Conan Doyle: relatos

12

tumblr_mswv11BU4n1r4zr2vo2_r1_500

02f2c3c534b818488be090436f289caf

RELATOS:

CONAN DOYLE RELATOS 1. EL TREN DESAPARECIDO

CONAN DOYLE 2. EL PACIENTE INTERNO

CONAN DOYLE 3. LOTE NUMERO 249

CONAN DOYLE 4. LA CATACUMBA NUEVA

CONAN DOYLE 5. ESPANTO EN LAS ALTURAS

CONAN DOYLE 6. EL PULGAR DEL INGENIERO

CONAN DOYLE 7.LA AVENTURA DE LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINTONG

tumblr_mso6wv8bs81r4zr2vo1_500

La lámpara roja (seleccion)

Realidades y fantasías de la vida de un médico

Arthur Conan Doyle

DEscargar completa: La lámpara roja

DE OTRA ÉPOCA

La primera entrevista que tuve con el doctor James Winter se celebró en circunstancias de las que no se olvidan. Fue a las dos de la mañana, en el dormitorio de una antigua casa de campo. Le propiné dos patadas en el chaleco blanco que llevaba puesto y le tiré al suelo unas gafas de montura de oro, mientras él, con ayuda de una cómplice, ahogaba mis gritos con unas enaguas de franela y me sumergía en un baño caliente. Al parecer y según me han contado, uno de mis parientes, que andaba por allí, por pura casualidad, dijo en un susurro que, desde luego, mis pulmones no podían ser motivo de preocupación. No recuerdo el aspecto del doctor Winter en aquella época, porque tenía otras cosas en la cabeza, pero la descripción que él conserva de mí no es muy halagadora: una cabeza cubierta de pelusa, un cuerpo como el de una oca atada antes de ponerla a asar, unas piernas muy torcidas y unos pies metidos hacia dentro. Tales son las principales características que recuerda de mí entonces.

A partir de aquel momento, las diferentes etapas de mi vida se vieron marcadas por las agresiones que, de forma periódica, sufría por parte del doctor Winter. Me vacunó, me reventó un absceso y, en una ocasión en que tuve paperas, me aplicó ventosas. En un mundo tan apacible como aquél, él era el único nubarrón negro y amenazante. Hasta que llegó el momento en que padecí una enfermedad de las de verdad, una época en la que hube de quedarme varios meses en mi cama de mimbre. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aquel rostro tan serio también era capaz de esbozar un gesto de cariño, de que aquellas chirriantes botas de factura campesina podían acercarse dulce y furtivamente hasta un lecho, y de que aquella voz fuerte podía convertirse en un susurro cuando hablaba con un niño enfermo.

Hoy, aquel niño es médico también, aunque el doctor Winter no ha cambiado nada. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, no he advertido ningún cambio en él, aparte de que sus cabellos moteados se hayan tornado un poquito más blancos y se le hayan encorvado un poco unos hombros que parecían muy anchos. Aunque reducida en unas cuantas pulgadas por culpa de esa leve joroba, es todavía un hombre de buena estatura. Algo que no es de extrañar, porque esas espaldas tan anchas se han inclinado tantas veces sobre los lechos de los enfermos que han acabado por adaptarse. Su rostro, tan oscuro como el de una nuez, es fiel testigo de muchas y muy largas caminatas en invierno por desolados caminos rurales, plantando cara al viento y a la lluvia. A cierta distancia, parece que tiene la piel lisa pero, cuando se lo observa de cerca, se advierte que, al igual que una manzana del año anterior, está cubierta de innumerables y delicadas arrugas. No es fácil observarlas cuando está tranquilo; pero, cuando se echa a reír, la cara se le quiebra, como un cristal agrietado, momento en el que uno se da cuenta de que, si bien parece mayor, debe de serlo mucho más de lo que aparenta.

Cómo de mayor es algo que nunca llegué a descubrir. Muchas veces traté de averiguarlo, y remonté el curso de su existencia hasta Jorge IV e incluso a la Regencia, mas nunca llegué a la fuente. Su espíritu debió de abrirse a toda clase de impresiones muy pronto, aunque debió de cerrarse con la misma celeridad, porque las cuestiones de política cotidiana le traen al fresco, aunque se deja llevar por la pasión en asuntos que son realmente prehistóricos. Así, mueve la cabeza cuando se refiere a la primera Reform Bill, al tiempo que expone serios reparos a la oportunidad de llevarla a cabo; he tenido ocasión de escuchar la acritud con que se refería a Robert Peel y a la derogación de las Corn Laws,  cuando se encontraba más animado gracias a una copa de vino. Para él, la muerte de aquel estadista representaba el broche final de la historia de Inglaterra, de forma que el doctor Winter considera que todo lo ocurrido desde entonces es un asunto menor.

Hizo falta que también yo llegase a ser médico para darme cuenta de hasta qué punto ese hombre era un vestigio de una generación anterior. Había estudiado medicina según ese sistema obsoleto y ya olvidado en el que un joven llevaba a cabo el aprendizaje del oficio al lado de un cirujano, una época en la que con frecuencia el estudio de la anatomía progresaba gracias a la violación de tumbas. Es más reaccionario en cuestiones profesionales que en asuntos políticos. Poco es lo que le han aportado cincuenta años de profesión a la espalda, y menos aún aquello de lo que le han privado. Aunque en su juventud hubo de estudiar a fondo la vacunación, no me cabe duda de que, desde su punto de vista, es preferible la inoculación. De no ser porque la opinión pública es contraria, estoy seguro de que con gusto practicaría sangrías. Opina que el cloroformo es una innovación peligrosa y, siempre que se habla de dicho compuesto, chasquea la lengua. Incluso se le ha oído proferir fruslerías a propósito de Laēnnec,  y referirse al estetoscopio como «ese juguete francés tan de moda». Como oye bastante mal, a pesar de llevar uno en el sombrero, por deferencia a las preferencias de sus pacientes, poco importa en realidad si recurre, o no, a semejante instrumento.

Se ha impuesto la obligación de leer todas las semanas su revista médica, lo que le permite hacerse una idea aproximada de los progresos de la ciencia moderna, aunque se empeña en considerarlos tremendos y ridículos experimentos. La teoría de los microbios como origen de las enfermedades le pareció divertida en extremo durante mucho tiempo y, en la habitación de cualquier paciente, siempre repetía el mismo chiste: «Cierren la puerta, o los microbios se nos colarán dentro». Pero, para él, la farsa suprema del siglo que le había tocado vivir era la teoría de Darwin. «Los niños en su habitación, y sus antepasados en los establos», solía decir, al tiempo que se le saltaban las lágrimas de la risa.

Como es tan retrógrado, en ocasiones el curso natural de las cosas lo sitúa, para mayor sorpresa por su parte, por delante de los usos que están de moda. Los tratamientos dietéticos, por ejemplo, habían estado muy en boga en su juventud, y no sé de nadie que, como él, poseyera tantos conocimientos prácticos al respecto. Lo mismo le ocurría con los masajes, práctica con la que estaba más que familiarizado, cuando aún representaban toda una novedad para nuestra generación. Había realizado su aprendizaje en una época en que el instrumental era aún rudimentario, y en que los médicos se fiaban sobre todo de sus propios dedos. Posee una mano perfecta de cirujano, palma fuerte y dedos afilados, «con un ojo en la yema de cada uno de ellos». Nunca se me olvidará cuando el doctor Patterson y yo abrimos al diputado del condado sir John Sirwell, sin que llegáramos a dar con el cálculo. Fue un momento espantoso, del que dependían las carreras de ambos. En ese instante, el doctor Winter, a quien, por cortesía, habíamos rogado que estuviese presente durante la operación, introdujo un dedo en la incisión que, para nosotros, que teníamos los nervios a flor de piel, se nos antojó que medía no menos de nueve pulgadas, y retiró el cálculo.

—Nunca está de más llevar uno de éstos en el bolsillo del chaleco —dijo entre risas—, aunque me imagino que ustedes los jóvenes están muy por encima de todas estas zarandajas.

Lo elegimos presidente de nuestra especialidad de la British Medical Association, pero presentó la dimisión tras la primera reunión. «Estos jóvenes me superan con creces —aseguró-; no entiendo lo que dicen.» Sus pacientes, sin embargo, se encuentran muy a gusto, porque posee el don de curar, ese impulso magnético que es capaz de plantar cara a cualquier explicación o análisis, aunque no por eso sea menos evidente. Su sola presencia basta para que el paciente se sienta más esperanzado y con más ganas de vivir. La contemplación de la enfermedad le afecta tanto como los restos de polvo irritan y ponen de mal humor a un ama de casa hacendosa. «¡Vaya por Dios! ¡Esto no tiene buena pinta!», suele decir cuando aborda un nuevo caso. Si estuviera en sus manos, como si se tratara de una gallina que se hubiera colado de tapadillo, ahuyentaría la muerte de ese cuarto. Pero, cuando la intrusa se niega a verse desalojada, cuando la sangre circula con lentitud y al paciente se le enturbia la mirada, el doctor Winter es capaz de dar de sí más que cualquiera de los fármacos utilizados en cirugía. Los moribundos le toman de la mano, como si el contacto con esa vigorosa masa les infundiese más valor a la hora de afrontar el tránsito, y muchos han sido los enfermos para quienes la última impresión que se llevaron de este mundo fue la del rostro bondadoso y curtido por la intemperie del doctor Winter.

Cuando el doctor Patterson y yo, jóvenes ambos, rebosantes de energía y al corriente de los últimos avances, abrimos nuestra consulta en su mismo barrio, el anciano doctor nos recibió con los brazos abiertos: parecía más que encantado de que nos hiciésemos cargo de algunos de sus pacientes. Pero éstos, siguiendo esa censurable inclinación que tienen todos los enfermos, dejaron claro por dónde iban sus preferencias personales, de forma que, a pesar de nuestro moderno instrumental y de nuestros alcaloides más novedosos, nos vimos dejados de lado, mientras el doctor Winter recetaba sen y calomelanos por todo el condado. Patterson y yo sentíamos un enorme afecto por nuestro anciano colega pero, al mismo tiempo, en las conversaciones privadas que, en confianza, sosteníamos, no dejábamos de hacer comentarios acerca de su lamentable carencia de juicio.

—Es perfecto para la gente más humilde —aseguraba Patterson—, pero también las clases educadas tienen derecho a fiarse de un médico que sea capaz de distinguir un soplo en la válvula mitral del silbido de una bronquitis. Porque vale más una opinión acertada que un trato agradable.

Yo estaba completamente de acuerdo con los planteamientos de Patterson. Muy poco después, sin embargo, se produjo un brote epidémico de gripe, y todos tuvimos trabajo para dar y tomar. Una mañana, cuando iba a visitar a mis pacientes, me encontré con Patterson; me pareció que estaba pálido y extenuado. Por su parte, él me hizo idéntica observación. La verdad es que me sentía de todo menos bien, y me pasé la tarde tumbado en el sofá, aquejado de una fuerte jaqueca y con todas las articulaciones doloridas. Al caer la noche, hube de reconocer que también yo estaba aquejado de la gripe, y pensé que lo mejor sería que me viese un médico cuanto antes. Como es natural, Patterson fue el primero en quien pensé pero, por algún motivo, la idea de recurrir a Patterson se me hizo cuesta arriba. Pensé en su actitud fría y crítica, en las interminables preguntas que me haría, en las pruebas y palpaciones a las que me sometería. Lo que yo necesitaba era algo que tuviera un efecto más tranquilizador, algo más entrañable.

—Señora Hudson —le rogué a mi casera—, ¿sería usted tan amable de ir a ver al anciano doctor Winter y decirle que le agradecería mucho si se pasase a verme?

No tardó en regresar con la respuesta:

—El doctor Winter vendrá dentro de una hora más o menos, señor, porque acaba de recibir un aviso para ir a ver al doctor Patterson.

 

LA PRIMERA OPERACIÓN

Era el primer día del primer semestre del curso; un estudiante de tercero iba con otro de primero. Daban las doce en el campanario de Tron Church.

—O sea —decía el estudiante de tercero— que nunca has presenciado una operación.

—Jamás.

—En ese caso, acompáñame. Vamos al renombrado bar de Rutherford.  Por favor, una copa de jerez para el caballero. Estás acobardado, ¿no es así?

—Mucho me temo que tengo los nervios desatados.

—¡Qué se le va a hacer! A ver, otra copa de jerez para el caballero. Ahora vamos a presenciar una operación, ¿te das cuenta?

El novato se encogió de hombros y apuntó un gesto de bravura con tal de parecer indiferente.

—Espero que no sea demasiado duro, ¿verdad?

—Bueno, se trata de una operación seria.

—¿Quizá… una amputación?

—No; algo mucho más arriesgado.

—Creo… creo que me esperan en casa.

—No hay que tener miedo. Si no asistes hoy, tendrás que hacerlo mañana. Más vale que te lo quites de encima cuanto antes. ¿Te encuentras con ánimos?

—Faltaría más. —Pero la sonrisa que esbozó no surtió el efecto deseado.

—Pues otra copa de jerez. Y ahora vayámonos o llegaremos tarde, porque me gustaría que estuvieses en primera fila.

—No creo que sea imprescindible.

—¡Claro que sí! Es mucho mejor. No sabes la cantidad de estudiantes que hay. Y la mayoría son también novatos. Se los reconoce a la legua, ¿no te parece? Porque están más lívidos que si los fueran a operar a ellos.

—Confío en no ponerme tan pálido.

—Mira, lo mismo me pasó a mí. Pero es una sensación que desaparece en seguida. Un día ves a alguien con una cara tan blanca como una escayola y, antes de que acabe la semana, ya lo ves tomando el almuerzo en las salas de disección. En cuanto lleguemos al anfiteatro, te contaré de qué se trata.

Una multitud de estudiantes, con unos cuantos cuadernos de apuntes bajo el brazo, caminaba por la calle en pendiente que desembocaba en el hospital. Eran muchachos pálidos y asustados, recién salidos del instituto; también antiguos y curtidos repetidores, a quienes los de su promoción habían superado y dejado atrás. Una riada tan incesante como tumultuosa fluía desde la puerta de la universidad hasta el hospital. En cuanto a sus cuerpos y su forma de andar, parecían muchachos jóvenes, pero en la mayoría de aquellos rostros no se apreciaba una apariencia juvenil. Unos tenían aspecto de no comer lo suficiente; otros, de beber en exceso. Altos y bajos, vestidos con prendas de cheviot o de negro, de hombros redondeados, con gafas y delgados, se agolpaban a la puerta del hospital, entre un murmullo de pasos y un entrechocar de bastones, y se alineaban a ambos lados de la calle cuando, por los adoquines, aparecía un carruaje que conducía a algún cirujano de la plantilla.

—Habrá mucha gente en el quirófano de Archer —susurró el veterano, con emoción contenida—. Es genial ver cómo opera. Lo he visto trastear con una aorta hasta tal punto que me puse nervioso sólo de observarlo. Es por aquí; cuidado con las paredes enjalbegadas.

Pasaron por debajo de un arco, y siguieron adelante por un largo corredor enlosado, con puertas grises a ambos lados marcadas con un número. El novato, con los nervios a flor de piel, miraba a hurtadillas por las que estaban entreabiertas, y se sintió más tranquilo al observar chimeneas encendidas, hileras de lechos cubiertos con colchas blancas y un montón de láminas coloreadas que cubrían las paredes. El pasillo llegaba hasta una pequeña sala en la que había gente humildemente ataviada sentada en unos bancos. Un hombre joven, con un par de tijeras que le sobresalían en el bolsillo superior, como si de una flor se tratase, y un cuaderno en la mano, hablaba en susurros con aquellas personas y anotaba sus impresiones.

—¿Se trata de algo que merezca la pena? —preguntó el estudiante de tercero.

—Tendrías que haber estado aquí ayer —les dijo el interno que daba los pases, tras observarlos un instante—. Fue un día de los que no se olvidan: un aneurisma poplíteo, una fractura de Colles, una espina bífida, un absceso tropical y una elefantiasis. ¿Qué te parece lo que se nos vino encima de una sola tacada?

—Lamento habérmelo perdido. Pero seguro que habrá situaciones parecidas. ¿Qué le ocurre a ese señor mayor?

Sentado en la penumbra, sin parar de quejarse y balanceándose de atrás hacia delante, había un obrero que había sufrido un accidente. Junto a él, con una mano cubierta de curiosas y pequeñas ampollas blanquecinas, una mujer le acariciaba el hombro para darle ánimos.

—No está mal como forúnculo —dijo el interno, con el mismo talante con que un aficionado a las orquídeas le hubiera mostrado las flores que cultivaba a alguien que supiera apreciarlas—. Lo tiene en la espalda, pero aquí hay corriente, así que mejor no lo miramos, ¿verdad, papi? Pénfigo —observó, tan tranquilo, al tiempo que señalaba las manos desfiguradas de aquella mujer—. ¿Os apetece extraer un metacarpiano?

—No, gracias, hemos de ir al anfiteatro de Archer. Vamos allá —y se sumaron a la multitud que se dirigía al aula del afamado cirujano.

Las gradas de bancos que, en forma de herradura, ascendían desde el suelo hasta el techo ya estaban repletas y, al entrar, el novato contempló frente a él unas imprecisas hileras curvas de rostros, al tiempo que escuchaba el zumbido de un centenar de voces y una risa que sobresalía en algún sitio por encima de su cabeza. Su compañero se fijó en que había un hueco en la segunda fila y, apretados, se acomodaron allí los dos.

—Fantástico —musitó el veterano-; podrás observarlo todo de maravilla.

Una sola hilera de cabezas era lo que se interponía entre ellos y la mesa de operaciones. Era de pino natural, lisa, fuerte, escrupulosamente limpia y cubierta hasta la mitad con una sábana impermeabilizada; debajo de ella, un enorme barreño de estaño lleno de serrín. En el otro extremo de la sala, junto a la ventana, se veía una mesita repleta de instrumentos relucientes, pinzas, erinas, sierras, cánulas y trocares. A un lado, había una serie de instrumentos cortantes, de hojas largas, finas y delicadas. Dos jóvenes se afanaban delante de la mesita: uno ensartaba unas agujas, mientras el otro manipulaba un objeto parecido a una cafetera de latón del que salían vaharadas de vapor.

—El alto y calvo que está en primera fila es Peterson —susurró el veterano—. Es especialista en injertos de piel. El otro es Anthony Browne, que llevó a cabo una extirpación de laringe el invierno pasado. Aquel otro es Murphy, el patólogo, y el de más allá, Stoddart, oftalmólogo. Pronto los conocerás a todos.

—¿Quiénes son los dos hombres que están al lado de la mesita?

—Nadie. Sólo enfermeros. Uno se encarga del instrumental, y el otro vigila a Billy el que resopla. Como ya sabrás, se trata de un pulverizador de antiséptico de Lister, porque Archer es partidario de recurrir al ácido fénico, mientras que Hayes encabeza el movimiento de quienes preconizan sólo limpieza y agua fría. No pueden ni verse.

Cuando, acompañada por dos enfermeras, hizo su aparición una mujer en enaguas y sujetador, de los bancos atestados surgió un murmullo de sorpresa. Llevaba el cuello y la cabeza envueltos en una bufanda roja de lana, bajo la que se apreciaba el rostro de una mujer en la flor de la vida, aunque con visibles marcas de sufrimiento y una llamativa tez cerúlea. Llevaba la cabeza gacha al tiempo que andaba, mientras una de las enfermeras, que la sujetaba por la cintura, le musitaba palabras de consuelo al oído. Al pasar echó un rápido vistazo de reojo a la mesa en la que reposaba el instrumental, pero las enfermeras la apartaron de allí.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el novato.

—Cáncer de parótida. Se trata de algo muy grave, porque se extiende justo por detrás de las arterias carótidas. Sólo un hombre como Archer se atrevería a operarla. Pero, mira, ahí lo tienes.

Al tiempo que lo decía, un hombre menudo, nervioso y de pelo cano irrumpió en el aula dando grandes zancadas y frotándose las manos. Tenía el rostro rasurado tan al rape como un oficial de la Armada, unos ojos grandes y chispeantes, y unos labios finos, pero firmes. Tras él apareció el cirujano titular, un hombre grueso, con unas lentes relucientes, seguido por una comitiva de enfermeros que se dispersó en grupos por los rincones del recinto.

—Señores —exclamó el cirujano, con una voz tan fuerte y enérgica como sus propios modales—, nos encontramos con un interesante caso de un tumor en la parótida, que comenzó como una excrecencia cartilaginosa, pero que se ha convertido en maligno, por lo que lo más aconsejable es proceder a extirparlo. ¡Enfermera, póngala en la camilla! ¡Gracias! ¡A ver, el cloroformo! ¡Gracias! Ya puede retirarle la bufanda, enfermera.

Cuando recostaron a la mujer en la almohada impermeabilizada, el mortal tumor quedó a la vista. A primera vista, con aquel blanco marfileño, entre un amasijo de venas azuladas y con una trayectoria delicadamente arqueada desde la mandíbula hasta el pecho, resultaba precioso. Pero aquel rostro afilado y amarillento y aquel cuello fibroso ofrecían un estremecedor contraste con tan monstruosa masa redonda y lustrosa. El cirujano la rodeó con las manos, y la desplazó lentamente hacia atrás y hacia delante.

—Hay un único punto de adherencia, caballeros —exclamó—, pero el tumor ha afectado a la carótida y a la yugular, y se extiende por detrás de la articulación maxilofacial, y ahí será donde tengamos que limpiar. Es imposible saber, en consecuencia, lo profunda que habrá de ser la incisión que practiquemos. ¡El instrumental con el ácido fénico! ¡Gracias! ¡Gasas impregnadas de ácido fénico, por favor! Adelante con el cloroformo, señor Johnson. Tenga la sierra pequeña preparada, por si fuera necesario extirparle la mandíbula.

Bajo el paño con el que le habían cubierto el rostro, la paciente gemía suavemente. Intentó alzar los brazos y doblar las piernas, pero dos enfermeros se lo impidieron. Saturada como estaba de penetrantes olores a ácido fénico y cloroformo, la atmósfera que allí se respiraba resultaba agobiante. Un grito ahogado brotó por debajo de aquel paño, seguido de los versos de una canción, entonada con voz aguda, temblorosa y monótona.

 

Él nunca deja de insistir:

si conmigo quieres venir,

un carrito de helados

te regalaré, te regalaré…

 

La voz se convirtió en un sonsonete, hasta que se extinguió. El cirujano dio un paso adelante, sin dejar de frotarse las manos y se dirigió a un hombre mayor que estaba sentado delante del novato.

—El Gobierno ha salido de ésta por los pelos —comentó.

—Por diez votos; no está mal.

—Que no cuenten con ellos mucho tiempo. Lo mejor que podrían hacer es dimitir antes de verse obligados a hacerlo.

—Yo, en su lugar, afrontaría la situación.

—¿Para qué? No obtendrán la aprobación de la comisión, aunque consigan los votos de la Cámara. Lo comentaba con…

—Doctor, la paciente está preparada —dijo el enfermero.

—… Con MacDonald, pero mejor se lo cuento dentro de un rato —y se acercó a la enferma, que respiraba con largos y profundos jadeos—. Voy a tratar de practicar —dijo, mientras pasaba la mano de forma casi acariciante por encima del tumor— una incisión sobre el límite posterior, y otra más, perpendicular a la primera, que llegue hasta la parte inferior. ¿Le importaría pasarme un bisturí de los medianos, señor Johnson?

Con unos ojos horrorizados y como platos, el novato observó cómo el cirujano se hacía con un largo y reluciente escalpelo, lo introducía en una palangana de estaño y lo movía entre los dedos, igual que hace un pintor con el pincel. Vio, a continuación, cómo, con la mano izquierda, pellizcaba la piel que cubría el tumor. Al contemplar aquello, los mismos nervios que ya había puesto a prueba una o dos veces aquel día se le desataron por completo. La cabeza comenzó a darle vueltas, y pensó que iba a desmayarse allí mismo. No se atrevía a mirar a la paciente; apretó los pulgares contra los oídos para no tener que escuchar ningún grito que lo asustase, y no apartó la vista del reborde de madera que tenía enfrente. De sobra sabía que una mirada o un grito bastarían para acabar con aquella pizca de dominio de sí mismo que aún conservaba. Intentó pensar en grillos, en verdes praderas, en arroyos cantarines, en sus hermanas que se habían quedado en casa, en cualquier cosa con tal de no prestar atención a lo que estaba sucediendo a un paso de donde estaba.

Sin saber cómo, sin embargo, y a pesar de tener los oídos tapados, le pareció que llegaba a captar determinados sonidos que trataban de decirle algo. Escuchó, o creyó que eso era lo que pasaba, el prolongado silbido de la máquina del ácido fénico. Se dio cuenta, a continuación, de que los enfermeros se movían. ¿Acaso no escuchaba también unos gemidos, un ruido uniforme aún más horroroso y sugerente? Seguía de memoria cada uno de los pasos de la operación y, en su imaginación, se los representaba aún más aterradores de lo que eran en realidad. Los nervios lo reconcomían por dentro, lo desazonaban. El mareo iba en aumento en cuestión de minutos, y la angustia le paralizaba el corazón, que le daba vuelcos. Hasta que, con un gemido, acabó por desplomarse; la cabeza se le fue hacia delante, y se golpeó con fuerza la frente contra el estrecho reborde de madera que tenía enfrente.

Cuando volvió en sí, estaba tendido en el anfiteatro, ya vacío, con el cuello y la camisa desabrochados. El estudiante de tercero le pasaba una esponja húmeda por la cara, mientras un par de enfermeros lo observaban con una sonrisa en los labios.

—Ya lo sé —exclamó el novato, sentado en el suelo, mientras se frotaba los ojos-; siento haberme comportado como un necio.

—Eso mismo pienso yo —repuso su acompañante—. ¿Cómo demonios te desmayaste?

—No pude evitarlo. Fue por la operación.

—¿Qué operación?

—La de cáncer…

Se produjo un momento de silencio, hasta que los tres estudiantes se echaron a reír.

—Pero mira que eres bruto —replicó el veterano-; la intervención no se ha hecho. Se dieron cuenta de que la paciente no toleraba el cloroformo, y la anularon. Archer nos ha ofrecido una de sus sabrosas lecciones, y a ti no se te ocurre nada mejor que desmayarte en mitad de su anécdota preferida.

Un veterano de 1815

Era una desapacible mañana de octubre, en la que espesos jirones de niebla pasaban por encima de los tejados húmedos y grises de las casas de Woolwich. A ras de tierra, en las largas calles, bordeadas de construcciones de ladrillo, todo parecía empapado, sucio, lóbrego. Desde los altos edificios de Arsenal se oía un zumbido producido por innumerables máquinas, el ruido de un martilleo constante y la estridente algarabía de los obreros. Más allá, las viviendas poco acogedoras y tiznadas de humo de aquellos trabajadores se extendían en una perspectiva decreciente de calles cada vez más estrechas y fachadas engurruñadas.

Había poca gente por la calle porque, desde el amanecer, aquel descomunal monstruo que no dejaba de echar humo y acogía en su seno a todos los hombres de la ciudad se había tragado a los esforzados obreros para, más tarde, regurgitarlos agotados y sucios. A la entrada de las casas, encaladas, se asomaban fornidas mujeres, de brazos rojos y rollizos y mandiles manchados que, apoyadas en sus escobas, cacareaban saludos matinales de un lado a otro de la calle. Una de ellas había reunido a un pequeño grupo de comadres y las interpelaba con garbo, mientras la concurrencia recibía con agudas risitas sus aseveraciones.

—¡Con lo viejo que es, bien podría tener más cabeza! —gritó a modo de respuesta a una afirmación que había hecho una de las presentes—. Porque ¿cuántos años tendrá? Os doy mi palabra de que nunca lo he sabido.

—Pues no es tan difícil de calcular —replicó una mujer de rasgos angulosos, cutis pálido y ojos de un azul desvaído—. Estuvo en la batalla de Waterloo, y ahí están la pensión y la medalla que lo atestiguan.

—De eso hace muchísimo tiempo —comentó una tercera-; yo ni siquiera había nacido.

—Fue quince años después de que empezase este siglo —exclamó una mujer más joven, que se había quedado recostada contra la pared, con una sonrisa de superioridad—. Eso fue lo que me dijo mi Bill el pasado sabbat, cuando le hablé del viejo tío Brewster.

—Y, aun suponiendo que dijese la verdad, ñora Simpson, ¿cuánto hace de todo eso?

—Ahora estamos en el año ochenta y uno —dijo la primera que había hablado, mientras echaba cuentas con sus gruesos dedos enrojecidos—, y aquello pasó en el año quince. Así que diez y diez, y diez, y diez, y diez…; vaya, pues sólo han pasado sesenta y seis años, así que no es tan viejo, después de todo.

—Pero, cuando se libró aquella batalla, ya no era un recién nacido, tonta —exclamó la joven, sin dejar de reír—. Pongamos que tuviera entonces veinte años; de modo que, ahora mismo, como poco tendrá ochenta y seis.

—Tiene razón. Esos son los años que tiene —dijeron unas cuantas.

—Yo ya he tenido suficiente —aseguró la mujer fornida, apesadumbrada—. Si su sobrina, sobrina nieta o lo que sea, no llega hoy, me voy, y que se busque a otra que le saque las castañas del fuego. Y, ahora, a nuestros menesteres, señoras.

—Pero ¿aún da guerra, ñora Simpson? —preguntó la más joven del grupo.

—Paraos a escuchar un momento —le respondió, con una mano a medio levantar y la cabeza inclinada hacia la puerta: en el piso superior alguien arrastraba, o deslizaba, los pies, acompañado por los más que audibles golpes de un bastón—. Ahí lo tenéis, yendo de un lado para otro, mientras hace lo que él llama la guardia. Así se pasa la mitad de la noche ese viejo imbécil. A las seis de esta misma mañana, ya estaba llamando a mi puerta con ese bastón. «¡Cambio de guardia!», me gritó, junto con algo más de esa jerga en la que habla y que yo no entiendo. Si a eso le sumamos que no para de toser, de carraspear y de escupir, no hay forma de cerrar el ojo por la noche. ¡Escuchad, escuchad!

—Ñora Simpson —gritó una voz quebrada y quejumbrosa desde el piso de arriba.

—Ya lo veis —comentó, mientras movía la cabeza como quien se sabe imbuida de razón—. Sus modales son realmente escandalosos. Sí, señor Brewster, ya voy.

—Quiero mi rancho de por la mañana, ñora Simpson.

—En seguida estará listo, señor Brewster.

—Dios mío, es como un niño que gime para que le den la papilla —comentó la mujer joven.

—A veces me dan ganas de sacudir esos viejos huesos —exclamó la señora Simpson, con crueldad—. ¿Qué tal si nos vamos a tomar media jarra de cerveza?

Cuando se disponían todas a dirigirse a la taberna, una joven cruzó la calle y, con timidez, rozó el brazo de la señora Simpson.

—Creo que éste es el número cincuenta y seis de Arsenal View —dijo—. ¿Podría decirme si es aquí donde vive el señor Brewster?

La asistenta miró con descaro a la recién llegada. Era una joven de unos veinte años, de rostro redondeado y atractivo, nariz respingona y unos enormes y sinceros ojos de color gris. Tanto el vestido estampado como el sombrero de paja adornado con un ramillete de vistosas amapolas y el petate que llevaba daban a entender que acababa de llegar del campo.

—Supongo que es usted Norah Brewster —dijo la señora Simpson, mientras la miraba de arriba abajo con escasa cordialidad.

—Así es; he venido para cuidar de mi tío abuelo Gregory.

—No sabe lo que le ha caído encima —exclamó la asistenta, con un movimiento brusco de cabeza—. Ya era hora de que apareciera alguien de la familia para hacerse cargo de él, porque yo no puedo más. ¡Ahí lo tiene, jovencita! Adelante, y siéntase como en su casa. Encontrará té en la lata, y tocino ahumado en el aparador; si no le sube el desayuno, el viejo se pondrá hecho un basilisco. Esta tarde, vendrá alguien para recoger mis cosas.

Tras negar con la cabeza, se fue a la taberna, en compañía de las comadres que la esperaban.

Abandonada a su suerte, la joven campesina se adentró en la habitación principal de la casa, y se quitó el sombrero y el sobretodo que llevaba. Era una estancia de techo bajo: en ella crepitaba un fuego en el que silbaba alegremente un pequeño hervidor de latón. Encima de un mantel manchado, que cubría la mitad de la mesa, había una tetera marrón vacía, una barra de pan y algunas piezas de una vajilla corriente. Norah Brewster echó una rápida ojeada y, en un abrir y cerrar de ojos, se hizo cargo de sus nuevas tareas. Aún no habían pasado ni cinco minutos, y el té ya estaba preparado, dos lonchas de tocino chisporroteaban en la sartén, la mesa puesta y alisados los tapetes que cubrían los respaldos de los sillones marrón oscuro: toda la estancia daba ahora una impresión de comodidad y limpieza renovadas. A continuación, contempló los cuadros de las paredes. Se fijó en una medalla marrón que colgaba de una cinta de color púrpura, metida en una caja cuadrada, colocada encima de la chimenea. Debajo, había un recorte de periódico. Se puso de puntillas, con los dedos en el borde de la campana de la chimenea, y estiró el cuello para ver de qué se trataba, sin dejar de echar un vistazo de vez en cuando al tocino que crepitaba y chisporroteaba a sus pies. En aquel recorte ya amarillento por el paso del tiempo, pudo leer lo que sigue:

 

El martes, en el transcurso de una vistosa ceremonia que se celebró en el acuartelamiento del tercer regimiento de la Guardia, en presencia del príncipe regente,  de lord Hill, de lord Saltoun y de una concurrencia en la que resplandecían por igual la belleza y el valor, se hizo entrega de una medalla especial al cabo Gregory Brewster, de la compañía del capitán Haldane, como reconocimiento por la valentía de la que dio muestras en los recientes combates en los Países Bajos. Es bien sabido que aquel memorable 18 de junio, cuatro compañías del tercer regimiento de la Guardia y de los Coldstreams, al mando de los coroneles Maitland y Byng, defendieron la importante granja de Hougoumont, emplazada a la derecha de las posiciones británicas. Al ver que los generales Foy y Jérôme Bonaparte reagrupaban sus infanterías para atacar la posición, el coronel Byng ordenó al cabo Brewster que fuese a retaguardia para agilizar el envío de municiones. Brewster se cruzó con dos carretas cargadas de pólvora de la división Nassau y, tras amenazarlos con el mosquete, consiguió que llevaran aquel cargamento de pólvora a Hougoumont. En su ausencia, sin embargo, una batería de obuses de los franceses, había prendido fuego a los setos que rodeaban la posición, lo que aumentó, y mucho, el peligro de que pasasen los carromatos con la pólvora. El primero de ellos explotó, y el conductor murió hecho pedazos. Asustado por lo que le había ocurrido a su compañero, el otro conductor ya se disponía a dar media vuelta cuando el cabo Brewster saltó al pescante, arrojó al suelo al conductor y, tras precipitarse a través de las llamas con la carreta cargada de pólvora, consiguió llegar hasta las líneas de sus compañeros. Mucho tuvo que ver la victoria de las tropas británicas con aquel gesto de bravura porque, sin pólvora, habría sido imposible defender Hougoumont, y más de una vez el duque de Wellington había asegurado que, de haber caído Hougoumont o La Haye Sainte, habría sido imposible entablar batalla. Que Dios conceda larga vida al heroico Brewster, para que conserve como un tesoro la medalla que se le ha concedido por su valentía y recuerde siempre con orgullo el día en que, en presencia de sus compañeros, recibió el reconocimiento a su valor de las augustas manos del primero de los caballeros del reino.

 

La lectura de aquel recorte acrecentó la veneración que la muchacha siempre había sentido por aquel pariente que había sido soldado. Desde pequeña, lo había considerado un héroe y siempre recordaba lo que su padre comentaba acerca de su coraje y de su fuerza, cuando aseguraba que era capaz de abatir a un buey de un puñetazo o de cargar con un cordero bien cebado en cada brazo. La verdad es que, aunque no lo había visto nunca, siempre se le venía a la cabeza el tosco retrato de un hombre fornido, de rostro cuadrado, bien rasurado y tocado con un enorme sombrero de piel de oso que había en su casa.

Aún estaba contemplando aquella medalla marrón, preguntándose qué significaría aquello de dulce et decorum est  que llevaba grabado alrededor cuando, de repente, desde la escalera le llegó el ruido de un bastón y de un arrastrar de pies y, en el umbral, hizo acto de presencia aquel hombre en el que había pensado tantas veces.

Pero ¿era realmente aquel hombre? ¿Qué había sido de su presencia marcial, de aquella mirada despierta, de aquel rostro aguerrido que conservaba en su imaginación? En el marco de la puerta no veía más que a un anciano alto y encorvado, demacrado y arrugado, de manos temblorosas, que arrastraba los pies con paso vacilante. Lo único que se le ofrecía a la vista era una nube deshilachada de cabellos canos, una nariz con venillas rojas, dos poblados mechones, a modo de cejas, y unos ojos de un color azul pálido, levemente sorprendidos. Apoyado en el bastón, se inclinaba hacia delante, mientras los hombros subían y bajaban al ritmo de una fatigosa y entrecortada respiración.

—Quiero mi rancho para desayunar —masculló, camino de su silla—, de lo contrario me quedaré helado. ¡Fíjese en mis dedos!

Tras lo cual, exhibió unas manos deformes, con unos dedos arrugados y retorcidos, de nudillos prominentes y yemas azuladas.

—Ya está casi listo —respondió la joven, mientras lo observaba con mirada sorprendida—. ¿No sabe usted quién soy, tío abuelo? Soy Norah Brewster, de Witham.

—El ron está caliente —farfulló el anciano, mientras se mecía en su silla—, lo mismo que el aguardiente, y la sopa, también, pero, para mí, nada como una taza de té. ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Norah Brewster.

—¿Puede hablarme más alto, joven? Tengo la impresión de que la gente ya no habla tan alto como antes.

—Soy Norah Brewster, tío. Soy su sobrina nieta, y he venido desde Essex para vivir con usted.

—De modo que eres la hija de mi hermano Jarge.  ¡Dios mío! No me puedo creer que el pequeño Jarge ya tenga una hija.

Renqueó con fuerza para sus adentros, al tiempo que los largos y tensos tendones de la garganta se le estremecían temblorosos.

—Soy la hija del hijo de su hermano George —contestó la muchacha, mientras daba la vuelta al tocino.

—¡Claro! El pequeño Jarge era todo un carácter —añadió—. ¡Por Júpiter! No había quien engañase a Jarge. Le regalé un cachorro de bulldog cuando me dieron la gratificación. Es probable que hayas oído hablar de él.

—Pero si hace ya veinte años que murió el abuelo George —respondió la joven, mientras servía el té.

—Era un cachorro precioso, y bien cuidado, ¡por Júpiter! Tengo frío porque aún no he tomado el rancho. El ron es estupendo, igual que el aguardiente, pero con el mismo placer me tomo un té.

Respiró con fuerza, mientras devoraba el desayuno.

—Te habrá costado lo tuyo venir hasta aquí —dijo, por fin—. Probablemente habrás venido en la diligencia que salió anoche.

—¿En qué, tío?

—Me refiero al carruaje en el que habrás venido.

—No; llegué en el tren de esta mañana.

—¡Dios mío! ¡A quién se le ocurre! ¿No te dan miedo esos ingenios tan novedosos? ¡Pensar que has venido en tren! ¿Dónde iremos a parar?

Se produjo un silencio que se prolongó varios minutos, durante los cuales Norah se dedicó a dar vueltas al té mientras, con el rabillo del ojo, observaba los labios azulados y las mandíbulas en acción de su pariente.

—Cuántas cosas ha debido de ver a lo largo de su vida, tío —le comentó la joven—. ¡Debe de parecerle larga, muy larga!

—No tanto, no te vayas a creer. Cumpliré los noventa por la Candelaria pero, desde que recibí la gratificación, no se me ha hecho tan largo. Es como si aquella batalla se hubiera librado ayer mismo. Siento todavía el olor de la pólvora quemada, ¡y el rancho me da fuerzas!

La verdad es que parecía menos agotado y pálido que en el momento en que la joven lo vio por primera vez. El rostro había cobrado color, y tenía la espalda más derecha.

—¿Lo has leído? —le preguntó, mientras señalaba con un gesto de cabeza el recorte de periódico.

—Sí, tío, y estoy segura de que estará orgulloso de una cosa así.

—¡Ah, fue un gran día para mí! ¡Un día magnífico! Allí estaba el regente, ¡un hombre apuesto de verdad! «El regimiento está orgulloso de usted», me dijo. «¡Yo también lo estoy del regimiento!», respondí. «Una respuesta como Dios manda», le dijo a lord Hill, y ambos se echaron a reír. Pero ¿qué andas mirando por la ventana?

—Pues un regimiento de soldados que avanza por la calle, tío, con una banda que va tocando por delante.

—¿Conque un regimiento? ¿Dónde habré puesto las gafas? ¡Dios mío, oigo la música con toda claridad! ¡Ahí va la avanzadilla y el tambor mayor! ¿Qué número lucen?

Los ojos le brillaban mientras, como las garras de una vieja ave de presa, apretaba el hombro de la muchacha con aquellos dedos amarillentos y huesudos.

—No llevan ningún número, tío. Llevan algo escrito por detrás. Algo así como Oxfordshire.

—¡Ah, sí! —refunfuñó—. Ya tenía noticias de que habían dejado los números y habían adoptado nombres nuevos. ¡Ahí llegan, por Júpiter! Casi todos son jóvenes, pero no se les ha olvidado la forma de desfilar. Tengo que reconocer que saben marcar el paso, claro que sí. Saben llevar el paso.

Y se quedó mirándolos, hasta que las últimas hileras doblaron la esquina, y la cadencia de aquel paso se perdió en la distancia.

Apenas acababa de volver a sentarse, cuando se abrió la puerta y un caballero entró en la estancia.

—¿Qué tal, señor Brewster? ¿Se siente mejor hoy? —le preguntó.

—¡Adelante, doctor! Me encuentro mejor. Aunque noto como un borboteo aquí en el pecho, por todos los bronquios. Si no tuviera estas flemas, me sentiría mucho mejor. ¿Podría darme algo para que desaparezcan?

El médico, un hombre joven, de aspecto serio, le tomó entre los dedos la muñeca surcada de tendones azulados.

—Tiene que cuidarse —le dijo—, y no hacer locuras.

Más que latir bajo sus dedos, parecía que el flujo de la vida sólo palpitase.

El anciano se echó a reír por lo bajo.

—A partir de ahora, será la hija de mi hermano Jarge quien se haga cargo de mí. Ella será quien esté pendiente de que no me salga de madre, o de que haga algo que no debiera. ¡Maldita sea mi estampa! ¡Ya sabía yo que algo no iba bien!

—¿Por qué lo dice?

—Por esos soldados. ¡No me diga que no los ha visto pasar, doctor! No llevaban puesta la corbata, ninguno de ellos —dijo, mientras gruñía y reía para sí por aquel detalle en el que había reparado—. ¡Eso no le habría gustado al duque! —musitó—. ¡Algo habría comentado el duque al respecto, por Júpiter!

El doctor esbozó una sonrisa.

—Bueno, le encuentro muy bien —comentó—. Vendré más o menos una vez a la semana para ver cómo sigue.

Como Norah lo acompañó hasta la puerta, el médico le indicó con un ademán que saliera de la casa.

—Está muy débil —le dijo, a media voz—. Si nota que desfallece, avíseme sin falta.

—¿Qué le pasa, doctor?

—Pues que tiene noventa años; ésa es su enfermedad. Sus arterias son depósitos de cal. El corazón se le ha encogido y carece de vigor. Es un hombre agotado.

Norah se quedó inmóvil, mientras observaba cómo el doctor se alejaba con paso ligero, y sopesaba las nuevas responsabilidades que se le habían venido encima. Cuando se dio media vuelta, a su lado estaba, con la carabina en la mano, un soldado de artillería, alto y de rostro tostado, que lucía en el brazo los tres galones de sargento.

—¡Buenos días, señorita! —exclamó, al tiempo que se llevaba un grueso dedo a su elegante gorro adornado con una banda de color amarillo—. Tengo entendido que vive aquí un señor mayor que se apellida Brewster, y que tomó parte en la batalla de Waterloo.

—Es mi tío abuelo, señor —repuso Norah, tras bajar la vista, ante la intensa y atenta mirada del joven soldado—. Está en la sala de la parte de delante.

—¿Podría hablar un momento con él, señorita? Si no es buen momento, volveré más tarde.

—Estoy segura de que estará encantado de recibirlo, señor. Está en casa, así que pase, por favor. Tío, hay aquí un caballero que desea hablar con usted.

—¡Es un honor poder verlo, señor, un honor y un motivo de orgullo! —exclamó el sargento, que se plantó en la estancia con sólo dar tres pasos; después de dejar la carabina en el suelo, saludó con una mano alzada y la palma vuelta hacia el anciano.

Junto a la puerta, boquiabierta y con unos ojos como platos, Norah se preguntaba si, en su juventud, su tío abuelo se habría parecido a aquella magnífica criatura y si, a su vez, aquel joven llegaría a parecerse a su tío abuelo.

El anciano entrecerró los ojos para ver a su interlocutor, y movió la cabeza con lentitud.

—Tome asiento, sargento —dijo, mientras señalaba una silla con el bastón—. Es usted muy joven para llevar esos galones. Ya veo que es más fácil obtenerlos hoy en día que en mis tiempos. En aquella época, los soldados de artillería eran todos viejos, y peinaban canas antes de lucir esos tres galones.

—Llevo ocho años de servicio, señor —exclamó el sargento—. Soy MacDonald, el sargento MacDonald, de la batería H, de la División de Artillería del Sur. He venido a verlo en representación de mis compañeros de los cuarteles del cuerpo de artillería para transmitirle lo orgullosos que nos sentimos de que viva usted en esta ciudad, señor.

El viejo Brewster sonrió, frotándose sus manos huesudas.

—Lo mismo que dijo el regente —comentó—. «El regimiento está orgulloso de usted», me dijo. «¡Yo también lo estoy del regimiento!», respondí. «Una respuesta como Dios manda», le dijo a lord Hill, y ambos se echaron a reír.

—La compañía de suboficiales se sentiría orgullosa y honrada con su visita, señor —añadió el sargento MacDonald—. Si alguna vez viene a vernos, siempre habrá una pipa de tabaco y un vaso de ponche para usted.

El anciano se echó a reír, hasta que empezó a toser.

—¿Conque les gustaría verme, eh? ¡Perros! —respondió—. Está bien, está bien; cuando llegue el buen tiempo quizá me pase por allí, seguro que sí. ¿Una cantina como Dios manda, eh? Ahora tienen su propio comedor, como los oficiales. ¡Dónde iremos a parar!

—Usted estuvo en infantería, ¿no es cierto, señor? —preguntó el sargento, respetuosamente.

—¿Infantería? —gritó el anciano, con agrio desdén—. Jamás llevé esa gorra. Soy un hombre de la Guardia, eso es lo que soy. Serví en el tercer regimiento de la Guardia, el mismo al que ahora designan con el nombre de Guardia Escocesa. Por desgracia todos han desaparecido ya, todos, desde el coronel Byng hasta los tambores más jóvenes, mientras que yo sigo aquí, rezagado, porque eso es lo que soy, sargento, ¡un rezagado! Que estoy todavía aquí, cuando debería estar con ellos. Aunque tampoco pueda decir que sea culpa mía, porque estoy dispuesto a reincorporarme en cuanto reciba la orden pertinente.

—Todos habremos de reagruparnos allí —repuso el sargento—. ¿No quiere probar mi tabaco, señor? —añadió, al tiempo que le acercaba una petaca de piel de foca.

El viejo Brewster se sacó del bolsillo una pipa de arcilla ennegrecida y comenzó a llenar la cazoleta. Sin darse cuenta, se le escurrió entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Frunció los labios, arrugó la nariz y se echó a llorar con largos y desconsolados sollozos, como si fuera un niño.

—Se me ha roto la pipa —gimió.

—No llore, tío, no llore —exclamó Norah, inclinándose sobre él y acariciándole la blanca cabeza como a un niño—. No tiene ninguna importancia. Ya compraremos otra.

—No se aflija, señor —añadió el sargento—. Mire, si me hace el honor de aceptarla, aquí tiene una pipa de madera con una boquilla de ámbar. Me encantaría que lo hiciera.

—¡Por Júpiter! —exclamó el anciano, con una sonrisa que le brillaba a través de las lágrimas—. Mira, tengo una pipa nueva, Norah. Te juro que Jarge jamás ha tenido una pipa como ésta. ¿Lleva consigo su fusil, sargento?

—Así es, señor. Cuando pasé a verlo, volvía del campo de tiro.

—Permítame que lo acaricie. Tener un fusil en las manos; es como en los viejos tiempos, Dios mío. ¿Qué dicen las ordenanzas, sargento? Amartille el fusil, tras comprobar que está cargado y presente el arma, ¿no es eso, sargento? ¡Por Júpiter, le he partido el fusil por la mitad!

—Exacto, señor —dijo el soldado, entre risas—, ha presionado en la palanca que abre la culata, que es por donde se carga, como sabe.

—¡Así que se cargan por donde no es! ¡Vaya, vaya, qué ocurrencia! ¡Y nada de baqueta! Había oído hablar de ello, pero nunca había llegado a creérmelo. Pero nunca será como nuestro Brown Bess. Acuérdese de lo que le digo: cuando haya faena por delante, ya verá como echan mano de nuestro antiguo fusil, de nuestro Brown Bess.

—Ojalá eso ayude a cambiar las cosas en Sudáfrica ahora mismo, señor —exclamó el sargento, encendido—. Esta mañana he leído en el periódico que los bóers habían aplastado a las tropas gubernamentales. Le aseguro, señor, que en el comedor de suboficiales todo el mundo está enardecido.

—Está bien, está bien —gruñó el viejo Brewster—. Puedo asegurarle que el duque no se mostraría precisamente satisfecho, sino que tendría algo que decir sobre el particular.

—No lo dudo, señor —exclamó el sargento—, y ojalá Dios nos envíe a otro como él. Pero ya le he cansado bastante con mi visita. Volveré a verlo y, si me lo permite, traeré a uno o dos compañeros conmigo, porque todos se sentirían orgullosos de poder hablar con usted.

Tras saludar de nuevo al veterano y mostrar sus relucientes dientes blancos a Norah, el soldado de artillería se despidió, dejando una estela de tela azul y dorados trenzados. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que volviese a presentarse y, durante todo aquel largo invierno, fue un visitante asiduo de Arsenal View. Llevó a otros compañeros suyos con él y, al poco, fuera cual fuese su rango, todos se vieron en la obligación de ir en peregrinación a casa del tío Brewster. Soldados de artillería y zapadores, soldados de infantería y dragones, todos se llegaban con respeto hasta aquel reducido salón, acompañados por el ruido de los sables o el tintineo de las espuelas, para estirar sus largas piernas por encima de la alfombra de retales, mientras buscaban en los bolsillos de sus guerreras la petaca de tabaco o la bolsa de rapé que habían llevado consigo como muestra de afecto.

Fue un invierno tremendamente crudo: el suelo estuvo cubierto de nieve seis semanas, en las que Norah hizo cuanto estuvo en sus manos para alentar la vida en aquel cuerpo exhausto por el paso del tiempo. Hubo momentos en los que se le iba la cabeza y, aparte de un lamento animal cuando se acercaba la hora de la comida, no decía ni una sola palabra. Pero, con la vuelta del buen tiempo, cuando los árboles se cubrieron de nuevo de verdes yemas, se le desheló la sangre de las venas y se atrevía a llegar hasta la misma puerta por su propio pie para disfrutar de los vivificantes rayos del sol.

—Me siento tan reanimado —dijo una mañana en que disfrutaba de un cálido sol de mayo—. ¡Aunque es una pesadez esto de tener que espantar las moscas, porque cuando hace así de bueno se atreven con cualquier cosa y me tienen martirizado!

—Ya las espantaré yo, tío —dijo Norah.

—Pero si no importa… Este sol me lleva a pensar en la gloria que ha de venir. Podrías leerme algunos párrafos de la Biblia, muchacha, es algo que me deja maravillosamente tranquilo.

—¿Qué quiere que le lea, tío?

—Pues las guerras.

—¿Guerras?

—¡Por supuesto que sí! ¡Sólo las batallas! Algo del Antiguo Testamento, en cualquier caso. ¡A mi entender, es de lo más sabroso! Cuando el pastor viene por aquí, siempre prefiere otros pasajes pero, para mí, no hay nada como el Libro de Josué. Los israelitas eran buenos soldados, todos eran buenos soldados, bien entrenados.

—Pero, tío, todo será paz en la otra vida —sugirió Norah.

—No lo creas, chiquilla.

—¡Por supuesto que así será, tío!

Irritado, el viejo cabo golpeó el suelo con el bastón.

—Ya te he dicho que no, muchacha. Se lo pregunté al pastor.

—Bueno, ¿y qué dijo él?

—Dijo que habría una postrer batalla. Incluso le dio un nombre, la batalla de Arm… Arm…

—Armagedón.

—Eso es; ése fue el nombre que le dio el pastor. Y espero que participe en ella el tercer regimiento de la Guardia. Y el duque, porque algo tendrá que decir el duque.

Un caballero de edad madura, que ya peinaba canas, estaba paseando por la calle y contemplando los números de las casas. En cuanto vio al anciano, se fue derecho hacia él.

—Buenos días —dijo, a modo de saludo—. ¿No será usted por casualidad Gregory Brewster?

—Ése es mi nombre, señor —repuso el veterano.

—Por lo que tengo entendido, ¿el mismo Brewster que formaba parte de las filas de la Guardia Escocesa en la batalla de Waterloo?

—El mismo, señor, aunque en aquella época lo designábamos con el nombre de tercer regimiento de la Guardia, un magnífico regimiento; sólo falto yo para que esté al completo.

—Calle, calle; habrán de pasar aún muchos años antes de que ocurra una cosa así —replicó el caballero, con afecto-; soy el coronel de la Guardia Escocesa, y me gustaría hablar con usted.

El viejo Gregory Brewster se puso en pie al instante, mientras se llevaba la mano a su gorro de piel de conejo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. ¡No puedo creerlo, no puedo!

—¿No sería mejor que el caballero pasase dentro? —apuntó una práctica Norah, desde el umbral.

—Claro, señor, claro; pase, señor, si me permite el atrevimiento.

Tan nervioso estaba que se le olvidó el bastón y, cuando se dirigía al salón, las rodillas le flaquearon y echó las manos por delante. Al momento, el coronel lo sujetó por un lado, y Norah por el otro.

—Despacio, despacio —dijo el coronel, mientras lo ayudaba a llegar al sillón.

—Gracias, señor; esta vez he estado a punto de caerme. Pero es que le juro que casi no me lo puedo creer: que haya pensado usted en mí, cabo de una compañía, cuando usted es el coronel de todo un batallón. ¡Qué vueltas da la vida, por Júpiter!

—No sé por qué dice eso —comentó el coronel-; en Londres estamos más que orgullosos de usted. Así que es usted uno de los hombres que se ocuparon de la defensa de Hougoumont —dijo, mientras observaba aquellas manos huesudas y temblorosas, de prominentes y nudosas articulaciones, aquel cuello escuálido y aquellos hombros caídos y encorvados: ¿sería posible que aquel hombre fuese el único superviviente de aquel grupo de héroes? Echó un ojo a unos frascos medio llenos, a los recipientes azules de linimento, a la tetera de pitorro largo y a los sórdidos detalles de la estancia de un hombre enfermo. «Más le habría valido, seguramente, haber muerto bajo las ardientes vigas de aquella granja belga», pensó el coronel—. Confío en que esté bien y cómodamente instalado —apuntó, tras un momento de silencio.

—Gracias, señor. Los bronquios me dan mucha, pero que mucha lata. No se puede hacer ni idea de lo difícil que resulta expulsar las flemas. Y, además, necesito mi rancho porque, de lo contrario, me quedo frío. De las moscas, mejor no hablar, porque ya no tengo fuerzas ni para defenderme de ellas.

—¿Cómo andamos de memoria? —preguntó el coronel.

—De eso estupendamente, señor. Podría repetirle los apellidos de todos los hombres que estaban en la compañía del capitán Haldane.

—¿Se acuerda de la batalla?

—Por supuesto. La rememoro cada vez que cierro los ojos. Jamás podría hacerse idea de la claridad con que la veo. Imagínese que nuestro frente está ahí, desde la botella de paregórico hasta la caja del rapé. ¿Se sitúa usted? Ese bote de píldoras, que está ahí a la derecha, es Hougoumont, donde estábamos nosotros, mientras que el dedal de Norah está en el lugar de La Haye Sainte. Ésa era la situación, señor; aquí estaban nuestros cañones y, más atrás, los reservistas y los belgas. ¡Malditos belgas! —y escupió en la chimenea, con furia—. Ahí, donde he dejado la pipa, estaban los franceses, y aquí, donde la petaca, los prusianos, que avanzaban sobre nuestro flanco izquierdo. ¡Hermoso espectáculo contemplar el humo que salía de sus fusiles, por Júpiter!

—Y cuando piensa en todo aquello, ¿qué es lo que más le llama la atención?

—Que allí perdí tres medias coronas —gruñó el viejo Brewster—. No me extrañaría nada que nunca recuperase ese dinero. Se las presté en Bruselas al compañero que me seguía en el mando, a Jabez Smith. «Sólo hasta el día que nos den la paga, Grig», me dijo. Pero un lancero acabó con él en Quarter Brass,  y yo sin un recibo siquiera para reclamar aquella deuda. Perdí sin remedio aquellas tres medias coronas.

Riéndose, el coronel se puso en pie.

—Los oficiales de la Guardia desean que se compre algo que le ayude a sentirse mejor —le dijo—. No es mío, así que no tiene que darme las gracias.

Tomó la petaca del anciano y metió un billete nuevo en su interior.

—Muchas gracias, muy amable de su parte, señor. Pero me gustaría pedirle un favor, coronel.

—Dígame, se lo ruego.

—Si me reclaman, ¿me envolverá en una bandera y me dedicará una salva de disparos?

—Me ocuparé de ello personalmente, amigo mío —repuso el coronel—. Y ahora, hasta la vista. En cuanto a usted, confío en recibir sólo buenas noticias.

—Un amable caballero, Norah —dijo el viejo Brewster, cuando lo vieron pasar por delante de la ventana-; pero ¡te juro que no le llegaría ni al estribo a mi coronel Byng!

Fue al día siguiente, exactamente, cuando el estado de salud del cabo se agravó de repente. Ni siquiera los dorados rayos del sol que se colaban por la ventana bastaban para hacer entrar en calor aquel cuerpo agotado. El médico fue a verlo, y movió la cabeza en silencio. El anciano se quedó en cama todo el día; las únicas señales de que aún alentaba algo de vida en su interior eran el jadeo de los labios azulados y las convulsiones de aquel cuello consumido. Norah y el sargento MacDonald se habían pasado toda la tarde a su lado, pero el anciano no parecía darse cuenta de que estaban allí. Yacía tranquilo, con los ojos medio cerrados y las manos bajo la mejilla, como si estuviera muy fatigado.

Lo dejaron a solas un instante para pasar al salón, mientras Norah preparaba el té, cuando, de repente, oyeron un grito que resonó por toda la casa. Les retumbó en los oídos fuerte y claro, como un rugido; fue una voz fuerte, enérgica y preñada de pasión.

—¡Los guardias necesitan pólvora! —gritaba y gritaba-; ¡les hace falta pólvora!

El sargento saltó de la silla y se precipitó a la habitación, seguido por una Norah temblorosa. Allí estaba el anciano levantado, con los ojos azules relucientes y los cabellos blancos erizados, su figura destacaba sobre todo lo que le rodeaba, con la cabeza de un águila y una mirada que desprendía fuego.

—¡Los guardias necesitan pólvora —repetía una vez más—, y, vive Dios, que la tendrán!

Alzó sus largos brazos al aire y se desplomó en la silla con un gemido. El sargento se inclinó sobre él, y el rostro se le ensombreció.

—Archie, Archie —sollozó la joven, asustada—, ¿qué crees que le pasa?

El sargento se volvió para mirarla.

—Creo —respondió— que el tercer regimiento de la Guardia ya está al completo.

 

LA TERCERA GENERACIÓN

Al caer la noche, Scudamore Lane, que baja hasta el río por detrás del Monumento,  discurre encajonada entre las sombras de dos negros y descomunales muros que se alzan por encima de la luz que emiten unas escasas farolas de gas. Las aceras son estrechas, y por la calzada, pavimentada con cantos rodados, circulan innumerables carros de carga, en medio de un estruendo similar al de las olas cuando rompen. Entre los locales de negocios, quedan algunas casas anticuadas; en uno de esos edificios, en mitad de la calle, según se va a mano izquierda, es donde el doctor Selby atiende a su numerosa clientela. Es sorprendente que un hombre tan importante viva en una calle así, pero ya se sabe que un especialista, que goza de reconocimiento en toda Europa, bien puede abrir consulta donde quiera. Por otra parte, si tenemos en cuenta su especialidad, los pacientes no consideran una desventaja que los atienda en un lugar tan apartado.

Eran sólo las diez. El sordo estruendo del tráfico que a diario convergía hacia London Bridge ya se había convertido en un confuso murmullo. Llovía a cántaros y, sólo de vez en cuando, era posible ver el resplandor de las farolas de gas que proyectaban minúsculos círculos de luz amarilla sobre el pavimento mojado, a través de unos cristales empapados por los que chorreaba el agua. El ruido de la lluvia saturaba el aire: el suave siseo que acompañaba su caída, las gotas que se precipitaban con más fuerza desde los aleros, y los remolinos y el gorjeo procedente de las dos cunetas en pendiente y de la rejilla de la alcantarilla. A lo largo de todo Scudamore Lane, sólo se veía la silueta de un hombre que estaba a la puerta de la consulta del doctor Horace Selby.

Acababa de llamar, y esperaba a que le abriesen la puerta. La luz que salía por las ventanas le daba en los hombros relucientes de la gabardina y en la cara, que miraba hacia arriba. Era un rostro lánguido, sensible, de rasgos bien moldeados, con un gesto sutil e indefinible que llamaba la atención, similar al de un caballo desbocado en cuanto al círculo blanco de alrededor de los ojos, parecido al de un niño asustado por las mejillas tensas y la escasa firmeza del labio inferior. Como más de una vez se había encontrado con una expresión semejante al abrir la puerta, con sólo echar un vistazo a aquellos ojos atemorizados, el criado se dio cuenta de que el desconocido era un paciente.

—¿Está el doctor en casa?

El sirviente pareció dudar.

—Tiene invitados a cenar, señor. No le gusta que lo molesten fuera de las horas de consulta.

—Dígale que he de verlo, que se trata de un asunto de la mayor importancia. Aquí tiene mi tarjeta. —Mientras, con dedos temblorosos, trataba de extraer una de la cartera—. Soy sir Francis Norton. Dígale que sir Francis Norton, de Deane Parke, desea verlo cuanto antes.

—Muy bien, señor —repuso el mayordomo, al tiempo que se hacía con la tarjeta y con el medio soberano que la acompañaba—. Puede dejar la gabardina aquí, en el vestíbulo, señor, porque está empapada. Si tiene la amabilidad de aguardar un momento en la consulta, creo que conseguiré que el doctor venga a atenderlo.

El joven aristócrata se encontró en una estancia espaciosa y decorada con gusto. En el suelo, había una alfombra tan mullida y espesa, que no hizo ningún ruido al pisarla. Las dos lámparas de gas del cuarto sólo funcionaban a medias, y aquella penumbra, junto con el leve aroma que impregnaba el aire, producía una sensación cargada de vagas reminiscencias religiosas. Tomó asiento en un sillón de cuero resplandeciente, al lado de las brasas que aún quedaban en la chimenea, y miró tristemente a su alrededor. Dos de las paredes de la estancia estaban cubiertas por gruesos y oscuros volúmenes, con caracteres dorados en los lomos. Junto a él, una alta y antigua bocana de chimenea de mármol blanco, en cuya repisa había algodón y vendas, probetas graduadas y frascos pequeños. Uno de éstos, el que estaba exactamente encima de él, contenía sulfato de cobre, al lado de otro más estrecho, que contenía algo parecido a los restos de la boquilla de una pipa, con una etiqueta roja en la que se podía leer «Cáustico». Sobre la repisa de la chimenea, encima de la mesa que ocupaba el centro del cuarto y a ambos lados del escritorio, se amontonaban termómetros, jeringuillas hipodérmicas, bisturís y espátulas. En la parte derecha de esa misma mesa de trabajo, había ejemplares de los cinco libros que el doctor Horace Selby había escrito sobre el mal que suele ir asociado a su nombre,  mientras que, en la parte izquierda, encima de un vademécum rojo, se veía una gigantesca réplica en cristal de un ojo humano, del tamaño de un nabo, abierto por el centro, que permitía observar el cristalino y la cavidad doble.

Aunque contemplaba todas aquellas cosas con la mayor atención del mundo, sir Francis Norton nunca se había distinguido por sus dotes de observador. Incluso le llamó la atención el corcho corroído que cerraba una botella de ácido, y se extrañó de que el doctor no utilizase tapones de cristal. Todo lo que veía parecía reclamar su interés, desde los minúsculos arañazos en los que se reflejaba la luz que daba sobre la mesa, hasta las pequeñas manchas que jalonaban el vademécum de cuero o las fórmulas químicas garabateadas en las etiquetas de unas cuantas ampollas. También sus oídos estaban aguzados. El pausado tictac del solemne reloj negro que estaba encima de la chimenea retumbaba penosamente en sus oídos. A pesar de eso, sin embargo, a pesar de los anchos tabiques antiguos de madera que aislaban aquella estancia, le llegaban las voces de unos hombres que hablaban en la habitación de al lado, e incluso captaba retazos de la conversación que mantenían. «Tenía que haberse fijado en la segunda mano.» «Pero si ha sido usted el último en tirar.» «¿Cómo iba a jugarme la reina, si sabía que tenía el as enfrente?» Sólo percibía algunos fragmentos de aquellas frases, que se disolvían en el sordo murmullo de una conversación. De pronto, escuchó el chirrido de una puerta y unos pasos en el vestíbulo, lo que le llevó a darse cuenta, con una estremecedora mezcla de impaciencia y espanto, de que se le venía encima la crisis de su vida.

El doctor Horace Selby era un hombre fornido, corpulento, de imponente presencia. A pesar de sus rasgos abotargados, tenía una barbilla y una nariz muy pronunciadas, características que irían más en consonancia con las pelucas y las corbatas de cuando reinaban los Jorges que con el pelo cortado al rape y la levita de finales del siglo XIX. Iba perfectamente rasurado; tenía una boca demasiado espléndida para ocultarla: grande, expresiva y sensible, acompañada de un gesto más que compasivo en la comisura de los labios que, junto a unos ojos castaños y comprensivos, había ayudado a muchos pecadores avergonzados a confesar su secreta falta. Bajo las orejas le crecían dos imperiosas patillas poco pobladas, que llegaban a unirse con los espesos rizos de sus erizados cabellos. La corpulencia y el aspecto digno de aquel hombre bastaban para que sus pacientes tuviesen la sensación de estar en buenas manos. Porque en el terreno de la medicina, como en la guerra, un gesto de suficiencia y pericia basta para que recordemos victorias del pasado y confiemos en la promesa de otras que están por llegar. El rostro del doctor Horace Selby representaba un alivio, igual que sus grandes manos blancas y tranquilizadoras, una de las cuales tendía ya a su visitante.

—Lamento haberle hecho esperar, pero como comprenderá me veía en un dilema de obligaciones, las del anfitrión con sus invitados y las del galeno con sus pacientes. Pero ahora ya estoy a su entera disposición, sir Francis. Me atrevería a decir que está usted muerto de frío.

—Es cierto; tengo mucho frío.

—Y está usted temblando. No me lo puedo creer. Está usted congelado por culpa de esta noche infernal. Quizá si tomase algo para reanimarse…

—No, gracias; no me apetece nada. Y no estoy tieso por culpa de esta mala noche, doctor; es que estoy asustado.

El doctor se dio media vuelta en el asiento que ocupaba y dio unas palmaditas en la rodilla de aquel joven, como si se tratase del pescuezo de un caballo nervioso.

—¿Qué le ocurre, pues? —preguntó, mientras contemplaba por encima del hombro aquella cara pálida de mirada preocupada.

Por dos veces, el joven trató de articular palabra. A continuación, se inclinó con rapidez, se levantó la pernera derecha de los pantalones, se bajó el calcetín y dejó la espinilla al descubierto. Al contemplarla, el doctor chasqueó la lengua.

—¿Le ha aparecido en las dos piernas?

—No, sólo en ésta.

—¿Ha sido de repente?

—Me di cuenta esta mañana.

—¡Vaya! —dijo el doctor con un mohín, mientras se acariciaba la barbilla con los dedos índice y pulgar—. ¿Tiene alguna explicación para una cosa así? —le preguntó a continuación.

—No.

Una expresión grave se cernió sobre aquellos enormes ojos castaños.

—No creo que sea necesario explicarle que, a menos que me hable usted con toda franqueza…

El paciente se puso en pie de un salto.

—Por el amor de Dios, doctor —exclamó—, llevo una vida intachable. ¿Cree que sería tan necio como para venir aquí a contarle mentiras? Créame, no hay nada de lo que tenga que arrepentirme.

De pie allí en medio, con una pernera del pantalón levantada hasta la rodilla y el infinito horror que se reflejaba en sus ojos, tenía un aspecto lamentable, a medio camino entre lo cómico y lo grotesco. Los jugadores de cartas de la habitación de al lado prorrumpieron en gritos de alegría, mientras los dos hombres se observaban en silencio.

—Tome asiento —dijo el doctor de forma brusca-; me basta con su palabra —comentó, mientras pasaba el dedo a lo largo de la espinilla del joven para retirarlo en un determinado lugar—. ¡Vaya! Serpiginoso —musitó, meneando la cabeza—. ¿Ha observado algún otro síntoma?

—Se me ha debilitado un poco la vista.

—¡Permítame que le vea los dientes! —Y, tras examinarlos, chasqueó la lengua, en tono compasivo y desaprobatorio—. ¡Ahora los ojos! —Encendió una lámpara a la altura del codo del paciente y, tras concentrar la luz con una pequeña lente de cristal, dirigió de forma indirecta el haz luminoso al ojo del enfermo. Su enorme y expresivo rostro se iluminó de placer, con el mismo entusiasmo con que un botánico introduce una planta rara en su mochila, o el de un astrónomo que, por primera vez, observa el cometa por el que tanto tiempo ha suspirado en el campo de visión de su telescopio—. Es lo normal, lo típico —musitó, al tiempo que se acomodaba en la mesa para tomar algunas notas en una hoja de papel—. Da la casualidad de que estoy escribiendo un ensayo monográfico sobre este mal, y no deja de ser sorprendente que, gracias a usted, haya tenido ocasión de observar un caso tan claro.

Al contemplar aquellos síntomas, se había llegado a olvidar hasta tal punto del paciente que tenía delante que parecía estar dándole las gracias por ser portador de ellos. Pero recuperó su faceta más compasiva y humana, en cuanto el joven le rogó que se lo explicase de la mejor forma posible.

—Mi querido amigo, no creo que sea el momento de adentrarnos en consideraciones profesionales —respondió, con afabilidad—. Porque ¿qué sacaría usted en limpio si, por ejemplo, le dijese que padece una queratitis intersticial? Observo síntomas de diátesis en el bocio. Hablando vulgarmente, diría que es usted portador de una tara congénita y hereditaria.

El joven aristócrata se desplomó en la silla, con la cabeza hundida en el pecho. El médico se dirigió a toda prisa al velador y le sirvió media copa de coñac, que acercó a los labios del paciente. A medida que éste lo tomaba, las mejillas recuperaron un poco de color.

—Quizá me haya expresado con excesiva franqueza —dijo el doctor—, pero estoy convencido de que usted está al tanto de la enfermedad que padece. De no haber sido así, ¿por qué habría venido a verme?

—Que Dios me ayude; me lo imaginaba, pero hasta que no me he visto la pierna hoy, no había querido aceptarlo. Mi padre tenía lo mismo en una pierna.

—Entonces, de él le viene…

—No, de mi abuelo. Sin duda habrá usted oído hablar de sir Rupert Norton, un gran libertino.

El doctor era un hombre muy leído y gozaba de una memoria excelente. Aquel nombre le recordó al instante la siniestra reputación del personaje, un vividor muy conocido en la década de 1830, aficionado al juego y a los duelos, que se había dado al alcohol y al desenfreno hasta tal punto que las viles compañías que frecuentaba se habían apartado de él horrorizadas, y lo habían abandonado durante la lúgubre vejez que pasó al lado de la camarera de un bar con la que se había casado en una francachela. Al contemplar a aquel joven hundido en el sillón de cuero, por un instante, tuvo la impresión de que algo le recordaba vagamente a aquel infame y anciano caballero, con sus leontinas, sus bufandas enrolladas en varias vueltas y su siniestra cara de sátiro. ¿Y en qué se había convertido? En un puñado de huesos dentro de un ataúd mohoso. Pero sus hazañas aún seguían vivas, y corrompían la sangre que corría por las venas de un hombre inocente.

—Ya veo que ha oído hablar de él —comentó el joven aristócrata—. Me contaron que había tenido una muerte horrible, aunque me imagino que no más horrorosa que la vida que llevó. Mi padre era su único hijo. Era un hombre dado al estudio, y amante de los canarios y del campo. Pero esa vida sin tacha no le libró de semejante lacra.

—Deduzco que sus síntomas eran cutáneos.

—Llevaba guantes en casa. Ése es el primer recuerdo que conservo de él. Más tarde, se le manifestó en la garganta y, después, en las piernas. Solía preguntarme con frecuencia por mi salud, tanto que llegó a parecerme excesivo, pero ¿cómo habría podido adivinar el sentido de aquellas preguntas? No dejaba de observarme, me observaba continuamente de reojo. Ahora ya sé qué es lo que trataba de descubrir.

—¿Tiene hermanos o hermanas?

—No, gracias a Dios.

—Bueno, sin duda se trata de una triste historia, muy similar a muchas otras que me salen al paso. No es usted el único que padece ese mal, sir Francis. Hay millares de personas que llevan la misma cruz que le ha tocado a usted.

—¿Qué clase de justicia es ésta, doctor? —exclamó el joven, tras levantarse del sillón y ponerse a andar por la consulta, de un lado para otro—. Si fuera el heredero de los pecados de mi abuelo y de sus consecuencias, podría entenderlo, pero yo soy como mi padre. Me encanta todo lo refinado y hermoso, la música, la poesía y el arte; me horroriza la grosería y todo lo que guarda relación con nuestro lado animal. Pregunte a cualquiera de mis amigos; ellos se lo confirmarán. Y, para colmo, este mal infame y repugnante. ¡Estoy podrido hasta la médula, hundido en la abominación! ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a preguntarme cuál es la razón? ¿Qué culpa tengo yo? ¿Qué pecado he cometido? ¿Soy culpable de haber nacido? Pero aquí estoy, echado a perder y condenado, precisamente cuando la vida me mostraba su rostro más amable. Hablamos mucho de las faltas de nuestros padres, pero ¿qué decir de los desmanes del Creador?

Y aquel pobre átomo impotente, arrastrado por su cabeza de chorlito en el torbellino de la infinitud, alzó al cielo los puños apretados.

El médico se puso en pie y, tras sujetarle por los hombros, lo obligó a sentarse de nuevo.

—Quédese ahí, hijo mío —le exhortó—, y no se ponga nervioso. Está usted temblando; los nervios pueden jugarle una mala pasada. Hemos de perseverar en la confianza ante unas preguntas que nos trascienden. ¿Qué somos a fin de cuentas? Criaturas que han evolucionado a medias en una etapa de tránsito, más cercanas quizá de las medusas que de una humanidad perfecta. Estará usted de acuerdo conmigo en que, con un cerebro como el nuestro, sólo a medias desarrollado, es imposible que lleguemos a comprender un hecho en todas sus dimensiones. Todo nos parece confuso y oscuro, sin duda, pero creo que el conocido pareado de Pope refleja a las claras nuestra situación y, tras cincuenta años de experiencias de todo tipo, puedo asegurarle con el corazón en la mano que…

Pero, impacientado, el joven aristócrata profirió un grito de desánimo.

—¡Eso no son más que buenas palabras! Por supuesto que puede pronunciarlas, e incluso pensarlas, ahí cómodamente sentado en su sillón. Usted ha vivido lo suyo, pero yo no puedo decir lo mismo. Mientras por sus venas corre sangre normal, por las mías, a pesar de no tener culpa de nada, como usted, circula un fluido nauseabundo. ¿De qué le servirían a usted las palabras, si estuviera sentado en mi sitio y fuese yo quien ocupase su lugar? Es todo una mofa, una quimera. No piense que soy un maleducado, doctor, no era eso lo que pretendía. Lo único que quiero decir es que ni usted ni nadie es capaz de saber qué se siente en tales circunstancias. Pero he de hacerle una pregunta, doctor, una pregunta de la que dependerá mi vida entera.

Y se retorció los dedos con un gesto de extrema preocupación.

—Dígame, mi querido amigo. Ya sabe que cuenta con todo mi apoyo.

—¿Cree usted…, cree usted que es posible que esta ponzoña se haya consumido en mí? ¿Piensa que, si tuviera hijos, también ellos podrían verse afectados?

—Sólo tengo una respuesta para su pregunta, la que nos proporciona el antiguo y trillado texto «hasta la tercera y cuarta generación».  Con el tiempo, podrá llegar a eliminarla de su organismo, pero habrán de pasar muchos años antes de que pueda pensar en casarse.

—Pues me caso el martes —dijo el enfermo en un susurro.

En ese instante, fue el doctor Horace Selby quien se sintió horrorizado. Raras eran las ocasiones en que sus bien templados nervios conocían esa sensación. Guardó silencio mientras, hasta ellos, llegaba de nuevo el ruido de la mesa de juego. «Si hubiera sacado un corazón, habríamos conseguido un tanto. Pero era la única baza que me quedaba.» Parecían alterados y encolerizados.

—¿Cómo se le ha ocurrido algo así? —le preguntó el doctor, con semblante serio—. Sería un delito.

—No olvide que hasta este momento no sabía cuál era mi estado —replicó, mientras se llevaba las manos a las sienes, con gesto convulso—. Usted es un hombre de mundo, doctor Selby, y habrá visto, o le habrán contado, situaciones como ésta con anterioridad. Aconséjeme. Estoy en sus manos. Todo ha sido tan repentino y terrible que no me veo con fuerzas para soportarlo.

Al doctor se le erizaron las pobladas cejas mientras, perplejo, se mordía las uñas.

—Ese matrimonio no debe celebrarse.

—¿Qué debo hacer entonces?

—El matrimonio no puede celebrarse en ningún caso.

—¡Y habré de renunciar a mi novia!

—Por supuesto; sin lugar a dudas.

El joven sacó una cartera y extrajo de ella una pequeña fotografía que alargó al doctor. Al contemplar aquella imagen, el rostro severo del médico pareció dulcificarse.

—Entiendo que ha de hacérsele muy cuesta arriba, y más después de haber visto esa fotografía. Pero no tiene otra salida: habrá de renunciar a ella por encima de todo.

—Pero es una locura, doctor, una verdadera locura, se lo aseguro. Disculpe, olvidaba que no tengo que levantar la voz. Pero piénselo un momento, ¡hombre! Tengo que casarme el martes, el martes que viene, ¿sabe?, al igual que todo el mundo. ¿Cómo podría insultarla a ojos de todos? Sería una monstruosidad.

—Pues así habrá de ser, mal que le pese. No tiene otra alternativa, mi querido amigo.

—¿Pretende que me limite a escribirle unas abruptas líneas en las que dé por zanjado nuestro compromiso sin más explicaciones? Le aseguro que no sería capaz de hacer una cosa así.

—Hace unos cuantos años, atendí a un paciente que se encontraba en una situación parecida —le dijo el doctor, tras pensárselo un rato—. Cometió un delito con toda intención, de forma que la familia de aquella señorita se vio obligada a no dar su consentimiento para la celebración de los esponsales.

El joven aristócrata negó con la cabeza.

—Mi honorabilidad como persona no tiene tacha —aseguró—. Es de las pocas cosas que me quedan, pero me gustaría conservarla.

—Comprendo que se trata de una alternativa difícil; sólo usted puede tomar una decisión.

—¿No se le ocurre ninguna otra cosa?

—¿No tendrá usted por casualidad algunas tierras en Australia?

—No.

—Pero ¿dispone de algún dinero?

—Así es.

—En ese caso, podría comprar alguna cosa, mañana mismo, por ejemplo. Bastaría con que adquiriese un millar de acciones de compañías mineras. A continuación, podría redactar una nota en la que explicara que, por causa de urgentes asuntos de negocios, se ha visto obligado a partir de inmediato para velar por sus intereses. Lo que le daría un respiro de seis meses, cuando menos.

—Sí; ésa podría ser una solución, desde luego que sí. Pero piense en la situación en que se verá ella, con la casa repleta de regalos de boda e invitados que han venido desde lejos. Espantoso. Con todo, me asegura que no hay otra alternativa.

El doctor se limitó a encogerse de hombros.

—De modo que podría escribirle ahora mismo y partir mañana, ¿no es así? ¿Me permite que utilice su mesa? ¡Se lo agradezco! Lamento haberlo retenido tanto tiempo y que no haya podido atender a sus invitados. Pero será sólo cuestión de un minuto —y escribió una escueta nota pero, tras ceder a un repentino impulso, la hizo pedazos y los arrojó a la chimenea—. No puedo quedarme aquí sentado, escribiéndole mentiras, doctor —exclamó, tras ponerse en pie—. Tengo que encontrar otra manera de solucionarlo. Lo pensaré, y le haré saber cuál es mi decisión. Confío en que, como he abusado de su tiempo sin medida, acepte que le pague el doble de sus honorarios. Y ahora, hasta la vista; le doy mil gracias por su apoyo y su consejo.

—Aguarde un instante, que aún no le he dado la receta. Éste es el preparado que debe encargar; le recomiendo que se ponga estos polvos todas las mañanas; el boticario le pondrá por escrito las indicaciones que debe seguir para aplicar el ungüento. Se encuentra usted en una difícil situación, pero confío en que pronto verá las cosas con más claridad. ¿Cuándo volveré a tener noticias suyas?

—Mañana por la mañana.

—Muy bien. ¡Hay que ver cómo llueve! Aquí tiene su gabardina. Le hará falta. Adiós, pues, hasta mañana.

Y abrió la puerta. Una bocanada de aire frío y húmedo recorrió el vestíbulo. A pesar de lo cual, el médico se quedó un minuto o más en el umbral, sin dejar de contemplar aquella silueta solitaria que caminaba lentamente bajo los halos amarillos de las farolas de gas y las anchas zonas de oscuridad que los separaban. Cuando pasaba por debajo de las farolas sólo se veía su sombra, que se proyectaba en las paredes de los edificios; sin embargo, a ojos del doctor, era como si una lúgubre y gigantesca figura anduviese junto a aquel hombrecillo y lo arrastrase en silencio hacia el extremo de la calle.

Al día siguiente por la mañana, antes incluso de lo que se esperaba, el doctor Horace Selby tuvo noticias de su paciente. Una noticia del Daily News hizo que no probase el desayuno y se sintiese enfermo y fracasado. Bajo un titular que rezaba «Un lamentable accidente», leyó lo que sigue:

Se nos ha informado de que en King William Street se ha producido un fatal accidente en circunstancias especialmente trágicas. Hacia las once de la noche de ayer, algunos transeúntes observaron cómo, mientras trataba de esquivar un cabriolé, un joven resbaló y cayó bajo las ruedas de una pesada carreta de carga, tirada por dos caballerías. Al recogerlo, comprobaron que las heridas que tenía eran de extrema gravedad, por lo que falleció cuando lo trasladaban al hospital. Tras examinar la billetera y la cartera que llevaba, se llegó a la conclusión de que el fallecido no era otro que sir Francis Norton, de Deane Park. El accidente resulta aún más trágico por cuanto el difunto, que acababa de alcanzar la mayoría de edad, estaba a punto de casarse con una joven perteneciente a una de las familias de más linaje del sur del país. Habida cuenta de su fortuna y de sus aptitudes, bien podría decirse que todo en la vida le sonreía, por lo que sus numerosos amigos no podrán por menos que lamentar que una carrera tan prometedora se haya visto truncada de un modo tan inesperado como trágico.

 

LA TERCERA GENERACIÓN

Al caer la noche, Scudamore Lane, que baja hasta el río por detrás del Monumento,  discurre encajonada entre las sombras de dos negros y descomunales muros que se alzan por encima de la luz que emiten unas escasas farolas de gas. Las aceras son estrechas, y por la calzada, pavimentada con cantos rodados, circulan innumerables carros de carga, en medio de un estruendo similar al de las olas cuando rompen. Entre los locales de negocios, quedan algunas casas anticuadas; en uno de esos edificios, en mitad de la calle, según se va a mano izquierda, es donde el doctor Selby atiende a su numerosa clientela. Es sorprendente que un hombre tan importante viva en una calle así, pero ya se sabe que un especialista, que goza de reconocimiento en toda Europa, bien puede abrir consulta donde quiera. Por otra parte, si tenemos en cuenta su especialidad, los pacientes no consideran una desventaja que los atienda en un lugar tan apartado.

Eran sólo las diez. El sordo estruendo del tráfico que a diario convergía hacia London Bridge ya se había convertido en un confuso murmullo. Llovía a cántaros y, sólo de vez en cuando, era posible ver el resplandor de las farolas de gas que proyectaban minúsculos círculos de luz amarilla sobre el pavimento mojado, a través de unos cristales empapados por los que chorreaba el agua. El ruido de la lluvia saturaba el aire: el suave siseo que acompañaba su caída, las gotas que se precipitaban con más fuerza desde los aleros, y los remolinos y el gorjeo procedente de las dos cunetas en pendiente y de la rejilla de la alcantarilla. A lo largo de todo Scudamore Lane, sólo se veía la silueta de un hombre que estaba a la puerta de la consulta del doctor Horace Selby.

