Clarin: Cuentos Morales 2

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Ordalías

Don Braulio Aguadet era un riquísimo señor valenciano, que tomaba muy en serio las cosas más serias de la vida; por ejemplo, la educación de sus hijos.— Para muchos era manía el afán que Aguadet mostraba por encontrar para su prole el ave fénix de los maestros, un ayo ideal, aunque tuviera tan buen diente que le comiera la mitad de la hacienda. Sus hijos no iban a la escuela por que Aguadet temía las epidemias físicas y las morales, como él decía; los microbios de la difteria y los microbios del mal ejemplo, de la enseñanza rutinaria y servil. Se acercaba para los chicos el momento crítico de pasar a la segunda enseñanza, y don Braulio ya había resuelto no dejarles tampoco asistir al Instituto. Lo que él necesitaba era el ave fénix de los preceptores; una especie de Sócrates sin colocación, que quisiera dedicarse a maestro de los Aguadet impúberos.

Pero, es claro; el ayo ideal no parecía. En vano el buen señor, con perjuicio de sus negocios, cambiaba de vecindad cada poco tiempo, y de Valencia se iba a Barcelona y de allí a la corte. El Pestalozzi que él había soñado no estaba en ninguna parte. En el extranjero no había que pensar; porque Aguadet, que leía muchos libros de pedagogía, había leído al pedagogo ilustre, que dice que es un crimen enseñar a los niños a hablar en dos lenguas a un tiempo. La boca se le hacía agua cuando en las páginas de anuncios de los periódicos ingleses leía la oferta de ayos de exportación, señores que eran doctores, académicos, publicistas y una porción de letras mayúsculas, que Aguadet no sabía lo que significaban (v. gr. Ll D. B. A. DD. etc., etc.), y que se ofrecían por poco dinero para casa de los padres, como nuestras amas de cría. Un doctor inglés de aquellos, pero vertido al castellano, era lo que él quería para sus hijos. Pero la planta no era indígena; no había por acá ayos como los soñaba Aguadet.

No faltaron pedantes de todas clases, sexos y escuelas y sectas que, al olor del buen trato que don Braulio ofrecía, acudieron, haciendo honesto alarde de sus habilidades para injertar sabios precoces en retoños vulgares y aun silvestres. Pero Aguadet, que parecía un bendito, y lo era, en el sentido de ser una excelente persona, no se dejaba engañar, y en seguida les encontraba el flaco a los variadísimos géneros del Tartufo pedagógico que se le fueron presentando. Había aprendido por observación y por curiosas lecturas, los peligros de las enseñanzas demasiado artificiosas, y recordaba que hasta el famoso Filantropinum, que sirvió en Alemania de modelo a las reformas de la pedagogía intuitiva, de la enseñanza de las cosas, etc., etc., acabó de mala manera, degenerando en una porción de ridículas novedades latitudinarias. Conque al buen señor, que no se fiaba ni de Basedow en persona, ¡que le vinieran con institutrizos, como él decía, ya del género jesuítico, ya del integral, ya del rousseauniano! ¡oh, la cosa era tan peliaguda! A veces las apariencias no eran malas; pero, ¡había tantos sepulcros blanqueados por fuera!

 

* * *

 

Llegó una ocasión en que, sin esperanza ya de encontrar cosa de provecho, Aguadet trabó por accidente relaciones con un matrimonio que le había llamado la atención —era esto en Madrid— porque se les veía muy a menudo en el Real, en los estrenos del Español y de la Comedia, en butacas de orquesta, en palcos por asiento, vestidos pobremente, pero con su especie de etiqueta del harapo; muy de señores siempre, muy limpios; sin una mancha, y tal vez sin un pelo, en toda la ropa. Eran feos los dos, insignificante ella sobre todo, él de facciones y color grotescos, por lo llamativos y pronunciados. Era may rojo y muy huesudo. También los vio en los conciertos del Príncipe Alfonso y en los cuartetos del Conservatorio y en el Museo de Pinturas y en las iglesias en que había música clásica. En todas partes parecían extranjeros, y sabía él que no lo eran. Hablaban mucho entre sí, comentando seriamente lo que veían y lo que oían, olvidados del mundo que los rodeaba, pensando sólo en el arte, sin parar mientes en la sorpresa, no exenta de disimulada burla, que su aspecto estrambótico solía suscitar en todas partes.

Parecían intrusos… y sin embargo, infundían cierto respeto. Acudían, bien se veía, a donde acude la sociedad de los ricos, de los elegantes, siendo, probablemente, ellos pobres y de seguro sin elegancia aparente alguna. Pero iban por coincidencia de medios, para bien distintos fines; porque la sociedad elegante frecuentaba los espectáculos exquisitos, de arte fino, por lujo, por moda, por ostentación; y ellos, el matrimonio extraño, por necesidad estética, por amor a la belleza, pesándoles bien que tales primores no fuesen más baratos, aunque fueran menos aristocráticos.

Observaba don Braulio que marido y mujer escogían siempre las localidades más humildes, si las había de varias clases, desafiando muy tranquilos, o mejor, sin pensar en tales nimiedades, el mal disimulado menosprecio de los que, desde mejor punto, miraban a los intrusos como gente loca y temeraria que no pensaba en lo ridículo.

—Y sin embargo —se decía Aguadet— si la esencia de lo cursi está en lo que dice Valera, en el excesivo temor de parecerlo, estos dos son los entes menos cursis del mundo, porque se presentan con los harapos limpios y bien cosidos, con tanta natural satisfacción como un rey con manto y corona.

Tanto le llamó la atención la pareja, que no paró hasta trabar conversación con ellos; cosa facilísima, pues aquellos excelentes sujetos creían lo más natural del mundo que se comunicaran ideas e impresiones, muy particularmente cuando se gozaba en común del espectáculo de lo bello.

Marido y mujer eran ilustradísimos; hablaban de arquitectura, pintura, música y poesía, como gente que ha visto, oído, leído y meditado mucho y en muchos países. Resultaba que habían paseado por media Europa, aprovechando los trenes baratos, siempre en tercera, por no haber cuarta, y sin beber vino ni comprar chucherías inútiles. —«Era un asombro lo poco que se gastaba recorriendo el mundo civilizado. Bastaba para ello tener la vocación del verdadero peregrino de la belleza. Todo museo notable, todo teatro célebre, todo centro de gran cultura, toda maravilla de un arte, era para ellos un santuario que visitaban, no a pie, porque sería mucho más caro (por el tiempo invertido y por los zapatos gastados), pero sí alimentándose como los antiguos romeros. No llevaban el agua en una calabaza porque no era necesario, pero de agua y poco más vivían. El agua era su ídolo higiénico… Casi tenía razón el filósofo jónico, «casi todo bien procedía del agua…».

 

* * *

 

Un día, después de ser ya muy amigos y de haberlos llevado varias veces a su casa, le preguntó Aguadet al marido, don Ruperto, qué vocación tenía, para qué carrera mostraba él más aptitud y afición más decidida.

—Yo creo que he nacido para la enseñanza y la educación. Guiar un alma y un cuerpo, no echados a perder por el mundo y sus errores, es mi mayor deseo y mi vocación acaso.

Aguadet, que tal oyó, puso cada día mayor empeño en estudiar a fondo al matrimonio misterioso. No ocultaban su escasez de recursos, pero no hacían alarde de miseria, y temió que no le sería fácil, sin imprudencia, penetrar en el hogar, muy pobre de fijo, de aquellos universales dilettanti. Pero, con gran sorpresa, a la primer insinuación vio colmado su deseo. Si antes don Ruperto no le había ofrecido su casa, había sido porque no creía que ver tan pobre mansión pudiera tener ningún interés ni causar complacencia.

Don Braulio vio todo lo que quiso: la cocina, el comedor, la sala, el gabinete, todo a lo pobre, pero limpio; menos pobre por la sencillez lacónica, pudiera decirse, de las costumbres y necesidades de aquella gente. Una lógica singular guiaba sus hábitos, y por consecuencia sus necesidades; habían suprimido los pleonasmos de satisfacciones que la civilización acumula en nuestra vida. La falta de originalidad, la servil imitación de gustos y preocupaciones ajenas, según don Ruperto y consorte, nos hacen gastar inútilmente nuestro haber, con tanta dificultad, y tiempo perdido, alcanzado; y así, no nos quedan ni vagar para la contemplación de las bellezas gratuitas y no gratuitas del mundo, ni medios económicos para conseguir estas últimas. Por cubrir gastos que no satisfacen gustos ni necesidades verdaderas, espontáneas, dejamos de disfrutar de muchas cosas nobles de la vida. Pasmaba pensar, según don Ruperto, lo mucho que come de sobra el más sobrio y menos amigo de los placeres de la mesa. Además, era ridículo escoger los manjares por razón de vanidad, de rutina, de deleite grosero del paladar, etc., etcétera, cuando un estudio un poco serio y atento de la higiene moderna, nos pone en situación de comer mejor, esto es, lo que de veras nos hace falta, y muy barato. De la ropa, no se diga. Los medios de conservarla, según los recursos de la industria contemporánea, eran muchos, y constituían un arte serio y muy útil. En cuestión de muebles… en fin, sobraban casi todos. Y en cambio, era necesario viajar, leer, visitar museos, monumentos, oír música buena, etc., etc.

Don Braulio, encantado por aquellas apariencias, empezó a insinuar a don Ruperto la idea de encargarle de la educación de los Aguadet menores. Don Ruperto, también con indirectas, dio a entender que aceptaría el cargo, y que le vendría muy bien para arreglar su situación económica, nada próspera, a pesar de tanta parsimonia en los gastos; pero también dejó comprender que ni él solicitaba favores ni daría en su vida un paso para inclinar el ánimo de su nuevo amigo en aquel sentido.

Aguadet entraba cada día en más ganas de conocer a fondo aquel espíritu, aquella vida que tan poco se parecía a la de tantos y tantos pedagogos que él conocía.

De religión, de filosofía, de pedagogía, de letras, de historia, de cuanto don Braulio quiso, habló don Ruperto, «la moral era ciencia experimental, y su único laboratorio la virtud». Y la virtud era la más ardua de las empresas posibles. Así que la mayor parte de los moralistas no tenían laboratorio.

Todo esto, y muchas cosas más que Aguadet averiguó, estaba bien y le inclinaba más cada vez a entregar la educación de sus hijos al anacoreta estético, como él llamaba a don Ruperto… Pero… ¿y si era sepulcro blanqueado como tantos otros?

Y miraba y retemiraba de soslayo, a hurtadillas, de mil maneras, a su nuevo amigo, como podría meter el estoque, si fuera empleado en casillas, para buscar matute en el fondo de su carro. —Quería leer en el alma de aquel hombre, a través de aquella ropa, negra siempre, tan limpia tan rapada, tan sutil. —No acababa de ver completa pulcritud en aquella austera sencillez, en tan absoluta falta de refinamientos indumentarios, en la ausencia total de lujo y superfluidad. —Al verle, de repente, siempre le parecía un hombre sórdido, sucio… y no había tal; desde el sombrero de copa, de moda atrasada, pero reluciente y bien planchado, hasta las botas, de pacotilla, pero como soles, todo revelaba allí completa pulcritud, muchos pensamientos y cuidados domésticos consagrados a la ropa, en cuanto símbolo de dignidad humana.

Cuando don Ruperto sacaba el pañuelo, don Braulio lo miraba de reojo con atención suma; solía sorprender zurcidos muy bien hechos; manchas, nunca.

Y sin embargo, no se rendía. —«Esta virtud tendrá mácula, pensaba; aquí habrá hipocresía, comedia, bastidores y telones para que los vea el mundo».

 

* * *

 

—¡Ah! —se dijo un día Aguadet— ¡ya di con ello!… La prueba, la última, la definitiva. —Prueba de ordalías, como si dijéramos: nada de fuego, pero el agua, ¿por qué no?

—¿Sabe usted nadar, don Ruperto? —preguntó una vez don Braulio, así como al descuido.

Don Ruperto se puso un poco encarnado, y dijo por fin:

—No, señor; por esa parte mi educación está incompleta. Nunca me he decidido. De niño, mis hermanos y otros chicos mayores que yo me arrojaron al mar muchas veces para enseñarme tan útil habilidad con violencia, por sorpresa; y sólo consiguieron que tomara horror al agua… en cuanto elemento para la locomoción, se entiende; yo me baño en casa; pero en el mar o en el río no me atrevo.

—¡Malo! ¡malo! —pensó don Braulio—. Este hombre que tanto habla del agua y sus excelencias… le tiene asco al agua. ¡Malo! Sepulcro blanqueado por fuera probablemente.

Una tarde invitó don Braulio a don Ruperto a visitar cierta quita de recreo de Aguadet, en medio de la cual había un estanque de aguas profundas, puras, cuyo fondo se veía como detrás del cristal más diáfano. Paseaban juntos, filosofando, a la orilla del agua. Don Ruperto, a ratos, perdía el hilo de la conversación por mirar el terreno que pisaba; porque don Braulio tenía la mala costumbre, por lo visto, de torcerse a la derecha al andar e impedir a su pareja seguir el camino recto; ello era que le iba echando hacia el agua, y había que pensar en no caerse al estanque, sin perjuicio de mantener la interesante conversación.

Mas hubo un momento en que don Ruperto olvidó aquel cuidado material; se le fue el santo al cielo, y cuando más metido estaba en cierto laberinto de ideas metafísicas… sintió que le faltaba tierra, que don Braulio, apoyándose en él, resbaló sobre el suelo, mientras su propio individuo caía de cabeza al estanque. Y no sintió más, porque con el susto y la impresión del agua, casi helada, perdió el conocimiento; y cuando volvió en sí, se encontró en una alcoba de la casa de campo, metido en una cama, entre cobertores, y tan desnudo como le pariera su madre.

A su lado don Braulio sonreía, radiante de satisfacción.

—No ha sido nada —le dijo—. ¡Un susto, nada más que un susto! No ha bebido usted ni dos cuartillos de agua. Además, es potable. Ello fue, que yo, distraído con la argumentación, resbalé sobre una cáscara de naranja; al caer me apoyé en usted, y usted se fue al agua…

—¿Y mi ropa? —preguntó tímidamente, pero sin vergüenza, don Ruperto.

—Descuide usted. Está puesta al fuego. Secará en seguida. La interior y la de color, toda. Siento no tener yo ahora en esta quinta ropa mía que pudiera servirle…

—¡Oh, gracias, gracias!…

A poco se levantó Aguadet de la silla que ocupaba al lado del náufrago, y fue a la cocina a ver como estaba la ropa de su amigo.

Sobre una cuerda, cerca de una buena hoguera, estaban todas las prendas negras: levita, chaleco, pantalón, corbata; en otra cuerda toda la ropa blanca… camisola, camiseta, calzoncillos, calcetines. Don Braulio pasó otra vez revista a tales prendas, que ya tenía bien miradas.

¡Qué triunfo para la sinceridad de aquella virtud austera, sencilla y noble! Don Braulio, después de recoger en el agua, ayudado por los criados se la quinta, el cuero exánime de su amigo, había tenido buen cuidado de desnudarle y examinarle toda la piel, de arriba abajo, y toda la ropa sin dejar un hilo.

De aquella inspección, resultaba que aquel don Ruperto debía, en efecto, de bañarse todos los días en casa. Y en cuanto a la ropa interior, era toda una ejecutoria de pulcritud.

—¡Oh! —pensaba don Braulio— ¡esta es la verdadera limpieza, como es la virtud verdadera la que no está destinada a que el mundo sepa de ella! Este hombre no podía venir preparado. ¿Cómo podía él sospechar que yo, hoy precisamente, había de tirarlo al agua? No venía preparado. Y hoy es sábado. Luego este hombre se muda todos los días. La tela es pobre, está muy gastada, llena de repasos, que son ejecutoria de la atenta laboriosidad de su mujer; pero ¡qué limpieza! ¡Qué buen olor a manzanas maduras, o no sé qué! ¡Oh, sí! No cabe duda; por dentro como por fuera. Los calcetines como el pensamiento, el corazón como la camisa elástica; ¡todo blanco! ¡Todo en orden! ¡Todo puro!».

Secó la ropa, y media hora después, don Ruperto se vestía en presencia de don Braulio; a este se le figuraba un sacerdote del culto de la pobreza limpia, sin jactancia ni vergüenza, que se revestía de las insignias de su honradez. Se veía claramente que se hubiera vestido con igual tranquilidad delante de un Concilio… a no vedarlo otros respetos.

Ni hacía alarde de su esmerada pulcritud, ni le causaban vergüenza aquellos zurcidos y sutilezas de la ropa blanca.

Cuando le vio otra vez empaquetado en su traje negro, don Braulio tendió la mano a don Ruperto, y le dijo:

—De modo, querido amigo, que quedamos en eso; quedamos en que desde mañana empezará usted a desasnarme los chicos…

Viaje redondo

La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos —para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino— se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.

A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo—relieve del muro, y unas palabras de Job.

La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.

El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.

Dos lámparas de aceite, estrellas de día, ardían delante de altares favoritos. A la Virgen del altar mayor la iluminaba un rayo de sol que atravesaba una ventana estrecha de vidrios blancos y azules.

Sobre el pavimento, de losas desiguales y mal unidas, quedaban restos del tapiz de grandes espadañas por allí esparcidas pocos días antes al celebrar una fiesta; la brisa, que entraba por una puerta lateral abierta, movía aquellas hojas marchitas, largas, como espadas rendidas ante la fe; un gorrión se asomaba de vez en cuando por aquella puerta lateral, llegaba hasta el medio de la nave, como si viniera a convertirse, y al punto, pensándolo mejor, salía como una flecha, al aire libre, al bosque, a su paganismo de ave sin conciencia, pero con alegre vida.

En el presbiterio, a la derecha, sentado en un banco, el cura, anciano, meditaba plácidamente leyendo su breviario. No había más almas vivientes en la iglesia. El gorrión y el cura.

 

* * *

 

Entraron la madre y el hijo, santiguándose, húmedas las yemas de los dedos con el agua bendita tomada a la puerta.

A los pocos pasos se arrodillaron con modestia, temerosos de ser importunos, de interrumpir al buen sacerdote, que se creía solo en la casa del Señor.

En medio de la nave se arrodillaron. La madre volvió la cabeza hacia el hijo, con un signo familiar; quería decir que empezaba el rezo; era por el alma del padre, del esposo perdido. Ella rezaba delante, el hijo representaba el coro y respondía con palabras que nada tenían que ver con las de la madre; era aquel diálogo místico algo semejante a los cuadros de ciertos pintores cristianos de Italia, de los primitivos, en los que los santos, las figuras asisten a una escena sin saber unos de otros, sin mirarse, todos juntos y todos a solas con Dios. Así estaba el cura, sin saber del gorrión, que entraba y salía, ni de la madre y el hijo que oraban allí cerca.

 

* * *

 

Entonces comenzó el milagro.

Llegó el rezo a la meditación. Cada cual meditaba aparte. La madre, por el dolor de su viudez, llegaba a Dios en seguida, a su fe pura, suave, fácil, firme, graciosa.

El hijo… tenía veinte años. Venía del mundo, de las disputas de los hombres. La muerte de su padre le había herido en lo más hondo de las en entrañas, en el núcleo de las energías que nos ayudan a resistir, a esperar, a venerar el misterio dudoso. A veces le irritaba la resignación de su madre ante la común desgracia; sentía en sí algo de la hiel de Hamlet; veía en el fervor religioso de su madre el rival feliz de su padre muerto.

Era estudiante, era poeta, era soñador. Su alma no se había separado de la fe de su madre en arranque brusco, ni por desidia y concupiscencia; como el gorrión en la iglesia aldeana, su espíritu entraba y salía en la piedad ortodoxa… Leía, estudiaba, oía a maestros de todas las escuelas; su absoluta sinceridad de pensamiento le obligaba a vacilar, a no afirmar nada con la fuerza que él hubiera sabido consagrar al objeto digno de una adhesión amorosa definitiva, inquebrantable. Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla. Y en tanto, seguía a la madre al templo, donde sabía que estaba cumpliendo una obra de caridad sólo al complacer a la que tanto quería. Además, su alma de poeta seguía siendo cristiana; los olores del templo aldeano, su frescura, su sencillez, el silencio místico, aquella atmósfera de reminiscencias voluptuosas de la niñez creyente y soñadora le embriagaban suavemente; y, sin hipocresía, se humillaba, oraba, sentía a Jesús, y repasaba con las ideas las grandezas de diecinueve siglos de victorias cristianas. Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz. No, no era un profano en la iglesia de su aldea, a pesar de sus inconstantes filosofías.

La madre, del pensamiento del padre muerto pasaba al pensamiento del hijo… acaso amenazado de muerte más terrible, de muerte espiritual, de impiedad ciega y funesta. Recordaba las lágrimas de Santa Mónica; pedía a Dios que iluminase aquel cerebro en donde habían entrado tantas cosas que ella no había transmitido con su sangre, que no eran de sus entrañas. En sus dolorosas incertidumbres respecto de la suerte moral de su hijo, su imaginación se detenía al llegar a la idea de la posible condenación. Aquel infinito terror, sublime por la inmensidad del tormento, no llegaba a dominarla, porque no concebía tanta pena. ¡El infierno para su hijo! ¡Oh, no, imposible! Dios tomaría sus medidas para evitar aquello. Las almas eran libres, sí; podían escoger el mal, la perdición… pero Dios tenía su Providencia, su Bondad infinita. El hijo se le salvaría. ¡A la oración! ¡a la oración para lograrlo!

Los dos, absortos, llegaron a olvidarse del tiempo, a salir de la sombra del péndulo que va y viene, en la cárcel del segundo que mide, eterno presidiario. Aquel fue el milagro. La previsión, el temor que imagina vicisitudes futuras, se cuajaron en realidad; se les anticipó la vida en aquellos instantes de meditación suprema.

 

* * *

 

Para el hijo, el argumento poético de la fe se iba alejando como una música guerrera que pasa, que habla, cuando está cerca, de entusiasmo patriótico, de abnegación feliz, y después al desvanecerse en el silencio lejano deja puesto a la idea de la muerte solitaria. El no pensar en los grandes problemas de la realidad con el acompañamiento sentimental de los recuerdos amados, de la tradición sagrada, llegó a parecerle un deber, una austera ley del pensamiento mismo. Como el soldado en la guerrilla se queda solo ante el peligro, acompañado de las balas enemigas, ya sin la patria, que no le ve en aquella agonía, sin música animadora, sin arengas, sólo con la guerra austera, como la pinta Coriolano el de Shakespeare, así aquel pensador sincero se quedaba solo en el desierto de sus dudas, donde era ridículo pedir amparo a una madre, a la infancia pura, como lo hubiera sido en un duelo, en una batalla. Buena o mala, próspera o contraria, no había allí más ley que la ley del pensar. Lo que fuera verdadero, aunque fuera horroroso, eso había que creer. Como el valiente, que lo es de veras, no cree tener un amuleto que le libra de las balas, sino que se mete por ellas seguro de que pueden pasar por su cuerpo como pasan por el aire; así pensaba, con valor; pero la juventud se marchitaba en la prueba: el corazón se arrugaba, encogiéndose. Dudando así, escapaba la vida. Las ilusiones sensuales perdían el atractivo de su valor incondicional; al hacerse relativas, precarias, se convertían en una comedia alegre por su argumento, triste por la fatal brevedad y vanidad de sus escenas. No se podía gozar mucho de nada. La ilusión del amor puro, de la mujer idealizada, se desvanecía también; sólo quedaba de ella jirones de ensueño flotando dispersos, desmadejados a ras de tierra, como el humo de la locomotora, el que huye por los campos con patas de araña gigante, disipándose un poco más a cada brinco sobre los prados y entre los setos…

La lógica lo quería; si la gran Idea era problema, ensueño tal vez, la mujer ensueño era fenómeno pueril, vulgaridad fortuita en el juego sin sentido y sin gracia de las fuerzas naturales…

Quedaba la naturaleza. Y el pensador, que ya no esperaba nada del amor, del cielo vaporoso fantástico, se puso a amar el terruño y su producto con la cabeza inclinada al suelo. Fue geólogo, fue botánico, fue fisiólogo… el mundo natural sin la belleza de sus formas aparentes todavía puede mostrarse grande, poético, pero triste, a veces horroroso, en su destino, como un Edipo; la naturaleza llegó a figurársela como una infinita orfandad; el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte. La lucha ciega de las cosas con las cosas; el afán sin conciencia de la vida, a costa de esta vida; el combate de las llamadas especies y de los individuos por vencer, por quedar encima un instante, matando mucho para vivir muy poco, le producía escalofríos de terror; eterna tragedia clásica, con su belleza sublime, misterioso, sí, pero terrible.

Pasaba la vida, y como en una miopía racional, el espíritu iba sintiéndose separado por nieblas, por velos del mundo exterior, plástico; volvían con más fuerzas que en la edad de los estudios académicos, las teorías idealistas a poner en duda, a desvanecer entre sutilezas lógicas la realidad objetiva del mundo; y volvía también con más fuerza que nunca la peor de las angustias metafísicas, la inseguridad del criterio, la desconfianza de la razón, dintel acaso de la locura. Un doloroso poder de intuición demoledora de análisis agudo, como una fiebre nerviosa, iba minando los tejidos más íntimos de la conciencia unitaria, consistente: todo se reducía a una especie de polvo moral, incoherente, que por lo deleznable producía vértigo, agonía…

 

* * *

 

El pensamiento de la madre, en tanto, volaba a su manera por regiones muy diferentes, pero también siniestras, obscuras. El hijo se le perdía. Se apartaba de ella, y se perdía. Muy lejos, ella lo sentía, vivía blasfemando, olvidado del amor de Dios, enemigo de su gloria. Era como si estuviera loco; pero no lo estaba, porque Dios le pedía cuenta de sus actos. Era un malvado que no mataba, ni robaba, ni deshonraba… no hacía mal a nadie, y era un malvado para Dios. Y ella rezaba, rezaba, rezaba para sacarle de aquel abismo, para atraerle al regazo en que había aprendido a creer. Cosa rara; le veía en tierra, de rodillas, en un desierto, sin comer, sin beber sin flores que admirar, sin amores que sentir, triste, solo, de hinojos siempre, las manos levantadas al cielo, los ojos fijos en el polvo, esperando sin esperanza; maldito y a su modo inocente, réprobo sin culpa, absurdo doloroso para las entrañas de la madre y de la cristiana.

«¡Más vale enterrarlo», pensaba ella. «Que viva poco y de prisa, si ha de vivir así». Y ella misma le iba haciendo la sepultura, arrojando nieve en derredor del cuerpo inmóvil del anacoreta condenado; en vez de tierra, nieve. Ya caía nieve sobre él, ya le llegaba a los hombros, ya le cubría la cabeza… ¡Señor, sálvale, sálvale, antes que desaparezca bajo la nieve en que lo sepulto!

 

* * *

 

En una crisis del espíritu del hijo, las cosas empezaron a tener un doble fondo que antes no les conocía. Era un fondo así, como si se dijera, musical. Mientras hablaban los hombres de ellas, ellas callaban; pero el curioso de la realidad, el creyente del misterio, que, a solas, se acercaba a espiar el silencio del mundo, oía que las cosas mudas cantaban a su modo. Vibraban, y esto era una música. Se quejaban de los nombres que tenían; cada nombre una calumnia. La duda de la realidad era un juego de la edad infantil del pensamiento humano; los hombres de otros días mejores apenas concebían aquellas sutilezas. Todo se iba aclarando al confundirse; se borraban los letreros de aquel jardín botánico del mundo, y aparecía la evidencia de la verdad sin nombre. Ya no se sabía cómo se llamaba en griego el árbol de la ciencia, que ahora no servía de otra cosa que de fresco albergue, de sombra para dormir una dulce siesta, confiada, de idilio. Volvía, de otra manera, la fe; los símbolos seguían siendo venerables sin ser ídolos; había una dulce reconciliación sin escritura ni estipulaciones; era un trabado de paz en que las firmas estaban puestas debajo de lo inefable.

Lo que no volvía era el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer; había un hogar para el alma, pero el ambiente, en torno, era de invierno. Los años no se arrepentían.

 

* * *

 

La madre sintió que el alma se le aliviaba de un peso horrendo. Cesó la pesadilla. La brisa le trajo hasta el rostro los aromas del bosque vecino; en cuanto gozó aquella dulzura pensó en el hijo, no según le veía en los ensueños; en el hijo que meditaba a su lado. Volvió hacia él suavemente la cabeza. El hijo también miró a la madre… Apenas se conocieron. El hijo era un anciano de cabeza gris; la madre un fantasma decrépito, una momia viva, muy pálida. El hijo se puso en pie con dificultad, encorvado; tendió la mano a la madre y la ayudó a levantarse con gran trabajo; la pobre octogenaria no podía andar sin el báculo de su hijo querido, viejo también, si no decrépito.

La besó en al frente. Se santiguó con mano trémula frente al altar mayor: comprendía y agradecía el milagro. El hijo volvía a crecer, había hecho el viaje redondo de la vida del pensamiento; no había más sino que en aquella lucha se había ganado la existencia; él ya era un anciano, y ella, por otro portento de gracia, vivía en la extrema decrepitud, próxima al último aliento, pero feliz, porque había durado hasta ver al hijo otra vez en el regazo de la fe materna. Sí, creía otra vez; no sabía ella cómo ni por qué, pero creía otra vez. Se acercaron a la puerta de columnas labradas con extraños dibujos; tomó la madre agua bendita de la pila y la ofreció al hijo, que humedeció la mente arrugada y cubierta de nieve.

En el pórtico se detuvieron. La madre no podía andar abrumada por el cansancio. Sonrió, tendiendo la mano hacia el ataúd de los pobres, una caja de pino, sucia, manchada de lodo y cera, colgada en el muro blanco.

Y con voz apagada, al perder el sentido, la anciana feliz exclamó:

—¡E esa… mañana… en esa!…

La trampa

¿Convenía o no la carretera? Por de pronto era una novedad, y ya tenía ese, inconveniente. Manín de Chinta, además, sentía abandonar la antigua calleja, el camín rial, un camino real que nunca había llegado a cuarto siquiera; porque, pese a todas las sextaferias que habían abrumado de trabajo a los de la parroquia, en ochavo se había quedado siempre aquella vía estrecha, ardua, monte arriba, con abismos por baches, y con peñascos, charcos y pantanos por el medio. En invierno, el ganado hundía las patas en el lodo hasta los corvejones; en verano, aquella masa, petrificada en altibajos ondeados, como olas de un mar de barro, mostraba todavía los huecos profundos de las huellas de vacas y carneros, que adornaban como arabescos el oleaje inmóvil. No importaba; por aquel camino habían llevado el carro el padre de Manín, el abuelo de Manín, todos los ascendientes de que había memoria.

Manín de Chinta tardaba tres horas en llegar con las vacas a la villa; mucho era para tan poco trecho; pero tres horas habían tardado, su abuelo. Además, la carretera le dividía por el medio el suquero, fragrante y fresco pedazo de verdura, regalo del corral. Manín resistió cuanto pudo, dificultó la expropiación hasta donde alcanzaron sus influencias… pero el torrente invencible y arrollador de la civilización y el progreso, como dijo el diputado del distrito, en una comida que le dictaron los mandones, en casa del cura nada menos, el torrente, es decir, la carretera, pudo más que Manuel; y por medio del suquero pasó el enemigo, llenando de polvo, que todo lo marchitaba, la hierba y los árboles, que a derecha e izquierda siguieron siendo propiedad de Manín.

El romanticismo de estos aldeanos nunca es tan excesivo que llegue a luchar largo tiempo con lo útil. Manín consagró algunas añoranzas al camín rial abandonado, que se llenó de hierba; pero como todos los vecinos, aprovechó la carretera, que poco a poco fue tomando aire rústico, cierto derecho a la vecindad, y llegó a ser cosa familiar y de provecho. A la orilla del nuevo camino se fueron fabricando casuchas pintadas, más limpias y sólidas que las chozas de la ladera cercana; abundaron a lo largo de la carretera las tabernas y abacerías, aumentó el tráfico, y sin pasar mucho tiempo, vio Manín que sus convecinos iban abandonando, para sus viajes a la villa, la muy pesada carreta del país, de mortal rechino, carreta que debía de ser todavía como las que usaron los Hunnos y los Argipeos. Iban adoptando ligeros carricoches, de dos ruedas, saltarines y pintados de colores tan vivos, tan chillones, que al rodar veloces por el camino, parecía que hacían casi tanto ruido con el verde y rojo y azul de su madera, como con las llantas que iban brincando sobre la grava.

Manín de Chinta sintió envidia, y acabó por desear tener también su carretón pintado; era algo carpintero, y entre él y un herrero de la vecindad consiguieron, no sin gastos considerables, dejar a la puerta del corral de los de Chinta un vehículo azul y rojo con toldo, bancos de pino, y hasta un estribo a la trasera. No faltaba más que el caballo.

 

* * *

 

Manín tenía en casa a su madre, Rosenda, a su mujer, María Chinta de Pin de Pepa, dos hijas casaderas, y un hijo, Falo (Rafael), licenciado del ejército del arma de caballería.

Después de pensarlo mucho, de sacar y meter muchas veces los pesos que guardaba el ama de la casa en un bolsillo verde, de malla, dinero que procedía de la venta forzosa de parte del suquero, decidió la familia que Falo fuese a la próxima feria de la Ascensión, allá muy lejos, a la capital de la provincia, a comprar un animal de tiro, fuerte, como de mil a mil quinientos reales, que estuviera acostumbrado al oficio y pudiese arrastrar a todos los de casa por cuesta de la Grandota arriba. Falo comprendió que él o nadie podía llevar a cabo la peligrosa empresa de meter en casa una boca más, de costumbres desconocidas y de utilidad no demostrada.

Toda la familia se mostraba de antemano recelosa contra el intruso, antes de que este viniera, en cuanto Falo se despidió, camino de la feria.

Vacas, cerdos, gallinas, cabras, patos y conejos… todo eso era género conocido, gente de casa, como quien dice. El pollino que llevaba a moler el maíz era huésped humilde, sufrido; pero ¡un caballo! ¡y caballo para un coche, o poco menos! La novedad era demasiado grande, molesta, casi dolorosa.

—Hay que hacer obra en el corral, junto a las vacas, para dejarle sitio al caballo —dijo la Chinta.

Y Manín, con cierto desdén, se encogió de hombros, y dijo entre dientes:

—¡Bah! como quieras… todavía no se sabe si Falo encontrará algo que convenga. Siempre hay tiempo.

Y era como una esperanza en la familia que Falo se volviera sin el animal que había ido a comprar, y que estaba pidiendo a gritos (a gritos rojos) el carricoche tumbado sobre las varas, a la puerta.

Volvió Falo jinete en una yegua. Era de buena alzada, torda, cabeza fina, de buen andar, airosa al sacudir los remos y nada espantadiza. No estaba flaca ni muy rellena. No tenía más sino que, en cuanto la dejaban sola, entregada a sí misma, se quedaba muy triste, se abría un poco de piernas, alargaba el cuello, y de tarde en tarde hacía un ruido así como si suspirara por dentro, con las entrañas, que le retemblaban.

Venía de Castilla, de la tierra llana; tal vez la abrumaban las montañas. ¿Edad? En la edad estaba el misterio. Como buena jamona, por la boca no confesaba los años; pero muy vieja no debía de ser. O tal vez sí; tal vez era una Ninón de Lanchos, en su clase.

Falo no la había comprado en la feria. De la ciudad volvía con los pesos, casi satisfecho de no haber topada con nada que conviniese. Todo era malo, o caro, o sospechoso. La verdad era que el licenciado de caballería no entendía mucho de la ciencia del chalán, y había cobrado miedo a los gitanos que tantas gangas le ofrecían.

Donde compró Falo fue al salir de la villa, ya cerca de su casa; compró a un vecino del mismo concejo, el Artillero, un gitano del Norte, más gitano que todos los que recorren el mundo. El Artillero le conoció a Falo, en cuanto le vio contemplando la yegua que él montaba, que el de caballería se había enamorado de ella. Falo, mucho tiempo después, comprendió por qué le había hecho tanta gracia; se parecía a un caballo que a él le habían matado los carlistas en una célebre carga. Pero de esto no se dio cuenta el hijo de Manín de Chinta por de pronto. Le gustó la yegua, pensaba él, porque sí, porque tenía buena facha, buen color, andaba bien y no se espantaba.

Falo llegó a casa al oscurecer, y metió la yegua en la cuadra improvisada por Manín en un rincón del corral de las vacas. Comprendió el licenciado que la gente de casa no le agradecía la compra. Los viejos, pensando en el dinero, trescientas pesetas, que había quedado por allá, estaban así como arrepentidos de la resolución temeraria de arrastrar coche. Además, ¡una caballería mayor era cosa tan nueva, tan extraña a la vida mezclada que hacían allí personas y brutos! A la madre de Manín, muy vieja, impedida para todo menos para fumar, comer y mandar a gritos, dando órdenes que unas veces se cumplían y otras no, pero siempre se respetaban; a la ochentona Rosenda le parecía muy mal que el pollín (el burro), más antiguo, con muchos servicios, se acomodara en el cubil de la quintana, en buen amor y compañía de los vecinos de la vista baja, y que el intruso, es decir, la intrusa, necesitase medio corral para ella sola. ¿Y comer? ¡María Santísima! La hierba mejor del suquero, a veces una pajada… gollerías, golosinas.

Pasaron días, y el sordo rencor de todos, menos Falo, contra la Chula, la yegua torda, iba a más en vez de aplacarse. Falo pasaba cerca de ella horas y horas, limpiándola, acariciándola, como para consolarla de aquellos desdenes y de las raciones no muy abundantes.

La yegua castellana cada vez más triste. De tarde en tarde volvía la cabeza de repente, como si esperara ver algún paisaje de la llanura con que estebe soñando, medio dormida. Cerraba los ojos, arrugándolos, temblorosos, y las moscas acudían entonces a los lacrimales, como a sonsacarle las lágrimas de sus saudades de bruto melancólico, resignado.

La Chula empezó a adelgazar. Junto a un corvejón le salió un bulto duro. Falo, lleno de terror, ocultó a Manín y a las mujeres el triste descubrimiento. Curó a escondidas al animal con sal y vinagre.

Llegó el día de la prueba. Se la enganchó al carricoche, montaron Manín, su mujer y su hijo, y emprendieron el camino de la villa. No había novedad. La Chula había tirado mucho en este mundo. No extrañó las varas ni el ruido de las ruedas al saltar sobre la piedra, ni los frecuentes encuentros con carromatos, carretas tan cargadas de hierba, que desaparecían bajo el monte móvil de verdura, piaras bulliciosas, coches y velocípedos. A todo parecía acostumbrada. Era partidaria del nihil mirari: tal vez ni siquiera pensaba en lo que pasaba a su lado. Andaba y soñaba, como hacen en este mundo muchos poetas desterrados a la prosa de la vida: trabajan y sueñan.

De cuando en cuando, cono volviendo a la realidad, levantaba la cabeza, como si buscara aire más libre, horizontes más anchos: aquellas colinas verdes tan cercanas, a derecha o izquierda, parecía que la oprimían, que la ahogaban. A lo menos, Falo, que guiaba, se iba figurando todo eso. Cada pocos minutos el mozo miraba, sin que lo notara su padre, la hinchazón de la pierna: iba a más; y ¡otra desgracia! La yegua se alcanzaba, y una herradura había hecho sangre en otro remo. Llegó la cuesta de la Grandota, ¡prueba formidable! La Chula, discretamente fustigada por Falo, emprendió la subida a trote largo. A la mitad de la pendiente tropezó el vehículo con una carreta que bajaba, y la yegua se paró de repente

 

Quel giorno piú non legevammo avante.

 

Aquel día la Chula no dio un paso más camino de la villa. Todo fue inútil, latigazos, palos, caricias, argumentos persuasivos de Manín, quejas de su mujer, ayuda de transeúntes que vinieron a suspender las ruedas del carricoche en el aire. No arrancó. No se encabritaba, no se impacientaba; nada de coces ni relinchos; silencio, resignación: pero ni un paso. Llovían palos; cerraba la torda los ojos, temblorosas las tristes membranas que los cubrían; ¡a sufrir, a aguantar, a soñar con Castilla! Hubo que volver a casa como se pudo.

