cuentos rusos 6

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Mijaíl Saltykov–Shchedrín (1826–1889)
Aventuras de Kramólnikov

cuento–elegía

Una mañana, al despertarse, Kramólnikov advirtió, con entera claridad, que no existía. La víspera se sentía aún un ser real, mientras que aquel día, por arte de birlibirloque, su existencia se había convertido en inexistencia. Pero aquella inexistencia era de un carácter muy singular. Kramólnikov se palpó precipitadamente el cuerpo; luego, pronunció en voz alta algunas palabras, y, por último, se miró al espejo; resultó que él estaba allí, presente, y que en su calidad de alma inscripta en el censo de siervos existía lo mismo que ayer. Es más, probó a pensar y se cercioró de que podía hacerlo. Pero, a pesar de todo, no le cabía la menor duda de que ya no era un ser viviente. No era ya el Kramólnikov, no inscripto en el censo, que se sintiera el día anterior. Diríase que se había cerrado bruscamente una puerta ante él o que un alud había interceptado su camino, y ya no podía ir a ninguna parte ni tenía objeto alguno caminar.

Haciendo toda suerte de conjeturas, se puso a observar con curiosidad cuanto le rodeaba, y su mirada detúvose un instante en el trabajo literario, empezado, que se hallaba sobre la mesa escritorio; de pronto, se sintió sacudido corno por una descarga eléctrica…

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

Al principio pensó: «¡Qué tontería!», y tomó la pluma. Mas, cuando quiso continuar el trabajo iniciado, se convenció inmediatamente de que, en efecto, tenía que tacharlo de un plumazo y escribir debajo: ¡Innecesario!

Comprendió que todo continuaba como antes; únicamente su alma había quedado cerrada a piedra y lodo. En adelante, sería dueño de regir las funciones de su alma empadronada y, quizás, también dueño de pensar; pero nada de aquello tenía ya objeto. Le habían quitado lo principal, lo que constituía el fundamento y la esencia de su vida: aquella fuerza radiante que le permitía encender los corazones de los demás con el fuego del suyo propio.

Permanecía en pie estupefacto; miraba, y no veía; buscaba, y no encontraba. En su pecho ardía algo terriblemente torturante, abrasador, mientras por el aire se expandía un susurrante rumoreo necio, maligno: «¡Lo han cogido, lo han descubierto, lo han atrapado!”

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido?

Su alma estaba en efecto cerrada a piedra y lodo. Como todo hombre de convicciones y firmes creencias, Kramolnikov tenía un sagrario en su interior donde guardaba !os tesoros de su alma. Aquellos tesoros, lejos de esconderlos y considerarlos de su exclusiva pertenencia, los esparcía a manos llenas. Y a ello se reducía a su entender todo el sentido de la vida humana. Sin aquella fuerza interna que obligaba al hombre a emanar luz y bien, dándole al propio tiempo capacidad de recepción para la luz y el bien de los demás, la sociedad humana se asemejaría a un cementerio. Aquello no sería una sociedad, sino un depósito de cadáveres… Y ahora, llegaba para él un período cadavérico. El intercambio mutuo de la luz y del bien había terminado Kramólnikov mismo era ya un cadáver, y cadáveres eran también aquellos a quienes se dirigiera, hacía tan poco tiempo, como fuente del agua de la vida, que hacía fecunda a su actividad… Nunca, ni siquiera en hipótesis, se había imaginado que pudiera ocurrirle tan profunda desgracia.

Kramólnikov era un literato poshejoniano de pura cepa, sin más afecciones que el cariño al lector, ni más alegrías que su relación con él. No plasmaba al lector dándole forma material alguna pero, sin embargo, lo tenía presente de continuo. Aquella devoción a un ser abstracto encerraba algo singular; era como una especie de pasión morbosa. Durante varios decenios había constituido su único sustento espiritual y de año en año se fue haciendo acuciante. Por último, llegó la vejez, y todas las venturas de la vida, excepto aquélla —suprema, la más esencial—, perdieron para él todo interés, tornándose innecesarias…

Y de pronto, en aquel instante se derrumbó también su ventura postrera. Abrióse de pronto un negro abismo y se tragó el único aliciente de su vida…

En la esfera literaria suelen encontrarse a veces personas de tal naturaleza, que orientan exclusivamente su vida en una sola dirección. Desde su juventud, se va formando su existencia de un modo tan unilateral, que cualesquiera que sean las casuales circunstancias que las aparten del camino señalado por la fatalidad, sus desviaciones nunca serán serias ni duraderas. Bajo las sucias capas de aluvión continúa fluyendo el claro arroyuelo, como la sangre por las venas. Toda la diversidad de la vida se les antoja ficticia; todo el interés de ésta se halla concentrado en un punto luminoso. Nunca reparan en qué contingencias pueden esperarles en el camino, jamás prevén nada, no se preocupan de asegurarse la retaguardia, ni de practicar reconocimiento del terreno ni se informan de ejemplos precedentes. Proceden así, no porque no comprendan los fenómenos que se producen ante ellos y su propia dependencia de los mismos, sino porque ninguna clase de previsiones ni informes pueden alterar lo más mínimo unas funciones cuya interrupción sería igual al cese de la existencia. Hay que matar al hombre para que se interrumpan tales funciones.

¿Sería posible que precisamente un asesinato semejante se hubiera perpetrado entonces, en aquel enigmático momento? ¿Qué había ocurrido? En vano buscaba respuestas. Tan sólo comprendía una cosa: que por todas partes le rodeaba un vacío insondable.

Kramólnikov amaba ardientemente, con fiel pasión, a su país; conocía muy bien su historia, tanto pasada como presente. Pero aquel conocimiento ejercía sobre él una influencia singular en extremo: era un manantial, nunca cegado, de dolor que, renovándose de continuo, acabó por ser el principal objeto de su vida, por dar dirección y colorido a toda su actividad. Y Kramólnikov, lejos de procurar calmar aquel dolor, lo atizaba y reavivaba en su corazón. La vitalidad del dolor y la continua sensación del mismo era una fuente de vivas imágenes, a través de las cuales el dolor se transmitía a la conciencia de los demás.

Sabía Kramólnikov que su país poshejoniano gozaba desde tiempos remotos fama de tornadizo e inestable, que su propia naturaleza no merecía confianza. Los ríos se desbordaban y no había año que no cambiasen de curso formando numerosos bancos de arena en sus cauces. Los fenómenos atmosféricos, sorprendentes por lo inesperados que eran, parecían obra de magia: hoy, hacía tanto calor, que la camisa chorreaba en la espalda del vecino, y al día siguiente, la misma camisa, del frío, estaba más tiesa que una estaca. Los veranos eran cortos, la vegetación pobre, los pantanos inmensos… En resumidas cuentas: una naturaleza tan inadecuada y traidora, que no se podía hacer de antemano suposiciones de ninguna clase.

Pero más inestable todavía era en Poshejón la suerte de las personas. El rústico decía: «Del zurrón de mendigo y de la cárcel ni Dios te libra». El comerciante y el artesano aseguraban: «Nuestras ganancias se ven menos que una raya en el agua». El boyardo afirmaba: «Ayer, era grande como un castillo, y hoy, soy pequeño como un comino». ¡No había relación entre el ayer y el mañana! El hombre vagaba a la ventura, como por el Valle de las Maravillas: «Si Dios manda buenos vientos, llegarás a ser general; si no los manda, en soldado te quedarás».

¿De qué conciencia podía hablarse cuando por doquier reinaban la deslealtad y la traición? ¿En qué podía apoyarse? ¿Con qué forjarse?

Todo aquello lo sabía Kramólnikov, pero repito que el conocimiento avivaba el dolor de su corazón y era el punto de partida de sus actividades. Repito también que quería profundamente a su país, amaba su pobreza, su desnudez, su infortunio. Tal vez vislumbrase en perspectiva algún milagro que pusiese fin a las desgracias que le atormentaban.

Creía en los milagros y los esperaba. Educado en el seno de los prodigios, se sometía, sin darse cuenta él mismo, a la acción de la taumaturgia y la consideraba como un factor decisivo en la vida de Poshejón. ¿En qué sentido ejercería su acción la taumaturgia? La cuestión se reducía a eso… Además, en el pasado, no todo eran tinieblas. De vez en cuando, las sombras se esclarecían un poco, y en aquellos breves espacios de claridad los habitantes de Poshejón se sentían indiscutiblemente más animosos. Esta cualidad de florecer y reanimarse bajo los rayos del sol, por débiles que sean, demuestra que para todas las personas en general la luz constituye algo muy deseado. Hay que fomentar en ellas esa instintiva ansia de luz y recordar que la vida es alegría y no un interminable padecer del que sólo puede librarnos la muerte.

No es la muerte la que debe romper las ligaduras, sino la imagen restaurada del hombre, iluminada y limpia de todas las impurezas que han ido depositando sobre ella siglos de esclavitud y expoliación. Esta verdad dimana tan naturalmente de todas las propiedades del ser humano, que no es posible dudar ni un instante de su futuro triunfo.

Kramólnikov creía en ese triunfo y todo él se entregaba a su recuerdo.

Su inteligencia y corazón los consagraba por entero a restablecer en las mentes de sus correligionarios el concepto de la luz y la verdad, y a refirmar en sus corazones la fe en que la luz llegaría y las tinieblas no podrían cercarla. Tal era en realidad el objetivo de todas sus actividades.

Y en efecto, la taumaturgia no tardó en ejercitar sus derechos. Pero no aquella taumaturgia, benéfica, que él esperaba, sino una vulgar, cruel, poshejoniana.

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

En honor de Kramólnikov hay que decir que nunca se había hecho la pregunta: «¿Por qué se me castiga?» Pues comprendía que cuando no se ha cometido delito alguno de palabra, tal género de preguntas, además de ser inoportunas, testimonian abiertamente la pusilanimidad de quien las hace. Ni siquiera negaba lo normal del hecho que le había acaecido, y únicamente la parecía que la normalidad del mismo se manifestaba de un modo excesivamente cruel y rudo. Más de una vez, en su larga carrera literaria, había tenido que desempeñar el papel de anima vilis ante la taumaturgia, pero hasta entonces ésta al menos le había dejado el alma intacta. Ahora se la había arrancado y estrujado, cerrándola a piedra y lodo, y por muy acostumbrado que estuviera Kramólnikov a las veleidades de la taumaturgia, en esta ocasión experimentaba gran sorpresa. Era como si le hubieran tundido a golpes, sentía en todo su ser un dolor agudo, ardiente y nuevo en absoluto. Y de pronto se acordó del «lector». Hasta entonces le había dedicado abnegadamente todas sus energías; ahora alentaba en su corazón por vez primera un impreciso afán de correspondencia, de simpatía, de ayuda…

E instintivamente se echó a la calle, como si allí le esperara alguna explicación.

La calle tenía el habitual aspecto poshejoniano. A Kramólnikov le pareció que ante él se extendía una inmensa llanura muda, ciega y sorda. Sólo las piedras gemían. La gente iba y venía con sigilo, mirando recelosa a los lados, como si fuera a robar. Únicamente aquella fibra continuaba viva. Todo lo demás estaba lleno de asombro, casi pasmado.

Pero a Kramólnikov, en su acaloramiento, le pareció que hasta aquella muda calle sabía algo. Y lo deseaba con tanta vehemencia, que tomó los gemidos de las piedras por quejas de los hombres. Sin embargo, en parte no se equivocaba. Efectivamente, por doquier, se expandía un desenfrenado rumoreo: el de los liberales, sus amigos de ayer. A unos los dejaba atrás, otros venían a su encuentro, pero desgraciadamente no se percibía en sus rostros ni el menor asomo de simpatía. Al contrario, ya se había extendido por sus facciones la sombra de la apostasía.

— ¡Vaya, lo han enterrado a usted, querido! ¡Pronto lo han enterrado! —le dijo uno—. Severo castigo, señor mío, ¡muy severo! Pero usted también tiene su tanto de culpa. No se puede hacer eso, amigo mío. Hace tiempo que se lo vengo advirtiendo: ¡no se puede! Le han estado aguantando y aguantando, hasta que se acabó…

—¿Qué quiere decir con eso de «se acabó?”

—Pues que «se acabó», ¡y nada más! Se aburre uno ahora. Los actuales no son momentos de conversaciones, sino de observar y, siempre que sea posible, andarse con cuidado. Usted, señor mío, debía haber caído antes en la cuenta; si !e repugnaba adherirse de toda corazón, podía haberlo hecho aunque no fuera más que por encima, ¡y que averigüen luego cómo es uno por dentro! Pero usted, ¡siempre con exabruptos, con brusquedades! Y claro se han hartado. ¿Cree usted que para mí mismo no es dura la vida? ¡Me parece que usted me conoce desde hace tiempo! Sin embargo, yo lo pensé muy bien, les pedí consejos a buenas personas… Dije: ¡Señor, bendíceme!… Y, ¡cataplum!

Otro le manifestó:

—Sí, querido amigo, me da usted lástima, ¡muchísima lástima! Era agradable leerle. Se sonreía uno, suspiraba y, a veces, hasta encontraba algo de provecho… En ocasiones, incluso se apresuraba uno a ir a contárselo a los amigos. En las oficinas se citaban sus pasajes. Tenía yo un amigo que se sabía de memoria muchos de sus escritos. Pero, por otra parte, todo tiene su límite. Llegó un tiempo en que se necesitaba otra cosa; debería usted haberlo comprendido y no esperar a que le dieran el pasaporte. Y en cuanto a qué «otra cosa» es ésa, se aclarará más tarde, pero no ahora… Ya ve, yo, después de otros, examiné detenidamente el asunto y le dije a mi mujer: «¡Hay que hacerlo ahora mismo!» Bueno, y ella también me dijo: «¡Hay que hacerlo!» Y me decidí.

—¿A qué se decidió usted?

—Pues, sencillamente, a seguir el camino trillado de los demás, sin mirar a los lados, sin remontarme a las nubes ni soñar con grandes empresas… Despacito, sin ruido, se va lejos. Supongamos que esa senda sea aburrida y gris, pero, por una parte, a nosotros no nos corresponde brillar; y por otra, la familia. A mi mujer le gusta engalanarse, divertirse… Y uno mismo tiene su posición en la buena sociedad, sus relaciones y amistades; ve cómo los demás suben y suben, ¿y va uno a perderlo todo? ¿Se figura usted que yo seré así siempre?… No, yo también tengo mis objeciones. Ya vendrán tiempos mejores… Por ejemplo, ni Nikolái Semiónich… Porque hoy, amigo, tiene la sartén por el mango uno… Hoy es Iván Mijáilich y mañana puede ser Nikolái Semiónich… Bueno, y entonces, de nuevo…

—¡Pero si Nikolái Semiónich es un ladrón!

—¿Un ladrón? ¡Oh, qué duramente se expresa usted!

Por último, un tercero le gritó en sus propias barbas:

—¡Se lo tiene bien merecido! ¡Ya era hora! Usted, señor mío, no sólo se ha comprometido a sí mismo, sino a los demás. ¡Eso ha hecho usted! Por culpa suya, tuve ayer que dar explicaciones, ¡y hoy mismo no sé si soy o no soy! Y permítame que le pregunte: ¿Qué derecho tiene usted a esto? El jefe me dijo: «Usted está en amistosas relaciones con el señor Kramólnikov, y por todo lo expuesto…» Yo le contesté con evasivas: «¡Qué han de ser amistosas, Vuecencia! ¡Pura broma! ¿Por qué no hacer un poco el bufón después del trabajo?» Bueno, y de momento, me han dado veinticuatro horas para meditar; luego ya veremos qué pasa. Y yo, por cierto, tengo mujer, hijos… Además, yo también significo algo… ¡Quién iba a esperar esto! Le repito: ¿Qué derecho tiene usted? ¡Ayayay!

Kramólnikov no creyó necesario continuar la charla y siguió andando. Pero como en su camino se encontraba la casa de un antiguo compañero suyo de hospedaje, decidió entrar un momento a verle, pensando que al menos se desahogaría.

El lacayo le acogió cordialmente: por lo visto aún no sabía nada. Le dijo que Dimitri Nikolaich no estaba en casa y que Aglaia Alexéievna se hallaba en la sala. Kramólnikov abrió la puerta, pero apenas hubo cruzado el umbral de la sala, la dama que estaba sentada allí dio un grito y echó a correr. Kramólnikov se retiró.

Por último, recordó que en Peski vivía un viejo compañero de servicio (Kramólnikov había servido hacía quince años en la Dirección de Malos Pensamientos) llamado Yákov Ilich Voróbushkin. Aquel hombre, que era un gran admirador de Kramólnikov, no había tenido suerte en su carrera. Llevaba ya sus buenos diez años y pico de jefe de negociado, sin perspectivas de ningún ascenso, temblando como un azogado cuando se producía algún cambio, por temor a perder su cargo. Tímido y poco buscavidas por naturaleza, ni siquiera había sabido proporcionarse un buen empleo particular. Sin que se sepan las causas de ello, desde el primer momento se orientó de manera tan singular, que incluso a él mismo le parecía extraño buscar algo, escribir propuestas de aniquilaciones y destituciones, zancadillear por antesalas y escaleras, y etcétera, etcétera. Sólo una vez presentó un informe sobre la necesidad de dar ánimos a los mendigos, pero el director, después de leerlo, se limitó a amenazarle con el dedo, y desde entonces Voróbushkin no volvió a decir esta boca es mía. Sin embargo, últimamente, había empezado a tener vagas esperanzas y a ir a la misma iglesia a la que iba su jefe; debido a ello, éste le regaló una vez medio pan eucarístico (de la parte de abajo) y le dijo: «¡Estoy muy contento!» Y cuando el asunto marchaba ya sobre ruedas, de pronto…

A Kramólnikov le abrió la puerta una vieja niñera, tras la que asomaron, por entre las hojas interiores, las caras asustadas de unos niños. La vieja estaba enfadada, pues la llegada del inesperado visitante había interrumpido su labor de buscarse las pulgas. Sin ninguna clase de rodeos, le dijo a Kramólnikov en la cara:

—Yákovllich no está en casa; por culpa de usted, le ha llamado el jefe; no sabemos si a estas horas estará vivo o muerto, y la señora ha ido a rezar a la iglesia.

Kramólnikov empezó a bajar por la escalera, pero apenas hubo dado unos pasos, se encontró con el propio Voróbushkin.

—¡Kramólnikov! ¡Perdone, pero yo no puedo seguir manteniendo con usted las relaciones de antes! —dijo Voróbushkin con alterada voz—. Por esta vez, me parece que me he justificado, aunque no puedo asegurarlo con certeza. El director me ha dicho: «¡Ha caído sobre usted una mancha que no se borrará jamás!» ¡Y yo tengo mujer, hijos! ¡Déjeme en paz, Kramólnikov! Perdone que sea tan pusilánime, pero no puedo…

Kramólnikov volvió a casa abatido, casi asustado.

Se daba cuenta de que, a partir de aquel día, estaba condenado a la soledad. Y estaba solo no porque no tuviese lectores que le apreciasen y tal vez le quisieran, sino porque había perdido todo contacto con su lector. El lector se hallaba lejos y no podía romper los vínculos que le ligaban. Pero había también otro lector, cercano, que tenía en todo momento la posibilidad de morder a Kramólnikov, como un reptil, hasta matarle. Este continuaba allí presente y expresaba ya con descaro que incluso la mudez de Kramólnikov le era odiosa.

Confusa, cruzó fugaz por su mente una idea: en todas las apostasías de que él fuera testigo no se ocultaba solamente la traición personal, sino todo el aplastante orden de cosas establecido. Los librepensadores de ayer, que tan afectuosamente le estrechaban la mano hacía poco y hoy huían de él como de la peste, hacían aquello no sólo por miedo, de judas, sino porque las circunstancias les oprimían.