Acababa de llamar, y esperaba a que le abriesen la puerta. La luz que salía por las ventanas le daba en los hombros relucientes de la gabardina y en la cara, que miraba hacia arriba. Era un rostro lánguido, sensible, de rasgos bien moldeados, con un gesto sutil e indefinible que llamaba la atención, similar al de un caballo desbocado en cuanto al círculo blanco de alrededor de los ojos, parecido al de un niño asustado por las mejillas tensas y la escasa firmeza del labio inferior. Como más de una vez se había encontrado con una expresión semejante al abrir la puerta, con sólo echar un vistazo a aquellos ojos atemorizados, el criado se dio cuenta de que el desconocido era un paciente.

—¿Está el doctor en casa?

El sirviente pareció dudar.

—Tiene invitados a cenar, señor. No le gusta que lo molesten fuera de las horas de consulta.

—Dígale que he de verlo, que se trata de un asunto de la mayor importancia. Aquí tiene mi tarjeta. —Mientras, con dedos temblorosos, trataba de extraer una de la cartera—. Soy sir Francis Norton. Dígale que sir Francis Norton, de Deane Parke, desea verlo cuanto antes.

—Muy bien, señor —repuso el mayordomo, al tiempo que se hacía con la tarjeta y con el medio soberano que la acompañaba—. Puede dejar la gabardina aquí, en el vestíbulo, señor, porque está empapada. Si tiene la amabilidad de aguardar un momento en la consulta, creo que conseguiré que el doctor venga a atenderlo.

El joven aristócrata se encontró en una estancia espaciosa y decorada con gusto. En el suelo, había una alfombra tan mullida y espesa, que no hizo ningún ruido al pisarla. Las dos lámparas de gas del cuarto sólo funcionaban a medias, y aquella penumbra, junto con el leve aroma que impregnaba el aire, producía una sensación cargada de vagas reminiscencias religiosas. Tomó asiento en un sillón de cuero resplandeciente, al lado de las brasas que aún quedaban en la chimenea, y miró tristemente a su alrededor. Dos de las paredes de la estancia estaban cubiertas por gruesos y oscuros volúmenes, con caracteres dorados en los lomos. Junto a él, una alta y antigua bocana de chimenea de mármol blanco, en cuya repisa había algodón y vendas, probetas graduadas y frascos pequeños. Uno de éstos, el que estaba exactamente encima de él, contenía sulfato de cobre, al lado de otro más estrecho, que contenía algo parecido a los restos de la boquilla de una pipa, con una etiqueta roja en la que se podía leer «Cáustico». Sobre la repisa de la chimenea, encima de la mesa que ocupaba el centro del cuarto y a ambos lados del escritorio, se amontonaban termómetros, jeringuillas hipodérmicas, bisturís y espátulas. En la parte derecha de esa misma mesa de trabajo, había ejemplares de los cinco libros que el doctor Horace Selby había escrito sobre el mal que suele ir asociado a su nombre,  mientras que, en la parte izquierda, encima de un vademécum rojo, se veía una gigantesca réplica en cristal de un ojo humano, del tamaño de un nabo, abierto por el centro, que permitía observar el cristalino y la cavidad doble.

Aunque contemplaba todas aquellas cosas con la mayor atención del mundo, sir Francis Norton nunca se había distinguido por sus dotes de observador. Incluso le llamó la atención el corcho corroído que cerraba una botella de ácido, y se extrañó de que el doctor no utilizase tapones de cristal. Todo lo que veía parecía reclamar su interés, desde los minúsculos arañazos en los que se reflejaba la luz que daba sobre la mesa, hasta las pequeñas manchas que jalonaban el vademécum de cuero o las fórmulas químicas garabateadas en las etiquetas de unas cuantas ampollas. También sus oídos estaban aguzados. El pausado tictac del solemne reloj negro que estaba encima de la chimenea retumbaba penosamente en sus oídos. A pesar de eso, sin embargo, a pesar de los anchos tabiques antiguos de madera que aislaban aquella estancia, le llegaban las voces de unos hombres que hablaban en la habitación de al lado, e incluso captaba retazos de la conversación que mantenían. «Tenía que haberse fijado en la segunda mano.» «Pero si ha sido usted el último en tirar.» «¿Cómo iba a jugarme la reina, si sabía que tenía el as enfrente?» Sólo percibía algunos fragmentos de aquellas frases, que se disolvían en el sordo murmullo de una conversación. De pronto, escuchó el chirrido de una puerta y unos pasos en el vestíbulo, lo que le llevó a darse cuenta, con una estremecedora mezcla de impaciencia y espanto, de que se le venía encima la crisis de su vida.

El doctor Horace Selby era un hombre fornido, corpulento, de imponente presencia. A pesar de sus rasgos abotargados, tenía una barbilla y una nariz muy pronunciadas, características que irían más en consonancia con las pelucas y las corbatas de cuando reinaban los Jorges que con el pelo cortado al rape y la levita de finales del siglo XIX. Iba perfectamente rasurado; tenía una boca demasiado espléndida para ocultarla: grande, expresiva y sensible, acompañada de un gesto más que compasivo en la comisura de los labios que, junto a unos ojos castaños y comprensivos, había ayudado a muchos pecadores avergonzados a confesar su secreta falta. Bajo las orejas le crecían dos imperiosas patillas poco pobladas, que llegaban a unirse con los espesos rizos de sus erizados cabellos. La corpulencia y el aspecto digno de aquel hombre bastaban para que sus pacientes tuviesen la sensación de estar en buenas manos. Porque en el terreno de la medicina, como en la guerra, un gesto de suficiencia y pericia basta para que recordemos victorias del pasado y confiemos en la promesa de otras que están por llegar. El rostro del doctor Horace Selby representaba un alivio, igual que sus grandes manos blancas y tranquilizadoras, una de las cuales tendía ya a su visitante.

—Lamento haberle hecho esperar, pero como comprenderá me veía en un dilema de obligaciones, las del anfitrión con sus invitados y las del galeno con sus pacientes. Pero ahora ya estoy a su entera disposición, sir Francis. Me atrevería a decir que está usted muerto de frío.

—Es cierto; tengo mucho frío.

—Y está usted temblando. No me lo puedo creer. Está usted congelado por culpa de esta noche infernal. Quizá si tomase algo para reanimarse…

—No, gracias; no me apetece nada. Y no estoy tieso por culpa de esta mala noche, doctor; es que estoy asustado.

El doctor se dio media vuelta en el asiento que ocupaba y dio unas palmaditas en la rodilla de aquel joven, como si se tratase del pescuezo de un caballo nervioso.

—¿Qué le ocurre, pues? —preguntó, mientras contemplaba por encima del hombro aquella cara pálida de mirada preocupada.

Por dos veces, el joven trató de articular palabra. A continuación, se inclinó con rapidez, se levantó la pernera derecha de los pantalones, se bajó el calcetín y dejó la espinilla al descubierto. Al contemplarla, el doctor chasqueó la lengua.

—¿Le ha aparecido en las dos piernas?

—No, sólo en ésta.

—¿Ha sido de repente?

—Me di cuenta esta mañana.

—¡Vaya! —dijo el doctor con un mohín, mientras se acariciaba la barbilla con los dedos índice y pulgar—. ¿Tiene alguna explicación para una cosa así? —le preguntó a continuación.

—No.

Una expresión grave se cernió sobre aquellos enormes ojos castaños.

—No creo que sea necesario explicarle que, a menos que me hable usted con toda franqueza…

El paciente se puso en pie de un salto.

—Por el amor de Dios, doctor —exclamó—, llevo una vida intachable. ¿Cree que sería tan necio como para venir aquí a contarle mentiras? Créame, no hay nada de lo que tenga que arrepentirme.

De pie allí en medio, con una pernera del pantalón levantada hasta la rodilla y el infinito horror que se reflejaba en sus ojos, tenía un aspecto lamentable, a medio camino entre lo cómico y lo grotesco. Los jugadores de cartas de la habitación de al lado prorrumpieron en gritos de alegría, mientras los dos hombres se observaban en silencio.

—Tome asiento —dijo el doctor de forma brusca-; me basta con su palabra —comentó, mientras pasaba el dedo a lo largo de la espinilla del joven para retirarlo en un determinado lugar—. ¡Vaya! Serpiginoso —musitó, meneando la cabeza—. ¿Ha observado algún otro síntoma?

—Se me ha debilitado un poco la vista.

—¡Permítame que le   vea los dientes! —Y, tras examinarlos, chasqueó la lengua, en tono compasivo y desaprobatorio—. ¡Ahora los ojos! —Encendió una lámpara a la altura del codo del paciente y, tras concentrar la luz con una pequeña lente de cristal, dirigió de forma indirecta el haz luminoso al ojo del enfermo. Su enorme y expresivo rostro se iluminó de placer, con el mismo entusiasmo con que un botánico introduce una planta rara en su mochila, o el de un astrónomo que, por primera vez, observa el cometa por el que tanto tiempo ha suspirado en el campo de visión de su telescopio—. Es lo normal, lo típico —musitó, al tiempo que se acomodaba en la mesa para tomar algunas notas en una hoja de papel—. Da la casualidad de que estoy escribiendo un ensayo monográfico sobre este mal, y no deja de ser sorprendente que, gracias a usted, haya tenido ocasión de observar un caso tan claro.

Al contemplar aquellos síntomas, se había llegado a olvidar hasta tal punto del paciente que tenía delante que parecía estar dándole las gracias por ser portador de ellos. Pero recuperó su faceta más compasiva y humana, en cuanto el joven le rogó que se lo explicase de la mejor forma posible.

—Mi querido amigo, no creo que sea el momento de adentrarnos en consideraciones profesionales —respondió, con afabilidad—. Porque ¿qué sacaría usted en limpio si, por ejemplo, le dijese que padece una queratitis intersticial? Observo síntomas de diátesis en el bocio. Hablando vulgarmente, diría que es usted portador de una tara congénita y hereditaria.

El joven aristócrata se desplomó en la silla, con la cabeza hundida en el pecho. El médico se dirigió a toda prisa al velador y le sirvió media copa de coñac, que acercó a los labios del paciente. A medida que éste lo tomaba, las mejillas recuperaron un poco de color.

—Quizá me haya expresado con excesiva franqueza —dijo el doctor—, pero estoy convencido de que usted está al tanto de la enfermedad que padece. De no haber sido así, ¿por qué habría venido a verme?

—Que Dios me ayude; me lo imaginaba, pero hasta que no me he visto la pierna hoy, no había querido aceptarlo. Mi padre tenía lo mismo en una pierna.

—Entonces, de él le viene…

—No, de mi abuelo. Sin duda habrá usted oído hablar de sir Rupert Norton, un gran libertino.

El doctor era un hombre muy leído y gozaba de una memoria excelente. Aquel nombre le recordó al instante la siniestra reputación del personaje, un vividor muy conocido en la década de 1830, aficionado al juego y a los duelos, que se había dado al alcohol y al desenfreno hasta tal punto que las viles compañías que frecuentaba se habían apartado de él horrorizadas, y lo habían abandonado durante la lúgubre vejez que pasó al lado de la camarera de un bar con la que se había casado en una francachela. Al contemplar a aquel joven hundido en el sillón de cuero, por un instante, tuvo la impresión de que algo le recordaba vagamente a aquel infame y anciano caballero, con sus leontinas, sus bufandas enrolladas en varias vueltas y su siniestra cara de sátiro. ¿Y en qué se había convertido? En un puñado de huesos dentro de un ataúd mohoso. Pero sus hazañas aún seguían vivas, y corrompían la sangre que corría por las venas de un hombre inocente.

—Ya veo que ha oído hablar de él —comentó el joven aristócrata—. Me contaron que había tenido una muerte horrible, aunque me imagino que no más horrorosa que la vida que llevó. Mi padre era su único hijo. Era un hombre dado al estudio, y amante de los canarios y del campo. Pero esa vida sin tacha no le libró de semejante lacra.

—Deduzco que sus síntomas eran cutáneos.

—Llevaba guantes en casa. Ése es el primer recuerdo que conservo de él. Más tarde, se le manifestó en la garganta y, después, en las piernas. Solía preguntarme con frecuencia por mi salud, tanto que llegó a parecerme excesivo, pero ¿cómo habría podido adivinar el sentido de aquellas preguntas? No dejaba de observarme, me observaba continuamente de reojo. Ahora ya sé qué es lo que trataba de descubrir.

—¿Tiene hermanos o hermanas?

—No, gracias a Dios.

—Bueno, sin duda se trata de una triste historia, muy similar a muchas otras que me salen al paso. No es usted el único que padece ese mal, sir Francis. Hay millares de personas que llevan la misma cruz que le ha tocado a usted.

—¿Qué clase de justicia es ésta, doctor? —exclamó el joven, tras levantarse del sillón y ponerse a andar por la consulta, de un lado para otro—. Si fuera el heredero de los pecados de mi abuelo y de sus consecuencias, podría entenderlo, pero yo soy como mi padre. Me encanta todo lo refinado y hermoso, la música, la poesía y el arte; me horroriza la grosería y todo lo que guarda relación con nuestro lado animal. Pregunte a cualquiera de mis amigos; ellos se lo confirmarán. Y, para colmo, este mal infame y repugnante. ¡Estoy podrido hasta la médula, hundido en la abominación! ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a preguntarme cuál es la razón? ¿Qué culpa tengo yo? ¿Qué pecado he cometido? ¿Soy culpable de haber nacido? Pero aquí estoy, echado a perder y condenado, precisamente cuando la vida me mostraba su rostro más amable. Hablamos mucho de las faltas de nuestros padres, pero ¿qué decir de los desmanes del Creador?

Y aquel pobre átomo impotente, arrastrado por su cabeza de chorlito en el torbellino de la infinitud, alzó al cielo los puños apretados.

El médico se puso en pie y, tras sujetarle por los hombros, lo obligó a sentarse de nuevo.

—Quédese ahí, hijo mío —le exhortó—, y no se ponga nervioso. Está usted temblando; los nervios pueden jugarle una mala pasada. Hemos de perseverar en la confianza ante unas preguntas que nos trascienden. ¿Qué somos a fin de cuentas? Criaturas que han evolucionado a medias en una etapa de tránsito, más cercanas quizá de las medusas que de una humanidad perfecta. Estará usted de acuerdo conmigo en que, con un cerebro como el nuestro, sólo a medias desarrollado, es imposible que lleguemos a comprender un hecho en todas sus dimensiones. Todo nos parece confuso y oscuro, sin duda, pero creo que el conocido pareado de Pope refleja a las claras nuestra situación y, tras cincuenta años de experiencias de todo tipo, puedo asegurarle con el corazón en la mano que…

Pero, impacientado, el joven aristócrata profirió un grito de desánimo.

—¡Eso no son más que buenas palabras! Por supuesto que puede pronunciarlas, e incluso pensarlas, ahí cómodamente sentado en su sillón. Usted ha vivido lo suyo, pero yo no puedo decir lo mismo. Mientras por sus venas corre sangre normal, por las mías, a pesar de no tener culpa de nada, como usted, circula un fluido nauseabundo. ¿De qué le servirían a usted las palabras, si estuviera sentado en mi sitio y fuese yo quien ocupase su lugar? Es todo una mofa, una quimera. No piense que soy un maleducado, doctor, no era eso lo que pretendía. Lo único que quiero decir es que ni usted ni nadie es capaz de saber qué se siente en tales circunstancias. Pero he de hacerle una pregunta, doctor, una pregunta de la que dependerá mi vida entera.

Y se retorció los dedos con un gesto de extrema preocupación.

—Dígame, mi querido amigo. Ya sabe que cuenta con todo mi apoyo.

—¿Cree usted…, cree usted que es posible que esta ponzoña se haya consumido en mí? ¿Piensa que, si tuviera hijos, también ellos podrían verse afectados?

—Sólo tengo una respuesta para su pregunta, la que nos proporciona el antiguo y trillado texto «hasta la tercera y cuarta generación».  Con el tiempo, podrá llegar a eliminarla de su organismo, pero habrán de pasar muchos años antes de que pueda pensar en casarse.

—Pues me caso el martes —dijo el enfermo en un susurro.

En ese instante, fue el doctor Horace Selby quien se sintió horrorizado. Raras eran las ocasiones en que sus bien templados nervios conocían esa sensación. Guardó silencio mientras, hasta ellos, llegaba de nuevo el ruido de la mesa de juego. «Si hubiera sacado un corazón, habríamos conseguido un tanto. Pero era la única baza que me quedaba.» Parecían alterados y encolerizados.

—¿Cómo se le ha ocurrido algo así? —le preguntó el doctor, con semblante serio—. Sería un delito.

—No olvide que hasta este momento no sabía cuál era mi estado —replicó, mientras se llevaba las manos a las sienes, con gesto convulso—. Usted es un hombre de mundo, doctor Selby, y habrá visto, o le habrán contado, situaciones como ésta con anterioridad. Aconséjeme. Estoy en sus manos. Todo ha sido tan repentino y terrible que no me veo con fuerzas para soportarlo.

Al doctor se le erizaron las pobladas cejas mientras, perplejo, se mordía las uñas.

—Ese matrimonio no debe celebrarse.

—¿Qué debo hacer entonces?

—El matrimonio no puede celebrarse en ningún caso.

—¡Y habré de renunciar a mi novia!

—Por supuesto; sin lugar a dudas.

El joven sacó una cartera y extrajo de ella una pequeña fotografía que alargó al doctor. Al contemplar aquella imagen, el rostro severo del médico pareció dulcificarse.

—Entiendo que ha de hacérsele muy cuesta arriba, y más después de haber visto esa fotografía. Pero no tiene otra salida: habrá de renunciar a ella por encima de todo.

—Pero es una locura, doctor, una verdadera locura, se lo aseguro. Disculpe, olvidaba que no tengo que levantar la voz. Pero piénselo un momento, ¡hombre! Tengo que casarme el martes, el martes que viene, ¿sabe?, al igual que todo el mundo. ¿Cómo podría insultarla a ojos de todos? Sería una monstruosidad.

—Pues así habrá de ser, mal que le pese. No tiene otra alternativa, mi querido amigo.

—¿Pretende que me limite a escribirle unas abruptas líneas en las que dé por zanjado nuestro compromiso sin más explicaciones? Le aseguro que no sería capaz de hacer una cosa así.

—Hace unos cuantos años, atendí a un paciente que se encontraba en una situación parecida —le dijo el doctor, tras pensárselo un rato—. Cometió un delito con toda intención, de forma que la familia de aquella señorita se vio obligada a no dar su consentimiento para la celebración de los esponsales.

El joven aristócrata negó con la cabeza.

—Mi honorabilidad como persona no tiene tacha —aseguró—. Es de las pocas cosas que me quedan, pero me gustaría conservarla.

—Comprendo que se trata de una alternativa difícil; sólo usted puede tomar una decisión.

—¿No se le ocurre ninguna otra cosa?

—¿No tendrá usted por casualidad algunas tierras en Australia?

—No.

—Pero ¿dispone de algún dinero?

—Así es.

—En ese caso, podría comprar alguna cosa, mañana mismo, por ejemplo. Bastaría con que adquiriese un millar de acciones de compañías mineras. A continuación, podría redactar una nota en la que explicara que, por causa de urgentes asuntos de negocios, se ha visto obligado a partir de inmediato para velar por sus intereses. Lo que le daría un respiro de seis meses, cuando menos.

—Sí; ésa podría ser una solución, desde luego que sí. Pero piense en la situación en que se verá ella, con la casa repleta de regalos de boda e invitados que han venido desde lejos. Espantoso. Con todo, me asegura que no hay otra alternativa.

El doctor se limitó a encogerse de hombros.

—De modo que podría escribirle ahora mismo y partir mañana, ¿no es así? ¿Me permite que utilice su mesa? ¡Se lo agradezco! Lamento haberlo retenido tanto tiempo y que no haya podido atender a sus invitados. Pero será sólo cuestión de un minuto —y escribió una escueta nota pero, tras ceder a un repentino impulso, la hizo pedazos y los arrojó a la chimenea—. No puedo quedarme aquí sentado, escribiéndole mentiras, doctor —exclamó, tras ponerse en pie—. Tengo que encontrar otra manera de solucionarlo. Lo pensaré, y le haré saber cuál es mi decisión. Confío en que, como he abusado de su tiempo sin medida, acepte que le pague el doble de sus honorarios. Y ahora, hasta la vista; le doy mil gracias por su apoyo y su consejo.

—Aguarde un instante, que aún no le he dado la receta. Éste es el preparado que debe encargar; le recomiendo que se ponga estos polvos todas las mañanas; el boticario le pondrá por escrito las indicaciones que debe seguir para aplicar el ungüento. Se encuentra usted en una difícil situación, pero confío en que pronto verá las cosas con más claridad. ¿Cuándo volveré a tener noticias suyas?

—Mañana por la mañana.

—Muy bien. ¡Hay que ver cómo llueve! Aquí tiene su gabardina. Le hará falta. Adiós, pues, hasta mañana.

Y abrió la puerta. Una bocanada de aire frío y húmedo recorrió el vestíbulo. A pesar de lo cual, el médico se quedó un minuto o más en el umbral, sin dejar de contemplar aquella silueta solitaria que caminaba lentamente bajo los halos amarillos de las farolas de gas y las anchas zonas de oscuridad que los separaban. Cuando pasaba por debajo de las farolas sólo se veía su sombra, que se proyectaba en las paredes de los edificios; sin embargo, a ojos del doctor, era como si una lúgubre y gigantesca figura anduviese junto a aquel hombrecillo y lo arrastrase en silencio hacia el extremo de la calle.

Al día siguiente por la mañana, antes incluso de lo que se esperaba, el doctor Horace Selby tuvo noticias de su paciente. Una noticia del Daily News hizo que no probase el desayuno y se sintiese enfermo y fracasado. Bajo un titular que rezaba «Un lamentable accidente», leyó lo que sigue:

 

Se nos ha informado de que en King William Street se ha producido un fatal accidente en circunstancias especialmente trágicas. Hacia las once de la noche de ayer, algunos transeúntes observaron cómo, mientras trataba de esquivar un cabriolé, un joven resbaló y cayó bajo las ruedas de una pesada carreta de carga, tirada por dos caballerías. Al recogerlo, comprobaron que las heridas que tenía eran de extrema gravedad, por lo que falleció cuando lo trasladaban al hospital. Tras examinar la billetera y la cartera que llevaba, se llegó a la conclusión de que el fallecido no era otro que sir Francis Norton, de Deane Park. El accidente resulta aún más trágico por cuanto el difunto, que acababa de alcanzar la mayoría de edad, estaba a punto de casarse con una joven perteneciente a una de las familias de más linaje del sur del país. Habida cuenta de su fortuna y de sus aptitudes, bien podría decirse que todo en la vida le sonreía, por lo que sus numerosos amigos no podrán por menos que lamentar que una carrera tan prometedora se haya visto truncada de un modo tan inesperado como trágico.

 

AZAROSOS COMIENZOS

—¿Está en casa el doctor Horace Wilkinson?

—Servidor. Pase por favor.

El visitante pareció sorprendido al comprobar que quien le había abierto la puerta era el señor de la casa.

—Me gustaría hablar con usted un momento.

El médico, un hombre joven, pálido y nervioso, ataviado con una levita negra más larga de las que usaban sus colegas de profesión, rematada por un cuello blanco alto, del que pendían, en medio, unas gafas impecables, esbozó una sonrisa, al tiempo que se frotaba las manos. Algo le decía que aquel hombre fuerte y fornido que tenía delante era un paciente, el primero de todos. Sus escasos recursos habían rozado un nivel bastante bajo y, aunque tenía a buen recaudo el primer pago del alquiler en el cajón derecho de la mesa, ya empezaba a preguntarse cómo haría frente a los gastos normales de sus modestas condiciones de vida. Esbozó un saludo, invitó al visitante a que pasase, cerró la puerta de la calle con toda la normalidad del mundo, como si su presencia en aquellas circunstancias no se debiera más que a un hecho fortuito, y acompañó al robusto desconocido hasta su despacho, pobremente amueblado, y le acercó una silla. El doctor Wilkinson tomó asiento detrás de la mesa y, tras juntar las puntas de los dedos, contempló con semblante preocupado al hombre que tenía enfrente. ¿Qué podía pasarle a aquel hombre? Le pareció que tenía la cara muy roja. Algunos de sus antiguos profesores ya habrían diagnosticado el caso, y habrían dejado patidifuso al paciente con la descripción de los síntomas que tenía, antes incluso de que a éste se le ocurriese abrir la boca. El doctor Horace Wilkinson se devanó los sesos en busca de algún indicio, pero era lento por naturaleza, lento pero seguro, eso sí. Tan sólo reparó en que la cadena del reloj del visitante parecía de latón, de lo que dedujo que, con mucha suerte, no le sacaría más de media corona. Aunque no estaba nada mal media corona en aquellos difíciles comienzos.

Mientras el médico lo examinaba, el desconocido había rebuscado uno por uno en todos los bolsillos del grueso abrigo que llevaba encima. El tiempo caluroso, la ropa y aquel trajín que se traía con las manos en los bolsillos del abrigo, todo contribuía a que su rostro pareciese aún más rojo, hasta pasar del color de un ladrillo al de una remolacha; además tenía la frente reluciente y sudorosa. Una rubicundez tan marcada pareció ofrecer una pista al perspicaz doctor. Estaba claro que sólo podía deberse al alcohol. El alcohol era la clave de las dolencias de aquel hombre. Pero se requería cierta delicadeza para hacerle ver que había dado con lo que le pasaba, que una sola mirada le había bastado para llegar a la raíz profunda de sus males.

—Hace mucho calor —comentó el desconocido, mientras se secaba la frente.

—Sí; hace un tiempo que invita a beber más cerveza de la que uno debería —replicó el doctor Horace Wilkinson, sin dejar de mirar con aires de suficiencia al hombre que tenía enfrente, por encima de la punta de los dedos.

—Hombre, no debería hacer una cosa así.

—¡Pero si nunca tomo cerveza!

—Ni yo; soy abstemio desde hace veinte años.

Aquella respuesta acabó de hundirlo, y el doctor Wilkinson se ruborizó hasta ponerse casi tan rojo como aquel hombre.

—¿Puedo preguntarle qué se le ofrece? —preguntó, mientras se hacía con el estetoscopio y lo golpeaba suavemente con la uña del dedo pulgar.

—Iba a decírselo ahora mismo. Había oído que iba a abrir aquí la consulta, pero no me ha sido posible venir antes…

Se interrumpió con una leve tos nerviosa.

—Está bien —dijo el médico, como si pretendiese darle ánimos.

—Tendría que haberme pasado hace tres semanas, pero ya sabe usted, uno va dejando las cosas para otro día.

Y tosió de nuevo, después de taparse la boca con su enorme mano enrojecida.

—No hace falta que me diga nada más —le interrumpió el doctor, haciéndose cargo del caso con desenvoltura y autoridad—. Me basta con oír esa tos. Tal como suena, es de los bronquios. No hay duda de que así es como se manifiesta en este instante, pero hay que ser precavido, porque siempre se corre el riesgo de que vaya a más. Ha hecho bien en venir a verme. Un cabal y suave tratamiento le hará sentirse como nuevo. Quítese el chaleco, por favor; la camisa, no hace falta. Tome aire, y diga treinta y tres con voz profunda.

El hombre de rostro rubicundo se echó a reír.

—Me encuentro bien, doctor —dijo—. La tos es por mascar tabaco; ya sé que es una mala costumbre. La única cifra que debo decirle es la de nueve con nueve peniques, porque soy el cobrador de la Compañía de Gas, y ésa es la cantidad que debo reclamarle, según indica el contador.

El doctor Wilkinson se arrebujó en la silla.

—Así que usted no está enfermo —acertó a decir.

—No he ido al médico en toda mi vida, caballero.

—Mejor que mejor —repuso el doctor, que trataba de disimular el sonrojo con una gracia forzada—. Por su aspecto, no es usted hombre que vaya a darles muchos quebraderos de cabeza. ¿Qué sería de nosotros si todo el mundo fuera tan fuerte como usted? Ya me pasaré por las oficinas de la Compañía para solucionar este asunto.

—Si no le importa, señor, y ya que estoy aquí, sería más sencillo…

—¡Por supuesto!

Aquellos interminables y sórdidos problemillas de dinero le resultaban más difíciles que la austera vida que llevaba o la escasez de alimento. Sacó la bolsa, y desparramó el contenido encima de la mesa. Había dos medias coronas y unos cuantos peniques. En el cajón tenía diez soberanos de oro, pero eran para pagar el alquiler. Si los tocaba, estaba perdido. Más valía morirse de hambre.

—¡Vaya por Dios! —dijo, con una sonrisa, como si se tratase una circunstancia inesperada, insólita—. No tengo más monedas. Mucho me temo que, después de todo, tendré que pasarme por las oficinas de la Compañía.

—Como guste, señor.

El cobrador se puso en pie y, tras echar un crítico vistazo a su alrededor, lo que le permitió establecer una valoración de todo lo que había en aquella estancia, desde la alfombra de dos guineas hasta los visillos de muselina de ocho chelines, se despidió y se fue.

Una vez que salió, el doctor Wilkinson se dedicó a poner en orden el despacho, algo que solía hacer no menos de doce veces al día. Colocó encima de la mesa el voluminoso Diccionario de Medicina de Quain, como si pretendiese dar a entender a un eventual paciente que tenía de su lado a las más respetadas autoridades. A continuación, sacó todo el instrumental del maletín —tijeras, fórceps, bisturís, lancetas— y lo colocó al lado del estetoscopio para causar la mejor impresión posible. Delante tenía el libro de cuentas, su diario y el dietario de consultas. Aún no había podido escribir nada en ninguno de ellos y, dado que, si las tapas parecían demasiado relucientes y nuevas, podría causar una mala impresión, las frotó una contra otra y las manchó de tinta. Como tampoco sería bueno que ningún paciente cayese en la cuenta de que era el primero en figurar en uno de aquellos libros, rellenó la primera página de cada uno de ellos con consultas imaginarias efectuadas a pacientes anónimos en las tres últimas semanas. Tras lo cual, apoyó la cabeza en las manos para volver a sumirse en la terrible ocupación de aguardar.

Si angustiosos resultan para cualquier joven los comienzos de su andadura profesional, mucho más lo son para quien sabe que tiene contadas las semanas, por no decir los días, que podrá resistir. Porque, por mucho que trate de ahorrar, el dinero se esfuma en esa sarta de innumerables obligaciones menores en las que un hombre no suele reparar hasta que no toma la decisión de vivir por su cuenta. Sentado, pues, a la mesa, y con los ojos puestos en aquella pequeña colección de objetos de plata y de cobre, el doctor Wilkinson se vio obligado a reconocer que cada vez tenía menos posibilidades de llegar a convertirse en un reputado médico en Sutton.

Y eso que era una ciudad floreciente y próspera, donde había tanto dinero que resultaba incomprensible que un hombre de buena cabeza y manos hábiles tuviese que morirse de hambre por falta de trabajo. Desde la mesa, el doctor Horace Wilkinson contemplaba el interminable cortejo de transeúntes que iban y venían por delante de su ventana. Era una calle comercial, animada, donde se respiraba el sordo rumor de la vida, con chirridos de ruedas y el murmullo de innumerables pisadas. A lo largo de todo el día, pasaban por allí millares de hombres, mujeres y niños, pero todos parecían tener prisa por ir a sus cosas, sin fijarse siquiera en aquella pequeña placa de latón o pararse a pensar un instante en el hombre que aguardaba en aquella consulta. Y pensar que muchos de ellos se sentirían mucho mejor si recurriesen a su consejo profesional. Hombres dispépticos, mujeres anémicas y rostros biliosos pasaban por delante de sus narices; lo necesitaban tanto como él a ellos, pero el implacable listón del recelo profesional los alejaba. ¿Qué hacer? Podía plantarse en la puerta, tirar de la manga al primer desconocido que pasase y susurrarle al oído: «Permítame que le diga, caballero, que padece usted un grave acné rosáceo, que le convierte en una persona de aspecto poco agradable. Acepte que le recete un preparado a base de arsénico, que no le costará mucho más de lo que se gasta en una sola comida y que le sentará muy bien». Pero estaba claro que proceder así sería como insultar al excelso y noble oficio de médico, y no hay defensores más acérrimos de la ética de dicha profesión que aquellos con quienes ella se ha comportado como una madre resentida y rencorosa.

El doctor Horace Wilkinson seguía mirando por la ventana con semblante melancólico cuando, de repente, llamaron al timbre de la puerta. Había sonado con frecuencia y, aunque sus esperanzas renacían cada vez que eso pasaba, pronto se quedaban en nada y se convertían en decepción al comprobar que se trataba de un mendigo o de un vendedor a domicilio. Pero, como el doctor gozaba de una moral alta e irreductible, a pesar de las experiencias anteriores, se dirigió a atender aquella emocionante llamada. Se puso en pie de un salto, echó un vistazo a la mesa, colocó un poco más a la vista sus libros de medicina y fue a toda prisa a abrir la puerta. No pudo evitar un gemido al llegar al vestíbulo y contemplar, a través de los cristales de la parte superior de la puerta, un carromato de gitanos que, cargado de mesas y de sillas de mimbre, estaba detenido delante de su domicilio, y a una pareja de aquellos vagabundos, con un bebé en los brazos, que esperaba fuera. Por experiencia, sabía que era mejor no tener tratos siquiera con aquella gente.

—No tengo nada —dijo, tras retirar apenas la aldaba—. ¡Váyanse! —y cerró la puerta de nuevo; pero el timbre volvió a sonar—. ¡Váyanse, váyanse! —gritó con impaciencia, mientras regresaba al despacho; pero, apenas se había sentado, cuando el timbre sonó por tercera vez; furioso, volvió al vestíbulo y abrió la puerta de golpe—. ¿Qué diablos…?

—Por favor, señor, necesitamos ver a un médico.

Al instante, ya estaba frotándose las manos de nuevo, mientras exhibía la más forzada de sus sonrisas profesionales. Aquellas personas a las que había tratado de alejar eran pacientes, sus primeros pacientes, los que con tanta impaciencia había esperado. Aunque no eran como para echar las campanas al vuelo. El hombre, un gitano alto, de pelo lacio, había regresado junto al caballo, y sólo se había quedado una mujer baja, de aspecto duro, con un enorme maratón en un ojo. Llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo de seda amarillo y, contra su seno, apretaba a un bebé cubierto con un chal de color rojo.

—Pase, señora, se lo ruego —le dijo el doctor Horace Wilkinson, con un tono de voz más que comprensivo; al menos en ese caso, no se equivocaría en el diagnóstico—. Tome asiento en ese sofá; verá como consigo que se encuentre más aliviada de inmediato.

Echó un poco de agua de una jarra en un platillo, empapó una compresa de gasa que le aplicó sobre el ojo malherido y se la sujetó con vendaje de espica, secundum artem.

—Muchas gracias, señor, muy amable —le dijo la mujer, cuando hubo acabado-; es reconfortante y agradable; que Dios le bendiga. Pero no es por lo del ojo por lo que quería consultar con un médico.

—¿Ah, no?

El doctor Horace Wilkinson empezaba a albergar ciertas dudas acerca de las ventajas de un diagnóstico precipitado. Es estupendo sorprender a un paciente pero, hasta aquel momento, siempre había sido él el sorprendido.

—La niña tiene el sarampión.

La madre retiró el chal rojo, y dejó al descubierto a una niñita gitana, de piel oscura y ojos negros, que tenía su morena carita moteada y salpicada con un sarpullido de color rojo oscuro. La respiración de la pequeña era jadeante, y miraba al médico con unos ojos que se le caían de sueño y los párpados entrecerrados.

—Pues, sí; es sarampión; y le ha dado fuerte.

—Quería que la viera usted para que pudiera extender un certificado.

—¿Extender qué?

—Un certificado, por si llegase a ocurrir cualquier cosa.

—Claro, claro, un certificado.

—Y ahora que ya la ha visto, señor, debo volver junto a Reuben, mi marido; tiene prisa, ¿sabe usted?

—¿Y no quiere que le dé algún remedio?

—Ahora que ya la ha visto, no creo que haga falta. Si llega a pasar algo, se lo haré saber.

—Pero necesita algún medicamento. La niñita está muy enferma.

Bajó a una pequeña habitación que había transformado en dispensario, y preparó un frasco de dos onzas de una poción calmante. En una ciudad como Sutton, son pocos los pacientes que pueden permitirse pagar los honorarios del médico y del farmacéutico, de modo que, si no se está dispuesto a desempeñar ambas funciones, pocas posibilidades tiene un médico de ganarse la vida con cualquiera de las dos.

—Aquí tiene la medicina, señora. En el frasco, van las instrucciones de uso. Procure que la niña no coja frío y dele una dieta blanda.

—Muchas gracias, señor; muy amable.

Cargó con la niña y se fue hacia la puerta.

—Disculpe, señora —dijo el doctor, hecho un manojo de nervios-; ¿cree que merece la pena que le prepare una factura por tan poca cosa? Quizá fuera mejor dejarlo arreglado ahora mismo.

La gitana le dirigió una mirada cargada de reproches con el único ojo que le quedaba al descubierto.

—¿Va a cobrarme por tan poca cosa? —preguntó—. ¿Cuánto le debo?

—Pongamos que media corona.

Dijo la suma como quien no quiere la cosa, como si fuera una cantidad demasiado baja para tomársela en serio, pero, al oírla, la gitana empezó a dar gritos.

—¿Media corona por una nadería?

—Pero, señora, si no podía permitírselo, ¿por qué no ha acudido al médico de los menesterosos?

La mujer rebuscó en el bolsillo, moviéndose de un lado para otro con tal de no soltar a la niña.

—Aquí tiene: siete peniques —dijo, entregándole un montoncito de monedas de cobre-; le daré eso, y un escabel de mimbre.

—Pero mis honorarios ascienden a media corona.

El alto concepto que tenía el doctor de su profesión se rebelaba contra aquel miserable trapicheo; pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—¿De dónde voy a sacar yo media corona? Eso está bien para la gente como usted, que vive en bonitas mansiones, que puede comer y beber cuanto desea y reclamar media corona por el mero hecho de preguntar «cómo se encuentra usted». Pero nosotros no ganamos las medias coronas con tanta facilidad. Lo que tenemos nos cuesta mucho ganarlo. Esos siete peniques son lo único que tengo. Me ha recomendado que la niña siguiese una dieta ligera. Y tanto que ligera, porque ni siquiera sé si podré darle algo de comer.

Mientras la mujer hablaba, el doctor Horace Wilkinson había dirigido la mirada hacia el montoncito de monedas que había dejado encima de la mesa, que era todo cuanto tenía para no morirse de hambre, y se rió para sus adentros a costa de aquella patética broma que lo hacía pasar, a ojos de aquella pobre mujer, por alguien que vivía rodeado de lujos. Recogió, pues, las monedas de cobre y sólo dejó en la mesa las dos medias coronas.

—Aquí tiene —dijo, con rudeza—. Lo de menos son mis honorarios. Quédese con las monedas; seguro que le vendrán bien. ¡Hasta la vista!

La acompañó hasta la calle y cerró la puerta tras ella. A fin de cuentas, no dejaba de ser un primer paso, porque esas personas que van de un lado para otro pueden hablar de uno a muchas personas, que es como se han consolidado todas las consultas importantes. Quienes gorronean la comida hablan de la cocina en las cocinas de otras casas, de ahí los comentarios llegan a los salones y la bola se hace mayor cada vez. Por lo menos, ya estaba en condiciones de decir que había atendido a una paciente.

Volvió al despacho, y encendió el hornillo de alcohol para poner a hervir el agua del té, sin dejar de reírse al recordar cómo se había desarrollado la conversación. Si todos los pacientes iban a ser como aquella mujer, no le resultaría difícil calcular cuántos habrían de acudir para acabar en la más completa indigencia. Y eso, sin tener en cuenta que le había ensuciado la alfombra y la pérdida de tiempo, que se había gastado dos peniques en el vendaje y cuatro o más en la medicina, sin contar el frasco, el corcho, la etiqueta y el papel. O sea, que le había regalado cinco peniques; es decir, que su primera paciente se había quedado con no menos de la sexta parte del dinero con el que contaba. Si aparecían otros cinco como ella, se vería en la ruina. Se sentó en el baúl y, muerto de risa ante semejante perspectiva, tras medirlo, puso en la tetera de barro una cucharada y media de aquel té que le salía a un chelín y ocho peniques. De repente, sin embargo, se le borró la sonrisa de la cara y, después de escuchar atentamente hacia la puerta, se puso en pie para oír mejor, con la cabeza inclinada, mientras miraba de reojo. Le había parecido oír el ruido de unas ruedas que chocaban contra el bordillo de la acera, seguido de unos pasos en el exterior hasta que el timbre sonó con estrépito. Con la cucharilla del té en la mano, echó un vistazo por la ventana y, para su sorpresa, contempló un carruaje tirado por dos caballos a la puerta de su casa, y un lacayo con peluca que esperaba en la calle. La cuchara tintineó al caer al suelo, mientras él, perplejo, no dejaba de mirar al exterior. Tras recuperar el dominio de sí mismo, se dirigió a abrir la puerta.

—Joven —le espetó el sirviente—, ¿tendría la bondad de avisar al señor, al doctor Wilkinson, de que le esperan con urgencia para ir a ver a lady Millbank, en The Towers? Debería acudir lo más rápidamente posible. Lo llevaríamos con nosotros, pero hemos de desandar el camino para saber si el doctor Mason ya ha vuelto a casa. De modo que arrea, y vamos a llevarle el recado.

El lacayo se dio media vuelta, tras dedicarle un saludo precipitado, con el tiempo justo para que el cochero azuzase los caballos, antes de que el carruaje desapareciese por la calle.

¡Aquello sí que no se lo esperaba! El doctor Horace Wilkinson se quedó en la puerta, tratando de encontrar una explicación para lo que acababa de pasar. ¡Lady Millbank, de The Towers! Personas pudientes e importantes, sin lugar a dudas. Y debía de tratarse de un caso pues, de no ser así, ¿a qué tantas prisas y por qué requerir la opinión de dos médicos? De lo contrario, ¿cuál era la causa del milagro de que hubieran ido a buscarlo?

Era uno más del montón, un desconocido, carente de reputación. Ahí debía de estar la explicación, a menos que alguien hubiera querido gastarle una broma de mal gusto. En cualquier caso, el recado que había recibido era lo bastante urgente y no podía hacer caso omiso. Tenía que ponerse en camino de inmediato, y ya se las arreglaría para encontrar una respuesta a aquella cuestión.

Pero disponía de otra fuente de información. En la esquina de la calle había una pequeña tienda en la que uno de los más viejos lugareños del barrio vendía periódicos y propalaba chismes. Si en algún sitio podía obtener información, aquél era el lugar idóneo. Se puso la chistera perfectamente cepillada, se llenó los bolsillos con instrumental y vendajes y, sin tomar el té, cerró la consulta y se lanzó a la aventura.

El quiosquero de la esquina era un repertorio andante de todas las personas y cosas de Sutton, de modo que no tardó en recabar la información que andaba buscando. Al parecer, sir John Millbank era un personaje muy conocido en la ciudad. Era uno de los reyes de los negocios, exportador de plumas, alcalde en tres ocasiones y poseedor de una fortuna estimada en dos millones de libras esterlinas.

