NUEVAS EVIDENCIAS CIENTÍFICAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

NUEVAS EVIDENCIAS CIENTÍFICAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
GONZÁLEZ-HURTADO, JOSÉ CARLOS

Este es uno de los mejores libros que he leido en toda mi vida, y he leido muchos. Escrito de manera admirable, desmonta muchos mitos falsos sobre la imposibilidad de la existencia de Dios. Tras probar la ciencia la creación o big Bang y la inmensa casualidad casi imposible de un universo antropico, capaz de albergar vida es irrefutable que existe antes del todo una inteligencia y una primera causa, Dios. Las 20 constantes del universo y la constante cosmologica sobre el crecimiento del universo estan ajustadas finisimamente para producir todo, estrellas, el carbono que es un verdadero milagro que producen las estrelas, etc. Todas ellas si varian solo un 1% no producirian nuestro universo, y la ultima si varia un 0 con 123 decimales. Para aquellos que prefieren creer en la casualidad o azar representa una opción imposible de creer, no es razonable.

https://www.diocesismalaga.es/canonizacion-d-manuel-gonzalez/2014058209/jose-carlos-gonzalez-muchos-jovenes-se-alejan-de-la-fe-porque-piensan-que-dios-y-ciencia-estan-enfrentados/

José Carlos González-Hurtado aborda el tema de la relación entre ciencia y
religión combinando diversos enfoques (histórico, cultural, testimonial,
divulgativo, sociológico) y prestando especial atención a los debates
científicos actuales y de los dos últimos siglos. No se limita a refutar la
leyenda urbana de la incompatibilidad entre ambas formas de conocimiento.
Su objetivo es demostrar que una mirada sin prejuicios al panorama de la
ciencia moderna lleva necesariamente a la idea de Dios. Para ello presenta
argumentos de peso apoyándose en abundante documentación y usando un
estilo desenfadado que convierte la lectura del libro en gratificante y
enriquecedora».
Del prólogo de Fernando Sols (Catedrático de Física de la Materia
Condensada en la Universidad Complutense de Madrid)

José Carlos González-Hurtado, en estas píldoras, da las respuestas sobre las evidencias científicas de la existencia de Dios.

La Tabla periodica

La tabla periódica. Una guía visual de los elementos constituye una nueva manera de enfocar esta rama de la ciencia tan notable y fácilmente reconocible. Este libro, que combina la vanguardia de la ciencia con una infografía visualmente fascinante, analiza todos los elementos químicos, desde el argón hasta el zinc; detalla su estructura y sus propiedades específicas; y, además, relata fascinantes historias sobre su descubrimiento y sus sorprendentes usos. También ofrece una descripción general de la tabla periódica, de las tablas alternativas y del funcionamiento de los átomos. La tabla periódica nos desvela los cimientos de todo nuestro universo como nunca se habían visto. Tom Jackson es un periodista escritor especializado en ciencias. Ha trabajado en varios proyectos con Brian May, Patrick Moore, Marcus du Sautoy y Carol Vorderman y entre sus libros se encuentran Genetics in Minutes, The Human Body in Minutes, Mathematics: An Illustrated History of Numbers y The Brain: An Illustrated History of Neuroscience.

Un libro excepcional totalmente visual, graficos muy buenos y que dan una idea de la enormidad y complejidad de los eleentos que componen el universo. Totalmente recomendable en toda Biblioteca

la-tabla-periodica.pdf (oberonlibros.com)



Gomez de la Serna- Senos

Senos de la ventana

De cerca no quería enseñarlos, pero como soy tan insistente,
aunque no tenga los sofocos que ponen corrupios
a la mayor parte de los hombres, la propuse que
me los enseñase desde la alta ventana, en la noche, cuando
yo, que vivía enfrente, me asomara para despedirme.
¡Qué miedo a que se arrepintiese! ¡Iba a estar tan poco
aconsejada por mí a sí misma! Conque mirase al ángel
que sostenía su pila de agua bendita, estaba deshecha la
promesa.
Con esas dudas llegó la hora pacífica que estaba llena
de ruido de oídos en la gran inquietud. Ella sabía desde
el lado del rincón, en cuyo sitio sólo yo podía verla.
Encendió la luz de su alcoba, en cuyo fondo aparecía
la cama extendida y acostada como un enfermo muy limpio.
¿Se asomará y me saludará como el que no se acuerda
o no quiere y cerrará las maderas irreparablemente? Ya
sentía ganas de cogerla por las muñecas si hacía eso y
tratarla como a una mujerzuela… precisamente porque
no lo quería ser.
¿Sería valiente? Se necesitaba decisión y valentía para
hacer lo convenido. ¿Sería tan arrogante? Iba a haber mucho
desdén para el ser lejano y escondido al hacer eso;
iba a haber mucho orgullo. Quizá no debía pedirla tal
cosa, porque de una de esas cosas sale mujer prostituta
para siempre. Realmente iba a ser como si debutase en
el escenario con el número más desvelado.
En los gestos que hacía y en su lentitud y en su apariencia
de estar obligada a una cosa y de ir, por lo menos
lentamente, hacia ella, se veía que estaba decidida, que
iba a mostrarse. ¡Qué sacrificio! Si no hubiesen estado
los cristales por medio, si me hubiese podido oír, la habría
gritado: «¡No! ¡No lo hagas!», pero ya iba arrastrada
y llevaba a sacrificar sus senos.
Cerró la puerta del fondo con cerrojo y después se fue
quitando alfileres. ¡Qué fino espectáculo! ¡Qué naturalidad
nunca vista! Parecía que se los acababa de poner entre
bastidores para podérselos quitar así de parsimoniosa
y de sencillamente.
Ya podía haber entreabierto un poco su blusa; pero no,
lo reservaba eso para realizar en un solo momento la aparición
y la desaparición. Estaba junto a la luz, pero había
poca luz.
Por fin miró hacia donde yo estaba, sin clavar en donde
se me suponía una de sus largas miradas de siempre,
sino una mirada breve y despectiva como si no me quisiera,
y abriendo su blusa y bajando al mismo tiempo
su camisa, me enseñó sus senos, como la mujer que en
la tragedia dice, abriéndose así el pecho: «¡Mátame; clávame
ahí el puñal que me amenaza!»
Esperó a que yo la hiciese la fotografía prohibida. Calculó
el tiempo de la exposición, pero apagó demasiado
pronto. ¿Demasiado pronto? No. ¡Pobrecilla! Siempre hubiera
sido demasiado pronto. Para asomarse a unos senos,
para reconocerlos, para recordarlos, hay que pasar
muchas noches sobre ellos, como el bacteriólogo sobre
el microscopio.
No vi nada, y vi, sin embargo, un seno colgandero,
ni grande ni pequeño, digno para representar los senos
en unos amores de toda la vida.
A la mañana siguiente salió llorando al balcón, y se vio
que había llorado toda la noche. Llegó hasta el momento,
valiente, serena, temeraria; pero al entrar en la oscuridad
se sintió robada, vejada, inutilizada ya. ¿Cómo no
oí toda la noche la lluvia de su llanto sobre mis cristales?…
EL TAÑEDOR DE SENOS
Hombre delicado, comprensivo, agradecido y alegre
por lo que tuviese cierta alegría verdadera, era llamado
por las mujeres para que las tañese, las cuidase, las solazase
y encontrase con sus palabras, con sus miradas, con
sus manos, las tersuras de sus senos, que los demás tratan
sin el bastante aprecio.
Ellas se encontraban más con sus senos y encontraban
en él la gratitud que nunca demostraron los otros, arremetedores
como topos.
La escena era bella. El tañedor de senos saludaba los
senos de la confiada con todos los saludos, discretos, sencillos,
inefables; tampoco con la exageración de esos muchachos
inaguantables que acabarán siendo ingratos, cínicos,
malévolos, dolorosos, pero que tienen en el principio
los aspavientos de la revelación.
El tañedor de senos era incansable, porque creía que
podía morirse uno tañendo unos senos entregados sinceramente
a las manos sinceras que no les roban, sino que
les devuelven el rédito que merecen.
El tañedor de senos no era brusco, precipitado, ni se
veía en sus manos ese cansancio que las va a parar muy
pronto. El recapacitaba sobre los senos, encontraba cómo
su relieve es incomparable con nada y les encontraba
los perfiles más bellos. Llegaba a admirar sus senos
la dueña de ellos, ante los exquisitos tañidos que les sacaba
el tañedor.
Tampoco eran timoratas las que se prestaban a que el
tañedor entrase en sus gabinetes. Eran las mujeres que
están cansadas de la brutalidad y quieren que las aprecie
en secreto uno de los pocos hombres que saben apreciar
y que tienen el arrebato largo en vez del arrebato de los
tres golpes.
El tañedor de senos las dejaba sus senos alabados, bendecidos,
dispuestos a aguantar con los reservorios de dulzura
y de veneración que había puesto en ellos, todas las
injusticias y los insultos de los mamíferos corrientes.
LOS MEJORES SENOS
Miraba aquella mujer de tal modo la vida, que tocar
sus senos era como tocar el secreto de la vida.
—Se ha dejado —me decía yo, y aquello era lo más
encantador de todo.
— Tocar tus senos no es tocar unos senos, es poderte
tocar a tí en lo más íntimo… Eso es lo que me enajena.
¡Oh, mujer fuerte y difícil! —la decía yo, y ella sonreía
al oírme, como si dijera: «Pero te entretienes con
ellos como un niño idiota que juega con cualquier cosa
».
—Me sorprenden tus senos —la decía yo— como si no
fuesen senos, sino otra cosa… No me he podido dar cuenta
aún de cómo te toco a ti de verdaderamente… No acabo
de creerlo, no lo creeré nunca.
Yo llegué a llamar a aquella mujer como si no existiese,
como si no estuviese ante mi de verdad, como si fuese
imposible… Buscaba sus senos con arrebato para enterarme
y me pasmaba el encontrarlos…
¿Se podrá conseguir algo más grande en la vida que
creer siempre, durante mucho tiempo, que se toca lo inaudito,
lo inesperado, lo imposible?
«¡Eran sus senos!» Nunca me arrebaté como ante esos
senos, esos senos incomparables. Eran los senos de la
mujer que ve la vida y que no ofrece ese fruto de inconsciencia
que son los frutales senos de los demás.
Buscaba mi tesoro varias veces en el día metiendo la
mano por el angosto descote de su blusa y removía todas
las monedas de mi bolsa como sonando mi oro. Ella se
prestaba igual que las mujeres de prestación bovina a que
yo me enterase de ella misma, aunque aquello fuese lo
que estaba más lejos de su alma. Después de haber incurrido
en la tontería varonil, me arrepentía de ello y buscaba
más cerca de su aliento el perdón.
¿Pero es posible?, me he repetido siempre.
Sus senos además eran magníficos, redondos, duchados,
auténticos, sin engaño, formándose en extenso panorama,
no siendo sólo calcetines repletos, faltriqueras
o bolsillos aislados y alargados en el centro del pecho.
Eran extensos, ciertos, magistrales.
Mi mano ha conocido para no olvidarlo nunca el cercioro
de la vida. No tendré más que pensar en eso los
malos días de la vida, para sentirme afortunado y como
si hubiese contenido en las manos el agua densa, dulce
y diáfana a la par que dura.
Sus senos eran los senos racionales con la bastante generosidad
para seguir siendo pueriles. Encantada ella también
de que yo fuese el que se alegraba así cerciorándome
de su presencia, ella también decía mi «¡Parece mentira!
», sino que miranto hacia mí y sintiendo en mis manos
la avidez del hombre del alma intrépida y original,
enterado del mundo y de la realidad con todo el sentido
de su enjundia.
Senos providentes, rollizos, blancos, de carne delicada
y tersa, ¡cómo han dado densidad a los senos y cuántas
miles de veces ha ido a ellos como para cortar el cupón
de mi fortuna! No se me negaron, y durante mucho
tiempo para lo que duran esas cosas, han sido tersos, grandes,
fieles, magnánimos.
Sólo mataba un poco mi placer de hallarlos, el que pensaba
en que se iban a perder, y también pensaba que se
irían deshaciendo, que lentamente se irían perdiendo.
¡Ah, pero el milagro de los días hace que parezca aún
inacabable lo que se va acabando indudablemente!
La blanda piedra de toque de mi vida, son los senos
esos que soportan con fidelidad y enterándose hasta el
fondo de quién es quién los toca, de que soy yo el que
les da ese toque con que yo extiendo las manos hacia ellos,
queriendo saber que aún estoy en la vida.
UN VENDEDOR DE SENOS
EN ORIENTE
En la calle en sombra azul, mientras en los aleros el
sol ponía tejas de oro, el vendedor de senos dormitaba
en un gran confesionario, barraca de maderas entrecruzadas.
A la puerta, sentado en el quicio de la larga
ventana que tenía la puerta, fumaba su narguilé como
si se fumase los senos más soñadores de su colección.
En la sombra de la caseta se percibían los desperezos
de las mujeres desnudas tendidas sobre cojines. Era una
especie de delicado oleaje lento, con movimientos de recién
nacido en el lecho de la madre.
Esa sensación de blancura, de esfereidad y de número
que produce una huevería, la producía aquel fondo de
sestero almacén en que se reunían todos los senos de que
era dueño el vendedor de senos.
De vez en cuando entraba algún supuesto comprador,
que sólo quería ver bien el avispero de los senos.
—No se toca… Se ve y no se toca… Hay que elegir
a simple vista —repetía con sus palabras verdes y tecleantes
el oriental.
—¡Pero si esa mujer no vale nada! —le decían a veces,
señalando a alguna un poco ajada o demasiado fea.
—Yo no soy vendedor de mujeres, yo soy vendedor de
senos —contestaba él, y tenía razón en su criterio, pues
él revisaba todas las mujeres que encontraba por feas que
fuesen, y así había encontrado los senos más blancos y
más bellos de Oriente.
—Si al coco se le juzgase por defuera —decía él— no
se hubiera descubierto nunca su pulpa sabrosa y su agua
de aljibe.
El, por el contrario, desconfiaba de las bellas que tienen
los senos bizcos o como bolsillos de arruinado.
El vendedor de senos tenía todas las ponderaciones para
sus senos y quizá no ha habido un estilista como él en
el mundo.
—Dajali, incorpórate un poco —decía dirigiéndose hacia
las sombras, y después, cuando ya Dajali se había sentado
sobre su almohadón, decía al comprador—: Fíjese,
sus senos distanciados, son como los focos de su belleza…
—Aelaida, incorpórate y si no quieres, alarga un brazo
para que sepa dónde estás —decía con tono melifluo,
y Aelaida, allá en un rincón de la leonera, levantaba una
pierna bella como un candelabro o un alto pebetero. Entonces
se acercaba con el comprador, saltando los cadáveres
de pereza de numerosas «senéforas».
—Mire —decía al comprador—, sus senos, por el contrario
de la otra, más estatuaria, pero menos ardiente,
se estrujan el uno al otro, se buscan el pico como palomas,
salta la chispa de su contacto…
Era interminale la mostración de bellezas, de matices,
de agilidades, cuando el vendedor de senos se daba cuenta
de que era un rico o un entendido el que quería un par
de senos, si no iguales, muy parecidos el uno al otro.
—Se puede llamar al perito —acababa diciendo—, se
pude llamar al perito, para que haga los cálculos de la
geometría y le demuestre que son iguales, como una mitad
de Dios lo es a la otra
Nadie jamás había tocado sus senos. Habían tenido una
perfecta seriedad en su pecho. Estaban reservados para
que muriesen inactivos en el árbol solitario.
No supo él los senos nuevos e intactos que se llevaba,
los senos de miel que tenía entre manos. La noche de
sus bodas aquella mujer debió buscar el amante que se
diese cuenta. ¡Qué irreparable pérdida!
En aquella noche, como todas las noches, perdieron
su fragancia los senos preciosos en las manos del tratante
en naranjas.
EL ERMITAÑO
El final de una vida puede ser la contemplación cenobítica
de unos senos, contemplación de eremita que toma
en sus manos unos senos de mujer y los contempla
como si fuesen todo el engaño de la vida, visible y patente.
Todos tendremos ese gesto reflexible y final. Un día
tomaremos en nuestras manos los senos con ese escepticismo
postrero.
Hay hombres ancianos que ya no buscan los senos sino
para eso, para abstraerse ante ellos como los frailes
del Greco lo están frente a un cráneo pelado. Quizá ya
en nuestra juventud tuvimos muchas veces ese gesto sensato,
tranquilizado, depurativo, manejando unos senos.
NO TENÍA SENOS
No tenía senos ni la huella de los senos en su juntura,
ese canalillo en que las miradas se fijan para reconocer
a la mujer.
Tenía que descotarse y la daba vergüenza no poder enseñar
la juntura inquietante. Tenía la caja del pecho de
un transformista, de un imitador de estrellas.
Hubo que llevarla a París y allí penetraron en el Instituto
de Belleza. Todo olía a jabón en aquel Instituto y
a los espejos les habían sacado brillo las gamuzas más
finas.
La mujer que no tenía senos presentó sus quejas.
—Hay que someterla a un tratamiento interior. Tome
estas píldoras durante unos días —dijo el Director, y la
dio una caja llena de unas píldoras grandes, enormes, inusitadas,
con aspecto de ser imposibles de tragar.
Al cabo de una temporada el Director, convencido de
que los senos no brotaban, dijo:
—La hemos dado simiente de senos, y como es imposible
darla los senos nuevos, la haremos algo que es por
lo menos posible, la juntura de los senos, ese canalillo
que es como el que conduce al punto de mira en la pistola
y que es lo imprescindible.
El Director tomó en sus manos el escoplo y el martilio
blando y dio numerosos golpes en el esternón de la
joven sin senos, consiguiendo señalar una depresión delicada,
suscitadora de los inquietantes senos en la caja
dura de su pecho.
Ya durante siempre en su descote lució la línea sinuosa,
inquietante, resbaladora de la juntura de los senos.
Y cayó en sus manos un marido gracias a eso.
TRES PENSAMIENTOS SUELTOS
Reconocía el alba tocando la esfereidad de sus senos…
Daba luz a la noche tocando esos resortes de la luz.
¿Estás ahí? —preguntaba yo sin hablar, tocando sólo
realidades indubitables, en que todo el universo cedía y
se hacía cariñoso bajo el empuje de mi mano, en que sentía
toda la realidad material del seno blando y suave.
Jugaba ella a la pelota con sus senos sobre la pared de
los espejos… Todas las noches jugaba la partida estéril
de las miradas en que se miraban los senos en el espejo.
EL DESCOTE MÁS CRUDO
QUE HE VISTO
En la gran función de gala del teatro de la Opera, y
en un palco proscenio, estaba la más bella descotada del
teatro. ¿Por qué?
Los palcos proscenios son los que parecen estar revestidos
de un terciopelo más oscuro y en los que por lo
tanto resaltan más las carnes oscuras. El terciopelo rojo
de esos palcos está entintado por la especial sombra que
se pega a ellos como el polvo blanco a todo terciopelo.
Por todo eso resaltaba más la mujer de más bello descote
del teatro.
¿Pero sólo por eso su descote era el más bello?
No. Su descote era el más comestible del teatro, como
esos panes para una numerosa familia a los que todos se
pegan pellizcos en el reborde blanco, y porque venía de
un cortijo en las tierras del Sur, renegrido su descote por
el sol en un ancho trecho que de pronto, sin transición,
en una franja que ha hecho añadir al descote del campo
el descote de la fiesta de gala, se convertía en una carne
más blanca, la que había celado al sol las blusas y las
camisas, extraña media luna blanca que lucía por todo
el teatro y que daba calidad a sus senos apenas escondidos
en el descote de gran gala con escotadura de negro
chaleco de frac, chaleco sin camisa ni corbata ni pechera.
Como aquel descote de carne oscura y canesú de carne
blanca no he visto otro, dotado de tanta realidad y tanta
naturalidad.
SENOS SIN BOTÓN
Hay que temer a esas mujeres de senos túrgidos y crecientes,
en los que el pezón es blanco. Esas mujeres de
senos lívidos serán crueles con todo lo que tengan a su
alrededor. Influirán en el padre para desheredar a sus hermanos,
serán duras con sus sobrinos, serán madrastras
de sus hijos si tienen hijos.
El que sus botones estén sin sangre y sin color, las harán
espantables, mujeres de dientes apretados y de decisiones
injustas y arbitrarias. Esa piedad que hay en esas
dos florecillas como si fuesen las condecoraciones de una
fiesta ideal de la flor, no existirá en absoluto en ellas.
Bellas, interesantes, de curvas bordadas, no se explicará
nadie el porqué de su hostilidad, de su incomprensión,
de su desdén.
Es que están detrás de unos senos sin florecilla ni rosación
siquiera, es que sus senos son los senos fríos de
la mujer de mármol, blancos por completo o a lo más
un poco oscuros por su roce con el tiempo en medio de
la general blancura.
¡Dios nos salve de una mujer de senos sin su punta de
color! Retorcerá en un pellizco, fino, agudo, inaguantable,
todas las cosas.
LA CONFESIÓN
Yo la dije, cuando tuve confianza con ella más que con
ninguna:
—¿Y qué sientes en los senos?
Guardó silencio durante un rato. Sentía un rubor extraño,
como el primero sin ser el primero.
—¿No te desilusionará el que te diga la verdad? ¿No
te quedarás desilusionado para siempre?
—No… Desgraciadamente nos volveremos a ilusionar
con lo que nos desilusionó… Es fatal… Después de oírte,
buscaré unos senos como esa noche en que perdemos
la voluntad como si un cometa terrible fuese a tropezar
con la Tierra y naufragamos en un falso final del mundo.
—Bueno, pues escucha —continuó ella—: es fría la sensación
de nuestros senos… Están lejos de nuestra sensualidad,
son las montañas en que hay cierta nieve… Nos
hacéis cosquillas agrias y tozudas en ellos… Sólo una vez,
cuando los tocó el primer hombre que nos tocó, sonó en
toda nuestra sensibilidad el primer timbrazo de alarma,
el timbrazo de que había llegado la hora. No han vuelto
a ser tan sensibles nunca.
—¿Entonces, cuando jugamos con ellos no sentís la alegría
frenética y trémula de nuestra tontería?
—No. Os vemos fríamente, más frente a frente que nunca,
y si dura mucho vuestra obcecación con los senos,
cae de ellos como de dos esponjas la fría agua que apaga
un poco nuestra sensibilidad… Si no te pareciese chabacana
la comparación, te diría que parecéis policías secretas
que nos registráis el pecho con un manoseo insistente,
sin acabaros de convencer de que no guardamos
nada ahí…
Se hizo una larga pausa que no supimos cómo llenar.
¿y cómo iba yo a tocar aquellos senos desprovistos de
sentido y que se reían de mí y desdeñaban mis manos?
—Bueno, mujer verdadera… Tenemos que despedirnos…
Adiós…
—Adiós —me dijo ella levantándose y arropándose en
su piel—; pero no olvides que te he dicho lo que no he
dicho a nadie… Sé por eso mi amigo, que te vuelva a
ver… Decir a un hombre la confidencia que no se ha dicho
a nadie es como si se le diese lo que no se ha dado
nunca.
—Adiós —la dije en la puerta; y después me puse el
gabán, yéndome hacia los senos que yo sabía dónde estaban
guardados. Por lo menos ésos se reirían de mí creyéndome
engañado e iluso.
LOS QUE QUERÍAN QUE YO LOS
COGIESE
Aquellos senos se venían conmigo, extendían hacia mí
sus manos como una niña de pecho que se escapase del
seno de su madre.
Ellos querían, pero ella les contenía, les disuadía; estuvo
luchando con ellos hasta que se fue.
¿Era mala o era que en su corazón no había entrada
para ciertas palabras?
La cosa es que los dos estuvimos viendo y notando la
predilección, y, sin embargo, con gran dureza de madrastra
ella les tuvo prohibido el que por fin se viniesen conmigo,
el que saltasen entre mis brazos, el que recibiesen
el alegre aupamiento que merecen las niñas que nos quieren.
El hombre adusto e hipócrita, como los reptiles. Estrecho
de caletre y de cuerpo, tiene los ojos pequeños
y el rostro como empolvado con el polvo amarillento y
venenoso para matar las chinches.
Entra en su casa después de juzgar con impiedad a algunos
procesados, satisfecho de alejar del sol a algunos
hombres en los que la voluntad de gozar de la vida es
violenta y admirable. Su esposa, que sabe que ésa es la hora
en que vuelve, es quien le abre. El inquisidor la abraza,
gustoso de sentir sobre su pecho duro y cruel el seno blando,
asustadizo, guardado como la quesera guarda el queso.
«¡Exquisito contraste! —piensa, relamiéndose, el malvado
inquisidor—. Soy duro —continúa pensando—, porque
quiero satisfacerme con los blandos senos de mi esposa…
Sentencio a todo el que se excede en su deseo
de placeres o en su deseo de tocar los mórbidos y perfectos
senos de la libertad, para que me sea más dulce
en la intimidad el placer de tocar a mi esposa…»
En efecto, los días de grandes suplicios, los días de numerosas
ejecuciones, es cuando, sonriendo como un condenado,
el sórdido inquisidor se abalanzaba sobre los senos
de su esposa, ansioso como un glotón sobre la langosta
servida en forma de timbal hecho sólo de cogollos
de langosta, montadas y escogidas en el fondo de varios
caparazones.
En la entrada de los sitios reales y en medio del monte
en casas blancas que refulgen al sol como los cortijos,
son cuidados esos senos de las favoritas rusticanas.
Se nutren como verdaderas palomas torcaces: en vez
de con algarrobas, con las flores, las jaras y la punta tierna
de los pinos que es como el remate tierno de una
vida.
Tienen olor a pulideces de piedra del río. El Rey los
busca en la supuesta cacería que es cacería de senos y
no de rebecos, como dicen los periódicos del reino sin
nombre.
Se levanta temprano porque es caza de muy de mañana
y bebe su alma el rumor de los arroyos. (Glu… glu…
glu…, corre el arroyo en el fondo en sombra de nuestro
corazón, en la espesura de nuestro tórax).
El Rey busca el puesto que tiene asignado, el puesto
por donde aparecerá la guardesa joven, lavada como en
los lavatorios de pies antes de que el Rey toque los pies
pecadores. Van sus senos más duros que nunca, duros
de emoción y de sobrecogimiento en el fondo del corsé
amarillo.
El Rey aparece y coge por la cintura a la guardesa que
juega con su delantal, y en seguida busca los frutos de
la hembra en los que se reúne el pan tierno, el huevo descascarillado
después de endurecido el pavo trufado y la
ternura de todas las yemas del bosque, diminutas en cada
brote y únicamente allí espléndidas…
El Rey, que estaba acostumbrado al pan de Viena, busca
la cáscara y el cuscurillo del pan candeal que está en el
pezón. Nunca ha comido un pan mejor cocido y en el
que de tan cumplida manera se reuniese todo el perfume
del campo y de la mañana. Todo lo que se escapa en la
Naturaleza y en el bosque, está en esos senos de la guardesa
mantenida con todo el monte inútil del sitio real,
ese vasto vedado que le cuesta tanto dinero al Rey y que
apenas va a visitarlo.
EL COLECCIONISTA
—Una señora que pregunta por el señor —dijo la doncella
al coleccionista en senos, como ofreciéndole en el
tarjetero de su corpiño la tarjeta de la mujer que anunciaba.
—Que pase —dijo el coleccionista, meciéndose en el
asiento de su mesa, para calcular la perspectiva que le
convenía, como rectificando la medida para las distancias
de unos gemelos de teatro.
La señora era una señora de cabos finos y de brazos
muy delgados. Todo en ella era delicadeza; pero sus senos
eran opulentos y parecieron saludar al coleccionista
antes de que ella le alargase sus manos de uñas de jabón.
—¿Qué deseaba usted? —le preguntó.
—Pues hay que ser franca… Usted es un coleccionista
de senos, ¿no?… Pues aquí le traigo los míos…
Sintió el coleccionista no tener los lentes del coleccionista
para ponérselos en aquel instante; pero, como si eso
los sustituyese, se echó más hacia atrás en su asiento.
—Muy reconocido, mi señora —dijo el coleccionista
y adelantó sobre su mesa, levantándose y poniéndose de
codos sobre ella…
La que ofrecía los senos desabrochó su traje como el
ama de cría que va a mostrar la clase de su leche al doctor.
El coleccionista en senos, avezado a aquellas demostraciones,
tocó como un joyero los senos que se le ofrecían
y sonrió encantado.
—¡Hermosos senos para mi colección! Me atrae usted
unos senos magníficos e inolvidables… Ya sabe usted…
Los tendré que ver cuando se me antoje, cuando los recuerde.
.. No podré meterlos en un álbum, pero sí Ja podré
avisar cuando necesite esos dos bellos ejemplares de
mi colección…
—¿No me engaña usted? —dijo ella con coquetería.
—No… son de los mejores de mi colección… Les voy
a dar el número diez en un certificado que podrá usted
enseñar en todos lados… Cuídelos, cuídelos mucho… Los
mejores de mi colección han desaparecido y se han estropeado
de la noche a la mañana.
—Los cuidaré sólo para ofrecérselos de nue^o… Ningún
cariño ni siquiera delicadeza como la suya para con
ellos… Estoy satisfechísima… Me enorgullecerá siempre
su certificado.
Después se abrochó de nuevo con ese gesto de haber
dado de mamar ya al niño, recogió su diploma y se fue.
El coleccionista escribió en un libro: «Soledad R…, calle
de las Palmas, 84. Senos opulentos a la vez que delicados.
.. Senos sin caída, los primeros senos que he visto,
que siendo grandes, no tengan pliegues de sombra ni
se anuncie en ellos el principio de la ruina y la hundición…
Senos con la particularidad de que parece que
avanzan por su resplandor como dos focos de automóvil…
De tan puros y bellos como resultan, no se siente
la necesidad de tocarlos».
LA SEÑAL
. Primero no quiso soportarlo.
—¡Mentira! —dijo, sin poderse contener, iracundo y
desatinado—. ¡Mentira!…
Después preguntó cuándo, después preguntó cómo, después
dijo con tesón:
—Pues no lo creo.
Hubo una pausa larga, en que «ella» aparecía al final
de los soportales del pensamiento…
—Dime lo que tiene en los senos —dijo, temiendo que
el otro le diese la señal indudable…
—¿En los senos? —se preguntó el otro, queriendo recordar
a la mujer que se olvida al fin aunque se haya convivido
mucho con ella.
—¿En los senos? —repitió el otro al que en la nueva
pausa se le veía asomarse a la mujer desnuda, a la reproducción
mala, pero auténtica, de «la maja desnuda», y
buscar en sus senos la señal que se le pedía.
—¡Ah!, sí —dijo por fin—; cinco lunares alrededor de
cada rosilla…
El nuevo amante guardó silencio, con la cabeza baja,
aplastado por aquella señal indudable, que eran aquellas
abejas alrededor de las dos florecillas delicadas y propias
para hacer una guirnalda alrededor de la copa del
sombrero de una niña.
—Eso es cierto.. Pero usted es el de antes, el que ya no
puede volver, el que fue olvidado por completo. Bastante
desgracia es ésa, suficiente castigo, inextinguible pena.
LOS SENOS MUY ESCONDIDOS
Aquellos senos estaban tan escondidos, tan ocultos, tan
cerrados dentro de sus abotonados corpiños, que el que
los buscaba perdió la paciencia y los abandonó.
Le había costado mucho trabajo llegar a aquel momento;
lo más difícil lo había pasado, pero se indignó tanto
con la cerrazón, con los prendidos, con los atares, que
despreció el hallazgo.
LOS SENOS DE LA SEÑORITA
GENOVEVA
La señorita Genoveva dormía en una alcoba al final de
la casa, junto a la cocina y a la escalera interior.
Como a nadie se le hubiera ocurrido sospechar de la
señorita Genoveva, nadie pensó en que pudiera aprovechar
aquella proximidad de la escalera interior.
Pero todas las noches entraba por aquella puerta un joven
con los zapatos en el bolsillo y abría con mucho sigilo
la puerta de la señorita Genoveva.
Ningún placer más puro y penetrante que el de entrar
en casa de la soltera, en la casa decente. La tomaba como
después de la boda en la alcoba oscura, porque no
se podía encender la luz.
Todas las caricias eran silenciosas y oscuras. Tenía una
proporción inaudita aquel desnudo honesto en la oscuridad
llena de temores, de prohibiciones, de amenazas.
¡Pero quién iba a sospechar aquello en la alcoba en que
hasta había una capillita llena de relicarios y adornaba
con cintitas rosas que cuidaba la solterita!
Toda la oscuridad de la casa corría a asomarse al cuarto
pecaminoso, aunque su puerta parecía la blanca puerta
de la virginidad. Los padres, que dormían en la alcoba
a la italiana que comunicaba con la sala que daba a la
calle, roncaban sin inquietud. En el largo pasillo las sombras
se aglomeraban impacientes y comentaban lo que
allí dentro sucedía. Todas las sombras comadreaban excitadas,
despiertas, sobre la gran apariencia de dormirse
que tenía la casa.
Por las esquinas de los pasillos y las revueltas y por
la puerta entreabierta del corredor, se asomaban los perfiles
de la expectación, un ojo y parte de la nariz.
Se sentía en la sombra como una ondulación voluptuosa.
El apretujamiento de los senos que el joven tocaba
en la oscuridad, parecía que iba a despertar la luz como
cuando se coge la pera de la luz eléctrica que oscila
en la cabecera.
La señorita Genoveva, después de aquellas noches en
que era acariciada por el arcángel de la oscuridad, tomaba
su aspecto discreto de muchacha cansada de esperar,
de muchacha que acabara por vestir el hábito de la
esperanza con su correa de fraile.
El novio, que con apariencias de novio languideciente
conversaba con ella un rato durante el día, parecía otro
que el de las noches, y el mismo fenómeno notaba él mirando
a Genoveva: no le parecía la de las noches.
—Es que aprieta sus senos con las sogas de la discreción
—se decía Antonio, que así se llamaba el atrevido
merodeador.
Y Antonio hasta extrañaba la casa y el portal y la escalera
durante el día, y no hubiera reconocido yendo por
los pasillos, iluminados por la luz del día, la puerta de
la alcoba misteriosa y su falleba de metal reluciente.
Antonio, en vez de desinteresarse, se interesó cada vez
más por la clandestina Genoveva, y hasta se casó con ella.
—Viviremos con ustedes —habían dicho a los padres,
y en vista de eso se había arreglado la misma alcoba de
Genoveva con muebles nuevos, una cama más ancha, porque
aquélla —como decía la madre— no hubiera servido,
y a petición de él mucha luz, más de doscientas bujías
en dos lámparas.
Así, el día señalado se encerraron en la alcoba de todas
las noches. ¡Cómo conocían aquel silencio de la casa!
El estaba impaiente, sin embargo. Aun estando en ambiente
tan conocido, le interesaba verla bajo la luz. Eso
iba a ser lo nuevo, lo extraordinario, lo maravilloso. ¡Al
fin la iba a tener bajo la luz, sin que le importase que
se viese la gran iluminación por el montante!
Genoveva tenía más miedo que nunca. Había perdido
el desparpajo de la oscuridad. En la oscuridad se había
sentido más mujer, más suelta, más cuantiosa.
Se fue desnudando. El estaba perplejo. Veía una escena
pobre, modesta, fría. Veía los forros tristes de la ropa
que ella se iba quitando, y veía que en vez de esponjarse
como se esponjaba en la sombra, menguaba, resultaba
la mujer aterida.
Sólo esperaba ver los senos, como si los desconociese,
como si no fuesen los que él había reconocido en la
oscuridad, los opulentos senos de la sombra, en cascada,
batidos, crecidos, aumentados como la espuma acrecentada
por el batidor…
Por fin se desvelaron y aparecieron pequeños como las
bombillas esféricas de cincuenta bujías que los iluminaban,
y Antonio se quedó asombrado, desengañado, sorprendido.
La sombra le había engañado atrozmente. ¡Su
esposa no tenía senos!
¡Si no hubiera encendido nunca la luz! ¡Si hubiese buscado
siempre en la sombra la blanca morbidez imaginada!
LOS SENOS DE LA NADADORA
Había un premio fuerte y una medalla de oro para el
que pasase aquel trecho a nado.
Se lanzaron los hombres y las mujeres en una especie
de competencia desigual, pues los hombres eran como
lenguados enjutos y ellas redondeadas, llenas de huevas
y con senos, debían ser más pesadas.
Pero pronto se vio que una mujer era la que llevaba
la delantera. Su cabeza de loca, de mujer que se ha lavado
la cabeza, sobresalía sobre las aguas unos ratos más
que otros.
Con un rostro de desesperada mojada en lágrimas, apareció
en el sitio de la meta, la mujer que llevó todo el
tiempo el primer puesto. Salía del agua cada vez más redondeada,
brillante gelatinosamente toda ella. ¡Caramba
con los senos de mujer fuerte que lucía! Quizás habían
sido la proa que había roto mejor las aguas y por
lo tanto los que la habían ayudado a vencer.
Todos miraban sus senos como algo apetitoso, refrescado
y duchado por el mar. Todos hubieran dado lo que
se les hubiera pedido con tal de dar dos palmaditas en
las carnes que las pedían.
El presidente del jurado, con la medalla en la mano,
se acercó a la triunfadora, y puso en su seno la medalla
del premio, y sin poderse contener su mano imitó el molde
del seno e hizo sobre él el gesto redondo.
La nadadora, dura y envaronilizada por el triunfo, dio
una tremenda bofetada al presidente del jurado, cuyo sombrero
de copa se fue al agua, bogando en ella como una
boya.
SENOS DEL HASTÍO
Están llenos de hastío esos senos, y cuando unos senos
se llenan de hastío ya hay que dejarlos, porque ya
no sirven. No hay nada que los reponga.
Caerán como dos grandes lágrimas suspensas del seno
de la hastiadora.
Llorará sobre sus senos al notarlo y sus lágrimas rimarán
en sus senos.
«Ya tus senos —se le diría a la mujer de los senos llenos
de hastío— son los del alma seca de mi encanto por
tí».
LA CAZA EN LA ESCALERA
Cuando se es muy joven se considera que es posible
cazar en la escalera los senos en la vecindad.
La escalera es un camino solitario por el que baja muy
descuidada esa chica de la guardilla que tiene unos senos
pizpireteadores.
Generalmente baja saltando y sus senos se revelan así
con más revelación, ya inevitables, ya imposibles de abandonar.
Se ha visto el fenómeno extraño de la alegría solitaria
de los senos por la mirilla sigilosa, celada medieval
de nuestras torturas.
Muchas veces se vuelve a ver a los correteadores senos
botar sobre el pecho de la chica en su bajada de la
escalera. ¿Es hora de echarles mano?
No aún. Conviene dejar que tomen confianza con el
camino solitario de la escalera donde se adunan las mañanas
de todos los vecinos con los caldos sustanciosos
de todos sus pucheros.
Por ese camino glorioso que es la escalera en la mañana
parece que suben al cielo y que bajan a la tierra si
descienden.
La juventud crédula considera que en esa alegría neutra
de la escalera es posible llegar a la posesión de los
senos torcaces de la guardilla.
Un día por fin espera sigiloso la hora. Espera el joven
al balcón que entre la joven de los senos alegres. La ve
venir y ve cuándo pasa precisamente bajo su balcón, cómo
son de plásticos sus senos y cómo entran antes que
ella en el portal tragaldabas.
Detrás de la puerta espera el joven la subida de la alegre
muchacha cuyos senos suben saltando la escalera.
La luz de la escalera se alegra de verle bueno y tiene
algo de luz que entra por los balcones esmerilados de una
casa de citas o de un cuarto de baño.
No se sabe por qué se ha quedado parada en uno de
los escalones de abajo. ¿Leerá alguna carta de otro? Ese
sería un contratiempo. Sería la única oración contra el
diablo que espera.
Sigue en la rendija de la puerta. Ya está ella casi en
el descansillo señalado como última etapa de su tranquilidad.
El joven abre entonces la puerta y se lanza sobre
ella.
Hay una lucha de unos segundos. Ella le rechaza y escapa.
El comprende toda la responsabilidad que hay en
luchar en la escalera y en que alguien pueda oír algún
grito. Había creído a la escalera más sorda de lo que ese
momento le ha parecido. Todas las mirillas oyen y ven.
Todos han visto el abuso que ha querido cometer.
La escalera —han pensado todos los jóvenes después
de la experiencia de caza en la escalera— no es propicia
para nada. Es fría, reflexiva, ingrata y deja a la mujer
sin ofuscación sintiéndose en sitio tan extraño y sin cordialidad.