Este es uno de los mejores libros que he leido en toda mi vida, y he leido muchos. Escrito de manera admirable, desmonta muchos mitos falsos sobre la imposibilidad de la existencia de Dios. Tras probar la ciencia la creación o big Bang y la inmensa casualidad casi imposible de un universo antropico, capaz de albergar vida es irrefutable que existe antes del todo una inteligencia y una primera causa, Dios. Las 20 constantes del universo y la constante cosmologica sobre el crecimiento del universo estan ajustadas finisimamente para producir todo, estrellas, el carbono que es un verdadero milagro que producen las estrelas, etc. Todas ellas si varian solo un 1% no producirian nuestro universo, y la ultima si varia un 0 con 123 decimales. Para aquellos que prefieren creer en la casualidad o azar representa una opción imposible de creer, no es razonable.
José Carlos González-Hurtado aborda el tema de la relación entre ciencia y religión combinando diversos enfoques (histórico, cultural, testimonial, divulgativo, sociológico) y prestando especial atención a los debates científicos actuales y de los dos últimos siglos. No se limita a refutar la leyenda urbana de la incompatibilidad entre ambas formas de conocimiento. Su objetivo es demostrar que una mirada sin prejuicios al panorama de la ciencia moderna lleva necesariamente a la idea de Dios. Para ello presenta argumentos de peso apoyándose en abundante documentación y usando un estilo desenfadado que convierte la lectura del libro en gratificante y enriquecedora». Del prólogo de Fernando Sols (Catedrático de Física de la Materia Condensada en la Universidad Complutense de Madrid)
José Carlos González-Hurtado, en estas píldoras, da las respuestas sobre las evidencias científicas de la existencia de Dios.
La tabla periódica. Una guía visual de los elementos constituye una nueva manera de enfocar esta rama de la ciencia tan notable y fácilmente reconocible. Este libro, que combina la vanguardia de la ciencia con una infografía visualmente fascinante, analiza todos los elementos químicos, desde el argón hasta el zinc; detalla su estructura y sus propiedades específicas; y, además, relata fascinantes historias sobre su descubrimiento y sus sorprendentes usos. También ofrece una descripción general de la tabla periódica, de las tablas alternativas y del funcionamiento de los átomos. La tabla periódica nos desvela los cimientos de todo nuestro universo como nunca se habían visto. Tom Jackson es un periodista escritor especializado en ciencias. Ha trabajado en varios proyectos con Brian May, Patrick Moore, Marcus du Sautoy y Carol Vorderman y entre sus libros se encuentran Genetics in Minutes, The Human Body in Minutes, Mathematics: An Illustrated History of Numbers y The Brain: An Illustrated History of Neuroscience.
Un libro excepcional totalmente visual, graficos muy buenos y que dan una idea de la enormidad y complejidad de los eleentos que componen el universo. Totalmente recomendable en toda Biblioteca
De cerca no quería enseñarlos, pero como soy tan insistente, aunque no tenga los sofocos que ponen corrupios a la mayor parte de los hombres, la propuse que me los enseñase desde la alta ventana, en la noche, cuando yo, que vivía enfrente, me asomara para despedirme. ¡Qué miedo a que se arrepintiese! ¡Iba a estar tan poco aconsejada por mí a sí misma! Conque mirase al ángel que sostenía su pila de agua bendita, estaba deshecha la promesa. Con esas dudas llegó la hora pacífica que estaba llena de ruido de oídos en la gran inquietud. Ella sabía desde el lado del rincón, en cuyo sitio sólo yo podía verla. Encendió la luz de su alcoba, en cuyo fondo aparecía la cama extendida y acostada como un enfermo muy limpio. ¿Se asomará y me saludará como el que no se acuerda o no quiere y cerrará las maderas irreparablemente? Ya sentía ganas de cogerla por las muñecas si hacía eso y tratarla como a una mujerzuela… precisamente porque no lo quería ser. ¿Sería valiente? Se necesitaba decisión y valentía para hacer lo convenido. ¿Sería tan arrogante? Iba a haber mucho desdén para el ser lejano y escondido al hacer eso; iba a haber mucho orgullo. Quizá no debía pedirla tal cosa, porque de una de esas cosas sale mujer prostituta para siempre. Realmente iba a ser como si debutase en el escenario con el número más desvelado. En los gestos que hacía y en su lentitud y en su apariencia de estar obligada a una cosa y de ir, por lo menos lentamente, hacia ella, se veía que estaba decidida, que iba a mostrarse. ¡Qué sacrificio! Si no hubiesen estado los cristales por medio, si me hubiese podido oír, la habría gritado: «¡No! ¡No lo hagas!», pero ya iba arrastrada y llevaba a sacrificar sus senos. Cerró la puerta del fondo con cerrojo y después se fue quitando alfileres. ¡Qué fino espectáculo! ¡Qué naturalidad nunca vista! Parecía que se los acababa de poner entre bastidores para podérselos quitar así de parsimoniosa y de sencillamente. Ya podía haber entreabierto un poco su blusa; pero no, lo reservaba eso para realizar en un solo momento la aparición y la desaparición. Estaba junto a la luz, pero había poca luz. Por fin miró hacia donde yo estaba, sin clavar en donde se me suponía una de sus largas miradas de siempre, sino una mirada breve y despectiva como si no me quisiera, y abriendo su blusa y bajando al mismo tiempo su camisa, me enseñó sus senos, como la mujer que en la tragedia dice, abriéndose así el pecho: «¡Mátame; clávame ahí el puñal que me amenaza!» Esperó a que yo la hiciese la fotografía prohibida. Calculó el tiempo de la exposición, pero apagó demasiado pronto. ¿Demasiado pronto? No. ¡Pobrecilla! Siempre hubiera sido demasiado pronto. Para asomarse a unos senos, para reconocerlos, para recordarlos, hay que pasar muchas noches sobre ellos, como el bacteriólogo sobre el microscopio. No vi nada, y vi, sin embargo, un seno colgandero, ni grande ni pequeño, digno para representar los senos en unos amores de toda la vida. A la mañana siguiente salió llorando al balcón, y se vio que había llorado toda la noche. Llegó hasta el momento, valiente, serena, temeraria; pero al entrar en la oscuridad se sintió robada, vejada, inutilizada ya. ¿Cómo no oí toda la noche la lluvia de su llanto sobre mis cristales?… EL TAÑEDOR DE SENOS Hombre delicado, comprensivo, agradecido y alegre por lo que tuviese cierta alegría verdadera, era llamado por las mujeres para que las tañese, las cuidase, las solazase y encontrase con sus palabras, con sus miradas, con sus manos, las tersuras de sus senos, que los demás tratan sin el bastante aprecio. Ellas se encontraban más con sus senos y encontraban en él la gratitud que nunca demostraron los otros, arremetedores como topos. La escena era bella. El tañedor de senos saludaba los senos de la confiada con todos los saludos, discretos, sencillos, inefables; tampoco con la exageración de esos muchachos inaguantables que acabarán siendo ingratos, cínicos, malévolos, dolorosos, pero que tienen en el principio los aspavientos de la revelación. El tañedor de senos era incansable, porque creía que podía morirse uno tañendo unos senos entregados sinceramente a las manos sinceras que no les roban, sino que les devuelven el rédito que merecen. El tañedor de senos no era brusco, precipitado, ni se veía en sus manos ese cansancio que las va a parar muy pronto. El recapacitaba sobre los senos, encontraba cómo su relieve es incomparable con nada y les encontraba los perfiles más bellos. Llegaba a admirar sus senos la dueña de ellos, ante los exquisitos tañidos que les sacaba el tañedor. Tampoco eran timoratas las que se prestaban a que el tañedor entrase en sus gabinetes. Eran las mujeres que están cansadas de la brutalidad y quieren que las aprecie en secreto uno de los pocos hombres que saben apreciar y que tienen el arrebato largo en vez del arrebato de los tres golpes. El tañedor de senos las dejaba sus senos alabados, bendecidos, dispuestos a aguantar con los reservorios de dulzura y de veneración que había puesto en ellos, todas las injusticias y los insultos de los mamíferos corrientes. LOS MEJORES SENOS Miraba aquella mujer de tal modo la vida, que tocar sus senos era como tocar el secreto de la vida. —Se ha dejado —me decía yo, y aquello era lo más encantador de todo. — Tocar tus senos no es tocar unos senos, es poderte tocar a tí en lo más íntimo… Eso es lo que me enajena. ¡Oh, mujer fuerte y difícil! —la decía yo, y ella sonreía al oírme, como si dijera: «Pero te entretienes con ellos como un niño idiota que juega con cualquier cosa ». —Me sorprenden tus senos —la decía yo— como si no fuesen senos, sino otra cosa… No me he podido dar cuenta aún de cómo te toco a ti de verdaderamente… No acabo de creerlo, no lo creeré nunca. Yo llegué a llamar a aquella mujer como si no existiese, como si no estuviese ante mi de verdad, como si fuese imposible… Buscaba sus senos con arrebato para enterarme y me pasmaba el encontrarlos… ¿Se podrá conseguir algo más grande en la vida que creer siempre, durante mucho tiempo, que se toca lo inaudito, lo inesperado, lo imposible? «¡Eran sus senos!» Nunca me arrebaté como ante esos senos, esos senos incomparables. Eran los senos de la mujer que ve la vida y que no ofrece ese fruto de inconsciencia que son los frutales senos de los demás. Buscaba mi tesoro varias veces en el día metiendo la mano por el angosto descote de su blusa y removía todas las monedas de mi bolsa como sonando mi oro. Ella se prestaba igual que las mujeres de prestación bovina a que yo me enterase de ella misma, aunque aquello fuese lo que estaba más lejos de su alma. Después de haber incurrido en la tontería varonil, me