compositores: Arbos Zarzuela El centro de la Tierra

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1 Audiciones:

Fragmentos de la Zarzuela El centro de la tierra:

Habanera

Chotis

Mazurka

Bailable

coplas

Marcha triunfal

La obra 

De la aceptación por el respetable de la obra sirva de muestra los siguientes comentarios insertados en la documentación de la única versión discográfica existente de la obra: 

Manuel García Franco nos dice «Constituyó un gran fracaso, ya que, a pesar de los gastos hechos por la Empresa en decorados de Amalio y Bussato, trajes y «atrezzo», solo pudo representarse dos noches…… Hoy día no nos extraña que la zarzuela de Arbós no tuviera aceptación por el público de entonces, a pesar de que su libreto, disparatado, esté lleno de situaciones cómicas. La obra se desarrolla en un ambiente mitológico que nos hace recordar ciertas obras del teatro de los bufos y algún que otro paralelismo con La flauta mágica de Mozart, situaciones algo ajenas al público de la última década decimonónica, inmerso en el costumbrismo madrileño del género chico y acostumbrado a ver a los actores en papeles castizos y no encarnando «dioses». No hay que olvidar que es el año de La verbena de la Paloma…… Descubrimos sin embargo una partitura ecléctica, aunque muy personal, en la que el talento de su autor demuestra un gran conocimiento del tejido orquestal, y en la que gracia y solemnidad se dan cita en páginas de gran belleza, con una orquestación cuidada y una armonía riquísima. Posiblemente una música de más vuelo que la que el público de Apolo podría esperar, más acostumbrado a lo ligero y popular». 

Se explica por si sólo el comentario que firma José Luis Temes: «Y llegó el 21 de diciembre de 1894, fecha del estreno. Dada la gran duración de la obra, el estreno ocupaba las sesiones II y III, siendo la primera ocupada por La verbena de la Paloma, que se había estrenado en esa misma sala sólo ocho meses antes. Como Arbós narra sin amargura en sus Memorias, el fracaso no tuvo apelación. Es curioso, sin embargo, que hay unanimidad en los críticos al señalar que cuando Enrique Fernández Arbós apareció abrumado en el escenario al final de la obra, los pateos cesaron y hubo una tímida ovación respetuosa. Pero se abucheó hasta la histeria a los autores del libreto, que no quisieron publicar su nombre, como era frecuente entonces, previendo el monumental fracaso…..Es curioso leer en las críticas siguientes al estreno cuáles fueron los argumentos que se esgrimieron para justificar el fracaso. Casi ningún cronista censura la música por mala, sino por defraudar lo que en Apolo cabía esperar de una nueva obra de género ligero. Los juicios de «pretenciosa», «pedante» o «de todo punto inadecuada» no son descalificaciones en sí mismas; antes bien, parecen esconder una forma de elogio: la música tenía demasiado vuelo, demasiada altura para lo que el público esperaba. La orquestación estaba muy cuidada, la armonía era riquísima… Pero nada de todo esto eran bazas a jugar ante el público de Apolo, deseoso de otro tipo de propuesta más ligera y popular. Incluso la ausencia en la dramaturgia de tipos populares, castizos, con presencia de gnomos y dioses, provocó extrañeza y rechazo en el público. ….El centro de la tierra no sólo no nos parece merecedora de aquel fracaso sino que se nos muestra como uno de los tesoros desconocidos que esconden los muchísimos metros lineales de partituras de la Sociedad General e Autores y Editores. Su escucha nos revela una verdadera joya del género, que a buen seguro va a incorporarse muy pronto al repertorio zarzuelístico habitual». 

El compositor 

Enrique Fernández Arbós nació en Madrid el 24 de diciembre de 1863 y, según el Espasa, murió en San Sebastián el 2 de junio de 1939 (según el Diccionario de la Zarzuela en Madrid el 14 de junio de 1939). Violinista, compositor y, sobre todo, director de orquesta, se inició a los siete años en la música en la Escuela Nacional de Música y Declamación donde estudió violín con Monasterio y armonía con Galiana y Hernando, alcanzando los primeros premios en ambas disciplinas, a los doce años el de violín y a los trece años el de armonía. Pensionado por la infanta Isabel pasó luego al Conservatorio de Bruselas dirigido por Gevaert obteniendo a los quince años el premio de excelencia y capacidad raras veces concedido, y en donde cursó algunos años bajo la dirección de Vieuxtemps relacionándose con Joachim y Albéniz. Se consagró primero como violinista de éxito extraordinario y posteriormente como director al frente de la Orquesta Sinfónica de Madrid. En su faceta de compositor su producción ha sido corta, destacando varias excelentes transcripciones de la IBERIA de Albéniz, un trío para piano, violín y violoncelo, los fragmentos sinfónicos AUSENCIA y NOCHE DE ARABIA, y la zarzuela EL CENTRO DE LA TIERRA que aquí nos ocupa estrenada en 1894.. 

Los libretistas 

Celso Lucio y López, nació en Burgos el 6 de abril de 1865 y murió en Madrid el 3 de octubre de 1915. Poeta, político y dramaturgo. Su primera obra, A VISTA DE PAJARO, se estrenó en 1888. Es autor de un libro de versos titulado GENERO CHICO, pero sus obras de mayor éxito fueron, MARIA DE LOS ANGELES, música de Chapí, LOS APARECIDOS y EL CABO PRIMERO, música de Fernández Caballero, LOS PURITANOS, música de López Torregrosa y Valverde, PANORAMA NACIONAL, con música de Apolinar Brull todas ellas en colaboración con Arniches; EL GORRO FRIGIO, música de Nieto en colaboración con Limendoux, LA MARCHA DE CADIZ, con música de Valverde y Estellés, en colaboración con García Alvarez, y EL CENTRO DE LA TIERRA, música de Fernández Arbós, en colaboración con Ricardo Monasterio. Su aportación al género consistió en grandes dosis de buen humor, habilidad teatral y su talento poético para hacer cantables. 

Ricardo Monasterio Pozo, nació en Zamora en 1855 y murió en Madrid el 6 de julio de 1937. Médico, periodista político y libretista; fue amigo de Vital Aza. Escribió para Joaquín Valverde, Nieto, Chapí y Fernández Arbós para cuya única obra lírica EL CENTRO DE LA TIERRA escribió el libreto en colaboración con Celso Lucio. 

Sinopsis 

Tras una extensa introducción orquestal (N.° 1: Preludio), la obra se inicia en el saloncito de una pensión modesta. Uno de los huéspedes, Don Doroteo -militar retirado y viudo- está desesperado porque otro de los huéspedes, Román -joven simpático y algo simplón- no deja de tocar el acordeón a todas horas en la habitación contigua. Aparece Pura, la dueña de la pensión -atractiva, aunque ya no muy joven- y pronto nos enteramos de que abriga la posibilidad de casarse con Román, pese a que éste le debe varias mensualidades. Cuando, tras diálogo con el enfadado Don Doroteo, quedan Pura y Román en escena, aquélla le amenaza cómicamente con envenenarle con su frasquito de vitriolo si no le salda la deuda, pese a lo cual terminan cantando una simpática mazurca sobre el amor y sus peligros (N.°2: Mazurca de los pichones). 

Un nuevo incidente entre Don Doroteo y el acordeonista es causa de una fuerte trifulca entre ambos, a cuyos gritos acuden los vecinos (N.° 3: Escena de la disputa). Cuando éstos se retiran, el militar desafía a Román, en divertido diálogo, a un duelo de honor al día siguiente en las afueras de la ciudad. La búsqueda de padrinos para el duelo da lugar a otra escena cómica con los invitados a la boda de otro huésped de la misma pensión, en una habitación contigua. Es una escena de paréntesis, puesto que los novios y los acompañantes cantan con el coro sus dos números (N.° 4A: Habanera y Nº 4B: Coplas de los novios) y no vuelven a aparecer en el resto de la obra. 

Una música de transición (N.º 5: Intermedio) nos lleva a las afueras de la ciudad, Román ha llegado pronto al lugar del duelo y, de madrugada y con unas copitas de aguardiente, hace algunas reflexiones y dialoga después con un guarda de consumos. Este le indica que tenga precaución en ese paraje porque hay una enorme grieta en el suelo que conduce a un lugar misterioso en el que han ocurrido cosas extrañísimas. Se inicia en seguida el duelo y, cuando se va a producir el desenlace, Román sale huyendo enloquecido y se arroja desesperadamente a la grieta misteriosa de la que le ha hablado el guarda. Los presentes quedan asombrados del disparate, pero en una agitada escena musical (N.º 6A: Escena de la grieta, pasacalle y tempestad), Don Doroteo, movido por su honor militar, se arroja a la grieta tras el agraviante: Pura, ávida de aventura, se arroja también, siguiendo a su enamorado. El coro afirma que los tres están majaretas, e inmediatamente comienza una música tempestuosa, que ilustra la caída de los protagonistas hacia el abismo y sirve de transición a un nuevo decorado. 

Nuestros tres protagonistas han caído nada menos que en “El centro de la tierra”, una civilización oculta compuesta por minerales, naturales, gnomos, etc. Los habitantes de estas “Regiones Céntricas” quedan conmovidos ante la caída del cielo de estos tres seres extraños. En número de inspiración religiosa (N.º 6B: Invocación), los habitantes piden sabia opinión sobre lo que ven al Sumo Sacerdote, quien les explica que los visitantes son nada menos que los tres Dioses de la trinidad que habían de descender para redimirles, y a los que llevaban veinte siglos esperando. Tras cómica escena, los tres “dioses” son conducidos a hombros – símbolo del honor en esa civilización- ante el palacio de la Diosa Imán; (N.º 7: Marcha triunfal de los dioses) que cierra el primer acto. 

Tras unos compases de introducción orquestal (N.º 8: Preludio del segundo acto), la escena se abre en el palacio de la Diosa Imán. Los chascarrillos continúan ante la situación en que la Diosa Imán les habla de compartir el templo con ellos y de mostrares dónde está el gran secreto de esa Región Céntrica: la ubicación del Gran Talismán, que concede todos los deseos y riquezas a quien lo posee. Comunica también su disposición de contraer matrimonio con uno de ellos, elección que recae en Román. Tras la lógica reclamación de Pura, la escena se cierra con la entrada del Consejo de la Diosa, que saluda a la divinidad antes de celebrar asamblea (N° 9A: Saludo a la diosa). Pero antes, la Diosa Imán propone a sus dioses huéspedes un pequeño desfile en el que se den a conocer los diversos minerales que habitan el Centro de la Tierra, (N.º 9B: Bailable del oro; N.º 9C: Bailable del imán y el acero (para violín y orquesta); y N.º 9D: Bailable de la sal). 

Ya en la siguiente escena, Román es visitado por un grupo de mutiladores, que viene a cumplir el rito de aquella región, previo a su matrimonio con la Diosa: que el pretendiente se deje cortar una oreja para ofrecérsela como obsequio (N.º 10: Mazurca de los mutiladores). Obviamente, Román se niega y logra esquivar a sus visitantes. La Diosa ha revelado también a nuestros protagonistas otro secreto de aquellas Regiones Céntricas: que allí nadie envejece, pues cada cierto tiempo beben agua de una fuente mágica que les devuelve a la juventud. A dicha fuente se dirigen ahora los tres “dioses”. El coro saluda con alegría a Pura, que ya ha bebido y que, guapísima y en plena juventud, canta un chotis a las excelencias de la fuente (N.º 11A: Chotis de la fuente). Entra después Don Doroteo, ya joven y fornido, deseando volver inmediatamente a primera fila de batalla (N.º 11 B: Marcha). El Sumo Sacerdote anuncia luego un pequeño incidente: Román tenía tanta impaciencia por beber del agua mágica que se cayó a la fuente y bebió más cantidad de la recomendable, así que el efecto ha sido excesivo y Román no ha vuelto a la juventud sino a la infancia. Los presentes ríen la aparición de Román convertido en niño y cantando cancioncitas infantiles (N.º 11C: Trasformación de Román). La escena se cierra con una breve pero inteligente superposición de las tres melodías que han cantado nuestros “dioses”. 

En la siguiente escena, el Sumo Sacerdote habla con Román, a quien nuevamente intenta mutilar la oreja. Román vuelve a escaquearse, pero le promete encontrar una solución. Ésta se obtiene en la nueva escena, en que Román, en íntimo diálogo con Don Doroteo, finge renunciar generosamente a la mano de la Diosa en beneficio del militar, a quien abraza emocionado y en quien abdica su compromiso matrimonial. Desembarazado de Don Doroteo, Román corre a buscar a Pura, ya que la Diosa le ha revelado la ubicación del Gran Talismán. 

Número para orquesta y coro interno, en el que los gnomos cantan y se llaman de un lugar a otro del interior de la tierra (N.° 12: Coro invisible de los gnomos). La larga escena final cantada se inicia con Pura y Román buscando a escondidas el mágico diamante, Naturalmente, su plan es conseguirlo y volver a la civilización de los humanos, donde contraerán matrimonio y vivirán con todo tipo de lujos (N.º 3A: Coplas del talismán). Pero la pareja es sorprendida por Don Doroteo, que milagrosamente ha salvado sus orejas y que viene indignado buscando a Román. El diálogo entre ellos es a su vez sorprendido por la fatídica aparición de la Diosa Imán al frente de su pueblo. Descubren que los tres personajes no sólo no eran dioses sino que eran unos impostores que han intentado reírse de ella y además robarles el diamante. El Pueblo clama la máxima pena y la Diosa les condena a los tres a muerte en ese mismo instante. 

Nuestros protagonistas lloran su destino mientras los habitantes se muestran despechados y vengativos (N.º 13 B: Concertante). Pura, Don Doroteo y Román van ha a ser ejecutados cuando éste pide despedirse del mundo tocando el acordeón. Y he aquí que, cuando comienza a tocar, los presentes, sobrecogidos por esa sonoridad mágica, caen de rodillas admirados ante aquellos sones. Román les deja subyugados y los nativos se arrodillan ante aquella música celestial (N.º 13C: Acordeón, erupción y final). 

Don Doroteo acepta de muy mal grado que aquel artefacto origen de sus desgracias le haya salvado la vida. Los nativos y la Diosa piensan que aquellos tres personajes sí eran verdaderos dioses y no muestran resistencia ante la evidencia de que se escapan con el Gran Talismán. Nuestros protagonistas localizan la base del volcán para volver a la tierra y los nativos les despiden estupefactos, y aún inmóviles. Una fuerte “erupción” orquestal supone el viaje de regreso de Pura, Román y Don Doroteo hasta la pensión del primer acto. Ya en el gabinete y aún algo maltrechos por el “viaje”, se ríen de las aventuras vividas, Pura y Román tienen ya luz verde para su amor, pues tienen juventud y fortuna, y Don Doroteo da su conformidad. 

Obra en dos actos con los siguientes números musicales: 

Acto I: 1. Preludio. 2. Mazurca de los pichones «Cierta paloma sola». 3. Escena de la disputa «¡Vecinos, socorro contra un atropello». 4a. Habanera «Por fin llegó ya el día, vidita mía». 4b. Coplas de los novios «Ahora es preciso que puedas saber». 5. Intermedio orquestal. 6a. Escena de la grieta, pasacalle y tempestad «Del impulso de mi ira no se libra ese gachó». 6b. Invocación «Estamos asustados, estamos conmovidos». 7. Marcha triunfal de los dioses, orquestal. 

Acto II: 8. Preludio. 9a. Saludo a la diosa «¡Oh poderosa, mágica diosa». 9b. Bailable del oro, orquestal. 9c. Bailable del imán y el acero, orquestal. 9d. Bailable de la sal, orquestal. 10. Mazurca de los mutiladores «¡Señor! a vuestros pies». 11a. Chotis de la fuente «Pero qué guapa, pero qué hermosa ¡pero qué joven viene la diosa!». 11b. Marcha «El dios numero dos que ya ha bebido aquí se acerca rejuvenecido. 11c. Transformación de Román «El dios número tres, por impaciente, dio un tropezón y se cayó en la fuente». 12. Coro invisible de los gnomos «Ohe, ohe, ohe». 13a. Coplas del talismán «El brillo me ciega». 13b. Concertante «Mueran, mueran, no haya perdón». 13c. Acordeón, erupción y final «Adios Pura». 

Fuente Lazarzuela

  • El centro de la tierra (1895), viaje cómico-lírico en dos actos con libreto de Celso Lucio y Ricardo Monasterio. (Zarzuela)

cuentos rusos 3

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Mijaíl Lérmontov (1814–1841)
Tamañ

Tamañ[1] es el pueblecillo más indecoroso de todos los del litoral ruso. Por poco me muero en él de hambre, y todavía, por añadidura, quisieron ahogarme.

Llegué en la silla de postas una noche, muy tarde. El cochero dejó los cansados caballos a la puerta de la única casa de piedra que hay a la entrada del pueblo. El centinela, un cosaco del mar Negro, al oír las campanillas del coche gritó con voz bronca y soñolienta: «¿Quién vive?» Apareció el uriadtiik acompañado de otro policía y declaré que era militar, que viajaba en comisión para asuntos del servicio y que necesitaba alojamiento oficial.

El subordinado del uriadnik nos acompañó por todo el pueblo; pero cualquiera que fuese la casucha en que llamásemos la encontrábamos ocupada. Hacía frío y como llevaba ya tres noches sin dormir, me rendía la fatiga y empecé a incomodarme.

—¡Llévame a cualquier lado, aunque sea al infierno! —le grité.

—Todavía queda un sitio —contestó alisándose el pelo de la nuca—, sólo que no va a gustarle; no tiene muy buena

Sin comprender el significado preciso de esta explicación ordené que fuese delante, y después de larga peregrinación por sucias callejuelas, en las que en grandes trechos sólo se veían viejas tapias, llegamos a una casucha situada a la orilla misma del mar.

La luna llena iluminaba el techo de cañas y las blancas paredes de mi nueva morada; muy próxima, y rodeada de una valla de piedras sueltas, medio derrumbándose, había otra casucha más pequeña y más vieja que la primera. El mar había ido socavando la ribera hasta casi las mismas paredes, debajo de las cuales venían a estrellarse las oscuras olas.

La luna contemplaba tranquila el inquieto elemento y a su luz pude distinguir, lejos de la playa, dos buques cuyas arboladuras, semejantes a telas de araña, destacaban su silueta sobre la pálida claridad del horizonte.

Está el barco atracado, pensé. Mañana podré ir a Guelendischik.

En calidad de asistente, venía conmigo un cosaco. Después de ordenarle que despachase al cochero y deshiciese el baúl, empecé a llamar al patrón. Silencio. Di unos golpes. Silencio… ¿Qué será esto? Al fin apareció, arrastrándose, un muchacho de catorce años.

—¿Dónde está el patrón?

—No hay.

—¡Cómo! ¿No tiene patrón esta casa?

—No tiene.

—¿Y patrona?

—Ha ido al otro lado del pueblo.

—Entonces, ¿quién me va a abrir la puerta? —pregunté dando en ella un golpe con el pie.

Al hacerlo se abrió por si sola y del interior salió un fuerte olor a humedad. Encendí una cerilla y, aproximándola a la cara del muchacho, vi que tenía los ojos blancos. Era ciego, completamente ciego de nacimiento. Permaneció inmóvil delante de mí y empecé a examinar los rasgos de su cara.

Confieso que tengo prejuicios contra todos los ciegos, cojos, sordos, mudos, jorobados, mancos y demás lisiados. He observado que siempre hay una cierta relación extraña entre el aspecto exterior del hombre y su alma, como si con la pérdida de un miembro, el alma perdiese también algún sentimiento.

Me puse, pues, a estudiar el rostro del muchacho; pero ¿qué quiere usted observar en una fisonomía que carece de ojos?… Durante largo rato estuve mirándolo lleno de compasión, cuando, de repente, sus finos labios dibujaron una sonrisa, apenas perceptible, que me produjo una desagradable impresión. Llegó a pasarme por la cabeza la sospecha de que aquel ciego no lo era tanto como parecía. En vano traté de persuadirme de que no existen cataratas artificiales, ni servirían para nada; pero ¿qué quiere usted?… los prejuicios…

—¿Eres hijo del ama? —le pregunté.

—No.

—¿Quién eres, entonces?

—Soy huérfano; soy pobre.

—¿Y el ama, tiene hijos?

—No; tenía una hija, pero se fue al mar con el tártaro.

—¿Con qué tártaro?

—¡Cualquiera lo sabe! Un tártaro de Crimea, barquero de Kerch.

Penetré en la casa, en donde dos bancos y una mesa, además de un enorme cofre colocado al lado de la estufa, constituían todo el mobiliario. No había en las paredes ni una sola imagen. ¡Mala señal! Por un cristal roto entraba el aire del mar. Extraje de mi baúl un cabo de vela de cera, lo encendí y empecé a arreglar las cosas; puse en un rincón el sable y el fusil, coloqué las pistolas sobre la mesa, extendí mi capote sobre un banco. El soldado extendió el suyo sobre el otro. Diez minutos después él roncaba sin que yo hubiese podido conciliar el sueño. Delante de mí, en la oscuridad, andaba dando vueltas el muchacho ciego.

Así transcurrió cerca de una hora. La luna daba en la ventana y sus rayos iluminaban el piso de tierra de la habitación. De repente, en la faja alumbrada, se recortó una sombra. Me incorporé y miré a la ventana. Alguien pasó corriendo por delante de ella, por segunda vez, y desapareció no se sabe dónde. Yo no podía suponer que fuera a irse por la cortadura vertical del terreno sobre el mar y, sin embargo, no tenía otro sitio para escapar. Entonces me levanté, me puse el capote, me ceñí el sable y salí despacito de la casa. ¿Sabe usted con quién tropecé? Con el ciego. Me arrimé a la valla y lo vi pasar junto a mí, caminando con cuidado, pero con seguridad. Llevaba debajo del brazo un paquete y, dirigiéndose a la playa, se puso a bajar el estrecho y pendiente sendero que a ella conducía.

Hoy los mudos hablan y los ciegos recobran los ojos, pensé, y eché a andar tras él a la distancia necesaria para no perderlo de vista.

Entretanto, las nubes habían empezado a ocultar la luna y sobre el mar se había extendido una niebla que la luz del farol encendido en la popa del barco más próximo, apenas conseguía atravesar. En la orilla blanqueaba la espuma de las olas, y a cada momento parecía que iban a arrastrar al ciego. Bajé con dificultad y, trepando luego por un escarpado, vi que el ciego se había detenido. Después echó a andar hacia abajo y a la derecha, y tan cerca del agua que parecía que las olas iban a arrebatarlo; pero, por lo visto, aquél no era su primer paseo por allí, a juzgar por la seguridad con que pasaba de roca en roca y evitaba los hoyos. Finalmente, se detuvo como escuchando alguna cosa y se sentó en el suelo, colocando delante el paquete. Yo observaba todos sus movimientos, oculto tras una pena que formaba un saliente.

Unos minutos después apareció por la parte opuesta una figura blanca que se acercó al muchacho.

El viento hacía llegar hasta mí, de cuando en cuando, su conversación.

—¿Qué hay, ciego? —dijo una voz femenina—. El tiempo está malo; Yanko no vendrá.

—Yanko no tiene miedo al mal tiempo —contestó el ciego.

—La niebla es cada vez más espesa —añadió la voz femenina con expresión de disgusto.

—Pues así podrá escapar mejor de los guardacostas —replicó el muchacho.

—¿Y si se ahoga?

—En ese caso tendrás que ir el domingo a la iglesia sin llevar cintas nuevas.

Siguió un silencio. Una cosa me chocó, sin embargo, y es que conmigo el ciego había hablado en ucraniano y ahora se expresaba en perfecto ruso.

—¿Lo ves?, tenía razón —exclamó el ciego, dando una palmada—. Yanko no se asusta ni del mar ni del viento ni de la niebla ni de los guardacostas; ¿no oyes el chapoteo? No es del mar; es la palada larga con que rema Yanko.

La mujer dio un salto y se puso a mirar inquieta a lo lejos.

—¡Estás soñando, ciego! —repuso—. No veo nada.

Condeso que por mucho que traté de percibir algo parecido a una embarcación, no lo logré. Así transcurrieron cerca de diez minutos, hasta que apareció en medio de las olas un punto negro que tan pronto crecía como empequeñecía, elevándose lentamente sobre la cresta para ocultarse luego con rapidez. Se aproximó a la orilla una barca. «Valiente es el marino que se atrevió a atravesar en noche así una distancia de veinte verstas[2], y debe de ser muy importante el motivo que lo ha inducido a ello.» Pensando esto miré, no sin cierta emoción, acercarse la miserable lancha que, semejante a un ánade, hundía su proa en el agua, y luego, agitando rápidamente los remos, como si fueran alas, emergía del abismo en medio de salpicaduras de espuma.

Cuando yo imaginaba que iba a estrellarse, haciéndose pedazos contra la orilla, viró con toda facilidad y se metió en una ensenadita, sin contratiempos. De ella saltó un hombre de mediana estatura con una gorra tártara de piel de carnero; hizo una señal con la mano y se pusieron los tres a extraer de la embarcación la carga, que era tan pesada que todavía no comprendo cómo no se fue a pique.

Echándose cada uno un fardo a la espalda, se marcharon y desaparecieron pronto de mi vista. Era preciso regresar a casa; pero confieso que todas aquellas andanzas me habían alarmado y hecho esperar con ansia la llegada del nuevo día.

Mi cosaco se quedó pasmado cuando, al despertar, me encontró completamente vestido; pero no le expliqué la causa. Después de pasar algún tiempo contemplando desde la ventana el cielo azul manchado por algunas nubes, la lejana costa de Crimea que se extendía como una franja color lila rematada en una roca, en cuya cima se veía blanquear la torre de un faro, me dirigí a la fortaleza con objeto de que el comandante me enterase de la hora en que tenía que salir para Guelendischik.

Desgraciadamente el comandante no pudo decirme nada decisivo. Los buques que estaban en el embarcadero eran guardacostas o mercantes que todavía no habían empezado a cargar.

—Quizá dentro de tres o cuatro días venga el correo —dijo mi jefe—, y entonces ya veremos.

Volví a casa malhumorado y encontré a mi cosaco con cara de susto.

—¡Estamos mal, mi teniente! ——me dijo.

—Sí; y lo peor es que Dios sabe cuándo saldremos de aquí.

Entonces, más alarmado, se acercó a mí y rae dijo en voz baja:

—¡Este es un sitio muy sospechoso! He encontrado hoy al uriadnik, que es amigo mío, y en cuanto le conté en dónde estábamos, me dijo: «¡Esa casa tiene muy mala fama: es gente peligrosa!… Hay allí un ciego que va a todas partes solo; al mercado, a buscar pan, a buscar agua… Se ve que está muy acostumbrado.»

—¿Yha aparecido siquiera el ama de casa?…

—Cuando no estaba usted, vino una vieja con su hija.

—¿Cómo su hija? ¡Si no tiene ninguna hija)

—Dios sabe qué clase de hija será ésa, entonces; la vieja está allí sentada a la puerta de su casa.

Me acerqué. Tenía un gran fuego encendido y estaba guisando una comida demasiado buena para gente miserable. A todas mis preguntas contestó que era sorda y que no oía. Como no podía sacar nada de ella, me dirigí al ciego, que estaba sentado en el hogar echando ramitas secas a la lumbre.

—¡Hola, diablito! —dije tirándole de una oreja—. ¿Adónde ibas anoche con un paquete?

Al oír esto el cieguecito empezó a sollozar, gritando:

—¿A dónde iba a ir?… ¡A ningún sitio!… ¿Y con un paquete? ¿Qué paquete?

La vieja, que había oído esto, empezó a refunfuñar:

—¡Qué invenciones!, ¡y de un pobrecito! ¿Qué le ha hecho a usted? ¿Por qué se mete usted con él?

Esto me disgustó y me marché resuelto a buscar la clave del enigma.

Fui a sentarme en una de las piedras cercanas y me puse a contemplar la lejanía; delante de mí se extendía el mar tormentoso de la noche anterior, y su monótono rumor, semejante al de una ciudad populosa, trajo a mi memoria tiempos pasadas y transportó mis pensamientos al norte, a nuestra fría capital.

Enfrascado en mis recuerdos me olvidé, y transcurrió una hora, y quizá más, cuando, de repente, sorprendió mi oído algo parecido a una canción. Efectivamente era una canción entonada por una voz fresca y juvenil. ¿De dónde venía?… Escuché. La canción era tan pronto lánguida y triste como alegre y rápida. Miré alrededor y no vi a nadie. Escuché de nuevo y me pareció que las notas calan del cielo. Levanté los ojos y vi en el tejado de mi choza a una muchacha vestida con un traje a rayas y con el cabello partido: una verdadera rusalka[3]. Defendiendo sus ojos de los rayos del sol con la mano puesta delante, estaba mirando a lo lejos, y tan pronto sonreía, al parecer, de sus propios pensamientos, como entonaba de nuevo su canción. Recuerdo que en la canción se trataba de un contrabandista que logra salvar su preciado cargamento de los peligros del mar y de la vigilancia.

Involuntariamente me pasó por la cabeza la idea de que aquella voz la había oído la noche anterior. Quedé un momento pensativo y, cuando volví a mirar a la azotea, la muchacha había desaparecido; pero en el mismo momento pasó por delante de mí cantando otra cosa, que acompañaba con un castañeteo de sus dedos, y se dirigió a la vieja, con quien inmediatamente entabló una disputa. La vieja estaba irritada y ella se reía a carcajadas. Después echó a correr dando unos brinquitos, en dirección adonde yo estaba, y al llegar junto a mí, se quedó mirándome fijamente a los ojos como sorprendida de mi presencia, después de lo cual, silenciosa y con aire indiferente, se fue a la playa.

La cosa no paró aquí, sino que todo el día estuvo dando vueltas alrededor de mi vivienda, sin cesar un momento en sus canciones y en sus saltitos. ¡Qué mujer tan rara! En su rostro no había un solo rasgo de vulgaridad: por el contrario, sus ojos, que se fijaban en mí penetrantes y atrevidos, parecían dotados de un cierto poder magnético, y miraban en toda ocasión como si esperasen una respuesta. Pero en cuanto le dirigí la palabra, echó a correr sonriendo de un modo malicioso.

Decididamente no he visto nunca una mujer igual. Distaba mucho de ser una belleza, pero también tengo prejuicios acerca de la belleza. Había en ella mucha raza… La raza en las mujeres, lo mismo que en los caballos, es una cosa muy importante; este descubrimiento pertenece a la Francia de nuestros días; la raza se manifiesta especialmente en el andar, en las manos y en los pies; también la nariz suele desempeñar un papel muy significativo. La nariz recta, en Rusia, es menos frecuente que el pie pequeño. Mi cantante parecía no pasar de los dieciocho años. La extraordinaria flexibilidad de su talle, la especial inclinación de su cabeza, detalle particularísimo suyo, sus largos cabellos rubios, un cierto matiz dorado de su piel tostada, el cuello y los hombros, y sobre todo lo recto de su nariz, eran para mí cosas extraordinariamente atrayentes. A pesar de todo, su mirar atravesado descubría su condición algo salvaje y sospechosa, y su sonrisa tenía algo de indefinido y vago, que yo atribuía a mis prejuicios. La nariz era lo que me volvía loco; imaginaba haber encontrado la Mignon de Goethe, esa encantadora aleación de la fantasía alemana; y, efectivamente, había entre ambas mucho de común: el mismo tránsito brusco de la inquietud a la absoluta inmovilidad, el mismo enigmático lenguaje, los mismos brinquitos. las canciones extrañas.

Al caer la tarde, deteniéndola en la puerta, trabamos la siguiente conversación:

—Dime, preciosa —le pregunté—: ¿qué hacías hoy en la azotea?

—Miraba de dónde venía el viento. Porque de donde viene el viento, viene la felicidad.

—¿Cómo? ¿Acaso llamabas a la felicidad con una canción?

—Donde se canta también hay felicidad. Y en todo caso, también canta uno su propia pena. Donde no está el bien está el mal, pero del mal al bien no hay más que un paso.

—¿Quién te enseñó esa canción?

—Nadie me la enseñó; canto lo que se me ocurre, y el que tiene que oírme se entera, y el que no debe oírme no entiende una palabra.

—¿Y cómo te llamas?

—El que me bautizó lo sabe.

—¿Y quién te bautizó?

—¡Vaya usted a saber!

—¡Qué misteriosa! Pues ahora escucha lo que he sabido de ti. Supe que ayer por la noche fuiste a la playa.

Y dándome importancia, le conté todo lo que había visto, pensando desconcertarla. ¡Pero ni por eso! No se alteró ni un rasgo de su semblante ni desplegó los labios; como si no se tratase de ella. Al concluir soltó una carcajada.

—Ha visto usted mucho, mucho; pero sabe poco, y lo que ha visto puede usted reservárselo.

—¿Y si fuese a contárselo al comandante?

Al oír esto adoptó un aire serio y hasta severo; pero de repente dio un salto, empezó a cantar, y desapareció como un pajarito asustado.

Mis últimas palabras fueron de una gran inconveniencia: entonces no sospeché su importancia pero después tuve que arrepentirme de haberlas dicho.

En cuanto se hizo de noche, mandé al cosaco que calentase el agua para el té, como pudiese; encendí la vela y me senté a la mesa a fumar una pipa. Cuando había terminado la segunda taza de té, chirrió la puerta y oí detrás de mí el ligero roce de unas faldas y unos pasos; me volví sobresaltado y me encontré con mi ondina, que, sentada y silenciosa, tenía clavada en mí su mirada; no sé por qué aquella mirada me parecía extraordinariamente tierna y me recordaba alguna de aquellas otras que, años atrás, habían influido de un modo decisivo en mi vida.

Parecía estar esperando una respuesta mía, pero yo permanecía callado e inexplicablemente confuso. Su rostro, cubierto de densa palidez, dejaba ver la agitación; observé en ella un ligero temblor y, al respirar, levantaba de tal modo el pecho que parecía querer contener el aliento. Esta comedia empezaba a molestarme, y ya estaba dispuesto a interrumpir el silencio de la manera más prosaica, es decir, ofreciéndole una taza de té, cuando de repente se levantó, me echó los brazos al cuello y estampó en mis labios un beso lleno de ardor.

Sentí que se me nublaba la vista; pasó un vértigo por mi cabeza, y comencé a estrecharla con toda la fuerza de la pasión juvenil; pero ella, como una anguila, se escurrió de entre mis brazos después de murmurar a mi oído: «Esta noche, cuando todos estén dormidos, baja a la playa», y salió como una flecha de la habitación. Al huir derribó la tetera y la bujía que estaban en el suelo.

—¡Eh, muchacha del diablo! —gritó el cosaco, que estaba echado sobre la paja soñando con calentar el té sobrante. Sólo entonces recobré mi espíritu.

Dos horas después, cuando todo estaba en silencio, desperté a mi asistente y le dije:

—Si oyes un pistoletazo, acude corriendo a la playa.

Abrió desmesuradamente los ojos y contestó maquinal—

—A la orden, mi teniente.

Puse la pistola al cinto y salí. Ella estaba ya esperando al borde de la ribera; la ropa que tenía puesta era más que ligera y ceñía su talle flexible con un chal pequeño.

—¡Venga usted conmigo! —me dijo, cogiéndome de la mano, y empezamos a bajar.

No comprendo cómo no me rompí la cabeza; al llegar a la playa tomamos a la derecha, por el mismo camino por donde la víspera había seguido al ciego.

La luna no había salido aún y sólo dos estrellitas brillaban en la oscura bóveda azulada, como dos faros salvadores. Las olas llegaban isócronas a la orilla, haciendo cabecear apenas la única lancha que habla amarrada allí.

—Entremos en la lancha —dijo mi compañera.

Vacilé, porque no soy aficionado a los paseos sentimentales por el mar; pero ya no podía retroceder. Saltó ella primero, yo después, y sin darme cuenta de cómo, observé que ya estábamos desatracados.

—¿Qué significa esto? —pregunté malhumorado.

—Esto significa —contestó, haciéndome sentar en uno de los bancos y abrazándome por la cintura—, esto significa que te amo… —y pegó su cara a la mía, haciéndome sentir su aliento abrasador.

De repente oí ruido de algo que caía al agua, eché la mano al cinturón… y mi pistola había desaparecido. Entonces pasó por mi mente una terrible sospecha y se me agolpó la sangre en la cabeza. Miré a la orilla y vi que estábamos a una distancia de cerca de cien metros… ¡y yo no sabía nadar!

Quise desprenderme de la traidora pero ella, como un gato, se agarró a mi ropa y, dándome un fuerte empujón, por poco rae arroja al mar. La lancha se inclinó, pero yo me recobré, y empezó entre nosotros una lucha desesperada. La rabia aumentaba mis fuerzas, pero me di cuenta en seguida que mi adversario me ganaba en agilidad…

—¿Qué te propones? —grité, oprimiendo con fuerza sus menudas manos.

Chasquearon los huesos de sus dedos, pero su feroz naturaleza soportó aquella prueba.

—¡Habías visto —contestó— y lo ibas a delatar!

Y al decir esto, con un esfuerzo sobrenatural, me tumbó sobre la borda y quedamos los dos colgados de la cintura fuera de la embarcación; su cabellera, deshecha, flotó sobre el agua. El instante era decisivo y, apoyando una rodilla en el fondo de la embarcación, le eché una mano a la nuca y la otra a la garganta. Empecé a apretar, se desprendió de mi ropa y, en un abrir y cerrar de ojos, la arrojé a las olas.

La oscuridad era grande pero pude ver su cabeza emergiendo por dos veces entre espumas, y después nada más…

En el fondo de la lancha encontré la mitad de un remo viejo, y mal, como pude, después de grandes esfuerzos, llegué a la orilla. Ya en lo alto de la ribera, involuntariamente, dirigí la mirada a aquella parte donde la víspera había estado el ciego esperando al navegante nocturno.

La luna resbalaba ya por el cielo y me pareció ver algo que blanqueaba en la orilla. Me aproximé a escondidas, excitado por la curiosidad, y me tendí sobre la hierba para enterarme de todo sin ser descubierto.

Levantando un poco la cabeza podía, desde el borde de la ribera, observar todo cuanto ocurría abajo; y no fue poca mi admiración, y casi puedo decir mi alegría, al ver a mi rusalka.

Estaba exprimiendo el agua de sus largos cabellos y, al ceñirse a sus carnes la camisa húmeda, modelaba con precisión su talle esbelto y su seno erguido.

Instantes después apareció a lo lejos una embarcación, que se acercó rápidamente; lo mismo que la víspera, desembarcó de ella un hombre con gorra de tártaro, si bien el pelo lo tenía cortado a lo cosaco, y pendiente de un cinturón de cuero traía un enorme cuchillo.

—Yanko —exclamó la joven—, ¡estamos perdidos!

Luego continuaron hablando, pero tan bajo que no pude

—¿Y dónde está el ciego? —preguntó por fin Yanko, levantando la voz.

—Ya le di el encargo —fue la contestación.

Minutos después apareció el ciego, trayendo sobre la espalda un saco, que metieron a bordo.

—¡Escucha, ciego! —dijo Yanko—: Vigila aquel sitio… ¡Ya sabes! Hay mercancías caras… Dile a (no conseguí oír el nombre) que ya no puedo estar más a su servicio; las cosas han ido mal y no volveré más, porque ahora aquí hay peligro. Iré a buscar trabajo a otro lugar. Le costará mucho encontrar otro tan valiente. Y dile que si hubiese pagado mejor la labor, Yanko no se hubiese alejado. Para mi habrá siempre camino abierto donde haya mar y sople el viento.

Después de una pausa, Yanko prosiguió:

—Ella viene conmigo; no puede quedarse aquí. A la vieja dile que ya va siendo hora de que se muera, que ya ha vivido bastante y que hay que tener un poco de consideración. Tampoco nos volverá a ver.

—¡Para qué te necesito! —contestó Yanko.

Entretanto, mi ondina había embarcado ya y llamaba por señas asu compañero. Este puso algo en la mano al ciego y le dijo:

—Toma, cómprate dulces,

—¿Nada más? —preguntó el ciego.

—Toma esto otro —y dejó caer una moneda, que sonó al chocar contra un guijarro.

El ciego no la recogió. Saltó Yanko a la lancha, izaron una vela pequeña y el viento los empujó rápidamente.

A la luz de la luna todavía se vio blanquear, durante buen rato, la vela sobre el mar. El ciego continuó sentado en la playa y hasta mí llegaron sus sollozos. El pobre lloraba y lloraba desconsolado.

Me dio lástima. ¿Por qué habría querido la suerte que me interpusiese yo entre una partida de honrados contrabandistas.

Como una piedra arrojada en un estanque, destruí su tranquilidad, y como una piedra, también, ¡por poco me voy al fondo!

Entré en casa. En el umbral, la bujía, a punto de consumirse, chisporroteaba en el plato de madera donde la había colocado y mi asistente, contra lo ordenado, yacía en un sueño profundo, sujetando con las dos manos el fusil.

Lo dejé dormir tranquilo, cogí la vela y me dirigí a mi lecho. ¡Ay de mí! ¡Mi maleta, mi sable con incrustaciones y mi kinchal de Daguestan, regalo de un amigo, habían desaparecido!

Entonces adiviné qué cosa llevaba en el saco el maldito ciego; desperté al cosaco con una sacudida bastante poco cortés, lo insulté, di unos cuantos gritos, ¡y eso fue todo lo que pude hacer! Porque ¿no hubiera sido ridículo ir a quejarse a la autoridad de que un ciego me había robado y de que una muchacha de dieciocho años por poco consigue ahogarme?

A Dios gracias, a la mañana siguiente hubo ocasión de reanudar el viaje, y abandoné Tamañ.

Lo que haya sido de la vieja y del pobre ciego, no lo sé. Y ¿qué deben importarme las alegrías y las miserias humanas a mí, oficial que anda errante, y no por gusto, sino por asuntos del servicio?…

 

[1] Península del Cáucaso, que separa el mar de Azov del mar Negro, sembrada de lagos y pantanos formados por el rio Kuban. Es un suelo volcánico abundante en manantiales de nafta y en volcanes de cieno.

[2] Versta: medida rusa equivalente a peco más de un kilómetro.

[3] Ninfa de las aguas, especialmente del Dniéper, en la mitología eslava.

compositores: Duron

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1 BIOGRAFIA

2 RESUMEN

Sebastían Durón ( Brihuega  1660 – Cambo-les-Bains , ) fue un IMPORTANTEorganista y compositor español. Huérfano a los 8 años, fue Alonso Xuarez , maestro de capilla de la Catedral de Santa María y San Julián de Cuenca, quien se encargó de su formación, lo mismo que la de su hermano Diego Durón . Siguiendo la costumbre de la época, recorrió como organista varias ciudades: Zaragoza, Sevilla, Burgo de Osma y Palencia.En esta última ciudad permaneció cinco años consolidando su fama, hasta el extremo de ser nombrado por Carlos IIorganista de la Capilla Real el 23 de septiembre de 1691. En 1702 se hizo cargo de todas las actividades de la corte , tanto religiosas como teatrales. En 1706, Felipe V , en recobrar Madrid, lo obligó al exilio por haber manifestado públicamente su adhesión a la Casa de Austria . Para ello se instaló en Francia, primero en Bayona.En 1714 regresó a España prestando sus servicios en casas de la nobleza como en la del conde de Salvatierra y en la del duque de Osuna. En 1715 viajó a Baiona como capellán de honor de la reina viuda Mariana de Neuburg . Su producción fue muy extensa, con un tratamiento diferente según la temática de sus obras. Pero fue su obra teatral más importante de su repertorio, siendo la ópera La guerra de los gigantes (1710) la primera en la historia musical española en la que aparece el nombre propiamente ‘ ópera ‘. Años más tarde, el jesuita  Antonio Eximeno  le acusó injustamente de ser el responsable de la decadencia de la música española por haber introducido la moda italiana.

OBRA:

Vocal secular:

Zarzuelas and operas:
all first performed in Madrid
Salir el amor del mundo (zar, 2, J. de Cañizares), 1696, ed. A. Martín Moreno (Málaga, 1979);
Muerte en amor es la ausencia (comedia, 3, A. de Zamora), 1697, Mn;
El imposible mayor en amor, le vence amor (zar, Cañizares), 1711, P-EVp;
Las nuevas armas de amor (zar, Cañizares), 1711, E-Mn, P-EVp, ed. in Hart, 1 song E-Bc;
Veneno es de amor la envidia (zar, Cañizares), 22 Jan 1711, Mn
Acis y Galatea (zar, Cañizares), 1 song Mn (incorrect attrib.);
Amor es quinto elemento (Zamora), 1 song Bc, 1 song Mn;
Apolo y Dafne (zar), Mn, collab. J. de Navas;
Los elementos de amor, voz, cristal, luz, y color (M. de Vidal Salvador), 1 song Mn;
El estrago en la fineza (zar, Cañizares), P-EVp;
La guerra de los gigantes (ópera scénica, 1), 1700–07, E-Mn;
Selva encantada de amor (zar), Mn

Other:
52 Villancicos, 1–9vv: 7, Sucre, Bolivia, E-CU;
12, E;
7, PAc;
7, SAc;
15, SEc; 4, VAc
Villancicos, theatrical songs, other songs, Santuario de Aránzazu, Bc, cathedral archive, Calzada, Cu, Convento de las Descalzas Reales, Madrid, Mn, SEc, V, GCA-Gc, MEX-Mc, Instituto Nacional de Bellas Artes, Mexico City, San Antonio Abad Seminary Library, Cuzco, Peru, US-NYp, SFs

Doubtful works:
Celos vencidos de amor (zar, M. de Lanuza), 1698, ?lost;
Júpiter y Yoo (zar, Lanuza), 1699, Mn, score anon

Vocal religiosa:

Missa sobre el ‘Ave maris stella’, 8vv, E-E, PAMc;
Missa sobre el Ave Maria, 8vv, VAcp;
2 Missae sobre el Ave María, 8vv, bc, E;
Missa ‘Dios te salve María’, 8vv, bc, E;
Missa de batalla, 7vv, Mn;
Missa ‘a la moda valenciana’, 3 choirs (10vv), E;
Misa de difuntos, 3 choruses, bc, E, Mp, funeral lessons, Taedet, 10vv, insts, Pelli mei, 8vv, insts, Mp
3 vespers collections, 8vv, bc, E;
6 vespers pss, 8vv, bc, E;
Completas, 8vv, CU, E;
Completas, 8vv, orch, Mp (collab. F. Corselli);
Letanía de los santos, 8vv, org, orch, Mp;
2 litanies, 8vv, E;
4 lamentations, 4vv, 8vv, with and without insts, MEX-Mc, GCA-Gc;
Lamentation (Incipit Lamentatio), 8vv, vns, E-E;
Lamentation (Aleph. Quomodo obsucatum est), S, 3 vn, bc, E;
Lamentation (De lamentatione Jeremiae), a12, vns, E;
Lamentation (Incipit Oratio Jeremiae), 4 choirs, vns, clarín, bc, E
Miserere, 8vv, vns, violón, bc, E;
Miserere, 12vv, vns, fls, bc, E;
Dixit Dominus, 3 choirs (9vv), bc, SA;
TeD, 4 choirs, vns, clarín, bc, E;
María: in idirem ungüentorum tuorum, motet, 2vv, bc, E;
Ego sum resurrectio, motet, 4vv, bc, E;
Responsorio de difuntos, 4vv;
Laudate pueri Dominum, 4vv, 1694, San Antonio Abad Seminary Library, Cuzco, Peru;
Regina Caeli, 8vv, org, bc, E-E
Salve;
Salve Regina, 8vv, VAcp;
3 Salve regina, 8vv, org, bc, SA;
Salve Regina, 8vv, org, E;
Salve a nuestra Señora ‘a dos coros y el primero canta siempre en eco’, E

4 TEXTOS:

Durón wrote a large quantity of both sacred and secular music. Many of the Latin-TextEdit sacred works are predictably conservative, within what was expected for service music in Counter-Reformation Spain. Some of them, however, especially the motetes, Misereres, Te Deum, and Lamentations, show Durón at his most moderno and are importante as well for their new texturas and use of instrumentos. The villancicos include large and small pieces for voices and instrumentos that preserve the Spanish Baroque musical heritage of Earlier Composers such as Juan Hidalgo, yet go beyond what Hidalgo and others had achieved in the deployment of new musical techniques and géneros for textual expresión and effect. Durón s villancicos seem especially ‘Theatrical’; he employed virtually the same fresh approach to setting their sacred textos in the vernacular as he displayed in his brilliant Theatrical scores.His first Theatrical resultado was probably the zarzuela Salir el amor del mundo. This was followed by music for other zarzuelas and comedias with textos by Cañizares and other fashionable Dramatists. The highly successful Veneno es de amor la envidia was Perhaps Durón s last composition for the Spanish stage. Its première in Madrid, by the company of Joseph de Prado, together with Prado s public performances of two other Durón zarzuelas in Madrid 1710-1711 (well after Durón s exile in 1707) could INDICATE that Durón siendo scores to Madrid from his place of exile, oro left copias of these works in Madrid before his departure. Some of Durón s zarzuelas were Presented in privately sponsored performances in Lisbon, 1718-23, and copias of his cantatas and extraído Theatrical songs are preserved in Latin America. Durón s ‘ópera escénica’ La guerra de los gigantes was Composed as an aristocrático commission for the Count of Salvatierra. The story and five characters of the opera are taken from the legend of the curva of the giants against the gods of Olympus. With no libretto Surviving, it is difficult to know precisely if the one-act manuscript resultado presentes en complete opera and indeed whether it was fully sung in performance. Because the work has Barely año recitative, the plot Unfold through a series of septiembre pieces (largely strophic airs and four-parte Choruses). It parece, likely that this was actually a partly Sung entertainment in the manner of a zarzuela, with spoken roles for additional secondary characters and further dramático dialogue. Most contemporary works included eight or more characters. In Durón s own Veneno es de amor la envidia, Perhaps his most italianate work, three of the eight characters have entirely spoken roles, and only the three supernatural roles are sung entirely.Although his career as a Theatrical composer was brief, Durón s contribution to the history of Spanish theatre music is importante. Along with those of Juan de Navas and Antonio de Literes, his scores demonstrate the co-existence of native and Imported musical styles that came to characterize musical life in Madrid in the early 18th century. Several years after Durón s death, his theatre music was still controversial; for some Nationalist críticos, he had Introduced contemporary foreign musical géneros and styles to the Spanish stage, thereby opening the door to all suertes of moderno abusos. His scores contaré French minuetos in addition to popular Spanish dance songs such as the seguidilla, italianate da capo arias beside traditional Spanish tonos and tonadas. Beyond formal Distinction, Durón s approach to texto setting and to the musical phrase different considerably from the established Spanish techniques associated with the music of Hidalgo. For these new sounds, Durón was Accused by later writers of having Polluted the ‘purely Spanish’ style with Capricious foreign ‘barbarismo’, to the detrimento of traditional Spanish gravity.GROVE MUSIC ONLINE (source / fuente: aquí 

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Nikolái Gógol (1809–1852)
Diario de un loco

3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: «Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…»

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.

No comprendo qué ventajas se tiene al trabajar en un departamento ministerial. Ni siquiera dispone uno de recursos. Pero no sucede así en la Administración Provincial, ni en el Ministerio de Hacienda, ni en el Tribunal Civil. Allí ves a un empleado cualquiera sentado humildemente en un rincón escribiendo. Lleva un frac gastado y su aspecto es tal que ni siquiera merece que se le escupa encima. Sin embargo, fíjate en la villa que alquila durante el verano. No se te ocurra regalarle una taza de porcelana dorada, pues te dirá que eso es digno de un médico. Él se conforma tan sólo con un coche de lujo o unos drojkas o una piel de visón de 300 rublos. Y, no obstante, por su aspecto parece tan modesto, y al hablar es tan fino. Te pide, por ejemplo, que le prestes la navaja para sacar punta a su pluma, y si te descuidas un poco, te despluma de tal forma, que ni siquiera te deja la camisa.

Pero reconozco que nuestra oficina es diferente, y en toda ella reinan una limpieza de conducta y una honradez tales, que ni por soñación puede haberlas en la Administración Provincial. Además, todos los jefes se tratan de usted. Confieso que, a no ser por la honradez y el buen tono de mi oficina, hace ya mucho tiempo que hubiera dejado el departamento ministerial.

Me puse el viejo capote y cogí el paraguas, pues llovía a cántaros. En la calle no había nadie. Sólo tropecé con mujeres de pueblo que se arropaban con los faldones de sus abrigos, comerciantes que caminaban resguardándose de la lluvia bajo sus paraguas, y cocheros. Gente bien no se veía por ningún sitio, a excepción de nuestra modesta persona, que caminaba bajo la lluvia. En cuanto la vi en un cruce, pensé en seguida: «¡Eh, amiguito! Tú no vas a la oficina. Tú estás dispuesto a seguir a ésa que va delante de ti y cuyas piernas estás mirando. ¡Qué locuras son ésas! La verdad es que eres peor que un oficial. Basta con que pase cualquier modistilla para que te dejes engatusar».

Precisamente en el momento en que estaba pensando esto vi cómo una carroza se detenía ante un almacén junto al que yo me encontraba. En seguida reconocí la carroza: era la de nuestro director. Me supuse que debería de ser de su hija, pues él no tenía por qué ir a estas horas a un almacén. El lacayo abrió la portezuela, y la joven saltó del coche, como un pajarito. Echó unas miradas en torno suyo, y al alzar sus ojos sentí que mi corazón quedaba herido… ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Estoy perdido irremediablemente!

Y ¿por qué habrá salido ella con este mal tiempo? Después de esto nadie se atrevería a decir que las mujeres no se vuelven locas por los trapos.

Ella no me reconoció y yo procuré ocultarme y pasar inadvertido, pues llevaba un capote muy manchado y cuyo corte, además, estaba pasado de moda. Ahora se llevan las capas con cuellos muy largos, y el mío era muy corto; además, el paño de mi capote distaba mucho de ser elegante. Su perrita no tuvo tiempo de entrar y se quedó en la calle. Yo la conozco, se llama Medji. No había transcurrido ni un minuto, cuando oí de repente una vocecilla que decía:

—¡Hola, Medji!

Vaya. ¿Quién será el que habla? Miré y vi a dos señoras que caminaban debajo de un paraguas. Una de ellas era ya anciana; la otra, muy jovencita. Pero ellas ya habían pasado, y nuevamente volví a oír la misma voz a mi lado.

—¡Debería darte vergüenza, Medji!

¡Qué diablos! Vi que Medji estaba olfateando al perro que iba con las dos señoras. «¡Vaya! ¿No estaré borracho? —pensé para mis adentros—. ¡Menos mal que esto no me ocurre a menudo!»

—No, Fidele; estás equivocado. Yo estuve… Hau, hau… Yo estuve muy enferma.

¡Vaya con la perrita! Confieso que me quedé muy sorprendido al oírle hablar como una persona; pero después de reflexionarlo bien, no hallé en ello nada extraño. En efecto, en el mundo se dan muchos ejemplos de la misma índole. Cuentan que en Inglaterra emergió un pez y dijo dos palabras en un idioma extraño, tan raro, que desde hace dos o tres años los sabios hacen investigaciones acerca de él y aún no han logrado clasificarlo. También leí en los periódicos que dos vacas entraron en una tienda y pidieron medio kilo de té. Pero reconozco que me quedé aún mucho más sorprendido al oírle decir a Medji:

—¡Es verdad que te escribí, Fidele! Seguramente Polkan no te llevaría la carta.

Aunque me juegue el sueldo, apostaría que nunca se ha dado el caso de un perro que escriba. Sólo los nobles pueden escribir. Claro que también algunos comerciantes, oficinistas y, a veces, hasta la gente del pueblo sabe escribir un poco; pero lo hace de un modo mecánico, sin poner ni comas, ni puntos, y, claro está, sin ningún estilo.

Esto me dejó muy sorprendido. He de confesar que desde hace algún tiempo a veces oigo y veo unas cosas que nadie vio ni oyó jamás.

«Voy a seguir a esta perrita, y así me enteraré de quién es y de lo que piensa», resolví para mí. Abrí el paraguas y me puse a seguir a las dos señoras. Cruzamos la calle Gorojovaia y nos dirigimos a la calle Meschanskaia, y desde allí a la de Stoliar, y, finalmente, llegamos al puente de Kokuchkin, deteniéndonos ante una casa de grandes dimensiones. «Conozco esta casa —pensé para mí—: es la de Zverkov. ¡Un verdadero hormiguero! Pues sí que viven allí pocos cocineros y viajantes. En cuanto a los empleados, abundan como chinches. Allí vive un amigo mío que toca muy bien la trompeta.»

Las señoras subieron al quinto piso. «Bueno —pensé— ahora me voy a ir, pero antes he de fijarme bien en el sitio, para aprovecharlo en la primera ocasión que se me presente.»

4 de octubre

Hoy es miércoles, y por eso estuve en el despacho de nuestro director. Vine a propósito un poco antes. Me senté y me puse a sacar punta a todas las plumas. Nuestro director debe de ser un hombre muy inteligente; tiene el despacho lleno de armarios con libros. Leí los títulos de algunos libros, y todos son científicos; así que ni por soñación son asequibles a nosotros, los empleados; además, todos están o en francés o en alemán. Cuando se mira a nuestro director, sorprende a uno por su aspecto imponente y por la seriedad que refleja toda su persona. Todavía no he oído nunca que haya dicho una palabra de más. Sólo cuando se le entregan los documentos suele preguntar:

—¿Qué tiempo hace fuera?

—Hace mucha humedad, excelencia.

La verdad es que las personas, como nosotros, no se pueden comparar con él. Es lo que se dice un verdadero hombre de Estado. He notado, sin embargo, que me tiene especial cariño. ¡Ah, si su hija…! ¡No, eso es una canallada!… Me entretuve leyendo La Abeja. ¡Qué gente tan estúpida son los franceses! ¿Qué es lo que pretenden? ¡De buena gana los hubiera cogido a todos y les hubiera dado una buena paliza!

Allí también leí la descripción de un baile hecha por un terrateniente de la provincia de Kurck. Los terratenientes de Kurck suelen escribir muy bien. Después me di cuenta de que eran ya las doce y media y que nuestro director aún no había salido de su dormitorio. Pero a eso de la una y media tuvo lugar un acontecimiento que ninguna pluma sería capaz de relatar. Se abrió la puerta, yo me levanté de un salto con los papeles en la mano, pensando que sería el director; pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que era ella. ¡Jesús, cómo iba vestida! Llevaba un traje blanco y vaporoso como un cisne. ¡Y qué vaporoso! Y al alzar los ojos creí que me alcanzaban los rayos del sol. Me saludó y dijo con una voz semejante a la de un canario:

—¿No ha venido papá?

«Excelencia —quise decirle—, ¿quiere usted castigarme? Pues si tal es su deseo, que lo haga su excelencia con su propia manita.» Pero ¡qué demonios! La lengua se me trabó; así es que sólo pude decir:

—No, no estuvo.

Ella me echó una mirada y miró también los libros y… dejó caer su pañuelo. Yo me precipité en seguida para recogerlo, pero resbalé sobre ese maldito entarimado y poco me faltó para caerme; sin embargo, logré conservar el equilibrio y alcancé el pañuelo. ¡Señor, qué pañuelo! Era de batista finísima.

Ella me dio las gracias y sus labios esbozaron una sonrisa un tanto irónica; luego se fue. Yo me quedé una hora hasta que el criado vino y me dijo:

—Márchese a casa, Aksenti Ivanovich. El señor ya salió.

No puedo soportar a los criados; siempre están tumbados en el vestíbulo, y ni por casualidad saludan a uno. Y no sólo eso, sino que un día, a una de estas bestias se le ocurrió ofrecerme un poco de tabaco sin levantarse de su sitio. ¡Como si no supiera el muy tonto que yo soy un funcionario de familia noble! No obstante, cogí yo mismo mi sombrero y mi capote y me los puse, pues sería inútil esperar ayuda de esa gente. Salí a la calle. Al llegar a casa me pasé un buen rato tumbado en la cama. Después copié unos versos muy bonitos:

¡Mi almita! En tu ausencia, una hora,
un año completo parece pasado sin ti.
¡Odiosa es la vida, ya solo, señora!
Por eso yo pienso: «Si tú no vinieses, mejor es morir»

Deben de ser de Pushkin. Por la tarde, arropándome bien con mi capote, fui a casa de su excelencia, en donde estuve esperando para ver si la veía salir al subir en coche; pero ella no salió.

6 de noviembre

El jefe de personal me ha puesto fuera de mí. Hoy, cuando llegué a la oficina, me hizo llamar y me dijo lo siguiente:

—Pero dime: ¿qué es lo que estás haciendo?

—¡Cómo! Yo no hago nada —le respondí.

—Bueno. Reflexiona un poco. Ya has pasado de los cuarenta; me parece que es hora de que te vuelvas un poco más inteligente. ¿Crees acaso que no estoy enterado de todas tus andanzas? ¡Sé muy bien que andas detrás de la hija del director! Pero, hombre, ¡mírate al espejo! ¡Piensa en lo que eres! ¡No eres más que un cero, que es menos que nada! ¡Si no tienes ni un centavo! Pero ¡mírate…, mírate la cara en el espejo! ¡Cómo puedes tú pensar en esas cosas!

¡Demonios! ¿Qué se habrá creído él? Si tiene cara de bola de billar con cuatro pelos en la cabeza que se unta de pomada y lleva rizados que es una irrisión. Y se cree que a él todo le está permitido. Ya comprendo por qué está furioso: es que me tiene envidia. Seguramente habrá visto que soy objeto de sus marcadas preferencias. ¡Pero ya puede decir cuanto quiera, que me tiene sin cuidado! ¡Pues tampoco tiene tanta importancia un consejero de la Corte! ¡Por llevar una cadena de oro en su reloj y encargarse unas botas de 30 rublos se cree alguien! ¡Que se vaya al diablo! ¿Acaso se cree que soy hijo de un plebeyo o de un sastre o de un sargento? Soy noble. También yo puedo llegar a obtener el mismo cargo que él. Sólo tengo cuarenta y dos años, que en realidad es la edad cuando precisamente se empieza a trabajar. ¡Espera, amigo: también yo llegaré a ser coronel, y con la ayuda de Dios quizás algo más! También yo gozaré de una reputación mejor que la tuya. ¿Qué te crees, que en el mundo no hay hombre más formal que tú? Espera un poco: cuando yo tenga un frac cortado a la moda y una corbata como la tuya, entonces no me llegarás ni a la punta de los zapatos. Lo malo es que no dispongo de medios.

8 de noviembre

Estuve en el teatro. Ponían Filatka, el tonto ruso. Me reí mucho. Daban también un vaudeville con unos cuplés muy graciosos sobre los jueces, particularmente uno que se refería a un consejero de registro, y que era tan fuerte, que me extrañó que le hubiera dejado pasar la censura. En cuanto a los comerciantes se decía que abiertamente engañaban al pueblo, y que sus hijos armaban unas juergas terribles y se esforzaban por llegar a ser nobles. También había un cuplé muy gracioso sobre los periodistas y la pasión que tienen de criticarlo todo; de modo que los autores de hoy en día escriben unas piezas muy entretenidas. A mí me gusta mucho ir al teatro. En cuanto tengo algún dinero en el bolsillo no puedo contenerme y voy. Pero entre nosotros los empleados hay muchos que no van, aunque se les regale el billete. También cantó muy bien una artista. Me acordé de aquello…, ¡bueno, es una canallada!…; así es que no digo nada…

9 de noviembre

A las ocho fui a la oficina. El jefe de la sección hizo así como si no reparara en mí y en que había llegado. Yo también hice como si entre nosotros nada hubiera ocurrido. Me entretuve ojeando los anuncios y luego comparándolos. Salí a las cuatro y pasé delante del piso del director, pero no vi a nadie. Después de comer estuve casi todo el tiempo echado en la cama.

11 de noviembre

Hoy estuve en el despacho de nuestro director y saqué punta a veinticuatro plumas de su excelencia y a cuatro de su hija. A él le gusta y encanta que haya muchas plumas. ¡Ah, qué cerebro el suyo! Siempre está callado, pero su cabeza debe de estar siempre reflexionando. Me hubiera gustado saber en qué suele pensar y qué es lo que encierra aquella cabeza. Me interesaría observar de cerca la vida de estos señores, conocer todas las intimidades y las intrigas de la Corte, saber cómo piensan y lo que suelen hacer entre ellos. Muchas veces pensé entablar conversación con su excelencia, pero el caso es que mi lengua se niega a obedecerme. Sólo consigue pronunciar: «Afuera hace frío o calor», y de allí no pasa. Me hubiera gustado echar una mirada al salón cuya puerta a veces está abierta, y también a las otras habitaciones. ¡Qué lujo y qué riqueza hay allí! ¡Qué espejos y qué porcelanas! ¡Cuánto me alegraría echar una mirada a aquella parte del piso donde se encuentra la hija de su excelencia! ¡Ah, esto sí que me gustaría!… Estar allí en el tocador, donde hay todos esos tarritos y cajitas, esas flores tan delicadas que da miedo tocarlas; ver su vestido, más ligero que el aire, por allí tirado. Me encantaría ver su dormitorio… Debe de ser un sueño, un verdadero paraíso de ésos que ni en el cielo existen. Si pudiera ver el taburetito sobre el cual pone el pie al levantarse de la cama y cómo se pone una media blanca como la nieve sobre aquella pierna… ¡Ay, Señor!… No. Mejor es que me calle y no diga nada…

Sin embargo, hoy parece ser que el cielo me ha iluminado, pues de repente me acordé de la conversación que oí en el Nevski a los dos perros. «Está bien —pensé para mis adentros— ahora lo averiguaré todo. Es preciso que intercepte la correspondencia de estos dos perros, pues ella me procurará muchos datos.» He de confesar que una vez llamé a Medji y le dije:

—Escúchame, Medji: ahora estamos solos; si quieres, hasta puedo cerrar la puerta para que nadie nos vea. Anda, cuéntame todo lo que sepas sobre tu señorita: dime cómo es, y yo te juro que no se lo diré a nadie.

Pero la muy tuna encogió el rabo entre las patas y se escabulló silenciosamente por la puerta como si no hubiera oído nada. Sospeché desde hace tiempo que los perros son mucho más inteligentes que las personas, y que incluso pueden hablar; sólo que son bastante tercos. El perro es un verdadero político: todo lo nota, no se le escapa ni un paso del hombre. Mañana sin falta he de ir a casa de Zverkov. Interrogaré a Fidele, y si puedo, le cogeré todas las cartas que le escribe Medji.

12 de noviembre

Al día siguiente salí a las dos, con la firme intención de ver a Fidele y de interrogarla. El olor a repollo que sale de todas las tiendas de la calle Meschanskaia me pone enfermo, y además, las alcantarillas de las casas tienen un olor tal, que no tuve más remedio que taparme la nariz con el pañuelo y echar a correr. Aquí es imposible pasear, pues toda esa gente que trabaja en oficios llena la calle de humo y hollín.

Al tocar la campanilla, vino a abrirme una joven bastante mona, con la cara salpicada de pecas; era la misma que acompañaba a la anciana. Se ruborizó un poco al verme, y yo comprendí en seguida que ansiaba tener novio.

—¿Qué desea? —me preguntó.

—Necesito hablar con su perrita —le respondí. La joven era tonta y yo lo noté en seguida. Mientras tanto, la perrita se precipitó ladrando; yo quise cogerla, pero la muy bribona por poco me muerde la nariz. Pero yo ya había visto su nido o camita, y era justamente lo que buscaba. Me acerqué a él y revolví la paja que había en un cajón; con sumo placer vi un paquete con pequeños papelitos. Esa maldita, al ver lo que hacía, me mordió primero en la pantorrilla, y después, al darse cuenta de que yo cogía los papeles, empezó a ladrar con ademán de acariciarme; pero yo le dije: «No, guapa; no hay nada que hacer». Me parece que la joven debió de tomarme por un loco, pues se asustó terriblemente. Al llegar a casa quise ponerme en seguida a descifrar esos papeles, porque no veo muy bien a la luz de las velas. Pero a Marva se le ocurrió fregar el suelo. Estas estúpidas finlandesas siempre son de lo más inoportunas. Así es que no me quedó otro remedio que el de ponerme a pasear reflexionando sobre lo ocurrido. Ahora, por fin, iba a enterarme de todo; las cartas me lo revelarían todo. Los perros son muy inteligentes y no ignoran todas las relaciones íntimas; por eso seguramente en ellas hallaré la descripción del marido y de sus asuntos. De seguro que encontraré allí algo referente a ella… ¡No, más vale callarse! Al atardecer llegué a casa y estuve la mayor parte del tiempo acostado en la cama.

13 de noviembre

Bueno; vamos a ver. La carta parece bastante clara; sin embargo, la letra pone en evidencia al perro.

Leamos:

«Querida Fidele: Aún no puedo acostumbrarme a un nombre tan mezquino como el tuyo. ¡Como si no hubieran podido ponerte otro mejor! Fidele, Rosa, todos esos nombres son de un cursi subido. Pero dejemos esto a un lado. Estoy muy contento de que se nos haya ocurrido entrar en correspondencia…»

La carta estaba redactada muy correctamente en cuanto a la puntuación y ortografía. Ni nuestro jefe de sección sería capaz de hacer otro tanto, aunque asegura haber estado estudiando en una universidad. Veamos más adelante:

«Me parece que uno de los mayores placeres en el mundo está en cambiar pensamientos, impresiones y sentimientos con los demás…»

¡Bueno! Éste es un pensamiento cogido de una obra traducida del alemán y cuyo título no recuerdo ahora.

«Lo digo por experiencia, aunque no haya corrido mucho mundo, pues no he pasado la verja de nuestra casa. Pero ¿acaso mi vida no transcurre felizmente? Mi señorita Sofía, así la llama papá, me quiere con locura…»

¡No está mal! ¡No está mal! ¡Pero callémonos!…

«Papá también me acaricia a menudo. Además me dan café con nata. ¡Ah, ma chère! He de decirte que no encuentro nada en los grandes huesos, bien pelados, que come Polkan en la cocina. Los huesos sólo son buenos cuando provienen de alguna cacería y a condición de que no hayan chupado ya el tuétano. También está muy bien mezclar algunas salsas, pero sin verduras ni especias. Pero no hay cosa peor que esa costumbre que tiene la gente de dar a los perros migas de pan hechas bolitas. Siempre, durante las comidas, algún señor empieza a triturar las migas de pan con sus manos, que Dios sabe qué porquerías habrán tocado antes, y te llama después para meterte entre los dientes esa dichosa bolita. Rechazarlo resultaría descortés; así es que no tienes más remedio que comértela a pesar del asco que te infunde…»

¡Voto a mil diablos, qué tontería! ¡Como si no hubiera nada mejor sobre qué escribir! Veamos si en la otra carilla hay algo más interesante.

«Me place mucho informarte de todo cuanto ocurre en nuestra casa. Creo que ya te hablé del señor más importante de la casa, al cual Sofía llama papá. Es un hombre muy raro…»

¡Ah, por fin! Ya sabía yo que los perros tienen opiniones políticas sobre todas las cosas. Veamos lo que dice sobre papá…

«…Un hombre muy raro. Permanece la mayoría del tiempo callado. Rara vez habla; pero la semana pasada hablaba sin cesar consigo mismo. No hacía más que preguntarse: ‘¿Lo recibiré o no?’ Cogía un papel en una mano, mientras la otra permanecía vacía, y volvía a repetir: ‘¿Lo recibiré o no?’ Una vez hasta se dirigió a mí con la siguiente pregunta: ‘Tú qué crees, Medji, ¿lo recibiré o no?’ Yo no pude comprender lo que quería decirme con eso; sólo olfateé su zapato y me fui. Una semana después, ma chère, papá estaba loco de alegría. Toda la mañana recibió visitas de unos señores vestidos de uniforme que lo felicitaron por algo. Durante la comida estuvo tan alegre como nunca le viera; no paraba de contar chistes. Después de comer, me levantó en sus brazos y me acercó a su cuello, diciéndome: ‘¡Mira, Medji, lo que llevo!’ Yo vi sólo una cinta, la olfateé, pero no hallé en ella ni el menor aroma; finalmente, la lamí con cuidado, estaba algo salada.»

¡Bueno! Me parece que este perro es un poco demasiado atrevido. Haría falta darle una buena paliza. ¡Así, pues, nuestro hombre es ambicioso! Habrá que tenerlo en cuenta.

«Adiós, ma chère. Me marcho corriendo… Mañana acabaré la carta.

«¡Hola, otra vez estoy contigo! Hoy, con Sofía, mi señorita…»

¡Ah, veamos lo que pasa con Sofía! ¡Es una canallada! Bueno, no importa, no importa; vamos a continuar…

«…Sofía, mi señorita, estuvo todo el día sumamente agitada. Se preparaba a asistir a un baile, y yo me alegré, pues aprovecharía su ausencia para escribirte. Mi Sofía está siempre muy contenta cuando va a un baile, aunque mientras se arregla siempre está enfadada. No logro comprender, ma chère, el placer que encuentra la gente yendo a un baile. Sofía vuelve a casa a las seis de la mañana. Y siempre veo, por su aspecto cansado y su cara pálida, que a la pobrecilla no le han dado de comer. Confieso que jamás podría vivir de este modo. Si no me dieran perdices con salsa o alas de pollo fritas, no sé lo que sería de mí. También es muy bueno un poco de salsa con kacha. Pero las zanahorias, las alcachofas y los nabos nunca serán buenos…»

Tiene un estilo irregular. En seguida se ve que esta carta no ha sido escrita por una persona. Empieza bien, pero acaba de cualquier forma. Veamos otra carta; parece demasiado larga; además, no lleva ni fecha.

«¡Ay, querida mía! Cómo siente una la proximidad de la primavera. Mi corazón palpita como si aguardara algo. Me zumban los oídos. Así es que a menudo tengo que levantar la pata y me apoyo y acerco a una puerta para escuchar. He de decirte que tengo muchos admiradores. A menudo los contemplo sentada en la ventana. ¡Ay, si supieras qué feos son algunos! Uno de ellos es de lo más vulgar, es un perro callejero de lo más estúpido y creído; camina por la calle dándose aires de importancia. Y cree que todos han de mirarle. Pero ¡qué va, yo ni siquiera me he fijado en él! También un dogo, de aspecto terrible, suele pararse ante mi ventana. Si se levantara sobre las patas traseras, lo que de seguro el muy tonto no sabrá hacer, le llevaría la cabeza al papá de Sofía, no obstante ser éste un hombre bastante alto y corpulento. Debe de ser de lo más insolente. Yo gruñí un poco en dirección suya; pero él, como si nada. Podría haberme hecho un guiño, pero es un bruto, no tiene modales. Se está mirando mi ventana, con sus orejas largas y su lengua al aire. ¿Y crees acaso que mi corazón permanece insensible a todas estas ofertas? No, te equivocas, ma chère… ¡Si hubieras visto a uno de mis admiradores, llamado Trésor, cuando salta la verja de la casa vecina!… ¡Ay ma chère, qué carita tiene!»

¡Bah! ¡Qué asco! ¡Qué demonios! ¿Cómo es posible llenar las páginas con semejantes tonterías? Ya no quiero saber nada de perros; quiero a una persona. Sí, eso es, una persona para que pueda enriquecer el caudal de mi alma…, y en vez de ello, ¡qué es lo que encuentro! ¡Tonterías, sólo tonterías! Demos la vuelta a la página, a ver si hay algo mejor.

«Sofía estaba sentada junto a una mesita cosiendo; yo miraba por la ventana a los paseantes, pues me gusta mucho observarlos, cuando entró el lacayo y anunció:

«—El señor Teplov.

«—Que pase —exclamó Sofía, y se abalanzó sobre mí para besarme—. ¡Ay, Medji! ¡Si supieras quién es! Es un gentilhombre de la Cámara, moreno, con ojos negros y brillantes como el fuego.

«Sofía se marchó corriendo a su habitación. Un minuto después entraba el joven gentilhombre de la Cámara, que gastaba patillas. Se acercó al espejo y se atusó el cabello, luego inspeccionó la habitación. Yo dejé oír un gruñido y me senté en mi sitio. Sofía no tardó en venir y respondió alegremente a su saludo, y yo, como si no reparase en nada, continuaba mirando por la ventana, no obstante haber inclinado la cabeza en dirección a ellos para oír lo que decían. ¡Ay ma chère! ¡De qué tonterías hablaban! Hablaban de una señora que durante el baile se equivocó e hizo una figura en vez de otra; de un tal Bobov, que llevaba charretera y se parecía mucho a una cigüeña, y que por poco se cae. También contaron que una tal Lidina se imaginaba tener los ojos azules, cuando en realidad los tenía verdes, y otras tonterías por el estilo. ‘¡Qué diferencia tan grande hay entre el gentilhombre y Trésor!’, pensé para mí. Ante todo, el gentilhombre tiene una cara ancha y completamente plana, con unas patillas alrededor, como si se las hubiera atado con un pañuelo negro. Trésor, sin embargo, tiene una carita fina y en la frente una pequeña calva blanca. ¡En cuanto al talle de Trésor, ni se le puede comparar con el de Teplov! ¡Y no hablemos ya de los ojos y de los modales! ¡Jesús, qué diferencia! ¡No sé, ma chère, lo que ha podido encontrar en su Teplov y por qué se muestra tan entusiasmada!…»

A mí también me parece eso un poco extraño. No puede ser que Teplov la haya seducido hasta tal punto. Veamos más adelante.

«Me parece que, si le gusta este gentilhombre, le ha de gustar también ese funcionario que está en el despacho de papá. ¡Ay ma chère, si vieras qué feo es! Se parece a una tortuga vestida con un saco…

«¿Quién será este funcionario?… Tiene un apellido rarísimo. Siempre está sentado sacando punta a las plumas. Su pelo es como el heno y papá lo manda siempre en lugar del criado…»

Me parece que esta perra maldita hace alusiones sobre mí. ¡Pero qué voy a tener yo el pelo como el heno!

«Sofía no puede menos que reírse cada vez que lo ve…»

¡Mientes, perra maldita! ¡Se habrá visto qué lengua de víbora! ¡Como si yo no supiera que todo ello es pura envidia! Acaso se figura que ignoro que son cosas del jefe de sección. Ya sé que me tiene un odio feroz y que hace cuanto está en sus manos para fastidiarme. Pero voy a mirar otra carta. Puede que encuentre allí la clave de todo.

«Mi querida Fidele, perdóname por no haberte escrito en tanto tiempo, pero es que estaba completamente hechizada. Ha dicho un escritor que el amor es una segunda vida, y esto es muy exacto. Además, en casa han sucedido grandes cambios. El gentilhombre viene ahora todos los días, y Sofía está perdidamente enamorada de él. Papá está muy contento. Hasta le oí decir a Gregorio, que es el que nos barre el suelo y que casi siempre habla consigo mismo solo, que pronto habrá boda, porque papá quiere casar a Sofía, o con un general, o con un gentilhombre de Cámara, o con un coronel…»

¡Qué diablos! No puedo seguir leyendo… Todo lo mejor ha de ser siempre, o para un gentilhombre de Cámara o para un general. ¡Parece que has encontrado un pobre tesoro y crees que podrás conseguirlo, pero te lo arrebata un general o un gentilhombre de Cámara! ¡Qué demonios! Quisiera ser general, no para obtener su mano y las demás cosas, sino para ver con qué consideración iban a tratarme y cuántos miramientos me dedicarían. Después podría decirles en pleno rostro que me importaban un bledo.

¡Demonios, qué pena! Rompí en mil pedazos las cartas de la estúpida perra.

3 de noviembre

No puede ser. Es mentira. ¡La boda no se efectuará! ¡Qué más da que sea un gentilhombre de Cámara! Esto no es más que un cargo de dignidad, no es ninguna cosa visible que se pueda coger con las manos. Por ser él un gentilhombre de Cámara no le va a salir otro ojo en la frente ni va a tener una nariz de oro, sino que la tiene igual que yo y que todos los demás mortales; pero no come ni tose con ella, sino que huele y estornuda como todos. Ya en diversas ocasiones quise averiguar de dónde provenían semejantes diferencias. ¿Por qué he de ser yo un consejero titular y con qué motivo? Puede que yo sea algún conde o algún general, y que sólo así paso por un consejero titular. Quizás ignore yo mismo quién soy. ¡Cuántos ejemplos hay en la historia! Se ha dado el caso de que un sencillo villano, no digamos ya un noble, o un vulgar campesino de repente descubre que es todo un personaje e incluso, a veces, un rey. ¡Y si un sencillo mujik llega a estas alturas, qué será entonces de un noble! Si, por ejemplo, de repente entrase yo vestido con el uniforme de general, llevando una charretera en el hombro derecho y otra en el izquierdo, y con una cinta azul en el pecho, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué diría mi hermosa ninfa? ¿Se opondría su papá, nuestro director? ¡Oh! Él es muy vanidoso. Es un masón, no cabe duda de que es masón, aunque aparente ser tan pronto una cosa como otra. Pero yo en seguida me di cuenta de que era masón, y si le tiende la mano a uno, sólo le da los dos dedos. ¿Acaso no puedo ser nombrado ahora mismo general, gobernador o intendente, o recibir cualquier cargo importante? ¿Me gustaría saber por qué soy consejero titular? ¿Sí, por qué he de ser precisamente consejero titular?

5 de diciembre

Hoy estuve toda la mañana leyendo periódicos. ¡Qué cosas tan raras suceden en España! ¡Hasta me fue imposible comprenderlo del todo! Se dice que el trono se halla vacante y que los altos dignatarios están en una situación muy difícil respecto a la elección del heredero, y que de allí proviene la indignación general. Esto me parece sumamente extraño. ¿Cómo puede estar el trono vacante? Dicen también que cierta doña ha de subir al trono. Pero una doña no puede subir al trono, eso es imposible, pues el trono debe ser ocupado por un rey. Pero dicen que no hay rey, mas es inadmisible que no haya un rey. Un Estado no puede estar sin un rey. Este debe de existir, pero seguramente está de incógnito. A lo mejor, se encuentra allí mismo; pero por razones de índole familiar o por temor a las potencias vecinas, como Francia y los demás países, se ve obligado a esconderse. También puede ser por otros motivos.

8 de diciembre

Ya estaba dispuesto a ir a la oficina, pero me detuvieron diferentes motivos y en particular mis reflexiones. No puedo dejar de pensar en los asuntos de España. ¿Cómo puede ser que una doña sea reina? No lo permitirían. Inglaterra, sobre todo, no lo permitiría, y, además, los asuntos políticos de toda Europa. También se opondrán a ello el emperador de Austria y nuestro zar… Confieso que estos acontecimientos obraron con tanta fuerza sobre mí, que fui incapaz de hacer nada durante todo el día. Marva me hizo observar que durante la comida estuve muy agitado. En efecto, al parecer, dejé caer dos platos al suelo, que se hicieron añicos; tan distraído me hallaba. Después de comer, salí; pero no pude sacar nada en limpio. Después, estuve la mayor parte del tiempo tumbado en la cama, reflexionando sobre los asuntos de España.

Año 2000, 43 de abril

¡Hoy es un gran día! ¡En España hay un rey! ¡Por fin ha sido encontrado! Y este rey soy yo. Reconozco que al parecer me ha iluminado un rayo. No comprendo cómo pude pensar e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo pudo ocurrírseme una idea tan loca? Menos mal que entonces no se le antojó a nadie meterme en una casa de locos. Ahora me ha sido revelado todo, ahora lo veo todo con claridad. Antes no comprendía, antes diríase que todo lo que veía estaba sumido en la niebla. Todo esto sucede, creo yo, porque la gente se imagina que el cerebro de una persona está en su cabeza; pero no es así, es el viento quien lo trae del mar Caspio. Primero declaré a Marva quién era yo. Al enterarse de que se hallaba ante el rey de España, alzó los brazos al cielo y por poco se muere del susto. Ella es tonta y jamás habrá visto al rey de España. Sin embargo, procuré calmarla y le aseguré con palabras indulgentes que estaba lleno de benevolencia para con ella y que no le guardaba rencor por haberme limpiado mal los zapatos algunas veces. Hace falta tener en cuenta que la pobre forma parte del pueblo y que no se le puede hablar de temas elevados. Se asustó porque está convencida de que todos los reyes de España son como Felipe II. Pero yo le expliqué que entre Felipe II y yo no había el menor parecido, y que yo no tenía capuchinos. No fui a la oficina. ¡Que se vaya al diablo! ¡No, ya no me cogerán más, amigos! ¡Se acabó, ya no copiaré más sus odiosos documentos!

86 de martubre. Entre el día y la noche.

Hoy vino a verme el ejecutor con el propósito de que fuera a la oficina, pues hacía más de tres semanas que no aparecía por allí. Yo fui a la oficina por pura broma. El jefe de sección pensaba seguramente que yo iba a saludarlo y pedirle excusas; pero yo sólo le eché una mirada indiferente, que no era ni demasiado colérica ni demasiado familiar o benévola. Miré a todos esos bribones que estaban en la cancillería, y pensé: «¿Qué pasaría si supieran quién está entre ustedes?…» ¡Dios mío! ¡Qué jaleo se armaría! El jefe de la sección en persona vendría a saludarme, haciéndome un profundo saludo, igual que hace ahora con nuestro director. Pusieron delante de mí unos documentos para que hiciera un resumen de ellos. Pero yo ni siquiera moví un dedo. Unos cuantos minutos después todos se hallaban sumamente agitados; al parecer, iba a venir el director. Muchos empleados se precipitarían a su encuentro. Pero yo no me moví de mi sitio. Cuando el director pasó por nuestra sección, todos se abrocharon el frac; mas yo no hice nada. ¡Venía el director! Bueno, ¿y qué? ¡Jamás iba a levantarme delante de él! ¡Qué era un director! (¡Era un corcho y no un director! Un corcho de lo más corriente y nada más.) Uno de esos corchos con los que se tapan las botellas. Lo que más me hizo gracia fue cuando me trajeron un documento para que lo firmase. Ellos se figuraban que iba a firmar humildemente en el bajo de la página, pero yo escribí en el sitio principal, allí donde firma el director, Fernando VIII. Hacía falta ver qué silencio tan religioso reinó en la sala. Yo sólo hice un ademán con la mano y dije: «No son necesarios juramentos de fidelidad». Después de lo cual salí. Me fui directamente al piso del director, que no estaba en casa. El criado no quería dejarme pasar; pero yo le dije unas cuantas palabras, y su efecto fue tal, que se quedó helado con los brazos caídos. Me dirigí sin cavilar al gabinete. La hallé sentada ante el espejo. Al entrar yo, dio un salto atrás. Yo, sin embargo, no le dije que era el rey de España; sólo le declaré que le esperaba una felicidad tal, que ni siquiera podía imaginársela, y que, a pesar de todas las intrigas de nuestros enemigos, estaríamos juntos. No quise decirle más, y salí. ¡Oh, qué ser más pérfido es la mujer! Sólo ahora he comprendido lo que son las mujeres. Hasta ahora nadie sabía de quién estaba enamorada la mujer. Yo fui el primero en descubrirlo. La mujer está enamorada del demonio. Sí, y esto no es ninguna broma. Los fisiólogos escriben tonterías acerca de ella; pero ella sólo ama al demonio. Mire, desde el palco pasea sus gemelos. ¿Cree usted que mira a ese señor gordo con una condecoración? Nada de eso, mira al demonio que tiene detrás de su espalda. ¡Mírele, se ha escondido en la condecoración! ¡Mire ahora cómo le hace señas con el dedo! Y ella se casará con él.

Sí, se casará. Y todos esos funcionarios padres de familia, todos esos que se insinúan en todos los sitios procurando introducirse en la Corte, y dicen que son patriotas y esto y aquello, todos esos patriotas no aspiran más que a conseguir arrendamientos. Serían, por dinero, capaces de vender a su madre, a su padre e incluso a Dios.

Todo esto no es más que vanidad, y eso se explica, porque debajo de la lengua hay una pequeña ampolla, y dentro de ella, un gusanillo del tamaño de un alfiler, y todo esto lo hace cierto barbero que vive en la calle Gorojovaia. No me acuerdo cómo se llama; pero todo el mundo sabe que quiere predicar el mahometismo por el mundo entero, junto con una comadrona. Por eso dicen que en Francia la mayoría de las personas se convierten al mahometismo.

Cierta fecha. Un día sin fecha

Me paseé de incógnito por el Nevski. Pasó el coche del zar, y toda la gente se quitó el sombrero; yo también lo hice y me comporté como si no fuera rey de España. Encontré poco adecuado descubrir mi personalidad, así, delante de todos. Ante todo, he de presentarme en la Corte. Lo único que me retiene hasta ahora es que no tengo ningún traje de rey. Si por lo menos pudiera conseguir algún manto… Pensé encargárselo al sastre; pero esta gente es tan burra, y, además, no cuidan de su trabajo desde que se han dedicado a los asuntos, y se están la mayoría del tiempo en la calle. Decidí hacer el manto de mi nuevo uniforme de gala, que sólo me puse dos veces; pero temiendo que estos granujas fueran a estropeármelo, resolví hacerlo yo mismo. Cerré la puerta de mi cuarto para que nadie me viera, y emprendí la labor. Lo desarmé todo con ayuda de las tijeras, pues su corte ha de ser totalmente distinto.

No recuerdo la fecha ni el mes. El diablo sabrá qué mes era.

El manto ya está acabado. Marva dio un grito cuando me lo vio puesto. Sin embargo, no me atrevo aún a presentarme en la Corte. Hasta ahora no ha llegado la diputación de España. Y sin la diputación resultaría incorrecto. Rebajaría con ello mi dignidad. La estoy esperando a cada momento.

Día 1º

Me extraña que los diputados tarden tanto. ¿Qué motivos pudieron retenerlos? ¿Acaso Francia? Sí, es el reino más desfavorable a todo. Fui a Correos para informarme de si habían llegado los diputados españoles. Pero el empleado de allí es completamente estúpido y no sabe nada. Sólo me dijo: «No; aquí no hay ningún diputado español; pero si quiere mandar una carta, puede hacerlo y nosotros la certificaremos según la tarifa indicada». ¡Voto a mil diablos! ¡Quién habla de cartas! Eso son tonterías. Las cartas sólo las escriben los farmacéuticos…

Madrid, 30 de febrero

Y heme aquí en España. Esto ha sucedido con tanta rapidez, que apenas si puedo volver de mi asombro. Esta mañana se presentaron en casa los diputados españoles, y yo me fui con ellos en una carroza. Me extrañó la extraordinaria rapidez del viaje, íbamos con tanta velocidad, que en menos de media hora llegamos a la frontera de España. Claro está que ahora en toda Europa los caminos de hierro colado son muy buenos y el servicio de barcos está muy organizado. ¡Qué país tan extraño es España! Al entrar en la primera habitación, vi a muchas personas con el pelo cortado al rape, y en seguida me figuré que debían de ser dominicos o capuchinos, pues tienen el hábito de afeitarse la cabeza. El comportamiento del canciller de Estado conmigo me pareció de lo más extraño: me llevó de la mano y me condujo a un cuarto, a cuyo interior me empujó, diciéndome:

—Quédate aquí. Y si persistes en pasar por el rey Fernando, ya te quitaré yo las ganas de seguir haciéndolo.

Pero yo sabía que esto no era más que una prueba, y protesté enérgicamente, lo que me valió por parte del canciller dos golpes en la espalda. Fueron tan dolorosos, que me faltó poco para gritar; pero me contuve al pensar que esto era sólo una costumbre caballeresca que siempre tenía lugar en los grandes acontecimientos, ya que en España se conservaban aún las tradiciones caballerescas. Al quedarme solo decidí ocuparme de los asuntos de Estado. Descubrí que la China y España eran el mismo país, y que sólo por ignorancia se consideran como estados diferentes. Aconsejo a todo el mundo que escriba en un papel la palabra España, y verá como sale China.

Pero me está disgustando sumamente un acontecimiento que tendrá lugar mañana. Mañana, a las siete, se producirá un fenómeno terrible. La Tierra va a sentarse sobre la Luna. Acerca de esto ha escrito el célebre químico inglés Wellington. Confieso que sentí cómo mi corazón empezaba a latir de inquietud al pensar en la delicadeza y falta de resistencia de la Luna. Todos sabemos que la Luna se fabrica generalmente en Hamburgo, y, además, muy mal. Me sorprende cómo Inglaterra no presta atención a ello. La fabrica un tonelero cojo, y es evidente que el muy tonto no tiene el menor conocimiento de la Luna. Ha puesto una cuerda de alquitrán y el resto es de aceite de madera, y por eso huele tan mal por toda la Tierra, de tal forma que tiene uno que taparse las narices. Pero la Luna es un globo tan delicado, que es imposible que la gente viva allí, y ahora sólo viven las narices. Ésta es la razón por la cual no podemos ver nuestras narices, ya que todas están en la Luna. Al pensar que la Tierra, materia pesada y potente, iba a sentarse sobre la Luna, y al imaginarme el tormento que sufrirían nuestras narices, se apoderó de mí una inquietud tal, que me puse los calcetines y me calcé en el acto para correr a la sala del Consejo de Estado y dar órdenes, con el fin de que la policía no permitiese a la Tierra sentarse sobre la Luna. Los numerosos capuchinos que hallé en la sala del Consejo de Estado eran personas muy inteligentes, y cuando les dije: «Caballeros, salvemos a la Luna, porque la Tierra quiere sentarse encima de ella», todos en el acto se precipitaron para cumplir mi real deseo. Algunos treparon por las paredes con el fin de alcanzar la Luna; pero en aquel momento entró el gran canciller. Al verle, todos echaron a correr y yo, como rey, me quedé solo. Pero, con gran sorpresa por mi parte, me golpeó con un palo y me echó a mi cuarto. Tal es el poder de las costumbres populares y tradicionales en España.

Enero del mismo año, que tuvo lugar después de febrero

Hasta ahora no puedo comprender qué país tan raro es España. Las costumbres populares y el ceremonial de la Corte son completamente extraordinarios. No comprendo, decididamente no comprendo nada. Hoy me han afeitado la cabeza, a pesar de que grité como un condenado, diciendo que no quería ser un monje. Pero ya soy incapaz de recordar lo que me pasó cuando empezaron a verterme agua fría sobre la cabeza. ¡Jamás experimenté un infierno semejante! Estaba a punto de volverme rabioso, y apenas pudieron retenerme. No comprendo el significado de esta extraña costumbre. ¡Es una costumbre estúpida, absurda! Me niego a comprender la insensatez de los reyes, que hasta ahora no han sabido deshacerse de estas costumbres. A juzgar por todo, me figuro que habré caído en manos de la Inquisición, y seguramente aquel a quien tomé por el canciller no es más que el gran inquisidor. Pero lo único que aún no logro comprender es cómo un rey puede someterse a la Inquisición. Claro que de esto pueden tener la culpa Francia y Polignac. ¡Ah, este Polignac! ¡Qué bestia! ¡Juró oponerse a mí hasta la muerte! Y por eso me persiguen todo el tiempo; pero ya sé, amigo mío, que obras bajo la presión de Inglaterra. Los ingleses son unos grandes políticos que siempre se insinúan en todos los sitios. Y sabe el mundo entero que cuando Inglaterra aspira rapé, Francia estornuda.

Día 25

Hoy el gran inquisidor vino a mi habitación. Pero yo, en cuanto oí sus pasos desde lejos, me escondí debajo de la silla. Él, al ver que no estaba empezó a llamarme. Al principio gritó:

—¡Poprischew!

Yo permanecí callado.

Después dijo:

—¡Aksanti Ivanovich, consejero titular, noble!

Pero yo permanecía callado.

—¡Fernando VIII, rey de España!

Yo quise sacar la cabeza, pero pensé: «No, amigo, ya no me engañas. Otra vez me vas a echar agua fría sobre la cabeza». Pero debió de verme, y me hizo salir con su palo de debajo de la silla. ¡Qué daño hace ese maldito palo! Sin embargo, fui recompensado de todo con el hallazgo que hice hoy. Descubrí que cada gallo tiene una España y que la lleva debajo de las plumas. Pero el gran inquisidor se fue muy enfadado, amenazándome con terribles castigos. Yo no hice caso de su ira impotente, ya que obra sólo como una máquina, como un instrumento en mano de los ingleses.

Día 34 de febrero de 343

¡No, ya no tengo fuerzas para aguantar más! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que están haciendo conmigo? Me echan agua sobre la cabeza. No me hacen caso, no me miran ni me escuchan. ¿Qué les he hecho yo, Señor? ¿Por qué me atormentan? ¿Qué es lo que esperan de mí? ¡Ay, infeliz de mí! ¿Qué les puedo dar yo? Yo no tengo nada. No tengo fuerzas, no puedo aguantar más todos los martirios que me hacen. Tengo la cabeza ardiendo, y todo da vueltas en torno mío. ¡Sálvenme, llévenme de aquí! ¡Que me den una troika con caballos veloces! ¡Siéntate, cochero, para llevarme lejos de este mundo! ¡Más lejos, más lejos, para que no se vea nada!… ¡Cómo ondea el cielo delante de mí! A lo lejos centelleaba una estrella, el bosque de árboles sombríos desfila ante mis ojos, y por encima de él asoma la luna nueva. Bajo mis pies se extiende una niebla azul oscura; oigo una cuerda que sueña en la niebla; de un lado está el mar, y del otro, Italia; allí, a lo lejos, se ven las chozas rusas. ¿Quizá sea mi casa la que se vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana? ¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo lo martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el mundo no hay sitio para él. ¡Lo persiguen! ¡Madrecita, ten piedad de tu niño enfermo!… ¡Ah! ¿Sabe usted que el bey de Argel tiene una verruga debajo de la nariz?