Al día siguiente, al amanecer, Falo vio con terror que la pierna estaba mucho más inflamada; la herida seguía sangrando y además… en el lomo y en el pecho las correas habían labrado la carne y brillaban, destilando humor entre gotas rojas, grandes mataduras. Hubo que enterara a Manín de Chinta de lo que pasaba; el aldeano cogía el cielo con las manos; las mujeres salieron a la quintana a dar gritos, a lamentarse, como las plañideras en un entierro. Allí se vociferó la biografía del Artillero a lo Aristófanes.

Si aquel hombre era un tramposo con los Chintas, gritaban, merecía volver al presidio, donde ya había estado.

La Chula iba de mal en peor; bajaba como en la Bolsa el papel cuando hay pánico. Cada vez le asediaban más moscas, como para repartírsela. Falo veía con espanto la próxima transformación de aquella figura animada, que él había empezado a querer sin saber por qué, en masa inerte, repugnante, putrefacta; previa el sálvese el que pueda terrible de la materia que huye de un organismo abandonado por el soplo misterioso de la vida. Además, como Falo no creía en la inmortalidad del alma de las yeguas, aquella podredumbre en que iba a deshacerse su nueva amiga le parecía más horrorosa, y él, por lo mismo, sentía más lástima.

Se puso a curar y a cuidar a la Chula con todo el ahínco y entusiasmo de su energía de aldeano joven y testarudo; quería que sanara.

En tanto Manín se apresuró a dar pasos para deshacer el trato. «Por fortuna, no la había comprado en la feria». «El Artillero tendría que devolverle su dinero y llevarse la trampa, pues le había engañado miserablemente». No sabía si tenía derecho o no a la rescisión o lo que fuere; pero sabía algo más positivo: que era cuestión de mandones, de caciques; que el juez le haría al Artillero cargar con la yegua si el señorito se empeñaba.

El señorito era el mandón de la villa, el cacique de cuyo bando era Manín, que tenía dinero suyo a réditos y en arrendamiento cierta tierruca de hombre tan poderoso. El Artillero también tenía mandón que le protegiera: fue lucha de caciques. El juez, oficiosamente, hizo que la cosa se pusiera en manos que lo resolvieran sin llegar a un juicio, dando a entender que él, llegado el caso, daría una solución igual; quería servir al más poderoso dilatando o conjurando el compromiso. El mandón más fuerte, el señorito, el de Manín, salió con la suya. El Artillero tuvo miedo y se dio por vencido, antes de serlo en el mal afamado foro de la villa.

 

* * *

 

Pero toda esta guerra pseudo-jurídica de influencias, intrigas, rencores y vanidades duró semanas y semanas, y en tanto la yegua ni curaba ni se moría. Poco a poco, alrededor de Falo, que la cuidaba, fueron acudiendo algunos vecinos inteligentes, por amor al arte de la veterinaria. Rosenda y la Chinta también empezaron a interesarse por el animal y sus lacerías. Manín fue el último, pero acudió también, y acabó por ser el más solícito, el que más se esmeraba en aliviar los males de la trampa.

La Chula, iba siendo cosa familiar, como la carretera. Hasta las vacas paraban mientes en ella. No se diga las gallinas, que le andaban todo el día entre las patas.

La idea de que era «un animal de Dios» esparció por el corral un ambiente de asilo caritativo. Falo triunfaba, radiante.

La yegua, al cabo, empezó a mejorar algo, muy poco; la familia le tomaba ley. Hasta el cura de la parroquia vino un día a verla. Era el cura, como la Chula, castellano, grave, noble, triste, cortés; también echaba de menos la ancha llanura. Declaró el párroco, dándole palmadas en el vientre, que era la yegua una buena pieza, que sanaría tal vez, que no tenía más que el peso de los años y ciertos vicios de la sangre. Apuntó la idea de que era, relativamente, caso de conciencia el cuidar al pobre animal, que parecía agradecer los remedios y el halago.

 

* * *

 

Una mañana se presentó el Artillero blasfemando, con el bolsillo de cuero en una mano y una cabezada en la otra. Venía por al yegua. «Le habían hecho una charranada; pero ya la pagarían en las próximas elecciones. Habría tiros». Arrojó el dinero a los pies de Manín, entró en el corral y se puso a desatar del pesebre a la Chula, como quien toma lo suyo. Salió con ella a la quintana, le puso la cabezada, montó, a pelo, de un brinco y, sin despedirse, apretó los ijares de la bestia para emprender la marcha… Pero la Chula no se movía.

Sin fijarse en este detalle importante, dando patadas feroces en el vientre de la torda, el Artillero, gritaba: «¡Esto es contra ley! ¡Esto clama al cielo! Si no fueran arriba y abajo todos unos pillos, yo acudiría al juez y a la Audencia por mis trescientas pesetas; pero el pobre en todas partes se escachifolla y se repudre… y se… ¡Anda borrica!». y ¡zas, zas! ¡qué patadas y qué ramalazos!

Falo, enfrente del Artillero, como para cortarle el paso, le contemplaba; pálido, mordiendo los labios. Manín, detrás de la Chula, rodeado de las mujeres, tenía un pie sobre el bolsillo que el Artillero había arrojado al suelo, y revolvía dentro de su cerebro estrecho grandes pensamientos.

De tal modo maltrataba el Artillero a la yegua, que no podía moverse, que la indignación estaba pronta a estallar en todos los del grupo. La familia contemplaba en silencio el trato cruel. La vieja, la ochentona, la varonil Rosenda, fue la primera que gritó:

—Cacho de bruto, ¿no ves que no quiere? ¿No tienes entrañas? Deja la torda o por las piernas te cojo y vas a tierra…

—Y si no lo hace la abuela, lo hago yo —dijo Falo, dando un paso adelante.

—La yegua es mía; pa eso ganasteis el pleito en ca el señorito. ¡Puñales! ¡Y que a esto lo llamen justicia!…

—Tuya es la yegua —contestó Manín de Chinta, más sereno que Falo—; pero como el animal le tiene ley a la casa, por lo visto… y como no se quie dir… por mí, que se quede. Conque apéate; toma tu dinero, que ahí está donde lo dejaste, y la Chula vuelva al pesebre.

Y Manín separó el pie que pisaba el bolsillo y puso una mano sobre la grupa de la yegua.

Después de pensarlo, el Artillero, dejando de maltratar al animal, dijo con tono conciliador, pero no sin cierta sorna:

—Bien está lo que dices; pero has de pagar las costas.

—¿Qué costas, si todo se arregló entre amigos?

—Amigos, ¿eh? ¡del demonio! Las costas son la sangre que me habéis quemao y retepodrido, y lo que he gastao en zapatos en viajes a la villa… Con cinco pesos encima tuya es la yegua.

Y después de dimes y diretes, dudas, vacilaciones y embozados insultos, se hizo el trato; volvió la Chula a la cuadra, Falo a cuidarla, y el Artillero se fue con sus trescientas pesetas y veinticinco que no había traído.

La Chula, después de algunas semanas, pudo volver a tirar del carricoche. Cumplía con su oficio medianamente; como un veterano que ya merece el retiro. El carretón no se cargaba demasiado. Al llegar a las cuestas grandes, la gente a tierra; la Chula subía poco a poco; no se la apuraba. Se paraba a veces y se hacía la vista gorda. Ella procuraba cumplir lo mejor que podía; la familia le toleraba sus flaquezas naturales, su horror a lo empinado.

Así se vivía, soportándose unos a otros; como se sufría a la vieja, que ya no trabajaba y gruñía; como todos tenían algo que tolerarse, algo que perdonarse mutuamente. Así es la vida entre los que se quieren y atraviesan este valle de lágrimas juntos, unidas las7 manos para que no los disperse el viento del infortunio.

Se paraba la Chula en la Grandota; se sentaba la Chinta sobre un montón de grava y, con toda calma, fumaba un cigarrillo que en vez de papel tenía media hoja seca de maíz. Y Falo esperaba, silbando, pasando la mano por el lomo a la yegua torda, que se parecía al caballo que él había dejado muerto en un campo de batalla.

Don Patricio o el premio gordo en Melilla

—¿Por qué me llamaré yo Patricio? —se había preguntado muchas veces, para sus adentros, el señor de Caracoles, mientras metía las manos en los bolsillos de los pantalones, que siempre traía repletos de oro y plata, y sacudía con los dedos, haciéndolo sonar, el vil metal que le hacía cosquillas al saltar sobre los muslos.

«¡Patricio Clemente Caracoles y Cerrajería!»—. «Los apellidos, seguía pensando, están bien; sobre todo el materno, me tiene orgulloso; es toda una garantía. Cerrajería, Cerra… jero, Cerrojo… ¡Magnífico! Llevo en este apellido una caja de caudales, de esas que se disparan solas contra los ladrones. Caracoles… tampoco está mal. La vida del caracol me gusta; se ha dicho: no hay hombre sin hombre; yo digo: no hay hombre sin concha; el que no sea testaceo que se muera. Pero… ¡Clemente!, ¿a qué viene eso? ¡Patricio!… Como quien dice: patriota… patriotero… ¡ay, qué risa!».

Patricio Clemente había hecho su fortuna, un fortunón, pues venía a cobrar tres onzas diarias de renta, allá en la Habana; había empezado por coime en una casa de juego y había concluido por ser dueño de ella, casi, casi en sociedad con lo más principal de la población, a lo menos desde el punto de vista de la jurisdicción y el imperio.

Después había hecho muchísimos negocios, todos muy bonitos para él; y como se había acostumbrado en su antiguo trato a cobrar la puerta, para él todo negocio había de tener puerta, y puerta de oro, pues siempre se había de cobrar. Él siempre, en cualquier contrato, había de sacar un diezmo de puerta, o vi o clan o metu, pero siempre lo sacaba. Y para tranquilizar la conciencia, se decía: «Esto es por la puerta».

También hizo millones con las puertas de su ciudad natal, en cuanto volvió a esta, atraído por el amor al terruño y por algunos negocios que había efectuado desde Cuba. En cuanto llegó al puerto, en vez de ponerse a cantar, como el tenor de Marina,

 

Al ver… en la inmensa

llanura del mar… etc.
se dijo (recitado): «Aquí los consumos deben de ser  una mina, si se les hace sudar bien». Y, en efecto, cargó con los consumos, y las puertas de su ciudad natal se convirtieron en otras tantas puertas del infierno, bien guarnecidas de cancerberos, con gorra de galón dorado y sendas inscripciones, que al decir fielato, querían decir:

 

Lasciate ogni peseta, voi ch’entrate.

 

El tiempo que don Patricio no lo pasaba trabajando, esto es, explotando al prójimo, lo empleaba en una sociedad de recreo; y el recreo de Clemente consistía en jugar al golfo con signos convencionales.

El golfo, con aquellos semáforos, que pagaba bien, era otra mina, pero de recreo.

El verdadero recreo de don Patricio era ir a casa de los banqueros y comerciantes amigos, en los días de arqueo, a revolverles el oro, la plata y los billetes. Se ponía pálido, se quedaba mudo, con una vaga sonrisa en los labios, y fija la mirada en los montones amarillos o de papel abigarrado; no oía lo que le decían, y se acercaba a paso lento, como un gato, sin ruido, y metía las manos, con los dedos muy abiertos, entre el papel o el metal, y revolvía, revolvía; lo pesaba, contaba de memoria, como quien murmura oraciones de un culto misterioso… y con voz ronca, lleno de emoción, acababa por balbucir:

—¡Dios mío! ¡Cuánto de esto he manejado yo en mi vida!

Y se enternecía con sus recuerdos, todos llenos de puertas, como Tebas.

Después, volvía en sí, se ponía colorado, pretendía sincerarse, y sacudía las manos abiertas, mostrándolas a los dependientes. «Vean ustedes, señores… Miren… miren. Conste que no me llevo nada… Es por el gusto… ¡Cómo uno ha contado tanto dinero!».

 

* * *

 

Pues a este don Patricio Clemente, a poco de estallar los sucesos de Melilla, le propusieron los de la Sociedad de Recreo que se suscribiera con algo para los heridos y los huérfanos y viudas de la campaña.

—¿Con cuánto se suscribe usted, Caracoles?

—¡Caracoles! Yo nun me suscribu cun nada; porque nun sabe unu dónde la tiene.

Así contesta don Patricio, que es rayano de Galicia y Asturias y habla como los gallegos de comedia.

—Pero ¿por qué no se suscribe usted?

—Primeramente por lu dichu. Item: porque nun sé escribir.

—Pues ponga usted una cruz.

—¡Ah, graciosín! Detrás de la cruz el diablu.

Cansado de que le dieran matraca con lo de la suscripción, don Patricio se presentó en el Circulo de Recreo cierta tarde con una idea (y manos puercas, como siempre), y después de ganar al golfo, gracias a los tahuregramas, según costumbre, se dirigió muy contento al salón en que se reunían los que no cobraban ni pagaban, los que gastaban saliva, desengañados de la sota y sus variedades. Y les echó don Patricio un discurso, lleno de úes, que en substancia, y sin acento de gallego convencional, venía a decir así:

«Yo no doy dinero, por ahora y sin perjuicio; pero doy algo que vale más, porque lo vale o lo puede valer. —Vamos a ver, señores; ustedes que tanto hablan del desprendimiento de todas las clases, del patriotismo y el catachinchín de la augusta matrona España, que se desangra por sus hijos y requetecatachinchín (tocando los platillos con los puños), ¿qué me apuestan a que una magnífica idea que se me ha ocurrido no encuentra eco, como ustedes dicen, en la santísima nación de Recaredo y Catachinchi… dasvinto? —Y cuenta que a nadie se le pide un cuarto, por ahora y sin perjuicio. Ello es que, como del vicio se ha de hacer virtud, y así hice yo en Cuba y bien me fue; y siendo la lotería el gran vicio nacional, y pudiendo calcularse que a la lotería de Navidad juegan casi todos los españoles, la gran patriotada, y sin soltar la mosca, por ahora, sería que todos los españoles que, poco o mucho, jugasen en el sorteo de Navidad, se comprometieran a entregar para los heridos, huérfanos y viudas de la campaña de Melilla… la mitad de lo que les tocase cobrar si les caía el premio gordo. Es decir: que suponiendo que ese premio asciende a ocho millones de reales, cuatro millones serían, de fijo, para los heridos y demás de Melilla. Comprometiéndose a lo que digo todos los jugadores, ya podían asegurar esos defensores de la patria que, sin jugar, les había caído el gordo. Y cuatro millones no son un grano de anís. En cambio el sacrificio no es grande. Lo sería ofreciéndolo después de cobrar los millones; pero cuando lo que se renuncia no es más que la mitad de una remotísima esperanza, el sacrificio no puede ser más pequeño. Pongan ustedes mi idea en los periódicos. ¿A que nadie la acepta? ¿A que nadie se compromete a entregar para Melilla la mitad del premio gordo si le toca?».

La idea de don Patricio fue acogida con grandes aplausos.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritaron los del Círculo; y se puso en los periódicos, redactada en forma, la proposición de Caracoles.

La mayor parte de los que en el pueblo tenían cuatro cuartos jugaron a la lotería, comprometiéndose, bajo palabra de honor, a entregar la mitad de lo que cobraran si les caía el gordo.

Don Patricio, Cerrajería, por parte de madre, declaró que había tenido la debilidad de tomar un billete entero, despilfarro en él inaudito; y también juró solemnemente que si le tocaban los ocho millones, cuatro eran para los heridos y demás de Melilla.

—Y nun tengu inconveniente en declarar ante escribanu, que en el bien entendidu que me toque el gordu cedu cuatru millones para los necesitadus de Melilla.

Y para mayor seguridad, don Patricio decía, a quien quería oírselo, el número de su billete.

Llegó el día del sorteo, y los del Círculo quisieron darle una broma a Caracoles para probar su patriotismo. Se fingió un telegrama, con todos los requisitos necesarios del engaño; se lo presentaron a Cerrajería, y este leyó asombrado: «Premio gordo en esa; el número tantos» (el de don Patricio). Y Caracoles exclamó:

—Está buenu, señores; está buenu.

—Y ¿qué dice usted ahora, don Patricio? ¿Entregará usted a los de Melilla sus cuatro millones?

—Nun señores; porque yo prometí en el bien entendidu que me tocara el gordu.

—Pues el gordo es este.

—Nun, señores; esto es una broma de ustedes, que son muy graciosus; pero yo soy más graciosu todavía; porque yo nun jugué nada a la lotería, nin jugaré en mi vida hasta que sea gobiernu y sea mía la puerta. ¡Je! ¡je! ¡Si sabré yo lu que son puertas!

El sustituto

Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, vicio en él muy viejo e indigno de quien aseguraba al público que tenía un plectro, y acababa de escribir en una hoja de blanquísimo papel:

 

Quiero cantar, por reprimir el llanto,

tu gloria, oh patria, al verte en la agonía…

 

digo, que mordiéndose las uñas, Eleuterio Miranda, el mejor poeta del partido judicial en que radicaba su musa, meditaba malhumorado y a punto de romper, no la lira, que no la tenía, valga la verdad, sino la pluma de ave con que estaba escribiendo una oda o elegía (según saliera), de encargo.

Era el caso que estaba la patria en un grandísimo apuro, o a lo menos así se lo habían hecho creer a los del pueblo de Miranda; y lo más escogido del lugar, con el alcalde a la cabeza, habían venido a suplicar a Eleuterio que, para solemnizar una fiesta patriótica, cuyo producto líquido se aplicaría a los gastos de la guerra, les escribiese unos versos bastante largos, todo lo retumbantes que le fuera posible, y en los cuales se hablara de Otumba, de Pavía… y otros generales ilustres, como había dicho el síndico.

Aunque Eleuterio no fuese un Tirteo ni un Píndaro, que no lo era, tampoco era manco en achaques de malicia y de buen sentido, y bien comprendía cuán ridículo resultaba, en el fondo, aquello de contribuir a salvar la patria, dado que en efecto zozobrase, con endecasílabos y heptasílabos más o menos parecidos a los de Quintana.

Si en otros tiempos, cuando él tenía dieciséis años no había estado en Madrid ni era suscritor del Fígaro de París, había sido, en efecto, poeta épico, y había cantado a la patria y los intereses morales y políticos, ahora ya era muy otro y no creía en la epopeya ni demás clases del género objetivo; no creía más que en la poesía íntima… y en la prosa de la vida. Por esta, por la prosa de los garbanzos, se decidía a pulsar la lira pindárica; porque tenía echado el ojo a la secretaría del Ayuntamiento, y le convenía estar bien con los regidores que le pedían que cantase. Considerando lo cual, volvió a morderse las uñas y a repasar lo de

 

Quiero cantar, por reprimir el llanto,

tu gloria, oh patria, al verte en la agonía…

 

Y otra vez se detuvo, no por dificultades técnicas, pues lo que le sobraban a él eran consonantes en anto y en ía; se detuvo porque de repente le asaltó una idea en forma de recuerdo, que no tardó en convertirse en agudo remordimiento. Ello era que más adelante, al final que ya tenía tramado, pensaba exclamar, como remate de la oda, algo por el estilo:

 

Mas ¡ay! que temerario,

en vano quise levantar el vuelo,

por llegar al santuario

del patrio amor, en la región del cielo.

Mas, si no pudo tanto

mi débil voz, mi pobre fantasía,

corra mi sangre, como corre el llanto,

en holocausto de la patria mía.

¡Guerra! no más arguyo…

el plectro no me deis, dadme una espada:

si mi vida te doy, no te doy nada,

patria, que no sea tuyo;

porque al darte mi sangre derramada,

el ser que te debí te restituyo.

 

Y cuando iba a quedarse muy satisfecho, a pesar del asonante de santuario y tanto, que algo le molestaba, sintió de repente, como un silbido dentro del cerebro, una voz que gritó: ¡Ramón!

 

* * *

 

Y tuvo Eleuterio que levantarse y empezar a pasearse por su despacho; y al pasar enfrente de un espejo notó que se había puesto muy colorado.

—¡Maldito Ramón! Es decir… maldito, no, ¡pobre! Al revés, era un bendito.

Un bendito… y un valiente. Valiente… gallina… Pues Gallina le llamaban en el pueblo por su timidez; pero resultaba una, gallina valiente; como lo son todas cuando tienen cría y defienden a sus polluelos.

Ramón no tenía polluelos; al contrario, el polluelo era él; pero la que se moría de frío y de hambre era su madre, una pobre vieja que no tenía ya ni luz bastante en los ojos para seguir trabajando y dándoles a sus hijos el pan de cada día.

La madre de Ramón, viuda, llevaba en arrendamiento cierta humilde heredad de que era propietario don Pedro Miranda, padre de Eleuterio. La infeliz no pagaba la renta. ¡Qué había de pagar si no tenía con qué! Años y años se le iban echando encima con una deuda, para ella enorme. Don Pedro se aguantaba; pero al fin, como los tiempos estaban malos para todos, la contribución baldaba a chicos y grandes; un día se cargó de razón, como él dijo, y se plantó, y aseguró que ni Cristo había pasado de la cruz ni él de allí; de otro modo, que María Pendones tenía que pagar las rentas atrasadas o… dejar la finca. «O las rentas o el desahucio». A esto lo llamaba disyuntiva don Pedro, y María el acabose, el fin del mundo, la muerte suya y de sus hijos, que eran cuatro, Ramón el mayor.

Pero en esto le tocó la suerte, a Eleuterio, el hijo único de don Pedro, el mimo de su padre y de toda la familia, porque era un estuche que hasta tenía la gracia de escribir en los periódicos de la corte, privilegio de que no disfrutaba ningún otro menor de edad en el pueblo. Como no mandaban entonces los del partido de Miranda, sino sus enemigos, ni en el Ayuntamiento ni en la Diputación provincial hubo manera de declarar a Eleuterio inútil para el servicio de las armas, pues lo de poeta lírico no era exención suficiente; y el único remedio era pagar un dineral para librar al chico. Pero los tiempos eran malos; dinero contante y sonante, Dios lo diera; mas ¡oh idea feliz!

«El chico de la Pendones, el mayor… ¡justo!». Y don Pedro cambió la disyuntiva de marras y dijo: o el desahucio o pagarme las rentas atrasadas yendo Ramón a servir al rey en lugar de Eleuterio. Y dicho y hecho. La viuda de Pendones lloró, suplicó de rodillas; al llegar el momento terrible de la despedida prefería el desahucio, quedarse en la calle con sus cuatro hijos, pero con los cuatro a su lado, ni uno menos. Pero Ramón, la gallina, el enclenque sietemesino, alternando entre las tercianas y el reumatismo, tuvo energía por la primera vez de su vida, y a escondidas de su madre, se vendió, liquidó con don Pedro, y el precio de su sacrificio sirvió para pagar las rentas atrasadas y la corriente. Y tan caro supo venderse, que aún pudo sacar algunas pesetas para dejarle a su madre el pan de algunos meses… y a su novia, Pepa de Rosalía, un guardapelo que le costó un dineral, porque era nada menos que de plata sobredorada.

¿Para qué quería Pepa el pelo de Ramón, un triste mechón pálido, de hebras delgadísimas de un rubio de ceniza, que estaban vociferando la miseria fisiológica del sietemesino de la Pendones? Ahí verán ustedes. Misterios del amor. Y no lo querría Pepa por el interés. No se sabe por qué le quería. Acaso por fiel, por constante, por sincero, por humilde, por bueno. Ello era que, con escándalo de los buenos mozos del pueblo, la gallarda Pepa de Rosalía y Ramón la gallina eran novios. Pero tuvieron que separarse. Él se fue al servicio: a ella le quedó el guardapelo, y de tarde en tarde fue recibiendo cartas de puño y letra de algún cabo, porque Ramón no sabía escribir, se valía de amanuense, pocas veces gratuito, y firmaba con una cruz.

Este era el Ramón que se le atravesó entre ceja y ceja al mejor lírico de su pueblo al fraguar el final de su elegía u oda a la patria. Y el remordimiento, en forma de sarcasmo, le sugirió esta idea: «No te apures, hombre; así como D. Quijote concluía las estrofas de cierta poesía a Dulcinea, añadiendo el pie quebrado del Toboso, por escrúpulos de veracidad, así tú puedes poner una nota a tus ofrecimientos líricos de sangre derramada, diciendo, verbigracia:

 

Patria, la sangre que ofrecerte quiero,

en lugar de los cantos de mi lira,

no tiene mío más, si bien se mira,

que el haberme costado mi dinero.

 

¡Oh, cruel sarcasmo! ¡Sí, terrible vergüenza! ¡Cantar a la patria mientras el pobre gallina se estaba batiendo como el primero, allá abajo, en tierra de moros, en lugar del señorito!

Rasgó la oda, o elegía, que era lo más decente que, por lo pronto, podía hacer en servicio de la patria. Cuando vinieron el alcalde, el síndico y varios regidores a recoger los versos, pusieron el grito en el cielo al ver que Eleuterio los había dejado en blanco. Hubo alusiones embozadas a lo de la secretaría; y tanto pudo el miedo a perder la esperanza del destino, que el chico de Miranda, tuvo que obligarse a sustituir (terrible vocablo para él) los versos que faltaban con un discurso improvisado de los que él sabía pronunciar tan ricamente como cualquiera. Le llevaron al teatro, donde se celebraba la fiesta patriótica, y habló en efecto; hizo una paráfrasis en prosa, pero en prosa mejor que los versos rotos de la elegía u oda desgarrada. Entusiasmó al público; se llegó a entusiasmar él mismo de veras; en el patético epílogo se le volvió a presentar la figura pálida de Ramón… y mientras ofrecía, entre vivas y aplausos de la muchedumbre, sellar con su sangre, si la patria la necesitaba, todas aquellas palabras de amor y sacrificio, se juraba a sí propio, por dentro, echar a correr aquella misma noche camino de África, para batirse al lado de Ramón, o como pudiera, en clase de voluntario.

 

* * *

 

Y lo hizo como lo pensó. Pero al llegar a Málaga para embarcar, supo que entre los heridos que habían llegado de África dos días antes estaba en el hospital un pobre soldado de su pueblo. Tuvo un presentimiento; corrió al hospital, y… en efecto, vio al pobre Ramón Pendones próximo a la agonía.

Estaba herido, pero levemente. No era eso lo que le mataba, sino lo de siempre: la fiebre. Con la mala vida de campaña, las tercianas se le habían convertido en no sabía qué fuego y qué nieve que le habían consumido hasta dejarle hecho ceniza. Había sido durante un mes largo un héroe de hospital. ¡Lo que había sufrido! ¡Lo mal que había comido, bebido, dormido! ¡Cuánto dolor en torno; qué tristeza fría, qué frío intenso, qué angustia, qué morriña! Y ¿cómo había sido lo de la herida? Pues nada; que una noche, estando de guardia, y con una… que llamaban desintería que no se podía tener, se había separado un poco de su puesto, así, como… por decencia por no apestarse a sí mismo después, y allí, acurrucado, en un rayo de luna… ¡zas! un morito le había visto, al parecer, y, lo dicho ¡zas!… había hecho blanco. Pero en blando. Total nada; aquello nada. Pero el frío, la fatiga, los sustos, la tristeza, ¡aquello sí!… y la fiebre, la reina de sus males, le mataba sin remedio.

Y murió Ramón Pendones en brazos del señorito, muy agradecido y recomendándole a su madre, y a su novia.

Y el señorito, más poeta, más creador de lo que él mismo pensaba, pero poeta épico, objetivo, salió de Málaga, pasó el charco y se fue derecho al capitán de Ramón, un bravo de talento, y buen corazón y fantasía, y le dijo:

—Vengo de Málaga; allí ha muerto en el hospital Ramón Pendones, soldado de esta compañía. He pasado el mar para ocupar el puesto del difunto. Hágase usted cuenta que Pendones ha sanado y que yo soy Pendones. Él era mi sustituto, ocupaba mi puesto en las filas y yo quiero ocupar el suyo. Que la madre y la novia de mi pobre sustituto no sepan todavía que ha muerto; que no sepan jamás que ha muerto en un hospital, oscuramente, de tristeza y de fiebre…

El capitán comprendió a Miranda.

—Corriente —le dijo— por ahora usted será Pendones; pero después, en acabándose la guerra… ya ve usted…

—Oh, eso queda de mi cuenta —replicó Eleuterio.

Y desde aquel día Pendones, dado de alta, respondió siempre otra vez a la lista. Los compañeros que notaron el cambio celebraron la idea del señorito, y el secreto del sustituto fue el secreto de la compañía.

Antes de morir, Ramón habla dicho a Eleuterio cómo se comunicaba con su madre y su novia. El mismo cabo que solía escribirle las cartas, escribía ahora las que le dictaba Miranda, que también las firmaba con una cruz; pues no quería escribir él por si reconocían la letra en el pueblo.

—Pero todo eso —preguntaba el cabo amanuense— ¿para qué les sirve a la madre y a la novia si al fin han de saber…?

—Deja, deja —respondía Eleuterio ensimismado—. Siempre es un respiro… Después… Dios dirá.

La idea de Eleuterio era muy sencilla, y el modo de ponerla en práctica lo fue mucho más. Quería pagar a Ramón la vida que había dado en su lugar; quería ser sustituto del sustituto y dejar a los seres queridos de Ramón una buena herencia de fama, de gloria y algo de provecho.

Y, en efecto, estuvo acechando la ocasión de portarse como un héroe, pero como mi héroe de veras. Murió matando una porción de moros, salvando una bandera, suspendiendo una retirada y convirtiéndola, con su glorioso ejemplo, en una victoria esplendorosa.

No en vano era, además de valiente, poeta, y más poeta épico de lo que él pensaba: sus recuerdos de la Iliada del Ramayana, de la Eneida, de Los Lusiadas, de la Araucana, del Bernardo, etcétera, etc., llenaron su fantasía para inspirarle un bell morir. Hasta para ser héroe, artista, dramático, se necesita imaginación. Murió, no como había muerto el pobre Ramón en su casa, sino con distinción, con elegancia; su muerte fue sonada; no pudo ser un héroe anónimo; y, aunque simple soldado, su hazaña y gloriosos fin llamaron la atención y excitaron el entusiasmo de todo el ejército; el general en jefe le consagró públicos y solemnes elogios; se le ascendió después de muerto; su nombre figuró en letras grandes en todos los periódicos, diciendo: «Un héroe: Ramón Pendones»; y para su madre hubo el producto de una cruz póstuma, pensionada, que la ayudó, de por vida a pagar la renta a don Pedro Miranda, cuyo único hijo, por cierto, había muerto también, probablemente en la guerra, según barruntaban los del pueblo, pero sin que se supiera cómo ni dónde.

 

* * *

 

Cuando el capitán, años después, en secreto siempre, refería a sus íntimos la historia, solían muchos decir:

«La abnegación de Eleuterio fue exagerada. No estaba obligado a tanto. Al fin, el otro era sustituto; pagado estaba y voluntariamente había hecho el trato».

Era verdad. Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son prosistas.

El señor Isla

¡Quién lo vio y quién lo ve! En otro tiempo creía en Dios, en el prójimo, en las leyes de la Historia providencialmente regida, en el arte; creía en la ciencia, en la eficacia de la actividad, en los resultados milagrosos del espíritu de asociación…

Estaba delgado, la grasa se la consumía el ir y venir, el estar en todo.

Era de la comisión de esto y de lo otro, bullía en el salón de sesiones del Congreso, en las cervecerías donde se hace y se deshace literatura, en los saloncillos de los teatros, en las librerías; escribía en varios periódicos y revistas, publicaba libros… y por fin, hasta estrenó una comedia sociológica en que ponía la organización actual del mundo civil y económico de oro y azul en preciosas redondillas, que Dios y él sabían el trabajo que le costaban. El que no conociese al Isla de entonces, podía creer, a juzgar por las redondillas de su comedia, que era un hombre que estaba desesperado y tragaba mucha hiel; que era un Proudhon próximo a tirarse de cabeza en el estanque grande del Retiro, o en el Manzanares, a la primera avenida; pero ¡quia! Por aquellos días, sobre todo después que le aplaudieron las redondillas incendiarias, estaba isla muy satisfecho, amaba todo, creía en la justicia social, de que no encontraban trazas los personajes de la comedia.

Había que verle sonriente, repartiendo apretones de manos entre cómicos, diputados, periodistas, músicos y danzantes; y más era de admirar y envidiar por su alegría, cuando pisaba las tablas entre damas y galanes para recibir los aplausos de aquella sociedad, de quien decía poco antes uno de los personajes:

 

Sociedad en lucha fiera

contra mí desde el nacer,

nada te quiero deber…

ni el ser; ¡déjame que muera!

 

No era pesimista y demagogo más que en tres actos y en verso, porque vestía bien aquello de venir al teatro a combatir las preocupaciones reinantes y reivindicar derechos no sabía él a punto fijo de quién, pero vamos, de alguien que debía de padecer hambre y sed de justicia. Y allí estaba él, Isla, para aplacar la sed y el hambre de aquellos desgraciados, que no conocía, con escenas de relumbrón, golpes de efecto, monólogos filosóficos y de palenque en la última quintilla.

 

Sí, conciencia, en vano lucho

en esta fiera batalla;

tú eres necia, el mundo ducho…

Me vencerá la canalla

si te escucho… ¡no te escucho!

 

Y cobraba los derechos de autor de reparaciones sociales, salvaba los fueros de la justicia, recibía parabienes y vivía feliz.

Estaba en todas partes, todo le interesaba; el suceso del día, fuera religioso, económico, científico, político, artístico… o de toros y loterías, le impresionaba tanto, que siempre parecía que iba con él la cosa.

Había quien juraba haberle visto en una boda el mismo día y a la misma hora en que otros le habían hablado en un entierro.

 

* * *

 

Pero, amigo; poco a poco la gente empezó a cansarse de tanto ver, oír, oler y palpar al señor Isla. Los periódicos y las revistas le traspapelaban los artículos. Los editores buscaban disculpas para no admitirle los libros. En círculos literarios y políticos, en tertulias y cafés, iba siendo uno de tantos, de los que son coro por mucho que alboroten y aunque se las echen de originales… ¡Malo, malo, malo! Isla empezó a sospechar si tendrían razón los personajes de su comedia, que tantas perrerías decían de la sociedad.

Por si acaso, escribió un drama en que el pesimismo ya se tiraba a las paredes, de puro desesperado. El drama no era ni mejor ni peor que la comedia. Pero había pasado tiempo; el público había visto otras cosas… en fin, ya no hacían efecto las redondillas con dinamita. El drama en cuanto pasó; pasó… en silencio.

Al año siguiente se presentó Isla otra vez en la escena; venía con una alta comedia llena de amarga ironía, con personajes misteriosos, que hablaban con una concisión sibilítica que ponía los pelos de punta. Cada galán podía llamarse Apocalipsis.

Y la alta comedia, desde su altura, cayó al foso.

Y lo mismo sucedió a otra que vino dos años después. En vano en esta los personajes que hablaban prosa florida, poética, veían algún rayo de luz; el público no quiso apreciar aquellas esperanzas de salvación social en lo que valían.

Mientras las comedias se le iban haciendo a Isla más alegres, menos pesimistas, a él se le iba agriando el carácter. No con redondillas, pero sí con interjecciones, muy redondas también, se quejaba el poeta de su suerte, y del mal gusto reinante, y de la frívola y mudable sociedad. Él envejecía, se anticuaba, se repetía; la sociedad no; y ¡claro! no se entendían.

 

* * *

 

Por esto, para vengarse, para insultar al mundo, tomó casa en las afueras, muy lejos, donde no llegaba siquiera el tranvía.

Y en aquella Tebaida, donde todavía costaba no pocos reales el pie cuadrado de terreno, entre solares que no tardaría en invadir y llenar de piedra, teja y madera la pícara sociedad, el señor Isla (que iba engordando, engordando, para aislar su corazón y su espíritu del mundo ambiente), despreciaba al universo y se acostaba muy temprano.

Se acostaba muy temprano para protestar a su manera contra las novísimas tendencias del teatro que no contaban para nada con él, con el antiguo Juvenal sociológico en tres actos y en verso.

No perdonaba ocasión de hacer saber al mundo literario que él, Isla, se acostaba con las gallinas, juzgando una decadencia criminal y deletérea el trasnochar y ahogarse en la atmósfera infecta de los teatros.

—¡El teatro! —decía—; ¡puf! género falso, antihigiénico, enfermizo, artificial, pueril… ¡La naturaleza, dadme la naturaleza! y extendía los brazos hacia los solares en venta.

 

* * *

 

Gozaba cuando le venían a pedir un pensamiento para un álbum dedicado a una eminencia, o una firma para otro homenaje cualquiera, o una interview respecto de algún asunto de actualidad… gozaba negándose rotundamente a echar una rúbrica ni decir palabra. ¡Su opinión! Él no tenía opinión sobre aquellas fruslerías. Que todo estaba perdido, que le dejasen en paz; esa era su opinión.

Prohibía que su nombre sonase para nada en ninguna parte. Lo único que hubiera visto con buenos ojos, hubiera sido que la Gaceta publicase todos los días, junto al parte oficial de la salud de los reyes esta noticia: «El señor Isla se acostó anoche a las ocho y cuarto; de modo que cuando se levantaba el telón en los teatros, ya estaba él durmiendo».

En una ocasión un periódico, en la lista de los literatos que habían acompañado al cementerio el cadáver de cierto escritor insigne, puso el nombre del señor Isla.

¡Qué indignación la suya! Estuvo a punto de publicar un comunicado protestando; pero lo dejó por no exhibirse.

No se enteraba jamás de los ministerios que subían y bajaban, ni de las catástrofes nacionales, ni de los grandes triunfos del arte. Leía libros extranjeros y siempre antiguos. A él que no le hablasen de la actualidad.

Aspiraba a una especie de nirvana en que se desvanecía todo… menos el señor Isla, con su gran panza actual, sus recuerdos, sus memorias que estaba escribiendo, su teatro satírico-sociológico en tres actos y en verso.

Creía vivir en plena vida natural, sencilla. Plantaba, en un huerto de prosperidad imposible, árboles frutales, flores, legumbres… y después no volvía a pensar en ellos, y se olvidaba del sitio en que los había enterrado.

—¡Oh, la naturaleza! ¡la naturaleza! —exclamaba mirando a los solares tristes, pardos, con ojos cargados de aburrimiento y de bilis.

Y la cabeza se le cubría de canas, y el alma de escamas y de espinas.

Creía ser un filósofo práctico; un San pablo del desierto…

Que no sabía ir dejando el puesto; ir marchándose. Quería parar el tiempo y llenar todo el espacio.

Se empeñaba en ser isla para tomarse, a solas, por continente.

Snob

Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que esteban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.

Rosario, que era por el alma un puro artificio, pretendía poseer la sencillez, el sincero candor, como si tan altos dones fueran cosa fácil de adquirir para una muchachuela como ella, en resumidas cuentas mal educada. Segura de su belleza plástica, creía que por añadidura se le debía el encanto de la gracia inocente. Esplendorosa planta de estufa, quería que se la tomase por violeta escondida y humilde. Al montón de los admiradores les engañaban tales apariencias; los más adoraban en ella, con más entusiasmo que su evidente belleza de hembra y de estatua, aquella naturalidad contrahecha, con la misma fe estúpida con que veían idilios en los episodios del galanteo en una fiesta de un jardín amañada por un Tecrito con faldas, ayudado por algún Mosco o Bion, revistero de salones.

Si Rosario hubiera sido bas bleue, una literata, siquiera una romántica rezagada, hubiera podido tener cierto fondo, aunque repugnante, para las formas de falsa naturalidad, de sencillez prístina y de paraíso. Pero su espíritu sólo estaba ocupado por vanidades de sociedad y por inclinaciones sensuales, egoístas y prosaicas: era lo que habían hecho de él la vida frívola, sin ideas, de instinto y rutina, de sensualidad rastrera y trivial en que desde el nacer se la había tenido metida como en una pajarera.

Era aquella alma de multitud, un poco de ruido de muchedumbre metido en un cuerpo de diosa de museo. Se creía distinguida, ser aparte, excepcional, musa de la soledad y el silencio, y era algo así como número del programa de unas fiestas.

No había alcanzado los tiempos en que ciertos ensueños literarios eran populares, aun en nuestro país, y no podía imitar a heroínas de poemas, ni fingir efectos de luna en las aguas muertas de su espíritu, charca triste, sin fondo misterioso ni poesía en la orilla. No sabía nada de cuanto imaginó en el mundo para figurarse la vida interesante, transcendental; y era hasta cómico el contraste de sus posturas, gestos y demás artificios de expresión, con la ruin trivialidad de sus juicios, reflexiones, deseos, gustos y tendencias. Póngase algún ejemplo: afectaba naturalidad, sencillez, encantadora gracia para decir que… le gustaba más el género chico que el grande en el teatro, o que prefería un artículo de Taboada a unos versos de Felipe Pérez, o que no le resultaba la Cibeles donde la habían puesto.