En The Towers, en las afueras de la ciudad, era donde tenía su residencia principesca. Su esposa llevaba unos cuantos años enferma y cada día se sentía peor. Hasta ahí todo parecía encajar perfectamente. Por alguna extraordinaria coincidencia, aquellas personas habían reclamado su presencia.

Pero, asaltado por una nueva duda, regresó al quiosco.

—Soy un vecino suyo, el doctor Horace Wilkinson —adujo—. ¿Hay algún otro médico por aquí con ese nombre?

No; el quiosquero estaba seguro de que no había nadie más con ese nombre.

Aquella respuesta le pareció definitiva. Tenía una formidable oportunidad por delante, y tenía que sacar partido de la circunstancia. Alquiló un simón, y pidió que lo llevasen a toda prisa a The Towers; la cabeza le daba vueltas, pletórico de esperanza y de satisfacción por un momento, aunque agobiado de temores y dudas por si el caso le viniese demasiado grande, o se produjese una situación crítica en la que echase en falta el instrumento o el accesorio precisos. Recordó todos los casos más extraños y extremos de los que había oído hablar, o que había leído, hasta el punto de que, mucho antes de llegar a The Towers, estaba seguro de que lo menos que se esperaba de él era que llevase a cabo una trepanación.

The Towers era una enorme mansión, rodeada de árboles, que se alzaba al final de un paseo sinuoso. En cuanto llegó, el médico se bajó de un salto del simón, pagó la carrera con la mitad de todos los bienes que poseía en este mundo, y siguió a un estirado lacayo que, tras haberle preguntado su nombre, lo condujo a través de un vestíbulo revestido de roble, decorado con vidrieras, cabezas de ciervo y antiguas armaduras, y que lo invitó a pasar a un enorme salón. Un hombre de aspecto irritable y de gesto agrio ocupaba un sillón junto a la chimenea; dos señoritas vestidas de blanco estaban de pie junto al saliente de una ventana, en uno de los extremos de la estancia.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¡A quién tenemos aquí! —exclamó el hombre irritable—. ¿De modo que usted es el doctor Wilkinson?

—Así es, señor. Soy el doctor Wilkinson.

—La verdad es que parece muy joven, mucho más de lo que me había imaginado. Bueno, bueno; el caso es que Mason ya está mayor y casi no se entera de nada. Por eso he pensado que debíamos recurrir al otro extremo. Usted es el mismo Wilkinson que escribió algo acerca del pulmón, ¿no es así?

¡Ahí estaba la clave! Las dos únicas contribuciones que el doctor había enviado en toda su vida a The Lancet, dos modestas colaboraciones relegadas a las últimas páginas, entre consideraciones diversas sobre deontología médica y disquisiciones acerca de lo caro que resulta tener un caballo en el campo, tenían que ver con afecciones pulmonares. Al parecer, no habían caído en saco roto. Algún lector había reparado en ellas, y se había quedado con el nombre del remitente. ¿Quién se atrevería a decir, pues, que hay trabajos que no valen para nada, o que la excelencia no acaba por recibir la recompensa que merece?

—Así es; he escrito sobre el particular.

—Ya; y bien, ¿dónde está Mason?

—No tengo el gusto de conocerlo.

—¿Ah, no? ¡Qué raro! Él sí que está al tanto de quién es usted, y tiene en alta estima sus opiniones. ¿No es usted de por aquí, verdad?

—No; estoy aquí desde hace poco.

—Eso fue lo que me dijo Mason. Ni siquiera me dio su dirección. Me dijo que él iría a verlo y lo traería aquí pero, como mi esposa se ha puesto peor, hice mis indagaciones y envié a alguien a buscarlo. También pedí que avisasen a Mason, pero había salido. De todos modos, no podemos esperar a que aparezca, así que suba cuanto antes y haga lo que pueda.

—El caso es que me veo en una situación comprometida —observó el doctor Horace Wilkinson, poniendo de manifiesto las dudas que tenía—. Entiendo que estoy aquí para emitir un diagnóstico con el doctor Mason, y no estaría bien por mi parte visitar a la paciente sin que él esté presente. Creo que debería esperar a que llegase.

—¡Cómo que debería esperar! ¡Por Júpiter! ¿No pensará que voy a tolerar que mi mujer empeore, mientras un médico se pasea por una habitación de la planta baja? Por supuesto que no; soy un hombre sencillo, y más claro no se lo puedo decir: o sube ahora mismo o sale de esta casa.

Aquella forma de hablar cayó como un jarro de agua fría sobre lo que el médico tenía a bien considerar decoroso pero, cuando la esposa de alguien está enferma, hay que pasar por encima de muchas cosas. Así que, no sin cierto envaramiento, se limitó a señalar:

—Ya que insiste, subiré a verla —dijo.

—Pues claro que insisto. Y una cosa más: nada de darle golpes en el pecho ni perradas por el estilo. Lo único que tiene es bronquitis y asma. Si puede hacer algo por ella, estupendo. Pero limitarse a darle golpecitos y escuchar no le hace ningún bien, y sólo contribuye a que se sienta más débil.

El médico podía soportar que, como persona, le faltasen al respeto; pero su profesión era sagrada, y cualquier comentario a la ligera sobre ella lo sacaba de sus casillas.

—Gracias por todo —dijo mientras se ponía el sombrero—. Espero que pase un buen día. No estoy dispuesto a hacerme cargo de este caso.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué mosca le ha picado?

—No tengo por costumbre emitir una opinión sin haber examinado antes al paciente, y me sorprende que se permita darle consejos a un médico sobre cómo debe actuar. Le reitero que pase un buen día.

Pero sir John Millbank era un hombre de negocios, y creía a pies juntillas en esa máxima que afirma que tanto más vale algo cuanto más difícil es de conseguir. Para él, la opinión de un médico no había sido cuestión más que de unas cuantas guineas. Pero allí estaba aquel joven, al que poco parecían importarle su título o su fortuna, lo que hizo que aumentase considerablemente el respeto que su opinión le merecía.

—¡Vaya, vaya! Mason tiene más aguante. ¡Está bien, está bien! ¡Hágalo a su modo! Haga lo que crea conveniente; no diré ni una palabra más. Subo corriendo para decirle a lady Millbank que ha llegado usted.

Apenas había cerrado la puerta cuando las dos muchachas salieron disparadas del lugar que ocupaban, y se pusieron a revolotear alegremente en tomo al sorprendido médico.

—¡Muy bien, muy bien! —gritó la más alta, mientras daba palmadas.

—No permita que lo apabulle, doctor —dijo la otra—. Ha sido maravilloso ver cómo le plantaba cara. Así trata al pobre doctor Mason; el pobre nunca ha llegado a examinar a mamá, y se contenta con lo que le dice papá. Pero silencio, Maude, que aquí vuelve.

Y se volvieron al rincón que ocupaban, tan calladas y recatadas como antes.

Tras los pasos de sir John, el doctor Horace Wilkinson subió por una amplia escalera alfombrada y se adentró en la penumbra de la habitación de la enferma. Un cuarto de hora después, ya había auscultado y diagnosticado el caso por completo, y regresó al salón en compañía del marido. Frente a la chimenea se encontraban dos caballeros; uno era un médico de cabecera, perfectamente afeitado; el otro era un hombre de mediana edad, de buen aspecto, con ojos de color azul pálido y una barba larga y pelirroja.

—¡Hombre, Mason, por fin se ha dignado aparecer!

—Así es, sir John y, como verá, me acompaña el doctor Wilkinson.

—¿El doctor Wilkinson? ¡Pero si ya está aquí!

El doctor Mason le dirigió una mirada cargada de asombro.

—Nunca había visto a este caballero —exclamó.

—¡Pues soy el doctor Wilkinson, el doctor Horace Wilkinson, de Canal View, número 114.

—Pero ¡cómo puede creer sir John —se indignó el doctor Mason— que tendría la ocurrencia de recurrir a un novato en un caso tan serio! Le presento al doctor Adam Wilkinson, especialista en enfermedades de pulmón del Regent’s College, de Londres, miembro del equipo médico del Hospital St. Swithin y autor de unas cuantas obras sobre su especialidad. Me enteré de que estaba de paso en Sutton, y pensé que sería bueno contar con él para tener una opinión de primera mano sobre el estado en que se encuentra lady Millbank.

—Gracias —dijo sir John, con sequedad-; pero mucho me temo que mi mujer está muy cansada en estos momentos, porque acaba de pasar un reconocimiento a fondo a manos de este joven caballero. Creo que es mejor no molestarla más. Pero ya que se ha tomado la molestia de venir, le agradecería que me dijese a cuánto ascienden sus honorarios.

Una vez que se hubieron ido el doctor Mason, muy molesto, y su amigo el especialista, que se había divertido lo suyo, sir John escuchó todo lo que el joven médico tenía que decir respecto de aquel caso.

—Y ahora, permítame que le diga algo —observó, cuando éste hubo terminado—. Como tendrá ocasión de comprobar, soy un hombre de palabra. Cuando alguien me cae bien, me pongo de su parte. Soy un buen amigo y un mal enemigo. Creo en lo que usted me dice, no en lo que me cuenta Mason. Quiero que, a partir de hoy, sea mi médico y el de toda mi familia. Le ruego que se pase todos los días a ver a mi mujer. ¿Le parece bien a usted?

—Le agradezco su buena disposición, pero mucho me temo que no podré aceptarlo.

—¿Cómo? ¿Qué significa eso?

—Que, en un caso como éste, no podría sustituir al doctor Mason. Sería una falta grave contra las normas por las que se rige nuestra profesión.

—¡Puede hacer lo que le venga en gana! —exclamó sir John, disgustado—. Nunca he conocido a nadie que ponga tantos reparos. Le he propuesto algo con toda sinceridad, y usted lo ha rechazado, así que ¡váyase por donde ha venido!

El millonario abandonó la estancia a toda prisa, y el doctor Wilkinson regresó a su casa, a su hornillo de alcohol y a su té de un chelín y ocho peniques, con una guinea en el bolsillo y la sensación de haber sido fiel a las más elevadas tradiciones de su profesión.

No obstante, aquel mal comienzo tuvo también buenas consecuencias, porque el doctor Mason no tardó en enterarse de que, a pesar de que aquel joven colega podía haberse quedado con su mejor paciente, se había abstenido de hacerlo. Digamos en honor de la profesión médica que tal disposición, más que excepcional, es algo normal, y eso que, en este caso, con un médico tan novato y un cliente tan rico, la tentación era aún mayor. Se cursó una carta de agradecimiento, una visita, nació una amistad y, en la actualidad, la consulta de los doctores Mason y Wilkinson es la más importante de Sutton.

CUESTIÓN DE DIPLOMACIA

El ministro de Asuntos Exteriores sufría un ataque de gota. Había tenido que quedarse en casa durante una semana, y no había podido asistir a dos reuniones del Gabinete en un momento en que su departamento se veía sometido a fuertes presiones. Lo cierto es que contaba con un subsecretario excelente y con un magnífico equipo, pero el ministro era un hombre que tenía tanta experiencia, era tan despierto y sagaz que, en su ausencia, más valía posponer los asuntos importantes. Cuando era él quien sujetaba el timón con mano fuerte, el bajel del Estado bogaba sin contratiempos, sin dificultades; pero, si él no estaba al frente, cabeceaba y parecía titubear, hasta el punto de que no menos de doce directores de periódicos británicos, desde su omnisciencia, pergeñaban otras tantas salidas posibles, cada una excluyente de todas las demás, para que los asuntos pendientes llegasen a buen puerto. Momento que aprovechaba la oposición para hacer determinados comentarios, y que llevaba al primer ministro, al sentirse hostigado, a rogar al cielo que su colega ausente retomase a su puesto.

El ministro de Asuntos Exteriores estaba sentado en el gabinete, en la imponente mansión de Cavendish Square. Era el mes de mayo y, al otro lado de la ventana, el jardín que se extendía ante sus ojos era un esplendor de verdor; a pesar del buen tiempo, un fuego chisporroteaba y crepitaba en el hogar de la chimenea de la habitación del enfermo. El gran estadista ocupaba un sillón de color rojo oscuro, con la cabeza apoyada en un cojín de seda y un pie extendido que reposaba en un escabel acolchado. Aquel rostro arrugado, cincelado con delicadeza, con unos ojos cansados de hinchados párpados, no dejaba de mirar al techo, estucado y pintado, con aquella expresión impenetrable que había causado tanto la desesperación como la admiración de sus homólogos continentales con ocasión de aquel famoso Congreso que había supuesto su primera aparición en la arena de la diplomacia europea. Sin embargo, en aquel preciso instante, echaba en falta su capacidad para disimular las emociones: las arrugas que se cernían en tomo a su boca recta y firme, así como los pliegues que jalonaban su frente despejada y prominente eran signos inequívocos de la inquietud y de la impaciencia que lo consumían.

No le sobraban motivos para sentirse irritado, porque tenía muchas cosas en las que pensar y no se sentía con fuerzas para reflexionar. Estaba pendiente la cuestión de Dobrudja, por ejemplo, y la de la navegación por la desembocadura del Danubio, en la que se estaba a punto de llegar a un acuerdo. El canciller de Rusia había enviado un magistral documento sobre el particular, y nuestro ministro deseaba con toda su alma ofrecer una respuesta que estuviera a su altura. También estaba sobre la mesa la cuestión del bloqueo de Creta, con la flota inglesa desplegada a lo ancho de las costas del cabo Matapán, a la espera de recibir unas instrucciones que podrían cambiar el curso de la historia de Europa. Por si fuera poco, ahí estaba el caso de esos tres pobres súbditos británicos que hacían turismo en Macedonia, y cuyos amigos aguardaban en cualquier momento recibir las orejas o los dedos, porque no habían podido pagar el exorbitante rescate exigido. Había que sacarlos de aquellas montañas mediante la fuerza o la diplomacia pues, de lo contrario, la opinión pública, encolerizada, echaría las culpas a Downing Street. Todos aquellos asuntos requerían una respuesta urgente, mientras el ministro de Asuntos Exteriores de Inglaterra, encadenado a un sillón, no era capaz de pensar ni de prestar atención a nada que no fuera la hinchazón del dedo gordo del pie derecho. ¡Una situación humillante, terriblemente humillante, contra la que se rebelaba su sentido del deber! Era un hombre que siempre había mostrado respeto por su cuerpo y por su propia dinámica, pero ¿qué clase de máquina era aquélla, si, para descomponerla, bastaba con que un cartílago se inflamase? Nervioso, se lamentaba y no dejaba de moverse encima de aquellos cojines.

Después de todo, ¿tan impensable era que pudiera acudir a la Cámara? A lo mejor, el médico le había pintado las cosas peor de lo que estaban. Aquel día había Consejo de Ministros. Consultó el reloj. Por la hora que era, ya casi habría concluido. Pero, por lo menos, podría pedir que lo condujesen a Westminster. Con un tintineo de frascos de medicinas, retiró la mesita redonda y, tras apoyarse con ambas manos en los brazos del sillón, se hizo con un sólido bastón de roble y, cojeando, se desplazó lentamente por la estancia. Por un instante, el acto de moverse pareció devolverle su energía mental y corporal. La flota británica debía abandonar Matapán. Había que coaccionar a los turcos, y hacerles saber a los griegos… ¡Ay! Bastó un segundo para que se olvidase del Mediterráneo, incapaz de pensar en nada que no fuera aquel enorme, rampante e inoportuno dedo gordo enrojecido. Con paso vacilante se llegó a la ventana, y se sujetó con la mano izquierda en el alféizar mientras, con la derecha, se apoyaba en el bastón. Contempló desde allí el jardín luminoso y fresco, algunos transeúntes bien vestidos que pasaban por delante de él y un único carruaje de elegante prestancia que se alejaba de la entrada de su casa. Un vistazo rápido le bastó para comprobar las armas que lucía en la portezuela, apretó los labios y frunció las pobladas cejas, abriendo un profundo surco entre ellas. Con paso renqueante volvió al sillón, y golpeó el gong que estaba encima de la mesa.

—Avise a la señora —le dijo a un criado, en cuanto éste se hubo asomado por la puerta.

Estaba claro que no tenía ninguna posibilidad de acudir a la Cámara. El dolor que le destrozaba la pierna era una clara señal de que el médico no había exagerado al emitir su diagnóstico. Pero, en aquel momento, una leve preocupación había bastado para que se olvidase de sus padecimientos físicos por un instante. Impaciente, dio unos cuantos golpes en el suelo con el bastón, hasta que se abrió la puerta de la estancia, dando paso a una señora alta y elegante, entrada en años. Aunque ya lucía canas, la dulzura de su rostro tranquilo conservaba toda la lozanía de la juventud, y el vestido verde de pana muaré que llevaba, con adornos dorados en el cuello y en los hombros, realzaba las líneas de su delicada silueta.

—¿Querías verme, Charles?

—¿De quién era el carruaje que acaba de irse?

—Así que te has puesto en pie —exclamó la señora, mientras agitaba el dedo índice con gesto amenazante—. ¡A pesar de lo viejo que eres, te comportas como un niño! ¿Cómo puedes ser tan inconsciente? ¿Qué voy a decirle a sir William cuando venga a verte? De sobra sabes que no atiende a los pacientes que no siguen sus indicaciones.

—En este caso, a lo peor es el paciente quien se decide a prescindir de sus servicios —replicó el ministro, de mal humor—. Clara, te ruego que me respondas a la pregunta que te he hecho.

—¡El carruaje! Creo que era el de lord Arthur Sibthorpe.

—He visto su escudo de armas en la portezuela —farfulló el enfermo.

Su esposa se irguió ligeramente y abrió sus enormes ojos azules.

—Entonces, ¿para qué me lo preguntas? —replicó—. ¡Cualquiera diría que pretendes pillarme en un renuncio, Charles! ¿Te imaginas que trato de engañarte? No has tomado tus sales de litio.

—¿Y qué importancia tiene eso? ¡Por amor de Dios! Te lo he preguntado, porque me ha extrañado que lord Arthur viniese a esta casa. Creía haberme expresado con toda claridad sobre ese particular, Clara. ¿Quién lo ha atendido?

—Yo; es decir, Ida y yo.

—No quiero que tenga nada que ver con Ida. Sabes que no me parece bien, y esto ya ha llegado demasiado lejos.

La señora se sentó en un escabel tapizado en terciopelo, e inclinó su noble figura sobre la mano del ministro, acariciándola entre las suyas.

—Si tú lo dices, Charles —repuso—. Las cosas han llegado demasiado lejos… Te doy mi palabra, querido, de que cuando caí en la cuenta ya era demasiado tarde. No hay duda de que, en parte, la culpa fue mía, pero todo sucedió tan de repente… Fue al final de la temporada, aquella semana que pasamos en casa de lord Donnythorne. No hubo más. Pero, Charlie, lo quiere tantísimo, y es nuestra única hija. ¿Por qué tenemos que hacerla sufrir?

—¡Vaya, vaya! —dijo el ministro, con impaciencia, golpeando el brazo tapizado del sillón—. Esto ya es demasiado. Te aseguro, Clara, te doy mi palabra de que ni mis obligaciones oficiales ni todos los asuntos de este gran Imperio me dan tantos quebraderos de cabeza como Ida.

—Pero si es nuestra única hija, Charles.

—Razón de más para que no haga un mal casamiento.

—¡Cómo puedes decir eso, Charles! Lord Arthur Sibthorpe, hijo del duque de Tavistock, de una estirpe que se remonta a los tiempos de la Heptarquía.  Debrett  asegura que son descendientes de Morcar, conde de Northumberland.

El ministro se limitó a encogerse de hombros.

—Lord Arthur es el cuarto hijo del duque más pobre de Inglaterra —señaló-; no tiene oficio ni beneficio.

—Pero Charlie, tú podrías encontrarle algo.

—No me gusta el personaje, y no considero esa alianza.

—Pero piensa en Ida. Ya sabes lo frágil que es de salud. Está apegada a él con toda su alma. Quiero pensar, Charles, que no tendrías el valor de separarlos.

Llamaron a la puerta. La dama se puso en pie y se dirigió a abrir.

—¿Sí, Thomas?

—Señora, pongo en su conocimiento que el primer ministro está abajo.

—Acompáñelo aquí, Thomas. Y ahora, Charlie, te ruego que no te sofoques con asuntos oficiales. Pórtate bien, y sé prudente y razonable, como el buen chico que eres. Estoy segura de que lo harás.

Pasó el delicado chal que llevaba por los hombros del enfermo, y se encaminó hacia el dormitorio en el mismo instante en que hacía su aparición en el saloncito el gran hombre.

—Querido Charles —dijo en tono cordial, mientras entraba en la estancia, con ese desparpajo juvenil tan propio de él—. Me imagino que ya se encontrará un poco mejor. Casi en forma para volver a la pelea, ¿a que sí? No sabe cuánto le echamos de menos, tanto en la Cámara como en el Consejo. Se nos viene una buena encima por culpa de ese asunto de Grecia. The Times de hoy publica un comentario poco agradable.

—Ya lo he leído —dijo el enfermo, sonriendo a su jefe—. Bueno, habrá que hacerles entender que este país todavía no se dirige desde Printing House Square.  Tenemos que dar muestras de firmeza, sin arredrarnos.

—Claro, Charles, tiene usted toda la razón —asintió el primer ministro, con las manos en los bolsillos.

—Ha sido muy amable al venir a verme. Estoy en ascuas por saber cómo ha ido el Consejo.

—Puras formalidades, nada más. A propósito, los rehenes de Macedonia están a salvo.

—¡Gracias a Dios!

—Todo lo demás quedó aplazado hasta que vuelva a estar entre nosotros la semana próxima. La cuestión de la disolución de la Cámara empieza a ser urgente. Los informes que nos llegan de provincias son excelentes.

El ministro de Asuntos Exteriores se removió en el sillón y emitió un gemido.

—Habrá que dar un impulso a nuestras relaciones exteriores —dijo—. Tengo que enviar una respuesta a la nota de Novikov. Es un trabajo de gran sutileza, pero habrá que poner de manifiesto las falacias que encierra. Me gustaría también que aclarásemos por fin la situación en la frontera afgana. Esta indisposición me saca de quicio. Hay tantas cosas pendientes, pero me siento como embotado. A veces pienso que es por culpa de la gota pero, en ocasiones, lo achaco a la colquicina.

—¿Qué diría nuestro eminente galeno? —preguntó el primer ministro, entre risas—. Es usted un irreverente, Charles. Uno puede sentirse cómodo en presencia de un obispo: son personas que suelen escuchar los argumentos de los demás. Pero otra cosa es un médico, estetoscopio y termómetro en mano. La interpretación que uno haga no le impresiona lo más mínimo. Imperturbable, se sitúa por encima de uno, lo cual, como es natural, nos deja siempre en desventaja. Con salud y energía, es posible hacerle frente. ¿Ha leído a Hahnemann?  ¿Qué opinión le merece?

El enfermo conocía de sobra a su ilustre colega para adentrarse en uno de esos vericuetos del conocimiento en los que le encantaba perderse. Desde su perspicacia y su sentido práctico de abordar la realidad, sentía una especie de aversión por toda la energía que se derrochaba en cualquier discusión que versase sobre la Iglesia primitiva o los veintisiete principios de Mesmer.  Había adoptado la costumbre de alejarse de tales disquisiciones a toda velocidad y pensar en otra cosa.

—Apenas he leído nada de él —repuso—. Me gustaría saber si hay alguna novedad en mi departamento.

—Vaya, casi se me olvidaba. Era una de las cosas de las que quería hablar con usted. Sir Algernon Jones ha presentado la renuncia al puesto de Tánger. Así que hay una vacante.

—Más valdría nombrar a alguien de inmediato. Cuanto más tardemos, más candidatos se presentarán.

—¡Padrinos, padrinos! —suspiró el primer ministro—. Toda vacante conlleva un amigo poco de fiar y una docena de enemigos declarados. ¿Quién hay más rencoroso que un candidato desestimado? Pero no le falta razón, Charles. Mejor nombrar a alguien cuanto antes, máxime cuando hay pequeños disturbios en Marruecos. Tengo entendido que el duque de Tavistock desearía que la plaza fuese a parar a manos de su cuarto hijo, lord Arthur Sibthorpe. Al duque le debemos algunos favores.

El ministro de Asuntos Exteriores se incorporó al instante.

—Mi querido amigo —contestó—, es el candidato que yo habría propuesto. En estos momentos, lord Arthur estaría mucho mejor en Tánger que en… que en…

—¿En Cavendish Square? —aventuró su jefe, tras arquear levemente las cejas a modo de interrogación.

—Digamos que en Londres. Es un hombre educado y prudente. Estuvo en Constantinopla en la época de Norton.

—¿Así que habla árabe?

—Algo chapurrea. Pero habla bien el francés.

—Hablando de árabes, Charles, ¿ha leído algo de Averroes?

—Pues no. Se mire como se mire, sería un magnífico nombramiento. ¿Tendría usted la amabilidad de ocuparse del asunto en mi ausencia?

—Por supuesto, Charles, claro que sí. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

—No. Espero estar en condiciones de acudir a la Cámara el próximo lunes.

—Lo mismo espero yo. Notamos su ausencia a cada instante. The Times intentará armar algún lío con eso de Grecia. La irresponsabilidad de los editorialistas es terrible, Charles. Por extravagantes que sean sus razonamientos, no hay manera de refutarlos. ¡Hasta la vista! ¡Lea a Porson!* ¡Adiós!

Estrechó la mano del enfermo, le dirigió un desenfadado saludo con su sombrero de ala ancha y abandonó la estancia con idénticos garbo y energía que a su llegada.

El lacayo ya había abierto la enorme puerta de doble hoja para que el ilustre visitante pudiera dirigirse a su coche cuando una dama salió del salón y le rozó la manga. A través de la puerta tapizada en terciopelo que aún estaba entreabierta, apareció una carita pálida, curiosa y asustada a partes iguales.

—¿Puedo hablar con usted un momento?

—Por supuesto, lady Charles.

—No me gustaría pecar de entrometida, ni por nada del mundo quisiera ir más allá del decoro…

—¡Mi querida lady Clara! —la interrumpió el primer ministro, al tiempo que se inclinaba y la saludaba con gesto juvenil.

—Se lo ruego: no me diga nada, si piensa que me he extralimitado. Sé de buena tinta que lord Arthur Sibthorpe opta al puesto de Tánger. ¿Sería una temeridad preguntarle con qué posibilidades cuenta?

—La vacante ya está cubierta.

—¡Oh!

Tanto en primer plano como desde una perspectiva general era posible leer la desilusión pintada en aquel rostro.

—Lord Arthur es el elegido —y el primer ministro esbozó una sonrisa para aligerar aquella broma—. Acabamos de tomar la decisión —continuó—. Lord Arthur debe estar allí dentro de una semana. Lady Charles, he de manifestarle que estoy encantado de que dicho nombramiento cuente con su aprobación. Tánger es un puesto de enorme interés. Supongo que recordará a Catalina de Braganza y al coronel Kirke, y a Burton,  que ha escrito mucho y bien acerca del África del Norte. Le ruego que tenga a bien disculparme por dejarla así, pero voy a un almuerzo en Windsor. Confío en que lord Charles vaya mejor, como no podría ser de otra manera con una enfermera como usted.

Hizo una reverencia, saludó y bajó los peldaños para llegarse a su carruaje. A medida que se alejaba, lady Charles observó que ya estaba profundamente embebido en la lectura de la edición popular de una novela.

Cerró las cortinas de terciopelo y regresó al salón. Al lado de la ventana, estaba su hija, envuelta en un rayo de sol; alta, de aspecto delicado y encantadora, se parecía a su madre tanto en los rasgos como en la figura, aunque era más frágil, más dulce, más exquisita. Aquella luz dorada iluminaba la mitad de aquella cara fina y sensible, dando brillo a los espesos rizos de sus cabellos rubios, y arrancando destellos rosas de un vestido beige que, con unos coquetos lazos de color canela, le quedaba como un guante. Alrededor del cuello, lucía un delicado volante de gasa, del que emergían un cuello, blanco y delicado, y una cabeza orgullosa, como un lirio entre el musgo. Tenía juntas sus blancas y delicadas manos, mientras dirigía a su madre la mirada de unos ojos azules y suplicantes.

—¡No hagas estupideces, no cometas tonterías! —fue la respuesta que dio la madre a aquella mirada, mientras abrazaba los abatidos hombros de su hija y la atraía hacia ella—. Es un sitio estupendo para quedarse poco tiempo, y será como un trampolín para su carrera.

—Pero, mamá, dentro de una semana… ¡Pobre Arthur!

—Estará contento.

—¿Crees que se sentirá feliz al alejarse de mí?

—No se separará de ti, porque tú te irás con él.

—¡Mamá!

—Así es; te doy mi palabra.

—¿Dentro de una semana, mamá?

—Pues claro que sí. Una semana da de sí para hacer muchas cosas. Voy a encargarte el ajuar ahora mismo.

—¡Mamá, eres un ángel! Pero sigo asustada. ¿Qué dirá papá? Tengo tanto miedo.

—Tu padre es diplomático, querida.

—Eso ya lo sé, mamá.

—Pero, entre nosotras, te confesaré que también se casó con una diplomática. Si él cree que puede llevar las riendas del Imperio británico, yo creo que puedo controlarlo a él, Ida. ¿Cuánto hace que os comprometisteis, hija mía?

—Diez semanas, mamá.

—En ese caso, nos encontramos en un momento crucial. Lord Arthur no puede irse de Inglaterra sin llevarte con él. Tienes que ir a Tánger como esposa de un diplomático. Y ahora, siéntate en el sofá, querida, y deja que me ocupe de todo. Ahí está el carruaje de sir William. Creo que sabré cómo manejarlo. James, dígale al doctor que se pase por aquí.

Un coche macizo tirado por dos caballos acababa de pararse a la puerta, desde la que llegó un único y solemne golpe de llamador. Un momento después se abrían las puertas del salón, y el lacayo anunciaba la presencia del famoso médico. Era un hombre bajito, perfectamente rasurado, vestido de negro a la antigua usanza, con corbata blanca y cuello duro alto. Balanceaba unas gafas de oro en la mano derecha, inclinado hacia delante y con ojos inquietos, como si pretendiera dar a entender los trágicos y complejos casos en los que se había visto envuelto.

—¡Hombre! —dijo al entrar-; aquí está mi joven paciente. Me alegro de tener esta oportunidad.

—Me gustaría comentarle algo acerca de ella, sir William. Por favor, tome asiento.

—Gracias, pero prefiero sentarme a su lado —respondió, mientras se sentaba en el sofá—. Tiene mejor aspecto, eso salta a la vista, y el pulso le late con más fuerza. Una pizca de color, y eso que no parece acalorada.

—Me encuentro mucho mejor, sir William.

—Pero no le desaparece ese dolor del costado.

—Ese dolor —dijo el médico golpeando con suavidad bajo las clavículas, e inclinándose sobre la joven con el estetoscopio puesto en los oídos—. Aún hay restos de congestión, un ligero silbido —musitó.

—Usted dijo que le vendría bien un cambio de aires, doctor.

—Así es; un prudente cambio de aires sería muy aconsejable.

—Habló usted de un clima seco. Me gustaría seguir sus recomendaciones al pie de la letra.

—Siempre han sido ustedes unos pacientes ejemplares.

—Lo intentamos. ¿A qué se refería usted con lo un clima seco?

—¿Eso dije? No recuerdo exactamente nuestra conversación. Pero un clima seco sería lo más recomendable, sin duda alguna.

—¿Cuál podría ser?

—En realidad, soy de la opinión de que el paciente debe tener una cierta libertad de elección. No soy partidario de imponer unas pautas demasiado estrictas. Hay que dejar abierta la posibilidad de que las personas decidan por sí mismas; así que Engadine, Europa central, Egipto, Argelia, donde ustedes prefieran.

—Me han dicho que Tánger también sería un lugar recomendable.

—Por supuesto; es un clima muy seco.

—¿Has oído, Ida? Sir William dice que deberías ir a Tánger.

—O a cualquier otra…

—¡No, no, sir William! Nos sentiremos más tranquilas si seguimos sus indicaciones. Usted ha mencionado Tánger, y es allí adonde iremos.

—Realmente, lady Clara, la confianza con la que me honra es más que halagadora. No creo que haya muchas personas dispuestas a sacrificar tan de buen grado sus proyectos personales o sus gustos.

—Conocemos su talento y su experiencia, sir William. Ida irá a ver qué tal le va en Tánger. Estoy convencida de que le sentará bien.

—No me cabe ninguna duda.

—Pero ya sabe cómo es lord Charles, y esa manía suya de tomar decisiones en cuestiones médicas, como si de un asunto de Estado se tratase. Confío en que mantenga la misma firmeza en su presencia.

—En la medida en que lord Charles tenga a bien pedirme mi opinión, estoy seguro de que no me dejará en mal lugar ni desoirá mi consejo.

El médico y barón dio unas cuantas vueltas al cordón de las gafas, y alzó la mano como si quisiera insistir sobre el particular.

—No, claro que no; pero ha de mostrarse firme en cuanto a lo de Tánger.

—Tras haber llegado a la conclusión de que Tánger es el lugar más recomendable para nuestra joven enferma, no creo que cambie de opinión con facilidad.

—Eso espero.

—Se lo comentaré a lord Charles ahora, cuando suba a verlo.

—Se lo agradezco.

—Mientras tanto, que continúe con el mismo tratamiento. Estoy convencido de que los cálidos aires de África harán que regrese completamente restablecida, dentro de unos pocos meses.

Se inclinó con un gesto de esa cortesía a la antigua usanza, que tanto había contribuido a los ingresos de diez mil libras anuales de que disfrutaba y, con el gesto circunspecto del hombre que se pasa la vida visitando a enfermos, subió tras los pasos del lacayo.

Mientras el cortinaje de terciopelo rojo recuperaba su posición original, lady Ida rodeó con sus brazos el cuello de su madre y hundió su rostro en aquel regazo.

—Mamá, ¡estás hecha toda una diplomática! —exclamó.

Pero el gesto de su madre era más parecido al de un general que ve cómo se eleva el humo de los primeros cañonazos que el de aquel que canta victoria.

—Todo saldrá a pedir de boca, querida —dijo, contemplando aquellos suaves rizos rubios, aquella minúscula oreja—. Queda tanto por hacer, pero creo que podemos correr el riesgo de encargar el ajuar…

—¡Qué valor tienes!

—Como es natural, lo haremos todo con la mayor discreción. Arthur tiene que sacar la licencia matrimonial. No me parecen bien esos matrimonios a hurtadillas, aunque si el marido se ve obligado a partir para ocupar un cargo oficial, habrá que concederle ciertas dispensas. Podríamos invitar a lady Hilda Edgecombe, a los Trevor, a los Greville, y estoy segura de que, si sus obligaciones se lo permiten, asistirá hasta el primer ministro.

—¿Y papá?

—Por supuesto que estará presente, si se encuentra bien del todo. Pero habrá que esperar a que sir William se vaya; mientras, aprovecharé para mandarle unas líneas a lord Arthur.

Había transcurrido media hora, y ya había unas cuantas cartas escritas con la hermosa, firme y recta caligrafía de lady Charles, cuando oyeron cómo la puerta se cerraba y las ruedas del carruaje del médico chirriaban contra el bordillo de la acera. Lady Charles soltó la pluma, dio un beso a su hija y se dirigió a la habitación del enfermo. El ministro de Asuntos Exteriores estaba tendido en el sillón, con un pañuelo de seda roja en la frente y el pie, vendado e inflamado, sobre el escabel.

—Creo que ya es casi la hora del linimento —dijo la dama, agitando un frasco de cristal azul esmerilado—. ¿Quieres que te ponga un poco?

—¡Maldito dedo gordo! —se lamentó el enfermo—. Sir William sigue sin darme permiso para moverme. Creo que es el hombre más testarudo y obstinado que he conocido en mi vida. Ya le he dicho que se había equivocado de profesión, y que, con gusto, le ofrecería un puesto en Constantinopla, donde no nos vendría nada mal disponer de una mula.

—¡Pobre sir William! —exclamó lady Charles, entre risas—. Pero ¿por qué pareces tan enfadado con él?

—Es tan insistente, tan dogmático.

—¿Con respecto a qué?

—Porque pretende tomar decisiones sobre Ida y, al parecer, ya ha tomado la decisión de que debe irse a Tánger.

—Algo nos comentó antes de subir a verte.

—¿Ah, sí? ¿Os lo comentó?

Lentamente, aquella mirada impenetrable se volvió hacia ella.

El rostro de la dama únicamente permitía adivinar una expresión de inocencia transparente y manifiesta, ese candor tan llamativo que sólo nos es dado contemplar cuando una mujer ya ha tomado la decisión de ocultar sus intenciones.

—Le auscultó los pulmones, Charles. No dijo gran cosa, pero me pareció que se ponía muy serio.

—Por no decir sabelotodo —le interrumpió el ministro.

—No, no, Charles; no son cosas que haya que tomarse a la ligera. Dijo que le vendría bien cambiar de aires, y tengo para mí que se guardaba algunas cosas en la recámara. Dijo algo de congestión y de silbidos, y de los efectos beneficiosos del aire de África. Luego hablamos de unas vacaciones en lugares de clima seco y saludable, y nos aseguró que Tánger era un lugar ideal. Nos dijo que, en pocos meses, observaríamos una maravillosa mejoría.

—¿Nada más?

—Nada más.

Lord Charles se encogió de hombros, con el gesto de alguien que se ha convencido sólo a medias.

—Pero, claro está —añadió la señora, con toda la tranquilidad del mundo—, si crees que es mejor que Ida no vaya, por supuesto que no lo hará. Lo único es que, si llegara a encontrarse peor, seguro que tendríamos motivos para lamentarnos. Con una enfermedad como la que ella padece, un corto espacio de tiempo puede ser fundamental. No me cabe duda de que a sir William la situación le pareció bastante crítica. Pero no es razón para que tengas que tomar una decisión. Es una responsabilidad; de eso no hay duda. Si estás dispuesto a hacerlo todo tú y a descargarme a mí del asunto, para que más adelante…

—Querida Clara, ¡eres un pájaro de mal agüero!

—No pretendo serlo, Charles. Pero acuérdate de lo que le ocurrió a la hija de lord Bellamy, que era de la edad de Ida. Otro caso en el que prefirieron no seguir el consejo de sir William.

Lord Charles gruñó con impaciencia.

—No he dicho que no vaya a hacerlo —dijo.

—Ya, ya lo sé que no. De sobra sé que eres un hombre razonable y de buen corazón, querido. Sé que has reflexionado sobre el asunto desde todas las perspectivas posibles, algo que nosotras, pobres mujeres, no somos capaces de hacer. Como tantas veces me has dicho, se trata de la lucha del sentimiento contra la razón. Nosotras nos dejamos llevar de un lado o de otro, mientras que vosotros, los hombres, no renunciáis a vuestra firmeza y conseguís todo lo que queréis de nosotras. Pero estoy encantada de que estés de acuerdo con lo de Tánger.

—¿Lo estoy?

—Querido, acabas de decirme que no desecharías la recomendación de sir William.

—Vamos a ver, Clara; aun admitiendo que Ida vaya a Tánger, estarás conmigo en que va a resultar imposible que yo pueda acompañarla.

—Completamente de acuerdo.

—¿Y tú?

—Mientras estés enfermo, me quedaré a tu lado.

—¿Y tu hermana?

—Se va a Florida.

—¿Qué hay de lady Dumbarton?

—Está atendiendo a su padre. No podremos recurrir a ella.

—En ese caso, ¿a quién podríamos pedírselo? Justo ahora, que la temporada está empezando. Como verás, Clara, el destino se pone en contra de sir William.

Su esposa apoyó los codos sobre el respaldo del enorme sillón rojo, y acarició con los dedos los cabellos grises del hombre de Estado, mientras se inclinaba hasta colocar la boca lo más cerca posible de su oído.

—No nos olvidemos de lord Arthur Sibthorpe —le dijo en tono meloso.

Lord Charles dio un brinco en el asiento, y soltó un par de palabrotas de esas que se oían con más frecuencia en los Consejos de Ministros de los tiempos de lord Melbourne que en aquella época.

—¿Has perdido el juicio, Clara? —exclamó—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir una cosa así?

—Gracias al primer ministro.

—¿A quién? ¿Al primer ministro?

—Y ahora, querido, haz el favor de portarte bien. Aunque quizá fuera mejor que no te dijera nada.

—A estas alturas, creo que has ido lo bastante lejos para batirte en retirada.

—Si tú lo dices; fue el primer ministro quien me comentó que lord Arthur iba destinado a Tánger.

—Cierto; aunque, la verdad, no pensaba en eso en este momento.

—A continuación, apareció sir William con sus recomendaciones para Ida. Charlie, ¡creo que se trata de algo más que de una mera coincidencia!

—Estoy más que convencido, te lo aseguro —dijo lord Charles, tras dirigir una mirada perspicaz e interrogativa a su esposa—, de que eres una mujer muy lista, querida; una emprendedora y una liosa innata.

La dama hizo oídos sordos a tal cumplido.

—Acuérdate de cuando éramos jóvenes, Charlie —le susurró, sin dejar de juguetear con los dedos en sus cabellos—. ¿Quién eras entonces? Un pobre hombre; ni siquiera embajador en Tánger. Pero yo te quería y creía en ti. ¿Y me he arrepentido alguna vez? Ida quiere a lord Arthur y cree en él. ¿Por qué piensas que haya de lamentarse algún día?

Lord Charles guardaba silencio, con la mirada puesta en las ramas verdes que se balanceaban al otro lado de la ventana; pero sus recuerdos estaban en una casa de campo de Devonshire, treinta años antes, y en aquella tarde decisiva en que, entre dos hileras de viejos tejos, paseaba en compañía de una joven esbelta, a la que confió sus esperanzas, sus temores y sus ambiciones. Cogió aquella mano delicada y blanca, y la rozó con los labios.

—Has sido una buena esposa, Clara —le dijo.

Ella se limitó a callar. Ni siquiera intentó aumentar su ventaja. Quizá un general menos consumado lo habría intentado y lo habría echado todo a perder. Guardó silencio en actitud sumisa, sin dejar de observar, gracias al movimiento de los ojos y los labios, todo lo que se le pasaba por la cabeza a su marido. Hasta que un fulgor resplandeció en su mirada y un gesto de comprensión afloró a sus labios, momento en el que se decidió a mirarla.

—Clara —le espetó—, atrévete a negarlo. ¿A que ya has encargado el ajuar?

La dama se pellizcó una oreja con delicadeza.

—Sólo a expensas de lo que tú decidieras —repuso.

—¿A que has escrito al arzobispo?

—Pero aún no he enviado la carta.

—Y has enviado recado a lord Arthur.

—¿Cómo puedes decir una cosa así?

—Porque estoy seguro de que en estos momentos está abajo.

—No; pero, mira, ahí está su carruaje.

Lord Charles se arrellanó en el sillón, con un gesto de desesperación casi cómico.

—¿Quién podría hacer frente a una mujer así? —exclamó—. ¡Ojalá pudiera enviarte a ver a Novikov! Ninguno de mis hombres da la talla para medirse con él. Pero, Clara, no puedo recibirlos así aquí.

—¿Ni siquiera para darles tu bendición?

—No, no.

—Serían tan felices…

—No me gustan las escenas.

—No te preocupes; yo se la transmitiré.

—Y te lo ruego, no hablemos más de este asunto, al menos en el día de hoy. Ya he dado suficientes muestras de debilidad.

—¡Charlie, con lo fuerte que eres!

—Me has superado por completo, Clara. Lo has hecho muy bien. Te felicito.

—No es un gran mérito —musitó, dándole un beso—: Hace ya treinta años que vengo observando cómo actúa un gran diplomático.

 

TESTIMONIOS MÉDICOS

Por lo general la clase médica siempre anda demasiado ocupada para llevar un registro de situaciones singulares o de acontecimientos dramáticos. De ahí que el mejor cronista de tales experiencias, en nuestra literatura, haya sido un abogado.  Cuando uno se pasa la vida junto a la cabecera de moribundos, o de recién paridas, algo mucho más estimulante, se pierde en parte el sentido de las cosas, igual que el abuso de bebidas fuertes puede desvirtuar el paladar, o un nervio sometido a constantes estímulos deja de reaccionar. Cuando se le pregunta a un cirujano por sus experiencias más llamativas, puede respondemos que o bien no ha sido testigo de nada que merezca la pena, o perderse en consideraciones técnicas. Pero, si fuésemos capaces de sorprenderle una noche en compañía de algunos de sus colegas, cuando el fuego de la chimenea está en su apogeo y el humo de la pipa nos apesta, y le planteásemos con sutileza alguna pregunta o alusión que le permitiera explayarse, escucharíamos algunos casos muy, muy reales, verdaderos frutos recogidos del árbol de la vida.

Asistimos a los postres de una de las cenas que celebra cada trimestre la Rama Central de la Asociación de Médicos Británicos. Veinte tazas de café, unas cuantas copas de licor y una espesa nube de humo azulado, que se desplaza con lentitud bajo un alto techo dorado, nos llevarían a pensar que la reunión ha sido todo un éxito. Los comensales ya han desertado y se han ido a casa. En el pasillo del hotel ya no se observa esa acumulación de gruesos y abultados abrigos y de chisteras que ocultaban estetoscopios. No obstante, en tomo a la chimenea del salón, quedan aún tres médicos rezagados, enfrascados en fumar y exponer sus puntos de vista, mientras que un cuarto personaje, un profano y, además, joven, está sentado a una mesa. Protegido por un periódico que tiene desplegado ante sí, se emplea a fondo con una pluma estilográfica y, de vez en cuando, con voz cándida, pregunta algo para que no decaiga la conversación cuando ésta parece languidecer.

Se diría que los tres médicos han alcanzado esa madurez tranquila que, en esa profesión, se manifiesta de forma temprana y se prolonga hasta muy tarde. Ninguno de ellos es una autoridad reconocida, pero gozan de buena reputación y son dignos representantes de sus respectivas especialidades. El hombre corpulento y de actitud autoritaria, el que luce en la mejilla una cicatriz de una salpicadura de vitriolo, es Charley Manson, director del Wormley Asylum y autor de una celebrada monografía, Lesiones nerviosas difusas en las personas que abrazan la soltería. Lleva siempre un cuello muy alto, desde el día aquel que un estudiante del Apocalipsis intentó cortarle el cuello con un trozo de cristal. El segundo, de rostro subido de tono y vivarachos ojos castaños, es un médico de cabecera, un hombre que goza de gran experiencia y que, gracias a sus tres ayudantes y a los cinco caballos que posee, unas visitas por las que cobra media corona y unas consultas de a chelín que atiende en los barrios más pobres de una gran ciudad, obtiene unos ingresos de dos mil quinientas libras anuales. Todos los días puede verse el animoso rostro de Theodore Foster al lado de cientos de lechos de enfermos y, si en su agenda lleva escritos muchos más nombres que en su libro de contabilidad, siempre asegura que saldrá a flote el día en que un millonario que padezca una enfermedad crónica, la combinación ideal, requiera sus servicios. El tercero, el que aparece sentado a la derecha, con unos zapatos de charol apoyados en el hogar de la chimenea, es Hargrave, un cirujano que empieza a ser famoso. Su rostro carece de la humana generosidad que se refleja en el de Theodore Foster; mira de forma taciturna y crítica, y el gesto de la boca es serio y rígido, pero desprende fuerza y decisión, más fortaleza que simpatía, precisamente lo que busca un paciente que se encuentra lo bastante mal para ir a llamar a la puerta de Hargrave. De sí mismo, dice con modestia que es un técnico maxilar, «sólo de la mandíbula», pero la verdad es que es demasiado joven y demasiado pobre para limitarse a una especialidad, y que no hay ningún acto quirúrgico que Hargrave no lleve a cabo con audacia y habilidad.

—Antes, durante y después —susurra el médico de cabecera, en respuesta a una pregunta del profano—. Le aseguro, Manson, que es posible toparse con las más sutiles formas de locura.

—Como una fiebre puerperal —responde el aludido, dando un golpe con el dedo para desprender la ceniza del cigarro—. Pero se refería usted a un caso concreto, Foster.

—Así es; la semana pasada tuve ocasión de contemplar algo que nunca había visto. Requirieron mis servicios unas personas apellidadas Silcoe. Cuando me enteré del caso, acudí yo mismo, porque no querían que se presentase ninguno de mis ayudantes. El marido, que era policía, estaba sentado a la cabecera de la cama, al otro lado de donde yo estaba. «Esto no puede ser», dije. «Claro que sí, doctor; tiene que ser así», repuso ella. «No es lo normal, y creo que debe irse», insistí. «O lo hacemos así, o no hay nada que hacer», dijo la mujer. «No abriré la boca ni moveré un dedo en toda la noche», aseguró el marido. De modo que consentí en que estuviera presente, y allí se quedó las ocho horas que duró el asunto. La mujer estuvo a la altura de las circunstancias durante todo el proceso pero, de vez en cuando, a él se le escapaba un gemido sordo; al mismo tiempo, me fijé en que ocultaba la mano derecha debajo de las sábanas, por lo que me imaginé que ella se la sujetaba con la izquierda. Cuando todo hubo acabado, le miré a la cara; la tenía tan gris como la ceniza de su cigarro, y apoyaba la cabeza en uno de los extremos de la almohada. Lo primero que pensé fue que se había desmayado de la emoción, mientras me reprochaba a mí mismo haber cometido la estupidez de permitirle estar presente; entonces de repente, me fijé en que la sábana con la que se cubría la mano estaba empapada de sangre. La retiré, y observé unos cortes en la muñeca de nuestro hombre. La mujer tenía esposada la muñeca izquierda, y el marido la mano derecha. Con los dolores del parto, ella se había agitado con todas sus fuerzas, con lo que el hierro de las esposas había entrado hasta el hueso en el brazo del marido. «Eso es lo que ha ocurrido, doctor —me dijo la mujer, al darse cuenta de que yo había reparado en la situación—: Es de justicia que pase por lo mismo que yo.» ¿No le parece una especialidad muy agobiante? —pregunta Foster, tras un instante de silencio.

—Amigo mío, el respeto que me inspira es lo que me ha llevado a ocuparme de los chiflados.

—Cierto, lo mismo que ha llevado al manicomio a muchos hombres que nunca llegaron a ejercer como médicos. Sé bien lo que me digo, si le aseguro que, en mi época de estudiante, yo era un joven muy tímido.

—Lo que no es moco de pavo para un médico de cabecera —repuso el alienista.

—Pues eso no es lo que piensa la mayoría de la gente, pero le aseguro que se trata de algo que roza lo trágico. Imagínese a un pobre colega joven e inexperto, que acaba de colgar la placa en una ciudad desconocida. Alguien que, a lo largo de su vida, cada vez que tenía que hablar con una mujer, aunque no fuera más que de tenis o de servicios religiosos, se sentía amedrentado. Porque cuando un joven sale tímido lo es más que cualquier chica. Y, si resulta que una madre preocupada acude a consultarle los asuntos más íntimos de una familia, «nunca más volveré a este médico —piensa a la salida de la consulta—: Es un estirado y un antipático». ¡Antipático! Cuando lo único que le pasaba al pobre chico era que se había quedado mudo y paralizado. He conocido a médicos de cabecera que eran tan tímidos que ni siquiera se atrevían a preguntar una dirección por la calle. Y ya podrá hacerse una idea de la quina que tienen que tragar esas personas tan sensibles hasta que llegan a habituarse al ejercicio de la medicina. Por si fuera poco, saben que nada resulta más contagioso que la timidez y que, si no conservan un rostro impenetrable, el enfermo se sentirá confuso. De modo que tal es el gesto que adoptan, con lo que se ganan la fama de tener un corazón también de pedernal. Supongo que nada le haría perder la calma, Manson.

—Hombre, cuando uno pasa años y años rodeado de miles de locos, entre los que se cuentan unos cuantos con tendencias homicidas, hay que tener la sangre fría para no venirse abajo. En lo que a mí se refiere, hasta ahora lo llevo bien.

—Yo pasé miedo una vez —interviene el cirujano-; fue cuando trabajaba en el dispensario. Una noche vinieron a buscarme unas personas muy pobres y, por lo poco que me contaron, deduje que su hijo estaba enfermo. Cuando llegué a la habitación, vi una cunita en un rincón. Alcé la lámpara, me acerqué, retiré el dosel y contemplé al pequeño. Les aseguro que fue un milagro que no se me cayese la lámpara y prendiera fuego a toda la casa. Aquella cabecita se agitó encima de la almohada, y contemplé cómo me observaba un rostro que, en sus ojos, reflejaba más malevolencia e iniquidad que la peor de las pesadillas. Lo que más me sorprendió fue lo colorados que tenía los pómulos, y aquella mirada amenazadora que me dirigía a mí y a todo bicho viviente. Nunca se me olvidará el susto que me llevé cuando, en lugar de contemplar el rostro mofletudo de un pequeño, me encontré con aquel ser. Me llevé a la madre a la habitación contigua. «¿Qué es eso?», le pregunté. «Una chica de dieciséis años —me respondió, alzando los brazos al cielo-; ¡ojalá Dios se la lleve pronto!» A pesar de que se había pasado la vida en aquella cunita, tenía unas extremidades desarrolladas, largas y escuálidas, que cubría con su cuerpo. Abandoné el caso y no sé qué fue de ella, pero jamás se me olvidará la expresión de aquellos ojos.

—Espeluznante —dice el doctor Foster—. Pero puedo contarles una experiencia que no desmerecerá de la suya. Poco después de colgar mi placa, vino a verme una mujer menuda y corcovada, que deseaba que la acompañase a su casa para asistir a su hermana. Cuando llegué a aquel domicilio, una casa muy pobre, me encontré con que, en el salón, me esperaban otras dos mujeres gibosas, como la que había ido a buscarme. Ninguna de las tres dijo nada; la que me había llevado hasta allí cogió una lámpara y se fue escaleras arriba, seguida por las otras dos y por mí, que cerraba la marcha. Todavía me parece estar viendo, con la misma claridad que observo esa petaca de tabaco, aquellas tres sombras deformes que se proyectaban en la pared a la luz de la lámpara. En la habitación del piso superior se encontraba la cuarta hermana, una joven de gran belleza, que estaba claro que necesitaba de mis cuidados. No llevaba alianza en la mano. Las tres hermanas cheposas se acomodaron en la habitación, como otras tantas figuras esculpidas, y ninguna de las tres abrió la boca en toda la noche. No se crea que me estoy inventando nada, Hargrave; es la pura realidad. Por la mañana temprano, se desencadenó una terrible tormenta, una de las más espantosas que recuerdo. A la luz de los relámpagos, aquel pequeño desván se tornaba azulado, y parecía que los truenos bramasen y rugiesen sobre el mismo tejado de la casa. La lámpara de la que disponía no daba demasiada luz, y se me hacía raro contemplar, gracias a los fogonazos de los relámpagos, a aquellas tres figuras retorcidas apoyadas en las paredes, o constatar que el estruendo del trueno bastaba para acallar los gritos de la paciente. Les juro que no tengo reparo en decirles que, en aquel instante, a punto estuve de irme de aquel cuarto. Al final, todo salió bien, pero nunca llegué a saber la verdad de aquella infortunada y hermosa joven y de sus tres hermanas corcovadas.

—Lo peor de estas anécdotas de la profesión médica —susurra el profano— es que nunca se sabe cómo acaban.

—Cuando un hombre está metido hasta las cejas en el ejercicio de la profesión, amigo mío, no le queda tiempo para satisfacer su curiosidad personal. Las cosas se suceden a su alrededor, pero él no llega más que a atisbarlas para, quizá, recordarlas más adelante en un rato de sosiego como éste. No obstante, Manson, tengo la impresión de que en su especialidad se producen circunstancias tan terribles como en las otras.

—Incluso más —se lamenta el alienista—. Si malas son las enfermedades del cuerpo, imagínense cómo han de ser esas cuyo origen se supone que está en el alma. ¿Acaso no les parece sorprendente (algo capaz de arrastrar a un hombre razonable al más absoluto materialismo) pensar que uno tiene delante a un espléndido y noble individuo, adornado de todas las cualidades que Dios le ha dado, y que el más pequeño accidente vascular, el desprendimiento, por ejemplo, de una minúscula esquirla ósea del revestimiento de su cráneo que llegue a rozarle la superficie del cerebro, puede convertirlo en un ser abyecto y miserable, sometido a los más bajos y envilecidos instintos? Un manicomio no es sino una sátira de la majestad del ser humano y de la etérea naturaleza de su alma.

—Fe y esperanza —musita el médico de cabecera.

—No tengo fe, tampoco mucha esperanza, aunque prodigo toda la caridad que puedo permitirme —responde el cirujano—. La teología sólo logrará interesarme cuando logre ponerse de acuerdo con las realidades de la vida.

—Pero estaban ustedes hablando de casos —comenta el profano, mientras sacude la pluma para que baje la tinta.

—Está bien; hablemos de una afección ordinaria que acaba con la vida de millares de personas al año, como la PG, por ejemplo.

—¿Qué significa PG?

—Un practicante general o, lo que es lo mismo, un médico de cabecera —propone el cirujano, con una sonrisa.

—Pronto sabrá la población británica lo que es la PG —dice el alienista, muy serio—. Es una enfermedad que se extiende a pasos agigantados, con la peculiaridad de que es totalmente incurable. Su nombre verdadero es el de parálisis general, y puedo asegurarles que pronto se convertirá en una verdadera plaga. Les relataré un caso muy representativo, del que fui testigo el lunes de la semana pasada. Un joven agricultor, un muchacho magnífico, tenía boquiabiertos a sus amigos con su bucólica visión de la realidad en un momento en que todos los campesinos estaban quejosos. Si no sacaba lo suficiente, pretendía olvidarse del trigo y la tierra cultivable y plantar dos mil acres de rododendros para hacerse con el monopolio de las entregas al Covent Garden; urdía proyectos de alcance ilimitado, todos buenos, aunque un poco fantasiosos. Pasé por la granja, no por verlo a él, sino por un asunto muy diferente. Pero reparé en él, porque algo me llamó la atención en su forma de hablar. Le temblaba el labio, pronunciaba mal las palabras, y lo mismo le ocurría a la hora de escribir, como observé en un momento en que firmaba un contrato sin importancia. Un examen más minucioso bastó para revelarme que tenía una de las pupilas ligeramente más dilatada que la otra. Cuando me iba, su esposa se me acercó y me dijo: «¿No es maravilloso que Job goce de tan buena salud, doctor? Está tan lleno de energía que apenas puede quedarse quieto». No me sentí con ánimos para decirle nada, porque sabía que aquel muchacho estaba condenado a una muerte tan segura como si ya estuviera encerrado en una celda de Newgate. Era un caso típico de una PG incipiente.

—¡Dios mío! —exclamó el profano—. Me tiemblan los labios y, a veces, no pronuncio bien las palabras. Creo que padezco la misma enfermedad.

Se oyeron tres risitas frente al hogar de la chimenea.

—Ése es el peligro que encierra la escasez de conocimientos médicos para el profano.

—Una eminente autoridad ha asegurado que todo estudiante de primer año de medicina sufre en silencio no menos de cuatro enfermedades —puntualiza el cirujano—. Una está relacionada con el corazón, desde luego; otra es el cáncer de parótida; no recuerdo los otros dos males.

—¿Qué tiene que ver la parótida con esto?

—¡Es como cuando sale la última muela del juicio!

—¿Y qué le ocurrirá a ese joven agricultor? —pregunta el profano.

—Paresia de todos los músculos, convulsiones, entrada en coma y fallecimiento. Puede pasarle en pocos meses o en uno o dos años. Era un joven muy fuerte, y no va a ser fácil acabar con él.

—Hablando de eso —dice el alienista—, ¿les he contado alguna vez lo del primer certificado que firmé en mi vida? ¡Porque casi me cuesta la ruina!

—¿Qué sucedió?

—En aquella época, pasaba consulta. Una mañana, una tal señora Cooper vino a verme y me dijo que su marido padecía alucinaciones desde hacía poco: se imaginaba que había estado en el ejército y que lo habían condecorado. Pero lo cierto es que era abogado, y que nunca había salido de Inglaterra. La señora Cooper pensaba que, si era yo quien acudía a visitarlo, lo pondría sobre aviso, así que acordamos que aquella tarde, con alguna excusa, le obligara a pasar por la consulta, lo que me daría la oportunidad de hablar con él y, si llegaba a la conclusión de que estaba loco, firmar un certificado. Otro médico ya lo había hecho, así que sólo necesitaba de mi aquiescencia para ponerlo en tratamiento. Así las cosas, el señor Cooper apareció al caer la tarde, media hora antes de lo acordado, para consultarme acerca de ciertos síntomas de malaria que, según él, padecía. Por lo que me dijo, acababa de regresar de la campaña de Abisinia, y había formado parte de las primeras tropas británicas que entraron en Magdala. Aquello tenía toda la pinta de ser una alucinación, porque no hablaba de otra cosa; así que, sin dudarlo un instante, rellené los papeles. Cuando apareció su esposa, una vez que él ya se había ido, le hice algunas preguntas para terminar de rellenar el formulario. «¿Qué edad tiene?», le pregunté. «Cincuenta años», me respondió. «¡Cómo que cincuenta! —exclamé—. El hombre al que acabo de ver no tendrá más de treinta.» Lo que había ocurrido era que el señor Cooper, el de verdad, no había venido a verme y, por una de esas fatales coincidencias de la vida, otro Cooper, en realidad, un joven y aguerrido oficial de artillería, era quien había acudido a la consulta. Caí en la cuenta cuando ya había mojado la pluma y me disponía a firmar aquel certificado —concluye el doctor Manson, pasándose una mano por la frente.

—Hace un momento hablábamos de sangre fría —añade el cirujano—. Nada más concluir mis estudios, serví durante un tiempo en la Armada, como quizá sepan ustedes. Estaba en el buque insignia de la flota del África Occidental, y recuerdo un extraordinario caso de sangre fría del que fui testigo. En Calabar, una de nuestras pequeñas cañoneras había subido por el río y, en el curso de la expedición, el médico que llevaban a bordo había muerto de fiebre amarilla. Pero aquel mismo día la caída de un mástil aplastó la pierna a uno de los hombres; estaba claro que había que amputársela por encima de la rodilla, si querían salvarle la vida. El joven teniente que estaba al frente de la embarcación rebuscó en los efectos personales del médico fallecido, y dio con algo de cloroformo, un gran escalpelo y un volumen de la Anatomía de Grey.  Pidió a un ayudante que tendiera al hombre en la mesa del camarote y, con un grabado a la vista en el que se reproducía una sección transversal de la amputación de un muslo, empezó a cortarle la pierna. De vez en cuando, sin dejar de mirar la ilustración, decía: «Cuidado con las amarras, marinero, que está cayendo sangre en el mapa». En ese momento, hundía el cuchillo y cortaba la arteria, y entre él y aquel ayudante la suturaban antes seguir adelante. De ese modo, poco a poco, consiguieron amputarle la pierna, y le doy mi palabra de que hicieron un magnífico trabajo, hasta el punto de que ese hombre todavía se pasea a día de hoy por el espigón de Portsmouth.

»Es que cuando al médico de una de esas cañoneras aisladas le ocurre algo puede llegar a convertirse en una verdadera tragedia —continúa el cirujano, tras una pausa—. Cualquiera diría que nada tan fácil como que él mismo decida qué medicamento debe tomar, pero esa fiebre le ataca a uno como si hubiera recibido un mazazo, y no tiene ni fuerzas para espantar a un mosquito de la cara. Sé lo que me digo, porque padecí un leve ataque de malaria cuando estuve en Lagos. Pero tuve un compañero que había vivido una experiencia realmente única. Toda la tripulación creía que ya no había nada que hacer y, como nunca habían celebrado un funeral a bordo, empezaron a ensayar las formalidades para estar preparados. Todos pensaban que estaba inconsciente, pero él juraba que oía todo lo que decían: “¡Cuerpo izado en la porta! —gritaba en su jerga el sargento de los marineros—. ¡Presenten armas!”. Le pareció tan divertido y, al mismo tiempo, se puso tan furioso que decidió que nadie lo lanzaría por la borda, y desde luego nadie lo hizo.

—En el terreno de la medicina, no es necesario dejarse llevar por la imaginación —apunta Foster—, porque la realidad siempre supera todo lo imaginable. Pero en ocasiones creo que quizá no vendría mal que, en algunos de nuestros congresos, se leyese una disertación sobre el trato que se dispensa a la medicina en las novelas populares.

—¿En qué sentido?

—Pues sobre las causas de que mueren los personajes, o cuáles son las enfermedades que aparecen citadas en esas novelas con mayor frecuencia. Porque se habla de algunas con pelos y señales, mientras que nada se dice de otras, que son igual de comunes en la vida real. El tifus aparece con frecuencia, pero de la escarlatina apenas se habla. Las enfermedades de corazón se mencionan muchas veces pero, hasta donde sabemos, cualquier afección cardiaca no es sino una secuela de un desarreglo anterior, del que nunca sabremos nada por lo que cuenta la novela. Por no hablar de esa misteriosa enfermedad que recibe el nombre de fiebre cerebral y que siempre afecta a la heroína, tras haber sufrido una situación de peligro, pero que no figura con ese nombre en ninguno de los manuales al uso. Cuando, en las novelas, los personajes sufren fuertes emociones, suelen aparecer convulsiones. Pero, a lo largo de mi dilatada experiencia, nunca he visto a nadie al que le pase una cosa así en la vida real. En cuanto a las enfermedades de poca importancia, simplemente no existen: ninguno de los personajes de una novela sufre de herpes, amigdalitis o paperas. Sin olvidar que, en la ficción, todas las

afecciones que se describen afectan a la parte superior del cuerpo, porque los novelistas nunca se aventuran por debajo de la cintura.

—Voy a decirle una cosa, Foster —replica el alienista—: Hay una faceta de la vida que es demasiado árida para el gran público y que, sin embargo, es más que romántica para las revistas de nuestra profesión, a pesar de referirse a algunos de los más ricos materiales humanos que podrían estudiarse. Mucho me temo que no sea muy agradable, pero si Dios tuvo a bien crearlo, merece la pena que tratemos de entenderlo. Se trata de esos sorprendentes brotes de ferocidad y vileza que, en ocasiones, sufren los hombres más hechos y derechos, o esas curiosas debilidades pasajeras que sufren las mujeres más cariñosas, de las que sólo están al tanto un par de personas como mucho, y de las que nada sabe la gente que está su lado. Incluiría también esos caprichosos fenómenos que guardan relación con el exceso de potencia viril o con la impotencia, algo que quizá arrojase alguna luz sobre las circunstancias que han dado al traste con más de una carrera honorable, y por las que un hombre acaba dando con sus huesos en la cárcel cuando, por el contrario, habría que haberlo trasladado con urgencia a una consulta. De todos los males que puedan afectarnos, ¡que Dios tenga a bien libramos sobre todo de los de esa índole!

—Hace poco, se me presentó un caso fuera de lo corriente —dice el cirujano—. Se trataba de una conocida beldad de la sociedad londinense, cuyo nombre me guardaré, que llamó la atención, hace ya unas cuantas temporadas, por los descarados escotes que lucía. Como tenía la piel más blanca y los hombros más maravillosos que imaginarse puedan, a todo el mundo le parecía algo normal. Poco a poco, los volantes que adornaban su cuello iban subiendo cada vez más y más, hasta que, el año pasado, dejó boquiabierto a todo el mundo al lucir un cuello alto, ya pasado de moda. Pues bien, un día esa mujer apareció en mi consulta. Cuando el criado se fue, se arrancó la parte superior del vestido: «¡Haga algo, por el amor de Dios!», exclamó. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que le pasaba: tenía una úlcera rampante, que le subía de forma sinuosa hasta la zona que se cubría con aquel cuello. El trazo rojo que iba dejando en su recorrido se perdía por debajo de su pecho. Año tras año, aquello había ido subiendo, y se había tenido que poner vestidos más recatados para ocultarlo; pero, en aquel instante, amenazaba con llegarle a la cara. Por pura coquetería, ni siquiera había confesado a un médico el mal del que padecía.

—¿Y consiguió detenerlo?

—Hice lo que pude con cloruro de zinc. Pero podría volver a aparecer. Era de una de esas espléndidas criaturas, blancas y sonrosadas, carcomidas por escrófulas. Se puede echar un remiendo, pero no se puede curar.

—¡Vaya por Dios! —exclama el médico de cabecera, en cuya mirada se refleja esa bondad que le ha granjeado la simpatía de millares de pacientes—. Creo que no debemos pensar que somos más sabios que la Providencia, pero hay ocasiones en las que uno tiene la sensación de que se ha equivocado en sus designios. He visto muchas cosas tristes a lo largo de mi vida. ¿Les he hablado alguna vez del caso de aquella pareja muy enamorada, que se vio obligada a separarse por causas naturales? Él era un joven apuesto y fornido, un deportista y todo un caballero, pero se excedió con el atletismo. Como todos ustedes saben, nuestro organismo dispone de un mecanismo que nos ayuda a controlarnos y nos envía un leve aviso cuando vamos más allá de nuestras fuerzas, como puede ser una punzada en el dedo gordo del pie, cuando bebemos mucho y no hacemos el ejercicio suficiente. También puede traducirse en una sacudida nerviosa, si gastamos energía en exceso. En el caso de un atleta, está claro que sus afecciones tendrán que ver con el corazón o con los pulmones. Tuvo una tisis galopante, y lo mandaron a Davos. Por si fuera poco, el destino quiso que la muchacha se viese afectada por unas fiebres reumáticas, que le dejaron el corazón muy dañado. ¿Se hacen una idea del espantoso dilema en el que se encontraron los pobres? Cuando él estaba por debajo de los cuatro mil pies de altitud, los síntomas que sufría eran espantosos, mientras que ella sólo podía subir hasta los dos mil quinientos, porque el corazón no le daba para más. Se vieron varias veces, a medio camino, en el valle, y ambos corrieron el riesgo de morir, hasta que los médicos se lo prohibieron de manera formal. Y así vivieron durante cuatro años, a tres millas de distancia, pero sin volver a verse. Todas las mañanas, el joven se dirigía a un lugar desde el que podía ver la casa en la que ella vivía; agitaba un enorme trapo blanco y, desde abajo, ella le respondía. Podían verse con ayuda de unos gemelos, pero las posibilidades de volver a estar juntos eran las mismas que habrían tenido si viviesen en diferentes planetas.

—Hasta que uno de los dos murió —apunta el profano.

—Pues no, señor, y lamento no poder dar por concluida esta historia. El joven se recuperó y, en la actualidad, es un próspero agente de cambio y bolsa en Drapers Gardens. En cuanto a la mujer, es madre de familia numerosa. Pero ¿qué pinta usted aquí?

—Sólo tomaba algunas notas acerca de lo que comentaban.

Muertos de risa, los tres médicos fueron a recoger sus abrigos.

—Pero, vamos a ver, si no se trataba más que de nimiedades —dice el médico de cabecera—. ¿A quién podrían interesarle esas cosas?

El lote número 249

Es posible que nunca lleguemos a tener una versión definitiva y completa de las relaciones entre Edward Bellingham y William Monkhouse Lee, ni de cuál fue la causa del espantoso terror que se apoderó de Abercrombie Smith. No hay duda de que poseemos el minucioso y detallado relato del propio Smith, tal y como quedó corroborado por parte de Thomas Styles, su criado, del reverendo Plumptree Peterson, profesor del Old College, y de algunas otras personas que tuvieron la oportunidad de ser testigos de alguno de los acontecimientos que formaron parte de aquel entramado de tan extraños sucesos. En lo fundamental, no obstante, el relato de los hechos sólo depende del propio Smith, y la mayoría de la gente llegará a la conclusión de que un cerebro aislado, por muy sano que parezca a ojos extraños, siempre puede haber sufrido alguna alteración, algún defecto inesperado en su funcionamiento, antes que aceptar la idea de una transgresión de las leyes de la naturaleza, a la vista de todos y en un templo del saber y de la cultura tan reputado como la Universidad de Oxford. Si nos paramos a pensar, sin embargo, en lo angostos y sinuosos que son los caminos de la naturaleza, en todo lo que nos cuesta seguirlos, a pesar de las luces de que nos provee nuestra ciencia, y en las posibilidades tan inmensas como terribles que nos ofrecen las tinieblas que nos rodean, muy temerario y seguro de sí habrá de ser el hombre que ponga límites a los sorprendentes vericuetos por los que suele deambular el espíritu humano.

En un ala de lo que, en adelante, llamaremos el Old College de Oxford, se alza, en una esquina, un torreón muy antiguo. Con el paso de los años, el centro del pesado arco que sostenía el vano de la puerta se vino abajo, pero los grises bloques de piedra, cubiertos de líquenes, siguen ligados y unidos entre tallos y brotes de hiedra, como si la madre común de la que descienden se hubiese propuesto defenderlos contra viento y marea. Desde esa puerta, se eleva una escalera de caracol, que deja atrás dos pisos antes de llegar a un tercero; los escalones están desgastados y hundidos por el trasiego de todas las generaciones que han pasado por allí en busca del verdadero saber. La vida, como el agua, ha fluido por esa carcomida escalera y, al igual que ella, ha dejado a su paso esas delicadas holladuras. Desde las togas a la antigua usanza de la petulante época de los Plantagenet hasta la sangre juvenil de nuestros contemporáneos, ¡cuál no habrá sido el empuje y la fuerza de esa marea de jóvenes vidas inglesas! ¿Y en qué habían culminado aquellas esperanzas, tantos esfuerzos, el derroche de tanta energía, aparte de en unas cuantas inscripciones grabadas en las lápidas de algún antiguo cementerio y un puñado de polvo en el interior de un ataúd descompuesto? Pero ahí se alzaba todavía en silencio la antigua escalera, con sus antiguos muros grises, en cuya superficie se aprecian todavía bandas, aspas y muchos otros símbolos heráldicos que, como sombras grotescas, se proyectan desde los días de un lejano pasado.

En el mes de mayo del año 1884, tres eran los jóvenes que ocupaban las estancias que se abrían en cada uno de los rellanos de aquella antigua escalera. Cada apartamento disponía de una sala de estar y de un dormitorio, mientras que las dos piezas del piso inferior se utilizaban una como carbonera y la otra como alojamiento del criado, o fámulo, Thomas Styles, cuyas obligaciones consistían en atender a los tres hombres que vivían arriba. A ambos lados, se extendía una hilera de aulas y de despachos: los inquilinos de la vieja torre gozaban de cierto aislamiento, por lo que aquellas habitaciones eran las más apetecidas por los estudiantes más aplicados de cursos inferiores. En aquellos momentos, los tres ocupantes eran: Abercrombie Smith en el piso más alto, Edward Bellingham, en el piso central, y, en la planta inferior, William Monkhouse Lee.

Una hermosa noche de primavera, a eso de las diez de la noche, Abercrombie Smith estaba arrellanado en su sillón, con los pies encima del hogar de la chimenea y una pipa de brezo en la boca. En un sillón parecido y muy a gusto también, del otro lado de la chimenea, estaba acomodado su compañero desde hacía mucho tiempo, Jephro Hastie. Ambos llevaban pantalones de franela, porque habían pasado la tarde en el río, pero, a pesar de aquella vestimenta, al reparar en la perspicacia con que observaban todo lo que les rodeaba, nadie habría albergado la menor duda de que eran hombres de acción, hombres cuyos gustos y forma de ver las cosas estaban volcados en lo viril, en lo fornido. En efecto, Hastie era el timonel de la embarcación de su colegio, y Smith era un remero sin igual, pero andaba preocupado por un examen que se le venía encima, al que dedicaba todo el tiempo, a excepción de las pocas horas semanales que empleaba en mantenerse en forma. Un montón de libros de medicina encima de la mesa, amén de algunos huesos y unas cuantas reproducciones y grabados de anatomía, daban fe de los estudios en que estaba sumido, mientras que la presencia en la repisa de la chimenea de dos sables de esgrima de madera y de un par de guantes de boxeo evocaban la forma en la que, con ayuda de Hastie, podía practicar un ejercicio intenso sin necesidad de moverse de su sitio. Ambos se conocían muy bien, tanto que, en aquel momento, podían solazarse en ese apacible silencio al que sólo se accede desde el grado más alto de la amistad.

—Toma un poco de whisky —acabó por decir Abercrombie Smith, entre dos caladas—. Escocés en el botellón, pero irlandés en la botella de la que procede.

—No, gracias; me he apuntado a la competición de remo, y no suelo beber cuando estoy entrenando. ¿A qué te dedicas tú?

—A empollar con todas mis fuerzas. Una pena.

Hastie asintió con la cabeza, y ambos volvieron a sumirse en un agradable silencio.

—Por cierto, Smith —no tardó en preguntarle Hastie—, ¿ya has conocido a alguno de tus vecinos de escalera?

—Nos saludamos al cruzarnos. Nada más.

—Estupendo. En mi opinión, no debes ir más allá. Me he enterado de algunas cosas acerca de ellos; nada preocupante, pero a mí me basta. Si yo estuviera en tu lugar, no creo que llegase a intimar con ellos. Y eso que poco se puede decir de Monkhouse Lee.

—¿Te refieres al más delgado?

—Exacto. Es un caballerito bien educado. No creo que oculte ninguna vileza. Pero no puedes relacionarte con él, a menos que tengas tratos con Bellingham.

—Es decir, el más grueso.

—Eso es, el gordo. Se trata de un personaje al que, por mi parte, preferiría no llegar a conocer.

Abercrombie Smith alzó las cejas y clavó la mirada en su compañero.

—¿De qué se trata? ¿Alcohol, juego, vicios? No sabía que fueras tan estricto.

—Está claro que no sabes de quién se trata porque, de lo contrario, no me harías esa pregunta. Hay algo detestable en él, algo que lo hace similar a un reptil. Hay algo en él que me lleva a rebelarme. Lo describiría como un hombre de vicios secretos, un hombre de vida poco recomendable. No es un cualquiera, sin embargo. Se dice de él que, en su especialidad, es uno de los mejores que haya pisado este colegio.

—¿Medicina o letras?

—Lenguas orientales. Un campo en el que es un lince. Hace tiempo, Chillingworth coincidió con él en alguna parte, pasada la segunda catarata, y me contó que hablaba con los árabes, como si hubiera nacido entre ellos, y allí hubiese sido amamantado y criado. Hablaba en copto con los coptos, en hebreo con los judíos y en árabe con los beduinos, y todos parecían dispuestos a besarle el bajo de la levita. En esos parajes, hay algunos ancianos eremitas que fruncen el ceño y escupen al advertir la presencia de extraños. Pues bien, en cuanto vieron al tal Bellingham, antes de que les dijera nada, ya estaban tirados por el suelo y retorciéndose. Chillingworth me aseguró que nunca había visto nada igual. En cuanto a Bellingham, adoptaba la actitud de quien recibe el homenaje que le es debido, y se pavoneaba entre ellos y les hablaba como si fuera su guía. No está mal para ser un estudiante del Old College, ¿no te parece?

—¿Por qué dices que no es posible tratar con Lee sin frecuentar a Bellingham?

—Porque Bellingham está comprometido con su hermana, Eveline, una chiquilla deliciosa, Smith. Y, como conozco a esa familia, me resulta muy desagradable ver a semejante animal a su lado; es como contemplar un sapo al lado de una paloma.

Abercrombie Smith sonrió y sacudió las cenizas de la pipa contra el borde de la parrilla.

—Acabas de poner tus cartas boca arriba, viejo amigo —le respondió—. ¡Pareces un viejo lleno de prejuicios y celoso, que siempre piensa mal! Porque, aparte de eso, no tienes nada que echarle en cara.

—Bueno, a Eveline la conozco desde que era así de pequeñita y no me gustaría que le pasase nada. Y ahora está en peligro. Porque ese hombre es como un animal. Además, tiene un carácter odioso, es un rencoroso. ¿No recuerdas la pelea que tuvo con Long Norton?

—Claro que no. Nunca te acuerdas de que es el primer año que paso aquí.

—Es verdad; fue el invierno pasado. Bueno, ya conoces el camino de sirga que discurre junto al río. Eran varios los que deambulaban por allí, con Bellingham a la cabeza, cuando se encontraron con una vieja que venía del mercado en sentido contrario. Había llovido, y ya sabes cómo se ponen esas zonas cuando llueve: el sendero discurría entre el río y un charco tan inmenso como la corriente. ¿Qué dirás que hizo ese cerdo con tal de seguir adelante? Arrojar a la anciana al barro: allí fueron a parar ella y las compras que había hecho. Fue un gesto vil, y Long Norton, persona amable donde las haya, le recriminó lo que había hecho. La cosa se calentó, pero el incidente quedó zanjado con un bastonazo que Norton le propinó en los hombros. Fue un asunto que dio mucho que hablar y, la verdad, es un regalo observar las miradas que Bellingham le lanza a Norton cuando se cruzan. ¡Por Júpiter, Smith, son casi las once!

—No tengas tanta prisa. Enciende la pipa de nuevo.

—No; se supone que estoy en período de entrenamiento y, mira por dónde, me dedico a cotillear en lugar de estar en la cama. Si me lo permites, me llevaré tu calavera. Williams tiene la mía desde hace un mes. Me llevo también los huesecillos del oído, si no te hacen falta de verdad. Muchas gracias, pero no necesito bolsa; puedo llevarlos bajo el brazo perfectamente. Buenas noches, muchacho, y acepta mi consejo en lo que se refiere a tu vecino.

Cuando Hastie, cargado con aquel botín anatómico, desapareció por la escalera de caracol, Abercrombie Smith tiró la pipa a la papelera y, tras acercar el sillón a la lámpara, se sumió en la lectura de un voluminoso libro de tapas verdes, que contenía unos enormes grabados en color de ese sorprendente reino interior del que somos tan infortunados como impotentes monarcas. Aunque nuevo en Oxford, no lo era tanto en cuanto alumno de medicina, disciplina que había estudiado a lo largo de cuatro años en Glasgow y en Berlín, y el examen que preparaba le permitiría acceder al ejercicio de dicha profesión. Con una boca firme, una frente despejada y un rostro de rasgos bien dibujados, aunque un poco angulosos, era un hombre que, si bien no brillaba por su talento, era tan tenaz, tan paciente y tan entero que podía desbancar al genio más dotado. Porque un hombre que es capaz de sobresalir entre escoceses o alemanes del norte no se deja amilanar con facilidad. Tanto en Glasgow como en Berlín, Smith había adquirido una reputación y, en aquel momento, estaba decidido a conseguir lo mismo en Oxford, gracias a dejarse la piel y a su fuerza de voluntad.

Llevaba leyendo una hora más o menos, y las agujas del reloj que tenía encima de la mesita auxiliar estaban a punto de dar las doce, cuando un ruido inesperado llegó a los oídos del estudiante, un ruido agudo y estridente, como el silbido de la respiración de un hombre que trata de recuperar el aliento tras sufrir una fuerte emoción. Smith dejó el libro en la mesa y aguzó el oído. En las dependencias de al lado no había nadie, ni tampoco arriba, o sea, que aquella interrupción se debía sin duda al vecino de abajo, el mismo del que Hastie le había trazado un retrato tan poco amable. Smith sólo conservaba la imagen del rostro fofo y pálido de un hombre taciturno y estudioso, un hombre cuya lámpara proyectaba un halo dorado desde la torre, incluso después de que él hubiera apagado la suya. Aquellas veladas de trabajo en común habían contribuido a crear una especie de tácita relación entre ellos. Cuando las horas transcurrían en busca del alba, Smith se sentía reconfortado al comprobar que había otra persona que, muy cerca de él, concedía también al sueño tan escasa importancia. Incluso en ese momento en que estaba pensando en su vecino, lo hacía con afabilidad. Hastie era un buen muchacho, pero de carácter fuerte, musculoso, carente de imaginación y poco comprensivo. No aceptaba nada que se apartase de aquello que él tenía como modelo de la masculinidad. Para Hastie, cualquier hombre que no pasase el listón de los grandes colegios privados británicos no tenía nada que hacer. Al igual que tantos otros hombres fornidos, tenía tendencia a confundir la fortaleza física con la templanza del carácter, y a atribuir a la falta de principios lo que no se debía sino a una circulación sanguínea deficiente. Smith, de mente más despierta, comprendía la forma de pensar de su amigo y se mostraba indulgente con él, ahora que pensaba en el hombre que vivía en el piso de abajo.

Como no volvió a oírse aquel ruido tan sorprendente, Smith se disponía a centrarse en lo suyo cuando, de repente, un grito ronco, un aullido en toda regla, vino a quebrar el silencio de la noche: sólo podía provenir de un hombre tan emocionado y exaltado como para perder el control. Smith saltó en su asiento, y se le cayó el libro. Aunque era un hombre de carácter asentado, tenía que reconocer que aquel grito de horror, repentino e incontrolable, le había helado la sangre y le había puesto la carne de gallina. En aquel lugar y a aquella hora, le sugirió un millar de fantásticas posibilidades. ¿Debía bajar al instante o sería preferible esperar? Como todos sus compatriotas, sentía un rechazo instintivo a perder la compostura; por otra parte, sabía tan poco de aquel vecino suyo que no quería entrometerse a la ligera en sus asuntos. Deliberó un instante y, mientras dudaba qué hacer, oyó unos pasos precipitados por la escalera, y el joven Monkhouse Lee, a medio vestir y tan pálido como la cera, irrumpió en su aposento.

—Baje conmigo —le imploró sin aliento—. Bellingham se encuentra mal.

Abercrombie Smith bajó tras él por las escaleras hasta llegar al salón que se encontraba debajo del suyo y, aún preocupado por lo que pudiera pasar, nada más cruzar el umbral, no pudo sino sorprenderse al ver lo que vio. Se trataba de una estancia como ninguna otra, un museo más que el cuarto de un estudiante. Paredes y techo estaban revestidos de millares de extrañas reliquias egipcias y orientales. Figuras estilizadas y angulosas, cargadas con fardos o con armas, habían sido dispuestas alrededor del recinto, como si formasen parte de un friso realizado al buen tuntún. Más arriba, se veían estatuas con cabezas de toro, de cigüeña, de gato o de lechuza, junto a reyes de ojos almendrados, con coronas rematadas por víboras, y extrañas deidades con forma de escarabajo, talladas en ese lapislázuli azul tan típico de Egipto. Horus, Isis y Osiris imperaban sobre aquel desbarajuste, mientras que del techo, suspendido de un doble nudo corredizo, colgaba una verdadera criatura del antiguo Nilo, un enorme cocodrilo con las mandíbulas abiertas.

En el centro de aquel asombroso aposento, había una enorme mesa cuadrada, repleta de papeles, botellas y hojas secas de una bonita planta, que parecía una palmera. Todos aquellos objetos estaban arrumbados a un lado de cualquier manera, para dejar sitio en la parte delantera de la mesa al sarcófago de una momia que, con anterioridad, debía de haber estado apoyado en una de las paredes, como podía deducirse por el espacio vacío que se observaba. La momia, una espantosa cosa negra y reseca, como una cabeza carbonizada que brotase de un tronco retorcido, yacía medio fuera del sarcófago, mientras una mano parecida a una garra y un antebrazo descamado reposaban sobre la mesa. Apoyado en el sarcófago, había un viejo y amarillento rollo de papiro y frente a él, en un sillón de madera con brazos, el inquilino del cuarto, con la cabeza caída hacia atrás y unos ojos muy abiertos y fijos que contemplaban, horrorizados, el cocodrilo que colgaba encima, mientras sus labios azulados resoplaban ruidosamente cada vez que exhalaba el aire.

—¡Dios mío! Creo que se está muriendo —gritó Monkhouse Lee, fuera de sí.

Era un apuesto y espigado muchacho, de tez aceitunada y ojos oscuros, que más parecía español que inglés, dotado de un temperamento tan sensible que chocaba con la flema sajona de la que hacía gala Abercrombie Smith.

—En mi opinión, sólo ha sufrido un desmayo —dijo el estudiante de medicina—. Écheme una mano; sujételo por los pies y, ahora, llevémoslo al sofá. ¿Sería tan amable de apartar todos esos idolillos de madera? ¡Qué desbarajuste! Si le aflojamos el cuello y le damos un poco de agua, se sentirá mejor. ¿Qué demonios estaría haciendo?

—No lo sé; oí cómo gritaba, y acudí de inmediato, porque lo conozco bastante bien. Es muy amable por su parte haber bajado.

—El corazón le late como un par de castañuelas —dijo Smith, poniendo una mano en el pecho del hombre desvanecido—. Tengo la impresión de que se ha llevado un buen susto. ¡Échele el agua por encima! ¡Vaya cara que pone!

Y así era; su rostro resultaba de lo más extraño y repugnante, de un color y unos rasgos que eran cualquier cosa menos naturales. Estaba lívido, pero no con la palidez natural que produce el espanto, sino tan blanco como el vientre de un lenguado, como si la sangre no le corriese por las venas. Era muy gordo, pero daba la impresión de haberlo estado mucho más, porque la piel fofa le pendía en pliegues y recovecos, y tenía un montón de arrugas. Unos cabellos tiesos y cortos le cubrían el cráneo, a cuyos lados sobresalían unas orejas grandes y arrugadas. Tenía todavía aquellos ojos de color gris pálido muy abiertos, con las pupilas dilatadas y aún fijas en un hórrido vacío. Mientras lo examinaba, Smith llegaba a la conclusión de que nunca, como en aquel momento, había advertido las señales de peligro que nos envía la naturaleza en el rostro de un hombre, y volvió a tomarse en serio las advertencias que, una hora antes, le había hecho Hastie.

—¿Qué demonios puede haberlo asustado tanto? —preguntó.

—Esa momia.

—¡Una momia! ¿Cómo es posible?

—No lo sé. Se trata de algo monstruoso y mortal. Me gustaría que se olvidara de ella, porque ya es el segundo susto que me da. Lo mismo ocurrió el invierno pasado. Me lo encontré tal como está ahora, con esa horrible cosa delante de él.

—¿Qué pretende hacer con esa momia?

—Ya sabe que es un bicho raro. Ésa es su afición. Sabe más de estas cosas que cualquier otro inglés. Pero ojalá se olvidase de ello. ¡Ya vuelve en sí!

Una vaga coloración había comenzado a insinuarse en las cadavéricas mejillas de Bellingham, que parpadeó como las velas de un barco después de una encalmada. Se apretó y se soltó las manos, emitió un largo y débil suspiro y, tras elevar la cabeza de forma repentina, echó un vistazo a su alrededor. En cuanto vio la momia, saltó del sofá, se adueñó del rollo de papiro, lo metió en un cajón y lo cerró con llave, tras lo cual volvió a tumbarse en el sofá.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué hacen aquí, amigos?

—Has empezado a dar voces, y has armado un escándalo mayúsculo —repuso Monkhouse Lee—. De no haber aparecido tu vecino de arriba, no sé qué hubiera hecho.

—¡Ah, Abercrombie Smith! —dijo Bellingham, sin apartar los ojos de él—. ¡Qué amable de su parte que haya bajado! ¡Dios mío, soy un imbécil! ¡Qué estúpido soy!

Se tapó la cara con las manos, y se echó a reír a carcajadas, con risotadas histéricas.

—¡Ya está bien! ¡Deje de reírse así! —le gritó Smith, zarandeándolo por los hombros—. Está usted fuera de sí. O se olvida de estas diversiones con momias a medianoche, o acabará perdiendo la cabeza. Está usted completamente fuera de sí.

—Después de lo que he visto —repuso Bellingham—, me gustaría saber si estaría usted tan tranquilo como yo…

—¿Qué ha pasado?

—Nada. Sólo me preguntaba si sería usted capaz de sentarse en plena noche frente a una momia sin perder la calma. Pero creo que está usted en lo cierto. Sin embargo, no le falta razón; últimamente, me he exigido mucho a mí mismo. Pero ahora me siento bien. En cualquier caso, no se vaya todavía. Aguarde unos minutos hasta que me haya recuperado por completo.

—Aquí huele a cerrado —apuntó Lee, abriendo la ventana para que entrase el aire fresco de la noche.

—Es por la resina balsámica —replicó Bellingham; retiró de la mesa una de las hojas secas de palma y la puso encima de la tulipa de cristal de la lámpara; la hoja se consumió mientras, por la habitación, se expandían espesas volutas de humo que olían de forma amarga y penetrante—. Es la planta sagrada; la planta de los sacerdotes —explicó—. ¿Sabe algo de lenguas orientales, Smith?

—Nada de nada. Ni una palabra.

Aquella respuesta pareció quitarle un peso de encima al egiptólogo.

—¿Puedo preguntarle —prosiguió— cuánto tiempo cree que habrá pasado desde que usted bajó hasta que yo recuperé el conocimiento?

—No mucho; digamos que unos cuatro o cinco minutos.

—Eso era lo que pensaba, que no habría durado mucho —replicó, suspirando hondo—. Pero ¡qué extraño resulta perder la conciencia! Es algo que no se puede medir. De hacer caso sólo a mis propias sensaciones, no sabría decir si han pasado segundos o semanas. Sin embargo, el personaje que yace ahí, encima de la mesa, fue enterrado durante la undécima dinastía, hace unos cuarenta siglos y, si fuera capaz de hablar, seguro que nos diría que ese período de tiempo no ha durado más que un abrir y cerrar de ojos. Es una momia muy hermosa, Smith.

Smith se acercó a la mesa y observó con mirada profesional la figura negra y retorcida que tenía enfrente. Aunque era espantosa la carencia de color, sus rasgos se habían conservado perfectamente y, desde las profundidades oscuras y huecas de aquellas cuencas, parecían acechar unos ojos pequeños como avellanas. Aquella piel manchada se adhería con firmeza de un hueso a otro, y unas greñas enmarañadas de espesos cabellos negros le caían por encima de las orejas. Sobre el labio inferior, apergaminado, sobresalía un par de dientes afilados, como los de una rata. Smith tenía la impresión de que en aquella posición fetal, con las extremidades engurruñadas y la cabeza estirada, aquella espantosa cosa desprendía una funesta energía que le producía náuseas. Observaba las costillas descamadas, cubiertas de aquella especie de pergamino, y el vientre hundido y de color plomizo, en el que se apreciaba el largo tajo que era la firma del embalsamador; sin embargo, conservaba las extremidades inferiores envueltas en unas bastas vendas amarillentas. Tanto por el cuerpo como en el fondo del sarcófago, había diseminados clavos de olor, o algo parecido a semillas de mirra y canela.

—No sé cómo se llama —dijo Bellingham, al tiempo que acariciaba la cabeza momificada—. Como verá, no dispongo del sarcófago externo, en el que habrían de figurar las inscripciones. Ahora sólo se la conoce como el lote número 249, tal como aparece en el sarcófago. Era el número que le habían asignado en la subasta en la que la adquirí.

—Debió de ser un muchacho que llamaba la atención en su época —apuntó Abercrombie Smith.

—Todo un gigante. Su cuerpo momificado mide seis pies y siete pulgadas, lo que debía de convertirlo en un gigante a ojos de sus coetáneos, que nunca fueron una raza muy alta. Fíjese, además, en esos enormes huesos nudosos. Mal asunto, pelearse con él.

—A lo mejor colaboró con sus propias manos a subir las piedras de las pirámides —comentó Monkhouse Lee, mientras observaba con desagrado aquellas retorcidas y sucias garras.

—Nada de eso. Este hombre fue tratado con natrón y momificado como Dios manda. No era ése el trato que se dispensaba a los albañiles; a ésos sólo se los preservaba con sal o bitumen. Se han hecho cálculos, y se asegura que un proceso de momificación como el que contemplamos vendría a costar unas setecientas treinta libras de las de ahora. De lo que se deduce que nuestro amigo era noble, como poco. ¿Qué cree usted, Smith, que puede indicar esa pequeña inscripción que se observa a la altura de los pies?

—Ya le he dicho que no sé nada de lenguas orientales.

—Es verdad. En mi opinión, es el nombre del embalsamador, que debía de ser un hombre que hacía su trabajo a conciencia. Me pregunto cuántas de las cosas que vemos hoy perdurarán dentro de cuatro mil años.

A pesar de que parecía capaz de entablar una agradable y rápida conversación, por cómo agitaba las manos, por cómo le temblaba el labio inferior y porque, mirase donde mirase, siempre acababa por clavar la vista en su siniestro acompañante, Abercrombie Smith tenía la sensación de que aún estaba muerto de miedo. A pesar del horror que parecía experimentar, sin embargo, algo en su forma de hablar y en su actitud parecía indicar que había salido victorioso: le refulgían los ojos, y recorría la estancia de arriba abajo, con paso rápido y enérgico. Parecía un hombre que hubiera hecho frente a una terrible experiencia, que le había dejado huella, pero que le había ayudado a conseguir lo que andaba buscando.

—¿No estará pensando en irse ya, verdad? —exclamó, en cuanto Smith se levantó del sofá.

Era como si la perspectiva de volver a quedarse solo reavivara todos sus temores, y le tendiese a Smith una mano para que se quedase con él.

—Así es; debo irme. Tengo que trabajar. Ahora ya se encuentra bien. Creo de todas formas que, dadas las características de su sistema nervioso, debería dedicarse a indagaciones menos morbosas.

—Por lo general, no me pongo nervioso. No es la primera vez que he retirado los vendajes de una momia.

—Pero la última vez también te desmayaste —apuntó Monkhouse Lee.

—Sí; tienes toda la razón. Seguramente necesito algún tonificante para los nervios, o someterme a una cura de electricidad. ¿Vas a quedarte, Lee?

—Como quieras, Ned.

—En ese caso, bajaré contigo, y echaré una cabezada en tu sofá. Hasta mañana, Smith. Lamento mucho haberlo interrumpido con mis locuras.

Se estrecharon la mano y, a medida que subía por aquella irregular escalera en espiral, oyó cómo una llave giraba en una cerradura, y los pasos de las dos personas que acababa de conocer, que se dirigían al piso inferior.

 

Así que de aquel extraño modo se conocieron Edward Bellingham y Abercrombie Smith, relaciones que al menos el segundo de ellos no deseaba que fuesen más allá. Pero Bellingham parecía sentir cierta simpatía por aquel vecino que tenía a bien decir lo que pensaba, y había tenido algunos gestos con él de los que debía darse por enterado, si no quería cometer una verdadera falta de cortesía. Dos veces subió a los apartamentos de Smith a darle las gracias por sus atenciones, al igual que, en otras ocasiones, le llevó libros, trabajos y esas cosas que, por educación, suelen hacerse entre vecinos que están solteros. Pronto tuvo ocasión Smith de comprobar que se trataba de un hombre de amplia cultura, de gustos eclécticos y dotado de una memoria extraordinaria. Sus modales, por otra parte, eran tan agradables y delicados que, pasado un tiempo, uno llegaba a olvidarse hasta de su repulsiva apariencia. No era un compañero desagradable para un hombre cansado y atareado, por lo que, pasado un tiempo, Smith se vio obligado a reconocer que aguardaba encantado que fuese a verlo, e incluso le devolvía las visitas.

Por muy inteligente que pareciese, sin embargo, el estudiante de medicina creyó apreciar un atisbo de locura en aquel hombre que, de repente, le endosaba elevados y pomposos discursos que poco tenían que ver con la vida sencilla que llevaba.

—Qué maravillosa es la sensación —aseguraba— de saber que uno domina las fuerzas del bien y del mal —y añadía, a propósito de Monkhouse Lee—: Es un buen chico, un muchacho honrado, pero carente de empuje, de ambición. No sería buen compañero para un hombre embarcado en una empresa de envergadura. No, no sería a él a quien buscase en esas circunstancias.

Cuando escuchaba tales cosas, tales insinuaciones, Smith se dedicaba a dar algunas bocanadas a la pipa con aspecto solemne, alzaba las cejas y negaba con la cabeza, al tiempo que repetía algunos consejos médicos acerca de la conveniencia de descansar y tomar el aire libre.

No hacía mucho que Bellingham había contraído un hábito que, a ojos de Smith, era un claro indicio de debilitamiento mental. Parecía hablar consigo mismo sin parar. A altas horas de la noche, aunque estaba seguro que no había nadie en su cuarto, Smith no dejaba de oír su voz en el piso de abajo, un largo monólogo apagado, casi un susurro, pero que, en el silencio de la noche, se oía con toda claridad. Aquel parloteo solitario molestaba y distraía a nuestro estudiante, que, en más de una ocasión, se lo comentó a su vecino. Ruborizado, Bellingham siempre negaba de forma tajante los hechos; incluso parecía más contrariado de lo que requería semejante situación.

Aunque hubiera dudado de lo que oía, no pasó mucho tiempo antes de que Abercrombie Smith obtuviese una confirmación. Tom Styles, el decrépito criado que, desde tiempo inmemorial, atendía los deseos de los inquilinos de la torre, estaba también más que intrigado.

—Discúlpeme, señor —le dijo una mañana, mientras ordenaba el cuarto de arriba—, pero ¿cree usted que el señor Bellingham se encuentra bien?

—¿Por qué lo dice, Styles?

—Bueno, querría saber si está en sus cabales, señor.

—¿Por qué no habría de estarlo?

—No sabría decirle, señor. Últimamente, ha cambiado de hábitos. No es el mismo de antes, aunque me tome la libertad de decirle que nunca lo consideré un caballero, como el señor Hastie o usted mismo. Es terrible, pero habla solo.

Y me sorprende que no le moleste, señor. No sé qué debo pensar, señor.

—No creo que eso sea de su incumbencia, Styles.

—Es que se trata de algo que me preocupa, señor Smith. Quizá suene pretencioso por mi parte, pero no puedo evitarlo, porque muchas veces me siento como si fuera el padre y la madre de los caballeros que tengo a mi cargo. Cuando las cosas vienen mal dadas y aparece la familia de uno de ustedes, todos se dedican a preguntarme. Pero, por lo que se refiere al señor Bellingham, señor, me gustaría saber quién anda en su habitación, cuando él no está, aunque la puerta esté cerrada con llave por fuera.

—No diga tonterías, Styles.

—Quizá tenga razón, señor, pero he tenido ocasión de escucharlo más de una vez.

—Bobadas, Styles.

—Como usted diga, señor. No dude en llamarme si necesita algo.

Si bien Abercrombie Smith no prestó demasiada atención a los chismes del viejo criado, pocos días después tuvo lugar un pequeño incidente que lo sorprendió bastante desagradablemente y que le recordó lo que Styles le había comentado.

Un día, ya de noche, Bellingham subió a verlo, y pasó un rato haciéndole una interesante descripción de las tumbas excavadas en las rocas en Beni Hassan, en el Alto Egipto. Smith, que poseía un oído extremadamente fino, oyó entonces con toda claridad el ruido de una puerta que se abría en el piso inferior.

—Alguien ha entrado o salido de sus habitaciones —dijo.

Bellingham se puso en pie de un salto y, por un instante, pareció dejado de la mano de Dios, haciendo gestos que revelaban que no se lo acababa de creer y dando a entender que estaba algo asustado.

—Estoy seguro de haberla cerrado. Juraría que lo hice —acertó a decir—. No creo que nadie haya podido abrirla.

—Pues oigo cómo alguien sube por las escaleras en este mismo instante —repuso Smith.

Bellingham corrió hacia la puerta, la cerró tras sí y se lanzó escaleras abajo. Smith oyó cómo se detenía a medio camino, al tiempo que le pareció que alguien cuchicheaba. Un momento después, la puerta del piso inferior se cerró, oyó una llave que chirriaba en la cerradura, y Bellingham, lívido y cubierto de sudor, subió de nuevo y entró en el cuarto.

—Todo en orden —dijo, mientras se dejaba caer en una silla—. Era el tonto del perro, que había conseguido abrir la puerta. No sé cómo pudo olvidárseme cerrarla con llave.

—No sabía que tuviera perro —replicó Smith, sin perder de vista el rostro compungido de su compañero.

—Hace poco que lo tengo. Pero tendré que deshacerme de él, porque es muy molesto.

—Desde luego que así debe de ser, a la vista de lo que se resiste a quedarse solo. Pensaba que bastaba con cerrar la puerta, sin necesidad de echar la llave.

—No me gustaría que el viejo Styles lo sacase de aquí. Se trata de un perro valioso, y sería una pena que se perdiese.

—A mí me gustan mucho los perros —contestó Smith, sin perder de vista a su amigo de reojo—. Confío en que me deje verlo.

—Faltaría más. Pero no será esta noche, porque tengo una cita. Si ese reloj va bien, ya llevo un retraso de un cuarto de hora. Espero que sepa disculparme.

Recogió la gorra y salió a toda prisa de la habitación. A pesar de lo que le había dicho, Smith oyó cómo regresaba a su aposento y cerraba la puerta por dentro.

Aquella conversación le dejó mal sabor de boca al estudiante de medicina. Bellingham le había mentido, y lo había hecho de una forma tan descarada que parecía tener razones de peso para ocultarle la verdad. Smith sabía que su vecino no tenía perro. Sabía también que los pasos que había oído en la escalera no eran los de un animal. Mas, de no ser así, ¿quién podía haber sido? Tenía en mente lo que le había contado el viejo Styles de los pasos que oía en aquellas habitaciones, cuando el inquilino no se encontraba en ellas. ¿Podría tratarse de una mujer? Smith parecía inclinarse por esa posibilidad. Si así fuera, si las autoridades académicas llegasen a descubrirlo, Bellingham podría verse desacreditado y expulsado, razón más que suficiente para entender tantas mentiras y el estado de ansiedad en que se hallaba. Pero parecía casi imposible que un estudiante pudiese tener a una mujer en sus habitaciones sin que nadie se diese cuenta al instante. Fuera cual fuese la explicación, había algo que le desconcertaba, y optó por volver a enfrascarse en sus libros, después de haber tomado la decisión de que, a partir de entonces, no alentaría ningún intento de acercamiento por parte de aquel vecino que hablaba tan bien, pero que era tan desagradable.

Pero estaba escrito que aquella noche se vería obligado a interrumpir su trabajo. Apenas acababa de volver a coger el hilo, cuando oyó unos pasos firmes y sonoros, que subían los escalones de tres en tres, y Hastie, con blazer y pantalones de franela, irrumpió en sus aposentos.

—¡Todavía trabajando! —exclamó, mientras se desplomaba en un sillón que consideraba propio—. ¡No tienes medida! Aunque hubiese un terremoto capaz de destruir Oxford, tú te quedarías tan tranquilo con tus libros en mitad de las ruinas. Pero no te quitaré mucho tiempo. Tres caladas a la pipa, y me voy.

—¿Qué novedades traes? —preguntó Smith, apretando un pellizco de tabaco en la pipa con el dedo índice.

—No hay grandes cosas. Wilson marcó setenta a favor de los de primer año, que se enfrentaban al once titular. Se comenta que le van a pedir que juegue en el puesto de Buddicomb, que ya no está en su mejor momento. Antes era bastante bueno a la hora de lanzar, pero ahora sólo llega a hacer algunas jugadas y a dar unos cuantos saltos.

—Un centrocampista —apuntó Smith, con ese gesto grave que adoptan los universitarios a la hora de hablar de deportes.

—Muy rápido, con un buen juego de piernas. Llega a tres palmos con el brazo. Temible en terreno mojado. Por cierto, ¿te has enterado de lo que le ha pasado a Long Norton?

—¿Qué le ha ocurrido?

—Que lo han agredido.

—¿Agredido?

—Así es; nada más salir de High Street, a un centenar de yardas de la puerta del Old College.

—Pero ¿quién ha sido?

—Ahí está la cuestión. Si hubieras preguntado «qué», hubiera sido más correcto desde un punto de vista gramatical. Norton jura que no era un ser humano y, a juzgar por los arañazos que tenía en el cuello, me pongo de su parte.

—¿Qué fue entonces? ¿Un fantasma?

Unas cuantas bocanadas de humo bastaron para manifestar el escepticismo que, como científico, profesaba Abercrombie Smith.

—Hombre, no. No creo que tenga nada que ver con eso. Más bien me inclino a pensar si algún domador no habrá perdido a alguno de sus grandes monos, y el simio anda por estos parajes; seguro que a un jurado le sobrarían buenas razones para condenarlo. Como sabes, Norton pasa por allí todas las noches, a la misma hora más o menos. En ese camino está el gran olmo del jardín de Rainy, cuyas ramas llegan casi hasta el suelo. Norton cree que lo que fuera se lanzó sobre él desde ese árbol. En cualquier caso, asegura que estuvo a punto de morir estrangulado por dos brazos que, según él, eran tan duros y finos como barras de acero. No llegó a ver nada; tan sólo notaba cómo aquellos espantosos brazos lo apretaban cada vez con mayor fuerza. Se puso a chillar como un loco y acudieron dos estudiantes corriendo, pero aquella cosa se encaramó al muro como si fuera un gato. En ningún momento llegó a ver con claridad de qué se trataba. Pero te aseguro que Norton está muy afectado. Traté de convencerlo de que aquel susto había sido tan saludable para él como un cambio de aires a orillas del mar.

—Quizá fuese un estrangulador —aventuró Smith.

—Es muy posible, aunque Norton asegura que no, y no creo que tenga mucha importancia lo que él afirme. El estrangulador tenía unas uñas muy largas, y dio muestras de una habilidad excepcional a la hora de escalar muros. Además, me malicio que, si llegase a enterarse de lo que ha pasado, tu simpático vecino estaría encantado. La había tomado con Norton y, por lo que tengo oído, no es hombre demasiado inclinado a dar por zanjadas las diferencias. Pero ¿qué pasa, amigo mío? ¿Qué te ronda por la cabeza?

—Nada —replicó Smith, de forma tajante.

Se había puesto en pie de golpe, y en su rostro se reflejaba el gesto de un hombre al que de pronto le ronda por la cabeza algo desagradable.

—Tengo la sensación de que algo de lo que he dicho te ha dejado más que sorprendido. Por otra parte, ya sé que has tenido ocasión de conocer a maese B. desde la última vez que vine a verte. Algo me comentó el joven Monkhouse Lee al respecto.

—Así es; es un conocido. Ha venido a verme en un par de ocasiones.

—Bueno, eres lo bastante grande y feo para saber cuidar de ti mismo. No casa precisamente con la idea que yo me hago de un compañero sano, aunque no hay duda de que es muy inteligente y todo eso. Pero no tardarás en darte cuenta por ti mismo. Lee es un buen muchacho, un compañero que merece la pena. ¡Tengo que irme, chico! Del miércoles en ocho días, remo para medirme con Mullins por la copa del vicecanciller, así que, en caso de que no nos veamos antes, confío en que asistas al evento.

Como un corderito, Smith dejó la pipa y, con toda la paciencia de que era capaz, volvió a los libros. Pero, por más empeño que pusiera, se le hacía muy difícil concentrarse. Se le iba el santo al cielo y, de pronto, se encontraba pensando en el hombre que vivía en el piso de abajo y en el pequeño misterio que rodeaba aquellos aposentos. Sin querer empezó a pensar a continuación en aquella sorprendente agresión que Hastie le había referido, y en la inquina que, al parecer, Bellingham alimentaba contra la víctima. Ambas ideas no dejaban de darle vueltas en la cabeza, como si las dos guardasen una profunda y estrecha relación. Se trataba, sin embargo, de una sospecha tan poco consistente y confusa que no se sentía capaz de darle forma.

—¡Maldito sea ese individuo! —gritó Smith, al tiempo que mandaba a hacer gárgaras el libro de patología al otro extremo del cuarto—. Me ha echado a perder una noche de trabajo, razón más que suficiente, aunque no hubiera ninguna otra, para evitarlo de ahora en adelante.

En los diez días siguientes el estudiante de medicina se dedicó por completo a sus estudios, de forma que ni vio ni supo nada nuevo de los dos hombres que vivían en los pisos de abajo. Puso cuidado en cerrar la puerta a las horas en que Bellingham solía ir a verlo y, si bien en más de una ocasión oyó que alguien llamaba, se mantuvo en sus trece y no abrió. Una tarde, sin embargo, cuando bajaba las escaleras, al pasar por delante de la puerta de Bellingham, ésta se abrió de par en par y vio salir al joven Monkhouse Lee, echando chispas por los ojos y con aquellos pómulos aceitunados arrebolados de ira. Con su cara gruesa y de aspecto poco saludable, cargada de malas intenciones, Bellingham le pisaba los talones.

—¡Estúpido! —le susurró—. Te arrepentirás.

—Ya lo creo —replicó el otro, a gritos—. Oye bien lo que voy a decirte: se acabó. No quiero volver a oír hablar de eso.

—¡Hiciste una promesa, de todos modos!

—¡Y la cumpliré! No abriré la boca. Pero preferiría ver a la pequeña Eva en su tumba. De una vez por todas, te digo que se acabó. Ella hará lo que yo le diga, y no volveremos a verte.

Aunque Smith no había tenido más remedio que escuchar aquella conversación, bajó lo más deprisa que pudo, porque no quería verse mezclado en aquella discusión. Estaba claro que se había producido una profunda desavenencia entre ellos, y que Lee iba a romper el compromiso contraído por su hermana. Smith pensó en la comparación que Hastie había hecho entre el sapo y la paloma, y se sintió satisfecho al ver que la relación había concluido. Cuando estaba furioso, no era agradable contemplar el rostro de Bellingham. No era hombre en quien se pudiera confiar de por vida la suerte de una muchacha inocente. Mientras andaba, alicaído, Smith no dejaba de preguntarse cuál habría sido el motivo de aquella disputa, y en qué consistiría aquella promesa que Bellingham pretendía que Monkhouse Lee cumpliese por encima de todo.

Era el día de la competición de remo entre Hastie y Mullins, y una multitud de espectadores se dirigía a las orillas del Isis. Lucía un sol de mayo esplendoroso, y las sombras oscuras de los altos olmos proyectaban sus negras manchas sobre los senderos arenosos. A uno y otro lado, aunque apartados del camino, se alzaban los colegios grises donde ancianas madres de cabellos blancos contemplaban desde sus ventanas con parteluces aquella marea de jóvenes tan felices que se agitaba en la calle. Profesores vestidos de negro, funcionarios remilgados, estudiantes paliduchos, jóvenes atletas bronceados con sombreros de paja, jerséis blancos o blazers de colores, todos se dirigían al tortuoso río azul, cuyos meandros discurren a través de los prados de Oxford.

Con intuición de viejo remero, Abercrombie Smith eligió su sitio justo allí donde sabía que se produciría la disputa, en caso de que la hubiera. Oyó a lo lejos el murmullo que anunciaba la salida, el creciente rugido de los remos, el estruendo de la gente que corría y los gritos de los hombres en las embarcaciones. Un puñado de personas que corrían sin resuello y a medio vestir pasó por delante de él, pero se puso en pie, y vio cómo Hastie remaba con una cadencia estable de treinta y seis paladas, mientras que su adversario, a un jadeante ritmo de cuarenta, no lograba acortar una distancia de una embarcación por detrás de él. Smith dio ánimos a su amigo y, tras consultar la hora, ya se disponía a volver a sus aposentos cuando notó que alguien le ponía la mano en el hombro y se encontró con el joven Monkhouse Lee a su lado.

—He visto que andaba por aquí —dijo con timidez, como si buscara disculparse—, y me gustaría hablar con usted, si dispone de media hora. Esta casita es mía. La comparto con Harrington, del King’s College. Venga a tomar una taza de té.

—He de volver a mis habitaciones ahora mismo —repuso Smith—. Tengo mucho trabajo por delante. Pero estaré encantado de dedicarle unos minutos, aunque, si Hastie no fuese amigo mío, le aseguro que no habría salido de casa.

—También es amigo mío. Tiene un estilo formidable, ¿no cree? Mullins no tenía nada que hacer. Pero entremos en la casita. Es como un refugio, en el que resulta muy agradable trabajar en los meses estivales.

Era un pequeño edificio blanco y cuadrado, con puertas y contraventanas de color verde y una veranda recubierta de espalderas, que se alzaba a unas cincuenta yardas de la orilla del río. En el interior, la pieza principal estaba acondicionada como lugar de estudio: una mesa de pino, estanterías de madera sin pintar repletas de libros y unas cuantas oleografías baratas en las paredes. Un hervidor silbaba en un hornillo de alcohol y, encima de la mesa, había una bandeja con todos los utensilios para tomar el té.

—Acomódese en esa silla, y fume un cigarrillo —dijo Lee—. Permítame que le sirva una taza de té. Es muy amable por su parte haber aceptado venir, porque sé lo ocupado que está. Tan sólo quería decirle una cosa. Yo, en su lugar, me mudaría cuanto antes.

—¿Cómo dice?

Smith se quedó boquiabierto, con una cerilla prendida en una mano y un cigarrillo sin encender en la otra.

—Ya sé que debe sonarle raro lo que le digo, y lo peor es que no puedo exponerle mis razones, porque he hecho un juramento firme y solemne. Pero creo que no lo quebrantaré si le digo que no creo que sea muy seguro que tenga usted a Bellingham por vecino. Por mi parte, tengo la intención de instalarme aquí durante una temporada.

—¿Qué quiere decir con eso de que no es muy seguro?

—Eso es lo que no puedo contarle. Pero haga caso de lo que le digo y trasládese a otras habitaciones. Hoy nos hemos enzarzado en una acalorada discusión. Ha tenido que oímos cuando bajaba por las escaleras.

—Sí, ya vi que habían discutido.

—Es una mala persona, Smith. No puedo definirlo de otra manera. He albergado muchas dudas desde aquella noche en la que, como recordará, perdió el conocimiento y usted bajó a ver qué pasaba. Hoy le he puesto a prueba, y me ha dicho algunas cosas que me han dado escalofríos y, encima, me pidió que estuviese de su parte. Como habrá tenido oportunidad de comprobar, no soy un tipo estirado, pero sí hijo de un pastor, y creo que hay algunas cosas que no se pueden consentir. Doy gracias a Dios por haberme percatado antes de que fuese demasiado tarde, porque iba a casarse con alguien de mi familia.

—Me parece muy bien, Lee —repuso Abercrombie Smith, con frialdad—. Pero no sé si lo que me dice es de verdad importante, o si se trata de una nimiedad.

—Sólo trato de ponerlo sobre aviso.

—Si de verdad hay una buena razón para que lo haga, no creo que esté sometido a ningún juramento. Si yo supiera que un individuo se disponía a volar un edificio con dinamita, tenga por seguro que no habría promesa alguna que me impidiera evitarlo.

—Pero el caso es que no puedo impedírselo a él; lo único que puedo hacer es ponerle a usted en guardia.

—Sin aclararme contra qué debo defenderme.

—Contra Bellingham.

—Eso es una niñería. ¿Por qué voy a tener miedo de él, o de cualquier otra persona?

—No puedo explicárselo. Lo más que puedo decirle es que debe trasladarse a otras habitaciones porque, si sigue en las que ocupa ahora mismo, está usted en peligro. Fíjese en que no le estoy diciendo que Bellingham pretenda hacerle daño. Pero podría ocurrir cualquier cosa porque, en estos momentos, no es un vecino recomendable.

—Quizá sepa más de lo que usted se imagina —dijo Smith, sin dejar de observar con atención el rostro juvenil y preocupado del joven—. Imagínese que le dijera que hay otra personal viviendo en los aposentos de Bellingham.

Dominado por un tremendo nerviosismo, Lee se levantó de golpe de la silla.

—O sea, que está usted al tanto —dijo, con voz entrecortada.

—Se trata de una mujer.

Lee se sentó de nuevo con un gemido.

—Mis labios están sellados —añadió—. No puedo decirle nada.

—Muy bien; en cualquier caso —continuó Smith, poniéndose en pie—, es poco probable que el miedo me obligue a abandonar unas habitaciones que me resultan muy cómodas. Por mi parte, sería una debilidad trasladar todas mis cosas, todo lo que tengo, porque usted afirme, sin darme razones, que Bellingham podría hacerme algún daño. Creo que tentaré al destino y me quedaré donde estoy y, como ya son casi las cinco, le ruego que tenga a bien disculparme.

Se despidió del joven estudiante con unas breves fórmulas de cortesía, y regresó a sus aposentos bajo aquella suave tarde de primavera, tan preocupado como divertido, como cualquier hombre enérgico y escasamente imaginativo al que hubieran amenazado con un peligro tan tenebroso como desconocido.

Por muy agobiado que anduviese de trabajo, había un humilde descanso que Abercrombie Smith se concedía siempre que tenía oportunidad: dos veces por semana, los martes y los viernes, tenía por costumbre ir andando hasta Farlingford, donde residía el doctor Plumptree Peterson, a una milla y media más o menos de Oxford. Peterson había sido íntimo amigo del hermano mayor de Smith, Francis, y, como estaba soltero, gozaba de una buena posición económica, disponía de una buena bodega y de una biblioteca aún mejor, aquella casa se había convertido en un refugio acogedor para un hombre con necesidad de hacer ejercicio. De modo que, dos veces a la semana, el estudiante de medicina se internaba por recónditos senderos campestres, y pasaba una hora muy agradable en el confortable despacho de Peterson, dedicado a charlar, en tomo a una copa de oporto, de lo que pasaba en la universidad o de los avances más recientes en el campo de la medicina o de la cirugía.

Al día siguiente de aquella conversación con Monkhouse Lee, a las ocho y cuarto, Smith cerró los libros; era la hora a la que solía salir cuando iba a casa de su amigo. Sin embargo, justo cuando se disponía a irse, reparó por casualidad en uno de los libros que Bellingham le había prestado, y le remordió la conciencia por no habérselo devuelto. Por muy desagradable que le resultase aquel individuo, no había motivo para mostrarse descortés con él. Cogió el libro, bajó las escaleras y llamó a la puerta de su vecino. No obtuvo respuesta; pero, al girar el pomo de la cerradura, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Encantado con la perspectiva de no tener que encontrarse con él, entró en el aposento y, junto con una tarjeta de visita, dejó el libro encima de la mesa.

Aunque la lámpara iluminaba parcialmente, Smith podía contemplar con toda nitidez cada detalle de la estancia. Todo parecía tal y como lo había visto la otra vez: aquella especie de friso, los dioses con cabezas de animales, el cocodrilo colgando del techo y la mesa repleta de un montón de papeles y de hojas secas. El sarcófago estaba apoyado en vertical contra una pared, pero faltaba la momia. No reparó en nada que denotase la presencia de una segunda persona en aquel aposento y, al marcharse, le dio por pensar que, probablemente, no había sido justo con Bellingham. Si tuviera algún oscuro secreto que ocultar, seguro que no dejaría la puerta abierta para que entrase cualquiera.

La escalera en espiral estaba tan oscura como boca de lobo y, cuando Smith bajaba lentamente aquellos escalones irregulares, de repente, en medio de la oscuridad, sintió la presencia de alguien a su lado. Oyó un ruido apagado, percibió una agitación del aire, algo que le rozó levemente en un codo, pero con tanta suavidad que ni siquiera estaba seguro. Se detuvo y escuchó, pero no oyó nada aparte del viento agitando la hiedra.

—¿Anda usted por ahí, Styles? —preguntó.

No obtuvo respuesta; a sus espaldas sólo reinaba el silencio. Debía de haber sido una corriente de aire, porque aquel viejo torreón tenía resquicios y grietas por todas partes. Sin embargo, habría jurado que había oído pasos a su lado. Salió al patio, sin dejar de darle vueltas a lo que acababa de pasarle, y entonces apareció un hombre corriendo deprisa por el césped recién cortado.

—¿Eres tú, Smith?

—¿Qué hay, Hastie?

—¡Date prisa, por lo que más quieras! ¡El joven Lee ha aparecido ahogado! Ha sido Harrington, del King’s College, quien ha venido a avisarnos. El médico está fuera. Así que tendrás que hacerte cargo del asunto; pero tienes que ir cuanto antes, porque a lo mejor aún es posible hacer algo.

—¿Tienes coñac?

—No.

—Ya lo llevo yo. Tengo una botella en mi cuarto.

Smith subió las escaleras de tres en tres, cogió la botella y ya corría con ella escaleras abajo cuando, al pasar por los aposentos de Bellingham, observó algo que lo obligó a detenerse en seco y se quedó boquiabierto en el rellano.

La puerta que había dejado cerrada al salir estaba ahora abierta y, ante él, a la luz de la lámpara, se veía el sarcófago de la momia. Habría podido jurar que tres minutos antes estaba vacío. Sin embargo, allí estaba el cuerpo enjuto de su espantoso ocupante, erguido, tieso y macabro, con la cara negra y apergaminada mirando hacia la puerta. Aunque era una forma inanimada, carente de vida, al detenerse a contemplarla, a Smith le pareció observar un horripilante destello de vitalidad, un leve atisbo de animación en los pequeños ojos que acechaban desde el fondo de aquellas órbitas huecas. Tan sorprendido y sobrecogido se quedó que hasta se olvidó de la razón por la que había vuelto, y aún seguía contemplando aquella enjuta figura descamada cuando las voces de su amigo le hicieron volver a la realidad.

—¡Venga, Smith! —gritó—. Es cuestión de vida o muerte. ¡Date prisa! Muy bien —exclamó, al ver que el estudiante de medicina estaba de nuevo a su lado—; tendremos que echar una carrera. Hay menos de una milla hasta allí, así que deberíamos llegar en cinco minutos. Más vale correr por salvarle la vida a un hombre que por conseguir una copa.

Ambos se precipitaron en la oscuridad, y no pararon de correr hasta que, sin aliento y agotados, llegaron a la casita junto al río. Desfallecido y echando agua como una planta acuática tronchada, el joven Lee estaba tendido en el sofá, con los cabellos negros cubiertos del verde musgo del río; de sus labios inertes salía un hilillo de espuma blanca. De rodillas, a su lado, estaba su compañero Harrington, que se esforzaba en frotar aquellas extremidades rígidas para transmitirles algo de calor.

—Creo que aún vive —dijo Smith, tras palparle un costado con la mano—. Ponga el cristal de su reloj junto a sus labios. Sí; se ha empañado. Sujétale por el brazo, Hastie, y haz lo mismo que yo haga; verás como conseguimos que pronto vuelva en sí.

Se esforzaron en silencio durante diez minutos, inflando y desinflando el pecho del muchacho inconsciente. Por fin, un estremecimiento recorrió aquel cuerpo, le temblaron los labios y abrió los ojos. Los tres estudiantes gritaron entusiasmados.

—Despierta, viejo amigo. Vaya susto nos has dado.

—Toma un poco de coñac. Echa un trago de la botella.

—Ya se encuentra bien —comentó su compañero, Harrington—. ¡Por Dios, qué miedo he pasado! Yo me había quedado aquí leyendo, y él salió a dar un paseo hasta el río, cuando oí un grito y un chapoteo. Eché a correr, pero cuando por fin lo encontré y pude sacarlo del agua, parecía estar muerto. Simpson no podía ir a avisar al médico, porque anda mal de una pierna, así que eché a correr; no sé qué habría hecho si no llego a dar con vosotros. Ya estás bien, amigo. Siéntate.

Monkhouse Lee se incorporó sin ayuda, mirando a su alrededor con ojos de loco.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. Estaba en el agua. Ah, sí; ya me acuerdo.

Pudieron leer en sus ojos una expresión de espanto, y Lee se cubrió el rostro con las manos.

—¿Cómo te caíste?

—No me caí.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Que alguien me empujó. Estaba de pie en la orilla, cuando algo me levantó por detrás, como si fuera una pluma, y me arrojó al agua. No oí nada. Pero sé cuál fue la causa, de todos modos.

—Y yo también —musitó Smith.

Lee alzó la cabeza al instante, y lo miró, sorprendido.

—Así que también está usted al tanto —dijo—. ¿Recuerda la advertencia que le hice?

—Sí, y creo que voy a hacerle caso.

—No sé de qué demonios estáis hablando —intervino Hastie—, pero, si yo estuviera en tu lugar, Harrington, metería a Lee en la cama de inmediato. Ya habrá tiempo de hablar de lo que pasó y de cómo fue cuando se haya repuesto un poco. Smith, creo que tú y yo deberíamos irnos. Vuelvo al colegio; si vas por el mismo camino, podemos charlar un rato.

Pero poco fue lo que hablaron en el camino de regreso. Smith estaba muy preocupado por lo que había ocurrido aquella noche: la ausencia de la momia del cuarto de su vecino, aquello que le había rozado por las escaleras, la reaparición, la increíble e inexplicable reaparición de aquella horripilante cosa y, por fin, la agresión de que había sido objeto Lee, que tanto se parecía a aquella otra que había sufrido un estudiante con el que Bellingham no se llevaba bien. Todas aquellas coincidencias, junto con los numerosos incidentes sin importancia que previamente lo habían predispuesto en contra de su vecino, así como las especiales circunstancias en que se presentó en su cuarto por primera vez, comenzaban a cobrar sentido a sus ojos. Lo que hasta ese instante no había sido más que una sospecha indeterminada, una conjetura fantástica e indefinida, acababa de tomar cuerpo y Smith ahora lo consideraba un hecho real, algo innegable. ¡Qué monstruosidad! ¡Algo inaudito! ¡Era algo que trascendía con mucho los confines de la experiencia humana! Cualquier juez imparcial, incluso el amigo que ahora iba a su lado, le aseguraría que sus ojos lo habían engañado, que la momia no se había movido del sarcófago en ningún momento, que el joven Lee se había caído al río como tantos otros que se caen al agua y que lo mejor para las molestias hepáticas era tomarse una píldora de color azul.  De sobra sabía que, si hubiera estado del lado de ellos, eso es lo que él habría dicho. Pero el caso es que habría podido jurar que Bellingham era en el fondo un asesino, y que disponía de un arma con la que ningún hombre había contado en la macabra historia del crimen.

Hastie se retiró a sus habitaciones, después de unos cuantos comentarios tajantes y categóricos sobre lo huraño que era su amigo, y Abercrombie Smith cruzó el patio que conducía al torreón, con un acentuado sentimiento de rechazo hacia aquellos aposentos y el resto de los inquilinos. Estaba decidido a seguir el consejo que le había dado Lee y mudarse a otro sitio lo antes posible, porque ¿cómo iba a poder estudiar, pendiente todo el tiempo de cualquier paso o susurro que escuchase en el piso de abajo? Al pasar por el césped, se fijó en que todavía había luz en la ventana de Bellingham; al subir la escalera y pasar por delante de su puerta, ésta se abrió y apareció el joven. Con aquel rostro abotargado y diabólico, parecía una araña aún hinchada que acabase de tejer su emponzoñada tela.

—Buenas noches —le dijo—; ¿no piensa pasar?

—Pues no —repuso Smith, enfurecido.

—¿Qué ocurre? ¿Anda tan ocupado como siempre? Quería preguntarle por Lee. Me sentí consternado, al enterarme de que le había pasado algo.

Aunque parecía serio, mientras hablaba, en su mirada se reflejaba una oculta sonrisa. Al advertirla, Smith le hubiera pegado con gusto.

—Aún más le entristecerá saber que Monkhouse Lee se encuentra muy bien, y ya está fuera de peligro —replicó—. En esta ocasión no le han salido bien sus diabólicos manejos. No es preciso que arguya nada en su defensa. Lo sé todo.

Al ver lo enfadado que estaba su compañero, Bellingham dio un paso atrás y cerró la puerta a medias, como si quisiera protegerse.

—Está usted loco —le contestó—. ¿Qué pretende insinuar? No creerá que yo tengo algo que ver con el accidente de Lee…

—Pues eso es lo que pienso —rugió Smith—; usted y ese saco de huesos que tiene a sus espaldas. Ambos lo dispusieron todo. Y le diré una cosa más, maese B.: ya no se quema a la gente que es como usted, pero todavía disponemos de verdugos, y por san Jorge le juro que si muere alguno de los estudiantes de este colegio mientras usted esté aquí, lo denunciaré y, si no lo cuelgan, no será por mi culpa. Ya se dará cuenta de que, en Inglaterra, no hay lugar para sus turbias maniobras egipcias.

—Está usted loco de atar —repuso Bellingham.

—Sea; pero no olvide lo que le acabo de decir, porque ya verá como soy un hombre de palabra.

La puerta se cerró de un golpe, y Smith subió furioso a su aposento, cerró la puerta con llave por dentro y se pasó la mitad de la noche fumando su vieja pipa de brezo, sin dejar de rumiar los extraños acontecimientos de aquella velada.

Al día siguiente por la mañana, Abercrombie Smith no tuvo noticias de su vecino pero, ya por la tarde, Harrington fue a verlo y le dijo que Lee estaba ya casi restablecido por completo. Smith se pasó todo el día metido de lleno en sus estudios y, al anochecer, tomó la decisión de ir a ver a su amigo, el doctor Peterson, tal y como había pensado el día anterior. En el estado de nervios en el que se encontraba, no le vendrían mal un largo paseo y una agradable conversación.

Al pasar, vio que la puerta de Bellingham estaba cerrada pero, una vez que se hubo alejado del torreón, volvió la vista y, en la ventana, observó la silueta de la cabeza de su vecino gracias a la luz de la lámpara: tenía el rostro pegado al cristal, como si tratase de ver en la oscuridad. Aunque sólo fuese durante unas pocas horas, era una suerte no haber tenido trato con él; así, Smith echó a andar a buen paso, mientras el templado aire primaveral le henchía los pulmones. Hacia el oeste, entre dos pináculos góticos, brillaba una media luna que proyectaba sobre la calle plateada la oscura tracería de las esculturas de piedra. Hacía fresco, y unas insignificantes nubes algodonosas corrían a la deriva por el cielo. Como el Old College estaba en los confines de la ciudad, cinco minutos más tarde, Smith ya había dejado las casas a sus espaldas y se internaba por uno de esos senderos rurales que, cargado de los aromas del mayo, recorren el condado de Oxford.

El camino que conducía hasta la casa de su amigo era solitario y poco frecuentado. Aunque aún era temprano, Smith no se cruzó con nadie. Caminó a buen paso, hasta llegar al sendero que desembocaba en el largo paseo de gravilla por el que se accedía a Farlingford y, a través del follaje, se fijó en las acogedoras luces rojas que, un poco más adelante, salían de aquellas ventanas. Con la mano puesta ya en el picaporte de hierro de la verja de la entrada, se detuvo un momento y echó una ojeada al camino por el que acababa de pasar: algo venía corriendo por allí.

Era algo que andaba por el sendero, de forma silenciosa y furtiva, una silueta oscura y agazapada, apenas visible en aquella oscuridad. Mientras el estudiante la contemplaba, aquella cosa redujo la distancia que los separaba en veinte pasos, y se aproximó con rapidez a él. A pesar de la falta de luz, llegó a atisbar un cuello descamado y unos ojos que nunca dejarían de formar parte de sus pesadillas. Se dio media vuelta y, gritando aterrorizado, echó a correr por el paseo para ponerse a salvo. Como señales de seguridad, allí estaban las luces rojas, casi a un tiro de piedra. Nunca corrió tan deprisa como aquella noche, a pesar de la fama de que gozaba como corredor.

La maciza verja se cerró tras él, pero oyó cómo volvía a abrirse de inmediato ante su perseguidor. A medida que corría salvaje como un loco en la oscuridad, oía tras él unos pasos rápidos y sordos y, en un momento en el que volvió la vista atrás, vio cómo aquel ser espantoso le iba pisando los talones, como un tigre, con unos ojos que lanzaban chispas y un brazo reseco extendido hacia él. Gracias a Dios, la puerta estaba entreabierta, y ya veía el débil resplandor que emitía la lámpara del vestíbulo. Mas aquel estrépito sonaba ya a sus espaldas, y oyó un ronco gorjeo a la altura del hombro. Dio un aullido y se lanzó contra la puerta; la cerró de golpe, echó la llave y, medio desvanecido, se desplomó en la silla del vestíbulo.

—Dios mío, Smith, ¿qué ocurre? —quiso saber Peterson, tras asomarse a la puerta del despacho.

—¡Deme un coñac!

Peterson desapareció rápidamente y, al instante, volvió con una copa y un botellón.

—Lo necesita —observó, mientras el visitante apuraba de golpe lo que le había servido—; está usted tan pálido como una vela.

Smith dejó la copa, se puso en pie y respiró profundamente.

—Vuelvo a ser yo —dijo—. Creo que jamás me había comportado así. Pero, si no le importa, Peterson, pasaré aquí la noche, porque no creo que pueda recorrer de nuevo ese sendero si no es de día. Ya sé que es una muestra de cobardía, pero no puedo evitarlo.

Peterson observó al visitante con una mirada interrogativa.

—Claro que se quedará a dormir aquí, si eso es lo que desea. Avisaré a la señora Burney para que prepare la habitación de invitados. ¿Adónde va ahora?

—Acompáñeme hasta la ventana que da encima de la puerta. Quiero que vea con sus propios ojos lo mismo que yo.

Subieron hasta la ventana del rellano del piso superior, desde donde era posible ver a cualquiera que se acercase a la casa. Tanto el paseo como el verde que se extendía a ambos lados parecían tranquilos y silenciosos, bañados por la apacible luz de la luna.

—Bueno, Smith —dijo Peterson—, menos mal que sé que es usted un hombre que no bebe. ¿Qué puede haberlo asustado tanto?

—Ahora mismo se lo aclararé. Pero ¿adónde habrá ido? Mire, mire hacia la curva del camino, justo un poco más allá de la verja.

—Ya, ya lo veo; no hace falta que me pellizque el brazo. He visto que alguien andaba por allí. Diría que se trataba de un hombre más bien delgado, a primera vista, y alto, muy alto. Pero ¿qué pasa con él, y qué le ocurre a usted? Sigue temblando como una hoja.

—Pues que he estado a punto de verme atrapado en las garras del demonio. Pero volvamos a su despacho, y le contaré todo lo que ha pasado.

Y eso fue lo que hicieron. A la agradable luz de la lámpara, con una copa de vino en la mesa y ante la imponente presencia y el rostro rubicundo de su amigo, refirió de forma ordenada todo lo que le había sucedido, todos los acontecimientos, importantes o menores, que se habían ido encadenando desde la noche en que había visto a Bellingham desmayado delante del sarcófago de la momia, para concluir con la experiencia espantosa que había tenido él tan sólo una hora antes.

—Ya está; ya le he contado todo este tenebroso asunto —dijo, al acabar—. Es monstruoso e increíble, pero es cierto.

El doctor Plumptree Peterson guardó silencio un momento, aunque su rostro indicaba bien a las claras que se había quedado atónito.

—Nunca en mi vida había oído una cosa así —dijo, por fin—. Me ha contado usted los hechos. Dígame ahora a qué conclusiones ha llegado.

—Puede usted sacar sus propias conclusiones.

—Pero me gustaría saber cuáles son las suyas, porque usted ha reflexionado sobre el asunto, cosa que yo no he hecho.

—Muy bien; quizá los detalles le resulten algo confusos pero, en mi opinión, creo que lo fundamental está claro. En sus estudios orientalistas, Bellingham ha dado con algún secreto infernal, gracias al cual una momia o, quizá, sólo esta momia en concreto, pueda volver momentáneamente a la vida. Ésa era la repugnante experiencia que trataba de realizar aquella noche en que perdió el conocimiento. No me cabe duda de que la visión de aquella criatura moviéndose, por mucho que se lo esperase, debió de producirle un ataque de nervios. Recordará que, más o menos, lo primero que dijo fue que se había comportado como un necio. A lo que parece, consiguió dominarse más adelante, y llevó a cabo el experimento sin desfallecer. No cabe duda de que la vitalidad que conseguía transmitir a esa cosa era sólo una circunstancia pasajera, porque casi siempre la he visto en su sarcófago, tan muerta como la madera de esta mesa. Imagino que ha descubierto algún complicado proceso para reanimar a esa cosa. Una vez conseguido, debió de pensar que podía convertir a la criatura, un ser inteligente y fuerte, en un instrumento a su servicio. Si bien no se me alcanza la razón, debió de poner a Lee al tanto de todo el asunto; pero Lee, como buen cristiano, prefirió no involucrarse. Debieron de tener una discusión, y Lee debió de decirle que hablaría con su hermana de lo que pretendía Bellingham. Éste intentó impedírselo y, a punto estuvo de conseguirlo, tras ordenar a aquella criatura que le siguiera los pasos. Ya había utilizado sus poderes contra otro muchacho con quien se llevaba mal, Norton. Y sólo la casualidad ha evitado que dos crímenes recaigan sobre su conciencia. En cuanto le expuse con toda claridad lo que sabía, llegó a la conclusión de que no le faltaban buenas razones para quitarme de en medio, antes de que pudiera contárselo a alguien. Y, como estaba al tanto de mis costumbres, aprovechó la ocasión al ver que me iba, pues ya sabía adónde me dirigía. El destino me ha sonreído, Peterson; sólo la casualidad ha querido que, mañana por la mañana, no me encontrase usted tendido en el umbral de su puerta. No soy un hombre que se ponga nervioso con facilidad, pero nunca imaginé que tendría tanto miedo a la muerte como el que he pasado esta noche.

—Mi querido muchacho —repuso su anfitrión—, creo que se ha tomado este asunto muy en serio. Está usted fuera de sí a fuerza de estudiar tanto y, de un grano, ha hecho una montaña de arena. Aunque sea de noche, ¿cómo se imagina que semejante cosa recorre las calles de Oxford sin que nadie se dé cuenta?

—Alguien ha tenido que verla. ¿Cómo se explica, si no, la preocupación que reina en la ciudad, por algo que piensan que es un mono que se ha escapado? Todo el mundo habla de eso.

—He de reconocer que se trata de una sucesión de acontecimientos que llama bastante la atención. Aun así, querido amigo, debería admitir que cada uno de ellos, si se los considera de forma aislada, puede tener una explicación lógica.

—¿Cómo dice? ¿Incluso lo que me ha ocurrido esta noche?

—Por supuesto; salió de casa, con los nervios de punta, y sin dejar de darle vueltas en la cabeza a su teoría. Cualquier vagabundo, medio muerto de hambre y demacrado, le sigue y, al ver que echa a correr, saca fuerzas de flaqueza y lo persigue. Todo lo demás corre por cuenta del miedo y de la fantasía.

—No ha sido así, Peterson, de ninguna manera.

—Por otra parte, cuando se encontró con el sarcófago vacío, a pesar de que poco después ya estuviera ocupado, usted ha dicho que todo eso lo vio a la luz de una lámpara que sólo estaba parcialmente encendida, y que no tenía ninguna razón que lo obligase a reparar en aquel ataúd. Es muy posible que no se fijase en la criatura en un primer momento.

—No, no; eso no es posible.

—Más adelante, a lo peor Lee se cayó al río y alguien trató de estrangular a Norton. Está claro que no le faltan razones para acusar a Bellingham, pero mucho me temo que, si se lo contase a un policía judicial, éste se reiría de usted en su propia cara.

—Ya lo sé. Por eso pretendo hacerme cargo del asunto en persona.

—¿Cómo?

—Sí; creo que tal es mi deber, como miembro de esta comunidad y, por otra parte, he de velar por mi propia seguridad, si no quiero que esa bestia me atrape fuera del colegio, lo que no dejaría de ser una muestra de debilidad por mi parte. Creo que tengo bastante claro lo que debo hacer. ¿Puedo, si no le importa, antes que nada, utilizar su escritorio una hora?

—Faltaría más. Encontrará todo lo que necesita en esa mesita auxiliar.

Abercrombie Smith tomó asiento frente a unas cuantas hojas de papel ministro y, durante una hora y otra más, garrapateó sin cesar. Cada vez que llenaba una página, la ponía a un lado, mientras su amigo, sentado en su sillón, lo observaba con paciente curiosidad. Al terminar, Smith dio un grito de satisfacción, se levantó de la silla, puso los papeles en orden y dejó la última hoja encima de la mesa de trabajo de Peterson.

—Y ahora, tenga la amabilidad de firmar como testigo —le dijo.

—¿Testigo de qué?

—De mi firma y de la fecha en la que estamos. La fecha es lo más importante. Haga lo que le digo, Peterson, me va la vida en ello.

—Mi querido Smith, está usted diciendo tonterías. Hágame caso, y acuéstese.

—Ni hablar. Nunca en mi vida he tomado una decisión tan importante. En cuanto haya usted firmado, le doy mi palabra de que me iré a la cama.

—Pero ¿de qué se trata?

—Se trata de una declaración en la que figura todo lo que le he contado esta noche. Le ruego que la firme usted como testigo.

—Faltaría más —repuso Peterson, al tiempo que escribía su nombre al pie del de su visitante—. Pero ¿para qué la necesita?

—Usted la conservará, y la presentará, en caso de que lleguen a detenerme.

—¿Detenerlo? ¿Por qué?

—Por asesinato. Es más que posible, y me gustaría estar preparado para cualquier eventualidad. Sólo me queda un camino, y estoy decidido a seguirlo.

—¡No cometa ninguna locura, por el amor de Dios!

—Hágame caso; no hacerlo sería mucho más insensato. Espero no verme en la necesidad de importunarlo pero, si así fuera, me quedaría mucho más tranquilo sabiendo que tiene usted en su poder estos papeles en los que explico las razones en las que me apoyo. Y ahora seguiré su consejo y me iré a descansar, porque mañana por la mañana quiero estar en plena forma.

 

Abercrombie Smith era un hombre al que más valía no tener como enemigo. Tranquilo y amable por naturaleza, era terrible a la hora de entrar en acción. En todos los aspectos de la vida daba muestras de la misma fuerza de voluntad por la que se había distinguido en sus estudios como hombre de ciencia. Si bien había pospuesto por un día los estudios, pretendía que la jornada no transcurriese en vano. No le dijo nada a su anfitrión de lo que pensaba hacer pero, a las nueve de la mañana, ya iba de regreso a Oxford.

En High Street, entró en el establecimiento del armero Clifford, donde adquirió un revólver y una caja de cartuchos de percusión. Puso seis en la recámara y, después de poner el seguro, se guardó el arma en el bolsillo del abrigo. Fue a ver a Hastie a sus aposentos, donde se encontró con el fornido remero desayunando, con el Sporting Times apoyado contra la cafetera.

—¡Hola! ¿Qué tal? —le dijo Hastie—. ¿Te apetece un café?

—No, gracias. Te agradecería que vinieses conmigo, Hastie, y que hicieras lo que te diga.

—Faltaría más, muchacho.

—Y que te lleves un buen bastón.

—¡Qué suerte! —replicó Hastie—. Tengo un bastón de caza con el que podría tumbar a un buey.

—Una cosa más. Tienes un estuche de escalpelos. Dame el más largo que tengas.

—Aquí lo tienes. Me da la sensación de que vas a una guerra. ¿Algo más?

—No, nada más —repuso Smith, mientras se guardaba el escalpelo bajo el abrigo, y echaba a andar hacia el patio—. Ni tú ni yo somos unos cobardes, Hastie —añadió—. Creo que puedo encargarme yo solo de este asunto, pero te he pedido que me acompañases por precaución. Voy a tener una conversación con Bellingham. Está claro que, si sólo tuviera que hablar con él, no te habría pedido que vinieses. Pero, si me oyes gritar, te ruego que subas y golpees con todas tus fuerzas con el palo que llevas. ¿Me has entendido?

—Perfectamente. Si te oigo gritar, subo.

—Muy bien. Quédate aquí. No creo que tarde mucho, pero no te muevas hasta que no haya vuelto.

—Aquí estaré, clavado.

Smith subió las escaleras, abrió la puerta de Bellingham y entró en sus aposentos. Sentado a la mesa, Bellingham estaba escribiendo. A su lado, entre el montón de extraños objetos, destacaba el sarcófago de la momia, con el número 249 de la subasta grabado en la tapa, con su rígido, enjuto y espantoso ocupante en el interior. Smith observó con detenimiento todo lo que le rodeaba, cerró la puerta, echó la llave, la quitó de la cerradura y, acercándose a la chimenea, rascó una cerilla y prendió el fuego. Atónito y con la cara abotargada, Bellingham lo observaba, tan sorprendido como furioso.

—Por lo que estoy viendo, no hace falta ni que le diga que se ponga cómodo —acertó a decir.

Smith se sentó tranquilamente, dejó el reloj encima de la mesa, sacó el revólver, lo amartilló y lo colocó encima de sus rodillas. A continuación, se sacó de la chaqueta el largo escalpelo y lo arrojó delante de Bellingham.

—Y ahora, a trabajar —le dijo—; corte esa momia en pedazos.

—¿No se le ocurre nada mejor? —repuso Bellingham, en tono de burla.

—Nada más. Por lo que tengo entendido, la justicia no puede encausarlo. Pero yo sí tengo una norma que va a enmendar ese asunto. Si dentro de cinco minutos no ha empezado a hacer lo que le he dicho, le juro por el Dios que me creó que le meto una bala entre las cejas.

—¿Piensa asesinarme?

Bellingham se incorporó a medias, con una cara del color de la masilla.

—En efecto.

—¿Y por qué razón?

—Para que no siga haciendo daño. Ya ha pasado un minuto.

—Pero ¿qué he hecho?

—Lo sabe tan bien como yo.

—Sólo trata de intimidarme.

—Ya han pasado dos minutos.

—Pero tiene que darme una explicación. Está usted loco, loco de atar. ¿Por qué voy a destrozar algo que es de mi propiedad? Se trata de una momia de gran valor.

—Primero, la despedazará y, a continuación, la arrojará al fuego.

—No lo haré.

—Ya han pasado cuatro minutos.

Smith empuñó el revólver, y clavó los ojos en Bellingham, con expresión de estar dispuesto a todo. Mientras el minutero seguía su curso, alzó la mano y apoyó el dedo en el gatillo.

—¡Está bien, está bien! —gritó Bellingham—. ¡Lo haré!

Cogió el escalpelo con nerviosismo y empezó a clavárselo a la momia, no sin dejar de darse de vez en cuando la vuelta para seguir la mirada de aquel aterrador visitante, que lo apuntaba con una pistola. A cada golpe que recibía con aquella hoja acerada, la criatura crujía y se quebraba, y de ella salía un denso polvo amarillo, mientras especias y esencias ya secas se desparramaban por el suelo. De pronto, se oyó un espantoso chasquido: con la columna vertebral partida, la momia se desmoronó, formando en el suelo un oscuro montón de huesos dispersos.

—¡Al fuego con ella! —dijo Smith.

Las llamas se alzaron y lamieron, como si de yesca se tratase, los restos resecos que sobre ellas caían. Aquel cuarto reducido parecía la sala de calderas de un barco de vapor; el sudor bañaba el rostro de los dos hombres, a pesar de que uno de ellos no dejaba de moverse y de hacer cosas, mientras el otro, sentado, lo observaba impasible. Un humo denso y oscuro salía de la chimenea, y un fuerte olor a colofonia quemada y a pelo chamuscado impregnaba la estancia. Al cabo de un cuarto de hora, del lote número 249 no quedaban más que unas cuantas astillas carbonizadas y frágiles.

—Supongo que ya estará satisfecho —refunfuñó Bellingham, mirándole con sus pequeños ojos grises, cargados de odio y de temor.

—Pues no; habrá que limpiar todo esto por completo. Se acabaron los conjuros diabólicos. ¡Arroje esas hojas al fuego! Seguro que algo tienen que ver con todo esto.

—¿Y ahora qué? —preguntó Bellingham, una vez que las hojas fueron a parar a la chimenea.

—Ahora vamos con el rollo de papiro que tenía encima de la mesa aquella noche. Creo que está en ese cajón.

—¡No, no! —gritó Bellingham—. ¡No lo queme! No sabe lo que está haciendo. Se trata de un documento único; encierra una sabiduría que no podría encontrarse en ninguna otra parte.

—¡Al fuego con él!

—Pero, Smith, usted no puede hacer una cosa así. Compartiré ese saber con usted. Le enseñaré toda la sabiduría que encierra. O hagamos otra cosa, ¡permítame que lo copie antes de quemarlo!

Smith dio un paso adelante, y giró la llave del cajón. Sacó el papel enrollado y amarillento, lo arrojó al fuego y lo aplastó con el tacón. Bellingham empezó a gritar y trató de salvarlo de las llamas, pero Smith lo echó a un lado, y se quedó mirándolo hasta que quedó reducido a un montón de ceniza gris.

—Y ahora, maese B., creo que le he cortado las alas. Y aquí estaré, si vuelve a las andadas. Le deseo muy buenos días, pero debo volver a mis estudios.

Tal es el relato que hizo Abercrombie Smith de los sorprendentes acontecimientos que se vivieron en el Old College de Oxford en la primavera de 1884. Dado que Bellingham abandonó la universidad inmediatamente después y que la última vez que se volvió a tener noticias de él se encontraba en Sudán, al parecer, no hay nadie que pueda poner en duda esta declaración. Pero la sapiencia de los hombres es tan limitada como inauditos los vericuetos de la naturaleza. ¿Quién se atrevería a fijar un límite a los confines tenebrosos que pueden llegar a descubrir quienes perseveran por esa vía?

 

EL DESASTRE DE LOS AMIGOS

Hace tiempo, yo era el médico que de mayor prestigio gozaba en Los Amigos. No cabe duda de que todo el mundo ha oído hablar del impresionante equipo generador de electricidad con que contábamos allí. La ciudad se ha extendido mucho, y está rodeada de una multitud de suburbios y pueblos a los que llega la energía de esa central, de muy considerables dimensiones. Los lugareños aseguraban que es la mayor del mundo, pero lo mismo decimos de todas las cosas que hay en Los Amigos, si exceptuamos las cárceles y la tasa de mortalidad. No las hay más bajas, de eso estamos convencidos.

Habida cuenta de la sobreabundancia de nuestra energía eléctrica, no tardamos en caer en la cuenta del inútil derroche que suponía ejecutar a la antigua usanza a los convictos de Los Amigos. Fue entonces cuando tuvimos noticias de las electrocuciones que se llevaban a cabo en el Este, aunque se comentaba que los resultados no habían sido tan instantáneos como cabía esperar. Tras reparar en la escasa potencia de las descargas que habían causado la muerte de aquellos hombres, los ingenieros de la Costa Oeste fruncieron el ceño y juraron que, si no quedaba otro remedio, en Los Amigos se aplicaría una descarga grandiosa, la que podrían producir las enormes dinamos de las que disponían. En opinión de los ingenieros, no había que escatimar en nada: el reo recibiría toda la energía que fueran capaces de generar. Ninguno se atrevía a adelantar cuál sería el resultado final; lo único que aseguraban era que sería demoledor y mortal. Ningún hombre habría recibido jamás tanta electricidad como la que ellos eran capaces de dispensar, una descarga equivalente a la de diez rayos. Hubo quien profetizó combustión; otros hablaron de desintegración y aniquilamiento. Pero todos aguardaban impacientes el momento de resolver la cuestión con una demostración real, y la ocasión se la brindó Duncan Warner.

Hacía muchos años que Warner era un reclamado por la justicia, y por nadie más. Forajido, asesino, ladrón de trenes y salteador de caminos, era un hombre que se había situado al margen de la compasión de sus semejantes. Se merecía una docena de condenas a muerte, y los habitantes de Los Amigos lo miraban con tan malos ojos que lo creían merecedor de más. Él personalmente no debía considerarse digno de tal privilegio, puesto que, en dos ocasiones, intentó fugarse a la desesperada. Era un hombre fuerte y musculoso, con cabeza de león, pelo rizado y negro, y una barba larga que le cubría su ancho pecho. Durante el juicio, no había en la sala un perfil más apuesto que el suyo. Pero no es ninguna novedad que el rostro más agraciado sea el de quien se sienta en el banquillo. Tan buena presencia, sin embargo, no fue suficiente para que le fueran perdonados sus desmanes. Su abogado lo hizo lo mejor que supo, pero no corrían buenos tiempos para su defendido, y Duncan Warner quedó a merced de las enormes dinamos de Los Amigos.

Fui uno de los que asistieron a la reunión de la comisión en la que se trató de aquel asunto. El concejo había designado a cuatro especialistas para que se ocupasen de cuanto fuera necesario. Tres de ellos eran realmente sobresalientes. Allí estaban Joseph M’Connor, el hombre que había montado las dinamos, y Joshua Westmacott, presidente de la Compañía de Suministro Eléctrico de Los Amigos, Sociedad Limitada. También figuraba yo, como médico en jefe, y un anciano alemán que se llamaba Peter Stulpnagel; la comunidad alemana de Los Amigos era muy importante, y toda ella había votado por aquel hombre; por eso estaba allí. Se decía, de paso, que había sido un electricista maravilloso en su país, y que se había pasado la vida rodeado de cables, aislantes y botellas de Leiden, pero, como nunca había sacado nada en limpio, ni había sido capaz de obtener unos resultados que mereciesen verse publicados, se le tenía por un excéntrico inofensivo, cuya máxima afición era la ciencia. Al enterarnos de que lo habían elegido para que formase parte de la comisión, los otros tres sonreímos para nuestros adentros, y en aquella reunión nos avinimos muy bien entre nosotros, sin prestar demasiada atención a aquel anciano colega, que hacía trompetilla con las manos, porque era un poco duro de oído, y que no intervenía en la discusión más que los caballeros de la prensa, que se dedicaban a tomar notas en los bancos del fondo de la sala.

Ponernos de acuerdo no nos llevó mucho tiempo. En Nueva York, habían aplicado una descarga de dos mil voltios, y el fallecimiento no se había producido de forma instantánea. No había duda, pues, de que dicha descarga era insuficiente. La ciudad de Los Amigos no podía incurrir en el mismo error. La descarga tenía que ser seis veces mayor y, en consecuencia, seis veces más efectiva. Cuestión de lógica. Concentraríamos toda la fuerza de nuestras inmensas dinamos en Duncan Warner.

Ya nos habíamos puesto de acuerdo los tres y nos disponíamos a levantarnos para dar por cerrada la discusión cuando nuestro hasta entonces callado acompañante abrió la boca por vez primera.

—Caballeros —dijo—, tengo la impresión de que son ustedes muy ignorantes en cuestiones de electricidad, puesto que no han tenido en cuenta los principios fundamentales por los que se rige la acción de dicha fuerza sobre el ser humano.

Ya los demás miembros estábamos dispuestos a ofrecer una respuesta desabrida a tan inesperada observación, pero el presidente de la compañía eléctrica, llevándose la mano a la frente, nos exigió que nos mostrásemos indulgentes con el excéntrico orador.

—Le rogaría que nos expusiese, señor —respondió, con una irónica sonrisa—, por qué le parecen erróneas las conclusiones a las que hemos llegado.

—Porque han dado por supuesto que una descarga mayor de electricidad ha de obrar necesariamente mayores efectos que una descarga menor. ¿No se han parado a pensar que el resultado podría ser el contrario? ¿Tienen ustedes la certeza, por vía experimental, de los efectos que pueden desencadenar unas descargas tan intensas?

—Lo sabemos por analogía —replicó el presidente, pavoneándose—. Siempre que se aumenta la dosis, mayor es el efecto de cualquier droga; por ejemplo, por ejemplo…

—El whisky —apuntó Joseph M’Connor.

—Eso es; el whisky: ahí lo tiene.

Peter Stulpnagel sonrió y negó con la cabeza.

—No parece muy sólido su argumento —repuso—. Cuando bebía whisky, tenía la impresión de que una copa me levantaba el ánimo, pero, si tomaba seis, me quedaba dormido, que es exactamente el efecto contrario. Supongamos por un momento que lo mismo pasase con la electricidad. ¿Qué ocurriría?

Los tres nos echamos a reír. Sabíamos de las excentricidades de nuestro colega, pero jamás habíamos pensado que llegase a tanto.

—¿Qué ocurriría? —insistió Peter Stulpnagel.

—Correremos el riesgo —contestó el presidente.

—Tendrían que considerar —añadió Peter— que se han dado casos de operarios que, después de tocar unos cables, recibieron una descarga de unos cientos de voltios y fallecieron al instante. Todo el mundo está al tanto de eso, al igual que todos estamos al corriente de que, cuando un delincuente recibió una descarga mucho más fuerte en Nueva York, se revolvió durante un breve lapso de tiempo. ¿Acaso no se dan cuenta de que, cuanto más pequeña es la dosis, más mortal resulta?

—Señores míos, opino que esta discusión ya se ha alargado demasiado —estimó el presidente, poniéndose en pie de nuevo—. Creo que es un asunto que está ya decidido por la mayoría de esta comisión, por lo que Duncan Warner será electrocutado el próximo martes con toda la energía eléctrica que generan las dinamos de Los Amigos. ¿Estamos de acuerdo?

—Por mi parte, sí —dijo Joseph M’Connor.

—Por la mía, también —añadí yo.

—Pues yo me opongo —insistió Peter Stulpnagel.

—La moción ya ha sido votada, constará en acta su protesta —concluyó el presidente, al tiempo que daba por concluida la sesión.

Muy pocas eran las personas que asistían a la electrocución. Como es de suponer, allí estaban los cuatro miembros de la comisión, junto al verdugo, que debía seguir sus indicaciones. Los demás asistentes eran el jefe de la policía de los Estados Unidos, el alcaide de la prisión, el capellán y tres periodistas. La estancia elegida era un pequeño habitáculo de ladrillo, una especie de cobertizo, conectado con la central eléctrica. Como aquel local había sido utilizado como lavandería, a un lado había una estufa y un barreño de latón, pero ningún otro mueble, tan sólo una silla para el condenado. A sus pies, unida a un grueso cable aislado, una placa de metal. Del techo, encima de la silla, pendía otro cable que se conectaría a una pequeña antena metálica sujeta a un casco que el preso llevaría en la cabeza. En cuanto se estableciese la conexión, a Duncan Warner le habría llegado su hora.

En profundo silencio, aguardamos la llegada del prisionero. Mientras, nerviosos, manipulando los cables, a los ingenieros se los veía un poco pálidos. Vimos que hasta el curtido jefe de policía estaba incómodo: una cosa es un ahorcamiento, y otra muy distinta, aquella voladura de carne y hueso. En cuanto a los representantes de la prensa, estaban más lívidos que las hojas de papel que tenían delante. En medio de los preparativos, la única persona que parecía conservar la calma era aquel menudo alemán excéntrico, que se acercaba a unos y a otros, con una sonrisa en los labios y una mirada llena de picardía. Más de una vez estuvo a punto de echarse a reír, hasta que el capellán, muy en serio, le llamó la atención sobre tan inoportuna ligereza.

—¿Cómo se le ocurre hacer bromas, señor Stulpnagel —le dijo—, cuando estamos a las puertas de una ejecución?

Pero el alemán ni se inmutó siquiera.

—Si estuviera en presencia de la muerte, no bromearía —respondió—; pero, dado que no es el caso, me permito hacer lo que me viene en gana.

Tan impertinente respuesta a punto estuvo de provocar una réplica mucho más severa por parte del capellán, pero de repente se abrió la puerta y apareció Duncan Warner, escoltado por dos celadores. Imperturbable, echó un vistazo a su alrededor, dio unos pasos hacia delante y se sentó en la silla.

—¡Cuando quieran! —exclamó.

Habría sido cruel hacerlo esperar. El capellán le susurró algo al oído, el ayudante del verdugo le colocó el casco en la cabeza y, mientras todos los presentes conteníamos la respiración, quedó conectado el cable a la antena metálica.

—¡Por todos los diablos! —gritó Duncan Warner.

En cuanto la terrible descarga pasó a través de su cuerpo, dio un salto en la silla. Pero no estaba muerto, sino todo lo contrario: tenía los ojos mucho más brillantes que antes. Tan sólo se había producido un cambio, aunque significativo: igual que una sombra se desvanece en el paisaje, había perdido el color negro del pelo y de la barba, que, en aquel momento, parecían tan blancos como la nieve. Aparte de eso, no se apreciaba nada que indicase que hubiera sufrido un mayor deterioro. Conservaba la piel tan suave, lisa y lustrosa como la de un niño.

El jefe de policía dirigió una mirada de reproche a los miembros de la comisión.

—Creo que tenemos un problema, señores —apuntó.

Intercambiamos miradas entre nosotros tres.

Mientras tanto, Peter Stulpnagel sonreía, pensativo.

—Creo que otra descarga más será suficiente —aventuré por mi parte.

Restablecieron de nuevo la conexión y, una vez más, Duncan Warner dio un salto en la silla y gritó, aunque la verdad es que, si no lo hubiéramos visto ahí sentado, no nos lo hubiésemos creído. En un instante se había quedado sin pelo y sin barba, y el cobertizo parecía un salón de barbería un sábado por la noche. Pero el caso es que allí seguía, con los ojos igual de brillantes y la piel radiante de un ser que rebosa salud, pero con un cráneo tan pelado como un queso holandés y unas mandíbulas en las que no se apreciaba ni pelusilla. Al principio, con lentitud e inseguridad, empezó a girar un brazo y, a medida que lo hacía, fue adquiriendo mayor confianza.

—Esta articulación —nos explicó— ha traído de cabeza a la mitad de los médicos de la costa del Pacífico, y ahora está como si nada, igual de flexible que una ramita de nogal.

—Entonces ¿se encuentra bien? —le preguntó el anciano alemán.

—Nunca me había sentido mejor —repuso Duncan Warner, encantado.

Era una situación lamentable. Enfurecido, el jefe de policía no dejaba de mirar a los miembros de la comisión. Peter Stulpnagel sonreía y se frotaba las manos. Los ingenieros se rascaban la cabeza. El reo, totalmente calvo, movía el brazo a su entera satisfacción.

—Quizá una descarga más —insinuó el presidente.

—Ni pensarlo —replicó el jefe de policía—; ya hemos asistido a bastantes incongruencias en una sola mañana. Estamos aquí para proceder a una ejecución, y eso es lo que vamos a hacer.

—¿Qué sugiere usted?

—Hay un gancho en el techo; que alguien vaya a por una cuerda, y verán qué pronto solucionamos esto.

Siguió otro rato de desagradable espera, mientras los celadores fueron en busca de la soga. Peter Stulpnagel se acercó a Duncan Warner y le susurró algo al oído. El reo se quedó de una pieza.

—¿No pretenderá decirme…? —balbució.

El alemán hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Cómo? ¿Que no hay forma?

Peter negó con la cabeza, y ambos se echaron a reír como si celebrasen un buen chiste.

Trajeron la soga, y fue el propio jefe de policía quien pasó el nudo por el cuello del criminal. A continuación, los dos celadores, el ayudante del verdugo y el propio jefe izaron al reo, que estuvo colgando del techo media hora; un espectáculo lamentable. Luego, en profundo silencio, lo bajaron, y uno de los celadores salió del cobertizo para pedir que llevasen el cajón. Pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando, nada más verse con los pies en el suelo, Duncan Warner se llevó las manos al cuello, se aflojó el nudo corredizo y soltó un largo y profundo suspiro.

—La subasta de Paul Jefferson está yendo bien —dijo, señalando el gancho del techo—; desde ahí arriba vi que había reunido a un montón de gente.

—¡Súbanlo de nuevo! —gritó el jefe de policía—. Debemos cumplir como sea la tarea que se nos ha encomendado.

Un segundo más tarde, el reo estaba colgado otra vez de aquel gancho.

Y allí lo dejaron toda una hora, pero cuando lo bajaron parecía más charlatán que antes.

—El viejo Plunket es un asiduo del bar Arcady —dijo—. Ha ido tres veces en esta hora y, con una familia a su cargo, más valdría que lo dejase, ese viejo Plunket.

Parecía una monstruosidad increíble, pero así andaban las cosas, y no había forma de encontrar una solución. El hombre que debería estar muerto estaba hablando. Estábamos todos boquiabiertos, pero el jefe de policía de los Estados Unidos, Carpenter, no era hombre que se amilanase con facilidad. Hizo una seña a todos los presentes, y el prisionero se quedó solo.

—Duncan Warner —le dijo, de forma pausada—, está usted aquí para representar un papel, igual que yo para cumplir con mi obligación. El suyo consiste en seguir vivo todo el tiempo que pueda; el mío me obliga cumplir la sentencia que se ha dictado. Nos ha superado con lo de la electricidad, lo reconozco. Incluso con el ahorcamiento, puesto que parece crecido. Pero ahora voy a ser yo quien se salga con la suya, porque he de cumplir con mi deber.

Con estas palabras, se sacó de la guerrera un revólver de seis tiros, y vació el cargador sobre el cuerpo del condenado. El reducto en el que nos encontrábamos se llenó de humo hasta tal punto que no se veía nada pero, cuando se disipó, el reo seguía allí, delante de nosotros, observando con desagrado la chaqueta que llevaba puesta.

—Donde usted vive, la ropa no debe de ser cara —aventuró—. Treinta dólares me costó esta chaqueta, y mire cómo me la ha dejado. Por si no fuera suficiente con los seis agujeros que tengo delante, cuatro de las balas me han atravesado, así que prefiero no pensar cómo habrá quedado la parte de atrás.

El jefe de policía soltó la pistola, y dejó caer los brazos; era un hombre derrotado.

—Caballeros, quizá alguno de ustedes pueda darme una explicación de lo que está pasando aquí —dijo, sin dejar de mirar, con gesto abatido, a los miembros de la comisión.

Peter Stulpnagel dio un paso adelante.

—Yo se lo diré —aseguró.

—Me da la impresión de que usted es el único que sabe algo de todo esto.

—Así es; soy el único que lo sabe. Ya se lo había advertido a estos caballeros pero, como no quisieron hacerme caso, he preferido que se cerciorasen por sí mismos. Lo único que han conseguido con la electricidad es incrementar la fuerza vital de este hombre hasta tal punto que podría vivir durante siglos.

—¡Siglos!

—Cierto; centenares de años tendrán que pasar hasta que logre consumir la enorme cantidad de energía nerviosa con que lo han saturado. La electricidad es vida, y ustedes lo han dejado cargado al máximo. Dentro de cincuenta años, quizá puedan proceder a su ejecución, aunque no estaría yo muy seguro.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué voy a hacer con él? —preguntó, compungido, el jefe de policía.

Peter Stulpnagel se limitó a encogerse de hombros.

—En mi opinión, lo que usted pretenda hacer con él ahora mismo carece de importancia —declaró.

—Quizá podríamos descargarlo de toda esa electricidad. ¿Qué tal si lo colgásemos boca abajo?

—No, no hay nada que hacer.

—Está bien; en cualquier caso, en Los Amigos no volveremos a las andadas —sentenció el policía, en tono de firmeza—. Lo conduciremos a la nueva cárcel, hasta que se consuma.

—Me temo que no se consumirá —dijo Peter Stulpnagel—: Probablemente la prisión se vendrá abajo antes que él.

Fue un verdadero desastre y, durante años, nunca hablamos del asunto si podíamos evitarlo; pero, como ahora ya no es un secreto para nadie, he creído que le gustaría que constase en sus archivos.

 

LOS MÉDICOS DE HOYLAND

Todos los colegas con los que me codeaba tenían al doctor James Ripley por un hombre con toda la suerte del mundo. Antes que él, su padre tenía abierta consulta en el pueblo de Hoyland, al norte de Hampshire, y dispuso de todas las comodidades imaginables desde el mismo día en que, por ley, tuvo derecho a estampar su firma al pie de una receta. Al cabo de pocos años el anciano caballero se retiró y se fue a vivir a la costa del sur, dejando a su hijo al cargo de todos los parroquianos de aquellos parajes. Si exceptuamos al doctor Horton, instalado cerca de Basingstoke, el joven cirujano tenía el campo libre en seis millas a la redonda y disfrutaba de unos ingresos de mil quinientas libras anuales, aunque, como les suele pasar a quienes practican la medicina en medios rurales, las caballerizas se llevaban una buena parte de los ingresos que generaba la consulta.

El doctor James Ripley tenía treinta y dos años, y era discreto, culto y soltero, de rasgos firmes, si bien un poco graves, con unos cabellos negros que le raleaban en la parte superior del cráneo, algo que trataba de atajar con cien libras al año. Entre damas se encontraba a sus anchas, porque se había decantado por esa forma de ser caracterizada por una firmeza neutral y una resuelta delicadeza, lo suficiente para dominar, sin llegar a ofender. Las mujeres, sin embargo, no estaban tan encantadas del trato que él las dispensaba. Desde un punto de vista profesional, sabían que siempre podían contar con él; pero, en las relaciones sociales, era como una gota de mercurio, y en vano desplegaban aquellas matronas rurales sus burdos manejos para reclamar su atención. No le gustaban los bailes ni las meriendas campestres y, en los escasos ratos que tenía libres, prefería atrincherarse en su despacho, para empaparse de los Archivos de Virchow  y de publicaciones relativas a su profesión.

El estudio era su verdadera pasión, y aspiraba a no quedarse anticuado en el campo del saber, como es costumbre entre los médicos rurales. Cifraba su ambición en conservar sus conocimientos tan frescos y claros como el día en que aprobó el último examen. Se vanagloriaba de ser capaz de enumerar de corrido las siete ramificaciones de una intrincada arteria, o de ofrecer los porcentajes exactos que formaban parte de cualquier compuesto fisiológico. Para espanto de la asistenta, a quien le tocaba recoger los restos al día siguiente, tras una larga jornada de trabajo se pasaba la mitad de la noche practicando iridectomías y extracciones de ojos de los corderos que le enviaba el carnicero del pueblo. Su amor por el trabajo era la única y obsesiva inclinación que casaba con su carácter áspero y meticuloso.

Y tanto mayor era el mérito que tenía por seguir al corriente de los avances dentro de su campo, cuanto no había nada que le obligase a hacerlo. En los siete años en que había ejercido la medicina en Hoyland, había tenido tres competidores, dos en el mismo pueblo, y un tercero en la aldea vecina de Lower Hoyland. Uno de ellos se había puesto enfermo y su salud llegó a deteriorarse de forma notable: si había que hacer caso a los comentarios de la gente, él mismo fue el único enfermo al que trató en los dieciocho meses en los ejerció la medicina rural. Otro se había ido con la cabeza muy alta, tras haber adquirido el veinticinco por ciento de una consulta de Basingstoke, y el tercero desapareció una noche del mes de septiembre, dejando a su paso una casa destrozada y una factura de farmacia sin pagar. Tras lo cual, aquellos parajes pasaron a ser de su monopolio, y nadie más se atrevió a desafiar la buena reputación de la que gozaba el médico de Hoyland.

Por eso, una mañana en que pasaba por Lower Hoyland, fue con un sentimiento de sorpresa y considerable curiosidad como vio que la nueva casa construida a la salida del pueblo estaba habitada, y que una nueva placa de cobre resplandecía en la puerta de la valla que daba a la carretera. Detuvo la yegua alazana de cincuenta guineas en la que iba montado, y repasó la placa con atención: las palabras «Verrinder Smith, doctor en medicina» se veían impresas en claros y minúsculos caracteres. El inquilino anterior había puesto unas letras de medio pie de altura y una lámpara roja más indicada para un parque de bomberos. Consciente de aquel detalle, el doctor James Ripley llegó a la conclusión de que el recién llegado podía ser un contrincante de cuidado. De ello acabó convencido aquella misma noche, una vez consultado el anuario de médicos practicantes. Gracias a dicha publicación, se enteró de que el doctor Verrinder Smith estaba en posesión de magníficos diplomas; y de que había estudiado, con estupendas calificaciones, en Edimburgo, París, Berlín y Viena y que, para colmo, había conseguido una medalla de oro y una beca Lee Hopkins para llevar a cabo sus propias investigaciones, como reconocimiento a su estudio exhaustivo sobre las funciones de las raíces nerviosas medulares anteriores. Después de leer aquel informe acerca de su oponente, el doctor Ripley, desconcertado, se pasó los dedos por sus ralos cabellos. ¿Por qué demonios un hombre tan brillante colgaba su placa en una aldea perdida del condado de Hampshire?

Sin embargo, el doctor Ripley no tardó mucho en dar con una respuesta al enigma. Sin duda, si el doctor Verrinder Smith había decidido instalarse allí, sería para realizar alguna investigación científica en paz y calma. Más que una invitación para posibles pacientes, aquella placa era un mero indicativo. No cabía otra explicación, por supuesto. En tales circunstancias, la presencia de tan ilustre vecino le vendría muy bien para sus propios estudios. Más de una vez había echado de menos la presencia de un alma gemela, un acero en el que pulir su propio pedernal. Pero, por suerte, allí estaba, y ahora se sentía más que satisfecho.

Fue precisamente esa satisfacción la que le llevó a dar un paso que mucho se apartaba de sus hábitos normales. Es costumbre entre la clase médica que los recién llegados se pasen a visitar a los médicos ya instalados en una localidad: es una etiqueta establecida, y que todo el mundo da por buena. Aunque el doctor Ripley respetaba tales pautas al pie de la letra, al día siguiente fue él a visitar al doctor Verrinder Smith. Pensaba que saltarse las normas de aquel modo era un gesto de amabilidad por su parte y constituía el mejor preludio para las relaciones privilegiadas que esperaba llegar a establecer con su vecino.

La casa estaba limpia y bien amueblada, y una dispuesta doncella le acompañó hasta un saloncito de consulta puesto con mucho gusto. Al entrar en la casa, se fijó en que había, en el vestíbulo, dos o tres sombrillas, y un sombrero de señora colgado para protegerse del sol. Era una pena que su colega fuera un hombre casado, eso los colocaba en distintos planos y sería un inconveniente para las largas veladas de conversaciones científicas de altos vuelos que había imaginado. Sin embargo, muchas eran las cosas que le agradaban en aquella consulta. Por todas partes se veían instrumentos complicados, más propios de hospitales que de residencias de médicos. Encima de la mesa había un esfigmógrafo, mientras que, en un rincón, vio un aparato parecido a un gasómetro, algo que el doctor Ripley no había visto nunca. Reparó, a continuación, en una librería repleta de gruesos volúmenes en francés y en alemán, la mayoría encuadernados en rústica, cuyas tonalidades iban del blanco de la cáscara al amarillo de la yema de un huevo de pato; estaba sumido en la lectura de aquellos títulos cuando, de repente, se abrió la puerta que se hallaba a sus espaldas. Se volvió y se dio de bruces con una mujer menuda, en cuyo rostro vulgar y un poco pálido apenas destacaban unos ojos inteligentes y divertidos, azules, aunque tirando a demasiado verdes. Llevaba unas gafas en la mano izquierda, y la tarjeta de visita del doctor en la derecha.

—Encantada de saludarle, doctor Ripley —dijo.

—Lo mismo digo, señora —respondió el visitante—. Siento que su marido no esté en casa.

—No estoy casada —repuso la mujer, con toda llaneza.

—¡Lo siento de veras! Me refería al médico, al doctor Verrinder Smith.

—El doctor Verrinder Smith soy yo.

Fue tal la sorpresa del doctor Ripley que el sombrero se le cayó de las manos y se le olvidó recogerlo.

—¿Cómo dice? —balbució—. ¿Es usted quien ha sido galardonada con el premio Lee Hopkins?

En su vida había conocido a una mujer que fuese médico, y su espíritu conservador se rebelaba ante semejante idea. Aunque no recordaba ninguna cita bíblica que afirmase que el médico siempre tenía que ser un hombre, y enfermera la mujer, tuvo la sensación de que se había cometido una blasfemia. Su semblante lo manifestaba con toda claridad.

—Lamento haberlo decepcionado —dijo la mujer, con frialdad.

—No le quepa duda de que me he llevado una sorpresa —repuso, mientras recogía el sombrero.

—Así que no es usted de los que están de nuestra parte…

—No seré yo quien afirme que tal iniciativa cuenta con mi aprobación.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Preferiría no meterme en honduras.

—Pero no irá a dejar sin respuesta la pregunta que le hace una dama.

—Si usurpan el espacio reservado al otro sexo, las señoras corren el peligro de verse privadas de sus privilegios. No pueden aspirar a ambas cosas.

—¿Cuál es la razón de que una mujer no pueda ganarse el pan con su inteligencia?

El doctor Ripley se sintió molesto por la tranquilidad con que la dama le planteaba aquellas preguntas.

—Preferiría no tener que entrar en disquisiciones, señorita Smith.

—Doctora Smith —le interrumpió ella.

—¡Pues muy bien, doctora Smith! Ya que insiste en que le dé una respuesta, debo decirle que no creo que la de médico sea una profesión para mujeres, y que, personalmente desde un punto de vista personal, me horrorizan las mujeres que aspiran a ser iguales que los hombres.

Inmediatamente se avergonzó por haber recurrido a palabras tan impertinentes. La señora, sin embargo, se limitó a alzar las cejas y a esbozar una sonrisa.

—Creo que no ha respondido usted a la pregunta que le he hecho —le dijo—. No cabe duda de que, si algo así hiciese masculinas a las mujeres, el daño sería irreparable.

Hasta tal punto hizo mella aquella réplica en el doctor Ripley que, como un espadachín tocado, la aceptó con una inclinación de cabeza.

—Es hora de irme —dijo.

—Ya que vamos a ser vecinos, siento que no podamos llegar a una conclusión más amistosa —recalcó ella.

El doctor se inclinó de nuevo y se dirigió a la puerta.

—No deja de ser una coincidencia —observó la doctora Smith —que, justo cuando ha venido a verme, estuviera leyendo su trabajo sobre «La ataxia locomotriz» en The Lancet.

—¿Ah, sí? —repuso el hombre, con frialdad.

—Me pareció que se trataba de un trabajo interesante.

—Muy amable de su parte.

—Pero las opiniones que atribuye al doctor Pitres, de Burdeos, él mismo ya no las sostiene.

—Tengo un artículo suyo de mil ochocientos noventa —repuso el doctor Ripley, encolerizado.

—Aquí tiene lo que ha escrito en mil ochocientos noventa y uno —dijo ella, tras rescatarlo de un montón de publicaciones—. Si tuviera un momento, y echase un vistazo a este párrafo…

El doctor Ripley se lo arrebató de las manos, y leyó rápidamente el párrafo que le había indicado. Sin duda, aquello echaba por tierra los fundamentos de su propio artículo. Dejó la publicación y, tras dedicarle un nuevo saludo glacial, se dirigió a la puerta. En cuanto tomó las riendas que le tendía el lacayo, echó un vistazo y observó que la señora seguía en la ventana, y le pareció que se reía de buena gana.

No dejó de pensar en aquel encuentro a lo largo del día. Pensaba que había salido muy escaldado. Ella le había demostrado su superioridad en un asunto que él creía dominar. Se había comportado con amabilidad, mientras que él se había dejado arrastrar por la grosería. Y, por encima de todo, allí estaba esa mujer y aquella monstruosa intrusión que no podía quitarse de la cabeza. Hasta entonces una mujer médico había sido un ente abstracto, algo desagradable, pero que no le tocaba de cerca. Y tenía que haberse instalado precisamente en Hoyland para ejercer la medicina, con una placa de latón como la suya y disputándose los mismos enfermos. No es que le asustase la competencia, pero no estaba dispuesto a admitir que su ideal femenino cayese tan bajo. La doctora no parecía tener más de treinta años y, además, su rostro era inteligente y expresivo. Pensó en sus simpáticos ojos, y en aquella barbilla firme, tan bien dibujada. Lo que más le sacaba de quicio eran los detalles de la educación que ella había recibido. Un hombre podía afrontar tal prueba sin perder, por eso, nada de su hombría; pero, tratándose de una mujer, casi era una desvergüenza.

No hubo de pasar mucho tiempo antes de observar que, incluso como contrincante, debía temerla. Aquella presencia tan novedosa había bastado para que unos cuantos pacientes curiosos se pasasen por su consulta y que, una vez allí, tanto les impresionara su aplomo profesional y el instrumental tan peculiar y moderno con el que tanteaba, sondeaba y auscultaba que no habían hablado de otra cosa durante semanas. La gente del campo no tardó en apreciar la valía de aquella mujer. El granjero Eyton, cuya úlcera con callosidades llevaba años progresando, gracias a un inocuo tratamiento de ungüento de zinc, vio cómo lo untaban con un líquido abrasivo, para comprobar, después de pasarse tres noches blasfemando, que la llaga empezaba a curarse. La señora Crowder, que siempre había creído que la mancha de nacimiento de Eliza, su segunda hija, era un indicio de la indignación del Creador por haberse tomado un tercio de una tarta de frambuesas en un período crítico, descubrió que, gracias a un par de agujas galvanizadas, no se trataba de un daño irreparable. En un mes la doctora Verrinder se había dado a conocer; a los dos meses ya era más que respetada.

De vez en cuando, en el curso de sus visitas, el doctor Ripley se encontraba con ella. La doctora llevaba personalmente las riendas de una carreta inglesa de ruedas altas, en cuya parte trasera viajaba un lacayo jovencito. Siempre que se cruzaban, él se quitaba el sombrero con escrupulosa cortesía, aunque el gesto adusto de su rostro dejaba bien claro que eso no era más que una pura formalidad. De hecho, su desagrado no tardó en convertirse en pura aversión. «Esa mujer asexuada» era la expresión con que solía referirse a ella, en presencia de los pacientes que aún eran suyos. Pero lo cierto es que el número disminuía a ojos vistas, y que no pasaba un solo día sin que su orgullo tuviese que digerir la noticia de una nueva defección. Por lo que fuera, aquella señora infundía a los campesinos una fe casi supersticiosa en sus conocimientos y, tanto de lejos como de cerca, acudían a su consulta en tropel.

Con todo, lo que más le sacaba de quicio era que la doctora hiciese algo que él había declarado impracticable. Porque, a pesar de todos sus conocimientos, carecía de audacia como cirujano y normalmente enviaba a Londres los casos más graves. Pero la señora médico no daba muestra de tales flaquezas, y decía que sí a todo lo que se le presentase. Al enterarse de que iba a tratar de recomponer el pie zopo de Alec Turner pensó que aquello iba a ser la puntilla, y entonces recibió, como transportada en alas del rumor, una carta de la madre del chico, la esposa del rector, en la que le rogaba que se hiciera cargo de administrarle el cloroformo. Una negativa habría sido un gesto inhumano, puesto que no había nadie más que pudiera hacerlo, pero era algo que hería y reconcomía su sensibilidad. Pese a sentirse vejado, no pudo por menos de admirar la destreza con que se llevo a cabo la operación. La doctora manipulaba aquel pie fofo y lívido con una delicadeza extrema, y sujetaba el minúsculo escalpelo de tenotomía como si del pincel de un pintor se tratase. Una inserción rectilínea, un pequeño corte del tendón, y todo había acabado sin llegar a manchar siquiera la blanca sabanilla sobre la que el paciente estaba tendido. Nunca había visto nada igual y tuvo el valor de reconocerlo, a pesar de que la habilidad de la doctora sólo servía para alimentar la inquina que sentía contra ella. Gracias a sus comentarios, el éxito de la operación se conoció en todas partes, con lo que el instinto de supervivencia vino a sumarse a las razones que ya tenía para detestarla. Precisamente esa ojeriza fue el origen de un desenlace imprevisto.

Una noche de invierno, justo cuando acababa de terminar la cena en solitario, apareció un lacayo a caballo de parte del hacendado Faircastle, el hombre más rico de aquellos parajes, para comunicarle que la hija de su señor se había escaldado una mano y requería asistencia médica con urgencia. El cochero había ido en busca de la doctora, porque al hacendado le daba igual quién fuera con tal de que lo hiciese inmediatamente. El doctor Ripley echó a correr con su maletín, con la esperanza de que, mientras pudiera evitarlo, la doctora Smith no llegara antes que él a una plaza fuerte que consideraba suya. Sin encender siquiera los faroles, subió velozmente a la calesa y partió a todo galope. Como vivía más cerca del hacendado que ella, estaba convencido de que llegaría mucho antes.

Y así habría sido de no haberse mezclado ese elemento caprichoso que es el destino, que siempre embrolla las cosas de este mundo y capaz es de confundir a los profetas. Ya fuese por no haber encendido los faroles o por no dejar de pensar en su rival, el caso es que tomó de forma muy cerrada, cosa de un cuarto de pie, la curva del camino de Basingstoke. El carruaje vacío y la caballería asustada fueron a parar a la oscuridad con estrépito, mientras el lacayo del hacendado salía como podía de la cuneta a la que había sido arrojado. El médico encendió una cerilla, echó un vistazo a su compañero, que no dejaba de quejarse, y, como suele ocurrirles a todos los hombres rudos y fuertes cuando contemplan algo que no han visto nunca, se puso muy enfermo.

Al resplandor de la cerilla, se incorporó ligeramente sobre el codo, y vio el brillo de algo blanco y cortante que le sobresalía de la pernera del pantalón, a la mitad de la tibia.

—El hueso al aire —se lamentó—. No podré moverme en tres meses —y perdió el conocimiento.

Al volver en sí, el lacayo había desaparecido, porque había ido en busca de auxilio a casa del hacendado, pero un paje sostenía un farol frente a su pierna herida, mientras una mujer, con un maletín abierto y repleto de instrumentos pulidos y lustrosos bajo aquella luz amarillenta, cortaba con habilidad la pernera del pantalón con unas tijeras curvadas.

—No se preocupe, doctor —le dijo para tranquilizarlo—. No sabe cuánto lo siento. Mañana podrá verle el doctor Horton, pero permítame que sea yo quien le socorra esta noche. Cuando le he visto en la cuneta, casi no daba crédito a mis ojos.

—El lacayo ha ido en busca de ayuda —gimió el accidentado.

—En cuanto haya vuelto, lo trasladaremos a la calesa. ¡Un poco más de luz aquí, John! ¡Eso es! ¡Dios mío, Dios mío! Si no conseguimos recomponer esto antes de moverlo, va a sufrir un desgarramiento. Con su permiso, voy a darle un poco de cloroformo; estoy segura de que seré capaz de dejárselo en condiciones para…

El doctor Ripley no llegó a oír el final de aquella frase. Intentó levantar una mano y susurró que no lo necesitaba, precisamente cuando un olor dulzón le llegaba a las narices y una asombrosa sensación de paz y letargo se adueñaba de sus nervios destrozados. Se dejó llevar a través de aguas frescas y cristalinas, hundiéndose cada vez más en las sombras verdosas de las profundidades, lentamente, sin hacer ningún esfuerzo, mientras en sus oídos resonaba el agradable carillón de algún enorme campanario. A continuación, empezó a emerger, cada vez más arriba, mientras sintiendo una terrible opresión en las sienes, hasta librarse de aquellas sombras verdosas y verse de nuevo inmerso en la luz. Dos manchas doradas, brillantes y relucientes, titilaban ante sus ojos confusos. Tuvo que parpadear varias veces antes de poder darles nombre. No eran más que las dos bolas de metal de las columnas de su cama: estaba en su minúsculo dormitorio, con la cabeza como una bala de cañón y una pierna que parecía una barra de hierro. Al volver la vista, se encontró con el rostro bondadoso de la doctora Verrinder Smith, que lo observaba.

—¡Por fin! —dijo la mujer—. He preferido que durmiera todo el camino, porque sabía cuánto podría molestarlo el traqueteo. Le he colocado bien el hueso, está bien entablillado. Le he encargado una dosis de morfina. ¿He de decirle a su criado que, mañana por la mañana, vaya en busca del doctor Norton?

—Preferiría que fuera usted quien se ocupara del caso —respondió el doctor Ripley, con voz débil, y añadió con una risa histérica—: Ya que se ha hecho con toda la clientela de estos contornos, bien podría completarla teniéndome a su cargo.

A pesar de no tratarse de un comentario agradable, la doctora se apartó de su lecho con una cálida mirada de compasión, no de cólera.

El doctor Ripley tenía un hermano, William, que era ayudante de cirugía en un hospital de Londres, y que se acercó a Hampshire en cuanto se enteró del accidente. Tras escuchar lo que había pasado, frunció el entrecejo.

—¿Qué me dices? ¿Que te está atosigando una de ésas?

—Si ella no hubiera aparecido, no sé qué habría sido de mí.

—No me cabe duda de que será una excelente enfermera.

—Sabe hacer su trabajo tan bien como tú o como yo.

—Eso te crees tú, James —dijo el hombre de Londres, con desprecio—. De sobra sabes que es algo que no puede sostenerse en pie.

—¿No crees que nada hable en su favor?

—¡Cómo podría ser de otra forma, por Dios!

—Bueno, no estoy muy seguro pero no he dejado de pensar toda la noche que quizá hemos sido un poco estrechos de miras.

—Tonterías, James. Sabes perfectamente, igual que yo, que está muy bien eso de que las mujeres se lleven los honores en las aulas, pero también sabes que no valen para nada en casos urgentes. Estoy seguro de que esa mujer estaba hecha un manojo de nervios en el momento de recomponerte la pierna. Lo que me recuerda que debería echarle un vistazo, para comprobar que todo esté en orden.

—Preferiría que no hicieses nada —dijo el enfermo—. Ella me aseguró que todo estaba bien.

Su hermano William se quedó profundamente perplejo.

—Está claro que, si las indicaciones de una mujer te parecen mejores que las opiniones de un ayudante de cirugía de Londres, no hay nada más que decir.

—Preferiría que no hicieras nada —repuso el paciente, y el doctor William se volvió a Londres enfurruñado.

La doctora, que había oído que andaba por allí, se sorprendió mucho al enterarse de que ya se había ido.

—Tuvimos unas palabras acerca de cómo han de guardarse las formas en nuestra profesión —le dijo el doctor James, y no le dio más explicaciones.

Durante dos largos meses, el doctor Ripley hubo de relacionarse diariamente con su oponente, de quien tuvo ocasión de aprender muchas cosas que no sabía. No sólo era una compañía más que agradable, sino que, además, profesionalmente, era muy concienzuda. Los pequeños ratos en que la doctora se dejó ver en aquellos días tan largos y monótonos fueron como una flor en un desierto de arena. Todo lo que le interesaba a él le llamaba la atención a ella, que le replicaba a cualquier cosa en un tono de igualdad. Sin embargo, bajo aquella capa de sabiduría y seguridad, discurría una delicada naturaleza femenina, que asomaba en su conversación o en sus resplandecientes ojos verdosos, manifestándose en mil formas de sutileza que hasta el más obtuso de los hombres habría sido capaz descubrir. Y, si bien él era un poco maniático y pedante, desde luego no era un necio, y era lo bastante honrado para reconocer sus propios errores.

—No sé cómo disculparme ante usted —le dijo, avergonzado, un día en que se encontraba lo bastante recuperado para sentarse en un sillón, con la pierna enferma apoyada sobre la otra—. Creo que estaba equivocado del todo.

—¿De qué me habla?

—De las mujeres y la medicina. Estaba convencido de que cualquier mujer que se dedicase a estudiar medicina perdería algo de su encanto.

—Por lo menos, ya no las considera seres asexuados —respondió la mujer, con una sonrisa picarona.

—Por favor, no me recuerde las necedades que pensaba.

—Estoy encantada de haber aportado mi granito de arena para que cambie de opinión. Creo que se trata del cumplido más sincero que he recibido en toda mi vida.

—Sea como sea, ésa es la verdad —repuso el doctor Ripley, que estuvo encantado toda la noche al recordar el rubor de satisfacción que, por un momento, había iluminado aquel pálido rostro.

La verdad es que estaba muy lejos ya de pensar en ella como pensaba en cualquier otra mujer. No podía ocultarse que no había otra igual. La delicadeza con que hacía su trabajo, la dulzura de su tacto, el cariño con que iba a visitarlo y los gustos que tenían en común, todo se había confabulado para echar por tierra sus arraigadas convicciones. Se le hacía cuesta arriba pensar en el día en que el proceso de convalecencia fuera lo suficientemente estable para que la doctora no volviese a visitarlo, y no quería ni pensar en el momento, que ya veía cercano, en que ya no se pasase por su casa. Pero, como es natural, el día acabó por llegar y, entonces, se dio cuenta de que toda la felicidad de su vida dependía de cómo se desarrollase aquella última conversación. Como no era un hombre que se anduviese por las ramas, puso una mano sobre la de ella, mientras le tomaba el pulso, y le preguntó si accedería a ser su esposa.

—¿Para qué? ¿Para compartir nuestros enfermos? —repuso la mujer.

Dolorido y ofendido, el doctor Ripley dio un respingo.

—¡Estoy seguro de que no cree que mi proposición obedezca a un motivo tan rastrero! —exclamó—. La quiero a usted con el amor más desinteresado del que jamás haya disfrutado una mujer.

—No, no es eso. Acabo de decir una necedad —dijo la doctora, echando la silla un poco hacia atrás y dándose golpecitos en la rodilla con el estetoscopio—. Le ruego que olvide lo que he dicho. Siento verme obligada a decepcionarlo, y le agradezco infinitamente el honor que me hace, pero lo que usted me pide no puede ser.

Si se hubiese tratado de cualquier otra mujer, quizá el doctor Ripley hubiese insistido, pero su instinto le advirtió de que con ella no le valdría de nada: su tono de voz no dejaba lugar a dudas. No dijo nada y, afligido, se recostó en su asiento.

—Lo siento —insistió ella—. Si hubiera sabido lo que le rondaba por la cabeza, le habría dicho mucho antes que tengo la intención de consagrar toda mi vida a la ciencia. Muchas son las mujeres cuya única meta es el matrimonio, pero no hay tantas a quienes les encante la biología. Seré consecuente con mis principios. Me he instalado en este lugar, a la espera de que se produzca una vacante en el laboratorio de fisiología de París. Acabo de enterarme de que ya tengo plaza, así que no le incomodaré en adelante con mi presencia en su territorio. He cometido una injusticia con usted, igual que lo hizo usted conmigo. Pensé que era usted un hombre estrecho de miras y un pedante, carente de toda virtud. Pero en el tiempo en que se ha prolongado su enfermedad he aprendido a apreciarlo mucho mejor, y siempre conservaré un agradable recuerdo de nuestra amistad.

De este modo, al cabo de unas pocas semanas, no quedó en Hoyland más que un médico. Pero los lugareños no tardaron en advertir que, en unos cuantos meses, el doctor había envejecido varios años, que una hastiada tristeza ensombrecía de continuo la profunda mirada de sus ojos azules, y que se interesaba menos que nunca en las jóvenes casaderas que el destino, o las sagaces madres de aquellos parajes, ponían en su camino.

 

CONSIDERACIONES DE UN CIRUJANO

—Los hombres suelen morir de aquellas enfermedades que se han estudiado más a fondo —apuntó el cirujano, cortando con una habilidad y precisión más que profesionales el extremo de un cigarro—. Todo nos induce a pensar que una enfermedad es un ser maligno que, al verse acorralada, se tira al cuello de sus perseguidores. Por muchas trabas que pongamos a los microbios, también ellos se alzan contra nosotros. He atendido muchos casos por el estilo, y no siempre en enfermedades causadas necesariamente por microbios. Está, por supuesto, el caso más que conocido de Liston y aquel aneurisma, y unos cuantos más que también podría citar. Pero nunca encontraremos un caso tan claro como el del pobre viejo Walker, del hospital de St. Christopher. ¿No han oído hablar de él? Claro está que pasó hace tiempo, pero no creo que deba caer en el olvido. Ustedes los jóvenes andan tan atareados con tal de estar al día que quizá se pierdan una buena parte de aquello que, en el pasado, llegó a ser interesante.

»Walker era uno de los mejores especialistas europeos en enfermedades nerviosas. Sin duda, habrán leído su obrita sobre la esclerosis de las raíces nerviosas posteriores de la columna: es tan apasionante como una novela y, en su momento, supuso, en cierto modo, un hito. Walker trabajó como un animal de carga, con una multitudinaria clientela privada y muchas horas a diario en salas de hospitales, sin descuidar constantes y originales investigaciones. Y, por si fuera poco, tamaña actividad le resultaba entretenida. De mortuis…,  ya se sabe; no era ningún secreto para todos los que le conocían. Si bien falleció a los cuarenta y cinco años, fue como si hubiera vivido ochenta. Lo sorprendente es que, al ritmo que se había impuesto, consiguiera durar tanto. Pero, a la hora de la verdad, supo reaccionar con dignidad.

»Yo era ayudante suyo en aquella época. Walker estaba dando una clase sobre la ataxia locomotriz en un aula repleta de estudiantes jóvenes. Explicaba que uno de los primeros síntomas de dicha enfermedad es que no se pueden juntar los talones con los ojos cerrados sin perder el equilibrio. Escenificó un ejemplo de lo que estaba diciendo. No creo que aquellos muchachos se dieran cuenta de nada, pero yo sí, al igual que él; con todo, acabó la clase sin manifestar ningún síntoma.

»Entonces, se pasó por mi despacho, y encendió un cigarrillo.

»—Le ruego que compruebe mis reflejos, Smith —me dijo.

»Pero apenas podía detectarse rastro alguno de ellos. Le di unos golpecitos en el tendón de la rodilla, pero era lo mismo que si quisiera que reaccionase uno de los cojines de este sofá. Se puso de pie de nuevo, con los ojos cerrados, y se tambaleaba como un arbusto arrastrado por el viento.

»—De modo que no se trataba de neuralgias intercostales —afirmó.

»Así fue como me enteré de que había sufrido aquellos pinchazos agudos, y que reunía todos los síntomas. No había nada que decir, y me senté para reconocerlo, mientras él daba una calada y otra a su cigarrillo. Tenía ante mí a un hombre en lo mejor de la vida, uno de los hombres más apuestos de Londres, rico, famoso y socialmente distinguido, un hombre que tenía el mundo rendido a sus pies, y que, sin esperárselo siquiera, acababa de descubrir que la inapelable muerte lo acechaba, una muerte acompañada de tormentos más refinados y tenaces que si se hubiera visto amarrado al poste de unos pieles rojas. En medio de una nebulosa de humo azulado, con la mirada baja y los labios muy levemente apretados, no se movió de la silla. Se puso en pie e hizo un gesto con los brazos, como quien rechaza viejos conceptos y se adentra por nuevos caminos.

»—Más vale que pongamos las cosas en claro cuanto antes —dijo—. Tengo que concertar nuevos compromisos. ¿Puedo utilizar su papel de cartas y sus sobres?

»Se sentó en mi mesa, y escribió media docena de cartas. No creo que falte a su confianza si digo que no iban dirigidas a sus colegas de profesión. Walker era un hombre soltero, lo que no significa que se limitase a una sola mujer. Una vez que hubo acabado, abandonó mi minúsculo despacho, dejando tras él todas las esperanzas y las ambiciones de su vida. Sin aquella demostración improvisada que ofreció durante la clase, podría haber vivido un año más tranquilamente, ignorante de todo.

»Fueron cinco los años que tardó en morir, y estuvo a la altura de las circunstancias. Si había cometido algunos pecadillos, desde luego los expió con creces en el tiempo que duró aquel martirio. Llevó un admirable y minucioso registro de los síntomas que se iban manifestando, y analizó las variaciones oculares que sufría como nadie lo había hecho antes. Cuando la ptosis se manifestó de forma severa, se sujetaba el párpado con una mano y seguía escribiendo. Cuando ya no fue capaz de coordinar los músculos para escribir por sí mismo, le dictó a su enfermera. Así murió, a la edad cuarenta y cinco años, James Walker, en olor de ciencia.

»El pobre Walker era un hombre muy aficionado a la cirugía experimental, terreno en el que llevó a cabo muy diferentes incursiones. Quede entre nosotros que alguna de aquellas intentonas no desembocaron en nada que mereciera la pena, pero hizo todo cuanto estuvo a su alcance para ayudar a sus enfermos. ¿Saben ustedes quién es M’Namara, verdad? Siempre lleva el pelo largo. Insinúa que se debe a sus inquietudes artísticas, pero la verdad es que sólo trata de disimular la pérdida de una de sus orejas. Fue Walker quien se la amputó, pero no le digan a M’Namara que he sido yo quien se lo ha contado.

»Les relataré lo que pasó. Walker tenía una idea fija sobre la portio dura, el músculo facial, como ustedes saben, y estaba convencido de que la parálisis que afectaba a esa zona se debía a una disfunción del flujo sanguíneo. Pensaba que, si era capaz de corregir tal disfunción, conseguiría restablecer la normalidad. En las salas del hospital, teníamos un caso grave de parálisis de Bell, y habíamos intentado todos los remedios imaginables, desde la cauterización y los tónicos, hasta la estimulación nerviosa, el galvanismo o las agujas, pero sin ningún resultado. A Walker se le metió en la cabeza que, si seccionábamos la oreja, incrementaríamos la circulación sanguínea en esa zona, y no le fue difícil obtener el consentimiento del enfermo para la operación.

»Lo hicimos una noche. Como es de suponer, Walker consideraba que se trataba de un experimento, y prefería que no se hablase de aquel asunto mientras no culminase con éxito. Éramos unas seis personas en total, contando a M’Namara y a mí. La habitación era pequeña; en el centro había una estrecha camilla, con una almohada cubierta con una tela impermeable y una manta que llegaba casi hasta el suelo por ambos lados. La única luz provenía de dos velas en una mesilla cerca de la almohada. Introdujeron al paciente, que tenía un lado de la cara tan liso como el de un bebé, en tanto que el otro le temblaba de miedo. Lo tumbaron en la camilla, y le aplicaron una toalla impregnada de cloroformo, mientras Walker enhebraba las agujas a la luz de las velas. El encargado de suministrar el cloroformo se encontraba en la cabecera de la camilla, y M’Namara estaba a un lado para sujetar al paciente. Los demás esperábamos con atención por si se requería nuestra asistencia.

»Cuando el hombre ya estaba medio dormido, entró en uno de esos estados de agitación convulsiva que se manifiestan en la semiinconsciencia. Empezó a dar patadas, mientras levantaba las manos y las bajaba con fuerza, hasta que tiró la mesilla en la que estaban las velas e inmediatamente nos vimos sumidos en la más completa oscuridad. Como imaginarán, nos pusimos todos manos a la obra: uno puso la mesilla en pie de nuevo; otro, fue en busca de unas cerillas, mientras los demás nos afanábamos en inmovilizar al paciente, que no dejaba de moverse. Una vez sujeto, dos enfermeros aumentaron la dosis de cloroformo. Cuando las velas lucieron de nuevo, aquellos gritos incoherentes y medio apagados ya se habían transformado en un sonoro ronquido. Lo acomodaron de lado sobre la almohada, y siguió la operación, con la cara cubierta con la toalla. Cuando se la retiramos, imaginen cuál no sería nuestra sorpresa al contemplar el rostro de M’Namara.

»¿Qué había ocurrido? Pues algo muy sencillo. Cuando las velas fueron a parar al suelo, el encargado del cloroformo olvidó su cometido por un instante e intentó recogerlas. Cuando éstas se apagaron, el paciente había rodado y se había caído al suelo, y el pobre M’Namara, que trataba de sujetarlo como podía, acabó tumbado en la camilla. Al ver que estaba ya en su sitio, el anestesista le puso la toalla con el cloroformo en la nariz y en la boca. Los demás seguían inmovilizándolo, y cuantas más patadas y gritos daba, más cloroformo le suministraban. Walker estuvo a la altura de las circunstancias, y se disculpó como el caballero que era. Se ofreció incluso a realizar en aquel mismo momento una operación de cirugía plástica para reconstruir la oreja del mejor modo posible, pero M’Namara decidió que ya había tenido más que suficiente. En cuanto al paciente, nos lo encontramos apaciblemente dormido debajo de la camilla, oculto bajo los extremos de la manta. Al día siguiente, Walker le envió a M’Namara la oreja en un frasco de alcohol metílico, pero aquel gesto sólo sirvió para que su esposa se enfadase aún más y le guardase rencor para siempre.

»Hay gente que opina que cuanto mayor es el trato con la naturaleza humana y más íntimo el contacto con ella, menor es el respeto con que se la considera. No creo, sin embargo, que las personas más informadas piensen así. Mi propia experiencia me lleva a opinar lo contrario. Fui educado en esa corriente teológica que afirma que no somos sino arcilla, miserable y mortal; pero después de treinta años en íntimo contacto con la humanidad, aquí me tienen, considerándola con el mejor de mis respetos. Si bien es la maldad lo que suele aflorar a la superficie, las capas más profundas son buenas. He visto en cientos de ocasiones a personas condenadas a muerte de una forma tan brutal como la que sufrió el pobre Walker. He conocido también casos de ceguera o de mutilaciones, que son peores que la propia muerte. Tanto hombres como mujeres lo han aceptado de forma admirable; algunos con una generosidad tan maravillosa, tan preocupados por cómo la fatalidad podría afectar a sus allegados que hasta el hombre de mundo o la más frívola de las mujeres han llegado a convertirse en ángeles a mis ojos. También he visto a muchas personas en su lecho de muerte, de todas las edades, de todas las convicciones religiosas, o carentes de ellas. Nunca me he encontrado con nadie que se echase para atrás, con la excepción de un pobre hombre exaltado, que había llevado una vida intachable en una de las sectas más estrictas. No hay duda de que un cuerpo agotado ya no le teme a nada, como les aseguraría cualquiera que, estando mareado, se enterase de que el barco en el que viaja va a hundirse. Por eso, tengo en mayor estima el valor que se necesita para afrontar una mutilación que el coraje para aceptar con paciencia el final de una enfermedad que nos lleva a la muerte.

»Voy a poner un ejemplo, un caso con el que me topé, el pasado miércoles, en mi propia

consulta. Vino a verme una dama, la esposa de un barón que es un gran vividor. Si bien el marido la había acompañado, la mujer le rogó que se quedase en la sala de espera. No es preciso entrar en detalles, pero le descubrí un caso de cáncer especialmente maligno. “Estaba segura —me dijo—. ¿Cuánto tiempo de vida me queda?” “Mucho me temo que pueda acabar con usted en cuestión de pocos meses”, fue mi respuesta. “¡Pobre Jack! —exclamó—. Le diré que no es nada.” “¿Por qué quiere engañarlo?”, le pregunté. “Porque es un hombre muy aprensivo y ahora mismo estará hecho un manojo de nervios en la sala de espera. Esta noche, vienen a cenar a casa dos viejos amigos suyos, y preferiría no estropearle la velada. Ya habrá tiempo mañana de decirle la verdad.” Nada más irse aquella mujer tan menuda y valiente, apareció en la consulta su marido, con aquella enorme cara enrojecida y más contento que unas castañuelas, para estrecharme la mano. No, señor; respeté el deseo de la dama, y no le saqué de su error. Me jugaría lo que fuera, pero estoy seguro de que aquélla fue una de las noches más felices de su vida, y el día siguiente, uno de los más tristes.

»Es una maravilla contemplar el valor y el ánimo con que una mujer afronta un golpe fatal. Es algo que no pasa con los hombres. Un hombre puede encajarlo sin una queja pero, al mismo tiempo, la noticia lo deja aturdido y confuso. En cambio, igual que le echa valor, la mujer no llega a perder la cabeza. Hace unas semanas, se me presentó un caso que les resultará bastante ilustrativo. Un caballero vino a verme para consultarme algo que le ocurría a su esposa, una mujer muy hermosa. Según él, tenía un pequeño nódulo tuberculoso en un brazo. Aunque estaba convencido de que no tenía la menor importancia, quería saber qué clima le sentaría mejor, si el de Devonshire o el de la Riviera francesa. Tras examinarla, descubrí que padecía un sarcoma óseo de los más agresivos, apenas apreciable en la superficie, pero que afectaba al omóplato, a la clavícula y al húmero, por si fuera poco. Nunca había visto un tumor de tal malignidad. Rogué a la mujer que saliese de la consulta, y le dije la verdad al marido. ¿Qué dirán que hizo? Pues bien; despacio y con las manos a la espalda, se dio una vuelta por la consulta, observando los cuadros de las paredes, como si fueran lo que más le interesase en el mundo. Me parece estar viéndolo ahora mismo, colocándose unas gafas de montura de oro y con la mirada perdida en los cuadros, de lo que deduje que ni se fijaba en ellos ni en la pared en la que estaban colgados. Por fin, me preguntó: “¿Tendrá que amputarle el brazo?”. ‘Y la clavícula y el omóplato”, le respondí. “Entiendo; la clavícula y el omóplato”, repitió, mientras seguía mirando a su alrededor con aquellos ojos sin expresión. Se había quedado fuera de combate. No creo que nunca vuelva a ser como era antes. Pero su esposa reaccionó con todo el valor y la presencia de ánimo imaginables, y en estos momentos se encuentra muy bien. Tenía el brazo tan mal que, cuando le quitamos el camisón, se le partió. No, no creo que le queden secuelas y confío plenamente en que llegue a curarse.

»El primer paciente que uno ve es algo que se recuerda toda la vida. El mío fue una persona corriente, a quien no le ocurría nada que merezca la pena reseñar. Sin embargo, los primeros meses que pasé consulta después de colgar el rótulo, recibí una visita que me sorprendió. Se trataba de una mujer mayor, muy bien vestida, que llevaba una cesta de mimbre de picnic. La abrió con el rostro cubierto de lágrimas; dentro había el más gordo, feo y sarnoso bulldog enano que haya visto en mi vida. “Me gustaría que lo ayudase a abandonar este mundo sin sufrimiento, doctor —exclamó—. Pero ha de ser cuanto antes, no sea que me eche para atrás.” Y se desplomó en el sofá, mientras sollozaba de forma histérica. No creo que haya de recordarle, mi joven amigo, que cuanta menos experiencia tiene un médico, más elevado es el concepto que defiende de la dignidad de la profesión que ejerce, por lo que a punto estaba de negarme indignado a cumplir aquel encargo cuando me dio por pensar que, si dejábamos la medicina de lado, los allí presentes éramos un caballero y una dama, que me había rogado que hiciera por ella algo que, a sus ojos, era visiblemente de la mayor importancia. Así que me llevé al perrito, y le acerqué un plato de leche en la que había puesto unas gotas de ácido prúsico; dejó este mundo de forma tan rápida como indolora. “¿Ya está?”, me preguntó la señora en cuanto volví. La verdad es que daba pena ver cómo todo el amor que podría haber dispensado a un marido y a unos hijos había ido a parar, en su defecto, aquel animalito tan feo. Destrozada, se fue en su carruaje, y tan sólo cuando ya se había ido me di cuenta de que, encima del vademécum de sobremesa, había un sobre cerrado con un enorme sello de lacre rojo. En él a lápiz estaba escrito: “Estoy segura de que habría hecho esto gratis, pero le ruego tenga a bien aceptar el contenido de este sobre”. Lo abrí, pensando que se trataba de una millonaria excéntrica que me habría dejado un billete de cincuenta libras, pero lo único que encontré fue un giro postal por valor de cuatro chelines y seis peniques. Toda la situación se me antojó tan descabellada que me eché a reír a carcajadas. Ya tendrá tiempo de descubrir, muchacho, que son tantas las tragedias que ve un médico a lo largo de su vida que nadie es capaz de soportarlas si no es con esa vertiente cómica que contribuye a aliviarlas de vez en cuando.

»Y un médico tiene, además, muchas razones para mostrarse agradecido. No lo olvide nunca. Es tal el placer que se siente al hacer un pequeño favor que cualquier hombre pagaría por tener ese privilegio en lugar de cobrar por ello. Qué duda cabe de que tiene una casa a su cargo, una esposa y unos hijos a los que mantener. Pero sus pacientes son sus amigos, o deberían serlo. Cuando va de casa en casa, en todas ellas sus pasos y su voz son acogidos con cariño y recibidos con alegría. ¿Qué más puede desear un hombre? Por si fuera poco, tiene la obligación de ser un buen hombre. No puede ser de otra manera. Porque ¿quién que se pase la vida contemplando sufrimientos que se aguantan con entereza puede mostrarse intransigente o perverso? Es una profesión noble, generosa y afable, y ustedes los jóvenes tienen la obligación de hacer cuanto esté en su mano para que siga siéndolo.

05

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados