cuentos rusos 4

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Iván Turgénev (1818–1883)
El brigadier

I

Lector, ¿te son conocidas acaso esas pequeñas haciendas de nobles, que veinticinco—treinta años atrás abundaban en nuestra gran Ucrania rusa? Ahora éstas se encuentran raramente, y dentro de unos diez años las últimas, es posible, van a desaparecer sin dejar huella. Un estanque caudaloso cubierto de mimbres y juncos, una vastedad de patos afanosos, junto a los que se posa a veces una cerceta cautelosa; detrás del estanque un jardín con alamedas de tilos, esa beldad y honor de nuestras llanuras de tierras negras, con abandonados bancales de fresas «españolas», con una continua espesura de grosellas, casis y frambuesas, entre la que, en la hora lánguida del inmóvil bochorno del mediodía, ya seguro pasa fugazmente el pañuelo de colores de una muchacha sierva, y resuena su voz penetrante; ahí mismo un granero sobre patas taladas, un invernadero, un huerto malito, con una bandada de gorriones en los estambres, y un gato acurrucado cerca de un pozo derrumbado; luego los manzanos rizados sobre una hierba alta, por abajo verde, por arriba grisácea, los ralos cerezos, perales en los que nunca hay frutos; después los canteros de flores: las amapolas, las peonías, los ojitos de aniúta[1], los crisantemos, las “señoritas en verdor” [2], los arbustos de madreselva tártara, el jazmín silvestre, las lilas y las acacias, con el abejero incesante, el zumbido de un abejorro en las ramas tupidas, olorosas, viscosas; finalmente, la casa señorial de un piso, sobre un fundamento de ladrillo, con unos cristales verdosos en marcos angostos, con un tejado en declive alguna vez pintado, con un balconcito, del que se cayó una baranda con forma de cántaro, con un mezzanine[3] torcido, con un perro viejo sin voz en un foso debajo del portal; detrás de la casa un amplio patio con ortigas, absintios y bardanas en las esquinas, unos servicios de puertas manoseadas, con palomas y cornejas en los horadados tejados pajosos, una bodega con una veleta oxidada, dos—tres abedules con nidos de grajos en las ramas peladas de arriba; y allí ya un camino con cojines de polvo suave en los carriles, y el campo, y los largos setos de cáñamos, y las isbás[4] grisáceas del pueblo, y los gritos de los gansos desde los lejanos prados anegados… ¿Te es conocido acaso todo eso, lector? En la misma casa todo está un poco de costado, un poco desvencijado, ¡pero no importa! Se mantiene firme y retiene la calidez: unas estufas como que de elefantes, un moblaje desigual hecho en casa, unas veredas blancuzcas, senderadas corren desde las puertas por los suelos pintados; en el recibidor unos pardillos y alondras en unas jaulas diminutas, en una esquina del comedor un enorme reloj inglés con aspecto de torre, con la inscripción: Strike–silent[5]; en la sala los retratos de los amos pintados con pinturas de óleo, con una expresión de susto severo en los rostros de color ladrillo, y a veces un cuadro viejo combado, que presenta ya unas flores y frutas, ya un sujeto mitológico; por todas partes huele a kvas,[6] manzana, aceite cocido, piel; las moscas zumban y suenan bajo el techo y en las ventanas, una cucaracha animada de repente juguetea con sus bigotes detrás del marco del espejo… No importa, se puede vivir, e incluso muy no mal se puede vivir.

II

He aquí tal hacienda me tocó visitar unos treinta años atrás… asunto de días muy pasados[7], como se dignan a ver. La posesión pequeña, en la que se hallaba esa hacienda, pertenecía a un compañero de universidad mío, ésta recién había pasado a él después de la muerte de un tío segundo, un solterón, y él mismo no vivía en ella… Pero a una no lejana distancia de allí, empezaban unos dilatados pantanos esteparios en los que, en el tiempo de llegada de los pájaros en verano, había muchas becadas; mi compañero y yo ambos éramos unos cazadores apasionados, y por lo tanto acordamos reunirnos, él desde Moscú, yo desde mi pueblo, hacia el día de Pedro[8] en su casa. Mi amigo se demoró en Moscú y se retrasó dos días, yo sin él no quería empezar la caza. Me recibió un viejo sirviente, de nombre Narkíz Semiónov: le habían prevenido sobre mi llegada. Ese viejo sirviente no se parecía en absoluto a “Saviélich”[9] o a “Caleb”[10], mi compañero lo llamaba en broma “marqués”. En él había algo auto–suficiente, incluso refinado, no sin dignidad: nos miraba a nosotros, los hombres jóvenes, desde arriba, y por los otros hacendados no guardaba un respeto peculiar; del señor anterior hablaba sin cuidado, y a su prójimo simplemente lo despreciaba por su ignorancia. Él mismo sabía leer y escribir, se expresaba de forma correcta y persuasiva, y no bebía vodka. A la iglesia iba raramente, así que lo consideraban un cismático[11]. Era delgado y alto, tenía un rostro largo y venerable, una nariz aguda y unas cejas colgantes, que ya movía, ya alzaba de modo incesante, llevaba una holgada levita aseada y unas botas hasta la rodilla, con unas cañas cortadas en forma de corazón.

III

En el mismo día de mi llegada Narkíz, dádome de desayunar y recogido la mesa, se detuvo en las puertas, me miró fijamente y, jugado con las cejas, profirió:

—¿Qué pues usted, soberano, va a hacer ahora?

—Y yo, en verdad, no sé. Si Nikolai Petróvich cumpliera su palabra, y viniera, nosotros juntos nos iríamos de caza.

—¿Y usted, por lo tanto, soberano, esperaba que él así, llegaría a la misma vez, como prometió?

—Por supuesto, esperaba.

—Hum —Narkíz me echó una mirada de nuevo, y meció la cabeza como que con lástima—. Si se distrajera con la lectura, sería deseable —continuó—, del viejo señor quedaron unos libritos; yo, si le place, se los traeré, sólo que usted no se pondrá a leerlos, así se debe suponer.

—¿Por qué?

—Unos libritos banales, no para los señores de ahora están escritos.

—¿Tú los leíste?

—No los hubiera leído, no me pondría a hablar. El de sueños[12], por ejemplo… ¿eso qué clase de libro es? Bueno, hay otros… sólo que usted también no se pondrá a leerlos.

—¿Y qué?

—Son divinos.

Yo callé… Narkíz calló también.

—Lo principal pues, me da fastidio —empecé—, con este tiempo, estar sentado en casa.

—Pasee por el jardín, o si no vaya al boscaje. Ahí tenemos un boscaje detrás del granero. ¿No le gusta acaso pescar?

—¿Y ustedes tienen peces?

—Hay, en el estanque. Lochas, albures, percas se encuentran. Ahora, por supuesto, la época verdadera pasó: julio está en el patio. Bueno… pero de todas formas intentar se puede… ¿Ordena equipar la caña?

—Hazme la concesión.

—Yo con usted mandaré a un chico… para enganchar los gusanos. ¿O si no, acaso va solo? –Narkíz, evidentemente, dudaba de que yo supiera, acaso, arreglarme solo.

—Vamos, por favor, vamos.

Narkíz sonrió callado, pero con toda la boca, después movió las cejas de pronto… y salió de la habitación.

IV

Media hora después nos dirigimos a pescar. Narkíz se puso cierta gorra orejuda, inusitada, y se volvió más majestuoso. Andaba adelante con un paso grave, regular, dos cañas ondeaban sobre su hombro de modo rítmico, un chiquillo descalzo llevaba tras él una regadera y una olla con gusanos.

—Ahí, junto a la represa, en la almadía, se ha colocado un banco para la comodidad —me empezó a aclarar Narkíz, echó un vistazo adelante y exclamó de pronto—:¡Ejé! Pero nuestros miserables ya están ahí… ¡Se habituaron!

Yo estiré la cabeza detrás de él y vi en una almadía, en el mismo banco del que hablaba, a dos hombres sentados de espalda a nosotros: éstos pescaban muy tranquilos.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Vecinos —respondió Narkíz con disgusto—. En casa pues no tienen nada de comer, así pues vienen a donde nosotros.

—¿Y a ellos se les permite?

—El señor anterior lo permitía… acaso pues Nikolai Petróvich no autorice… El largo pues… es un sacristán de los titulares, un hombre banal por completo; bueno, y aquél, el más gordo, es brigadier.

—¿Cómo brigadier?[13] —repetí con admiración. La ropa de ese “brigadier” era casi, acaso no peor que la del sacristán.

—Yo le informo pues, brigadier. Y su fortuna era buena. Y ahora pues, se le asignó un rincón por merced, y vive… así, de lo que el Señor mande. ¿No obstante, entre tanto, cómo hacer pues? Ellos ocuparon el lugar mejor… Habrá que perturbar a los queridos visitantes.

—No, Narkíz, por favor, no los perturbe. Nosotros nos sentaremos ahí mismo, a un costado, ellos no nos molestan. Yo quisiera conocer al brigadier.

—Como le plazca. Y sólo que, si en cuanto a conocerlo… mucho gusto usted, soberano, no espere recibir, él se volvió muy débil de concepto, y en la conversación es obtuso… lo que un niño pequeño. Y así decir, vive la octava década.

—¿Cómo se llama?

—Vasílii Fomích. De apellido Guskóv.

—¿Y el sacristán cómo?

—¿El sacristán pues?.. su apodo es Pepino. Aquí todos lo llaman así, ¿y cuál es su nombre verdadero?, ¡el Señor sabe! ¡Un hombre banal! ¡Es un granuja!

—¿Ellos viven juntos?

—No, no juntos, pero el diablo… ¿sabe?.. los amarró con una cuerda.

V

Nos acercamos a la almadía. El brigadier levantó los ojos hacia nosotros… y al momento los dirigió al flotador; Pepino se levantó de un salto, extrajo la caña, se quitó su gastado sombrero de pope, se pasó la mano trepidante por los ásperos cabellos amarillos, reverenció braceando y se echó a reír con una risa flácida. Su rostro hinchado revelaba a un borracho amargo[14], sus ojos encogidos guiñaban de forma humillada. Empujó a su vecino por el costado, como dándole a saber que era necesario, digo, largarse… El brigadier se removió en el banco.

—Siéntense, les ruego, no se inquieten —rompí a hablar apurado—. Ustedes no nos molestan en absoluto. Nosotros nos ubicamos aquí, siéntense.

Pepino se arrebujó con su traje talar agujereado, sacudió los hombros, los labios, la barbita… Nuestra presencia, por lo visto, lo cohibía… y se hubiera escurrido gustoso, pero el brigadier se sumergió de nuevo en la contemplación de su flotador… “Granuja” carraspeó unas dos veces, se sentó en el mismo borde del banco, se puso el sombrero sobre las rodillas y, recogido debajo de sí sus pies descalzos, lanzó la caña con modestia.

—¿Pican? —preguntó Narkíz con importancia, desenrollando el sedal con lentitud.

—Unas cinco piezas de lochas atrajimos —respondió Pepino con una voz quebrada y ronca—, y él pues agarró una perca decente.

—Sí, una perca —repitió el brigadier de modo chillón.

VI

Yo me puse a examinar fijamente no a él, sino su volteado reflejo en el estanque. Éste se me presentaba diáfano, como en un espejo, un poco más oscuro, un poco más plateado. El amplio estanque alentaba su frescura sobre nosotros, también emanaba frescura de la húmeda orilla escarpada; y tan dulce era ésta que allá, sobre la cabeza, en el lasurita dorado y oscuro, sobre los sotos de árboles, el bochorno inmóvil colgaba como un peso palpable. El agua no ondeaba cerca de la almadía; en la sombra, que caía sobre ésta de los frondosos arbustos rivereños, brillaban, como unos diminutos botones luminosos, las arañitas acuáticas, que describían sus círculos eternos; sólo a veces un escarceo apenas notable iba desde los flotadores, cuando el pez “jugueteaba” con el gusano. Se pescaba éste muy mal: durante una hora entera sacamos dos lochas y un albur. Yo no sabría decir por qué el brigadier despertaba mi curiosidad: su grado no podía actuar sobre mí, los nobles arruinados no se consideraban una rareza tampoco en ese tiempo, y su misma apariencia no presentaba nada notable. Debajo de la gorra cálida, que ocultaba toda la parte superior de su cabeza hasta las cejas y las orejas, se divisaba un rostro rojizo, bien afeitado, redondo, con una nariz pequeña, unos labios pequeños y unos ojos gris—claro no grandes. Ese rostro humilde, casi infantil expresaba sencillez, debilidad espiritual y cierta antigua tristeza impotente; en sus manos blancas rollizas, de dedos cortos, había también algo impotente, inhábil… Yo no estaba en condición, de ninguna forma, de imaginar de cuál manera este viejecito miserable pudo, alguna vez, ser un hombre militar, comandar, disponer, ¡y aún en los tiempos severos de Ekaterina![15] Yo lo miraba: a veces inflaba las mejillas y jadeaba débilmente, como un niño, a veces entornaba los ojos de modo enfermizo, con esfuerzo, como todas las personas decrépitas. Una vez abrió los ojos con amplitud y los levantó… Éstos se fijaron en mí desde lo profundo acuático, y su vista abatida me pareció extrañamente conmovedora e incluso significativa.

VII

Yo intenté hablar con el brigadier… pero Narkíz no me había engañado: el pobre viejo, realmente, se había vuelto muy débil de concepto. Se informó de mi apellido y, tras preguntarme unas dos veces, pensó, pensó y profirió finalmente: “Sí, nosotros, parece, tuvimos un juez tal. Pepino, ¿tuvimos nosotros un juez tal, ah? —“Tuvimos, tuvimos, padrecito, Vasílii Fomích, su excelencia —le respondió Pepino, que lo trataba en general como a un niño—. Tuvimos, seguro. Y la caña suya cédamela, el gusano suyo, debe estar comido… Está comido”.

—¿A la familia Lómovskaya, se dignó a conocerla? —de repente, con una voz intensa, me preguntó el brigadier.

—¿Cuál tal familia Lómovskaya?

—¿Cuál? Bueno, Fiódor Ivánich, Yevstígnei Ivánich, el judío Alexéi Ivánich, bueno, la saqueadora Feodúlia Ivánovna… y ahí aún…

El brigadier de pronto calló y bajó los ojos.

—Eran las personas más cercanas a él —inclinado hacia mí susurró Narkíz—, a través de ellos, a través de ese mismo Alexéi Ivánich, que él llamó judío, y aún a través de una hermana de Alexéi Ivánich, Agrafiéna Ivánovna, él, se puede decir, perdió toda la fortuna.

—¿Qué tú hablas ahí sobre Agrafiéna Ivánovna? —exclamó de pronto el brigadier, y su cabeza se levantó, sus cejas blancas se fruncieron… —¡Tú mira conmigo! ¿Y cuál Agrafiéna es ella para ti? Agripína Ivánovna, mira cómo se debe… llamarla.

—Bueno, bueno, bueno, bueno, padrecito —había murmurado Pepino.

—¿Tú acaso no sabes, que el versificador Milónov[16] compuso sobre ella? —continuó el viejo, entrando de repente en un frenesí totalmente inesperado para mí—. “No las velas nupciales se han prendido —empezó como cantando, pronunciando todas las vocales con la nariz, y las sílabas “an” y “en” como las francesas an, en, y era extraño oír de su boca esa habla coherente —no las antorchas…” No, no es eso, sino esto:

No con la podredumbre perecedera del ídolo,
No con el amaranto, no con el pórfido,
Tanto se deleitan ellos…
Una sola cosa en ellos…

—Eso es sobre nosotros. ¿Oyes?

Una sola cosa en ellos no es impedimento,
Es agradable, lánguido, apetecible,
¡Un ardor mutuo guardar en la sangre![17]
—¡Ah tú, Agrafiéna!

Narkíz sonrió de forma medio despectiva, medio indiferente.

—¡Eh pues, mentecato! —refirió para sí mismo. Pero el brigadier ya bajaba los ojos de nuevo, la caña cayó de sus manos y se resbaló al agua.

VIII

—¿Y qué?, como yo veo, el asunto nuestro pues, es una basura —profirió Pepino—, el pez, ¿ves?, no pica del todo. Ya hace mucho calor, y a nuestro señor le llegó la “morriña”. Se ve, ir a casa, será mejor —con cuidado, se sacó del bolsillo un frasco de hojalata con un tapón de madera, lo destapó, se vertió tabaco[18] en el dorso de la mano, y se lanzó a ambas fosas nasales de golpe…— ¡Eh, el tabaco! —gimió, cobrando el sentido—, ¡ya me corría el deseo por los dientes! Bueno, hijito, Vasílii Fomích, dígnese a levantarse, ¡es hora!

El brigadier se levantó del banco.

—¿Ustedes viven lejos de aquí? —pregunté a Pepino.

—Y él pues ahí no lejos… y una vérsta[19] no habrá.

—¿Me permite usted acompañarlo? —me dirigí al brigadier. Yo no quería despegarme de él.

Él me echó una mirada y, sonriendo con esa sonrisa peculiar, importante, cortés y un tanto afectada que, no sé cómo a otros, pero a mí me recordaba cada vez el polvo, los kaftánes[20] franceses con botones de strass, en general el siglo dieciocho, refirió con pausa a la vieja moda que “estaría muy–y–y contento”… y al momento se abatió de nuevo. El caballero de Ekaterina refulgió en él por un instante, y desapareció.

Narkíz se asombró de mi intención, pero yo no presté atención al balanceo no aprobador de su gorra orejuda, y salí del jardín junto con el brigadier, al que Pepino sostenía. El viejo se movía bastante rápido, como con piernas de madera.

IX

Íbamos por un sendero un poco trillado, por un valle herboso, entre dos boscajes de abedules. El sol abrasaba, los orioles se llamaban en la espesura verdosa, los rascones gorjeaban junto al mismo sendero; unas mariposas celestes revoleaban en bandadas por las flores blancas y rojas del trébol bajo, las abejas, como soñolientas, se confundían y zumbaban con languidez en la hierba inmóvil. Pepino se sacudía, revivía, le temía a Narkíz, vivía donde él bajo sus ojos[21], yo le era ajeno, un forastero, conmigo pronto se asimiló. “¡He aquí —se apresuró— nuestro señor, está ayunando, qué decir! ¿Y con una perca, cómo estar lleno ahí? ¿Acaso usted, su excelencia, done algo? Ahí ahora a la vuelta, en la taberna, hay unos bollitos y pancitos excelentes. Y si hay una merced, así yo muy pecador, en ese caso, me tomaré un chato, por su salud longeva–longeva”. Yo le di dos grívienniks[22] y apenas alcancé a retirar la mano, que se lanzó a besar. Él se enteró de que yo era cazador, y se soltó a platicar sobre que tenía un buen conocido oficial, el cual tenía una escopeta sueca min–din–den gerróvskii[23], con un cañón de bronce, ¡qué tu cañón!, disparas, como que te da un aturdimiento, ¡me quedó después de los franceses!.. ¡y el perro, simplemente, un juego de la naturaleza![24], que él mismo siempre tuvo una gran pasión por la caza, y el pope como que nada, cazaba codornices junto con él, pero el ayudante episcopal lo tiranizaba hasta la infinidad, y en cuanto a Narkíz Semiónich —profirió como cantando—, así si yo, en su concepto, soy el hombre menos asentado de todo el mundo, pues yo a eso informaré: a él le crecieron unas cejas no peores que las del urogallo, y supone que a través de eso pasó todas las ciencias.

Al mismo tiempo nos acercamos a la taberna, una solitaria isbá vetusta sin traspatio ni despensa; un perro flacucho yacía enrollado debajo de la ventana, una gallina hurgaba en el polvo delante de su mismo hocico. Pepino sentó al brigadier en el banco terroso, y al instante se metió en la isbá. Mientras compraba los bollitos y se brindaba un chato, yo no le quitaba el ojo al brigadier quien, Dios sabía por qué, se me presentaba como un acertijo. En la vida de este hombre —pensaba—, seguro había sucedido algo inusitado. Y él, parecía, no me advertía del todo, estaba sentado encorvado en el banco terroso, y escogía entre los dedos unos cuantos claveles, que había arrancado en el jardín de mi amigo. Pepino apareció, finalmente, con una ristra de bollitos en la mano, apareció todo rojizo y sudado, con una expresión de asombro jubiloso en el rostro, como si recién hubiera visto algo inusualmente agradable, y para él inesperado. Al momento propuso al brigadier comerse un bollito, y éste se lo comió. Nos dirigimos adelante.

X

A fuerza del vodka bebido Pepino, como se dice, se “alimonó”[25] totalmente. Se puso a consolar al brigadier, que continuó apurándose adelante, tambaleándose, como con piernas de madera.

—¿Qué usted, señor padrecito, no está contento, anda cabizbajo? Permita, yo le cantaré una canción. Ahora recibirá toda clase de gusto… Usted no se digne a dudar —se dirigió a mí—, el señor nuestro es muy risueño, ¡y Dios tú mío! Ayer miro: una mujer lava unos calzones en la almadía, y gorda pues era la mujer, ¡y él se para detrás, y se muere de risa así, por Dios!.. Y permita ahora: ¿la canción de la liebre, la conoce? Usted no me mire, que yo no soy agraciado; en nuestra ciudad ahí vive una gitana, un morro de morro, pero canta: ¡el ataúd!, acuéstate y muérete.

Él abrió sus labios rojizos mojados con amplitud, y rompió a cantar ladeando la cabeza a un costado, cerrando los ojos y sacudiendo la barbita:

Yace la liebre bajo el arbusto,
Andan los cazadores por el baldío…
Yace la liebre, apenas respira.
Entre tanto oye con la oreja,
¡La muerte la espera!

¿Con qué yo, cazadores, los molesté?
¿O cuál penita les causé?
Yo, aunque ando en las coles,
Me como una hoja,
¡Y eso no la vuestra!
¡Sí!

Pepino daba cada vez más force:

La liebre saltó al bosque oscuro,
Y les llevó una cola a los cazadores.
Ustedes, cazadores, perdonen,
Echen una mirada a mi colita.
¡Yo no soy vuestra!

Pepino ya no cantaba… Gritaba:

Anduvieron los cazadores el día entero…
Analizaron el proceder de la liebre…
Hablaron mucho entre sí,
Y se maldijeron el uno al otro.
¡La liebre pues no es nuestra!
¡¡La bisca nos engañó!![26]

Los dos primeros versos de cada couplet, Pepino los cantó con una voz alargada, los restantes tres, al contrario, muy vivamente, además brincó y movió las piernas con pavoneo, y al término del couplet se «partía la rodilla», o sea, se golpeaba a sí mismo con los talones. Exclamado a toda garganta: “¡La bizca nos engañó!”, dio una voltereta… Sus esperanzas se cumplieron. El brigadier de pronto se anegó en una fina carcajada lacrimosa, y con tal aplicación que no podía ir adelante, y se acuclilló con levedad, azotándose las rodillas con las manos de modo impotente. Yo miraba su rostro amoratado, convulsivamente retorcido, y me daba mucha lástima con él, precisamente en ese instante. Animado por el éxito, Pepino se soltó en una prisiádka[27], diciendo de forma incesante: “¡Astucias—argucias y picardías—fullerías!..” Se echó, finalmente, de nariz en el polvo… El brigadier de repente dejó de carcajearse, y renqueó adelante.

XI

Fuimos aún un cuarto de vérsta. Apareció una aldea pequeña al borde de un barranco no profundo, a un costado se divisaba una “accesoria”, con un tejado medio trazado y una chimenea solitaria, en una de las dos habitaciones de esa accesoria se alojaba el brigadier. La propietaria de la aldea, una constante habitante de Petersburgo, la consejera civil Lómova, le había asignado —como me enteré en lo posterior— ese rincón al brigadier. Ésta ordenó otorgarle una mesada, y asimismo ponerle para el servicio a una tontita de los siervos, viviente en el mismo pueblo, y que aunque entendía mal el habla humana, podía no obstante, en opinión de la consejera, barrer el suelo y cocer el schi[28]. En el umbral de la accesoria el brigadier se dirigió a mí de nuevo, con la anterior sonrisa a lo Ekaterina: ¿no me placía acaso, digo, pasar a su appartement? Nosotros entramos a ese “appartement”. Todo en éste era sucio y pobre al extremo, tan sucio y tan pobre que el brigadier, advertido probablemente por la expresión de mi rostro, cuál impresión me había producido su vivienda, profirió encogiendo los hombros y entornando los ojos: “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”[29] Qué quería él decir propiamente con eso, no me quedó claro por completo… Hablado con él en francés, no recibí respuesta en esa lengua. Dos objetos en particular me sorprendieron en la vivienda del brigadier: en primer lugar, una gran cruz jorgiana de oficial con un marco negro, bajo un cristal con una inscripción en letra antigua: “Recibido por el coronel del regimiento Derfelden de Chernigóv, Vasílii Guskóv, por el asalto de Praga en el año 1794”; y en segundo, un retrato de medio cuerpo al óleo de una bonita mujer de ojos negros, con un rostro alargado y moreno, unos altos cabellos batidos y empolvados, con mouches en las sienes y la barbilla[30], con un cortado robe ronde[31] de colores, con volantes celestes de la época de los años ochenta. El retrato estaba mal pintado pero, seguramente, era muy parecido: algo demasiado mundano e indudable emanaba de ese rostro. Éste no miraba al espectador, como que se volteaba de él y no sonreía; en la corva de la nariz angosta, en los labios correctos pero llanos, en el trazo casi recto de las tupidas cejas fruncidas, se expresaba un humor imperioso, arrogante, iracundo. No era necesario un esfuerzo peculiar, para imaginar cómo ese rostro se podía, de repente, encender de pasión o de cólera. Debajo del mismo retrato, en una mesita de noche pequeña, se erguía un bouquet medio marchito de simples flores silvestres, en un frasco de cristal grueso. El brigadier se aproximó a la mesita de noche, metió en el frasco los claveles que había traído y, volteado hacia mí y alzando la mano en dirección del retrato, profirió: “Agripína Ivánovna Teliéguina, Lómova de nacimiento”. Las palabras de Narkíz me vinieron a la memoria: con doblada atención, eché una mirada al rostro expresivo y no bondadoso de la mujer, por la que el brigadier había perdido toda su fortuna.

—Usted, yo veo, estuvo presente en el asalto de Praga, señor brigadier —empecé, señalando la cruz jorgiana—, y fue merecedor de recibir el signo de distinción, único en cualquier tiempo, y entonces tanto más; ¿usted, por lo tanto, recuerda a Suvórov?[32]

—¿A Alexánder Vasílich pues? —respondió el brigadier habiendo callado un poco, y como reuniendo sus ideas—, cómo pues, lo recuerdo, era pequeño, un viejito animado. Tú estás parado, no te mueves, y él allá–acá (el brigadier se carcajeó). A Varsovia pues, entró en el caballo de un cosaco, él mismo todo lleno de brillantes, y le decía a los polacos: “¡No tengo reloj, lo olvidé en Peter, no tengo, no tengo!, y ellos pues: “¡Vivat, vivat!” ¡Unos excéntricos! ¡Hey! ¡Pepino, chico! —agregó de pronto, cambiando y elevando la voz (el bromista–sacristán se quedaba tras la puerta) —,¿dónde pues están los bollitos? Y a Grúnka dile… ¡como que kvas!

—Ahora, señor padrecito —se oyó la voz de Pepino.

Le entregó al brigadier la ristra de pancitos y, saliendo de la accesoria, se acercó a cierta criatura despeluznada en harapos —debía ser, esa misma tontita de Grúnka— y, cuanto yo pude discernir a través de la ventana polvorienta, empezó a exigirle «kvasito», ya que se arrimó a la boca una mano en embudo varias veces seguidas, y agitó la otra en nuestra dirección.

XII

Yo intenté de nuevo entrar en plática con el brigadier, pero él visiblemente estaba cansado, se bajó gañendo al poyo de la estufa, y gimiendo: “Ay, ay, los huesos, los huesos”, se desató las vendas. Recuerdo entonces me asombró, ¿cómo eso un hombre podía tener vendas? Yo no entendía, que en el tiempo anterior todos las llevaban. El brigadier se puso a bostezar con duración y franqueza, sin apartar de mí sus ojos atontados: así bostezaban los niños muy pequeños. El pobre viejo, al parecer, incluso no entendía por completo mis preguntas… ¡Y él había tomado Praga! Él, con la espada desenvainada, en el humo, el polvo, al frente de los soldados de Suvórov, la bandera acribillada sobre la cabeza, los cadáveres deformados bajo los pies… Él… ¡¿él?! ¿No era asombroso acaso? Pero a mí de todas formas me parecía, que en la vida del brigadier habían ocurrido unos sucesos aún más inusitados. Pepino trajo un kvas blanco en un caldero de hierro, el brigadier bebió con avidez, sus manos se sacudían. Pepino sostenía el fondo del caldero. El viejo se limpió la boca desdentada con aplicación, con ambas palmas de las manos, y de nuevo, mirándome fijamente, masticó y chasqueó con los labios. Yo entendí cuál era el asunto, reverencié y salí de la habitación.

—Ahora va a dormir —advirtió Pepino, andando tras de mí—. Se mató ya mucho hoy, fuimos a la tumba por la mañana.

—¿A la tumba de quién?

—A donde Agrafiéna Ivánovna, para la adoración… Ella está enterrada ahí, en nuestro cementerio parroquial, desde aquí serán unas cinco vérstas. Vasílii Fomích va a verla cada semana seguro. Y él mismo la enterró, y le puso una verja a costa suya.

—¿Y hace mucho tiempo ella falleció?

—Y cuenta unos veinte años.

—¿Ella era amiga de él, o qué?

—Toda la vida, como es, la pasó con él… perdone. Yo mismo a la señora esa, reconozco, no la conocí… pero dicen, que hubo asunto entre ellos… ¡bueeno! Señor —agregó el sacristán apurado, viendo que yo me volteaba—, ¿no se digna acaso, no dona acaso aún para un chato?, que me es hora de a la despensa, y bajo la cobija.

Yo no consideré necesario interrogar a Pepino, le di aún dos grívienniks y me dirigí a casa.

XIII

En casa me dirigí a Narkíz por informes. Él, como se debía esperar, remoloneó un poco, se puso importante, expresó su asombro, de que me pudieran «enteresar» tales tonterías, y finalmente relató lo que sabía. Yo oí lo siguiente:

Vasílii Fomích Guskóv conoció a Agrafiéna Ivánovna Teliéguina en Moscú, poco después del pogrom polaco, su marido servía con el general—gobernador, y Vasílii Fomích estaba de licencia. Él entonces se enamoró de ella, pero no salió en retiro: era un hombre solitario, de unos cuarenta años, con fortuna. Su marido pronto murió. Ella se quedó después de él sin hijos, en la pobreza, con deudas… Vasílii Fomích se enteró de su situación, abandonó el servicio (le dieron con el retiro el grado de brigadier), y buscó a su amada viuda, que apenas iba a cumplir veinticinco años, pagó todas sus deudas, compró la posesión… Desde entonces ya no se separó de ella, y terminó con que se instaló en su casa. Ella también como que lo amaba, pero no quería casarse con él. “Era caprichosa la difunta —advirtió Narkíz entre tanto—, para mí, decía, mi voluntad es lo más preciado”. Y aprovecharse de él, ella se aprovechó, «por todas partes», y el dinero que él tenía, todo se lo llevaba a ella, como una “hormiga”. Pero el capricho de Agrafiéna Ivánovna, adquiría a veces unos tamaños inusuales: era de humor indócil, y de mano atrevida… Una vez empujó a su cosaquito[33] por la escalera, y ese agarró y se rompió dos costillas y una pierna… Agrafiéna Ivánovna se asustó… al momento ordenó encerrar al cosaquito en la despensa, y ella misma no salió de la casa, y no le dio a nadie la llave de la despensa, hasta que no cesaron los gemidos en ésta… Al cosaquito lo enterraron a escondidas… Y fuera eso con la emperatriz Ekaterina —agregó Narkíz en susurro, inclinado—, puede, y el asunto pasaría así, entonces muchos asuntos tales se quedaban bajo resguardo, pero… —aquí Narkíz se enderezó y elevó la voz—, subió a zar entonces el justo soberano, Alexánder el bendito… bueno, y se armó el asunto… Vino el juzgado, excavaron el cuerpo… se hallaron signos de lucha… fue el humo con percha[34]. ¿Y cómo pues supone usted? Vasílii Fomích lo tomó todo para sí. “Yo, digo, soy la causa, lo empujé, y yo mismo lo encerré”. Bueno, se supone, ahora todos los jueces ahí, los escribas, los policías… sobre él y sobre él, y hasta tanto, le informo… lo sacudieron, hasta que el último grosh[35] no saltó de la bolsa. No, no… y de nuevo por el cuello. Hasta el mismo francés, ahí cuando el francés vino a nuestra Rusia, lo sacudieron todo, sólo entonces lo dejaron. Bueno, y a Agrafiéna Ivánovna la abasteció, seguro, él la salvó, así se debe decir. Bueno y después, hasta su mismo deceso, él vivió en su casa, y cuentan que ella lo maltrataba en vano, al brigadier pues; lo mandaba a pie de Moscú al pueblo, por Dios, por el tributo, entonces. Él por ella, por esa misma Agrafiéna Ivánovna, se batió a espontón[36] con el milord inglés Goose–Goose, y el milord inglés debió pronunciar un cumplido de disculpa. Así él, el brigadier pues, se despezuñó[37] desde esos pagos… Bueno, y ahora él ya, por supuesto, no está en el número de las personas.

—¿Quién es pues ese judío Alexéi Ivánich —pregunté—, a través de quien él se arruinó?

—Y el hermano de Agrafiéna Ivánovna. Un alma codiciosa era, ya seguro judía. A la hermana le prestaba dinero con interés, y a Vasílii Fomích en comisión. Pagó también… ¡mal!

—¿Y la saqueadora Feodúlia Ivánovna? ¿Esa… quién era?

—Una hermana también… y hábil también. Una lanza, lo que se llama… ¡vivaracha!

XIV

“¡He aquí dónde se manifestó Werther!”[38], pensaba al día siguiente, dirigiéndome de nuevo a la vivienda del brigadier. Yo era muy joven entonces, y puede ser, precisamente por eso, consideraba mi obligación no creer en la duración del amor. Con todo, estaba sorprendido y un tanto desorientado con el relato que había oído, y quería horriblemente sacudir al viejo, hacerlo hablar. “Primero recordaré de nuevo sobre Suvórov —así razonaba conmigo mismo—, en él debe ocultarse, siquiera, una chispa del fuego anterior… y después, cuando se caliente, llevaré la plática hacia esa… ¿cómo se llama?.. Agrafiéna Ivánovna. Un nombre extraño para ‘Charlotte’[39]: Agrafiéna”.

Hallé a Werther–Guskóv en medio de un huerto diminuto, a unos pocos pasos de la accesoria, junto a la vieja armazón cubierta de ortigas, de una isbá nunca concluida. Por los troncos trenzados superiores de esa armazón, avanzaban con pitidos, resbalando de modo incesante y batiendo las alas, unos gansitos endebles. En dos–tres bancales crecía cierta maleza miserable. El brigadier recién sacaba de la tierra una zanahoria tierna y, tras pasársela por el sobaco, “para su limpieza”, se puso a masticar su colita fina… Yo lo reverencié y me informé sobre su salud.

Él, evidentemente, no me reconoció, aunque me dio mi reverencia, o sea se tocó la gorra con la mano, no dejando, no obstante, de masticar la zanahoria.

—¿Hoy usted no vino a pescar? —empecé, con la esperanza de recordarle mi figura con esa pregunta.

—¿Hoy? —repitió y se quedó pensativo… y la zanahoria, metida en su boca, disminuía y disminuía—. ¡Pero eso pues Pepino pesca!.. Y a mí también me permiten.

—Claro, claro, venerable Vasílii Fomích… Yo no por eso… ¿Pero usted no tiene calor… así al sol?

El brigadier llevaba una gruesa bata enguatada.

—¿Ah? ¿Calor? —repitió de nuevo como perplejo y, tragando la zanahoria de forma definitiva, echó una mirada arriba de modo distraído.

—¿No le place acaso pasar a mi appartement? —rompió a hablar de repente. Al pobre viejo, se veía, le quedaba a disposición sólo esa frase.

Salimos del huerto… Pero ahí yo me detuve de forma involuntaria. Entre nosotros y la accesoria había un toro enorme. Inclinando la cabeza hasta la misma tierra, moviendo los ojos con rabia, bufaba con fuerza y pesadez y, doblando una pata delantera con rapidez, arrojaba polvo arriba con su ancha pezuña bífida, se golpeaba las ijadas con la cola, y de pronto retrocedió un poco, sacudió su cuello velludo con obstinación y mugió no alto, de modo lastimero y amenazante. Yo, reconozco, me perturbé, pero Vasílii Fomích caminó adelante muy tranquilo y, referido con una voz severa: «Bueno, tú, palurdo», agitó el pañuelo. El toro retrocedió aún, inclinó los cuernos… y de pronto se lanzó a un costado y huyó corriendo, meneando la cabeza a derecha e izquierda.

“Y él, seguro, tomó Praga” —pensé.

Entramos a la habitación. El brigadier se sacó la gorra del cabello sudado, exclamó: “¡Fa!..”, se acurrucó en el borde de una silla… y se abatió…

—Yo pasé a verlo, Vasílii Fomích —empecé mi approach diplomático—, propiamente para que, así como usted sirvió bajo la jefatura del gran Suvórov, en general, participó en tales sucesos importantes, pues para mí sería muy interesante, conocer los detalles…

El brigadier me miró fijamente… Su rostro revivió de forma extraña, yo ya esperaba si no un relato, pues por lo menos una palabra aprobadora, compasiva…

—Y yo, señor, debe ser, pronto moriré —refirió a media voz.

Llegué a un punto muerto.

—¿Cómo, Vasílii Fomích —articulé finalmente—, por qué pues usted… supone eso?

El brigadier de repente sacudió las manos, arriba, abajo, de nuevo así a lo infantil.

—Y porque, señor… Yo… usted, puede, sabe… A la difunta Agripína Ivánovna, ¡el reino celestial para ella!, la veo en sueños a menudo, y no la puedo agarrar de ningún modo, siempre la persigo, y no la agarro. Y la noche pasada, veo, ella está parada así, como que delante de mí, de medio lado y se ríe… Yo corrí hacia ella al momento, y la agarré… Y ella como que se volteó del todo, y me dice: “Bueno, Vásienka, ahora tú me agarraste”.

—¿Qué pues usted concluye de eso, Vasílii Fomích?

—Y esto, señor, concluyo: así, vamos a estar juntos. Y gracias a Dios, le informo, gracias al señor Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo —(el brigadier rompió a cantar)—, ¡y ahora y siempre y por los siglos de los siglos, amén!

El brigadier se empezó a persignar. Más nada pude obtener de él, y así me fui.

XV

Al día siguiente mi amigo llegó… Yo recordé sobre el brigadier, sobre mis visitas… “¡Ah sí, cómo pues!, yo su historia la conozco —respondió mi amigo—, y a la consejera civil Lómova la conozco bien, por cuya merced él se refugió allí. Pero espera, yo debo, me parece, conservar aquí una carta suya, a esa misma consejera civil; ella, a fuerza de esa carta, le asignó un rincón”. Mi amigo hurgó en sus papeles y, realmente, encontró la carta del brigadier. Aquí está palabra por palabra, con excepción de los errores ortográficos. El brigadier, como todas las personas de la época de entonces, equivocaba las letras “e” y “Ҍ”, escribía: «a quien, stop, con gente», y demás. De conservar esos errores no había necesidad: su carta sin eso llevaba el sello de su tiempo.

«¡Muy señora mía, Raísa Pávlovna!

Tras el deceso de mi amiga, y de su tía, yo tuve la dicha de escribirle dos cartas, la primera del primero de junio, y la segunda de la fecha seis de julio del año 1815, y ella falleció el seis de mayo del mismo año; en ésas le fui franco en los sentimientos de mi alma y corazón, que fueron cohibidos por una ofensa mortífera, y mostraban de forma completa mi desolación exasperada, y digna de lástima; ambas cartas fueron enviadas por el correo de la corona aseguradas, y por eso no se puede dudar de que usted las haya leído. A través de mi franqueza en éstas, yo esperaba obtener su atención benéfica a mí, ¡pero sus sentimientos compasivos fueron alejados de mí, amargamente! Quedándome después de mi única amiga, Agripína Ivánovna, en el estado más deprimente y calamitoso, yo sólo depositaba, según sus palabras, toda mi esperanza en su buena entraña; ella, sintiendo ya el deceso de su vida, me dijo precisamente eso, como con unas palabras sepulcrales y para mí eternamente memorables: “Amigo mío, yo soy tu serpiente y la culpable de toda tu desdicha, yo siento cuán mucho tú me sacrificaste, y por eso te dejo en una situación infausta y en verdad desnuda, después de mi muerte recurre a Raísa Pávlovna —o sea a usted—, ¡y pídele ayuda, invócala! Ella tiene un alma sensible, y en ésa, yo estoy segura de que no te dejará huérfano”. Muy señora mía, tome como testimonio al superior Creador del mundo, de que esas son sus palabras, y yo hablo con su lengua; y por eso, reafirmado en su virtud, acudí a usted primero con mis cartas francas y puras de corazón, pero no recibido respuesta a éstas tras una espera de largo tiempo, no pensé de otra forma, ¡que su corazón virtuoso me había dejado sin atención! Tal no buena disposición suya hacia mí, me hundió en una mayor desolación, ¿a dónde y a quién podía yo, un sin talento, acudir?, no sabía, el juicio se había perdido, el espíritu divagaba, finalmente, para mi perdición total, a la providencia le plugo castigarme aún de manera cruel, y dirigir mis pensamientos hacia la difunta, a su tía Feodúlia Ivánovna, hermana de Agripína Ivánovna de única entraña, ¡pero no de único corazón! Imaginando para mí mismo en mi figuración, que ya veinte años fui fiel a toda su casa familiar Lómova, en particular a Feodúlia Ivánovna, quien no llamaba de otra forma a Agripína Ivánovna, que «mi amiguita del corazón», y a mí «muy venerable cuidador de nuestra familia», imaginando todo eso en el silencio de las pesarosas vigilias nocturnas, abundante en suspiros y lágrimas, yo pensé: «¡Bueno, brigadier, así, se ve, debe ser!», y tras dirigirme sólo a Feodúlia Ivánovna con mis cartas, recibí una atestación exacta, ¡de que la última migaja se dividiría conmigo! Estando esperanzado con esa promesa, ¡recogí mis saldos miserables y fui a donde Feodúlia Ivánovna! Los obsequios traídos por mí, más de quinientos rublos, fueron recibidos con un gusto excelente, y después el dinero que yo traje para mi sustento, a Feodúlia Ivánovna le plugo, a guisa de conservación, tomarlo a su gestión, a lo que, complaciendo a ella, yo no me opuse. Si usted pues me pregunta: ¿de dónde y a fuerza de qué yo adquirí tal confianza?, para eso, señora, hay una respuesta: ¡¡de la hermana de Agripína Ivánovna y la rama de la familia Lómova!! ¡Pero ay y ah!, ese dinero yo lo perdí con toda prontitud, y mi esperanza, que yo depositaba en Feodúlia Ivánovna, de que quería dividir conmigo la última migaja, resultó banal y vana: al contrario, esa Feodúlia Ivánovna se enriqueció con mis bienes. Y precisamente, el día de su santo, el cinco de febrero, yo le obsequié una tela verde francesa de cincuenta rublos, a cinco rublos el arshín; yo mismo de lo prometido recibí: un chaleco de piqué blanco de cinco rublos, y un pañuelo de cuello de muselina, cuyos regalos fueron comprados delante de mí y, como me es sabido, con mi mismo dinero, ¡y eso es todo de lo que, por beneficio de Feodúlia Ivánovna a mí, yo dispuse! ¡He aquí la última migaja! Y yo podría luego descubrir en la misma verdad, todas las acciones no benévolas de Feodúlia Ivánovna para conmigo, y asimismo las mías, las despensas que superaban toda medida, como pues, entre tanto, de caramelos y frutas, los cuales Feodúlia Ivánovna era una gran aficionada a comer; pero yo callo todo eso, para que usted no conduzca, tal explicación sobre la muerta, a un lado malo; y además, ya que Dios la llamó para su juicio —y todo, lo que soporté por ella, se eliminó de mi corazón—, pues yo a ella, como cristiano, la perdoné hace mucho tiempo, ¡y suplico a Dios para que la perdone!

¡Pero, muy señora mía, Raísa Pávlovna! ¡Será posible usted me culpe, porque yo fui un amigo fiel y no falso de su familia, y porque amé tan mucho y de modo invencible a Agripína Ivánovna, le sacrifiqué mi vida, mi honor y toda mi fortuna!, estuve en su poder total, y por eso no podía ya ni dirigirme a mí mismo, ni mi propiedad, ¡y ella disponía a su voluntad tanto de mí, como de mi fortuna! A usted le es sabido y eso, que por su asunto con sus sirvientes, yo soporto siendo inocente una ofensa mortífera, ese asunto yo lo trasladé después de su muerte al senado, al sexto departamento, éste aún ahora no está resuelto, por el cual me hicieron co–partícipe de ella, me dieron bajo tutoría ¡y aún me juzgan en un juzgado penal! Con mi título, con mis años tal deshonor me es insufrible, y sólo me queda con esta reflexión pesarosa complacer a mi corazón, que por consiguiente, y tras la muerte de Agripína Ivánovna yo sufro por ella, ¡y ésta significa la huella de un amor inmutable, y de mi virtuosa gratitud a ella!

En mis recordadas cartas a usted, yo ponía en conocimiento suyo el entierro de Agripína Ivánovna con todo detalle, y cuál conmemoración se hizo de ella, ¡mi amistad y amor por ella, no se apiadaron nada de mi fortuna! En todo eso, en las cuarenta oraciones, y por las seis semanas de lectura del salterio para ella (además de eso, cincuenta rublos asignados míos se perdieron, cuales se dieron en anticipo de la lápida, sobre la que le informé), en todo eso se ha gastado de mi dinero personal setecientos cincuenta rublos asignados, entre cuales se han aportado en lugar de depósito a la iglesia ¡ciento cincuenta rublos asignados pues!

¡Benéfica alma tuya, escucha la voz del desolado y expulsado al abismo de los tormentos crueles! ¡La sola compasión tuya hacia el amor humano, puede devolver la vida al perdido! Yo, aunque estoy vivo, por el sufrimiento del alma y el corazón mío, estoy muerto; muerto, cuando recuerdo qué fui y qué soy: fui un guerrero, y serví y honré a la patria con toda verdad, como compete de forma indudable a un ruso auténtico y súbdito fiel, y fui laureado con insignias excelsas, y tuve una fortuna conforme al nacimiento y el título, y ahora, por la alimentación de pan diaria, doblo el lomo en una joroba; un muerto soy en particular, cuando recuerdo cuál amiga perdí… ¿y para qué quiero la vida después de eso? Pero no apurarás tú límite, y la tierra no se abrirá, ¡y más pronto se volverá una lápida! Y por eso te invoco, alma virtuosa, acalla el rumor popular, no te des a la condena general, que por mi tal fidelidad ilimitada yo no tengo refugio, asombra con tu merced hacia mí, dirige la lengua de los rencorosos y envidiosos a la glorificación de tus dignidades, y me atreveré a agregar con toda clase de humildad, consuela en la tumba a tu tía preciada, a la inolvidable Agripína Ivánovna, quien por tu buena ayuda apurada, con mis oraciones pecadoras, extenderá sobre tu cabeza sus manos bendecidoras, apacigua en el ocaso de sus días a un anciano solitario, ¡que no se podía esperar tal suerte!.. Y por lo demás, con profundo respeto tengo la dicha de llamarme, muy señora mía, su más fiel servidor

Vasílii Guskóv,

brigadier y caballero”[40]

XVI

Unos cuantos años después, yo visité de nuevo la aldea de mi amigo… Vasílii Fomích ya hacía mucho tiempo no estaba entre los vivos: había fallecido poco después de conocerlo yo. Pepino aún estaba saludable. Me llevó a la tumba de Agrafiéna Ivánovna. Una verja de hierro rodeaba una gran lápida, con el detallado y pomposo epitafio de la difunta; y allí mismo, junto y como a sus pies, se divisaba un túmulo pequeño con una cruz torcida; el siervo de Dios, el brigadier y caballero Vasílii Guskóv yacía bajo ese túmulo… Sus cenizas se habían refugiado, finalmente, junto a las cenizas de esa criatura, que él amó con tal amor ilimitado, casi inmortal.

 

[1] Ojitos de aniúta (nombre popular), violeta, flor de la especie viola tricolor.

[2] Señoritas en verdor (nombre popular), neguilla damascena, flor de la familia de los ranúnculos.

[3] Mezzanine, entresuelo, entrepiso, piso que se construye quitando parte de la altura de uno, entre éste y el superior.

[4] Isbá, casa de madera de abeto.

[5] Strike–silent, toque–silencio.

[6] Kvas, especie de refresco de trigo.

[7] De Ruslán y Liudmíla, poema de Alexánder Púshkin. «Asuntos de días muy pasados/Legados de la profunda antigüedad» (Primera canción), 1820.

[8] Día de los apóstoles Pedro y Pablo, festividad popular–campesina celebrada el 29 de junio (12 de julio) en Rusia, despedida de la primavera, preparación de la siega del heno.

[9] Saviélich, viejo siervo, devoto de su amo Piótr Grinióv en La hija del capitán, relato de Alexánder Púshkin.

[10] Caleb Balderstone, viejo sirviente, devoto de su amo Edgar Ravenswood en La novia de Lammermoor, novela de Walter Scott.

[11] Cismático, persona que se aleja de la comunión de la iglesia, pero no de la fe.

[12] Antiguo y nuevo de siempre oráculo adivinador, hallado después de la muerte del anciano de seiscientos años Martin Zadek, con el agregado de un espejo mágico o interpretación de los sueños (Moscú, 1821), libro de sueños célebre en la Rusia zarista.

[13] Brigadier, alto grado en el ejército ruso del siglo XVIII, intermedio entre el coronel y el mayor—general.

[14] Borracho amargo (expresión familiar), borracho empedernido.

[15] Ekaterina II, llamada la Grande, zarina de Rusia; mantiene una guerra con el Imperio otomano de 1768 a 1774, mediante la que establece el control ruso sobre el sur de Ucrania y el Kanato de Crimea.

[16] Mijaíl Milónov (1792–1821), poeta romántico ruso, autor de epístolas, elegías, poemas cívicos, sátiras, colaborador de El heraldo de Europa.

[17] El poema no figura en las Sátiras, epístolas y otras poesías menores de Mijaíl Milónov (San Petersburgo, 1819); acaso Turguéniev lo encuentra entre las diversas poesías de este autor, dispersas en los álbumes de familia de la época.

[18] Tabaco molido y aromatizado (rapé) para ser consumido por vía nasal.

[19] Vérsta, antigua medida rusa de superficie, igual a 1,06 km.

[20] Kaftán, abrigo ruso antiguo.

[21] Bajo sus ojos (expresión familiar).

[22] Gríviennik (expresión familiar), antigua moneda rusa de 10 kópeks.

[23] Min–din–den gerróvskii,

[24] Juego de la naturaleza (expresión familiar), capricho de la naturaleza.

[25] Alimonarse (vulgarismo familiar), embriagarse.

[26] Canción de caza burlesca del gobierno de Oriol, región natal de Iván Turguéniev.

[27] Prisiádka (palabra familiar), paso de baile ruso.

[28] Schi, sopa de legumbres con carne.

[29] “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”, esto no es… ojo de perdiz. Se refiere al mueble refinado y costoso, elaborado con la madera del árbol ojo de perdiz.

[30] Las damas francesas del siglo XVIII usan mouches o lunares postizos en el rostro, cuyo significado varía según su posición: al borde del ojo, cerca de la sien significa «apasionada»; en la barbilla, bajo el labio inferior significa «discreta», y demás.

[31] Robe ronde, antiguo vestido femenino con crinolina.

[32] Alexánder Suvórov, conde de Rímnik (1729–1800), célebre general ruso, asaltante de la fortaleza de Izmaíl, en Besarabia, vencedor en la batalla de Maciejowice, en Polonia, autor del manual La ciencia del vencer.

[33] Cosaquito (palabra anticuada), muchacho–sirviente.

[34] El humo con percha (expresión familiar), trabajo intenso, ruido, desorden.

[35] Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.

[36] Espontón, lanza de la familia de las medias–picas y partesanas.

[37] Despezuñarse (sentido figurado), enfermarse, arruinarse, perder la posición social.

[38] Werther, joven artista de temperamento sensible y apasionado, héroe de Las penas del joven Werther, novela epistolar de Johann Wolfgang von Goethe.

[39] Charlotte, bella joven que cuida a sus hermanos después de la muerte de su madre, heroína de Las penas del joven Werther.

[40] Turguéniev escribe a su administrador Nikita Kishínskii el 3 (15) de abril de 1867: «…4) En los papeles enviados por usted no apareció, precisamente, ese que yo deseaba. Es una carta, escrita con una letra antigua en una gran hoja de papel gris–azulado; esa carta fue escrita a mi madre en el año 19 o 20, por un brigadier retirado que relataba su relación con la familia Lutovínovo, y pedía refugio. Hurgué bien en todos mis papeles, usted puede tomar las llaves, yo le doy permiso para abrirlo todo, y si encuentra algo semejante, mándemelo de inmediato a Baden» (I.S. Turguéniev, Cartas de 1866—1867).