La de Alzueta había visitado tierra extranjera, sí, y de ello estaba muy orgullosa, y por ello tenía no pocas máculas; pero de lo extranjero sólo conocía superficies, cosas de las guías y de las ilustraciones, sección de grabados. Modas, fiestas, causas ruidosas, vida de ferrocarril y de exposición, preocupaciones de clase… esto era lo que Rosario podía ver y considerar fuera de su patria lo mismo que en ella. Por lo cual no podía ni siquiera imitar a esas mujeres, tal vez no más apreciables que ella, pero más amenas, que saben distinguirse por esos mundos, con aventuras ideales, con teosofías, empresas raras de caridad o de socialismo, idolatrías de arte, fetichismos de adoración al genio, etc., etc., o lo que es menos malo que todo eso, grandes exageraciones y extravagancias amorosas. De esta especie de gran mundo espiritual, falso y pernicioso, pero menos vulgar y pedestre, nada sabía Rosario.

Hablaba mucho, discutía mucho, era un ergotista invencible en las carreras de resistencia; nunca le faltaba un argumento baladí de esos que no tienen respuesta por su misma insustancialidad e incongruencia. Entendía de todo aproximadamente, como esos periodistas que hoy abundan, los cuales, según las estaciones y las circunstancias, son críticos de teatro, de pintura, de tribunales, de sport, de libros, de política o de salones. Defendía a Wagner a gritos en el Real, sin oír, ni dejar oír a los demás lo mismo que estaba alabando. Era la musa de la vulgaridad del día, del sufragio universal de la tontería ambiente. Su estilo, hablando, era el de esos gacetilleros sosos que hoy tenemos, que por toda gracia usan algunas muletillas insignificantes, frases hechas y convencionalismos pasajeros. Daba pena oír de aquella boca tan hermosa, hecha para callar divinos misterios de la poesía, tantas sandeces envueltas en latas, infundios, y otros terminachos bajos y feos. Me resulta, no me resulta, decía a cada instante aquel juez con faldas, que olvidaba su hermosura por su ergotismo. Les veía o no la punta a las cosas y las despreciaba si estaban mandadas recoger. Mareaba aquella hermosa hembra, que parecía un periódico de esos llenos de crónicas insulsas que suelen tener tantos compradores.

Como otras muchas de su clase, fundaba su patriotismo en hablar con cierta sequedad algo chulesca, en huir del eufemismo y la perífrasis, aun para tratar materias que reclaman el litote por bien del decoro. Pocas cosas más repugnantes que esas formas crudas que cierta parte de nuestras damas aristocráticas, y sus imitadores, afectan como sello de nacionalidad. El contraste de esos malos modos, de ese rompe y rasga inoportuno con las demás formas especiales de la vida elegante, delicada y ceremoniosa, es, puro chillón, escándalo. Rosario, imitando a ciertas damas de alto copete, era de las que más exageraban ese vicio, que en ella resaltaba con desgraciada originalidad, por su prurito de ser natural y sencilla con redomado artificio.

 

* * *

 

Esta mujer, que era así, por triste sarcasmo de la realidad, bellísima de cuerpo, ridícula en espíritu, aunque esto último lo notaban pocos; esta mujer se aburría ya en Palmera, en medio de sus triunfos; porque, en resumidas cuentas, ninguno de sus flamantes adoradores le parecía digno de que ella fijase en él su atención ni por un día.

Pero una tarde, paseando por la playa, vio llegar por el mar, del Norte lejano, en un yate muy elegante, de grandes velas triangulares, tersas, largo, estrecho, sutil, como un espíritu de las hondas, vio llegar el Lohengrin de sus ensueños.

Era un joven inglés, Aleck Bryant, hijo de opulentísimo landlord de Pembroke. El rubicundo Alejandro venía, por un capricho, desde Milford, a la ventura, mar adelante; y llegaba a Palmera nada más que por seguir cierta línea recta… Pero a los pocos días procuraba aclimatarse; le gustaba aquella España del Norte, que no se parecía a la de sus lecturas, y sí más bien a la verde Erin que él dejaba al Noroeste. Lo más escogido de la colonia elegante que veraneaba en Palmera acogió con los brazos abiertos al noble inglés, como era natural; se disputaban su amistad y compañía los sportmen de más tono… y, desde luego, las muchachas más seductoras de la alta sociedad le convirtieron en una especie de premio extraordinario en aquella constante exposición de coquetería.

Bryant era guapo, robusto, riquísimo, instruido, elegante, gran viajero, hombre de mundo y de sport, tenía sprit, en fin, todos los dones del catecismo de los barbarismos de la distinción y de la crema.

Rosario Alzueta pronto vio en él buena presa. Era digno de su orgullo. Se le presentaron, y ella, para seducirle, sacó todos los chismes de matar corazones, el fondo del baúl de su naturalidad de jardín inglés falsificado, además, echó mano de su caudal de gracias y habilidades exóticas. Poco tardó Aleck Bryant en saber que la de Alzueta había corrido en velocípedo nada menos que sobre la arena de Battersea Park. Hablaba, como si fueran amigas suyas, de la famosa Mss. Humfrey y de las ilustres velocipedistas duquesa de Portland, condesa de Dudley, marquesa de Hastings, y hasta indicaba haber tenido ciertas relaciones con la princesa Maud de Gales, la duquesa de York y la mismísima reina de Italia.

Supo Bryant, a la fuerza, que en la famosa disputa de las damas biciclistas acerca del traje propio para tal ejercicio, Rosario Alzueta se adhería al partido aristocrático, que estaba por la falda (skirt).

El noble inglés escuchaba a la hermosa Africana sonriente, en silencio, devorándola con los ojos azules, dulces entre malicia; apenas se enteraba de lo que le decía en un francés que parecía mal castellano. Era, sin duda, la mujer más hermosa de los baños; y mientras no siguiera su viaje, Alejandro no tenía por qué separarse de ella; y no se separaba, a no ser cuando lo exigían las muchas correrías del valiente excursionista por aquel pintoresco país.

Rosario ya no dudaba de la preferencia. ¡Qué victoria!

 

* * *

 

Pero una noche, en el paseo que amenizaba la música de un regimiento, sentada Rosario en su trono de deidad del bosque municipal, si no bajo la copa de una encina, cabe las ramas de un castaño de Indias… oyó, allí muy cerca, algunas sillas más atrás, una conversación en francés que entendió vagamente, y que la interesaba mucho. Un caballero extranjero, amigo nuevo de Bryant, procedente de Biarritz, hablaba con el inglés, de ella, de Rosario; estaba segura. No podía coger todos los pormenores del diálogo; pero la sustancia sí. Ello era que el extranjero, sin sospechar que ella los oía, preguntaba a Bryant si era cierto que le interesaba aquella hermosísima española morena. Cuando llegó lo más importante de la respuesta del inglés, disimuladamente Rosario volvió uno poco la cabeza y pudo observar la fisonomía, el gesto del que juzgaba su adorador más rendido… ¡Cosa extraña! En el francés del viajero británico la de Alzueta quiso oír alabanzas de su belleza, de que ella jamás había dudado; pero algo más debía decir el mozo, porque el tono de su voz, el gesto que acompañaba a sus palabras, no significaban entusiasmo, sino cierta desdeñosa lástima sincera, algo mezclado de tenue y discreta burla… En fin, pudo oír perfectamente que Alejandro Bryant de ella, de Rosario. Que era… snob.

«¡Snob!». La de Alzueta conocía la palabreja, pero no sabía a punto fijo lo que significaba… Temía que no fuese nada bueno.

Una terrible corazonada la hizo ponerse roja de vergüenza: un presentimiento le decía que snob era la manera de decir cursi en inglés.

Aquella noche no durmió, dándole vueltas en el cerebro a la dichosa cuestión filológica.

Al día siguiente, en la playa, preguntó a un amigo, catedrático de retórica en un instituto, qué significaba snob. El catedrático se extendió en consideraciones… Según el diccionario que él tenía, significaba hombre vulgar, de pretensiones; Thackeray, en su famosa novela Vanity fair, (la feria de la vanidad), usaba el vocablo en el sentido necio, estúpido, majadero o cosa por el estilo… y por ahí adelante. Rosario dejó al erudito con la palabra en la boca. Bryant no la había llamado necia, ni vulgar, ni presuntuosa… no, no era eso… ¡Snob! ¡snob! Cuando aquella misma tarde encontró al inglés, siempre sonriente, en la garden party de la marquesa de X**, Rosario le leyó en los ojos en seguida la traducción de la dichosa palabreja…

¡Ay! Sí; en los diccionarios el significado no sería exacto; pero en aquella mirada, la dulce malicia de los ojos azules, al gritar:

—¡Snob! ¡snob! —estaba gritando:

—¡Cursi! ¡cursi!

«Flirtation» legítima

Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda… Dadme que cante… Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo. Don Diego velaba (los demás dormían) el sueño de la Soberanía nacional; y era hombre que a las dos de la madrugada (en las sesiones permanentes, que eran su encanto), desatado el nudo de la corbata, sueltos algunos botones del chaleco, y a veces enseñando un poco de la faja de seda encarnada, estaba dándole vueltas la elocuencia de los números y llenándose la boca con toneladas y caballos de vapor, y apastando al preopinante (que estaría en la cama) bajo el peso de millones de kilos de corned beef, alias tasajo, que venían de los Estados Unidos cargados de amenazas, como nuevas hordas de Hunnos en forma de carne salada.

En vano se le dormían los de la comisión, y los ministros de guardia, y los maceros… él se creía el Cicerón de los datos concluyentes y el Demóstenes del arancel y de los certificados de origen. Era feliz, pero en el cielo de su dicha había una nube: la prensa. De las burlas de diputados y ministros no hacía caso; ¡todo envidia! Pero las cuchufletas en papel impreso le desconcertaban, le aturdían. En cuanto a un periódico se le ocurría reírse de él, ya creía don Diego que España entera se apresuraba a comprar el diario de la mañana para tener el gusto y el mal corazón de morirse de risa a costa del ilustrísimo señor don Diego Paredes. Cada gacetilla burlona le parecía una sentencia definitiva; creía que la opinión la formaban aquellos papeles, y que el mundo entero estaba obligado a creer que él era un mamarracho, si los periódicos daban en emplear el látigo de la sátira contra su talento, su oratoria, sus números, sus versos.

El ridículo don Diego no fue muy popular, en su aspecto cómico, hasta que dio con él el demonio de Masito Caces, Tomás Caces, un escritor de gran crédito, adquirido con una sátira tan chusca como descarada. Masito escribió por casualidad en su periódico, muy popular, un articulejo pintando a don Diego en la tribuna, en noche de velar las armas junto a la pila del presupuesto. La descripción, en caricatura, hizo mucha gracia; Caces volvió a poco sobre el asunto, y otra vez con buen éxito: vio en don Diego un gran filón; lo estudió a fondo y encontró en él un modelo que ni a peso de oro. La fama de Masito creció en un tercio y quinto a la poesía, a la oratoria, a la estadística de don Diego Paredes. Goces llegó a poseer tan bien a su personaje, que en las aventuras, gestos, palabras, y versos, y discursos enteros que le atribuía, el público adivinaba que así debía ser el famoso personaje.

Lo que no sabía Caces era que don Diego, admirador en general de los escritores satíricos, a él, a Masito, le había consagrado un culto verdadero de entusiasmo literario, de mucho tiempo atrás, desde la época en que Caces no se acordaba para nada del ilustre prócer. ¡Cuál sería el terror de Paredes al verse flagelado tan sin piedad y a la continua por aquel látigo, que, a su juicio, era capaz de derribar un trono de un trallazo! Don Diego no dormía, don Diego lloraba en secreto, se aprendía de memoria los palos de su admirado enemigo, y hubiera dado un ojo de la cara por comprarlo, por hacerlo suyo, o a lo menos, reducirlo al silencio.

 

* * *

 

Masito Caces veraneaba en una hermosa villa del Norte. Allí vio una tarde, en una gira campestre, una mujer que le hizo decir para sus adentros: «Si yo creyera en el ideal todavía, le encontraría a esa mujer un aire de familia con el ideal». Pero no hizo caso… hasta que volvió a ver a aquella joven al día siguiente en la playa. Era más baja que otra cosa, trigueña, de cabello muy abundante, en ondas; boca fresca, ojos como los que tantas veces alaba el Ramayana, como aquellos tan nobles y tan dulces de Sita, de figura de almendra. Las cejas arcos del amor. ¡Y cómo miraba! ¡Con qué franqueza y cuán sin malicia ni coquetería! miraba para ver, para enterarse… ¡y no volvía a mirar! Eso era lo peor, no volvía a mirar. Lo peor y lo mejor. Caces estaba cansado de la especie de ley fisiológica y psicológica que hace de casi toda mujer una coqueta, frustrada, por lo menos.

En pocos días se enteró Caces de quién era la niña que cada vez le llegaba más adentro, que a sus años (cerca de cuarenta) le hizo sentir cosas parecidas a las más fuertes y memorables de su juventud, que había sido una continua orgía de idealidad apasionada. Gustaba a todos; pero los Tenorios de oficio la dejaban en paz, porque todo asedio era inútil. No hacía caso de nadie. Y esto con la mayor modestia. No era orgullosa, no afectaba desdén; no era fría, ni insustancial. Se adivinaba en sus ojos, en su boca, en su frente, en muchos gestos suyos, que había allí siete libros de amor posible, cerrados con siete sellos. El caso era tener la clave.

Nadie se jactaba de haber sorprendido en Sita (como la llamaba Caces, antes de saber quién era) la menor señal de preferencia; nadie podía gozar esa dulce vanidad de sorprender que una virgen casta nos mire a hurtadillas, con relación a Sita.

Y Caces, que nunca había sido presuntuoso en materia de seducción, y menos que nunca desde que se iba haciendo viejo; Caces… con tanta sorpresa como placer tuvo que declararse (a sí mismo nada más) que la gran indiferente… había llegado a notar que él la miraba mucho; y que se le había conocido que lo iba agradeciendo; y que gozaba al verse por Caces contemplada… Y una noche, en el teatro, Tomás notó que su amor último, primero se había retirado un poco, en su palco, tapándose con una columna, y que, en el último entreacto, de repente, se había adelantado, y se había apoyado en el antepecho, conmovida, llenos los ojos de efluvios de pasión, y que un momento, rapidísimo, se había atrevido a fijar la mirada en la suya, en la del periodista satírico en vacaciones. ¡Virgen santísima qué instante! Aquello sí que era gozar como si no hubiera el infierno del desencanto definitivo, irremisible.

Para abreviar: aquello se repitió… una vez… dos… muchas.

Sita, con gran parsimonia, admitía (y pagaba en billetes de mil pesetas, es decir, con pocas pero muy ricas miradas) la adoración respetuosa, apasionada en silencio, de Caces. Y así pasó el verano… y así comenzó el invierno en Madrid, donde se encontraron.

Caces, ya enamorado, y no sin esperanza, había dejado de llamar Sita a la de los ojos dignos de ser cantados os Valmiki. La llamaba… Elena Paredes. Por su nombre y apellido. Era hija única de don Diego Paredes, viudo.

 

* * *

 

«¿Por qué habrá dejado en paz al bueno de don Diego ese diablo de Masito? Ni por casualidad le alude en sus sátiras políticas».

Así decía la gente.

¡Qué había de burlarse de Paredes el pobre Caces, si tenía el ilustre prócer aquella hija que robaba corazones, y a él le tenía en el quinto cielo!

Trabajo le costaba echar de la pluma, a cuyos puntos se venía él sólo, el nombre del orador grotesco y soporífero; pero ¡no faltaba más! Aunque Masito suponía que Elena ignoraba las judiadas que él había escrito contra su padre, t creía que ella no leería su periódico, ni se metería en las quisicosas de la vida pública de don Diego, sin embargo, por delicadeza, por creerlo deber del amor, se abstenía de atacar ni citar siquiera al ilustre Paredes.

Mucho tiempo estuvo sin atreverse a pasar de su adoración muda; temía un fracaso por lo arriesgado de su intento. Elena era una buena proporción, bella, de fama envidiable, y… muy joven. Él no era rico… y no tenía nada de Adonis… y era ya, para tal niña, algo viejo.

Pero en una ocasión que le pareció propicia, y en que juzgó ridículo no aprovechar los momentos, Caces, con ciertos rodeos, con fina retórica natural y sencilla (la más capciosa retórica), entre pruebas de respeto mezclado de pasión indomable… se declaró verbalmente.

Sus palabras, su actitud, causaron hondo efecto en Elena Paredes.

Pero la sustancia de la respuesta fue como sigue:

«Yo no he querido a nadie todavía; tengo del amor una idea acaso exagerada; el hombre que primero me llamó la atención fue usted. Mi padre me había enseñado a admirar el talento de usted hace mucho tiempo, antes de conocerle de vista. Después me enseñó a ver en usted el enemigo mayor de la tranquilidad de mi casa. Somos solos mi padre y yo; nos queremos mucho… yo le adoro: es muy nervioso, muy impresionable; padece infinito con los ataques de la prensa. Los artículos de usted, a quien tanto admira, le dejaban confuso, avergonzado… y a mí ¡me han hecho llorar tantas veces! La primera vez que, allá, en los baños, me dijeron: ese es Caces, le miré a usted mucho tempo seguido sin que usted me viera. Casi me daba ira no encontrarle antipático, odioso. Después noté que usted empezaba a fijarse en mí. La impresión fue grande y dulce… me halagaba aquella contemplación; y además, yo sentía que me daba una ventaja que yo debía de aprovechar no sabía cómo, pero sin duda. Dejé pasar el tiempo, me dejé mirar… querer, pues usted dice que llegó a tanto. Poco a poco formé mi plan. Los sucesos me ayudaron a inventarlo. Noté después de algunos meses, que usted ya no molestaba a mi padre. Él, que nada sabía de… mis coqueterías, de mi flirtation, también empezó a respirar tranquilo. Hablaba en el Congreso, escribía en verso y en prosa… y usted le dejaba en paz. ¡Pobre papá de mi alma! ¡Está tan solo! ¡Quería tanto a mi madre! ¡Es tan nervioso! ¡Le impresiona tanto todo! Al fin llegué a ver claramente que usted, por mí, porque yo le gustaba, ya no mortificaba a mi padre. Se lo agradecí… y aproveché sus buenas disposiciones. Si antes no sabía yo fijamente por qué me dejaba adorar con gusto y dudaba de la legitimidad de mis tenues insinuaciones, ahora ya, sin miedo, sin remordimiento, le miraba a usted, le alentaba, para asegurar la paz de mi casa; para tener contento al hombre que más quiero en el mundo. Ya lo sabe usted todo… Temía este momento. Podía seguir dándole esperanzas… pero así, de palabra… el engaño me parecería ya una traición con mi firma. Lo demás, lo que hubo hasta hoy… al fin es lo que se llama en inglés flirtation. No pasa de ahí. ¿Se cree usted con derechos? Alguno tiene; el que ahora usa… el de atreverse a declararse. Pero yo soy libre todavía. ¿Que he coqueteado un poco? Puede ser. Puede haber sido… principalmente por ver feliz a mi padre. ¿Que acaso podría yo llegar a quererle a usted? Acaso. Pero no quiero ponerme a ello. Mientras mi padre viva seré suya, su hija, su compañera inseparable. Y de usted no seré nunca. No es venganza. Pero yo… no puedo ser esposa de quien ha puesto en ridículo a mi padre. Esas burlas separan más que la sangre. En todo caso, y perdóneme usted si soy pedante (por eso le he leído a usted) tengo más vocación de Antígona que de Julieta. Yo, lo repito, no he querido venganza, sino defender nuestra dicha. Ahora usted, si se cree ofendido, burlado, puede satisfacer su despecho, puede vengarse, volver a las andadas, a hacerme llorar otra vez riéndose y haciendo al público reírse de mi padre».

Y como Case no era un miserable, dicho se está que se quedó con las calabazas y sin aquel filón de sátira y caricaturas a la pluma que le proporcionaban las ridículas pretensiones de don Diego Paredes, el pobre viudo, el padre de Elena, el ilustre prócer, a quien tanto quería su hija única.

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El caballero de la mesa redonda

— I —

Ya hacía frío en Termas-altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías; el comedor, largo y ancho como una catedral, de paredes desnudas, pintadas de colores alegres que hacían estornudar por su frescura, tomaba aires de mercado cubierto.

Se bajaba a almorzar y a comer, con abrigo; las señoras se envolvían en sus chales y mantones; a cada momento se oía una voz imperativa, que gritaba:

—¡Cierre usted esa puerta!

Los pocos comensales se apiñaban a la cabecera de la mesa del centro, lejos de la entrada temible. Detrás de la puerta de cristales que comunicaba con el vestíbulo de jaspes de colores del país, se veía, como en un escaparate, la figura lánguida del músico piamontés, de larga melena y levita raída, que unos dedos flacos y sucios por las cuerdas del arpa. Las tristes notas se ahogaban entre el estrépito del viento y de la lluvia, que azotaba de vez en cuando los vidrios de las ventanas largas y estrechas.

Diez o doce huéspedes, últimas golondrinas valetudinarias de aquel verano triste de casa de baños, almorzaban taciturnos, apiñándose, como buscando calor unos en otros. Al empezar el almuerzo sólo se hablaba de tarde en tarde para reclamar con voz imperiosa cualquier pormenor del servicio. Los camareros, con los cuales ya se tenía bastante confianza para reprenderles las faltas, sufrían el mal humor de los huéspedes de la otoñada, como ellos decían. Se acercaba el día de las grandes propinas, y esto contribuía al mal talante de los bañistas, a darles audacia y tono de déspotas, y también a la paciencia de los criados.

Allí no se le tomaba a mal a nadie sus malos modos, sus quejas importunas; se contaba con ellos; era una ley natural; los fondistas y camareros venían observando cómo se cumplía todos los años al fin de la temporada. Además, también aquellos arranques de misantropía se ponían en la cuenta aunque disimuladamente. El dueño de las Termas-altas vivía con sus rentas, es decir, con sus bañistas. Presidía la mesa; oía las murmuraciones de los enfermos sin turbarse, sin… oírlas, en rigor; ni él las tomaba a mal, ni los pupilos se recataban para desahogar en su presencia. Era un pacto tácito que ellos descargasen la bilis de aquel modo y que él no les hiciera caso. Ni se emprendían las reformas que se pedían ni se coartaba el derecho de reclamarlas.

Decir que aquello estaba perdido, que la casa amenazaba ruina, que el viento entraba por todas partes, que el agua mineral ya no estaba caliente siquiera, ni tibia; que en aquel país llovía demasiado en otoño, tal vez por culpa del señor Campeche (el dueño de los baños), era lo que constituía los lugares comunes de la conversación. Algunas veces el mismo señor Campeche se descuidaba, y no sabiendo de qué hablarle a un forastero, le decía de corrido, como quien repite una lección de memoria: «Pero ¿ha visto usted qué clima más endemoniado? ¡Siempre lloviendo! ¡Cómo se aburre uno aquí!».

Nadie diría que aquellas eran las mismas Termas-altas que se abrían por primavera al público. En Mayo llegaba el señor Campeche rozagante, alegre, silbando, azotándose el vientre ampuloso con el puño de marfil de su junquillo; apeábase de su cochecillo de dos ruedas pintado de amarillo, reluciente; daba un vistazo a los baños, a la fonda, a los jardines ya llenos de pájaros, locos de alegría, los primeros huéspedes; y tentándose el bolsillo, se decidía a emprender lo que él llamaba mejoras enfáticamente.

Las mejoras se reducían a dar una mano de cal a todo el edificio, y a pintar los frisos azules de verde, o los verdes de azul; también solía arreglar los grifos de los baños si estaban completamente destrozados, tapar alguna grieta, remedar tal cual pila de mármol falso; y para colmo de reformas, blanqueaba el hospital de pobres viejos, que ostentaban en la miserable portada un presuntuosísimo letrero que decía, en griego, con letras gordas coloradas: «Gerontocomía». Aquella palabreja solía aparecer en las pesadillas de lo enfermos que acudían a Termas-altas.

Las primeras bromas de los bañistas noveles se referían siempre al rótulo griego: la mayor parte se marchaban sin saber lo que significaba. El mismo Campeche no estaba seguro de que aquello tuviera traducción posible. A una señora que acudía a las Termas desde treinta años atrás la llamaban doña Gerontocomía.

Además, había mucho lavoteo y mucho limpiar muebles y poner lo de allí aquí y revolverlo todo. Cuando llegaban los primeros bañistas, ya se sabía, todo lo encontraban cambiado de arriba abajo. Obreros y criadas iban y venían; no podía uno arrimarse a ninguna pared ni puerta, porque todas untaban, y el ruido de los martillos y sierras atronaba la casa; olía todo a aguarrás; el piso, de pino estrecho, siempre estaba encharcado o lleno de arena, porque, en lo de fregar y dejarlo todo como un sol, Campeche era inexorable.

—Mucho ruido y pocas nueces —decía doña Gerontocomía, levantando un poco las enaguas y saltando de charco en charco por las siempre húmedas galerías.

Lo cierto es que Campeche, a pesar de todo aquel aparato reformista, que tanto estrépito y desconcierto producía, gastaba muy poco cada año en mejorar su finca, que, según los huéspedes de otoño, era una ruina.

Siempre lo mismo: los parroquianos de primavera, alegres, aturdidos, optimistas, encontraban aquello flamante; era el mejor establecimiento balneario de España y del extranjero; ¿y las aguas? el que no sanara sería bien descontentadizo.

Y el señor Campeche, ¡qué fino! ¡qué atento! ¡qué celoso defensor de la fama de sus Termas! Ello era verdad que las obras, las mejoras, molestaban bastante; que no dejaban dormir en paz la mañana, ni la siesta, no andar en zapatillas por la casa; pero, en fin, se veía vida, animación, alegría, pruebas de prosperidad, movimiento simpático.

—Señores —decía Campeche, sonriendo y encogiendo los hombros, hundidos al parecer bajo el peso de tanta responsabilidad—; perdonen ustedes; este año se han atrasado mucho las obras… ya lo sé; ¡ha habido tanto que hacer! Desde Enero estamos dale que le darás. Sobre todo, la nueva crujía del hospital de pobres viejos…

Lo gracioso estaba en que los mismos a quienes engañaba por la primavera el señor Campeche, o que se dejaban engañar, eran, en parte, los que en otoño desacreditaban a gritos el establecimiento y hablaban de su próxima venida en las mismas barbas del propietario. Este convencionalismo ya no lo extrañaba nadie, era universalmente admitido. Cuando se iba en la primera temporada todo estaba bien; cuando se iba en la otoñada todo estaba mal.

En primavera, y parte del verano también, los bañistas daban y recibían bromas perpetuas. Podía haber aguas mejores que aquellas desde el aspecto hidroterápico, pero baños más famosos por las grandes chanzas permitidas, no los había. Como no todos los humanos tienen las mismas pulgas, sea en primavera o en invierno, más de una vez y más de dos hubo allí desafíos, que jamás llegaron a un funesto desenlace; y más de diez veces por temporada había bofetadas, o por lo menos insultos atroces.

Pero lo regular era que se tolerasen las bromas y que se devolvieran con creces. Se notaba que los jóvenes, que durante todo el invierno, en la vecina capital, se distinguían por lo taciturnos, retraídos y nada despiertos, eran precisamente los que en Termas-altas sacaban más los pies del plato y tenían ocurrencias más peregrinas y hacían las mayores atrocidades, palabra técnica, que significaba tanto como dar en el hito.

Famoso era, en tal concepto, hacía muchos años, un joven enfermo del hígado, de color de cordobán, que en la ciudad no hablaba con nadie.

Una tarde de lluvia, aquel joven hipocondríaco llegó a caballo a los baños del señor Campeche. Se apeó; se acercó a un amigo, a quien preguntó con voz de sepulcro:

—¿Es cierto que aquí hacen ustedes atrocidades?

—Sí, señor, es cierto…

—El médico me ha mandado mirar correr el agua, y distraerme. He visto correr las cataratas del Niágara… y como si fuese un surtidor… nada. Voy a ver si distrayéndome… voy a hacer también alguna atrocidad… ¡este hígado!

Y, en efecto, se fue a la cuadra, montó otra vez en su caballo, picó espuela… y se metió en el comedor de la fonda, saludando muy serio a los presentes.

La broma produjo bastante impresión; algunas señoras se desmayaron; en fin, todo fue como se pedía; el joven del hígado enfermo, que en vano había visitado el Niágara, mejoró, recibió cordiales felicitaciones, y confesó que hacía muchos años que no se había divertido tanto. Sin embargo, algunos envidiosos comenzaron a murmurar, diciendo que aquello no era completamente original, que prescindiendo de Raimundo Lulio, quien según la leyenda había entrado a caballo en la iglesia siguiendo a una dama, ya allí mismo, en aquel mismo comedor, se había presentado jinete en un burro garañón, y todo era montar, un diputado provincial, famoso por esto y por haberle rajado una ingle a un elector, de una navajada, años adelante. El joven del hígado supo que se murmuraba, y dispuesto a eclipsar a todos los diputados provinciales del mundo, al día siguiente se distinguió de una vez para siempre del vulgo de los bromistas con una hazaña que dejó la perpetua memoria a que antes me refería.

Y fue que, colocando, con gran trabajo, encima de la balaustrada de una galería abierta sobre el comedor, una gran cómoda, que bien pesaría dos quintales, sobre una de las mesas en que estaban comiendo hasta doce señoras y unos veinte caballeros.

No murió nadie, pero fue por casualidad; ¡el del hígado hizo lo que pudo!

La mesa y la cómoda se hicieron pedazos, el piso se hundió, del servicio de plata, cristal, etcétera, no se supo más; los síncopes pasaron de veinte, hubo tres desafíos, se marcharon catorce huéspedes.

Los más recalcitrantes tuvieron que confesar este hecho evidente: que como la broma de la cómoda no se había dado ninguna. En cuanto al señor Campeche, tuvo el buen gusto de no decir una palabra al héroe de la atrocidad; estaba en las costumbres.

Nadie se explicaba, satisfactoriamente a lo menos, por qué en los meses alegres de Mayo y Junio, y aun en los de calor, Termas-altas era una Arcadia balnearia; y en otoño, un hospital triste, aburrido, frío, donde todos tenían mal humor.

Probablemente contribuiría el clima a esta diferencia. El paisaje era de los más hermosos de litoral del Norte; verdura por todas partes, colinas como macetas de flores, riachuelos, bosques, un lago de verdad, accidentes románticos del terreno, tales como grutas, islas en miniatura, cascadas, y hasta una sima en lo alto de un monte cónico, que el señor Campeche juraba que era el cráter de un volcán apagado. A los incrédulos les amenazaba con los testimonios escritos que constaban en el Ayuntamiento, allí, a legua y media de la casa.

El cráter era el elemento legendario de aquella topografía, que había convertido en una industria el dueño del balneario.

Pero, si el país ofrecía tales delicias naturales, en cuanto empezaba Septiembre se aguaba la fiesta; nublas, vientos, aguaceros, días sin fin de lluvia fría y triste, de horizonte de plomo, un frío húmedo que hacía pensar en el de la sepultura; tales eran los achaques de la estación en aquel delicioso país de panorama. En vano Campeche entonces enseñaba a los nuevos huéspedes fotografías del cráter y de las cataratas.

¡Si el cráter estuviera en ebullición, le decían, menos mal: se calentaría uno al amor del cráter!… En cuanto a cataratas… allí estaban abiertas las del cielo. ¿Por qué venían en otoño enfermos a Termas-altas? Porque, comprados o no por Campeche, los médicos de toda la provincia aseguraban que lal mejor temporada de baños, higiénica y terapéuticamente considerada, era la de Septiembre y Octubre.

De modo, que por el verano venían los que querían divertirse, y por el otoño los que querían curarse. Tal vez esto, no menos que las variaciones meteorológicas, era causa de la desigualdad de humores en las diferentes temporadas.

— II —

En aquellos días tristes del mes de Octubre, en que los huéspedes del gran hotel de Termas-altas se apiñaban hacia la cabecera de la mesa, en el comedor frío y húmedo, a los postres, la conversación, antes floja y malhumorada, se animaba un tanto, aunque fuera para maldecir con nuevos alientos de la vida insoportable de aquel caserón y del abuso de las propinas. Se hablaba mucho también de la virtud curativa de las aguas, tópico de conversación que en la temporada primera era casi de mal tono. La mayor parte de los enfermos se declaraban escépticos, unos en absoluto, negando la eficacia de toda clase de baños, otros con relación a los de Termas-altas.

Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada al mísero piamontés del arpa disputar en vano al viento y a los chaparrones el privilegio de halagar las orejas de los comensales, la animación biliosa de última hora había crecido en razón directa del mal humor taciturno con que el almuerzo había comenzado.

Se negó allí todo: el cráter, las cataratas, las mejoras del establecimiento, la eficacia y hasta la temperatura oficial de las aguas, el buen gusto de las bromas pesadas del verano, la hermosura del paisaje, la existencia del sol en tales regiones, ¿y qué más? hasta la fama de bellas y no muy timoratas que gozaban las muchachas del contorno se puso en tela de juicio.

Un matrimonio tísico, de cincuenta años por cada lado, de gesto de vinagre, aseguró que las chicas de aquellas aldeas eran feas, pero honradas a fuerza de salvajes; y que las aventuras que se referían, no eran más que invenciones del señor Campeche para atraer parroquianos y gente profana, es decir, solterones sanos como manzanas, que no venían allí más que a alborotar.

—No me parece muy correcto —decía el vejete, cuyas palabras sancionaba su mujer con cabezadas solemnes— no me parece muy correcto desacreditar a todo el sexo débil de un partido judicial entero, con el propósito de llamar la atención y atraer gente de dudosa procedencia y de malas costumbres.

Este señor, que así hablaba, era fiscal de la Audiencia, y su mujer le ayudaba a echar la cuenta por los dedos, cuando se trataba de pedir años de presidio, y de sumar o restar en virtud de las circunstancias agravantes o atenuantes. La fiscala se había acostumbrado de tal suerte al tecnicismo penal, que cuando le preguntaban cómo le gustaban los baños, si muy fríos o muy calientes, respondía:

—¿Sabe usted? ¡Me gusta tomarlos desde el grado medio al máximo.

Como siempre, negó aquella mañana el fiscal la hermosura de las muchachas del contorno y la facilidad de los idilios consumados al raso en aquellas frondosidades.

—Pues hombre —se atrevió a decir un don Canuto Cancio, antiguo procurador, que respetaba mucho al fiscal, y le aborrecía mucho más, por pedante, como él decía—; pues hombre, don Mamerto no tiene fama de embustero… y, con permiso de usted, señor fiscal, y salvo su superior criterio… y su conocimiento del mundo… don Mamerto asegura… en el seno de la confianza, por supuesto, que él, que la Galinda y la de Rico Páez… y la molinera…

—Lo de la molinera es un hecho —interrumpió otro comensal.

—Y a la de Rico Páez la he visto yo con don Mamerto en la llosa de Pancho, al oscurecer, este mismo año, en Junio —dijo otro huésped.

—A usted, don Canuto —se dignó contestar el fiscal, despreciando a los interruptores, a quienes no conocía— a usted le hacen comulgar con ruedas de molino.

La fiscala, asegurando sobre la afilada nariz los lentes de miope, miró a don Canuto con desdén, y con aire de desafío, como retándole a desmentir a su marido:

—¡De molino! —aseguró la altiva señora.

—Ese don Mamerto…

Expectación general; cesa el sonido de tenedores; los camareros se detienen a oír lo que va a orar el señor fiscal contra don Mamerto, el ídolo de Termas-altas. El mismo señor Campeche, que oye sonriendo que le desacrediten las aguas, frunce el entrecejo, temiendo que el señor fiscal se extralimite en esta ocasión.

—Ese don Mamerto…

El fiscal vacila. Duda si su autoridad es suficiente para arriesgarse a decir algo que lastime la fama de don Mamerto.

—Ese don Mamerto —exclama con voz de trueno un coronel retirado, que ocupa al lado de Campeche la cabecera— es un modelo de caballeros, incapaz de mentir, y mucho menos de darse tono con aventuras falsas y fortunas soñadas, ¡entiéndalo usted, señor mío!

Los fiscales se vuelven, con sillas y todo, hacia el coronel, el cual desde este momento asume la responsabilidad de todo lo que allí pase, según inveterada costumbre, siempre que se agrian las cuestiones a la mesa.

Don Canuto es el que echa la liebre siempre, y si le insultan o desprecian, calla y se vuelve hacia el coronel, como diciéndole: «¡ahora usted empieza!»; y el coronel, que nunca tira la piedra, porque es muy prudente, jamás esconde la mano, y aun suele utilizarla, plantándola en la mejilla del lucero del alba si le irrita.

Don Diego, con su gota y todo, defiende las tradiciones de la mesa; y nada más tradicional y respetable allí que don Mamerto Anchoriz, nuestro héroe.

Es don Mamerto Anchoriz un señor que se presenta todos los años en Termas-altas dos veces, a pasar ocho días por Mayo o Junio y otros ocho en lo peor de la otoñada, cuando más llueve, por hacer compañía a aquellos señores y animar un poco a la gente. Nada de esto ni de otras muchas cosas importantes ignora el fiscal, y por eso hace mal en poner reparos a un hombre que es sagrado en Termas-altas.

Verdad es que hasta ahora el señor fiscal no ha dicho más que: «Ese don Mamerto…»; pero lo ha dicho dos veces, y según el coronel, a don Mamerto no se le llama ese; en fin, él hipoteca las espaldas y asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. «Y ¡ojalá ocurra algo —piensan muchos huéspedes— porque todo es preferible, hasta la muerte de un fiscal, a la monotonía de aquella existencia!».

El fiscal prevé un conflicto, porque ni su carácter, ni su dignidad, ni su posición social le permiten mostrar pusilanimidad, ni retirar palabras, ni aun dejar de decir las que tiene deliberado propósito de decir. En cuanto a la fiscala, todavía tiene muchas más agallas que su marido; e irritada en su grado máximo, echa sapos y culebras, dispuesta a defender la dignidad de la toga como gato panza arriba, en el caso que su cónyuge no se muestre bastante enérgico.

Pero se muestra; porque dice, cogiendo un cuchillo por la hoja y golpeando el mantel pausadamente con el mango, en señal de tenacidad de carácter, y fijeza de opiniones, y serenidad de ánimo:

—Señor coronel, nada he dicho que pueda ofenderle a usted o al señor don Mamerto; pero toda vez que usted se adelanta a mis juicios, con el ánimo de cohibir la libre manifestación de mi pensamiento, he de decir, sin ambages ni rodeos, todo, absolutamente todo lo que pienso del señor Anchoriz.

—Se guardará usted de decir nada que sea en su desprestigio…

—Diré, y digo, y tengo y mantengo, que el tal don Mamerto es un viejo verde…

Ni la cómoda, que en día memorable, cayó desde la galería sobre la mesa, produjo efecto más estrepitoso que el de estas palabras del representante del ministerio fiscal. Tal fue la indignación en los comensales, hasta en los criados, que el mismo furor del coronel se perdió en el oleaje del general escándalo, y por aquella vez no pudo asumir responsabilidad alguna.

Fiscal y fiscala quedaron anonadados bajo el universal anatema, y aprendieron a respetar la opinión de la multitud y el peso de la tradición, ante los cuales poco vale el prestigio de la misma ley; y es de extrañar que el señor fiscal no supiera que ya en Roma la costumbre, esto es, la tradición, la historia, tenía fuerza superior a la ley escrita.

El coronel les llegó a tener lástima, y no desafió ni al marido ni a la mujer.

Pero, menos delicado Perico, un camarero fanático de don Mamerto, se encargó de dar a la pareja el golpe de gracia, diciendo modestamente, pero con la fuerza de los hechos consumados:

—El señor Anchoriz ha llegado esta mañana; se está bañando y ha dicho que vendría a almorzar en seguida.

