Pueblos de España: En la montaña

 

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Montefrio, Granada, España.

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Masca, Tenerife, Canarias, España.

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Ronda, Malaga, España.

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Setenil de las bodegas, Cadiz, España.

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Siurana.Tarragona, Catalunya, España.

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Peñiscola, Valencia, España.

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Morella, Castellon, España, y las que siguen:

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Albarracin, Aragón, España.

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Frias, Burgos, España

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La Iruela, Jaen, España.

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Maderuelo Segovia, España.

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Alcala del Jucar, Albacete. España.

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Arcos de la Frontera. Cadiz, España.

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Castefollit de la roca, Catalunya, España.

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Agira, Sicilia, Italia

Cuento: amigas de pensionado

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Amigas de pensionado

Villiers de L’Isle Adam


A Octave Maus

Nada sirve de nada. Y, ante todo, no hay nada.
Sin embargo, todo llega, pero esto es indiferente.

-Théophile Gautier

Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.

Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.

De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.

Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.

Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido.

¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron… hasta las doce y media del día siguiente.

Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero.

En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía.

La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”.

Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado.

Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana- Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza.

La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras.

La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.

Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias.

Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.

Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva.

-Pero, ¿qué te pasa, Félicienne?

-¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.

Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?

Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores.

-En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también?

-¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.

-¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿Que yo te he robado… y que éste es el motivo…?

-¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.

-¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total!

-¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito!

-¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡O estás loca o eres mala!

-Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí?

-¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender!

-¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre.

-¡Pero…! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que… ¡me ha pagado!

Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido.

-¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida?

-¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala… bestia! ¡Y besa a tu Georgette!

Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.

Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella.

Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.

Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:

-¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?

Cuento para la noche de reyes

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Cuento para la noche de Reyes Cuento.

Jean Lorrain


Cuando la reina Imogine supo que la princesa Neigefleur no estaba muerta, que el lazo de seda que ella misma le había anudado alrededor del cuello no la había estrangulado sino a medias y que los gnomos del bosque habían recogido aquel dulce cuerpo letárgico en un ataúd de cristal y, lo que es peor, que lo guardaban invisible en una gruta mágica, entró en estado de cólera: se irguió tensa en la silla de cedro en la que soñaba, sentada en la habitación más alta de la torre, desgarró en toda su longitud la pesada dalmática de brocado amarillo enriquecido con lirios y follajes de perlas, rompió contra el suelo el espejo de acero que acababa de comunicarle la odiosa noticia y, agarrando de mala manera por una pata trasera al sapo encantado que le servía para sus maleficios, lo lanzó con toda su fuerza al fuego de la chimenea donde hizo frisst, grisst, prisst y se evaporó como una hoja seca.Tras lo cual, algo calmada, abrió las hojas del alto ventanal cuyos enrejados de plomo contenían enanos tocando la trompa, y se asomó para ver la campiña. Estaba completamente cubierta de nieve y, en el aire frío de la noche, los lentos copos diseminados como guata, cubrían todo el horizonte con un extraño armiño cuyas manchas invertidas habrían sido blancas sobre un fondo negro. Un gran resplandor rojizo coloreaba la nieve al pie de la torre; la reina sabía que era el fuego de las cocinas, de las cocinas regias donde los cocineros preparaban el festín para la noche, pues todo transcurría el domingo mismo de la Epifanía y había una gran fiesta en el castillo; y la malvada reina Imogine no pudo reprimir una sonrisa en la negrura de su alma, pues sabía que, en esos momentos, se estaba asando para la mesa del rey un maravilloso pavo en el que ella había reemplazado traidoramente el hígado por un revoltillo de huevos de lagarto y de beleño, horrible fármaco que debía acabar de enajenar la mente del viejo monarca y alejar para siempre de aquella flaqueante memoria el dulce recuerdo de la princesa Neigefleur.

Aquella delicada y melosa pequeña máscara de Neigefleur, ¿por qué se atrevía con sus grandes ojos azules de porcelana y su insípida cara de muñeca a sobrepasarla en belleza, a ella, a la maravillosa Imogine de las islas de Oro? Había tenido que venir a aquel maldito y pequeño reino de Aquitania para escuchar decirle a voz en grito, y a cada hora del día, al viento en los setos, a las rosas en los arriates y hasta a su espejo, un espejo auténtico animado por las hadas: «¡Tu belleza es divina y encanta a los pájaros y a los hombres, gran reina Imogine, pero la princesa Neigefleur es más bella que tú!» ¡La muy pestilente!

A partir de entonces ya no tuvo tregua ni descanso; no había habido ruindades de las que, como verdadera madrastra, no hubiera acusado a la pequeña princesa para perderla a los ojos del rey. Pero el viejo imbécil, cegado de ternura, sólo la escuchaba a medias, por muy enamorado que estuviera de pasión sensual por la belleza de la reina maga. Ni siquiera los venenos tenían poder sobre el frágil cuerpecillo de la niña: su inocencia o las hadas la protegían. Aún recordaba con rabia el día en que, no pudiendo más, había mandado a sus doncellas desvestir a la asustada princesa y azotar sus temblorosos hombros hasta hacerla sangrar; quería ver por fin herida y dañada por los azotes aquella deslumbrante desnudez, pero los azotes, en manos de las arpías, se habían convertido en plumas de pavo real que no habían hecho sino rozar y acariciar la piel de la virgen estremecida.

Fue entonces cuando, exasperada de despecho, había decidido su muerte. La había estrangulado con sus manos regias y ordenado que la transportaran durante la noche al confín del parque, dispuesta a acusar del asesinato a cualquier grupo de gitanos. Pero, ¡oh, felicidad inesperada! Ni siquiera había tenido que contarle esta mentira al rey, porque los lobos se habían encargado del asunto; la princesa Neigefleur había desaparecido y la orgullosa madrastra triunfaba, cuando he aquí que su espejo mágico la contrariaba al ser interrogado. Es verdad que se había vengado de él rompiéndolo en aquel mismo instante, pero le habían ganado la batalla puesto que su rival vivía dormida bajo la protección tutelar de los enanos.

Y, muy perpleja, iba a sacar del fondo de un armario una cabeza disecada de un ahorcado que consultaba en ocasiones especiales y, tras haberla depositado sobre un gran libro abierto en medio de un pupitre, encendía tres velas de cera verde y se sumía en siniestros pensamientos.

Ahora iba caminando muy lejos, muy lejos, muy lejos del palacio adormecido, en el gran silencio del bosque helado, por el bosque semejante a una inmensa madrépora; había echado por encima de su traje de seda blanca una capa de lana oscura que le hacía parecerse a un viejo brujo y con su orgulloso perfil oculto bajo la oscura capucha, se apresuraba entre los pies de los enormes robles cuyos troncos, blancos de nieve, parecían a su vez grandes penitentes. Había algunos que, con sus grandes ramas dirigidas hacia lo alto en la oscuridad, parecían maldecirla con toda la fuerza de sus largos brazos descarnados; otros, aplastados en extrañas actitudes, parecían arrodillados a orillas del camino; habríase dicho que se trataba de monjes orando bajo cogullas de escarcha, y todos desfilaban extrañamente, con las manos juntas y tensas por encima de la nieve, donde los pasos amortiguados no despertaban ningún ruido: el ambiente era casi agradable en el bosque porque la helada lo había aletargado, y la reina, concentrada en su proyecto, precipitaba su carrera silenciosa, con los laterales de su capa herméticamente recogidos sobre no se sabe qué objeto, que se removía y lloraba levemente. Era un niño de seis meses que había robado al pasar en la habitación de una mujer del servicio y que llevaba esta apacible y dulce noche de invierno para degollarlo al sonar las doce de la noche, como está mandado, en un cruce de caminos. Los elfos, enemigos de los gnomos, acudirían todos a beberse la sangre tibia y ella los encantaría con su flauta de cristal, la flauta de tres agujeros que logra todos los mágicos encantamientos. Una vez encantados, los obedientes elfos la conducirían por entre el dédalo del aterido bosque hasta la gruta de los enanos. La entrada estaba abierta y visible durante toda esta bendita noche de la Epifanía, lo mismo que durante la noche de Navidad. Esas dos noches, todo encantamiento queda en suspenso por la todopoderosa gracia del Nuestro Señor; y toda caverna o escondite subterráneo de gnomos, guardianes de tesoros escondidos, se mantiene accesible al paso de los humanos. Entraría en el antro dispersando con su esmeralda el ejército azorado de los kobolds, se acercaría al ataúd de cristal, forzaría la cerradura, rompería las paredes si fuera necesario y heriría en el corazón a su rival dormida; esta vez no se le escaparía.

Y cuando se apresuraba, rumiando su venganza, bajo los finos corales blancos y las arborescencias del bosque helado, de repente, se escucharon salmos y voces, una vibración de cristal corrió a través de las ramas entumecidas, todo el bosque vibró como un arpa y la reina, inmovilizada de estupor, vio avanzar un singular cortejo: bajo aquel cielo nubloso de invierno, en el brillante decorado de un claro de nieve, pasaban dromedarios y caballos de raza finos, luego palanquines de seda abigarrada y brillante, estandartes coronados por la media luna, bolas de oro ensartadas en las largas hojas de las lanzas, literas y turbantes. Negritos completamente diabólicos con su blusa de seda verde pisaban asustados la nieve; aros decorados de pedrería sonaban en sus tobillos y, de no se por el esmalte resplandeciente de su sonrisa, se les habría tomado por pequeñas estatuas de mármol negro. Se apresuraban tras los pasos de majestuosos patriarcas cubiertos de suaves tejidos rayados en oro; la gravedad de su altivo perfil se prolongaba en la sedosa espuma de largas barbas blancas, e inmensas capas, del mismo blanco plateado que sus barbas, se abrían sobre pesadas túnicas de un azul de noche o de un rosa de aurora, completamente decoradas de pedrerías y arabescos de oro; y los palanquines en los que difusas mujeres veladas se entreveían como en un sueño, oscilaban a lomos de los dromedarios, y la luna que acababa de aparecer, espejeaba en el reverso de seda de los estandartes. Aromas penetrantes de cinamomo, de benjuí y de nardo se exhalaban en tenues remolinos azulados; copones, completamente esconzados de esmaltes brillaban entre las manos de un negro de ébano a guisa de pebeteros y, bajo la luna ascendente, surgían los salmos, menos cantados que susurrados en dulce lengua oriental, como enrollados en la gasa de los velos y la humareda de los incensarios.

La reina, oculta tras el tronco de un árbol, había reconocido a los Reyes Magos, el rey negro Gaspar, el joven jeque Melchor y el viejo Baltasar; iban, como hace dos mil años, a rendirle su homenaje al Divino Niño.

Ya habían pasado. Y, lívida bajo su capa de pastor, la reina recordaba demasiado tarde que la noche de la Epifanía, la presencia de los Magos camino de Belén rompe el poder de los maleficios y que ningún sortilegio es posible en el aire nocturno impregnado aún de la mirra de sus incensarios.

Por lo tanto había realizado su viaje en vano. Eran inútiles las leguas recorridas por el bosque fantasma y tenía que repetir su peligroso recorrido en medio del frío y de la nieve. Quiso dar un paso y volverse, pero el niño que llevaba oculto bajo la capa pesaba exageradamente en su brazo; había adquirido una pesadez de plomo y la mantenía clavada allí, inmóvil en la nieve; una nieve extrañamente amontonada a su alrededor y en la que sus pies entumecidos no podían moverse. Un horrible encantamiento la tenía prisionera en el bosque espectral: si no lograba romper el círculo, su muerte era segura. Pero, ¿quién acudiría a socorrerla? Todos los malos espíritus permanecen prudentemente agazapados en sus guaridas durante la luminosa noche de la Epifanía; sólo los buenos espíritus, amigos de los humildes y de los que sufren, se arriesgan a merodear por él; y a la insidiosa reina Imogine se le ocurrió la idea de llamar a los gnomos para que le ayudaran, los buenos y pequeños señores, completamente vestidos de verde y encapirotados de prímulas, que habían recogido a Neigefleur; y, sabiendo que éstos son unos enamorados de la música, tuvo fuerzas para sacar su flauta de cristal de debajo de su capa y llevársela a los labios.

Desfallecía bajo el peso del niño convertido en algo semejante a un bloque de hielo; sus pies crispados en la nieve se ponían morados, luego negros, pero sus labios violetas encontraban aún sonidos melancólicos y suaves, de una tristeza desgarradora y de una tierna voluptuosidad, dolorosos y cautivadores adioses de un alma en agonía; resignada, intentaba aún con una vaga esperanza, una llamada inútil.

Y, mientras que toda la mentira de su vida se enternecía en sus labios, sus ojos escudriñaban ávidamente el claroscuro del calvero, la sombra de los árboles, los surcos tortuosos de las raíces y hasta los tocones abandonados por los leñadores: equívocos perfiles vegetales en los que antes se manifiestan los gnomos.

De repente, la reina se estremeció. Desde todos los puntos del calvero, una multitud de ojos la miraban: era como un círculo de estrellas amarillas cerrado sobre sí misma. Había entre los árboles, en las raíces de los robles, a lo lejos, muy cerca, y cada par de ojos fulguraba fosforescente en la oscuridad. Eran los gnomos… ¡por fin! Y la reina ahogaba un grito de alegría que casi inmediatamente después se congelaba de terror: acababa de ver dos orejas puntiagudas por encima de cada par de ojos; por debajo de cada par de ojos un hocillo velludo y un sofaldo de bezo de dientes blancos. Su flauta mágica no había atraído sino a los lobos…

Al día siguiente encontraron su cuerpo despedazado por las fieras. Así murió durante una noche clara de invierno la malvada reina Imogine.

FIN

Maupasant – Cuento

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Una aventura parisiense  Cuento.

Guy de Maupassant


¿Existe en la mujer un sentimiento más agudo que la curiosidad? ¡Oh! ¡Saber, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por ello? Una mujer, cuando su curiosidad impaciente está despierta, cometerá todas las locuras, todas las imprudencias, tendrá todas las audacias, no retrocederá ante nada. Hablo de las mujeres realmente mujeres, dotadas de ese espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, razonable y frío, pero cuyos compartimentos secretos están los tres llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; otro de astucia coloreada de buena fe, de esa astucia de beato, sofisticada y temible; el último, por fin, de sinvergüencería encantadora, de trapacería exquisita, de deliciosa perfidia, de todas esas perversas cualidades que empujan al suicidio a los amantes imbécilmente crédulos, pero que arroban a los otros.

Aquella cuya aventura quiero contar era una provinciana, vulgarmente honesta hasta entonces. Su vida tranquila en apariencia, discurría en su hogar, entre un marido muy ocupado y dos hijos a los que criaba como mujer irreprochable. Pero su corazón se estremecía de curiosidad insatisfecha, de un prurito de lo desconocido. Pensaba en París sin cesar, y leía ávidamente los periódicos mundanos.  La descripción de las fiestas, de los vestidos, de los placeres, hacía hervir sus deseos; pero sobre todo la turbaban misteriosamente los ecos llenos de sobreentendidos, los velos levantados a medias en frases hábiles, y que dejan entrever horizontes de disfrutes culpables y asoladores.

Desde allá lejos veía París en una apoteosis de lujo magnífico y corrompido.

Y durante las largas noches de ensueño, acunada por los ronquidos regulares de su marido que dormía a su lado de espaldas, con un pañuelo en torno al cráneo, pensaba en los hombres conocidos cuyos nombres aparecen en la primera página de los periódicos como grandes estrellas en un cielo sombrío; y se figuraba su vida enloquecedora entre un continuo desenfreno, orgías antiguas tremendamente voluptuosas y refinamientos de sensualidad tan complicados que ni siquiera podía figurárselos.

Los bulevares le parecían una especie de abismo de las pasiones humanas; y todas sus casas encerraban con seguridad prodigiosos misterios de amor.

Se sentía envejecer mientras tanto. Envejecía sin haber conocido nada de la vida, salvo esas ocupaciones regulares, odiosamente monótonas y triviales, que constituyen, dicen, la felicidad del hogar. Era aún bonita, conservada en aquella existencia tranquila como una fruta de invierno en un armario cerrado; pero estaba roída, asolada, trastornada por ardores secretos. Se preguntaba si moriría sin haber conocido todas esas embriagueces pecaminosas, sin haberse arrojado una vez, una sola vez, por entero, a esa oleada de voluptuosidades parisienses.

Con larga perseverancia preparó un viaje a París, inventó un pretexto, se hizo invitar por unos parientes, y, como su marido no podía acompañarla, partió sola. En cuanto llegó, supo imaginar razones que le permitirían en caso necesario ausentarse dos días o mejor dos noches, sí era preciso, pues había encontrado, decía, unos amigos que vivían en la campiña suburbana.
Y buscó. Recorrió los bulevares sin ver nada, salvo el vicio errante y numerado. Sondeó con la vista los grandes cafés, leyó atentamente los anuncios por palabras de Le Figaro, que se le presentaba cada mañana como un toque de rebato, una llamada al amor.

Y nunca nada la ponía sobre la pista de aquellas grandes orgías de artistas y de actrices; nada le revelaba los templos de aquellos excesos, que se imaginaba cerrados por una palabra mágica como la cueva de Las mil y una noches y esas catacumbas de Roma donde se celebraban secretamente los misterios de una religión perseguida.

Sus parientes, pequeños burgueses, no podían presentarle a ninguno de esos hombres conocidos cuyos nombres zumbaban en su cabeza; y, desesperada, pensaba ya en volverse, cuando el azar vino en su ayuda.

Un día, bajando por la calle de la Chausée d’Antin, se detuvo a contemplar una tienda repleta de esos objetos japoneses tan coloreados que constituyen una especie de gozo para la vista. Examinaba los graciosos marfiles grotescos, los grandes jarrones de esmaltes llameantes, los bronces raros, cuando oyó, en el interior de la tienda, al dueño, que, con muchas reverencias, mostraba a un hombrecito grueso de cráneo calvo y barba gris un enorme monigote ventrudo, pieza única según decía.

Y a cada frase del comerciante el nombre del coleccionista, un nombre célebre, resonaba como un toque de clarín. Los otros clientes, jóvenes señoras, elegantes caballeros, contemplaban con una ojeada furtiva y rápida, una ojeada como es debido y manifiestamente respetuosos, al renombrado escritor, quien, por su parte, miraba apasionadamente el monigote de porcelana.  Eran tan feos uno como otro, feos como dos hermanos salidos del mismo seno.

El comerciante decía:

-A usted, don Jean Varin, se lo dejaría en mil francos; es exactamente lo que me cuesta. Para todo el mundo sería mil quinientos francos; pero aprecio a mi clientela de artistas y le hago precios especiales. Todos vienen por aquí, don Jean Varin. Ayer, el señor Busnach me compró una gran copa antigua. El otro día vendí dos candelabros como estos (son bonitos, ¿verdad?) a don Alejandro Dumas. Mire, esa pieza que usted tiene, señor Varin, estaría ya vendida si la hubiera visto el señor Zola.

El escritor vacilaba, muy perplejo, tentado por el objeto, pero calculando la suma, y no se ocupaba más de las miradas que si hubiera estado solo en un desierto. Ella había entrado temblando, con la vista clavada descaradamente sobre él, y ni siquiera se preguntaba si era guapo, elegante o joven. Era Jean Varin en persona, ¡Jean Varin!

Tras un largo combate, una dolorosa vacilación, él dejó el jarrón sobre una mesa.

-No, es demasiado caro -dijo.

El comerciante redobló su elocuencia:

-¡Oh, don Jean Varin! ¿demasiado caro? ¡Vale muy a gusto dos mil francos.

El hombre de letras replicó tristemente, sin dejar de mirar la figurilla de ojos de esmalte:

-No digo que no; pero es demasiado caro para mí.

Entonces ella, asaltada por una enloquecida audacia, se adelantó:

-Para mí -dijo-, ¿cuánto vale este hombrecillo?

El comerciante, sorprendido, replicó:

-Mil quinientos francos, señora.

-Me lo quedo.

El escritor, que hasta entonces ni se había fijado en ella, se volvió bruscamente, y la miró de pies a cabeza como un buen observador, con los ojos un poco cerrados; después, como un experto, la examinó en detalle. Estaba encantadora, animada, iluminada de pronto por aquella llama que hasta entonces dormía en ella. Y, además, una mujer que compra una chuchería por mil quinientos francos no es una cualquiera.

Ella tuvo entonces un movimiento de arrobadora delicadeza; y, volviéndose hacia él, con voz temblorosa:

-Perdón, caballero, quizás me mostré un poco viva; acaso usted no había dicho su última palabra.

Él se inclinó:

-La había dicho, señora.

Pero ella, muy emocionada:

-En fin, caballero, hoy o más adelante, si decide cambiar de opinión, este objeto es suyo. Yo lo compré solo porque le había gustado.

Él sonrió, visiblemente halagado:

-¿Cómo? ¿Me conoce usted? -dijo.

Entonces ella le habló de su admiración, le citó sus obras, fue elocuente. Para conversar, él se había acodado en un mueble y, clavando en ella sus ojos agudos, intentaba descifrarla. A veces el comerciante, encantado de poseer aquel reclamo viviente, cuando entraban clientes nuevos gritaba desde el otro extremo de la tienda:

-Oiga, mire esto, don Jean Varin, ¿verdad que es bonito?

Entonces todas las cabezas se alzaban, y ella se estremecía de placer al ser vista así, en íntima conversación con un Ilustre. Por fin, embriagada, tuvo una audacia suprema, como los generales que van a emprender el asalto:

-Caballero -dijo- hágame un favor, un grandísimo favor. Permítame que le ofrezca este monigote en recuerdo de una mujer que lo admira apasionadamente y a quien usted ha visto diez minutos.

Él se negó. Ella insistía. Se resistió, divertido, riéndose de buena gana. Ella, obstinada, le dijo:

-¡Bueno! Voy a llevárselo a su casa ahora mismo; ¿dónde vive usted?

Se negó a dar su dirección; pero ella, preguntándosela al comerciante, la supo y, una vez pagada su adquisición, escapó hacia un coche de punto. El escritor corrió para alcanzarla, sin querer exponerse a recibir aquel regalo, que no sabría a quién devolver. Se reunió con ella cuando saltaba al coche, y se lanzó, casi cayó sobre ella, derribado por el simón que se ponía en camino; después se sentó a su lado, muy molesto. Por mucho que rogó, que insistió, ella se mostró intratable. Cuando llegaban delante de la puerta, puso sus condiciones:

-Accederé -dijo ella-, a no dejarle esto, si usted cumple hoy todos mis deseos.

La cosa le pareció tan divertida que aceptó.

Ella preguntó:

-¿Qué suele hacer usted a esta hora?

Tras una leve vacilación:

-Doy un paseo -dijo.

Entonces, con voz resuelta, ella ordenó:

-¡Al Bosque!

Se pusieron en marcha. Fue preciso que él le nombrara a todas las mujeres conocidas, sobre todo a las impuras, con detalles íntimos sobre ellas, sus vidas, sus hábitos, sus pisos, sus vicios. Atardeció

-¿Qué hace usted todos los días a esta hora? -dijo ella.

Él respondió riendo:

-Tomo un ajenjo.

Entonces, gravemente, agregó ella:

-Entonces, caballero, vamos a tomar un ajenjo.

Entraron en un gran café del bulevar que él frecuentaba, donde encontró a unos colegas. Se los presentó a todos. Ella estaba loca de alegría. Y en su cabeza sonaban sin cesar estas palabras:

-¡Al fin! ¡al fin!

Pasaba el tiempo, y ella preguntó:

-¿Es su hora de cenar?

Él respondió:

-Sí, señora.

-Pues entonces, vamos a cenar.

Y, al salir del café Bignon:

-¿Qué hace usted por la noche? -dijo.

Ella miró fijamente:

-Depende: a veces voy al teatro.

-Pues bien, caballero vamos al teatro.

Entraron en el Vaudeville, gratis, gracias a él, y, gloria suprema, toda la sala la vio a su lado, sentada en una butaca de palco. Terminada la representación, él le besó galantemente la mano:

-Solo me queda, señora, agradecerle el delicioso día…

Ella lo interrumpió:

-A esta hora, ¿qué hace usted todas las noches?

-Pues… pues… vuelvo a casa.

Ella se echó a reír, con una risa trémula.

-Pues bien, caballero… volvamos a casa.

Y no hablaron más. Ella se estremecía a ratos, temblorosa de pies a cabeza, con ganas de huir y ganas de quedarse, con, en lo más hondo de su corazón, una voluntad muy firme de llegar hasta el final. En la escalera, se aferraba al pasamanos, tan viva era su emoción; y él subía delante, sin resuello, con una cerilla en la mano.

En cuanto estuvo en el dormitorio, ella se desnudó a toda prisa y se metió en la cama sin pronunciar una palabra; y esperó, acurrucada contra la pared. Pero ella era tan simple como puede serlo la esposa legítima de un notario de provincias, y él más exigente que un bajá de tres colas. No se entendieron en absoluto.

Entonces él se durmió. La noche transcurrió, turbada solamente por el tictac del reloj, y ella, inmóvil, pensaba en las noches conyugales; y bajo los rayos amarillos de un farol chino miraba, consternada, a su lado, a aquel hombrecillo, de espaldas, rechoncho, cuyo vientre de bola levantaba la sábana como un globo de gas. Roncaba con un ruido de tubo de órgano, con resoplidos prolongados, con cómicos estrangulamientos. Sus veinte cabellos aprovechaban aquel reposo para levantarse extrañamente, cansados de su prolongada fijeza sobre aquel cráneo desnudo cuyos estragos debían velar. Y un hilillo de saliva corría por una comisura de su boca entreabierta.

La aurora deslizó por fin un poco de luz entre las cortinas corridas. Ella se levantó, se vistió sin hacer ruido y ya había abierto a medias la puerta cuando hizo rechinar la cerradura y él se despertó restregándose los ojos. Se quedó unos segundos sin recobrar enteramente los sentidos, y después, cuando recordó su aventura preguntó:

-¿Qué? ¿Se marcha usted?

Ella permanecía en pie, confusa. Balbució:

-Pues sí, ya es de día.

Él se incorporó:

-Veamos, dijo, tengo, a mi vez, algo que preguntarle.

Ella no respondía, y é1 prosiguió:

-Me tiene usted muy extrañado desde ayer. Sea franca, confiéseme por qué ha hecho todo esto, pues no entiendo nada.

Ella se acercó despacito, ruborizada como una virgen:

-Quise conocer… el… vicio… y, bueno… y, bueno, no es muy divertido.

Y escapó, bajó la escalera, se lanzó a la calle.

El ejército de los barrenderos barría. Barrían las aceras, los adoquines, empujando toda la basura al arroyo. Con un movimiento regular, el mismo movimiento de los segadores en un prado, empujaban el barro en semicírculo ante sí; y, calle tras calle, ella los encontraba como juguetes de cuerda, movidos automáticamente por el mismo resorte.

Y le parecía que también en ella acababan de barrer algo, de empujar al arroyo, a la cloaca, sus ensueños sobreexcitados.

Regresó a casa, sin resuello, helada, guardando solo en la cabeza la sensación de aquel movimiento de las escobas que limpiaban París por la mañana.

Y, en cuanto estuvo en su habitación, sollozó.

FIN