Garcia Lorca Poesia en prosa 2

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Nadadora sumergida

Pequeño homenaje a un cronista de salones

Yo he amado a dos mujeres que no me querían, y sin embargo no quise degollar a mi perro favorito. ¿No os parece, condesa, mi actitud una de las más puras que se me pueden adoptar?

Ahora sé lo que es despedirse para siempre. El abrazo diario tiene brisa de molusco.

Este último abrazo de mi amor fue tan perfecto, que la gente cerró los balcones con sigilo. No me haga usted hablar, condesa. Yo estoy enamorado de una mujer que tiene medio cuerpo en la nieve del norte. Una mujer amiga de los perros y fundamentalmente enemiga mía.

Nunca pude besarla a gusto. Se apagaba la luz, o ella se disolvía en el frasco de whisky. Yo entonces no era aficionado a la ginebra inglesa. Imagine usted, amiga mía, la calidad de mi dolor.

Una noche, el demonio puso horribles mis zapatos. Eran las tres de la madrugada. Yo tenía un bisturí atravesado en mi garganta y ella un largo pañuelo de seda. Miento. Era la cola de un caballo. La cola del invisible caballo que me había de arrastrar. Condesa: hace usted bien en apretarme la mano.

Empezamos a discutir. Yo me hice un arañazo en la frente y ella con gran destreza partió el cristal de su mejilla. Entonces nos abrazamos.

Ya sabe usted lo demás.

La orquesta lejana luchaba de manera dramática con las hormigas volantes.

Madame Barthou hacía irresistible la noche con sus enfermos diamantes del Cairo y el traje violeta de Olga Montcha acusaba, cada minuto más palpable, su amor por el muerto Zar.

Margarita Gross y la españolísima Lola Cabeza de Vaca, llevaban contadas más de mil olas sin ningún resultado.

En la costa francesa empezaban a cantar los asesinos de los marineros y los que roban la sal a los pescadores.

Condesa: aquel último abrazo tuvo tres tiempos y se desarrolló de manera admirable.

Desde entonces dejé la literatura vieja que yo había cultivado con gran éxito.

Es preciso romperlo todo para que los dogmas se purifiquen y las normas tengan nuevo temblor.

Es preciso que el elefante tenga ojos de perdiz y la perdiz pezuñas de unicornio.

Por un abrazo sé yo todas estas cosas y también por este gran amor que me desgarra el chaleco de seda.

¿No oye usted el vals americano? En Viena hay demasiados helados de turrón y demasiado intelectualismo. El vals americano es perfecto como una Escuela Naval. ¿Quiere usted que demos una vuelta por el baile?

*

A la mañana siguiente fue encontrada en la playa la Condesa de X con un tenedor de ajenjo clavado en la nuca. Su muerte debió ser instantánea. En la arena se encontró un papelito manchado de sangre que decía así: «Puesto que no te puedes convertir en paloma, bien muerta estás».

Los policías suben y bajan las dunas montados en bicicletas.

Se asegura que la bella Condesa de X era muy aficionada a la natación, y que ésta ha sido la causa de su muerte.

De todas maneras podemos afirmar que se ignora el nombre de su maravilloso asesino.

Suicidio en Alejandría

13 y 22

Cuando pusieron la cabeza cortada sobre la mesa del despacho, se rompieron todos los cristales de la ciudad. Será necesario calmar a esas rosas, dijo la anciana. Pasaba un automóvil y era un 13. Pasaba otro automóvil y era un 22. Pasaba una tienda y era un 13. Pasaba un kilómetro y era un 22. La situación se hizo insostenible. Había necesidad de romper para siempre.

12 y 21

Después de la terrible ceremonia, se subieron todos a la última hoja del espino, pero la hormiga era tan grande, tan grande, que se tuvo que quedar en el suelo con el martillo y el ojo enhebrado.

11 y 20

Luego se fueron en automóvil. Querían suicidarse para dar ejemplo y evitar que ninguna cadena se pudiera acercar a la orilla.

10 y 19

Rompían los tabiques y agitaban los pañuelos. ¡Genoveva! ¡Genoveva! ¡Genoveva! Era de noche, y se hacía precisa la dentadura y el látigo.

9 y 18

Se suicidaban sin remedio, es decir, nos suicidábamos. ¡Corazón mío! ¡Amor! La Tour Eiffel es hermosa y el sombrío Támesis también. Si vamos a casa de Lord Butown nos darán la cabeza de langosta y el pequeño círculo de humo. Pero nosotros no iremos nunca a casa de ese chileno.

8 y 17

Ya no tiene remedio. Bésame sin romperme la corbata. Bésame, bésame.

7 y 16

Yo, un niño, y tú, lo que quiera el mar. Reconozcamos que la mejilla derecha es un mundo sin normas y la astronomía un pedacito de jabón.

6 y 15

Adiós. ¡Socorro! Amor, amor mío. Ya morimos juntos. ¡Ay! Terminad vosotros por caridad este poema.

5 y 14

4 y 13

Al llegar este momento vimos a los amantes abrazarse sobre las olas.

3 y 12

2 y 11

1 y 10

Un golpe de mar violentísimo barrió los muelles y cubiertas de los barcos. Sólo se sentía una voz sorda entre los peces que clamaba.

 

Nunca olvidaremos los veraneantes de la playa de Alejandría aquella emocionante escena de amor que arrancó lágrimas de todos los ojos.

Degollación de los Inocentes

Tris tras. Zig zag, rig rag, mil malg. La piel era tan tierna que salía íntegra. Niños y nueces recién cuajados.

Los guerreros tenían raíces milenarias, y el cielo, cabelleras mecidas por el aliento de los anfibios. Era preciso cerrar las puertas. Pepito. Manolito. Enriquito. Eduardito. Jaimito. Emilito.

Cuando se vuelvan locas las madres querrán construir una fábrica de sombreros de pórfido, pero no podrán nunca con esta crueldad atenuar la ternura de sus pechos derramados.

Se arrollaban las alfombras. El aguijón de la abeja hacía posible el manejo de la espada.

Era necesario el crujir de huesos y el romper las presas de los ríos.

Una jofaina y basta. Pero una jofaina que no se asuste del chorro interminable, que ha de sonar durante tres días.

Subían a las torres y descendían hasta las caracolas. Una luz de clínica venció al fin a la luz untosa del hospital. Ya era posible operar con todas garantías. Yodoformo y violeta, algodón y plata de otro mundo. ¡Vayan entrando! Hay personas que se arrojan desde las torres a los patios y otras desesperadas que se clavan tachuelas en las rodillas. La luz de la mañana era cortante y el viento aceitoso hacía posible la herida menos esperada.

Jorgito. Alvarito. Guillermito. Leopoldito. Julito. Joseíto. Luisito. Inocentes. El acero necesita calores para crear las nebulosas y ¡vamos a la hoja incansable! Es mejor ser medusa y flotar que ser niño. ¡Alegrísima degollación! Función lógica de la sangre sin luz que sangra sus paredes.

Venían por las calles más alejadas. Cada perro llevaba un piececito en la boca. El pianista loco recogía uñas rosadas para construir un piano sin emoción y los rebaños balaban con los cuellos partidos.

Es necesario tener doscientos hijos y entregarlos a la degollación. Solamente de esta manera sería posible la autonomía del lirio silvestre.

¡Venid! ¡Venid! Aquí está mi hijo tiernísimo, mi hijo de cuello fácil. En el rellano de la escalera lo degollarás fácilmente.

Dicen que se está inventando la navaja eléctrica para reanimar la operación.

¿Os acordáis del ruiseñor con las dos patitas rotas? Estaba entre los insectos, creadores de los estremecimientos y las salivillas. Puntas de aguja. Y rayas de araña sobre las constelaciones. Da verdadera risa pensar en lo fría que está el agua. Agua fría por las arenas, cielos fríos, y lomos de caimanes. Aquí en las calles corre lo más escondido, lo más gustoso, lo que tiñe los dientes y pone pálidas las uñas. Sangre. Con toda la fuerza de su g.

Si meditamos y somos llenos de piedad verdadera daremos la degollación como una de las grandes obras de misericordia. Misericordia de la sangre ciega que quiere siguiendo la ley de su Naturaleza desembocar en el mar. No hubo siquiera una voz. El Jefe de los hebreos atravesó la plaza para calmar a la multitud.

A las seis de la tarde ya no quedaban más que seis niños por degollar. Los relojes de arena seguían sangrando pero ya estaban secas todas las heridas.

Toda la sangre estaba ya cristalizada cuando comenzaron a surgir los faroles. Nunca será en el mundo otra noche igual. Noche de vidrios y manecitas heladas.

Los senos se llenaban de leche inútil.

La leche maternal y la luna sostuvieron la batalla contra la sangre triunfadora. Pero la sangre ya se había adueñado de los mármoles y allí clavaba sus últimas raíces enloquecidas.

Degollación del Bautista

Bautista:

 

¡Ay!

Los negros:

 

¡Ay ay!

Bautista:

 

¡Ay ay!

Los negros:

 

¡Ay ay ay!

Bautista:

 

¡Ay ay ay!

Los negros:

¡Ay ay ay ay!

 

Al fin vencieron los negros. Pero la gente tenía la convicción de que ganarían los rojos. La recién parida tenía un miedo terrible a la sangre, pero la sangre bailaba lentamente con un oso teñido de cinabrio bajo sus balcones. No era posible la existencia de los paños blancos, ni era posible el agua dulce en los valles. Se hacía intolerable la presencia de la luna y se deseaba el toro abierto, el toro desgarrado con el hacha y las grandes moscas gozadoras.

El escalofrío de los planetas repercutía sobre las yemas de los dedos y en las familias se empezaba a odiar el llanto, el llanto de perdigones que apaga la danza y agrupa las migas de pan.

Las cintas habían destronado a las serpientes y el cuello de la mujer se hacía posible al humo y a la navaja barbera.

Bautista:  ¡Ay ay ay ay!

Los negros:¡Ay ay ay!

Bautista:¡Ay ay ay!

Los negros:¡Ay ay!

Bautista:¡Ay ay!

Los negros:¡Ay!

Los rojos (apareciendo súbitamente):¡Ay ay ay ay!

Ganaban los rojos. En cegadores triángulos de fuego, la multitud. Era preciso algún beso al niño muerto de la cárcel para poder masticar aquella flor abandonada. Salomé tenía más de siete dentaduras postizas y una redoma de veneno. ¡A él, a él! Ya llegaban a la mazmorra.

Tendrá que luchar con la raposa y con la luna de las tabernas. Tendrá que luchar. Tendrá que luchar. ¿Será posible que las palomas, que habían guardado silencio, y las siemprevivas golpeen la puerta de manera tan furiosa? Hijo mío. Niño mío de ojos oblicuos, cierra esa puerta sin que nadie pueda sospechar de ti. ¡Ya vienen los hebreos! ¡Ya vienen! Bajo un cielo de paños recogidos y monedas falsas.

Me duelen las palmas de las manos a fuerza de sostener patitas de gorriones. Hijo. ¡Amor! Un hombre puede recorrer las colinas en busca de su pistola y un barbero puede y debe hacer cruces de sangre en los cuellos de sus clientes, pero nosotros no debemos asomarnos a la ventana.

Ganan los rojos. Te lo dije. Las tiendas han arrojado todas las chalinas a la sangre. Se asegura en la Dirección de policía que el rubor ha subido un mil por mil.

Bautista:

Navaja

Los rojos:

cuchillo cuchillo.

Bautista:

Navaja navaja

Los rojos:

cuchillo cuchillo cuchillo.

Bautista:

Navaja navaja navaja

Los rojos:

cuchillo cuchillo cuchillo cuchillo.

Vencieron al fin en el último goal.

Bajo un cielo de plantas de pie. La degollación fue horripilante. Pero maravillosamente desarrollada. El cuchillo era prodigioso. Al fin y al cabo, la carne es siempre panza de rana. Hay que ir contra la carne. Hay que levantar fábricas de cuchillos. Para que el horror mueva su bosque intravenoso. El especialista de la degollación es enemigo de las esmeraldas. Siempre te lo había dicho, hijo mío. No conoce el chiclet, pero conoce el cuello tiernísimo de la perdiz viva.

El Bautista estaba de rodillas. El degollador era un hombrecito minúsculo. Pero el cuchillo era un cuchillo. Un cuchillo chispeante, un cuchillo de chispas con los dientes apretados.

El griterío del Stadium hizo que las vacas mugieran en todos los establos de Palestina. La cabeza del luchador celeste estaba en medio de la arena. Las jovencitas se teñían las mejillas de rojo y los jóvenes sus corbatas en el cañón estremecido de la yugular desgarrada.

La cabeza de Bautista:

¡Luz!

Los rojos:

La cabeza de Bautista:

¡Luz! ¡Luz!

Los rojos:

Filo filo.

La cabeza de Bautista:

Luz luz luz.

Los rojos:

Filo filo filo filo.

Garcia Lorca Poesia en Prosa 1

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Santa Lucía y San Lázaro

A las doce de la noche llegué a la ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie. «Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia, pero no debe ser ciega.» Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por una faja. Los ojos de un mulo, que dormitaba en el umbral, me amenazaron como dos puños de azabache.

—Quiero la mejor habitación que tenga.

—Hay una.

—Pues vamos.

La habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. «Me gusta.» (Vi mi «Me gusta» en el espejo verde.) El posadero cerró la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue, exclamé otra vez: «Me gusta». Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir que abría el girasol de su boca.

No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.

Esta noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se agrupan y extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos en el esterillo japonés.

Cuando me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba perdiendo en las calles.

*

Con el nuevo sol, volvía mi traje gris a la plata del aire humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín. En la calle, las gentes iban y venían. Pasaron los vendedores de frutas, y los que venden peces del mar.

Ni un pájaro.

Mientras sonaba mis anillos en los hierros del balcón busqué la ciudad en el mapa, y vi cómo permanecía dormida en el amarillo, entre ricas venillas de agua, ¡distante del mar!

En el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes, sin encontrar la cuadrada salida del cielo.

Antes de salir a la calle para dar mi primer paseo, los fui a saludar.

—¿Por qué dijo usted anoche que una muchacha puede ser morena o rubia, pero no debe ser ciega?

El posadero y su mujer se miraron de una manera extraña.

Se miraron… equivocándose. Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita. Después, rompieron a llorar.

Yo no supe qué decir y me fui apresuradamente.

En la puerta leí este letrero: Posada de Santa Lucía.

*

Santa Lucía fue una hermosa doncella de Siracusa.

La pintan con dos magníficos ojos de buey en una bandeja.

Sufrió martirio bajo el cónsul Pascasiano, que tenía los bigotes de plata y aullaba como un mastín.

Como todos los santos, planteó y resolvió teoremas deliciosos, ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física.

Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres y cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de plomo comprimido. Nuestro Señor, seguramente, estaba sentado con cetro y corona sobre su cintura.

Santa Lucía fue una moza adulta, de seno breve y cadera opulenta. Como todas las mujeres bravías, tuvo unos ojos demasiado grandes, hombrunos, con una desagradable luz oscura. Expiró en un lecho de llamas.

*

Era el cenit del mercado y la playa del día estaba llena de caracolas y tomates maduros. Ante la milagrosa fachada de la catedral, yo comprendía perfectamente cómo San Ramón Nonnato pudo atravesar el mar desde las Islas Baleares hasta Barcelona montado sobre su capa, y cómo el viejísimo Sol de la China se enfurece y salta como un gallo sobre las torres musicales hechas con carne de dragón.

Las gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientra los signos + y × de la Banca judía sostenían con la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios apagados. La campana gorda de la catedral vertía sobre la urbe una lluvia de campanillas de cobre, que se clavaban en los tranvías entontecidos y en los nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado mi baedeker y mis gemelos de campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira el mar desde la arena.

Todas las calles estaban llenas de tiendas de óptica. En las fachadas miraban grandes ojos de megaterio, ojos terribles, fuera de la órbita de almendra, que da intensidad a los humanos, pero que aspiraban a pasar inadvertida su monstruosidad, fingiendo parpadeos de Manueles, Eduarditos y Enriques. Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea, como la cabeza del Bautista.

La alegría de la ciudad se acababa de ir, y era como el niño recién suspendido en los exámenes. Había sido alegre, coronada de trinos y margenada de juncos, hasta hacía pocas horas, en que la tristeza que afloja los cables de la electricidad y levanta las losas de los pórticos había invadido las calles con su rumor imperceptible de fondo de espejo. Me puse a llorar. Porque no hay nada más conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas regocijadas, todavía poco densa, para evitar que la alegría se transparente al fondo, llena de monedas con agujeros.

Tristeza recién llegada de los librillos de papel marca «El Paraguas», «El Automóvil» y «La Bicicleta»; tristeza del Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo.

Los aprendices de óptico limpiaban cristales de todos tamaños con gamuzas y papeles finos produciendo un rumor de serpiente que se arrastra.

En la catedral, se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo acribillada en todas direcciones por finos reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido, y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.

Cuando entré en la catedral se cantaba la lamentación de las seis mil dioptrías que sonaba y resonaba en las tres bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes como tres batallas de Lepanto. Los ojos de la Santa miraban en la bandeja con el dolor frío del animal a quien acaban de darle la puntilla.

Espacio y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la superficie como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.

Me arrodillé.

Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.

Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con antojeras de cuero.

En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecidos suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.

Era necesario comer y pregunté por la posada.

—Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril, y esa posada se halla al Sur, más abajo del río.

—Tengo tiempo de sobra.

*

Cerca estaba la estación del ferrocarril.

Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.

Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.

El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.

Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.

Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.

Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.

Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.

No se pueden unir con la montaña, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.

Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltos en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad, y levantados como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.

*

Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.

Me coronaba un magnífico silencio, rodeado de pianos de cola por todas partes.

En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.

*

San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes, echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.

Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces, y se agachaba lleno de terror, siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.

*

El tren correo había salido a las doce de la noche.

Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada.

Entradas de cementerios y andenes.

En el mismo aire, el mismo vacío, los mismos cristales rotos.

Se alejaban los raíles latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.

Caían de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.

En la sastrería vecina, las tijeras cortaban incesantemente piezas de hilo blanco.

Tela para cubrir desde el pecho agostado de la vieja, hasta la cuca del niño recién nacido.

Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.

Vestía un traje blanco de verano con botones de nácar, y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién lavado, brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.

Su mano derecha era de duro yeso, y llevaba, colgado del brazo, un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.

No quise dirigirle la palabra.

Parecía preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.

Un realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.

Aquella noche, era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las barandillas, para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.

El viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de sonar.

La noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre la que descansaba.

El viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan el tren.

Le tuve gran lástima, porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución francesa.

Tiro en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa, es convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y llena toda la noche.

El ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.

Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas direcciones.

Al fin, una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: «¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!». Y el viajero echó a correr, dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.

En el instante de oír la voz: «¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!», se me llenó la boca de mermelada de higuera.

*

Hace unos momentos que estoy en casa.

Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guardapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guardapolvo se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.

Garcia Lorca Discurso

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[Un poeta en Nueva York]

Señoras y señores:

Siempre que hablo ante mucha gente me parece que me he equivocado de puerta. Unas manos amigas me han empujado y me encuentro aquí. La mitad de la gente va perdida entre telones, árboles pintados y fuentes de hojalata y, cuando creen encontrar su cuarto o círculo de tibio sol, se encuentran con un caimán que los traga o… con el público como yo en este momento. Y hoy no tengo más espectáculo que una poesía amarga, pero viva, que creo podrá abrir sus ojos a fuerza de latigazos que yo le dé.

He dicho «un poeta en Nueva York» y he debido decir «Nueva York en un poeta». Un poeta que soy yo. Lisa y llanamente; que no tengo ingenio ni talento pero que logro escaparme por un bisel turbio de este espejo del día, a veces antes que muchos niños. Un poeta que viene a esta sala y quiere hacerse la ilusión de que está en su cuarto y que vosotros… ustedes sois mis amigos, que no hay poesía escrita sin ojos esclavos del verso oscuro ni poesía hablada sin orejas dóciles, orejas amigas donde la palabra que mana lleve por ellas sangre a los labios o cielo a la frente del que oye.

De todos modos hay que ser claro. Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila porque lo que voy a hacer no es una conferencia, es una lectura de poesías, carne mía, alegría mía y sentimiento mío, y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas. Y ésta es la lucha; porque yo quiero con vehemencia comunicarme con vosotros ya que he venido, ya que estoy aquí, ya que salgo por un instante de mi largo silencio poético y no quiero daros miel, porque no tengo, sino arena o cicuta o agua salada. Lucha cuerpo a cuerpo en la cual no me importa ser vencido.

Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de san Sebastián.

Así pues, antes de leer en voz alta y delante de muchas criaturas unos poemas, lo primero que hay que hacer es pedir ayuda al duende, que es la única manera de que todos se enteren sin ayuda de inteligencia ni aparato crítico, salvando de modo instantáneo la difícil comprensión de la metáfora y cazando, con la misma velocidad que la voz, el diseño rítmico del poema. Porque la calidad de una poesía de un poeta no se puede apreciar nunca a la primera lectura, y más esta clase de poemas que voy a leer que, por estar llenos de hechos poéticos dentro exclusivamente de una lógica lírica y trabados tupidamente sobre el sentimiento humano y la arquitectura del poema, no son aptos para ser comprendidos rápidamente sin la ayuda cordial del duende.

De todos modos, yo, como hombre y como poeta, tengo una gran capa pluvial, la capa del «tú tienes la culpa», que cuelgo sobre los hombros de todo el que viene a pedirme explicaciones a mí, a mí que no puedo explicar nada sino balbucir el fuego que me quema.

*

No os voy a decir lo que es Nueva York por fuera, porque, juntamente con Moscú, son las dos ciudades antagónicas sobre las cuales se vierte ahora un río de libros descriptivos; ni voy a narrar un viaje, pero sí mi reacción lírica con toda sinceridad y sencillez; sinceridad y sencillez dificilísimas a los intelectuales pero fácil al poeta. Para venir aquí he vencido ya mi pudor poético.

Los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia. En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella típica angustia vacía que hace perdonable, por evasión, hasta el crimen y el bandidaje.

Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Las aristas góticas manan del corazón de los viejos muertos enterrados; éstas ascienden frías con una belleza sin raíces ni ansia final, torpemente seguras, sin lograr vencer y superar, como en la arquitectura espiritual sucede, la intención siempre inferior del arquitecto. Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre. Nieves, lluvias y nieblas subrayan, mojan, tapan las inmensas torres, pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría, enemiga de misterio, y cortan los cabellos a la lluvia o hacen visibles sus tres mil espadas a través del cisne suave de la niebla.

La impresión de que aquel inmenso mundo no tiene raíz, os capta a los pocos días de llegar y comprendéis de manera perfecta cómo el vidente Edgar Poe tuvo que abrazarse a lo misterioso y al hervor cordial de la embriaguez en aquel mundo.

Yo solo y errante evocaba mi infancia de esta manera:

«1910. Intermedio».

Yo, solo y errante, agotado por el ritmo de los inmensos letreros luminosos de Times Square, huía en este pequeño poema del inmenso ejército de ventanas donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de esas delicadas brisas que tercamente envía el mar sin tener jamás una respuesta:

«Vuelta de paseo».

Pero hay que salir a la ciudad y hay que vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo.

Y me lanzo a la calle y me encuentro con los negros. En Nueva York se dan cita las razas de toda la tierra, pero chinos, armenios, rusos, alemanes siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica y, pese a quien pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales.

Si se recorre el Bronx o Brooklyn, donde están los americanos rubios, se siente como algo sordo, como de gentes que aman los muros porque detienen la mirada; un reloj en cada casa y un Dios a quien sólo se atisba la planta de los pies. En cambio, en el barrio negro hay como un constante cambio de sonrisas, un temblor profundo de tierra que oxida las columnas de níquel y algún niñito herido te ofrece su tarta de manzanas si lo miras con insistencia.

Yo bajaba muchas mañanas desde la universidad donde vivía y donde era no el terrible mister Lorca de mis profesores sino el insólito sleepy boy de las camareras, para verlos bailar y saber qué pensaban, porque es la danza la única forma de su dolor y la expresión aguda de su sentimiento, y escribí este poema:

«Norma y paraíso de los negros».

Pero todavía no era esto. Norma estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo miraba y paseaba y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo, donde lo lúbrico tiene un acento de inocencia que lo hace perturbador y religioso. Barrio de casas rojizas lleno de pianolas, radios y cines, pero con una característica típica de raza que es el recelo. Puertas entornadas, niños de pórfido que temen a las gentes ricas de Park Avenue, fonógrafos que interrumpen de manera brusca su canto. Espera de los enemigos que pueden llegar por East River y señalar de modo exacto el sitio donde duermen los ídolos. Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario, esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas, con el perpetuo susto de que se les olvide un día encender la estufa de gas o guiar el automóvil o abrocharse el cuello almidonado o de clavarse el tenedor en un ojo. Porque los inventos no son suyos, viven de prestado y los padrazos negros han de mantener una disciplina estrecha en el hogar para que la mujer y los hijos no adoren los discos de la gramola o se coman las llantas del auto.

En aquel hervor, sin embargo, hay un ansia de nación bien perceptible a todos los visitantes y, si a veces se dan en espectáculo, guardan siempre un fondo espiritual insobornable. Yo vi en un cabaret —Small Paradise— cuya masa de público danzante era negra, mojada y grumosa como una caja de huevas de caviar, una bailarina desnuda que se agitaba convulsamente bajo una invisible lluvia de fuego. Pero, cuando todo el mundo gritaba como creyéndola poseída por el ritmo, pude sorprender un momento en sus ojos la reserva, la lejanía, la certeza de su ausencia ante el público de extranjeros y americanos que la admiraba. Como ella era todo Harlem.

Otra vez, vi a una niña negrita montada en bicicleta. Nada más enternecedor. Las piernas ahumadas, los dientes fríos en el rosa moribundo de los labios, la cabeza apelotonada con pelo de oveja. La miré fijamente y ella me miró. Pero mi mirada decía: «Niña, ¿por qué vas en bicicleta? ¿Puede una negrita montar en ese aparato? ¿Es tuyo? ¿Dónde lo has robado? ¿Crees que sabes guiarlo?». Y, efectivamente, dio una voltereta y se cayó con piernas y con ruedas por una suave pendiente.

Pero yo protestaba todos los días. Protestaba de ver a los muchachillos negros degollados por los cuellos duros, con trajes y botas violentas, sacando las escupideras de hombres fríos que hablan como patos.

Protestaba de toda esta carne robada al paraíso, manejada por judíos de nariz gélida y alma secante, y protestaba de lo más triste, de que los negros no quieran ser negros, de que se inventen pomadas para quitar el delicioso rizado del cabello, y polvos que vuelven la cara gris, y jarabes que ensanchan la cintura y marchitan el suculento kaki de los labios.

Protestaba, y una prueba de ello es esta oda al rey de Harlem, espíritu de la raza negra, y un grito de aliento para los que tiemblan, recelan y buscan torpemente la carne de las mujeres blancas.

Y, sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York, no es Harlem. Hay vaho humano y gritos infantiles y hay hogares y hay hierbas y dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje.

Lo impresionante por frío y por cruel es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu: manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre. Resultado perfecto de una moral protestante, que yo, como español típico, a Dios gracias, me crispaba los nervios.

Yo tuve la suerte de ver por mis ojos, el último crack en que se perdieron varios billones de dólares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jamás, entre varios suicidas, gentes histéricas y grupos desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, como en aquel instante, porque era un espectáculo terrible pero sin grandeza. Y yo que soy de un país donde, como dice el gran padre Unamuno, «sube por la noche la tierra al cielo», sentía como un ansia divina de bombardear todo aquel desfiladero de sombra por donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos.

Por eso yo puse allí esta danza de la muerte. El mascarón típico africano, muerte verdaderamente muerta, sin ángeles ni resurrexit, muerte alejada de todo espíritu, bárbara y primitiva como los Estados Unidos que no han luchado ni lucharán por el cielo.

Y la multitud. Nadie puede darse cuenta exacta de lo que es una multitud neoyorquina; es decir, lo sabía Walt Whitman que buscaba en ella soledades, y lo sabe T.S. Eliot que la estruja en un poema, como un limón, para sacar de ella ratas heridas, sombreros mojados y sombras fluviales.

Pero, si a esto se une que esa multitud está borracha, tendremos uno de los espectáculos vitales más intensos que se pueden contemplar.

Coney Island es una gran feria a la cual los domingos de verano acuden más de un millón de criaturas. Beben, gritan, comen, se revuelcan y dejan el mar lleno de periódicos y las calles abarrotadas de latas, de cigarros apagados, de mordiscos, de zapatos sin tacón. Vuelve la muchedumbre de la feria cantando y vomita en grupos de cien personas apoyadas sobre las barandillas de los embarcaderos, y orina en grupos de mil en los rincones, sobre los barcos abandonados y sobre los monumentos de Garibaldi o el soldado desconocido.

Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español y más todavía si éste es hombre del sur. Porque, si te caes, serás atropellado, y, si resbalas al agua, arrojarán sobre ti los papeles de las meriendas.

El rumor de esta terrible multitud llena todo el domingo de Nueva York golpeando los pavimentos huecos con un ritmo de tropel de caballo.

La soledad de los poemas que hice de la multitud riman con otros del mismo estilo que no puedo leer por falta de tiempo, como los nocturnos del Brooklyn Bridge y el anochecer en Battery Place, donde marineros y mujercillas y soldados y policías bailan sobre un mar cansado, donde pastan las vacas sirenas y deambulan campanas y boyas mugidoras.

Llega el mes de agosto y con el calor, estilo ecijano, que asola a Nueva York, tengo que marchar al campo.

Lago verde, paisaje de abetos. De pronto, en el bosque, una rueca abandonada. Vivo en casa de unos campesinos. Una niña, Mary, que come miel de arce, y un niño, Stanton, que toca un arpa judía, me acompañan y me enseñan con paciencia la lista de los presidentes de Norteamérica. Cuando llegamos al gran Lincoln saludan militarmente. El padre del niño Stanton tiene cuatro caballos ciegos que compró en la aldea de Eden Mills. La madre está casi siempre con fiebre. Yo corro, bebo buen agua y se me endulza el ánimo entre los abetos y mis pequeños amigos. Me presentan a las señoritas de Tyler, descendientes pobrísimas del antiguo presidente, que viven en una cabaña, hacen fotografías que titulan «silencio exquisito» y tocan en una increíble espineta canciones de la época heroica de Washington. Son viejas y usan pantalones para que las zarzas no las arañen porque son muy pequeñitas, pero tienen hermosos cabellos blancos y, cogidas de la mano, oyen algunas canciones que yo improviso en la espineta, exclusivamente para ellas. A veces me invitan a comer y me dan sólo té y algunos trozos de queso, pero me hacen constar que la tetera es de China auténtica y que la infusión tiene algunos jazmines. A finales de agosto me llevaron a su cabaña y me dijeron: «¿No sabe usted que ya llega el otoño?». Efectivamente, por encima de las mesas y en la espineta y rodeando el retrato de Tyler estaban las hojas y los pámpanos amarillos, rojizos y naranjas más hermosos que he visto en mi vida.

En aquel ambiente, naturalmente, mi poesía tomó el tono del bosque. Cansado de Nueva York y anhelante de las pobres cosas vivas más insignificantes, escribí un insectario que no puedo leer entero pero del que destaco este principio en el cual pido ayuda a la Virgen, a la Ave Maris Stella de aquellas deliciosas gentes que eran católicas, para cantar a los insectos, que viven su vida volando y alabando a Dios Nuestro Señor con sus diminutos instrumentos.

Pero un día la pequeña Mary se cayó a un pozo y la sacaron ahogada. No está bien que yo diga aquí el profundo dolor, la desesperación auténtica que yo tuve aquel día. Eso se queda para los árboles y las paredes que me vieron. Inmediatamente recordé aquella otra niña granadina que vi yo sacar del aljibe, las manecitas enredadas en los garfios y la cabeza golpeando contra las paredes, y las dos niñas, Mary y la otra, se me hicieron una sola que lloraba sin poder salir del círculo del pozo dentro de esa agua parada que no desemboca nunca:

«Niña ahogada en el pozo. Granada y Newburg».

Con la niña muerta ya no podía estar en la casa. Stanton comía con cara triste la miel de arce que había dejado su hermana, y las divinas señoritas de Tyler estaban como locas en el bosque haciendo fotos del otoño para obsequiarme.

Yo bajaba al lago y el silencio del agua, el cuco, etc., etc., hacía que no pudiera estar sentado de ninguna manera porque en todas las posturas me sentía litografía romántica con el siguiente pie: «Federico dejaba vagar su pensamiento». Pero, al fin, un espléndido verso de Garcilaso me arrebató esta testarudez plástica. Un verso de Garcilaso:

Nuestro ganado pace. El viento espira.

Y nació este poema doble del lago de Eden Mills.

Se termina el veraneo porque Saturno detiene los trenes, y he de volver a Nueva York. La niña ahogada, Stanton niño «come-azúcar», los caballos ciegos y las señoritas pantalonísticas me acompañan largo rato.

El tren corre por la raya del Canadá y yo me siento desgraciado y ausente de mis pequeños amigos. La niña se aleja por el pozo rodeada de ángeles verdes, y en el pecho del niño comienza a brotar, como el salitre en la pared húmeda, la cruel estrella de los policías norteamericanos.

Después… otra vez el ritmo frenético de Nueva York. Pero ya no me sorprende, conozco el mecanismo de las calles, hablo con la gente, penetro un poco más en la vida social y la denuncio. Y la denuncio porque vengo del campo y creo que lo más importante no es el hombre.

El tiempo pasa; ya no es hora prudente de decir más poemas y nos tenemos que marchar de Nueva York. Dejo de leer los poemas de la Navidad y los poemas del puerto, pero algún día los leerán, si les interesa, en el libro.

El tiempo pasa y ya estoy en el barco que me separa de la urbe aulladora, hacia las hermosas islas Antillas.

La primera impresión de que aquel mundo no tiene raíz, perdura…

porque si la rueda olvida su fórmula

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos,

y si una llama quema los helados proyectos

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

Arista y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar.

El cielo ha triunfado del rascacielo, pero ahora la arquitectura de Nueva York se me aparece como algo prodigioso, algo que, descartada la intención, llega a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto. El Chrysler Building se defiende del sol con un enorme pico de plata, y puentes, barcos, ferrocarriles y hombres los veo encadenados y sordos; encadenados por un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello, y sordos por sobra de disciplina y falta de la imprescindible dosis de locura.

De todos modos me separaba de Nueva York con sentimiento y con admiración profunda. Dejaba muchos amigos y había recibido la experiencia más útil de mi vida. Tengo que darle gracias por muchas cosas, especialmente por los azules de oleografía y los verdes de estampa británica con que la orilla de New Jersey me obsequiaba en mis paseos con Anita, la india portuguesa, y Sofía Megwinov, la rusa portorriqueña, y por aquel divino aquarium y aquella casa de fieras donde yo me sentí niño y me acordé de todos los del mundo.

Pero el barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española.

¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?

Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.

La Habana surge entre cañaverales y ruido de maracas, cornetas chinas y marimbas. Y en el puerto, ¿quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad de mi niñez, aquella que se paseaba por el muelle de La Habana, por el muelle de La Habana paseaba una mañana.

Y salen los negros con sus ritmos que yo descubro típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: «Nosotros somos latinos».

Con las tres grandes líneas horizontales, línea de cañaveral, línea de terrazas y línea de palmeras, mil negras con las mejillas teñidas de naranja, como si tuvieran cincuenta grados de fiebre, bailan este son que yo compuse y que llega como una brisa de la isla:

Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba

[…].

I. Poemas de la soledad en Columbia University

Furia color de amor,

amor color de olvido.

Luis Cernuda

Vuelta de paseo

Asesinado por el cielo.

Entre las formas que van hacia la sierpe

y las formas que buscan el cristal,

dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta

y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota

y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo

y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.

¡Asesinado por el cielo!

1910. Intermedio

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez

no vieron enterrar a los muertos

ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada

ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez

vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,

el hocico del toro, la seta venenosa

y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones

los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.

Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,

en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,

en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,

en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.

Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos.

Cajas que guardan silencio de cangrejos devorados.

En el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.

Allí mis pequeños ojos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas

cuando buscan su curso encuentran su vacío.

Hay un dolor de huecos por el aire sin gente

y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!

Nueva York, agosto de 1929

 

compositores: Arbos

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1 Resumen

Enrique Fernández Arbós es, sin duda, una de las figuras más relevantes de la música española de la transición entre los dos últimos siglos. Avalado por una exquisita preparación musical una apabullante trayectoria internacional, impulsó significativamente la escena musical española de la época, primero como violinista y pedagogo, y luego con su importante labor al frente de la Orquesta Sinfónica de Madrid. Respecto del repertorio, se centró en la buena interpretación de partituras ya clásicas que se ejecutaban todavía de forma fragmentaria así como a abarcar mayor número de autores y estilos. Así, se deben a Fernández Arbós las primeras interpretaciones en Madrid de piezas tan variadas como los Conciertos de Brandemburgo o las Suites para Orquesta de Bach, de música de Purcell, con la soprano Carlota Dahmen como solista (la misma que en 1934 compartiría con Arbós el notable atrevimiento de presentar en Madrid varios fragmentos del Wozzeck da Alban Berg), la Sinfonía en Re y el poema sinfónico Redención de César Franck, el Preludio a la Siesta de un Fauno de Debussy (primer acercamiento del público madrileño a la música del Impresionismo francés que no dejó de contar con sus opositores en pleno concierto), la Sinfonía en Sol de Tomás Bretón o el Prólogo de La Divina Comedia de Conrado del Campo, a la sazón viola de la orquesta, y más adelante de obras de vanguardia como La Consagración de la Primavera de Stravinsky, ocasión en la que aconteció la conocida anécdota de rebelársele al maestro los músicos ante aquella obra y ser precisa la intervención de Manuel de Falla, presente en el ensayo y personaje muy querido por la orquesta, para convencerles de la calidad de la partitura que se negaban a interpretar.

De su labor como compositor, reducida al tiempo que sus obligaciones como solista primero y como director y profesor después le dejaron, sólo nos ha llegado una parte. Nada se sabe de sus juveniles Valses, que él mismo calificó de «brahmsianos», ni de sus canciones sobre textos de Bécquer. Un rastreo por las bibliotecas y los archivos madrileños serían necesarios de cara a descubrir esta cara todavía oculta de uno de nuestros más grandes músicos. Sí se conservan, en cambio, sus Tríos españoles, para piano, violín y violonchelo, publicados en Berlín e integrados por Bolero, Habanera y Seguidillas Gitanas, Tango; pieza para violín dedicada a Pablo Sarasate; Sur la Plage, canción sobre texto de Edmond Picard, u obras orquestales breves como Ausencia (posteriormente incluida en una Pequeña Suite Española integrada además por Noche de Arabia, Habanera y Baile Andaluz, esta última procedente de un baile de gnomos de la malograda El Centro de la Tierra) o Zambra, Guajira y Tango para violín y orquesta, además de la ya mencionada zarzuela El Centro de la Tierra, única tentativa en el género teatral, y varias orquestaciones de Iberia de Albéniz realizadas a petición del autor, que no quedó satisfecho en sus sucesivos intentos de orquestarla él mismo. De ellas destaca el excelente conocimiento que del medio orquestal tenía Arbós y la delicadeza con la que lo adaptaba a la música del que fuera su entrañable amigo. Son estas orquestaciones lo único que de la labor compositiva de Arbós se escucha en la actualidad.

Como violinista, llevó a cabo una amplia carrera iniciada muy temprano y en la que logró importantes éxitos. Fue desde sus primeras actuaciones comparado con Sarasate, el otro gran violinista español del XIX, con el que Arbós tendría ocasión de tocar en más de una ocasión y al que le uniría siempre una gran amistad que no obstaría para la que mantuvo Arbós con Josef Joachim, su maestro en Berlín y rival de Sarasate en las lides violinísticas. Como solista y en agrupaciones de cámara, sus conciertos fueron solicitados, tanto por el público, como por diversas familias reales, así la inglesa, la portuguesa (de la que obtuvo el nombramiento de Caballero de la Orden de Villaviciosa) y, sobre todo, la española, con la que llegó a mantener amistad, especialmente con la reina gobernadora María Cristina de Habsburgo-Lorena y la infanta Isabel. Asimismo la protección de Joseph Joachim le permitió acceder a ocasiones de la importancia del estreno de la Cuarta Sinfonía de Brahms, con asistencia del propio compositor, y su presencia en Londres le permitió tocar con artistas de fama mundial en conciertos domésticos. Todo ello preparó al que había de ser el director Arbós, empeñado en la ampliación del horizonte musical español como director, profesor e intérprete, aunque esta última faceta fuese absorbida por la dirección a partir de 1919.

TRIO ARBOS (source/font: aquí)

2 Biografía

2 Obras:

Música de cámara

  • Tres piezas originales al estilo español op. 1: «Bolero», «Habanera» y «Seguidillas gitanas», para grupo de cámara (piano, violín y violonchelo).
  • Tango op. 2.
  • Seis rimas de Gustavo Adolfo Bécquer.
  • Cuatro canciones para la marquesa de Bolaños.
  • Pieza de concurso.

Música orquestal

  • Pequeña suite española, para orquesta.
  • Tres piezas, para violín y orquesta.

Zarzuelas

  • El centro de la tierra (1895), viaje cómico-lírico en dos actos con libreto de Celso Lucio y Ricardo Monasterio.

Orquestación

compositores: Ignacio de Jerusalem

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1 Resumen

Ignacio de Jerusalén y Stella  ( Lecce ,1707 –  Ciudad de México ,  1769) fue un violinista y compositor de origen italiano pero que vivio gran parte de su vida en España y en Mexico, la entonces Nueva España. Inició su actividad musical en Italia como violinista, también fue músico del Coliseo de Cádiz y ya  Nueva España  llegó a ser maestro de capilla de la  Catedral de la Asunción de María  de México. Sus contemporáneos lo conocían como el » milagro musical » porque su talento y capacidades musicales rivalizaban con el mismo maestro de capilla de Madrid. En 1732 abandonó Italia y se instaló en Cádiz donde trabajó en el Coliseo de aquella ciudad. En 1742 José Cárdenas, del Real Tribunal de Cuentas, lo contrató en España junto con otros músicos y cantantes destinados a cumplir sus servicios en México. Llegó a la capital de Nueva España en 1742 para trabajar como violinista y director musical del Coliseo de México. A partir del 1746 compuso obras para la Catedral de México y en 1749 fue ascendido a maestro de capilla interino. El año siguiente recibió el nombramiento de maestro titular, cargo que desempeñó el resto de su vida. Como maestro de capilla, Ignacio de Jerusalén fue precedido por Domingo Dutra y Andrade (1741-1750) y sucedido por Mateo Toll della Rocca (1769/80). Allí compuso el corpus de su obra, formado por cientos de composiciones de carácter religioso principalmente. Fue extraordinariamente popular en su tiempo en todo centro América

2 Biografía

3 Obra

all for voices and orchestra; all manuscripts in Mexico City Cathedral unless otherwise stated
latin sacredVocal religiosa:

7 masses:
in D, 4vv, 1763;
in D, 8vv, US-SBm, ed. C.H. Russell (Los Osos, CA, 1993);
in F, 4vv, 1768, Mexico City Cathedral and US-SBm;
in F, 8vv, Ky and Gl ed. C.H. Russell (Los Osos, CA, 1996);
in G, 4vv, 1767;
in G, 8vv, Mexico City Cathedral and US-SBm; 8vv

2 requiem:
in a, 8vv, 1760;
in E

Vespers pss:
Beatus vir (F), 2vv;
Beatus vir (C), 8vv;
Confitebor tibi Domine (g);
Credidi (F), 8vv;
Dilexi quoniam exaudit Dominus (G);
Dixit Dominus (B ), 2vv;
Dixit Dominus (B ), 8vv;
Dixit Dominus (D), 8vv;
Dixit Dominus (d), 8vv;
Dixit Dominus (F), 2vv;
Dixit Dominus (F);
Dixit Dominus (G), 4vv;
Dixit Dominus (G), 8vv;
Laetatus sum (a), 8vv;
Laetatus sum (B ), 8vv, ?1758;
Laetatus sum (E );
Laetatus sum, 4vv, 1764;
Lauda Jerusalem (F), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (B ), 1v;
Laudate Dominum omnes gentes (B ), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (d), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (F);
Laudate Dominum omnes gentes (G), 4vv;
Levavi oculos meos (G);
Memorabilia, 4vv, 1764

Vespers hymns and canticles:
Ave maris stella (F), 8vv;
Ave maris stella (d), 8vv;
Decora lux (G), 5vv;
Defensor alme (D), 8vv;
Exultet orbis (D), 2vv;
Jesu corona (D);
Mag (a), 8vv;
Mag (B ), 2vv;
Mag (C), 2vv;
Mag (E );
Mag (F), 8vv (3 settings);
Pange lingua (g), 8vv;
Placare Christe (F), 8vv;
Te Joseph (G), 8vv;
Ut queant laxis (G);
Veni creator spiritus (G), 8vv

Motets, ants etc.:
Ascendit Christus (D), 8vv;
Ascendit Christus (E), 1v;
Egregiae martyr Philipe;
Non fecit tatiter, 8vv;
Non turbetur cor vesinum;
O voz omnes, 8vv;
Pauperum primo genita, 4vv;
Psalmo de nona primera miravilia, 8vv;
Qui vult venire post me, 4vv (= Plantas frondosas de aqueste jardín, see ‘Villancicos’);
Regem cui omnia vivunt, 4vv;
Salve regina (C), 1v;
Salve regina (D), 8vv;
Stabat mater, 8vv;
Sub tuum praesidium, 8vv;
Tota pulcra es, 8vv;
Veni Sancte Spiritus, 8vv;
Veni sponsa Christi, 8vv;
Victimae paschali, 8vv

11 Matins cycles of responsories, invitatories and hymns, 1–8vv: for Christmas;
Assumption; St Peter;
Our Lady of the Conception;
feast day of St Joseph;
patronage of St Joseph;
Our Lady of the Pillar;
Our Lady of Guadalupe (2 cycles, 1 ed. C.H. Russell, Los Osos, CA, 1997);
St Ildefonso and the Pontifical Confessors;
St Philip Neri and the Common Confessors

Other works:
Office of the Dead;
2 Te Deum;
5 Lamentations;
6 Miserere

Villancicos:
A de la dulce métrica armonía, 4vv;
A de los cielos, 8vv;
Admirado el orbe, 8vv;
A gozar el sumo bien, 4vv;
Aguila caudalosa, 4vv;
A la esposa es de Dios, 4vv;
A la milagrosa escuela, 4vv, 1765;
Al arma contra Luzes, 1v;
A la tierra venid, 4vv;
Al cielo subiendo, 1v;
Alerta las vozes, 4vv;
Al mirar los rayos, 4vv;
Al penetran la hermosura, 8vv;
Al que en solio de rayos, 4vv;
Amante peregrino, 3vv;
Animase, alientese, 8vv;
Aplaudan alegres, 4vv;
Arca perfectísima, 1v;
Arcano sagrado, 4vv;
Armoniosos metros, 4vv;
A tan gran afector, 2vv;
A tan regia vista, 4vv;
A tu feliz natalicio, 1v;
A velas llamas, 8vv;
Ay mi bien, 8vv;
Bendito sea el Señor, 4vv;
Celestes armonias terrestres consonancias alarma, 8vv;
Cielo, que alto mirais, 2vv, E-CU;
Clarines sonad;
Con añores ecos nuestro pecho amante celebra, 8vv, 1766;
Con canoros secos
De amor el incendio, 1v;
De aquel muro en las esfera, 2vv;
Del diciembre rizado, 1v;
De noche ha nacido, 4vv;
De su fé las glorias, 2vv;
Devoto el coro con alegría llama a María, 4vv;
Dolencia padre, 2vv;
Dulce incendio, 2vv;
El aire, la tierra, 1v;
El amor y el afecto, 8vv;
El celeste gozo, 4vv;
El clarín de la fama, 8vv;
Ella feliz Bagel, 2vv;
El tesoro sagrado, 4vv;
El viento ayrado, 1v;
En este triste valle, 4vv;
En tiempo, sin tiempo, 4vv;
En una ligera nave, 4vv;
Esta noche las zágalas, 8vv;
Este alto sacramento, 1v;
Gloria lo ofrece, 8vv;
Gorgeos trinando, 2vv;
La angélica turba, 8vv;
La esfera triumphante rompa la luz, 4vv;
La gloria más bella, 2vv;
La tierra se alegra, 4vv;
Libre de la pena, 2vv;
Los rayos ardientes, 4vv;
Manda Dios que observen, 4vv
Octavo kalendas, 1v;
Ola, ola, pastorcillos, 8vv;
O Niño si tiritas, 2vv;
O sacra luziente antorcha;
País de Noél, 5vv;
Pedro amado, 2vv;
Plantas frondosas de aqueste jardín, 4vv (= Qui vult venire post me, see ‘Latin sacred’);
Propitia estrella, 1v;
Protegido de una estrella, 4vv;
Pues el Asturiano alegre, 4vv;
Que admiráis mortales, 4vv;
Que rayos (= Si aleve fortuna), 1v;
Que tempestad amenaza, 8vv;
Remedio lucido, 4vv;
Rendido qual mariposa, 8vv;
Rompa la esfera, 8vv;
Si admito tu fineza, 2vv;
Si aleve fortuna (= Que rayos);
Si el alma de Dios embelleza, 4vv;
Sus glorias cantando, 4vv;
Todos pueden alegar, 1v;
Toquen al arma, 4vv;
Varones ilustres, 1v;
Vierte blandamente, 1v;
Virgen pura, arca sagrada, 2vv;
Virgen pura, arca sagrada, 4vv;
Y vive amor en mí, 1v

Other spanish sacred:
Loas:
A el eco de la fama dispertando, 4vv;
Con respectuosos esmeros, 4vv;
En hora dichosa la laguna admire coronada, 4vv;
Si es gloria del orbe, 4vv

Pastorelas:
A que esperáis cherubas;
Para donde caminas, 5vv, Morelia, Conservatorio de las Rosas;
Pastorela, 8vv

COMPOSITORES: SOR

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1 RESUMEN

Fernando Sor y Montadas  ( Barcelona  1778 –  Paris , 1839) fue un guitarrista y compositor español nacido en Barcelona. Desde muy pequeño, ingresó en la escuela de niños cantores del  Monasterio de Montserrat .Allí entró en contacto con la música (violín, órgano y composición) de la mano del padre  Anselm Viola , director de la Escolanía de Montserrat . A los pocos años abandonó el monasterio y decidió dedicarse a la guitarra ya la composición. En 1797 estrenó su primera ópera,  Telémaco en la isla de Calipso  en el teatro de ópera de Barcelona. En 1799 se trasladó a Madrid donde se puso al servicio, primero de la duquesa de Alba y después del duques de  Medinaceli , como músico y administrador de sus bienes, lo que le permitió realizar numerosos viajes.Más tarde tomó parte en la  Guerra de la Independencia española  (1808-1814) contra los franceses. En los años de la ocupación aceptó un puesto administrativo que le obligó a tener que abandonar España cuando los franceses fueron expulsados ​​de la Península Ibérica. Virtuoso de renombre europeo, es aplaudido en todas las capitales del continente, estableciéndose en París donde se le conocía con el apodo de ‘ Paganini de la guitarra ‘. Su obra para este instrumento es muy extensa (63 opus y más de 250 piezas), muchas de ellas de gran calidad. En sus composiciones para guitarra consiguió aproximarse a las grandes formas, como la sonata o variaciones, reservadas hasta entonces en otros instrumentos. Escribió un método para guitarra de gran calidad. Dentro de su producción destacan también óperas, ballets, sinfonías, minuetos, piezas para piano y, incluso, música religiosa . Es un compositor de gran importancia injustamente relegado a un casi olvido hasta hace poco.  Uno de los compositores mejores de España y de su tiempo con tanto por dar a conocer.

Fernando Sor fue, sin duda, uno de los compositores españoles más conocidos internacionalmente hasta los contrafuertes del siglo XX. Su celebridad universal, motivada principalmente por sus obras de guitarra, no debe hacernos dudar de su brillante carrera como compositor de géneros diversos. No obstante y con frecuencia, su obra orquestal ha sido ignorada aunque desde hace unos años, y afortunadamente, algunas investigaciones históricas y musicológicas están revitalizando su figura como compositor de obras para gran orquesta confirmándolo, repentinamente, como uno de los mejores exponentes del clasicismo y pre-romanticismo en Cataluña y España.Pero es tanto el desconocimiento que tenemos todavía de este repertorio sinfónico que la edición de hoy es, por ahora, la única monográfica a tal efecto. Y atención, lavamos hacernos bien las orejas, que el espectáculo nos dejará atónitos y boquiabiertos. Obras como la apertura Hercule et Omphale , en un festival acústico fantástico, laSinfonía No.2 en Mi bemol mayor y la Sinfonía No.3 en Fa mayor , o las aberturas Alphonse te Leonora y Elvira portuguesa  . Obras fechadas en una amplia horquilla comprendida entre los años 1804 y el 1826 y en el que dominan la frescura y la cantabilidad italiana al margen de las tendencias que ya se habían extendido por Europa. Otros recursos fueron el uso de la forma sonata con desarrollos breves, o sin ellos, la variedad melódica, la interacción de los instrumentos de madera y un clasicismo Haydn en las primeras obras que contrastó con las aberturas de la década de 1820, más románticas y atractivas por su leve pero evidente aroma rossiniano. Como curiosidad, destacar que Sor envió a Fernando VII la deliciosa apertura de Hercule et Omphale  1828, con una carta donde intentó, inútilmente, obtener el perdón y el favor real para su conversión en favor de los revolucionarios franceses . 

2 BIOGRAFIA

OBRA:

Vocal secular:

Operas:
Telemaco nell’isola de Calipso, Barcelona, S Cruz, 1796;
Don Trastullo, inc., lost

Ballets:
La foire de Smyrne, London, 1821, lost;
Le seigneur généreux, London, 1821, lost;
Cendrillon, London, 1822, march arr. gui (Paris, 1823);
L’amant peintre, London, 1823, as Alphonse et Léonore, ou L’amant peintre, Moscow, 1824;
Hercule et Omphale, Moscow, 1826;
Le sicilien, Paris, 1827;
Hassan et le calife, London, 1828, lost

Incid music:
Elvira la portuguesa (melodramma), Madrid, c1804, lost

Other:
at least 25 boleros or seguidillas boleras for 1–3vv, acc. gui/pf, some pubd;
33 ariettas, lv, pf, all pubd London;
Sp., It., Eng. songs and duets, acc. pf, all pubd London or Paris;

Vocal religiosa:

cant.;
O crux, ave spes unica, motet;
mass, lost;

Instrumental:

Guitar:
Pubd London or Paris, c1810–23: 30 divertimentos, opp.1, 2, 8, 13, 23;
6 sets of variations, opp.3, 9, 11, 15, 16, 20;
5 fantasias, opp.4, 7, 10, 12, 21;
6 Short Pieces, op.5;
12 Studies, op.6;
12 Minuets, op.11;
Grand Solo, op.14;
2 sonatas, opp.15, 22;
12 waltzes, opp.17, 18;
arias arr. from Die Zauberflöte, op.19

Pubd Paris, 1826:
8 Short Pieces, op.24;
Sonata, op.25;
3 sets of variations, opp.26–8;
12 Studies, op.29

Pubd Paris, 1826–39:
6 fantasias, opp.30, 46, 52, 56, 58, 59;
97 lessons and exercises, opp.31, 35, 44, 60;
24 short pieces, opp.32, 42, 45, 47;
6 salon pieces, opp.33, 36;
12 waltzes, opp.51, 57;
Variations, op.40;
Serenade, op.37;
6 Bagatelles, op.43;
6 Pieces, op.48;
Le calme, caprice, op.50;
duets, opp.34, 38, 39, 41, 44 bis, 49, 53, 54 bis, 55, 61–3

Other:
La candeur (Paris, 1835);
La romanesca, with vn acc., F-Pn;
Air varié;
Bolero aduo, 2 gui

Other instrumental:
Waltzes, quadrilles, other pieces, pf 2–4 hands, all pubd;
March for military band, arr. pf, pf 4 hands (St Petersburg, c1826);
3 pieces for harpolyre (Paris, c1830);
3 syms.;
3 str qts, Concertante, gui, str trio; lost