Conmoción eléctrica. A don Canuto se le caen las lágrimas… Se le figura que ya no llueve… que ha vuelto la primavera… Todo lo perdona, y sin pizca de ironía saluda al señor fiscal y señora, que se retiran dignamente a su cuarto después de una profunda inclinación de cabeza.

El coronel exige que no se le diga nada de lo ocurrido a Anchoriz; no quiere que sepa el pequeño servicio que acaba de hacer saliendo por su honor.

—Estas cosas no se hacen porque se agradezcan, sino porque salen de dentro.

—Convenido; no se le dirá nada. Pero ¡qué alegría! ¡Ha llegado don Mamerto! No podía faltar. ¡Y qué delicadeza! Precisamente con aquel tiempo de perros. ¡Qué abnegación!

El piamontés del portal se levanta de pronto, y con pulso firme y potente arranca al arpa melancólica los acordes solemnes de la marcha real.

—¡Él es! —Todos en pie—. ¡Viva don Mamerto! —Las servilletas ondean como blancos gallardetes—. ¡Viva!

— III —

Don Mamerto Anchoriz, acostumbrado a estas ovaciones, no se turbó un momento. Con el sombrero de paja fina negra y blanca, de la estrecha y redonda, saludó al concurso, mientras la sonrisa majestuosa y benévola de sus labios finos y sonrosados brillaba bajo el bien rizado bigote, entre las patillas anchas, negras y lustrosas.

Era alto y fornido, de tez blanca y suave, de mano pequeña y delicada, con uñas de color de rosa. Sobre el vientre, un poco abultado, poco, despedía relámpagos de blancura un chaleco de la más rica tela, y cazadora y pantalón de alpaca de seda gris completaban el traje de tan arrogante buen mozo, cuya pierna había, en todas las épocas de nuestra historia constitucional, sin contar las dos primeras, atraído las miradas de las mujeres de todas las clases sociales.

Desde los quince años había sido don Mamerto el mejor mozo de su tierra, y según la malicia, medio siglo llevaba de seducir casadas y solteras, viudas y monjas, marquesas y ribeteadoras, aldeanas y bailarinas. Es claro que exageraba la malicia. Don Mamerto no podía tener setenta y cinco años ni mucho menos, pero sí era seguro que tenía muchos más de los que aparentaba; y no se diga de los que él confesaba, porque él no confesaba nada, ni de sus años se le había oído hablar nunca.

Lo cierto era que las generaciones pasaban y se sucedían, y Anchoriz era el mismo para todas ellas, el Anchoriz de patillas negras, de labios sonrosados, de ojos suaves y brillantes, de puños tersos blancos como nieve, de pantalón inglés del mejor corte, de arrogante apostura, de elegancia discreta, seria y sólida; el Anchoriz, eterno arquetipo de buenos mozos, adorno de toda fiesta, espectador de todo espectáculo, parte de toda alegría pública, elemento de la animación y de la algazara a todas horas y en todos sitios.

Jamás se le había visto en un entierro, ni los enfermos le debieron visitas, ni dio limosnas en su vida, ni prestó un cuarto, ni hizo un favor de cuenta, ni votó a nadie diputado ni concejal, ni dejó de engañar a cuantos maridos pudo, ni de padres ni de hermanos se cuidó para seducir doncellas; y, sabiéndolo así toda la provincia, no había hombre mejor quisto en ella, y todos decían: —¡Oh, Anchoriz! ¡Un cumplido caballero! ¡Y qué bien conservado!

También se decía de él que si hubiera leído hubiera sido un sabio, porque talento natural no le había como el suyo, y del mundo sabía cuanto había que saber.

No era muy rico, pero vivía como si lo fuera. Durante muchos años no había tenido oficio ni beneficio, sino un hermano acaudalado con quien no vivía (porque su casa era siempre la mejor fonda del pueblo), pero que pagaba todos sus gastos, a lo que se creía; todo a pretexto de una herencia que no acababa de repartirse. Ni el hermano se quejaba, ni el mundo murmuraba. Murió aquel pariente, y dividida la herencia, se vio y se calculó que la parte de Mamerto era exigua; mas él había seguido siendo el mismo, feliz, bien comido, elegante, sin privarse de nada. Por fin se había descubierto que de poco tiempo a aquella parte era Anchoriz administrador general del duque de Ardanzuelo, aunque nada le administraba, porque los mayordomos particulares del duque se lo daban todo hecho a Mamerto.

El palacio del magnate estaba a la disposición del administrador general; y por ostentación, por vanidad o por lo que fuese, haciendo un paréntesis en su vida de fonda, Anchoriz se fue a vivir al gran caserón de Ardanzuelo. Sin embargo, la comida la hacía traer de la fonda. Pasaron seis meses, y el público notó que Anchoriz adelgazaba y palidecía.

¡Anchoriz triste, Anchoriz malucho! ¿Iba a acabarse el mundo? Los médicos más distinguidos de la ciudad se creyeron en el deber de estudiar al enfermo, sin alarmarle, por supuesto. No pudieron dar en el quid de la enfermedad. Fue él, Mamerto mismo, quien acertó con el diagnóstico y la cura. Una tarde se presentó en la cocina del Hotel del Águila, su antigua vivienda; se acercó al cocinero, y sonriendo, después de darle una palmada en el hombro, exclamó:

—Perico, pon hoy tropiezos en la sopa.

—¿En qué sopa?

—En la de casa, en la sopa de todos…

—Pero… ¿el señorito come aquí hoy?

—Sí, hoy, mañana… y todos los días; pon tropiezos.

Los tropiezos eran pedacitos de jamón, aderezo familiar de la sopa, que Mamerto amaba como un dulce recuerdo del hogar paterno; él, que en la comida era un perfecto gentlemán y había sabido despreciar desde muy joven la cocina española y burlarse del puchero y los guisotes, comía, siempre que podía, sopa grasienta con pedacitos de jamón, lujo de los grandes banquetes de su padre a que para toda la vida se había aficionado. Era el único recuerdo que consagraba a la tradición, a la familia. No creía en la religión de sus mayores (aunque tampoco se metía con ella para nada, según su frase); no creía en los buenos resultados de la monogamia, ni en los afectos naturales engendrados por la sangre; no creía en la patria; no creía más que en la sopa con tropiezos. Era su única preocupación, su única antigualla.

Cuando él vivía en la fonda se comía a menudo la sopa de don Mamerto.

Al oír aquella noticia, el cocinero se enterneció, se enterneció el pinche, y las muchachas encargadas de la limpieza de los cuartos lloraron de alegría, o cantaron, según el temperamento. El número 6, que había sido durante tantos años de don Mamerto, estaba vacío desde que él lo había dejado. Allí volvió aquella misma noche. La viuda de Uria, dueña del hotel, dijo solemnemente a los criados que aquel día era inolvidable, para la casa.

Cuando el huésped querido ocupó en el comedor el puesto de la mesa que tantos años había sido suyo, hubo en la estancia un silencio elocuente, una emoción profunda en criados y comensales antiguos.

Los huéspedes nuevos miraban también con respeto al héroe de la noche. En cuanto a Mamerto, risueño, impasible con los ojos en el plato sopero, enfriaba su sopa de tropiezos con la naturalidad y modestia y tranquila parsimonia que eran sus rasgos característicos.

Se conocía que, como siempre en situación semejante, aquel hombre no pensaba más que en la sopa.

Aquella sencillez con que supo volver a sus hábitos el caballero sin tacha, recordó a un comisionista erudito el caso de Fray Luis de León cuando volvió a su cátedra de Salamanca, después de su larga prisión: —«Decíamos ayer», había dicho Fray Luis. Pues Mamerto parecía estar diciendo: —Comíamos ayer…

Desde que volvió a la fonda, se notó por días, casi por horas, la mejoría. En pocas semanas volvió a ser el mismo de siempre, y la ciudad durmió tranquila.

— IV —

Jamás había estado enfermo, ni pensaba estarlo. Muchas y muy complicadas eran las causas que contribuían a esta perfecta salud, que era la suprema ambición de Anchoriz, su única ocupación seria; pero si algún entrometido se atrevía a preguntarle: —Hombre, ¿qué receta tiene usted para estar siempre bueno?— Mamerto contestaba sonriendo: —No lea usted nunca después de comer.

Y si el que consultaba le merecía algún interés, añadía Anchoriz: —Ni antes.

Es claro que esta receta vulgar la daba para despachar a los importunos; su sistema higiénico, su filosofía, no era cosa que pudiera exponerse como los aforismos médicos de un sacamuelas. ¡Ahí era nada! ¡Querer inquirir el secreto de una salud inalterable!

Ciertamente que, en el programa de su vida, siempre sana, entraba la abstención de la lectura; pero no era esto sino parte muy secundaria del sistema.

¡Leer! Claro que no; ¿para qué? La lectura suponía cierta curiosidad nociva, una impaciencia espiritual, una falta de equilibrio que contradecían las condiciones del bienestar verdadero. En rigor, el no leer, más que causa de salud, era efecto de la salud; no estaba sano porque no leía, sino que no leía… porque estaba sano.

Nada de cuanto pudiera decir un escritor podía importarle a él absolutamente nada.

No aborrecía Anchoriz la literatura y la ciencia, no; las despreciaba como despreciaba las boticas, y a los boticarios, y a los médicos, y a los enfermos. Ante un ataque de nervios, ante un rasgo de heroísmo, ante un chispazo de ingenio, Mamerto sonreía con lástima; todo aquello era lo mismo: desequilibrio, anuncio de pronta muerte, una idea equivocada de la existencia. No concebía un desafío, ni una mala palabra, ni una buena obra. El principio de la vida era el egoísmo absoluto. Sacrificar a los demás algo que fuera más allá de los servicios que impone la cortesía, era perderse. No hacer jamás nada en bien del prójimo, era obra dificilísima, casi milagrosa; cierto, por eso él no había conocido más hombre feliz que uno: Mamerto Anchoriz.

De este gran principio del egoísmo absoluto nacían todas las reglas de conducta, que daban por resultado aquella plácida existencia, que Ancharia pensaba prolongar indefinidamente. ¿Había de morir? Allá se vería. Todas las afirmaciones rotundas le empalagaban; no había nada seguro respecto de nada; el que hasta la fecha se hubiesen muerto todos los hombres conocidos, no era una prueba absoluta de que en adelante se muriesen todos también.

La ciencia decía que todo organismo se gasta, que todo lo infinito perece… ¡Conversación! ¡La ciencia decía tantas cosas! El no negaba la posibilidad y aun la probabilidad de la muerte; pero, en fin, no era cosa segura, lo que se llama segura, y esto bastaba para su tranquilidad. Lo importante además no era este aspecto metafísico y abstracto de la cuestión, sino su aspecto práctico, es decir, el no morirse.

—Mientras yo viva, poco importa que sea mortal. Una cosa es mortal y otra cosa es muerto. —Recordaba haber oído que, según Buffon, todo hombre, por viejo que sea, puede tener la legítima esperanza de vivir todavía un año: Gran sabio era, sin duda, este señor Buffon, y digno de no haberse muerto. Él, Anchoriz, pensaba tener siempre el cuerpo en disposición de funcionar más de un año; y así, la muerte, que al fin era, por lo que a él se refería, sólo una palabra, una amenaza, una creación fantástica, iría retrocediendo, y la vida ganándole terreno. Por otra parte, él sabía cómo morían esos ancianos que son ejemplos de longevidad: acaban como pajarillos, como recién nacidos. Se extinguen sin lamentos; en ellos el estómago y toda la vida vegetal sobrevive al cerebro y a cuanto anuncia la existencia del alma…

Pues morir así, en rigor, tampoco es morir. Él esperaba, suponiendo lo peor, esto es, morirse al cabo, pasar a mejor vida cuando ya no lo sintiera… y expirar como un viejecito, a quien había conocido pregonando: —¡Quesos de Villalón! ¡El quesero! —desde el lecho de muerte, y jurando y perjurando que ya era la hora de comer… No, aquello no era morir… Y allá… hacia los ciento veinte años… y pico… ¡qué diablos!, el trago no era tan fuerte. En todo caso, ya lo pensaría.

Y entretanto vivía tranquilo, sereno; sub specie aeternitatis.

— V —

Así era el hombre a quien con tanta alegría y solemne agasajos recibieron los comensales de Termas-altas, tan aburridos poco antes en aquel comedor frío y húmedo, en aquella mañana de la otoñada triste.

Por de pronto, nada se le dijo del incidente de los fiscales; toda la conversación fue para las noticias frescas, picantes, que traía de la ciudad don Mamerto.

Bodas, bailes, escándalos de amor y del juego, romerías… de todo esto desembuchó el floreciente gallo, muy satisfecho porque podía con tal abundancia saciar la curiosidad de aquellos buenos amigos (a muchos de los cuales sólo los conocía para servicios… de mentirijillas). El coronel le preguntó después qué había de la guerra civil, y qué de una explosión de grisú en las minas de Langreo. Anchoriz puso cara compungida, se limpió los labios con la servilleta y declaró que de tan lamentable catástrofe y de las luchas de nuestros hermanos no tenía la más insignificante noticia.

Y poco después jugaba al tresillo en la sala de recreo (¡de recreo, y tenía un piano que tocaban a ocho manos los bañistas!) sonriente, seguro de ganar a unos chancletas que se consideraban muy honrados con tal compañero, tan fino, tan jovial, y a quien no había quien diese un codillo.

Por la noche, gracias a la influencia de Anchoriz, se reanudaron los rigodones y la Virginia; que no se bailaban desde fines de Julio. Don Mamerto no solía bailar; pero en aquella velada memorable se dignó invitar una dama que metida en un rincón detrás de una mesa de juego, con cara de pocos amigos, parecía estar despreciando todas aquellas frivolidades mundanas, con gesto avinagrado y haciendo calceta. Sí, calceta; no se avergonzaba de ello.

Era la fiscala. Anchoriz ya sabía (se lo habían dicho al tomar café) el incidente del almuerzo. Por lo mismo, se iba derecho al enemigo, seguro de vencerlo.

En efecto, después de una repulsa y varios melindres, la fiscala en persona salió a bailar del brazo de don Mamerto. Una salva de aplausos acogió a la pareja. ¡Lo que es la gloria! A la fiscala se le puso cara de Pascua.

La vanidad le llenaba el mezquino espíritu. Poca vanidad bastaba para llenar recinto tan estrecho. Sin más que una finísima invitación, una mirada de caballero galante, algunas sonrisas en que la salud y la buena sangre hacían veces de poética espiritualidad, Anchoriz había conquistado a la fiscala. Esta señora, al sentir su brazo sostenido por el de aquel buen mozo… de hoja perenne, es decir, siempre en sus verdores, vio el mundo, y a don Mamerto particularmente, desde otro punto de vista,

bajo el punto de vista de las flores,

y perdonó a Anchoriz… porque había amado mucho.

Cinco o seis días estuvo nuestro héroe haciendo las delicias de los rezagados de Termas-altas. Y buena falta hacía animar y consolar a los que se quedaban, porque los que dejaban el balneario parecía que se llevaban la alegría.

—¿Qué será — decía la fiscala a don Mamerto, a quien llegó a hacer confidente de cierto romanticismo histórico que tenía ella debajo del Código penal en que consistía lo más de su corazón; —qué será que toma una tanto cariño a todas estas personas que conoce de tan poco tiempo; y que al despedirse de cada cual parece que se le deja llevar un pedazo del alma? ¿Será la intimidad del trato, lo excepcional de las relaciones en estos sitios y en estas circunstancias?

—Sí, señora —contestaba don Mamerto, sonriendo— algo es eso; pero la causa principal de este sentimentalismo de final de verano consiste en la mucha fruta que se come y en la salsa de tomate. Estos alimentos debilitan… y los nervios se exaltan… y de ahí ese repentino amor al prójimo y tendencia a ver en todo lo que pasa y se va motivo de melancolía…

—¡El tomate! Estas tristezas que causan estas ausencias… ¿las produce el tomate?…

—Sí, señora; pero sobre todo, la fruta; la de hueso particularmente. Los melocotones crían bilis y la bilis engendra esas penas de tan frívolo motivo.

Por lo demás, a Anchoriz no le costaba trabajo procurar la alegría de los otros, porque él estaba como unas castañuelas. A pesar de la fruta, no le importaba un bledo de los que se iban ni de los que se quedaban; con tal que no faltase gente, que fueran estos o los otros, le importaba un rábano. Por eso no comprendía cómo se afligían tanto algunos cuando se moría alguien. «¿Por qué lloran las muertes y se festejan los nacimientos? Vean ustedes el periódico —exclamaba—. Parte de la alcaldía: día de hoy; cuatro defunciones, seis nacimientos. Vamos ganando dos. Y siempre es lo mismo».

Así era que en los anuncios de marcha de los bañistas él veía nada más motivo de diversión. A pocas simpatías que hubiese ganado en el establecimiento el huésped que se despedía, Anchoriz organizaba, con ocasión del viaje, una jarana, una broma de buen gusto, que consistía en confabularse muchos de los bañistas, hacerse los distraídos a la hora de las despedidas y dejar que se amoscase el que se marchaba, creyendo que se le olvidaba y no se le decía adiós. Y cuando iba a montar en el coche que debía llevarle a la estación, ¡zas! la manifestación salía al pórtico, en formación solemne, cantando la marcha real y tocando los platillos con piedras del río. Y el amoscado huésped se marchaba contentísimo, satisfecho de su popularidad en el balneario, y seguro de que allí dejaba una porción de verdaderos amigos, no menos firmes por poco probados.

Y Anchoriz, que tan buen amigo de esta clase era, tan fiel a la amistad en el holgorio y tan decidido a no acompañar a nadie en el sentimiento, ¿qué pensaba de la amistad de los demás respecto de él? ¿Sería un escéptico? ¿Negaríase toda esperanza de que los demás fueran con él más caritativos que él con los demás? No; no pensaba en eso. Desechaba por importunas estas comparaciones, como la idea de la muerte. No quería meterse en honduras, averiguando adónde llegaba el egoísmo ajeno. Estas investigaciones no le convenían al suyo.

Si el hombre era malo, egoísta, lo mejor era no tener ocasión de llegar a conocerlo por experiencia. Por lo cual, sin decidir la cuestión en sentido pesimista, por si acaso, Anchoriz hacía con la amistad, lo que don Quijote con la segunda celada, no la ponía a prueba. Y su egoísmo, agarrándose al interés, a toda ganancia posible, al amparo de la ley, que asegura lo que se ganó, con caridad o sin ella, procuraba vivir sin necesitar de nadie, a fuerza de no hacer nada por quien pudiera necesitar del alegre y servicial don Mamerto.

La alegría, algo afectada, por lo mismo que todos temían la tristeza de la soledad y del mal tiempo, que se iban acentuando, había llegado al colmo, gracias siempre al señor Anchoriz, cuando una mañana, por cierto de excepcional hermosura en el cielo, de sol esplendoroso y brisa templada, un camarero anunció en el comedor, que don Mamerto no bajaba a comer a la mesa redonda porque se sentía algo indispuesto.

Todos los comensales se volvieron hacia el portador de tal noticia.

—¿Está en la cama? —preguntaron muchos.

—Sí, en la cama; y ha mandado al doctor Casado que vaya a verle.

—¡Anchoriz en la cama! ¡Al mediodía!

Consternación general; y aún más que eso, asombro: así, como si el sol a las doce del día no hubiera dejado todavía las ociosas plumas de su clásico lecho, ni los brazos de la deidad con quien el mito le supone amontonado.

— VI —

Sin acabar los postres, una comisión del seno… de la mesa redonda fue a visitar a don Mamerto a su cuarto, sin perjuicio de que todos los bañistas, uno por uno, acudiesen después a cumplir con este deber como lo calificó el representante del ministerio público, que, aunque a regaña dientes, se había reconciliado con el Tenorio averiado, gracias a la influencia de la fiscala.

El médico del establecimiento, muy amigo de divertirse y de tratar en broma la medicina, particularmente la hidroterapia, apenas había querido tomarle el pulso ni mirarle a don Mamerto. «¿Qué había de tener Anchoriz? Nada. Al día siguiente ya estaría a las ocho tomando una ducha…». Pues no estuvo. En vez de la ducha, tuvo que tomar con paciencia los 39 grados de fiebre con que Dios quiso… no probarle, que demasiado sabía Dios qué sujeto era Anchoriz, sino mortificarle.

Los dos primeros días de enfermedad don Mamerto, con la mayor finura del mundo, no permitió que los amigos y amigas que venían a verle entraran en su alcoba; no podían pasar del gabinete, que era como los demás de la casa, es decir, los de primera clase; con esta diferencia, que la mesa y la cómoda parecían escaparate de objetos de tocador: docenas de peines, de cepillos para la cabeza, para las uñas, para los dientes; jeringuillas a docenas también; cientos de botes, frascos, tarros, barras de cosméticos; triángulos de tul para fijar las guías de los bigotes; cajas de jabón; misteriosos artefactos de química, aplicada a la senectud refractaria; y mil cachivaches más de estuche, de neceser, de cuarto de cómico.

Desde el gabinete se le hablaba, y en la alcoba sólo entraba el camarero y el doctor. Al principio don Mamerto contestaba a las almas caritativas que le iban a preguntar por la salud, precisamente cuando la había perdido, con gran amabilidad, esforzando la voz para que le oyeran bien desde fuera, con el tono correcto y finísimo y jovial de siempre. Parecía pedir perdón al público por aquella molestia que le causaba tan inoportunamente cayendo en cama e interrumpiendo la general alegría, que él había renovado. Tampoco él creía en la importancia de su mal a pesar de la fiebre; en este punto estaba de acuerdo con el médico de la casa. ¿Malo de cuidado él? No faltaba más.

Pero como la cosa se iba haciendo pesada, la fiebre no cedía, la debilidad iba trabajando, el cuerpo se le molía y el aburrimiento le asediaba, don Mamerto, por las molestias, t el doctor, por la fiebre, empezaron a alarmarse.

La gente invadió la alcoba y el enfermo no tuvo fuerza para resistir la invasión. Es más: aunque tenía sus motivos para no dejar entrar a nadie, pudo más el deseo de ver seres humanos en rededor, de encontrar caras amigas que pudiesen mostrarle con gestos de compasión que participaban de su disgusto, aunque fuera en cantidades exiguas. Quería apoyarse en el prójimo para padecer; enterar al mundo entero de aquel disgusto tan interesante: la enfermedad de Anchoriz; hasta deseaba contagiar el dolor a los demás, para ver si así él se libraba de penas.

Los bañistas, al ver en el lecho del dolor a don Mamerto, se hicieron cruces… mentalmente. ¡Lo que somos! ¡Es decir, lo que era Anchoriz! Con cuatro o cinco días de fiebre, y de no pintarse, veinte años se le habían echado encima.

Parecía decrépito: parecía su padre resucitado. Bien conocía él que efecto causaba, pero ya no estaba para vanidades y coqueterías; quería que le compadeciesen, ante todo. Y sí; le compadecían; y le hacían mucha compañía, demasiada; parecía aquello un jubileo. ¡Qué entrar y salir! Todos le querían velar. Todos querían llevar cuenta con las horas de tomar medicinas y con las clases y porciones de estas. Tocaron a poner sinapismos en las pantorrillas… y resultó que nadie sabía hacerlo con aseo y eficacia más que la fiscala. Esta señora no vaciló un momento, los puso con gran pulcritud y manos de madre. Era de las damas que más asiduamente visitaban al enfermo; pero ya había notado Anchoriz que tomaba precauciones para no hacer ruido, para no molestarle, que tenían en olvido todos los demás. Cuando la sintió ponerle los sinapismos, advirtió, en la suavidad y calma con que la angulosa dama le movía el cuerpo y la ropa de la cama, algo así como un tierno recuerdo de la lejana infancia; pensó en la madre que había perdido muy pronto. Aunque era tan fea, sobre todo tan ridícula por su figura, por su empaque y por sus cómicas manías, le tomó apego y quiso que ella le arreglase el embozo y las almohadas. Era una delicia sentirla maniobrar con movimientos tan delicados y eficaces, que parecían caricias y medicinas.

Don Mamerto, con la debilidad, se hacía más observador, y empezó, como buen crítico, a ser algo pesimista respecto de las pequeñeces de la vida ordinaria. No era oro todo lo que relucía. Echaba de ver que, los más, tomaban al cuidarle como un entretenimiento. Muchos hacían que hacían. Y no pocos empezaban a cansarse. Algunos ya escaseaban las visitas y atenciones. Otros se le despidieron porque se les acababa la temporada, y le dejaron solo; es decir, sin el ancho mundo que ellos ¡egoístas! iban a cruzar, a correr, ¡a gozar!

¡Cosa más rara! El Anchoriz enfermo acabó por notar un gran parecido entre el carácter de todas aquellas personas tan sanas que le iban abandonando, y el carácter del Anchoriz, robusto y frescote, que él siempre había sido. Hacían con él lo que él siempre había hecho con todos. Pero no era lo mismo. En los demás no estaba bien.

— VII —

Aquel buen tiempo que parecía haber traído consigo Anchoriz, se fue al traste; los aguaceros volvieron a poner sitio a Termas-altas; parte de la guarnición sitiada se rindió al enemigo, el hastío, y salió de la plaza sin honores de ningún género, porque ya no estaba allí, a la puerta, don Mamerto, para despedir a los que escapaban, con la marcha real.

Unos le decían adiós y otros no. Él fue notando la soledad. Sintió el terror de quedarse allí, atado al lecho, mientras poco a poco todos los bañistas iban desfilando. Ya era aquello un sálvese el que pueda.

En sus manías y aprensiones de enfermo, llegó a sentir la falta de sociedad, como él decía, tanto como la enfermedad misma; la fiebre le convertía el aislamiento en una desgracia. Más era. El quedarse tan solo, metido en aquel cuarto de una casa de baños, lo relacionaba él con la respiración, y cada vez que le anunciaban: «Se ha marchado también don Fulano», se le figuraba que le faltaba aire.

Quería oír ruido, aunque le molestase.

El médico le aconsejaba silencio y obscuridad, y él buscaba estrépito y luz. Hizo que lo trasladasen la cama al gabinete; y de noche, mientras duraba la tertulia de los pocos huéspedes que quedaban, en el salón, que estaba más cerca, don Mamerto mandaba que abrieran la puerta de su habitación para oír fragmentos de las conversaciones. Se jugaba al tresillo, y lo que oía más a menudo era: «Espada, mala, basto. Estuche… Codillo…» y otras lindezas por el estilo.

Parecía mentira que hubiese en la casa personas que diesen tanta importancia al basto y aun a la espada, estando él tan malito, como sin duda se iba poniendo.

Sí, muy malo; valga la verdad. Lo sentía él, y además lo comprendía por ciertas señales: veía que el médico, Campeche, los criados, le trataban con el rencoroso cuidado que un enfermo grave inspira a los extraños que tienen que asistirle.

Aquello no era lo tratado: el Anchoriz sano, alegre como unas castañuelas, siempre sería muy bien venido; Anchoriz meramente indispuesto… podía pasar, hasta tenía cierta gracia por la novedad del caso. Pero Anchoriz… en peligro de muerte, y exigiendo días y días, noches y noches atenciones sin cuento… francamente era una sorpresa dolorosa. Una broma pesada.

O por darse importancia, o porque fuera verdad, el médico dejó correr la voz de que acaso, acaso aquello degeneraba en tifoidea.

La frase, con la tal degeneración, no debía de ser suya, pero el temor a la tifoidea, sí.

A los pocos días ya no sintió Anchoriz las voces del salón; en vano hacía abrir la puerta; ya no oía: mala, basto, rey, fallo… Parecía mentira, pero aquellas palabras sin sentido ya para él, estúpidas, indiferentes, frías, habían llegado a hacerle compañía; le hablaban de una humanidad que existía, aunque muy lejana; eran como un barco que un náufrago ve en el horizonte… una esperanza que pasaba a muchas millas de sus ahogos.

Acabó el tresillo, acabó la tertulia; acababa todo; el señor Campeche tuvo que marcharse: ya no había huéspedes; ya se había despedido el cocinero francés extraordinario, la servidumbre también se había reducido muchísimo… Aquello estaría ya como en invierno… si no fuera la inoportuna enfermedad del señor Anchoriz. El médico también se impacientaba. Oficialmente ya no tenía obligación de estar allí. Se habló de trasladar al enfermo a la capital. Imposible.

No hubo más viaje que volverlo a la alcoba, que le pareció antesala de la sepultura. En aquel antro apenas conocía a las pocas personas que se le acercaban. A la fiscala, sí; la conocía por el tacto, por la dulzura maternal con que le movía en el lecho, con que le arreglaba las almohadas y el embozo. Los fiscales no se habían marchado. Él tenía licencia larga y ella mandaba, por las buenas, en su marido. Eran ridículos, tiesos, a la antigua española; tenían ideas muy atrasadas y muy esclavas del mecanismo legal en asuntos de derecho; eran rigorosos y rutinarios en materia penal, porque lo era el Código; pero, por lo visto, eran excelentes personas. Acaso él no era más que un marido dominado por su mujer; pero ella, estuviera o no enamorada de Anchoriz, como se había susurrado, sin respetar sus años, era, por los resultados a lo menos, un alma caritativa.

Sin la fiscala, Anchoriz hubiera muerto como un perro; como un perro asistido por camareros.

No murió así. Fue de otro modo. Una noche, mientras le velaba un mozo de cocina… durmiendo a pierna suelta y roncando, don Mamerto se sintió muy mal. Llamó, dio gritos, no muy poderosos, y todo fue inútil.

Como si ya estuviese enterrado y despertara en la caja, empezó a dar puñetazos y patadas a la pared; no quería morir sin testigos… sin lástima. El mozo, nada, como un tronco. El pobre se había levantado a las cinco de la mañana, y había trabajado mucho.

Anchoriz, que no había necesitado soñar para tener en la vida muchas veces delante de sí encantadoras y voluptuosas apariciones, dignas del ensueño, en figura de mujeres esbeltas, lozanas, que en traje muy ligero se acercaban a deshora a su lecho de solterón, ahora veía, soñando, delirando tal vez, que de la obscuridad, que la luz de una lamparilla no hacía más que acentuar con un tinte de palidez, surgía un fantasma anguloso, flaco, la muerte con una cofia, figura de danza macabra.

No era la muerte; era la fiscala, en camisa, con las manos colocadas como aconsejaba el pudor póstumo; horrorosa en su fealdad de media noche, pero movida por un espíritu de caridad, que no se destruía por completo, aunque la malicia tuviera razón, y viniese con el refuerzo de cierta curiosidad lasciva inútilmente, o ridículamente romántica y amorosa. Ello era que había que contentarse con lo que había.

La humanidad no ponía a disposición de Anchoriz en aquel trance supremo más que una vieja desdentada, fea, solemne y ridícula, llena de preocupaciones, y un poco piadosa.

Tal como era, se acercó al moribundo; y como no hubo tiempo para más, para llamar médico, cura, ni siquiera criados, ella sola se las arregló como pudo; y en los últimos momentos de extraña lucidez del gran egoísta, le habló de consuelos celestiales, le abandonó con ternura una mano escuálida, a que él se cogió, apretándola, como si así pudiera agarrarse a la vida, y, como lloró él, y lloró ella, y hay lugares comunes cristianos que en ciertos momentos recobran una sublimidad siempre nueva, que sólo entienden los que se ven en supremos apuros, acasolo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido… si hubiera podido contarla.

La tara

 Pasillocómico. 

 Efectivamente: elteatrorepresenta unpasilloen una fonda. Una dama elegante,minceyfrèle, que diría un traductor, envuelta en una mano, a ser posible misteriosamente, se detiene delante del cuarto número 13. Llamadiscretamentea la puerta con los ¡oh prosa! Nudillos de la mano derecha, (derecha, no del espectador, sino de la tapada). Se abre la puerta, entra la dama y termina la primera escena, que como ustedes ven, es muda. No se rompen moldes, ni siquiera un plato, a lo menos por ahora. 

 

 Escena segunda.— Ni vista ni oída. Elpasillosólo. 

 

 Pasa… un buen rato. Llega un caballero que estápasandoun mal rato… pero esto ya constituye la escena tercera. Se conoce que está disgustado en que blasfema entre dientes (¡adiós moldes!)y da patadas,pietinando sobre la plaza, como diría el traductor de marras. 

 Se detiene ante la puerta del cuarto número 13. ¡Nada! Es decir, que a la otra puerta, aunque llama también con los nudillos. Llama con el puño del bastón. Nada. Llama a gritos blasfemando y rompiendo moldes y casi cinchas. 

 

UNA VOZ DENTRO.—  ¿Quién va?…

EL CABALLERO DEL PASILLO.—  Soy López. ¿Es usted Pérez?

LA VOZ.—  Servidor de usted. ¿Qué se le ofrecía al señor López?

LÓPEZ.—  Que me entregue usted a la…  (Moldes nuevos.)  de mi mujer, viva o muerta.

PÉREZ.—  ¡Caballero!…

LÓPEZ.—  ¡Señor mío!…

PÉREZ.—  Ni viva ni muerta; aquí no tengo ninguna mujer, ni de usted, ni de nadie…

LÓPEZ.—  ¡Abra usted, cobarde, o descerrajo la puerta a tiros!

PÉREZ.—  …

 

 (En fin, se insultanad libitum; pero, por fin, y después de estar sin contestar a LÓPEZ como unos tres minutos, PÉREZ abre la puerta.) 

Mutación.— El cuarto número 13. Es un cuarto con dos camas. A derecha e izquierda, arrimados a la pared, sendos armarios de espejo, que se parecen comodos gotas de agua… y como dos armarios completamente iguales. No hablan. El de la derechaestá abierto, el de la izquierda cerrado. LÓPEZ se precipita furioso hacia el armario cerrado, y sólo ve su brutal imagen. 

 

LÓPEZ.—  ¡Ahí está la muy!…  (M. n.) 

PÉREZ.—  ¡Pero señor López! ¿Cómo ha de estar ahí una señora? ¡Como no esté descuartizada! Serénese usted y repare que estos dos armarios son completamente iguales; repare usted que ese que está abierto consta de varios cajones separados por tableros horizontales, y lo mismo le sucede al que está cerrado. Es más, si usted quiere podemos registrar los armarios de las habitaciones contiguas, donde no hay huéspedes, y verá usted que todos los armarios de todos los cuartos son absolutamente iguales, y todos tienen tableros; están divididos en cajones. ¿Quiere usted que su señora de usted se haya metido en píldoras dentro de ese armario?

 

 Mientras hablaPÉREZ, LÓPEZmira debajo de las camas, donde no hay nada ni nadie; palpa las paredes, que no ocultan ninguna puerta secreta; se asoma al balcón, donde no está su mujer. 

 

LÓPEZ.—  Veamos esos otros armarios de otros cuartos… pero yo miraré desde la puerta para no perder de vista esta habitación  (Lo hacen como lo dicen.) . En el número 14 no hay huésped. Registran los armarios de este cuarto, idénticos a los del 13, y los dos están divididos en cajones por tableros horizontales.

LÓPEZ.—    (En el cuarto número 13, donde se cierra por dentro, conPÉREZ.)  Está bien; pero como yo estoy seguro de que mi mujer se ha metido aquí… porque la conozco… y he sorprendido con… en fin, ¡como yo sé que está aquí!… y no se habrá tirado por el balcón, ni aquí hay puertas falsas, ni está entre esos colchones  (Dando palos sobre las camas.)  y ese armario está cerrado… tiene que estar ahí dentro. Abra usted o lo abro yo a tiros.

PÉREZ .—    (Con cierta energía.) De ningún modo. Ahí guardo yo mi secreto, un secreto de industria que no puede ver nadie. Yo le daré a usted todas las pruebas racionales que quiera y se me ocurran para convencerle de que es absurdo pensar que ahí dentro esté una mujer; pero abrir, de ningún modo. Primero doy parte a la policía, o grito diciendo: «¡Socorro, ladrones!».

LÓPEZ.—  ¡Señor Pérez!

PÉREZ.—  ¡Señor López! ¡Ah, se me ocurre una idea! Voy a convencerle a usted de que es imposible que su señora de usted esté ahí dentro. Aguarde usted cinco minutos. Queda usted en su cuarto… es decir, en el mío: vigile usted para que no se escape… y soy con usted en seguida.

 

 Desaparece PÉREZ,yLÓPEZse queda contemplando su terrible figura en el espejo del armario cerrado. 

 No hay monólogo, aunque no estaría del todo mal, ni sería contrario a las leyes naturales queLÓPEZ increpase hipotéticamente a su mujer, en el supuesto de que estaba en el armario. 

 VuelvePÉREZacompañado de cuatro mozos de cordel, que son como armarios en lo de no hablar, cargados con una báscula que le han prestado a PÉREZ en la portería de la fonda. PagaPÉREZa los mozos y los despide. 

 

LÓPEZ.—   ¿Para qué es eso?

PÉREZ.—   ¿Sabe usted, señor López, aproximadamente, cuánto pesa su señora de usted?

LÓPEZ.—   ¡Como que es mi cruz! Sí, señor, yo la hacía pesarse muy a menudo, porque la quería mucho, y me preocupaba verla tan delgada… La última vez que se pesó, hará una semana, pesaba 56 kilos.

PÉREZ.—  Perfectamente. El artefacto que yo tengo ahí dentro, y que es mi secreto, pesa algo, pero mucho menos que puede pesar una mujer. Bueno; pues ahora, vamos a pesar los dos armarios. Primero este, el abierto, para conocer la tara del otro; pesemos después el cerrado, y la diferencia acusará el peso del artefacto, que es mi secreto. Verá usted que pesa mucho menos que su señora de usted… y se marchará usted y me dejará tranquilo.

LÓPEZ.—   (Después de pensarlo.) Convenido. Mi mujer es capaz de ocultarme cualquier cosa… pero lo que pesa… No puede ocultarlo.

 

 Entre los dos colocan el armario abierto sobrela báscula: lo pesan;LÓPEZapunta en un papel el número de kilos que pesa el mueble. 

 Cogen entre los dos el armario cerrado, después de dejar libre la báscula, y lo pesan en ella también. La diferencia de peso entre los dos armarios es de 40 kilos, que pesa de más el armario cerrado. 

 

PÉREZ.—   (Triunfante.) Ya lo ve usted, caballero. Le han engañado a usted, y ha venido a ofender a dos inocentes: por lo menos a uno, a mí. Su esposa de usted no puede estar en ese armario… a no ser que en una semana haya perdido 16 kilos de peso. Si usted tiene una mujer que pesa nada más 40 kilos… no merece la pena de seguirle los pasos.

LÓPEZ.—   (Meditando.) Efectivamente… Este armario abierto está vacío… son iguales los dos, y este otro pesa 40 kilos más… y mi mujer pesa 56… luego, descontada la tara, no es mi mujer el artefacto que queda allá dentro.

—¡Caballero! ¡Me he equivocado! Respetaré el secreto de su industria de usted… Usted dispense.

 

 LÓPEZse dirige a la puerta. PÉREZle acompaña haciendo cortesías y respirando con fuerza. 

 Al llegar al umbral, LÓPEZse da una palmada en la frente, y exclama: «¡Ah!». Pero no diceahora lo comprendo todo, porque eso no es de los nuevos moldes. Se lanza sobre el armario abierto, desarmalos cuatro tableros que separan los cajones, echa los tableros sobre la báscula, que está desocupada, los pesa… mira… ¡16 kilos! Lo que va de 40 a 56, es decir, del peso delartefactoal peso de su mujer… Se precipita sobre una de las camas, levanta un colchón, descubre dos tableros; se lanza sobre, la otra cama, descubre otros dos tableros… mira triunfante y con terrible ironía (antiguos moldes) al señor dePÉREZ, y dice con voz ronca, lenta y tono atrozmente sardónico: 

 

—¡Caballero! si no quiere usted morir de cinco tiros  (Saca un revólver.) , llame usted a ese timbre y diga usted que suba el dueño de la fonda.

 

 Se hace todo como se pide. 

 

LÓPEZ.—   (Al amo de la fonda.) Caballero, por razones que usted no puede saber, este mueble  (El armario cerrado.) , es para mí de un valor artístico inapreciable. Así como está, sin abrirlo, necesito trasladarlo ahora mismo a mi casa. El señor Pérez tiene conmigo una deuda que me va a satisfacer ahora mismo, abonando a usted por ese armario la cantidad que usted exija… y le advierto, en conciencia, que este mueble vale mucho más de lo que usted puede figurarse: para mí vale más que para nadie; pero aun para el señor Pérez y para cualquiera vale mucho… Conque… pida usted… pida usted… que todo lo pagará el señor Pérez.

