
III –¿Dónde reside el bien, entonces? […] –En donde no os lo parece ni queréis buscarlo. Pues si en efecto quisierais, hallaríais que está en vosotros; y no andaríais errantes por afuera ni buscaríais lo ajeno como propio. Volveos hacia vosotros mismos, estudiad bien las presunciones que tenéis. ¿Cómo imagináis que es el bien? Sereno, feliz, sin ataduras. ¿Y no os lo imagináis grande por naturaleza? ¿No lo imagináis digno de estima? ¿No lo imagináis invulnerable? ¿En qué materia, pues, debe buscarse lo sereno y sin ataduras? ¿En la esclava o en la libre? –En la libre. –El cuerpecito, entonces, ¿lo tenéis libre o esclavo? –No lo sabemos. –¿No sabéis que es esclavo de la fiebre, de la gota, de la miopía, de la disentería, del tirano, del fuego, de las cadenas, y de todo lo que es más fuerte? –Sí, es esclavo. –¿Cómo puede, entonces, algo del cuerpo ser libre de ataduras? ¿Cómo va a ser grande o digno de estima lo que está muerto por naturaleza, lo que es tierra, lo que es barro? ¿Entonces qué? ¿No tenéis nada libre? ¿Absolutamente nada? ¿Y quién puede obligaros a asentir a lo que parece falso? –Nadie. –¿Y quién a no asentir a lo que parece verdadero? –Nadie. –Entonces, aquí veis cómo hay algo en vosotros que es libre por naturaleza. Pero de vosotros ¿quién puede desear o aborrecer, sentir un impulso o una repulsión, o prepararse para algo, o proponérselo, sin tener una representación de aquello como algo útil o conveniente? –Nadie. –Así pues, también en eso tenéis algo que carece de ataduras y es libre. Desdichados, cultivad eso, ocupaos de eso, buscad ahí el bien. (Disertaciones, III, 22, 38-44.)
IV Para quienes desobedecen el gobierno divino hay ciertos castigos señalados como por ley. Cualquiera que tenga por un bien algo aparte de la libre elección: que envidie, que codicie, que adule y que se inquiete. Cualquiera que lo tenga por un mal: que se aflija, que llore, que se lamente, que sea infeliz. Y sin embargo, a pesar de ser castigados de forma tan severa, no somos capaces de parar. Recuerda lo que dice el poeta sobre el extranjero: «Extranjero, no me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea uno peor que tú, pues son de Zeus todos los extranjeros y los pobres»61 . [Recuerda] pues tener también esto presente con el padre: «No me es lícito, aunque fuera uno peor que tú, despreciar al padre, pues todos son de Zeus Paterno». Y con el hermano: «pues todos son de Zeus Fraternal». Y de igual manera en todos los demás casos encontraremos un vigilante en Zeus. (Disertaciones, III, 11, 1-6.)
V. Sobre la providencia Cuando reclames a la providencia, reflexiona y te darás cuenta de que los acontecimientos han sucedido conforme a razón. «Sí, pero el injusto obtiene más.» ¿En qué? En dinero. En esto, en efecto, es superior a ti porque adula, no tiene vergüenza, se pasa la noche en vela. ¿De qué te asombras? Sin embargo, observa si obtiene más que tú en ser leal, o si en ser decente. Te encontrarás con que no, por cierto; al contrario, en lo que más vale te encontrarás que eres tú quien más obtiene. Ya una vez yo le dije a uno que se enfadaba porque Filostorgo62 prosperaba: –¿Acaso querrías tú acostarte con Sura?63 . –¡Que nunca llegue ese día! –exclamó. –Entonces ¿por qué te enfadas si recibe algo a cambio de lo que vende? ¿O cómo tienes por feliz a quien, por medio de esas cosas que tú detestas, consigue aquellas otras? ¿O qué mal hace la providencia si da lo que más vale a los más valiosos? ¿O es que no vale más ser decente que ser rico? Estuvo de acuerdo. –Entonces ¿por qué te indignas, hombre, si tienes lo más valioso? Recordad siempre, por tanto, y tened a mano que la ley natural es esta: que el que vale más tenga más que el que menos en aquello que más vale. Y así nunca os indignaréis. «Pero mi mujer me maltrata.» Bien. Si alguien te pregunta qué ocurre, di: «Mi mujer me maltrata». ¿Y nada más? Nada más. «Mi padre no me da nada.» ¿Y has de añadir tú en tu interior «esto es un mal» y engañarte? Por eso no debe rechazarse la pobreza, sino la opinión acerca de ella, y así nos irá bien. (Disertaciones, III, 17, 1-9.)
VI. Qué promete la filosofía Cuando uno le preguntó cómo podría persuadir a su hermano para que dejase de estar enfadado con él, le respondió: –La filosofía no promete al hombre conseguirle nada de lo exterior; si no, estaría tomando sobre sí algo ajeno a su propia materia. Pues igual que la materia del carpintero es la madera, y la del escultor el bronce, así también es materia del arte de la vida de cada uno su propia vida. Entonces ¿qué? De nuevo, la vida del hermano es cosa de su propia habilidad; pero respecto de la tuya, es una cosa externa, igual que el campo, igual que la salud, igual que la buena fama. De todo esto la filosofía no promete nada. En toda circunstancia mantendré al principio rector de manera conforme a la naturaleza. –¿El de quién? –El de aquel en el cual existo. –¿Y cómo haré, entonces, para que [mi hermano] no se enfade conmigo? –Tráelo y yo le hablaré. A ti no tengo nada que decirte sobre su enfado. Y cuando le dijo el que le consultaba: «Lo que busco es, aunque él no cambie, cómo podré yo actuar según la naturaleza». –Ninguna de las grandes cosas –dijo– se genera de pronto. Ni siquiera la uva o el higo. Si ahora me dices «quiero un higo», te responderé «hace falta tiempo». Primero deja que florezca, luego que eche fruto, luego que este madure. Si el fruto de la higuera no se logra de inmediato, ¿en tan poco tiempo y tan fácilmente quieres tú conseguir el fruto de la inteligencia humana? No lo esperes ni aunque yo te lo diga. (Disertaciones, I, 15, 1-8.)
VII. A quienes recomiendan a algunos a los filósofos Con razón Diógenes, a quien le pedía cartas de recomendación, le respondió: «Que eres hombre, lo notará al verte; de si eres bueno o malo se dará cuenta si es experimentado en distinguir a los buenos de los malos; y si es inexperto en eso, ni aunque se lo escriba yo mil veces». Es lo mismo que si una dracma quisiera ser recomendada a alguien para pasar por buena. Si tu plata es de ley, tú mismo te recomendarás. Convendría que algo así tuviéramos también para la vida, como lo que tenemos para el dinero, para que yo pueda decir, como dice el que comprueba las monedas: «trae la dracma que quieras, que yo la comprobaré»; o en silogismos: «trae a quien quieras y distinguiré quién sabe resolverlos y quién no». ¿Por qué? Porque sé resolver silogismos; tengo la capacidad que debe tener el examinador de expertos en silogismos. En la vida, en cambio, ¿qué hago? Tan pronto digo «bueno» como «malo». ¿Cuál es la causa? Lo contrario que en los silogismos: ignorancia e inexperiencia. (Disertaciones, II, 3, 1-5.)
VIII. Qué debe tenerse presente en las dificultades Cuando te presentes ante uno de los poderosos, recuerda que también otro desde arriba mira lo que ocurre, y que has de complacer a este más que a aquel. Este, entonces, te pregunta: –Exilio, cárcel, cadenas, muerte, infamia, ¿cómo llamabas a esto en tu escuela? –Yo, cosas indiferentes. –Y ahora, ¿cómo las llamas? ¿Acaso no han cambiado? –No. –¿Has cambiado tú, entonces? –No. –Entonces di: ¿qué cosas son indiferentes? Di también lo que sigue. –Lo que es ajeno a la voluntad. Eso no tiene que ver conmigo. –Di también, ¿qué cosas os parecía que eran bienes? –La voluntad y el uso adecuado de las representaciones. –¿Y cuál es el fin? –Seguirte. –¿Y aún sigues diciendo lo mismo? –Aún sigo diciendo lo mismo. –Entra, pues, confiado y acordándote de todo esto, y verás lo que es un joven que ha estudiado lo que debe en medio de hombres sin estudios. Yo, por los dioses, me imagino que sentirás algo así: «¿Por qué hacemos tantos y tan grandes preparativos para nada? ¿Esto era el poder? ¿Esto la fachada, el servicio, la escolta? ¿Para esto he escuchado tantos discursos? ¡Todo esto no era nada, y yo me preparaba como para cosas grandes!». (Disertaciones, I, 30, 1-7.)