Mariana Carvajal: Navidades de Madrid

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MARIANA DE CARVAJAL Y SAAVEDRA
Navidades de Madrid y noches entretenidas en ocho novelas

PRELIMINARES 3
INTRODUCCIÓN 6
NOVELA PRIMERA La Venus de Ferrara 13
NOVELA SEGUNDA La dicha de Doristea 25
NOVELA TERCERA El amante venturoso 39
NOVELA CUARTA El esclavo de su esclavo 53
NOVELA QUINTA Quien bien obra, siempre acierta 63
NOVELA SEXTA Celos vengan desprecios 70
NOVELA SÉPTIMA La industria vence desdenes 79
NOVELA OCTAVA Amar sin saber a quién 105
CONCLUSIÓN 128
PRELIMINARES
Altamente suena en los términos del Orbe la trompa de la Fama, pero primero se mereció con el clarín de la campana, que, como la Fama es hermana de gigantes, si no es con asombros y hazañas, no se alcanza. Dicha es nacer ínclito en la sangre; saber merecer el alto blasón, sólo es valor. Grande es V. Exc. por la exaltación de su Casa, pero por sus acciones ilustres se ha granjeado tantos títulos y renombres que no caben en las hojas de los volúmenes de la Retórica.
Las ocurrencias de las empresas políticas, que ha tanto tiempo que maneja V. Exc., publican lo sin medida de su inmensa capacidad, pues, usando de la línea en la circunferencia de la universalidad, toca el punto para lo ingenioso, y para sondar las materias, la profundidad. Este esplendor de antecesores no pasados (pues todas sus grandezas se conservan en V. Exc.), esto preclaro de atributos personales, descubrieron el horizonte a mis deseos en la neutralidad de hallar un protector que con su nombre hiciese plausible este libro, pues representándome a
V. Exc. hallé no sólo el lleno de mi codicia, sino el logro de los más ambiciosos intereses.
Permítase V. Exc. a esta pequeña oferta, sin reparar en la cortedad del volumen, que el corazón del hombre es la parte menor del compuesto animado, y es la que más estima Dios. Porque en los dones que se consagran no se mira a lo que se ofrece, sino al modo con que se ofrece, este es la voluntad rendida, que es la que yo dedico a V. Exc. en estas Novelas, suplicando perdone lo desmedido de este pensamiento, pues se atreve sin tener merecido su agrado, pero le procura merecer. Deseando toda prosperidad a V. Exc., cuya persona guarde Dios para grandeza de ambas Coronas.
Excelentísimo Señor.
B. L. P. de V. Exc.
Quien más le desea servir.
AL LECTOR
Atento y curioso lector, aunque no me será posible el conseguir lucidos desempeños en el arresto de tan conocido atrevimiento, no por eso dejaré de servirte con los sucesos que en este pequeño libro te ofrezco, aborto inútil de mi corto ingenio. Y pues se dirigen a solicitar, cuidadosa, gustosos y honestos entretenimientos en que diviertas las perezosas noches del erizado invierno, te suplico admitas mi voluntad, perdonando los defectos de una tan mal cortada pluma, en la cual hallarás mayores deseos de servirte con un libro de doce comedias, en que conozcas lo afectuoso de mi deseo.
Por primer suceso de este breve discurso te presento una viuda y un huérfano: obligación precisa es de un pecho noble el suavizar tan penoso desconsuelo, pues el mayor atributo de que goza la nobleza es preciarse de consolar al triste, amparar al pobre y darse por bien servido del siervo humilde que, deseoso de lograr sus mayores aciertos, sirve con amorosa lealtad a su estimado dueño, apadrinada de tan conocidas verdades. Ni me desvanecerán los aplausos de tu bizarría, ni me daré por ofendida de tu censura, pues mi mayor vencimiento será el estar a tus plantas siempre, atenta a tan prudente corrección. Vale.
APROBACIÓN del Padre Fray Juan Pérez de Baldelomar, de la Orden de San Agustín, N.P. jubilado en Predicador Mayor de dicha Orden, y al presente Predicador de Corte en el Convento Real de S. Felipe.
De orden del señor D. García de Velasco, Vicario de esta Corte y su partido, he visto este libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no he notado en él cosa que se oponga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres, antes he admirado que haya en él recogimiento de una mujer, estilo para que con sus honestos divertimientos de materia para deleitar, aprovechando a quien le leyere. Este es mi parecer, salvo, etc. En este Real Convento de S. Felipe de Madrid, a 22 de setiembre de 1662.
FR. JUAN DE BALDELOMAR.
LICENCIA DEL ORDINARIO
El Licenciado Don García de Velasco, Vicario de esta Villa de Madrid y su partido: por el presente y por lo que a Nos toca, damos licencia para que se imprima un libro intitulado Novelas, de Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, por cuanto de nuestro mandado ha sido visto y examinado, y no contiene cosa alguna contra nuestra Santa Fe y buenas costumbres. Dada en Madrid, a veinte y cinco de Setiembre de mil y seiscientos y sesenta y dos años.
LIC. D. GARCÍA DE VELASCO.
Por su mandado.
PEDRO PALACIOS.
Notario.
APROBACIÓN del padre Fray Ignacio González, Predicador de la Orden de San Agustín, N. P. Visitador que ha sido de esta provincia de Castilla, y Rector del Colegio de Doña María de Aragón M. P. S.
De Orden de V. A. he visto un libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no hallo en él advertencia digna de reparo que desdiga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres; antes bien es de admirar que en estos tiempos haya quien emplee el tiempo en este ejercicio. Este es mi parecer, en el Colegio de D. María de Aragón, del Orden de San Agustín de esta Corte, a doce de Noviembre de 1662 años.
FR. IGNACIO GONZÁLEZ.
FE DE ERRATAS
Fol. 7 columna 2, ‘un gusto’, lee ‘un susto’; fol. 36, columna 2, ‘conneniente’, lee ‘conveniente’.
Este libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas, con estas erratas corresponde, y está impreso conforme a su original. Madrid, 13 de agosto de 1663.
LIC. D. CARLOS MURCIA DE LA LLANA.
SUMA DEL PRIVILEGIO
Tiene privilegio de su Majestad D. Mariana de Caravajal y Saavedra, para poder imprimir un libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas que ha compuesto, por tiempo de diez años, y que ninguna persona lo pueda imprimir sin su licencia, como más largamente consta de su original. Despachado en el oficio de Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, en 7 de Diciembre de 1662 años.
PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.
SUMA DE LA TASA
Yo, Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, aviéndose presentado ante los señores de él, por Gregorio Rodríguez, impresor de libros en esta Corte, un libro intitulado Navidades de Madrid en noches entretenidas, compuesto por Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, de que hizo presentación, que se ha impreso en virtud de privilegio de su Majestad, tasaron cada pliego del dicho libro a cinco maravedís, el cual tiene quarenta y ocho pliegos, sin los principios, que a los dichos cinco maravedís monta el dicho libro siete reales y un cuartillo, en que se ha de vender en papel. Y dieron licencia a la dicha Doña Mariana de Caravajal, para que al dicho precio se pueda vender; y mandaron que esta tasa se ponga al principio y no se venda sin ella. Y para que de ello conste, di el presente, en Madrid, a trece días del mes de Agosto de mil y seiscientos y sesenta y tres años.
PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.

INTRODUCCIÓN
En la real Corte de España, Villa de Madrid, tan celebrada por sus hermosas damas como populosa por sus reales Consejos , tan asistidos de pleiteantes y pretendientes , vivía una señora llamada doña Lucrecia de Haro; que en decir su apellido remito al silencio lo que debo a la veneración en tan conocida y notoria calidad. Estaba casada con un caballero anciano y enfermo, llamado don Antonio de Silva. Tenía un hijo del nombre de su padre, tan bizarro mancebo, cortés y bien entendido, que se llevaba los ojos de todos los que le conocían. Era don Antonio tan obediente a sus padres que gozaba las debidas alabanzas, más por su prudente modestia que por las muchas partes de que el cielo le adoptó.
Aunque doña Lucrecia tenía muchas casas, respeto de los achaques de su esposo gustaba de vivir en una labrada a la malicia , cerca de El Prado, por ser de mucho recreo. Tenía cinco cuartos principales y un hermoso y dilatado jardín, poblado de árboles frutales, hermosos naranjos, nevada tapicería de sus paredes cuadros de cortadas multas, adornados de enrejados de menudas cañas entretejidas de cándidos jazmines, hermosas matas de claveles, espesos y encarnados rosales, fecundas vides que servían de hermoso dosel al sitio ameno, guardando su olorosa fragancia de los ardientes rayos del dorado Febo . Tenía dos copiosas fuentes, que lisonjeaban las matizadas flores y menudas yerbas con sus cristalinos raudales. En la una estaba una ninfa de bruñido y cándido alabastro, arrojando por ojos, boca y oídos rizados despeñaderos de sus gigantes, que, trepando con impetuosa violencia hasta las vides, volvían a la anchurosa vasa desparcidos en menudas hebras de escarchada plata. La otra se adornaba de un hermoso peñasco de remendados jaspes, poblados de conchas y caracoles, mariscos embutidos de atanores sutiles de lata, arrojando en trabada escaramuza hermosa tropelía de menudo aljófar.
Vivía doña Lucrecia en el cuarto de adentro, por dar los que caían a la calle a sus nobles moradores. En los dos alinde al suyo vivían dos hermosas y principales damas, la una llamada doña Lupercia y la otra doña Gertrudis. En los del patio, en el uno habitaban dos caballeros vizcaínos, residentes en la Corte a pleitos y pretensiones; el uno llamado don Vicente, el otro don Enrique. Al cuarto frontero se mudó una viuda principal, mujer que lo fue de un Maestre de Campo, llamada doña Juana de Ayala. Tenía una hija de diecisiete años, tan hermosa como honesta, pues doña Leonor gozaba aquella fama tanto por su rara belleza como por sus conocidas virtudes.
A quince días de mudada, le pareció a doña Lucrecia y a sus vecinas bajar a visitarla y darle la bienvenida; fue don Antonio escudereando a su madre. Fueron bien recibidos de la prudente viuda. Estando de visita, entraron los vizcaínos, y pareciéndoles buena ocasión de verlas y cumplir su obligación, no quisieron perdonarla, porque don Vicente estaba muy prendado de Dª Gertrudis y quiso gozar de su amada vista en achaque de la recién venida. Quedó don Enrique tan enamorado de doña Leonor, que dentro de ocho días la envió a pedir. Respondió doña Juana que no trataba de casarla hasta concluir con un pleito que tenía, y esperaba la merced de un hábito ; y aparte de estas cosas, no la casaría con forastero, por que no se la quitara de los ojos al mejor tiempo. Quedó el enamorado caballero tan triste con la respuesta que le dio que, a no estar su amigo con él, pasara penosas melancolías.
No le pesó a don Antonio de que se despidiera el casamiento, por quedar rendido a su hermosura y honestidad, aunque no se atrevía a decir su cuidado, temiendo la severa condición de su madre y porque doña Juana encerró a su hija, temerosa de los fracasos que suceden a las madres descuidadas. Como don Enrique vivía dentro de casa, estaba don Antonio tan triste con el mucho recato y encierro de doña Leonor que, por aliviar parte de su amorosa pena, pagándole francamente a un diestro pintor le obligó a que madrugara entre dos luces para hallarse en los Carmelitas Descalzos, porque doña Juana y su hija iban a oír la primera misa. Acudió los días que bastaron para conseguir su diligencia y como la descuidada doncella, por no haber gente en la iglesia, se destapara , tuvo lugar de copiarla tan perfecta que don Antonio se volvía loco de contento de ver a su hermoso dueño, tan imitado que parecía que respondía con los graves y divinos ojos a las quejas que le daba por su mucho encierro.
No lo pasaba la hermosa dama tan libre de penas que no pagara la deuda con sobrado colmo, porque su madre, hablando con las amigas que la visitaban, celebraba las bizarras partes de don Antonio, dando a entender se tendría por dichosa de ver a su hija tan bien empleada; y aunque no lo decía a tiempo que estuviera delante, oyendo palabras al vuelo pudieron tanto en su tierno pecho, que amaba a su rendido amante. Y por no dar a su madre sospecha, se quitaba de intento del estrado y se iba, para dar lugar a la conversación, consolándose con lo que se decía, con la esperanza que tenía por haber escuchado en una ocasión que tenía intento de tratar el casamiento en acabando con sus cuidados. Todos asistían al cuarto de doña Lucrecia por divertir los achaques de su esposo. Las damas, con la música, en que eran diestrísimas; y los caballeros, unas veces jugando a los naipes, otras contándole las novedades que oían en Palacio.
Dos años vivieron todos con tan honradas correspondencias, que más parecía parentesco que vecindad. Y llegado el riguroso invierno armado de sus espesas nieves y empedernidos yelos, apretándole al doliente caballero los achaques con tan vehemente crueldad que los puso en cuidado, llamaron los médicos, halláronle peligroso, y mandaron que dispusiera las cosas de su alma. Cumplió el cristiano caballero con su obligación, dejando a su hijo por heredero de treinta mil ducados y a su esposa por albacea y tutora, seguro de su amor y prudente gobierno.
A los últimos de octubre asistieron las amigas y nobles vecinas a la desconsolada viuda, para acompañarla al recibimiento de las muchas visitas; y los vizcaínos y otros amigos al huérfano, para acompañar y recibir a los caballeros que venían a dar los pésames, porque doña Lucrecia y su esposo se correspondían con la nobleza de la Corte.
Pasado el impetuoso torbellino de las repetidas penas y renovados llantos, estando todos una noche en el cuarto de doña Lucrecia, doña Juana, deseosa de ganarle la voluntad, dijo a los demás señores:
—Ocho días nos quedan para llegar a la Pascua, y siendo domingo la Nochebuena, pues los fríos son tan grandes y tenemos tribuna dentro de casa, paréceme que estos cinco días de Pascua y lo restante de las vacaciones no dejemos a nuestra viuda, y que la festejemos entre todas, repartiendo los cinco días. Yo tomaré a mi cargo la Nochebuena, y daré a todos la cena. Y pues estamos libres de la murmuración de los vecinos y este cuarto está retirado de la calle, tendremos un poco de música y otro poco de baile. El primero día de Pascua será la obligada la señora doña Gertrudis; el segundo, el señor don Vicente; el tercero, doña Lucrecia; y el último, el señor don Enrique. Cada uno ha de quedar obligado a contar un suceso la noche que le tocare.
Aceptaron el concierto , prometiendo de cumplirlo como su merced lo mandaba. Respondióles que no podía mandar a quien deseaba servir y por parecerles tarde, se retiraron a sus cuartos, cuidadosos de prevenir regalos. Don Enrique le dijo a su amigo:
—Yo no he perdido las esperanzas del casamiento. ¿Os parece que le envíe a doña Juana un regalo para la Nochebuena?
Respondió:
—No se puede perder nada, que a dos hombres como nosotros toca por obligación, estando en una casa adonde todas son mujeres solas, aunque son ricas, hacer demostración de Pascua, pues don Antonio, con su pena, no supone en esta fiesta y casa. Sabéis que tengo intento de casarme con doña Gertrudis, y con esa capa me atreveré a enviarle otro, que deseo hallar ocasión de servirla en algo y como es tan recatada, no da lugar a cumplir mi deseo.
Otro día salieron a la Concepción Jerónima, a ver a una tía de don Enrique, y le pidió le hiciera cuatro platos considerables. Sabía la pretensión de su sobrino, y prometió cumplir con el cargo que se le daba. Previniéronle de otras cosas, sin muchos regalos, los cuales habían enviado de Vitoria.
No quiso doña Lucrecia darles con visos de luto , y mandó que aderezaran una sala que caía al jardín, adornándola de turquesadas alfombras, almohadas y sillas bordadas, ricas y costosas láminas, varias pinturas, lustrosos y grandes escritorios; dos braseros de plata, colmados de menudo y bien encendido errax , cercados de olorosos y ambarinos pomos; prevenidas luces, que a sus encendidos visos arrojaban las ricas alhajas cambiantes resplandores.
Llegado el domingo, subieron a la tribuna a oír misa y se les dio chocolate; estimaron el regalo, suplicándole no tuviera cuidado de prevenirles nada, pues les tocaba el cargo de servirla aquellos días. Estimó doña Lucrecia el galanteo y venida la tarde, entrando a la prevenida sala, quedaron admirados de la mucha riqueza, por haberlo tenido todo guardado con los achaques de su esposo. Después de haber mirado con atención el primoroso asco , dijo doña Juana:
—Pues me toca esta noche, han de alegrar estas señoras la fiesta con la música.
Respondióle doña Gertrudis que lo harían con mucho gusto, con condición que había de subir la señora doña Leonor a gozar de todo, que no eran días de tanto encierro.
—Prometo a vuestras mercedes —respondió doña Juana— que lo dejo por darle gusto, porque es tan encogida que me enfada algunas veces; mas no por eso dejará de servirlas. Voy por ella, porque no vendrá aunque la envíe a llamar.
Había enviado la monja cuatro fuentes; en una, una costosa y bien aderezada ensalada, con muchas y diversas yerbas, grajea y ruedas de pepinos, labrada a trechos de flores de canelones y peladillas. Otra con un castillo de piñonate, torreado y cercado de almenas cubiertas de banderillas de varios tafetanes. En otra venía una torta real, poblada de mucha caza de montería, tan imitados los animales que parecían vivos, con sus monteros apuntándoles con ballestas y arcabuces, lebreles y sabuesos adornados de tejones y cascabeles. La última fuente venía colmada de guantes, chapines , rosarios de alcorza , con otras diferencias de peces, tortugas, encomiendas, pastillas…, con tanto oro y ámbar que dejó admirado a don Vicente la costosa curiosidad. Estimó don Enrique el cuidado de su tía, enviándole muchos regalos y mayores agradecimientos.
Como doña Juana bajó por su hija, fueron acompañándola y llegada a su cuarto, envió los criados con el presente; estimóle en tanto que, a no estar prendada de don Antonio, fuera posible hacer el casamiento. Subieron todos arriba, y fue doña Leonor recibida de aquellas damas con mucho amor; y sentados al abrigo de los olorosos braseros, le pidió doña Lucrecia que diera principio a la fiesta y cesase el achaque de retirada. Mandóle su madre que obedeciera y tomando el arpa de doña Gertrudis, después de haber tocado con mucha gala y mayor destreza, cantó la siguiente letra:
—«Jilguerillo que cortas el aire
tendiendo las alas al vuelo veloz,
vuelve, vuelve a la red amorosa,
no pierdas volando tu dulce prisión!»
—«Más vale que cantes preso,
que no que cebe el halcón
sus rigores en tu sangre,
aumentando mi dolor.»
—«Vuelve a la jaula, y advierte
que con tu dulce canción
suspendes las tristes penas
de un rendido corazón.»
—«Escucha atento el reclamo,
pues te obligo con mi amor
a que consueles mis ansias,
pues escuchas mi pasión.»
A las voces de Amarilis,
el pajarillo volvió,
y encerrándole, contenta,
volvió a repetir su voz:
—«¡Vuelve, vuelve a la red amorosa…!»
Dieron todos las gracias del repetido mote a doña Leonor, y quedó tan contenta de ver que su amante estaba absorto en la contemplación de su hermosura, que fue menester su cordura para disimular el alegría que le bañaba el pecho. Mandó doña Gertrudis a Marcela, criada suya , trajera las castañuelas, diciéndole: —Baila con cuidado, que he celebrado tus gracias, no me saques mentirosa. Era recién venida y no de mala cara, y pidiendo a su señora le tocara la capona , bailó tantas y tan airosas mudanzas y repicados redobles, que pareció a todos tan bien que le dieron muchos favores, significando el mucho gusto que les había dado. Y por ser tarde se trató de la cena, refiriendo doña Juana dos regalos que le habían enviado. Respondió don Enrique:
—Bien parece que vuestra merced me trata como a vizcaíno, que siempre tenemos fama de cortos , a la vista de estas señoras.
Respondió doña Juana:
—Remítome a la verdad de lo que digo.
Trajéronse las mesas y en bufetes bajos, con reales y olorosos manteles, al venir de las fuentes por últimos platos, encarecieron la razón que había tenido en ponderarlos, en particular la torta. Y gastando un rato en considerar la variedad de su bien compuesta hermosura, casi con lástima de deshacerla, dijo doña Juana:
—Pues quédese para el regalo de mi señora doña Lucrecia.
—No pasaré yo por eso —dijo la viuda. Y dando una pasada con la mano de muchos de los alcorzados bultos, diciéndoles—: ¡Ea, señores, prisa a la montería, no se nos vaya la caza!
Celebraron el donaire con mucha risa, porque doña Lucrecia era aguda de dichos y se preciaba de ser cariñosa y entretenida. Alzadas las mesas, dieron las debidas gracias a doña Juana, y se divirtieron un rato en jugar a las damas hasta que dieron maitines. Y despedidos de la viuda, dieron lugar a que gozara del común reposo.
El diligente día primero de Pascua, por ser doña Gertrudis la obligada, le pareció a don Vicente enviarle algunos regalos, y con la licencia de Pascua, como por aguinaldo, en una curiosa bandeja le envió búcaros dorados, guantes de ámbar, bolsos estrechos y otras niñerías. Estimó la demostración, y quiso darlo a entender; y poniendo cuatro lienzos de Cambray en la bandeja, le envió a decir que por ser labor de su mano se atrevía.
Quedó tan contento de verse favorecido, que trató con don Enrique darles un gusto para tener que reír; y saliendo de casa a dar las Pascuas a personas de obligación, no volvieron hasta la tarde, oídas las cinco. Mandaron a un criado que mirara si estaban en el cuarto de la viuda y en diciéndoles que sí, atándose uno de los lienzos en la cabeza, otro en una pierna y dos en los brazos, estribando en la espada, ayudado de don Enrique y de un criado, entró en la sala de repente, dando a entender que venía herido. Asustáronse, preguntando: «¿Qué desdicha es esta?» Respondió don Enrique:
—No sé, señoras. Mi amigo viene herido mortalmente, y lo que más es, entiendo que un rapacillo le ha puesto así.
Doña Lucrecia, como era sagaz y vido que venían solos, preguntó:
—¿Adónde sucedió esa desgracia?
—Aquí a la puerta —dijo el criado—.
Replicó diciendo:
—Alégrome de que tengamos al cirujano en casa.
No pudo don Enrique disimular la risa. La discreta viuda le dijo a doña Gertrudis:
—Cure vuestra merced este enfermo.
Como reconocieron el bien pensado embuste, le preguntó:
—¿Adónde es la herida más peligrosa?
Respondióle: «Aquí, señora», señalando el pecho. Púsole la blanca mano en la parte que había señalado y mirando a los demás, les dijo:
—Pierdan vuesas mercedes el cuidado, de que este mal no es de muerte.
—Claro está —dijo don Vicente—, que, si me cura un ángel, que ha de ser la salud milagrosa.
Alborozáronse con la risa, alabando la prudencia de doña Lucrecia, y respondieron diciendo:
—Si fuera verdad, no vinieran solos, que no era el suceso para no causar alboroto.
Trataron de cenar, y doña Gertrudis las regaló con mucha franqueza, llevando los aplausos debidos a su galantería. Alzadas las mesas, sentándose en lugar a propósito, dijo así:

NOVELA PRIMERA
La Venus de Ferrara
Astolfo, duque de Ferrara, recién heredado en la grandeza de sus estados, empezó a reinar con tan próspera felicidad que fue generalmente amado de todos sus vasallos, porque era valeroso, de lindo cuerpo, hermoso de cara, claro de entendimiento y afable de condición . Preciábase de generoso con francas mercedes, propiedades dignas de un príncipe soberano. Tenía un deudo muy cercano a quien su padre, por ser esforzado en las armas, le había ocupado en las guerras que se ofrecían. Envióle a llamar y dándole cargo de general de mar y tierra, le envió a que resistiera al Rey de Dalmacia, que pretendió usurparle parte de sus tierras.
Era Teobaldo viudo; tenía una hija, tan hermosa criatura que, celoso de su honra, considerando que ausente de su casa corría peligro su honor, se determinó a dejarla en un castillo en una aldea ocho leguas de la Corte, por ser uno de los muchos lugares del señorío que gozaba en premio de sus servicios. Dejóle veinte hombres de guarda, y un criado leal de quien tenía segura confianza, para que él y su mujer cuidaran de su regalo, mandando a los demás criados obedecieran al decanoa en todo lo que les mandara.
No sintió Floripa su prisión (que este nombre le podemos dar), porque de su natural era honesta y recatada y vivía libre de pasiones amorosas, aunque estaba deseosa de ver a su primo, por la mucha fama que le daban.
Celebraba el Duque viejo el nacimiento de Astolfo todos los días que llegaba el cumplimiento de sus años con fiestas públicas y suntuosas, dando puerta franca en su real palacio para que entraran a ver sus grandezas todos los que quisieran verlas. No quiso Astolfo perder la costumbre de su padre. Pasado el tiempo de los lutos, mandó a un grande de su Corte, llamado don Gonzalo, que gozaba de su privanza por su mucha prudencia y lealtad, que se previnieran las acostumbradas fiestas.
Como Leucano venía los más días a la Corte para llevar provisión a la fortaleza y regalos para Floripa, supo la determinación del Duque y vuelto al castillo, dijo a su señora lo que pasaba, diciéndola:
—Bien podía vuestra Alteza ir en hábito de labradora a ver las fiestas, pues no la conocería nadie.
Parecióle bien, y le mandó que le trajera galas a propósito para las dos. Un día antes de la víspera, partieron, por llegar a tiempo de ver los prevenidos y voladores fuegos. Llevólas a casa de un amigo que vivía cerca de Palacio.
Otro día, quiso Floripa entrar a ver sus grandezas, para ver al primo deseado, y como había orden de no impedir la entrada, tuvieron lugar de llegar a una sala por donde había de pasar. Contento el Duque de ver tanta gente que le esperaba, tendiendo la vista a todas partes puso los ojos en las dos labradoras y mirando que traían velos en los rostros y lucidas galas, presumió serían algunas damas principales que venían disfrazadas. Movido de la curiosidad, le mandó a un paje de quien se fiaba que las entrara a ver todo y las detuviera hasta que volviera del paseo.
Quedó Floripa tan rendida de ver su bizarría que no le pesó de que el paje las pidiera que entraran a ver, si venían a eso. Siguiéronle y después de haberlo visto todo, las entró al cuarto donde dormía y dejándolas en una recámara, les dio a entender la orden que tenía, diciéndoles que su Alteza tenía gusto de verlas y saber quién eran. Respondióle el decano que la una era su mujer y la otra su hija. Díjole el paje:
—Aquí habéis de esperar a que vuelva, y no dudéis de que os hará alguna merced, pues me ha mandado que os detuviera.
Con esto, se fue, dejándolos encerrados. Cuando volvió, le dio cuenta de que los tenía en su cuarto. Entróse en él, y mandóle las trajera a su presencia; y venidas, mirando a Leucano con apacible semblante, le preguntó quién era y dónde vivía. Respondió que vivía en una aldea que se llamaba la Montena, ocho leguas de la Corte. Y preguntándole quién eran las labradoras, le respondió lo mismo que había dicho al criado. Mandóles que desprendieran los velos y obedeciéndole, se quedó elevado mirando la rara belleza de Floripa; y vuelto de la suspensión, le dijo a Leucano:
—Honrado labrador, por quien soy que os tengo envidia, y os juro, a ser casado, que diera cuanto tengo por tener otra hija como esta.
—En verdad —dijo Floripa— que, aunque yo quiero mucho a mi padre, que me holgara de que su merced lo fuera, porque es tan garrido, bendígale el Cielo, que da contento mirarlo.
Gustoso del simple donaire, quitándose de la pretina una gruesa vuelta de cadena, se la dio, diciéndole:
—Tomad, que os quiero pagar el favor.
Tomóla y mirándola a lo bobo, le dijo:
—Pues en verdad que no me le paga muy bien, porque el alcalde de mi lugar dice que con las cadenas atan a los esclavos.
—Según esto —dijo Astolfo—, mal hice en dárosla, pues soy yo el esclavo de unos ojos que ya me tienen cautivo.
Mesuróse Floripa, bajando el hermoso rostro de honestas colores, y risueño de verla tan vergonzosa, le dijo:
—No me decís nada.
Respondióle:
—¿Qué quiere que le diga, si no le entiendo? Si quiere que le responda, hable claro.
—Sí haré —dijo Astolfo—. Dejad que pasen las fiestas y pues las de hoy son tan grandes, quiero que seáis mi convidada. Mandaré que os pongan en parte donde las veáis a gusto. Decídme vuestro nombre.
Respondióle:
—Me llamo Penosa.
—Riguroso nombre tenéis —dijo el Duque—. Ya no me espanto de que sepáis dar penas.
Y llamando al paje, le mandó cuidara de su regalo, advirtiendo a Leucano que no se fuera sin verle.
Pasadas las danzas y representaciones, volvióla contenta a su posada. Mandóle a Leucano que apercibiera su viaje, diciéndole:
—No me atrevo a ver a mi primo, que, si le parecí tan bien como ha dado a entender y se atreve a declararse, será fuerza decirle quién soy y quiero satisfacerme de su amor. Para declararme, pues, merezco su casamiento, si el Cielo quiere hacerme dichosa.
Con esta determinación, se volvió al castillo, y para probar si sentía no haberle visto, no quiso que Leucano volviera a la Corte, porque no le vieran si acaso hubiera mandado que le buscaran.
Una noche le dijo:
—Mañana podéis ir a ver a mi primo, si os parece que su amor es tan grande como yo deseo. Decidle quién soy sin que entienda que yo lo sé. Y pues fío de vuestra prudencia, no tengo más que decir.
Prometió servirla con lealtad.
Otro día se partió, y llegado a la Corte, fue a palacio; pidió le llamaran al paje; salió a ver quién le buscaba, y le dijo:
—Mal habéis hecho en no haber venido, que su Alteza está disgustado, como os fuistéis sin verle.
Respondióle:
—Ya vengo a dar mi disculpa. Mire vuesa merced si le puedo ver.
Entró a decirlo, y mandó que le trajera a su presencia. Y quedando solos, le dijo:
—Enojado me tenéis en no haber venido a verme.
Respondióle:
—Señor, con el cansancio del camino le dio a mi Penosa una calentura, y me fue forzoso el irme. Ya está buena, gracias a Dios.
Díjole el Duque:
—Leucano, yo estoy loco de amor, y habéis de dar lugar a que goce su hermosura. Fiaos de mí, que yo pagaré la fineza, si aventuráis vuestro honor para darme vida.
Hincóse de rodillas, diciéndole:
—Aquí tiene vuestra Alteza mi vida: mande cortar mi cabeza, pues no será posible servirle en lo que me manda. Y si me promete callar este secreto, diré la verdad, para mostrarle que soy leal.
Prometió no romperlo, y Leucano le dijo cómo Floripa era hija de Teobaldo y prima suya, y que su padre la había dejado en el castillo de la Montena porque no fuera vista de nadie, y que deseaba verle y por eso había venido a las fiestas. Quedó el Duque contento, considerando que su hermosa prima le quería, pues había venido a verle; y estimando su lealtad, le dijo:
—Yo he de ir con vos al castillo, sin que mi prima entienda vuestro atrevimiento, que gustaré de verla con galas de dama. Y fía de que no pasaré los límites del respeto que se debe a su decoro.
Respondióle:
—Si vuestra Alteza me cumple esa palabra, yo le serviré.
—No dudéis de mi valor —le dijo Astolfo—, que os juro, si me parece tan bien, con la gravedad que pide su grandeza que ha de ser duquesa de Ferrara, pues con las galas de labradora me tiene tan rendido que ya no vivo sin verla.
Quedaron concertados de que otro día le esperase cerca del castillo, para entrarle en él sin que los criados de guarda le vieran, y dándole un bolsón con dos mil escudos, se despidieron.
Volvió el leal criado con la buena nueva, dándole a su señora cuenta de todo lo que había pasado. Quedó suspensa y como la vido triste, la preguntó de qué se había disgustado, pues se había cumplido su deseo.
—No tanto como yo quisiera —dijo Floripa—, pues mi desgracia puede ser tanta que le parezca mal, y me pesa de que venga a verme.
—Calle vuesa merced —dijo Rosenda— y no diga eso, pues su mucha hermosura le asegura de este temor.
Respondióle diciéndole:
—Pues ya no tiene remedio, sacadme galas y aderezad la casa.
Hizo lo que le mandó y vistiéndose una saya entera de terciopelo morado, con tres guarniciones de asientos de oro y todo el campo bordado de unos lazos de aljófar grueso, a modo de flor de lis; adornó el hermoso y rubio pelo con otros hilos de gruesas perlas. Era diestra en la música y aguda de entendimiento. Preciábase de escribir algunos versos, para divertir la pena de la soledad que pasaba. Quiso hacer alarde de sus muchas gracias, para conseguir su dichoso fin.
Llegada la tarde, salió Leucano a esperarle y llegado a donde estaba la cuidadosa espía, mandó a los criados que le esperasen en la espesura de un monte que estaba a la vista del castillo. Y llegada la noche, le entró en él por una excusada puerta que daba a unas inhabitables peñas; dejóle en su aposento, diciéndole que iba a recoger las guardas y cerrar las puertas. Con esto, fue a dar cuenta de que ya estaba allí. Díjole Floripa que le trajera a la sala primera, que, en estando allí, entraría a preguntarle algo que le sirviera de seña. Hízolo con brevedad y traído a la antesala, entró, diciéndole a su mujer:
—¿No es ya hora de que mi señora cene?
—Todavía es temprano —dijo Floripa—. Dejadme divertir las penas que me causa esta prisión en que mi padre me tiene.
Y pidiéndole a Rosenda le trajera el arpa y templándola con diestra ligereza, tocó por media hora muchas y galantes diferencias. Y después de haberle entretenido con la suave armonía, dio al aire el acento de su dulce voz, cantando las siguientes endechas , significando en ellas parte de su amorosa pena para dársela a entender:
Llorando en mi prisión,
de lo que vivo, muero,
pues pierdo lo que adoro
y gozo lo que pierdo.
Imposibles parecen,
y atenta considero
que en mí serán posibles
para darme tormento.
Retrato en la idea
al que reina en mi pecho,
siempre le estoy mirando,
aunque jamás le veo.
¡Ay dueño de mi alma!,
recabe mi respeto
de mí, que ya se rompa
la cárcel del silencio.
Publíquense mis ansias,
sepan todos que quiero,
que, pues nací mujer,
no será grave exceso.
Pues tengo tanta causa,
bien disculpada quedo,
si en no adorarte errara,
cuando en amarte acierto.
Mas, ¡ay de mí!, que ausente
me tiene lo que siento,
imposible a la dicha,
y posible al deseo.
Pues te vieron mis ojos,
y entre las llamas peno,
anégueme su llanto,
sin apagar el fuego.
Cantó la referida letra con tan tristes acentos que casi estuvo el Duque por entrar en la sala, conociendo que se había cantado por él. Y por no faltar a su palabra, le dijo a Leucano:
—Llevadme presto, antes que acabe de perder el juicio, pues estoy tan loco de ver a mi prima como enamorado, y agradecedme que os cumplo lo que os prometí.
Estimóle el favor y saliendo del castillo, le acompañó hasta dejarle con los criados. Y volviendo a ver a su señora, le dijo:
—¡Deme vuesa merced albricias, que yo espero muy presto verla duquesa: su Alteza va loco!
—Yo os prometo —respondió Floripa— de dároslas tan grandes que no quedéis quejoso.
Respondióle:
—Mañana tengo de ir a la Corte, que me mandó que fuera a verle.
—¡Envidia os tengo! —dijo la enamorada dama—. Id con Dios, pues me sirve de alivio el pensar que gusta de veros.
Cuando el Duque volvió a su palacio, le halló alborotado, y preguntando qué había sucedido, le respondió don Gonzalo que había venido aquella tarde un correo y traía tan mala nueva que no se atrevía a decirla, por no darle pena mayor.
—Serálo —dijo Astolfo— si dilatáis lo que deseo saber.
Respondióle:
—Señor, Teobaldo dio la batalla a tanta costa que murió en ella.
Sintiólo el Duque, diciéndole:
—Tenéis razón de haber temido el darme tal disgusto.
Y dándole cuenta de su amor, le mandó que partieran a toda prisa a traer el cuerpo, diciéndole que estaba determinado a darle la mano a su prima. Partieron a obedecerle y venidos los que fueron por él, le mandó depositar hasta haber celebrado su casamiento, diciendo que habían de ser las honras tan grandes como el sentimiento.
Aunque Leucano vino a verle, no quiso darle la nueva, por excusar la pena de su amada prima. Y acompañado de sus grandes, fue al castillo para templar con su presencia el sentimiento. Mandó se adelantara un criado a decir su venida y saliendo Floripa a recibirle, le preguntó la causa de hacerle tanto favor. Satisfizo su pregunta con decirle que venía a darle el parabién, pues ya su Alteza era duquesa de Ferrara. Que se sirviera de ir a gozar su palacio, aunque había de ser en secreto y no se harían fiestas a su recibimiento, por haber muerto su padre. Respondió mostrando el debido pesar, aunque el contento de verse tan dichosa no lo pudo disimular tanto que no conocieran todos su alegría.
Deliberóse el desposorio con moderada pompa y pasados quince días, mandó el Duque que vistieran todos lutos para celebrar las honras, en que dio a entender con la demostración del sentimiento el grande amor que tenía a su esposa.
A tres meses de casada se reconoció preñada, colmando la Fortuna su dicha con el mucho gusto de su amado esposo. Estaba Rosenda preñada en seis meses, y se determinó que fuera ama de lo que la Duquesa pariese, dándole a Leucano oficio de mayordomo mayor y otros aumentos, digna paga de su lealtad y de las merecidas albricias.
Llegado el tiempo, parió Rosenda una niña, que fue llamada Eufrasia; y la Duquesa parió otra, a quien llamaron Venus. Criáronse hasta la edad de seis años, y Floripa pidió a su esposo por merced que Venus no fuera vista de nadie, poniéndole por delante que, si ella no hubiera venido a las fiestas, no se hubiera enamorado. Parecióle bien el recato de su esposa, y respondió hicieran su voluntad.
Con esta licencia, puso a las dos niñas dentro de su palacio en un cuarto a satisfacción, sin permitir que las asistiera más que Rosenda, para cuidar de su regalo, dos doncellas y una dueña. Todas las noches iban sus padres a verlas, porque no viviera melancólica, y su madre la entretenía con enseñarle a tocar el sonoroso instrumento.
Dieciocho años vivió Astolfo casado con su amada prima y llegada la hora fatal, pagó el común feudo, con tan general sentimiento de todos, que a Floripa le servía de consuelo el ver su lealtad. Propusiéronle sus grandes que diera estado a Venus, pues había tantos pretendientes. Respondió que el Duque no se había determinado a casarla, porque mostraba sentimiento en tratándole de casamiento, y que le parecía sería a propósito que vinieran a su Corte los pretendientes a servirla, para obligarle la voluntad; advirtiéndoles que había de ser el escogido aquel a quien ella se inclinara , y habían de venir juramentados de no alterar con armas sus tierras.
Parecióle a don Gonzalo que el haberla tenido en tanta clausura sería la causa de vivir tan libre de amor, y se determinó darle gusto a la Duquesa. Avisaron a los embajadores, que al presente estaban en Ferrara, para que dieran aviso a sus dueños. Divulgada la nueva, les pareció a todos bien, por entender cada uno tenía méritos para ser el dichoso. Vinieron a su Corte el Príncipe de Paterno y el de Ásculi, el Duque de Florencia y el Príncipe de Condè.
Y llegando a noticia de Alfredo, duque de Módena, las fiestas de Ferrara, le pareció que Venus era muy hermosa, pues tantos príncipes se determinaban a servirla para obligarla. Y no se engañó en la presunción, porque era tan rara su belleza que hacía muchas ventajas a la de Floripa, su madre; y aunque era altivo y poco inclinado al casamiento, se determinó a ir encubierto y llamando a Laureano, privado suyo, le dio cuenta de su determinación, diciéndole había de ir con él fingiendo ser él el Duque, y había de dar a entender que Alfredo era Laureano y deudo suyo, para tener con esto lugar de estimación entre los demás. Partieron, acompañados de los criados de mayor confianza, advirtiéndoles Alfredo habían de dar a entender que Laureano era él.
Llegados a la Corte, hicieron notoria su venida. Tenía don Gonzalo cargo de aposentarlos y acompañado de los grandes, fue a besar la mano. Fingió Laureano tan bien el papel de representar al Duque que no fue poco que los otros criados disimularan la risa. Diole a entender don Gonzalo que dentro de ocho días había de salir Venus en público a ser vista de todos, y aquel día había fiestas reales, que si gustaba de entrar en ellas se diera por avisado, porque habían de entrar los príncipes en la plaza. Respondióle que sí, pues no había de faltar a lo que hicieran los demás, y mirando a uno de los criados, le dijo:
—Llama a Laureano, que quiero que estos señores le conozcan por deudo mío y mi privado.
Salió Alfredo a darse a conocer y todos le hicieron acatamiento, como dio a entender era su deudo.
Vueltos a palacio los grandes, les preguntó Floripa qué persona tenía el Duque. Respondieron que, a no traer consigo un privado y deudo suyo, no era el Duque de malas partes; mas no tenía que ver con Laureano, porque le aventajaba con la bizarría; y que no les pesaba de que se hubieran trocado las suertes, si acaso fuera la elección en el Duque, porque el estado de Módena era de los más poderosos que había en aquellos tiempos. Respondióles Floripa:
—Como Venus viva contenta, la mayor riqueza es el gusto.
Y mandando retirar a los grandes, quedando sola con don Gonzalo, le dijo que Eufrasia era de las más lindas damas que había en su Corte, y que tenía determinado de dar a entender que era Venus, para hacer experiencia de la voluntad de los pretendientes, pues sería fácil conocer cuál era el enamorado en el sarao que se hiciera en palacio; pues, con la licencia de galantear a las demás, vería cuál se inclinaba a la hermosura de Venus, y que ella también miraría con más desenfado, sin el temor de la gravedad; y que sólo de su prudencia fiaba aquel secreto.
Estimó don Gonzalo el favor, y llegado el día de las fiestas, pidieron los príncipes licencia para entrar en palacio, a ver pasar a Venus desde su cuarto a la sala donde estaban los balcones. Fueles concedida, y Eufrasia, vistiendo ricas galas, salió al lado de su fingida madre acompañada de los grandes y muchas damas, llevando a Venus tan cerca de sí que dio a entender gozaba de su privanza.
No le pareció a Alfredo era tanta su belleza como su fama, creyendo era Venus, y puestos los ojos en la verdadera Venus, preguntó a don Gonzalo quién era aquella dama. Respondióle que era hija del Mayordomo Mayor de su Alteza, y tan estimada que la quería tanto como a su Alteza. Díjole Alfredo:
—No se puede negar que la Princesa es muy linda, mas en esta dama echó naturaleza todo el resto. Dígame, vueseñoría, ¿cómo se llama?
Respondióle que su nombre era Eufrasia. Con esto, bajaron a tomar caballos, dando principio a las fiestas cuatro carros triunfales que, dando vuelta a toda la plaza, alegraron la gente con la suavidad de acordes instrumentos, cantando a coros diversas letras; y vueltos a salir, sonaron los clarines y trompetas y se dispararon muchos tiros al recibimiento de los príncipes, que entraron haciendo alarde de su mucha bizarría en las ricas y costosas galas, y en pajes y lacayos. Hicieron todos reverencia al balcón de Floripa y dando vuelta a todo el contorno para ser vistos de la mucha gente, volvieron a salir.
Se mandó entrara por primer pretendiente el Príncipe de Paternoy vestido de brocado carmesí, penacho de plumas blancas, el caballo blanco, cola y crin encintadas de rosas encarnadas, treinta lacayos de librea de tela encarnada, con sombreros blancos y bandas azules guarnecidas de puntas de oro. Alargó una lanza, en que traía una tarjeta con un mote . Tomóla don Gonzalo y leído, decía así:
Si la Venus de Ferrara
ha de premiar con amar,
tarde llegará el premiar.
—Enamorado está el Príncipe —dijo don Gonzalo—, pues siente la tardanza.
—Antes me parece a mí —respondió Floripa— que teme la dilación por la codicia del estado, pues a estar enamorado hubiera reparado en la hermosura de Venus, como reparó Laureano, como me habéis contado.
En esto, sonaron los clarines y entró en la plaza el de Ásculi; venía de brocado blanco, penacho de plumas moradas y la librea de lo mismo, con pasamanos de plata y dando la tarjeta, decía el mote así:
A Venus precia mi amor,
y aunque vaya despreciado,
con amarla voy premiado.
—¿Qué siente vuestra Alteza de este mote? —dijo don Gonzalo. —Que no tendremos que consolar —respondió Floripa—, pues él se consuela, si Venus le despreciare, y se contenta en amarla.
Sonaron tercera vez los clarines, y entró el Duque de Florencia, vestido de pardo con bordaduras de plata y letras del nombre de Venus, la librea de lo mismo, y plumas pardas y leonadas; y dada la tarjeta, decía el mote:
Si de la estrella de Venus
muestra rigor su influencia,
muerto será el de Florencia.
Era el Duque basto de facciones y grueso, y Floripa le dijo a don Gonzalo:
—Razón tiene de darse por muerto, si a Venus le parece tan mal como a mí. Sonó la belicosa señal, y entró por cuarto pretendiente el Príncipe de Condè, vestido a lo francés de finísima escarlata , bordado de recamados de oro, penacho de doradas plumas, librea de raso encarnado, con guarniciones de plata; y dado el mote, decía así:
Si Venus sabe de amor,
no puede el mío dudar
el premio que le han de dar.
—¡Qué arrogante mote! —dijo don Gonzalo.
Respondió Floripa:
—No os espantéis, que es propio de franceses el ser arrogantes.
Sonaron los clarines y entró por último pretendiente Laureano, vestido de tela rica de color de nácar, librea de espolín de oro verde, plumas y rosas del caballo de todas colores. Habíale encargado Alfredo en secreto que se aventajara a todos cuanto le fuera posible. Era Laureano gran jinete, experto en la guerra y fuerte de piernas; confiado en su mucha valentía, quiso dar gusto a su dueño y arremetiendo el caballo desde el principio de la entrada hasta llegar al balcón, le hizo arrodillar con tan impetuosa violencia que entendieron todos que había caído; y levantándose con diestra ligereza, causó tan general alboroto que se oyó en confusas voces: «¡Viva Módena!». Y dado el mote, decía así:
Amando sin pretender,
aunque a Venus reverencio,
hoy respeta mi silencio
lo que no he de merecer.
—Lo que tienen los demás de arrogantes —dijo don Gonzalo—, tiene el Duque de poco confiado.
—Ha querido —respondió Floripa— juntar a un tiempo el valor y la discreción, que siempre es la desconfianza propia de los discretos. Y prometo que su privado y él me han parecido los mejores. ¡Quiera el Cielo que yo acierte esta elección!
—Si ha de ser a gusto de su Alteza —dijo don Gonzalo—, no hay que temer, que yo la tengo por tan prudente que estimará el que fuere mejor.
Pasados los motes, corrieron los príncipes muchas parejas, por mostrar su airoso despejo, y Laureano llevó tantas ventajas que casi los dejó corridos, por llevarle tan generales aplausos en las repetidas alabanzas. Después, subieron a una ventana que les tenían prevenida para ver los toros; y entrando algunos de los grandes y otros caballeros a rejonear, tuvo Alfredo lugar de mostrar su mucho valor. Mandóles a los lacayos que acosaran los indómitos brutos, llevándolos hacia el balcón de Venus y esperando a lograr la suerte. Fue la suya tan grande que cinco toros que llegaron adonde estaba, heridos por la nuca al golpe de su diestro brazo, los condenó a la muerte del primer golpe, oyendo en varias voces: «¡Víctor, Laureano!» Y mirando al balcón para ofrecer la victoria, mereció que Venus le correspondiera a la cortesía que le hizo con otra, que ella y dos damas que la asistían le hicieron.
Pasados los toros, se dio fin a la fiesta entrando en la plaza un carro triunfante en que venían cuatro gigantes que traían un castillo en los hombros. Y parando en medio de la plaza, dándole lumbre por de dentro, despidió de sí diversa variedad de encendidos fuegos, de ruedas, bombas y voladores cohetes que, subiendo a la región del aire, volvían a la tierra en espesas y lustrosas campanillas. Y mientras pasaba el espeso humo, sonaron cerca de la ventana de los príncipes muchos y acordes instrumentos cantando a coros, mientras se les dio una suntuosa colación que estaba prevenida.
Quedó Floripa tan contenta de la buena disposición de la fiesta que le dio a don Gonzalo las gracias, advirtiéndole que otro día se había de representar la comedia que estaba prevenida. Acompañaron los grandes a los príncipes, y llegados a sus posadas, les dio a entender don Gonzalo que el día siguiente había comedia y sarao en palacio.
Llegada la hora de la prevenida fiesta, fueron a gozar de la prenda que deseaban ver. Tomaron el asiento cerca del estrado de Floripa y descubierto un teatro con muchas y bien dispuestas apariencias, se representó la Fábula de Venus y Cupido en los jardines de Chipre. Acabada la representación, se corrió un dosel y apareció un carro de música, dando principio a la sonora armonía. Llegaron algunos de los grandes a galantear a las damas. Alfredo, a imitación suya, se arrodilló en la presencia de Venus, diciéndole:
—Perdonad, señora, mi atrevimiento, que vuestra rara belleza tiene la culpa de que yo me atreva a suplicaros os deis por servida de mi deseo. Advirtiendo, aunque soy vasallo, si mereciera vuestros favores, que pudiera ser que os viérades en tanta grandeza que no tuvieráis que envidiar en la de la princesa.
Respondióle:
—Sospechosa me deja oír esas razones. Si queréis que estime vuestro cuidado, declaraos, y no me tengáis dudosa.
