Gomez de la Serna- Senos 5

EL ÍDOLO DE MUCHOS SENOS
El ídolo de los muchos senos representa la más alta
categoría de las diosas negras. Ellos se han hartado de
representar los senos de todos modos, grandes, largos y
sostenidos en alto, roñosos y caídos a lo largo hasta más
abajo del ombligo; pero por eso, tal vez los únicos senos
sorprendentes para ellos son los senos sobrenaturales.
El ídolo, la diosa de los muchos senos, tiene el poder de
engatusar a los dioses, de hacer que la busquen y la deseen.
Consigue lo que quiere. Su poder es el más firme poder
para los dioses.
Da de mamar a todos los vientos con sus senos numerosos,
y tiene la fuerza y el poder de una hembra monumental.
Las mujeres la miran admiradas, envidiando su
poder inasequible, sus numerosos senos largos, vivos, tiesos,
con actitudes de brazos autoritarios que abrazan a
los dioses y les hacen runrunear alrededor.
Ante la diosa de los muchos senos las manos humanas
no sabrían a qué seno abrazar y apretarían a todos en haz,
ahogando al que cogiesen en el centro, como ese niño
al que apretujan en las aperturas de los teatros o de las
procesiones.
La diosa de los muchos senos es la que lo consigue todo,
y por eso se prosternan sus fieles ante ella, que guarda tan
gran riqueza de poder en las muchas huchas de sus senos.
LA VERGÜENZA
El que va al lado de la mujer de los senos más grandes,
de los senos más caídos y caudalosos, encerrados
en su blusa como en un casco, va lleno de vergüenza.
Los senos enormes de esa mujer que sólo lleva sus senos,
son los senos que dan vergüenza, pero al lado de
los que hay que ir, porque si no no se conseguirían. Hay
que pasar por el árido noviazgo de sus senos, llenos de
una exhibición deslumbradora, para la que no hay disculpa,
pues nada en ella demuestra tener interés a no ser
sus senos comprometedores.
Es larga la caminata, el calvario bochornoso que hay
que emprender a su lado por las calles, en que todo mira
sus senos, las ventanas, los balcones, los grandes ojos
de los escaparates, y hasta las altas chimeneas que se inclinan
un poco sobre la calle, para verlos mejor. El que
va con ella no se atreve a mirar a los demás; va lleno
de una vergüenza frenética, anda patizambo; pero tienen
que pasar bajo la luz del día con esa vergüenza abrumadora,
para obtener esos senos en la noche para obtenerlos
alguna vez.
¡Suplicio amargo y lento por el que habría para matarla
si después de ese éxito no le diese sus senos!
No olvidarán esos hombres avergonzados esa temporada
de martirio en que pasaron ambiciosos, llenos de
lamparones de vicio, con los zapatos torcidos de rubor
y con la cabeza baja sobre los senos vergonzantes, por
las calles, cuyos transeúntes parece también que les reconocerán
siempre, señalándoles y diciendo:
—Ese fue el que pasó junto a aquellos senos que iban
en aquel corpiño y en aquel corsé como van en los serones
de las burras los cántaros de agua.
LOS SENOS QUE NO VERÁ NADIE
Esos senos que no vio ni verá nadie, son lívidos y malditos.
Se van llenando de veneno, de un veneno que contamina
el alma de la mujer que los lleva, que la volverá
cauta, desabrida, infame.
La mujer de los senos que no vio ni verá nadie nunca,
se quita la camisa de espaldas a los espejos, y como de
espaldas a sus senos, y tapa el ojo de la cerradura. Sus
senos, que eran para que tuviese la conmiseración, la condescendencia
y el desprendimiento en que consiste la vida,
la han llenado de un egoísmo denso, cerrado, empaquetado,
un egoísmo de lata de conserva.
Debía de haber descerrajadores de los senos que guardan
demasiado los petos de esas mujeres zainas, de una
reconcor concentrado y de una oposición sistemática.
Esas mujeres, que no pagaron a la vida la contribución
de los senos, sufrirán en el infierno —otro infierno
que el que sueñan— la prensazón de sus senos, para desinfectar
la materia gangrenada y pestilente, porque con
sus senos han cometido un terrible infanticidio sin disculpa,
y el cadáver ha estado corrompido y guardado en
ellos toda su vida. Sufrirán ese trato, porque se indignará
lo creado, porque ya no podrán volver a su dulzura
y a su hora de valer de tersura, de redondez, y habrán
sido abombados inútilmente.
¡Oh, matar lo que en ellas era superior a ellas, lo que era
como el fruto menos vano, aunque vano, de su alma vana!
LOS SENOS DE LAS ESTATUAS
No convencen los senos de las estatuas. Son su mayor
fracaso, aunque los mármoles sean carnosos, ricos y
transparentes.
No, no son nada esos senos, puesto que no evocarían
nada si los otros senos desapareciesen.
Los senos de las estatuas de los jardines se enfrían,
se congelan. Los de las estatuas de los museos también,
porque como se prohíbe tocar a los objetos, nadie los toca.
Vistas las estatuas desnudas del Museo de Nápoles, que
son las que los tienen más tersos y más puros, porque
son las hijas más directas de la realidad, y vistas las de
los Museos de Roma y la de los Museos de Londres —que
ha comprado los mejores senos en los países remotos—
resultan, todos igual, tan vanos y tan tópicos, de tal modo,
que tienen más vida los que se sospechan en el cementerio.
Los senos de las estatuas son demasiado duros, no se
vencen sobre sí mismos, sostenidos por la fuerza de la
materia impasible, no se deforman, y los de mármol son
cada vez más de piedra, y los de piedra cada vez más
fósiles.
Entre esos senos de los Museos los hay muy anchos,
de una circunferencia perfecta, pero resultan la geometría
o la trigometría de los senos.
Los de las estatuas de los jardines son más verdaderos,
porque con los senos así andaban las mujeres por
los jardines, cosa que no sucedió nunca por los Museos,
porque ni son antiguos serrallos convertidos en Museo.
Los de los jardines nos duelen porque son una crueldad
los días de invierno. Los días de invierno, esas manos
que en las estatuas desnudas se tapan, no se tapan
por castidad sino por el frío. El culillo de las estatuas,
los dos senos el traserillo, están muy fríos, están enjutos
y prietos de frío, pero más fríos están, ¡carámbano!, sus
delicadísimos senos. Así en los jardines, nuestra ideal mujer
interior sufre el frío al ver esas estatuas frías que llegan
a no sentirse, a sentirse menos —ellas que no se sienten
nada— por el frío que tienen, sobre todo los días de
nieve, que quedan convertidas en esculturas hechas con
nieve.
En la primavera, sin embargo, las desnudas estatuas
vuelven en sí. Salen de esta catalepsia terrible en que las
mete el frío, y en las mañanas primaverales el jardinero
que riega la verdura goza dirigiendo de lleno el chorro
de su manga sobre las estatuas desnudas, propinándolas
una ducha mañanera que las despierta y las atempera para
todo el día, dando al mismo tiempo a sus senos el vigor
que aconseja la higiene.
LOS SENOS MÁS PERFECTOS
QUE HAN EXISTIDO
La mujer de los senos más estupendos era fea y repulsiva
de rostro.
Los senos más admirables se sospecha que han pasado
desapercibidos, inadvertidos, cubiertos por la ropa vulgar,
por la estameña ingrata de la mujer fea.
Esa mujer, que fue la de los senos más preciosos, no
fue requerida por nadie y tuvo la decencia suficiente para
no llamar a nadie.
Era chata, y sus ojos eran pequeños y sumidos bajo
unas cejas profundas y cruzadas.
Sus senos reunían toda la belleza deseable, y estaban
concebidos según los cálculos más finos de la arquitectura,
la composición y el equilibrio de los senos leales.
Fueron el modelo, pero nadie lo sospechó, ni ella misma,
ciega por la fealdad de su rostro, y así los senos más
perfectos de la creación han desaparecido insospechados
y estériles.
AQUÉLLA A QUIEN HABÍAN
ROBADO LOS SENOS
Aquélla era la prostituta, que llena de lucidez vio que
la habían robado los senos, que se los habían estrujado
tanto, que no quedaba nada de su esencia, que se los habían
robado de tal modo, que habían perdido su jugo y
su sentido. No los tenía, aunque los tenía. Los ladrones,
los primeros ladrones, se los habían robado, y la prueba
era que no podría dar a un hombre, al hombre que
la elevase, al hombre que quisiese de verdad, los senos
que interesan, los senos enteros, los senos que merecería.
Por eso sonreía con sarcasmo cuando los nuevos advenedizos
creían que los tenía y se arrebataban jugando con
ellos.
«¡Qué engañados estáis!», pensaba ella, sintiendo cómo
jugaban con el vacío, con lo que ya no estaba, satisfecha
de su venganza, satisfecha de robar a los nuevos
ladrones.
La reina tenía unos hermosos senos, más ricos que las
deslumbradoras joyas de la corona, que las dos coronas,
que valían diez millones de grandes monedas de oro, unos
senos cuyo blanco resaltaba junto al armiño real. Los enseñaba
casi enteros, regiamente descotada, porque sabía
que gozaban de la mayor impunidad.
Un día, sin embargo, un pobre hombre, uno de sus palafreneros,
de los guardadamas que iban de pie detrás
de ella, en el estribo trasero del coche servido a la Federica
, y que los iba viendo en toda su voladura, distinguiendo
perfectamente su intervalo, perdió la chaveta y
la abrazó por detrás, abarcando un momento con frenesí
el busto real, sólo un momento porque en seguida fue
sujetado y maniatado el audaz palafrenero.
Después se le juzgó sumariamente, se le sentenció a
la última pena, y como se le preguntase, como a todos
los reos en capilla, qué era lo que deseaba, pidió los senos
de la reina. Así murió, como un relapso, el que tocó
los senos intangibles de la reina.
LA ASESINADA POR EL ESCULTOR
El escultor, loco ante aquellos senos, sintió lo inúltimente
que trabajarían sus manos desde aquel instante,
buscando lo que estaba resuelto en ellos de un modo imposible.
Sólo tropezaría con senos de bazar o con estúpidos
senos como exvotos.
Entonces se decidió a vaciar aquellos senos, haciendo
un molde de ellos.
Se iba a celebrar el misterio de la reproducción, ese
robo prohibido por el arte y la naturaleza. El estudio tenía
el destartalamiento de los estudios baratos de escultor
junto a las cocheras y con algo de cocheras de las
que a veces trasladan a los estudios de escultor las arañas
y las telarañas. Había sobre los muebles el polvo blanco
del enyesamiento y colgaban de las paredes los pedazos
de vaciado que dan dentera espiritual porque la naturaleza
no hizo nunca nada tan lívido y tuerto.
La pena de la vida y la desesperanza, en ningún sitio
se sentía como en aquel estudio de escultor ramplón, lleno
de rincones con escombros y en el que había detrás de
un biombo y entre escombros la camisa ensangrentada
que no se atrevía a dar a la lavandera, la camisa que es
como prueba y documento del crimen irrealizado.
Ella desnudó sus senos como quien va a sufrir una operación
y le miró sonriente, como quien va a ser enterrada.
Vio cómo cubrió sus senos con la masa húmeda, espesa
y fría, que él reforzó haciendo crecer sobre los senos
un pequeño monte blanco, desigual, tosco, que
aumentó sus senos de un modo provocativo.
El esperó a que se endureciese bien aquello, y mientras
la preguntó, como quien engaña al que opera:
—¿Te duele?
Ella respondió:
—No, los siento apretados, ahogados, pero con cierta
dulzura.
—Sólo un momento más y ya está hecho —dijo él para
consolar la impaciencia.
Ella repuso como una mártir:
—No, si no me importa… Si puedo resistirlo todo el
tiempo que quieras.
Pasaron unos momentos más, y el escultor removió el
gran armatoste, que tenía algo de cosa ortopédica, y lo
arrancó con cuidado, temeroso de llevarse los senos entre
la argamasa, preguntándola si le hacía daño. Ella se
quedó aliviada como si la hubiesen quitado una gran costra.
El besó sus senos, los cubrió y la dio gracias, diciéndola:
—En seguida verás tus dos hijitos, tus dos gemelos.
La tapó más, como si hubiese salido de una convalecencia,
y cuando estuvo seco el molde, él comenzó con
impaciencia las manipulaciones. Para sacar la prueba deseada,
lo llenó de yeso y esperó de nuevo que estuviese
seco. En la larga espera, la acarició con gratitud, como
ante una gran abnegación.
Después comenzó a descubrirlos picando el molde y
sufriendo varios colapsos, porque le pareció alguna vez
que el escoplo había herido el pedazo de seno que florecía
de pronto.
Al fin, los descubrió por entero, y se quedó maravillado
ante aquellos dos senos con cierta vida, que no tenían
los de los museos.
Ella sonrió al ver el alboroto de él, pero la desconcertaron
aquellos senos que eran los suyos frente a ella, que
eran cínicos, que eran como los senos de su muerte, sus
senos después del embalsamiento.
El jugaba con ellos con cierta sensualidad.
Ella le dijo:
—Que voy a tener celos…, que los voy a romper.
El la disuadió, dio vueltas alrededor de los cuatro senos
de que era dueño, tan pronto al lado de los unos como
de los otros, jugó con ella y los dos sonrieron, hasta
que ella de pronto, al levantarse, se quejó de un vivo dolor
en el costado.
El se asustó, llamó al médico, la acostó mientras venía,
y después que hubo venido supo que tenía pulmonía.
En aquellos días de peligro y de pánico constante en
que seguía su curso la pulmonía, él buscaba a veces sus
senos para consolarles, pero fue notando que se ponían
mustios por momentos, que se aflojaban y se chafaban
irreparablemente. Fue viendo clara la causa de todo, pero
si la pulmonía procedía del imprudente vaciado, también
él había robado la perfección y la turgencia a los
senos naturales, escamoteándoseles.
Procuró salvarla por los medios más desesperados, pero
ella murió, y desde entonces los senos de yeso resplandecieron
y se destacaron solitarios en el antipático estudio,
como los senos del mausoleo ideal de la mártir.
LOS SENOS BAJO LOS HÁBITOS
PROMETIDOS
Bajo los hábitos, los senos están arrepentidos, aunque
tienen un calor amoroso, puesto que no quisieron dejar
el mundo y prometieron, en vez del convento, el hábito.
Tienen dentro de los hábitos la calidad de senos de imágenes
santas, como si sus senos estuviesen tallados en
madera pintada y barnizada hasta darles unos brillos redondos.
Son de distinta clase todos los senos de las mujeres de
hábito, y nunca más justificada la ocasión de hacer un
grupo en colores distintos, formando una fila pintoresca
de mujeres. Sólo por los hábitos resulta que todavía hay
trajes para hacer una interesante pintura mural como la
de Fray Angélio sin tener que recurrir a la retórica para
componer una letanía de colores. Los hábitos la dan espontáneamente.
Ellas consultan a los curas los pequeños
descotes de sus hábitos, y a veces hay un cura que los
prohíbe y otro que lo permite. Las cupletistas son muy
aficionadas a los hábitos, porque como quieren vivir apasionadamente
ofrecen en seguida llevar hábito si se salvan,
y ellas armonizan el salir a escena desnudas y ponerse
después sus hábitos cerrados, esos hábitos que dan
más belleza a sus ojos pintados y a sus senos perversos.
De cualquier modo, los hábitos dan un valor íntimo
y redondo a los senos cándidos que no obstante tienen
su cruda visualidad de siempre, bajo las telas opacas y
fuertes de los hábitos, que les escuecen, les pican, les
raspan.
Mujeres con el hábito de Santa Lucía, el hábito verde
que da una gran fuerza de rojez a sus labios y hace que
los pezones sean unas verdaderas rosas entre el verdor
de los macizos. Mujeres con el hábito del Sagrado Corazón,
rojo de sangre de toro, un rojo opaco que exalta más
su palidez y las viste íntimas. Mujeres vestidas con el
hábito del Carmen, color de café, un color que las ensombrece,
las vulgariza, pero que lleva una correa de hule
que aclara la medida de sus cinturas y hace a su carne
penitente y a sus senos, senos perdidos. Mujeres con el
hábito del Perpetuo Socorro, mujeres que por el nombre
de su hábito parece que no se podrían morir nunca, y
cuyos senos resultan los senos perpetuos. Mujeres con
el hábito de San José, color de habito de San José, con
cordones morados. Mujeres con el hábito de San Francisco,
gris con cordones grieses, vestidas como verdaderas
mujeres de la Tebaida, y cuyos senos parecen sufrir
más que los de ninguna por lo espinoso de ese traje,
como de estameña. Mujeres con el hábito del Nazareno,
color nazareno, con senos y desnudo de mujeres primitivas,
de aquellas mujeres blancas, suaves y luminosas
de Nazaret, exaltada más su presencia por unos cordones
amarillos y morados. Mujeres con hábito de la Puri
sima, hábito celeste que da una gran juventud a su carne
y una gran alegría, como si no la viese bajo lo celeste,
un poco transparentes todas sus formas. Mujeres con el
hábito de la Soledad, negro ataúd, con cordones negros,
convertidas en muertas por su hábito, desengañadas de
un hombre, al que quisieron mucho, dispuestas a una soledad
en que morirá su carne, como perdida en el fondo
de un convento, pero en cuya negrura voluntaria los senos
son un núcleo blanco, resplandeciente, como los senos
de una muerta incólume. Mujeres con los hábitos del
Pilar y Nuestra Señora de las Mercedes, también apetitosas
con sus hábitos y con la condecoración que tiene
cada hábito.
¡Coro de mujeres con hábitos, con los senos distintos
que corresponden a cada hábito’ Coro celestial que
yo he querido que se vea entre el coro de las otras mujeres.
Desde el momento en que la mujer se pone un antifaz,
sus senos son mayores y sobresalen más. ¡Qué pánico dan
los senos de las máscaras!
Las máscaras pierden el rostro y se quedan gobernadas
por sus senos, conducidas por ellos, interesantes por
ellos. Miran detrás del antifaz, viendo todo el efecto que
producen sus senos y su cuerpo. Han cubierto su rostro,
pero eso ha desnudado todo su cuerpo con un gran descoco.
Los senos de las máscaras se dejan coger, como se dejan
coger los de las prostitutas. Se dejan coger, pero resulta
que no se coge nada si no se sabe cuál es el rostro
de la mujer que los cede. Se necesita ver el rostro de la
mujer para que la realidad de los senos sea algo más que
realidad, para saber que eso que se encuentra tan materialmente
claro no es una mentira desesperante.
—Pero si te dejo abrazarme, ¿para qué quieres ver mi
rostro? —dicen ellas.
—Porque si no viese tu rostro, por mucho que me concedieras
me habrías engañado, me habrías sido infiel, no
habrías sido mía, y serías más que mía de aquellos que
te vieron el rostro alguna vez.
Toman tal importancia los senos de las máscaras que
son como su cabeza. Nada distrae de ellos, y se reconoce
la mujer que es la máscara sólo por ellos. A las máscaras
las depravan sus senos libres de la vigilancia del
rostro, aun cuando los ojines de los antifaces estén presentes
en la casa de lenocinio que es todo salón de baile
de máscaras.
En la misma máscara, siempre dueña de sí y siempre
pura, los senos son los que mandan y se la sobreponen.
Como en esas estatuas cuyos senos principian en el cuello,
los senos son lo más saliente y expresivo que está
más alto en ellas. ¡Cómo peca una máscara, cómo peca
con hipocresía y hasta borrando pecadoramente la idea
del pecado!
Los senos de las máscaras son los senos que suplantan
a la mujer, y da miedo encontrarse tan a solas con ellos,
sintiendo enteramente su carnalidad y su estar hechos para
entregarse como entrega el carnicero el peso de ternera
que se la ha pedido.
LOS SENOS DE LAS CHICAS
DE LAS PORTERAS
¡Senos de las chicas de las porteras! Senos nacidos en
las lobreguez de los portales, como flores de piso bajo
—de patido el piso bajo—, de una palidez que da dentera,
como un alentar por el cielo y la luz de fuera que
dan una pena nefasta…
Ningunos senos tan llenos de nostalgias como los senos
de las porteras en las blusas que se hacen ellas mismas…
Son senos como hechos con lo que ha sobrado,
con los desperdicios de los senos de las señoritas de toda
la vecindad, puras piltrafas redonditas y atractivas, porque
son muy humanas y están llenas de una coquetería
imitativa que sacan al quicio del portal, en cuyo marco
se apoyan las horas muertas mirando a la calle con ios
ojos fijos en el que pasa y que vuelve la cabeza dos o
tres veces, interesado por la flor de un blanco sucio, aunque
fina y enterneced ora, que son las porteritas con los
capullos de sus senos, de esos capullos caídos que no se
abrirán, que mueren sin abrirse, que sobrevivirán como
capullos, porque no hay en ellos fuerza para más, porque
su languidez es atroz.
¡Senos de las chicas de las porteras! Senos que nos hacen
prorrumpir en esa exclamación de sorpresa, porque
son sorprendentes y son los senos que se han empeñado
en crecer, en ser, en triunfar, en dar inquietud aún habiendo
nacido en el tiesto desportillado, en el tiesto metido
siempre en la sombra. Son senos de una calidad inferior,
pero se emperifollan a veces tanto, se proclaman
tanto, se marcan tanto, que atraen como unos senos fáciles
que no quieren ser fáciles, que de pronto son más difíciles
que ningunos otros.
Los senos de las chicas de las porteras tienen horas
de estar metidos en las blusas miserables del trajín, en
las blusas de la mañana, en las blusas de estas despeinadas,
en las blusas de un blanco enranciado, de un blanco
sucio, y entonces se dibujan con una mayor miseria, con
un decaimiento mayor, con una plástica más blanda, con
más infortunio, y eso hace resaltar el milagro que son,
en medio de todo, lo injusto que es su destino y la joya
sucia y encubierta que son.
Las tenderas tienen unos senos, hijos del negocio de
la tienda, nacidos en la sombra de las trastiendas, llenos
de la prosperidad del negocio…
Favorece a los senos de las esposas jóvenes de los tenderos
y después de sus hijas, el abono que es el hablar
del negocio diario, el echar cuentas, el recoger ese dinero
fecundante y sólido que entra en las cajas de las tiendas.
Los senos de las tenderas son de las especie del negocio
de la tienda, tienen algo que ver con él, sabrán al
género que vende la tienda. Los senos de las tenderas
son senos comerciales que han crecido a expensas del
comercio y tienen esa seguridad en el porte que no tienen
ni los de las hijas de las ricas herederas del dinero
aristocrático, desprovisto de la «ganga» de la riqueza en
especie.
Los senos de las tenderas, aunque sea sucio su negocio,
son blancos y limpios como las flores que nacen en
los abonos químicos, son senos en que se transforman
los duros zapatos de la zapatería, todas las conservas, los
quesos y los aceites de la tienda de ultramarinos, los objetos
duros y como imposibles de ablandar de la quincallería,
todo se ha convertido en senos blandos, farináceos,
grandes tubérculos, honra y remate de la empresa comercial.
Los esposos de las opulentas hijas de los opulentos tenderos,
comienzan a tomar parte en el negocio de sus suegros,
al ser dueños de los senos de sus hijas, esos senos
que son la primera participación en el negocio, los cupones
más firmes de la futura herencia.
Los senos de las tenderas son agradables de ver, aún
cuando no de aceptar, porque encontraríamos el sabor
a carbón o a clavos o a zapatos, atroz en la asiduidad con
ellos. Hay que aprender todas las cosas que sólo tienen
un encanto de verlas pasar sonriéndose y admirándolas,
abominándolas y adorándolas, pero que no merecen que
las palpemos ni las poseamos. Así esos senos de las tenderas
son un pábulo de las burlas que nos conviene vivir,
y al mismo tiempo pábulo de las miradas que nos
conviene acuciar en la vida blanda y mórbida.
LOS SENOS TATUADOS
Se necesita hacer una vida de verdadero peligro para
encontrar los senos tatuados, pero ningún adorno que los
adorne tanto, ni los medallones cuajados de brillantes.
¡Cuántos hay en Lisboa, en las casas de persianas a medio
echar!
Parece que sufrirá atrozmente la tatuada cuando la hagan
el tatuaje, pero hay hombres que quieren señalar tanto
su dominio que graban en ellos algo que los recuerde.
Los marinos graban un ancla que les ancla para siempre
en el puerto en que ella vive, y hasta en el mar se sienten
seguros, porque el ancla aquella que echaron en aquellos
senos les salvará.
Tiene que ser muy sutil la punzada del punzón, porque
si no se les perforaría y se verían las semillas de que
están llenos. Unas iniciales son también grabadas en ellos,
y ya todo aquel que desnude esos senos sabrá que hubo
un dueño que fue el profundo dueño de ellos. Otras veces
el que tatúa lo hace por cultivar un arte, el arte del
que graba el marfil o la madera, cultivándolo de un modo
supremo, haciendo en los senos los adomitos que tanto
hermosean lo que estaba virgen y pedía ese trabajo de
estilización.
Algunas fanáticas creyentes, dentro de su pecado, piden
a sus amantes que las impongan un escapulario indeleble,
y ellos, complaciéndolas, los hieren, incrustándoles
la escena religiosa, que ellas conservarán toda su
vida como un exorcismo demasiado amplio, porque creyéndose
amparadas por su tatuaje ayudarán al crimen y
se sentirán tranquilas y salvadas gracias a él.
Indudablemente, el tatuaje en los senos es un arte que
les eleva al delirio, que les refina mucho, que les resuelve.
Desde luego, cada cual debería grabar en los senos
su nombre y la fecha en que los manejó para eterna vergüenza
de los senos demasiado pródidos. Quizás un verso
o una frase debía escribirse en ellos con el agudo punzón,
como indudable recuerdo.
Florecitas, piedras preciosas, listas de color, signos cabalísticos,
letras árabes, letras japonesas, maldiciones,
fechas, dibujos egipcios, con el color de aquellos dibujos,
círculos de colores vivos como los que iluminaban
los blancos del tiro al blanco, todo eso y muchas cosas
más debían amenizar y decorar los senos, cuyas materias
parecen demasiado vírgenes de repujado y calado,
pero dispuestas para eso.
Hay una numerosa clase de senos que está hecha de
estupideces, senos que están llenos de estupideces y huelen
a estupidez.
Les arrancaríamos los senos estúpidos a las estúpidas,
aguantaríamos una larga temporada de ir convenciéndolas,
para acabar arrancándolas sus estúpidos senos,
para decirles cosas terribles, para vengarnos de su estupidez.
Los senos estúpidos suelen ser muy pequeños además,
porque cuando los grandes son estúpidos su grandeza salva
su estupidez.
Son pequeños, ¡y hay que ver qué aire de ser los primeros
y únicos senos del mundo llevan en sus paseos!
¡Oh, les haríamos estallar ¡clac! y echaríamos a correr!
Las dueñas de los senos estúpidos no los han llenado
de interés, ni de un poco de inteligencia, ni de instintos
siquiera. Los han llenado sólo de una cosa insípida, ruin,
consistente en mil mezquindades.
Los hombres estúpidos van, sin embargo, detrás de los
senos completamente estúpidos, excesivamente estúpidos
sobre todos los senos siempre estúpidos en el fondo, pero
nunca tan absolutamente estúpidos.
Estos senos estúpidos no son ni los senos de la idiota,
que tienen cierto encanto salvaje, un encanto en que vibra
la naturaleza como en las frutas de los árboles frutales
que no necesitan ser inteligentes para tener reales y
buenos frutos, ¡pero que, sin embargo, necesitan no tener
la trichina de la estupidez!
Los senos estúpidos tienen una inexistencia que les da
su estupidez; son verdaderos bultos, insignificantes colgajos
de las estúpidas.
LA ISLA DE LOS SENOS
Indudablemente hay una isla desconocida, que por los
senos maravillosos que viven en ella, se podría llamar
la Isla de los Senos.
En toda la isla, en los árboles, en la espesura, en los
lagos, hay mujeres de senos preciosos, senos que se empochecen
en la soledad.
Son los senos de la isla como grandes perlas de oriente
exquisito, grandes perlas que mejoran la luz, que la
sonrosan y la dan un globo en que quedarse, un globo
de perla en que luce la luz del día hasta en la noche, sostenida
dulcemente.
En la Isla de los Senos, las mujeres, desnudas, juegan
al corro seducidas ellas mismas por la belleza de
la sarta de sus senos. Le basta a cada una con los senos
de las otras, y no esperan al hombre, seducidas
por ese juego de sus senos, que es un juego como ese
en que se entretienen las niñas jugando con bolas de cristal.
A
veces entrechocan unos con otros sus senos, y eso
las vuelve locas de suavidad, una suavidad que las llena
por entero como un ideal.
De la Isla de los Senos, en la noche, brota esa luz de
los jardines llenos de flores blancas.
La luna, que es una gran Safo voluptuosa, es sobre la
Isla de los Senos sobre la que está verdaderamente vertical,
pues se asoma a ver a las mujeres de los senos pluscuamperfectos,
acostadas boca arriba sobre las hierbas
de la isla, con las miradas y los senos fijos en ella.
¡Con qué cuidado vierte la luz la luna sobre las praderas
llenas de senos erigidos hacia ella!
La isla maravillosa de los senos vive una vida intensa
y solitaria, la verdadera vida interior, la vida que en algún
lado deben vivir las mujeres dedicadas a su propia
belleza, a su propia desnudez, a sus senos sólo de ellas.
El concepto universal y perfecto de los senos vive en una
isla, y por eso no desaparece la especie. La influencia
lejana de esa isla cuajada de senos mantiene todos los
senos, porque si no el hombre habría podido con ellos
y los habría descatado. Allí se hacen las rogativas y la
novena interminable, para que los senos gocen del esplendor
que merecen.

El arte de vivir (en tiempos difíciles) Epicteto 2

6 No alardees de ningún mérito ajeno. Si el caballo dijera alardeando «soy hermoso», sería tolerable. Pero si tú dices alardeando «tengo un caballo hermoso», que sepas que alardeas del bien del caballo. ¿Qué es, entonces, tuyo? El uso de las representaciones. Por tanto, alardea únicamente cuando en el uso de las representaciones actúes de manera conforme a la naturaleza, pues en ese momento podrás alardear de un bien que te pertenece.

VII Al igual que en un viaje en barco, al llegar a puerto, si vas a aprovisionarte de agua, de paso por el camino puedes recoger un molusco o un tubérculo, pero has de tener el pensamiento dirigido hacia el barco y volverte hacia él por si en algún momento el timonel llama a bordo, y si llama, tirar todas aquellas cosas si no quieres acabar arrojado al interior atado como las bestias. Del mismo modo, en la vida, si en vez de un molusco y un tubérculo recibes una mujer y un hijo, no será problema, pero si el timonel llama, corre hacia el barco abandonando todas aquellas cosas sin siquiera mirar atrás23 . Y si ya eres viejo, tampoco te alejes mucho del barco en ningún momento, no sea que dejes atrás al que llama.

VIII No pretendas que lo que ocurre ocurra como quieres, sino quiere lo que ocurre tal como ocurre, y te irá bien.

IX La enfermedad es un impedimento para el cuerpo, pero no para la elección, a menos que esta quiera. La cojera es un impedimento para la pierna, pero no para la elección24 . Y sobre cada una de las cosas que te sobrevengan, repítelo. De este modo descubrirás que esa cosa es impedimento para otra, pero no para ti.

X Sobre cada una de las cosas que te sobrevengan, procura volverte hacia ti mismo e investigar qué capacidad25 tienes sobre su utilización. Si ves a un chico guapo o una chica guapa, encontrarás que la capacidad que tienes sobre ello es la continencia26 . Si se te impone el esfuerzo, encontrarás la fortaleza27 . Si es el agravio, encontrarás la paciencia. Y acostumbrándote de este modo no te arrastrarán las representaciones.