EL FONDISTA.—  Señor, yo… pediría… mil pesetas…

LÓPEZ.—   ¡Mucho más!… ¡mucho más!…

 

 ElFONDISTAva subiendo; LÓPEZdice siempre: ¡más, mucho más!… 

 Y pos fin hace cargar a cuatro mozos de cordel con el armario cerrado, por el cual el señor PÉREZabona al dueño del mueble cuarenta mil reales, a mil reales por kilo de lo que pesaba elartefacto, que era su secreto. 

González Bribón

Es más bien bajo que alto; tiene unos ojos azules muy fríos, que, por lo punzantes, parecen oscuros (porque lo azul no pincha, como opinarán los decadentes americanos, que todo lo ven azul); cuando González Bribón mira sin odio (sin amor siempre mira) sus ojos claros parecen un lago, es decir, dos… helado, helados.

Una noche salimos de un estreno de Echegaray, de aquellos que levantan verdaderas tempestades; era en tiempos en que el burgués de las inverosimilitudes todavía no era crítico. Salíamos riñendo, como siempre; entusiasmados nosotros, indignados los enemigos; entre el barullo, junto al guardarropa, tropecé con Bribón. Me fui a él.

—¿Y usted? ¿Qué opina usted?… ¿Es usted de los nuestros, o es usted de los indignados?…

—Soy de los indignados, porque… me han perdido el gabán.

—Pero ¿qué opina usted?

—Opino eso, que me entreguen el gabán.

Por lo visto pareció el gabán de pieles de González Bribón, y en él se metió como buen caracol literario.

González Bribón es de su tiempo, es de su pandilla, es de su tertulia, es de su periódico, es de su daltonismo, esto es, que sólo cree en el color que ha escogido para verlo todo como su cristal se lo pinta.

Se parece al río Piedra; los agravios que corren por el alma de Bribón se petrifican como la calumnia en la abadesa de «Miel de la Alcarria». Después, con el mármol, o «terra-cuota», de sus rencores, Bribón hace «bibelots» artísticos, muchas veces correctos.

Es uno de esos egoístas que no lo parecen porque son nerviosos. Se mueve mucho, pero siempre es alrededor de sí mismo.

En Bribón el «misoneísmo» (muy acentuado) es una forma de la autolatría

Todavía admira a Eguilaz, porque en tiempos de este, todavía era él, Bribón, joven, revistero de moda.

Cual esos elegantes del año sesenta y tantos, que, como quien erige un monumento al recuerdo de sus conquistas, siguen vistiéndose, en lo posible, por el corte que usaban entonces, González Bribón se ha quedado a la zaga, muy a la zaga en gusto literario, no por incapaz de comprender y sentir lo nuevo, sino por nostalgia de sus verdores; por cariño a su tiempo.

Es de los que hablan todavía de los chistes de Inza, y de los que llaman genio a Florentino Sanz, y le admiran por el «Quevedo», y porque se quedaba hasta muy tarde en el Casino.

González Bribón no nació malo. Se hizo. Primero fue romántico. Se le conocía un drama en que hablaba mucho de la luna. Pero como la sátira de la crítica le hizo ver las estrellas, todo el clair de lune se le convirtió en bilis.

Es capaz de aguardar veinte años para vengar un agravio. Frecuenta las oficinas donde sabe que tiene algún expediente que le interesa a algún crítico de los que se han burlado de su romanticismo, y emplea sus relaciones con los altos funcionarios para conseguir que el expediente no marche o marche mal.

No acostumbra ir al Congreso, ni al Ateneo, ni a ningún sitio en que haya tribuna. Pero cuando sabe que habla algún enemigo literario suyo, va. Si el otro habla bien, se calla. Pero a fuerza de paciencia consigue que el enemigo le de el gusto de ponerse malo hablando, o de estar afónico, o de no complacer a los señores… Bribón sale de «estampía» en su periódico, gritando: «¡Si no podía menos! ¡Si ya lo habíamos previsto!».

Tiene para seguir a sus adversarios la paciencia de aquel inglés que siguió a un famoso funámbulo por todo el mundo «hasta verle caerse de la cuerda y matarse». Bribón no pierde de vista «a sus rencores», y cuando los ve caer hace como que «estaba allí» por casualidad, y… ¡aquí que no peco! Parece cómplice de todas las desgracias.

Lleva a los periódicos en que tiene parte como accionista, a sus amigos y protegidos… ¿Para qué le defiendan a él? No; para que ataquen a sus enemigos.

Frecuenta mucho las librerías principales. ¿Sabéis por qué? Para espiar la venta de los libros ajenos. Procura quedarse a solas con el librero, y entonces, lleno de emoción, le pide, le suplica, que le confiese «si Fulano vende mucho». (Fulano, algún enemigo de Bribón).

Goza con verdadero deliquio de envidia satisfecha, cuando le dice el librero que no «corre tal obra».

El «crack» de la «novela larga», le tiene loco de contento. Sus principales antiguos enemigos, son «novelistas largos». (Él escribe cuentos).

También procura estar bien relacionado con los editores extranjeros, y con los editores de revistas de París, Londres, Roma, Nueva York, etcétera, etc.

¿Para qué? Para mandarles «informes» de nuestros literatos. Por supuesto, poniendo en las nubes a pocos amigos, y omitiendo o descreditando a sus enemigos.

Bribón es el autor de esas reseñas de literatura española contemporánea que publican de tarde en tarde, así como por compasión, algunos papeles ingleses, franceses e italianos.

También se encarga con mucho gusto de mandar datos a las enciclopedias literarias, diccionarios biográficos y otras obras por el estilo.

¿Para qué? Para «omitir» a los enemigos o ponerlos de insignificantes10 que dan lástima.

«Hasta en la guía de forasteros» procura influir.

¿Cómo? Es toda una novela. Se hizo amigo del corrector de pruebas; un día le convidó a comer, le emborrachó, y como el otro le dijera que tenía que ir a corregir las pruebas del último «año» de «la guía», le pidió plenos poderes para ir en su lugar, a hacer sus veces. Y fue… y su enemigo mortal, X. Y. Z. que figuraba en el libro oficial en una lista que era una especie de escalafón… le rebajó dos o tres puestos y le quitó el Excelentísimo.

Últimamente averiguó que las agencias telegráficas se han metido a críticas y mandan a las provincias telegramas dando cuenta de los estrenos y juzgando, en juicio sumarísimo, las obras estrenadas.

Pues Bribón se ha hecho amigo de dos o tres Menchetas (empleo la palabra no en sentido patronímico, sino como apelativo común) y en cuanto hay estreno… de enemigo, ya se sabe, la agencia Abichuelas, o la agencia Fiebre, o la agencia Maleta les dicen a sus «provincianos»: «Catástrofe teatral… autor perseguido juez de guardia… Patatas simbólicas. Todo merecido».

Puede suceder que sea mentira y se trate de un gran éxito, pero ¿quién le quita a Bribón el gusto de haber desacreditado a un enemigo por unas veinticuatro horas?

Pero no se contenta con desacreditar a los literatos que aborrece.

Les sigue la pista a los enemigos de aquellos a quien él aborrece y se complace en darles bombo. Bribón escribe unos artículos en que según su programa se habla «de todo menos de crítica literaria».

Esto es un pretexto para no tener que hablar de los libros buenos de sus enemigos.

Pero… a veces pide al lector permiso para «hacer una excepción» a favor de don Fulano… y escribe un bombo escandaloso para elogiar el libro de un cualquiera.

Y ese cualquiera siempre es algún gozquecillo que le ha mordido las pantorrillas a un literato de los que odia Bribón.

Bribón no escribe libros.

Pero estos días se ha descolgado con una gran «biografía», en papel vitela, «a varias tintas», con retrato del biografiado… un volumen de todo lujo.

Es el panegírico de don Insignificante de Tal.

Un buen mozo, que vive amontonado con la infiel esposa de Z. X. Y…. del crítico que peor trató el drama romántico en que González Bribón decía aquellas cosas de la luna.

La Reina Margarita

Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.

Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío… mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.

No recordaba cómo había entrado ella en el arte. Ello había empezado por ser una ilusión de su señora madre; un día había hecho falta buscar una niña que representara cierto papel; pareció ella; la aplaudió el público, y desde entonces quedó incorporada oficialmente a la compañía. En otra ocasión, un director de orquesta, algo maestro de canto y algo aficionado a la madre de la infeliz Marcela, nuestro personaje, descubrió que la niña tenía hermosa voz; lo creyeron el padre y la madre, nadie lo negó, y la chica aprendió música y empezó, cuando tuvo edad suficiente, a cantar papeles muy modestos en la compañía donde trabajaba su madre. Así había empezado aquello: era cantante porque nunca había sido otra cosa, ni nadie la había propuesto cambiar de oficio. Tenía apego al teatro, como se lo tienen a su tierra aun aquellos que viven en país triste, ingrato. Teníale el cariño tibio que engendra la costumbre. Pero no conservaba ninguna ilusión de artista, hasta casi había olvidado las que al principio de su opaca, triste carrera había tenido. El público la había desengañado poco a poco. Además, no era hermosa. Había tenido sus dieciocho años como cualquiera; pero ni laureles ni amores habían tejido para ella una corona de felicidad. Desengaños vulgares, sordos, en todo. En la compañía en que estaba ahora, había permanecido años y años por vínculos de amistad de sus padres difuntos con los directores de la empresa; y porque Marcela llenaba huecos, lo aguantaba todo, no tenía pretensiones, no hacía sombra a nadie y se contentaba con un sueldo inferior a su categoría de cartel. Nunca había trabajado más que en provincias. Los gacetilleros, mal vestidos y no siempre bien educados, que ejercían de Aristarcos del bel canto, la trataban ordinariamente con un desdén provinciano que hay que conocer para apreciarlo en toda su humillante amargura. La perdonaban la vida. Cuando más, decían que no había descompuesto el conjunto; pero lo más común era afirmar que la señorita Marcela Vitali (Vidal) había hecho laudables esfuerzos para dominar la emoción que visiblemente la embargaba. Sí, esto era verdad. Tenía un miedo cerval, invencible, al público; un miedo que no se le quitaba con los años. Sus protectores, los amos del cotarro, se fueron acostumbrando a tolerarla como una carga de caridad, si no de justicia. Por evitarla a ella disgustos y por no comprometer las obras más de lo que otros las comprometían, iban prescindiendo, más cada vez, de Marcela. Seguían pagándole un corto sueldo, y ella, que comprendía que apenas lo ganaba, callaba, humillada, triste, pero casi agradecida. En general, los demás cantantes ni la querían ni la odiaban; la miraban como un apéndice inofensivo de la compañía. Pero donde el egoísmo y la envidia nada tienen que aborrecer, la malicia burlona todavía tiene algo que decir, gracias a su horrible dilettantismo. No se sabe quién inventó para Marcela un apodo, que fue en adelante el nombre que tuvo para los de casa. Se la llamó la Reina Margarita.

 

* * *

 

Fue por esto. Cada día se le manifestaba el público a Marcela menos favorable en todas las óperas, por insignificante que su papel fuese; pero con una excepción. En cierta obra clásica, muy aplaudida en todas partes, la Vitali tenía a su cargo el personaje de una Reina Margarita, más o menos fantástica; una Reina que no gobernaba; lo más constitucional posible; porque, en todo y por todo dejaba pasar delante y eclipsarla a otra primera tiple, que sin ser duquesa tal vez siquiera, la obscurecía a ella, a la Reina, por completo; la comía la voz cuando cantaban a un tiempo, y le quitaba un amante que la Margarita amaba en secreto. Todo el mundo estaba allí menos la Reina, que en el tercer acto desaparecía, después de perdonar varias felonías a una porción de coristas, y no volvía a presentarse en escena. Era una majestad triste, modesta, apocada, que oía en pública audiencia una porción de arias, romanzas, dúos y tercetos; se pasaba media hora sentada en su trono, sin que nadie le hiciera caso, y cuando se permitía cantar, tres o cuatro veces en toda la ópera, lo hacía en melodías de dolorosa resignación, sin grandes gritos: y dejándose, al fin, dominar por voces más poderosas que, en un concertante, acababan de ahogar sus lamentos de elocuente, dulce monotonía.

No sabía ella por qué, Marcela se había enamorado de este papel; y el público, y el director, y los compañeros, le encontraban en él cierta gracia que otras veces no tenía. Hasta casi guapa salía Marcela Vidal en su Reina Margarita. Las únicas flores que había oído de soslayo a los abonados de los palcos proscenios de la platea, habíalas debido a su Reina Margarita. Para no cambiar nunca de aspecto, ya que había parecido bien en este papel, Marcela se hizo un traje para tal ópera, y en ella nunca usaba los de la empresa, sino el que le había costado su trabajo y su dinero. Algunas veces el público no sólo había encontrado simpática y discreta a la Vidal en este papel, sino que hasta la había gratificado con alguna palmada de propina al terminar cierto dúo con la tiple, la cual después la eclipsaba por completo. En el cuarto acto ya nadie, ni en la escena ni en la sala, se acordaba de la Reina Margarita; pero esto no quitaba que ella se fuese a su humilde posada, solita, más contenta o menos triste que de ordinario, no forjándose ilusiones (esta fragua la tenía ella apagada mucho tiempo hacía), pero con la satisfacción de haber ganado el pan que comía, por lo menos aquella noche.

Sin embargo, esta misma buena impresión llegó a gastarse, Marcela notó la ironía que sus compañeros indicaban con cierta malicia al llamarla Reina Margarita, aludiendo al relativo triunfo de la humilde cantante en este papel; y ella misma acabó por ver el lado cómico de su limitadísima especialidad. La empresa era la que tomaba con más seriedad la cosa; ya se sabía: en aquella ópera de recurso, el papel de Reina para Marcela; antes faltaba la luz de las baterías que así no fuera.

* * *

Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno. Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor, que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los palcos sin gente. No había afición a la música, no había más que dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales, o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado, temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no merecía aplausos».

Para Marcela no ofrecía aquello novedad; todos los públicos le parecían el mismo; un enemigo, un juez, un verdugo; algo así como una especie de guardia civil que la perseguía a ella por el delito de no tener buena voz, y aturdirse y no acabar de dominar la escena. El agua, la humedad que le atravesaba los huesos, el cielo obscuro, bajo, ceniciento, eso sí le entristecía. Se sentía allí más extranjera que en las demás ciudades de su patria, que ella no tenía por patria. Como no se podía salir a paseo por los alrededores, lo cual solía ser su recreo único fuera del teatro, se aburría mortalmente un la posada. Cosía, recomponía la seda y los galones y las perlas falsas de su traje de Reina, hacía solitarios con una baraja sobada… y dormía mucho. Cantó una, dos, tres noches la Reina Margarita; por primera vez la citaron nominatim los gacetilleros severísimos; no tuvieron inconveniente en declarar que la señora Vitali había estado discreta en su modesto y simpático papel de Reina, escuchando merecidas pruebas de simpatía en el dúo del segundo acto… y nada más. Marcela volvió a su huelga oficial, a envolverse en el chal gris, y ocultarse en la sexta o séptima fila de butacas, en la sombra, las noches de ensayo, y en su palco tercero en las noches de función.

 

* * *

 

Estando allí, en el palco tercero de la extrema izquierda, asistió a un penosísimo espectáculo que le puso carne de gallina y le hizo aborrecer más que antes al monstruo, al público enemigo.

El tenor, el cómico de primera, acabó por ponerse malo de la garganta con la humedad, y por lo que abusaba de él la empresa. La gacetilla bramó; los abonados amenazaron con retirarse al monte Aventino (en el Círculo de recreo). Echando la cuenta por los dedos, aquellos dignos comerciantes demostraban que con el catarro pertinaz del tenor se les defraudaba en tantas pesetas con tantos céntimos. «Estas son puras matemáticas», decían ellos enseñando los dientes a la empresa.

La cual cogía el cielo con las manos, y no sabía qué hacer. Como llovido del cielo, que la empresa cogía, cayó en el pueblo, no se sabe de dónde, un tenor procedente de la capilla de cierta insigne catedral. Sabía más música que el otro; aprovechaba su poca, pero bien timbrada voz, con mayor maestría, y en fin, daba mucho más gusto oírle cantar a él que al tenorcito de las pretensiones y los escrúpulos. Declaró el recién venido que la partitura que mejor dominaba era el Fausto. Ropa no la tenía, pero sabía el papel, sin tropezar, de cabo a rabo. Se le arregló como se pudo la ropa, de otros Faustos mejores mozos, que había en el teatro, empolvada y con algunos zurcidos. Candonga, pues el nuevo tenor se llamaba Candonga, no se sabe por qué, pues ni era candonguero ni amigo de candonguear; Candonga se resistió a confirmarse en italiano y a llamarse Cantonghini, como le propuso la empresa. «¿Y Scherzo? llámese usted Scherzo, que es una especie de traducción de Candonga», le dijeron. Pero nada; él era dócil, pacato, mas en este punto no cedía. No quería renegar del apellido de su padre. Y como el apuro era grande, la empresa se sometió, y en carteles se decía: Fausto, señor Candonga.

Lo peor no era esto; sino que Candonga pisaba mal, apoyando primero con fuerza el calcañar; destrozaba en seguida los tacones, y parecía un animal raro con aquel modo de poner la planta. Además, tenía la costumbre de calarse demasiado el sombrero por atrás; y, para decirlo todo, no se sabe en qué consistía, pero encogía los brezos de tal manera, que todas las mangas le venían largas. La empresa no reparó en esto, ni el director de escena ni el de la orquesta se fijaron en que aquel hombre jamás había sido Fausto más que vestido de paisano, con grandes apariencias de seminarista.

Llegó la noche del debut de Candonga, y aquello fue el disloque, según decía un señorito de las butacas que había estudiado farmacia en Madrid. El público gozó mucho, porque se rio de Candonga toda la noche a mandíbula batiente; y cuando tocaban a cantar, el pobre tenor de capilla parecía un ángel bastante entendido en el arte. Por de pronto, cuando hubo que despojarle de la hopalanda del sabio, tirando por tramoya de una cuerda, le dejaron en mangas de camisa y con media barba. Se arregló aquello como se pudo; pero en la primera entrevista con Margarita, Fausto no hizo ver más que sus disposiciones para la carrera eclesiástica. En fin, un martirio. El pobre, que debía de necesitar mucho el sueldo, aguantaba: se reían de él, y él se sonreía y procuraba estar fino con Margarita la rubia, que estaba en ascuas junto a un seductor que parecía, por lo menos, subdiácono. Candonga se agarraba al canto como a un clavo ardiendo. Si le hubieran dejado cantar con las manos en los bolsillos, lo hubiese hecho mucho mejor, y mejor aún bajo tierra; pero, en fin, mientras cantaba, cesaba la risa, y hasta le aplaudían algo. Pero volvía a predominar la mímica, y el público, cruel, pagano, volvía al jaleo, a la bronca, se oían chistes que iban de palco a palco. Una orgía de humorismo provinciano a costa de un infeliz hambriento.

Margarita, la otra, la Reina, sentía desde allá arriba una lástima infinita. La voz de aquel señor Candonga, a quien no tenía el gusto de conocer, le llegaba al alma, le pedía compasión, consuelo; para ella todo lo que cantaba aquel Fausto venía a decir: «Vosotros los que pasáis por este camino del arte, por este calvario, decidme si hay dolor como mi dolor». Se le saltaban las lágrimas. Si hubiera tenido una bomba de dinamita, acaso la hubiera arrojado sobre aquellos señoritos de las butacas, que despellejaban a un hombre que sabía más música que todos ellos. Salió Marcela del teatro antes de la apoteosis, es decir, del consumatum est.

 

* * *

 

Feliciano Candonga y la Reina Margarita no tardaron en hacerse amigos. Se conocieron entre bastidores, en la obscuridad de un rincón, durante un ensayo de una ópera en que la señorita Vidal cantaba unas cuantas notas y Candonga absolutamente nada. Simpatizaron en seguida. Los atraía, cual un imán, la semejanza de su suerte. Feliciano, después de aquel Fausto famoso, no volvió a salir a las tablas; la empresa no se atrevía a despedirlo por si el otro tenor, que ya había sanado, volvía a inutilizarse; pero tampoco osaba la empresa desafiar la indignación del público con una segunda presentación del tenor de capilla. Se estaba a la expectativa; y en tanto se le entretenía el hambre al infeliz cantante con algunas piltrafas de sueldo. Por lo visto, él estaba muy mal de recursos, porque, a pesar de lo humillante de su situación, no se quejaba; sonreía a todos, fingía no darse por desairado y esperar turno para volver a salir a escena.

Marcela y Feliciano comprendieron que su situación de artistas medio licenciados era muy parecida. Este lazo los unió estrechamente. Además, se parecía su carácter. Los dos buscaban la obscuridad, eran modestos: dos resignados.

La Reina Margarita ocupaba su butaca en la fila siete, en lo obscuro, las noches de ensayo, y a poco allí se presentaba el tenor desahuciado. Hablaban en voz muy baja, a ratos, cuando el director de orquesta no exigía silencio absoluto. Otras veces oían la música con religiosa atención, contentos con oírla así, tan cerca uno de otro. Coincidían en sus opiniones acerca del mérito de las óperas y del mérito de los que a ellos les tenían de reemplazo. Coincidían en estar exentos de envidia. Y era un nuevo placer delicado, lleno de consuelo, aquel dúo de la caridad, de justicia, en que su ánimo estaba tan armonizado. Admiraban las mismas bellezas y perdonaban los mismos agravios.

De lo que más hablaban era de ellos mismos. Marcela, singularmente, encontró una delicia desconocida en contar a otra persona sus tristezas, la monotonía gris de su existencia. No era, en apariencia a lo menos, muy poética su conversación. Los catarros que martirizaban a la pobre cantante eran tema de la mayor parte de sus diálogos, al empezarlos por lo menos. Por acuerdo tácito, llegaron a tomar por costumbre el comunicarse lo que habían hecho y lo que habían padecido o gozado durante todo el día. Hablaban muy bajo, con cierta mística entonación que parecía concierto de amores, del frío, de la helada, de la humedad, de la poca ropa que daban en la posada para la cama, de otras nimiedades tristes de la vida ordinaria. Supo Candonga que Marcela se pasaba las horas muertas haciendo solitarios con una baraja sobada. Él le ofreció una nueva. Candonga, por su parte, jugaba mucho al dominó en un café de las afueras. De lo que no hablaban jamás era del arte con relación a las propias miras; parecía que para ellos no había porvenir, ni bueno ni malo. Candonga, alma sincera, creía firmemente que aquella muchacha tan simpática sabía poca música y cantaba muy medianamente. Hubiera partido con ella una peseta y un puchero de garbanzos, pero era incapaz de adularla, de engañarla. Marcela, que creía ver en Feliciano un músico aceptable, comprendía más cada día, que aquel hombre tan natural, tan bueno para en casa, nunca sería lo… farsante que se necesita ser para dominar las tablas. No; no veían porvenir, y no hablaban de él. Si Marcela insistía en tratar de asuntos teatrales, pero siempre refiriéndose a los demás, no era por gusto, sino porque no sabía nada de otras cosas.

Un día notó Candonga con asombro que Margarita, la Reina, no sabía a punto fijo quién era Martínez Campos. No sabía nada del mundo, que para ella todo era público, público hostil, juez implacable. Cuando se agotaba el tema de las vicisitudes de sus aburrimientos, fríos, catarros y demás tristezas cotidianas, Feliciano iba poco a poco renovando la conversación mediante referencias a otros horizontes de vida desconocidos para Marcela. El tema favorito llegó a ser la manera de ganarse el sustento sin contar para nada con el público del teatro. Había quien ganaba muchísimo más que ellos; v. gr., comprando harina, teniéndola en casa una temporada y vendiéndola después. Se compraba como ciento, se iba vendiendo uno a uno, y sin más, se ganaba por cada ciento… tanto; mucho. «¡Qué felicidad!» pensaba la Reina. Y la gente que entraba a comprar y a vender no tenía derecho a silbarle a uno; había trato o no; pero sin insultar a nadie: si el género no gustaba, no por eso los parroquianos se burlaban del comerciante. Y suspiraba la Vitali, pensando en aquel paraíso del tanto por ciento, pacífico, sedentario, escondido, serio, honrado, humilde.

Y de una en otra, Candonga llegó a confesarle su secreto. Que si él se veía como se veía era por haber sido tonto, vanidoso. Que ciertas adulaciones se le habían subido a la cabeza, y se había empeñado en ser artista, aunque fuera de iglesia; y por seguir esta vocación había abandonado a un tío suyo que le hubiera metido en un pueblo de la provincia de Palencia, en el comercio de harinas, con grandes probabilidades de hacer un negocio decente. La Reina Margarita, asombrada, aconsejó al tenor que escribiera al tío, que cantara… la palinodia. Y así lo hizo. Y cuando un mes más tarde la compañía levantaba sus tiendas y se iba con la música a otra parte, Feliciano, la última noche de función, en la obscuridad del antepalco, le hacía saber a la Reina Margarita que Fausto rompía su pacto con el diablo del arte, y se marchaba a Grijota, donde le esperaban los sacos fructíferos de su tío Romualdo. La Reina le dio la enhorabuena con voz trémula; y ya en toda la noche habló poco. Feliciano se creyó en el caso de acompañarla hasta la posada, cuando ella le dijo que se retiraba, porque no se sentía bien. Por la calle, obscura, húmeda, triste, no hablaron tampoco apenas. Al llegar al portal de la pobre vivienda donde tanto se había aburrido Marcela, se detuvieron, cortados los dos, mudos.

No sabían cómo despedirse…

—¿Y usted? —dijo por fin Fausto.

—¿Yo? Mañana en el tren de las siete sale la Reina Margarita, en tercera; ocho horas de viaje, y por la noche en Z… función… La Reina Margarita se presentará al respetable público… ¡y procurara no descomponer el conjunto!

Y entonces Fausto Candonga, que dejaba el teatro principalmente por no saber adorar a Margarita (la plebeya) como era debido, en la escena de la ventana; Fausto Candonga, como pudo, tartamudeando, ofreció a la Reina su blanca mano, y su blanca harina, y los sacos del tío Romualdo… y todo lo que él podía valer en Grijota. En fin, se declaró, metiéndose en harina; y la dicha de aquella luna de miel que ofrecía, se cifraba en la ganancia legítima, segura, lejos de las baterías del escenario, lejos del público, de las lentejuelas y de las imponentes figuras de los violoncelos y de la tiránica batuta del director de orquesta…

 

* * *

 

Algunos años después se celebraba en Grijota la proclamación del diputado provincial don Romualdo Candonga, y hubo gaudeamus, fuegos artificiales y su poquito de teatro. Y lo mejor de la función fue que, nada menos que el señor don Feliciano y su digna esposa doña Marcela Vidal, salieron al tablado que se levantó en el Ayuntamiento a cantar como ángeles, vestidos con trajes que ni los cómicos de la corte. Había que ver al rico mercader de harinas y a su señora la hacendosa doña Marcela, cada cual por su lado, y sucesivamente, hacer las delicias de sus convecinos, con unos gorgoritos y unos suspirillos cantados que daban gloria. Candonga pisaba de tacón, como siempre, y el traje de Fausto que le había hecho su mujer, lo vestía como lo hubiera vestido uno de aquellos quintales de harina de flor que tenía en su casa; pero cantar era un prodigio. Y cantaba solo, sin Margarita que le estorbase.

Y después salió la Reina Margarita con el traje de su propiedad, que había conservado. Y rayó a gran altura, sin que la eclipsara nadie.

Al día siguiente, los músicos del pueblo sostenían que era una lástima, que el feliz matrimonio no se lanzara de nuevo a la vida artística, pues tenía seguros los aplausos, las contratas, etc., etc.

—¡Qué horror! —se decían Marcela y Feliciano, mirándose y sonriéndose—… ¡Si todo el público fuera como el de Grijota! ¡Amigos y parientes! Y por si alguna chispa de tentación les quedaba en el alma, en el fondo, Candonga vistió con su traje de Fausto un armatoste de cañas que tenía en al huerta para espantar los gorriones.

Y cuando llegó domingo el gordo, el primer día de carnaval, llamó la atención de Grijota, en el baile de las Maritornes, una máscara que lucía un traje de seda, oro y pedrería… Era Sinforosa, la ilustre fregona de los Candonga, a quien su ama, doña Marcela, había disfrazado con el traje que un día fuera su única ilusión de artista, el traje de corte de la Reina Margarita.

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OTROS CUENTOS

Apolo en Pafos
(Interview)

— I —

Conocí que era mi hombre, quiero decir, mi dios, en que almorzaba una tortilla de hierbas. Una asidua y larga observación me ha hecho adquirir la evidencia de que todos los personajes a quien cualquier periodista noticiero quiere sacar las palabras del cuerpo, se dejan sorprender siempre almorzando tortilla de hierbas, o, a todo tirar, huevos fritos. Ignoro la ley que preside a este fenómeno constante; apunto el hecho y prosigo.

Almorzaba tortilla de hierbas el dios Esminteo, el que lanza a lo lejos las saetas de su arco de plata. Buenos sudores me había costado dar con él. Al fin le tenía frente a frente, a dos varas, sentado en una especie de drifos o clismos con pies de madera en forma de tenazas abiertas, delante de una mesa ricamente servida a la europea moderna, sin que hubiera allí nada que no pudiera ofrecer Lhardy, a no ser un queso helado de ambrosía legítima que estaba diciendo comedme. Miento: también había en una caja de latón una substancia amarillenta que, según después supe, era foie—gras de poeta quintanesco degollado en el momento crítico de inflarse para cantar al mar, o al sol, o a Padilla, o a Maldonado… o al inventor del hipo. Alrededor de la mesa había varios tronos y lechos o clinas vacíos. Apolo almorzaba sólo aquel día, porque se había levantado tarde. Cuando yo entré en el comedor estaba el dios de Delfos sin más compañía que la de Ganimedes, que Júpiter había prestado a Venus por unos días, mientras ella pasaba con sus huéspedes una temporada en Pafos. Ganimedes vestía casaca con los colores y las armas de Afrodita; los colores eran: carne con polvos de arroz y vivos escarlata; las armas tan indecorosas, que no se puede decir a un público cristiano y moderno cuál símbolo allí se ostentaba rapante en campo de gules. En cuanto al dios de Ténedos, estaba en mangas de camisa y lucía tirantes; por cierto, que uno, desprendido, le caía por detrás hasta el suelo. El pantalón, corto y estrecho por abajo era   —7—   del mejor paño inglés. Los zapatos, de punta cuadrada, eran de charol y tenían lazos. Se le veían unos calcetines de color de oro viejo con lunares negros. La camisola, blanca, reluciente y muy planchada, lucía cuello muy alto, con picos doblados. Era un guapo mozo, en fin; tal como le conocemos todos. Si Crises, su sacerdote, le hubiera visto en tal momento, declararía que no había pasado día por él.

Yo entré con el sombrero en la mano, con paso tardo, y, valga la verdad, un tanto turbado. Al atravesar el umbral recordó de repente que en mi niñez, en mi adolescencia y en mi primera juventud había escrito miles de miles de versos, no tan malos como decían mis enemigos, que conocen de ellos una pequeña parte, pero al cabo capaces de sacar de sus casillas al dios de la poesía, aunque fuera éste de un natural menos irascible del que en efecto le caracteriza, como dicen ahora los estilistas.

En aquel momento creía que se me llamaba y emplazaba para eso, para condenarme a garrote vil por poetastro; pero el rostro risueño y bondadoso del dios de Claros, y su mirada límpida y cariñosa me tranquilizaron en seguida. Sin duda, pensé ya sereno, debe de ser para otra cosa, porque mis delitos poéticos ya han proscrito.

Apolo inclinó la cabeza con cierta afectación, imitando a su padre Júpiter, como tuve ocasión de observar después; y con una mano blanca, larga, fina, de uñas rosadas y abarquilladas, largas y limpias, me indicó que tomase asiento a su lado, en un drifos que acercó Ganimedes sonriendo. Por cierto que el tal Ganimedes (entonces yo no sabía quién era) se me antojó, por su carilla frescachona y sin asomo de barba, de una expresión infantil, enojosa a la larga, se me antojó, digo, un genio prematuro de esos que suelen asomar la cabeza en el Ateneo de Madrid cada jueves y cada martes.

Apolo, con el bocado en la boca y siempre sonriendo, me miró, dispuesto, se conocía, a decir algo, en vista de que yo no decía nada, en cuanto le pasara aquello del gaznate.

—¿Conque usted es el señor?…

—Clarín, para servir a V. M. O. (Vuestra majestad olímpica.)

—¡Oh! tanto bueno por aquí… Clarín, Clarín, el Sr. Clarín, vaya, vaya…

En el modo de decir todo esto, se conocía que Apolo no sabía o no recordaba quién era yo. Entonces, ¿para qué me ha llamado? pensé.

—¿Y a qué debo el honor?… prosiguió el dios.

—V. M. O…

—Apee usted el tratamiento; llámeme usted de usted, y yo le llamaré a usted de tú.

—Corriente. Como usted me ha llamado por  medio de una citación en forma, que tuvo que firmar un vecino por no estar yo en casa…

—¡Una citación! ¡Una citación mía!… Esas son cosas de Hermes.

—¿De quién?

—De Mercurio, que le hace la rosca a Temis.

—¿A Themis?

—No, hijo, no; a Temis, sin h, en buen castellano. Pues sí; Mercurio obsequia a Temis y quiere tenerla contenta y todo me lo envuelve en papel sellado y en forenses fórmulas. ¿Conque te han citado?

¡Y yo que te tomaba por un reporteur, por un noticiero de periódico que venía a tirarme de la lengua! Vaya, vaya. Conque una citación. Vamos a ver, y qué has robado, ¿alguna novelilla, eh?

—Señor, yo soy incapaz…

—Eso es una excusa ciertamente.

—¿El qué?

—El ser incapaz. Es claro, el que es incapaz de crear, roba; es natural.

—Señor, no nos entendemos. Digo que soy incapaz de robar nada a nadie.

—Bueno, llamémoslo plagiar.

—Tampoco; no, señor, yo no admito el plagio.

—Pues entonces, ¿por qué se te cita?

—Eso es lo que yo ignoro. Lo que puedo decir es que se me ha hecho venir de justicia en justicia buscando a V. M. O.

 

—Apea…

—Bien, buscándole a usted. Primero al Helicón; no estaba usted; después a lo más alto del Olimpo; Juno nos echó de allí a escobazos, diciendo que era usted un perdido como su padre, y que andaría probablemente a picos pardos. Por cierto que la diosa lucía unos brazos de rechupete y unos ojos como puños…

—Ya sabes que Hera no me puede ver.

—¿Quién?

—Juno, hombre. Nos aborrece a mí y a mi buena madre Latona, de quien está celosa como un poeta lírico.

—Después me llevaron al Pindo y al Parnaso, y nada, no parecía usted. Se alargó el viaje y estuvimos en Delfos y en Ténedos, ¡qué sé yo! por fin encontramos a Baco, que se estaba emborrachando en medio del mar Egeo, a bordo de una trïera. Los remos batían pausadamente las olas de color de vino tinto; había contraste, el Sudeste y el Sudoeste, alias el Euro, y el Noto, formaban espuma de púrpura sobre el lomo de las rizadas ondas.

—Vamos, ya sé por qué es la citación. Tú debes de ser un novelista cursi, de esos que lo describen todo, venga o no a cuento…

—No, señor, todo lo dicho es pura broma; yo no soy de esos. El caso es que Baco me dijo que le había visto a usted pasar por aquellas nubes escalonadas, de amaranto y oro, que iban deslizándose en procesión ciclópea hacia el abismo de fuego de Occidente; y dijo, otrosí, que le acompañaban las Musas y Mercurio. Le preguntamos que adónde iría usted, y nos contestó que a dar la vuelta al mundo, para amanecer en Chipre, donde le aguardaba Venus en su bosquete de Pafos; Venus, con quien usted, mal que pesara a Marte y a Vulcano, estaba ahora metido. Metido dijo.

—Ese Dionisos nunca ha tenido educación; al fin, bárbaro.

—Y aquí hemos venido; los alguaciles quedan a la puerta y yo aguardo mi sentencia, si bien quisiera saber antes la culpa; pero no se apure usted por eso, porque español soy, periodista he sido en tiempo de conservadores, y entiendo mucho de llevar palos sin conocerles la filosofía.

—Pues, hijo, si no vienes ni por plagiario, ni por prosista descriptivo, deben de haberte tomado por otro. A ver, Ganimedes, manda que busquen a Mercurio (sale Ganimedes); y a ti, mientras tanto, para quitarte el susto, te daré tierra.

—¡Cómo tierra, señor! (Poniéndome en pie, lívido.)

—Un vaso de tierra, hombre.

—Prefiero el Valdepeñas…

—Pero fíjate en que el tierra aquí es… Chipre.

—No me hacía cargo. Venga tierra. (Bebo.)

Entró Hermes, buen mozo también, con todos los atributos de su cargo, y Apolo le preguntó, con tono de mal humor, por qué se me había detenido y citado, y lo demás que se había hecho conmigo.

A lo que Mercurio dijo: —Este caballero se ocupa en escribir y publicar unos folletos literarios en que, como Dios le da a entender, pretende examinar, burla burlando, o serio como un colchón, según sople el viento, los productos literarios de su país, y aun algunos de los más notables del extranjero. ¿No es esto?

—Eso y más me propongo; v. gr…

—Es el caso que el último folleto de este señor se titula Cánovas y su tiempo, y el tercero…

—Que ya está en prensa…

—El tercero no debe hablar de Cánovas, porque dicen las Musas que ya están hartas de Monstruo y que corre más prisa decir algo de las novedades literarias del país. Para esto se le ha llamado, para mandarle dejar en prensa, por ahora, la segunda parte de las aventuras literarias del cantor de Elisa o Luisa, y dar a luz cosa de más variedad y de actual interés.

—¿Dónde están ahora las Musas? preguntó Apolo, limpiándose los labios con la servilleta. (Es de notar que en cuanto Hermes nombró a las Nueve, en el rostro del hijo de Latona se pintó una expresión de tedio y antipatía.)

—¡Las Musas! dijo Mercurio; están cantando un coro en el gineceo.

—¿Un coro, eh? ¡Estoy de Musas hasta aquí! exclamó Apolo, volviéndose a mí con tono confidencial y señalando con la mano la mitad de la frente, para indicar hasta dónde estaba de Musas. ¿Conque un coro? Si parecen el ejército de la salvación, o, como dijo un traductor español, la armada de la salud. Ahí vendrán; ya verás qué fachas. Todas parecen inglesas literatas, sensibles a los encantos del arte y de la virtud… ¡Puf! ¡Dios nos libre de las mujeres instruidas y esteticistas, y por contera pías y castas! Y no puedo huir de ellas; así no se me logra aventura. Entra ellas y mi hermanita la casta diva, Diana cazadora, me han hecho mal de ojo, y por su culpa perdí a Dafne y maté a Jacinto, y me puse en ridículo en mil empresas amorosas. ¡Ya se ve! No hay mujer ni diosa que se entregue a un dios acompañado de nueve basbleues, que vienen a ser como nueve cuñadas literatas. ¡Re-Júpiter! Aquí me tienes, hombre, en casa de Venus, en la preciosa villa que ha levantado sobre las escondidas ruinas de su templo de Pafos la sin par Afrodita; pues fue  en vano que quisiera escapar por unos días a la vigilancia y a las sabidurías de las nueve hermanas que Zeos, mi padre, confunda. Venus me había invitado a mí solo, es natural; pues a pesar de decir en la carta que me mandó por Iris: «Amigo Apolo, te espero en Pafos, donde pienso pasar una temporada; tráete a Mercurio, si sus muchas ocupaciones se lo consienten; pero nada de Musas, ya sabes que me empalagan; además, supongo que tú también desearás perderlas de vista por algún tiempo; si queremos cantar, ya cantaremos bajito tú y yo solos», etc., etc. a pesar de este desaire manifiesto, aquí las tienes a todas ellas… a todas, sin excepción del marimacho de Urania la cosmógrafa, ni siquiera de la insoportable catedrática Polimnia, jamona insoportable, Licurga de mis pecados, capaz de hacer ascos al plato más sabroso si en el menu aparece con una falta de ortografía. Las menos malas son Euterpe, y Erato y singularmente Terpsícore; las demás… ¡fuego en ellas! Café, Ganimedes.

Yo miraba espantado al divino orador, y pasaba los ojos de él a Mercurio, como pidiendo a éste una explicación de lo que oía. Notó Hermes el gesto, porque guiñome un ojo, y disimuladamente llevó a una sien un dedo, dando a entender que al dios Esminteo le faltaba un tornillo.

—¿Qué opinas tú de las hembras literatas y sabihondas?

—Señor, contesté un poco turbado; yo… creo… que… subjetivamente… no le falta motivo a V. M.

—¡Qué majestad, ¡hombre! Vaya una majestad que no puede echar una cana al aire sin ofender los castos oídos y los castos ojos de nueve coristas del ejército de la salvación… ¡Todas son cuákeras! El Parnaso se ha convertido en una capilla protestante; el Olimpo ya no es la mansión de los dioses alegres, ni Cristo que lo fundó; ahora, a un poeta, aunque sea un dios, le piden la cédula de comunión o un ejemplar de la Biblia sin notas, según los gustos. La castidad ha matado a la inocencia. Un crítico francés ha combatido a Víctor Hugo, después de muerto el poeta, llamándole viejo verde; ha querido quitarle gloria, atribuyéndole vicios; se confunde el arte con la policía; a mí, a mí, con ser quien soy, se me espía, se me siguen los pasos; y en esta misma quinta alegre y risueña, donde parece que todo debiera ser inocente juego, cándido placer, armoniosa amistad, abandono místico, aquí hay un infierno de intrigas y murmuraciones, delaciones y sospechas, y se habla de acusarme ante mi padre para que otra vez me vea cuidando bueyes en los apriscos del rey Admeto. ¿Y todo por qué? Porque Venus me gusta más que Minerva; porque me aburren los negocios literarios, según los entienden hoy los dioses y los hombres, y prefiero vivir con Venus, cantando bajito a su lado, como ella dice.

Ya sabes que el dios Momo, cierto día de asamblea celestial, me condenó, con la autoridad de Júpiter, a escoger entre mis varias profesiones de adivino, citarista y médico; pues bien: yo escogí la cítara; pero, según se han puesto las cosas, ya reniego de la elección, y casi estoy decidido a colgar la lira y a dedicarme a una especialidad cualquiera del arte de curar. Si no fuera por lo que me apestan los literatos que abusan de la fisiología y de la terapéutica y de la patología, médico me declaraba… En fin, no sé lo que me digo; pero lo que juro es que Venus vale más y merece más consideraciones que todas las Musas juntas.

Dijo, y poniéndose en pie de un brinco, arrojó con ímpetu la servilleta sobre el mantel, dio un puntapié al taburete, que no sólo en Madrid se llama así cuando es asiento sin brazos ni respaldo (diga lo que quiera la Academia), se abrochó el tirante que colgaba de un solo botón, y salió del comedor, gritando:

—¡Vuelvo!

— II —

—El pobre está un poco chiflado, dijo Hermes sonriendo; y después de sentarse sobre un triclinio, cruzó una pierna sobre la otra y se puso a apretarse los tornillos de las alas que le adornaban el talón de oro.

—No lo entiendo yo así, me atreví a decir. Más bien creo que hay un sentido profundo y como simbólico en las palabras y hasta en el humor de Apolo.

—Puede. Mercurio encogió los hombros, dando a entender que le interesaba poco la conversación y que nada sabía de símbolos.

Se oyó ruido de faldas. Por la puerta por donde había salido Apolo entró una dama vestida como una de esas inglesas que representan el hermafrodismo entre el pastor protestante y la monja callejera, y que tienen también algo del comisionista.

—Si tienes ganas de discutir, ahí está nuestra muy amada y puntillosa Polimnia, que no sabe hacer otra cosa.

Así dijo Mercurio, poniéndose en pie y saludando con afectación a la musa de la Retórica. La cual, con un gesto displicente, dio a entender a Hermes que le despreciaba.

Y por si no lo había entendido, exclamó:

—¡Mercachifle!

Fijó en mí sus ojos verdes con pintas, ojos de miope, cargados de lectura, ojos de esos que a todo hombre de letras, miope también y cansado de leer, deben de darle náuseas cuando los encuentre en el rostro de una mujer. Polimnia, aunque vestida más con sotana que con falda (pues de vestiduras griegas no hay que hablar, porque todos los dioses y diosas han adoptado la indumentaria europea moderna); digo que Polimnia, aunque nada elegante en el traje, era una hermosura clásica, algo ajada, eso sí, pero correctísima; ¡lástima que la palidez de la piel y la frialdad de la expresión en todas sus facciones, amén de la cargazón de los ojos, la hiciesen poco menos que de aspecto repulsivo! Sus gestos y ademanes eran hombrunos; pero pudiera decirse que no de hombre vigoroso, sino de enclenque varón de vida sedentaria, de bufete, enfermizo, nervioso. Lo peor era la mirada; cada vez que la clavaba en mí, se me figuraba estar examinándome de diez asignaturas a un tiempo, y además sentía la inexplicable aprensión de que la dama debía de estar mareada de tanto leer, condenada a dispepsia y jaqueca perpetuas. En presencia de Polimnia, toda idea de relación sexual parecía absurda; no sólo no se le atribuía sexo, sino que se experimentaba como un disparatado temor de haber perdido el propio; aberración que producía intenso malestar. A pesar de todo, aquella Musa inspiraba una profundísima compasión, no se sabe por qué.

Era antipática y atraía. Qui potest capere, capiat.

Polimnia me saludó con una leve inclinación de cabeza, y volviéndose hacia la puerta, dijo con voz estridente:

—¡Pase usted, caballero!

Y entró en el comedor D. Manuel Cañete.

—Ganimedes, avisa a Apolo, gritó la Musa.

Ganimedes, visiblemente contrariado, como dicen en las novelas, inclinó la cabeza y salió.

Sentose la Musa en un tronos, y dirigiéndose a Cañete, que estaba ante ella de pies, exclamó:

—¿Es usted el crítico pulcro, atildado, castizo, clásico, académico?

—Señora, tanto honor…

—Lo que es usted, un covachuelista perdido para los expedientes.

(Estupefacción en Cañete.)

—Usted se cree literato… y en rigor no lo es. Usted ha leído libros y no sabe dónde. ¡Leer! ¡Leer! ¿Cree usted que basta con eso? El caso es entender, sentir, reflexionar con espontánea reflexión. Se juzga usted un crítico en libertad, y se ha pasado la vida entre las cuatro paredes de una jaula. Sobre todo, a usted le falta el sentido de lo bello, como a otros el del olfato; confunde usted la hermosura con la policía urbana. Para usted, una comedia ya es digna de recomendación en cuanto el autor no se propone envenenar a nadie… No me interrumpa usted. Basta de acusaciones generales, y vamos al grano.

Polimnia sacó de una cartera un libro de pocas páginas y se puso a leer en voz alta versos que, valga la verdad, tenían poco de agradables. Era aquello una comedia estrenada en Madrid en el teatro de la Princesa a fines de 1886, obra de un joven simpático, modesto, por lo menos hasta entonces, y digno de que la crítica no le engañase miserablemente alabándole un ensayo dramático plagado de incorrecciones, de intriga —si aquello era intriga— manoseada, casi pueril y de todo punto anodina por la manera de ser tratada. Ni aquel ensayo demostraba en el autor dotes de poeta dramático, ni se concebía cómo la crítica había podido seguir los impulsos de la benévola y descuidada gacetilla que había puesto por las nubes semejante cosa. Polimnia leía versos y más versos de un diálogo en el que era difícil —valga ahora también la verdad— seguir el pensamiento de los interlocutores, que se interrumpían mutuamente para decir a su vez frases cortadas por puntos suspensivos. Los ripios eran de tal calibre, que hacían reír al mismo Mercurio,  el cual solía prestar poca atención a las lucubraciones literarias. Abundaban las frases pedestres, de una vulgaridad molesta, repugnante, los dicharachos callejeros que no deben llevarse jamás al verso, y menos al del teatro; las pocas veces que el autor vencía en la lucha por el consonante, era no más para decir trivialidades en forma prosaica o en metáforas consistentes en ripios o en prendas de guardarropía, o todo junto. Abundaban las incorrecciones gramaticales, los solecismos más estupendos especialmente, y la propiedad de las palabras andaba por los suelos. Y con todo esto, aún había allí algo peor, y era la pobreza de concepto y de frase, y algo peor todavía, la insignificancia de todo aquello, la ausencia total de vida, la tristeza lóbrega que causa la buena voluntad haciendo esfuerzos inútiles por suplir el ingenio y la habilidad artística con recursos extraños a la naturaleza de la poesía. Polimnia, la Musa de la Retórica, no pensaba en aquel momento en el autor bien intencionado; trituraba la comedia, en los comentarios que iba haciendo, como si fuese ella, Polimnia, hembra sin entrañas. Y dicho sea en honor suyo, aquella hermosura fría de sus facciones tomaba expresión y calor de pasión noble y comunicativa, según se engolfaba en su discurso. Hasta Hermes comenzó a mirarla con interés. Cañete sonreía, con la cabeza un poco torcida, en señal de irónico respeto; parecía estar esperando una pausa de la irritada y elocuente Musa para meter la meliflua cucharada y anonadar a la diosa del Pindo, en buenas palabras, con los eufemismos de ordenanza y con la cortesía a que juzgaba acreedora a Polimnia por Musa y por hembra. Y vociferaba ella:

—¡En mí no hay encono de ningún género! ¿Por qué he de querer yo mal a este joven, a quien ni de vista conozco; que, según he oído decir, ha dado en otras ocasiones pruebas de discreción y buen gusto? ¿Que ha hecho una comedia mala? ¿Y qué? Una de tantas. Tampoco me irrito contra los gacetilleros, que no son más que un eco material de las galerías… en las que incluyo los palcos y las butacas. Mi cólera descarga sobre la crítica, sobre usted singularmente, Sr. Cañete, que, diciéndose representante de la censura ilustrada, concienzuda, basada en principios científicos, en severa disciplina retórica, en erudición escogida, en la sabia experiencia de lo selecto, en la parsimonia prudente y justiciera del crítico ducho en tales juicios y de sangre fría, gracias a los años, se ha dejado llevar como los demás por la corriente de la opinión impuesta, no se sabe cómo, ni a punto fijo por quién siquiera, y ha elogiado La fiebre del día, y ha pronosticado para su autor triunfos, laureles, y hasta ha copiado con fruición versos y más versos de la comedia infeliz, sin pararse a ver que lo mismo que copiaba era mala prosa disfrazada de poesía. Sr. Cañete, usted que habla de decadencia del arte y recuerda los tiempos de los Comellas a cada paso, ¿por qué un día y otro día elogia obras dramáticas incorrectísimas, anodinas, absurdas por lo insustanciales, símbolos de la nada artística? ¡Señor Cañete!…

La musa echaba espuma por la boca; y como se puso en pie de un salto y dio un paso hacia el crítico académico… Hermes y yo temimos que le quisiera pegar.

—Sosiéguese usted, señora, me atreví yo a decir; este caballero no lo ha hecho por mal.

—¿Y usted quién es?

—Señora, yo soy Clarín, el gran agradador de todos los Segismundos; y me gusta ver cómo va por la ventana el palaciego que lo merece; pero en esta ocasión, ni se trata de palaciegos, ni el caso es para tanto…

—¿Ha visto usted esta comedia?

—No, señora, yo no veo comedias nuevas hace algunos años, en buena hora lo diga, a no ser por rara excepción; y de alguna que vi me pesa, porque al autor le pareció mal que su obra no me hubiera parecido bien, ni medio bien; y me mandó dos padrinos para preguntarme si le había querido ofender, y yo le mandé otros dos  (porque hay que vivir con el mundo, y donde fueres haz lo que vieres) para que dijesen a los otros que no; que qué había de querer ofenderle; que Dios me librase. Ya ve usted, no se puede ver comedias.

—Pero al menos, ¿ha leído usted ésta?

—Sí, señora; el autor tuvo la amabilidad de mandármela al pueblo…

—¿Conoce usted al autor?

—De vista no; pero sé que es un buen muchacho, amante del arte, capaz de comprender que la crítica teatral en Madrid es cosa perdida. Si usted le llamara, y con buenos modos le fuera haciendo notar los defectos de su comedia…

—¿No cree usted que estará envanecido con los aplausos de estos señores?

—No lo creo; aunque no tendría nada de particular… porque tales han sido las alabanzas… Sin embargo, este caballero, a quien no tengo el honor de tratar, ha sido de los más parcos en el elogio.

—¿Cómo? ¿Le parece a usted poco lo que dijo?

—No, señora; me parece demasiado; pero otros han dicho mucho más.

—Pero esos tienen menos autoridad, y no están obligados, como éste, a saber lo que es escribir en verso…

—Señora, ¿se me permiten dos palabras? preguntó Cañete con una humildad, tal vez aparente, pero de todos modos de muy buen ver.

—Diga usted lo que quiera, pero sin imitar a los que imitan a los clásicos y sin rodeos y sin preámbulos… Porque esa es otra: escribe usted unos artículos que todo se vuelven introducción y decir qué es lo que vamos a hacer, y cómo lo vamos a hacer, a manera de opositor krausista… No, no señor; no consiento preliminares ni prolegómenos… ¡al grano!

—Pues bien, señora: ya que aquí se trata de un juicio en toda regla… comienzo por recusar al juez como mejor proceda en derecho y con el respeto debido; usted, señora, es la Musa de la retórica; pero aquí se trata de una comedia, y el juez competente es Talía…

—¡Alto el carro, señor mío! Aparte de que mi jurisdicción abarca los dominios de la mayor parte de mis hermanas, pues viene a ser el mío a manera de tribunal de alzada; en punto a comedias, yo puedo conocer de todo lo que al lenguaje y al estilo y a la forma métrica se refiere. Y aquí se me ocurre ponerme otra vez furiosa, recordando las mil sandeces que se escriben y publican por cien y mil majaderitos metidos a críticos y a autores respecto de la crítica al por menor, de la censura nimia, de la forma. ¿Qué quiere decir, tratándose de obras de arte en que la belleza se manifiesta en forma literaria, que es nimia la cuestión del lenguaje y del estilo? Tanto valdría decir que un pintor no necesita saber dibujo ni entender de colores. Sólo a los profanos, a los bárbaros, se les puede permitir que hablen con tono despectivo de la forma literaria, del material de este arte. En ningún país civilizado se tiene por cosa secundaria, si se trata de verso, el ritmo y la rima, si la hay, ni los demás elementos formales de la poesía, ni tratándose de prosa se olvida la gramática o se pasa por alto, ni las leyes del bien decir se arrinconan. Burlarse de las figuras, v. gr., es mucho más fácil que saber cuáles son; cometer solecismos y barbarismos, mucho más llano que averiguar en qué consisten. No son artistas, no lo serán nunca, no pueden serlo los que no tienen el sentido y el sentimiento de la forma como inseparable del objeto artístico y esencial en él como lo más esencial.

El crítico que al llegar a estas cosas se dice: aquila non capit muscas, es un ostrogodo, un silingo, un alano, un suevo metido a Quintiliano, es un salvaje, mejor dicho… Usted, Sr. Cañete, está a la cabeza de los que debieran dedicarse a colaborar en el Alcubilla, recopilación administrativa, y que, sin embargo, a pesar de sus excepcionales condiciones para el caso, se dedican a juzgar, como ustedes dicen, obras puramente literarias, como la Academia de Ciencias Morales y Políticas juzga, y da informes de libros de texto.

Hay críticas de usted, Sr. Cañete, en que parece que va a presentar, para obtener la absolución del autor de quien habla, el certificado de buena conducta y la cédula de vecindad del acusado. Para usted, como para otros muchos, es una gracia del poeta que el personaje tal o cual sea simpático o antipático

—Cuidado, Polimnia, que eso ya pertenece a la jurisdicción de Talía… se atrevió a decir Mercurio; no porque a él le importase la cuestión de competencia, sino por evitar el discurso de la Musa.

La verdad es que estábamos aturdidos con tanta charla.

Por fortuna, Apolo volvió a presentarse en aquel instante. Ya no estaba en mangas de camisa. Vestía cazadora corta, muy ajustada al cuerpo, de una tela para mí desconocida, de un color claro atrevido; pero que a él le sentaba bien. Era un real mozo, en efecto, lleno de vida, sanguíneo. Sonreía, sin duda de felicidad. ¡No lo extrañé! Del brazo izquierdo traía materialmente colgada a Venus, a la misma Afrodita en persona.

La cual, aunque os asombre, se parecería mucho a Sara Bernhardt, si Sara se convirtiese en una mujer hermosa y de buenas carnes, sin dejar de ser tal como es. Imaginaos ese milagro realizado, y así era Venus: su traje, de color de carne con polvos de arroz, era de corte semejante a los que suele lucir la gran cómica francesa, obra del capricho divino, forma talar de jitón griego, mezclada con pliegues y ondulaciones de coquetería moderna; en tal fruncido la línea pura defendía la honestidad, que un sesgo excéntrico y lúbrico convertía, por el contraste, en una picante expresión de latente lascivia; y a pesar de parecer el traje cortado y cosido por el más humano de los pecados capitales, la gracia y elegancia suprema del conjunto rescataban para el arte aquella divina estatua vestida, que sólo tenía de casta lo que tenía de bella.

Apolo y Venus, enlazados, apoyados suavemente uno en otro, hombro con hombro, inmóviles, no hacían más que sonreír y pasear la mirada distraída, llena de felicidad, de Cañete a Polimnia y de Polimnia a Cañete. Tal vez pensando en la dicha de amarse esperaban asistir a una riña de gallos como entremés gracioso de sus juegos de amor. Polimnia se había puesto de pies al ver entrar a Venus. Parecía una linterna apagada de repente; ya no brillaba en ella nada más que el reflejo indeciso del cristal de sus ojos, cargados de lectura. Seguía siendo hermosa, pero como la luna de día.

En cuanto a Cañete, ni más feo ni más guapo que antes, volvió los ojos al dios de Delfos implorando socorro.

Apolo así lo entendió, y benévolo, porque era feliz, exclamó:

—Polimnia, a lo que entiendo, este es el señor Cañete, un reincidente de mi mayor aprecio que yo te había destinado. Sí, Polimnia, el Sr. Cañete es para ti una buena proporción; si le otorgas tu mano, os pondré casa en Madrid, en la calle de Valverde. Hablaré a Cánovas para que se le dé a este caballero la Secretaría de la Academia… aunque haya que quitársela a Tamayo y Baus, para quien yo tengo reservados más altos destinos.

—Ni yo me caso con nadie, amado Apolo, ni el Sr. Cañete debe de estar dispuesto a casarse conmigo, ni en la calle de Valverde puede vivir Polimnia, la musa de la retórica, o sea el arte del bien decir.

—¡Señora! exclamó Cañete, metiendo dos dedos entre el cuello de la camisa y la bien señalada nuez. ¡Señora!…

—Señorita, dijo Apolo sonriendo.

—Concedido. Señorita, pude, mientras se trató de mi personalidad humilde, abstenerme, por respeto a las varias prerrogativas que en usted concurren, de contestar, siquiera fuese en legítima defensa, a los ataques durísimos de que he sido víctima; pude, y puedo, pasar en silencio ofensa tan grave como la de echarme a freír espárragos, que tanto vale mandarme a despachar expedientes en una oficina y a colaborar en una recopilación administrativa…

—¡Cómo! ¿Eso ha dicho Polimnia? gritó Apolo. ¡Oh, Sr. Cañete! Usted perdone… esta loca… esta… Polimnia, ¿cómo ha sido? ¡Qué apasionamiento! ¡Qué exageraciones! El Sr. Cañete, amiga mía, es un erudito que ha demostrado grandes conocimientos en varios… eso… en varios ramos del saber humano, y singularmente del saber académico. Yo… no recuerdo en este momento nada suyo… pero no importa, sé que es un erudito; me lo ha dicho Menéndez Pelayo, aunque no sé si en el seno de la confianza; pero él me lo ha dicho. Y este caballero… que es también español, acaso sepa… ¿Ha leído usted algo del Sr. Cañete, amigo… Cornetín?…

—Clarín…

—Eso, Clarín.

—Sí, señor; algo he leído… y aun algos…

—¿Y qué tal, eh? ¿Cosa rica, verdad?

Antes de contestar fijé la vista en el suelo, y me puse a dar vueltas al sombrero entre los dedos. Por fin, dije:

—Como útil… lo es algo de lo que ha hecho el Sr. Cañete… Debe haber de todo en literatura. Sus trabajos de erudito, dicen los inteligentes que son muy apreciables. Parece ser que sabe mucho de comedias antiguas, y aun de las modernas entiende más que cuatro o cinco gacetilleros que le hacen la competencia. Comparado con ellos es un águila…; pero comparado con un crítico de veras, lo que se llama crítico, que hasta tenga gusto y sepa distinguir el arte de todo lo demás, comparado con un crítico así… ya no es un águila, no, señor; pero siempre resultará que esta señorita, cuyos pies beso, ha estado demasiado fuerte con él… y con el autor de La Fiebre amarilla.

Del día, rectificó Cañete.

—Corriente; de la fiebre de marras.

—¿Y qué fiebre es esa?

Hubo que enterar a Apolo de la comedia, y hasta se leyeron algunos versos. Y el dios Esminteo, que lanza a lo lejos sus saetas y que es benévolo con los escritores malos por cierto escepticismo muy largo de explicar, arrugó el ceño cuando oyó versos como estos:

 

Es injusto hablar así

a quien mil veces te probó.

 

¡Re-Jove! gritó; ese verso no puede pasar. Yo perdono muchas clases de pecados; pero en punto al metro y a la rima, hilo más delgado; Euterpe, Terpsícore y Erato son mis favoritas, y en todo lo que sea medida, ritmo, compás, igualdad  de sonidos y soltura de movimientos, soy tan exigente como en los días de mis buenos Homéridas.

—Oye, hijo de Latona, prosiguió la Musa, que era quien leía; oye lo que un amante le dice a su amada, pintándole el cuadro de su felicidad en la pobreza que les aguarda.

 

Todos dirán:

—Mirad; esos se han casado

por amor; aún está vivo

ese afecto primitivo

que hemos supuesto agotado,

y en tanto nosotros dos

en nuestra casa estaremos,

y allí juntos viviremos

en paz y en gracia de Dios.

 

—¡Ave María Purísima! interrumpió Apolo, olvidándose de que era pagano.

 

—¡Qué veladas! ya verás

cómo a la luz del quinqué

a tu lado escribiré,

mientras que tú bordarás.

 

—¡Bien bordado! exclamó el de Claros.

 

—Y en aquel instante no

se oirá en nuestro aposento.
—Ese verso es como las Súplicas, cojo.

 

más que el leve movimiento

del péndulo del reló,

y el de nuestros corazones

que henchidos del mismo afán,

seguramente tendrán

iguales palpitaciones.

 

—¿Qué te parece? preguntó Polimnia triunfante.

—¡Acaba!

 

—Entonces te diré aquellas

palabras dulces y hermosas

que expresan tan grandes cosas

aún siendo tan breves ellas.

 

—¿Eh?

—¡Acaba!

 

—Mientras que tendré apoyada

en la mano la mejilla

y el codo sobre la silla

donde te encuentres sentada.

 

—¡Rayos y truenos! ¡Por las barbas de mi Padre! ¿Y eso se escribe y se aplaude en Castilla, en Madrid, en aquellos teatros donde hablaron aquellos poetas cuya lengua era digna de los dioses? ¡Donde quiera que se encuentre, sentado o de pie, a ese poeta, cójasele y tráiganle a mi presencia!…

—¡Calma, calma! dijo Polimnia sonriendo, serena y compasiva. El poeta no tiene la culpa de esto.

—¿Cómo que no?

—No, Apolo, no; él hace lo que ve, sigue el camino que le señalaron; los críticos le han dicho que eso estaba bien; ha oído alabar en otros tamañas atrocidades, escándalos de dicción semejantes, y se ha dejado llevar por el ejemplo y el mal gusto. El no saber gramática es pecadillo venial para la censura del día, y a los versos rastreros, zafios, ramplones, prosaicos y desmadejados, cacofónicos y cursis, nadie, o casi nadie, les conoce los defectos; y se llama naturalidad y sencillez la vulgaridad y hasta la chocarrería, la insipidez y la insignificancia. Al poetastro que zurce redondillas atrabiliarias, de aleluya, y romances de ciego, se le aplaude porque huye del lirismo impropio del teatro.

Los críticos de ahora no tienen gusto, ni oído, ni lectura sana y abundante; son incapaces de coger al vuelo en el estreno un solecismo o un verso cojo, o un hiato. Así como no hay en Madrid verdaderos críticos de pintura, porque no los hay metidos de veras en el arte y sus misterios, tampoco los hay para la poesía, que les parece a los más una antigualla inverosímil, con la que hay que transigir por ahora.

—¡Fuego en ellos! Razón tienes, Polimnia; la culpa no es del pobre mozo que escribiendo comedias malas no hace mayor mal que otros tantos; la culpa es de la crítica que se precia de sensata e instruida y de gusto, y aplaude tales adefesios.

—Vamos a ver, Sr. Cañete: ¿es esto castellano? dijo Polimnia, y leyó:

 

—Pero ¿murmuran las gentes?

—Unos a otros se desdicen.
¿Puede esto pasar? ¿Cabe desdecirse… unos a otros? ¿Le puedo yo desdecir a usted, ni usted a mí?

Y ¿qué dignidad de lenguaje es esta?

 

—Pero la voz general.

—Da a usted un bombo pasmoso

……………………………………………

que despilfarra el dinero

por darles en los hocicos.

 

—¡Basta! gritó Apolo; en mi presencia no se puede leer cosa así. Pasemos a otro asunto.

—Pero conste, prosiguió Polimnia, que si he hablado tanto y con semejante calor de esta infeliz comedia, no ha sido por ensañarme con el autor, joven simpático y capaz de escribir de otra manera… Si esta obra por sí no tiene importancia suficiente para que nosotros pensemos siquiera en que existe, por accidente tiene la importancia de haber sido piedra de escándalo, materia de absurdos elogios, en los que han demostrado notoria incompetencia y falta de aprensión multitud de críticos incapaces.

—Bueno, bueno; doblemos la hoja.

— III —

En aquel momento se oyó hacia el vestíbulo rumor de muchas voces, como el que suele estallar en los teatros, entre bastidores, cuando hay que fingir que el populacho se alborota.

—¿Quién está ahí? ¿Qué ruido es ese? preguntó Afrodita a Ganimedes, un tanto picada aunque sin dejar de sonreír. ¿Qué gente se me mete hoy en casa? ¿Quién ha traído a mi silencioso bosquete de Pafos estos ruidos del mundo necio, feo y aburrido? Por culpa de tus Musas ¡oh Febo! mancha la hermosura de mi mansión veraniega la presencia de todos estos mortales de ridícula catadura. ¿Quién anda ahí? ¿Quién grita? ¿Qué quieren?

—Señora, dijo Ganimedes, son los académicos de la lengua española que vienen a rescatar a su compañero Cañete (y Ganimedes, como un día la misma Venus en poder de Anquises, volvió la cabeza y humilló los ojos).

—Sí, dijo Hermes; dicen que está aquí prisionero y que se lo quieren llevar de grado o por fuerza.

—¡Hola! ¡Hola! exclamó Apolo: ¿conque esas tenemos? ¿de grado o por fuerza? A ver, que pasen esos caballeretes; y entiéndete tú con ellos, Polimnia.

Abriéronse de par en par las puertas del comedor, que la Academia llama triclinio, y entró la multitud académica hecha una malva, o una colección de malvas, y deshaciéndose en cortesías y zurdas genuflexiones. Iba delante de todos el conde de Cheste, con uniforme de capitán general; y con gran reposo en la voz y en los ademanes, parándose en medio de la estancia, dijo:

—¡Oh Febo! Quien quiera que seas de estos próceres que presentes veo, oye nuestra súplica, y antes permite que te dé un poco de jabón, como entre nosotros los inmortales de la calle de Valverde se usa. ¿Cómo te alabaré a ti, el más digno de alabanza? Tú eres ¡oh Febo! quien inspira los cantos, ya sea sobre la tierra firme que nutre las terneras, ya sea en las islas. Las empingorotadas rocas te cantan, y las cumbres de las montañas, y los ríos que se llevan a la mar en veloz corrida, y los promontorios que avanzan sobre los dominios de Anfitrite y los puertos. Por lo pronto, diré como te parió Leto o Latona, alegría de los hombres mortales, estando acostada cerca de la montaña de Kintios, en una isla áspera, en Delos, rodeada por las olas… Y de ambos lados el agua negra azotaba la tierra, empujada por los vientos que armoniosamente soplaban…

—Mi general, interrumpió Apolo, demasiado sé yo que me parió mi madre, y cómo fue; al grano…

—¡Oh! Tú que mandas, como Cánovas, a todos los mortales, a los de Creta y a los de la isla Egina, y a los de Euboia, ilustre por sus naves, y en el Atos, y en el Pelios, y en Samos, y en Lemnos… y en la divina Lesbos…

—¡Rejúpiter! ¡Por las barbas de mi Padre! Le he dicho a usted que se fuera al grano. ¿Qué ocurre? ¿Qué tenemos? ¿Qué tripa se les ha roto a ustedes?

—¡Tripa! ¡Oh, tripa! ¡Qué tripa! Hijo de Latona, que reinas en Claros, y en Micala, y en Mileto, y en la encumbrada Knidos, y en Cárpatos, batida de los vientos, y en Naxos y en Paros…

—¡Por Cristo vivo! Ahora mismo se me ate codo con codo a este loco rematado, y se me le meta en la cárcel…

—Prefiero el Erebo…

—¡Pues en el Erebo!… ¡Y hable otro y diga pronto lo que pretenden, que no estoy yo para templar gaitas!

 

Mientras en el director de la Academia se cumplían las órdenes de Apolo, se adelantó otro académico, de largas patillas, melifluo y negligente, y con voz en que silbaba una ligera ironía como una brisa retozona, exclamó:

—Preguntabas, divino Arquero, qué tripa se nos había roto; pues bien, se nos han roto las tripas de oveja que Hermes, que me escucha, ató, bien estiradas, a la sonora tortuga, el día feliz en que, inspirado, inventó la cítara; quiero decir, que se nos han roto las cuerdas de la lira académica; que un aire de descrédito corre por el mundo, amenazando derribar la literatura académica, matar la Musa oficial. Se te habrá dicho que veníamos en son de motín a rescatar a Cañete… no lo creas. Ya podéis freírlo; de la grasa de un Cañete nacerían ciento. Nosotros, además, tenemos un gran espíritu de cuerpo, pero unos a otros nos despreciamos; amamos la Academia y aborrecemos al rival literario. No nos importa el renombre personal de los nuestros, sino la fama colectiva. Venimos, pues, a ti para que pongas remedio a los desmanes de que somos víctima allá abajo. No se nos respeta. Hemos dejado de ser sagrados. El misterio de la autoridad ya no nos rodea. Un rey de derecho divino había delegado en nuestros antecesores la potestad de decir al idioma: «de aquí no pasarás;» la Inquisición ataba el pensamiento, y nosotros atábamos la lengua. Un escritor satírico, que no fue académico, y que por consiguiente no será inmortal, aunque lo sea, dijo un día: «la Academia es una autoridad cuando tiene razón.» ¡Deletéreo aforismo! Por ahí entró la muerte: la Academia, para ser, necesita tener razón, porque tiene autoridad. Discutirnos es matarnos. Yo no cobro para que me discutan. Si tú ¡oh Febo! amante de la virgen Azantida, no pones remedio a este oleaje de indisciplina, a este universal clamoreo de insurrección y a estos insultos de procaces bocas, te juro por la laguna Estigia, que es un juramento terrible, que todos nosotros dejaremos de crear el verbo nacional, abandonaremos nuestras tareas académicas, consentiremos que se pudra el idioma; siquiera, por tesón, sigamos cobrando dietas.

—Pero ¿qué es ello? ¿Qué pasa?

—Ello es que multitud de escritorzuelos desvergonzados se nos echan encima un día y otro, con pretexto de que nuestro Diccionario es malo; y es en vano que salgamos a la tela a defender la obra de los inmortales, porque a los que tal osamos nos descalabran singularmente, sin perjuicio de seguir minando el monumento maravilloso de nuestro léxico oficial.

—A ver, Polimnia: ¿qué hay de esto?

Sonrió Polimnia, y mirándome a mí de hito en hito, dijo:

 

—Este caballero, que es de por allá y no es académico, acaso esté más enterado que yo de esas menudencias, y nos podrá decir algo.

Ruboriceme al oír tal, como era de esperar, viéndome obligado a hablar entre tantos dioses y entre tantos académicos; y no pudiendo hallar mejor salida, porque la de la puerta estaba tomada, exclamé balbuciente:

—Señores… yo no soy digno… no soy quién… no soy nadie apenas; y aquí está el Sr. Balaguer, que es ministro y académico, y hombre de seso e imparcial. En España, a lo menos, no se hace caso del que no sea capaz de ser ministro, y a este señor, que lo es ahora, deben ustedes oírle si quiere hablar.

—¡Que hable, que hable! dijo Apolo.

Entonces Balaguer se distinguió de la multitud académica dando un paso adelante; y después de una ceremoniosa inclinación de medio cuerpo arriba, llena de dignidad, exclamó con voz de cuyo tono solemne no cabe dar idea:

—Apolo: señoras y señores: no voy a pronunciar un discurso. Se quiere saber mi opinión concreta sobre el punto o materia puesto o puesta (porque a mí no me duelen concordancias) a discusión. Entiendo yo, señores, que aquí viene como anillo al dedo recordar lo que yo decía acerca del realismo el año 82 en mi discurso resumen del Ateneo. He o hed aquí lo que yo decía en esa fecha memorable: «Señores, acerca del realismo decía yo en el año de gracia de 1864: todo lo ideal es real, todo lo real es ideal. Homero…»

—¡Basta, basta! gritó Apolo, con música de El Barbero de Sevilla. Por ese camino de citas retrospectivas va usted a llegar a la época del hombre alalo. Que hable otro.

—¡Otro! ¿Cómo? ¿Por qué? Esto es un desaire; murmuró Balaguer volviéndose a sus compañeros.

Arnau tomó sobre sí la tarea de enterarle de que no se trataba allí de lo ideal y lo real, sino del Diccionario.

Y entonces fue cuando Balaguer, haciéndose cargo al fin y al cabo, prorrumpió en aquella exclamación que lleva impreso el sello de su genio peculiar. Y fue lo que exclamó:

—¡Ah!

Se propuso a Tamayo que hablase él, y contestó en buenas palabras que no le daba la gana.

—¿No hay por ahí uno, preguntó Venus, que se llama Alejandro Pidal? Creo que es buen orador; a ver, que hable ése…

—Señora, dijo Alejandrito; con mil amores… pero soy un padre de familia con diez u once hijos, y además, padre de la patria; y estoy muy ocupado, y lo que es al idioma… por mí… que lo esquilen; lo que yo quiero es quitarle un estanquillo a Torono, porque me lo llevó mal llevado; y aplastar la cabeza de la víbora provincial, digámoslo así, que allá en mi tierra me está minando la influencia… Yo soy un chico listo, no lo niego, y guapo, y buen creyente a ratos, y hablo bien; pero… mi carrera es la de cacique. Déjenme a mí sembrar credenciales y recoger votos, que lo demás es vanidad de vanidades y todo Ruiz Gómez.

—Que hable el marqués, dijo Catalina el amarillo.

—¿Qué marqués? preguntó Mercurio.

—El marqués hermano.

—Dirá usted el de las Dos Hermanas…

—No, señor, no; el marqués de Pidal, hermano de Pidal el que no es marqués…

—¡Eso sí que no! grité yo. Antes de tolerar tamaña oratoria, prefiero sacrificarme; yo hablaré, puesto que Polimnia me ha escogido, por lo mismo que no soy académico.

—Sea, exclamó Apolo.

—Señores, no voy a pronunciar un discurso, como decía el Sr. Balaguer el año 64; en esto (y Dios quiera que en nada más) me parezco a Balaguer; no soy orador. Pero no tengo pelos en la lengua, en buena hora lo diga. Yo creo que la Academia ni pincha ni corta. Creo más: que en la Academia hay muchos hombres ilustres de verdad, unos por un concepto, otros por otro, algunos por varios. Pero da la pícara casualidad de que esos señores ilustres no toman cartas en el asunto del Diccionario. Uno de ellos me decía a mí, no ha mucho: «El Diccionario es muy grande y nadie lo puede leer todo.» Y es verdad; muchos de los disparates de abolengo que figuran allí, no han desaparecido porque no los ha visto nadie. Los señores académicos quieren que su obra tenga un mérito extraordinario, no por su valor intrínseco, sino por un derecho privilegiado; pues bien, ya se sabe que los derechos privilegiados son de interpretación estricta; in dubiis contra fiscum; in dubiis, digo yo, contra Academiam. Vamos a ver, ateniéndonos a una interpretación estricta de la lógica en sus leyes y reglas relativas al crédito del testimonio ajeno, vamos a ver en qué puede fundar la Academia su pretensión de filóloga indiscutible…

—Usted me dispense, dijo interrumpiéndome un académico muy fino a quien yo no conocía; la Academia no pretende ser indiscutible, no se tiene por infalible; lo que no puede tolerar es que se la tache de ignorante y se la compare con los pollinos y se la insulte como la ha insultado desde las columnas de El Imparcial Antonio Valbuena…

—Dispénseme usted a mí, interrumpí yo; pero el tono con que se ha contestado a Valbuena, y las artes que se emplearon para levantar una cruzada contra él, demuestran que la Academia tomaba muy a mal las censuras, sólo por ser censuras. Ella dice en el prólogo de su libro que admite advertencias, vengan de quien vengan, pero esto no basta; es necesario que las admita vengan como vengan.

Supongamos que los adalides de la Academia llegaran a demostrar que no había un solo académico que tuviera pelo gris en el vientre: ¿y qué? No era eso lo que se discutía. Supongamos que se prueba que a Escalada o Valbuena se le va la burra cuando maltrata a los autores del Diccionario: ¿y qué? Con eso no se demuestra que los disparates apuntados no sean disparates; los defensores han creído que era probar a sabiduría académica demostrar tal o cual equivocación de Escalada. ¡Aberración insigne! La multitud de palabras que queda visto que están plagadas de errores en el Diccionario, ahí se están tan llenas de disparates después como antes de atacar en falange macedónica a Valbuena. Esta ha sido la gran ilusión de los académicos en tal contienda; han creído que por aniquilar, si tanto podían, —que no pudieron,— al enemigo, que era un caballero particular, aniquilaban los adefesios que él había hecho patentes. No hay tal cosa; los adefesios demostrados, que son muchos, no dependen de la autoridad del censor; el mismo bobo de Coria que dijese que los pollinos no siempre tienen el pelo gris, tendría razón contra los siete sabios de Grecia. La Academia está obligada, si quiere cumplir su deber, a admitir todas las lecciones que se le den, délas quien las dé y délas como quiera que las dé; si entre cien insultos viene una lección buena, hay que admitir la lección. Nadie me negará que algunas de las advertencias de Escalada (yo creo que muchísimas) están en su punto; exigen una rectificación en el texto del Diccionario oficial. ¿Va a dejar de hacerse la variación necesaria por ser Escalada el que la enseñó? ¿Va a ser castellano en adelante lo que no debe serlo, sólo por mortificar a Valbuena? Esto es absurdo. Pues si la Academia toma el otro camino, el único justo, el de seguir las lecciones de su censor y cambiar lo que se debe cambiar, conforme él demostró, no parece bien que se ponga tanto empeño como se ha puesto en probar que Escalada es un ignorante, un entremetido, etc., etc. ¿Que en tal o cual palabra no ha lugar a las rectificaciones de Escalada? Corriente, pues no se hacen. ¿Que Escalada se excede en la forma, al censurar? ¿Y eso qué? Al país no le importa eso; lo que le importa es que el Diccionario diga lo que debe decir; de los errores y de las malas formas de un caballero particular no tiene para qué cuidarse. Esta desventaja siempre la tendrá la Academia cuando luche contra cualquiera que le demuestre que ha cometido un lapsus. Lo único que interesará al público será este lapsus de la Academia, no los de quien no cobra por hablar bien.