Díjole Alfredo:
—Sí, y quisiera estar en parte menos pública. —No quede por eso —dijo Venus—. Esperad esta noche a que os busquen de mi parte y venid con la persona que os buscare. Estimóle el favor con demostraciones de tanto gusto que Floripa reparó en ver tan divertida a su hija que le dio cuidado, temerosa de verla inclinada a quien no era digno de darle la mano. Acabada la fiesta, se despidieron todos y quedando solas, la preguntó:
—¿Qué te decía el privado del Duque?
Respondióle refiriendo lo que le había pasado, y estaba determinada a saber quién era, sin darse a conocer. Mandó Floripa llamar a don Gonzalo y venido, le dijo la sospecha que tenía y que fuera a traer a Laureano y le entrara en el jardín, por que Venus averiguara lo que deseaba. Fue a obedecerla y venidos al jardín, avisó de que ya estaba allí. Mandáronle que le hiciera llegar y se retirara. Hízolo y venido Alfredo a la reja, le dijo:
—¿Venís ya, señor Laureano? Estáis en parte donde podéis hablar, y sacarme de la duda en que me habéis puesto.
Determinóse Alfredo a decirle quién era, y la causa de venir encubierto.
—Admirada estoy —dijo Venus—de que os paguéis de una criada, despreciando tanta grandeza, pues la vuestra pide igual casamiento. Y no me habéis de dar la mano.
—¡Engañada estáis en eso —le dijo el rendido amante—, que sólo es grande para mí la que reina en mi pecho! Y os juro, si merezco vuestro amor, quedaréis Duquesa de Módena.
Estimóle la contenta dama el ofrecimiento, asegurándole no quedaría por ella el ser dichosa. Con esto, se despidieron, quedando concertado que todas las noches acudiría a la reja y que don Gonzalo le buscaría para acompañarle. Estuvo Floripa encubierta, escuchando la conversación, y contenta, le dijo a Venus:
—Dime la verdad, ¿qué te parece el Duque?
Respondióle:
—Que si dice verdad, no será otro mi esposo. Fácil será el saberlo, si vuestra Alteza gusta de que yo viva contenta.
—Yo gusto —respondió la contenta madre— de todo lo que tú gustares. Mañana diré a don Gonzalo que despache a Módena un criado de satisfacción para que traiga un retrato suyo, pues es tan despacio y tengo lugar de saber la verdad. Aunque no me persuado a que será engaño lo que dice, pues para casarse contigo, creyendo que eres una dama de mi palacio, no era menester más de ser deudo y privado de Alfredo.
Estaba Eufrasia delante y puesta de rodillas, dijo a Venus:
—Señora mía, si mi amor merece premio, suplico a vuestra Alteza que, pues tiene dos Alfredos, que me dé el uno.
Rióse la Duquesa del donaire, diciéndola:
—Yo te prometo de casarte con Laureano, pues, sabida la verdad, no hay duda de que está enamorado de ti, según el mote que dio en las fiestas.
Otro día se despachó por la posta el secretario, encargándole la brevedad. Partió a toda prisa y llegado a la Corte, se fue a palacio. Pidió a un criado que, pues no estaba allí el Duque, se sirviera de enseñarle el palacio, que le pagaría lo que le pidiera. Parecióle hombre de porte y llevándole consigo, le enseñó todo lo que deseaba ver. Y entrándole a una galería adonde estaban los ilustres ascendientes de la casa de Módena, le fue enseñando dos retratos, diciéndole quién era cada uno.
Y llegando al retrato de Alfredo, le dijo: «Este es su Alteza». Satisfecho el astuto mensajero, le dijo:
—Mucho estimaré llevar a mi tierra una copia.
—Fácil será —dijo el que le enseñaba—. Si vuesa merced no sabe la tierra , yo le llevaré a casa de un pintor.
Aceptó, prometiendo satisfacer la merced. Con esto, se fueron, y llegados a casa del maestro, compró un lienzo de medio cuerpo tan parecido a su dueño que, llegado a la presencia de don Gonzalo, quedó admirado de la viva semejanza.
Fue a dar el retrato, pidiendo albricias de que era cierto lo que había dicho el Duque. Díjole Floripa que hicieran notorio a los pretendientes que estaba determinada a dar fin a su pretensión. Vinieron todos, y fueron recibidos de la prudente madre con demostración de mucha voluntad, diciéndoles:
—Ya vuestras Altezas saben el intento que tuve de que vinieran a mi Corte para inclinar el corazón de Venus a que tome estado. Cada uno de por sí es de tan altos méritos que, a ser mía la elección, quedara indeterminable . Casarla a disgusto es rigor, y pues ha de ser uno sólo el escogido, será preciso que sea el que ella escogiere. Háme dicho que ya tiene hecha elección.
Respondieron:
—Todos quedaremos contentos de su voluntad, pues el dichoso vivirá contento con saber que es amado.
—Responda ella por mí —dijo Floripa—.
—Yo, señora —respondió Venus—, estoy inclinada al Duque de Módena, por estar satisfecha de que me ama por lo que merezco, sin aspirar a la grandeza de mi estado.
—¿Cómo será posible —respondieron los príncipes— que vuestra Alteza conozca más amor en el Duque que en los demás, pues todos la habemos servido con igual deseo de merecerla? ¡Agravio sería para todos darle ventajas de más firme amante!
—No será agravio —dijo Venus—, pues tengo hecha la experiencia. Yo supliqué a mi madre que me permitiera estar encubierta, pues no me había visto nadie, para conocer quién se inclinaba a quererme por lo que merezco. Y pues el Duque me ha servido creyendo era Eufrasia, dama de mi palacio, aunque vino encubierto en nombre de Laureano, privado suyo, temiendo que yo no le pareciera bien, disculpado está del engaño, pues yo he querido asegurar mi pecho del amor de mi esposo.
Quedaron corridos de que se conociera su codicia, y admirados de la discreción de Venus. Y para enmendar el desaire, se ofrecieron a celebrar con nuevas fiestas el desposorio. Diéronle el dichoso parabién y loco de contento, apenas acertaba a responder. Y dando la mano a su amada esposa, pidió Laureano en premio de su lealtad le dieran a Eufrasia. Túvolo Floripa por bien y pasadas las renovadas alegrías, se volvieron todos a sus tierras. Y Alfredo vivió casado con su amada Venus largos años, dándole el cielo en dichosa sucesión ilustres descendientes.

NOVELA SEGUNDA
La dicha de Doristea
Acabado de referir el suceso, dijo doña Lucrecia:
—Tantas alabanzas le podíamos dar a la señora doña Gertrudis por la merced referida, como le dieron a Leucano por la entrada en las fiestas de Ferrara.
—¡Por Dios que temo la competencia —dijo don Vicente—, pues me toca mañana!
—Vuesa merced saldrá del empeño —respondió doña Gertrudis—, que, pues sabe tan bien fingir unas heridas, también sabrá fingir un suceso verdadero .
—Será —respondió don Vicente— el que yo contare, que tengo poco de mentiroso.
—Yo abonaré a vuestra merced —dijo doña Lucrecia—, si valgo por testigo.
Estimóle el favor, diciéndole:
—No dudaré de mis aciertos en la pretensión, con testigo tan abonado.
Con esto, se retiraron a sus cuartos. Y otro día les envió don Vicente unas hojaldres de mano de la tía de su amigo, y roscones y quesadillas dos cajas, y otros dulces, diciéndolas que por fruta de Pascuas se atrevía a darles tan breve desayuno . Estimaron la galantería y llegada la tarde, les pidió doña Lucrecia que cantaran algo mientras se llegaba la hora de la cena. Era doña Lupercia diestra en la vihuela y tomando los instrumentos, cantaron las dos la letra siguiente:
De los cristales del Tajo
mirando estaba Lisarda,
bordadas las pardas guijas
con caracoles de plata.
Celosa está la pastora,
y a las fugitivas aguas
les dice: «Parad el curso
y escuchad mis tristes ansias:
«De Anarda estoy ofendida.
Pues corréis a visitarla,
decidle, de parte mía,
que ya me tiene sin alma».
Escuchábala Lucindo,
contento de ver que paga
la firmeza de su amor,
y desta suerte le canta:
«Pues adoro tus ojos, Lisarda bella,
¿por qué tienes de Anarda celosa queja?
No marchite mi esperanza
el rigor de tu sospecha;
nadie merece mi fe,
sólo adoro tu belleza».
Respondióle la pastora:
«Si no bailaras con ella,
ni yo llorara de celos
ni tú sintieras mis penas».
Prometióle de enmendarse,
y al pie de una verde yedra,
contentos los dos amantes
repitieron esta letra:
«¡Oh, mal hayan los celos,
pues con su rigor nos han dado
en el alma tan fuerte dolor!»
Acabada la letra, pidieron a doña Leonor que les favoreciera con la dulzura de su melosa voz, y tomando la arpa, cantó el verso siguiente:
Cupidillo, si eres ciego,
¿cómo aciertas cuando tiras
a ofender con tus arpone
un alma que está rendida?
Detén las flechas, y advierte,
si eres dios, que es tiranía
el preciarte de matar
quitando a tantos la vida.
Con los rigores de Clori
asestas la artillería
a un pecho que, ya rendido,
no resiste a tu osadía.
Pues eres deidad, no emplees
el golpe en quien, ya rendida,
te ofrece una libertad
que se da por bien perdida.
Hagamos los dos concierto,
pártase ya esta porfía:
o quítame a mí las penas,
o sienta Clori las mías.
Estaba don Antonio cerca de su hermoso dueño y por darle a entender algo de las muchas que le costaba, dijo al vuelo:
—¡Qué propio es de la hermosura preciarse de cruel!
Como doña Leonor vido que podía responder sin dar nota, valiéndose del ruido de las cuerdas, quedó tan turbado de oír la respuesta que la discreta dama conoció que le había entendido, pues con los ojos le significó lo que no permitió el recato.
Entró un criado a decir que ya estaba todo prevenido. Tratóse de cenar, y don Vicente las regaló con muchos y sazonados platos.
Acabada la cena y dadas las debidas gracias, celebrando su mucha franqueza, les respondió:
—Paréceme que me puedo aprovechar de lo que don Enrique le dijo a la señora doña Juana. Vaya de suceso, que tengo prevenido uno que le ha de dar mucho gusto.
Y sentándose en lugar a propósito, dijo así:
En la real Sevilla, tan correspondida de las cuatro partes del mundo por sus ricos galeones y poderosos mercaderes, vivía un Veinticuatro llamado Alejandro. Era genovés, y de lo más noble de Génova. Casóse en Sevilla con una señora de las más principales y ricas de aquella ciudad. Tuvo una hija, llamada Doristea, de cuyo parto murió su madre.
Crióse la hermosa niña hasta la edad de los dieciséis años tan adornada de los dones de Naturaleza, que su padre se miraba en ella como en espejo. Amábala tanto, que se puede decir que fue causa de su desgracia —cosa que sucede muchas veces, pues el mucho amor de los padres quita la suerte a los hijos, por no apartarlos de sí—. Pretendían muchos caballeros su casamiento, y cerró la puerta con decir que era niña, por parecerle que su calidad y riqueza podía aspirar a un título . Murió antes de ponerla en estado, y aunque tenía muchos deudos, quedó en poder de una tía, hermana de su madre. Era doña Estefanía de mucha edad. Tenía diez mil ducados, y quería tanto a la sobrina que pensaba dejarla por heredera, sin la mucha riqueza de su padre.
Había en la misma ciudad un caballero, más noble que rico; tenía un hijo llamado Claudio, tan bizarro por las muchas partes que le dio el cielo, como distraído por su mala inclinación, pues sus muchas travesuras echaron a pique el corto patrimonio de su anciano padre, y por última resolución le quitaron la vida. Porque en Sevilla se hizo un grande robo y apareció Claudio culpado en él. Prendiéronle y juntándole otras muchas causas, le costó a su padre el librarlo más de seis mil ducados. Y con la mucha afrenta perdió la vida.
Quedó el desbaratado mancebo libre y pobre, tan llevado de su mal natural que vivió, a fuer de valiente, con lo que sacaba de las casas de juego. Hallábase afligido, como no tenía qué jugar, y parecióle que la riqueza de Doristea podía suplir su necesidad. Y confiado en su nobleza, la envió a pedir.
Respondió doña Estefanía con tan sobrada cólera como mereció el atrevimiento, diciendo que «cómo se atrevía un hombre de tan mala fama a pedirle a su sobrina, estando tan pobre que para un vil criado de su casa no era digno», añadiendo otros muchos desprecios. Quedó tan ofendido que propuso vengar su agravio. Y pareciéndole que el mejor camino sería galantear a la honesta doncella, lo puso por obra, sirviéndola con tan enamoradas demostraciones que ganó en su pecho el lugar que no merecía.
Conoció su tía la nueva inquietud, y visto que era Claudio la causa, trató de casarla con un indiano poderoso. Y dándole a entender que dentro de dos días la desposaría, le mandó que se previniera con el aseo que pide el cuidado de las novias. Disimuló la enamorada doncella y venida la noche, le dio cuenta a su fingido amante un papel que le dio por una rejilla, pidiéndole que le respondiera luego. Fue a ver lo que contenía, y visto que dándole cuenta de todo le decía que se quería casar con él y no sería otro su esposo, le respondió estimando el favor con fingidas y amorosas palabras, añadiendo que, pues sabía que estaba pobre, sacara en joyas y dineros todo lo que pudiera. Volvió a darla el papel y la engañada doncella, otro día, mientras su tía salió a convidar una señora para madrina, tuvo lugar de sacar de un escritorio más de ocho mil ducados en lucidos doblones y ricas joyas. Acudió a la ventana y visto que esperaba, le llamó, diciéndole que amparase la capa. Y le echó una toalla de tafetán en que iba el robado tesoro, diciendo que a la noche, en acostándose todos, la esperase.
Bien pudiera Claudio contentarse con lo que llevaba, mas era su condición tan pésima que quiso vengarse a toda costa, dejándola burlada. Y previniendo dos mulas, le pidió a un amigo de tan malas propiedades como las suyas le esperase en la puerta del Rosario, dándole a entender otro amigo se había ido a Carmona y le había encargado que le llevara una mujer que corría por su cuenta. Preciábase de cauteloso y por excusar el riesgo, le dijo este enredo.
Cuando doña Estefanía volvió, le dio a la sobrina una cadena de muchas vueltas de perlas muy gruesas, y atada en ella una joya de diamantes, diciéndole:
—Esta cadena es de la que ha de ser madrina, y la vende; hésela comprado, para que conozcáis que os quiero pagar el ser obediente.
Tomóla, contenta de tener más que darle a su engañoso amante.
Recogida la casa, salió a ponerse en las manos de su enemigo. Llevóla adonde le esperaba con las mulas y subiendo en la una la engañada doncella, puso en la otra una maleta con el tesoro. Caminó toda la noche, hasta llegar a unos embreñados montes que sabía muy bien por haber estado muchas veces escondido en ellos, huyendo del rigor de la justicia. Y caminando a lo más espeso, se apeó, y tomando en los brazos a la dama, la puso en tierra, diciéndola:
—Yo vengo cansado, y me importa más mi descanso que un mundo.
Con esto, seguro de que ya la tenía en su poder, se recostó al pie de un descollado risco que por entre negras y azules pizarras despeñaba cándidos cristales, pagando con ellos a la tierra el común censo . Durmió como quien no tenía cuidado de estimar la robada prenda y después de haber descansado, sentándose, la miró con un sobrecejo indignado, diciéndola:
—¿De qué lloráis? En verdad que para mi condición era eso bueno.
—No os espantéis de que llore, pues he visto el desprecio con que me tratáis.
—Mejor que merecéis —dijo el tirano— os trato. Yo no os saqué de vuestra casa para casarme con vos, sino para vengarme de vuestra caduca tía, pues quien se atrevió a ponerse en mis manos no es buena para ser mi mujer.
—Pues, ¿cómo, ingrato Claudio, —respondió la turbada doncella— me tratáis así? ¿De esta suerte pagáis el haber afrentado a mis deudos?
Respondióla:
—Por eso os tengo yo en poco, porque otro día me afrentaréis a mí. Sólo me pesa de que no sacarais más que llevar, para regalar otra que lo merece mejor que vos. ¡Volveos con vuestra loca tía a robar lo que la queda para darle a otro!
Díjole la llorosa dama:
—¡Id con Dios, que no es tan poco lo que lleváis, pues vale más de ocho mil ducados! Y como yo no pierda de mi honor, todo lo demás me importa poco.
—Harto necio fuera yo —respondió el cruel mancebo— dejaros tan ufana. La mayor venganza ha de ser el burlarme de vos.
—¡Primero, villano —dijo Doristea—, que yo pierda mi pureza, perderé la vida a vuestras crueles manos!
Estaba un caballero encubierto más adelante, en parte que no podían verlo, y admirado del valor de la dama, y compadecido, salió de donde estaba diciendo:
—¿Cómo, atrevido mancebo, haces al cielo tan grande ofensa en querer deshonrar esta doncella? Bien pareces hombre vil, pues ofendes esta divina hermosura. ¡Mas no será mientras yo vivo, pues me tuvo el cielo aquí para defenderla!
Mientras le decía estas razones, se levantó sin responderle a tomar una pistola. Ganóle el noble defensor por la mano y disparándole otra que traía en la pretina , dio con él muerto en tierra, diciéndole:
—A un villano no hay para qué tratarle con respeto.
Arrojóse Doristea a sus pies, agradeciéndole la vida y honra que le debía, y el discreto caballero le dijo:
—No es tiempo de responderos, que importa apartarnos de este sitio. Y sin decir más, tomó la maleta y arrojándola sobre su mula, puso a su nueva compañera en la silla. Y puesto a las ancas, partió a toda prisa, apartándose del peligro más de cuatro leguas.
Llegó a una venta adonde le esperaba un esclavo, y llamándole sin apearse, le dijo:
—Vete al camino a esperar a tu compañero y en la posada espera. Ya sabes dónde voy.
Con esto, volvió a su camino el siervo, vido que traía a una mujer, no replicó. Llegados a la posada, pidió una sala, dando a entender era su hermana y que unos criados que le acompañaban se habían perdido y les había de esperar. Con esto, la hizo acostar y cerrando con llave, se fue a la puerta a gozar del fresco, porque ya picaba el calor. Mandó que le aderezaran de comer de lo mejor que hubiese.
Pidiéronle otros caminantes que, si quería jugar, se entretendrían un rato. En el discurso de la conversación, dio a entender que llevaba a la fingida hermana a entrarla en un convento en Úbeda. Llegados los criados, le pareció quedarse allí aquella noche, por desmentir espías. Hizo que le entraran a su compañera todo lo necesario y que cerraran y le trajeran la llave. Y que se aderezase otra sala para él y los criados. Con este descuido, quitó la sospecha.
Otro día, madrugó antes que fuera claro, dando a entender que por el calor salía tan temprano, deseoso de obligar a la que ya le tenía tan cuidadoso. Preguntó si había en el lugar coche o litera. Respondióle la huéspeda:
—Si vuesa merced fuera a la corte, tuviera una litera que está de retorno.
—Importa —dijo el sagaz caballero— que sea para la corte, que el dinero lo allana todo. Llamen al hombre, a ver si me concierto.
Envióle a llamar la cuidadosa mujer por lo que podía interesar, por ser su hermano el dueño. Venido, le apartó, y en secreto le dio a entender que su viaje era para la corte, y que, por haberle parecido hombre de bien, se fiaba de su prudencia: que llevaba una dama a quien estimaba, y por el peligro había dicho era su hermana, y que la llevaba a otra parte. Respondióle:
—No me espanto yo de nada. Cada día suceden muchas cosas, y ya estamos hechos a callar. No le dé pena a vuesa merced, pues encontró con persona que le servirá.
—Todo lo pagaré —dijo él, contento— Caballero, vaya luego al punto, que me importa la brevedad. Con esto, le dio unos doblones a buena cuenta y partieron con toda brevedad.
A la segunda jornada quiso saber quién era la prenda que llevaba, y previno al literero de que habían de comer en el campo, que guiara la litera a parte que fuera a propósito, apartándola del camino una legua. Como iba bien pagado, no rehusó el darle gusto, y llegados a la vista de un espeso encinar, pareciéndole a propósito, se apearon. Sentáronse en parte que no diera sol y mirando que la hermosa dama daba muestras de haber llorado alguna desgracia, la dijo:
—Quién duda, señora mía, que me tendréis por grosero, pues no he dado a entender con mi asistencia la estimación que me debéis. La causa ha sido el asegurar vuestro peligro. Ya estáis segura, y si mi amor os merece que me digáis vuestro nombre y quién sois, estimaré el favor, obligado a serviros en todo lo que me quisiéredes mandar, segura de que sólo trataré de servir a quien ya me tiene tan rendido que disculpo a vuestro robador, pues yo hubiera hecho lo mismo a ser tan dichoso como él, que mereció tanta dicha y no la supo estimar.
Calló con esto, y Doristea, visto que esperaba la respuesta, le dijo:
—No puedo negar la obligación en que me habéis puesto, a la cual estaré tan reconocida como debo. Mas quisiera saber a quién descubro el secreto de mi afligido corazón, ya que gustáis de saber quién soy.
Respondióle:
—No quede por eso, y tened por cierto que en todo trataré verdad. Yo, señora, soy hijo de un caballero llamado don Juan Manrique. Mi padre es señor de vasallos; está en la Corte, en pretensión de que su Majestad le dé un título. Tengo una hermana que, a no estar mirando vuestra belleza, me atreviera a decir que es de las más hermosas damas que hay en este tiempo. Posaba un caballero sevillano pared en medio de mi casa, que por entonces no le conocí. Sucedióme una noche ganar al juego una gran cantidad. Salí tarde de la casa de juego, y unos hombres me salieron al encuentro con intento de robarme o darme la muerte. Y fuera sin duda el matarme, si el caballero que os digo no acertara a venir a su casa. Púsose a mi lado, diciéndome: «¡Señor don Carlos, aquí tiene vueseñoría a quien le desea servir!» Venían en mi defensa dos criados, y nos dimos tan buena prisa que, de seis, quedaron los dos pidiendo confesión. Pidióme que nos retirásemos, por no ser conocidos, y le seguimos por conocerle. Que por el temor de los heridos llamó en la casa, pidiendo sacaran una luz. Y prometo que le cobré tanta voluntad luego que le vide, que no sé decir si nació de su bizarría o de mi obligación, pues le debo la vida. Con deciros que su nombre y apellido es don Luis de Guzmán encarezco su mucha calidad. Gozaba cinco mil ducados de renta de un hábito de Alcántara que tiene al pecho. Estaba siguiendo un pleito de un mayorazgo en que gozaba otros tres mil, sin lo que tenía. Diome cuenta de todo, significándome le debía una voluntad tan fina que se tenía por dichoso en que se hubiera ofrecido aquella ocasión para servirme. Correspondí con la misma demostración, ofreciéndole todo lo que me mandara en que yo le sirviera. Con esto, me despedí, aunque no recabé de su mucha cortesía dejarme que pasara solo, aunque mi casa estaba tan cerca. Habían dicho a mi padre mi disgusto y sabiendo la defensa que tuve en el noble forastero, trabamos tan estrecha amistad que un día se declaró conmigo, dándome a entender que estaba enamorado de doña Fulgencia, y que haberse determinado a pedirla nacía de saber que mi padre la quiere tan tiernamente que había despedido otro casamiento, por no casarla con quien la sacara de la Corte. Añadiendo a esto que, si yo le pagaba la voluntad que me tiene, lo conocería en la intercesión para recobrar el sí que deseaba, pues era cierto que mi padre haría lo que yo le pidiera. Sabida su voluntad, propuse a mi padre lo bien que a todos nos estaba el emparentar con un caballero de tantas prendas. Con esto, se efectuó el concierto. Ha estado cuatro meses en mi casa después de su casamiento, tan amante de su esposa que puedo decir que mi hermana ha sido la dichosa en gozar de tal marido. Ganó el pleito, y trató de venir a su patria. Pidióme que le acompañara, para gozar de las fiestas que sus deudos y amigos harían al recibimiento de mi hermana. Tenía deseo de ver a Sevilla; por cumplir con todo le vine acompañando, estando un mes gozando de muchos entretenimientos, tan hallado, que si no fuera por la soledad de mi padre no volviera tan presto a la corte. Con el alborozo de mi partida, se me olvidó un relicario que estimo en mucho por las grandes reliquias que tiene. Mandé a un criado volviera por él y pareciéndome aquel monte tan deleitoso, respeto del calor, quise detenerme un rato a gozar el fresco. Mientras este esclavo prevenía la comida en aquella venta, con intento de pagar en ella la fiesta, he tenido mucha suerte haber estado allí para libraros de la tiranía de vuestro enemigo. Si gustáis de iros conmigo, seréis tan servida de mí que conozcáis el grande amor que ya me debéis, aunque os parezca lisonja en tan breve tiempo significarme tan rendido.
Mientras don Carlos le dio cuenta de lo referido, le pareció a Doristea que decirle quién era sería rematar de una vez con su perdida honra, porque don Luis había sido uno de los que habían pretendido su casamiento en vida de su padre, y le respondió:
—Yo, señor don Carlos, soy hija de tan buenos padres que no debo nada a los que son nobles. Mi nombre es Clara de Quirós, mas por ahora será excusado, pues no tengo de tratar verdad, y en vos será forzoso. Pues volver a mi tierra no será posible (pues será cierto que mi airado padre me quitará la vida que vuestro valor me ha dado, hallándome en un campo adonde me veo por mi desdicha), me obliga a seguiros, fiada en que un caballero tan noble y que se arrestó a defenderme de mi enemigo me defenderá, pues tratar de otra cosa fuera ofenderme dos veces. Yo estimo el amor que me tenéis, y no me aparto de conocer la deuda. Por ahora os ruego que no tratéis de aumentar mi perdición, pues mi corazón está penetrado con el dolor de haber visto muerto a mis ojos un hombre a quien quise, tan loca que, fiada en su engañoso amor y segura de que su calidad era igual a la mía, para casarme con él me obligó a romper con las obligaciones que tengo. Y pues sóis testigo de que tuve en menos la muerte que perder mi honor, no dudéis de que me mataré antes que aventurar el perderme más de lo que estoy.
Acabó estas razones vertiendo tantas lágrimas, que el enternecido amante la consoló con decirla:
—Segura podéis estar, señora doña Clara, de que primero me sacaré los ojos de la cara que obligar los vuestros a que derramen esas perlas que ya guardo en el pecho en que reináis. Yo pienso obligaros, de suerte que mis finezas os merezcan el favor que espero recibir.
Con esto, llamó a los criados pidiendo la comida, regalando a su dueño con amantes demostraciones, pareciéndole partirse luego para abreviar su viaje. Y llegados a la Corte, antes de subir a ver a su padre, llamó en un cuarto bajo, pidiendo a la señora que hospedara a aquella dama. Y dándola en breves razones cuenta de lo sucedido, le encargó el cuidado. Era doña Laura persona de quien se podía fiar, y profesaba con su padre y hermana estrecha amistad; y aceptó, segura de la buena paga del hospedaje.
Mientras don Carlos subió a su casa, mandó la cuidadosa viuda a los criados hicieran la cama y previnieran camisa para su forastera, consolándola para templarla el mucho sentimiento que mostraba, asegurándola lo mucho que merecía su noble defensor. Mandó el cuidadoso amante a un criado que llevara dinero suficiente y las trajera de cenar, encargándole buscara en los figones todo cuanto fuera bueno, y trajera dulces considerables. Cumplió con lo que le mandó y avisándole de que estaba prevenido, dando a entender a su padre que venía cansado, se despidió para volver a visitar a la que ya le tenía sin sosiego.
Cenó con ella, y después trató con doña Laura que la tuviera en su compañía, advirtiendo que su padre no entendiera nada; porque don Juan trataba (como era hombre mayor y estaba con los achaques de la vejez) de vivir con rectitud y que en su casa todo fuera virtud. Tenía un cuarto capaz de dos vecindades, y dando don Carlos dinero para todo, se adornó una sala más adentro de la de doña Laura, con todas las alhajas a uso de Corte, tan lucidas que mostró el nuevo amante su fina voluntad. En uno de los escritorios la puso todo lo que había sacado de su casa, diciendo no gastara nada, pues todo había de correr por su cuenta. Sacóla cuatro vestidos a toda gala, con todos los requisitos de obligación para su adorno. Con esto, empezó a desahogar el corazón, aunque siempre guardó la defensa de su honor, entreteniendo a su amante con fingirse triste, para no dar lugar a que se atreviera.
Sentía don Carlos el verla disgustada, con tanto extremo que no trataba de otra cosa que de regalarla. Un día, contenta de verle tan reportado , le quiso divertir, y preguntó si había a quién pedir un arpa. Respondióla:
—No bastaba para rendirme tu belleza y discreción, sin el tener otras habilidades para enriquecerme más.
Mandó que le trajeran el instrumento y después de haber tocado con mucha gala, cantó la siguiente letra:
De los males del amor
yo quisiera preguntar
cuál es mayor,
y responde mi dolor:
amar, morir y callar.
En quien tiene obligaciones
es amar una desdicha,
que desluciendo la dicha
aumenta más las pasiones.
¿Cómo se puede pagar
una deuda que es forzosa,
si la paga es peligrosa
y el dueño puede cobrar?
El mirar por el decoro
es confusión del sentido,
pues quiero dar al olvido
aquello mismo que adoro.
Tengan lástima de mí
los que supieren amar,
pues ya pago cuando lloro
la deuda que recibí.
Dime, amor, qué puedo hacer,
pues ya me dejo obligar
con el favor.
Y responde mi dolor:
amar, morir y callar.
No quiso don Carlos darse por entendido, aunque conoció el sentido de la letra, pareciéndole que, pues ya daba a entender que estaba enamorada, sería fácil rendirla. Y celebrando la destreza y suavidad del acento , la pidió que pasara adelante. Cantó otras dos. Con esto pasaba el enamorado caballero, sin atreverse a tratar de su pasión, porque Doristea se daba por ofendida diciéndole que la trataba como mujer a quien había hallado en un monte, pues quería tan presto el premio de los servicios. Respondióle un día:
—Yo, señora doña Clara, no quiero forzada la voluntad. Y pues habéis conocido que la mía es tan verdadera, no excusaré decir el sentimiento que tengo de veros tan cruel, pues han pasado seis meses que habéis estado en mi poder, sin daros enfado con mis pasiones. Si gustáis de matarme, no pagáis la fineza de mi amor.
Significó estas razones con tan triste semblante que la confusa dama, pareciéndola tenía razón de quejarse, pues la tenía tan obligada, le respondió:
—Señor don Carlos, no puedo negar lo mucho que os debo, mas no puedo conceder con lo que me pedís hasta perder la pena que tengo, porque vuestra persona merece ocupar todo el corazón. Y para no daros por entendido el lugar que merecéis en mi pecho, antes ha sido fineza la que tenéis por rigor. Esperad a que me desahogue de mis penas, pues ya con la merced que recibo tenéis tanto principio de conocer que no soy desagradecida, y fiad de mi voluntad, que pago la que me tenéis con muchas ventajas.
Con este cariño excusó por entonces su peligro, porque doña Laura no estaba en casa y el rendido amante quiso gozar de la ocasión, y quiso obligarla con darla gusto; y pidiéndola cantara un rato para divertir su amorosa pena, tomó la arpa a tiempo que entraba su amiga, y cantó la siguiente letra:
Perdió sus corales Julia
en el baile una mañana,
y buscándolos decía:
«No hay mujer más desgraciada».
—«No llores —dijo Cardenio—,
gracia de la misma gracia,
ni marchites con la pena
lo verde de mi esperanza.
«Si estás derramando perlas
que viene a coger el alba,
no sientas haber perdido
una cosa tan barata.
«Guárdame, Julia, los bienes
que me enriquecen el alma,
y daré por una perla
todo el oro del Arabia».
—«¿Adónde está?» —le pregunta—.
Y sacando una maraña
de sus cabellos, le dice:
—«Yo cumpliré mi palabra.
«Del oro de tu cabeza ayer,
cuando te peinabas,
me trajo amor a las manos
la dicha que deseaba».
Risueña de su donaire,
le dijo, más consolada:
—«Bien te merece mi fe
ese amor con que le pagas».
Fueron juntos a la feria
y comprándole una sarta
de corales, se volvieron
contentos a la cabaña.
Cantaban los dos sus dichas,
porque amor, cuando se alcanza,
es yedra que rinde al olmo,
ni se seca ni se cansa.
—Envidioso me tiene Cardenio —dijo don Carlos—.
Respondióle:
—¿De qué es la envidia, si yo le pago a vuesa merced el amor que me tiene y le confieso la deuda?
—Mal hiciera vuesa merced —dijo doña Laura— en no pagarla, y me espanto de ver sus desdenes cuando son tantas las finezas del señor don Carlos.
Tenía doña Laura una hermana llamada Leonor, y otra señora, monja de las más principales del convento, se había endevotado con Doristea, como iba algunas veces a visitar a la hermana. Y pareciéndola que doña Laura se mostraba de parte de don Carlos, temerosa de la poca seguridad de su defensa, quiso no aumentar su yerro con hacerlo mayor, y le dijo otro día:
—¿Quiere vuesa merced que vamos a ver a las monjas, que tengo deseo de ver a doña Inés?
Respondió que sí, por darle gusto con las medras que tenía. Y llegadas a la red , después de haber saludado a la hermana, dijo su devota:
—Vámonos a otro locutorio, que te quiero enamorar sin que estas señoras te vean.
Tenía Doristea donaire en lo que decía y atribuyéndolo a risa, le respondieron:
—Bien será que la señora doña Inés goce a solas sus favores, para no darnos envidia.
Con esto, se entraron en otro aposento y Doristea la contó toda la verdad de su amarga historia, diciéndola su calidad y su nombre; y vertiendo muchas lágrimas, la dijo:
—Yo estoy en mucho riesgo. Doña Laura es mi enemiga, pues se ha declarado en favor de don Carlos. No te quiero negar que le estimo tanto como merece su persona y pide mi obligación, y que sentiré dejarle. Más considerando que un hombre señor de vasallos y que aspira a tener mañana un título no se ha de casar conmigo, pues sabe mi desdicha. Fiada en tu amor, te pido que dispongas con mucha brevedad que yo entre en este convento, pues tengo la riqueza que te refiero, y en protestando, avisaré a mi padre de que estoy viva y verán mis deudos, ya que hice un atrevimiento tan indigno, que lo supe enmendar.
No quiso doña Inés interrumpir su triste discurso, aunque sentía verla llorosa, pareciéndola que descansaba. Y visto que ya dio fin, la respondió:
—Amiga mía, no pagaras mi amor si te faltara la confianza que tienes de mí. Yo te prometo que será con tanta brevedad el servirte, que no tardaré dos días. Y si te riges por mi voto, en estando acá dentro dile a don Carlos tu calidad, que si te quiere con amor verdadero no dudo de que se case contigo. Y si fuere apetito , te hallarás honrada sin que triunfe de tí. Yo diré a la señora priora en secreto todo lo que me dices, para que no tengan a liviandad dejar la religión, si acaso sucede tan en favor tuyo como yo deseo.
Parecióle bien a Doristea la prudencia de su amiga, y respondió hiciera lo que le pareciera conveniente, encargándola la brevedad. Con esto, se despidieron, y la cuidadosa monja lo dispuso con tanta brevedad que dentro de dos días la envió a decir en un papel que ya podía venir. Aseguró a doña Laura con decir quería pasar a ver una señora vecina. Y tomando sus joyas y dineros en un lienzo, se puso el manto, pasó acompañada de una criada y luego que se vido sola, pidió a la señora a quien fue a ver la diera otra criada, diciéndola iba a una diligencia y no gustaba de que su vecina lo entendiera. Como se preciaba de cortés y cariñosa, todas la querían bien, y le respondió que si quería que fuera ella lo haría con mucho gusto. Respondióla que no, que antes la suplicaba que diera a entender que no la había visto, porque don Carlos no formara queja; porque iba determinada a darle un enfado, por vengar unos celos. Con esto se despidió, diciéndola que volvería presto.
Llegada al convento, se quedó en él diciendo a la criada:
—Vete a mi casa y dí a doña Laura que yo quedo en la Madalena, que no tenga cuidado de mí.
Volvió la mensajera a tiempo que su amante preguntaba dónde había ido, pareciéndole novedad por no haberlo hecho en todo el tiempo que había estado en su poder. Quedó tan loco del repentino susto que, sin hablar palabra, salió. Y llegado al torno, pidió que le llamaran a doña Inés. Salió a recibirle, dándole por el torno un papel, diciendo:
—Bien entiendo que vueseñoría vendrá disgustado. Ahora no hay orden de locutorio. Ese papel es de doña Clara. Léale, que yo sé que me disculpará cuando sepa lo que contiene.
Era don Carlos compuesto, y no quiso alborotar hasta ver lo que le decía. Volvió a su casa, diciendo a doña Laura lo que pasaba. Y abierto el papel, decía así:
«Aunque estaba determinada a no decir quién soy, doña Inés me obliga a decirlo para disculpar el parecer desagradecida, aunque en mí no faltará el reconocimiento a las muchas obligaciones que tengo a vueseñoría. Las mías son tantas, que no puedo faltar a lo que debo. Mi patria es Sevilla; mi nombre, Doristea. Soy hija del Veinticuatro Alejandro, y de doña Escolástica Pardo de Santoyo. Y pues don Luis de Guzmán es su cuñado, a su informe me remito lo que excuso en este, por no ser larga…»
—Según esto —dijo doña Laura— ha tratado engaño.
—No la culpo —respondió don Carlos—, hallándola en un monte de donde la traje, pues me da a entender su calidad en lo que contiene este papel. Y si es tanta como presumo, no hay duda de que me casaré, porque estoy enamorado y satisfecho de que no la ofendió Claudio, pues quiso perder la vida conociendo de su intento la burla que ya pagó con la muerte. Con esto, subió a su cuarto, y llamando al esclavo, le mandó fuera a buscar postas , diciéndole:
—Mientras escribo una carta, vuelve con brevedad, que has de ir a Sevilla y no has de tardar ocho días en venir. Camina sin parar, que un vestido tienes si me traes la nueva que deseo.
Era leal, y dando prisa a su viaje, cumplió con lo que debía. Llegado a Sevilla, dio la carta, diciendo no se había de detener más de esperar la respuesta. Mandó doña Fulgencia le regalaran y cuidadosos de lo que la carta contenía, la leyó don Luis, espantado de saber el cuidado de don Carlos, porque no le dio cuenta de nada de lo que pasaba. Determinóse a responder, diciendo en la suya:
«Admirado me tiene saber que vueseñoría tenga noticia de la dama por quien me pregunta, por haber mucho tiempo que falta de Sevilla. Y aunque sentiré hablar mal de las mujeres, y más cuando son de tantas prendas, no excuso el ser puntual, satisfaciendo a su pregunta…»
Y refiriéndole todo el suceso de Claudio, pasó adelante, diciendo:
«…Al día siguiente de su fuga, se despacharon requisitorias por todos los caminos, y le hallaron muerto en un monte. De la dama no se sabe. Corrió la voz de que algunos salteadores le mataron por quitársela y robarle mucha cantidad que sacó de su casa en joyas y dineros. En lo que toca a su dote, pasa de veinte mil ducados, sin la herencia de la hermana de su madre en cuya casa estaba, que pasan de diez mil. Alejandro era de lo más calificado de Génova, lo menos fue Veinticuatro. Su madre o deudos son de lo más ilustre que hay en esta ciudad. Y si valgo por testigo abonado, basta decir que, rendido a su hermosura, se la pedí a su padre, y siendo quien soy me la negó, pareciéndole que el no ser titulado era demérito para merecer su casamiento.»
Quedó don Carlos tan loco con la carta que, entrando a la sala de su padre, le dijo:
—¡Padre y señor mío, si vueseñoría estima mi vida, lea esta carta!
Tuvo don Juan a novedad el hablarle así, porque don Carlos era prudente y sujeto a su gusto, y tomando la carta, la leyó. Acabada, le dijo:
—Según lo que son Luis escribe, me da a entender le habéis enviado a decir que os diga quién es la contenida.
Respondióle:
—Así es verdad.
—Pues, ¿qué Doristea es esta? —dijo el prudente padre—. Decidme verdad y no dudéis de lo que os quiero. La calidad es grande, la riqueza mucha: este Claudio… quiero saber lo que contiene.
Diole cuenta de todo lo referido, diciéndole:
—Seis meses la he tenido tan servida de mis finezas que, a no ser testigo yo de su valor (pues fuera cierto que su enemigo la matara a no tenerme el Cielo allí para defenderla, y que el traidor pagara su atrevimiento), la pudiera culpar de cruel. Pues, huyendo de mí, se entró diez días ha en la Madalena. Envióme un papel y no ha sido posible dejarse ver, ni responderme a los que la tengo escritos solicitando el verla.
Respondióle su padre:
—Espantado me tiene lo que me decís. Posible es creerlo, por la satisfacción que tengo de que sois prudente. Una mujer, tan enamorada de un hombre que la obligó a romper con tantas obligaciones, tuvo en menos la muerte que perder su honor. Cuando la calidad y cantidad no fuera tanta, me basta para datos gusto saber su valor. Vamos a verla, que ya la quiero tanto que no tendré gusto hasta tenerla en mi casa.
Quiso don Carlos besarle a su padre los pies y deteniéndole, le dijo:
—¡Gran cosa es estar enamorado para ser loco!… Reportáos, y mandad que pongan el coche. Vaya un criado a decir que vamos, para que tengan grada.
Hízose todo y llegados al convento, fueron recibidos de la priora con demostraciones de amor. Pidió don Juan que saliera su prenda, y respondió la priora:
—No será poca la fineza de mi amor en obedecer a vueseñoría, que la prenda es tan amable que todas sentiremos que nos la lleve, pues infiero de esta venida que será cierto.
Respondióle:
—En esto no hay duda. Llévemela vuesa merced a la portería, que la quiero ver de cerca.
Obedecióle y traída la novicia, con el contento aumentó tanto su hermosura que su contento esposo la dijo:
—Cierto que, a no ser tan interesado en el pesar que me cuesta este hábito, le diera el parabién a vuesa merced de la toca de lino, pues la hace tan hermosa que no echo de menos las galas.
Respondióle:
—Siempre le parece bien a quien me mira con tan buenos ojos.
Respondióla don Juan:
—Hija mía, sin duda que los míos son muy buenos, pues me habéis parecido tan bien que, a no estar tan viejo, le había de quitar a Carlos la desposada.
Celebraron las monjas el anciano donaire, y la contenta dama le dijo:
—Pues vueseñoría me da nombre de hija, permita la licencia que deseo para besarle la mano a mi padre.
Diole las dos, diciendo:
—Tomadlas ambas, pues ya no puedo negar nada que me pidáis.
Y asiéndole la una la nueva hija, quitándose un sortijón de diamantes que llevaba en el dedo pequeño, se le puso, diciendo:
—Pues tengo de ser el padrino de esta boda, razón será dar la sortija.
Estaba el desposado tan suspenso con el gusto interior, que doña Inés le dijo:
—Señor don Carlos, ¿no dice vueseñoría nada? ¡Lléguese más cerca, que la señora priora dará licencia!
Llegóse, diciéndola:
—No se espante vuesa merced de verme tan suspenso, porque me parece que es sueño lo que miro. Y viva segura de mi voluntad, pues la debo mi ventura, según mi señora Doristea me refiere en su papel.
Respondióle:
—Yo estimo el haber acertado a servirle.
Díjole Doristea que le enviara para adorno de la celda las alhajas que estaban en su cuarto. Prometióla enviarlas, y así lo cumplió. No quiso don Juan sacarla hasta el día del desposorio, para dar lugar a la prevención que pedía tal casamiento. Visitábala todos los días, enviando tantos regalos que toda la comunidad participó de la abundancia. De galas no hay que decir; sólo diré que una literilla que le envió para que saliera se tasó en mil escudos.
Llegado el día de su desposorio, la acompañaron para traerla a su casa veinticuatro coches de caballeros y títulos, y doce sillas de señoras tituladas, con tanta admiración de su mucha hermosura que aumentaban el contento de su esposo con los repetidos parabienes.
A dos meses de casada, salió don Juan con su pretensión, su Majestad un título de duque, nombrando uno de sus muchos lugares que tenía. Parecióle vivir en Sevilla, por no carecer de su amada hija y dar lustre a los nobles deudos de su nuera con verla tan mejorada. Avisó por cartas para que le tuvieran casa prevenida, diciendo a doña Fulgencia visitara a doña Estefanía y la diera el parabién de la nueva. Cumplió lo que su padre la mandaba, y la contenta tía convocó sus parientes y amigos.
Como nunca la nueva fue pública le avisaron a un tío de Claudio que estaba en Córdoba, pobre y cargado de hijos. Vino a Sevilla y sentó querella, pidiendo la muerte de su sobrino. Trató don Luis de concierto, y por dos mil ducados que le dieron, se apartó, y otorgando el perdón, se ajustó todo con la condenación y gastos de justicia acostumbrados.
Cuatro años vivió don Juan después del nuevo título, tan amante de su nuera que sólo por esto la podemos llamar dichosa, pues se ve pocas veces amistoso cariño en tan mal parentesco. Murió después de este tiempo, dejando a su hijo por heredero de los estados y nuevo título, colmando la dicha de su esposa con la heredada grandeza.

NOVELA TERCERA
El amante venturoso
Acabada la referida relación, dieron las gracias a don Vicente, alabando el recato de Doristea. Respondió don Antonio:
—Señores aunque vuesas mercedes tienen razón de alabar esta dama, no excusaré decir que nació del temor que tuvo al suceso de Claudio. Aténgome al recato de mi señora doña Leonor, pues, en dos años que habemos gozado de tan honrada vecindad, ha sido menester que mi madre enviude para merecer verla en esta sala. Que si Doristea se guardó de don Carlos, fue temiendo no ser desgraciada.
Respondió doña Lucrecia:
—Quiera Dios que la señora doña Juana salga de sus cuidados, que yo te prometo que la tendremos tan de espacio que no nos la pueda quitar.
Contenta la prudente madre de verla tan declarada, le dijo:
—Hoy la tiene vuesa merced para servirse de ella y de mí, pues será Leonor la dichosa.
Mudó semblante don Enrique con el pesar de verlas tan declaradas. Y doña Lupercia, arrebatada de los encubiertos celos por estar inclinada a don Enrique (no lo había dado a entender sino a doña Lucrecia, con quien descansaba de su amorosa pena), dijo:
—De lo que me espanto yo es de ver lo poco que responde el señor don Enrique a nada de lo que se dice. Sin duda tiene el corazón bien empleado, pues le tiene tan divertido.
—¡Y cómo, señora —dijo don Enrique—, que el empleo de mi corazón fuera de los mayores que tiene el mundo a ser yo más dichoso! Mis pocos méritos me hacen desgraciado.
—No tanta desconfianza —dijo doña Lucrecia—, que yo sé de alguna dama noble y rica que se tuviera por contenta de darle a vuesa merced la mano.
Parecióle al discreto vizcaíno eran palabras de cuidado y perdida la esperanza del casamiento que deseaba, no quiso perder la ocasión, y respondió:
—Ojalá que vuesa merced me casara y me diera un buen día, pues cosa de su mano no dudo de que sería muy buena.
Con esto, se despidieron por ser tarde, quedando doña Lupercia citada para el día siguiente. Esperó el cuidadoso caballero a que entraran en sus cuartos y volviendo a ver a doña Lucrecia, la preguntó si era donaire lo que le decía, añadiendo:
—Sáqueme vuesa merced del cuidado en que me ha puesto.
Respondióle que doña Lupercia lo estimaba, diciéndole:
—De su calidad y riqueza no hablo, pues ya se sabe. Si le parece a propósito, háblele vuesa merced a su tío don Alonso. Respondióle: —No hay duda de que lo haré, y no pasará de mañana. Don Alonso es mi amigo, y como es Secretario de Cámara, sabe mi nobleza por los papeles de mis pretensiones. Seguro estoy de que no me negará la demanda.
—No le diga vuesa merced nada, por que no se recate.
Estos días prometió hacerlo, aunque no lo cumplió, por darle a su amigo la buena nueva.
Otro día, fueron los dos amigos a dar las pascuas a don Alonso y tratando de la intención que llevaba, lo tuvo por bien. Quedó concertado que, en pasando las vacaciones, se haría el casamiento . Y don Vicente le dio a entender la pretensión de doña Gertrudis, diciéndole:
—Tome vuesa merced la mano en amparar mi intento, pues lo debe a mi voluntad.
Respondió don Alonso:
—Vuesa merced es tan abonado que me parece excusada la intención. Mas, por servirle, haré lo que me manda.
Despidiéronse, y venidos a casa, le pareció a don Enrique enviarla a su esposa (como ya la miraba, con ojos de amante) algunos regalos. Y con el achaque de aguinaldo , sacando un azafate de enrejada plata, puso en él una piel de armiño, engarzadas en oro manos, pies y cabeza; asida una bandilla, se lo envió con otros regalos de mesa, diciendo que guardara las manos en aquel armiño, porque temía que no se derritiera la nieve al calor de los bien encendidos braseros de la señora doña Lucrecia.
Estimó la demostración, y quiso darlo a entender. Y remitiéndole dos pares de medias y una bigotera de ámbar bordada, le envió a decir que por ser labor de sus manos se atrevía , y que le prometía guardarlas para emplearlas en cosas de su servicio.
Llegada la hora de la gustosa junta, agradeció las medias, diciendo eran de las mejores que había visto, dando a entender traía puestas las unas.
—Porque se trata de medias —dijo doña Juana—, yo tengo otros dos pares, y que, por haber salido la seda más entera de lo que se usa, las ha despachado Leonor; y me parece serán a propósito para que el señor don Antonio las rompa debajo del luto.
Mandó a un criado las trajera y doña Leonor, al darlas, dijo a doña Lucrecia:
—Perdone vuesa merced el atrevimiento, y estime la voluntad.
Respondióle:
—Y cómo que la estimo, y en verdad que la pago.
Sabía que su hijo, antes que su padre muriera, había ganado unas joyas y mirándole, le dijo:
—Pues estos caballeros han dado aguinaldo, mirad si soy hombre para pagar estas medias, que sentiré que me dejéis corrido.