arrepentía de ello y buscaba más cerca de su aliento el perdón. ¿Pero es posible?, me he repetido siempre. Sus senos además eran magníficos, redondos, duchados, auténticos, sin engaño, formándose en extenso panorama, no siendo sólo calcetines repletos, faltriqueras o bolsillos aislados y alargados en el centro del pecho. Eran extensos, ciertos, magistrales. Mi mano ha conocido para no olvidarlo nunca el cercioro de la vida. No tendré más que pensar en eso los malos días de la vida, para sentirme afortunado y como si hubiese contenido en las manos el agua densa, dulce y diáfana a la par que dura. Sus senos eran los senos racionales con la bastante generosidad para seguir siendo pueriles. Encantada ella también de que yo fuese el que se alegraba así cerciorándome de su presencia, ella también decía mi «¡Parece mentira! », sino que miranto hacia mí y sintiendo en mis manos la avidez del hombre del alma intrépida y original, enterado del mundo y de la realidad con todo el sentido de su enjundia. Senos providentes, rollizos, blancos, de carne delicada y tersa, ¡cómo han dado densidad a los senos y cuántas miles de veces ha ido a ellos como para cortar el cupón de mi fortuna! No se me negaron, y durante mucho tiempo para lo que duran esas cosas, han sido tersos, grandes, fieles, magnánimos. Sólo mataba un poco mi placer de hallarlos, el que pensaba en que se iban a perder, y también pensaba que se irían deshaciendo, que lentamente se irían perdiendo. ¡Ah, pero el milagro de los días hace que parezca aún inacabable lo que se va acabando indudablemente! La blanda piedra de toque de mi vida, son los senos esos que soportan con fidelidad y enterándose hasta el fondo de quién es quién los toca, de que soy yo el que les da ese toque con que yo extiendo las manos hacia ellos, queriendo saber que aún estoy en la vida. UN VENDEDOR DE SENOS EN ORIENTE En la calle en sombra azul, mientras en los aleros el sol ponía tejas de oro, el vendedor de senos dormitaba en un gran confesionario, barraca de maderas entrecruzadas. A la puerta, sentado en el quicio de la larga ventana que tenía la puerta, fumaba su narguilé como si se fumase los senos más soñadores de su colección. En la sombra de la caseta se percibían los desperezos de las mujeres desnudas tendidas sobre cojines. Era una especie de delicado oleaje lento, con movimientos de recién nacido en el lecho de la madre. Esa sensación de blancura, de esfereidad y de número que produce una huevería, la producía aquel fondo de sestero almacén en que se reunían todos los senos de que era dueño el vendedor de senos. De vez en cuando entraba algún supuesto comprador, que sólo quería ver bien el avispero de los senos. —No se toca… Se ve y no se toca… Hay que elegir a simple vista —repetía con sus palabras verdes y tecleantes el oriental. —¡Pero si esa mujer no vale nada! —le decían a veces, señalando a alguna un poco ajada o demasiado fea. —Yo no soy vendedor de mujeres, yo soy vendedor de senos —contestaba él, y tenía razón en su criterio, pues él revisaba todas las mujeres que encontraba por feas que fuesen, y así había encontrado los senos más blancos y más bellos de Oriente. —Si al coco se le juzgase por defuera —decía él— no se hubiera descubierto nunca su pulpa sabrosa y su agua de aljibe. El, por el contrario, desconfiaba de las bellas que tienen los senos bizcos o como bolsillos de arruinado. El vendedor de senos tenía todas las ponderaciones para sus senos y quizá no ha habido un estilista como él en el mundo. —Dajali, incorpórate un poco —decía dirigiéndose hacia las sombras, y después, cuando ya Dajali se había sentado sobre su almohadón, decía al comprador—: Fíjese, sus senos distanciados, son como los focos de su belleza… —Aelaida, incorpórate y si no quieres, alarga un brazo para que sepa dónde estás —decía con tono melifluo, y Aelaida, allá en un rincón de la leonera, levantaba una pierna bella como un candelabro o un alto pebetero. Entonces se acercaba con el comprador, saltando los cadáveres de pereza de numerosas «senéforas». —Mire —decía al comprador—, sus senos, por el contrario de la otra, más estatuaria, pero menos ardiente, se estrujan el uno al otro, se buscan el pico como palomas, salta la chispa de su contacto… Era interminale la mostración de bellezas, de matices, de agilidades, cuando el vendedor de senos se daba cuenta de que era un rico o un entendido el que quería un par de senos, si no iguales, muy parecidos el uno al otro. —Se puede llamar al perito —acababa diciendo—, se pude llamar al perito, para que haga los cálculos de la geometría y le demuestre que son iguales, como una mitad de Dios lo es a la otra Nadie jamás había tocado sus senos. Habían tenido una perfecta seriedad en su pecho. Estaban reservados para que muriesen inactivos en el árbol solitario. No supo él los senos nuevos e intactos que se llevaba, los senos de miel que tenía entre manos. La noche de sus bodas aquella mujer debió buscar el amante que se diese cuenta. ¡Qué irreparable pérdida! En aquella noche, como todas las noches, perdieron su fragancia los senos preciosos en las manos del tratante en naranjas. EL ERMITAÑO El final de una vida puede ser la contemplación cenobítica de unos senos, contemplación de eremita que toma en sus manos unos senos de mujer y los contempla como si fuesen todo el engaño de la vida, visible y patente. Todos tendremos ese gesto reflexible y final. Un día tomaremos en nuestras manos los senos con ese escepticismo postrero. Hay hombres ancianos que ya no buscan los senos sino para eso, para abstraerse ante ellos como los frailes del Greco lo están frente a un cráneo pelado. Quizá ya en nuestra juventud tuvimos muchas veces ese gesto sensato, tranquilizado, depurativo, manejando unos senos. NO TENÍA SENOS No tenía senos ni la huella de los senos en su juntura, ese canalillo en que las miradas se fijan para reconocer a la mujer. Tenía que descotarse y la daba vergüenza no poder enseñar la juntura inquietante. Tenía la caja del pecho de un transformista, de un imitador de estrellas. Hubo que llevarla a París y allí penetraron en el Instituto de Belleza. Todo olía a jabón en aquel Instituto y a los espejos les habían sacado brillo las gamuzas más finas. La mujer que no tenía senos presentó sus quejas. —Hay que someterla a un tratamiento interior. Tome estas píldoras durante unos días —dijo el Director, y la dio una caja llena de unas píldoras grandes, enormes, inusitadas, con aspecto de ser imposibles de tragar. Al cabo de una temporada el Director, convencido de que los senos no brotaban, dijo: —La hemos dado simiente de senos, y como es imposible darla los senos nuevos, la haremos algo que es por lo menos posible, la juntura de los senos, ese canalillo que es como el que conduce al punto de mira en la pistola y que es lo imprescindible. El Director tomó en sus manos el escoplo y el martilio blando y dio numerosos golpes en el esternón de la joven sin senos, consiguiendo señalar una depresión delicada, suscitadora de los inquietantes senos en la caja dura de su pecho. Ya durante siempre en su descote lució la línea sinuosa, inquietante, resbaladora de la juntura de los senos. Y cayó en sus manos un marido gracias a eso. TRES PENSAMIENTOS SUELTOS Reconocía el alba tocando la esfereidad de sus senos… Daba luz a la noche tocando esos resortes de la luz. ¿Estás ahí? —preguntaba yo sin hablar, tocando sólo realidades indubitables, en que todo el universo cedía y se hacía cariñoso bajo el empuje de mi mano, en que sentía toda la realidad material del seno blando y suave. Jugaba ella a la pelota con sus senos sobre la pared de los espejos… Todas las noches jugaba la partida estéril de las miradas en que se miraban los senos en el espejo. EL DESCOTE MÁS CRUDO QUE HE VISTO En la gran función de gala del teatro de la Opera, y en un palco proscenio, estaba la más bella descotada del teatro. ¿Por qué? Los palcos proscenios son los que parecen estar revestidos de un terciopelo más oscuro y en los que por lo tanto resaltan más las carnes oscuras. El terciopelo rojo de esos palcos está entintado por la especial sombra que se pega a ellos como el polvo blanco a todo terciopelo. Por todo eso resaltaba más la mujer de más bello descote del teatro. ¿Pero sólo por eso su descote era el más bello? No. Su descote era el más comestible del teatro, como esos panes para una numerosa familia a los que todos se pegan pellizcos en el reborde blanco, y porque venía de un cortijo en las tierras del Sur, renegrido su descote por el sol en un ancho trecho que de pronto, sin transición, en una franja que ha hecho añadir al descote del campo el descote de la fiesta de gala, se convertía en una carne más blanca, la que había celado al sol las blusas y las camisas, extraña media luna blanca que lucía por todo el teatro y que daba calidad a sus senos apenas escondidos en el descote de gran gala con escotadura de negro chaleco de frac, chaleco sin camisa ni corbata ni pechera. Como aquel descote de carne oscura y canesú de carne blanca no he visto otro, dotado de tanta realidad y tanta naturalidad. SENOS SIN BOTÓN Hay que temer a esas mujeres de senos túrgidos y crecientes, en los que el pezón es blanco. Esas mujeres de senos lívidos serán crueles con todo lo que tengan a su alrededor. Influirán en el padre para desheredar a sus hermanos, serán duras con sus sobrinos, serán madrastras de sus hijos si tienen hijos. El que sus botones estén sin sangre y sin color, las harán espantables, mujeres de dientes apretados y de decisiones injustas y arbitrarias. Esa piedad que hay en esas dos florecillas como si fuesen las condecoraciones de una fiesta ideal de la flor, no existirá en absoluto en ellas. Bellas, interesantes, de curvas bordadas, no se explicará nadie el porqué de su hostilidad, de su incomprensión, de su desdén. Es que están detrás de unos senos sin florecilla ni rosación siquiera, es que sus senos son los senos fríos de la mujer de mármol, blancos por completo o a lo más un poco oscuros por su roce con el tiempo en medio de la general blancura. ¡Dios nos salve de una mujer de senos sin su punta de color! Retorcerá en un pellizco, fino, agudo, inaguantable, todas las cosas. LA CONFESIÓN Yo la dije, cuando tuve confianza con ella más que con ninguna: —¿Y qué sientes en los senos? Guardó silencio durante un rato. Sentía un rubor extraño, como el primero sin ser el primero. —¿No te desilusionará el que te diga la verdad? ¿No te quedarás desilusionado para siempre? —No… Desgraciadamente nos volveremos a ilusionar con lo que nos desilusionó… Es fatal… Después de oírte, buscaré unos senos como esa noche en que perdemos la voluntad como si un cometa terrible fuese a tropezar con la Tierra y naufragamos en un falso final del mundo. —Bueno, pues escucha —continuó ella—: es fría la sensación de nuestros senos… Están lejos de nuestra sensualidad, son las montañas en que hay cierta nieve… Nos hacéis cosquillas agrias y tozudas en ellos… Sólo una vez, cuando los tocó el primer hombre que nos tocó, sonó en toda nuestra sensibilidad el primer timbrazo de alarma, el timbrazo de que había llegado la hora. No han vuelto a ser tan sensibles nunca. —¿Entonces, cuando jugamos con ellos no sentís la alegría frenética y trémula de nuestra tontería? —No. Os vemos fríamente, más frente a frente que nunca, y si dura mucho vuestra obcecación con los senos, cae de ellos como de dos esponjas la fría agua que apaga un poco nuestra sensibilidad… Si no te pareciese chabacana la comparación, te diría que parecéis policías secretas que nos registráis el pecho con un manoseo insistente, sin acabaros de convencer de que no guardamos nada ahí… Se hizo una larga pausa que no supimos cómo llenar. ¿y cómo iba yo a tocar aquellos senos desprovistos de sentido y que se reían de mí y desdeñaban mis manos? —Bueno, mujer verdadera… Tenemos que despedirnos… Adiós… —Adiós —me dijo ella levantándose y arropándose en su piel—; pero no olvides que te he dicho lo que no he dicho a nadie… Sé por eso mi amigo, que te vuelva a ver… Decir a un hombre la confidencia que no se ha dicho a nadie es como si se le diese lo que no se ha dado nunca. —Adiós —la dije en la puerta; y después me puse el gabán, yéndome hacia los senos que yo sabía dónde estaban guardados. Por lo menos ésos se reirían de mí creyéndome engañado e iluso. LOS QUE QUERÍAN QUE YO LOS COGIESE Aquellos senos se venían conmigo, extendían hacia mí sus manos como una niña de pecho que se escapase del seno de su madre. Ellos querían, pero ella les contenía, les disuadía; estuvo luchando con ellos hasta que se fue. ¿Era mala o era que en su corazón no había entrada para ciertas palabras? La cosa es que los dos estuvimos viendo y notando la predilección, y, sin embargo, con gran dureza de madrastra ella les tuvo prohibido el que por fin se viniesen conmigo, el que saltasen entre mis brazos, el que recibiesen el alegre aupamiento que merecen las niñas que nos quieren. El hombre adusto e hipócrita, como los reptiles. Estrecho de caletre y de cuerpo, tiene los ojos pequeños y el rostro como empolvado con el polvo amarillento y venenoso para matar las chinches. Entra en su casa después de juzgar con impiedad a algunos procesados, satisfecho de alejar del sol a algunos hombres en los que la voluntad de gozar de la vida es violenta y admirable. Su esposa, que sabe que ésa es la hora en que vuelve, es quien le abre. El inquisidor la abraza, gustoso de sentir sobre su pecho duro y cruel el seno blando, asustadizo, guardado como la quesera guarda el queso. «¡Exquisito contraste! —piensa, relamiéndose, el malvado inquisidor—. Soy duro —continúa pensando—, porque quiero satisfacerme con los blandos senos de mi esposa… Sentencio a todo el que se excede en su deseo de placeres o en su deseo de tocar los mórbidos y perfectos senos de la libertad, para que me sea más dulce en la intimidad el placer de tocar a mi esposa…» En efecto, los días de grandes suplicios, los días de numerosas ejecuciones, es cuando, sonriendo como un condenado, el sórdido inquisidor se abalanzaba sobre los senos de su esposa, ansioso como un glotón sobre la langosta servida en forma de timbal hecho sólo de cogollos de langosta, montadas y escogidas en el fondo de varios caparazones. En la entrada de los sitios reales y en medio del monte en casas blancas que refulgen al sol como los cortijos, son cuidados esos senos de las favoritas rusticanas. Se nutren como verdaderas palomas torcaces: en vez de con algarrobas, con las flores, las jaras y la punta tierna de los pinos que es como el remate tierno de una vida. Tienen olor a pulideces de piedra del río. El Rey los busca en la supuesta cacería que es cacería de senos y no de rebecos, como dicen los periódicos del reino sin nombre. Se levanta temprano porque es caza de muy de mañana y bebe su alma el rumor de los arroyos. (Glu… glu… glu…, corre el arroyo en el fondo en sombra de nuestro corazón, en la espesura de nuestro tórax). El Rey busca el puesto que tiene asignado, el puesto por donde aparecerá la guardesa joven, lavada como en los lavatorios de pies antes de que el Rey toque los pies pecadores. Van sus senos más duros que nunca, duros de emoción y de sobrecogimiento en el fondo del corsé amarillo. El Rey aparece y coge por la cintura a la guardesa que juega con su delantal, y en seguida busca los frutos de la hembra en los que se reúne el pan tierno, el huevo descascarillado después de endurecido el pavo trufado y la ternura de todas las yemas del bosque, diminutas en cada brote y únicamente allí espléndidas… El Rey, que estaba acostumbrado al pan de Viena, busca la cáscara y el cuscurillo del pan candeal que está en el pezón. Nunca ha comido un pan mejor cocido y en el que de tan cumplida manera se reuniese todo el perfume del campo y de la mañana. Todo lo que se escapa en la Naturaleza y en el bosque, está en esos senos de la guardesa mantenida con todo el monte inútil del sitio real, ese vasto vedado que le cuesta tanto dinero al Rey y que apenas va a visitarlo. EL COLECCIONISTA —Una señora que pregunta por el señor —dijo la doncella al coleccionista en senos, como ofreciéndole en el tarjetero de su corpiño la tarjeta de la mujer que anunciaba. —Que pase —dijo el coleccionista, meciéndose en el asiento de su mesa, para calcular la perspectiva que le convenía, como rectificando la medida para las distancias de unos gemelos de teatro. La señora era una señora de cabos finos y de brazos muy delgados. Todo en ella era delicadeza; pero sus senos eran opulentos y parecieron saludar al coleccionista antes de que ella le alargase sus manos de uñas de jabón. —¿Qué deseaba usted? —le preguntó. —Pues hay que ser franca… Usted es un coleccionista de senos, ¿no?… Pues aquí le traigo los míos… Sintió el coleccionista no tener los lentes del coleccionista para ponérselos en aquel instante; pero, como si eso los sustituyese, se echó más hacia atrás en su asiento. —Muy reconocido, mi señora —dijo el coleccionista y adelantó sobre su mesa, levantándose y poniéndose de codos sobre ella… La que ofrecía los senos desabrochó su traje como el ama de cría que va a mostrar la clase de su leche al doctor. El coleccionista en senos, avezado a aquellas demostraciones, tocó como un joyero los senos que se le ofrecían y sonrió encantado. —¡Hermosos senos para mi colección! Me atrae usted unos senos magníficos e inolvidables… Ya sabe usted… Los tendré que ver cuando se me antoje, cuando los recuerde. .. No podré meterlos en un álbum, pero sí Ja podré avisar cuando necesite esos dos bellos ejemplares de mi colección… —¿No me engaña usted? —dijo ella con coquetería. —No… son de los mejores de mi colección… Les voy a dar el número diez en un certificado que podrá usted enseñar en todos lados… Cuídelos, cuídelos mucho… Los mejores de mi colección han desaparecido y se han estropeado de la noche a la mañana. —Los cuidaré sólo para ofrecérselos de nue^o… Ningún cariño ni siquiera delicadeza como la suya para con ellos… Estoy satisfechísima… Me enorgullecerá siempre su certificado. Después se abrochó de nuevo con ese gesto de haber dado de mamar ya al niño, recogió su diploma y se fue. El coleccionista escribió en un libro: «Soledad R…, calle de las Palmas, 84. Senos opulentos a la vez que delicados. .. Senos sin caída, los primeros senos que he visto, que siendo grandes, no tengan pliegues de sombra ni se anuncie en ellos el principio de la ruina y la hundición… Senos con la particularidad de que parece que avanzan por su resplandor como dos focos de automóvil… De tan puros y bellos como resultan, no se siente la necesidad de tocarlos». LA SEÑAL . Primero no quiso soportarlo. —¡Mentira! —dijo, sin poderse contener, iracundo y desatinado—. ¡Mentira!… Después preguntó cuándo, después preguntó cómo, después dijo con tesón: —Pues no lo creo. Hubo una pausa larga, en que «ella» aparecía al final de los soportales del pensamiento… —Dime lo que tiene en los senos —dijo, temiendo que el otro le diese la señal indudable… —¿En los senos? —se preguntó el otro, queriendo recordar a la mujer que se olvida al fin aunque se haya convivido mucho con ella. —¿En los senos? —repitió el otro al que en la nueva pausa se le veía asomarse a la mujer desnuda, a la reproducción mala, pero auténtica, de «la maja desnuda», y buscar en sus senos la señal que se le pedía. —¡Ah!, sí —dijo por fin—; cinco lunares alrededor de cada rosilla… El nuevo amante guardó silencio, con la cabeza baja, aplastado por aquella señal indudable, que eran aquellas abejas alrededor de las dos florecillas delicadas y propias para hacer una guirnalda alrededor de la copa del sombrero de una niña. —Eso es cierto.. Pero usted es el de antes, el que ya no puede volver, el que fue olvidado por completo. Bastante desgracia es ésa, suficiente castigo, inextinguible pena. LOS SENOS MUY ESCONDIDOS Aquellos senos estaban tan escondidos, tan ocultos, tan cerrados dentro de sus abotonados corpiños, que el que los buscaba perdió la paciencia y los abandonó. Le había costado mucho trabajo llegar a aquel momento; lo más difícil lo había pasado, pero se indignó tanto con la cerrazón, con los prendidos, con los atares, que despreció el hallazgo. LOS SENOS DE LA SEÑORITA GENOVEVA La señorita Genoveva dormía en una alcoba al final de la casa, junto a la cocina y a la escalera interior. Como a nadie se le hubiera ocurrido sospechar de la señorita Genoveva, nadie pensó en que pudiera aprovechar aquella proximidad de la escalera interior. Pero todas las noches entraba por aquella puerta un joven con los zapatos en el bolsillo y abría con mucho sigilo la puerta de la señorita Genoveva. Ningún placer más puro y penetrante que el de entrar en casa de la soltera, en la casa decente. La tomaba como después de la boda en la alcoba oscura, porque no se podía encender la luz. Todas las caricias eran silenciosas y oscuras. Tenía una proporción inaudita aquel desnudo honesto en la oscuridad llena de temores, de prohibiciones, de amenazas. ¡Pero quién iba a sospechar aquello en la alcoba en que hasta había una capillita llena de relicarios y adornaba con cintitas rosas que cuidaba la solterita! Toda la oscuridad de la casa corría a asomarse al cuarto pecaminoso, aunque su puerta parecía la blanca puerta de la virginidad. Los padres, que dormían en la alcoba a la italiana que comunicaba con la sala que daba a la calle, roncaban sin inquietud. En el largo pasillo las sombras se aglomeraban impacientes y comentaban lo que allí dentro sucedía. Todas las sombras comadreaban excitadas, despiertas, sobre la gran apariencia de dormirse que tenía la casa. Por las esquinas de los pasillos y las revueltas y por la puerta entreabierta del corredor, se asomaban los perfiles de la expectación, un ojo y parte de la nariz. Se sentía en la sombra como una ondulación voluptuosa. El apretujamiento de los senos que el joven tocaba en la oscuridad, parecía que iba a despertar la luz como cuando se coge la pera de la luz eléctrica que oscila en la cabecera. La señorita Genoveva, después de aquellas noches en que era acariciada por el arcángel de la oscuridad, tomaba su aspecto discreto de muchacha cansada de esperar, de muchacha que acabara por vestir el hábito de la esperanza con su correa de fraile. El novio, que con apariencias de novio languideciente conversaba con ella un rato durante el día, parecía otro que el de las noches, y el mismo fenómeno notaba él mirando a Genoveva: no le parecía la de las noches. —Es que aprieta sus senos con las sogas de la discreción —se decía Antonio, que así se llamaba el atrevido merodeador. Y Antonio hasta extrañaba la casa y el portal y la escalera durante el día, y no hubiera reconocido yendo por los pasillos, iluminados por la luz del día, la puerta de la alcoba misteriosa y su falleba de metal reluciente. Antonio, en vez de desinteresarse, se interesó cada vez más por la clandestina Genoveva, y hasta se casó con ella. —Viviremos con ustedes —habían dicho a los padres, y en vista de eso se había arreglado la misma alcoba de Genoveva con muebles nuevos, una cama más ancha, porque aquélla —como decía la madre— no hubiera servido, y a petición de él mucha luz, más de doscientas bujías en dos lámparas. Así, el día señalado se encerraron en la alcoba de todas las noches. ¡Cómo conocían aquel silencio de la casa! El estaba impaiente, sin embargo. Aun estando en ambiente tan conocido, le interesaba verla bajo la luz. Eso iba a ser lo nuevo, lo extraordinario, lo maravilloso. ¡Al fin la iba a tener bajo la luz, sin que le importase que se viese la gran iluminación por el montante! Genoveva tenía más miedo que nunca. Había perdido el desparpajo de la oscuridad. En la oscuridad se había sentido más mujer, más suelta, más cuantiosa. Se fue desnudando. El estaba perplejo. Veía una escena pobre, modesta, fría. Veía los forros tristes de la ropa que ella se iba quitando, y veía que en vez de esponjarse como se esponjaba en la sombra, menguaba, resultaba la mujer aterida. Sólo esperaba ver los senos, como si los desconociese, como si no fuesen los que él había reconocido en la oscuridad, los opulentos senos de la sombra, en cascada, batidos, crecidos, aumentados como la espuma acrecentada por el batidor… Por fin se desvelaron y aparecieron pequeños como las bombillas esféricas de cincuenta bujías que los iluminaban, y Antonio se quedó asombrado, desengañado, sorprendido. La sombra le había engañado atrozmente. ¡Su esposa no tenía senos! ¡Si no hubiera encendido nunca la luz! ¡Si hubiese buscado siempre en la sombra la blanca morbidez imaginada! LOS SENOS DE LA NADADORA Había un premio fuerte y una medalla de oro para el que pasase aquel trecho a nado. Se lanzaron los hombres y las mujeres en una especie de competencia desigual, pues los hombres eran como lenguados enjutos y ellas redondeadas, llenas de huevas y con senos, debían ser más pesadas. Pero pronto se vio que una mujer era la que llevaba la delantera. Su cabeza de loca, de mujer que se ha lavado la cabeza, sobresalía sobre las aguas unos ratos más que otros. Con un rostro de desesperada mojada en lágrimas, apareció en el sitio de la meta, la mujer que llevó todo el tiempo el primer puesto. Salía del agua cada vez más redondeada, brillante gelatinosamente toda ella. ¡Caramba con los senos de mujer fuerte que lucía! Quizás habían sido la proa que había roto mejor las aguas y por lo tanto los que la habían ayudado a vencer. Todos miraban sus senos como algo apetitoso, refrescado y duchado por el mar. Todos hubieran dado lo que se les hubiera pedido con tal de dar dos palmaditas en las carnes que las pedían. El presidente del jurado, con la medalla en la mano, se acercó a la triunfadora, y puso en su seno la medalla del premio, y sin poderse contener su mano imitó el molde del seno e hizo sobre él el gesto redondo. La nadadora, dura y envaronilizada por el triunfo, dio una tremenda bofetada al presidente del jurado, cuyo sombrero de copa se fue al agua, bogando en ella como una boya. SENOS DEL HASTÍO Están llenos de hastío esos senos, y cuando unos senos se llenan de hastío ya hay que dejarlos, porque ya no sirven. No hay nada que los reponga. Caerán como dos grandes lágrimas suspensas del seno de la hastiadora. Llorará sobre sus senos al notarlo y sus lágrimas rimarán en sus senos. «Ya tus senos —se le diría a la mujer de los senos llenos de hastío— son los del alma seca de mi encanto por tí». LA CAZA EN LA ESCALERA Cuando se es muy joven se considera que es posible cazar en la escalera los senos en la vecindad. La escalera es un camino solitario por el que baja muy descuidada esa chica de la guardilla que tiene unos senos pizpireteadores. Generalmente baja saltando y sus senos se revelan así con más revelación, ya inevitables, ya imposibles de abandonar. Se ha visto el fenómeno extraño de la alegría solitaria de los senos por la mirilla sigilosa, celada medieval de nuestras torturas. Muchas veces se vuelve a ver a los correteadores senos botar sobre el pecho de la chica en su bajada de la escalera. ¿Es hora de echarles mano? No aún. Conviene dejar que tomen confianza con el camino solitario de la escalera donde se adunan las mañanas de todos los vecinos con los caldos sustanciosos de todos sus pucheros. Por ese camino glorioso que es la escalera en la mañana parece que suben al cielo y que bajan a la tierra si descienden. La juventud crédula considera que en esa alegría neutra de la escalera es posible llegar a la posesión de los senos torcaces de la guardilla. Un día por fin espera sigiloso la hora. Espera el joven al balcón que entre la joven de los senos alegres. La ve venir y ve cuándo pasa precisamente bajo su balcón, cómo son de plásticos sus senos y cómo entran antes que ella en el portal tragaldabas. Detrás de la puerta espera el joven la subida de la alegre muchacha cuyos senos suben saltando la escalera. La luz de la escalera se alegra de verle bueno y tiene algo de luz que entra por los balcones esmerilados de una casa de citas o de un cuarto de baño. No se sabe por qué se ha quedado parada en uno de los escalones de abajo. ¿Leerá alguna carta de otro? Ese sería un contratiempo. Sería la única oración contra el diablo que espera. Sigue en la rendija de la puerta. Ya está ella casi en el descansillo señalado como última etapa de su tranquilidad. El joven abre entonces la puerta y se lanza sobre ella. Hay una lucha de unos segundos. Ella le rechaza y escapa. El comprende toda la responsabilidad que hay en luchar en la escalera y en que alguien pueda oír algún grito. Había creído a la escalera más sorda de lo que ese momento le ha parecido. Todas las mirillas oyen y ven. Todos han visto el abuso que ha querido cometer. La escalera —han pensado todos los jóvenes después de la experiencia de caza en la escalera— no es propicia para nada. Es fría, reflexiva, ingrata y deja a la mujer sin ofuscación sintiéndose en sitio tan extraño y sin cordialidad.
La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados