cuentos rusos 3

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Mijaíl Lérmontov (1814–1841)
Tamañ

Tamañ[1] es el pueblecillo más indecoroso de todos los del litoral ruso. Por poco me muero en él de hambre, y todavía, por añadidura, quisieron ahogarme.

Llegué en la silla de postas una noche, muy tarde. El cochero dejó los cansados caballos a la puerta de la única casa de piedra que hay a la entrada del pueblo. El centinela, un cosaco del mar Negro, al oír las campanillas del coche gritó con voz bronca y soñolienta: «¿Quién vive?» Apareció el uriadtiik acompañado de otro policía y declaré que era militar, que viajaba en comisión para asuntos del servicio y que necesitaba alojamiento oficial.

El subordinado del uriadnik nos acompañó por todo el pueblo; pero cualquiera que fuese la casucha en que llamásemos la encontrábamos ocupada. Hacía frío y como llevaba ya tres noches sin dormir, me rendía la fatiga y empecé a incomodarme.

—¡Llévame a cualquier lado, aunque sea al infierno! —le grité.

—Todavía queda un sitio —contestó alisándose el pelo de la nuca—, sólo que no va a gustarle; no tiene muy buena

Sin comprender el significado preciso de esta explicación ordené que fuese delante, y después de larga peregrinación por sucias callejuelas, en las que en grandes trechos sólo se veían viejas tapias, llegamos a una casucha situada a la orilla misma del mar.

La luna llena iluminaba el techo de cañas y las blancas paredes de mi nueva morada; muy próxima, y rodeada de una valla de piedras sueltas, medio derrumbándose, había otra casucha más pequeña y más vieja que la primera. El mar había ido socavando la ribera hasta casi las mismas paredes, debajo de las cuales venían a estrellarse las oscuras olas.

La luna contemplaba tranquila el inquieto elemento y a su luz pude distinguir, lejos de la playa, dos buques cuyas arboladuras, semejantes a telas de araña, destacaban su silueta sobre la pálida claridad del horizonte.

Está el barco atracado, pensé. Mañana podré ir a Guelendischik.

En calidad de asistente, venía conmigo un cosaco. Después de ordenarle que despachase al cochero y deshiciese el baúl, empecé a llamar al patrón. Silencio. Di unos golpes. Silencio… ¿Qué será esto? Al fin apareció, arrastrándose, un muchacho de catorce años.

—¿Dónde está el patrón?

—No hay.

—¡Cómo! ¿No tiene patrón esta casa?

—No tiene.

—¿Y patrona?

—Ha ido al otro lado del pueblo.

—Entonces, ¿quién me va a abrir la puerta? —pregunté dando en ella un golpe con el pie.

Al hacerlo se abrió por si sola y del interior salió un fuerte olor a humedad. Encendí una cerilla y, aproximándola a la cara del muchacho, vi que tenía los ojos blancos. Era ciego, completamente ciego de nacimiento. Permaneció inmóvil delante de mí y empecé a examinar los rasgos de su cara.

Confieso que tengo prejuicios contra todos los ciegos, cojos, sordos, mudos, jorobados, mancos y demás lisiados. He observado que siempre hay una cierta relación extraña entre el aspecto exterior del hombre y su alma, como si con la pérdida de un miembro, el alma perdiese también algún sentimiento.

Me puse, pues, a estudiar el rostro del muchacho; pero ¿qué quiere usted observar en una fisonomía que carece de ojos?… Durante largo rato estuve mirándolo lleno de compasión, cuando, de repente, sus finos labios dibujaron una sonrisa, apenas perceptible, que me produjo una desagradable impresión. Llegó a pasarme por la cabeza la sospecha de que aquel ciego no lo era tanto como parecía. En vano traté de persuadirme de que no existen cataratas artificiales, ni servirían para nada; pero ¿qué quiere usted?… los prejuicios…

—¿Eres hijo del ama? —le pregunté.

—No.

—¿Quién eres, entonces?

—Soy huérfano; soy pobre.

—¿Y el ama, tiene hijos?

—No; tenía una hija, pero se fue al mar con el tártaro.

—¿Con qué tártaro?

—¡Cualquiera lo sabe! Un tártaro de Crimea, barquero de Kerch.

Penetré en la casa, en donde dos bancos y una mesa, además de un enorme cofre colocado al lado de la estufa, constituían todo el mobiliario. No había en las paredes ni una sola imagen. ¡Mala señal! Por un cristal roto entraba el aire del mar. Extraje de mi baúl un cabo de vela de cera, lo encendí y empecé a arreglar las cosas; puse en un rincón el sable y el fusil, coloqué las pistolas sobre la mesa, extendí mi capote sobre un banco. El soldado extendió el suyo sobre el otro. Diez minutos después él roncaba sin que yo hubiese podido conciliar el sueño. Delante de mí, en la oscuridad, andaba dando vueltas el muchacho ciego.

Así transcurrió cerca de una hora. La luna daba en la ventana y sus rayos iluminaban el piso de tierra de la habitación. De repente, en la faja alumbrada, se recortó una sombra. Me incorporé y miré a la ventana. Alguien pasó corriendo por delante de ella, por segunda vez, y desapareció no se sabe dónde. Yo no podía suponer que fuera a irse por la cortadura vertical del terreno sobre el mar y, sin embargo, no tenía otro sitio para escapar. Entonces me levanté, me puse el capote, me ceñí el sable y salí despacito de la casa. ¿Sabe usted con quién tropecé? Con el ciego. Me arrimé a la valla y lo vi pasar junto a mí, caminando con cuidado, pero con seguridad. Llevaba debajo del brazo un paquete y, dirigiéndose a la playa, se puso a bajar el estrecho y pendiente sendero que a ella conducía.

Hoy los mudos hablan y los ciegos recobran los ojos, pensé, y eché a andar tras él a la distancia necesaria para no perderlo de vista.

Entretanto, las nubes habían empezado a ocultar la luna y sobre el mar se había extendido una niebla que la luz del farol encendido en la popa del barco más próximo, apenas conseguía atravesar. En la orilla blanqueaba la espuma de las olas, y a cada momento parecía que iban a arrastrar al ciego. Bajé con dificultad y, trepando luego por un escarpado, vi que el ciego se había detenido. Después echó a andar hacia abajo y a la derecha, y tan cerca del agua que parecía que las olas iban a arrebatarlo; pero, por lo visto, aquél no era su primer paseo por allí, a juzgar por la seguridad con que pasaba de roca en roca y evitaba los hoyos. Finalmente, se detuvo como escuchando alguna cosa y se sentó en el suelo, colocando delante el paquete. Yo observaba todos sus movimientos, oculto tras una pena que formaba un saliente.

Unos minutos después apareció por la parte opuesta una figura blanca que se acercó al muchacho.

El viento hacía llegar hasta mí, de cuando en cuando, su conversación.

—¿Qué hay, ciego? —dijo una voz femenina—. El tiempo está malo; Yanko no vendrá.

—Yanko no tiene miedo al mal tiempo —contestó el ciego.

—La niebla es cada vez más espesa —añadió la voz femenina con expresión de disgusto.

—Pues así podrá escapar mejor de los guardacostas —replicó el muchacho.

—¿Y si se ahoga?

—En ese caso tendrás que ir el domingo a la iglesia sin llevar cintas nuevas.

Siguió un silencio. Una cosa me chocó, sin embargo, y es que conmigo el ciego había hablado en ucraniano y ahora se expresaba en perfecto ruso.

—¿Lo ves?, tenía razón —exclamó el ciego, dando una palmada—. Yanko no se asusta ni del mar ni del viento ni de la niebla ni de los guardacostas; ¿no oyes el chapoteo? No es del mar; es la palada larga con que rema Yanko.

La mujer dio un salto y se puso a mirar inquieta a lo lejos.

—¡Estás soñando, ciego! —repuso—. No veo nada.

Condeso que por mucho que traté de percibir algo parecido a una embarcación, no lo logré. Así transcurrieron cerca de diez minutos, hasta que apareció en medio de las olas un punto negro que tan pronto crecía como empequeñecía, elevándose lentamente sobre la cresta para ocultarse luego con rapidez. Se aproximó a la orilla una barca. «Valiente es el marino que se atrevió a atravesar en noche así una distancia de veinte verstas[2], y debe de ser muy importante el motivo que lo ha inducido a ello.» Pensando esto miré, no sin cierta emoción, acercarse la miserable lancha que, semejante a un ánade, hundía su proa en el agua, y luego, agitando rápidamente los remos, como si fueran alas, emergía del abismo en medio de salpicaduras de espuma.

Cuando yo imaginaba que iba a estrellarse, haciéndose pedazos contra la orilla, viró con toda facilidad y se metió en una ensenadita, sin contratiempos. De ella saltó un hombre de mediana estatura con una gorra tártara de piel de carnero; hizo una señal con la mano y se pusieron los tres a extraer de la embarcación la carga, que era tan pesada que todavía no comprendo cómo no se fue a pique.

Echándose cada uno un fardo a la espalda, se marcharon y desaparecieron pronto de mi vista. Era preciso regresar a casa; pero confieso que todas aquellas andanzas me habían alarmado y hecho esperar con ansia la llegada del nuevo día.

Mi cosaco se quedó pasmado cuando, al despertar, me encontró completamente vestido; pero no le expliqué la causa. Después de pasar algún tiempo contemplando desde la ventana el cielo azul manchado por algunas nubes, la lejana costa de Crimea que se extendía como una franja color lila rematada en una roca, en cuya cima se veía blanquear la torre de un faro, me dirigí a la fortaleza con objeto de que el comandante me enterase de la hora en que tenía que salir para Guelendischik.

Desgraciadamente el comandante no pudo decirme nada decisivo. Los buques que estaban en el embarcadero eran guardacostas o mercantes que todavía no habían empezado a cargar.

—Quizá dentro de tres o cuatro días venga el correo —dijo mi jefe—, y entonces ya veremos.

Volví a casa malhumorado y encontré a mi cosaco con cara de susto.

—¡Estamos mal, mi teniente! ——me dijo.

—Sí; y lo peor es que Dios sabe cuándo saldremos de aquí.

Entonces, más alarmado, se acercó a mí y rae dijo en voz baja:

—¡Este es un sitio muy sospechoso! He encontrado hoy al uriadnik, que es amigo mío, y en cuanto le conté en dónde estábamos, me dijo: «¡Esa casa tiene muy mala fama: es gente peligrosa!… Hay allí un ciego que va a todas partes solo; al mercado, a buscar pan, a buscar agua… Se ve que está muy acostumbrado.»

—¿Yha aparecido siquiera el ama de casa?…

—Cuando no estaba usted, vino una vieja con su hija.

—¿Cómo su hija? ¡Si no tiene ninguna hija)

—Dios sabe qué clase de hija será ésa, entonces; la vieja está allí sentada a la puerta de su casa.

Me acerqué. Tenía un gran fuego encendido y estaba guisando una comida demasiado buena para gente miserable. A todas mis preguntas contestó que era sorda y que no oía. Como no podía sacar nada de ella, me dirigí al ciego, que estaba sentado en el hogar echando ramitas secas a la lumbre.

—¡Hola, diablito! —dije tirándole de una oreja—. ¿Adónde ibas anoche con un paquete?

Al oír esto el cieguecito empezó a sollozar, gritando:

—¿A dónde iba a ir?… ¡A ningún sitio!… ¿Y con un paquete? ¿Qué paquete?

La vieja, que había oído esto, empezó a refunfuñar:

—¡Qué invenciones!, ¡y de un pobrecito! ¿Qué le ha hecho a usted? ¿Por qué se mete usted con él?

Esto me disgustó y me marché resuelto a buscar la clave del enigma.

Fui a sentarme en una de las piedras cercanas y me puse a contemplar la lejanía; delante de mí se extendía el mar tormentoso de la noche anterior, y su monótono rumor, semejante al de una ciudad populosa, trajo a mi memoria tiempos pasadas y transportó mis pensamientos al norte, a nuestra fría capital.

Enfrascado en mis recuerdos me olvidé, y transcurrió una hora, y quizá más, cuando, de repente, sorprendió mi oído algo parecido a una canción. Efectivamente era una canción entonada por una voz fresca y juvenil. ¿De dónde venía?… Escuché. La canción era tan pronto lánguida y triste como alegre y rápida. Miré alrededor y no vi a nadie. Escuché de nuevo y me pareció que las notas calan del cielo. Levanté los ojos y vi en el tejado de mi choza a una muchacha vestida con un traje a rayas y con el cabello partido: una verdadera rusalka[3]. Defendiendo sus ojos de los rayos del sol con la mano puesta delante, estaba mirando a lo lejos, y tan pronto sonreía, al parecer, de sus propios pensamientos, como entonaba de nuevo su canción. Recuerdo que en la canción se trataba de un contrabandista que logra salvar su preciado cargamento de los peligros del mar y de la vigilancia.

Involuntariamente me pasó por la cabeza la idea de que aquella voz la había oído la noche anterior. Quedé un momento pensativo y, cuando volví a mirar a la azotea, la muchacha había desaparecido; pero en el mismo momento pasó por delante de mí cantando otra cosa, que acompañaba con un castañeteo de sus dedos, y se dirigió a la vieja, con quien inmediatamente entabló una disputa. La vieja estaba irritada y ella se reía a carcajadas. Después echó a correr dando unos brinquitos, en dirección adonde yo estaba, y al llegar junto a mí, se quedó mirándome fijamente a los ojos como sorprendida de mi presencia, después de lo cual, silenciosa y con aire indiferente, se fue a la playa.

La cosa no paró aquí, sino que todo el día estuvo dando vueltas alrededor de mi vivienda, sin cesar un momento en sus canciones y en sus saltitos. ¡Qué mujer tan rara! En su rostro no había un solo rasgo de vulgaridad: por el contrario, sus ojos, que se fijaban en mí penetrantes y atrevidos, parecían dotados de un cierto poder magnético, y miraban en toda ocasión como si esperasen una respuesta. Pero en cuanto le dirigí la palabra, echó a correr sonriendo de un modo malicioso.

Decididamente no he visto nunca una mujer igual. Distaba mucho de ser una belleza, pero también tengo prejuicios acerca de la belleza. Había en ella mucha raza… La raza en las mujeres, lo mismo que en los caballos, es una cosa muy importante; este descubrimiento pertenece a la Francia de nuestros días; la raza se manifiesta especialmente en el andar, en las manos y en los pies; también la nariz suele desempeñar un papel muy significativo. La nariz recta, en Rusia, es menos frecuente que el pie pequeño. Mi cantante parecía no pasar de los dieciocho años. La extraordinaria flexibilidad de su talle, la especial inclinación de su cabeza, detalle particularísimo suyo, sus largos cabellos rubios, un cierto matiz dorado de su piel tostada, el cuello y los hombros, y sobre todo lo recto de su nariz, eran para mí cosas extraordinariamente atrayentes. A pesar de todo, su mirar atravesado descubría su condición algo salvaje y sospechosa, y su sonrisa tenía algo de indefinido y vago, que yo atribuía a mis prejuicios. La nariz era lo que me volvía loco; imaginaba haber encontrado la Mignon de Goethe, esa encantadora aleación de la fantasía alemana; y, efectivamente, había entre ambas mucho de común: el mismo tránsito brusco de la inquietud a la absoluta inmovilidad, el mismo enigmático lenguaje, los mismos brinquitos. las canciones extrañas.

Al caer la tarde, deteniéndola en la puerta, trabamos la siguiente conversación:

—Dime, preciosa —le pregunté—: ¿qué hacías hoy en la azotea?

—Miraba de dónde venía el viento. Porque de donde viene el viento, viene la felicidad.

—¿Cómo? ¿Acaso llamabas a la felicidad con una canción?

—Donde se canta también hay felicidad. Y en todo caso, también canta uno su propia pena. Donde no está el bien está el mal, pero del mal al bien no hay más que un paso.

—¿Quién te enseñó esa canción?

—Nadie me la enseñó; canto lo que se me ocurre, y el que tiene que oírme se entera, y el que no debe oírme no entiende una palabra.

—¿Y cómo te llamas?

—El que me bautizó lo sabe.

—¿Y quién te bautizó?

—¡Vaya usted a saber!

—¡Qué misteriosa! Pues ahora escucha lo que he sabido de ti. Supe que ayer por la noche fuiste a la playa.

Y dándome importancia, le conté todo lo que había visto, pensando desconcertarla. ¡Pero ni por eso! No se alteró ni un rasgo de su semblante ni desplegó los labios; como si no se tratase de ella. Al concluir soltó una carcajada.

—Ha visto usted mucho, mucho; pero sabe poco, y lo que ha visto puede usted reservárselo.

—¿Y si fuese a contárselo al comandante?

Al oír esto adoptó un aire serio y hasta severo; pero de repente dio un salto, empezó a cantar, y desapareció como un pajarito asustado.

Mis últimas palabras fueron de una gran inconveniencia: entonces no sospeché su importancia pero después tuve que arrepentirme de haberlas dicho.

En cuanto se hizo de noche, mandé al cosaco que calentase el agua para el té, como pudiese; encendí la vela y me senté a la mesa a fumar una pipa. Cuando había terminado la segunda taza de té, chirrió la puerta y oí detrás de mí el ligero roce de unas faldas y unos pasos; me volví sobresaltado y me encontré con mi ondina, que, sentada y silenciosa, tenía clavada en mí su mirada; no sé por qué aquella mirada me parecía extraordinariamente tierna y me recordaba alguna de aquellas otras que, años atrás, habían influido de un modo decisivo en mi vida.

Parecía estar esperando una respuesta mía, pero yo permanecía callado e inexplicablemente confuso. Su rostro, cubierto de densa palidez, dejaba ver la agitación; observé en ella un ligero temblor y, al respirar, levantaba de tal modo el pecho que parecía querer contener el aliento. Esta comedia empezaba a molestarme, y ya estaba dispuesto a interrumpir el silencio de la manera más prosaica, es decir, ofreciéndole una taza de té, cuando de repente se levantó, me echó los brazos al cuello y estampó en mis labios un beso lleno de ardor.

Sentí que se me nublaba la vista; pasó un vértigo por mi cabeza, y comencé a estrecharla con toda la fuerza de la pasión juvenil; pero ella, como una anguila, se escurrió de entre mis brazos después de murmurar a mi oído: «Esta noche, cuando todos estén dormidos, baja a la playa», y salió como una flecha de la habitación. Al huir derribó la tetera y la bujía que estaban en el suelo.

—¡Eh, muchacha del diablo! —gritó el cosaco, que estaba echado sobre la paja soñando con calentar el té sobrante. Sólo entonces recobré mi espíritu.

Dos horas después, cuando todo estaba en silencio, desperté a mi asistente y le dije:

—Si oyes un pistoletazo, acude corriendo a la playa.

Abrió desmesuradamente los ojos y contestó maquinal—

—A la orden, mi teniente.

Puse la pistola al cinto y salí. Ella estaba ya esperando al borde de la ribera; la ropa que tenía puesta era más que ligera y ceñía su talle flexible con un chal pequeño.

—¡Venga usted conmigo! —me dijo, cogiéndome de la mano, y empezamos a bajar.

No comprendo cómo no me rompí la cabeza; al llegar a la playa tomamos a la derecha, por el mismo camino por donde la víspera había seguido al ciego.

La luna no había salido aún y sólo dos estrellitas brillaban en la oscura bóveda azulada, como dos faros salvadores. Las olas llegaban isócronas a la orilla, haciendo cabecear apenas la única lancha que habla amarrada allí.

—Entremos en la lancha —dijo mi compañera.

Vacilé, porque no soy aficionado a los paseos sentimentales por el mar; pero ya no podía retroceder. Saltó ella primero, yo después, y sin darme cuenta de cómo, observé que ya estábamos desatracados.

—¿Qué significa esto? —pregunté malhumorado.

—Esto significa —contestó, haciéndome sentar en uno de los bancos y abrazándome por la cintura—, esto significa que te amo… —y pegó su cara a la mía, haciéndome sentir su aliento abrasador.

De repente oí ruido de algo que caía al agua, eché la mano al cinturón… y mi pistola había desaparecido. Entonces pasó por mi mente una terrible sospecha y se me agolpó la sangre en la cabeza. Miré a la orilla y vi que estábamos a una distancia de cerca de cien metros… ¡y yo no sabía nadar!

Quise desprenderme de la traidora pero ella, como un gato, se agarró a mi ropa y, dándome un fuerte empujón, por poco rae arroja al mar. La lancha se inclinó, pero yo me recobré, y empezó entre nosotros una lucha desesperada. La rabia aumentaba mis fuerzas, pero me di cuenta en seguida que mi adversario me ganaba en agilidad…

—¿Qué te propones? —grité, oprimiendo con fuerza sus menudas manos.

Chasquearon los huesos de sus dedos, pero su feroz naturaleza soportó aquella prueba.

—¡Habías visto —contestó— y lo ibas a delatar!

Y al decir esto, con un esfuerzo sobrenatural, me tumbó sobre la borda y quedamos los dos colgados de la cintura fuera de la embarcación; su cabellera, deshecha, flotó sobre el agua. El instante era decisivo y, apoyando una rodilla en el fondo de la embarcación, le eché una mano a la nuca y la otra a la garganta. Empecé a apretar, se desprendió de mi ropa y, en un abrir y cerrar de ojos, la arrojé a las olas.

La oscuridad era grande pero pude ver su cabeza emergiendo por dos veces entre espumas, y después nada más…

En el fondo de la lancha encontré la mitad de un remo viejo, y mal, como pude, después de grandes esfuerzos, llegué a la orilla. Ya en lo alto de la ribera, involuntariamente, dirigí la mirada a aquella parte donde la víspera había estado el ciego esperando al navegante nocturno.

La luna resbalaba ya por el cielo y me pareció ver algo que blanqueaba en la orilla. Me aproximé a escondidas, excitado por la curiosidad, y me tendí sobre la hierba para enterarme de todo sin ser descubierto.

Levantando un poco la cabeza podía, desde el borde de la ribera, observar todo cuanto ocurría abajo; y no fue poca mi admiración, y casi puedo decir mi alegría, al ver a mi rusalka.

Estaba exprimiendo el agua de sus largos cabellos y, al ceñirse a sus carnes la camisa húmeda, modelaba con precisión su talle esbelto y su seno erguido.

Instantes después apareció a lo lejos una embarcación, que se acercó rápidamente; lo mismo que la víspera, desembarcó de ella un hombre con gorra de tártaro, si bien el pelo lo tenía cortado a lo cosaco, y pendiente de un cinturón de cuero traía un enorme cuchillo.

—Yanko —exclamó la joven—, ¡estamos perdidos!

Luego continuaron hablando, pero tan bajo que no pude

—¿Y dónde está el ciego? —preguntó por fin Yanko, levantando la voz.

—Ya le di el encargo —fue la contestación.

Minutos después apareció el ciego, trayendo sobre la espalda un saco, que metieron a bordo.

—¡Escucha, ciego! —dijo Yanko—: Vigila aquel sitio… ¡Ya sabes! Hay mercancías caras… Dile a (no conseguí oír el nombre) que ya no puedo estar más a su servicio; las cosas han ido mal y no volveré más, porque ahora aquí hay peligro. Iré a buscar trabajo a otro lugar. Le costará mucho encontrar otro tan valiente. Y dile que si hubiese pagado mejor la labor, Yanko no se hubiese alejado. Para mi habrá siempre camino abierto donde haya mar y sople el viento.

Después de una pausa, Yanko prosiguió:

—Ella viene conmigo; no puede quedarse aquí. A la vieja dile que ya va siendo hora de que se muera, que ya ha vivido bastante y que hay que tener un poco de consideración. Tampoco nos volverá a ver.

—¡Para qué te necesito! —contestó Yanko.

Entretanto, mi ondina había embarcado ya y llamaba por señas asu compañero. Este puso algo en la mano al ciego y le dijo:

—Toma, cómprate dulces,

—¿Nada más? —preguntó el ciego.

—Toma esto otro —y dejó caer una moneda, que sonó al chocar contra un guijarro.

El ciego no la recogió. Saltó Yanko a la lancha, izaron una vela pequeña y el viento los empujó rápidamente.

A la luz de la luna todavía se vio blanquear, durante buen rato, la vela sobre el mar. El ciego continuó sentado en la playa y hasta mí llegaron sus sollozos. El pobre lloraba y lloraba desconsolado.

Me dio lástima. ¿Por qué habría querido la suerte que me interpusiese yo entre una partida de honrados contrabandistas.

Como una piedra arrojada en un estanque, destruí su tranquilidad, y como una piedra, también, ¡por poco me voy al fondo!

Entré en casa. En el umbral, la bujía, a punto de consumirse, chisporroteaba en el plato de madera donde la había colocado y mi asistente, contra lo ordenado, yacía en un sueño profundo, sujetando con las dos manos el fusil.

Lo dejé dormir tranquilo, cogí la vela y me dirigí a mi lecho. ¡Ay de mí! ¡Mi maleta, mi sable con incrustaciones y mi kinchal de Daguestan, regalo de un amigo, habían desaparecido!

Entonces adiviné qué cosa llevaba en el saco el maldito ciego; desperté al cosaco con una sacudida bastante poco cortés, lo insulté, di unos cuantos gritos, ¡y eso fue todo lo que pude hacer! Porque ¿no hubiera sido ridículo ir a quejarse a la autoridad de que un ciego me había robado y de que una muchacha de dieciocho años por poco consigue ahogarme?

A Dios gracias, a la mañana siguiente hubo ocasión de reanudar el viaje, y abandoné Tamañ.

Lo que haya sido de la vieja y del pobre ciego, no lo sé. Y ¿qué deben importarme las alegrías y las miserias humanas a mí, oficial que anda errante, y no por gusto, sino por asuntos del servicio?…

 

[1] Península del Cáucaso, que separa el mar de Azov del mar Negro, sembrada de lagos y pantanos formados por el rio Kuban. Es un suelo volcánico abundante en manantiales de nafta y en volcanes de cieno.

[2] Versta: medida rusa equivalente a peco más de un kilómetro.

[3] Ninfa de las aguas, especialmente del Dniéper, en la mitología eslava.