dickens: dos relatos

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 PÁLPITOS CONFIRMADOS

El autor, quien está a punto de relatar tres experiencias fantasmales propias en el presente artículo verídico, considera esencial aclarar que hasta el momento en que se vio afectado por éstas, nunca había creído en toques ni en golpecitos misteriosos. Sus tópicas nociones sobre el mundo espiritual le hacían considerar a sus habitantes como seres avanzados más allá de la supremacía intelectual de lugares como Peckham o Nueva York; y le daba la impresión, considerando la mucha ignorancia, presunción y locura que se dan en este mundo, de que era del todo innecesario acudir a seres inmateriales para complacer a la humanidad con hechizos burdos y supercherías aún peores; de hecho, su presunción se enfrentaba de modo frontal a la constatación de que aquellas respetadas visiones suelen tomarse la molestia de venir a este mundo sin más propósito que el de comportarse del mismo modo que esos idiotas que suelen sentirse felices pasándose de la raya. Este era, a grosso modo y dicho descarnadamente, el estado mental del autor hasta hace bien poco: en concreto hasta el pasado veintiséis de diciembre. En aquella memorable mañana, dos horas después de que amaneciera —es decir, a las diez menos veinte según el reloj del autor (que actualmente puede verse en la editorial que publica esta revista) y que quedará aquí identificado como un semi-cronómetro de la casa Bautte, de Ginebra, con número de serie 67709—, pues bien, en aquella memorable mañana, digo, dos horas después de que amaneciera, habiéndose incorporado el autor en su cama con una mano pegada a la frente, sintió claramente diecisiete fuertes palpitaciones o latidos en aquella región de su cabeza. Venían acompañadas de un cierto dolor en la zona y de una sensación general que no difería mucho de la que normalmente acompaña a los trastornos vesiculares. Cediendo a un impulso súbito, se preguntó: «¿Qué diablos será lo que me pasa?».

La respuesta que llegó al momento (en forma de latidos o palpitaciones sobre su frente) fue: «Ayer».

El que esto escribe, dándose cuenta de que no estaba despierto aún del todo, preguntó: «¿Y qué día fue ayer?».

Respuesta: «El día de Navidad».

El autor, que ya se encontraba algo más despejado, volvió a preguntar: «¿Quién trata de comunicarse conmigo?».

Respuesta: «Clarkins».

Pregunta: «¿El señor o la señora Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pregunta: «Por señor, ¿qué entiende? ¿El joven Clarkins o el viejo Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pues bien, daba la casualidad de que el autor había cenado la noche anterior con su amigo Clarkins —de quien pueden pedirse puntuales referencias en el Boletín Oficial de la Prensa—, y durante aquella cena se había debatido el tema de los espíritus bajo diversas ópticas y perspectivas. El autor también recordaba que tanto Clarkins Sénior como Clarkins Júnior habían participado muy activamente en la discusión, e incluso terminaron por imponérsela a sus acompañantes. También la señora Clarkins se sumó animadamente al debate, e hizo la observación (cuando menos «alegre» si es que no fue abiertamente «extravagante») de que aquello ocurría «sólo una vez al año».

Convencido, por aquellas señales, de que el golpeteo era de cariz espiritual, el autor procedió como sigue: «¿Quién es usted?».

Los golpecitos en la frente se habían reanudado, aunque de manera más incoherente. Durante un cierto tiempo fue imposible entender lo que decían. Tras una pausa, el autor —apoyando su cabeza en la almohada— repitió la pregunta con una voz solemne acompañada por un gemido:

«¿Quién es usted?».

Como respuesta, recibió de nuevo una serie completa de golpeteos incoherentes.

Entonces, volvió a preguntar con la misma solemnidad de antes y con otro gemido:

«¿Cómo se llama?».

La respuesta le llegó bajo la forma de un sonido que se asemejaba con meridiana exactitud a un fuerte hipido. Más tarde se supo que aquella voz espiritual fue claramente escuchada por Alexander Pumpion, su asistente —y séptimo hijo de la señora viuda de Pumpion, lavandera—, en un despacho contiguo al suyo.

Pregunta: «¿Se llama usted Hipo? Hipo no es un nombre adecuado».

Al no recibir respuesta, el autor dijo: «¡Le conmino solemnemente, por nuestro conocido común Clarkins, el médium —Clarkins Sénior, Júnior y señora—, a que me revele su nombre!».

La respuesta, transmitida mediante golpecitos extremadamente desganados, fue: «Zumo de Endrinas, Campeche, Zarzamora».

Al autor esto le recordaba en cierto modo a una parodia sobre Tela de Araña, Polilla y Semilla de Mostaza, en El sueño de una noche de verano; para justificar aquella réplica, preguntó: «¿Ése no será su nombre, verdad?».

El espíritu de los golpecitos admitió: «No».

«Entonces, ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

«Vuelvo a preguntarle: ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

El espíritu, evidentemente bajo coacción, respondió del modo más solemne: «¡Oporto!».

Esta horrible comunicación hizo que el autor no pudiese evitar quedarse postrado, casi al borde del desmayo, durante casi un cuarto de hora: tiempo durante el cual el golpeteo prosiguió sus comunicaciones más violentamente si cabe que antes, y desfilaron ante sus ojos una multitud de apariciones espectrales de un color negruzco, y con un gran parecido a renacuajos ocasionalmente dotados de la capacidad de girar en remolino hasta convertirse en notas musicales mientras se zambullían en el espacio. Después de haber contemplado una vasta legión de dichas apariciones, el autor se dirigió de nuevo al espíritu que daba los golpecitos:

«¿Cómo debo imaginarles a ustedes? ¿A cuál, de todas las cosas del mundo, se parecen más?».

La terrible respuesta fue: «¡Betún!».

En cuanto el autor fue capaz de controlar sus nervios, que eran bastantes, inquirió: «¿Debería tomar algo?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta: «¿Puedo escribir algo?».

Respuesta: «Sí».

Al momento se le vinieron a las manos, como por ensalmo, un lápiz y un pedazo de papel que había en la mesilla, junto a la cama, y se encontró a sí mismo forzado a escribir (con una letra rara e insegura, inclinada hacia abajo, cuando lo cierto es que su letra normalmente era bastante clara y recta) la siguiente nota espiritual:

El Sr. C. D. S. Pooney presenta sus respetos a la Sra. Bell y Compañía, Industrias Farmacéuticas, Oxford Street, frente a Portland Street, y le ruega que tenga la bondad de enviarle con el portador de ésta, una genuina píldora azul de cinco granos y una auténtica dosis negra de poder similar.

Antes de confiarle este documento a Alexander Pumpion —quien, desafortunadamente, lo extravió a su regreso, aunque sospecho que pudo haberlo metido adrede en alguno de los agujeros del horno de una castañera ambulante para ver cómo ardía—, el autor resolvió poner a prueba al espíritu de los golpecitos con una pregunta definitiva. Para ello, preguntó con voz profunda e impresionante:

«¿Me provocarán tales remedios dolor de estómago?».

Es imposible describir la confianza profética de la réplica: «Sí». Aquella afirmación se vio completamente respaldada por el resultado ulterior, como largamente recordará el autor; así que, después de aquella experiencia, se hizo innecesario recalcar que el autor ya no podía seguir dudando de aquel fenómeno.

La siguiente comunicación contó con la participación de un personaje verdaderamente interesante. Tuvo lugar en una de las principales líneas de ferrocarril de nuestro país. Las circunstancias bajo las cuales le fue hecha la revelación al autor de estas páginas —en el segundo día de enero del presente año— fueron éstas. El autor ya se había recuperado de los efectos de la sorprendente visita de la semana anterior, y había vuelto a participar en las tradicionales fiestas navideñas. El día anterior lo había pasado entre risas y celebraciones. Estaba de camino hacia una importante ciudad (un conocido emporio comercial en el que tenía asuntos que tratar) y había almorzado con más prisa de la habitual en los ferrocarriles, debido al retraso del tren. Su comida le había sido servida, de forma reacia, por una joven que estaba convenientemente atrincherada tras un mostrador. La muchacha en cuestión debía de encontrarse en aquel momento muy ocupada en arreglarse el pelo y el vestido, por lo que su expresivo semblante denotaba un cierto desdén. Ya se verá cómo esta joven acabó resultando ser una poderosa médium.

El autor volvió a su compartimento de primera clase, en el que, casualmente, viajaba solo. El tren había reanudado ya su marcha y él se quedó levemente transpuesto. En el implacable reloj, anteriormente mencionado, ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde su encuentro con la muchacha del bar, cuando fue despertado por un instrumento musical muy peculiar. Este instrumento, que percibió con admiración no exenta de cierta alarma, sonaba directamente desde su interior. Sus tonos eran graves y repetitivos, difíciles de describir; aunque, si se admite la comparación, recordaban en cierto modo a un sonoro ardor de estómago. Sea como fuere, al autor le parecieron muy semejantes a los que conlleva esa humillante dolencia.

Coincidiendo con el momento en que se dio cuenta del fenómeno en cuestión, el autor se percató de que llamaba su atención una acelerada sucesión de furiosas palpitaciones en el estómago, acompañadas de una opresión en el pecho. Como no era ya un escéptico, decidió entablar inmediata comunicación con el espíritu. El diálogo fue como sigue:

Pregunta: «¿Conozco su nombre?».

Respuesta: «Diría que sí».

Pregunta: «¿Empieza por la letra P?».

Respuesta (por segunda vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¿Tiene, por un casual, dos nombres de pila, que empiezan respectivamente por la P y por la C?».

Respuesta (por tercera vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¡Le ordeno que abandone esas frívolas maneras y que se identifique por su nombre!».

El espíritu, tras reflexionar unos segundos, deletreo la palabra P-A-S-T-E-L.

Entonces, el instrumento musical dio paso a la interpretación de unos breves y pautados compases. El espíritu empezó de nuevo y deletreo la palabra C-A-R-N-E.

Pues bien —como bien les gustará saber a los más tragones—, justo había sido este tipo de hojaldre, esta vianda o comestible en concreto, el que había sido encargado por el autor como plato principal de su almuerzo; y, es más, también había sido el mismo plato que le fue servido por la joven a la que ahora, a la vista de los acontecimientos, el autor no tenía más remedio que reconocer como a una poderosa médium. El escritor continuó la conversación muy satisfecho por la convicción, así forjada en su mente, de que el ente con el que hablaba no pertenecía a este mundo.

Pregunta: «¿Se llama, pues, Pastel de Carne?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta (que el autor formuló tímidamente tras vencer algunas reticencias normales): «¿Así que es en verdad un pastel de carne?».

Respuesta: «Sí».

Sería inútil intentar describir aquí el alivio que el autor sintió tras esta trascendental respuesta. Continuó:

Pregunta: «Aclaremos un punto. ¿Es usted parte carne y parte pastel?».

Respuesta: «Exacto».

Pregunta: «¿De qué está hecha la parte de usted que es pastel?».

Respuesta: «De manteca de cerdo».

Entonces notó unos compases tristes procedentes del instrumento musical, y a continuación la palabra: «PRINGUE».

Pregunta: «¿Cómo debo imaginar que es usted? ¿A qué se parece?».

Respuesta (muy rápidamente): «Plomo».

Una sensación de abatimiento le sobrevino en aquel momento al autor. Cuando la hubo logrado controlar en cierta medida, continuó:

Pregunta: «Su otra naturaleza es de tipo porcino. ¿De qué se alimenta principalmente?».

Respuesta (enérgica): «¡De cerdo, desde luego!».

Pregunta: «No es así. ¿Se alimenta acaso el cerdo de cerdo?».

Respuesta: «No es así exactamente».

Una extraña sensación interior, parecida a un vuelo de palomas, sacudió al autor. Entonces pareció iluminarse de manera sorprendente y dijo:

«¿Esta sugiriendo que la raza humana, atacando imprudentemente al indigesto fuerte que lleva su nombre, y no teniendo tiempo para asaltarlo —debido a la gran solidez de sus casi impermeables muros—, ha desarrollado el hábito de dejar muchas de sus satisfacciones en manos de los médiums, quienes con tal cerdo alimentan a los cerdos de futuros pasteles?».

Respuesta: «¡Así es!».

Pregunta: «Entonces, parafraseando las palabras de nuestro bardo inmortal…».

Respuesta (interrumpiendo): «El mismo puerco, en su momento, sirvió para hacer muchos pasteles, al menos siete empanadas».

En este punto, la emoción del autor era profunda. Sin embargo, deseoso otra vez de volver a evaluar al espíritu, y para establecer si, utilizando la poética fraseología de los avanzados videntes de los Estados Unidos, le era posible acceder a alguno de los más íntimos y elevados círculos, puso a prueba sus conocimientos en este sentido:

Pregunta: «En la salvaje armonía del instrumento musical que mora en mi interior, de la que soy consciente, ¿de qué otras substancias hay aromas, además de las que ha mencionado?».

Respuesta: «Madreselva, Goma Guta. Camomila. Melaza. Vapores de vino. Destilado de patatas».

Pregunta: «¿Nada más?».

Respuesta: «Nada que merezca la pena mencionar».

¡Que tiemblen los desdeñosos y rindan pleitesía; que se sonrojen los débiles escépticos! Para almorzar, el autor había pedido a la poderosa médium un vaso de jerez y también una copita de brandy. ¿Quién podría dudar de que las materias primas señaladas por el espíritu no le habían sido suministradas por ella bajo aquellos dos nombres?

En otras circunstancias, mi testimonio sería suficiente para demostrar que experiencias como la anterior han de dejar de cuestionarse, y debería considerarse primordial el tratar de explicarlas. Es un exquisito caso de pálpito.

El destino del autor le había llevado a abrigar un enamoramiento sin esperanzas hacia la señorita L** B**, de Bungay, en el condado de Suffolk. En el momento en que sucedieron las palpitaciones, la señorita L** B** no había rechazado abiertamente todavía la propuesta del escritor de ofrecerle su mano y su corazón; pero, desde entonces, parecía probable que ella se hubiera visto disuadida de esa idea por temor filial hacia su padre, el señor B**, quien era favorable a las pretensiones del autor. Entonces suenan los latidos. Un joven, repugnante a los ojos de las personas inteligentes (desde que se casara con la señorita L** B**), estaba de visita en la casa. El joven B**, por su parte, había vuelto a casa desde el internado. El autor estaba también presente. La familia se había reunido alrededor de una mesa. Era la hora mágica del crepúsculo de un mes de julio. Los objetos no se distinguían con claridad. De pronto, el señor B**, cuyos sentidos habían estado adormecidos, infundió el terror en nosotros profiriendo un apasionado chillido o exclamación. Sus palabras (por una educación desatendida en su juventud) fueron exactamente estas:

—¡Maldición! ¡Hay alguien que me está deslizando una carta en la mano, bajo mi propia mesa!

La consternación se apoderó del grupo. La señora B** alimentó la desesperación reinante al declarar que alguien le había estado pisando suavemente los pies en intervalos de media hora. Una congoja aun mayor se cernió sobre los allí reunidos. El señor B** pidió que se encendiesen las luces.

Entonces suenan los latidos.

El joven B** gritó (cito textualmente):

—¡Son los fantasmas, padre! Me han estado haciendo esto mismo desde hace quince días.

El señor B** pregunta en tono irascible:

—¿Qué quiere decir usted, joven? ¿Qué es lo que han estado haciendo?

El joven B** responde:

—Tratan de convertirme en una oficina postal, padre. Siempre están introduciendo en mí cartas impalpables, señor. Alguna carta debe de haberse arrastrado hasta usted por error. Debo de ser un médium, padre. ¡Oh, ahí viene otra! —grita el joven B**—. ¡Soy un condenado médium!

Entonces el muchacho se convulsiona violentamente, babeando, y agita sus piernas y sus brazos de un modo calculado para provocarme (y lo consigue) un serio malestar; pues yo sostenía a su respetable madre (al alcance de sus botas) y él se comportaba como un telégrafo primitivo. Todo aquel tiempo el señor B** había estado mirando por debajo de la mesa buscando la carta dichosa, mientras que el repulsivo joven, desde que se casara con la señorita L** B**, protegía a dicha dama de forma abominable.

—¡Oh, aquí viene otra vez! —El joven B** lloraba sin cesar—. ¡Seguro que soy un maldito médium! ¡Ahí viene! ¡Habrá un temblor enseguida, padre! ¡Cuidado con la mesa!

Entonces suenan los latidos. La mesa se ladeó tan violentamente como para golpear al señor B** al menos una docena de veces sobre la calva, mientras miraba a ver quién había debajo de ella; lo que hizo que emergiese con gran agilidad, y la frotase (su calva) con gran suavidad y la maldijese (a la mesa) con vehemencia. Señalar que la inclinación de la mesa iba en dirección uniforme hacia la corriente magnética, es decir: de sur a norte; o, desde el joven B** hacia el señor B**, su padre. Y habría hecho algún comentario más profundo sobre aquel extremo tan interesante, de no ser porque entonces la mesa se agitó y se inclinó hacia mí, tirándome al suelo con una fuerza aumentada por el impulso que le transmitió el joven B** al venirse hacia ella en un frenético estado de exaltación mental, que no pudo ser reducido hasta pasado un rato. Entre tanto, yo era consciente de cómo su peso y el de la mesa me aplastaban; y de cómo gritaba a su hermana y al repugnante joven que no dejaba de clamar que presentía que habría otra sacudida en cualquier momento.

Sin embargo, aquello no llegó a ocurrir. Nos recuperamos después de un breve paseo en la oscuridad. No se notaron, durante el resto de la velada, efectos peores que los presenciados, salvo una ligera tendencia a la risa histérica y una llamativa atracción (casi podría decir fascinación) de la mano izquierda del muchacho hacia su corazón (¿o quizás era hacia el bolsillo de su chaleco?).

¿Fue o no fue éste un caso de palpitaciones? ¿Se atreverán a responder el escéptico y el burlón?

 


 LA VISITA DEL SEÑOR TESTADOR

El señor Testador alquiló un conjunto de habitaciones en Lyons Inn. Contaba con escaso mobiliario para su dormitorio y no tenía ninguno para su sala de estar. Durante casi todo el invierno se había visto obligado a vivir en aquellas condiciones, y las habitaciones le parecían desnudas y frías. Una noche, pasadas las doce, estaba sentado escribiendo mientras esperaba la hora de acostarse, cuando se dio cuenta de que se le había terminado el carbón. Recordó que en el sótano había una carbonera; sin embargo, nunca había bajado hasta allí, y no sabía si debía aventurarse solo por aquellas profundidades a una hora tan tardía. En cualquier caso, la llave se hallaba sobre la repisa de la chimenea, y pensó que si bajaba y abría el cuarto al que correspondía, bien podría entenderse que el carbón que hubiese allí sería suyo. La mujer que se encargaba de su colada vivía en algún tugurio ignoto junto al río, entre los carboneros y los barqueros del Támesis —pues por aquel entonces aún había barqueros en el Támesis—, bajando por callejuelas y angostos pasajes al otro lado del Strand. En Lyons Inn todos soñaban —dormidos o despiertos—, y se ocupaban de sus propios asuntos; borrachines, llorones, malhumorados, apostadores, dándole vueltas todo el día a la manera de conseguir un descuento en la tienda, o pensando si renovar el contrato… Así que no había peligro de toparse con nadie que pudiese obstaculizar su tarea. El señor Testador tomó en una mano el cubo metálico para el carbón, y su palmatoria y la llave del sótano en la otra, y descendió a las lóbregas mazmorras de Lyons Inn. Desde la calle llegaba el estruendo de los carruajes que aún circulaban a aquella hora. También, por el rumor de las cañerías, dedujo que todos los desagües del barrio debían de estar atascados —como la palabra «Amen» en la garganta de Macbeth— y trataban de respirar. Después de tantear aquí y allá entre puertas bajas que no abrían, el señor Testador dio al fin con un herrumbroso candado. Probó con la llave, y comprobó que el candado cedía. Abrió la puerta con gran dificultad y al asomarse dentro no encontró nada de carbón; en su lugar había una caótica montaña de muebles apilados. Alarmado por su intrusión en lo que evidentemente era la propiedad de otra persona, cerró con cuidado la puerta y, tras encontrar su propio sótano, rellenó el cubo con carbón y volvió a subir a sus habitaciones.

Hasta que finalmente se fue a dormir, a las cinco de la mañana, no pudo apartar de su mente los muebles que había visto allí abajo. Estaba especialmente necesitado de un tablero sobre el que escribir, y en aquel trastero había visto una mesa que iría ni pintada para ese propósito. Cuando la muchacha que le hacía las tareas emergió de su madriguera la mañana siguiente y puso una tetera a hervir, él procuró llevar arteramente la conversación hacia el sótano y los muebles, aunque ella no supo, o no quiso, conectar en su mente ambas ideas. Después de que ella se hubo marchado, él se sentó a desayunar tranquilamente. No podía apartar los muebles de su cabeza. Recordó el estado tan lamentable en que se encontraba la oxidada cerradura, y dedujo que aquel mobiliario debía de llevar mucho tiempo almacenado en aquel sótano. Tal vez estuviera abandonado, o podía incluso que su dueño hubiese fallecido ya. Reflexionó sobre ello durante algunos días, al cabo de los cuales no pudo extraer ninguna información de las gentes de Lyons Inn acerca de la naturaleza de aquellos muebles. Desesperado, aquella misma noche decidió bajar y tomar la mesa prestada. No acababa de hacerse con ella cuando se le antojó subirse también una butaca, y no bien la tuvo entre sus manos cuando tomó la determinación de arramblar también con una librería entera, después con un diván, y con una alfombra y un felpudo… Entonces sintió que había llegado tan lejos con aquel asunto de los muebles, que había poca diferencia entre llevarse unos cuantos y llevárselos todos. Hizo esto y luego dejó bien cerrado el sótano, pues siempre lo cerraba con gran cuidado después de cada visita. Noche tras noche, se había ido llevando cada artículo por separado, aprovechando la oscuridad. Se sentía, como poco, tan mezquino como un profanador de tumbas. Cuando los fue subiendo a sus habitaciones, todos los objetos estaban ajados y tenían una capa de polvo encima. Él, de manera casi delictiva y culpable, los limpió y pulió mientras todo Londres se entregaba al sueño.

El señor Testador vivió en aquellos aposentos amueblados durante dos o tres años, o más y, gradualmente, se fue haciendo a la idea de que aquellos enseres eran suyos en realidad. Había llegado a aquel razonamiento tan conveniente cuando, una noche, escuchó unos pasos que subían por la escalera. De pronto, una mano rozó su puerta buscando el picaporte; en ese momento un repiqueteo profundo y solemne le hizo saltar como impulsado por un resorte de la butaca en la que estaba sentado.

Sujetando una vela, el señor Testador abrió la puerta y se encontró con un hombre pálido y de elevada estatura, encorvado sobre unos amplios hombros, que enmarcaban unos estrechos pectorales. El individuo en cuestión tenía la nariz muy colorada; era, en suma, una especie de caballero zarrapastroso. Iba envuelto en un largo abrigo negro deshilachado que llevaba abrochado con más imperdibles que botones. Bajo su brazo retorcía un paraguas sin mango, como si estuviese tocando la gaita. El hombre se dirigió a él.

—Le ruego que me disculpe, pero ¿podría decirme…? —y se interrumpió fijando su mirada en el interior de la estancia.

—¿Decirle qué? —preguntó el señor Testador, repentinamente alarmado al percibir aquella pausa.

—Discúlpeme —dijo el extraño—, pero… y que conste que esto no es lo que quería preguntarle en un principio… ¿es posible que esté viendo por aquí algún pequeño objeto que sea por casualidad de mi propiedad?

El señor Testador comenzó a tartamudear una disculpa inconexa. Pero para entonces el visitante ya se había tomado la libertad de deslizarse dentro de su habitación. Empezó a moverse por toda la estancia como si fuera un duende, y al señor Testador se le heló la sangre. Primero examinó el escritorio y dijo: «Mío»; después la butaca y dijo: «Mía»; a continuación la librería y añadió: «Mía»; luego levantó una esquina de la alfombra y volvió a decir: «¡Mía!». En una palabra, inspeccionó cada pieza del mobiliario del sótano, para declarar a continuación que le pertenecía.

Sería hacia el final de su examen, cuando el señor Testador se percató de que el visitante estaba empapado en alcohol; en concreto le pareció percibir que se trataba de ginebra. Sin embargo, el visitante no parecía vacilante en su habla o en su equilibrio, aunque sí se le notaba cierta rigidez en sus andares, aunque quizás eso podría ser achacable a la propia ginebra, pensó el señor Testador.

El señor Testador se encontraba, ciertamente, en un estado mental deplorable. Estaba convencido —según lo que deducía por el comportamiento del extraño personaje— de que las consecuencias de su temeridad y su atrevimiento finalmente caerían sobre él con toda su violencia. Tras unos breves instantes en los que ambos estuvieron frente a frente, escrutándose las miradas, el señor Testador comenzó a tartamudear:

—Señor, soy consciente de que le debo una completa explicación; es más, le debo una compensación, sin duda. Permítame suplicarle que no se enfade conmigo, aunque entiendo que su irritación es legítima. Quizás podríamos…

—¡Tomar un trago! —le interrumpió el extraño—. Me parece un plan perfecto.

El señor Testador en realidad quería decir «tener una pequeña conversación», pero con gran alivio aceptó la sugerencia. Sacó una garrafa de ginebra, la colocó sobre la mesa, y se puso a buscar afanosamente agua caliente y azúcar. Cuando se dio cuenta, comprobó que su visitante ya se había bebido la mitad de la frasca. Poco menos de una hora después —si es que podía confiar en el carillón de la iglesia de St. Mary, en el Strand—, su visita ya había dado buena cuenta del resto de la ginebra junto con el agua y el azúcar. De vez en cuanto, entre trago y trago, musitaba en un susurro: «¡Mío!».

Cuando se acabó la ginebra, el señor Testador le preguntó a su visitante qué pasaría a continuación. El extraño personaje se levantó y, poniéndose aún más rígido si cabe, dijo:

—¿A qué hora de la mañana le viene bien que vuelva?

El señor Testador se aventuró a decir:

—¿A las diez?

El tipo le respondió:

—Perfecto, a las diez. Allí estaré, señor. —Entonces contempló al señor Testador de modo calmoso y soltó—: ¡Dios le bendiga! Y dígame, ¿cómo está su mujer?

El señor Testador —que nunca había tenido esposa— replicó con sentimiento: —Está algo nerviosa, la pobrecilla, pero por lo demás está perfectamente. Entonces el visitante se volvió hacia la puerta y se marchó, cayéndose dos veces mientras bajaba las escaleras. Desde ese momento no se volvió a saber nada más de él. Tampoco se supo si se trataba de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que se había equivocado de casa, o del legítimo y ebrio propietario de los muebles que se hubiera plantado ante su puerta aprovechando un lapso momentáneo de su locura. Ni se supo tampoco si llegó bien a su casa o incluso si tenía casa a la que llegar; o si murió alcoholizado por el camino, o bien si vivió desde entonces entregado al licor para siempre. Nunca más volvió a oírse nada de él, ni a vérsele. Esta es la historia que acompañaba al mobiliario y que fue aceptada como válida por su segundo poseedor, en los aposentos del apartamento situado en uno de los pisos superiores de la desolada Lyons Inn.