Y dejando esta digresión, a que me ha traído ese señor académico al interrumpirme, diré que sí es verdad que la Academia sufre mal que se la discuta; yo mismo soy prueba viviente de ello. Porque me consta, aunque no me lo han dicho las personas que intervinieron en el asunto, que cuando yo publiqué ciertos articulejos contra ciertas etimologías de la Academia, no faltó estiradísimo académico que descendiese a ocuparse en impedir, si podía, la inserción de mis humildes renglones insurgentes; y se necesitó la energía de quien yo me sé y el estar el tal muy por encima de las vanidades académicas, para que los dichosos artículos no se quedaran en las pruebas. ¡Vaya, vaya, señores, que todo se sabe!

Sí; se sabe todo. Hasta se sabe cómo se hacen los diccionarios y las gramáticas en las Academias; y hasta cómo se hacen muchos académicos. Y se sabe, porque lo dicen algunos de los mismos inmortales que se ríen, como Cicerón arúspice, de su inmortalidad con librea, y se la buscan por otra parte más segura y más independiente. Y para que no se diga que vengo con chismes y cuentos, en vez de citar con vivos y españoles, como pudiera, citaré con un muerto extranjero; y conste que lo que dice Sainte—Beuve, de la Academia francesa, madre de la criatura, de la nuestra, se puede decir, y ainda mais, de la Academia Española. Es el caso que Edmundo Goncourt ha publicado hace poco un Diario en el que él y su difunto hermano Julio copiaron sus conversaciones con los literatos eminentes de Francia; y entre otras, algunas de las que solían tener con Sainte—Beuve, el primer crítico de su tiempo. En uno de aquellos paliques íntimos, el autor de Volupté, el eminente escritor de Los Lunes, decía hablando de la Academia francesa: (Leo): «Hay sesiones, cuando Villemain2 no está allí, que comienzan a las tres y media y se acaban a las cuatro menos cuarto. Si no hubiese un hombre de iniciativa como Villemain, aquello no marcharía.

«…Lo mismo es Patin para el diccionario; no lo hace bien, pero lo hace, y sin él no se haría nada. No es esto mala voluntad de la Academia, es ignorancia. El otro día, a propósito de la palabra chapeau de fleurs, M. de Noailles ha dicho que era una palabra desconocida, que él no la había encontrado en ninguna parte. Y es que no ha leído a Teócrito.

«¡Ahí tienen ustedes! Y lo mismo que en esto, sucede en todo. No conocen un nombre nuevo desde hace diez años. Y además la Academia tiene un miedo atroz a la bohemia. De hombre que ellos no hayan visto en sus salones, no hay que hablarles; le temen, no es de su esfera. Por lo mismo Autrán tiene probabilidades de ser nombrado académico. Es un candidato de baños de mar. Se le ha encontrado en las aguas de… etc…» (Hablado): Todo esto que yo traduzco se puede también traducir de la realidad francesa a la realidad española. ¿Quién me niega que, v. gr., Catalina es un académico de aguas?

En la Academia Española también se hace el Diccionario él solo, o gracias a unos pocos aficionados; ¡y cómo se hace! Por aparentar (y por cobrar), los inmortales se juntan de cuando en cuando y pasan revista a unas cuantas palabras para ver si están limpias o no, y votan si aquello es español o deja de serlo.

¡Decidir por votación si un vocablo pertenece a una lengua o no pertenece, si cabe admitirlo o no! ¡Cuán lejos está semejante proceder de aquella historia natural de las palabras que el buen Horacio exponía en fáciles y elegantes versos!

Horacio recuerda en la expresión clara, enérgica y precisa a los ilustres jurisconsultos de su pueblo, que nos han dicho, hablando del valor de las costumbres en general: mores sunt tacitus consensus populi longa consuetudine inveteratus. El poeta, refiriéndose a la vida del lenguaje, escribía:

 

…..Licuit, semperque licebit

Signatum praesente nota producere nomen.

Ut silvae foliis pronos mutantur in annos,

Prima cadunt: ita verbarum vetus interit aetas,

Et, juvenum ritu, florent modo nata vigentque.
«Fue y será siempre lícito (permítaseme la traducción, porque alguno me oirá que no sepa latín) introducir en el discurso palabras que lleven el sello de la novedad.

»Como las hojas de los bosques se mudan al correr de los años, y caen primero las que primero brotaron, así las palabras antiguas se marchitan y mueren, y otras nacen y florecen vigorosas.»

Pues diga lo que quiera el amigo de los Pisones, nuestros académicos deciden por votación qué hojas del bosque han caído y cuáles han brotado, en vez de tomarse el trabajo de darse una vuelta por la selva para ver lo que en realidad sucede. A la Academia le pasa con las palabras lo que a la iglesia con la ciencia moderna (con la diferencia de que la Iglesia ya sabe lo que se hace). Roma no admite que la tierra gire alrededor del sol hasta principios del siglo XIX, cuando ya a la tierra la van dando ganas de pararse; la Academia no tolera ciertas palabras hasta que ya el uso las va abandonando. ¿Qué criterio tiene la Academia para admitir o desechar palabras? Probablemente ninguno.

Un republicano exaltado, amigo mío, me aseguraba que la Academia es sistemáticamente reaccionaria.

«Lo prueba, me decía, en la palabra presidente; después de explicarla en cuantas acepciones se le ocurren, la deja para el apéndice por lo que toca al presidente… de la República. En cuanto al club, dice que es sociedad clandestina generalmente; y, por último, cuando se trata de elegir un académico federal, así, como de limosna, en vez de elegir, como era natural, al jefe del partido, elige a D. Eduardo Benot, un capitán ilustre, pero no jefe…»

Interrumpiome Venus, riendo a carcajadas la salida de mi amigo el federal; no sé si riendo de buena fe o por enseñar los dientes.

—Ahí tienes, dijo el académico de las patillas ¡oh, Apolo! una prueba de nuestra imparcialidad: la Academia cuenta en su seno hasta federales…

—Pero no es el jefe, advirtió Venus.

—Mi federal, añadí yo, decía que tal elección era contraria a la disciplina del partido; y aunque esto sea un disparate, lo cierto es que ya que los académicos tuvieron el valor de votar a un federal, pudieron haber escogido, no por jefe, sino por ser quien es, a D. Francisco Pi y Margall, del cual pueden decirse muchas cosas, pero no negarle una rectitud moral muy hermosa, y un gran talento, y una ilustración vastísima y escogida. No niego al Sr. Benot servicios suficientes para merecer un puesto en la Academia, ni se los negaría aunque sólo llegasen a tal distinción las verdaderas notabilidades; es más, protesto enérgicamente contra el chiste frustrado de otro amigo mío, según el cual el Sr. Benot es un sabio de segunda enseñanza; pero es lo cierto que los méritos literarios del Sr. Pi son todavía superiores a los de su ilustrado correligionario.

—Queda discutido ese incidente. Siga usted, dijo Apolo.

—Decía que, en mi sentir, la Academia no tiene un criterio constante para hacer su Diccionario. Tratar este asunto con todo el detenimiento que merece, es empresa superior a mis fuerzas, e impropia de la ocasión.

—Gracias, interrumpió Apolo, mirando a Venus, sonriente.

—Sólo haré algunas indicaciones desordenadas respecto de los principales puntos del debate como si dijéramos.

Hasta los salvajes siguen alguna ley, reflexiva a veces, para la transformación del lenguaje; así, nos habla Max Müller de la prohibición que hay en muchas tribus poco cultas de usar las palabras que tengan tales o cuales analogías con el nombre del rey últimamente muerto. Nuestros académicos ni esto han discurrido; Cánovas podía haber mandado que se prohibiera usar palabras semejantes a las primeras sílabas de su apellido sagrado, poniendo en entredicho, verbigracia, las voces ¡canastos! canesú, canícula, canónigo, canuto, etc., etc.; pero no lo ha hecho, porque no se da por muerto todavía. En la discusión de los defensores anónimos de la Academia con Valbuena, se apuntó la idea de que la ilustre Corporación admitía todas las palabras que se encuentren en nuestros escritores castellanos, por antiguas que sean, porque así se puede saber lo que han querido decir aquellos señores. Este criterio latitudinario, que consistiría en embarcar de todo, sería absurdo, no sería siquiera criterio; pero además no es cierto que la Academia lo siga. Con la arbitrariedad que la distingue, conserva, como anticuadas, muchas palabras del más remoto castellano, pero prescinde —y hace bien en esto, es claro— de muchísimas voces de este género, de la inmensa mayoría de ellas. Para convencerse de ello, basta coger un vocabulario de los que suelen acompañar a los libros escritos en español vetusto, verbigracia, el que acompaña a ciertas ediciones de Mío Cid, o el de Las tres toronjas de amor, etc. etc., y a ver cuántas de aquellas palabras figuran en el Diccionario; y de fijo no faltan sus equivalentes actuales. La Academia, en esto como en otras muchas cosas, carece de idea sistemática y carece de método; pero en tal particular casi se le debe agradecer que no haya sido consecuente, porque ¡dónde íbamos a parar con un Diccionario del siglo XIX que contuviera todas las escorias, todos los detritus, de las trabajosas tentativas de nuestra lengua bárbara y balbuciente en tiempos de informe literatura; todos los conatos desgraciados, todas las torpezas, todos los tropiezos del benemérito saber de clerecía! Pero, a falta de criterio, no se puede negar que la Academia tiene una preocupación, lo que podría llamarse la arqueomanía; se enamora de todo lo viejo, y toma por buen castellano antiguo todo lo que figura en libros muy vetustos, sin que esté probado que, además de antiquísimos, sean buenos. ¿Qué les parecería a los académicos de hoy de un Diccionario de la Academia que se hiciera dentro de diez siglos, y en el cual se admitieran como anticuadas las palabrejas innobles que hoy aparecen en ciertos libros y comedias y periódicos, vocablos que no pueden ser ni serán españoles nunca? ¿Creen los inmortales de allá abajo que todos los libros que se conservan de la Edad Media, sólo por conservarse, merecen ser tenidos por fuentes del verdadero castellano de entonces? La Academia toma por bueno un barbarismo, sólo por usarlo escritor antiguo. ¡Absurdo! También Bremón llegará a ser antiguo y pueden caer sus escritos en manos de los académicos del siglo XXX (suponiendo que por entonces los haya) y asegurar el Diccionario que en tales tiempos se haga que pretencioso era palabra española en el siglo XIX, porque la usaba Fernández Bremón, escritor muy bien relacionado. —Si fuéramos tontos, podríamos pasar por eso de que todo lo que puede leer un académico en cualquier librote viejo fue español legítimo en algún día… Y en verdad, tratándose de aquellos tiempos, de aquella civilización, ¿quién podrá negar legitimidad a tal o cual palabra, y negársela a otras? Semejantes pretensiones recuerdan los vocabularios que los misioneros curiosos e ilustrados escribían entre los salvajes; cuando después de veinte años volvían los buenos apóstoles a visitar a sus antiguos huéspedes, se encontraban con que el idioma había cambiado en gran parte y el vocabulario apenas les servía.

No eran salvajes, ni mucho menos, nuestros queridos antepasados, los que comenzaron a sacar el español del latín corrompido y de varios elementos germánicos, orientales, etc.; pero tampoco se puede desconocer la inseguridad que había en las formas intuitivas del nuevo lenguaje, la variedad anárquica que dominaría. Sucedería entonces en el castellano incipiente lo que hoy con el bable, recuerdo de aquellos tanteos lingüísticos; el bable varía de comarca a comarca, de valle a valle, de parroquia a parroquia; de esto puedo hablar yo, por eso, porque soy de la parroquia. No ha mucho que he tenido carta de un joven sueco, profesor en Upsala, que fue a Asturias, a mi tierra, a estudiar el bable, y que de vuelta a su Universidad me consulta a menudo sobre varias menudencias del romance asturiano; pues bien, si quiere decir algo seguro, tiene que ir preguntando cómo se llaman las cosas en tal región, en tal pueblo del Principado, porque la variedad es indefinida. Lo que es fácil hacer hoy con el bable, porque vive, aunque agonizando, no cabe hacerlo con el español inicial, pues no basta la consulta de unos pocos libros; y lo que se saca de los estudios actuales del bable, es que las cosas se dicen en asturiano tan legítimamente de un modo como de otro… y se dicen de muchos modos.

Pero ¿qué ha de saber a punto fijo la Academia de tan remotos días, si aun de los actuales sabe tan poco y tan mal por lo que se refiere a provincialismos? En esta materia habría que aplicar algo parecido a la teoría de Sainte—Beuve acerca de los académicos de baños o de Caldas. Se van nuestros inmortales a dar una vuelta por el distrito, v. gr., o a darse tono en el pueblo meramente, o a bañarse o a lo que sea, y vuelven a Madrid muy morenos, oliendo a tomillo, sanos y frescos… y con un cargamento de provincialismos gratuitos. ¿Y quién le va a negar al Sr. X., que ha pasado tres meses en la provincia de Z., y que es diputado por allí, verbigracia, o ha estado tomando leche de burra en un pueblo de aquella región, que allí se habla como él viene asegurando? Provincialismos de Asturias hay en la última edición del Diccionario que ya deben de ser de Pidal. Debe de habérselos mandado algún agente electoral suyo, que le engaña en glosología lo mismo que en elecciones. Así, por ejemplo, dice el léxico oficial: Ablano, provincial de Asturias, avellano; y no hay tal cosa, porque en Asturias, al avellano se le llama así, y en bable (que no es provincial asturiano, como el gallego no es provincial de Galicia, ni el catalán castellano provincial de Cataluña), en bable se dice ablanal, y si ustedes quieren ablanu, y en todo caso, ablanu o ablano, eso sería bable y el bable no figura en el Diccionario, ni debe figurar. En cambio es provincial de Asturias arcea (chocha perdiz), y el Diccionario no lo sabe; y cien y cien palabras más.

Si la Academia no tiene un criterio, en cambio tiene muchas debilidades; y así, no se niega a admitir las palabras que le imponen los tenaces, los audaces, los entrometidos, los pretendidos especialistas, y las autoridades civiles y militares.

Por lo menos malo, porque se admiten palabras sin estudiarlas, es por cortesía. Los académicos son muy capaces de despellejarse por la espalda mutuamente; pero allí, en sesión, cara a cara, reina la urbanidad más exquisita, y todos están dispuestos a ceder ante el que insiste. Un terco, un pedante, un hombre influyente, tienen allí la seguridad de imponerse al Diccionario. Se declara española una palabra, porque se empeñó en que lo fuera D. Fulano, que es muy pesado, que es muy tenaz, que es muy pedante, o que manda mucho, o todo junto. Le dice, verbigracia, Cánovas a Pidal: —¿Quiere usted que hagamos castellana la palabreja canovístico en el sentido de cosa magnífica, esplendorosa? —Corriente, dirá Pidal de fijo; haga usted castellano lo que quiera, y de su lengua un sayo; a lo que no hay que tocarme es a los distritos de mi tierra… allí no entra nadie, ni admito cambios; en el castellano, meta usted lo que quiera, hasta a Toreno, si cabe.

Pues otro ejemplo: se presenta el Sr. Silvela, (alias Velisla), con la amabilidad del mundo, suave, non chalant, como Shara, belle d’indolence; aprieta la mano a moros y cristianos, sonríe a todos, y dice: —Señores, ¿tienen ustedes la bondad de admitir la frase Silvela, Silvelijo y su hijo, en vez de aquello de Lepe, Lepijo y su hijo? con la nueva expresión se recordará en adelante lo listos que han sido en esta vida efímera todos los Silvelas nacidos de madre… ¿Se aprueba? Y claro, se aprobará.

¿Y qué diré de los sabios, de los especialistas? ¿Qué se le puede negar a un hombre que se presenta jurando por su honor que sabe hebreo, y caldeo, y siriaco, y… pentateuco, como diría el otro? Podrá creerse en el fondo del alma que no lo sabe tal; pero ¿cómo decírselo? y sobre todo ¿cómo probárselo? «—Señores, todo lo que tenga que ver con los israelitas, dejármelo a mí, que fui a la escuela con los doce hijos de Jacob. ¡Nadie me toque en las lenguas que se leen al revés! ¡Todo eso es cosa mía!»

¿Qué ha de decir a eso Catalina, v. gr., que quiso traducir de francés a español una comedia de Feuillet, y la vertió en silba?

A los hebraizantes que se presentaren podría examinarlos con suficiente competencia el doctor García Blanco… si fuese académico. Pero no lo es. Ahí está la gracia. García Blanco, con sus genialidades y todo, sabe hebreo de veras; podrá ver abultada la importancia y la influencia de esa lengua, y creer demasiado en ciertos simbolismos, etc., etc.; pero es innegable que sabe hebreo.

 

¿Quién se ha acordado de él para hacerle académico? Nadie. No lo es; no lo será. Como no lo es D. Lázaro Bardón que sabe mucho griego, a pesar de todas sus extravagancias. Yo no niego su mérito a los helenistas que hayan trabajado en la última edición del Diccionario, pero puedo asegurar que muchos dislates que han pasado en la materia greco—española, no hubieran ocurrido si Bardón hubiese tomado a su cargo eso.

La mayor parte de los académicos están a oscuras en materia de filología propiamente dicha; ni han estudiado la ciencia del lenguaje como hay que estudiarla para sacar partido de ella en aplicaciones a la gramática y al léxico del idioma nacional, ni conocen las lenguas sabias ni otras muchas que es necesario conocer para meterse en honduras de lingüística. La Academia viene a ser, en asuntos de diccionario, y especialmente de etimologías, lo que sería un jurado popular conociendo en materia de técnica jurídica: un ciempiés.

Esto viene a reconocerlo la misma docta Corporación en el prólogo de su diccionario, cuando declara que su trabajo no puede ser perfecto porque es obra de «muchos con igual señorío.» (Véase el citado prólogo, que por cierto abunda en faltas de gramática y de lógica, y dice varias veces cosa distinta de lo que quiere decir.) Es obra de muchos caballeros, unos entendidos, más o menos, en la materia filológica, y otros ignorantes, pero todos con voz y voto, con igual señorío. Esto es absurdo. Todos sabemos, y no hay para qué andar con tapujos ni hipócritas atenuaciones, todos sabemos cómo se hacen los académicos; que si de tarde en tarde se impone la opinión pública y a regañadientes se admite en la Academia a un Castelar, a un Zorrilla, a un Echegaray (no sin que voten en contra muchos), lo usual es que venza la cábala reaccionaria, o mejor, la cábala de la envidia y del orgullo, y se afecte despreciar a los escritores que el pueblo aclama, diciendo, como aseguran que se dijo tratándose de Galdós: «No queremos que los gacetilleros nos impongan un candidato.» Y ¿a quién se prefiere? Al que no hace sombra, a un poeta de administración subalterna, a un autor silbado, al primero que pasa, al académico de aguas, o al político con ridículas pretensiones de literato, o al intrigante vanidoso, o a un sobrino de su tío… Sea enhorabuena; que hagan lo que quieran, allá ellos; pero que no pretendan que se les haga caso, ni se les tome en serio como padres del idioma. En vano quieren taparnos la boca presentándonos en la lista de los académicos algunos nombres de veras ilustres, porque la mayoría la constituyen las medianías y las nulidades, y además, porque en la tarea que la Academia tomó a su cargo ni esos hombres ilustres tienen autoridad suficiente para hacer callar a los demás ciudadanos que ven y oyen y leen y estudian.

Zorrilla y Martos, verbigracia, son ilustres, admiración de todo el que entiende español; el uno en verso, el otro en prosa, hacen maravillas con la lengua castellana; pero ni Zorrilla ni Martos son filólogos, ni ganas, ni se paran en barras en materia sintáxica, ni se han dedicado al estudio de las fuentes históricas del idioma. Y lo mismo se puede decir de casi todos los académicos que son eminentes literatos, oradores, o lo que sean. ¿Qué sucede con esto? Que las medianías presuntuosas, los pedantes incapaces de crear, se imponen. Yo sé sánscrito, o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; y todos se separan y le dejan pasar, y exclaman: ¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca. Al que dijo que sabía siriaco se le encomienda todo lo que huele a cosa oriental, todo lo que se escribe con arabescos, como decía un académico, y llegado el caso, todos votan con él, y cuanto dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resulta? Que la opinión de un Juan Particular, que si hubiese escrito por su cuenta y riesgo, tendría meramente el valor que tuviesen sus argumentos, se convierte en el ukase lingüístico del Estado; porque el Estado hace suyo lo que dicen los académicos, y la Academia da su visto bueno a lo que ha dicho aquel Juan Particular. Y esto no puede pasar en nuestros tiempos. Y no pasa. Estamos en el secreto, y nos reímos. Y nos llaman irreverentes. Pensar que pueden servir hoy instituciones inventadas y aclimatadas por palaciegos de los Borbones franceses, y acogidas por éstos con entusiasmo porque les daban nueva materia para su tiranía, es pensar en lo imposible. Un día, en 1626, se le ocurre a un monsieur Valentín Conrart, consejero y secretario del rey, tertulio del hotel Rambouillet, reunir en su casa, una vez por semana, a unos cuantos literatos, y así se funda la Academia francesa, madre de la nuestra, puesto que ya se sabe que la Academia Española es un galicismo viviente. Los primeros que frecuentan la tertulia literaria de Conrart son Godeau, Gombaud, los Habert, Girey, Serizay y Milleville; como se ve, ningún inmortal verdadero. Más adelante, Richelieu tomó bajo su amparo la invención de Conrart, y ya tenemos fundada la tiranía oficial de la literatura, que ha de ser en lo sucesivo la pretensión invariable de aquella Academia, y de su hija la Española, en cuanto nazca. El cardenal se atribuye el derecho de aprobar los Estatutos de la Academia en 1635, y tras mil vicisitudes que no son del caso, llega la sapiencia cortesana ante los pies del rey Sol, que se digna acoger bajo su planta   —64—   poderosa a los procuradores, más o menos auténticos, de las Musas. Pellisson ha dicho, al contemplar tantos cambios, que se le figuraba «ver esta isla de Delos de los poetas errante y flotante hasta el nacimiento de su Apolo.» (Su Apolo era Luis XIV.) Luis XIV, en efecto, empezó a mandar en la Academia, como en todas partes, y entre otras cosas, dispuso que todos los académicos fuesen de la misma categoría, es decir, la igualdad de los súbditos ante el sultán: Catalina y Castelar disfrutando del mismo señorío, como dice nuestro Diccionario. Véase si los absurdos vienen de lejos. Demasiado sabéis ¡oh dios de Claros y compañía! para qué sirvió la Academia a poco de creada; pero tal vez lo ignore alguno de estos inmortales de la calle de Valverde. Pues sirvió para que Richelieu, que envidiaba y aborrecía a Corneille, le persiguiese por medio de los sabuesos académicos, echándolos sobre él y sobre sus obras inmortales. Y, en efecto, Scudery, a más de otros, se arrojó sobre el gran poeta y escribió sus Observaciones críticas acerca del Cid; y no contento el Cardenal vengativo, obligó a la Academia a publicar un informe titulado Sentiments de l’Acadèmie sur le Cid, redactado por Chapelain, que ponía como ropa de pascua, en nombre del Gobierno, la obra del trágico eminente…

—¡Oh! ¡Que no fueran éstos aquellos tiempos! gritó interrumpiéndome un académico, adulador de Cánovas, y este país aquél, y nosotros como Scudery y Chapelain, y Cánovas un Richelieu, y el rey de España un Luis XIII, o mejor un Luis XIV. Lo que en son de censura dice este mal gacetillero, iluso foliculario ¡oh Apolo! que has dejado llegar a tu presencia, en son de alabanza lo digo, y amplío, y comento, y parafraseo yo, que deseara ver redivivos aquellos hombres y aquellas costumbres. Añada, añada en buen hora ese cornetín desafinado que Luis XIV hacía a sus palaciegos literatos escoger a los grandes señores de la corte ignorantes y necios, para ocupar los sillones vacantes de la Academia, postergando a los escritores insignes que el rey miraba con malos ojos. Es cierto, y eso honra a la Academia francesa, y a Luis XIV. Verdad es asimismo que todo un Boileau debió el llegar a ser académico, no a sus méritos, pues muchos enemigos tenía, sino a la protección del ilustre rey—sol; y no es menos exacto que Lafontaine no pudo ser nombrado hasta que consiguió el perdón del gran Luis que dijo: «Vous pouvez recevoir incessamment Lefontaine; il a promis d’être sage.» Estas humillaciones del ingenio ante el poder son necesarias para el buen gobierno del Estado y para el orden de las letras; si ahora viniesen Pérez Galdós, y Pereda, y Federico Balart, y Adolfo Camus, y Pi y Margall, y otros, y se prosternasen ante D. Antonio Cánovas ofreciéndole y jurándole ser prudentes, buenos chicos, ¿qué dificultad habría de tener él en dejar que los hiciesen académicos? Ninguna. Porque la envidia sabría disimularla y vencerla, a fuer de hombre de Estado y de mundo. Sí, Apolo, lo digo muy alto; lo que hace falta es regenerar las letras por medio de la ley marcial, y si no se adoptan medidas draconianas, todo esto se lo lleva la trampa.

—Vamos a ver; proponga usted lo que le parezca más urgente, dijo Apolo, que estaba de buen humor, porque se había acabado mi discurso, contra sus temores.

—Propongo, dijo el académico, que se ahorque a este bicho insurgente que ha tomado aquí, en tu presencia augusta, la defensa del libertinaje literario.

—Bueno, se ahorcará a Clarín, no por eso, sino por la broma de haber estado hablando tanto tiempo después de decir que sería breve. ¡Rayo en él! ¿Y qué más?

—Es preciso descuartizar al Sr. D. Antonio Valbuena, autor del libro «Fe de erratas del Diccionario de la Academia», que se está vendiendo a todo vender en España y en América.

—Se descuartizará al simpático Escalada, o Venancio González, y se quemará su libro, si queda algún ejemplar en las librerías, por mano del verdugo. ¿Qué más?

—También debe perecer de mala muerte el bachiller Francisco de Osuna, que ha publicado un folleto titulado «De academica coecitate,» pretendiendo demostrar que la Academia no sabe hebreo ni otras muchas cosas tocantes a las lenguas… y a las manos, v. gr.: dónde tiene la derecha…

—Morirá como los otros. ¿Qué más?

—Mueran también D. Eduardo Echegaray y D. Antonio Sánchez Pérez, y otros varios que han puesto reparos al Diccionario de la Academia.

—No quedará vivo ninguno de esos que dices. Y ahora, ¿qué más pedís?

—Ahora pedimos a Cañete.

No pudiendo contenerse por más tiempo, gritó Polimnia, que o hablaba o reventaba:

—¡Fuera de aquí turba incivil, espanto de las Musas, ingenios almidonados, sabios hueros! ¡Fuera de aquí, digo, y llevaos en hora buena a vuestro Cañete, que ni está preso, ni lo estuvo, ni sirve para nada donde nosotros estemos. Y decid a los de allá abajo, a los batuecos, que aquí no comulgamos con ruedas de molino, y que la Academia es cosa que nos hace morir de risa, porque todas las diosas y todos los dioses estamos en el ajo; pero no confundáis las especies, ni troquéis los frenos, ni lo echéis todo a barato; que los inmortales verdaderos sabemos distinguir y poner sobre nuestra cabeza a los grandes ingenios, aunque sean académicos; y no creáis que por acá se comete la injusticia de tener en poco a hombres como Castelar, Campoamor, Valera, Núñez de Arce, Tamayo, Menéndez Pelayo, Echegaray, Zorrilla, Alarcón, etc, etc. A éstos se les quiere a pesar de ser académicos, y sabiendo que muchos de ellos lo son por compromiso… Por lo demás, yo pudiera aún ajustaros las cuentas, si no fuera porque Apolo tuerce el gesto y ya ha agotado su paciencia este desventurado Clarín con su discurso largo y desordenado, donde faltó lo principal…

—Señora, usted dispense; pero a mí se me ha destripado el cuento; yo iba pasando mis cabras una a una y me quedaba la mayor parte del rebaño de mis argumentos de este lado del río…

—Pues ¡ira de Dios Trino y Uno! aunque este juramento sea contra mis intereses, que yo no he de tolerar más discursos, y juro por el Olimpo y por todos los montes de la tierra, a fuer de Apolo, que aquí nadie me ha de hablar ya más de veinte palabras seguidas, palabra más o menos… ¡Ea! Despejen ustedes el comedor o triclinio, o como ustedes quieran llamarlo, señores académicos, y llévense a Cañete, y no parezca por aquí ninguno de ustedes en su vida, ni tampoco por ninguna de mis posesiones de Delos, Claros, etc., etc. Venus, vamos a dar un paseo.

—Conste, me atreví yo a gritar, crinado Febo, que yo no había terminado mi acusación fiscal, y que en el buche no ha de quedárseme, y que a la primera ocasión posible he de encajarla.

—Pues, mira no sea delante de mí, o te hago ahorcar, como lo tengo prometido.

Ganimedes y Mercurio, por orden de Apolo, barrieron los académicos que se mostraban rehacios para marcharse; y lo mismo fue salir ellos, que entrar muertas de risa todo el coro de las sagradas Musas.

Debo advertir que el único académico de los buenos que se había presentado, Tamayo, se había escabullido rato hacía.

— IV —

No pudo, por más que quiso, librarse el dios Esminteo de la compañía de las Musas, las cuales, entre jarana y bromas de colegialas en asueto, resolvieron merendar en el campo, en un claro del bosque de Afrodita.

Fue Erato la que con más calor defendió el proyecto. No estaba fea la Musa de la égloga y otras canciones, con su sombrerito de paja de Italia inclinado sobre el ojo derecho. Era alta, garrida, y aunque de encantos algo ajados, como las flores del sombrero, rodeábale un ambiente de frescura y de olores campestres que confortaba. Era muy amiga de risitas, carcajadas, saltos y carreras; pero en su alegría graciosa había de cuando en cuando paradas en falso, repentinas inquietudes, calderones de melancolía, por decirlo a lo músico. Después de Terpsícore y de Euterpe, era la Musa que Apolo más quería. La diosa del baile, sentada a los pies de Venus, estiraba sobre el pavimento una pierna vestida con calzón de punto color de carne, musculosa y muy bien dibujada. En el rostro de Terpsícore, moreno y de ojos negros, inocentes y dulces, con fuego a ratos en las pupilas, no había más expresión que la de la fuerza física, graciosa y dócil; tenía algo la Musa del hermoso caballo de carrera vencedor de cien rivales. Febo, de vez en cuando, sonriendo a Venus, se acercaba a sus rodillas, tomaba en ellas la cabeza de Terpsícore, allí apoyada, y cogiendo por la barba a la Musa, la hacía mirarle y sonreír también como lo haría un buen perro de caza, si pudiera. No había en Terpsícore la enfermiza exaltación de Erato que inquietaba; por eso Apolo amaba más a Terpsícore.

 

Y gritaba Erato, algo envidiosilla, viendo a Febo acariciar a su hermana:

—Atención, atención; fuera mimos y atención al programa: merendaremos sobre la hierba y se comerá a la antigua, no como dioses, sino como los hombres que un tiempo habitaron la inmortal Hellas.

A Erato se la dejó el cuidado de disponer la fiesta vespertina; y como era ya la hora de la siesta, las Musas se retiraron al gineceo, que no estaba en el piso alto, diga lo que quiera la Academia; Apolo se fue con Venus no sé adónde, y como todos se olvidaron de mí, Hermes, compasivo, me dispuso un lecho en el pórtico sonoro de jaspes bien pulimentados, como a huésped que era, aunque indigno.

Se durmió la siesta, y cuando ya la tarde preparaba al sol blando lecho en las lejanas ondas del mar, cubiertas con edredón de abultadas y esponjosas nubes de púrpura; y los primeros soplos de la brisa mitigaban el calor estivo, Febo, Afrodita, Hermes y las nueve Musas buscaron en el sagrado bosquete un claro bien tapizado de flores y menudo césped, y tendiéndose en corro sobre el campo, distribuidos en platos de oro los ricos manjares, comenzaron a comer con los dedos, y a beber, en vez de néctar, vino de la tierra, es decir, Chipre, que Ganimedes extraía de una a manera de bota que dirían en Jerez, pipa pequeña que allí se llamaba pizos, y estaba apoyada y un poco hundida en la tierra. Ganimedes sacaba el Chipre del pizos en ánforas de panza muy abultada que llamaban udria y calpis, y de las ánforas iba a dar el líquido generoso en las botellas, que se llamaban cotones y bombilios, y eran como nuestros frascos de viaje; y de tales recipientes, sin intermedio, caía en las sedientas fauces de los dioses toda aquella humedad bienhechora. Sólo Polimnia bebía, por ser correcta en todo, en un vaso, en un esquifos ático. Se comió y bebió mucho, primero en silencio, después entre carcajadas, gritos y conversación alegre, que jamás consentía Apolo que degenerase en discurso, ni menos en brindis.

Cuando ya llegaban a los postres, Apolo se volvió hacia mí, que con permiso de Afrodita y por encargo de Mercurio había servido de pinche a Erato, directora de aquel olímpico banquete.

—¡Oh tú, mísero mortal! dijo el dios: entre tanta maravilla como nuestra presencia te ofrece, ¿qué es lo que más te pasma y a mayor envidia te provoca?

—Pues lo que más os envidio es la ausencia de brindis, y lo que menos la ausencia de cucharas y tenedores; porque no hay cosa más sucia que comer con los dedos, ni más sana que comer sin discursos.

 

Riose Apolo, pidió café y cigarros, apoyó su codo en el regazo de Venus, estiró las entumecidas piernas, y dijo a Terpsícore que bailase un poco. No se hizo rogar la Musa, y empezó a hacer cuantas maravillas cabe que se hagan, expresando con los pies y los saltos y las contorsiones de todo el cuerpo y el ritmo de los movimientos variados, sensaciones tan poco complicadas como profundamente humanas. Euterpe, alegrilla, batiendo palmas, acompañaba el baile con polos del Parnaso que eran de oír; y en tanto las otras Musas disputaban con calor hablando a un tiempo, mientras Hermes, borracho o a medios pelos, de bruces sobre el césped, se divertía imitando con la voz el zumbar del tábano y escarbando con una hierba larga y barbuda las orejas de Polimnia, a quien el fuego de la polémica no dejaba atención libre para rascarse o sacudirse.

Erato, un poco separada de las otras, hablando sola, pues nadie le hacía caso, miraba a las nacaradas nubes, recostada sobre un montón de hierba fresca que había segado Hermes con las alas sutiles del talón de oro; y decía la Musa del sombrero de paja de Italia:

—Digan lo que quieran, yo soy la poesía más amable, y aunque mis atributos no estén bien definidos y en esto haya confusiones y disputas, de mi jurisdicción es, sin duda, el dulce cantar de la naturaleza, donde se mezclan los ayes de los pastores enamorados, auténticos o no, y los arpegios de las aves con el bullicio de las hojas que entre sí conversan en el bosque, y con el rumor suave de la brisa que rueda sobre las mieses y la hierba crecida, inclinando los tallos en graciosos movimientos…

—¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Quién perora? preguntó Apolo, amostazado, incorporándose.

—Soy yo, ingrato Apolo; Erato, que hablo conmigo misma, o con las flores, y las nubes, y las ramas de estos árboles, si quieren escucharme.

Entonces, metiendo la cucharada, me atreví a decir (después de acercarme con respeto a la Musa de lo que llaman los pedantes y otras personas poesía lírica, y algunos ¡rayo en ellos! subjetiva), digo que me atreví a decir:

—Erato, pues con las flores y las nubes y los troncos hablas, no desdeñarás que yo, un mortal, un hombre, te oiga y hasta responda si quieres.

—¿Hombre, dijiste? Mírate y pálpate bien, y advierte si eres hombre o literato, que no es lo mismo.

—Hombre me soy, amiga mía, y bien seguro estoy de ello, que no pocos años llevo de aprendizaje en el arte, difícil para quien lee y escribe, de no dejar la calidad humana para convertirse  en puro hombre de letras, que, como ello mismo dice, no es hombre de carne y hueso. Y porque soy hombre me acerco a ti, y mientras tus hermanas disputan, prefiero oír lo que tú dices y cómo te quejas, si tienes de qué, como creo.

—¿Que si tengo? ¿Que si me quejo? Quéjome del mundo entero, y de tu tierra singularmente. Yo amo el campo, amo la vida en valles y montes, por sotos y praderas; pero tu tiempo me olvida, y cuando cree cantar en mis dominios, llora en otros que no conozco; mira cuál será la tristeza del mundo que yo misma suspiro, porque ya nadie, o muy pocos, ríen conmigo. De tu siglo se dijo (un gran poeta sabio lo decía, Humboldt), que había comprendido mejor que siglo alguno el amor de la naturaleza, su santa poesía; algo habrá habido de esto en algún caso y en ciertos respectos; pero los poetas que a la naturaleza se vuelven en estos días, vienen todos picados del romanticismo.

—Divina mordedura…

—Es un veneno.

—Es unción.

—¿Tú eres romántico?

—A mi modo. Pero aunque no lo fuera; reconozco los bienes que el romanticismo nos trajo.

—Yo también; mas para mí fueron daño. Erato no se compadece con el lirismo triste, egoísta, que sale al campo a pedir al rocío y a la aurora que lloren con él…

—¿Pues no lloraban los pastores y no pedían a los ríos y al mismo cielo lágrimas para acompañar su llanto?

—Sí pedían y sí lloraban; mas aquello era otra cosa; no lloraban sino por una ingrata, o por ausencias, o por muerte de la zagala querida, o por desdenes, o por celos, o por rivalidades; no lloraban por cansancio de la vida, ni por quejas del hado, ni por inquietudes misteriosas o recónditas lacerías del ánimo; no hacían filosofar a la naturaleza, ni siquiera la llamaban así, como yo misma hago ahora, para que se me entienda. Yo no te niego que haya belleza en la poesía naturalista de nuestros poetas románticos; pero que no digan que esa belleza la inspira esta Musa… no; el amor espontáneo, inmediato, inocente y dulce de bosques, riberas, prados, montes, valles, cuetos y cañadas, vegas y ríos, ventisqueros y lagos, mar y cielo, alegrías campestres, melancolías de la tarde, terrores o misterios de la noche, esperanzas de la mañana; todo eso les falta, y el dolor que vierten sobre la naturaleza como una libación sobre una víctima, adultera los cantos más hermosos, envenena la tierra con lágrimas.

—No disputaremos por eso. Pero suponiendo que tengas razón en cuanto a los románticos, no la tendrás acaso respecto de los poetas modernísimos que de la naturaleza hablan también. Pensando como tú, muchos de ellos pretenden desterrar toda emoción… subjetiva (así dicen, aunque está mal dicho) y cantar el mundo físico por él solo, y tal como es, impersonalmente, reflejando como en un espejo sus bellezas.

—Sí, sí, ya conozco también a esos. Tampoco me entienden, aunque se creen de nueva cepa; por lo que a mí importa son tan románticos como los otros. Son los naturalistas, los impávidos, los formistas, los esculturales, los pesimistas, los nirvanistas… ¡Ay, pobre Erato, qué tengo yo que ver con ellos! No es impasibilidad lo que yo pido, ni que el poeta pretenda mirar las cosas del mundo con la serenidad de un dios; no necesita el artista dejar de ser hombre, como se figuran muchos ahora. Además, entre los poetas modernísimos que se creen desligados de la tradición y de la herencia romántica, hay preocupaciones idealistas, aunque ellos lo nieguen; y ese mismo impersonalismo, y sobre todo el tecnicismo, la ciencia y el arte descriptivos tomados como objeto inmediato y único, la transcendencia metafísica que casi siempre late en las obras de esos autores, sea para blasfemar, o para dudar, o para resignarse, son elementos extraños a la verdadera poesía natural,  según esta Musa la entiende y la inspira…

—¿Conoces a Leconte de Lisle, Erato?

—¡Pues no he de conocerle! Y le estimo y reconozco grandes méritos; allá, en el Parnaso, tiene muchísima fama; y Apolo, las pocas veces que se digna hablar de estos asuntos, se hace lenguas del sucesor de Víctor Hugo. ¡Ya lo creo! Pero ¿qué quieres? Tampoco ese entra en mis reinos sino de tarde en tarde y por muy pocos momentos. Es muy sabio y es muy pesimista para que pueda servirme a mí. Es de los que más valen, de los que aman de veras la naturaleza y la sienten y la entienden; pero la transporta también, como la transportaba la poesía india, a una especie de pasmosa teogonía panteística, deslumbradora, grandiosa, sublime, pero triste al cabo… sí, triste. Y por ahí me viene a mí la muerte… es decir… la muerte no, porque soy inmortal; pero si la agonía, una agonía eterna: ¿habrá mayor suplicio? —Un día Venus, paseándose con Apolo entre estos árboles, no sospechando que yo los espiaba, dijo hablando de mí: —Esa chica está tísica…; y lo dijo sonriendo con desprecio. ¡Si vieras, pobre mortal, qué tristeza sentí! ¡Una tísica inmortal! Tú no puedes comprender esto… Mi exaltación, mis alegrías, son tristes, extremadas, sin motivo; este volver de la imaginación y del deseo al pasado, a un pasado remoto, enterrado para siempre sin remedio, todo  ello nace de mi enfermedad; una tuberculosis espiritual que me viene de Oriente… acaso… —Maya, la divina Maya, la ilusión suprema es bella, deslumbra; los poetas hacen alarde de contentarse con su hermosura, ¡pero es ilusión! En otro tiempo, cuando yo reinaba en Occidente, Maya no era ilusión, ni se hablaba de estas diferencias entre la realidad y el sueño; más bien se tomaban los sueños por realidad también; de la Mitología habíamos hecho un mundo real: ahora, con la influencia de Oriente, de la realidad se hace una mitología… Por eso yo me consumo, porque no puedo vivir de resignación poética, de misticismo triste y en el fondo ateo; mi reino era la naturaleza como ser real y sin más transcendencia que su hermosura; las sensaciones que ella sugiere y los afectos naturales y humildemente humanos entrelazados en las canciones, como la hiedra al olmo, a la inspiración de la naturaleza misma. ¿Me entiendes? Yo, a lo menos, te hablo con todos estos términos bárbaros y aborrecibles, de una abstracción helada, para que me comprendas… y me compadezcas… Soy una pobre tísica… ahí tienes, y una tísica que no puede morir. ¡No muero, agonizo eternamente!

Calló la musa; miró a Febo de soslayo, temerosa de que el dios la reprendiese por sus lamentaciones; y después de encoger los hombros con gracia y cambiando de tono, me preguntó, creyendo que mudaba de conversación y en rigor hablando de lo mismo.

—Y en tu tierra, ¿tenéis ahora muchos buenos poetas?

—De los que tú quisieras, ninguno. Buenos de otro modo, muy pocos.

—Ayala ha muerto, ¿verdad? Algunas poesías de ese algo se acercaban a lo que yo necesito; pero la sensualidad predominaba demasiado. Su imaginación fresca y original, espontánea, su pasión cierta y viva, su gusto exquisito en la forma y un sentido poderoso para escoger lo noble en el idioma, mas un don singular de abundancia y novedad en la expresión poética, le daban grandes ventajas para vencer a muchos contemporáneos de los que pretenden ser grandes poetas líricos con propia inventiva, con fuerza avasalladora…; pero ni insistió Ayala en cultivar tales facultades, ni trabajó ni estudió bastante. Además, el teatro y la política le arrastraron por otros caminos. Pero sí, créeme: si hubiera insistido en la poesía lírica, como decís vosotros, tal vez hubiera sido de los míos; porque esa misma sensualidad excesiva, con los años se hubiera modificado, convirtiéndose en parte a otros objetos y acabando en un equilibrio sano y hermoso. ¿Me entiendes?

—Creo que algo.

—Por lo demás, tenéis buenos poetas: ¡ya lo creo! Campoamor… no es de los míos ni con mucho, ni él lo pretende; pero es grande, ¿quién lo duda? mucho. Yo no soy injusta. No nos entendemos, pero le admiro. Es de su tiempo. Allá él, buen provecho.

Calló otra vez la Musa y se asomaron a sus ojos dos lágrimas. Y después de un silencio triste, añadió: —También admiro a Núñez de Arce; pero también ese es de su siglo. Dudas, grandes problemas, ¡puf! ¡Su siglo! ¡Vaya un regalo! ¿Y tú? ¿También eres de tu siglo?

—Yo no soy poeta.

—Pero ¿eres de tu siglo?

—Procuraré meter la cabeza en el que viene, y si me gusta más que éste, seré del otro.

—¡Quién sabe, quién sabe si yo!… Mas dicen que la tisis no tiene cura. Pero oye; yo no te quería hablar de Campoamor ni de Núñez de Arce, ni de Zorrilla… no era eso; de estos ya sabía yo antes que tú nacieras. Te preguntaba por los nuevos, por la esperanza. ¿Hay en tu tierra esperanza de poetas nuevos?

—Musa, yo, según me hago viejo, me voy volviendo al pasado. Mi esperanza son Garcilaso, Fray Luis de León, éste sobre todos, y otros pocos.

Tembló la Musa estremecida por un recuerdo.

—¡Luis de León! Si yo te dijera… Yo viví muchos años enamorada de él, y celosa del cielo, de vuestro cielo cristiano. Así como hubo un Fernando de Herrera, estúpido doctor que quiso convertir en religiosas las poesías eróticas de Garcilaso, y donde el cantor de la flor de Gnido había dicho Salicio, él puso Cristo, yo, por el contrario, convierto para mi solaz las poesías religiosas de Fray Luis en profanas, y le tengo por uno de los míos, porque su misticismo es profundamente humano; la tristeza con que mira hacia el suelo rodeado de tinieblas, no le impide ver y sentir la naturaleza tal como es ella, con íntima emoción y conciencia de su belleza y de su realidad. Sí, sí: por multitud de razones que no es del caso explicar ahora, yo sé que Fray Luis, sin dejar de ser poeta cristiano y bien cristiano, es también poeta mío, como apenas los hay ahora. ¿Me entiendes?

—Creo que sí. Por eso yo te decía que mi esperanza está en esos poetas, por lo que a España toca.

—Es decir, que no confías en la juventud.

—Nuestra juventud no es poética.

—Pues fuera de España sí, hay jóvenes poetas…

—Ya lo sé; aunque decadentes y poco amigos de tus gustos, fuera de España los hay…; pero en España no.

—Tal vez tienen la culpa ésas…

—¿Quién?

—Clío, Caliope y Polimnia. Tanto se habla entre vosotros de escuelas, de retórica nueva, de la prosa que mata al verso, de la novela, de la verdad como inspiración única, del fin educativo del arte naturalista, etc., etc…, tanto se revuelve todo ese polvo de confusas doctrinas, de pretensiones pedantescas, que no extraño que la poesía se esconda… ¡Oh! Los tiempos son tristes. Mira al buen Apolo: ¿no observas con qué displicencia oye hablar del arte? Ha perdido la fe; no cree en las letras; prefiere a Venus, la hermosura viva; dice que la mujer hermosa es la poesía natural y perenne…; y entre las Musas ¿cuáles escoge? La música y el baile, Euterpe y Terpsícore, una visionaria y una idiota ágil y robusta, de piernas de acero y cuerpo de culebra… Terpsícore, la idea en los pies, y Euterpe, la idea por las nubes. No pensar, sentir y moverse, eso es lo que Apolo quiere, cansado ya de su inmortalidad monótona… Y aun a mí me tolera porque dice que soy sencilla; pero esas otras le apestan.

Calló la Musa, perdida entre sus melancólicas reflexiones.

Yo reanudé la conversación, diciendo:

—Musa, sea lo que quiera del porvenir del arte, por lo que importa a España, yo no creo que la falta de poetas jóvenes se deba principalmente a las necedades que se predican contra el lirismo y contra el verso. Esas tonterías más o menos cubiertas de erudición curiosa, podrían intimidar o persuadir a un alma pequeña, a un versificador por antojo; mas a un poeta verdadero, ¿cómo habían de convencerle críticos superficiales ni tosco vulgo de que la poesía había pasado de moda? Poetas hay en otros países donde también se predica esa doctrina absurda, que se ríen de ella o protestan indignados con elocuentes defensas de la poesía, o con poemas hermosos que prueban más que mil disquisiciones doctas. El mismo Leconte de Lisle, de quien antes hablábamos, ¡con qué soberano desdén ha venido protestando desde sus primeros cantos contra ese prosaísmo invasor que quiere hacer del arte una democracia absurda, un renacimiento bárbaro que sería un crimen de lesa humanidad! —En España, Erato, no hay poetas nuevos… porque no los hay; porque no han nacido. Nuestra generación joven es enclenque, es perezosa, no tiene ideal, no tiene energía; donde más se ve su debilidad, su caquexia, es en los pruritos nerviosos de rebelión ridícula, de naturalismo enragé de algunos infelices. Parece que no vivimos en Europa civilizada… no pensamos en nada de lo que piensa el mundo intelectual; hemos decretado la libertad de pensar para abusar del derecho de no pensar nada. ¿Cómo ha de salir de esto una poesía nueva? ¿Ves ese pesimismo, ese trascendentalismo naturalista, ese orientalismo panteístico o nihilista, todo lo que antes recordabas tú como contrario a tus aspiraciones, pero reconociendo que eran fuentes de poesía a su modo? Pues todo ello lo diera yo por bien venido a España, a reserva de no tomarlo para mí, personalmente, y con gusto vería aquí extravíos de un Richepin, satanismos de un Baudelaire, preciosismos psicológicos de un Bourget, quietismos de un Amiel y hasta la procesión caótica de simbolistas y decadentes; porque en todo eso, entre cien errores, amaneramientos y extravíos, hay vida, fuerza, cierta sinceridad, y sobre todo un pensamiento siempre alerta…

 

Vegeter c’est mourir, beaucoup penser c’est vivre.

 

No tenemos poetas jóvenes, porque no hay jóvenes que tengan nada de particular que decir… en verso. Para los pocos autores nuevos que tienen un pensamiento y saben sentir con intensidad y originalidad la vida nueva, basta la forma reposada y parsimoniosa de la crítica, o a lo sumo la de la novela… El arrebato lírico no lo siente nadie… Ahí no se llega…

Iba a interrumpirme Erato, que tenía cara de decir muchas cosas, cuando estalló en el corro de la otras Musas un gran estrépito, y acudimos a ver lo que era.

Y era que Clío y Caliope andaban a la greña, algo borrachas, y tuvo Apolo que levantarse a poner paces y entender en el litigio.

— V —

Clío, la primera y más venerable de las Nueve, tenía sujeta a Caliope por el moño, y no quería soltar mientras la inspiradora de la poesía épica no confesase que la novela, género literario que los antiguos no dedicaron a ninguna musa en particular, pertenecía a quien inspiraba la historia que era ella, Clío.

Caliope juraba que primero se dejaría hacer tajadas que renunciar a la novela, que era cosa suya; y citaba, entre otras, la autoridad de don Luis Vidart.

En vano Polimnia quería poner paces vociferando que a ella correspondía dirimir la contienda; nadie le reconocía competencia, y Hermes, que se divertía mucho con el garbullo, atizaba la discordia diciendo:

—Yo creo que hay argumentos favorables a la pretensión de Clío, por más que no le faltan a Caliope razones en que apoyar su derecho; por lo cual, y no siendo aplicables al caso las reglas de la jurisprudencia para los conflictos entre dos derechos, no hay más remedio que recurrir a la ordalía, y que midan ambas Musas sus fuerzas; sea el moño de cada cual el símbolo de la novela, y la que se quede con el pelo de su enemiga en las manos, esa venza. Por lo pronto, la victoria se inclina del lado de Clío, que ya ha hecho presa… y ya se sabe aquello de beati possidentes.

Entonces fue cuando acudió Apolo al ruido; se le enteró de todo, y quiso oír a las partes, obligándolas previamente a renunciar a la manus injectio, es decir, haciendo que soltara Clío el moño de Caliope, y Caliope el polisson de Clío.

Había empezado la disputa con motivo de dos escritos recientes de literatos españoles, a saber, los artículos de Valera acerca del Arte de escribir novelas, publicados en la Revista de España, y las conferencias dadas por doña Emilia Pardo Bazán en el Ateneo, tituladas: La revolución y la novela en Rusia.

De uno y otro trabajo se había hecho lenguas Polimnia, que era quien los había leído; y había alabado en el de Valera la gallardía de la forma, la copia, la variedad y selección de la lectura, la originalidad de muchos juicios y la profundidad de la doctrina acá y allá esparcida, sin pretensiones de orden ni de rigor didáctico, pero con más alcance del que podían comprender lectores vulgares o distraídos. En cuanto a las conferencias de doña Emilia Pardo Bazán, declaraba Polimnia que ella las firmaría sin inconveniente, y alababa, sobre todo, la oportunidad del intento.

—¿Y qué dicen de la novela en cuanto género? había preguntado Hermes, que deseaba ver enzarzadas a Clío y a Caliope. ¿Dicen que pertenece a los dominios de vuestra hermana mayor, o al dominio de la poesía épica, o a ninguno de ellos?

—Nada dicen de eso; pero a lo que se deduce de la doctrina respectiva de uno y otro autor, según Valera, la novela no debe acercarse a la historia, pues ésta lleva la verdad por delante, y aquélla para nada la necesita; en cambio, la escritora coruñesa da tal importancia y carácter utilitario e influencia social a la novela, que lógicamente podría Clío sostener que, de ser este género según esa señora dice, es un modo de historia de la actualidad.

¡Aquí fue ella!… Las dos Musas que se disputaban la novela, comenzaron a gritar y a perorar, como procurando cada cual apagar las voces de la otra. Más altas sonaban las de Caliope; pero bien se conocía que Clío tenía aliento más largo y tardaría más en cansarse de vociferar sus excelencias y el derecho que la asistía.

Y así fue que, cuando ya la diosa de la poesía épica había callado por no poder más, la Musa de la Historia continuaba diciendo:

—Repito y repetiré cien veces que me importa mucho recabar mi jurisdicción sobre la novela, ya que éste es el género más comprensivo y libre de la literatura en los días que corren; y como no hay para la novela Musa determinada, yo debo ser quien la dirija; porque así como se ha dicho que la estadística es la historia parada, yo creo que la novela es la historia completa de cada actualidad, no habiendo, en rigor, entre la historia y la novela más diferencia que la del propósito al escribir, no en el objeto que es para ambas la verdad en los hechos. Regiones hay del arte en que novela e historia casi casi se confunden, y es allí donde el historiador y el novelista se propusieron fines poco menos que semejantes; así, como ejemplo de gran distancia entre la historia y la novela, podríamos citar un cronicón apelmazado y soso, escueto y pelado de la Edad Media, y compararle con Amadís de Gaula o con las Sergas de Esplandián; en el cronicón no hay más que la verdad monda y lironda de los hechos, sin arte, sin orden didáctico, sin propósito ideal; nada más que algunos hechos desnudos y de la realidad más superficial, de lo que cae en el campo de observación del más vulgar testigo de la vida ordinaria; en el libro de caballerías no hay más que fantasía, el valor de verdad se desprecia aun en su elemento más compatible con la invención, o sea en la verosimilitud; lo que menos importa es, no ya que aquello haya sucedido, sino que haya podido suceder; aquí, el único mérito que nada importa es el de la verdad y aun posibilidad de los hechos; en el cronicón, el único valor positivo es la realidad de los hechos apuntados. Pues ahora, el ejemplo contrario: la historia, según la entienden y escriben algunos grandes historiadores modernos que tienen facultades de filósofos y artistas, v. gr., Renan; y la novela, según la escribe Flaubert, y en cierto modo, según la escribe Freitag; en la Vida de Jesús, en Los Apóstoles el arte de resucitar la vida de nombres y tiempos remotos se vale de medios y tiene propósitos análogos a los que emplea en sus obras arqueológicas el autor de Salammbo y Herodias; y es de esperar que cuando el novelista se haya llegado a penetrar más todavía del fin educador de su arte, y el historiador comprenda mejor todavía los misteriosos infalibles recursos de la visión poética, para evocar la más aproximada imagen de la realidad pasada; es de esperar, digo, que entonces sean mayores las semejanzas de novela y de historia, y ha de estar a veces en muy poco, muy poco, la diferencia. Nada de esto se puede entender bien cuando no se tiene la fe profunda en la verdad y en su belleza; llegará un día en que será un crimen de lesa metafísica el pretender que pueda haber superior belleza a la de la realidad; la realidad es lo infinito, y las combinaciones de cualidades a que lo infinito puede dar existencia, ofrecen superiores bellezas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo. Y si a esto se me quiere objetar aprovechando aquel argumento de Hegel, que consistía en decir: El hombre es capaz de crear lo más bello, y esta no es idea impía, pues al fin el hombre será a su vez obra de Dios, y por ende Dios creador de lo más bello también, mediante su criatura, el hombre; si este argumento se quiere aprovechar transformándole y diciendo: Aunque la realidad en su infinidad puede producir incalculable belleza, como el hombre y su fantasía son parte de esa realidad, puede estar en la fantasía del hombre lo más bello entre toda la realidad bella; a eso contestaré que es una suposición gratuita el señalar a semejante parte infinitamente determinada del mundo real lo mejor de la realidad en cuanto belleza; pues quedan infinitas probabilidades en el resto del mundo a favor de otras cosas que pueden ser más bellas que los productos de la fantasía humana; y esto será lo más verosímil, pues el hombre sólo se mueve en esfera muy limitada, aun cuando más libremente sueña, y quedan  por fuera de la posibilidad de sus combinaciones fantásticas mundos de relaciones infinitas, cuya belleza él no puede sospechar siquiera. ¡Oh, no! La mayor belleza no la compone el sujeto soñador, que así pronto se agotaría el manantial de lo bello artístico; de fuera adentro, de la realidad a la fantasía, viene la savia del arte, y toda otra forma de vida es anuncio de muerte. La verdad, ese cielo abierto al infinito que tenemos ante estos estrechos agujeros de los ojos, es la fuente de belleza, y por eso la novela, la forma más libre y comprensiva del arte, se da la mano con la historia, penetra en sus dominios; y yo, Clío, que soy la Musa de Tucídides y de Plutarco, debo ser la Musa de Cervantes y de Manzoni.

—Todo eso estaría bien, amada Clío, interrumpió el crinado Febo, si no fuera un exclusivismo tan erróneo como todos los exclusivismos. Bien sabe Zeos, mi Padre, que me pesa dar lecciones de estética; pero no siento darlas de tolerancia, de espíritu expansivo. Sí es cierto que hay género de novela que viene casi a confundirse con la historia, así como hay modo de escribir historia que es obra de arte casi casi novelesco; no te niego que la verdad comporta más poesía, por comportar más belleza que cuanto cabe que invente el hombre, y esto por las razones que oscuramente has pretendido alegar; pero no toda la historia necesita ir por ese camino, ni, y esto sobre todo, la novela en general es como tú dices, pues ha habido, hay y habrá siempre novela puramente fantástica, aspiración de la idealidad, reflejo del puro anhelo, que será tan legítima como la más instructiva, profunda e histórica creación del novelista más concienzudamente enamorado de la realidad y su belleza. Por eso hubo, hay, y seguirá habiendo, novelas que, más que a Clío, se acerquen a Caliope, al poema épico. Pero así como digo esto y sostengo la legitimidad de aquellas fábulas que poco o nada se cuidan de respetar la verdad, o sólo respetan la verdad de un orden y olvidan la de otros, también aseguro que el gran interés que en los tiempos presentes alcanza la literatura novelesca, más se debe a las obras de los que en general llamaré realistas, que a las de sus contrarios, algunos ilustres. Y siento en el alma que un D. Juan Valera, orgullo mío, lince y ruiseñor en una pieza, en esos artículos acerca del Arte de escribir novelas, de que antes hablabais, se incline con todo el peso de su autoridad del lado de aquellos exclusivistas que no quieren en el arte más que diversión y pasatiempo, y dividen abstractamente las ocupaciones racionales de la vida, y dejan toda la formalidad para unas, y toda la broma y jarana para otras. Indigna es semejante separación, arbitraria, infecunda y fría de espíritus poderosos y noblemente inspirados por el amor serio y profundo de la bella santidad de las cosas; y no debieran los hombres que han sentido en el amor del arte toda la dulzura del cáliz de la belleza, hacer coro a los que dicen que la ciencia enseña y la poesía no; siendo así que la poesía todos sabemos cuál es, y ciencia se llama a lo que no lo es, las más veces; porque no hay más ciencia que la que consiste en el conocimiento evidente de la verdad, y no son libros científicos los que lo son tan sólo por el propósito o el asunto, sino que han de serlo por la verdad sistemática que hagan ver; mientras de la evidencia de la poesía, allí donde la hay, sabemos por medios infalibles. Y lo verdadero puede saberse poéticamente, así como con la mayor prosa del mundo se puede tragar el error. Y, sin que yo anuncie ahora si se cumplirá o no la profecía de un poeta francés moderno, que dice que los poetas volverán a encargarse algún día de enseñar el camino de la luz a los hombres, si declaro que eso puede ser, porque en nada modifica a la verdad el ser sabida poéticamente; y dirá más: así como siempre os quedaría algo por saber de la esencia y cualidades de la naturaleza, mientras desconocierais la existencia de la música, mientras no hubieseis oído sonar armoniosamente las cosas, pues en la vibración sonora van misterios de la realidad de otra manera incomunicables, del propio modo hay en la verdad un principalísimo aspecto que sólo puede ser comprendido mediante el arte, esto es: en la expresión perfecta de su poesía. —Y no digo más, porque ya las brisas me sisean pidiéndome silencio para celebrar, todos callando y murmurando ellas, el divino misterio de la tarde, cuando mi propia imagen, el sol de oro, se acerca a besar el inflamado seno de Anfitrite. Sí, callemos, divinas hermanas: oigamos la sosegada armonía de los cielos y la tierra, que en el silencioso ritmo de los fenómenos naturales repetidos días y días, cantan el himno del amor perfecto, cayendo el disco de fuego sobre el mar y rodando perezosa la tierra para recibir sobre la húmeda espalda de las olas la caricia voluptuosa de la luz mística del Poniente. Callad, sí, y oíd también el armonioso concierto de vuestra propia idea con la idea divina que el mundo ante los ojos os revela; y ved cómo todo, lo de dentro y lo de fuera, canta la misma oda y aspira a la misma paz y se arroba embebecido en el mismo inefable amor. Musas, si amáis la poesía, no riñáis, no alborotéis estas enramadas tranquilas, siendo espanto de las aves y escándalo de la graciosa Eco; amad y comprenderéis, amad e inspiraréis; tolerar es fecundar la vida. Y basta y  sobra. Nadie diga de esta agua no beberé; odio los vanos discursos y llevo un cuarto de hora arengando a mis Musas; pero ya callo. Dispersémonos; tú, Afrodita, sígueme, que tras aquella peña hemos de contemplar dignamente el postrer misterio del día.

— VI —

Seguí al dios, a escondidas, entre las matas del sagrado bosque, cuyas últimas ramas, verdes y graciosas, se mecían sobre los rizos blancos de las ondas. Apolo y Venus desaparecieron un momento de mi vista al rodear una peña que avanzaba sobre el mar entre espuma; pero fui audaz, seguí su camino, y acurrucado entre las piedras, como convenía a un mísero mortal en aquel trance, vi a los dioses transformados, ingentes, vestidos sólo de la luz de la tarde y del esplendor de su hermosura. Afrodita sin velos, Febo desnudo, dorado por los reflejos de sus propios rayos, sumergían los pies divinos en las aguas tranquilas que como cintas de plata y de púrpura enlazaban, enredándose en ellas, las plantas de los inmortales. La cabeza de Venus descansaba lánguida y graciosa en el pecho de Apolo, que con la frente erguida, iluminada, miraba con arrogantes llamaradas, en los ojos a lo más alto del cielo, buscando la frente de Zeos, su padre, para anunciarle sus desposorios con la madre del amor.

Moría la tarde majestuosamente; las brisas que se desataban del bosque perfumado, embalsamaban el aire; un ruiseñor cantaba desde el misterio de la espesura; el mar de acero bruñido se cubría, allá, cerca del horizonte, con un manto de púrpura; tras de la apoteosis de las nubes luminosas, manchadas con la sangre de oro del sol que acababa de estallar en aquella polvareda de luz, se extendía el camino de Hellas divina; y por Oriente, por donde ya ascendía la palidez del crepúsculo, el horizonte triste ocultaba las costas arenosas y bajas de Palestina.

—Sí, pensé; allí está la tierra cristiana, detrás de esas olas oscuras. Y como una imagen que brotara al conjuro de un pensamiento, vi un mendigo de traje talar que, sentado en la arena, olvidado de las magnificencias del cielo y de la hermosura del mar y de la isla, muy atento, al parecer, a lo que hacía, con la cabeza sumida en el pecho, trabajaba meditabundo en un tosco tapiz, que remendaba con groseros hilvanes.

Era un hombrecillo delgado, nervioso, de ojos ardientes, de párpados irritados, rojizos, de barba rala y enmarañada.

Al chasquido de un beso de Apolo en los labios de Afrodita, el viejo irguió la cabeza y se puso en pie de un salto, estremeciéndose, como preparándose contra un peligro.

Vio a los dioses desnudos, y sin escandalizarse, volvió a otro lado la mirada y preguntó:

—¿Quién sois?

Reparó Febo en el mendigo, y exclamó:

—Apolo y Venus.

—¡Ah! sí; los dioses falsos.

—Buen hombre, no hay dioses falsos; somos inmortales. Venimos del Olimpo. Y tú, ¿quién eres?

—¿Yo? Soy Pablo de Tarso, en Cilicia. Vengo de Antioquía; me embarqué en Seleucia y dejé mi nave en Salamina; he pasado por Cition y por Imatonta, y ahora descanso en Pafos. Mañana, otra vela me llevará a Panfilia, a la desembocadura del Cestro, y por el río subiré hasta Pergo…

—¿Y qué destino te conduce? ¿Por qué viajas?

—Predico a los gentiles. Voy a convertir al mundo.

—¿A qué religión?

—A la de Cristo.

—¡Bah! La religión de Cristo ya comenzó a ser predicada hace casi dos mil años.

—Ya lo sé. Fui yo mismo. Pero ahora empiezo otra vez. No me entendieron. Por aquí mismo pasé otra vez hace mil ochocientos años;   —99—   Bernabé venía conmigo; en estas costas, sobre las ruinas del templo de Afrodita, en Neapafos, predicamos y convertimos a muchos gentiles, entre ellos a Sergio Paulo… Después, inflamados en el amor de la buena nueva, volamos al Asia Menor… ¡hermosa vida! hambre, sed, prisiones, humillantes latigazos, todo lo sufrí contento; el Señor iba conmigo; yo era el apóstol de los gentiles; Jesús se me había aparecido; mi revelación era mía… Y el mundo fue cristiano. Pero de mala manera. No me comprendieron. Hay que empezar otra vez, y vuelvo por los mismos pasos a predicar de nuevo (a ver si ahora me entienden) el amor de Cristo.

—Pues mira cómo ha de ser, porque nosotros no hemos muerto, ni pensamos morir.

—No importa, repuso San Pablo encogiendo los hombros. No hace falta que muera nadie. Vosotros viviréis a vuestra manera.

—Pablo, ¡yo soy la poesía!

—Apolo, también yo.

 

FIN

Aprensiones

La hermosísima Amparo vivía, durante el invierno, en una ciudad no muy alegre del centro de España; y por el verano, dejando a su marido atado a su empleo, se marchaba como una golondrina a buscar tierra fresca, alegría, allá al Norte. Vivía entonces con su madre, cuya benevolencia excesiva había pervertido, sin querer, el alma de aquella moza garrida, desde muy temprano. La pobre anciana, que había empezado por madre descuidada, de extremada tolerancia, acababa por ser poco menos que la trotaconventos de las aventuras galantes de su hija, loca, apasionada y violenta. Amparo, que había sido refractaria al matrimonio, porque prefería la flirtation cosmopolita a que vivía entregada viajando por Francia, Suiza, Bélgica, Italia y España, acabó, porque exigencias económicas la obligaron a escoger uno entre docenas de pretendientes, por jugar el marido a cara y cruz, como quien dice. Era supersticiosa y pidió consejo a no sé qué agüeros pseudopiadosos para elegir esposo. Y se casó con el que la suerte quiso, aunque ella achacó la elección a voluntad o diabólica, o divina: no estaba segura. Por supuesto que a su marido, a quien dominaba por la seducción carnal y por la energía del egoísmo ansioso de placeres, le impuso la obligación de mimarla como su madre había hecho; de tratarla a lo gran señora; y según ella, las grandes señoras tenían que vivir con gran independencia y muy por encima de ciertas preocupaciones morales, buenas para las cursis de la clase media provinciana. Por culpa de este tratado, bochornoso para el pobre director de la sucursal del Banco de la ciudad de X, Amparo dedicaba el verano a la vida menos propia de una casada honesta. Guardaba, es claro, ciertas formas… pero otras no; no era casta, pero era cauta a veces. A su madre le exigía tolerancia para sus devaneos como antes le había exigido muñecas, viajes, sombreros, cintas, teatros, bailes, lujo y alegría. La vieja infeliz de buen grado hubiera puesto coto a las locuras de su hija (locuras: nunca les dio peor nombre) pero ya era tarde: su debilidad física ayudaba a su debilidad moral a ceder, a transigir, a hacer la vista gorda. Una escena con Amparo la horrorizaba; estaba segura de que precipitaría su muerte; la de la madre infeliz, enferma del corazón, sin saberlo la hija.

Llegó un año en que Amparo, en vez de adelantar el viaje al Norte algunos días, como era ya costumbre, lo retrasó unas cuantas semanas. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre. ¿Qué es lo que detiene a esa loca en X? Por fin llegó Amparo. Se divirtió aquel año en las playas de lujo y elegancia como otras veces, pero con menos afán; y, más hubo; no, tuvo ninguna aventura seria,como las llamaba la madre, siempre amiga del eufemismo.

Al mediar Septiembre Amparo anunció que se volvía a sus cuarteles de invierno. Otros años tomaba por verano gran parte de Otoño. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre, dejándola partir…

¿Qué era ello? Era que Amparo había encontrado en X lo que nunca hubiera podido sospechar que existía allí… Un género de adoración completamente nuevo, picante por lo extraño; en fin, una manera de flirtation del todo desconocida para ella. Es de advertir que Amparo usaba con poca exactitud el barbarismo flirtation pues seguía denominando así la aventura más pecaminosa. Se trataba de una especie de Josef que ni dejaba la capa ni se entregaba. Amparo no concebía que un hombre a quien ella quisiera volver loco, se le resistiera. Menos concebía que se le resistiera un hombre a quien ella, por relaciones íntimas de amistad entre las respectivas familias, tenía ocasión frecuente de poner en graves apuros con tentaciones de la soledad más insinuante… Y, por último, lo que le parecía rematadamente imposible, era… la realidad que estaba tocando, que no se le declarase, arrojándose a sus pies, loco, furioso de pasión, un hombre que la veía todos los días, a quien ella ponía el más apretado cerco… y del que podía asegurar que la deseaba con todas las potencias del alma concupiscente. Y este era el caso; y por este caso extraordinario encontraba ya Amparo más interés y atractivo en su vida invernal de X que en las alegrías locas del verano.

Se trataba del interventor del mismo establecimiento que el marido de Amparo dirigía. Era Emilio Serrano, joven todavía, casado, con tres o cuatro hijos, regular de figura, no descuidado en el vestir; madrileño que se aburría en una provincia de tercer orden; hombre de vida espiritual, amigo de libros, artes, filosofías y aun teologías, que en X no tenía con quien hablar apenas de aquellas cosas superiores.

Amparo, aunque no tenía de Jorge Sand nada más que el latitudinarismo ético, que en ella no ofrecía las explicaciones que había para el de la ilustre escritora, se creía mujer algo superior,capaz de comprender cosas hondas y raras, si acababan, apurada la cuenta, en placer y apasionamiento materiales.

Emilio Serrano era de los que opinan que la única tentación seria es la Mujer. Fuera del Arte, de la Filosofía, que en X no se podían cultivar más que a lo solitario, no había más que la Mujer. Lástima que en la mayor parte de las circunstancias, el amor fuera fruta prohibida. Amparo le pareció muy bien desde el primer día que la vio. A la segunda visita los dos comprendieron que entre ellos tenía que haber algo, aunque ese algo acabara por no ser nada. Esto de acabar así no era Amparo quien lo suponía posible, sino Emilio, que había tenido muchos amoríos de cabeza, por el estilo. Su imaginación necesitaba mucho más de esta clase de recreos que su corazón y sus sentidos. Amparo no estaba acostumbrada a tener adoradores tan escogidos, por lo que toca a los refinamientos espirituales. La novedad de aquellas cosas que había en el mundo de las almas, de las ideas, la atraía; hasta en lo moral, en el sacrificio, en la abstinencia reconocía ya que podía haber algo distinguido, chic. ¡Yqué hombre era aquel Serrano! Era un predicador, sin parecerlo; no era un hipócrita, pues no escondía sus debilidades, pero daba a entender que para él había pecados y que había que resistir las tentaciones. Esto último era de la más alta novedad para Amparo, y por nuevo le gustaba. En fin, que aunque lo hubiera hecho apropósito, según arte, Emilio no hubiera podido inventar nada mejor que aquel ten con ten, para engolosinar a la señora del director del Banco.

Llegaron a tratarse con gran intimidad; siempre estaban hablando en tercera persona de asuntos de amor, de relaciones de mujeres casadas, de lo que podía la naturaleza y de lo que podía el deber, etcétera, etc. A veces, es claro, la cosa se ponía seria, se empezaba a prescindir de la tercera persona… pero Emilio siempre se detenía a tiempo.

De sobra sabía ella que él la deseaba; mil insinuaciones, miles y miles de miradas, gestos, entonaciones, lo habían dicho todo; hasta contactos rápidos; pero cargados de sensaciones fuertes, los tenían como ligados implícitamente; mas declararse, lo que se llama declararse jamás. Hasta había dado a entender el interventor que a eso no llegaría nunca. Y era el paso de chancillería indispensable, según Amparo, para llegar a donde naturalmente, en su opinión, tenían que llegar esta clase de asuntos.

«¡Hombre más raro! —No; pero él caería». —Unas veces, coqueterías demasiado atrevidas: ¡otras veces conversaciones verdes, con pimienta; otras desdenes, indiferencia, frialdad! Todo inútil. Emilio ni huía del peligro ni perecía en él.

Al cabo Amparo supo en qué consistía el talismán de aquella resistencia; por qué Emilio, que no era santo, ni casto, ni asceta, ni cosa que lo valga, constantemente volaba alrededor de la llama sin quemarse las alas.

Hablaban de las corazonadas, de las supersticiones. Amparo desde su vida de colegiala, era supersticiosa, creía en agüeros; se hacía echar las cartas, daba crédito a las mesas giratorias; y todo esto lo mezclaba ella con la fe religiosa, con los avisos providenciales y otras cosas muy dignas de respeto.

Y con este motivo, hablando de las aprensiones de cada cual, Emilio le dijo muy serio, devorándola con los ojos, el secreto de aquella fortaleza con que él sabía huir del abismo, al llegar a sus bordes.

«No, no es que sea un santo; ni siquiera un hombre completamente honrado, pues éste no peca ni siquiera con la intención; es otra cosa: es que vivo condenado al tormento de sentir muy vivamente las tentaciones, de amar el pecado… y no poder caer en él de una vez; ni gozo las delicias de la virtud, ni las del crimen. Cuando usted se burla de mí dándome a entender que me tiene por frío, o por inocente, o por tímido… o hasta por algo peor…¡Qué mal me entiende! ¡Qué injusta es conmigo! Lo que otros desean, yo lo deseo con más fuerza que nadie; yo sabría gozar del fruto prohibido con más intenso placer que cualquiera… pero… hay una barrera… moral… y al mismo tiempo así… como… si dijéramos mecánica, infranqueable. Tengo la seguridad de que no pasaré por encima de esta dificultad, de este obstáculo, nunca, aunque después de pasada la ocasión, me irrite y desespere».

Amparo, anhelante, oía; comprendía, es claro, todo lo que Emilio quería decir. ¿Qué obstáculo era aquel? Por qué se hablaba de él con motivo de las aprensiones, de la superstición, de miedo a los castigos providenciales? A ver, a ver; quería ella conocer aquel enemigo para luchar con él cara a cara. Un obstáculo que podía más que su hermosura, sus insinuaciones… ¡su amor propio! ¿Qué podría ser?

Lo supo; Emilio con absoluta sinceridad y tono sencillo, que la encantaba, se lo explicó: era esto, en resumen:

Se le había metido en la cabeza… y en el corazón, que él no gozaría jamás de un gran placer, de una gloria deslumbrante, del amor de una mujer muy apetecida, de una inmensa riqueza, de un poderío enorme; pero que, en cambio, jamás tampoco, padecería el tormento de una de esas desgracias terribles que hacen maldecir la existencia. Tenía mucho miedo a los grandes dolores morales, porque sabía por experiencia que su sensibilidad para esta clase de males era refinada, carne viva.Ahora, decía, lo que me horroriza más es la muerte de un hijo. Solo pensando en la agonía de uno de mis churumbeles… me pongo malo. Pues bien, como si lo supiera por revelación particular, directa, creo firmemente que la Providencia me propone este pacto: no perderás ningún hijo si no cometes ningún gran pecado; si no matas, si no robas, si no engañas, si no ofendes el honor de un padre, de un marido. Si te dejas vencer, si sucumbes, por gozar las delicias de la pasión victoriosa, a una gran tentación… como otros muchos han sucumbido, perderás un hijo, como otros muchos lo han perdido. Los he tenido enfermos, muy enfermitos: y en los trances apurados siempre sentí el remordimiento de no huir del mal, de no romper con la tentación… pero ofrecí siempre a Dios el sacrificio de las grandes delicias del crimen; ofrecí vencerme siempre al llegar a poner por obra mis ansias concupiscentes… y los hijos no se me han muerto; han llegado al borde del sepulcro… pero siempre han vuelto a la vida. ¡Oh, no hay dogma para mí tan claro, tan cierto como éste: si yo gozo de lo que más deseo, que es una mujer, de que no sé, de que no puedo huir; si llega a ser mía… delicia infinita… se me muere un hijo, dolor infinito. Estoy seguro… vendrá la enfermedad y no se dejará vencer como otras veces… no… vencerá ella… morirá el hijo; porque satisfizo su pasión el padre.

—¡Qué aprensiones! ¡Qué raro es usted!, —dijo Amparo, triste de repente, fría, seca. La habían hecho entrever el mundo de las penas que son castigo; mundo que la horrorizaba, en que jamás había querido pensar. ¡Qué cosas imaginaba aquel, hombre! Si la pasión pecaminosa, satisfecha, debía traer consigo una desgracia inmensa, ¡qué infierno la aguardaba a ella! Pero además, la muerte de otros a ella no le parecía tan inmenso dolor. ¡Hombre más raro!

Pasó algún tiempo. Aquella especie de impedimento dirimente que se había descubierto apartó un poco de Emilio a Amparo, que necesitaba, en amor, sacar las consecuencias, una vez sentadas las premisas. Sin embargo, ni uno ni otro daban por concluida aquella extraña manera de relaciones que los acercaba… uno a otro… pero no los juntaba. Cuando más conocían que algo seguía habiendo entre ellos, era en las largas ausencias. Se echaban  mucho de menos; y el primer apretón de manos al volver a verse, hablaba de esto.

A Serrano se le murió un hijo. El padre, con el dolor, cayó enfermo. Ya convaleciente, Amparo fue a verle, con su marido. Quedaron solos aquellos buenos amigos, un momento. Los dos callaban. Amparo, aprovechando una mirada de Emilio sonrió de esa manera que anuncia palabras solemnes, confianzas íntimas:

—Pobre Emilio, —dijo—, ya ve usted… de todas maneras…se le ha muerto a usted uno. No se puede creer en aprensiones.

Emilio poniéndose en pie, con voz dulce, pero que a ella le pareció agria, helada, contestó:

—Amparo, sí: he perdido un hijo. Como los pierden los malos… y los buenos. El pacto que yo creía un dogma… era impío. Mi dolor es muy grande. Pero ¿sabe usted lo que mitiga mi pena? Pensar que no padezco el suplicio infernal que sería haber caído en la tentación y creerque era yo, por mi pecado, quien mataba a mi hijo. Lo que Dios me da a cambio de no gozar el crimen, no es la vida de mis hijos, que no puede ser mía; sino la paz de mi conciencia… que es lo único mío.

 

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados