vocal secular:

Opera:
Briseida (zar, 2, R. de la Cruz), home of Count Aranda, 10 July 1768, Príncipe, 11 July 1768
Las segadoras de Vallecas (zar, 2, De la Cruz), Príncipe, 3 Sept 1768, music lost, lib Bit, Mm, Mn, SAN
Las labradoras de Murcia (zar, 2, De la Cruz), Príncipe, 16 Sept 1769, ed. in MH, ser. A, xxi (1998)
Scipión en Cartagena (zar, 2, P.A. Cordero), Príncipe, 15 July 1770

Others:
El chasco del cortejo (tonadilla a solo), ?Príncipe, 1768;
Intermedios de Hormesinda (tragedia, N. Fernández de Moratin), Príncipe, 12 Feb 1770, partially lost;
Music in El loco vano y valiente (pasticcio), Príncipe, 31 March 1771;
La república de las mujeres (sainete, De la Cruz), Príncipe, 4 Oct 1772;
Music in El sacrificio de Ifigenia (comedia), 1772 or later;
Las payas celosas (sainete, De la Cruz), ?Cruz, 1773, music lost;
Other arias

Vocal religiosa:

Masses (all for 8vv, orch):
12 masses;
1 mass, inc.;
2 Missa de difuntos

Others:
10 ants (1 doubtful);
3 Compline settings;
25 hymns (2 inc.), incl. Exsultent modulis, 1779, ed. P. Capdepón Verdú, La música en la Monasterio de la Encarnación (siglo XVIII) (Madrid, 1997);
4 invitatories;
19 Lamentations settings for Holy Week, incl. Jod–Manum suam misit hostis (Madrid, after 1765);
1 lit;
2 Mags;
11 motets (1 inc.);
2 offs;
21 psalms (1 doubtful);
24 responsories;
5 seqs;
1 Vespers setting

Spanish sacred:
46 villancicos and responsiones (4 inc.), incl. Al ver la fragua de amor, ed. P. Capdepón Verdú, La música en el Monasterio de la Encarnación (siglo XVIII) (Madrid, 1997);
2 others, doubtful

Others:
27 cuatros (1 inc.);
2 pastorelas;
4 gozos;
1 aria;
1 orat, music lost

Instrumental:

Escala diatónico-chromático-enharmónica: música sinfónica, dividida en [75] canciones (Libro de chirimías), 2–5 insts, 1751, E-PAL, 8 ed. in MH, ii, ser. C, xi (1973)

Others:
Minuet, kbd, Monasterio de San Pedro de las Dueñas, León;
Seguidillas, S, bc, Minuet, kbd, 2 sonatas, kbd, Monasterio de San Pedro de las Dueñas, León, all doubtful

Literatura:

Diapasón instructivo, consonancias músicas y morales, documentos a los professores de música, carta a sus discípulos … sobre un breve, y fácil méthodo de estudiar la composición, y nuevo modo de contrapunto para el nuevo estilo (Madrid, 1757)
Noticia del gusto español en la música, según está en la dia, 1777, Mn

Cuento de Maupasant

pedrolira1

Un ardid

El médico y la enferma charlaban junto al fuego de la chimenea.
La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.
Estaba media acostada en su chaise-longue y decía:
—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no lo quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?
El medico contestó sonriendo:
—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.
La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:
—No, doctor; sólo después se le ocurre a una lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.
El médico exclamó con acento asombrado:
—¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia.
Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las campanas de una iglesia próxima tocaban a fuego. De pronto me desperté; era la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse precipitadamente, y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga inmediatamente a su casa, calle de… número…”
Reflexioné unos instantes; pensaba: Crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!… tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo, ruega a su madame Selictre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor Bonnet”.
Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir.
Apenas había transcurrido media hora cuando la campanilla de la calle sonó de nuevo y mi criado entró diciéndome:
—Ahí está una persona que no sé a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de dos personas.
—Que entre quien sea —dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura esperé.
Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se descubrió. Era madame Berta Selictre, una mujer joven, casada desde hacía tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a la muchacha más bonita de la provincia.
Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenía ese semblante crispado de las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó:
—Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi propia habitación…
Medio sofocada se detuvo; después repuso:
—Mi marido va… va a volver del casino…
Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí.
—¿Es usted misma quien ha venido hace un rato?
Ella, de pie como una estatua petrificada por la angustia, murmuró:
—No… ha sido mi doncella… ella lo sabe…
Después de un silencio, continuó:
—Yo me quedé a su lado…
Y una especie de grito de horrible dolor salió de sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos, durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lágrimas cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento trágico dijo:
—Vamos pronto.
Yo estaba ya vestido, pero exclamé:
—Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la berlina…
Ella respondió:
—Yo he traído coche… El suyo que lo esperaba a la puerta de mi casa.
Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo, y salimos.
Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche me cogió una mano, y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz, que reflejaban la angustia de su corazón destrozado:
—¡Oh, amigo mío! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Lo quería, lo adoraba con locura, como una insensata, desde hace seis meses!
Yo le pregunté:
—¿Están despiertos en su casa de usted?
Berta contestó:
—No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de todo.
El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían, en efecto; entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer ruido. La. doncella, azorada, estaba sentada en el piso, en lo alto de la escalera, con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a permanecer al lado del muerto.
Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas, que habían servido para frotar las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de agua. Un singular olor de vinagre mezclado a esencia de Loubin se esparcía por la atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación. Me acerqué a él, lo observé, lo pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, les dije:
—Ayúdenme ustedes a llevarlo hasta la cama.
Lo colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un espejo junto a su boca y murmuré:
—No hay nada que hacer, vistámoslo pronto.
Fue aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente difícil. La dificultad era mayor porque no habían encontrado a mano el abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas.
Tan pronto como estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra obra y dije:
—Convendría peinarlo un poco.
La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza viva.
Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos, como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades.
De pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil; después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarlo y a besarlo furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca, sobre sus apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como si hubiera podido escucharla, balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un acento desgarrador:
—Adiós, amor mío; adiós, amor mío…
Un reloj dio las doce.
Ye sentí un estremecimiento:
—¡Las doce ya!…, la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora, energía!
Madame Selictre se puso en pie.
—Llevémoslo al salón —ordené a las dos mujeres; lo trasladamos entre los tres y lo sentamos en un sillón. Después encendí las luces.
Apenas había terminado esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente. Era el marido que volvía.
—¡Rosa —grité—; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el cuarto de la señora; pronto, despáchese usted que ya llega M. Selictre…
Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra palpaban los muros… Entonces dije en alta voz:
—Por aquí, por aquí, M. Selictre; ha ocurrido un accidente desgraciado.
Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en la boca y preguntando:
—¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?…
Fui hacia él y le dije:
—Querido amigo, aquí me tiene usted en una gran incertidumbre. He venido algo tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted a bajarlo hasta el coche; voy a llevarlo a su casa y allí podré cuidarlo mejor…
El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer.
Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver, hablándole para engañar al cochero:
—Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad? Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo…
Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante, cayendo dentro del coche; yo subí tras él.
El marido, inquieto, me preguntó:
—¿Cree usted que será grave?
—No —contesté sonriendo para tranquilizarle, y miré a su mujer. Ésta había apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el fondo oscuro del coche.
Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto.
Cuando llegamos a su casa dije que había perdido el conocimiento dentro del coche.
Lo ayudé a subir a su cuarto, donde certifiqué la defunción. Allí tuve que representar otra comedia ante la familia acongojada del dolor… Después me volví a mi casa y me metí en la cama, renegando de los enamorados.
***
El doctor calló, siempre sonriente.
La joven, crispada, preguntó:
—¿Por qué me ha contado usted esa historia tan horrible?
El médico, saludando galantemente, contestó:
—Para ofrecerle a usted mis servicios, si llega el caso.

Acerca del Autor.
Guy de Maupassant. (Dieppe, 5 de agosto de 1850 – París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos.

pintores: juan de Roelas

16810396107_4193b07222222

16810396107_4193b07df5_c

1 RESUMEN:

Fuen un pintor de origen flamenco, que vivió y murió en España y estuvoactivo desde fines del xVI hasta 1625

2 BIOGRAFIA

3 Obras importantes

Época sevillana
  • Circuncisión (1606)
  • El Martirio de San Andrés (1610-1615) (Museo de Bellas Artes de Sevilla)
  • Santiago en la batalla de Clavijo (1609)
  • La Piedad (1609)
  • La liberación de San Pedro (1612)
  • El tránsito de San Isidoro (1613)
  • Lactación de San Bernardo
  • La venida del Espíritu Santo
  • La Sagrada Familia con Santa Ana y San Joaquín en la Catedral de Canarias.
  • Aparición de la Virgen a Santa Catalina de Alejandría en la Catedral de Canarias.
  • Nustra Señora del Rosario
Época madrileña (1616-1620)
  • La resurrección de Santa Leocadia (1620) (Hospital del niño Jesús de Madrid)
  • Alegoría de la Inmaculada

Homero obras completas

tumblr_monnvqFewc1r4zr2vo2_r2_500

Homero, llamado el padre de la poesía griega, vivió 300 años después de la guerra de Troya. No se sabe el lugar de su nacimiento, porque siete ciudades pretendieron la honra de haberlo sido, Esmirna, Rodas, Colofón, Salamina, Quíos, Argos y Atenas. La opinión más fundada es que vivía alternativamente en todas siete, recitando sus poesías, por lo cual se le ha comparado a los trovadores de la Edad Media. Compuso la Ilíada, poema en que refiere la guerra de Troya, y la Odisea, poema épico en que canta los viajes y los contratiempos que experimentó Ulises cuando de aquella guerra regresó a sus lares. Ambos poemas constituyen la primera y por consiguiente la más antigua historia de los griegos.

Hase dicho que los dioses que pinta en sus obras son extravagantes, y sus héroes groseros; pero él pintó las cosas tal cual eran, y las creencias tal cual existían en su tiempo.Alejandro el Grande apreciaba tanto a este gran poeta, que ponía un ejemplar de sus obras y su espada debajo de su almohada al acostarse, y hallándose ante el sepulcro de Aquilesexclamó: ¡Oh! ¡feliz héroe, que tal poeta tuviste para cantar tus hazañas!

Era hijo de Criteis y discípulo de Fenio, el que, encantado por el juicio y excelente conducta de Criteis, se casó con ella y prohijó a Homero. Muertos sus padres, Homero, que ya proyectaba su Ilíada, viajó por toda la Grecia, el Asia Menor y el Egipto.

Retiróse después a Cuma, donde lo recibieron con alborozo y entusiasmo, de lo que se aprovechó para pedir que lo mantuviese el Estado; pero habiendo sido negada su pretensión, salió de allí y prosiguió su vida errante. Estando en una de las islas Esporadas, en camino para ir a Atenas, enfermó y murió allí 920 años antes de la Era cristiana. Después de muerto se le hicieron grandes honores, levantándole estatuas y labrándole templos.

Aqui encontrarás las obras completas de este autor:

Homero obras completas facsimil 1927

pintores: collinson

15803265484_402c424279_c

1 BIOGRAFIA

2 RESUMEN:

James Collinson fue un pintor victoriano nacido el 9 mayo de 1825 y fallecido el 24 enero de 1881. Fue miembro de la Hermandad Prerrafaelista1 de 1848 a 1850.

Collinson era un devoto cristiano que se sintió atraído por la devoción y la iglesia. Converso al catolicismo, volvió al anglicanismo para poder casarse con Christina Rossetti, pero su conciencia lo obligó a volver al catolicismo y a la ruptura del compromiso.