—Siempre lo estará vuesa merced —respondió don Antonio—, pues todo lo que yo hiciere será poco para premio que merece tanto favor.
Y levantándose de donde estaba, abrió un escritorio y sacando cinco vueltas de cordón de oro en que estaba asido el retrato a una colonia y unas arracadas de perlas, lo puso en una salvilla. Y dándoselo a su madre, la dijo:
—Mire vuesa merced si puedo atreverme a dar esta niñería, pues vuesa merced se declara en mi favor: mire esa iluminación.
Miróla, diciendo:
—En verdad que, si no me engaño que es su retrato.
Respondió, riéndose:
—No me costó poco desvelo tener esta dicha para consolar las penas que su dueño me da, que las madrugadas de mi señora doña Juana me tuvieron cuidadoso de no perderla.
Sonrióse doña Leonor el rostro con la honestidad, y doña Lupercia dijo:
—Señoras mías con los aguinaldos nos divertimos. Cenemos, que es tarde, por que diga mi suceso.
—Todo es menester —dijo doña Lucrecia— para divertir las horas del invierno que, a no estar tan entretenidas, no se pudieran llevar las noches.
Cenaron, regalándolas con diversidad de regalos, y después de las debidas estimaciones, sentándose donde la oyeran todos, dijo :
—Si del suceso que tengo de referir fue testigo mi padre, por hallarse, pues, en todo el desposorio de El amante venturoso (que este nombre le daremos), otro amante que desea serlo —dijo don Enrique— ha de estorbar por ahora que vuesa merced lo refiera tan presto, por ser tan temprano . Y si lo digo, será fuerza, en acabando de contar, el retirarnos. No será razón que nos dure tan poco la dicha.
—Tiene razón el señor don Enrique —dijo doña Juana—. Cántese algo.
Tomaron los instrumentos diciendo:
—No quede por eso el gozar de la gloria, pues la música es parte del cielo.
Sabía doña Lupercia una letra que venía a propósito de lo que se decía, y al descuido, pidió a doña Gertrudis que la cantaran en los siguientes versos:
«Si cuando la pena es grande
atormenta el corazón,
cuando es tan grande la dicha
el gusto será mayor.
No dudéis de mi firmeza,
pues correspondido amor
con los efectos del alma,
siempre crece a ser mayor.
Gigante, aunque rapacillo,
no es ciego para el favor,
pues penetra por la venda
como lince la intención.
Valiente a los imposibles
se arroja, porque el temor
no le quite de cobarde
el triunfo de la ocasión.
No tema el que es fino
amantela mudanza ni el rigor,
pues le asegura la dicha
la Fineza de su amor.
Viva seguro Fileno
de que siempre quien sembró
ha de coger, con el tiempo,
el triunfo en la posesión.»
Esto cantaba Gileta, y Fileno respondió: «Si la tierra no es ingrata,no dudo del tiempo yo.» Respondióle Gileta: «Si yo te quiero,sólo puede la muerte borrar mi intento.»
No quiso don Enrique adelantarse a decir nada, dando a entender conocía el disimulado favor, por parecerle que doña Lucrecia no le diría nada de lo que estaba tratando. Y pidiendo a doña Leonor cantara, tomó la vihuela y sin resistir, cantó las coplillas siguientes:
Díganme los que saben
qué cosa es amor,
si en la pena que sienten
consiste el favor.
Todos miro que lloran;
yo no lo entiendo,
pues amar es lo mismo
que estar muriendo.
Yo digo que son necios
los amadores,
pues las penas que pasan
llaman favores.
Respondióme un amante:
«Muy poco sabe
quien no compra los gustos
con los pesares.
Que el amor es de almíbar,
y se empalaga
quien no prueba
las flores de la retama.»
Con esto cesó la música quedando todos muy regocijados de lo bien que había cantado, y doña Lupercia dijo así:
En la insigne Zaragoza, ilustre cabeza del reino de Aragón, tan celebrada en los aplausos de la admiración, cuanto digna de la inmortal fama que goza, como suntuoso relicario de la Emperatriz de los Cielos, María, Señora Nuestra, concebida sin pecado original, que goza el título de la Virgen del Pilar, como poderoso atlante, sustentando en los hombros de su caridad la máquina terrestre, vivía un caballero, tan ilustre en la sangre como poderoso en la riqueza, llamado Ricardo Milanés. Tenía en dichosa sucesión dos hijos; uno varón, llamado Carlos; y la niña, Margarita, de cuyo parto murió su amada esposa.
Vivía frontero de las casas de Ricardo otro ilustre caballero, no menos aventajado en la calidad que en riqueza, natural de Cataluña, llamado Octavio Esforcia. Vivía de asiento en Zaragoza por haber casado allí con una dama aragonesa, igual en todo a su mucha riqueza y calidad, de la cual tuvo una hija, llamada Teodora. Estaba Octavio viudo, y respeto de la mucha vecindad y soledad afligida, trabaron estos dos nobles caballeros una estrecha y firme amistad, entreteniendo el tiempo en gustosos y honestos pasatiempos. Los niños, a imitación de sus padres, gastaban sus amorosos y corteses cumplimientos.
Era Carlos de doce años y venido a Zaragoza un tío suyo hermano de su padre, caballero tan esforzado, que por su mucho valor gozaba los honoríficos aplausos de capitán aventajado y coronel mayor de los Tercios de Flandes, y viendo a Carlos en tan hermosa juventud, con gusto de su hermano se le llevó deseoso de aumentar en las lenguas de la fama los honorosos y antiguos blasones de su ilustre ascendencia.
Quedaron las dos hermanas niñas unidas al estrecho lazo de amorosa correspondencia aunque era Margarita la obligada a las visitas, porque Teodora por los continuos y prolijos achaques de su padre, no salía de casa, y las horas que Ricardo faltaba de la suya se iba con su amiga, entretenidas las dos en el curso de sus curiosas labores, dando a Octavio ratos de mucho gusto con la suavidad de sus angélicas voces.
Llegó Teodora en su hermosa juventud a la edad florida de los dieciocho años, tan adornada de fortuna y naturaleza, que se puede decir sin encarecimiento que estas dos basas en quien se fabrican las humanas dichas andaban en competencia apostando lucimientos en que Teodora como en espejo cristalino reconociera los altos merecimientos de su ilustre sangre; la singular hermosura, tan celebrada de todos que la llamaron el milagro de aquel tiempo, sin dar envidia a las demás aragonesas, pues fuera la Fortuna inconstante si diera lugar a la emulación, que, preciada de escurecer tan soberanos resplandores de dama las oscuras nieblas de su voraz envidia.
Ocupó Carlos ocho años en servicio de la Sacra Majestad de Felipe Segundo, con tan dichosos aciertos y próspera fortuna que su Majestad le honró con un hábito de Alcántara encomendándolo con seis mil ducados de renta, sin otros ricos despojos que ganó por su mucho valor. Cayó Ricardo enfermo de una peligrosa y mortal enfermedad a tiempo que Octavio y su querida hija estaban en Barcelona. Y fue preciso despachar por la posta al condado de Rosellón adonde a la sazón residía Carlos. Y vista la carta de su doliente padre, la puso en manos del capitán general, por la cual le fue concedida licencia vista la precisa obligación.
Partió el desconsolado caballero a toda prisa, aunque no fue la que deseaba, pues llegó a su fúnebre casa después de cinco días que su amado padre pasó de esta vida en paz. Halló a la querida hermana acompañada de Antonio Milanés, tío suyo. Renovóse con su venida el justo sentimiento y vistiendo negras y pesadas bayetas , recibió a un tiempo pésames de la presente desgracia y parabienes de su venida.
Cuatro meses pasó en funerales obsequias y en ajustar las cosas de su riqueza partiéndose después a la Corte a concluir un pleito de un mayorazgo y otros negocios importantes. No negoció tan presto que no pasara año y medio sin volver a Zaragoza Y como ya estaban enjutos los ojos y pasados los lutos, volvió con ricas y lucidas galas de soldado, amartelando las damas de Zaragoza con su bizarría. Vivía tan libre de cuidados amorosos que no sujetaba su albedrío.
Cuando llegó a su casa estaba ya de vuelta Octavio Esforcia en la suya, y sabida su venida pasó a visitarle y darle la enhorabuena. Fue recibido de Carlos con amorosas demostraciones. Y al echarle los brazos al cuello le dijo:
—Bien parece, señor Carlos Milanés, que sois vivo retrato de vuestro honrado padre. Y os aseguro que me enternece el alma el acordarme de la grande amistad que tuvimos los dos.
—Estimaré me mandéis en que os sirva —respondió el discreto mancebo a los ofrecimientos—.
Y tomadas sillas, le habló en cosas diferentes. Preguntó en el discurso de la conversación por la salud de la señora Teodora, a que respondió el anciano padre estaba con salud. Replicó Carlos, diciendo:
—¿Y cómo no la casa vuesa merced, para dar gloriosa sucesión a su nobleza? —No sé qué responda —dijo Octavio—, porque se muestra tan rebelde en tratándola de casamiento que, derramando lágrimas me ha obligado a cerrar la puerta a todos los pretendientes. Quiérola tan tiernamente que no me atrevo a forzarla su voluntad.
—Véala vuesa merced —dijo Carlos— tan bien empleada como deseamos todos sus criados.
Llegada la hora de despedirse se fue Octavio a su casa. Quedó hablando con su hermana en la rebeldía de la condición, y preguntando el curioso caballero si era hermosa, respondió Margarita con tan encarecidas exageraciones que puso deseo a su querido hermano de verla, quedando de acuerdo pagar la visita acompañado de su hermana, para ocasionar a que saliera a recibirla.
Sucedió a medida de su deseo: estaba Octavio en la cama y asistiendo a la visita la honesta dama. Quedó el asaltado caballero asombrado de su belleza, quedando preso su libre corazón. Y por dar más lugar a la gloria que ya le bañaba el pecho, dando a entender quería divertir al doliente, mandó a un criado le trajera una vihuela. Y después de haber punteado con mucha gala, cantó una letra. Y dejado el instrumento, dijo el enfermo:
—En verdad, señor Carlos Milanés, que no he de quedar esta vez obligado a la merced recibida, que os la tengo de pagar muy de contado, porque veáis que deseo serviros.
Y mirando a su hija, la dijo:
—Por tu vida, Teodora, que me saques de este empeño pagando por mí esta deuda.
La obediente dama mandó a una criada le trajese una arpa y después de muchas y galantes diferencias, dando al aire el dulce acento de su voz, cantó los versos siguientes:
De los ojos de Lisarda
llevaba flechas Cupido,
recogidas en su aljaba,
para tirarle a Leonido.
Sintió el pastor sus arpones,
y díjole al verse herido:
«Si son de Lisarda, ciego,
mira no pierdas el tiro.
Aunque tiras a matarme,
tu crüel rigor estimo,
contento de ver que muero
por objeto que es divino.
El oro de su cabello voy
siguiendo, aunque perdido,
gustoso de no hallar
la puerta del laberinto.
Teseo, para salir, llevaba
en la mano el hilo,
que a un ingrato le está
bien preciarse de fugitivo.»
Escuchaba la pastora
el amante enternecido,
y tocando un instrumento,
de aquesta suerte le dijo:
«Si el amor os hiere,
pulido zagal,
yo seré el cirujano
que os ha de curar.»
Cantó con tan dulces quiebras y pasos de garganta los referidos versos, que el enternecido amante estaba fuera de su acuerdo. Y la honesta dama, reparando en su elevada suspensión, dejó el instrumento, dando lugar a que se despidieran los agradecidos hermanos.
Ocho días pasaron sin que Margarita visitase a su amiga, y apretándole los dolores de la gota a Octavio, envió a suplicar a Carlos pasase a divertir su penosa melancolía. Pidióle a su hermana se pusiese a toda prisa el manto, para obligar a Teodora que saliera a recibirla. Fue fuerza asistir en la sala de su padre Carlos, por divertir su achaque. Pidiendo una vihuela después de haberla punteado con extremado despejo, se levantó, danzando un canario con intrincadas mudanzas.
Divertida Teodora con verle danzar, se llevó de la consideración de su mucha bizarría; y reconociendo tan repentina mudanza, vueltos los hermanos a su casa, dando de cenar a su padre y orden a los restante de su gobierno, mientras cenaban las criadas se retiró a su recogimiento. Y sentada sobre una bordada cama, torciendo sus blancas manos, hablando con sus nuevos pensamientos dijo así: «¿Qué es esto, Teodora? ¿Cómo habéis dado lugar a tan extraño cuidado? ¿Dónde están los antiguos recatos de vuestra honestidad? ¿Cómo habéis permitido que Carlos Milanés os robe el alma? ¿Qué será de vos si el dueño que habéis escogido, llevado de otros amorosos cuidados, se precia de cruel? ¡Desgraciada de mí! ¡En fuerte hora llegó mi nacimiento…!» Y derramando copiosas lágrimas, quedó tan inmóvil que pudo pasar plaza de cristalina estatua. Y entrando las criadas a desnudarla, pasó lo restante de la noche en congojadas ansias y ardientes suspiros.
El día siguiente, mandó llevar los bastidores de sus curiosas bordaduras a una sala que caía frontero de las casas de Carlos, dando a entender lo hacía por el calor, para ver despacio a su nuevo dueño. Fiaba en las guardas de los balcones, por estar adornados de espesas y tejidas celosías y lustrosas vidrieras.
El penado caballero, sintiéndose indispuesto, convocó todos sus amigos, para que a la puerta de su sala (por ser la calle anchurosa) se inventasen diversos y entretenidos juegos. Unas veces de esgrima, otras de sortija y estafermos , sólo a fin de que su señora ocupara los balcones. Y no consiguiendo el fin de su amoroso cuidado (porque Teodora gozaba de todo, sin ser vista de nadie), una tarde, arrebatado de sus mortales congojas, hablando con su hermana, la dijo:
—Ocho meses ha, amada Margarita, que muero desesperado de mejor fortuna, y he pensado que mi señora Teodora todas las fiestas que consagro al templo de su hermosura entenderá que son entretenimientos de caballero mozo por divertir el tiempo. Y he determinado esta noche darla a deshora una música en aquella calle que está junto a su casa, pues me decís que las ventanas de su dichoso albergue caen en aquella parte. Y si esta diligencia no surtiere efecto, os ruego que tengáis por bien de elegir el estado que más os convenga, para que, dejándoos en pacífica quietud, me vuelva yo a la guerra, para perder en ella la vida, que ya me cansa, si no es que me la quite primero la que tengo en el alma.
Escuchó la afligida hermana la triste relación, derramando hermosas y cristalinas perlas. Le consoló con sabrosos cariños y prudentes consejos, aprobando por buena su determinación, gustoso de la buena acogida que halló. Entretuvo lo restante de la tarde en dar las voces a dos criados músicos que tenía en su servicio.
Pasada la medianoche, se fue a la referida calle a propósito de su intento, por ser angosta y poco pasajera. Y puesto debajo de las ventanas de su hermoso cielo, mandó a los criados dieran principio al sonoroso rumor. Después de haber cantado los criados las letras prevenidas, tomando Carlos el instrumento, cantó solo la letra que se sigue:
Luchando con imposibles
me admiro de mi pasión,
pues vivo de lo que muero
muriendo de mi dolor.
Divino objeto, a quien rindo
un amante corazón,
carácter en quien se imprime
la imagen que adoro en vos.
Escuchad mis tristes ansias
que un serafín es rigor
que se precie de crüel,
pues es deidad superior.
No os pido que me premiéis,
si es gloria, que entiendo yo
que el amar sin esperanza
son quilates de mi amor.
Sólo quiero que entendáis
que ya tan perdido estoy
que en no hallarme está mi dicha
cuando me pierdo por vos.
A un tiempo sin competencia,
señora, estamos los dos
conformes en los efectos,
aunque desiguales son.
Vos atenta a los recatos
a que obliga el pundonor,
y yo atento a respetarlos,
pues piden veneración.
Había salido Teodora, por divertir sus melancolías, a una celosía, y reconociendo a su reenclinado amante, arrebatada del repentino gusto, considerando no había en la calle otra persona a quien se le pudieran cantar los versos referidos, retirándose de la ventana, dijo así: «¡Ya, Teodora te puedes llamar dichosa y solemnizar con repetidos elogios tu ventura, pues Carlos, a quien rendiste el albedrío, te ama con tal extremo que puedes romper la cárcel del silencio en que has tenido presa tu bien empleada voluntad! ¡No hay que esperar, que si matas tu misma vida, morirás de infeliz! Carlos te estima, igual a ti en calidad y aventajado a todos los necios que te pretenden, ignorantes de que eres esclava y sin licencia de tu dueño no puedes disponer de ti. ¡Demos principio a la felicidad que ya deseas, pues el cielo dispone tu mayor dicha!» Y diciendo esto y otras amorosas razones, tomó la pluma, cifrando en corto decir mucho sentimiento, con intención de darlo otro día a su querida amiga.
No se descuidó Margarita de aliviar las penas de su hermano, y pasando a visitarla, fue recibida con tan amorosas demostraciones que se prometió alguna novedad. Y retiradas a un jardín, bañando a Teodora el hermoso rostro en purpúreos claveles le dijo:
—Amada Margarita, sólo de tu prudencia fiara yo los secretos de mi rendido corazón: Carlos, mi señor, me dio anoche a entender sus penas, y no me cuestan tan baratas que no puede alegar mayoría en las muchas que me debe. Dale este papel, y cumple por mí como amiga verdadera.
Abrazóla Margarita, con tan locas demostraciones de contento que la ocasionó a sobrada risa. Y despidiéndose a toda prisa, venida a su casa, dijo a su cuidadoso hermano:
—Ya, Carlos, se acabaron mis llantos y los muchos disgustos que me cuestan los vuestros: ¡tomad este papel que vuestra adorada os envía! Ella os le escribe y yo le traigo, deseosa de saber lo que contiene.
Quedó el enamorado caballero tan suspenso que en mucho rato no pudo articular razones. Y besando muchas veces la nema le abrió, leyéndole recio para que su hermana le oyera; el cual decía así:
Amar sin esperanza es valentía
del amador atento y prevenido,
pues huye su cuidado del olvido
a que condena amor en rebeldía.
No temer su rigor con osadía
hace menor el daño recibido,
pues cuida de su herida apercibido
de que su amor no pase a demasía.
El vuestro ha merecido en mi cuidado
la mucha estimación que ya le ofrece
un corazón que, en fuego transformado,
no huye de las llamas donde crece;
y si amor con amor queda premiado
ya tiene el vuestro el premio que merece.
—No hay que esperar aquí —dijo Margarita—, y me parece que habléis a vuestro tío Antonio Milanés y a nuestros deudos, para que le hablen a Octavio Esforcia, pues no ha de negar, conocida vuestra calidad y riqueza, una cosa tan justa.
Parecióle bien a Carlos, y sin detenerse se fue a casa de su tío; y dándole larga cuenta de sus amores le puso el referido soneto en las manos, cosa de que quedó muy gustoso. Y saliendo de casa a buscar otros dos amigos y algunos de sus deudos, se fueron juntos a besar las manos al anciano caballero. El cual, sabida su demanda, respondió:
—Pluguiera a Dios, señor Antonio Milanés, fuera yo tan dichoso que Teodora me obedeciera, pues se muestra tan rebelde que no me atrevo a casarla por fuerza. Y así tengo despedidos muy grandes casamientos. Lo que aseguro es que no ha de ser por mí, si puedo vencerla, pues estimo tanto al señor Carlos Milanés, por lo que merece y por hijo de su padre a quien yo tanto quise.
Quedaron todos contentos, sabida la determinación de la hermosa dama. Y despedidos, prometió don Octavio Esforcia dar la respuesta. El día siguiente fueron a dar a Carlos las buenas nuevas.
Llamando una criada a Teodora, venida a la sala de su padre la dijo la demanda de aquellos caballeros, significándole el mucho gusto que tendría de verla tan bien empleada. Quedó tan loca la enamorada doncella que bañando el rostro de encendidas colores, lo atribuyó su padre a su acostumbrada honestidad. Reportada del repentino gusto, respondió que no tenía más voluntad que la suya, que el no haberle obedecido nacía de su mucho amor, por no apartarse del amoroso nido. Agradeció su padre que se mostrara obediente y pareciéndole había vencido un imposible, sin esperar a más dilaciones envió a llamar a Antonio Milanés. Y quedando asentado el casamiento, le suplicó tomase a su cargo la disposición de todo, respeto de sus muchos achaques. Estimó en mucho el cargo que se le daba, quedando de acuerdo sería el desposorio dentro de quince días. Y despedidos, se fue Antonio Milanés, acompañado de los caballeros más nobles de Zaragoza, a convidar al Corregidor para que apadrinase tan festivas bodas, tratando de que dentro de cuatro días fueran las capitulaciones . Enviando tantas y tan ricas joyas y costosas galas, que a todos les pareció pasaban a exceso, dando a todos los que fueron a ellas lucidas curiosidades de lienzos, guantes y otras cosas.
Pasólo el venturoso amante con mejor fortuna aquellos días, gozando las noches honestos favores de su amada esposa. Llegado el día señalado, se fue la señora Corregidora, acompañada de dos amigas que gustaron de servir el oficio de camareras a casa de Octavio Esforcia. Aderezaron a la desposada con un vestido de color de perla con asientos de oro, enlazándole el hermoso y dorado cabello con unos hilos de transparentes perlas, quedando tan hermosa que puso en admiración a aquellas señoras. Y bajándola el Corregidor de la mano, entraron en las carrozas. Y acompañados de la nobleza de Zaragoza, llegaron al templo de la Virgen del Pilar, y celebrados los oficios divinos y recibidas las bendiciones, volvieron a casa de Octavio Esforcia. Tan tarde que, por no embarazar el gusto de la prevenida y opulenta comida, no se dio nada por desayuno, divirtiendo el breve rato una encamisada que tenían prevenida los criados y mozos de cocina. Vestidos ridículamente, con diversos instrumentos entraron en la sala, bailando, cosa que dio a todos sobradísimo gusto. Y llegada la hora, ocupando las blancas y olorosas mesas, comieron, al son de diversos instrumentos, costosos y regalados platos. Acabada la comida y tomada aguamanos de ámbar, vueltos a sus asientos y pasada una hora de sosiego, danzaron todos los caballeros, sacando a las hermosas damas . En esto y en otros gustosos juegos se pasó lo restante de la tarde. Margarita, que era sazonadísima, pidiendo licencia para salir allá fuera. Don Pedro Maza, picado de la agudeza de sus dichos, se levantó a tenerla, diciendo:
—En verdad, mi señora que con licencia del señor Carlos Milanés, que habemos de danzar los dos, porque me han alabado mucho su despejo y tengo deseo de verle.
—Hanle engañado a vuesa merced, mas con hacer lo que supiere cumpliré lo que debo.
Y mandando que le trajeran una harpilla pequeña, y don Pedro con una vihuela, danzaron los dos una pavana con airosas y diversas mudanzas. Quedó tan enamorado que propuso en su corazón pedirla por esposa.
Y recibidos los aplausos de todo el auditorio, avisando Antonio Milanés que esperaban las mesas, cenaron con mucho gusto y mayor admiración de tan suntuosos y magníficos banquetes. Dando sobremesa las debidas gracias, les pareció dar lugar a que los contentos desposados gozasen el deseado retiro, convidándoles Octavio Esforcia para el día siguiente.
En diversos pensamientos lo pasaron Margarita y don Pedro lo restante de la noche, que no le pesara a la hermosa dama de verse tan bien empleada. Y venido el día siguiente, por detenerse las demás en sus curiosos tocados, era el mediodía cuando llegaron a la gustosa junta; y así, le pareció a Antonio Milanés no dar nada de desayuno. Entretúvose el breve rato en darle algunos motes a la desposada, preguntando cómo la había pasado. A que Carlos tomó la mano en defender a su señora.
Pasada la comida, vueltos a sus asientos, se trató de en qué se entretendría aquella tarde. Diéronse varios pareceres, y Margarita, deseosa de darle a don Pedro alguna ocasión, dijo a todos:
—Lo mejor será, respeto del cansancio que tuvimos ayer con los muchos juegos y bailes, que se haga una academia en que estas damas den asunto a los caballeros, y sean obligados a responder en verso lo que cada uno supiere. Y el señor Octavio Esforcia, como dueño de todo, será el juez, sentenciando los premios merecidos.
Parecióles a todos bien, y el juez respondió:
—Pues no he de reservar a mi hija, que no la ha de valer la mesura de desposada. Dele asunto el señor Carlos.
Ella, entre risueña y vergonzosa, le dijo:
—Llegó mi esperanza al puerto.
Agradecido Carlos el jeroglífico, conociendo el gusto que le bañaba el pecho y elevada en él la vista, dijo así:
Engolfado navegaba
el mar incierto de amor,
y remando en mi dolor
el corazón zozobraba;
era la tormenta brava,
salió el Norte y descubierto,
me guió con tal acierto
que, siguiendo su hermosura,
viento en popa mi ventura,
llegó mi esperanza al puerto.
Celebraron todos la enamorada respuesta, y el juez mandó que se le diera premio. Diole la hermosa Teodora un corazón de diamantes y volviéndosele a prender, le dijo:
—Pues no tengo en quién emplearle, será ocioso el recibirle; pues reináis en el que tengo, eso me basta.
Cualquiera razón de los desposados renovara el gusto de los presentes. El juez mandó a la hermosa Margarita diera asunto a don Pedro Maza. Había en el auditorio algunas damas apasionadas, en particular, la hermosa Bernarda, con quien había estado tratado de casar y por causas indiferentes don Pedro había despreciado el casamiento; temerosa Margarita de que le sucediera lo mismo, mirándole con un gracioso desdén, le dijo:
—Bandolero es el amor. El discreto amante, reconociendo su temor, la quiso asegurar en la décima siguiente:
¿Por qué llegáis a culpar
en Cupido los despojos,
cuando le dan vuestros ojos
las flechas para tirar?
Vos sóis quien sale a matar,
no culpéis al ciego dios;
y aquí para entre los dos,
bella y tirana homicida,
pues ya me quitáis la vida,
la bandolera sois vos.
No le pesó a Carlos de ver tan declarado a don Pedro, y la noche antecedente, hablando con su nuevo padre, le dio a entender no le pesaría de ver a su hermana tan bien empleada. Mandó el juez se le diera premio, y la hermosa dama le dio un curioso y esmaltado cabestrillo.
Y mirando Octavio Esforcia a la hermosa Anarda, le dijo le diera asunto don Luis Esforcia, su sobrino. Era Anarda de dieciséis años, de extremado despejo, singular hermosura y conocida nobleza. Amábala don Luis ternísimamente, aunque no lo explicaba por palabras expresas por ser de natural vergonzoso y encogido (propia condición de quien sabe poco). Sentíalo Anarda, y quiso darlo a entender. Mirándole con un sobrecejo de grave honestidad, le dijo:
—Amor pierde por callar.
Reconoció el enamorado mancebo su disgusto. Determinado a declararse, la quiso satisfacer en los siguientes versos:
Anarda, después que os vi
ardiendo en tan dulce fuego,
aunque perdido el sosiego,
es gloria la pena en mí
con el llanto en que me anego.
Y pues me mata el rigor
del ceguezuelo traidor,
y está mi vida en hablar,
si amor pierde por callar,
publíquese mi dolor.
Sonrióse don Luis, el rostro con tan encendidos colores que causó en todos mucha risa, dándole alguna vaya. El juez mandó se le diese premio, y la hermosa dama le dio una joya de cristal engarzada en oro. Llegó a recibirla diciendo:
—Por Dios que, pues estos caballeros se ríen de mí, que les he de dar motivo de mayor risa.
Y al tomar la joya, la asió la blanca mano, dándole en ella un beso recio y repentino. Creció en todos el gusto y celebrado el discreto despejo, empezaron unos y otros a glosar de repente muchos y sazonados disparates, pasándoles tanta parte de la noche que oyeron las campanas de maitines, alborotándose por la mala obra que recibían los alegres desposados, mandando a los criados encendieran hachas.
Antonio Milanés, que estaba en la puerta esperando sazonada coyuntura para dar gustoso fin a tan glorioso desempeño, entró en la sala diciendo:
—Paso, señores, que no por media hora más o menos dejará mi sobrino de gozar los favores de su esposa. Vuesas mercedes han tenido mucha risa, y los juzgo muy enjutos de saliva; y no será razón enviarlos tan secos de garganta.
Acabadas estas razones, entraron cuatro pajes con grandes y colmadas fuentes de costosos dulces. Y llegando dos a los caballeros y dos a las damas, dieron lugar a que tomara cada uno lo que le dio gusto. Pasado el almibarado regalo, se despidieron, renovando los alegres parabienes y dando lugar a que el amante venturoso gozara en pacífica quietud de su amada Teodora.

NOVELA CUARTA
El esclavo de su esclavo
Estuvo don Enrique tan atento a la referida relación que no fue poco en doña Lupercia disimular la risa de verlo tan suspenso. Y dándole todos las gracias, respondió:
—Dejen vuesas mercedes ese aplauso para el señor don Enrique, que yo creo que mañana en la noche nos dará un buen rato.
—No dudo de eso —le respondió—, pues, hallándome tan favorecido, acertaré a darles gusto a vuesas mercedes, si no es que el mucho favor me turbe.
—Dejar esta turbación —le dijo don Vicente— y vámonos a acostar, que es tarde y le hacemos mala obra a mi señora doña Lucrecia.
Respondióle:
—Mucho me ofendo de eso, cuando es para mí de tanto gusto la merced que recibo; algún día mostraré el agradecimiento.
Con esto se despidieron. Y llegado el día siguiente, último de Pascua, las regaló don Enrique con tantos platos que se aventajó en dar a entender su franqueza. Estimaron todas su galantería y alzadas las mesas, dijo así:
El suceso que tengo de referir es digno de memoria, aunque es antiguo. Cuando el Condado de Barcelona no estaba agregado a la real Corona de España, reinaba en Cataluña un conde llamado Rodulfo. Entre los grandes potentados de su corte, privaron dos de los más nobles y poderosos, mereciendo su gracia. El uno llamado don Félix Centellas y el otro Feliciano Torrellas. Gozaba don Félix el absoluto poder del gobierno de Cataluña. Feliciano Torrellas, con su mucho valor, defendía sus tierras del Conde de todos los enemigos; en particular, de los moros de Argel, porque el Rey moro las molestaba, en venganza de un bajá que le habían muerto los catalanes en una batalla.
Don Félix, con el asistencia en palacio, gozaba los favores de Blanca, hermana del Conde, dama de tan rara belleza que pretendían su casamiento muchos príncipes. No quería el Conde casarla, porque era incapaz de engendrar y temía que le quitaría la corona el esposo de Blanca. No le pesaba a ella del rigor de su hermano, por estar enamorada de don Félix. Y mostrándose esquiva en los favores que le daba, lo sentía el rendido amante dándole amorosas quejas. Respondióle un día que no sería posible pasar a mayores demostraciones hasta que su hermano muriera, pues sin darle la mano de esposa se aventuraba su decoro. Estaba sin sus damas, y don Félix se arrojó a tomarla una y besándosela, la dijo:
—¡Pues no me la queréis dar, yo la tomaré, para que su nieve temple el fuego que me abrasa!
Diose Blanca por ofendida del atrevimiento, porque una dama entró en la ocasión. Y quedó tan triste del rigor con que le trató por disimular su amor, que, ofendido de las razones, se determinó a darle a entender su sentimiento. Y aquella noche se fue al terrero a dar una música y significarle parte de lo que sentía.
Como Blanca le amaba tan tiernamente, quedó arrepentida de haberle tratado mal. Y conociendo la discreta dama su encubierta tristeza, le dijo: —No excusaré, señora mía, el ser atrevido, pues ya conoces mi lealtad, y tengo de quejarme de que no la pagas, pues no descansas conmigo conociendo mi amor. Era Rosimunda hija de la ama que había criado a Blanca, y pareciéndole que se podía fiar de su presencia, la respondió:
—No te espantes de mi silencio, pues no era permitido a mi decoro decirte mi cuidado. Y pues ya le viste en el atrevimiento de mi amante, no te quiero negar parte de mi amor, pues no fuera razón.
No le pesaba a ella del rigor de su hermano, por estar enamorada de don Félix, y mostrándose esquiva en los favores que le daba, los sentía el rendido amante, dándole amorosas quejas. Respondióle un día que, atenta a su decoro, no se determinaba a mayor demostración, pues no era posible darle la mano de esposa hasta que su hermano muriera. Respondióla: «Pues yo la tomaré ahora, pues tengo lugar de besarla». Diose Blanca por ofendida del atrevimiento. Quedó tan triste el rendido caballero que se determinó a darla a entender el pesar que tenía, y aquella noche se fue, acompañado de unos músicos, al terrero . Y después de haber referido muchas letras, cantó solo la que se sigue:
Adorado imposible,
rompan mi triste acento
las peñas a mis voces,
los aires con mis ecos.
¿Qué importan los favores
si, Tántalo sediento,
tengo el agua a la boca
con la sed que padezco?
¿Qué importa en mi fortuna
haber llegado al puerto,
si bebo de mi llanto
el mar en que me anego?
Aunque es mi dicha tanta,
con justa causa siento
que, cuanto más la busco,
me falte al mejor tiempo.
Pues gustas de matarme,
yo moriré contento,
y si el esclavo es leal,
siempre obedece al dueño.
¡Quítame ya la vida,
y ha de ser advirtiendo
que estás con gran peligro,
pues reináis en mi pecho!
Pudieron tanto en el corazón de Blanca estos versos que, dándole una llave maestra, le permitió entrar en su cuarto, favoreciéndole con tan amantes finezas, que dentro de pocos meses se sintió preñada.
Tenía don Félix un secretario llamado Alberto, de quien pudo fiar su amoroso cuidado, mandándole que con toda diligencia previniera una ama, dándole a entender que la criatura era suya. Salió Blanca, diciéndole a su hermano gustaba de ver el mar. Amábala el Conde tanto, por verla tan obediente a su gusto, que la concedió cuanto le era pedido.
Llegó al castillo de Mojuique y estuvo allí quince días. Parió una niña, a quien pusieron Matilde, fiando este secreto de una dama a quien estimaba. Estaba Alberto a la mira y cogiendo el dichoso fruto, fue a toda prisa en casa del ama que tenía prevenida. Crió la hermosa niña hasta edad de seis años. Salió tan parecida a su madre, que temió no se descubriera el secreto con el verdadero retrato. Determinó don Félix, por asegurarle el temor, que Alberto y el ama se fueran a vivir a un puerto de mar cerca de Barcelona, llamado Piana, donde estuvo cuatro años.
Vivían melancólicos sus padres con el ausencia de Matilde, porque don Félix no podía ir a verla por no dar sospecha. Mandóle a Alberto que, para el consuelo de su madre se la trajera retratada en una pequeña lámina. Hizo el leal criado la diligencia, estando determinado de llevarlo.
Sentía Matilde su ausencia con tal extremo que, para engañarla, la sacaba un día ante de su partida a correr el mar en una faluca . Y contenta del paseo, le daba licencia para que se partiera. Fue tan desgraciada esta postrer salida que, alargándose más de lo justo, fueron cautivos de repente por un pirata corsario, que andaba encubierto haciendo algunas presas.
Y llevados a Argel, fue el pirata a palacio cudicioso de su ganancia, como la niña era tan hermosa, a presentarla a la Reina sultana. Estimó el presente, mandando que le dieran doscientas doblas, porque su trato del corsario era vender los esclavos que cautivaba, siguiéndosele grandes medras. Y mirando que Alberto tenía buen talle y parecía noble, se lo vendió a un moro llamado Audalia, porque le tenía encomendado un buen esclavo.
Era Audalia estimado del Rey por su mucho valor. Servía una dama de la Reina llamada Tarifa , y aunque servía a su rey con lealtad era inclinado a los cristianos. Y sabido de Alberto que Matilde era su hija y que el pirata la había llevado a palacio, le consoló diciéndole que no llorara, que él encargaría a Tarifa, su señora, cuidara de su regalo.
No fue menester el ruego de Audalia, porque los reyes pusieron tanto amor en la cautiva que, deseosos de que dejara la Santa Fe y tomara su ley para rendirla a su voluntad, la regalaban con extremo, vistiéndola a la morisca ricas y costosas galas. El Rey por dar gusto a la Sultana, juntó sus bajáes y moros de estima y dándoles a entender el deseo de su esposa, les dijo que en las zambras y fiesta de palacio galanteasen a la cautiva, procurando reducirla a que dejara su ley. Y que prometía al que la venciera darle grandes dones. Y si estuviera enamorado de ella, prometía dársela por mujer.
Alberto, mirando su perdición cuando lo cautivaron, mientras dormía la chusma la dijo a Matilde su ilustre nacimiento y quién eran sus padres, encargándola con muchas lágrimas que guardase la Fe católica. Respondióle:
—No dudes de mí, padre mío, aunque soy niña, que yo moriré por mi Fe aunque me maten.
Era Matilde de claro entendimiento y acordándose de lo que Alberto la había encargado, se mostraba desdeñosa, diciendo a la Reina que ella no había de casar con moros, pues era cristiana. Sintiólo la Sultana con tanto extremo que, a no amarla tanto, la diera muy mala vida. Y fiada en el tiempo y en los muchos regalos que la hacían, templaba su enojo, creyendo serían bastantes a vencerla.
En esta ocasión sucedió que Audalia salió con sus galeotas a correr las costas de Cataluña, para hacer algunas entradas de importancia. Tuvo Feliciano aviso y salió a recibirle, con tan dichoso acierto que Audalia fue cautivo. Volvieron las galeotas a Argel, y el Rey moro, sintiendo su pérdida, trató de rescatarle, enviándole a Feliciano muchos y ricos dones y mil doblas.
El noble catalán, como Audalia era tan valeroso, le trató con tanta cortesía que le sentaba a su mesa, mandando a sus criados le sirvieran como a su misma persona. Agradecido, el moro le cobró tan verdadero amor que, a no estar enamorado de Jarifa, diera por bien empleado su cautiverio.
Venidos los embajadores del Rey moro, dieron a Feliciano su embajada. Respondióles que no le daría por la corona real, porque Audalia hacía muchos daños en las tierras del Conde su señor, y que teniéndole preso se atajaban. Partieron los embajadores y retirándose el afligido moro a su aposento, hería su rostro con duras bofetadas, dándose tantos golpes en su cuerpo que no le podían detener los criados. Dieron aviso a su dueño y venido al aposento, le dijo:
—¿Qué es esto, Audalia? ¿Cómo te dejas llevar de tu furor? ¿Tan mal tratamiento te hago? ¿No te regalo y te estimo? ¡Mal pagas mi voluntad!
Respondióle:
—Amado señor de mi corazón, no siento yo el verme en tu poder… Mayor es mi desdicha.
Díjole Feliciano:
—Pues dime lo que sientes, que te juro por quien soy de remediar tu pena, si está en mi mano.
Respondióle:
—¡Si cumples tu palabra, yo te juro por Alá que yo y mi amada Jarifa seremos eternamente tus esclavos!
Y dándole cuenta de sus amores, remató su plática con decirle:
—Mira, señor amado, si tengo razón de llorar, pues me veo yo cautivo considerando que es Jarifa de las más hermosas moras que tiene Argel, y estimada de la Sultana, servida de los moros de mayor estima. Y que, yo ausente, trocará su amor en olvido.
Acabó estas palabras, y con tantas lágrimas, que enterneció el noble corazón de Feliciano; y le respondió:
—Darte libertad fácil es para mí, si me prometes, como noble, no tomar las armas en contra del Conde.
Arrojóse a sus pies, diciéndole:
—Hasta ahora fui tu cautivo: ya soy tu esclavo, y tan leal, que te juro de volver a tu poder en gozando la hermosa mano de mi adorada mora.
—No quiero yo que vuelvas —le dijo Feliciano—. Sólo quiero que cumplas tu palabra, no inquietando las costas de Cataluña.
Y dándole pasaporte y una nave proveída de lo necesario, le dejó partir.
Llegado a Argel, fue a palacio y el Rey, contento y admirado de verlo, le preguntó:
—¿Qué dicha es esta, pues mi presente no bastó a rescatarte?
Diole cuenta de todo, suplicándole lo emplease en la guerra en contra de otros enemigos, permitiéndole que cumpliera su palabra.
—Yo te estimo tanto —le dijo el Rey— que no quiero aventurar tu persona. No salgas de la corte sin mi orden, y pues Jarifa es causa del contento que me ha dado el verte, luego al punto la darás la mano.
Besóle Audalia los pies, agradeciendo su dicha. Otro día se celebró con mucha zambra y fiestas.
Quedó tan abrasado de celos un poderoso bajá, que se determinó de pedir licencia al Rey para seguir las costas de Cataluña, pues Audalia las había dejado. Fuele concedida la licencia, y dándose al mar, siguió su derrota .
Como Feliciano estaba seguro de que Audalia cumpliría la palabra dada, quiso descansar algunos días. Y saliendo a recorrer los puertos para ver lo que faltaba en ellos, pareciéndole que el mar estaba seguro, no fue con pertrecho de guerra suficiente. Llevaba en su compañía hasta cien soldados. Fueron asaltados de repente de unas galeotas que traía el bajá. Contento con la presa, pareciéndole eran hombres de importancia, dio la vuelta a Argel, sin saber lo que llevaba, que no fue poca dicha para Feliciano.
Desembarcados, mandó el bajá llamar a un corredor , encargándole vendiese aquellos esclavos para aumento de las pagas de sus soldados. Puestos en el mercado, salió Audalia a verlos, como supo que eran catalanes. Y conociendo a Feliciano, fue tanto su pesar que no fue poco disimular su pena. Llegándose al corredor, le preguntó cuánto quería por aquel esclavo. Pidióle trescientos zequíes, y sin reparar a la paga le compró y llevó consigo. No le conoció el afligido caballero, por las muchas galas que vestía.
Llegados a su casa, le mandó esperar en una sala. Y entrando al cuarto de su esposa, mandó retirar las cautivas, y quedándose solos le dijo:
—Querida esposa, tengo en mi poder el dueño que adoro y que me dio la vida, pues gozo por su causa tu hermosura.
Tenían intento de recibir la Fe católica, y porque Jarifa amaba con tierno amor a Matilde, no había Audalia hecho fuga, esperando ocasión para poderla robar. Y saliendo a la sala donde estaba su dueño, arrodillándose en su presencia, le dijo:
—Amado señor, da la mano a tus esclavos. Mi Audalia te compró para darte libertad y ganar perpetua fama con el blasón de su lealtad, pues desde hoy será esclavo de su esclavo.
Quedó Feliciano tan turbado del impensado gozo que no acertaba a responder. Y echándole los brazos al cuello a su leal siervo, le dijo:
—¡Ya, noble Audalia doy por bien empleada mi desgracia, por haber conocido tu leal corazón!
Rogándole que se sentara y dándole a entender el propósito que tenían de ser cristianos y volver a su poder, le contó Audalia el cautiverio de Matilde y el intento de los reyes. Y que él tenía en su casa a su padre, ocupado en los jardines. Pidióle Feliciano que le llamara. Respondió Audalia sería mejor bajar al jardín los dos, por que sus moros no entendieran nada; y que sería a propósito que asistiera allí en compañía de Alberto, mientras se disponía su viaje. Respondióle Feliciano que fuera de suerte que se partieran juntos, porque no dejaría Argel hasta llevarle consigo.
Llegados al jardín, le dijo Audalia a Alberto:
—Noble cautivo, ves aquí a Feliciano, mi señor, de quien tantas veces hablé. Ya le he contado el cautiverio de tu hija. Fía en Dios, que con su venida tendremos buen suceso. Sólo temo que por su pérdida no envíe el Conde su rescate antes de nuestra fuga.
—No hay que temer eso —respondió Feliciano—, porque su Alteza queda tan malo que dudo de su vida, y no se atreverán a darle pesadumbre.
Quedó Audalia contento, encargándole a Alberto cuidara de su regalo. Con esto, se despidió, mandándole a una cautiva le aderezase una sala en que asistiera.
Quedando solo Alberto con Feliciano, le dijo:
—Pues mi dicha ha sido tanta que os trajo Dios en esta ocasión, mirad, señor Feliciano, este retrato, y os diré un secreto que nunca salió de mi pecho.
Miró el retrato y admirado de su rara belleza, le preguntó si era de su hija perdida. Respondióle:
—Sí, señor. Venid conmigo, que sólo de vuestro valor fiará mi lealtad un secreto tan importante.
Y sentándose en la basa de una hermosa fuente, debajo de unos capados naranjos, le contó quién era Matilde, diciéndole que, como Audalia era privado del Rey, le permitían que la fuese a ver creyendo que era su padre. Que pues el Rey daba licencia para que la galantearan, que mirase qué orden podría haber para sacarla de cautiverio, pues Audalia se mostraba tan favorable. Respondióle, como ya le había dicho, que tenía intento de robarla.
Otro día, bajó Audalia a saber cómo lo había pasado aquella noche. Respondióle Feliciano que muy bien y que, seguro de su lealtad, le pedía pagase la fineza que le debía, pues le había dado libertad por que gozara de su amada Jarifa, que él estaba enamorado de Matilde, que ya no sería posible vivir sin verla: que le llevase a palacio, para que gozara de su amada vista. Respondióle Audalia que si le llevaba como cautivo no sería estimado, que vistiese galas a la morisca, pues no era conocido, y que daría a entender al Rey que era su deudo y que había estado mucho tiempo cautivo, y que se le llevaba presentado para que le ocupara en su servicio. Sabía Feliciano mucha parte de la lengua arábiga; pareciéndole bien la determinación del prudente moro, le dijo la pusiera por obra.
Hiciéronse las galas, y Audalia dijo a Jarifa fuese a ver a la Reina y diese a entender a Matilde quién era Feliciano, por que no se mostrase esquiva teniéndolo por moro. Fue la discreta mora a palacio, y fue bien recibida de la Sultana por lo mucho que la estimaba. Dio cuenta a Matilde del concierto de su esposo pidiéndole que diese favores a su señor Feliciano, asegurándole que merecía gozarla por amada y esposa. Tenía Matilde satisfacción de que Jarifa guardaba en secreto la ley cristiana, y dando crédito a lo que le dijo no supo palabras con que agradecerle el cuidado, prometiendo hacer lo que le pedía.
Pareciéndole a Audalia era hora de ejecutar su engaño, le mandó a Alberto hiciera unos ramilletes que llevar a la Reina, para darle lugar de que viera su hija. Llegados a palacio, dijo al Rey lo que llevaba determinado, añadiendo que Mostafá, su primo, era tan cierto que, si le daba licencia de servir a la cristiana, no había duda de que la vencería. Quedó el Rey tan pagado del buen talle de Feliciano que le dio oficio de secretario, diciéndole que si vencía a la cautiva, cumpliría la palabra que tenía dada: que acudiera a la tarde al sarao que había en palacio.
Volvieron tan contentos con el buen despacho que habían tenido, que no acertaba Feliciano a encarecer su gusto. Díjole Audalia:
—Pues ahora falta lo más importante. Alberto se ha de partir a Barcelona con tus cartas, pidiendo ayuda para cuando llegue el día de nuestra ida. Yo pediré al Rey licencia para salir a resistir las galeotas que vinieren, porque de otra suerte tenemos peligro de riguroso castigo, si el Rey entendiera que dejábamos la ley mora. Dirás por tu carta: «Señor, que vengan las galeotas en público, haciendo estrago y avisando las espías de su venida.» Será fácil el dejarnos prender, y conseguiremos el dichoso fin de nuestro intento. También se advertirá en la carta que, en llegando a dar vista, se pondrá en nuestra galeota una bandera en la gavia, para que conozcan que vamos dentro.
Abrazóle Feliciano, estimando su lealtad y alabando su entendimiento. Y por ser hora de ir a la fiesta, le pidió que no se detuvieran porque deseaba ver a su dueño. Subió Alberto con los ramilletes, tomó Feliciano uno de cándidas mosquetas. Cuando llegaron a palacio, estaba empezado el sarao y visto que danzaban algunos moros con las damas, esperaron a que dejaran el sitio. Entró Alberto a dar los ramilletes y dijo a los músicos que tocasen un canario a la morisca, porque Mostafá quería danzar en presencia de los reyes. Tocaron el son que les fue pedido, y entrando en la sala, hecha la reverencia acostumbrada, danzó con el ramillete de las mosquetas en la mano cantando la letra que se sigue:
Estas flores son pintura
de vuestra hermosura y gala:
a la mosqueta se iguala
vuestra cándida blancura.
Presagio es de mi ventura,
cuando os pido que troquéis
conmigo la Fe, y veréis,
cristiana, pues ya os adoro,
que estimo en vuestro decoro
lo mucho que merecéis.
Acabada la danza, hizo reverencia a los reyes. Llegó al estrado de las damas: besando el ramillete, se le dio a Matilde. Tomóle, diciéndole:
—Moro, no puede ser por ahora el daros la fe que me pedís. Bastará que os favorezco en recibir la que me ofrecéis en estas flores, cosa que no pensé hacer, pues, siendo cristiana, ni puedo amaros ni permitir que me améis.
Quedaron los reyes contentos de verla humana, cuanto celosos los pretendientes; en particular un moro llamado Zulema. Y dándole al Rey la queja de que había admitido a Feliciano en el sarao, le respondió:
—Mostafá es noble, y primo de Audalia. ¿De qué es tu queja, cuando conoces que ninguno de vosotros gozará a la cristiana por mujer, si no fuere el que la obligare a dejar su ley y seguir la nuestra? Trabaja por vencerla y será tuya.
Con esto cesó el festín y acabada la fiesta, vueltos a casa Audalia y Feliciano, se determinó que Alberto se partiera, dando a entender que los redentores de la Merced, que estaban al presente en Argel, se le habían rescatado a Audalia para llevárselo con los demás cautivos.
Navegaron con tan próspero viento que en breves días tomaron puerto en Barcelona. Y desembarcados, supo que el Conde era muerto, y que Blanca había dado la mano de esposa a don Félix, su señor. Con el contento de tal nueva, pidió al padre redentor le permitiese ir a ver al Conde, y que le aseguraba una gran limosna. Diole licencia, y llegado al palacio, le conocieron todos. Y dándole la nueva a don Félix, mandó le trajesen a su presencia. Y quedando a solas con él, le dijo:
—¿Qué es esto, Alberto? ¿Dónde está mi hija? ¿Qué cuenta me dáis de la joya que os entregué? Siempre os tuve por traidor, desde el día que fuistéis a donde no supe de vos.
Respondióle: —Antes por ser tan leal no ha sabido vuesa Alteza de mí…
Y después de darle el parabién del nuevo estado, le dijo:
—Lea vuestra Alteza esta carta, y verá en ella dónde está su prenda y lo mucho que debe a mi lealtad.
Abrió la carta, y leída, quedó admirado de que Feliciano estuviera cautivo, porque en Barcelona se entendía que andaba corriendo los mares en su acostumbrado ejercicio. Diole Alberto cuenta de todo, y quedó espantado de la nobleza y lealtad de Audalia. Y entrando al cuarto de su esposa, la dio las alegres nuevas, diciéndole estaba determinado de ir en persona a traer a su hija. Y previniendo a toda prisa seis galeras con el pertrecho y matalotaje suficiente a guisa de pelea, y partiendo con la referida prevención, tomó su derrota.
Dentro de pocos días, dieron aviso las espías de su venida. Alborotóse el Rey moro con la impensada nueva, mandando a toda prisa se previnieran para salir al encuentro. Pidieron Audalia y Feliciano licencia al Rey para salir, diciendo Audalia que, pues el catalán los inquietaba, no debía él cumplir la palabra que le había dado. Túvolo el Rey por bien, seguro de su valor. Y armando sus galeotas a toda diligencia, procuró entrar en la suya todos los más cristianos que pudo, diciendo que aquellos perros hacían secta en la ciudad y era mejor darlos al remo.
Un día antes de la embarcación, fue Jarifa a suplicarle a la Reina diera licencia a las damas para que fueran con ella a ver partir a su esposo, pues era día de tanta fiesta. Concedióle la Sultana lo que pedía, y Matilde le rogó la dejara ir con ellas. Respondióle:
—Si tú hicieras lo que yo quiero, yo te diera gusto en lo que me pides.
Dijo Matilde:
—Yo, señora mía, te prometo, si me casas con Mostafá, de darte gusto. Que el mucho amor que le tengo me obliga, con el sentimiento de su ausencia, a pedirte que me dejes ir a verle partir.
Quedó tan contenta la Sultana que recabó del Rey permisión para dejarla ir.
Llegadas todas a la playa acompañadas de la guarda, les pidió Audalia que entraran en su galeota, pues estaba amarrada, para ver desde allí la embarcación. No quisieron entrar las damas, temiendo el mar, y Matilde le pidió a Jarifa que entrasen las dos, porque gustaría de ver a Mostafá, contentas las moras de verla inclinada a quererlo, creyendo que estaba determinada a dejar la Santa Fe. Pidieron al capitán de la guarda que, pues los reyes gustaban de aquello, la dejase entrar.
Embarcólas Audalia, contento de su dicha, habiendo metido aquella noche de secreto en la galeota toda su riqueza. Quiso esperar, para asegurarlos a que se embarcaran los capitanes y moros de pelea, y cortando las amarras, alzadas las áncoras , partió la galeota, siguiendo a las demás con tan poderosa ligereza que pareció que usaba más parte de los vientos que de las aguas.
Turbados de verla partir los que estaban en tierra, fueron a dar cuenta al Rey pareciéndole a la Sultana que sería descuido de los marineros, y que, estando Jarifa dentro, volvería la galeota al puerto.
—Antes —dijo el Rey— que se arme a toda prisa una falúa y vaya por las mujeres.
Para excusarles ese enfado a Audalia, fueron a ponerlo por obra, mas no fue con tanta brevedad que no diesen lugar, como el viento era favorable, a que se engolfaran, lo que les bastó para dar vista a las galeras que venían en su busca. Puso Feliciano la señal, y conociendo don Félix era aquella galeota en que venían, dio orden de que pasara la palabra en sus galeras, para que salieran a impedir el paso a las otras galeotas, para que no dieran favor a la que traía la banderola. Y que, en disparando un cañón de crujía su galera, embistieran las demás a la resistencia. Y bogando a toda prisa los remeros, llegó la galeota a dar cara, embistiendo con la galeota. Aunque hizo Audalia demostración de pelea, dio lugar a que de la galera arrojasen los ferros para prenderla; y habiéndola asido, se disparó el tiro. Salieron las damas a la señal, disparando en ellas las piezas de artillería. Reconocieron los moros que iban cautivos Audalia y Mostafá y temerosos, mirando que las galeras les hacían ventaja, se pusieron en huída. Siguiéronlos hasta perder de vista la galera de su dueño, y pareciéndoles a los capitanes de galera que ya estaba en salvamento, cortando las aguas volvieron en su seguimiento. Y conociendo las fugitivas galeotas la chalupa que venía, la detuvieron, contando lo que pasaba. Y sabido por el Rey la desgracia, sintió la pérdida de Audalia y de Matilde con tanto extremo que no se puede encarecer.
Llegados los dichosos catalanes al puerto y desembarcados, fueron recibidos de Blanca con tantas lágrimas de ver su amada prenda, que causó general ternura en todas. Abrazando a Jarifa, le dijo:
—¡Noble mora, dueño serás de cuanto tengo!
Hincó la rodilla, diciendo:
—Yo, señora, ser cristiana. No quiero en premio más de que nos bauticen a mí y a mí esposo.
Prometió hacerlo en descansando, porque quería ir a visitar a la Virgen santísima de Monserrate para darle las gracias de tanto bien. Previniéronse cuatro lámparas de cuatro mil ducados cada una, ricas telas para frontales y ornamentos, y dos mil ducados para el aumento de la caridad que se da a los muchos peregrinos que visitan aquel santuario. Estuvieron todos nueve días en su santa casa; fueron bautizados en ella los dos nobles moros, pidiendo Jarifa le pusieran el nombre de aquella divina Señora, y fue llamada María de Monserrate . Y preguntándole a Audalia qué nombre quería, respondió que, pues los había servido a entrambos, que sus dos nombres, pues había sido tan feliz que se había logrado su intento. Y así, le pusieron Félix Feliciano.
Y venidos a la Corte, les dijo que sería bueno enviarle al Rey un presente, en agradecimiento del buen tratamiento que le había hecho a Matilde. Parecióles bien su prudente consejo, y don Félix mandó que todos los moros que fuesen de Argel pareciesen en su presencia para vestirlos, diciéndole a Audalia sacase a su voluntad galas dignas de reina para la Sultana, enjaezando cien caballos encubertados de brocado y cuatro mil treintines de oro, enviando dos grandes de su Corte. Lo envió todo al Rey diciéndole en una carta que no le enviaba a Audalia y a Jarifa porque habían recibido el santo Bautismo, y que Matilde era su hija y le enviaba aquel presente en rescate.
Llegada la nave al puerto de Argel, sabido el Rey que venían de paz, dio licencia para que saltaran en tierra. Llegados a palacio, refirieron el presente que traían, dando la carta. Y considerando el moro que ya no tenía remedio, y mirando la noble correspondencia de los dos valerosos catalanes, les envió su embajada agradeciendo el presente. Y que, en demostración del grande amor que había tenido a Matilde, quería tener con ellos perpetuas paces, empeñando su real palabra de no quebrantarlas.
Volvieron los embajadores contentos con la buena nueva, renovándose en Barcelona muchas y alegres fiestas. Y Audalia pidió a su dueño que, en perpetua memoria de su lealtad, se hiciera una pintura en que retratara todo lo referido; y se pusiera en parte pública donde fuera vista de todos. Prometió darle gusto, y mandó que en lo alto de una pared se hiciera un grande nicho a modo de capilla, mandando a un diestro pintor que, tomando la medida del ámbito, retratara una pequeña imagen de la Virgen santísima de Monserrate, y que pintara a los lados a Audalla y a Jarifa con galas de cristianos, y que cupiese un mapa en que se retratase todo lo sucedido. Y que en lo alto pintase la Fama, con su trompeta en la una mano y en la otra una tarjeta; y en ella, escrito de letras góticas, este verso:
Cante la Fama inmortal
de la firmeza que alabo,
que fue esclavo de su esclavo
Audalia por ser leal.
Acabadas las pinturas, se adornaron las calles de ricas colgaduras y suntuosos altares, y llevaron a la divina Imagen con solemne procesión, y puesta en lo alto del nicho y el mapa debajo, con una dorada reja por delante.
Vivieron todos después largo tiempo, gozando Audalia el oficio de Mayordomo Mayor y Jarifa el de Camarera . Casó Alberto con una dama de Blanca, gozando cuatro lugares de señoría. Tuvo Matilde dos hijos varones, que reinaron después con gloriosa memoria.

NOVELA QUINTA
Quien bien obra,
siempre acierta
Acabada la referida relación, dieron todos las gracias a don Enrique, y dijo doña Lucrecia:
—Yo quedo tan picada del gusto que habemos tenido estas noches, que habemos de pasar adelante el tiempo que duraren las vacaciones. Mañana contaré un caso que me contó don Antonio (que esté en el Cielo), y daré a vuesas mercedes la cena a su costa: pues los muchos regalos que me han dado esta Pascua serán bastantes a sacarme de la obligación.
Celebraron el donaire con mucha risa y retirándose a sus cuartos. Y llegada la hora, el siguiente día pidieron a los dos amigos que mostrasen sus habilidades .
—No quedará por mí —dijo don Enrique—.
Y tomando una vihuela cantó algunas letras. Y acabada la música, le dijo don Vicente que le tocase una pavana. Y saliendo al puesto, danzó con tan airoso despejo que, a no estar doña Gertrudis tan prendada, fuera bastante a rendirla. Traídas las mesas, los regaló doña Lucrecia con mucha galantería. Y acabada la cena, dijo así:
—El suceso que he de contar, aunque tiene mucha parte de trágico, es digno de ser referido por los dichosos fines que tuvo:
Después de haber servido ocho años en Flandes, un caballero cordobés llamado don Alonso de Saavedra, por haberse confirmado las paces de los reyes y retirándose los campos, pidió licencia a su general para volver a su patria. Fuele concedida, y embarcándose acompañado de un esclavo de España y dos criados que en Flandes le habían servido, desembarcó en Sevilla por el riñón del invierno.
No quiso avisar de su venida, por dar a su casa aquel repentino gozo. Y saliendo a la iglesia mayor a oír misa, encontró un mozo del camino con quien había caminado antes de ausentarse. Llamóle y venido a su presencia, le preguntó si daba viajes. Respondióle que sí, y que los daba por su cuenta porque tenía mulas de suyo. Alegróse don Alonso de verle tan medrado, diciéndole que lo había menester porque había de ir a la Corte, y de paso había de entrar en Córdoba; que todo lo que fuese se le pagaría con mucha ventaja. Respondióle Francisco que con él iría al cabo del mundo. Estimóle la buena cortesía, y aunque el tiempo era riguroso, se determinó a partirse luego. Y prevenido lo necesario, salieron de Sevilla a ocho de noviembre.
El segundo día de su viaje, casi a la vista de su patria, le sobrevino una tan repentina tempestad que, oscureciéndose la luz, arrojaban los cielos espesas lanzas de un congelado y grueso granizo, con truenos, aire y relámpagos que le cegaban la vista, convirtiéndose en breve tiempo en tan copiosa lluvia que pensaron anegarse. Afligidos de tan impetuoso rigor, se determinó don Alonso, antes que la noche cerrara sus lóbregas puertas, entrarse en un espeso y dilatado olivar que estaba un cuarto de legua del camino. Y picando a toda prisa, entraron en él, buscando sitio en que guarecer parte de su disgusto, amparados de sus gruesos y copiosos troncos, haciendo dosel de las capas, asidas a las hojosas ramas. Duró el copioso torbellino, a su parecer de los afligidos caminantes, hasta más de las once de la noche. Y sosegado, descubrió la hermosa Cintia su plateado rostro; y a los confusos rayos de su breve luz, conoció don Alonso que estaba cerca de una zanja, término que partía otros olivares.
Dentro de un breve tiempo, oyeron relinchos de caballos que venían cerca de la otra parte. Temieron no fueran ladrones, y previniendo las armas, prestando mucha atención vieron venir dos caballos, y que del uno se arrojaron dos hombres. Y llegándose uno de ellos al otro caballo, puso en tierra una mujer que venía llorando, arrojándose tras de ella un hombre que la traía consigo. Dijo la llorosa mujer en tono bajo:
—¡Señor, piedad! ¿Cómo es posible que en un pecho tan noble cabe tal crueldad?
Respondióle:
—¡No hay que llorar, que esa voz de falso y engañoso cocodrilo indigna más mi irritado corazón!
Diciendo a los otros:
—¡Dáos prisa, pues el rigor de la noche nos ayuda!
Sin responderle, tomaron dos azadas que traían prevenidas y empezaron a cavar al pie de un grueso tronco. Quedó don Alonso admirado del lastimoso y repentino suceso, y determinado a no consentir tan grande alevosía, dijo muy quedo al esclavo y a los criados:
—Arrojáos con los aceros desnudos contra estos traidores, para que yo tenga lugar de robar esta mujer y ponerla en salvo.
Mandándole al mozo tuviese a punto las dos mulas en que venían, y que irían a la Corte, pues ya no era posible entrar en Córdoba, diciéndole a Rodrigo que en la venta de Los Santos los esperaba. Mientras daba esta orden, dijo uno de los que cavaban:
—Señor, ya me parece que está bueno este hoyo.
Llegóse a mirarlo y respondió:
—Cavadlo hasta el centro, para que deje en él enterrados mi agravio y mi venganza.
Parecióles a los criados del noble cordobés no dar lugar a que volviese donde la mujer estaba, y arrojándose a él, se le pusieron delante, acosándole para que se apartase. Y trabados todos en pendencia, salió don Alonso, y asiendo la mujer por el brazo, la dijo:
—Venid conmigo, que en mi poder nadie os ofenderá.
Bien entendió sería bandolero, mas no por eso dejó de seguirle, considerando que estaría mejor en poder de ladrones que no en las brasas duras de la espantosa muerte que esperaba. Estaba ya Francisco con su mula, y arrojándole don Alonso la mujer en las ancas, subió en la suya y partieron por los atajos, para llegar más presto a la referida venta.
Y conociendo Rodrigo en el ruido que ya su dueño había partido, quiso abreviar con el peligro en que quedaban. Y sacando dos pequeños pistoletes que traía, disparó el uno, hiriendo a uno de los que cavaban; y disparando el otro, hizo lo mismo de su compañero. El cruel hombre, temiendo lo mismo, le rogó no le quitara la vida. Respondióle Rodrigo:
—¡Pues vete por esta espesura y agradece que no te mato!
Y volviendo a los dos caballos, él y sus compañeros los mataron, por que no fueran en su seguimiento. Y volviéndose donde estaban sus mulas, subieron en ellas para ir a la venta donde los esperaban.
Había dado a entender el mozo a los venteros que llevaba aquella mujer para que sirviera a una señora que se la tenía encomendada, que le dieran una cama mientras llegaban unos criados del aquel caballero, que con la tempestad se habían perdido. Preguntó don Alonso si tenían algunos regalos considerables. Respondió la ventera que sí, que buenas gallinas y mucha caza, y frutas del tiempo. Mandó que se cocieran cuatro gallinas para llevar salpimentadas, y que aderezasen unos conejos y perdices para tomar un bocado, porque se habían de ir luego. Pusiéronlo por obra y llegados los criados, sin preguntar por la mujer, almorzaron. Y previniendo lo que habían de llevar, partieron, temiendo no vinieran a buscarlos.
Apartados de la venta más de una legua, dejaron el camino real, y entrándose entre unas tajadas peñas, quiso saber a quién llevaba consigo para ver el riesgo en que estaba, porque la encubierta dama traía una mascarilla. Y apeados, le dijo:
—Ya, señora, habéis visto que habemos puesto todos a riesgo las vidas por defender la vuestra; y si esta voluntad merece correspondencia, os ruego que os descubráis y me digáis quién sóis y adónde queréis que os lleve. Mi viaje era a la Corte, mas ya no será sino el que vos quisiéredes, hasta dejaros segura.
Respondióle con desprenderse la mascarilla, descubriendo un rostro de tan rara belleza que los dejó admirados, y más confuso a don Alonso: porque en su honesta gravedad demostraba ser mujer principal, y así lo dio a entender, diciéndole no le negase la verdad. Respondióle:
—Ingrata fuera yo a no cumplir vuestro deseo. No diré quién soy: bastará que diga la causa de mi desdicha. Yo soy de Córdoba, y de tan conocida nobleza que puso los ojos en mí uno de los más principales caballeros que hay en ella, que en deciros que es su nombre don Luis de Saavedra os digo su calidad. Galanteóme con tan encendidas y continuas finezas, que ganó en mi pecho el lugar que ya no perderá si no pierdo yo la vida. Hablábale de noche por una ventana baja, y una noche, encareciéndome su amor, le respondí que se conocía mal su fineza, pues, siendo iguales en calidad y nobleza, no me pedía a mi padre. Satisfízome con decir esperaba un hermano que tiene en Flandes, y que no tendría gusto cumplido si no estaba presente a celebrar su dicha. Yo os aseguro que me dio tanto deseo de conocerle que lo más de nuestro viaje era tratar de su venida. Sucedió por mi desdicha que, tratando en el Cabildo de sacar las suertes de procuradores de cortes , por ser mi padre y mi amante Veinticuatros, se encontraron los dos sobre sacar una suerte, con tan encendida cólera de mi padre que desmintió a don Luis; y ofendido, sin acordarse de que yo reinaba en su pecho, dio a mi padre con el sombrero en la cara . Sacaron las espadas y sin poderlos reportar, se hirieron tan mal que se dudó de su vida. Deciros mi pena, será imposible, porque todos en mi casa son mis enemigos, y no tuve de quién fiarme para saber de su salud. Sacaron, para mayor desgracia mía, porque, tratando de las paces, se declaró mi padre por su enemigo y de todo su linaje, y de cuantos le hablaran en las amistades. Alteráronse todos, de suerte que faltó poco para que hubiera bandos . Pidióle el Corregidor a don Luis que se ausentase por algún tiempo; dio a entender que se iba a Valladolid, quedándose escondido en uno de sus cortijos, dos leguas de la ciudad. Cuando se partió, temeroso de que yo, indignada, mudaría de intento, me dejó un papel, fiándolo de un criado que sabía nuestro amor. Estaba yo con el mismo miedo, y viendo al criado un día, le llamé, sin mirar el riesgo a que me ponía. Preguntéle por su dueño. Díjome adónde estaba, y dándome el papel, me encargó que respondiera. Díjele que acudiese a la noche a la ventana por donde le hablaba, y retirándome a mi sala, hallé unos versos en él, que no excusaré decíroslos, aunque temo el cansaros.
—Mucha merced sí recibiré —dijo don Alonso—, y os ruego que no me calléis nada.
Respondióle:
—Pues escuchadlos y veréis mi buen gusto.
¡Quién duda de mi desgracia,
que se ha trocado en rigor
el cariño de unos ojos
a quien rindo el corazón!
¿Cómo es posible que vivo,
si entiendo que me faltó
la esperanza que me daba
la vida con el favor?
Si me tenéis olvidado,
acábeme mi pasión,
pues ya no estimo la vida
si la he de gozar sin vos.
¡Piedad, que me abraso en fuego
y no es propiedad del sol,
aunque enciende con los rayos,
consumir con el ardor!
Mirad que os tengo en el alma
y que penamos los dos:
vos, porque estáis en mi pecho,
y yo, porque estoy sin vos.
Si no pude mereceros,
faltándome el pundonor,
disculpe mi atrevimiento
el volver por mi opinión.
No puedo deciros más,
que ya se anega la voz
en un mar de amargo llanto,
zozobrando en mi dolor.
—Determinada de asegurar su miedo, le respondí que me ofendía en dudar de mi fe, y que yo había tenido el mismo temor; que me respondiera, para alivio de su ausencia, pues no podía vivir sin él. Venido el criado a la noche, le di el papel, encargándole la brevedad. Respondióme que luego se había de partir, y que otro día estuviera cuidadosa, para que él tuviera lugar de hablarme. El día siguiente, a mediodía, acudí a la ventana, y segura de que mi padre sesteaba, visto que me esperaba, le llamé; tomé el papel, encargándole volviese a la noche. Retiréme a mi sala, a ver qué me escribía: y después de muchos agradecimientos estimando el haberle escrito, pasó adelante diciendo que, si mi amor era tan firme como le significaba, que me determinase a dejar mi casa, pues ya no era posible que nuestro casamiento se ejecutase con gusto de mi padre. Respondíle que la noche siguiente viniera por mí, que una vez casados se allanaría mi padre, y que, a no hacerlo, como yo estuviera con él lo demás no me importaba. Tengo por mi desdicha un hermano bastardo hijo de mi padre, habido en una esclava de casa (tan hermosa que os prometo que, a no tener un clavo, pudiera competir con la más perfecta dama); ha conocido mi padre en público a Leonardo, dando a entender que es de otra madre, cosa que le ha dado tal soberbia que no hay quién se averigüe con él, por sus muchas travesuras. Estando yo para cerrar el papel que os he referido, y teniendo el de mi amante sobre un bufete, entró tan de repente en mi sala que no pude esconder los papeles. Quitómelos de las manos, y leyólos y visto lo que contenían, me trató tan mal de palabra y de obra, que me puso las manos en este rostro que miráis. Arrebatada de la cólera, le dije que era un vil esclavo, hijo de una perra. Echó su mano a la cara, jurando que se lo había de pagar. Llevóle los papeles al cuarto de mi padre. Fue mi dicha (si es que tengo alguna) tan grande, que, embebecido de su venganza, no advirtió el cerrarme la puerta. Paséme en casa de una señora que vivía frontero. Fue mi padre a la noche por mí, y abrazándome, me dijo que él no se enojaba por cosas ligeras con una hija a quien amaba tanto; y trayéndome a casa, quedando a solas conmigo, me dijo: «Yo no gusto del casamiento de don Luis. Yo os prometo de poneros en tal estado que no habéis de tener qué desear. Mientras determino el marido que he de elegir, os quiero llevar a Sevilla y dejaros en un convento. Quitáos esas galas, y ponéos unos paños humildes, porque esta noche habemos de salir de aquí y no quiero que nadie sepa que faltáis de casa.» Respondíle que no tenía más voluntad que la suya, con intento de avisar a don Luis para que me sacara del convento por justicia. Cerró la noche, y acompañado de Bernardo y de otro esclavo de tan malas propiedades como las suyas, llegamos a aquel sitio adonde fuera cierto haber muerto a sus crueles manos, si vuestro valor no me hubiera defendido.
Acabó estas últimas razones derramando algunas lágrimas. Y don Alonso la dijo:
—Mi señora doña Esperanza, enjugad los hermosos ojos. Ya sé quién sóis , por las cartas de mi hermano. Yo soy don Alonso, a quien deseastéis conocer y el hombre más dichoso que tiene el mundo, pues al cabo de tanto tiempo de haber faltado de mi casa, me trajo el Cielo a defender vuestra vida. Lo que temo es que vuestro padre, creyendo que ha sido por orden de don Luis el robaros, buscará nuevas traiciones para vengarse. Mirad, señora, a dónde queréis que os deje, porque he de correr la posta para volver a Córdoba.
Quedó tan contenta la hermosa dama que, abrazándole, le dijo que la llevase a la Corte, que tenía una tía hermana de su madre monja en las Descalzas Reales. Mandó don Alonso que sacaran de los regalos prevenidos, y después de haber comido, montaron a caballo, determinados de caminar a toda prisa. Y llegados a la Corte, dejándola en una posada, se fue al convento. Y llamando a la priora, dio cuenta de lo que pasaba, pidiendo llamasen a su tía. Dijéronle que se la trajese, mientras enviaban por licencia para recibirla. Parecióle al noble cordobés no llevarla con tan malas ropas, y llegando a casa de un mercader de vestidos, compró uno de espolín de oro. Y volviendo a la posada, la hizo vestir, pidiendo al huésped que mientras la llevaba le buscasen postas.
Entrególa a su tía, y partiendo a toda prisa, llegó a su casa. Y hallando a su madre y a todos los criados llorosos, sin dar a entender su cuidado preguntó la causa. Diole cuenta su prudente madre de los amores de don Luis y disgustos del Cabildo, rematando su plática con decir:
—Ocho días ha que falta doña Esperanza de su casa, y don Álvaro ha querellado de vuestro hermano, pidiéndole el deshonor de su hija, quebrantamiento de casa, rapto de bienes de más de doce mil ducados. Hubo soplo de que estaba escondido en uno de los cortijos, y el Corregidor le ha traído preso y le tiene en un calabozo, sin dejarlo ver de nadie. Y si no parece doña Esperanza, lo veremos en un cadalso.
Respondióle que todo tendría remedio, pues él había venido. Y para consolarla le dio a entender cómo estaba en su poder, y pidiendo un vestido negro, se le puso. Acompañado de sus criados, fue a casa del Corregidor. Alegróse de verle. Suplicóle don Alonso quedasen solos, y retirados los criados, le dio cuenta de la traición de don Álvaro. Y contándole todo lo referido, le dijo que los criados no podían estar tan buenos en tan breve tiempo, y que serían los mayores testigos de su verdad.
Mandó el Corregidor llamar un escribano, y que hiciera cabeza de proceso contra don Álvaro, tomando las declaraciones de don Alonso y de sus criados. Y examinados los testigos, llamó un capitán, pidiéndole favor y ayuda para que cercara la casa de don Álvaro. Y acompañado de sus ministros, entró en ella.
Alborotóse de verle, preguntándole que qué mandaba. Respondióle, para asegurarlo, que buscaba unos delincuentes que habían saltado allí por unos tejados. Mandóles a los alguaciles franqueasen la casa, aunque don Álvaro lo resistió. Hallaron los criados y haciéndolos vestir, mandó que los pusieran en la cárcel. Llevando a don Álvaro a las casas del Cabildo, le notificó que diese cuenta de su hija, porque tenía averiguado la había dado muerte. Respondióle que eran falsos los testigos, y que don Luis daría cuenta de ella, pues la tenía en su poder. Dejóle aprisionado, con orden de que nadie le hablase, y venido a la cárcel, se determinó a dar tormento a los dos reos. Temerosos de los cordeles, confesaron toda la verdad. Preguntándoles si conocieron a los que la llevaron, respondió Leonardo que no, que a los rayos de la luna reparó en que era mulato el que tiró los pistoletes.
Como se supo en público el caso, hubo testigos de que habían hallado muertos los caballos. Verificada la causa, fue el escribano a tomarle a don Álvaro juramento. Respondió por segunda negación que los heridos, temerosos del tormento, habían concedido con lo que les fue preguntado. Hallóse el Corregidor confuso, como era hombre poderoso y de tanta nobleza; y sacando un traslado de los autos autorizados , enviando un criado de satisfacción, lo remitió al Consejo, enviando en una carta al señor Presidente de Castilla a decir que las partes eran de las más nobles y poderosas, y que no se determinaba sin orden de su Señoría a sentenciar aquella causa.
Vistos los papeles en el Consejo, un secretario de cámara fuese al convento a tomar la declaración de doña Esperanza. Habíale traído el criado una carta de don Alonso en que le advirtió que declarase, que era él quien la había defendido y traído allí. Llegado el secretario, como ya estaba apercibido, lo declaró todo a la letra. Volvió al Consejo con la declaración, y visto que se conformaba con lo escrito, se despachó provisión real para que el Corregidor, como juez competente, sentenciara; enviándole a decir en una carta: «…Que atento a que no había procedido muerte ninguna, procurase atraerlos a las amistades, casando don Luis con la contenida en los autos.»
Llegado el criado a Córdoba, contento el Corregidor con el buen despacho, se fue a las casas del Cabildo, y sacando a don Álvaro de donde estaba, le intimó la provisión real, leyéndole la declaración de su hija, y que tenía orden de su Majestad de casarla con don Luis y de sentenciar en aquella causa. Que su delito merecía quitarle la cabeza de los hombros, y que, usando de misericordia, sería mejor allanarse a obedecer el decreto real, alzando mano de la querella que tenía dada, pues era injusta. Donde no, que procedería con todo rigor. Hallóse don Álvaro convencido, y afrentado de que fuese público el trato que tenía con la esclava; y así, le respondió que estaba obediente a su orden. Estimó el Corregidor su prudencia y careándolos a todos se hicieron las capitulaciones, pena de la vida el que quebrase las amistades.
Con esto se dio mandamiento de soltura, y trataron luego de partir a la Corte por doña Esperanza, acompañados de muchos deudos y amigos. El tiempo que tardaron de volver a Córdoba, el Corregidor, como buen juez, sentenció a Leonardo a seis años de presidio, y al esclavo a galeras perpetuas al remo, sin sueldo. Vueltos a Córdoba con la contenta desposada, envió el Corregidor a llamar a don Álvaro, notificándole que dentro de quince días vendiese la esclava fuera de la ciudad, porque no era justo que un caballero de tantas partes diese mal ejemplo. Prometió cumplirlo, aunque lo sintió mucho. Y llegado a su casa, la llamó y la dijo:
—Ya, Juliana, se cumplió vuestro deseo que tantas veces me habéis pedido: que os de libertad. El Corregidor me ha notificado que os venda fuera de Córdoba. Ya sabéis el amor que os he tenido, y sentiré mucho que estando fuera de mi poder viváis desenfrenadamente. Yo he de buscar un mozo que sea hombre de bien, con quien casaros. Mañana os daré la libertad, y demás de lo que habéis adquirido, os daré quinientos ducados. Prevenid todo lo que fuere vuestro, mientras me buscan cosa a propósito, porque no tengo mas quince días de plazo, y que os debéis salir de Córdoba.
Y sin dar lugar a que le respondiera, llamando al mayordomo, le dijo que le trajera un cirujano para quitarla el clavo, y que buscase algún hombre de bien con quien casarla, advirtiéndole que no había de vivir en Córdoba. Respondióle que conocía a un mozo carpintero, natural de Granada. Respondióle don Álvaro:
—Pues habladle luego, porque ha de ser con brevedad.
Fue el mayordomo a tratar con su maestro la intención que llevaba. Dieron cuenta al mozo del casamiento, y aceptó con mucho gusto, diciendo, como le diesen lo que le prometían, cumpliría su palabra; que fuera su maestro a tratarlo con su señor. Hízolo así, y llegado a la presencia de don Álvaro, mandó llamar un escribano y le dijo hiciera dos cartas: una de libertad y otra de dote. Y sacando los quinientos ducados, puso en la carta de dote mil, con las alhajas que ella tenía.
Con esto se fue en casa del Provisor, y le suplicó diera licencia para que se desposara sin amonestaciones . Como el Provisor sabía los disgustos pasados, lo tuvo por bien. Y recibidas las bendiciones, se partieron otro día para Granada.

NOVELA SEXTA
Celos vengan desprecios
Acabada la referida relación, dijo doña Lucrecia:
—Yo le dí a este suceso, cuando don Antonio me lo contó, título de Quien bien obra, siempre acierta. Pues el mucho valor y prudencia de don Alonso fue causa de su dichoso fin, gozando su hermano el copioso fruto de su bien empleada voluntad, viviendo todos después con firmes y seguras amistades.
Dieron todos el lauro a doña Lucrecia, diciéndola que se había aventajado en todo. Respondióles que estimaba la lisonja, y don Antonio dijo:
—Bueno está, señores, dejen vuesas mercedes algo para mí, porque mañana les he de contar un caso que un milanés me refirió estando en Salamanca , celebrando la industria que tuvo un caballero para vencer los desdenes de una dama.
Y en esto oyeron los maitines, y se retiraron a dar parte a la noche.
El día siguiente, llegada la noche, se fueron todos al cuarto de doña Lucrecia. Determinadas de juntar las cenas, enviaron los dos amigos por empanadas y otros regalos, y después de haber cenado, dijo don Antonio así:
Narcisa, dama milanesa señora de vasallos, tan ilustre por su sangre como altiva por los pensamientos, era de tan rara hermosura que se aventajaba a todas las demás de su patria. Vivía tan libre de amor que se preciaba de cruel y desdeñosa con todos los que pretendían gozar su mano en dichoso casamiento. Pretendíanla los más poderosos caballeros de Milán, publicándose por amantes de su hermosura. Entre los muchos pretensores , los que más se adelantaban, fiados en su poder, como teniendo en poco a los demás, eran el duque Arnaldo y el conde Leonido.
Era Arnaldo feo de rostro y sobrado de condición; dábase por ofendido de los desdenes de Narcisa, preciándose de darla muchos enfados con decir que nadie había de gozar su hermosura si no era él, porque todos sus amantes eran unos pobres escuderos indignos de merecerla. Con este arresto, había algunos escándalos de cuchilladas. Leonido no se descuidaba en vengar sus desprecios, hablando mal de la honesta dama con intento de deslucir su honor.
Sentíalo Narcisa con tanto extremo que se determinó de quejarse al Virrey. Respondióle que bien echaba de ver la razón que tenía, que aquellos títulos eran tan poderosos que la obligaban a darse por defendido, que lo llevase con prudencia, pues tenía tanta. Quedó tan disgustada que, por vengar su enfado, los trataba con rigurosos desdenes.
Como en Milán era tan pública la competencia de los dos, un caballero español que estaba de asiento allí no se determinaba a declarar su amoroso cuidado, considerando que Narcisa era tan soberana y rigurosa, y que no estimaría su amor, pues despreciaba tantos amantes y títulos. No porque no era digno de su casamiento, pues don Duarte era dichoso descendiente de la ilustre casa de los Duques de Cardona, y tan inmediato a la herencia de los estados que, a morir su tío sin herederos, no había deudo más cercano que le heredase. Sólo temía no enfadarla, mirando que se daba por ofendida de los que la servían.
Pasaba el bizarro español una vida triste, tan enamorado como melancólico; y servíale de alivio el seguirla en los actos públicos, sin dar a entender sus desvelos. En particular en la iglesia adonde iba a oír misa acompañada de un prima suya llamada Clori, dama de tantas partes que, a no estar a su lado, era digna de ser amada.
Tenía Narcisa una quinta a un cuarto de legua de Milán, sitio de mucho recreo por sus amenos jardines y por estar cerca de un hermoso soto donde había mucha caza. Gustaban sus amigas de ir a desenfadarse algunos días, en particular dos tituladas, porque Narcisa era amada de todas, cosa que se halla pocas veces. Preciábase de ser tan cortés y afable con las mujeres como cruel con los hombres, y con su amoroso cariño no daba lugar a la envidia.
Tenía su estrado en la iglesia cerca de una capilla, y don Duarte, entrándose en ella, gozaba de ver y oír a su adorado dueño sin dar nota de sospecha a los pretendientes.
Un día, estando las dos amigas con ella, después de oír misa le dijo madama Rosana que cuándo gustaba de que se fueran a la quinta. Respondió que luego, si gustaba de ir a entretenerse. Dijo Laurencia que lo dejase para el día siguiente, porque tenía aquella tarde una visita y quería ir con ellas.
Como don Duarte oyó la plática, deseoso de verla sin los recatos de la gravedad, luego que salió de la iglesia se fue a su casa. Y vistiéndose un vestido y capote de paño burdo que tenía para salir a campaña, se fue a la quinta y pidió al jardinero le recogiese allí un par de días, porque venía de camino y estaba enfermo; y sacando unos reales de a ocho, se los dio. Contento el jardinero con la paga, le llevó a un aposento que estaba en los jardines, acomodándole una cama en que descansara.
Otro día, por la mañana vino un paje a decir que no dejase entrar a nadie, porque había de venir su señora con otras damas. Como el jardinero le vio a don Duarte en traje ordinario, no cuidó de echarlo fuera. Venidas a la tarde, sentándose debajo de una hermosa enramada, mientras era hora de salir al soto pidieron unos azafates de flores, para entretenerse en hacer unos ramilletes. Tomó Narcisa cantidad de las flores y tejiendo una guirnalda, se la puso. Diéronla todas el parabién, celebrando su hermosura. A este tiempo sonó un grande ruido y preguntando quién le causaba, dijo un criado:
—¡El conde Leonido y dos criados han entrado por fuerza, sin poderlos detener…!
Venían ya a donde estaban las damas, y Narcisa, enfadada, dijo:
—No sé yo, señor Leonido, sobre qué cae tanta demasía; y se pudiera excusar cuando conocéis de mi buena voluntad que no estimo vuestros cuidados.
Picóse el Conde de que le tuviera en poco delante de aquellas damas, y respondióla:
—La demasía es vuestra, pues tratáis de esta suerte a un hombre como yo, y tanta vanidad ya pasa de soberbia.
—Bien parece —dijo Narcisa— que habláis en el jardín, pues a estar en Milán no faltara quien vengara mi disgusto.
No quiso don Duarte perder la ocasión, y saliendo de donde estaba, se arrojó con la espada desnuda, diciendo:
—¡Tampoco en la quinta falta quien os sirva!
Sacaron el Conde y sus criados los aceros, y don Duarte, ganándole la punta, cortó a Leonido de un revés mucha parte del rostro. Y descalabrando a un criado, les obligó a salir a toda prisa, temiendo no los matara. Salió tras de ellos, y por no ser conocido, se fue a Milán para llegar antes que fueran los criados.
Quedaron todos admirados de ver su mucho valor, y Narcisa preguntó al jardinero quién era aquel hombre. Respondióle que no lo sabía, que el día antes, preguntando si había algo en que servir, le había recibido para que cuidase de los jardines. Con el repentino enfado, no quisieron salir a cazar. Y vueltas a Milán, dijo Narcisa a su prima que venía sospechosa de aquel hombre, porque su mucho valor no podía ser de hombre bajo.
—Así me parece a mí —dijo Clori—. Sin duda te ama, y temiendo el rigor de tu condición, no se atreve a declararse.
Respondióle:
—Yo te prometo que me ha dejado tan picada su airoso despejo que diera cuanto tengo por conocerle. Rióse Clori, diciéndola: —Pues mira lo que haces, porque ese cuidado es principio de amar, y me espanto decirte cuando te miro tan libre de amor.
—Pues no te espantes —dijo Narcisa—, que si nací libre de amor, no lo estoy de haber nacido mujer.
Al tiempo que sucedió este disgusto, había salido Arnaldo a visitar sus estados. Cuando volvió, contándole los amigos que estaba herido el Conde, respondió lo mismo que habían sospechado de las dos primas, diciendo que sin duda Narcisa favorecía en secreto a alguno de sus amantes, temiendo su enojo, como la estorbaba que no tomase estado. Arrebatado de los celos, quiso satisfacer su duda, y se determinó a pasear de noche su calle, encubierto por no ser conocido.
Como don Duarte sabía que estaba ausente y que Leonido no se había levantado, aunque estaba mejor, quiso celebrar en unos versos una guirnalda que se había puesto en el jardín. Y acompañado de un paje que le llevó el instrumento, se fue a su calle. No quiso Arnaldo, aunque echó de ver que quería cantar, interrumpir la música para reconocerle, y después de haber tocado muchas y galantes diferencias, cantó así:
De las manos de Narcisa
las rosas y los claveles,
aumentando la hermosura,
beben candores de nieve.
Las mosquetas y jazmines
coronan su hermosa frente,
ufanas de verse altivas
con el favor que merecen.
Las yerbas, cuando las pisa,
por besar su planta, crecen,
y en ellas mis esperanzas,
aunque lloro sus desdenes.
Loco me tiene el amor,
y estoy contento en mi suerte:
pues vivo libre de celos
mirando que a nadie quiere.
Pues no sabe amar Narcisa,
deme el mundo parabienes,
pues mi vida está en su mano,
y está en perderla mi muerte.
Si el tiempo lo puede todo,
nadie tema sus vaivenes:
pues al curso de los años
se mudan los pareceres.
Llegóse Arnaldo embozado, diciéndole:
—Bien excusado podiáis tener este atrevimiento, pues no ignoráis que el duque Arnaldo sirve a esta dama y pretende sus favores.
Respondióle:
—Yo no le estorbo su pretensión, aunque adoro a Narcisa. Y si os parece mal, salgamos de la calle sin alborotarla a parte donde responda a lo que me decís.
Sacó el Duque la espada, diciéndole:
—¡No he menester dejar la calle para echaros de ella!
Y tirando a herirle en la cabeza, reparó el golpe con el instrumento, y hecho pedazos, con el mástil que le quedó en la mano le dio dos o tres palos con que le derribó en el suelo, diciéndole:
—Por guardar el decoro de la que ofendes no te mato.
Con esto, dejó la calle antes que acudiese gente, porque sacaron algunas luces de las ventanas.
Estaban las dos primas en una celosía, y quitándose, dijo Clori:
—Sin duda es cierta nuestra sospecha, que este hombre me pareció el mismo del jardín, pues celebra la guirnalda que te pusiste.
—Más me obliga —dijo Narcisa— con mirar por mi decoro que con el amor que me tiene; y si la calidad conforma con el valor, no dudes de que será dueño de mi albedrío, pues la industria de servirme sin darse a conocer me tiene tan rendida que entiendo que me ha de costar desvelos.
—No será fácil —dijo Clori— el saber quién es, si se encubre.
—No me da pena eso —la respondió—, pues su mismo amor le traerá a mis manos.
Estuvo Arnaldo algunos días en la cama, y ofendido de los referidos palos, quiso hacer experiencia del encubierto amante, para ver si volvía por ella en público. Fuese a la iglesia a esperar a Narcisa, y llegando la dama a tomar el agua, al quitarse un guante para recibirla, se le arrebató con alguna violencia, diciéndola:
—¡Enviad el dichoso a que me le pida!
Volvió Narcisa a mirar a sus amantes, y visto que no se daban por entendidos, dijo algo recio:
—Bien hago yo de no estimar a los que me sirven, pues no se atreven a castigar estas demasías.
Rióse Arnaldo, como haciendo burla, y con esto, fuese.
Llegada la noche, se armó don Duarte a toda satisfacción. Y poniéndose una mascarilla, se fue a casa del Duque, y dándole un papel que llevaba a un paje, le dijo que esperaba la respuesta. Subió a darle, y visto en él que le desafiaba, tomó una pistola, con intento de matarlo. Y bajando a la calle, le dijo:
—¿Sóis vos quien me busca?
Respondió:
—Yo soy. ¡Seguidme si tenéis valor!
Siguióle, porque no se entendiera que era él quien le mataba. Llegaron a un despoblado; dijo don Duarte:
—Yo vengo a que me deis una prenda que quitastéis hoy a una dama.
Sacó el guante Arnaldo, diciéndole:
—¿Véisle aquí? ¡Mirad si os atrevéis a llevarle!
Y poniéndole dentro en el sombrero, le disparó la pistola, con tan mala fortuna que erró el tiro. Arrojóse el valiente español , y atravesándole de una estocada el pecho, le tendió a sus pies. Quitóle el sombrero, y visto que estaba dentro el guante, le volvió las espaldas, diciendo:
—Dos veces te he dado la vida, y si porfías en ofender a quien tú sabes, te la quitaré.
Con esto, se fue. Y llegando a casa de Narcisa, pidió que le llamasen al mayordomo. Salió a ver quién le buscaba, y dándole el sombrero y el guante, le dijo:
—Decidle a vuestro dueño que el Duque queda en tal estado que no se atreverá otra vez a disgustarla, y que si manda algo en que la sirva quien la adora.
Subió a dar el recado, y alborotadas, le mandaron que le hiciera subir, que querían verlo. Volvió a buscarle, y visto que no parecía , volvió a decir que ya se había ido. Quedó Narcisa tan disgustada que se dio por rendida, diciéndola a Clori:
—¡Brava industria tiene este hombre para vencer mi corazón, pues me sirve y me obliga sin darse a conocer…! Yo estoy determinada de irme a la aldea, para excusar el escándalo que pueden causar las heridas del Duque. Y podría ser que allá tuviéramos más lugar de satisfacer mi duda, pues no dejará de seguirnos.
Respondióle:
—Pues es él aldeano y no está más de dos leguas, harás bien de excusar estos enfados, y desde allí sabremos si Arnaldo está peligroso, que el ser hombre de tanto valor me tiene con cuidado.
—Por eso quiero yo —dijo Narcisa—ausentarme mañana, y he de salir en público, para que se sepa a dónde vamos y que este mi encubierto amante no ponga la vida a tanto riesgo por defenderme.
Con esta determinación, salieron otro día de Milán. No quiso don Duarte seguirlas de día, por no hacerse sospechoso con los amigos o deudos del Duque. Iba de noche a verlas, como salían a gozar de una hermosa arboleda que estaba a la vista del lugar; y volviéndose de día a Milán, entretenía los pensamientos con el deseo de que llegase la noche.
Sintieron las amigas de Narcisa su ausencia, y como estaba tan cerca, quisieron visitarla. Y acompañadas de otras señoras, se fueron a la aldea, con intento de estarse allí dos días. Fueron bien recibidas de las dos primas, y las zagalas y labradoras inventaron muchos bailes y juegos para entretenerlas. De noche, encendían muchas cazoletas, y a la luz de ellas hacían mojigangas , vestidos ridículamente. Como don Duarte iba todas las noches, no quiso pasar en silencio la lucida fiesta, y escribiendo unos versos, se llegó a una enana que tenía Narcisa, a quien estimaba mucho por ser gran música. Le dio el papel y una sortija, diciéndola:
—Hacedme merced de cantar este romance delante de vuestro dueño y fiad de mí, que estimaré el favor.
Prometió hacerlo, contenta con el premio; y retirándose a darle el tono, llamándola a la sala para cantar, refirió la siguiente letra:
Cielo es la aldea, pastores,
por estar Narcisa en ella,
alba hermosa de los campos,
diosa hermosa de las selvas.
Contentas todas las damas,
dejan a Milán por verla,
que no admite su hermosura
envidias ni competencias.
A los rayos de sus ojos
no hay humana resistencia,
pues nadie puede mirarlos
sin adorar su belleza.
Dichoso yo, que, abrasado,
águila del sol atenta,
gozo, bebiendo sus luces,
la gloria de amarla y verla.
Pretendan los imposibles
los necios, que consideran
que son dignos de gozar
una deidad tan suprema.
Si a mí, que me juzgo indigno,
me basta en premio, que entienda
que amándola sin cansarla
la sirvo sin ofenderla.
Celebraron la letra, y Narcisa le preguntó quién se la había dado. Respondió que un labrador, que no le conocía. Dijo Laurencia:
—Ya no nos tendréis por lisonjeras, pues los labradores alaban vuestra belleza.
Estimóle el favor, y otro día, se determinaron de volverse a Milán. Pidiéronle que se fuera con ellas. Respondió que por librarse de los enfados del Duque quería estar de asiento allí dos meses.
Estuvo Arnaldo en la cama, y ya que estuvo bueno, dando a entender que se iba a sus estados, salió en público de Milán, con intento de alcanzar por fuerza el fin de su deseo. Y quedándose encubierto, puso espías que le avisaran cuándo había de volver su adorada ingrata a Milán, para salir al camino a lograr su mal fundado intento.
Escribiéronle las amigas, dándole cuenta de su ausencia y rogándole que se viniera a Milán, porque se hallaban muy solas sin ella. Despachó a Rosana un criado con la carta, y venido a la aldea, respondió que dentro de dos días les cumpliría el deseo, pues era la que ganaba en gozar de su amada compañía.
Avisáronle las espías al Duque, y acompañado de seis hombres, salió a esperarla al camino, dándoles orden de que llegaran a resistir los criados que la acompañaban, porque no la pudieran defender; y que los retirasen hacia el arboleda, para dar lugar a que llegase el coche sin que le conocieran.
Como la enana cantó la letra que don Duarte la había dado, sospechando las dos primas que estaba en el aldea, no quisieron que las acompañase más de un gentilhombre y el cochero, por dar ocasión a que el encubierto amante, con la licencia del campo, se llegase a hablarlas. Y para lograr su intento, salieron a prima noche.
Venía el dichoso caballero descuidado de su buena suerte, y por sentirse cansado con el peso de las armas, se retiró al hueco de unas peñas a la vista del camino. A poco rato de estar allí, oyó ruido de coche, y como no sabía el intento de su dueño, presumió serían algunas damas que habían venido aquel día a visitarla. Determinóse a esperar que el coche pasara, poniéndose en la parte más oscura. Y ya que venía cerca, vió salir de la arboleda los que la esperaban. Venía diciendo Arnaldo:
—Pues no trae gente, llevad vosotros esos dos que vienen con ellas a lo espeso de los árboles y atadlos en ellos, para que no puedan ir a pedir favor a estos villanos. Y no volváis tan presto hasta que yo dé un silbo.
Bien conoció don Duarte que el agravio era contra Narcisa, mas no quiso salir de donde estaba, por dar lugar a que el Duque quedara solo y que ella conociera lo mucho que le debía.
En esto llegó el coche, y arrojándose los seis hombres a él, los tres llegaron al estribo, para que el gentilhombre se apeara, amenazándole de que le darían muerte si daba voces. Y los otros tres hicieron lo mismo con el cochero, llevándolos asidos a lo espeso de los árboles. Llegóse el Duque, diciendo:
—De esta suerte he de vencer vuestra cruel tiranía, pues gozando vuestra hermosura os obligaré a que me deis la mano.
Estaban tan turbadas que no le respondieron. Salió don Duarte de donde estaba, a tiempo que iba a quitar el estribo, y dándole un cruel cintarazo que le aturdió, le dijo:
—¡Villano, bien cumpliérades vuestro gusto a no tener estas damas quien las guardara!
Aunque el Duque quedó turbado, sacó la espada, y tirándole don Duarte un revés, le llevó toda la mano. Cobraron ánimo las turbadas damas, pidiéndole que no le matara porque aventuraban su decoro. Respondióles:
—Días ha que le hubiera muerto, si no mirara eso.
Y subiéndose en las mulas a toda prisa, volvió al aldea, rigiendo el coche con tal despejo que las obligó a risa.
Como los criados estaban a la mira y vieron andar el coche, temieron alguna novedad, pareciéndoles que el Duque no le había de llevar. Y dejando atados a los dos presos, corrieron a saber la causa. Y espantados de verle herido, le dijeron que por qué no había silbado para llamarlos, Respondióles:
—Diome en la cabeza un cintarazo que me privó del sentido el dichoso que la defiende. ¡Llevadme presto de aquí, que, pues volvía al aldea, vendrán en nuestro seguimiento!
No se engañó en la presunción, porque, alborotados todos de verlas volver, llegaron a saber lo que había sucedido, y Narcisa mandó a los labradores que fueran a toda prisa a lo espeso del arboleda, a defender a los dos criados de unos hombres que habían salido a robar el coche. Y subieron arriba, acompañadas de su nuevo cochero.
Luego que llegaron a la sala, le conocieron por la mucha asistencia que tenía en la iglesia . Hiciéronle sentar, y Narcisa le dijo así:
—Sólo vos, señor don Duarte, pudo librarme de un enfado tan grande, y la industria con que me habéis servido y obligado ha sido tan poderosa en mí que ha rendido mi libre corazón. Pues, sin enfadarme, habéis puesto la vida a riesgo por defenderme. No fuera yo quien soy a no mostrarme agradecida, y si el premio de vuestras finezas consiste en que os dé la mano de esposa, vivid seguro de que no será otro el dueño de mi albedrío . Sólo esperaré a ver en qué pararon las heridas de Arnaldo, que no quiero aventurar vuestra vida, pues ya la estimo.
Quedó tan loco de contento que no acertaba a responderla. Pidióle licencia para volverse a Milán, y respondióle que se quedase aquella noche en el aldea, porque temía que los traidores le esperarían en el camino.
Otro día, se fueron a Milán, y llegadas a su casa, les contó el mayordomo cómo el Duque había venido aquella noche herido, y que se decía que a una legua de Milán le habían salido unos ladrones a robar. Quedaron contentas, considerando que por encubrir su delito no había publicado la verdad, pues el quererla forzar en un campo era bastante a quitarle la cabeza de los hombros. El tiempo que tardó en cenar estuvo el valiente español gozando muchos favores de las dos agradecidas primas.
Luego que el Duque se vido bueno, considerando que seguía un imposible y que Narcisa tenía de secreto quien la amaba, no quiso aventurar su vida a mayores riesgos, y mudando de intento, dio la mano a una prima suya a quien debía muchas finezas, aunque no se había dado por entendido de sus favores con la ceguedad que había tenido. Y como en desprecio de lo que tanto había estimado, quiso celebrar su casamiento con fiestas reales y públicos regocijos.
Quedó tan gustosa cuando la dijeron la nueva de verse libre de tan penoso embarazo, que quiso dar a entender su contento. Y mandando la alquilasen una ventana cerca de la del Duque, vestida a toda gala, acompañada de su prima y de amigas, se fue a ver las fiestas. Quedó tan abrasado de verla contenta y desenfadada que su esposa conoció el disgusto que había recibido, y pasadas las fiestas, le pidió por merced que se fueran a vivir a sus estados. Y visto que ya no tenía remedio su pretensión, tuvo por bien de darle gusto.
Luego que el Duque se ausentó, dio Narcisa la mano a don Duarte, con mucho gusto de todas sus amigas y mayor admiración del mucho valor y prudente industria del valeroso español, porque Narcisa les contó todo lo que había pasado.
Al cabo de ocho meses, volvió el conde Leonido, y contándole los amigos la ausencia del Duque y casamiento de Narcisa, pareciéndole que don Duarte le tendría por sospechoso por el lance del jardín, trató de pedir a la hermosa Clori, enviándola a decir se tendría por dichoso de emparentar con tan ilustre caballero, enviándole a pedir licencia para visitarle. Estimó don Duarte la cortesía, y adelantándose, cumplió con su obligación. Y efectuado el casamiento, hizo el Conde alarde de su grandeza enviando a su esposa ricas y costosas galas, viviendo después largos años, conservándose en seguras paces.

NOVELA SÉPTIMA
La industria vence desdenes
Acabado don Antonio de referir el suceso, alabaron todos la industria de don Duarte. Y doña Juana les dijo:
—Ya vuesas mercedes han cumplido con su obligación. Mañana les he de contar un suceso de una dama toledana que en algún modo servirá de ejemplar para que estas señoras no sean mal acondicionadas, pues sucede muchas veces que las mujeres terribles pierdan su ventura, o, ya que la tengan, vivan mal casadas.
Apoyaron la razón que tenía contando algunas cosas de personas conocidas. Levantóse don Vicente, diciéndoles: —Señores míos, ciérrese esta conversación con un adagio vulgar en que se dice Que el humo y la mujer brava echan al hombre de casa.
Con esto, se retiraron.
Y el día siguiente, después de la cena, les dijo doña Juana:
—Paréceme que ya vuesas mercedes esperan a que cumpla mi palabra. Va de suceso:
En la ciudad de Úbeda vivía un caballero llamado don Fernando de Medrano. Gozaba un corto mayorazgo que llaman vínculo . Casóse con una dama igual a su calidad, tan hermosa que la sirvió de dote su belleza. A poco tiempo de casados, se reconoció preñada. Y llegado el tiempo, parió dos criaturas, varón y hembra. Al niño le pusieron Pedro, por su abuelo de parte de padre; y a la niña Jacinta. Criáronse estas dos criaturas creciendo en ellos el amor al paso de la edad.
Y llegóse el tiempo de aprender las urbanidades que deben saber las personas principales. Les dieron maestros suficientes, y pareciéndole a don Fernando que no tenía dote igual a su calidad para casar a su hija, la enseñó todo el arte de la música , para que a título de corista gozara en un convento las conveniencias acostumbradas.
Don Pedro, con el uso de la razón, dio a entender a sus padres se inclinaba a ser de la Iglesia. Y pasados los primeros estudios, le envió don Fernando a Salamanca a pasar los cursos y estudiar la Teología, para que por las letras se opusiera a las cátedras y ocupara los púlpitos.
Luego que llegó a Salamanca, cobró muchos amigos, porque de su natural era muy entretenido y afable. Y entre los demás, profesó estrecha amistad con un caballero italiano a quien su padre tenía en aquellas Escuelas sólo a fin de aprender el idioma de la lengua española. Era eminente en la pintura, imitando las cosas tan vivas que era un remedo de la naturaleza . Respecto de vivir los dos en una posada, le ganó don Pedro la voluntad, con deseo de aprender la eminente facultad, y las horas que faltaban de sus estudios se entretenían en su gustoso ejercicio. Salió tan diestro que ya su maestro le envidiaba, y por estar en uso el hacerle diferentes bordaduras de vestidos, camas y otras cosas, hacían galantes dibujos, con que don Pedro empezó a manejar dineros. y remitiendo a su madre algunas pinturas y a la querida hermana algunas galas, les envió a decir no se empeñaran en remitirle socorro, dando a entender en qué divertía los ratos ociosos.
Pasados cuatro años, volvió a su casa, tan lucido de galas que todos envidiaban a don Fernando la dicha de tener dos hijos tan dignos de ser estimados. Tenían un primo, de los más bizarros mozos de Úbeda, tan enamorado de la prima que trató de echar intercesores para que su tío se la diera. Cerró don Fernando la puerta con decir se inclinaba a ser religiosa. Sentíalo doña Jacinta, aunque no lo daba a entender, porque honestamente amaba a su primo.
Luego que don Pedro vino, compró libros para estudiar hasta que se llegara el tiempo de ordenarse. Atajóle la fiera parca el intento, por darle a su padre un peligroso tabardillo . Y como su esposa estaba a su cabecera, cuidando de su regalo y medicamentos, la alcanzó mucha parte del contagio, tanto que la obligó a rendirse a las fatigas de la cama. Murió don Fernando, llevándole a su esposa tan poca ventaja que, en poco más de un mes, tuvo don Pedro dos entierros, cumpliendo con el debido sentimiento y funerales con tan generales alabanzas que no se trataba en Úbeda de otra cosa.
Había conocido el poco gusto que la hermana tenía de ser monja, que, pasados algunos días de la muerte de sus padres, le dijo una noche:
—Amada Jacinta, ya sabes el mucho amor que me debes, correspondencia debida a tu mucha voluntad, y para que entiendas que te pago, te quiero decir mi pensamiento. Yo he conocido que no te inclinas a la religión. Quiero partirme a Roma: ya sabes que el cardenal don Jerónimo Zapata está en el Colegio Apostólico; fue amigo de nuestro abuelo, y no hay duda de que me ampare, sabiendo quien soy. Llevaré cartas de doña Juana Zapata, su hermana, y de otros señores; llevarte conmigo no es posible. Nuestro primo don Alonso te quiere. Dime la verdad, y no te ocupe la vergüenza: si gustas de que te case con él, esto ha de ser luego. Yo renunciaré en ti todo el derecho que tengo a la herencia de nuestro padre. Con eso, y con la poca hacienda de don Alonso, para una ciudad corta lo pasarás, si no como yo deseo, por lo menos con algún lucimiento.
Respondióle:
—Yo no tengo voluntad. Haga vuesa merced lo que fuere servido, pues no le quiero negar que estimo a mi primo.
Con esto se trató de la dispensación , que por ser el parentesco en cuarto grado la consiguió un curial con facilidad.
A tres semanas de su casamiento, se partió a la Corte, a recabar las cartas y despachar muchas y curiosas láminas, para juntar dinero y hacer su viaje. No despachó tan presto que no pasaron cuatro meses, en los cuales supo por cartas que su hermana estaba preñada. Y aunque le rogaron cuando volvió a Úbeda esperase el parto, no lo aceptó, por estar el tiempo a boca de invierno, pidiendo a don Alonso que, si se lograba el deseado fruto, le pusiera el nombre de su hermana y se le enviara retratado, para tener algún consuelo. Prometió don Alonso darle gusto.
Y pasada su derrota , llegado a Roma, fue al Palacio Sacro. Y sabida la casa del Cardenal, llegado a su presencia le dio las cartas y besó la mano. Y leídas, mirándole con amoroso cariño, le dijo:
—Yo no he menester cartas de favor para intimaros. Basta saber que sois nieto de don Pedro. Fuimos grandes amigos y pasamos los estudios y la mocedad juntos. Y si correspondéis a hijo de vuestro padre, no dudéis de mí. Yo tengo deseo de ir a España. Su Santidad sabe mi voluntad; servid ahora, que a su tiempo yo veré lo que conviene.
Con esto, mandó al mayordomo que se le aderezara un cuarto decente y veinte reales de ración, mandándole a don Pedro le asistiera a comidas y cenas, dándole desde luego un plato de la mesa.
Pasados quince días, pareciéndole habría descansado, le hizo Sumiller de Cortina , diciéndole:
—Por daros lugar a que estudiéis, no quiero ocuparos por ahora en otra cosa.
Daba el Cardenal todas las Pascuas aguinaldos a todos sus criados, aventajándose en estimar a don Pedro tanto que, a no tenerlos gratos con su mucha cortesía, pudieran levantarse contra su fortuna las envidias, que siempre la derriban. Tenía el Cardenal en la sala de recibimiento una pared que hacía testera a propósito, para ocuparla con un lienzo al tope del ámbito. Y como era tan eminente en la pintura, tomando la medida, se determinó a copiar al glorioso San Jerónimo. Pintó a una parte jaspeados y peñascosos montes, y a otra hermosos y pintados cuadros de silvestres florecillas; árboles cubiertos de silvestres frutas; arroyos que, por la verde y menuda yerba, parecían enroscadas culebras de rizada plata; muchas aves y diversos brutos; y a la boca de una espinosa gruta, al glorioso Santo, de rodillas sobre una peña, salpicada de la sangre que le caía del herido pecho al golpe de la pizarra, con que infundía a un mismo tiempo temor y admiración. Y aunque se guardó de que nadie le viera, por ser preciso tomar la medida del marco, un pajecillo que le vido fue con el chisme a su dueño, y contento con la nueva, le asaltó de repente.
No le pesó a don Pedro, aunque se mostró turbado, dándole a entender el fin a que le había hecho. Estimóle el cuidado, y llevando la pintura y otras láminas que le parecieron bien, después de haberlas puesto en su sitio, abriendo un escritorio le dio en un papel cien doblones de a ocho, diciéndole:
—Razón es pagar al pintor.
Con esta medra y otras que había conseguido, vivía gustoso, por haberle enviado a decir por cartas había parido su hermana un hijo. Y refiriéndole las gracias de la media lengua, le refirió su hermana: «…sólo lo que tiene de malo es parecerse a mí». Cosa que don Pedro estimó en sumo grado, porque doña Jacinta era rubia, blanca y de perfectísima hermosura.
Llegado el tiempo de cantar misa, echó el Cardenal el resto sirviéndole de padrino. Y como era estimado de todos, por lisonjear al padrino pasó la ofrenda del misacantano de cuatro mil ducados. Y haciéndole su capellán, le aventajó el salario.
Celebraba el Cardenal todos los años una suntuosa fiesta al glorioso Santo. Satisfecho de que don Pedro era grande estudiante, por haberle experimentado muchas veces por haber argumentado con él, por darlo a conocer generalmente le mandó prevenir para hacer el sermón. Ocurrió a la fama lo mejor de Roma, y aunque se pudiera seguir el concurso de turbación, hizo espuela del aplauso para correr su derrota, predicando con tanto realce que asombró a todos por verle tan mozo.
Con esto, ocupó los confesionarios con tan feliz prosperidad que no daría lo adquirido por veinte mil ducados, pareciéndole todo poco para el nuevo sobrino, por habérsele enviado retratado de edad de seis años a lo soldado, con un vestido de tela de nácar, con una carta en la mano, refiriendo su madre en la suya tantas gracias que le volvían loco.
Diecisiete años estuvo en Roma. A este tiempo, murió el Cardenal de Toledo, y llegado a noticia de su Santidad, mandó llamar al Cardenal, diciéndole:
—Ya estáis viejo. Razón es que os vais a descansar. El Arzobispado de Toledo está sin prelado: disponed vuestro viaje e iréis a ocupar la plaza.
Besóle el pie, estimándole la merced. Y de camino te pidió para don Pedro le concediera algunas rentas eclesiásticas, dándole a entender su calidad y pobreza. Tenía noticia de la mucha fama que le daban, y en el partido de Toledo, en pensiones y beneficios simples, le dio mil y quinientos ducados de renta; y al Cardenal veinte mil de principal, para la costa del viaje. Con esto y muchas indulgencias y reliquias que le dio, echó a todos su bendición, por el riesgo de la vida en los peligros de la mar.
No quiso don Pedro escribir nada, por no tener a su hermana cuidadosa. Mientras se dispuso el viaje, hablando a unos mercaderes de lonja, trató con ellos hacer un empleo de telas de Milán, rasos de la China y Florencia, sin otras muchas y ricas alhajas que había comprado en las muchas almonedas , seguro de su ganancia por estar en uso en España el vestirse todos de tela: con muchos golpes los hombres en las ropillas abotonados, y las damas ropas de levantar con alamares de oro. Por esta causa, empleó una gran cantidad, aparte de lo que había comprado para el adorno y homenaje de la casa.
Luego que llegaron a Sevilla, por detenerse el Cardenal algunos días, le pareció avisar de su venida. Y despachando un propio, remitió a su hermana algunas piezas de telas, lienzos y otras cosas; cosa que estimaron en mucho, por enviarles una libranza de doscientos escudos con que se remediaron muchas cosas que se padecían de puertas adentro por no descaecer de la pública ostentación . Y por estar don Alonso con unas peligrosas tercianas, enviándole a decir su enfermedad, por la cual no iba a verle; y que si gustaba le enviase al sobrino, lo haría. Respondióle que de ninguna manera hasta llegar a Toledo no trataran de nada. Y renovando los regalos, le encargó mirara por su salud.
Llegados a Toledo, le hizo el Cardenal su limosnero . Y como a la fama del nuevo prelado acudieron tantos pobres vergonzantes y mendigos, y como don Pedro era generoso y socorría francamente las necesidades, se hizo en pocos días tan amable; y como ocupaba los confesionarios, se le llegaron muchos hijos de penitencia, así hombres como mujeres, entre los cuales fueron dos señoras, madre e hija, de lo más lucido de aquella ciudad. Luego que las comenzó a comunicar, le parecieron tan bien que estrechó con ellas particular amistad.
Vendíanse unas posesiones, y la una era una casa principal, pared en medio de estas señoras; y la otra una casa de placer, casi a la vista de Toledo, con un jardín y doscientos marjales de viña. Y juntamente dos esclavas: la una, etíope, que por haberse criado en un convento era ladina y de muchas habilidades; la otra, berberisca. Y la causa de venderse todo fue que el difunto dueño no tenía heredero forzoso, y dejando a muchos parientes pobres, dejó a todos iguales mandas.
Avisaron estas señoras a don Pedro, y trató de comprarlo todo; con tan próspera fortuna que, a seis meses de estar en Toledo, vacó una canongía en la Santa Iglesia; y aunque hubo pretendientes, se la dio el Cardenal de mano poderosa. Trató de que las esclavas asearan la casa, y adornándola de las costosas y ricas alhajas, asombró a todos los que le dieron el parabién. Mandó se le buscara un mayordomo; dos pajes de hábito largo; dos lacayos, el uno grande, que sirviera la despensa, y otro pequeño. Y despachando un propio, envió a decir le enviasen la deseada prenda, advirtiendo que no le hicieran vestidos, y que entrara de noche, porque no gustaba que supieran su venida hasta adornarle a su gusto.
Llegada la carta, dio don Jacinto tanta prisa que al segundo día le despachó su padre, acompañado de un criado de quien tenía segura confianza. Llegado a Toledo, observó la orden de su tío, y entrando a dos horas de la noche, preguntando por la casa del canónigo Medrano, un ciudadano a quien había hecho muchas limosnas se ofreció de llevarlos a ella. Apeáronse, por excusar el estruendo de las mulas, dando orden al mozo las llevase a la posada. Y llegados a su casa, dijo el ciudadano que le avisaba de que le buscaban dos forasteros. Y como estaba con el cuidado, mandó que subieran. Despachó al honrado pobre dándole un socorro, diciéndole no se acortara en lo que se le ofreciera. Y quedando solo, mandó a los criados que, si le buscaran, respondieran no estaba en casa.
Era la causa que un Racionero y dos Canónigos venían a entretenerse las más de las noches; eran entretenidos, y como don Pedro gustaba de la chanza, profesaba con ellos estrecha amistad, en particular con el Racionero, que las veces que le parecía se quedaba a dormir en su casa. Y para este fin tenía más adentro de su alcoba una sala aderezada. Y llamando a la morena, la mandó hiciera la cama y aderezase lo necesario. Y llegándose a un bufete adonde estaba un velón de plata, le dijo:
—Llégaos a la luz, que tengo deseo de veros.
Besóle la mano, diciéndole:
—Deme vuesa merced su bendición para que todo me suceda bien.
Abrazóle, contento de verle obediente. Y tomando sillas, mirándole con alguna suspensión, le dijo: —El deseo me has quitado de ver a tu madre: ¡no he visto cosa más parecida!
Respondióle:
—Prometo a vuesa merced que no la conociera de flaca, aunque se ha mejorado después que tuvimos aquel socorro, porque mi padre juega tanto que estaba la casa rematada, y apenas se alcanzaba para una triste olla y a la noche un guisado, y muchas veces faltaba.
Díjole don Pedro:
—Bien se os echa de ver, que parece que estáis encanijado.
Preciábase don Jacinto de la chanza, y como sabía el buen humor de su tío, le respondió:
—No se espante vuesa merced, que como la olla era poca, me ataba mi padre al pie de la mesa por que no alcanzara al plato.
Celebrólo con mucha risa, diciéndole:
—Pues tratad de comer y engordar, que gracias a Dios no faltan cuatro reales. Yo vengo de una tierra adonde se come bien y se bebe mejor.
Habíale enviado a decir su hermana que el sobrino era gran músico. Teníale prevenido arpa y vihuela de lo más primoroso. Preguntóle:
—¿Cómo os va de música, que vuestra madre me ha enviado a decir grandes cosas?
Respondióle:
—Siempre las madres hablan apasionadas, mas ya saldrá un hombre del empeño si se ofreciere.
En esto salió Antonia a decir que ya estaba prevenido lo que le había mandado. Le dijo que se entrara en la sala, y que en estando acostado se trataría de cenar . Y hallándola tan adornada, quedó admirado de la riqueza de su tío. Teníanle prevenido un baño en una tina, con tan curiosa invención que por la parte de abajo tenía un tornillo con que se desaguaba. Estaba cubierta de un pabellón, y Antonia le dijo:
—Entre vuesa merced en el baño y siéntese para que le bañe el medio cuerpo.
Hízolo así, y como vivía contenta con la buena condición de su dueño, luego que le empezó a bañar, le dijo:
—¡Ay, hijo de puta! ¡Qué blanco es el mocico! Parece la mano de la negra mosca en leche.
Con esto, empezó don Jacinto a decir tantos donaires, y la negra a responderle, que no se podían tener todos de risa.
Teníanle la cama de verano, por ser a los postreros de mayo. Y quitado el baño, avisaron a don Pedro. Abrió un baúl, y sacando una almilla de gasa de oro y un capotillo franjeado de galones y alamares, le mandó se le pusiera por que no se resfriase. Hízole tomar un poco de agua de azahar con piedra bezal , y mandó se pusiese la mesa. Acudieron cada uno a su obligación: pusieron sobre un bufete grande una vajilla a modo de aparador, y un bufetillo de plata junto a la cama, sirviéndoles cuatro platos, sin los postres y principios. Y dándoles aguamanos, les mandó don Pedro se fuesen a cenar. Quedóse por un rato de conversación, y levantándose, le dijo:
—Quedáos con Dios, que yo me voy a ver unas señoras que viven pared en medio. Son madre e hija, y estímolas tanto que no me hallo la noche que no las veo. Son de lo más ilustre de esta ciudad. La madre, señora de valor, prudente y bien entendida; la muchacha será de vuestra edad, grande música y de las más lindas damas que hay en esta ciudad. Saben que habéis de venir, y no hay duda que se alegrarán.
Preguntóle, al descuido:
—¿Y cómo se llaman esas señoras?
Respondióle:
Todo este engalanamiento que Pedro le hace a su sobrino, casi más propio de una dama quede un mozo, hace surgir en Jacinto la necesidad de reafirmar su virilidad, pues incluso elRacionero amigo de su tío se burla de él, lo cual no se podía permitir.
—La madre se llama doña Guiomar de Meneses; la muchacha, doña Beatriz de Almeyda. Fue hija de un caballero del hábito, de lo más noble de Portugal; jugaba tanto como vuestro padre, y las dejó tan pobres que no pasa el dote de mil ducados. Bordan casullas y otras cosas, y con eso sustentan una honrada familia. Y lo mejor que tienen es el recato, porque doña Beatriz es tan esquiva que tiene fama de mal acondicionada.
Con esto se fue a su visita, dejando al forastero tan repentinamente enamorado que le pareció no viviría sin ver a la que ya tenía por dueño de su albedrío .
Volvió don Pedro de su visita, y hallándole despierto, le dijo: —Mucho se han alegrado esas señoras, y doña Guiomar quería pasar a veros. Y la detuve con decir estábais acostado. Mañana será preciso llevaros conmigo. Con la buena nueva, pasó lo restante de la noche en amorosos desvelos. El día siguiente, te sacó su tío un vestido de tela de nácar, diciéndole:
—Esta gala hice a vuestra contemplación, como os enviaron retratado de este color.
Y llamando al lacayuelo, le mandó llamase al sastre para ajustarlo, sacando un ferreruelo de dos felpas, un sombrero de castor y un cintillo de diamantes. Mandó a la negra le cosiera en él, cogiendo la falda con una brocha de lo mismo. Con esto, se fue a la iglesia, y venido el sastre, no fue menester más de ajustarlo, por ser don Pedro más grueso.
Cuando volvió, como le halló vestido, le mandó que se paseara. Llegó hasta la puerta, y cuando volvió hacia él, le hizo una airosa y despejada cortesía, diciéndole:
—Conozca vuesa merced este maese de campo que tiene para servirle.
Respondióle:
—Otro lo representara menos, mas no os quiero en la guerra, porque os estimo más de lo que pensáis. No os desnudéis, porque he dicho a unos amigos en la iglesia que habéis venido y no hay duda que vendrán a veros.
Entró un criado a decir que venían dos Canónigos y un Racionero, y le dijo:
—Bajad presto, que son personas de mucha importancia.
Pasó la escalera tan de vuelo que, contentos de ver su bizarría, se detuvieron a verle, y como el Racionero era chancero, le dijo a don Pedro:
—¡Lindo ruido nos habéis traído con este mocito! Los caballeretes se han de arrinconar.
Estimóle el favor, diciéndole:
—Si vuesa merced me dice esos requiebros, ¿qué deja para una dama? Adviértole que soy muy hombre, y me precio de serlo para servirle.
Subieron arriba, y como eran tan de casa, les preguntó don Pedro si habían comido. Respondiéronle que no, y mientras se previno algo más de lo que estaba aderezado, le pidieron hiciera alarde de sus habilidades. Sacaron la vihuela, y después de haber cantado algunas letras, alabó el uno de los Canónigos, por ser gran músico, la mucha destreza. Y dijo el Racionero:
—Pues no ha de quedar en eso, que quien sabe tan buenos pasos de garganta no hay duda que los hará buenos en la mudanza.
Rehusólo, diciendo tenía poco de mudable; y porfiándole, danzó un canario con tan sazonadas y curiosas mudanzas que les pesó de que entraran a poner la mesa, encareciendo la mucha razón que don Pedro tenía de estimar prenda de tantos méritos.
Después de haber comido, se entretuvieron en jugar hasta hora de vísperas. Y preguntándole si le habían de llevar consigo [respondió don Pedro]:
—Antes le he de tener preso hasta el día de San Juan (pues viene cerca), que todo será menester para cortarle galas y recibir visitas.
Con esto, se fueron. Y se entretuvo lo restante de la tarde en que Antonia le enseñara toda la casa y riquezas de su tío. Luego que volvió de la iglesia, se puso de corto, diciéndole:
—Vamos antes de cenar a ver estas señoras.
Pasaron a su casa, y doña Guiomar le recibió con los brazos, diciéndole:
—¡Venid acá, hijo mío, abrazadme, que prometo no sabré encarecer el gusto que he tenido de ver al señor don Pedro tan contento!
Abrazóla, diciéndola:
—Yo venía a ofrecerme por esclavo y cumplir parte de las muchas obligaciones que me corren, según mi tío dice. Y pues vuesa merced me da nombre de hijo, no quiero perder el derecho a tanta dicha.
—Juráralo yo —respondió doña Guiomar—, que un sobrino de don Pedro no había de saber responder a lo que se le dice.
Con esto, besó la mano a su nuevo dueño, y doña Beatriz le dio la bienvenida con pocas razones y mucha mesura. Mandó doña Guiomar traer un instrumento, diciéndole:
—En verdad que tengo de lograr el deseo.
Cantó una letra nueva y pareciéndole bien a doña Beatriz, le pidió se la diera escrita. Y apuntado, ofreció el hacerlo, recabando que ella cantara otra. Y después de haber hablado algún rato, aunque se mostró tan esquiva que fue menester que su madre se enfadara para conseguirlo, despidiéronse con mucho pesar de su amante corazón.
Otro día, por la mañana, mientras su tío volvía de la iglesia se entretuvo en escribir la letra y apuntarla; y en medio pliego cifró parte de su amorosa y encendida llama, doblándolo de suerte que no se echara de ver al darlo. Por la tarde tuvo algunas visitas, como se supo su venida; entre las cuales fue un caballero llamado don Rodrigo, tan vecino suyo que no había más de la casa de doña Guiomar en medio. Y como vieron instrumento, dos hermanos casi de su edad, preciados de músicos, le tomaron, y con esto se dio motivo a que don Jacinto, a petición de todos, cantó algunas jácaras sazonadas. Y como todos eran muchachos, entretuvieron la tarde en cantar y jugar las armas, tan aficionados al cortés andaluz que se le ofrecieron por íntimos amigos.
Despidiéronse, y como don Rodrigo estaba tan cerca, se entró en su casa. Estaba casado con una señora llamada doña Ana. Era placentera, y como suelen decir vulgarmente, «a la buena fin». Tenía una hermana viuda de veinticuatro años; vivía de asiento en la Corte, en compañía de su suegra, por haberla dejado su marido por heredera de toda su hacienda, con calidad de que no desamparase a su madre, por ser anciana. Y enfadada de tan perpetua suegra, se iba todos los veranos a Toledo, a gozar del fresco del Tajo, como doña Ana era a su propósito, porque doña Leonor, como era moza, era más desenfadada de lo que era razón. Y como su hermano vino tan temprano, extrañando la venida, le preguntaron la causa, y respondióles:
—Vengo de casa de don Pedro, de ver un sobrino suyo que ha venido.
Con esto, les refirió las muchas partes del forastero, diciendo:
—Es famoso: ¡no he visto en mí vida más sazonado muchacho!
Encareciólo tanto, que hizo en el corazón de la hermana la operación que don Pedro había hecho en el de don Jacinto alabando a doña Beatriz. Y como era tan desahogada , le dijo:
—No nos le alabe, que nos da deseo de verle.
Respondióle, lejos de sospecha:
—Fácil será: ¡dos a casa de doña Guiomar y le veréis.
Con esto, no esperó más, diciendo a la cuñada:
—¡Vamos luego, por que estemos allá antes que vengan!
Con esto, pasaron a verlas, por ser tan amigas, diciéndoles:
—No agradezcan esta visita, porque venimos a ver al sobrino del canónigo. Porque mi hermano nos ha dicho tantas cosas, que nos trae el deseo.
Respondiólas doña Guiomar:
—Por mucho que diga, quedará corto.
Hablóse de otras cosas, y venidos a verlas, les recibieron las cuñadas con tan grandes alabanzas que le pudieran desvanecer a no ser tan entendido. Y después de los corteses parabienes, le pidieron que cantase algo, diciéndole doña Leonor lo mucho que su hermano le había encarecido. Estimó el favor, y tomando el instrumento, como que se le había olvidado, sacó el papel, y dándoselo a doña Beatriz, le dijo:
—Aquí tiene vuesa merced la letra que me mandó escribir.
Tomóla con la debida cortesía, y cantando don Jacinto algunas letras, alargó el instrumento para dársele. Excusólo, diciendo tenía el pecho apretado. Mirando a doña Leonor, le dijo:
—Canta por mí, que no estoy buena.
Tomóle, deseosa de parecerle bien al que ya la tenía sin sosiego. Aunque no le sucedió como pensaba, por cantar unas coplillas algo licenciosas, porque a don Jacinto le pareció tan mal cuanto se puede encarecer, porque de su natural era callado y vergonzoso. Aunque no por esto dejó de celebrar la música.
Y como su tío las halló de visita, por no estorbar la conversación se despidió. Y quedando a solas, como doña Ana era entretenida, dijo:
—¡Ay amiga! ¡Y qué buen casamiento era este para doña Beatriz!
Respondió doña Guiomar:
—No, amiga, que don Pedro es rico y no puedo yo competir, porque mi hija es pobre. Si su tío tratara de casarle, mejor era para doña Leonor, que tiene dote suficiente.
Respondióle:
—¡Ojalá fuera yo tan dichosa…! Que me ha llevado los ojos y he de hablar a mi hermano acerca de esto.
—Todavía es temprano —dijo doña Ana—, que aún no ha pisado las calles.
Razones fueron estas para el corazón de doña Beatriz de mucho sentimiento, no por estar inclinada, sino sólo por verse pobre. Y fue menester su cordura para resistir el repentino pesar.
Despidiéronse, y para dar lugar a la pena, te dijo a su madre:
—Acuéstese vuesa merced, que yo quiero estudiar esta letra para ver si la acierto.
Mandando a las criadas se fuesen, se entró en su cuarto. Y sentándose en un estrado en que se tocaba, derramando copiosas lágrimas, dijo:
—¡Dios se lo perdone a mi padre que tanto mal me hizo, pues me falta la ventura cuando doña Leonor se atreve a competir porque tiene dinero, teniendo menos calidad que yo!
Con estos penosos discursos, pagó el común tributo a su sentimiento, pues no tiene más remedio que el llanto. Y por divertirse en algo, quiso ver la letra llegando una bujía al bufetillo. Y mirando el papel que venía dentro, se turbó, diciendo:
—Ya es mayor mi desdicha, si este hombre me quiere, pues no tengo esperanza de mejor fortuna… Y movida de la curiosidad, leyó las siguientes razones:
«Mi señora: sin culpar mi atrevimiento, le suplico no desestime la fe que le consagro, pues antes de verla le rendí el alma por la noticia que tuve de mi tío, corta para tanto empeño, pues no tiene su belleza humana explicación ponderando objetos divinos. Dejarla de adorar no es posible, ni vivir sin verla; y pues la vecindad es a propósito para excusar la nota y el calor es tanto, le suplico se sirva de llegar a la ventana, asegurando mi temor, pues le tendré hasta saber no encuentre alguna criada este papel, y mándeme en cosas de su gusto.»
Leído el papel, creció la confusión, diciendo:
—¿Qué puedo hacer en esto? Don Jacinto es bizarro, yo desgraciada; si le respondo, le doy a entender que estimo su cuidado; si no respondo, dejo la puerta abierta a mayores atrevimientos… ¡Pues muera yo a manos de mi dolor, y no mueran en mí mis obligaciones!
Con esta valiente —aunque necia— resolución, abrió la ventana, y visto la esperaba, llamándole en tono bajo, llegó a celebrar su dicha; y sin responderle, rompiendo el papel, se le tiró, diciendo:
—A semejantes atrevimientos respondo de esta suerte.
Y cerrando la ventana, le dejó tan loco que faltó poco para perder el sentido. Alzando los pedazos, se reportó, considerando que una dama de tantas prendas no le había de favorecer tan presto. Y determinado a pasar adelante con su pretensión y desvelado en varios pensamientos, escribió una letra para darle a entender su firmeza.
Otro día, llegada la hora deseada, pasó con su tío a verla. No se descuidaron las cuñadas en ganarle la entrada, y después de las acostumbradas cortesías, le pidieron cantase algo. Aceptólo, por lograr su intento, y traído el instrumento, cantó la siguiente letra:
Si Faetón , por atrevido,
llegó a la región del sol,
aunque muera despeñado,
he de seguir a Faetón.
Si os preciáis de ser cruel,
advertid que es el rigor
muy impropio a una deidad,
pues merece adoración.
La culpa de ser tan linda
disculpa mi pretensión,
que nadie puede miraros
sin quedar loco de amor.
Perdido estoy y contento
de ver, señora, que son
esos rayos que me abrasan
causa de mi perdición.
Culpa fuera no serviros,
pues ya nacimos los dos,
vos para ser dueño mío,
y para adoraros yo.
Acabada la letra, le pidieron que danzara, y por decirlo doña Guiomar fue preciso el hacerlo. Danzó una gallarda , y pareciéndole que por estar en público no excusaría doña Beatriz el salir, la sacó, aunque no consiguió su deseo. Y como sabía su condición, no la porfió, aunque el pesar fue tan grande que la severa dama lo conoció, satisfecha de que la letra se había cantado al desprecio del papel rasgado.
Y luego que llegó a su casa, por desahogar el corazón le dijo a su tío:
—Terrible es mi señora doña Beatriz…
Respondióle:
—Pues ahora ya se ha enmendado. Al principio que las visité, se escondía de mí, y me costó el enojarme muchas veces el que no se quitara de la sala. Y me espanto asista en ella estas noches. A doña Ana se lo podéis agradecer, que a no estar allí fuera posible el no salir.
Con esta mala nueva, creció el fuego de la pretensión, y al mismo paso crecieron los desprecios, conociendo en el pecho que le picaba el cuidado de su amiga, y se vengaba en sí misma con los pesares que le daba a su rendido amante.
En esto, llegó el día de San Juan, y cuatro días antes les dijo don Pedro que tenía intento de que se fueran a la casería todo el día, advirtiendo a doña Ana que convidara a doña Inés, su prima, y a su esposo. Quedando de concierto que todos los hombres se juntaran en la iglesia, y que las señoras se fueran de por sí, por excusar el calor. Con esto, se despidieron. Y quedando solas, dijo doña Leonor:
—Madruguemos para oír misa de rebozo y veremos este mocito, que tengo deseo de ver si es tan galán en la calle como lo es en la sala.
No quiso doña Beatriz contradecirlo, por estar ya tan picada que le parecía que todas lo echaban de ver. Luego que don Pedro llegó a su casa, dio orden a las esclavas se fuesen luego a prevenir una suntuosa comida, dándoles por memoria los platos que se habían de aderezar.
Y llegado el día siguiente, estrenó don Jacinto una gala digna de un príncipe: era el vestido de tela rica noguerada, gala de soldado con mucha botonadura de diamantes, cabos blancos, bordadas las mangas, tahalí y pretina de medias cuentas de plata, con guantes bordados de lo mismo. Entró acompañado de algunos amigos y criados, tan galán que se llevó los ojos de cuantos le miraban. Estaban las encubiertas damas en una capilla por no ser conocidas, y como estaba descuidado, oyó la misa con tanta devoción que a su celosa dama la sirvió de alivio el poco reparo que hizo en las muchas damas que había en la iglesia. Y vueltas a su casa, le preguntó a la viuda al descuido:
—¿Qué te ha parecido el forastero en la calle?
Respondióle:
—Tan bien que no tendré sosiego hasta que mi hermano trate este casamiento.
Quedó tan abrasada, aunque vivía sin esperanza, que se vistió a toda gala: era el pelo de vara y media y de color castaño claro, y rizado de menudos rizos, dejando a la parte del rostro lo bastante para copete y guedejas ; dejó lo restante caído a la espalda; púsose un apretador de esmeraldas y algunas rosas de grueso aljófar, con otras muchas rosas y sortijas; con un vestido de color de perla con franjas de oro sobre vivos leonados, y muchos alamares en la ropa guarnecida de los mismos vivos. Y aunque todas se adornaron de cuidado, las oscureció con la mucha gala.
Detenidas en los costosos aliños, tardaron tanto que llegaron primero los hombres. Iban los Canónigos y Racioneros con don Álvaro y don Rodrigo, porque don Álvaro y doña Inés no le habían visto, respeto de que esta estaba malparida y él ausente cuando llegó a Toledo.
Tenía la morena, debajo de una enramada que cubría una fuente que estaba en el jardín cercada de macetas, puestas unas alfombras con almohadas y taburetes en que descansaran. Y en una sala de tres que había, por estar cerca de la fuente, sobre unas tarimas puso en que sestearan las damas. En la otra frontera, hizo lo mismo para los hombres. En la otra, por tener adentro un patio que servía de cocina, se pusieron aparadores y mesas. Tan bien dispuesto todo, así en la comida como en lo demás, que don Pedro le estimó el cuidado, y abrazándola, como se preciaba de la chanza, le dijo:
—Paréceme que la negra quiere estrenar el día de mi santo chinelitas de gatatumba , coralitos y toquita de puntas: en yendo a casa, daré para todo.
En esto, entró un paje a decir que ya venían, y saliendo todos a recibirlas, don Pedro se llegó a doña Guiomar para servirla de bracero.
Hizo el sobrino lo mismo, llegándose a su esquivo dueño y a doña Leonor, que venían juntas, diciéndoles:
—Si vuesas mercedes quieren un gentilhombre, aquí le tienen.
Asióle doña Leonor el brazo, respondiéndole:
—Claro está que queremos servirnos del gentilhombre, porque es muy bizarro mozo.
Enfadóse tanto doña Beatriz de verla tan desahogada que tropezó de unas chinelillas que traía. Acudieron todos a detenerla, y el más dichoso fue el que lo deseaba; y en achaque de detenerla mientras la criada llegó a ponerla, le asió las hermosas manos, y apretándolas, significó con los ojos lo que no explicaba la lengua. Retirólas con tanto enfado que le dijo:
—¡Qué gentil demasía!
Como era el primer amor que don Jacinto había tenido, sentía tanto estos rigores que ya se le conocía en lo pálido del semblante. Y llegados a la fuente, de verla tan enojada, sin poderse reportar le dio un congojoso sudor. Y reparando su tío en él, preguntándole que qué tenía, respondió que como aquel vestido era pesado le había fatigado por el mucho calor. Llegóse doña Guiomar a limpiarle el rostro con un lienzo, diciéndole a su tío:
—Excusada estaba esta gala para el campo.
Penada la cruel dama de ver que era la causa, sacó otro lienzo, y dándoselo a su madre, la dijo:
—Este viene rociado y el buen olor te sosegará.
Alargó la mano el afligido mancebo, y limpiándose el rostro con él, para reconocer si era favor sacó el que traía en el bolsillo, diciéndola:
—Paréceme descortesía volverle a vuesa merced su lienzo, aviéndome limpiado el sudor con él.
Tomóle sin responderle, y echóle en la manga, cosa que le bastó para volver en sí y entretenerlos con algunas letras mientras se llegaba la comida. Y avisando que esperaban las mesas, se fueron a comer, regalándolos don Pedro con muchos y costosos platos, aunque no era nuevo en él.
Retiráronse acabada la comida a sestear, y don Jacinto se quedó en el estrado de la fuente, en un achaque de poner cuerdas al instrumento. Púsose doña Beatriz en parte donde le pudo ver por entre una cortina sin dar nota. Y como a doña Leonor le pareció que se habían dormido, salió en achaque de cortar algunas flores de las macetas. Hízola don Jacinto la cortesía, y pareciéndole que el no decirle nada sería respeto, se llegó a él diciéndole:
—¿Quiere vuesa merced claveles?
Respondióle:
—No, mi señora, que están muy bien empleados.
—Para todos hay —dijo doña Leonor—.
Tomóle uno, diciendo:
—Para hallarme favorecido, este basta.
Y pareciéndole a la dama era bastante la ocasión que le daba, se despidió. Y entrándose en la sala, se recostó donde estaban las demás.
Estaba doña Beatriz tan rabiosa de ver la desenvoltura de su enemiga (que este nombre la podemos dar), que, reportando poco la encubierta cólera, despertó a su madre diciéndola:
—Vamos a pedir agua, que con el mucho dulce me abraso de sed.
Salieron las dos, y el contento amante las preguntó si mandaban algo. Pidió doña Guiomar que la trajeran agua, y mandando a la esclava les trajera una tembladera , mientras su madre bebía le puso don Jacinto el clavel en los rizos de la espalda. Volvió la mano, y quitándole, le hizo pedazos y le arrojó. Quiso doña Guiomar ver el patio en que se guisaba, por los muchos aseos de Antonia, y como entró delante, la dijo don jacinto como al vuelo:
—Crueles son las damas de Toledo.
Respondióle:
—Y los andaluces muy atrevidos.
Y sin esperar a más, siguió a su madre. Quedó tan corrido que no quiso esperar a que saliera. Y entrándose en la sala adonde reposaban los hombres, se dejó caer sobre una silla, con tan profunda melancolía que pasó plaza de dormido.
Levantóse el Racionero, diciendo a los demás:
—Aquí venimos a tener un rato de gusto. Levántense, que en casa dormirán.
Levantáronse, y entrando en la sala de las damas, salió don Jacinto tan disgustado que casi lo echaron de ver, aunque los divirtió con tomar el instrumento, preguntando:
—¿A cuál de estas señoras sacaré a bailar?
Respondió el Racionero:
—¡A todas!
Y como doña Ana sabía el cuidado de su cuñada, le dijo:
—Saque vuesa merced a mi hermana, que baila por extremo.
Dio algunos paseos, y sacándola, le tomó a su hermano el sombrero, diciendo:
—Toque vuesa merced la capona.
Tocó el referido son, y bailándolo los dos, fueron tantos los ademanes de la viuda que le pareció mucho peor que en las pasadas coplillas.
Acabado el baile, volvió solo al puesto. Y temiendo no le hiciera en público algún desprecio, no se atrevió a sacar a su ingrato dueño. Puso la mira en doña Inés, y pidiéndole tocara una gallarda, a los primeros pasos se la quitó don Álvaro. Retiróse sin dejar el son, diciendo:
—No hay dicha como tener imperio en las cosas.
Danzaron los dos contentos casados con mucho aplauso de todos, y abrazándola, la volvió al estrado. Mandóle su tío sacara a doña Beatriz, y por no parecer demasiada, salió, diciendo:
—Toque vuesa merced la capona, que, pues mi amiga gusta de este baile, quiero galantearla.
Y siguiendo las mismas mudanzas que doña Leonor había hecho, la bailó con tanto donaire y gravedad que todos le dieron generales aplausos. Y como doña Ana sabía poco y no habían celebrado a su cuñada, les dijo:
—Donde mi señora doña Beatriz está, nadie luce, todas quedan a escuras.
Atajóla el discreto andaluz, diciendo:
—No tenga vuesa merced pena, que yo traeré el sol de Guinea para que nos alumbre.
Y llamando a Antonia, le mandó trajese su adufe , diciéndole:
—Señora morena, los dos hemos de bailar un baile mandingo a lo negro, con todas sus circunstancias.
Respondióle la despejada negra:
—No quedará por mí, si vuesa merced le sabe bailar.
Y traído el adufe, lo bailaron, con tantos gestos y ademanes que hizo el mancebo remedando a su negra, que ya les dolían los cuerpos de risa.
Y pareciéndoles que era tarde, se trató de merendar y se volvieron a la fuente. Y entre las muchas frutas, se sacaron unas peras bergamotas, y por ser una de ellas digna de darla a su dueño, la guardó don Jacinto.
Con esto, volvieron a Toledo, y por el camino fue cantando jácaras y haciendo tantas diabluras, que al llegar a casa de doña Guiomar, como ya era de noche, le dio doña Leonor un pellizco, diciéndole:
—¡Mal haya él y quien acá le trajo!
Detúvole la mano, diciendo:
—Bravo favor, sí no tuviera tanto de cruel.
Apartóse la viuda, por que su hermano no entendiera nada. Y mientras se despedían, se llegó don Jacinto, y sin decirle nada, le echó la pera en la manga. Como había oído lo que había pasado, presumiendo que doña Leonor se la había dado, la sacó y tiró a la calle. Y sin esperar, se entró en su casa diciendo:
—Adiós, que vengo cansada.
Otro día, mientras su tío estuvo en la iglesia, se entretuvo en escribir una letra, para dar a entender lo mucho que sentía los desprecios. Y llegada la hora de su visita, le preguntaron las cuñadas si había llegado cansado. Respondióles:
—No poco, porque me siento indispuesto.
Respondióle doña Leonor:
—Pésame mucho, que no estará para cantarnos algo.
Cayóle la palabra a medida de su deseo, y pidiendo el instrumento, le tomó diciendo:
—No me puedo yo cansar de servir a vuesas mercedes. Con esta capa , cantó la siguiente letra:
De los desdenes de Celia
llorando estaba Jacinto
el verse tan despreciado,
mirándose tan rendido.
Aumenta del claro Tajo
los cristales fugitivos,
corrido de que murmuren
sus lágrimas y suspiros.
¿Cómo es posible que un ángel
—dice el pastor a los riscos—
imite vuestra dureza,
mostrándose tan esquivo?
De que abrase con la nieve
no me espanto ni me admiro,
pues es propio de los yelos
convertir en fuego el frío;
sólo me espanto de ver
que es hermoso un basilisco ,
y que maten con la vista
ojos que son tan divinos.
Muera yo, pues gustas, Celia,
de matarme, y sólo estimo
la vida para perderla
al rigor de su castigo.
Cantó la referida letra con tan tristes acentos que le costaron a la cruel dama el derramar algunas disimuladas lágrimas, aunque no por eso desistió de su primer intento. Antes creció más la resistencia, pues otro día, por la tarde, entrándose en un pequeño y aseado patio que le servía de jardín por tener una fuentecilla y muchas macetas, renovando sus disimuladas penas, estaba tan divertida que parecía ninfa de cándido alabastro. Vióla su rendido amante desde un corredor y resuelto a decirla a boca algo de su mucho sentimiento, entróse tan de repente por no perder la ocasión, que, asustada de verle y temerosa de que no la viera llorando, te dijo, indignada:
—¡Brava grosería tienen los andaluces, y no sé en qué funda vuesa merced tantas demasías! ¡Váyase con Dios, y no le suceda otra vez entrarse de esta suerte!
Encolerizóse para decirle esto y viendo su enojo, de tal suerte se turbó don Jacinto que, sin responderla, se volvió a su casa, quebrando el coraje en tan recia calentura que aprisa le desnudaron. Y venido su tío, se alborotó con la nueva. Llamaron al médico y avisaron a doña Guiomar del nuevo accidente. Pasó a ver al enfermo a tiempo que ya estaba el doctor de visita y estaba diciendo:
—Juráralo yo que la fiesta del cigarral había de parar en esto.
Y mandó que a toda prisa le cargaran de ventosas y se le dieran friegas de brazos y piernas, y que pasada una hora se le diera una bebida que ordenó por asegurar el resfriado, diciendo:
—La calentura es maliciosa, y estamos a pique de un tabardillo. Si de aquí a mañana no se templa, será menester sangrarle. Y no importa que esta noche no cene. Yo estaré aquí a la primera salida.
Estuvo doña Guiomar presente a todo, y por su mano le dio las friegas. Y vuelta a su casa, hallando a las cuñadas, les contó lo sucedido. Sintiólo doña Leonor con tal extremo que pasó de raya, pidiendo a doña Guiomar que otro día las avisara para ir con ella a verle.
Duró la calentura al paso del fuego que estaba en el pecho. Y dándole cuenta al doctor que había estado desvariando, mandó que al punto le sangraran. Pasaron las causadoras de su mal a casa de doña Guiomar para ir con ella, y diciéndole a su hija que se vistiera, la respondió:
—Yo no quiero ir, que a una doncella no le toca esa visita.
Díjola su madre:
—¿Pues no vas conmigo y van estas señoras?
Replicóle:
—No importa, que vuesa merced puede ir, y estas señoras: que una es viuda y otra casada.
Como su madre la conocía, la dejó, por no enfadarse. Y llegadas a casa de don Pedro, significó la enamorada viuda su sentimiento con tan encarecidas palabras que pudieran dar cuidado a otro que no estuviera tan divertido. Preguntó don Pedro cómo no iba doña Beatriz, y respondió su madre:
—No me la nombre vuesa merced, que cierto que he menester quererla tanto para sufrirla.
Y con esto, refirió lo que había pasado, diciéndole no habían podido recabar que fuera con ellas, cosa que apasionó tanto al enfermo que, sin poderse reportar, dio un suspiro tan congojoso que pareció le faltaba la vida. Entró el médico, y hallando el pulso tan alborotado, mandó le volvieran a sangrar. Pasado el medicamento, volvieron todas a su casa de doña Guiomar, y doña Leonor no quiso entrar, con la pena que llevaba. Y llegada a la sala, le preguntó doña Beatriz:
—¿Cómo está el enfermo?
Respondióle, con el enfado que tenía:
—¿Cómo ha de estar? ¡Cargado de ventosas y de sangrías! Y si Dios no lo remedia, a pique de morirse. Y sóis tan terrible que, debiéndole a don Pedro lo que le debemos, os preciáis siempre de ser tan necia.
Con esta palabra, tomó ocasión para derramar parte del susto en copioso llanto, diciendo:
—¡Ya no falta más de que vuesa merced me trate de esa suerte…!
Con esto, se entró en su cuarto, llorando tan de veras que empeñó a su madre en darla satisfacción, pensando lo hacía por lo que le había dicho.
Otro día, enviaron a saber cómo lo había pasado, y respondieron que toda la noche había estado desvariando. Y llegada la tarde, con la mucha pena que tenía le dijo a su madre:
—Ya es obligación el ir a ver a don Jacinto.
Enviaron a llamar a las cuñadas, y por tener una visita de cumplimiento, respondieron que se fueran, y que allá se juntarían; cosa que doña Beatriz estimó, por declararse con su rendido enfermo.
Logróse el intento, porque al tiempo que entraron salía don Pedro acompañando a unos caballeros. Estaba el uno casado con una sobrina de doña Guiomar, y deteniéndose a saber de su salud, pasó doña Beatriz adelante. Y llegando a la cama, le dijo:
—¿Qué es esto, señor? ¿Así trata vuesa merced de matarnos?
Quedó tan elevado con semejante razón que presumió la dama estaba con algún desmayo, y arrodillándose delante de la cama, en fe de la mucha amistad que tenían, le preguntó:
—A ver, ¿es mucha la calentura?
Y sin sacar el brazo, le alargó el pulso, diciendo:
—Sí, mi señora…
Al tiempo que le tocó, asiéndole la otra mano con la que tenía dentro, estampó en ella los ardientes labios; y sintiendo que se la bañaba con muchas lágrimas, no se atrevió a resistirse, segura de que no podía causar sospecha. Y por disimular, porque ya entraban su madre y don Pedro, preguntándole si le dolía mucho la cabeza, respondióle:
—Se me parte, mas lo fresco de esta mano basta para darme vida.
—Alégrome de ser de provecho… —le respondió doña Beatriz, algo risueña de verle tan enamorado—.
Y visto que no cesaba de besarle la mano que le tenía asida y que duraba el llanto, en achaque de taparle las espaldas, le dijo:
—¡Quedo, basta ya, por vida mía, no me mate con este sentimiento!
Entró el médico, levantándose la que le daba la salud; y tocándole el pulso, como le halló tan trocado les dijo:
—¡Gracias a Dios, que ya se reconoce mejoría! Está como de muerto a vivo. Mucho han importado las sangrías. Dénle una pechuga de ave y un poco de conserva.
—¿Y cómo lo recabaremos —dijo don Pedro—, que no podemos hacer que traspase bocado?
Respondióle:
—Pues anímese, que, aunque es muchacho, le hace falta la sangre.
Con esto, se fue. Y la contenta dama, conociendo que la mejoría había nacido de sus favores, pasó adelante y sentándose en un taburete, dijo:
—Sangrado y no comer, en verdad que no me contenta. Mande vuesa merced que traigan la cena, porque de no alentarse no seremos amigos.
Trájose todo con brevedad, y partiéndole la pechuga de ave, tornó una presa y se la dio, diciéndole:
—Mire vuesa merced qué lindo bocado: cómale, por vida mía…
Comiólo, diciéndole:
—El juramento basta para darme la que ya me falta.
Contento su tío de verle tan alentado, le dijo a doña Beatriz:
—Canta algo, niña, para que este muchacho se divierta, porque se muere de melancolía.
Sabía un sainete de que don Pedro gustaba, a propósito de lo que le estaba pasando, y respondió:
—Pues vuesa merced gusta de Carrillejo, se le tengo de cantar al señor don Jacinto, a ver qué le parece.
Y con esta capa, cantó el siguiente romance:
Carrillejo, de verte llorar
Belilla se muere:
«¡Ay Pascual, que me engañas!»
No hay tal, que yo sé que te quiere.
Si te quejas de un rigor,
muy poco sabes de amar,
pues servir y no esperar
son quilates de tu amor.
Templa, Carrillo, el dolor,
pues Belilla se muere:
«¡Ay Pascual, que me engañas!»
No hay tal…
El otro día en el prado
reparé en que te miraba,
y aunque lo disimulaba,
yo conocí su cuidado.
No vivas desconfiado,
pues Belilla se muere:
«¡Ay Pascual, que me engañas!»
No hay tal…
Díle, Carrillo, tu amor,
y no la culpes de ingrata,
que, aunque ves que te maltrata,
en el alma está el favor.
¡Vive contento, pastor!
pues Belilla se muere:
«¡Ay Pascual, que me engañas!»
No hay tal…
Al tiempo que acabó el último verso, entraron de visita el Racionero y otros caballeros, con que no pudo el contento amante celebrar su dicha; y a poco después las cuñadas y don Rodrigo. Y después de haber preguntado cómo se sentía, por ver el instrumento, le pidieron a doña Beatriz volviese a cantar. Disculpóse con que la dolía la cabeza, y alargándole a doña Leonor el instrumento, le pidió que supliera la falta. Tomóle y cantó la siguiente letra, o ya que la compusiese de intento, o ya que la supo acaso:
Tan triste vive Leonida
de ver su pastor doliente,
que aumenta del claro Tajo
las fugitivas corrientes.
«¡Ay!—dice—, ¿cómo es posible
que vivo, pues ya me tienen
los achaques de Lisardo
en los brazos de la muerte?
«En el rigor de los males,
es el mayor el que siente
quien ama y pena callando,
sin decir lo que padece.
«A ser posible en amor
trocarse los accidentes,
yo le pagara los males
a peso de muchos bienes:
«tuviéramos los dos,
a un mismo tiempo,
mi Lisardo el descanso
y yo el tormento.»
Como don Jacinto no pudo significar su gusto por haber entrado las visitas, lejos de presumir su daño, quiso valerse de la referida letra, diciéndole:
—Mi señora doña Leonor: ¡dichoso Lisardo, pues merece que su pastora sienta sus males!
Respondióle:
—Prometo a vuesa merced que todos sentimos tanto los suyos que el mismo sentimiento me ha obligado a referirla.
No fue menester más para que doña Beatriz se mesurara, tan corrida cuanto arrepentida de haberse declarado, pareciéndole no estimaba su favor. Necedad conocida de los celos, pues, por lo que tienen de envidia, se precian de ser villanos. Aunque su enfermo reconoció su disgusto, atribuyéndolo a su dicha por entender era pena de su achaque, se halló tan aliviado que le mandó el médico que se vistiera.
Y deseoso de celebrar el favor recibido, el día que se levantó, luego que su tío se fue a vísperas, pasó a ver a su adorado dueño. Hallóla sola en la sala de verano, en su bastidor, por estar su madre en el patio ajustando unas cuentas.
Y seguro de la llaneza con que se trataban, sentándose en la tarima del estrado, la dijo:
—¿Cómo será posible, señora mía, significar mi contento ni pagar tantos favores?
Atajóle con decir:
—No hago yo favores a nadie. Esto ha sido cumplir con lo que debemos al señor don Pedro. Levántese vuesa merced, no le vea mi madre tan cerca.
Respondióle:
—Pues, ¿qué importa que me vea, cuando recibo la merced que me hace?
Levantóse doña Beatriz, diciendo:
—Cierto que estas cosas me han de obligar a dejar mi casa y meterme en un convento.
Detúvola con decirla:
—No deje vuesa merced su estrado, que yo me iré.
Y para disimular con su madre le dio a entender que no se atrevía a detenerse, por estar tan recién levantado.
Entróse en su casa, y como volvió a reinar el fuego del pecho, volvió el de la calentura. Y venido su tío, hallándole con tanto crecimiento, preguntando si había comido algo que le hiciera mal, le respondió Antonia cómo había salido, y que el aire lo habría causado. Y como le quería tanto, le dijo, enfadado con la pena de verle así:
—Cierto que sóis terrible, y si entendiera que me habiáis de dar estos pesares no hubiera enviado por vos.
Con esto, creció el pesar, con tanto extremo que se cubrió de un sudor helado, ahogándosele el corazón de suerte que te dejó sin sentido. Enviaron a llamar el médico, y como se alborotó la casa, se asomó doña Guiomar a la ventana. Y preguntando qué había sucedido y como lo supieron, sin esperar a las vecinas pasaron a verle, a tiempo que ya había cobrado el sentido. Salían don Pedro y el doctor, y como doña Guiomar se detuvo a preguntar el suceso, pasó doña Beatriz adelante. Y llegando a la cama, tan turbada de la pena, arrebatada con el mucho pesar, le dijo:
—¿Qué es esto? ¿Cada día hemos de tener estos sustos?
Indignado de oírla, incorporándose en la cama, la dijo:
—Mujer tirana, ¿qué me quieres? ¿Por qué te precias de atormentarme? Si adorarte es delito, mátame de una vez…
Con esto, se dejó caer, volviéndose a la pared. No se atrevió a responderle, porque ya venían su madre y don Pedro. Llegó doña Guiomar, diciéndole:
—Hijo mío, volvéos acá. Mirad que está aquí Beatriz.
Volvió, por la cortesía; y como ya estaba enojado, por darlo a entender la respondió:
—Estoy de suerte que no estoy para verme a mí ni a nadie.
Y aunque se sentó frontero por no desenojarle, cerró los ojos, dando a entender le dolía la cabeza. Y pareciéndoles sería mejor dar lugar a que reposara, se despidieron, pasándolo doña Beatriz aquella noche que no le quedó a deber nada en las penosas ansias.
Otro día, como las cuñadas supieron el repentino achaque, pasaron a su casa para que se fueran juntas. Fue a tiempo que estaban acabando unas imágenes para unas casullas, y estaba esperando el que las había de llevar. Díjoles doña Guiomar que ya quedaba poco, que se fueran y las esperasen allá. Hiciéronlo así, llegando a tiempo que el enfermo le estaba diciendo al médico mandase le dieran agua, porque se abrasaba. Mandó le diesen un poco de agua de nieve con un poco de azúcar . Enfrióse la bebida, y trayéndola Antonia, le tomó doña Leonor el vaso para tenerle. Sentóse sobre la cama, a tiempo que entraba doña Beatriz. Y visto el agasajo, colmó el pecho con los rabiosos celos, tanto que brotó el veneno. Y al tiempo que se habían de ir, se detuvo de intento y quedándose a la postrera en achaque de despedirse, le dijo:
—Ya no se quejará de mis rigores, pues el favor de mi señora doña Leonor basta para darle salud. Yo tengo la culpa de venir a recibir estos enfados, y le juro de no volver a esta casa.
Con esto le volvió las espaldas, dejándole tan alborotado que, en lugar de pena, le sirvieron de alivio las referidas palabras, diciendo:
—¿Podré creer que doña Beatriz va celosa? No hay duda, según lo que me ha dicho… Celos sin amor no pueden ser. Yo he de darle celos declarados y averiguar mi sospecha, y si no lo siente, aunque aventure el perder a mi tío, me he de ir adonde no se sepa de mí.
Fue tan poderosa esta consideración, aunque no volvió a verle, atribuyéndolo a que estaba enojada. Cobró tal mejoría que le mandó el médico se vistiera, con que no saliera de casa. Vistióse y llegando a la ventana para ver los umbrales que deseaba pisar, asomóse a tiempo que salían las cuñadas para entrarse en la casa de doña Guiomar. Y doña Leonor, alborotada, le dijo:
—¡En hora buena le vea yo, que no sabré encarecerle el contento que tengo de su mejoría!
Respondióle, seguro de que, por estar en el patio, doña Beatriz lo podía escuchar:
—No quiero yo el parabién desde la calle. Si tiene tanto gusto de verme, hágame una visita, que ya se la feriaré
Contentas en verle de su parte, entraron al patio. Bajó a recibirlas, y como doña Beatriz lo oyó, llamando una criada le mandó le llevase un recado de parte de su madre:
—…y mira quién son esas mujeres que entraron allá.
Fue a dar el recado, y le respondió:
—Dí a mi señora doña Guiomar que estimo el cuidado, y que, hallándome tan favorecido de estas señoras, no dudo de tener la salud que deseo.
Volvió la criada a decirlo, y poco después entraron ellas, mostrando doña Leonor tanto contento que refirió todo lo que había pasado, diciendo:
—Quiero llegar a la ventana para ver si está en la puerta, porque no se atrevió a entrar acá por amor de su tío.
Llegó doña Beatriz con ella, celebrando falsamente el verla tan gustosa. Contento de ver que había llegado a la ventana, se llegó diciendo:
—Mi señora doña Leonor, bien merecido le tengo su favor, pues viene a ver si cumplo mi palabra de esperarla, y me pesará sea curiosidad y no cuidado.
Díjole doña Beatriz, demudado el color:
—Entre vuesa merced, si gusta de sentarse.
Respondióle:
—No me atrevo a disgustar a mi tío. Bástame el favor de mi señora doña Leonor por ahora.
Y quitándose el sombrero, como de paso le dijo:
—Adiós, mi señora doña Beatriz.
Y muy risueño le dijo a la viuda:
—Mándeme muchas cosas de su gusto.
Con esto, se entró en su casa y las enemigas se fueron a la suya.
Aquella noche, después de acostada su madre, escribió un papel. Y otro día, por la mañana, dándosele a la criada, le dijo:
—Vete a casa de don Pedro sin que nadie te vea; dale este papel a su sobrino, y dí que doña Leonor me le dejó para que se le enviara, encargándome le ganara la respuesta.
Fue la criada a dárselo, aunque le pesó. Creyendo era suyo, le mandó esperase la respuesta; y retirándose a ver lo que contenía, leyó las siguientes razones:
«Nunca dí crédito a las cautelas de vuesa merced, que de un hombre tan mudable y falso nunca esperé más atenciones; y pues me obliga a declarar el enfado que tengo, le advierto que doña Leonor tiene casa en que galantearla, y las ventanas de la mía no están acostumbradas a semejantes devaneos. Excuse la demasía, si no quiere que yo la haga tan grande que se pierda todo.»
Quedó tan loco de haber conseguido su empresa que, dando mil besos al papel, se determinó de apretar la cuerda para que saltara de una vez, y respondió las siguientes razones:
«Yo no sé por cuál razón vuesa merced me culpa de mudable, cuando los rigores de su condición me han tenido a pique de perder la vida. Negarla que adoraba su hermosura, será mentir; dejarme morir, será necedad. Doña Leonor es mi igual, y me estima; y si trato de casarme con ella, culpe su condición y no mi mudanza. Y pues tiene la culpa de sus celos, quédese con ellos, que celos vengan desprecios.»
Cerró el papel y dándoselo a la criada, la dijo:
—Dí a mi señora doña Beatriz que le estimo mucho el cuidado, y que me sea buena intercesora, pues doña Leonor, como amiga, le ha fiado este secreto.
Volvió la criada a decirlo, y estimó el engaño, pareciéndole había seguido su rumbo por no darle sospecha. Y confiada de que le enviaría muchas finezas y mayores satisfacciones, leyó el papel, y fue tanta su cólera que, haciéndole menudos pedazos, se le ahogó el corazón como no pudo llorar, cayéndose en el estrado, tan mortal que, al entrar su madre, hallándola así, la tomó en los brazos, dando voces como loca. Salió la criada a llamar a las cuñadas, diciéndoles:
—¡Vengan vuesas mercedes, que se ha muerto mi señora doña Beatriz!
Y como estaba cuidadoso esperando el efecto de su diligencia, oyendo las voces, pasó a ver lo que había sucedido, quedando tan muerto que le faltó poco para acompañarla. Reportóse diciendo:
—Córtenle el cordón y las cintas de los vestidos y la llevaré arriba.
Como doña Guiomar estaba con tanta pena, sin reparar en la cortesía lo permitió. Sopesóla el turbado amante, dando lugar a que la desnudaran; y quedando en un guardapiés , la tomó en los brazos para llevarla a la cama, derramando sobre el nevado rostro tantas lágrimas que pudieran volverla en su acuerdo. Y dejándola sobre la cama, les dijo:
—Desnúdenla mientras llaman al doctor y viene mi tío.
Con esto, entró en su casa, diciendo al primero que encontró llamasen al médico, tan ciego con la pena que no vió al tío, que venía ya de la iglesia. Y llegado a la sala, se dejó caer sobre una silla, diciendo:
—¡Bien empleada es mi muerte, pues yo mismo me maté con mis manos! ¡Maldita sea doña Leonor, que tantos pesares me cuesta!
Como don Pedro era tan prudente, pareciéndole que iba con pesadumbre, se detuvo en la puerta para escucharle. Entró en la sala diciendo:
—¿Qué tenéis? No me neguéis la verdad, que ya escuché parte de lo que estáis diciendo. Doña Leonor, aunque es rica, no es a mi propósito, y me pesará de que la tengáis voluntad.
Respondióle:
—¡No me la nombre vuesa merced, que la aborrezco con todos mis cinco sentidos!
Sentóse el prudente canónigo, diciéndole:
—Advertid que me enojaré si no me decís lo que tenéis, y si nace de amor, os doy la palabra de daros gusto.
Alentado, se determinó a pedir remedio, contándole todo lo referido. Y enseñándole el papel de doña Beatriz, pasó adelante refiriendo lo que la había respondido para obligarla a que se declarara, diciéndole:
—…y soy tan desdichado, que el pesar que la dí la privó del sentido. ¡Vaya vuesa merced a verla, si estima mi vida!
Sintiólo don Pedro, diciéndole:
—Habéis andado necio en hacer tal disparate. Hubiéraisme dicho vuestro amor, que yo lo hubiera remediado.
Con esto, pasó a verla, a tiempo que ya había vuelto en sí por haberla dado unas ligaduras apretadas y una bebida cordial que mandó el médico. Y consolando a doña Guiomar, por hallarla tan apenada, se sentó sobre la cama y tomándola las manos, la dijo:
—¿Qué es esto, señora rapaza? ¿Ahora que trato de casarla está de esa manera? ¡Por Dios que tenemos gentil desposada!
Y como se preciaba de la chanza, presumiendo lo decía por entretenerla:
—Váyase vuesa merced con Dios, en verdad que estoy propia para esas gracias.
Respondióle con mucha risa, como sabía de qué procedía el achaque:
—¿Os parecen muy malas? Pues yo os juro que algún día habéis de querer comprármelas y no os las he de vender.
Entretúvolas un rato y cuidadoso del enfermo que dejaba en casa, se levantó, diciéndole a una criada:
—Vente conmigo y le traerás a esta niña una piedra bezal y una uña, para que se la ponga sobre el corazón.
Salió don Jacinto a recibirlo, tan ciego que no vió a la criada; y preguntándole cómo estaba, le respondió que ya estaba buena.
—Cuidad de vos, y no cuidéis de más.
Con esto, abrió un escritorio y sacando una piedra a modo de poma engarzada en oro asida a una bandilla, se la envió con otros regalos. Pasó la criada a darlo a su señora, diciendo:
—Mucho ha sentido el señor don Jacinto el mal de mi señora, que saltó como un loco a preguntar cómo estaba.
Envidiaron las cuñadas el presente, aunque doña Leonor no presumió llegaría a casamiento.
A la tarde vino doña Inés y otras amigas a verla, y don Jacinto, mientras su tío vino de vísperas, se entretuvo en hacer una letra burlesca, tanto por divertirla como por satisfacerla. Venido su tío, pasaron a ver su enferma. Recibióle doña Inés dándole el parabién de la mejoría, por no haberle visto respeto de estar malparida. Le pidieron todas cantase algo para alegrar a la enferma, y trayendo el instrumento, cantó con gallarda y admirable destreza el siguiente sainete:
Beatricica la de Antón
salió al ejido una tarde,
y pobláronse los montes
del aire de su donaire.
Iba la niña celosa,
y anunciando tempestades,
fuego arroja por los ojos,
en dos ríos hechos mares.
Bartolillo el de Quiteria,
que le andaba a los alcances,
para quitarle el enojo
le dijo estos disparates:
—«Rapaza de lindo brío,
pues miras que soy tu amante,
no me encapotes la vista
de esos ojos celestiales.
«Mírame alegre, muchacha,
y te feriaré unos guantes
que en la tienda el otro día
me costaron cuatro reales.»
Mostrábase zahareña
porque el muchacho, en el baile,
había bailado el jueves
con Leonida la del valle.
Díjole: —«Cese el enojo,
hagamos los dos las paces,
y te juro, si me quieres,
que no bailaré con nadie.»
Diole una mano Beatriz,
y dijo a los dos rapaces:
—«¡Oh, quién fuera tan dichoso
que hiciera otras amistades!»
Acabada la letra, celebraron la feria de los guantes. Y para más satisfacción, como doña Leonor estaba presente, respondió:
—Lo que hay digno de celebrar es que la pastorcilla tenía el nombre de mi señora doña Beatriz, que por eso me atreví a cantar este disparate.
En esto, entraron algunas visitas, y no pasó adelante la música. Al tiempo de despedirse, dijo doña Inés se quería ir, por estar su marido indispuesto. Despidiéronse todos, y al quererlos acompañar don Jacinto, le detuvo su tío diciendo:
—Quedáos, que ya saben estos señores que estáis malo.
Con tanto pesar de doña Leonor que casi lo dio a entender. Contento de habérsele ofrecido la ocasión que deseaba, se llegó a la cama, diciéndole:
—¿Qué es esto, así trata vuesa merced de matarnos?
Como fueron palabras que ella le había dicho, rabiosa de oírle teniéndolo a modo de fisga, les respondió:
—Váyase vuesa merced con Dios, que para venganza basta lo sucedido.
—Esto sí —dijo el contento mancebo—, pruebe vuesa merced parte del azíbar que nos da a beber.
Respondióle:
—Ojalá fuera veneno…
Tomóle una mano, aunque con alguna violencia, diciéndole:
—¿Y para qué puede ser bueno que vuesa merced me mate? ¿No ve que no nos casaremos? Ya mi tío sabe que adoro su hermosura y me ha dado palabra de hacerme dichoso.
Retiróse, porque sintió que venía su madre, y don Pedro no quiso sentarse, diciéndole a doña Guiomar:
—Váyase vuesa merced mañana a la iglesia, que tengo un negocio que tratemos los dos.
Con esto, se fueron, y alborotada con el nuevo cuidado, le dijo a la hija:
—¡Ay Beatriz, no sé qué diga de ver a don Pedro tan cariñoso contigo! Si yo fuera tan dichosa que te viera tan bien empleada…
Respondióle, satisfecha de que su madre conocía su condición:
—Bien sé yo que don Jacinto me quiere, y pues vuesa merced sabe mi recato, no quiero negarle lo que me ha pasado.
Con esto, le dio cuenta de todo, con que doña Guiomar enteró la sospecha.
Por la mañana, se fue a la iglesia. Y entrándose los dos en una capilla, le refirió lo que ya sabía, y le dijo:
—Paréceme que la perfecta cura de estos enfermos será casarlos, si vuesa merced me quiere dar a su hija.
Tomóle las manos, con demostración de querérselas besar, diciendo:
—Sólo me pesa de no tener un millón que darle, pues Beatriz será la dichosa.
Respondióle:
—No he menester riqueza, bástame su calidad y virtud.
Y quedando determinados de que don Pedro hiciera todo lo que fuera importante, trató luego de sacar joyas y galas, enviándole cosas tan ricas que las dejó admiradas. Despachó un propio, enviando a decir a don Alonso y a su hermana se vinieran a Toledo, dándoles cuenta de que le tenía casado.
Corriéronse las publicaciones, con tan general contento de todos como a pesar de la viuda, pues no fue posible que su hermano y cuñada la pudieran detener. Fuese a despedir, dando a entender se iba a la Corte por estar su suegra a lo último. Con esta capa disimuló su envidia, dándole la contenta desposada algunas curiosidades, mintiéndole pena por su ausencia.
Y venido sus padres, se celebró el desposorio con nuevas y repetidas fiestas.
Vivió casada largo tiempo con su amante esposo, tan gustosa cuanto prevenida de no darle ocasión a que renovara los pasados celos.

NOVELA OCTAVA
Amar sin saber a quién
Acabado el suceso, se detuvieron a celebrar la venganza de don Jacinto, aunque no le quitaron a doña Beatriz el aplauso merecido, pues, atenta a su calidad y obligaciones, quiso más morir de su pena que faltar a su decoro.
Viendo doña Lucrecia que los aplausos que se debían de justicia al donaire con que les había referido la novela, y que no aplaudían sus huéspedes más que los sucesos de su relación, sin acordarse de lo donairoso con que los había entretenido, atajó la conversación diciendo:
—O mi desaliño o, lo que más cierto es, mi rudeza, ha procedido tan a lo encogido que no se debe agrado alguno a mi cuidado. Discúlpeme la modestia de mujer, que aun cuando más aliento se previene para el desahogo, se encuentra más de golpe con el natural empacho. Mas ya que tengo perdido el horror a la mesura con la referida relación, quiero dar a entender que no la turbación ha ocasionado encogimientos que sean desaire, y así, puesto que aún todavía es temprano, quiero dar de barato a vuesas mercedes una Fábula de Apolo y Dafne que llegó a mis manos, y yo, por sazonada, la encargué a la memoria. Veamos si con el donaire de sus versos no desmerezco los aplausos que se olvidaron vuesas mercedes dar a mi novela.
Celebraron todos el justo sentimiento que había mostrado la entendida señora, y culpó cada uno su inadvertencia en no haber con exageraciones encarecido su donaire. Mas cuando oyeron que doña Lucrecia, por despicarse, les ofrecía nuevo plato al gusto con la Fábula, dieron por acertada la inadvertencia de no haber aplaudido lo donairoso con que refirió la novela, pues de ese silencio se les originó el obligarla a que les repitiese nuevos agrados de su entretenido y sazonado decir. Con esto, le dieron en el silencio mayores aplausos, y doña Lucrecia, con un desahogo decente y una mesura despejada, dijo así:
Pretendió los amores
de Dafne Apolo, y con aquestas flores,
sin ser por mayo el caso,
—que así lo dejó dicho Garcilaso—
andaba un run run de que la amaba,
y verla entre sus luces deseaba.
Estaba entre las matas
la niña esquiva, aquí las escarlatas
no faltan si quisiera
pintar rocíos a su primavera:
mas Dios me guarde el juicio,
que andarme a pintar niñas fuera vicio.
Si ella estaba sentada
en cuclillas, a gatas, recostada,
rendida o de rodillas,
boca abajo o puesta de costillas,
yo no lo sé, que no estoy obligado
a saber de la fábula lo echado.
Estaría, a mi ver, si no me engaño,
con la postura que se usa hogaño ,
recostada en el suelo,
de que resultó a Apolo gran desvelo,
pues la vió entre las matas,
patente un ponleví , no de las patas.
¡Jesús, qué grosería!
¿Patas había de tener su señoría?
Pies eran, tan menudos,
que no se vieran a venir desnudos;
miren con la llaneza,
que ya me iba quebrando la cabeza.
Pues no me ha de costar tanto trabajo,
dejo el pintarte amores por abajo,
que el modo es peligroso;
yo soy modesto, casto y vergonzoso,
y no sé de los bajos circunstancia,
que es eso para mí pueblos en Francia.
No usaba el Erimanto
que tapasen las caras con el manto:
enaguas no llevaban,
guardainfantes tampoco los usaban;
cartones ni guedejas
con que se remozan tantas viejas;
galones no traían,
ni ponleví al zapato le añadían:
todo era carne pura,
que todo lo demás es gran locura.
Contento estaba Apolo,
cuando aquesto cantó Jacinto Polo
(mas vamos poco a poco,
que yo también, a ratos, soy un loco
y podré sin ensayo
de mis versos también hacer un sayo).
Perdona, Dafne bella,
que tengo contra Polo una querella,
diciendo ibas descalza y entre abrojos,
y que Apolo te dijo eras sus ojos.
Si pintarte quería,
¿por qué hizo del caso gulloría ,
y con donaire o treta
dijo que eras descalza o recoleta?,
por que no te maltrates
te ofrecía un millón de disparates,
que las piernas te vía,
dijo, y que zapatos te traía:
¡oh, requiebros baratos,
pues sin medias te calza los zapatos!
De Apolo no nos dijo cosa alguna,
sino que en la laguna
que rebasan las aguas de Erimanto
donaire vido tanto,
y abrasado en congojas y desvelos,
carro y caballos se dejó en los cielos.
Luego, echado a tus plantas,
por los ojos babea penas tantas
que no daba lugar a las razones,
y luego tú, a empellones,
le despides airosa
y le dices esquiva o melindrosa:
«¿De cuándo acá se atreve?
¡Apártese o le daré que lleve!»
Algo más atrevido
un trozo de cristal Apolo ha sido,
mas ella, esquiva y brava,
la mano con los dientes le apretaba:
no le supo la fruta,
pues dijo:«¡Afloja, hija de una puta!»
Dejóla más piadosa,
no más amante, siempre desdeñosa,
y comienzan de Apolo las querellas,
no dejando en el cielo las estrellas.
Hubo aquello de: «Ingrata fementida,
cuchillo fiero de mi triste vida,
si cudiciosa eres,
mi caudal te daré para alfileres
y tan grandes riquezas
que no salgan de balde tus bellezas.
«Mas pareces honrada,
y no serás con eso interesada,
si quiés verme esta noche,
enviaréte mis pajes y aun el coche:
¡ea, vuelve, muchacha!
si no aceptas, ¡por Cristo!, estás borracha,
que es coche una palabra
que el más fino diamante y roca labra:
si de mí no te fías
y temes algún perro, mis porfías
abonan este broche,
que es un topacio, y envía por el coche,
que es la mayor fineza:
¿digo algo o me quiebro la cabeza?
«No haya melindres, niña,
levanta un sí es no es de la basquiña ,
no es grosero mi trato,
pues no se anima más que al un zapato.
«¡Levanta el guardainfante!
(Mas soy un mentecato, un ignorante,
que entonces no se usaban,
ni menos los infantes se guardaban:
váyase en hora mala
el que a estos versos cobrare la alcabala).
Prosigue su porfía
Apolo, y aunque Dafne se reía
del tierno rendimiento,
no permite el menor atrevimiento;
mas con cólera extraña
vio que la saltaba el «¡Cierra España!»:
volvió las plantas ella
tan ligera, que Apolo: «Ingrata bella
—la dijo—, ¿por qué has huído?
¡Volver tienes a casa, pan perdido!»
Y nunca se resuelve
que pueda irse quien a casa vuelve.
No afloja Dafne el paso;
él le dice: «¡De cólera me abraso!
Ya conozco tus tretas,
no ha de ser toda la vida tijeretas ,
que tengo de gozarte.
¡No corras más, amores, que es cansarte!
Y si tú gana tienes,
bastan tantos desvíos y desdenes:
no siempre han de ser nones.
¿Para qué son, mis ojos, los turrones?
Mira que hay otras muchas,
y a enjutas bragas no se pescan truchas;
daréte para aloja,
no corras más, muchacha, el paso afloja:
huye por cumplimiento,
que para adrede, corres más que el viento;
suspende la carrera,
¡ea, rapaza, no estés de esa manera!
Mas, ¿por qué me congojo,
si yo no tengo bubas ni soy cojo?
No hagas arremangarme,
que no sirve de más de fatigarme:
¡Dafne, el correr aplaca!
¡Fuego de Dios, cuál corre la bellaca!…»
Mas allí ha tropezado;
de esta la alcanzó, que iba ya cansado:
pescómela al coleto,
no pretende rendirla a lo discreto:
daba la ninfa voces,
y Apolo le promete algunas coces
si no viene en su gusto,
aunque el melindre le parezca injusto;
ella se resistía,
y con razones él la convencía
tan tiernas que pudiera
con ellas imprimirse como en cera;
hubo aquello de: «Vida de mis ojos,
¿cómo el ser adorada te da enojos?
Y siendo tú mi vida,
¿quieres por lo cruel ser mi homicida?
Deja lo riguroso
para un Orlando, suyo es lo furioso;
aquese encogimiento
dale a una monja para su convento;
usaron los desdenes
antes que usaran rizos en las sienes;
ya en el siglo que corre
aqueso arisco tu memoria borre,
y deja lo terrible
para los gigantones de Mantible:
corresponde a mis quejas,
pues no estorban clausuras, puertas, rejas;
advierte que te ruego,
pudiéndote asaltar a sangre y fuego.»
Resistióse la moza;
Apolo la embistió, no la retoza:
y viéndose en sus manos,
clamorea a los dioses soberanos:
la ninfa, laurel hecha,
de Apolo las finezas escabecha,
donde en tiernos abrazos
gozaba la frescura de sus brazos .
Grandes fueron los aplausos y encarecimientos con que exageraron lo airoso y lo bien referido de la Fábula, que cuando ella por sí no fuera de tan buen gusto, la sazón que le dio el donaire de doña Lucrecia obligaba a que quedasen cortos todos los hipérboles que encierra en sus capacidades el encarecimiento. Y doña Leonor, a quien tocaba el siguiente día para entretener con su novela a sus convidados, ofreció de antemano el referir otra fábula de Eurídice y Orfeo después de su novela, porque no quería que en sus agrados excediese doña Lucrecia pagando de más. Conque se recogieron aquella noche, previniéndose para el siguiente día un festejo muy de buen gusto.
Y llegada la hora, después de haberles servido con una magnífica cena prevenida por doña Lucrecia, que quiso galantear a su amiga doña Leonor con ocasión de festejar a su esperada hija, después de levantadas las mesas, les dio por postre el más gustoso plato doña Leonor, que refirió en esta forma:
Ludovico, rey de Escocia, tenía una hija llamada Lisena. Su florida y hermosa juventud no pasaba de los dieciséis años. Era tan clara y aguda de entendimiento que ponía en admiración a quien la escuchaba. Era poco inclinada al casamiento, cuanto afectuosa a la caza, pues era continuo ejercicio penetrar los montes y fatigar los valles. Y aparte de esto, tan recatada y virtuosa que pidió a su padre por merced que no se copiaran retratos de su belleza .
A la fama de tan soberanas partes, fue pretendida de muchos príncipes, en particular el rey de Hungría, el de Alemania y Enrico, rey de Navarra. Enviaron sus embajadas a la Corte, y su padre cerró la puerta a los pretensores con decir que la Reina estaba enferma y que no había esperanza de mayor sucesión. Sintieron to dos el mal despidiente, y quien más lo dio a entender fue Enrico, por encarecerle su embajador la divina hermosura de Lisena con tan exageradas ponderaciones que fueron bastantes a rendirle el corazón, tan amante de su propia idea que, representando en ella a todas horas lo que había escuchado, vivía melancólico.
Tenía Ludovico a doce leguas de su Corte una bien fabricada ciudad, en tan ameno sitio que la podemos llamar hermoso pensil de la Naturaleza, pues era un abreviado paraíso: tenía frondosos y espesos bosques poblados de mucha caza, así de monte como de volatería, y aparte dilatados sotos en que apacentar los ganados, espaciosas selvas, y como en testera, que la señoreaba toda, una fortaleza o castillo que servía de real palacio a los reyes cuando venían, por dar gusto a Lisena, a gozar de su mucho recreo.
Cercábala por la una parte un caudaloso río, piélago tan profundo que le daban nombre de brazo de mar. Era la causa que a temporadas venían al puerto algunas naves, unas derrotadas de los vientos, otras de intento a comprar y vender mercancías; por lo cual, y por estar separada de otros lugares, le llamaban La Isla. Era el trato de sus moradores prevenirse al año de todo lo necesario para la provisión de las naves; hacían ropa de embarcación de todos géneros. Con esto, vivían ricos y contentos, vestían galas a lo labrador los mancebos de lustre, vaqueros guarnecidos de vistosos pasamanos; las doncellas sayuelos y abantales, corales y patenas .
Preciábanse de tener en las casas pintados jardines con varias flores, árboles frutíferos; labrábanlos a tapia baja, guarnecidos y cercados de gruesos encañados, de suerte que se gozaba desde afuera de su amena vista, en particular todos los que vivían a la parte del mar, porque en la fortaleza daban dos ventanas del cuarto en que posaba Lisena a aquella parte, y desde allí señoreaba todo el mar, bosques y jardines. Había en el cristalino río hasta veinticuatro galerillas en que se paseaban, cuando gustaban de ir a ver pescar, y muchas barcas para el servicio de los isleños (que ese nombre les daban). Y porque las ventanas del referido cuarto daban a un angosto y pedregoso callejón que tenía la entrada por las espaldas del real palacio, se había labrado en él, fabricada de argamasón, cal y canto, trabado con las peñas que servían de muralla a los embates de las ondas, una plaza a modo de azotea, con su baluarte para seguro; y a la parte de una ventana rasgada que estaba en la primera sala, se labró una torrecilla que servía de atalaya, cercada de un cubo de poyos y almenas. Este sitio, por la mala entrada que tenía y por estar remoto al común comercio, era inhabitable, y sólo servía de encender lucidos y voladores fuegos para celebrar la venida de los reyes, y en lo restante se encendían muchas luminarias y cazoletas . Preveníanse las galerillas de trompetas y clarines; esto servía de salva, y de tanto gusto a Lisena cuanto no se puede encarecer.
A pocos meses de haber su padre despedido los pretendientes de su casamiento, murió la Reina, con tan general cuanto debido sentimiento como pedía una pérdida tan grande. Y pasado el tiempo de los acostumbrados lutos, pidieron los grandes de Escocia a Ludovico fuera servido de admitir segundo matrimonio, poniéndole por delante, si moría sin heredero, los dejaba sujetos a señor extraño, pues era preciso que su Alteza se casara.
Y como la amaba tan tiernamente, lo rehusaba, temeroso de darle madrastra. Y quien más le persuadía era ella misma.
Hallóse convencido, pareciéndole que le pedían razón, y determinado a darles gusto, le trajeron algunas copias en que hiciera elección, entre las cuales vió un retrato de Clorinarda, duquesa de Mantua, dama de tan gentil y hermosa disposición que, luego que la vió, efectuó su casamiento.
Y como las cosas de los reyes son públicas y dilatadas, y más cuando de suyo son festivas, voló la fama del tratado casamiento. Y llegando a noticia de Enrico, se determinó a ir encubierto a la corte de Escocia, tanto por ver la entrada de la Reina como por satisfacer su deseo, pareciéndole imposible lo que su embajador le había significado. Y como amante prudente y prevenido, mandó que le retrataran en una pequeña lámina, y que al pie le pusieran su nombre y el de su reino, seguro, sin vana presunción, de sus muchas partes: era de lindo cuerpo, airoso, bizarro de talle, blanco y pelinegro, ojos grandes, negros y rasgados, proporcionado de facciones, y lo más de todo, poderoso, afable y de raro entendimiento . Preciábase de hacer mercedes, y con esto reinaba en pacífica quietud. Dejó un deudo suyo en el gobierno de su reino, con el orden que había de seguir para remitirle las cartas y con doce grandes valientes y leales.
Prevenido de joyas y dineros, llegó a la Corte quince días antes de la entrada de la Reina. Gozó de las suntuosas y prevenidas fiestas, y la mayor para su amante corazón fue el ver a Lisena, tan admirado de su belleza que le pareció un breve rasgo cuanto le habían dicho, en comparación de la verdad. Y con este nuevo y encendido pensamiento, sin darse a conocer, se quedó en la Corte, con intento de hacer las diligencias posibles para que su retrato llegase a manos de su adorada princesa. Trabó amistad con algunos caballeros de palacio para ganar la entrada; y aunque no consiguió su primer intento, se consolaba con verla y gozar de los festines y saraos.
A dos meses, se renovaron las fiestas por la certeza que hubo de que la Reina estaba preñada. Y como salía a los acostumbrados paseos a ver y ser vista de sus vasallos y llevaba consigo a Lisena, eran tan generales y tantas las alabanzas que todos daban a su Princesa que, reparando Clorinarda en el mucho aplauso, reinó en su pecho una envidia mortal. Con tanto extremo que pasó a ser rencor declarado, diciendo al Rey:
—¡Vuestra Majestad y toda su Corte quieren tanto a la Princesa que no se hace caudal de mí!
Sintió Ludovico los mal fundados celos con tanto desabrimiento que se encendieron en palacio algunos fuegos de continuos y pesados disgustos. Hallábase confuso, por quererlas igualmente. Teníale melancólico el temer que la Reina no abortara el deseado fruto.
Sentía Lisena el ver a su padre tan disgustado, tanto como se puede entender de su prudencia. Y una tarde que pudo hablarle a solas, le mandó llamar; y venido a su cuarto, le dijo, derramando copiosas lágrimas:
—Padre y señor, yo quiero pedirle a vuestra Majestad una merced con que me parece que los pesares de la Reina se templarán. Ya vuestra Majestad sabe que yo gusto de ir a La Isla; allí viviré contenta, considerando su quietud, aunque me atormente el ausentarme de sus ojos. Y el mayor favor ha de ser que vuestra Majestad le de a entender que me destierra por darla gusto.
Abrazóla el enternecido padre, estimando su prudencia; y pareciéndole no era fuera de propósito quietar a la Reina por el tiempo que durase el preñado, se determinó a darle gusto. Mandó llamar al Almirante, y dándole cuenta de lo que pasaba, le dio orden para que se previniera la partida con brevedad.
Publicóse luego el fingido destierro, y llegando a noticia de Enrico, fue tanto su contento que pasó a extremos de loco, pareciéndole que en La Isla tendría logro su amante pretensión. Mandó que le trajeran un poco de paño pardo y basto y que le cortasen un vestido tan bronco que, después de vestirse, quedó en la semejanza de un tosco villano. Mandóles a sus grandes se quedaran en la Corte, y que uno de ellos, disfrazado, fuera todas las semanas a llevarle los pliegos que le traían de Navarra y para lo demás que se ofreciera.
Con esto, se fue a La Isla sin esperar la partida de Lisena. Y llegado a una posada, pidiendo cama y de cenar, convidó a los dueños para introducirse; y para encubrir su grandeza dio a entender era hombre simple y falto de juicio. En el discurso de la cena, les dijo:
—Yo soy a propósito para la labranza de los campos. Héme criado en eso. Si saben de un amo a quien servir, búsquenmelo, que yo se lo pagaré. Y si quieren algún dinero por los días que he de estar aquí, pidan lo que quisieren, que bien traigo que gastar.
Tenía Ludovico en La Isla un caballero llamado Alberto sólo a fin de guardamayor de los vedados bosques; y como sabían andaba a buscar un criado para que de noche sirviera de guarda y se quedara en una casa de campo cerca del sitio, le dieron aviso. Mandó que se le trajeran, y venido a su presencia, le preguntó cómo se llamaba y de dónde era. Respondióle:
—Yo soy de par de Aragón; en mi pueblo me llamaban Rústico Amador ; llámeme como le cumpliere que a todo le responderé. Mi padre era muy ricote; vendíle unas vacadas para hacer dinero, y tomé el camino y me vine a ver mundo. Aquí traigo dos mil ducados, y se los daré para que me los guararde, pues me ha de dar lo que hubiere menester.
Parecióle a Alberto hombre doméstico y a propósito para el trabajo, y codicioso del dinero para emplearlo en el trato de las embarcaciones, lo recibió en su casa. Era casado, y tenía dos hijas muchachas, y el prudente Rey las regalaba y las traía algunas galas de lo mejor que miraba en las tiendas. Con esto, y con servir puntual a lo que le era mandado, le cobraron tanto amor como si fuera un hijo. A la sombra de su dueño, como era persona a quien todos respetaban, se fue introduciendo con los mancebos de lustre: convidábalos, prestábales dinero, y a lo que le decían, tan graciosos disparates que ya no se hallaban sin él.
Un mes estuvo en La Isla, pendiente de sus esperanzas, y venido el Almirante con otros caballeros que habían de asistir al servicio de Lisena, mandó llamar hombres a propósito para adornar el palacio. Fue Enrico como espantado a su casa, y preguntó a su dueño:
—¿Quién son estos?
—¿No has visto otros como ellos?
—No, por cierto, que en mi tierra todos andan como yo.
Volvióle a decir:
—Estos son los grandes de Escocia, que vienen a vivir aquí porque han de servir a la Princesa.
Díjole:
—¿Quiéreme dejar ir a verlos?
Diole licencia, y como todos te querían bien, luego que entró en el castillo empezaron a burlarse con él. Respondióles de intento tantas y tan graciosas boberías, que les provocaba a tanta risa que repararon el Almirante y los caballeros en él. Y preguntando quién era, no faltó quien les dio cuenta de todo, y que Alberto le tenía en su servicio. Con esto, empezaron a trabar conversación por entretenerse, y como era lo que él deseaba, los entretuvo con tantos donaires que ya le echaban menos si se apartaba de allá. Y tratando el Almirante de repartir las estancias para que se aderezaran, entrando en el cuarto de Lisena para adornarlo, les dijo a los caballeros:
—En esta sala primera se pondrá el estrado; en la de adentro el dormitorio; y en la sala de más adentro el dormitorio de las damas, por que de noche estén cerca de su Alteza para lo que se ofreciere.
Estaba como al descuido atento a lo que decía, y llegando a ver qué parte caían las ventanas, creció su contento. Reconociendo el sitio, entró en la sala de las damas para ver si las ventanas caían al callejón, y halló que daban a una plaza que estaba dentro del castillo, en que se acostumbraba hacer fiestas reales a los Reyes. Con este impensado gusto, bajó en achaque de traer unos clavos que faltaban. Y dando vueltas a la azotea, puesto en el cubo de la torrecilla, como la ventana rasgada estaba abierta, alcanzó a ver tanta parte de la sala que alcanzó a ver parte del sitio en que se había de poner el estrado. Y dando vuelta a todo el callejón para ver si había otras ventanas, quedó satisfecho de que solas las dos que él había menester daban en aquella parte, tan gustoso de ver el sitio que no le cabía el corazón en el pecho. Y vuelto al castillo, ayudó a armar el dorado lecho.
Mandaron prevenir la salva de las galerillas y las luminarias, y luego que llegó Lisena, se fue a la azotea para ayudar a encender los fuegos. Y llegando a las ventanas con sus damas, gozó de contemplar su belleza. Entre las fiestas que le hicieron, era la mayor cantasen en su presencia los mancebos más diestros. Y conociendo el amante su gusto, se determinó a partir sus cuidados con su descuidado dueño. Compró una vihuela digna de sus manos, ajustando al instrumento una letra que había compuesto. Como se quedaba en la casa de campo, llegada la deshora de la noche se fue al despoblado sitio, seguro de que no podía ser oído de otra persona. Sentado al pie de la torrecilla, dio principio a la sonora armonía.
Como Lisena venía tan disgustada, pasaba los más de la noche sin dormir, espantada de oír en semejante paraje música, que ninguna vez de las que había venido a La Isla había oído. Por divertir sus penas y por la mucha inclinación, sin llamar a las damas se levantó; y abriendo la media reja del dormitorio, se puso a escuchar, presumiendo serían algunos mancebos, respeto de que ya empezaba el calor, que vendrían a gozar del fresco del mar.
Reconoció el dichoso amante, con la luna, que había persona en la reja, y seguro de que no sería otra que la que buscaba, cantó la siguiente letra:
Lise, Aurora de los montes
y Diana de las selvas,
Amaltea de las flores,
deidad a quien reverencian:
Amor me manda que os pinte,
y no es posible que pueda
copiar Apeles un rasgo
de vuestra rara belleza.
¿Quién duda del pelo hermoso
que viene a robar las trenzas,
para fuego de sus rayos
el luminoso planeta?
¿Quién duda en los bellos ojos
que dulcemente se precian
de alargar con la blandura,
cuando matan con las flechas?
¿Quién duda que de esa boca,
caja de orientales perlas,
que en ámbar beben las flores
la fragancia que les presta?
¿Quién duda en las bellas manos,
que os dio la Naturaleza
lindas manos al formaros,
para haceros tan perfecta?
¿Quién puede de tantas gracias
celebrar la menor de ellas
sin perder por atrevido
la dicha de merecerlas?
¡Quiera el Cielo, Lise hermosa,
que os corone la cabeza
un rey rendido y amante,
que daros un reino intenta!
Acabada la letra, dejó el sitio, diciendo:
—Adiós, alcázar dichoso, albergue del serafín más bello que ha dado el Cielo a la tierra.
Con esto, se fue, tocando muchas y galantes diferencias hasta salir del callejón.
Volvióse a la cama, tan admirada del repentino suceso que, llevada de su imaginación, discurriendo en varios pensamientos, empezó a decir:
«¿Será posible dar crédito a lo que me pasa esta noche? ¡Cantar en este sitio, celebrar mi belleza, repetir mi nombre…! ¡Cosas me parecen de sueño! ¿Cómo podré conocer a quien me da este cuidado?»
Con estos desvelos pasó lo restante de la noche. Y pareciéndole que no podía averiguar sus sospecha estando en palacio, mandó otro día al
Almirante que le armaran una tienda que se acostumbraba las veces que gustaba de bajar a ver el río. Era una espaciosa selva, poblada de álamos; preveníanse junto a la tienda alfombras para las damas, y desde allí gozaban de todo. Advirtióle al Almirante que mandara juntar todos los músicos, para que cantase cada uno de por sí, dando a entender quería escoger los mejores para las ocasiones que se ofrecieran.
Y venida la tienda, como fue público el hacer elección, cantando cada uno de por sí, conoció Enrico el cuidado, pareciéndole era la prevención para conocerle. Y gustoso con la presunción, trató de darle nuevos cuidados, dando a entender que la entendía. Y a la hora del común silencio, se fue a la torrecilla, y dando principio al sonoroso instrumento, contenta de ver que perseveraba y reconociendo al gustoso amante que había llegado a la ventana, cantó la prevenida letra:
Montes, pues Lise me escucha,
contento vengo a deciros
que celebren vuestros ecos
las glorias que yo repito.
Cuidados disimulados
me han dado claros indicios
de presumir un favor
que ya tengo merecido.
Lise me busca, y sin duda
de su cuidado imagino
que no me tiene de hallar,
pues por ella estoy perdido.
Decídle de parte mía
que sólo sabe este risco
quién soy porque teme el alma
rigores de su castigo.
Con las dudas de perderla,
el miedo de aborrecido
me obliga a morir callando
sin atreverme a decirlo.
Algún día querrá el Cielo
que estemos los dos unidos:
Lise a estimar mis finezas,
y yo a sus plantas rendido.
Mas, ¡ay!, que tarda el tiempo y sólo vivo
de la gloria que tengo si la miro;
y elevado en su cielo,
es gloria en mi cuidado mi desvelo.
Cantó con tan tristes acentos los últimos versos, que no le dieron lugar a proseguir, aunque llevaba intento de entretenerla con diversas letras, y suplieron los suspiros los acentos que le faltaron.
Con esto, se fue, dejándola tan disgustada: «¡Mal haya tanto miedo! No sé si le agradezca el respeto, pues no será posible averiguar quién es. Claro me ha dicho que no vive sino cuando me ve. Según esto, no entra en palacio, y hasta conocerle he de dar ocasión a que me vea…»
Con esto, le mandó al Almirante y a sus caballeros que se dispusieran algunos bailes y entretenimientos para divertirla, porque estaba melancólica; y que se le armase la tienda todas las tardes, para gozar del fresco.
Era Alberto gran jugador de pelota, y mandó que la avisaran, porque gustaba de verle, y a otros mancebos que se preciaban de jugar bien. Y venida a la tienda, deseoso el encubierto amante de introducir conversación, con la capa de la simpleza se llegó a su dueño, luego que se empezó el juego.
—¡Ah, mi amo! ¡Déjeme jugar con estos y verá cómo les gano el dinero para que sus muchachas merienden!
Rehusólo, por el hábito bronco, y los caballeros, como ya le conocían, le mandaron que le dejase jugar. Llegóse a los mancebos, preguntándoles:
—¿Cuál de vosotros juega más?
Respondióle el hijo del Gobernador:
—¡Yo! Y pondré de partido quinientos escudos. Y si te los gano, ¿quién sale por tí?
Respondió el Almirante:
—Juega, que si Amador perdiere, yo salgo a la paga.
Ganóle el dinero al mancebo, y al querérselo pagar, mostrando tristeza, no le quiso recibir, diciéndole:
—Yo no quiero tu dinero, sino tu amistad.
Con esto, no pasó adelante, y lo restante de la tarde la entretuvieron con los bailes prevenidos.
Y vuelta a su palacio, le preguntó al Almirante quién era aquel hombre. Refirióle todo lo que le había contado, diciendo:
—Prometo a vuestra Alteza que en mi vida he visto simple más gracioso, y a no serlo tanto, podía ocupar la plaza de bufón en palacio.
Con esto, refirió algunas boberías de las que te había oído. Y después de haberle dado la cena, cuando se retiró para que la desnudaran les dijo a sus damas:
—Cuando bajemos mañana a la selva, hablad a este hombre, que gustaré de oírle. Y quedando sola, discurriendo en su cuidadoso pensamiento, dijo:
«¿Sería posible que sea este hombre el mismo que escucho en la música, y para encubrir su grandeza se valga de esta estratagema…? En la tienda no puedo faltar a mi decoro… ¡Resuelta estoy a satisfacerme!»
Y con este nuevo pensamiento, dijo a sus caballeros el siguiente día que gustaba de entrar en los bosques a cazar de volatería. Y luego que llegaron a los vedados sitios, como las damas iban advertidas, le empezaron a decir a Enrico algunos donaires, para provocarle a que respondiera. Cumplióles el deseo con tanta risa de todas, que no fue poco en Lisena el disimular la suya. Y levantándose al ruido de los primeros tiros una bandada de palomas a favorecerse en las ramas de los espesos árboles, una de ellas era tan blanca y pomposa que dijo Lisena:
—¡Tiradle a aquella paloma, que gustaré de verla caer!
Y enarbolando uno de los cazadores la ballesta, le detuvo Enrique, diciéndole:
—Dame, que yo tiraré.
Apuntóla, con tan gran acierto que la cándida avecilla cayó bañada en rojos granates. Díjole una de las damas:
—Amador, lindo pulso, ¡bravo tiro!
—No os espantéis, que como apunto al blanco tiré con cuidado, por no errar el acierto.
Esto dijo poniendo los ojos en Lisena aunque de paso, cosa que la obligó a sonrosar el rostro, y no tan poco que no conociera el efecto que había hecho.
Cuando volvió a su palacio, por hallarse calurosa, mandó que no se cerrara la ventana de la sala. Y llegada la hora de la música, como salía siempre a escucharlo, después de haber cantado algunos sainetes, poniéndose de pies en los poyos del cubo, mirando a la sala, dijo recio:
—¡Bien haya quien dejó esta ventana abierta, pues aumenta mi gloria en darme lugar de que ponga los ojos en aquellas alfombras!
Con esto, se fue. Y pareciéndole que sería bastante dejarla abierta, se estaba tan cuidadosa como él presumía. En caso de duda, por lo que sucediera, buscó una ballesta bien armada, y en una flecha puso un papel.
Llevóla con su instrumento, y hallando la ventana abierta, por no asustarla, se valió de la música. Y luego que salió a la reja, puesto de pies en el cubo, disparó la flecha con tan sobrada pujanza que dio a la mitad de la sala; y por dar lugar a que la viera, no cantó aquella noche.
Admirada del valeroso atrevimiento, salió a ver lo que había tirado. Y hallado el papel, leyó en él las siguientes razones:
«Seguro de que vuestra Alteza, como deidad superior y divina, no se dará por ofendida de verse adorada de un hombre tan loco de amor que se determina a tan grandes arrestos, escribo estos renglones, no porque espero respuesta (pues fuera el presumirlo mayor atrevimiento): bástame para vivir contento que vuestra Alteza sabe que vive encubierto en esta Isla quien pretende su mano con presunciones de merecerla.»
Quedó tan picada que, pasando el papel muchas veces, decía: «¡Mal haya La Isla! ¡Nunca yo hubiera venido a ella, pues huyendo de la Corte y de los pesares que me daba la Reina he venido a tenerlos mayores, sin poder averiguar quién me los da, pues ya me tienen de suerte que no sé si diga que tanto cuidado nace de amor, y amar sin saber a quién será desdicha, cosa que me puede costar la vida…! Este hombre no entra en mi palacio. Yo he de bajar a La Isla, para que la oiga a las manos.»
Otro día, mandó al Almirante que se hicieran fiestas. Llamó al Gobernador para prevenirle de lo que le era mandado. Venían cerca las Carnestolendas , y los mancebos hacían una ridícula y bulliciosa fiesta. No había venido Lisena a tiempo de verla. Propuso el Gobernador el caso, y preguntandole qué cosa era, respondió que los mancebos echaban suertes para sacar un rey de los gallos, para obedecerle y festejarle aquellos tres días; con tal condición, que al que le tocase la suerte había de dar a veinte criados libreas , y que estas se hacían de oropel, papeles de color y otras cosas para mayor risa; que al rey le ponían en la caperuza una corona de papel y se le daba un bastón en señal de mando. Estaba obligado a darles el domingo una comida, y que a él se le habían de dar los gallos que se corrieran. En la selva adonde a su Alteza le armaban la tienda, se ponía una maroma de un árbol a otro, y allí se colgaban los gallos; y que se les vendaban los ojos a los que los corrían, y que verlos caer y maltratarse causaba general alboroto. Y el domingo por la mañana, con danzas y atabalillos , paseaban al rey por todas las calles de La Isla.
Parecióles a los caballeros que sería gustosa, y le mandaron que la previniera. Supo Enrico lo que pasaba, y deseoso de presentarse a los ojos de su Princesa con galas de amante, aunque rústicas, se fue a casa del Gobernador y le dijo:
—Si hace que me hagan rey te daré un balandrán pintado como él quisiere, y a los que han de ser mis vasallos libreas de importancia para que se queden con ellas y las rompan en los bailes, que esto de papeles no es cosa para que lo vea su Alteza.
Enviólos a llamar. Y sabido lo que el rústico prometía, le dieron el bastón. Con esto, se fue a su casa. Y diciéndole a Alberto lo que pasaba, le dijo:
—Pues se tiene allá esos dos mil ducados, cumpla con todo lo que es menester y quédese con lo demás.
Y preguntándole lo que había de hacer, le respondió:
—Al Gobernador le ha de dar un balandrán, y a mis vasallos vaqueros y monteras de tafetán verde, guarnecidos con pasamanos pintados. Y para mí un vestido de raso encarnado, guarnecido de cortaduras negras del mismo raso; la corona ha de ser negra y orlada con oro, y las cortaduras han de ser de esta manera… —dándole un papel en que estaba una S grande— Y prevenga una buena comida. Y ahora deme los reales de a ocho, que los he menester.
Tomólo todo por memoria, y dándole el dinero que le pidió, tomando Enrico el bastón, se fue a casa de un pintor, de estos que hacen cosas de papelón: dándole el dinero y el bastón, le dijo:
—Vos me habéis de hacer en una tablilla una polla muy pintada de papelón, y me la habéis de clavar en ella, que no se caiga, y habéisla de clavar en este bastón; y pendiente de ella habéis de poner otra, y en ella me habéis de escribir esta coplilla de letras grandes. Y no habéis de decir nada hasta que la vean, porque quiero dar que reír a estos marquesotes.
Prometió el secreto, contento con la paga. Y como el Almirante estaba cuidadoso de la fiesta, preguntando en qué estado estaba, el Gobernador le refirió lo que había, y cómo el rústico era el rey, cosa de que se alegraron. Y como todo era a fin de divertirla, como la veían melancólica, cuando sirvieron la cena le refirieron lo que el Gobernador les había dicho. Y aunque lo disimuló, quedó turbada con el gusto de la consideración, pareciéndole que la disposición de las galas no eran de hombre mentecato; y acreditando la sospecha , le respondió:
—Cuando le saquen al paseo, le mandaréis que venga a palacio, porque gustaré de verle pasar.
Venido el domingo, se fueron todos a casa del Gobernador, a tiempo que ya se estaban vistiendo. Y como los visos de lo encarnado lucían tanto con lo negro de la guarnición, y de suyo era tan airoso y tan blanco, como estaba abochornado les pareció tan bien a los caballeros que les pesó de que un hombre de tantas partes fuera simple. Díjole el Almirante:
—Ahora habéis de ir a palacio, porque su Alteza quiere veros pasar.
Advertid que el rey es majestad, y en llegando a dar vista a las ventanas le habéis de hacer tres reverencias con mucha gravedad.
Volvió a mirar los mancebos sin responderle, y les dijo:
—En llegando a donde está su Alteza, haréis calle tantos de una parte como de otra, para que yo pase y haga estas reverencias que dice el Almirante.
Y pidiendo el bastón, celebraron todos con mucha risa el jeroglífico de la polla y de la letra.
Salieron al paso, y avisando a Lisena, llegó para verle a unos balcones que daban a La Isla, acompañada de sus damas. Luego que le vieron, obedeciéndole sus vasallos, pasó por medio con pasos graves y medidos; y quitándose la caperuza en que estaba la corona, después de haber hecho las reverencias, se quedó destocado, diciéndole al Gobernador que danzaran en presencia de su Alteza tres danzas que traían.
Acabados los bailes, volvió a repetir la cortesía, y al proseguir con el paseo, dijo el Almirante:
—No puedo creer sino que este hombre es algún caballero de importancia, y por algún acaso de fortuna anda encubierto y peregrino.
Respondióle otro caballero llamado don Rodrigo:
—¡Espántome de que Vuecelencia diga una cosa como esa! ¿Ahora sabe que la aprehensiva de un loco es de las cosas más fuertes que tiene el mundo? Como le advertimos que el rey es majestad, llevado de su aprehensiva, representó el papel al vivo.
—No hay duda de que es verdad lo que dice don Rodrigo —respondió otro caballero llamado don Alejandro—. Cosas se cuentan de locos dignas de ser memorables.
Respondió otro llamado don Sancho:
—Yo pudiera contar muchas, a no ser tan tarde.
Con esto, subieron a dar la comida, y Lisena preguntó qué significaba la insignia que llevaba en la mano. Respondióla el Almirante:
—Es costumbre el dar los gallos al que es rey; y el rústico, de su inventiva, sacó la invención de una polla, que va en lo alto del bastón, y en la tablilla pendiente mandó que le escribieran una coplilla. Y la tomé de memoria para referírsela a vuestra Alteza, la cual dice así:
Aunque soy «Rey de los Gallos»,
no me los deis en la olla,
que mejor es esta polla.
Celebraron el donaire todas con mucha risa, y Lisena, en duda de la verdad, quiso regalar a su encubierto amante, y respondió:
—Como yo he de ver esta fiesta, pide en eso que se le haga alguna merced: enviadle estos días cuatro platos y una polla, y désele ración por el tiempo que estuviéremos aquí; y pónganle esta tarde el asiento cerca de mi tienda, porque gustaré de oírle.
Refirióle el Almirante la sospecha que habían tenido, la cual creció más, porque, bajado a comer, le envió a llamar; y venido a su presencia, le dijo:
—Amador, su Alteza ha gustado del donaire de la polla, y ha mandado se os den unos platos de regalo y ración el tiempo que estuviéremos aquí. Cuando esta tarde baje a la tienda, habéis de hincar la rodilla, y con mucha cortesía le habéis de agradecer la merced que os hace.
Miróle con severidad, diciéndole:
—¡Andad de ahí, que sóis un tonto! Si el rey es majestad, como vos decís, ¿no veís que la pongo en lugar inferior llamándola de Alteza? —y volviéndole las espaldas, le dijo: Enviadme esos platos, que quiero comer.
Admirados de escucharle, dijo don Sancho:
—Cierto que estoy por acreditar la sospecha del Almirante.
Y llegada la hora de acompañarla para que bajase a la selva, le volvieron a referir lo sucedido, y gustosa de escucharlos, dijo a una dama llamada doña Inés de Palma:
—Decídle algo acerca de la majestad cuando esté en mi presencia, para ver lo que responde.
Y venido a la tienda, le advirtieron que el sitial de las alfombras era para que se sentara; y entrando en ellas, hizo una reverencia hasta hincar la rodilla, y quitando la caperuza en que estaba la corona, la dejó en el suelo y tomó asiento. Como doña Inés estaba advertida, le dijo:
—¿Cómo deja vuestra majestad la corona en el suelo?
Respondióle:
—¿A dónde os parece que puede estar más alta que a los pies de la Princesa de Escocia?
Miró la camarera a las demás, diciendo:
—En verdad que podemos acreditar lo que dice el Almirante, que estas boberías tienen mucho de discrección.
Acreditó Lisena por evidencia la presunción que tenía, y llegada la Cuaresma, no continuó Enrico las músicas, por la decencia del tiempo. Cosa que le causó tanta melancolía a la cuidadosa dama, que dijo un día al Almirante mandase prevenir las galerillas para entrar en el mar.
Acostumbraban ella y sus damas, por excusar el embarazo de los verdugados , el vestirse de corto a lo labrador. Acudió la gente a ocupar las barcas para verla, y Enrico se entró en una por donde había de pasar, por verla subir a su galera. Y después del paseo, llegada la hora de volver a tierra, divertido el barquero en verlas desembarcar, amarró la barca con la escalerilla tan floja que, al entrar el Almirante para servirle de bracero al bajar, fue en tan desgraciado punto que, apartándose la barca con el movimiento de las aguas, dio en el río sin poderla detener.
Arrojóse Enrico con tan veloz presteza que a todos les pareció un ave, y asiéndola con el valeroso brazo por la mitad del cuerpo, asió una cuerda que le arrojaron con la otra mano y sacóla con brevedad, tan fuera de su acuerdo que les pareció estar difunta. Y desperado con la presente pena, sin acordarse de la simpleza, dijo a los caballeros:
—Llevadla luego al palacio, que el resfrío de las aguas le puede dañar. Y se hará una cosa que yo os diré, que la hicieron para mí otra vez que caí en el mar.
Metióse la camarera en una silla, y tomándola en los brazos mientras la subieron al castillo, le dijo al Almirante:
—Habéis de hacer que en una paila, se ha de echar cantidad de vino, unos sarmientos y cogollos de romero; y en hirviendo, habéis de empapar una sábana, cuan caliente se pueda; y desnudándola hasta la camisa, la envuelvan en ella, y cárguenla de ropa para obligarla a sudar. Hágase una infusión de camuesa y agua de azahar mixturada de coral, oro y piedra bezal , espesa y bien caliente se la apliquen al corazón, y prevéngase una bebida cordial para cuando vuelva del desmayo.
Había dos médicos en La Isla, y refiriéndoles lo que el rústico había dicho, aprobaron el remedio, aunque el uno de ellos dijo:
—No sería malo darle unas ligaduras muy apretadas.
Enfadado, le respondió:
—¡Idos a dar esas ligaduras a vuestra mula! —diciéndoles algunas boberías, que casi los provocó a risa.
Mandó el Almirante que se hallaran presentes a prevenir los medicamentos, y traída la paila con la sábana, se retiraron a la sala para dar lugar a que la desnudaran. Díjole la camarera:
—Amador, dejemos resfriar esta sábana un poco, porque está muy caliente.
Llegó a tenerla, y pareciéndole estaba buena, le dijo:
—Ponédsela, que más vale que se queme, que no que se muera.
Hiciéronlo así, echándola ropa bastante para que sudara. Dos horas estuvo sin volver en su acuerdo, y abiertos sus hermosos ojos, halló a sus damas tan llorosas cuanto pedía la presente pena. Preguntándole cómo se sentía, respondió estaba cubierta de un gran sudor; y preguntando qué era lo que la habían puesto, lo refirió la camarera, diciéndola que el rústico lo había ordenado, y el valor con que se había arrojado al mar para librarla. Y arrebatada de su imaginación, sin advertir lo que decía, le respondió:
—¡Quién sino un rey amante pudiera tener tanto valor…! Preguntadle si me pueden quitar esta ropa.
Y llegando a decir lo que le era mandado, le respondió «que con unas toallas tibias le vayan limpiando el sudor blandamente, y mudándote la ropa sahumada y caliente». Oyó la cuidadosa enferma lo que decía, y sin esperar a que lo refiriera, le mandó lo ejecutara. Hízose todo con brevedad, y resuelta a tenerle cerca de su persona, les dijo:
—Decidle que entre, y a mis caballeros que les quiero alegrar con la mejoría.
Entraron todos, volviendo a repetir la presteza con que se había echado Enrique a las aguas. Miróle algo cariñosa, diciéndole:
—Los medicamentos de esta noche son tan acertados que me siento buena: no sirváis de guarda, servidme a mí, que el tiempo que estuviere en La Isla, si tuviere algún achaque, quiero que vos me curéis.
Quiso arrodillarse para agradecer el declarado favor, tan turbado que, tropezando en la alfombra que estaba delante de la cama, le fue preciso poner las manos en el borde para detenerse. Riéronse todos, y don Sancho le dijo:
—¿Qué es eso, Amador? ¿Así te turbas?
Miróle, diciendo:
—¡Cuerpo de tal con vos! ¿No queréis que me turbe, si desde criado de Alberto he dado un salto a médico de cámara?
Con estos donaires, la entretuvo un rato, diciéndola tomase la bebida, y que dentro de una hora se la diese de cenar.
El día siguiente, entrando los médicos a visitarla, la hallaron sin accidente, cosa de que todos se alegraron, significando uno de ellos, como por admiración, el asombro que le había causado que un hombre tan incapaz dispusiera cosa tan importante. Quiso aventajar el favor:
—Mucho le debo a Amador, pues le debo la vida.
Respondióle, como estaba presente:
—Y que mucho hiciera yo en perderla en servicio de vuestra Alteza, cuando no la estimo para otra cosa que para servirla.
Determinaron que guardase la cama ocho días, y pasados los cuatro, contenta de ver que no tenía novedad y para significar la pena del pasado susto, después de haberse recogido todos al común descanso, tomando su instrumento se fue al despoblado sitio. Luego que le oyó, fiada en el valor, abrigándose con un manteo de rizada lana y un serenero , llego a la ventana; y por no detenerla, cantó la siguiente letra:
¿Cómo es posible que un ángel
esté sujeto a las penas,
cuando es gloria para un alma
el contemplar su belleza?
Padecer eclipse el sol
es presagio que a la tierra
le da a entender que es criatura,
aunque es inmortal planeta.
Si en las deidades humanas
predominan las estrellas,
cuando tan loco os adoro,
no os espantéis de que tema.
¡Ay Lise, adorado sueño!
¿Cómo en mi pecho se alienta
la voz para pronunciar
los miedos que me atormentan?
Muera yo de mi dolor,
vivid vos; y el Cielo quiera
que del feudo irremediable
pague mi vida la deuda.
Acabada la música, dejó el sitio, diciendo:
—El calor no excusa el riesgo de los atrevimientos que pueden causar un resfriado.
Contenta y satisfecha de que el fingido médico era el encubierto amante, al pasar por debajo de la reja le arrojó un poco de agua de unas alcarrazas que estaban en ella. Detúvose, diciéndole:
—Agua de ángeles no es razón que caiga en la tierra: ¡venga más, que bien es menester para templar algo del fuego que me abrasa! Echóle otra poca, tan risueña que casi le tocó el acento en el oído.
Con estos motes y otros muchos lo pasaban los enamorados amantes, sin determinarse a mayores empeños: Lisena, atenta a su decoro; y Enrico, temeroso de no disgustarla.
Y una mañana amaneció en La Isla correo de la Corte, y pidiendo albricias de que la Reina había parido a luz y había dado Príncipe a Escocia. Leídas las cartas, mandó Lisena que previnieran fiestas reales, y que en la plaza del castillo se hiciesen andamios para la gente de La Isla. Y como estaba tan introducido, valiéndose de la fingida simpleza, le dijo al Almirante.
—¿Los médicos de cámara pueden entrar a correr los toros?
Respondióle:
—Sí, si quieres entrar en ellos bien puedes.
Con esta permisión, sacó librea conforme a los demás. Y para declararse y ver el efecto que surtía su diligencia, juntando a los caballeros les dijo:
—No sería malo que, antes de los toros , entráramos en la plaza a jugar unas cañas, y que lleváramos todos adargas y divisas, significando cada uno el estado en que tiene su amor o pretensión.
Como don Rodrigo le tenía por mentecato, le respondió:
—¿Pues sabes tú qué es pretensión y amor?
Respondióle:
—¡Bravo tonto sóis! ¿No véis que las muchachas de Alberto me quieren mucho porque las llevo golosinas?
Celebraron el simple galanteo, y como algunos galanteaban las damas de Lisena, les pareció a propósito el seguir su parecer. Don Rodrigo galanteaba a la Camarera, y llegando todos a casa de un pintor, llevando tafetanes a propósito, le mandó don Rodrigo retratasen el suyo: un caballero de rodillas con una cadena a la garganta, y una dama en pie con el cabo de la cadena en la mano. Y decía así la letra:
Aunque me véis en cadena, es tan dulce mi prisión que aspiro a la posesión de jüez que me condena.
Don Sancho servía a la Secretaria, y para darlo a entender mandó que le pintaran un caballero con un candado en la boca, y decía así el mote:
Es tan secreto mi amor
que el dueño de mi cuidado
puso en mi boca el candado
por que no diga el favor.
Don Alejandro servía a doña Inés de Palma, y para significar el nombre en los jazmines y el apellido en la palma, mandó que le pintaran una, cercada de muchas varas cubiertas de la misma flor; y al pie un caballero caído en tierra, con el pecho atravesado de una flecha y el dios del Amor apuntándole con el arco a dispararle otra; y decía la letra:
Los jazmines de esta palma
me tienen tan malherido,
no las flechas de Cupido.
Enrico mandó pintar en el suyo un globo a modo de cielo, y en medio una cara de un serafín, con la luna y el sol a los lados; y en lo bajo un pedazo de selva, con algunas matas y florecillas, y en una de ellas un pajarillo y el cuello alto, como dando a entender quería volar; y la letra decía:
Aunque me véis en el suelo,
he de volar hasta el cielo.
Acabadas las pinturas, contó el Aln—iirante a Lisena lo que pasaba, diciéndole que el rústico había dado el asunto. Y contenta de verle tan declarado, le dijo:
—En acabando las fiestas haréis que suban todos a la sala, y recen. Y veré los motes, para que me sirvan un rato de entretenimiento.
Y llegado el día de las fiestas, mostró el valiente Rey su bizarría, condenando a la muerte los brutos que le hicieron cara para embestirle, con tanto aplauso de todos los isleños que, a estar las damas en sospecha, conocieran en el rostro de Lisena el gozo interior que le bañaba el pecho.
Acabadas las fiestas, subieron todos arriba. Y sentándose el Almirante para juzgar los premios que ya tenía prevenidos, y traídas las pinturas para que Lisena las viera, después de haber visto la de don Rodrigo, mandó al juez le diese premio: diole una vuelta de cadena, diciéndole que, pues se hallaba tan bien con las prisiones, le había parecido a propósito doblarle las cadenas. Tomó el premio con mucho gusto de la contenida. Y vista la divisa de don Sancho, le dio una llave de plata asida a cordón, diciéndole estaba compadecido de verle mudo, y como amigo le daba llave para que pudiera publicar su dicha. Celebraban las damas con mucha risa los graciosos premios, y traída la pintura de don Alejandro, le dio una banda de gafas de oro guarnecida de las mismas puntas, diciéndole que se la daba en nombre de su pastora, para que el favor le alentase a convalecer.
Traída la pintura de Enrique, la miró Lisena con particular atención, pareciéndole que en el ciclo y serafín significaba su belleza, aunque dudosa de lo que contenía el pajarillo. Mandó que se le diese premio, y el Almirante, por hacer más ridícula la fiesta, había mandado prevenir una jaula adornada de colonias y tejones, y traída a su presencia, se la dio, diciéndole:
—Amador, como tienes ese pajarillo libre, me ha parecido darte esta jaula, para que le encierres por que no se vuele.
Tomóla con mucha gravedad, y respondió:
—En vuestra vida habéis andado más prudente que ahora, pues me tratáis como a loco en darme jaula: y os juro que os la he de pagar con un ducado.
Quedó Lisena tan picada con la encubierta merced, que propuso de buscar ocasión para decirle se declarase. Atajóle el intento el venir segundo correo con nuevas cartas, a tiempo que Enrico no estaba allí. Y leídas las cartas, le dijo el Almirante.
—Parece que vuestra Alteza ha recibido disgusto con lo que escribe el Rey mi señor…
Respondióle:
—No os espantéis de mi pesar, que envía mi padre a decir que la Reina, como se halla contenta, le ha pedido me vuelva a la Corte luego se disponga mi partida, porque me dice que ha de venir por mí dentro de seis días.
Con esta orden, mandó llamar hombres a propósito para disponer lo necesario. Fue a tiempo que entraba Enrico, y como los halló alborotados, preguntó a un paje la causa. Respondióle:
—Nos vamos a la Corte.
Quedó tan pálido el semblante con la mala nueva, que la enamorada dama conoció en lo mortal del rostro que su pena era pagada con igual correspondencia. Y para divertirlo y obligarle a que se declarase, le dijo:
—Amador, ya llegó el tiempo en que os he de premiar: en viniendo mi padre, le he de contar lo que ha pasado y le he de pedir que os haga médico de cámara.
Estimóle la merced, como dijo en público, y temeroso de que lo ejecutara, visto que les mandó a las damas se fuesen a prevenir lo que tenían que disponer, sacando el retrato del pecho se le dio, diciéndole:
—Perdone vuestra Alteza este atrevimiento, y mire si el original de esa copia puede servir la plaza de un doctor.
Y sin esperar a más, le volvió las espaldas, dejándola tan turbada con el repentino gusto que en mucho rato no volvió en sí. Mandó que le llamasen al Almirante, y habiendo venido a su presencia, le dijo:
—Yo siento el volver a los pesares pasados, y segura de vuestra lealtad, os encargo hagáis de vuestra parte con mi padre lo que fuere posible para que me de estado. Y quiero saber qué personas eran los pretendientes de mi casamiento.
Respondióle:
—Como su Majestad cerró la puerta, no se trató de pedir los retratos.
Lo que yo sé decir es que cualquiera de los tres es digno de merecer a vuestra Alteza, en particular el Rey de Navarra, pues le hacen fama del más poderoso y bizarro que tiene el mundo.
Diole el retrato, diciéndole:
—Pues mirad esta copia, a ver qué os parece.
Tomóla, y leído el rótulo, le respondió:
—Ya vuestra Alteza sabe que esto no me coje de susto: siempre tuve la sospecha de que era hombre de valor, aunque no presumí sería cosa tan alta.
Respondió Lisena:
—Os juro por quien soy que no ha media hora que yo lo sé; y pues me habéis criado, no excusaré el deciros lo que me pasa. Todas las melancolías que habéis visto que he padecido nacen de la confusión en que el Rey me ha tenido. Ya sabéis que le debo la vida, y cuando no le debiera más que haber estado tanto tiempo en esta Isla, sujeto a que le hayáis tratado como a hombre falto de juicio. No quiero negaros que me tiene obligada; está mortal con la pena de mi ausencia… Buscadle de mi parte, y dadle a entender que estimo su cuidado, y que, pues ya es preciso volver a su reino, que tendré gusto de que me asista hasta dejarme en palacio.
Con esto, le fue a buscar; y hallándole en la sala que daba vista a La Isla, de pechos en una ventana, tan absorto que parecía inmóvil, se llegó con el sombrero en la mano, diciéndole:
—¿Ahora que vuestra Majestad había de estar contento, se muestra tan triste?
Parecióle era gana de entretenerse con las simplezas pasadas, y le respondió:
—Váyase vuecelencia con Dios, que no es ahora tiempo de gracias, que ya pasó el rey de los gallos.
—No hablo yo en eso —dijo el Almirante—.Ya sé que hablo con el Rey de Navarra: su Alteza me ha enseñado el retrato, dándome cuenta de todo lo que pasa.
Echóle los brazos al cuello, diciéndole:
—¡Padre, este nombre merecéis! ¡Todo mi reino es poco para premiaros con la nueva que me dáis! ¿Es posible que mi señora Lisena estima mi fineza?
Respondióle:
—Estímala tanto que tiene gusto de que vuestra Majestad no se ausente hasta dejarla en su Corte.
Tardó Ludovico seis días en venir, y en este tiempo se reconoció Lisena tan obligada, que le dio a entender claramente no daría la mano a otro.
Luego que llegaron a la Corte, dejó a uno de sus grandes para que sirviera la plaza de embajador, con poder para que concediera todo lo que importase a los conciertos en la forma acostumbrada. No se descuidaron los demás pretendientes en enviar nuevos embajadores. Y llegados a la Corte, salió el navarro en público.
Dio Ludovico audiencia, y cada uno propuso, alegando de su parte los méritos de su dueño. Despidiólos con decir se fuesen a descansar, mientras se determinaba lo que había de responder. Con esto, se tomaron los retratos, y quedando a solas con el Almirante, le dijo:
—Yo quiero tanto a Lisena que sentiré errar esta elección.
Respondióle, como quien sabía lo que había de decirle:
—Si vuestra Majestad sigue mi parecer, lo mejor sería darle a entender a su Alteza que se trata de darle estado, y pedirle haga elección, pues eligiendo a su gusto no hay duda de que irá contenta.
Parecióle bien al Rey y aquella noche, entrando en su cuarto después de haberle dado a entender su determinanción, enseñándole las copias le dijo:
—El mayor gusto que me has de dar será el decirme cuál te parece a propósito. El casamiento es cosa que se acaba con la muerte, y sentiré que vivas disgustada.
Rehusólo, diciendo:
—Yo no tengo más voluntad que obedecer a vuestra Majestad.
Y visto que le porfiaba, tomó los retratos, y reconociendo el que tenía en el alma, se le volvió, diciendo: —Este es el mejor, a mi parecer.
Con esto, se efectuaron los conciertos, con los requisitos acostumbrados. Despachó el embajador por la posta, enviando a decir por su carta estaba señalada la ciudad de Estella, en el dicho reino de Navarra, para las entregas, diciendo el día efectivo que había de llegar a ella.
Desposóse el Rey con su hija en virtud de los poderes, y pidió a Clorinarda le permitiese el irla acompañando. Y llegado el día señalado de su partida, hubo a un tiempo fiestas y llantos. Acompañáronla doña Inés y la Camarera, y otros muchos caballeros.
Y sabido Enrique el señalado día, quiso aventajar sus finezas. Y acompañado de sus grandes llegó a la ciudad referida, y al verse los dos reyes, quedó Ludovico tan pagado de su bizarría que lo dio a entender diciéndole se tenía por dichoso de ver a su hija tan bien empleada.
Cuatro días estuvo de secreto, confiriendo algunas cosas importantes a la conservación de los reinos. Volvió a su Corte para hallarse a la prevenida entrada, y Ludovico, dando los brazos y la bendición a su hija, mandó al Almirante y a otros muchos caballeros la acompañasen hasta dejarla en su Corte.
Recibióla el amante esposo con tan majestuosa grandeza que los dejó admirados. Detuviéronse dos meses para gozar de las alegres y prevenidas fiestas. Y llegado el día de su partida, los honró a todos con magníficas mercedes. Y dándole al Almirante un decreto real, le dijo:
—Por este os hago merced de seis lugares en mi reino, con título de duque de Sangüesa.
Besóle la mano, diciéndole:
—Vuestra Majestad ha cumplido su palabra en darme el ducado de la jaula…
Detuviéronse a celebrar con alguna risa memorias pasadas. Y venidos a la corte de Escocia, refirieron a Ludovico la grandeza del recibimiento, cosa que le dejó contento.
Reinó Lisena largos años, colmando el Cielo su dicha con ilustres descendientes.

CONCLUSIÓN
Tan gustosos quedaron todos los circunstantes de haber oído lo bien dispuesto de la novela de doña Leonor que, engolosinados en lo dulce de su representación, aunque no les hubiera prometido el día antes referir la Fábula de Orfeo y Eurídice, le pidieran que volviera a repetir otra cualquiera cosa, porque le daban sus acciones tanta viveza que, aunque no fuera lo referido de suyo tan gustoso, por el modo con que lo adornaba su donaire se daba a desear . Con que conociendo doña Leonor el gusto de sus oyentes, por despenarlos les dijo:
—Aún no he acabado con la obligación de mi empeño, pues me queda por satisfacer con la Fábula que ayer prometí. Y así, por despenarme presto de este cuidado, aunque haya de ser penoso rato para los oídos de los circunstantes, digo así…
Dieron todos gustosos aplausos a su sazonado desembarazo, y pagaron con admiraciones de la atención los agrados que mostraba la noble señora en hacerles corto el tiempo, y así comenzó la Fábula en esta forma:
Ocioso el pensamiento
por dar treguas a un vano sufrimiento,
consulto con la pluma
si hay alegría alguna
que pueda del cuidado
Quietarme en un desvelo emperezado;
y ocurre a mi memoria
mal distinta la historia
de Eurídice y Orfeo,
adoptivos amantes del Peneo.
Canto por divertirme;
el que quiere, pues, podrá seguirme,
y si no le contento,
arrimarme a un ladito. Va de cuento:
Siendo Orfeo muchacho…
(¿Tengo juicio? Sin duda estoy borracho,
que no sé su linaje,
y es en un fabulista grave ultraje
dejar la parentela
sin referir del nieto hasta la abuela
del caso que se cuenta,
porque es hacerle afrenta;
mas ocurre un remedio
con que puedo estar libre por enmedio,
diciendo fue una puta,
mujer exenta, libre y disoluta
la madre del muchacho,
y con buen continente y libre empacho
defenderlo, que es eso
ponerle mil esmaltes al suceso.
Si alguno se picare,
haga la información que le cuadrare,
que yo excuso el sabello,
granjeo el ser leído o parecello,
que en casos semejantes
pasan por doctos otros ignorantes).
Ya tenemos a Orfeo
de hoz y coz en la fábula, y me veo
libre de ese embarazo,
y se me queda saboreando el brazo.
A Eurídice pasemos,
con que mi confusión aquí no es menos,
que no han de ser entrambos
echados a la piedra. Pues veamos
de Eurídice el linaje,
el consorcio, la unión, el maridaje
de sus progenitores:
otro ardid aquí ocurre, mis señores,
diciendo que fue hija del Peneo,
que a cada paso veo
achacar a los ríos
estos recientes partos o estos fríos,
y tenga esta belleza
en el agua estampada su flaqueza.
Ya, pues, mi Dios loado,
tiene la narración mejor estado;
no examinemos de ambos la crianza,
que es eso para mí pueblos en Francia.
Dejemos las mantillas ,
trompos, muñecas, argolla, almohadillas
y en edad más madura
vea Orfeo a su ninfa en la espesura
(censure el que quisiere,
que yo puedo ponerla do quisiere).
El mozuelo cantaba,
no como quiera, así se las pelaba.
Y viéndola sentada,
la mejilla en la mano reclinada,
sin templar, sin toser, sin tomar punto,
rompió la voz el aire todo junto,
con que se vió asaltada
la ninfa y alterada;
procura levantarse,
diligenció ausentarse,
mas puso tal cuidado
el garzón al tonillo comenzado,
que quedó suspendida,
y no bien levantada ni caída;
quedóse en el estado
que llaman los poltrones recostado,
y más atenta escucha
(no quedó pez ni trucha
que, olvidando la concha y sus escamas,
mal vestidos de lamas,
no ondeen codiciosos
y procuren curiosos
gozar la suavidad de la armonía).
Eurídice, suspensa, se dormía,
y Orfeo con secreto
pescómela el coleto,
echóla entrambas manos;
despierta dando gritos inhumanos;
lejos está la gente,
Orfeo es diligente;
después de otros fracasos
y tenerla en los brazos,
ella, nienos esquiva y reportada,
un sí es no es de enamorada,
en aquestos trabajos
permite que los bajos
examine la vista,
y comenzó de Orfeo la conquista.
Ya con paso contado
a pintar a la ninfa hemos llegado,
porque fuera mal trato
el no poner retrato
de estos finos amantes;
el de Eurídice antes,
que después al mozuelo enamorado
llegará la ocasión de su traslado.
Era el folio primero
un airoso vaquero,
sayuelo guarnecido
de oro entre sedas, bien entretejido,
y pollera de lama
más vistosa que pintan a la Fama;
sin guardainfante estaba,
que entonces no se usaba;
enaguas tres traía
de delgado cambray de cotonía
y ormesí otros dos pares,
con airones, con lazos y alamares,
estas a un lado, y el cambray tendido,
voy al último velo que perdido.
¡Jesús, y qué ignorancia
el pintar los paisajes no de Francia!
Aunque países bajos,
estos son arrendajos
de lo que otros refieren,
mi modestia disculpen si quisieren,
o si no a troche moche
haré el pintar la noche,
y la miel en los labios,
enmendaré, si quiero, estos resabios;
mas importa muy poco
que me tengan por loco,
profano e impúdico,
y no quiero poner el punto en pico;
entre puntas y encajes,
de enaguas los embajes
percibí noguerado,
pequeña proporción y bien formado,
un botón de mosqueta
que adornaba curiosa una roseta
blanca, que parecía,
que el pico del botón la desprendía.
Dos columnas de seda
guiaban de las basas la vereda,
mas yo, que lo acechaba,
no ví dónde paraba,
porque Orfeo en los brazos la asegura,
y entróse del jardín a la espesura.
Procuró resistirse;
no pudo desasirse,
y la mano de esposo
la ofrece, amante, tierno, amoroso.
Fue padrino el Peneo,
y consumó su matrimonio Orfeo,
quedando consumido
con los favores, el que antes tan rendido,
que en lances semejantes
o cuales son antes del antes,
los más enamorados,
y después del después empalagados,
salió haciendo floretas,
que en los que han conseguido ya son tretas.
La vista ella pasea
por él, que ya más tibio galantea;
mírale del copete,
sin dejar sin examen ni un juanete.
¿Ven cómo hemos llegado
a pintar al mozuelo enamorado?
Vaya, pues, de pintura
y comienzo (oye usté) desde la altura,
que me cuesta congojas
el tomar por las hojas
cuando copio un retrato,
y saldrá más barato
el tallar la cabeza,
que es el primor mejor de una belleza.
Boquirrubio, lampiño
era más el muchacho que un armiño,
y se le vió en lo tierno,
pues por sacalla a ella del infierno,
hizo aquella fineza,
forzada necedad de su cabeza.
El resto de su talle,
como quieran llamalle
(pecho, espalda, postura),
de buena compostura;
piernas muy bien formadas,
robustas por arriba y bien sacadas;
todo él muy bien tallado,
aunque el ser rubio me ha causado enfado.
De las manos asidos,
y en lazos amorosos bien unidos,
la selva paseaban,
y a las flores y las plantas ajaban :
un áspid escondido
a Eurídice mordió; dio un aullido,
Fue poniéndose yerta,
y a corto espacio la imagina muerta.
El garzón, alterado,
Se quedó boquiabierto, y tan turbado
Que no supo decir un «¡Dios te ayude!»,
Que se dice a cualquiera que estornude.
Muerta Eurídice estaba
y Orfeo de pesar se las pelaba,
y entre un suspiro tierno
Determina buscarla en el infierno.
Desciende por su esposa,
Templó su violín, notable cosa,
Pues cantando a compás dos seguidillas
Salen a escondidillas
Del calabozo averno
Desatado en demonios el infierno;
todas las rendijas
ocupaban notables sabandijas,
oyendo con cuidado
de la música el tono comenzado.
En pago del bureo
salió luego Asmodeo,
el diablo del amor, y muy galante
procura consolar al tierno amante;
y mandó a sus sayones
que examinen los lóbregos rincones
del retirado centro,
sin que dejen alcoba o aposento,
cueva, desván, tejado
que no quede mirado,
y venga a su presencia
Eurídice, que quiere dar licencia
a que Orfeo la saque
y la lleve sin más traque barraque;
esto mandó, y fue justo,
que hay demonios también de muy buen gusto;
no a lerdos le fiaron
la comisión, al punto la sacaron,
y le dicen: «Llevadla,
sin que volváis la espalda,
siempre ella ha de ir delante
y vos detrás, por guarda vigilante;
mas si vuelve los ojos a miraros,
no hay sí, desahuciaros,
que no tendrán lugar las chanzonetas,
sonetos, seguidillas ni cuartetas;
esta vez os perdona,
libre partid, cargad con la matrona.»
Y en un ruido eterno
se cerraron las puertas del infierno.
¿Quién, señores, me niega
que ellos jugasen la gallina ciega?
pues sin verse decían sus ternuras
e iban las almas hechas levaduras.
«Si me miras te matas
—la dice Orfeo—, amor, y me maltratas;
si me miras te ofendes.
¡Resístete, muchacha! ¿o no lo entiendes?»
Fuerza se hace la moza,
los ojos cierra en vista perezosa,
por verse entre vivientes,
aprieta bien los dientes
y no puede con ello:
Vuelve al soslayo el cuello,
echó al mozo los ojos,
y causándole enojos,
sin más mover la planta,
del suelo se levanta,
y en aquel mirar tierno
fue, sus pasos contados, al infierno.
Orfeo la miraba,
y al demonio la daba,
diciendo: «Irá contenta,
porque hizo su gusto muy exenta.
Pensó la disoluta
que era hijo de puta,
y que, muy fino amante,
volvería al instante
a suspender horrísonas cadenas
y a divertir las penas…
¡Pues muy mal lo ha pensado,
que hay otras muchas y es chico pecado!
Que a usté la lleve el diablo,
y a mí también, si verso, si vocablo
en buscarla gastare,
y si más por usted me apasionare:
No quiero ser marido,
estése vuesarced donde se ha ido.
Alabado el suceso, celebraron todos el donaire con que doña Leonor había contado, y doña Lucrecia les dixo:
—Todo él ha sido muy bueno, y lo que mejor me ha parecido pintura de Lisena.
Había don Antonio compuesto algunas letras celebrando la hermosura de doña Leonor, y respondió: —Yo tengo otra mejor, que cierto amigo consagró a una deidad a quien tiene rendida el alma. Pidiéronle la refiriese, y tomando el instrumento, cantó los siguientes versos:
Los donaires de Leonida
unos con otros compiten,
y apostando a ser mayores
aspiran a un imposible.
Nadie celebre sus gracias,
pues decirlas no es posible,
si no es que la admiración
callando las solemnice.
Envidias de su hermosura,
son veneración humilde
que le ofrece quien la envidia
diciendo no hay quien la imite.
Las aguas de Manzanares
sus cristales eternicen,
por que le sirvan de espejo
para que su rostro mire.
Y en ellas templen los rayos
de unos ojos que, invencibles,
triunfan siempre vencedores,
pues de lo que matan viven.
Contenta doña Juana de verle tan enamorado, por tener un rato de chanza, le dijo:
—Señor don Antonio, ¿qué nombre es Leonida?
Respondióle:
—Pregúnteselo vuesa merced a la dama toledana, pues su amiga doña Leonor le dio tantas penas.
Levantóse don Enrico, diciendo:
—El intento ya está conocido. Metámonos en baraja y vámonos a acostar, que es tarde. Pasado mañana se abren las audiencias, y jugaremos todos a carta vista.
Con esto, se retiraron a gozar el común descanso. Y el día siguiente se fueron los dos amigos a efectuar el casamiento de doña Lupercia , y don Vicente le respondió tratase el suyo con doña Gertrudis. Aceptó el servirle, advirtiéndoles no salieran aquella tarde de casa.
Y venido a casa de doña Lucrecia acompañado de un oficial suficiente para las cartas de dote y capitulaciones, después de haber ajustado la que tocaba a su sobrina, le propuso a doña Gertrudis el intento de don Vicente. No tenía padres; habíala criado una tía, que al presente vivía enferma y deseosa de verla en estado; le respondió a don Alonso:
—Cuando yo no tuviera tantas experiencias como tengo de dos años, a esta parte que ha que vivimos de puertas adentro bastaba que vuesa merced apoyara los merecimientos del señor don Vicente para tenerme por contenta de ver a mi sobrina tan bien empleada.
Estimóle el agasajo, ofreciéndosele para la carta de dote y lo restante que se le ofreciera. A lo cual dijo doña Lucrecia:
—En verdad que todas hemos de ocupar a vuesa merced, porque yo trato de casar a Antonio.
Diole el parabién, preguntándole quién era la desposada, y respondióle:
—Pregúnteselo vuesa merced a mi señora doña Juana, que es el dueño de todo. Cumplió don Alonso con la debida cortesía, celebrando la igualdad de las partes; y ajustadas las capitulaciones y cartas, mientras se corrieron las capitulaciones, enviaron los contentos desposados joyas y galas, en que mostraron el gusto de su buen empleo. Y por estar doña Lucrecia tan recién viuda, se determinó se hiciese el desposorio de todas una tarde, convidando a las personas de mayor obligación, en particular las que habían de apadrinar las velaciones .
Doña Lucrecia llamó a una señora llamada doña Teresa Fajardo, a quien se le daba señoría. Don Alonso, a un Regidor de la Villa; y don Vicente a un caballero del hábito de Alcántara deudo suyo. Y para cumplir a un tiempo con la viudez y el desposorio, la vistieron a doña Leonor una saya entera negra de felpa corta acuchillada, forrada en lama de plata blanca, poblado el campo, y manga de punta de asientos de oro, y abotonadura de diamantes: desmintió con la mucha gala las sombras de la tristeza.
Las amigas, a su imitación, aunque se vistieron ricos vestidos, fueron de color honesto; y aunque se tenía prevenida cena para los convidados, por venir doña Teresa acompañada de cuatro señoras tituladas, le pareció a don Antonio sería más a propósito una suntuosa colación, la cual se dio con majestuosa liberalidad a los convidados.
Y para celebración de las bodas, todos los circunstantes, dándose por obligados de agasajos tan cumplidos, tomaron por su cuenta el festejar aquella noche los desposorios, corriendo por cada uno el desempeño en que se hallaban obligadas sus cortesanías. Y así, encargaron a doña Lucrecia dispusiese el modo cómo, entrando todos los circunstantes a la parte en el festejo, pues todos se hallaban obligados, no se excusase ninguno en franquear sus gracias, sin que costasen ni recateos , ni ruegos de persuasiones: que son los que suelen deslucir lo más donairoso de las gracias personales. Doña Lucrecia respondió, con aquel su sazonado desembarazo:
—Pues vuesas mercedes fían a mi disposición el que de todas sus gracias haga una ensalada, digo que, siendo yo la primera que salga a la palestra, aunque desaliñados los donaires, daré principio a nuestra fiesta advirtiendo que, en concluyendo con lo que me toca, tengo de citar de remate a uno de los caballeros presentes; para que, saliendo por mi fiador, no quede el puesto con quiebra, sino que se asegure la finca de que se mejora de créditos la dita del festejo. Y en cumpliendo el caballero a quien yo citare de remate para que satisfaga por mí, quedará a su elección el elegir para su desempeño una de las damas presentes, a quien citará para crédito de su buena paga. Y la dama citará, en haciendo sus gracias, a otro caballero; y este, en cumpliendo con las suyas, a otra dama. Con que el puesto no se hallará jamás desocupado del festejo que pretendemos . Y cerraremos la puerta a que no haya unas excusas melindrosas, que suelen ser feos lunares en los divertimientos; y quieren pasarnos tal vez el melindre y la hazañería por encogimiento o por mesurado recato, siendo así que, reventando de buenas ganas, quieren que se las paguen a precio de ruegos. Con que, reduciéndolo a porfía, es un desabrimiento penoso para los circunstantes. Y aunque luego sea muy perfecto el donaire, como ha costado el porfiar, no sale tan bien parecido como cuando se franquea con apacible liberalidad. Y si tal vez no sale tan airosa la acción, la sazona tanto la voluntad y buena gana de quien la ejecuta, que la sube de quilates para la estimación y para el bien parecer. Con que desde luego quedamos todos los circunstantes obligados a sacar en público nuestras habilidades y donairosas gracias, sin que haya quien se pueda excusar, porque será hacer una ofensa a la persona que le citare de remate, y un agravio a todos los circunstantes que, habiendo intervenido en el pacto y concierto, haya quien falte a lo prometido.
Alabaron todos la buena y prudente disposición de doña Lucrecia. Y quedando debajo de una misma obligación todos para cuando fuesen citados, comenzó la señora doña Lucrecia, diciendo:
—Pues me toca el dar principio a este sarao, quiero referirles avuesas mercedes unos versos de buen gusto, que llegaron a mis manos habiéndose caído de las de una dama no tan recatada en sus acciones como debía su modestia a sus progenitores, valiéndose del ser de preclaro nacimiento para poner en más costa los intereses de su desenvoltura. Quién fuese el galán que se los envió, no lo sé; lo que no ignoro es que, por los versos, se conoce no era lerdo, y que, sin ser sátira, pudo con su pluma quitar muchos hilvanes de vana a la señora, que por mostrarse interesada dio permiso a que no se le guardasen todos los decoros debidos a sus prendas (que yo la conozco y tiene en todas calidades las que bastan para ser dignas de estimación). Los versos son los que vuesas mercedes oirán:
Qué gloriosamente ufana
qué indignamente feroz,
Amarilis, te querellas
o te haces acreedor!
Pues atento a mi cuidado
a disculpas del deudor,
como quien, siendo tu gasto,
aún no ha cobrado un favor.
A tus querellas, amores
respondo: soy fiador
de tus cuartos. ¡Oh!, ¿por qué
es contra mí el antuvión ?
Si de olvidos poco atentos
tomas la resolución,
cura, señora, la herida
a costa del que la dio.
Esos ceños, Amarilis,
conmigo, ¿para qué son?
Si una es la naturaleza,
la unidad me distinguió.
Si contra los hombres todos
tomas la resolución
y no crees los nacidos,
búscalos en embrión.
¿De qué agraz has aprendido
el acedillo tesón,
esa contumacia, niña,
o ese desdén fanfarrón?
¿Por qué contra mi dinero
he de satisfacer yo
los despiques del alano
o del perro el mordiscón?
Si es rabia, Amarilis bella,
o si el mastín te mordió,
pan bendito te remedie,
ya no soy saludador.
Si pidieres sacramentos,
basta el de la Extremaunción:
cuidadoso buscaré
remedio a todo dolor.
Mas de una rabia curar
con unturas del doblón,
es milagro que lo alcanza,
muchacha, tu inclinación.
Los hombres siempre fingimos,
las mujeres, eso no;
y por eso adelantada
quieres la paga al favor.
Ya sabes que en niñerías
es un rapazuelo amor,
pues tengamos, y tengamos
dineros y ejecución.
¿Qué mercancía encareces?
¿Sabes que en cada cantón
de esas calles hay su tienda,
y en cada tienda un millón?
Lo principal exageras,
¿acaso cásome yo?
Y si eres tan principal,
no vendas el pundonor.
Véndete al precio común,
o pediré a un regidor,
que pues eres toda sangre,
te dé a precio de morcón.
O si no, ¿qué diferencia
para aquello de la unión
hallas en noble o vulgar,
en lo pícaro o señor?
Para el deleite quisiera
(esto para entre los dos)
verte de muy mala sangre
sujeta a la Inquisición.
Con eso se abaratara
del gasto tanta pensión,
y del gusto se aumentara
a las tres partes las dos.
La ejecutoria podrás
(pues haces de ella blasón),
mientras conmigo estuvieres,
prestarla a una información.
Si te busco es porque entiendo
que perdiste el pundonor
desde el punto que perdiste
de virgen la palma y flor.
Esto, honrado, ¿en qué consiste?
¿Exterior demostración
alegas? Física te quiero,
ente real, no de razón.
¿Una quimera propones?
¿Sólo una imaginación?
¿Una apariencia soñada?
¿Una nada, una ilusión?
Para mi gusto es muy bueno
eso, que no se tocó
lo honradazo, quien lo abraza,
lo noble, quien lo palpó.
Actos positivos sólo
para los hábitos son,
para ser del tribunal,
o de un colegio mayor.
Los actos que yo pretendo
(si bien positivos son),
son de sangre menos grana,
sangre de generación.
Si con estas circunstancias
me quiés, a lo picarón,
verás que ratos tenemos,
dueño de mi corazón.
Yo de balde no te quiero,
de lance sí y ocasión,
el dinerillo socorra
medio siendo a la afición.
En esotros devaneos
no se gasta mi vellón ,
más que de la piedra fueras
legítima sucesión.
Con esto, Amarilis mía,
sabes mi resolución,
sepa la tuya este amante,
si consumamos o no
Con grande aplauso celebraron los circunstantes los versos referidos de doña Lucrecia, porque además de tener ellos en sí la sazón de estar hechos al uso, los repitió tan donairosamente que no les pudo dar el poeta tanta alma como tuvieron en su boca. Citó de remate, para que ocupase el puesto prosiguiendo su entretenimiento, a don Antonio, que, dispuesto a la ejecución de lo que se le mandaba, hubiera comenzado el desempeño de lo que se le encargaba a no haber interrumpido doña Leonor la acción, queriendo volver por el crédito de las damas, a quien parece dejaba amancillado el romance referido. Y así, dijo:
—Por cierto que en mujeres principales que no atienden a lo mucho que se deben a sí mismas y atropellan por las obligaciones de su nacimiento, poniendo la mira en otros dictámenes o caprichos que salgan de los motivos que gobierna la voluntad, bien merecido es el castigo de atrevérseles a perder el decoro a su pundonor; ellas dan licencia, con la poca estimación que hacen de sí propias, para que se les atrevan con desmesura los mismos que la respetaban con cariño.
A que respondió doña Lucrecia:
—¡Ay amiga mía, y cómo no conoces que ese es achaque de que adolece la mayor parte de la Corte! Porque, ¿cómo pudieran muchas de esas damas, si no se aprovecharan de esos caprichos, bizarrear con tanta diferencia de galas como cada día inventa la ociosidad en la Corte?
Don Antonio, que estaba en pie, para proseguir con las obligaciones del sarao, les dijo:
—En controversia de cuestión que es tan indiferente como las que vuesas mercedes han levantado , bueno será entre a hacer las paces el arpa, porque si se ha de seguir la cuestión, hay tantos argumentos de una y otra parte que no nos quedaría noche para festejar los desposorios si se hubiera de atender a dar satisfacción. Y para que vuesas mercedes vean que todo consiste en opiniones en esta vida, les quiero cantar unas coplas más frescas que las que hizo aquel poeta grande a quien obligó Juanilla con su salida al prado, que a ese tiempo debió de desobligar estotro para que fuese de diferente opinión.
Tocó el arpa, y en el mismo tono que se cantaban por las calles de Madrid generalmente alabanzas de las perfecciones de Juanilla habiendo salido al prado, dijo así:
Que salga al prado Juanilla,
nada al prado se le dé:
¿cuándo un papel de color
hizo chillar al clavel?
Si corrieren los arroyos
(aunque tengan que lamer),
será porque Juana en ellos
no quiera lavarse el pie.
Que esto de enturbiar cristales
no es dificultoso, que
los empañará a cualquiera,
mientras mas sucia, más bien.
Corran las fuentes, si pueden,
que a todos hacen merced:
no por temor de Juanilla
han de atormentar la sed.
A sus líquidos cristales
dijo les dá en qué entender
su blancura; ¡qué blancura,
que es solimán, si no es miel!
La nieve se huyó a los montes,
porque es cándida, y tal vez
temió ver en desacatos
jugar Juanilla del pie.
¿Quién examinó la edad
a los jazmines? ¿Y quién
dirá que son muy rapaces
jugando arrima pared?
Juanilla, ¿qué, no se arrima?
Yo sé de ella, por mi fe,
que cada instante se arrima
y que juega al esconder.
De que gaste rabia el sol
no sé qué llegue a entender,
y que se está allá en el cielo,
o se eche a rodar por él.
Juanilla se eche a rodar,
que eso suele apetecer,
y gasta rabias Juanilla
si quieren tenerla en pie.
Este romance le canta
a Juana, ofendido, quien
vio ultrajes del prado ameno
por una fácil mujer.
Señor poeta, en su vida
quiera, por su parecer,
hacer ofensa a las flores,
a las fuentes y al clavel.
No me sea mentiroso,
ni alas a Juanilla dé,
que para ofender Juanilla
tiene lo que ha menester.
Con grande aplauso se celebraron las coplas que cantó don Antonio, que, aunque no fueron muchas, por lo bien dispuestas, por la suavidad de su voz y destreza en el arpa, suspendieron tanto como admiraron a los circunstantes. Pues, valiéndose de la obligación del festejo sin faltar al corriente entretenimiento, metió el montante con sus coplas para apaciguar la trabada cuestión que habían levantado las encontradas opiniones de doña Lucrecia y doña Leonor, con que quedó apaciguada la disputa, dejando a cada una en su albedrío para que siguiese su parecer.
Y prosiguiendo las obligaciones del comenzado festín, citó don Antonio con una gran cortesía a la señora doña Gertrudis, para que, siendo el Iris de paz, acabase de serenar las paces. Y doña Gertrudis, obedeciendo con prontitud las leyes del festejo comenzado, propuso referirles unas octavas elegantes, hechas por uno de los mayores ingenios de España, aunque no conocido por poeta por la modestia de su profesión; las cuales octavas tienen por asunto describir el año en sus cuatro tiempos. Y con bizarro donaire, comenzó diciendo:
A LA PRIMAVERA
En la parte del año más piadosa,
Cuando el Toro en abril las cumbres pisa
y da, para vestir la selva umbrosa,
al prado flores y a las fuentes risa;
Cuando del monte la estación frondosa
sin fábricas de yelos se divisa
y puesta en libertad, la errante nieve
sediento el prado en arroyuelos bebe.
Cuando por ver el rostro a la mañana
de sus cabañas salen los pastores
y entre celajes de cristal y grana
Céfiro asiste al parto de las flores,
la verde selva, que, desnuda y cana,
resistió del invierno los rigores,
vuelve a mirar compuesta, en la corriente,
los nuevos rizos de la anciana frente.
Del monte al valle los arroyos corren,
que el blando aliento del abril desata
sin miedo ya, que las crecientes borren
las blancas huellas de sus pies de plata;
y los vestidos árboles socorren
la yerba que en los campos se dilata
con nuevas sombras cuando empieza el Toro
a dar bramidos por los campos de oro.
Las dulces aves, con alegre canto,
celebran las exequias de los meses
entre cuyo rigor callaron tanto,
que sus furias vencieron y reveses.
Vístense, desnudando el verde manto,
de la color del sol las rubias mieses,
y al cielo muestran, sin lisonja alguna,
que son agradecidas en la cuna.
Los ríos, que del yelo en las prisiones
ni murmurar pudieron, ni quejarse,
con prisa, ya cristales, ya vellones,
pretenden a sí mismos alcanzarse;
no suele tan veloz en las regiones
tártaras la saeta acelerarse,
como camina rota la cadena
el agua libre sobre blanca Parena.
Vió Guadarrama un tiempo coronada
de yelo y nieve su cabeza verde,
y con ramos y flores mejorada
ve la corona que lucido pierde:
y en la vestida cumbre sosegada,
antes que alegre el claro sol recuerde,
oye, con dulces voces y suaves,
callar los vientos y cantar las aves.
AL ESTÍO
En la parte del año más ardiente,
cuando el rigor del abrasado estío
hace callar la más sonora fuente
y enfrena el curso al más soberbio río;
cuando el ganado busca, diligente,
del árbol el reparo más sombrío
y están sin el favor de las mañanas
las flores secas y las mieses canas;
cuando el sediento labrador, cansado,
envuelto en polvo, con mortal congoja,
le muestra apenas el inútil prado
rastro de fuente que a beber se arroja,
y sin alzar, corrido y porfiado,
la adusta cara con la fuerza roja,
en medio del cansancio y la porfía,
dobló la sed, creyendo que bebía.
Montes de mieses yacen erizadas
a donde junio coronó la tierra,
coronas son al fin todas prestadas,
que igual peligro la mayor encierra;
en las rústicas manos abrasadas
las hoces mueven importuna guerra
al campo, que, pagando sus tributos,
recibe injurias y retorna frutos.
Quiere el rocío reparar en vano
el último desmayo de la grama,
que fue en los dulces meses del verano,
de fieras y hombres apacible cama.
Y en la séptima casa soberano,
el celeste león furioso brama;
y ardiendo el campo en sus madejas rubias,
al Austro pide las primeras lluvias.
La tierra, que calló (sufrida y muda),
es toda bocas ya para quejarse
del sol, que si la viste y la desnuda,
del bien sí, no del mal quiere olvidarse;
la inculta selva, más agreste y ruda,
iguales al temor de desnudarse
las soledades siente de las flores
y ausencias de los dulces ruiseñores.
Nada recibe ser, nada florece,
siendo menor y más ardiente el día;
que como siempre en el incendio crece,
calienta más el sol que se desvía;
y el fatigado campo que padece,
en llamas arde, si en calor ardía:
que siempre son las gracias postrimeras,
coger los trigos y abrasar las eras.
AL OTOÑO
En la parte del año más fecunda,
cuando entra por las puertas del estío
lluvioso octubre, en el otoño funda
nueva esperanza al labrador tardío:
que, como rico en la cosecha abunda,
tardó en sembrar, y recelando el frío,
el campo le rogaba por setiembre,
con repetidas lluvias, que le siembre.
Formando nuevos surcos el arado,
penetra las espaldas de la tierra,
y el tardo buey con paso fatigado,
le mueve lenta aunque continua guerra.
Mayor descuido en el mayor cuidado
dejó en el campo que el tesoro encierra,
fiado al aire, al agua, al sol y al yelo:
que el hombre siembra lo que guarda el cielo.
Del monte deja el natural asiento
con las lluvias envuelta el agua clara,
que la velocidad del movimiento
a su pureza le salió tan cara;
y está el inútil campo tan sediento
que en lo turbio del agua no repara,
y aunque la bebe así, por tantas bocas,
al ansia misma le parecen pocas.
Bajaron animosas las corrientes
que prenden en sus márgenes y arenas
la libertad risueña de las fuentes,
con soles julio, enero con cadenas:
mayor caudal le dieron las crecientes,
mas todas son al fin aguas arenas;
y aunque tan breve inundación la baña,
de medias flores viste la campaña.
Corre con más aliento y diligencia,
templado el aire que en agosto ardía,
haciendo a sus ardores resistencia
la humedad de la sierra que le envía;
y en esta conocida diferencia
creció la noche y recogióse el día,
y aunque son todos pasos naturales,
siquiera fueran al partir iguales.
Dejando ya la sombra a las ovejas,
la yerba buscan que les dio el octubre,
y humilla sus vellones y madejas
la mansa lluvia que las moja y cubre;
de enero los temblores y las quejas
medroso el árbol en la tez descubre
sus ramas, viendo, sin poder vestillas,
con menos hojas, secas y amarillas.
AL INVIERNO
En la parte del año más helada,
cuando la sombra en el imperio excede
al claro sol y en nieblas sepultada
la menos luz al aire se concede,
hace tan corta el día su jornada
y tan presto la noche se sucede
que en la estación ya lóbrega y sombría
primero acaba que comienza el día.
El pastor, temeroso y encogido,
a estrecho albergue sus ovejas llama,
por que no las sepulte en el ejido
de helada nieve la reciente cama;
y el aire a voces, con igual ruïdo,
gime en las selvas y en los montes brama,
y son en ellos, cuando enero empieza,
cristal los pies y plata la cabeza.
Las aves no despiertan el aurora
como acostumbran, dulces y suaves,
que en tiempos tales, cuando el campo llora,
comer y no cantar quieren las aves;
y cuando la inclemencia vencedora
retira al puerto las soberbias naves,
resisten en los árboles más altos
del viento en paja y pluma los asaltos.
Cuanto se mira son montes de nieve,
que los traslada el viento por instantes,
como otras veces, con violencia mueve,
de Libia las arenas inconstantes;
ya el pasajero a caminar se atreve,
ya parecen los árboles gigantes:
no ve la industria de librarse modo,
si es todo nieves y peligros todo.
En techos de cristal viven los ríos
quejosos, aunque callan, del invierno,
moviendo por los cóncavos sombríos
el lento paso de su curso eterno;
la furia temen de los meses fríos,
mas con industria y natural gobierno
ahora callan, para dar con ella
al tribunal de mayo su querella.
Los tristes campos que vistieron flores,
y escarcha y nieve temerosos visten,
si de julio sufrieron los ardores,
al frío enero en vano se resiste;
si el aire, el sol, los yelos y calores
en deslucirlos sin piedad insisten,
padezca alegre quien lograr espera
venganzas de la fértil primavera.
El sol templa, ablándanse los yelos,
las flores vuelve el mismo que las lleva,
risueños muestran su piedad los cielos,
nace en octubre una esperanza nueva:
desátanse los muchos arroyuelos,
todo lo muda el tiempo y lo renueva,
y para sí, con su poder alcanza
que, siendo el mismo, es otra la mudanza.
Tan elegantemente repitió las octavas doña Gertrudis, que los aplausos que la dieron los circunstantes fueron diciendo que, aunque estuviera todos los cuatro tiempos del año representando las circunstancias de su variación, les pareciera breve espacio para su entretenimiento. A que respondió la entendida señora:
—Bien conozco que he sido larga, y si es motejarme de cansada, culpen vuesas mercedes al poeta, que si él hubiera gastado menos versos en la descripción de los cuatro tiempos, a mí me hubiera excusado la tarea de tomarlos en la memoria y a vuesas mercedes el cansado enfado con que les he sido molesta, cuando era mi intento el agasajarlos.
A lo cual respondieron todos dándole el vítor de cortesana y entendida, admirando la buena elección que había tenido en encomendar aquellos versos a la memoria, de que algunos de los circunstantes le pidieron traslado para eternizarlos en las suyas. Liberal, se le ofreció a todos, y principalmente a don Vicente, su amante, citándole para que ocupase el puesto del entretenimiento comenzado, el cual se dio por favorecido de que su dama fiase el desempeño de sus gracias en su persona. Y así dijo, dándose por entendido al favor:
—Siempre he oído decir que, estando dos instrumentos igualmente templados, en tocando el uno hace las mismas consonancias el otro. Siendo esto así, ¿cómo podrá mi espíritu diferenciarse de los alientos que le han dado los versos de mi señora doña Gertrudis?
Y así, tomando el arpa, cantó con gallarda destreza a la primavera, en un alegre tono, los versos siguientes:
«Yo, verde mayo, me acuerdo
Cuando fuistes bienvenido,
Y con auroras y flores
Tan galán como vos mismo.
«De vuestros yelos se queja
El campo inútil y frío:
No hagáis, mayo, novedades,
Y no tendréis enemigos.
«Yo ví cuando conocían
montes y campos floridos
en vuestros ardientes soles
la vecindad del estío.
«Y ahora, encogido y triste,
cuando os toca por oficio
vestir de flores las selvas,
vestís de nieve los riscos.
«Y vuestro rigor obliga
que busquen los pajarillos
más defensas para el aire,
más plumas para los nidos.
«¡Oh, qué burlados quedaron
los que buscan, ofendidos,
de las injurias del año
el reparo y el abrigo!
«Ni es razón que a los arroyos
humildes y fugitivos,
después de prisión tan larga,
les pongan segundos grillos.
«¡Oh, qué bien entre las aves
sonaron en los oídos
las canciones de las fuentes
y las voces de los ríos!
«Del más dulce ruiseñor,
Que alegre a buscaros vino,
Las más amorosas voces
Ya son apenas suspiros.
«Campos, arroyos y selvas,
Altos montes y sombríos,
Os desconocen presente,
y os buscan como perdido.
«¡Volved, mayo, a lo que fuiste
en vuestros verdes principios,
dejad a los meses locos
nieves, furias y peligros!»
Estos versos, sin cantarlos,
Lisardo a mayo le dijo,
mirando montes de plata,
de escarcha y nieve tejidos.
Sin dejar el arpa de las manos, antes mudando el pasacalle para nuevo tono, no dio don Vicente lugar a que aplaudiesen damas y galanes el desempeño con que airosamente los había festejado, diciendo:
—Ya propuse a vuesas mercedes lo de los instrumentos templados igualmente, conque es preciso que el espíritu de mi señora doña Gertrudis, por quien vivo, me haya comunicado los alientos para imitarla. Y así, quiero alargarme a cantar otra letra, aunque en diferente tono, al mismo asunto de las mudanzas de la primavera, pues el año pasado vino tan desconocida que sólo gozamos el nombre de sus meses, alargándose el invierno hasta el de junio.
Las mañanicas alegres,
Más dulces que las de abril,
Frescas sí, pero no frías,
En mayo las conocí.
Yo ví salir el aurora
Con blanco y rojo matiz
Cuando despierta las flores
el blando viento sutil.
Ya sale sin la corona
de la rosa y del jazmín,
para llorar en los campos
lo que solía reír.
Vidrio helado entre la nieve
es el clavel carmesí,
y las flores que, engañadas,
se atrevieron a salir.
Y cuando mayo se muestra
más florido y más gentil,
de seco, más no de helado,
suele a los campos mentir.
Los días, años y meses
tienen su mudanza al fin,
y el que está desnudo y triste,
vestido y galán le ví.
Si mayo sale furioso,
yo manso le conocí;
pero es poderoso y sabe
que todos le han de sufrir.
Estos versos a Lisardo
cantar a mayo le oí,
y a un pastor que le escuchaba,
riendo, volvió a decir:
«¿Qué harán las mayas, Gil,
si los mayos se mudan así?
«¿Qué diferencia y ventaja
harán a mayo en mudarse,
si ellas son mayas un mes
y todo el año mudables?
«Y siendo sus libertades
las que siempre conocí,
¿qué harán las mayas, Gil,
si los mayos se mudan así?»
Con gran gusto quedaron los oyentes, admirando la cuerda disposición de don Vicente, así en haber echado agua al fuego que había levantado la cuestión y controversia de las dos damas, como en haber dicho a la que festejaba su afecto cuán rendido estaba en su voluntad, pues no disponía en ninguna acción de seguirla, viviendo a imitación de sus alientos.
Acabados los aplausos que merecían sus prendas, tomó el arpa doña Juana, a quien don Vicente había citado con su súplica el tiempo que los circunstantes habían gastado en su alabanza. Y antes de cantar, la prudente señora previno a los oyentes, diciendo cuán enemigas eran las damas de encontrar para sus empleos con hombres jugadores, que de ordinario es meter en una casa continua guerra y pérdida de hacienda, honra y vida; y que así les quería cantar una sátira contra los tahúres, que, habiendo templado sonorosamente, cantó lo siguiente:
Para reñir los tahúres
A mi pluma he dado alas,
No se me encogen, pues todos
son amigos de barajas.
¡Que haya quien juegue a los naipes,
habiendo juego de damas!,
pues, ¿es mejor que con tantos
jugar un hombre con tantas?
Los que una vez han caído
en esta maldita plaga,
siempre veo que prosiguen,
Aunque tantas veces paran.
Sanguijuela es el garito,
de sangre amarilla y blanca,
y cuando el perder os pica,
los gariteros os rascan.
En casa del tablajero
unos pierden y otros ganan,
mas esto no importa un cuarto,
Que todo se queda en casa.
Las águilas más astutas
miran el sol cara a cara,
por si hay alguno que quiera
Jugárselo antes que salga.
Los inocentes marchitos
perdidos con flores varias,
quedándose sin un pelo
nos dicen que no son ranas.
En vuestras casas después
que os quedáis sin una blanca,
sabe lo que pasa el diablo,
Dios sabe lo que se pasa.
El perder vuestras haciendas
es la mayor ignorancia,
que a quien su caudal le juega,
su entendimiento le falta.
Gozosísimas dejó doña Juana con sus cantados versos a todas aquellas damas, porque cada una vivía recelosa de peligro semejante como encontrar en su empleo la desdicha de haber de sufrir la ruina que trae a una familia un hombre jugador; conque, después de haber agradecido las gracias que le dieron de su buen gusto, citó a don Enrique para que prosiguiese con su acostumbrado donaire los entretenimientos del festejo.
Tomó el arpa don Enrique y haciendo primero (como todos) la salva , previniendo a los circunstantes del asunto que había de referir, informó de esta suerte:
—He reparado, hermosísimas señoras y nobles caballeros, en que, siendo así que anda hoy tan valido en la Corte el sainete de las jácaras, no ha habido entre los circunstantes quien haya para su asunto tomádolas por desempeño: será por guardarse a sí mismos cada uno la decencia de la modestia y compostura natural, que parece se estraga con la desenvoltura de las consonancias que hace el tono de semejantes versos. Mas para que en este sarao no falte ni el plato de ese divertimiento, quiero cantar una que compuso un sazonado gusto de esta corte, que fue la que se sigue:
A Frazquilla la frutera
el Romillo de Pastrana
quiso pegarla con otra,
porque es su lengua navaja.
Dicen que habló, descompuesta,
de Juanilla una muchacha
que la sirve, y nunca huelga
más que el rato que trabaja.
El gaznate del Romillo
cualquier agravio se traga,
y aunque un bofetón le peguen,
es mozo que no repara.
Mas ¡Dios nos libre del hombre,
si de Juanilla le tratan!,
porque es su hacienda la moza,
aunque él la tiene gastada.
Púsose descolorido
(miren cuáles son sus mañas,
que hasta la color del rostro
llevaba el jaque robada);
llegóse bonito a ella,
y sacando la afilada,
de oreja a oreja le yende,
de parte a parte le rasga.
Dejóla chillando, y fuese,
quedándose la cuitada
con dos fuentes en los ojos
y con un tajo en la cara.
Llevósele las narices,
y es de su oficio probarla,
que perdiendo los cañones
no entrará más en la plaza.
Mientras con aguja e hilo
el cirujano llegaba
a detenella la sangre
que se iba a la deshilada,
al romo sus compañeras
le culpan la vil hazaña
de que navaja pusiera
en una cara tan rasa.
«Ya nada aprovecha —dijo
Benita la Galicianapara
conservar su rostro
ser la mujer descarada.
«Ya yo he pasado estos tragos,
y allá me hizo en la guanta
con una crisma mi hombre
decir que no era cristiana.
«El diablo debió de darle
comisiones tan bellacas,
pues sin hacer los informes
me dio la cruz colorada.
«Mas ya lo paga con otros
en el reino de las ansias,
donde el cabello les quitan
y hacen salirles las canas.
«Pero pues tienen los hombres
condiciones tan avaras
y lo han de dar en el rostro,
no hagan por nosotras nada.
«Ya nos estiman en poco,
ya la que de ellos se ampara,
aunque sea la más justa,
nunca quieren sustentarla.
«De tan malas compañías
otra cosa no se saca,
que a la marca que más quieren
le ponen luego la marca.
«Mas cuídese de esta niña,
porque está con la desgracia
el asiento recogido
y la sangre derramada.
«Cósanle el rostro a dos cabos,
que después más a la larga
hablaremos de esta historia
que dejamos apuntada.»
Con tan airoso desembarazo cantó don Enrique la jácara, que, a no conocer todos los circunstantes su modestia, compostura y asentado juicio, pudieran quedar con alguna sospecha de sus prendas (porque la representación de semejantes sainetes sólo parece que la entienden personas de menos obligaciones), antes le granjeó crédito de entendido y de que sabía dar a cada cosa su sentido. Diéronle las gracias con aplauso general y él, haciendo una gran cortesía, citó a una señora de las tituladas, que había sido madrina, diciendo que a todos comprehendía el concierto que habían tratado al principio de su festín, y que así, puesto que con su asistencia honraba los desposados, que con sus gracias solemnizase fiesta que era tan suya. A que ella respondió con sazonado donaire:
—Ya yo echaba menos el que vuesas mercedes (siquiera por la curiosidad) no habían valídose de los de afuera para su fiesta, pues sólo la han compuesto hasta ahora de los de dentro de casa. Mas a fe mía que tengo de hacer vengadas a estas damas, dándoles a vuesas mercedes un mal rato, que no durará poco, porque tengo de referir la Fábula del juicio de Paris, que por nuevamente escrita, ya que no por la representación, me persuado ha de merecer sus agrados. Ella es en esta forma:
Hécuba, reina de Troya,
de cuyos muros sagrados
lloró la infeliz ruina,
por una griega y un parto,
pronosticándole en sueños
el infelice presagio,
que han de abrasarle sus torres
un infante y un caballo,
en Ida, monte eminente
que de luz es coronado,
es de los vientos fatiga,
es de los cielos descanso,
a Paris mandó criar
donde vivía ignorado,
oculto ya en el Retiro
y ya en la Casa del Campo.
Alcalde y legislador,
los pastores veneraron
por garnacha su pellico ,
y por vara su cayado.
Él, con sus manos lavadas,
Si era en las disputas sabio,
para contárselo a todos
iba su fama volando
Una tarde, pues, que el sol,
hipócrita de sus rayos
los ocultaba modesto
y estaba al mundo abrasando,
Paris, entregado al ocio,
cerca de un chopo, descalzo,
que en el agua de un arroyo
los pies se estaba lavando,
líquida lira de plata,
músico cisne del prado,
dando el cristal en las piedras
eran las guijas los cantos,
sus ojos el sueño apenas
sepultaba en ocio blando,
que es la quietud una dicha
que se goza sin trabajo,
cuando de beldades tres
(Astros del cielo bizarros)
dulce rumor le recuerda
al intempestivo asalto,
tienta los ojos temiendo
que fuesen del sueño engaños,
y conoció la verdad,
luego que se vio tentado.
«¿Quién sóis?» —las dice— y al punto,
Juno, que estaba rabiando,
como si hablara por señas
tomó por todas la mano:
—Yo soy aquella deidad
de quien, rendido y postrado,
el dios que rige los cielos
es marido, más que hermano.
«Es verdad que algunas veces
lo he cogido en malos pasos,
mas no me espanto, que es mozo
y lo hacen los pocos años.
«Él, cuantas ve, tantas quiere,
pero de ellas no hace caso,
que en dando a una dama un perro,
la envía a espulgar un galgo.
«Mas ¡váyase donde quiera!,
que después, tarde o temprano,
se viene a casa a pagar
la pensión de los casados.
«Y vamos a lo que importa,
aunque no parece malo
el andarse por las ramas
quien va manzanas buscando:
«las tres que ves esta tarde
el irnos al río trazamos,
que estarse siempre en el cielo
eso es bueno para un santo;
para merendar, Mercurio
unos pasteles de a cuarto
de la Puerta del Sol trajo,
que se hacen allí extremados
(Mercurio, el dios muy amigo
de llevar siempre recados,
que es principal por su sangre
Y alcahuete por su amo).
«En pareciéndonos hora,
solas las tres, con los mantos
y sin coche (porque tengo
dos pavones enclavados),
disfrazaditas y haciendo
el ojuelo castellano,
al Manzanares del cielo
con lindo calor llegamos
cuando esta rubia manzana,
cuando este lucido astro,
bella exhalación dorada
llegó a mis faldas rodando.
«Que le de ‘A LA MÁS HERMOSA’
en unas letras de cambio
escrito venía, letras
que todas las aceptamos.
«Como ha de ser la más linda
dueño del pomo gallardo,
el ponerle buena cara
fue hacer el pleito más largo.
«Por la manzana muy mal
de palabra nos tratamos,
y ya en las manos las uñas
tuvimos para el rebato.
«Era el pleito por manzana,
y así no te cause espanto,
que siendo diosas las tres
cual fruteras nos tratamos.
«Pero sabiendo que tú
eres fiel del peso sacro
de Astrea y eres gentil,
que no es todo fiel cristiano,
a que lo juzgues venimos,
nuestro alcalde te nombramos,
pues el tener buen juïcio
ya se te ha puesto en los cascos.
«Reina soy de las riquezas,
y ya en mi favor aguardo
que te me vuelvas ligero
con el metal más pesado.
«Palas te dará sus ciencias,
mas si, en mi poder fiado,
te doblas a mis promesas,
yo haré que sepas doblado.
«El caudal es el dinero,
y así en el mundo reparo,
que al que no tiene caudal,
le tienen por mentecato.
«Siempre sabe más el rico,
y esto es fácil de probarlo,
porque el pobre, como ayuna,
nunca puede saber harto.
«Yo conozco muchos hombres
discretos y celebrados
que viven en un rincón
porque no tienen un cuarto.
«Venus, madre del amor,
divino rey venerado,
de quien es cetro una flecha,
de quien es corona un arco,
beldad te dará gallarda
cuyos ojos, cuyos rayos
incendios serán activos
del noble pueblo troyano.
«Mas si de juzgar te precias,
no estimes el agasajo,
que perderás tu juïcio
en estando enamorado.
«Dí, pues, cuál es más hermosa
tu conciencia descargando,
y declara en mi favor,
pues buen parecer te he dado.»
Calló Juno, y el mozuelo,
con ser un poco bellaco,
en tartamudas palabras
así les dijo, turbado:
—Hermosísimas deidades,
que os venís de vuestro grado
a que secretos divinos
penetre discurso humano,
ello es fuerza desnudarse;
id poco a poco dejando
al un lado los vestidos
y el decoro al otro lado.
«Pues son delgadas las ropas,
no es mucho que en este caso
os la quite la codicia,
si sabe romper un saco.
«De la belleza el tesoro
cabal he de registraros,
sin que un cuarto se me encubra,
sin que me falte un ochavo.
«Salgan en vistoso alarde
a ser vuestros miembros blancos
del cristal luciente envidia,
cándido desprecio al mármol.
«Corred la cortina y vean
mis ojos vuestros milagros,
sin que ni el último velo
pueda servir de embarazo.
«Con el debido respeto,
os condena el primer fallo
a que os quedéis en pelota,
por si faltas puedo hallaros.
«Mas ya obedecéis y yo,
de nuevos nortes guiado,
en mares de blanca leche
entrambas niñas embarco.
«Mas, Juno, ¿que pies son esos?
Sin duda alguna que cuando
a Io, en vaca volvistéis
os quedastéis con los callos.
«Larguillos son un poquillo,
y de que encubran me espanto
unos pies con tantas faltas,
siendo justos los zapatos.
«Pues, ¿las piernas? ¡quién tuviera
para ser más estimado
pensamientos tan sutiles,
conceptos tan delicados!
«Hacedles trampas a todos,
porque, al ver el desengaño,
será el echaros calcillas
modo de lisonjearos.
«Poco hermoso y mucho vello
está Palas enseñando,
tormenta corre lo lindo
en cuerpo que no está raso.
«Sólo tú, Venus divina,
eres de belleza el pasmo,
Y si con tus ojos flechas,
arroje el amor sus dardos.
«Si Palas te desafía,
no excuses salir al campo:
mejor vencerás armada,
pues ya desnuda has triunfado.
«Toma la joya, que no
la vendas, Venus, te encargo,
aunque en una cárcel veas
tal vez a Marte empeñado.»
Quedóse Venus con él,
el cohecho concertando,
y la hermosura de Elena
en parte le dio de pago.
Diósela Venus, y todos
nos dicen que la robaron:
sin duda, que el recibir
un juez es como hurtarlo.
¡Ay pobre Paris! ¿qué has hecho?
Mira, ¡oh, joven temerario!,
que tu sentencia, con toda
Troya en la ceniza ha dado.
Juno y Palas, ofendidos,
a los troyanos juraron
que han de hacerlos pepitoria
no, sino huevos asados.
No se puede encarecer con palabras ni ponderar con todos los encarecimientos los aplausos y alabanzas que dieron los circunstantes al donaire, representación y compuesto desembarazo con que la señora titulada refirió la Fábula que había prometido, y quisieran que hubiera durado todo el tiempo que faltaba de la noche: porque, según los tuvo entretenidos, ninguno otro sainete pudieran elegir de mejor gusto.
Agradeció con cortesías cariñosas la noble señora los aplausos, y citó con gran gala y despejo a don Antonio, pidiéndole cantase un tono que en otras ocasiones le había oído, De los celos de Anarda contra Nise, a quien parece miraba con agrado Belardo, su galán. Don Antonio, obedeciendo el mandato de la noble señora, tomó el arpa y dijo:
—No puedo hacer mayor lisonja a los circunstantes que prevenirlos tan buen postre como espero tendrán en oír cantar a la señora Madrina, que si en la representación es única, en el cantar es Fénix; que nadie hay que a los quiebros de su voz no quede encantado.
Y tocando el arpa, refirió don Antonio los versos que le había pedido, que son los siguientes:
Llegó a los ojos de Anarda
Belardo con buena fe,
y caricuerda la halló,
celos debe de tener.
De ella se queja el zagal,
y justa la queja es,
que sospechas sin razón
son desaires del querer.
Sin culpa le hace desvíos:
¿cómo no se ha de ofender?
¿que ella los dé tan de balde,
costándole tanto a él?
Porque han dicho que, agradable,
a Nise miró tal vez,
que aunque hay querer con agrados,
hay agrados sin querer.
Quisiera Anarda en Belardo
un despegado desdén
con Nise, y acreditarle,
aunque incurra en descortés.
No es la misma permisión
en el hombre y la mujer,
que en estos es grosería
lo que en ellas es desdén.
No hay quien se ponga en razones
con los celos, y ¡pardiez!
gente que razón no escucha,
y necia debe de ser.
Vedarle que a Nise vea,
si es cordura, no lo sé,
que una hermosura vedada
dicen apetito es.
Sujecciones hay civiles;
basta Belardo, a mi ver,
que esté tan sujeto a Anarda
para que la guarde fe.
Esto es amor, en quien quiere
con lisura y sin doblez,
y así, obediente a tus ojos,
otros jamás ha de ver.
Esta palabra me ha dado,
para que yo te la de,
afianzándote su amor
lo que ha jurado la fe.
En acabando don Antonio de cantar las referidas coplas, habiéndoselas aplaudido primero el buen gusto de la señora Madrina, traían consigo calificadas las alabanzas de los circunstantes, que, en repetidas exageraciones, dieron agradecimientos, así al buen gusto de la señora Madrina como a don Antonio, por el buen rato con que les había entretenido. Mas él, valiéndose de lo primero que había propuesto, puso el arpa en las manos de la señora Madrina titulada, ejecutándola para que cantase un Romance que en otras ocasiones le había oído, En el cual daba un galán cuenta a su dama de la enfermedad que padecía, que, añadiendo a lo sazonado de las coplas el donairoso sainete de cantarlas su señoría, sería para todos la diversión de mejor gusto. Y después de haber afinado el arpa, la señora Condesa cantó así:
De no ver los esplendores,
Leonor, de tu lucimiento,
estoy con un sentimiento
y muchísimos dolores.
Y si la fama inconstante
(aunque es parlera la fama),
calla que estoy en la cama,
dígaselo el consonante.
Dícenme que quien porfía
en atormentarme es,
Leonor mía, un mal francés
venido de Picardía.
Paciencia tendré, y constancia
en sufrir este castigo
con valor, aunque yo digo
que esos son pueblos de Francia.
Porque aunque la pena dura
me aflige con tal rigor,
no tengo, Leonor, dolor
que no venga a coyuntura.
No sé si crea al doctor,
mas si aquesta pena fiera
la causó la primavera,
vino con muy mala flor.
Aunque de otras ocasiones
recelan mis escarmientos,
Viéndole hacer sacramentos
que han de darme las unciones.
Advertido determina,
por que mi flaqueza apoden,
que a la zarza me acomoden
como estoy hecho una espina
Del más triste labrador
seguiré el afán severo,
pues desde hoy si no me muero,
viviré de mi sudor.
Yo, aunque puedan castigarme,
ser quisiera en este afán
un asentista galán
para poder levantarme.
Mas, pues me tienen a raya,
perdona, Leonor, y advierte
que, pues que no voy a verte,
importa que no me vaya.
En acabando de cantar la Condesa, todos los circunstantes quisieran, a valerles, excusarse de sacar en público sus gracias, porque en todo género las sujetaron y rindieron a las de la señora Condesa. Mas ella, con una modestia cortesana, les dijo:
—No será razón que festín tan autorizado tenga tan desabrido dejo; así por esto como por ser las noches tan largas, será razón que no levantemos de obra. Y puesto que el señor don Antonio, por hacerme lisonja, sin merecerlo mis gracias, me ha puesto dos veces en ocasión de quedar desairada, le cito para que nos cante las Coplas que hizo al retrato de su dama, que, aunque esté presente, ninguna de nosotras desprecia las alabanzas que aplauden sus perfecciones.
Mucho sintió don Antonio le obligase el precepto de la señora Condesa a que repitiese en público unos versos que había hecho al recato de su dama, que aún no había tenido ánimo para ponérselos en la mano, y que en ellos reconociese sus rendimientos. Mas, por no faltar a lo pactado en el primer concierto del sarao, y por obedecer cortés el mandato de la señora Condesa, tomó el arpa y cantó así:
El retrato del dueño
que él ama [y] quiere,
oye, Leonor, y mira
qué te parece.
Todo el sol ajustado
viene a su pelo,
aunque digan le traigo
por los cabellos.
Son en ella sus luces
rubias y negras,
novedad que ha salido
de su cabeza.
Si la nieve me falta
para el retrato,
en la frente me a guarda
con lindo espacio.
Al mirarla presumo
que está suspensa,
porque siempre arqueadas
tiene las cejas.
¡Cómo matan mirando
sus ojos lindos!,
me parecen milagros
y basiliscos.
Sus mejillas hermosas
de coloradas,
que las corren parece,
mas no se alcanzan.
Su nariz peregrina,
como no peca
en pequeña ni grande,
es muy perfecta.
Es un punto de nácar
su boca bella,
y le vienen los dientes
como de perlas.
En su aliento oloroso,
por breve herida
nunca el ámbar se muere
por más que expira.
Compitiendo en su cuello
el cristal blanco,
con la nieve vinieron
luego las manos.
Si es jazmín la blancura
del pie pequeño,
no lo juzga la vista,
que es chico pleito.
Lo que oculta el recato
no ha de pintarse,
que no quiero que en eso
se meta a nadie.
Ya mi amor, Leonor bella,
como es tan ciego,
por enviarte un retrato
envía un espejo.
A las primeras coplas que cantó don Antonio, muchos de los circunstantes oyeron las campanadas de la Corte que tocaban a maitines, a que no se dieron por entendidos, por gozar más espaciosamente el entretenimiento de su gustosa diversión. Y dándole (en acabando de cantar) las gracias al noble caballero, correspondió con corteses agradecimientos, estimando las lisonjas que hacían a sus prendas, las cuales reconocía por menos capaces de los aplausos que les daba. Y dándose por entendido a las señas de las campanas, dijo:
—Grande ofensa hiciéramos a los señores desposados si, por gozar de entretenimiento tan gustoso, les priváramos de más parte de la noche que la que se ha gastado en el entretenimiento de nuestro festín. Es cierto que no lo llevarán bien, aunque su cortesanía lo disimula, y así, habiendo de quedar por alguno, quiero hacerles esta lisonja como tan servidor suyo, y no el menos interesado, suplicando a todos se ponga fin a nuestra fiesta, dejándola como comenzada para el día de la tornaboda . Como lo hizo un poeta que, habiendo dado principio a la Fábula de Júpiter y Dánae, viendo que iba muy a la larga la historia, se contentó con escribir la mitad en un romance, prometiendo acabarla en otro cuando se ofreciese nueva ocasión: ese cantaré a vuesas mercedes para dar fin a nuestra fiesta, dejándome citado a mí mismo para el día de la tornaboda. Este es el romance:
Érase en tiempo que había
Reyes de medio mogate,
Y que en las barbas se daban
Todos con todas deidades.
Acrisio, un rey de así, así,
Si no un rey de medio talle,
majestad hoja de cinta
De algún imperio de naipes;
Este, pues, rey de a paleta
—y perdónenme lo cabe,
O a la vergüenza en la argolla
Pueden ponerme el lenguaje—
Una hija tuvo, y luego
Que la tuvo, toma y ¿qué hace?,
Va y viene, y en una torre
me la pone de pañales,
Que no de patas, que entonces
No había vulgaridades,
Por no haber salido aún la
Fábula de Apolo y Daphne.
Corrió al punto tempestad
De amas que la criasen;
Y aunque tempestad corrió,
En leche estaban sus mares.
De la academia de Tetis
médico era el vejamen,
Reprobando obras, que aunque
No entendidas, muy bien saben.
En fin, una ama a quien cupo
La suerte del encerrarse,
Se entró a servir de alimento
En la tal torre de Dánae.
Guardas la pusieron, y
Las pusieron guardianes,
Para que jurasen de argos
Con las dos o renegasen.
Acrisio supo —y el cómo
No me toca averiguarle—
Que un nieto suyo le había
De pegar con la del Martes;
Y así temiendo el buen rey
De su hija este desastre,
La metió monja en agraz ,
Debajo de siete llaves.
En este emparedamiento,
Llegó a quince navidades,
Y como llegó a sus quince
Con mis once de pintarles:
Era su pelo un mar rubio
Cuyas de oro olas brillantes,
Tal vez surcaba de boj
Un peine, a guisa de nave;
Su frente era perezosa,
Con tan bello y gentil arte,
Que en ella la flema pudo
Ser hermosa y no culpable;
Sus ojos eran tan negros
Que pudieran ser bozales,
A no asistirles dos niñas,
Ladinísimos diamantes;
Con cuya ceja la Francia
muy poco poblada yace,
Y en ella era pedir pueblos
El pedir que no matase;
Su nariz —el propio Apolo
Con bien de la tal me saque—,
Era ni grande, ni chica,
Era ni chica, ni grande;
Su garganta, por lo blanca,
Era de Borbón, y más que
Por prenderla una valona,
Es su Sidonia y su cárcel;
Lo demás que desde aquí
Resulta hasta dar con el talle,
Era de buen talle, cierto,
Era cierto de buen aire.
Lo que negaba a la vista,
El adorno era admirable,
Y sacólo de que no
Lo dejaba ver a nadie:
Las que comúnmente llaman
Piernas todos los vulgares,
Eran bien hechas, y hechas
Sin más obra que su carne;
El pie se estaba en sus cinco
Puntos, justos y cabales
—que estarse en sus trece fuera
muy desaforado estarse—;
La mano se me ha olvidado
De pintar —perdonárame
La ninfa, que aquesta vez
En blanco habrá de quedarse—.
Pues su discurso no se
Dormía en los ignorantes:
De las veras era el Lope,
De las burlas era el Cáncer.
Y de aquesta copia, nin—
Gún poeta se me ensanche,
Que alguno de los dos sólo
Entró por el asonante.
Lector mío, esta mi musa
Es mala hembra, es mudable,
Y por no entender con ninfas,
No he de acabar el romance.
Acabó de cantar don Antonio la media Fábula repetida, que celebraron con encarecimiento los circunstantes, y sintieran más el acabar tan presto con su fiesta a no quedar con las esperanzas de que habían de volverse a juntar el día de las velaciones. Y aunque antes del festejo referido les habían servido una suntuosa colación, dijo don Antonio con su acostumbrada bizarría:
—No será razón que salga ninguno de lo abrigado de salas tan apacibles sin que primero tome defensas para el sereno, que las noches de esta Pascua han sido rigurosas; y así, suplico a vuesas mercedes me den permiso para que les sirva con chocolate.
Aplaudieron todos su buen gusto, renovando en la opinión de todos lo merecedor que era del renombre de cortesano, con que el político caballero hizo señas a sus criados, los cuales entraron a breve espacio con fuentes de preciosos dulces de Portugal, compuestos de diferentes musarañas y juguetes de alcorza que se llevaban los ojos.
Fue tan espléndida la colación, que las fuentes de dulces secos ocuparon todos los pañuelos de damas y galanes que se hallaron presentes, y de las sobras quedaron satisfechos los criados, los cuales entraron a un mismo tiempo con tantas bandejas de jícaras de chocolate que, sin ser necesario andar en cortesías ni cumplimientos, a un mismo tiempo hubo para que todos le tomasen.
No hay palabras con que encarecer los aplausos y agradecimientos que todos dieron a su bizarría y liberalidad. A que él respondió, con sumisiones corteses, no le afrentasen notándole de corto, que bien conocía lo había andado como vizcaíno, a quien no se le había pegado nada de la Corte sino los gastos que traen consigo las pretensiones y la asistencia en ella por tantos días, donde se gasta las más veces la vida, la salud, los dineros y aun los vestidos. Que él, para darles buenas nuevas, les hacía sabedores de cómo volvería a su patria con un remiendo, de que habían salido sus informaciones aprobadas del Consejo, porque un paje del secretario le acababa de dar las nuevas; que le permitiesen, pues eran todos tan suyos, se atreviese su alegría en hacerlos a todos participantes de las albricias.
Diéronle la enhorabuena con grandes demostraciones de gusto los circunstantes, y entraron de nuevo los criados con fuentes en que venían ricos pares de medias de seda con ligas y guantes de ámbar bordados, mucha copia de bolsos de diferentes labores, así de ámbar bordados como de aguja y de red, muchas carteras y bigoteras de la misma materia; de suerte que alcanzó para todos el liberal agasajo.
Y después de haber repetido nuevos desempeños sus agradecimientos, dándose unos a otros gustosos abrazos de amistad, se despidieron las señoras madrinas tituladas, [y] tomaron sus coches. Los de dentro de casa se recogieron a sus cuartos, dejando sus esperanzas prevenidas para el día de las velaciones, en que se prometían nuevos festejos; y tan plausibles, que espero en Dios nos han de dar motivo para hacer la segunda parte de este libro.
LAUS DEO

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La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados