Gomez de la Serna- Senos 4

Los CIEGOS

Los ciegos son los que sienten los senos en toda su ilusión,
en lo que tienen de regalo místico de Dios.
Levantan sus ojos muertos al cielo, mientras los tantean,
y así ofrendan el hallazgo inverosímil.
A los ciegos les explican ellas los matices, y es de una
delicia insospechable para los que ven, cómo suenan en
la oscuridad de los ciegos las anotaciones confidenciales.
Los ciegos los poseen de tal modo, que los podrían modelar
como no podría modelarlos el hombre que ve y que
por tener vista pierde más su estructura, se desconcierta
más, se distrae, se pierde.
Cuando los ciegos encuentran por primera vez los senos,
cuando los descubren, se quedan deslumbrados, se
llenan enteramente de su visión, se arroban, no lo creen
y lo van creyendo poco a poco, lúcidos y fascinados como
no lo volverán a estar ya nunca.
SENOS DE CIRCO
Bajo la luz blanca y esplendorosa del circo se ven los
senos redondos y francos, los senos de las estampas mórbidas.
Se los ve en el centro de la perspectiva que necesitan,
y su actitud es la de los senos que se sienten en
el centro de la expectación y de la adoración.
Los senos de circo están defendidos por la fuerza de
la artista, y quedan como lo gracioso en medio de la ancha
mujer. La artista de circo es del sexo débil, flojo,
por sus senos al descubierto, los senos sobre los que han
caído tantas veces al ensayar sus arriesgados ejercicios
y por los que sería más doloroso que se matase. Se los
ve sufrir, obligados arbitrariamente a tomar parte en los
trabajos violentos en que debía estar prohibido que ellos
figurasen. Quedan desairados e infragantis delante de
ellas, y descomponen el empaque arrostrado que toman
ellas.
Los senos de las mujeres de circo las aplacan a ellas
mismas, las humanizan, las hacen ser tan niñas como deben
ser. Parece que son pesados como las grandes pesas
que levantan a pulso, y así ellas cuando se aprietan o se
atusan los cabellos antes del nuevo ejercicio, parece que
sostienen erguidos y como con un alarde de fuerza, sus
senos tremendos. ¡Qué dueñas de sus senos son ellas y
cómo al que le hagan la concesión se la harán por una
condescendencia para la que no será nunca demasiada
la gratitud!
¡Exquisito contraste de sus senos y su musculatura fuerte!
Por eso son tan tentadoras las mujeres de circo, porque
son intrépidas y fuertes, y, sin embargo, tienen los
senos de las mujeres blandas, que son vencidas en el pugilato
con el débil conquistador.
Los senos de la gimnasta son los senos ideales de qué
colgarse y en qué hacer esas poleas ideales que se quisieran
hacer colgándose de unos senos, suspendiéndose
en el aire, en vilo sobre un abismo enguatado.
Los senos de circo suben y bajan con violencia, resisten
terribles aplastamientos y magullamientos, tienen íuerza
en lugar de esa abulia que tienen los de las otras mujeres,
y, sobre todo, cuando son los de la artista de las
volteretas, hay un momento rápido y pasajero en que se
les ve claramente. La autoridad no se da por enterada de
esto ni la decencia hipócrita tampoco. ¡Es una cosa tan
instantánea! Pero es cuando se atisba más que nunca, más
que cuando se las tiene delante en plena desnudez, el secreto
de ellos, su verdadera emoción.
LA ENNOVIADA
La ennoviada es una muchacha que después de haber
tenido muchos novios queda ennoviada. Ha merecido casarse
como ninguna otra; pero la suerte no la ha favorecido,
ha dado con números impares, con números sin
suerte, con los infieles, con las bolas negras. Sobre todo,
en las provincias en que hay academias militares hay
muchas ennoviadas.
La ennoviada acepta un nuevo novio con una sonrisa
que es aún bondadosa, crédula y dichosa. Es suave para
él, la cuida, la cree, le oye. La ennoviada no está empedernida,
aun después de haber tenido tantos novios.
La pobre ennoviada espera aún y cultiva al último tan
cariñosamente como al primero, aunque está saturada de
noviazgos, sudorosa de noviazgos. La obra que realiza,
que ha realizado, que volverá a realizar la ennoviada, traspasa
los limites de lo humano.
El que se la llevase —nadie se la llevará— encontraría
en ella el bálsamo consolador, por como la ha dado esa
cualidad lo que la desconsolaron entre todos. Todos la
abandonarán, porque olerán que está ennoviada, y un instinto
como el del pájaro cuando nota que manos humanas
han tocado sus crías, hará que la dejen morirse sola
y abandonada ignominiosamente.
En los senos de las ennoviadas es donde reside más
ese estado suyo de ennoviadas. Son muy blandos, los han
ido ablandando las manos pasajeras, tienen una blandura
de senos de señora casada hace muchos años, y, sin
embargo, ellas son enteramente vírgenes. ¿Se dará nadie
cuenta del encanto que hay en esta paradoja? Sólo el rey
de los golosos, que sabe elegir el pastel o el dulce mejor
en la pastelería llena de dulces y pasteles distintos, sabría
elegir esos senos desolados, inocentes, abandonados,
ricos como el mejor plátano de los plátanos mondados
por otras manos, domados por otros. ¡Senos que no
pueden ocultar sus excesivas condescendencias, porque
son blandos como los higos muy maduros y muy dulces!
¡Senos llenos de cordura y de desilusión!
LAS NIÑAS
Muchas llevan sus senos sin enterarse; pero otras ya
lo saben. De las que lo saben unas miran sus senos nacientes,
como cuando más niñas jugaron con sus piernas,
sorprendidas de tener piernas, y otras miran con una
malicia que es en miniatura la misma que tendrán de mujeres.
No se sabe qué pensar de los senos de niña; pero se
les mira inevitablemente. A veces, no se sabe si es que
sus trajes les inventan los senos o si lo son de verdad;
otras veces no se sabe si es el temblor trémulo y fino de
la seda abullonada de su blusa lo que les imita. ¿Es sólo
temblor de la seda o del seno suelto que aún no descansa
sobre el corsé? Hay muchos misterios en los senos de
las niñas, grandes o pequeños misterios. Los grandes misterios
arrastran velozmente a la niña. ¿Adonde va con los
ojos fijos y abiertos? Un dios de aquellos que tenían trato
carnal con las mujeres les sigue, las vigila, no se las
dejará a los hombres. La vigilancia que las rodea la burlará
el endriago poderoso.
El pensamiento de cómo serán los senos de las niñas,
de «lo que serán», ilustra los senos embrionarios. A veces
se sabe cuáles serán espléndidos y asombrarán a los
hombres, y entonces serán inasequibles, menos al hombre
vidente que cultiva desde su incipiencia a la niña, porque
está seguro de cómo va a ser en cuanto pase muy
poco tiempo, y tiene paciencia y cuando resulta que es
verdad lo que pensaba, la niña, agradecida de aquella adivinación,
es al que no puede olvidar y al que hace el privilegio.
Ante los grandes senos que a veces tienen las niñas pequeñas
se rebela toda prudencia, y los niños se sienten
hombres y dicen a esas niñas cosas superiores a ellos,
cosas que les asusta decir a ellos mismos, sintiéndose súbitamente
hombres, los hombres de esas mujeres precoces.
Los grandes senos que tienen las pequeñas niñas son,
sobre los mayores senos de las mayores mujeres, los senos
más grandes, los senos que dilatan las pupilas y hacen
pensar que en la vida se debían justificar las radicales
verdades que aún no se justifican.
Las niñas de pequeños senos que tienen un novio mayor
que ellas, sufren unos celos terribles cuando piensan
en los grandes senos que sus novios han conocido ya,
unos sendos senos que emulan a sus senos, sus pequeños
senos que reducen y simplifican la teoría de todos
los senos, que son más que todos, que hacen asequible
la idea abstracta o inabarcable.
Cuando se inician los senos en las niñas, se inicia de
nuevo una vez más en la vida la rebeldía que insensatamente
se contiene.
¡Ah! Pero ya es inevitable, es como si hubiese atravesado
el límite la niña, pero cómo han perforado el límite
sus senos sinceros, avanzados con un arrebato que no ha
podido evitar la familia ni podrán evitar las miradas.
LAS CRIADAS
Los senos de las criadas son senos que dan origen a
sentimientos sordos y enconados.
Son como animales domésticos, que corren por la casa,
que andan sueltos por ella y la alegran un poco.
Eso, que es tan visible, hay una urbanidad y una política
hipócrita que hacen como que no lo ven. Animan
la mañana, sobre todo, y dan a la casa más ambiente casero,
más sabor humano. Paiece que cantan en la criada
de otra manera que canta su boca, y son la gracia rústica
de su trajín. Sus senos, silvestres y retozones, son como
la cebolla que condimenta el aire de la casa, la cebolla
humana y sensual, la cebolla barata.
Sobre todo el empaque que tenga la casa se destaca el
que son verdaderamente, indudablemente senos de mujer.
Las señoras de la casa evitarían que se viese eso, pero
no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tienen
derechos más fuertes que todo el señorío que domina
aún el mundo. Su rebeldía se manifiesta, y no puede
menos de admitirse, teniéndose que tragar la píldora la
señora.
Los señoritos y el señor los ven demasiado, y a veces
los buscan, aunque son senos ingratos y sucios, de una
imaginación roma, senos que no comprenden, senos descarados
que abusan de su condescendencia sombría o que
sufren el vilipendio del hombre más espantosamente desleal
que es el señorito, que niega a la luz del día sus cosas
de la sombra.
LAS MUERTAS
¡Cómo se pierde uno pensando en los senos de las
muertas!
Las muertas no se sabe si han tenido senos. La tabla
de su alma, porque los senos son como el grumo del alma,
los grumos del alma. ¿Subieron al cielo o se los restituyeron
a la vida que quedó a flor de tierra?
Los senos de las muertas están en la blandura de algunas
horas y de algunos días, en lo que viene a ser almohada
ambiente en los momentos de voluptuosidad y de
anhelo, en los senos que la luna abandona a los nostálgicos.
Los senos de las muertas son una suavidad tan necesaría
en la vida, que la vida los recoge de un modo
sigiloso y prudente. Así parece que no se pierde ningún
seno, sino para aquel que los poseía. Los senos son integérrimos,
y por eso no pueden perecer.
¿Cómo eran los senos de las muertas? Sentimos que
el espectáculo de la resurrección de la carne será un gran
espetáculo, porque como los trajes de las muertas se habrán
podrido por completo, resucitarán palpitantes y desnudas
con sus senos recién creados, rutilantes y locos.
Los senos de las muertas aparecen cuando pensamos
en ellos en la proximidad de los cementerios; aparecen
como senos céreos, anchos, solemnes, parecidos a los
de los exvotos, tristes, con un color elegiaco y una carnación
elegiaca que les hace más atractivos: están todos
henchidos de viudez, la única viudez incólume, y están
cercados de una impasibilidad solemne que exalta. Tienen
reflejos violados, son de una crudeza tremenda, caen
endurecidos e inflamados, caen con un gran peso muerto.
Son todos como de una proporción igual, como si el
molde de la muerte les redujese a unos y les ampliase
a otros, según una misma medida, perfectamente redonda
y ancha, según un molde tradicional.
Los senos de las muertas son senos fríos, senos como
los de la mujer que se ha desmayado en una actitud más
apetitosa que nunca. Los senos de las muertas tienen una
amarillez incomparable, aunque se podría decir que luce
como la de los vasos de las lamaparillas de iglesia,
en que hay una luz perpetua, una inextinguible mariposa
de aceite, una luminosidad amarilla con algo de fuego
fatuo. Los senos de las muertas son las colmenas de sus
fuegos fatuos.
Cuando murieron se vencieron sobre sus costados como
nunca, cayendo desarticulados y flojos. Nadie se hubiera
atrevido a tocar sus senos fríos como el mármol,
pero nadie se atrevió a pensar que se iban a corromper.
Así estuvieron más de venticuatro horas, hasta que poco
después se rehicieron. No podían desaparecer después
de haber llenado de inquietud algo más importante que
los hombres, las ondas de la vida en que se moldearon
y en que se reprodujeron constantemente.
Los senos de las muertas son un poco como los senos
que pintó Tintoretto. No tienen alegría, no juguetean, no
son pizpiretos; pero en la solemnidad con que avanzan
hay un encanto superior a esos encantos perversos, siempre
un poco de prostituta. Son todos ellos senos de reinas
y complacen de lejos —siempre acercándose y no llegando
nunca— más que los senos más accesibles o accedidos.
En ese ver avanzar parsimoniosamente esos senos
en la noche de los cementerios, reunidos con ellos en los
patios cerrados, hay una consecuencia de la forma redonda
y definitiva de los senos que jamás conseguiremos en la
vida.
Sería ingrato, hasta donde los espíritus pusilánimes y
cortos no lo suponen, no seguir viendo, no ver rotundamente
los senos de las que murieron. ¡Qué falta de cariño
el no ver los senos imperiosos y llenitos de las muertas!
No por fantasearlo todo se debe llegar a esta realidad
superior, sino por respeto activo en lugar de ese respeto
vacío que no es nada, nada, nada. Ver estos senos
de las muertas, apreciarlos, tocarlos encantados y febriles
por su morbidez, es recordarlas como ellas quisieran
ser recordadas, como viviendo siempre.
Los pezones de las muertas no tienen color. La sangre
la pierden por entero los muertos, y por eso cuando los
cementerios se abandonan y surgen en libertad las flores
silvestres, las que más abundan son las amapolas, que
son la sangre que vuelve.
¡Senos de las muertas, senos de sonámbulas a las que
se deja paso sin abusar de ellas, en vista de su sonambulismo,
teniendo bastante con verlas sonámbulas y descotadas,
para amarlas platónicamente muy de cerca todo
lo cerca que yo me he atrevido a estar de sus senos sin
la simpleza que hay en los senos de las vivas, siempre
tan inexpertos y sin acabar de formar!
Se matan los senos de las muertas insensatamente no
viédoles así como son, no creyendo en ellos con esta ceguera
con que yo creo. ¡Qué bello es, sobre todo, verlas
aparecer, con sus senos graves al descubierto, por las
puertas del arco que comunican unos patios con otros!
Al aparecer por esos arcos es cuando más se exaltan y
se revelan, mayestáticas, sorprendentes, seductoras, como
la que acaba de llegar al teatro y sale descotada del
antepalco, levantando la cortina y entrando con decisión
bajo las miradas.
Los senos de muerta son la noción más adorable que
hay al margen de la vida estúpida, pasajera y frívola. Hasta
no verles tan sencillos como son, tan entregados a su
dejadez enloquecedora, no nos habremos curado de toda
la banalidad que nos atora. Vayamos a ver los senos de
las muertas, para quedarnos extasiados ante la forma y
la materialidad menos deleznable entre lo deleznable, dando
a las muertas la consideración que ellas quieren, ya
que se han llenado de la coquetería verdadera y suprema.
En la hora clara en que las muertas están dentro de
sus nichos, podríamos decir, inspirados por nuestras facultades
de ocultistas, donde hay enterrados unos senos
más interesantes que en otro lado. Nos paseamos como
médiums frente a esa lápidas.
Si abriésemos las puertecitas de los sagrarios de sus
senos, las veríamos acostadas a lo largo, con sus senos
en reposo sobre sus pechos sin palpitación, como vimos
los de cadáveres en las salas de disección, o, para ser
más gráficos, como vimos al asomarnos por aquella ventanita
de San Carlos, los de aquellos cadáveres de mujer
tirados en aquella habitación trasera, muy baja de techo
y sin luz.
Los senos son la realidad más perenne, la realidad de
la que no puede suponerse la desaparición total, algo que
ha estado tan acusado que no puede perderse. Por eso
los senos de las muertas las dan existencia, y son por lo
que se ha salvado todo el resto de ellas. Caen con un peso
más muerto, más plomífero, pero esto les da más plástica
y los sentimos como de plomo blando en las manos
que no les podrán tocar. ¡Qué idea más categórica y más
ardua! ¡Oh, si les pudiésemos tocar serían los más tocados
y tenidos en las manos!
En los senos de muerta está cuajada toda la melancolía
espesa del cementerio, y en ellos se concentra todo
lo que se descarna bajo su tierra. Los senos de las muertas
tienen la viveza de los senos de las fotografías de mujeres
desnudas que se encuentran en los cajones de las
abuelas que han muerto y que son, indudablemente, de
mujeres que ya murieron, pero en las que siguen siendo
tan intensos y tan vivientes sus senos, porque esa forma
tan rotunda y tan resuelta no puede haberse anonadado,
aunque los largos gusanos se los hubieran comido como
las manzanas o las peras más dulces, metiéndose por ellos
como pequeños ferrocarriles por hondos túneles.
Así, ante las mismas ancianas muertas, se descuenta
el que la lápida anuncia sus ochenta años, y se las siente
femeninas, sensuales, atractivas como si hubiesen retrocedido
hasta el promedio más álgido de su vida, su momento
mejor, así como las jovencitas de veinte años no
están ya en los veinte, sino que han avanzado y se han
plantado en el momento ideal de su vida, que suele oscilar
entre los treinta y tres y los cuarenta y ocho. En la
sinceridad de los cementerios sucede sinceramente que
se piensa eso.
Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan
solos como los de la mujer que se baña solitariamente,
como los de Diana cuando se baña, como los de la casta
Susana. En esa soledad es en la que los vemos, y acrecenta
la sensación de verlos como nos veremos ninguno,
el que no podremos romper su soledad, y eso hará que
no los poseamos en definitiva.
Las muertas descotadas hasta el punto en que caen sus
senos, que están más abajo de donde estaban en su \ida,
adornan sus corpiños con las flores de las coronas, sobre
todo con pensamientos, que hacen más elegiaco su
descote. La sombra del nacimiento de sus senos es de
un negro profundo, un negro de agujero, y las curvas sombrías
que quedan bajo ellos, son sombrías como no lo
es ni la sombra de los ojos de las calaveras. Se podría
decir que sus senos tienen unas ojeras gravísimas, esas
ojeras de los senos que sólo se notan suavemente en los
senos de ciertas mujeres en la madrugada de los domingos,
ojeras que exaltan la forma anaranjada y rizosa.
Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan
solos ya no creen en sí mismas. En su verdadero final
se han llenado de ideas acérrimas, ideas de muertas de
cementerio civil, porque ya sin ninguna esperanza y sin
ninguna superstición, aun en el cementerio cristiano son
muertas de cementerio civil, mujeres fuertes y sensatas
que ya no comadrearán ni tendrán sentimientos mezquinos.
Salen todas por los nichos de pared, sacando los pies,
doblándolos, sacando después el cuerpo y, por último,
la cabeza, así como en los circos se bajan de la mesa en
que se han acostado para hacer el número que lo exigía.
Miran sus coronas, se sonríen. Se sientan sobre los sarcófagos
de piedra, que son sus asientos preferidos. Se
abrazan a los cipreses, se apoyan en ellos, se rascan la
espalda con ellos. Juegan a las esquinas entre ellos y pasean
como las amigas entrañables por los jardines de los
colegios de internas. La luna, que aun durante el día está
sobre los cementerios, convertida en una muerta más,
la mira encantada.
Como las leprosas se asoman a la verja de las lepreoserías,
se asoman a la verja de la puerta, y sus senos sobresalen
entre barrote y barrote, consoladas por la frialdad
y la fuerza del hierro. Cuando llueve se pasean bajo
los soportales de los claustros del cementerio, siempre
descotadas, llueva o haga frío, porque son las mujeres
a las que ya nada puede matar, porque, entre otras razones,
con la pulmonía que las mató se las acabó la pulmonía.
¡Senos de las muertas! Cuando seamos muertos ya no
les podremos ver, pero quedará el consuelo de que nadie
los podrá tocar, de que vivirán para ellas, de que no volverán
a llenarlos de conflictos y recelos, y de que tendrán
tiempo de recordarnos incesantemente. Esa es mejor
solución que la de que tengamos que volverles a poseer,
porque así estaremos más cómodamente en lo eterno,
como en una hamaca de suspensión eterna, ya que
ellas están en un estado que no admite más adulterios,
que es lo importante, pues con los que cometieron acabaremos
por conformanos.
Yo, en los ratos de mayor vivencia, he visto avanzar a
las muertas con sus senos solemnes sobre los brazos cruzados
bajo ellos, lentas, sin imprimir movimiento a la pasta
recrudecida de sus senos recios, majestuosos, rotundos,
como sólo lo son los que pule hasta el amaneramiento al
escultor académico. Descotadas hasta debajo de sus senos
y con largos trajes de cola, las muertas avanzan hacia el
que se acerca a la verja de los cementerios cuando ya ha
oscurecido. Sus senos las han hecho sobrevivirse, han mantenido
sus formas. Los hombres muertos están enterrados,
siguen enterrados bajo las losas, sobre las que arrastran
ellas sus colas. Los esqueletos son de hombres. ¿Suponéis
esqueletos de mujer con los huesos del pecho mondados?
No. Las han defendido sus senos, cuajados en la muerte
como no lo estuvieron en la vida, llenos de una dulce cordura
que daría un placer mortífero al que los tocase, por
lo que parece haber un anuncio de peligro de muerte en la
proximidad de los senos de cementerio, llenos de una alta
tensión que carbonizaría la vida del que fuese imprudente.
SORPRESAS
Han existido casos en que la lactancia ha podido ser
mantenida por una mujer que no ha cohabitado y aun por
un hombre.
Esto que asegura la Medicina, ¿a qué extrañas causas
obedece?
Parece que aquella a la que sucedió eso fue que amó
demasiado a su ideal. Ella despreció a los pequeños idiotas
que llenan la vida y sólo se dedicó a su sueño, hasta
que un día se sintió más pesada, más abrumada de sí misma
que nunca, llenos sus senos de un nutrido cosquilleo,
dichosos y voluptuosos, con una dicha espesa y desconocida.
¿Qué le pasaba? Cuando estuvo bien sola se los
miró y, ¡oh, sorpresa!, estaban llenos y de su punta abierta,
como cuando se abre el tubo de sindetikón con un
alfiler, salía una gota de leche tibia y densa. Llena de
su ideal, y llena de sí misma, que es lo más puro que
podía llenarla, no quiso fecundizar su vientre, le repugnó,
no buscó ese camino acre y sucio, y de un modo casi
inmaterial despertó sus senos vírgenes, sus senos anhelantes.
¿Qué dirán los padres de esas mujeres, cuya lactancia
espontánea admite la Medicina? Sospecharán de ellas, sin
acabar de creer el milagro propio de sus almas.
Se columbra en los martirologios antiguos el caso de
una mujer de éstas, quemada en la hoguera pública, porque
la leche de sus senos supuso un hijo que no se halló,
del que no pudo dar cuenta, y por cuyo supuesto infanticidio
fue sentenciada.
¡Oh, que nos busque esa mujer elegida, cuyos senos
manan espontáneamente, que nos comunique el secrerto
sigilosamente, y nosotros nos casaremos con ella! Que
nos haga depositarios de su riqueza natural, porque su
llenazón no es de las que puede descargar un niño que
moriría ante un manjar tan fuerte y tan lleno de algo así
como de una certeza superior. ¡Oh leche metafísica!
LA MUJER SIN SEXO
En la mujer sin sexo, lisa y cerrada, hermética y toda
blanca, depilada y sin pliegues, los senos toman una importancia
suprema. Nada distrae de la tentación de los
senos, y eso les da una esfericidad suprema. Escarbará
toda la vida el hombre sobre esos senos solitarios, y dará
de beber a su sed con sus manos, como se bebe en
los manantiales más cristalinos y puros. En esa mujer
sin sexo la elevación de los senos es prodigiosa, radiante,
y la femineidad está en ellos sin desparramarse, sin
irse, sin encontrar salida. Verdaderamente, si no hemos
encontrado esos senos de la mujer sin sexo, no hemos
visto los senos en toda su apoteosis.
LA GIGANTA DE LOS SENOS
COMPLACIENTES
El deseo de unos senos suficientes se ase a unos senos
gigantescos.
Existe en alguna parte esa giganta de los senos complacientes,
los senos que recrían, los senos formidables,
los senos que pueden ser estrujados y sobre los que el
hombre puede acostarse como sobre una cama de matrimonio.
La giganta está acostada en el gran valle. Su sonrisa
es condescendiente. Está vestida hasta la cintura porque
si no sus piernas resultarían monstruosas y su sexo resultaría
un abismo peligro e inmundo. Una larga hilera
de peregrinos caminan hacia sus senos, y otros ya están
arrodillados y prosternados sobre ellos. Algunos se esconden
trémulos, febriles — amarrillos de fiebre—, en la
juntura de esos senos, y allí, dedicados a una larga atrición,
se curan de la inquietud que traían, causada por
el sobresalto que les han dado los senos breves ; otros más
atrevidos, se esconden bajo el peso del seno que cae y
no cae sobre la tabla del pecho, y allí, a la sombra templada,
les aduerme una pereza ideal, como después de
la consecución suprema.
Los senos de la giganta en relación con la luna, como
el mar, tienen altas y bajas mareas, y una vida inmensa.
Están un poco desgastados por el constante pasaje, y sus
pezones tienen esa dolorosa tumefacción de los pezones
mordidos por los hijos a los que les salieron los dientes
cuando aún no habían dejado de ser mamones o por los
niños a los que les duelen y les arden las encías.
¡Oh, senos de la giganta complaciente, senos ubérrimos
y copiosos, senos en cuajada cascada, senos por el
descanso eterno, senos tranquilizadores, senos verdaderamente
grandes, abrumadores hasta el hartazgo, senos
que se buscaron en vano —¡siempre en vano!— bajo un
falsa —¡siempre falsa!— opulencia de los corpiños abultados!
EL DESPERTAR
Sucede a veces, quizá muchas veces, que el hombre
que se hiere con las espinas que ellas tienen para defenderse,
sale con las manos arañadas por haber insistido
en coger por primera vez el primero de los senos de ellas,
y, sin embargo, insiste y se los coge otra vez, y le vuelven
a herir.
Ese primer explorador es el que ha desarrollado esos
senos, el que los ha despertado; pero ellas, que se los
deben indudablemente a ese hombre, que fue el único
que se hirió con las espinas afiladas y recientes, y que
tiró de ellos con exposición de ser mordido, no es el que
se suele llevar en definitiva y con saciedad esos senos
ingratos. Es otros que vendrá después. Pero que eso no
le desespere; la vida le vengará, y esos senos, a los que
hicieron crecer sus caricias, serán deshechos por las caricias.
LOS SENOS DE LA FURIA
Los senos de la furia son arrastrados al rencor. Ellos
no quisieran sino la dulzura: pero ella los precipita, los
irrita, los tunde.
Ante los ataques de la furia nos olvidamos de sus senos.
Parecen haberse malogrado en la insania que palpita
en ella. Salta por encima de ellos en los ataques. Pero,
sin embargo, después del primer momento en que su furia
nos ofusca y nos arroja violentamente sobre ella nos
aplaca la idea de los senos como si saliesen en defensa
de ella con bondad, interponiéndose entre ella y nosotros
como sus hijos asustados, como los niños se interponen
entre el padre y la madre. Ellos hacen que nos digamos:
«Respetémosla, disuadámosla y en vez ds aumentar
su rencor y vengarnos, perdonémosla…». Sus senos
responden por ella: sus senos, atemorizados y desgarrados
sufren por ella, y son los que lo pagan… No puede
ser: sus senos están ahí, delicados, sufridos, frágiles, maltratados.
«¡Quieta, quieta, que los empujas y los zarandeas, pegando
el uno con el otro, y se puede romper! ¡Quieta!…»
Y se la calma, cogiéndola de las manos, con cuidado,
con cautela, con lentitud. Siendo el premio final atusar,
satinar, lustrar los senos intercesores, más blandos, más
bellos, más mórbidos, más suaves, más buenos después
de la paz, como si fuesen el «calumet» de la paz.
¡Oh, los senos de la furia, atormentados, lapidados,
florantes en medio de su vesania, mordiéndose como dos
serpientes fraticidas!
LAS NEGRAS
Las negras con rostros abruptos y de ojos con algo de
los ojos de los negros escarabajos, las negras de labios
de babosas, tienen los senos más terribles de la creación,
unos senos que se parecen a los pellejos llenos de vino,
senos elefantinos, senos como dos grandes plátanos de
cáscara negra, senos en que parecen llevar sus crías, senos
que imitan los grandes recipientes cónicos en que machacan
el cacao.
Están deshechas por sus senos, que como esas frutas
muy pesadas y muy blandas se pasan en seguida, maduran
velozmente. Por eso tienen grandes ojeras negras y
abolsadas y su rostro se descompone más. Sus senos las
corrompen y las recuecen por entero.
Tienen los senos de negra algo de grandes bubones ardientes,
madurados, inflamados, con vértices que van a
estallar después de la fiebre que les inflama. La negra
está en el horizonte, detrás de las blancas de senos incipientes;
está muy plantada, con sus manos espantosamente
ordinarias cruzadas sobre el vientre, plantada frente a una
expectación que no comprende, con sus senos colgados,
como unas aguaderas, sin coqueterías, llena de una excesiva
crudeza, en una actitud de monstruo de feria, sobrecargada,
como el que vuelve del matadero con dos
corderos negros que le cuelgan sobre el pecho cayéndola
a cada lado, atadas las patas del uno a las del otro, exhibiendo
el peso bruto, los kilos.
Sobre los senos de las negras relucen como sobre nada
las pezoneras de brillantes, y parece que son bozales
enjoyados para lo fieras terribles que son. Así las bailadoras
negras los tienen siempre cubiertos por grandes pezoneras,
pues la danza les despertaría como a los leones
y no se la podría presenciar sin esa salvaguardia, sin esa
contención que hace que una ferocidad irresistible no penetre
en el pecho del espectador.
Los senos de las negras revelan hasta dónde son animales
los senos de las blancas, hasta qué punto es carne
adobada la carne de los senos, los comprometen y los
denigran, siendo conveniente apreciar eso.
Toman la luz y sus valores resaltantes de un modo que
lo blanco no puede recoger. Por eso su plástica está listada
de luz y se exalta como la perla negra se exalta. Se
ven más que los blancos.
La negra se ríe de sus senos como no se ve reír a la
blanca, pero como indudablemente se ríe también. Es una
risa siniestra de herir con un arma; es una risa sanguinaria
que pone de manifiesto los dientes blancos, revelando
hasta dónde es un animal de cuidado la mujer. Sobre
todo, cuando en sus bailes les remueven demasiado a propósito,
con una alevosa premeditación, paradas, y sólo
dándoles velocidad como en una tumba africana, la burla
es la burla de las burlas y abusan de saber cómo impresionan,
sin que nada justifique que ellas se impresionan.
En las negras, los senos llegan a parecer como grandes
butifarras, hechas con picaduras de carne de hipopótamo,
por ejemplo, o algo así.
Pesadilla negra esa de los senos de negra, senos accidentados,
sin desbastar, materiales, tan materiales que
ahogan en su materia como un mar espeso, como las aguas
del mar Negro.
SENOS DE MADRE
A veces los senos de madre no pueden recordar su antiguo
significado, su primera coquetería.
Pero cuando vuelven, ¡cómo sobrepasan la insignificante
coquetería primera! Vuelven desiguales, lo cual es
ya una mayor extensión de su encanto. El seno con el que
dieron de mamar es el mayor. El otro no tuvo casi leche,
resultando por eso como un pobre desgraciado que merece
más caricias, aunque el otro sea el fecundo, en el
que parece conservarse aún algo de leche blanca y condensada.
Cuando dan de mamar, el ver la cabeza del niño junto
a ellos y un poco de color de ellos, hace que nos abstengamos
de seguir mirando, aunque también al dar de mamar
se convierten en biberones.
Los senos de madre duelen en el parto, y a veces sufren
grandes dolores después, cuando se les cierra la espita.
Sin embargo, en el dar de mamar normalmente encuentran
una gran voluptuosidad, que se callan, como
si no estuviese permitida.
Los senos de madre tienen cicatrices, porque se inflamaron
y supuraron en el parto, y hubo que hacerles punciones
y ponerles inyecciones antisépticas, quedando su
piel convertida en una criba. Su aréola se llena de elevaciones
en el primer embarazo, y subsisten después siendo
su nombre el de tubérculos de Montgomery, nombre
como el de una condecoración de los senos heridos en
la batalla. Todas esas taras son necedores, que les ha curado
de su presunción de objetos de bazar, que les ha humanizado
más, que les hace tener una mayor modestia,
les hace más expertos, más comprensivos y más dueños
de su voluntad. Por eso los senos de madre son más amparadores
y tratan al amante como amante y como hijo.
Hay hombres que no sabemos por qué están tan enamorados
de las mujeres junto a las que caminan siempre.
Un secreto intenso les atrae, les hace envolverlas,
encubrirlas, acercarse como miopes a sus figuras embozadas
en los trajes vulgares.
Pero el secreto ese es que esas mujeres tienen unos senos
disimulados para todos menos para ellos, con un disimulo
que una vez descubrimos en una novia provinciana,
en cuyo pecho encontramos lo inesperado muy doblado,
muy apretado remetido con fuerza, tan violentamente
que eso evitaba la circulación de la sangre, y el
hallazgo estaba pálido, adolorido y frío.
Estaban sus senos plegados como redondos farolillos
japoneses, y bastó encamdilarlos y tirar de ellos para que
fuesen bombas de luz.
Esos hombres que saben que sus esposas guardan lo
que no puede apreciar nadie, son modelos de oficinistas,
hombres que se contentan con cualquier trabajo porque
esos senos que poseen les dan categoría sobre los demás,
porque merece cualquier resignación en la vida del trabajo
encontrar al final de la jornada los senos insospechosos.
Habrá quien crea que son tontos, habrá quien no
les mire siquiera, pero a ellos no les importa aunque se
den cuenta, pues miran con sorna el espectáculo de la
organización del mundo, porque los senos disimulados
de su esposas les compensan de todo. Para ellos, el arte
y la novelería de la vida está en ese secreto de dilatación
que hay en sus esposas y que no podrán contar ni a su
íntimo amigo.
LA MADRE POBRE
La leche de las pobres de pedir limosna es como el
agua; pone a sus hijos aguanosos, pero no les alimenta.
Es el mayor sarcasmo que se comete; es la mayor falsedad
evidente que no se consiente. La vida, más fuerte
que el hambre, llena los senos de la mendiga, ¿de qué,
si a veces no ha comido? La vida los llena y les da el
apetito de probar de ellos, pero se lo dejan todo a su hijo.
En los senos de la mendiga hay un resorte de milagro.
Sorprende vérselos sacar negros, quemados, del color de
la tierra rasera, color cáscara de patata y ponérselos en
la boca a sus hijos.
REYES Y SULTANES
Los reyes manejan clandestinamente senos admirables
en los que imprimen el sello de su sortija que queda grabado
en ellos, porque se lo infieren cuando están candentes,
cuando se ablandan como el lacre en la hora ardiente
de orgullo.
A los reyes les apena el tener que desflorar en el secreto
y en la oscuridad esos senos que sólo se abren ante
ios reyes, como pasionarias, enseñando sus atributos interiores,
los atributos, las cositas, las filigranas que guardarán
bajo su envoltorio siempre para los que no somos
reyes.
En las sombras de los palacios que tienen en las afueras
de la ciudad en que reside la corte y donde llevan a
sus conquistas, los senos de ellas se sienten ateridos, mirados
con un conminatorio rencor por todas las reinas
de los panteones de reyes, y se contraen de un frío letal.
En las cámaras nupciales de esos palacios, los senos de
las advenedizas se llenan de una palidez y una amarillez
de muertas, que les hacen interesantísimos; se quedan
sobrecogidos, más infragantis e ingenuos que nunca, exaltados
sobre el fondo de oscuridad y de muerte que no
hay más que en esos palacios, pintados sobre un fondo
que sólo hay en los lechos de esos palacios reales. ¡Color
y formas que sólo verán los reyes galantes!
Los sultanes tienen más a las claras, más declaradamente,
con más realidad, numerosos senos. En la luz concentrada
en esas casas, miran hacia dentro, en la luz que
enjalbega los patios de los harenes, los senos que gozan
los sultanes están llenos de una certeza suprema, esa certeza
que toman las cosas bajo los claros mediodías del
estío. Los senos que poseen los sultanes son senos como
de dulce de coco y azúcar; senos jugosos; senos cuya blancura
exalta los ojos, morenos y rasgados: senos que cuelgan
como higos frescos en la higuera fresca bajo el sol
agostador, senos como llenos de una fresca, blanquísima
y dulce horchata; senos incensarios, que se mecen
como incensarios; senos guirnalda, porque obedecen con
una rara unanimidad al mismo señor y no temen a Dios,
sino que se ofrecen también como por mandato de su
Dios; senos como grandes bolas de azahar; senos que
miran con ojos rasgados y nostálgicos; senos llenos de
pereza, de enervación y de languidez; senos un poco triangulares,
como si así tuviesen más la forma litúrgica; senos
a los que alumbra de lejos un sol claro como a la
luna; senos extáticos, como las cosas en la siesta; senos
que meditan en el esplendor de la realidad del día, y es
su levadura esa meditación; senos enjarrados por la luna.
Esos senos de los serrallos crecen, crecen, crecen, hasta
dar en el suelo, y cuando un poco aventajadas ya no se
levantan ellas, quietas y resignadas siempre en cuclillas,
ellos descansan también sobre los almohadones echados
sobre el suelo.
Cuando las mujeres del serrallo cometen infidelidad,
el sultán, iracundo, no corta con su gumía sus cabezas,
sino que corta sus senos con golpes que facilita la forma
de la gumía. Todo el serrallo se llena de un lado de cadáveres
y de otro de senos, volando las almas entre unos
y otros, porque se salen en seguida por los agujeros de
palomar que se abren en los pechos de mujer al arrancarlas
sin precaución sus senos.
Los senos de las mujeres del serrallo crecen también
y adquieren mayores encantos y mejores nácares, porque
no hay nadie como los sultanes para decirles todos
los piropos imaginables, los piropos que los cuidan y los
hermosean como ningún agua de rosa. Por eso ellos sienten
que les pertenecen tanto los senos de sus mujeres,
porque saben lo que les han dicho con una inspiración
en que han puesto todo su corazón y su riqueza de filtraciones
de sol y de luna.
Los senos de las favoritas luchan unos contra otros como
las testuces de los machos cabríos, y alguna vez, enardecidas
todas por la comparación de sus senos, se tiran
los senos a la cabeza y algunas se descalabran.
LOS SENOS DE EVA
Por pensar en todos los senos hemos pensado en los
de Eva, caudalosos, fuertes, de piel dura, rojiza y áspera;
senos de ama de cría montañesa, de leche pura, salutífera
y prodigiosa, la leche en su primera fuente, la fuente
que no se ha agotado después. Adán no se dio verdadera
cuenta de ellos, porque estaba asombrado ante otras sorpresas.
Fueron los únicos senos que hicieron un perfecto
ángulo recto en relación con el plano del pecho, un ángulo
recto que inmediatamente después fue perdiendo grados
y decayendo. Los senos de Eva fueron los que conservaron
la estructura que les imprimió el molde de metal,
el llanero que utilizó el Creador para su formación
y que después colgó en su cocina.
EL SENO MÁRTIR
Aquella mujer larga, flaca, marfileña, iba pereciendo.
Su belleza no desaparecía, sin embargo, en aquel lento
perecimiento. No le faltaban pretendientes, pero ella se
obstinaba en no tener novio. Tocaba sentimentalmente el
piano largas horas, sin notar la caricia al hombre, que
es la caricia al piano. Así todo lo que en ella era inflexible
a los hombres, era sinceridad, entrega e impudor para
el piano.
Sus enamorados, callados, desahuciados, aprovechaban
los instantes en que ella tocaba el piano para verla
en todo lo que tenía de mujer. Tan enjuta como era, se
veían, sin embargo, destacarse sus senos, los senos que
nadie calaría, las frutas al otro lado del abismo, entregadas
a su consumación por el tiempo.
¿Qué mal la mataba? Ella parecía sufrir del corazón;
de vez en cuando se echaba mano al pecho, como diciéndoles
a todos. «Aquí me duele». No había ido nunca al
médico; su pudor no había dejado que sus padres la llevasen.
Hasta que un día se desmayó, y al desabrocharla se
vio que uno de sus senos, el izquierdo, estaba completamente
gangrenado. ¡Oh, por no enseñar sus senos había
callado, y el tumor había profundizado tanto, se la había
comido de tal modo, que por el agujero que había hecho
se veía funcionar a su corazón, como se ve moverse al
volante a través del cristal de un Roskoff!
SENOS DE CASTILLA
En el paisaje árido y seco de Castilla, los senos son
una sorpresa milagrosa, son dos tacitas de agua.
Por lo general, las mujeres de Castilla tienen unos senos
prietos, pétreos, senos pegados al pecho, sobrecogidos
por la aridez de la tierra, senos terrosos, aunque como
la greda que el escultor moja todos los días. El frío
duro y el valor duro parecen haberlos agostado; pero sobre
todo esas grandes heladas que caen sobre Castilla.
Los senos de Castilla son senos de esposas fieles de
labrador, y hay en ellos como un puñado de granos de
trigo, aunque también en ellos hay una colección de semillas
de flores que no brotan en esa tierra. Pero de pronto,
entre esa comunidad de senos austeros, surge la visión
de unos senos impares, ampulosos y llenos.
La que los lleva camina con una especial crueldad, con
un aire de reina de Castilla. Se prevale de toda la sed
de alrededor, y de cómo sobre la tierra sin senos, sobre
la tierra llana, se destacan sus senos, recortándose sobre
el cielo.
¡Ah! ¡Pero cuando Castilla se vuelve loca, cuando sus
pueblos se exaltan hasta el paroxismo, con ardores de una
voluptuosidad indecible, es cuando hay en ellos unos senos
pecadores!
EL QUE SE LOS COMIÓ
Parece que ha habido un hombre de instintos temerarios
que se ha comido unos senos de mujer, como se comen
unas naranjas sin mondarlas ni repartirlas en gajos,
sino mordiéndolas y chupando.
Quizá unos senos comidos con el valiente apetito con
que se podría realizar ese acto, sepan a ancas de rana o
cosa por el estilo. ¿Y su pezón? Su pezón debe saber como
el tostado pezón de los panes que acaban en punta,
en una punta exquisita.
También parece que algunos senos deben saber a guayaba.
LA OPERADA
Lo que más dentera nos ha dado ha sido la imagen de
la mujer a la que cortan un pecho —una «mama» debería
decirse, para alejarse aún más de algo que es más terrible
y más emocionante diciendo «senos».
Esa mujer con un pecho resulta como más impresionante
y como más dotada que de los dos porque se buscará
siempre en ella, además del que se encuentra y del que
sería igual que el que se encuentra, otro seno más joven,
el de entonces, el que queda en su base y que lo representan
algo así como el nudo del árbol a la rama cortada.
¡Qué feroz desnudo el de la mujer con un seno menos!
La vida del hombre que la contemple sentirá un encarnizamiento
atroz, sentirá una locura de enternecimiento,
estará buscando perdido y obcecado ese seno escamoteado.
¡Qué realidad y qué tesitura más dramática y sentimental
la del seno que falta!
Todos los días, en los hospitales y en las clínicas se
cortan pechos de mujer, pecho podridos, pechos llenos
de una trichina que se goza en ellos y no se puede descartar
precisamente por eso, porque encuentra su dulzura
y se ceba en ella.
Las que van a ser operadas se acuestan para que las
corten el pecho, se acuestan sabiendo lo que las va suceder,
dispuestas a sacrificar algo de los superfluo para que
no se contamine toda su vida. Los maridos y los amantes
los han acariciado por última vez, con una caricia de despedida,
y ellas se lo miran también por última vez. Quizá
lloran por él, pero piensan: «La muerte, después de todo,
¿qué es sino la extirpación de los dos, y la extirpación de
la cabeza y de todo lo demás? Si no tuviese que suceder
eso sería para desesperarse de un modo imposible; pero
teniendo que suceder eso al fin, esto no es demasiado».
Eso que sucede en los hospitales es como si de las banastas
de las frutas se tirase la fruta podrida. Se hace tan
sencillamente como se hace eso en los mercados.
En las guerras —hasta en la última guerra se ha hecho—
sucede, sin embargo, algo más atroz, y es que la soldadesca,
sobreexcitada por esa fiera incógnita que hay en los
senos, los cercena sanos y todo, dando el mayor placer
a las infames espadas que gozan como nada haciendo lonchas
de seno, las lonchas más voluptuosas de hacer. En
las guerras, aunque se supriman las violaciones y los robos,
no se logrará suprimir esa tala de los senos, en cuya
tragedia hay algo peor que el que sean cortados de raíz
y es el que sólo sean destapados y queden colgando, como
si quedase abierta la tapadera del tintero de la sangre.
LAS SERPIENTES Y LOS SENOS
Es un bello cuadro de sagacidad y de glotonería que
exalta los senos, el de las serpientes que roban la leche
a las madres. Llegarán pensando en los senos con un encanto
que las pondrá eréctiles desde la cabeza a la cola,
y cautelosas, como la mano del ladrón que va a robar
el tesoro que se esconde en el bolsillo del pecho, buscarán
el pezón y lo chuparán.
Después, todo su cuerpo, engolosinado, se sentirá recorrido
por un hilillo de leche de saber insuperable, y
sus ojillos mirarán la tersa maravilla, mientras su cola
se moverá con alegría, como una batuta que dirige una
música suave y lenta.
LOS SENOS DE LAS MUÑECAS
DE CERA
¿Son quizá más admirables los senos de las muñecas
de cera que los de las mujeres de carne? Quizá.
En la delicia cérea de los rostros de las muñecas de
cera entra por mucho, entra sobre todo la delicia de sus
senos. Sus senos les dan una realidad que no les dan sus
rostros. Sus senos tienen las vertientes, las plasticidades
y los brillos de lo móbido, más aún que siendo blandos,
además de tener cierta inmortalidad que sobrepasa su encanto.
¡Cómo afrontan al hombre los senos de las muñecas
de cera! Yo, en la intimidad de una de esas muñecas, los
he visto desnudos y afrontándome de un modo que no
se vence como se vence a los de las vivas después que
se desnudan así sino que nos vence irremisiblemente, nos
vence porque no podemos avanzar sobre ellos y tenemos
que considerarles, considerarles sólo, considerarles únicamente.
(Los de las estatuas producen una sensación contraria,
porque son duros y falsos, como no lo son los de
las figuras de cera).
¡Cómo dejan la caricia en la mano los senos de las figuras
de cera! La dejan en la mano sin descomponerse
y ponerse pachucha, como sucede con la que dejan los
de carne. Queda en la mano la forma entera, blanda y
sin aplastarse de ese modo con que se aplastan los de carne.
¡Amarillos e inefables senos de las mujeres de cera!
Han pasado la muerte, la han remontado y tienen las virtudes
indescomponibles. Ningunos senos tan admirables
y tan rotundos como los de las muñecas de cera, ni los
blandos senos de la Divinidad hembra, que son demasiado
inmortales, excesivamente inmortales y, por lo tanto,
fríos e insensibles.