dickens: la historia del retratista

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LA HISTORIA DEL RETRATISTA

En estas mismas páginas fue publicado recientemente un texto cuyo título rezaba «Cuatro historias de fantasmas». La primera de esas historias narra la extraña experiencia vivida por un reconocido artista inglés, al que bautizamos como Mr H**. A la publicación de aquel relato el propio Mr H** sorprendió al editor de este diario haciéndole llegar su propia versión de los acontecimientos recogidos en el relato. Teniendo en cuenta que Mr H** nos escribió abiertamente (con su nombre completo y desde su propio estudio en Londres), y que además no nos cabía duda alguna de que se trataba de un caballero responsable, se hacía imprescindible leer su comunicado con atención. Inconscientemente, según nos decía el caballero, se había cometido una grave injusticia en la primera de las citadas «Cuatro historias de fantasmas», por lo que la reproducimos aquí íntegramente, tal como el reconocido artista nos la remitió. Por supuesto, esta publicación se hace con el beneplácito y la autorización del propio Mr H**, y él mismo se ha encargado de corregir las pruebas. Hemos descartado cualquier teoría propia en cuanto a la explicación de las partes más controvertidas de esta interesante narración, y hemos decidido hacer prevalecer la versión de Mr H**, que aquí presentamos sin comentarios introductorios. Tan sólo resta añadir que en ningún momento nadie medió entre nosotros y Mr H** en este asunto. Todo el relato es, por tanto, de primera mano. Baste decir que cuando Mr H** leyó nuestro artículo «Cuatro historias de fantasmas», nos escribió haciendo gala de una excelente franqueza y de un mejor talante: «Soy el Mr H** del que ustedes hablan; el mismo a quien se hace mención en su artículo. Desconozco cómo ha llegado a trascender mi historia, pero ésta que les mando está contada de forma correcta. Me sucedió a mí personalmente, y tal como ocurrió la cuento».

Soy pintor. Una mañana de mayo de 1858 estaba sentado en mi estudio, entregado a mis quehaceres cotidianos. A una hora más temprana que la reservada habitualmente para las visitas, recibí la de un amigo a quien había conocido en Richmond Barracks, en Dublín, haría un año o dos. Aquel individuo en concreto era capitán de la 3a Milicia de York Occidental y, por la hospitalidad con la que me recibió cuando fui su huésped en aquel regimiento, así como por la afinidad personal que surgió entre nosotros, personalmente me sentí en la obligación de ofrecer a mi visitante un adecuado refrigerio. Y de ese modo nos dieron las dos de la tarde y seguíamos bien metidos en conversación, fumando habanos y decantando un buen jerez. Sería aproximadamente entonces cuando el sonido del timbre me recordó un compromiso que tenía con una joven modelo de esbelto cuello y armonioso rostro, que se ganaba la vida posando para diversos artistas. No hallándome de humor para trabajar, convine con ella en que viniese al día siguiente con la promesa, cómo no, de remunerar su pérdida de tiempo, y así se marchó. Regresó a los cinco minutos; me pidió hablar en privado y a continuación me confió que contaba con el dinero por el posado de aquel día, y que se veía contrariada por esa necesidad; por lo que me preguntó si podría adelantarle una parte de su estipendio. No puse objeciones a ello, y la muchacha volvió a marcharse. Cerca de la calle en la que vivo, hay otra calle de nombre parecido y aquellos que no están familiarizados con mi dirección con frecuencia acaban allí por error. El camino de la modelo la condujo directamente allí y cuando llegó, se vio abordada por una dama y un caballero que le preguntaron si podía informarles de dónde estaba mi casa. Habían olvidado la dirección correcta y se habían propuesto dar conmigo preguntando a las personas con las que se encontrasen. Pocos minutos después se presentaban en la puerta de mi vivienda.

Estos nuevos visitantes me eran absolutamente desconocidos. Habían visto un retrato que yo había hecho y deseaban que les pintase a ellos y a sus hijos. El precio que fijé no les disuadió y, llegados a un acuerdo preliminar, me sugirieron que fuéramos a mi estudio a fin de elegir el estilo y el tamaño del cuadro que pensaban encargarme. Mi amigo de la 3a de York Occidental, que era alguien dotado de exquisitas maneras y de un fino humor, hizo las veces de marchante, resaltando los méritos de cada obra con unos modales que yo no me habría permitido adoptar, obligado por la falta de confianza en uno mismo que se espera de un hombre a quien se pone en el brete de hablar de su propia producción. Satisfechos por la inspección, me preguntaron si tendría inconveniente en viajar a su casa de campo para pintar los retratos. Yo no encontré objeciones a tal petición, así que acordamos una cita para el siguiente otoño. Quedé en escribirles fijando una fecha en la que podría ausentarme de la ciudad para atender su encargo. Tras aclarar aquel punto, el caballero me tendió su tarjeta y los visitantes se marcharon. También mi amigo se fue, al cabo de un rato. Cuando, ya más tranquilo, me fijé en la tarjeta que habían dejado los desconocidos, me vi contrariado por el hecho de que, aunque contenía el apellido de Mr y Mrs Kirkbeck, pues tal era su nombre, ésta no recogía ninguna dirección a la que pudiera dirigirme. Traté de dar con ella buscando en el Registro, pero tal denominación no figuraba en ningún lado, así que metí la tarjeta en mi escritorio y por un tiempo me olvidé de todo el asunto.

Y así llegó el otoño, y con él una serie de compromisos que me vi obligado a atender en el norte de Inglaterra. Hacia finales de septiembre de 1858, me encontraba, pues, asistiendo a una cena de gala en una casa solariega en los límites de los condados de Yorkshire y Lincolnshire. El hecho de que estuviese en aquella casa era puramente accidental, pues en realidad era un total desconocido para la familia. Había planeado pasar un día y una noche con un amigo que vivía cerca y que era íntimo de mis anfitriones. Mi amigo había recibido de ellos una invitación para cenar, y al coincidir ésta con el día de mi visita, les había pedido que me permitiesen acompañarle. La fiesta estaba muy concurrida; a medida que la cena iba finalizando y llegaban los postres, la conversación se animó. Aquí debería mencionar que mi oído es bastante defectuoso, unas veces oigo más y otras menos, y que aquella noche en concreto me veía aquejado de una notable sordera, tan pronunciada que la conversación sólo me llegaba bajo la forma de un estrépito constante. De todos modos, en cierto momento logré escuchar claramente una palabra, aunque ésta fue pronunciada por una persona que se encontraba a una considerable distancia de mí. La palabra era «Kirkbeck». En la vorágine de la temporada londinense, me había olvidado totalmente de aquellos visitantes que en primavera me habían dejado esa extraña tarjeta sin dirección. La coincidencia atrajo mi atención e inmediatamente recordé el trato que habíamos hecho meses atrás. En la primera oportunidad que tuve, le pregunté a la persona con la que hablaba si había en la zona alguna familia con aquel nombre en cuestión. Como respuesta se me dijo que Mr Kirkbeck vivía en la localidad de A**, en el extremo más alejado del condado. Al día siguiente escribí al caballero en cuestión diciéndole que creía que era el mismo que me había visitado en mi estudio la anterior primavera, y que habíamos llegado a un acuerdo que me había visto impedido a cumplir por no constar ninguna dirección en su tarjeta de visita; por otro lado, le comentaba que, en mi regreso desde el norte hasta Londres, me hallaría brevemente en aquella zona. Finalmente le pedía que, en caso de que me hubiera equivocado al escribirle, no se tomase la molestia de responder a mi nota. Consigné mi dirección en la lista de correos de la Estafeta de York y, tres días después, recibí una nota de Mr Kirkbeck en la que expresaba su satisfacción al tener noticias mías y me comunicaba que si tenía tiempo de visitarle a mi vuelta, dejaríamos organizado el asunto de los cuadros; también me pedía que le anunciase mi llegada con un día al menos de antelación, para así poder atender a sus compromisos. Finalmente, tras otra nota mía, convinimos en que iría a su casa al sábado siguiente y me quedaría allí hasta el siguiente lunes por la mañana. Regresaría después a Londres, para atender ciertos asuntos que tenía pendientes, y volvería dos semanas más tarde a su casa para finalmente pintar el cuadro.

El día acordado para mi visita, desayuné presto y ocupé mi plaza en el tren matutino que va de York a Londres. El tren hizo escala en Doncaster y después en el empalme de Retford, en donde tuve que apearme para tomar la línea que atraviesa Lincoln hasta la localidad de A**. Era un día frío, húmedo y brumoso; un día de lo más desapacible que yo haya conocido en Inglaterra siendo, como era, sólo el mes de octubre. No había ningún otro ocupante en el vagón aparte de mí, pero en Doncaster subió una dama. Mi asiento estaba situado junto a la puerta del vagón, en el sentido contrario a la marcha. Como se considera que ése es un asiento reservado para las damas, le ofrecí ocuparlo, imitación que la recién llegada declinó graciosamente, sentándose en la esquina opuesta y diciendo, con una voz muy agradable, que le gustaba sentir la brisa en las mejillas. Pasó los siguientes breves minutos acicalándose. Extendió el guardapolvo a un lado, se alisó la falda del vestido, estiró sus guantes y realizó esos frívolos arreglos en su plumaje que las mujeres no pueden evitar hacer antes de acomodarse en las iglesias o en otros lugares, siendo el último y mas importante de todos retirar del sombrero el velo que ocultaba sus facciones. Pude fijarme entonces en que se trataba de una dama joven, seguramente no mayor de veintidós o veintitrés años; aunque era moderadamente alta, de hechuras algo robustas y de expresión resuelta, podría haber pasado perfectamente por alguien dos o tres años más joven. Supongo que su constitución física se consideraría normal: tenía el pelo de un castaño rojizo brillante, mientras que sus ojos y sus marcadas cejas eran casi negros. El color de sus mejillas era de un pálido tono transparente que hacía destacar sus grandes y expresivos ojos, y también la decidida expresión de su boca. Observada en conjunto, resultaba más atractiva que bella en sí; había cierta profundidad y armonía en sus facciones, que, si bien no eran del todo regulares, resultaban infinitamente más agradables que si hubiesen sido modeladas siguiendo las más estrictas normas de la simetría.

No es cosa desdeñable poder disfrutar de una grata compañía con la que departir durante un monótono recorrido en un día húmedo; alguien con quien conversar y que posea la sustancia necesaria como para hacerle olvidar a uno lo extenso y tedioso del viaje. A este respecto, no tenía motivo de queja, pues la joven se reveló, decididamente, como una conversadora ciertamente agradable. Cuando se hubo instalado cómodamente a su gusto, me pidió que le permitiese echarle un vistazo a mi Bradshaw,10 y no siendo ninguna experta en tan ardua labor, requirió mi ayuda para determinar a qué hora pasaba de nuevo el tren por Bradford en su regreso desde Londres a York. La conversación giró en torno a los habituales tópicos que suelen intercambiar los viajeros. Sin embargo, y para mi sorpresa, ella la condujo hacia temas más particulares con los que me supongo se hallaba más familiarizada. De hecho, no puedo evitar destacar que sus modales, que yo diría que eran más bien discretos, correspondían a los de alguien que supiera de algún modo quién era yo, sea por conocimiento personal o por referencias. Había en su manera de comportarse una especie de confidencialidad que no suele darse entre extraños, y, a veces, parecía incluso referirse a diferentes circunstancias con las que yo había tenido relación en el pasado.

Después de tres cuartos de hora de conversación, el tren llegó a Retford, donde yo tenía que cambiar de línea. Al apearme y desearle buenos días, ella hizo un ligero movimiento con la mano como si pretendiese estrechar la mía, y al corresponder yo a su gesto, ella se despidió diciendo:

—Me atrevería a asegurar que volveremos a vernos.

—Espero, efectivamente, que volvamos a encontrarnos —le respondí yo, del modo más caballeroso que pude.

De ese modo nos separamos; ella partió camino a Londres y yo tomé la línea que atraviesa el condado de Lincolnshire y que llega a A**. El resto del viaje se me hizo horrendamente frío, húmedo y gris. Echaba de menos la agradable charla que había tenido con aquella dama, y traté de suplirla leyendo un libro que llevaba conmigo, y luego el diario The Times, que me había procurado en Retford. Sin embargo, hasta los recorridos más desagradables tienen un final, y el mío concluyó poco antes de las cinco y media de la tarde. El cochero que me aguardaba en la estación me dijo que también se esperaba la llegada de Mr Kirkbeck, que venía en el mismo tren. Sin embargo, como el caballero finalmente no apareció, el cochero decidió, conforme a las instrucciones que había recibido previamente de él, llevarme sólo a mí y volver media hora más tarde a buscar a su amo.

Cuando llegué, la familia estaba todavía ausente, por diversos quehaceres. Me informaron de que la cena sería servida a las siete, y yo me dirigí a mi habitación para deshacer el equipaje y vestirme adecuadamente. Tras completar estas operaciones, bajé a la sala de estar. Probablemente aún quedaba un rato hasta la hora de la cena, ya que las lámparas no estaban encendidas todavía; en su lugar, un fuego llameante arrojaba un chorro de luz sobre cada rincón de la habitación, y más específicamente sobre una dama que, vestida de un negro riguroso, esperaba de pie junto a la chimenea calentándose uno de sus esbeltos pies al borde del guardafuego. Al estar con la cara vuelta hacia el lado opuesto de la puerta por la que yo había entrado, no pude distinguir sus rasgos en un primer momento. De todos modos, conforme fui avanzando hacia el centro de la sala, la dama retiró inmediatamente el pie del calor de la chimenea y se volvió para dirigirse a mí. Cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que no era otra sino mi compañera de trayecto en el tren.

Si sintió algún tipo de perplejidad al verme allí, no la dejó traslucir; bien al contrario, con uno de esos gestos joviales que hacen que hasta la mujer más simple parezca bella, me acogió recordándome su antigua predicción:

—Ya le dije que volveríamos a vernos.

En aquel momento, el propio desconcierto de encontrarla en la misma casa en la que yo me alojaba me impidió articular palabra alguna. No sabía en qué ferrocarril, o por qué medios podría haber llegado hasta la casa. Estaba seguro de haberla dejado en el tren que se dirigía a Londres; yo mismo la había visto partir con mis propios ojos. La única manera posible de llegar hasta allí, cavilé, era siguiendo hasta Peterborough y regresando por un ramal secundario hasta A**. Es decir, recorriendo una ruta de unas noventa millas. En cuanto la sorpresa me permitió recuperar el habla, le dije que, de haber sabido adonde se dirigía, me habría encantado acompañarla en su viaje.

—Eso habría sido algo difícil —repuso.

Justo entonces apareció el criado con las lámparas y me informó de que su amo acababa de llegar y bajaría en unos minutos.

La joven tomó entonces de una estantería un libro de grabados y, extrayendo uno de ellos (un retrato de Lady **), me pidió que lo mirase bien y le dijese si encontraba algún parecido con ella.

Estaba enfrascado en el dibujo, tratando de formarme una opinión respecto a lo que la dama me había preguntado, cuando aparecieron los Kirkbeck. Ambos me estrecharon la mano efusivamente entre disculpas por no hallarse en casa para recibirme. El caballero concluyó su bienvenida pidiéndome que acompañase a la señora Kirkbeck hasta la mesa.

Con la señora de la casa cogida de mi brazo, pasamos al comedor. Ciertamente dudé un instante si cederle el paso primero al señor Kirkbeck, que caminaba junto a la misteriosa dama de negro, pero el señor Kirkbeck no pareció entender mi gesto y finalmente entramos todos a un tiempo. Como éramos sólo cuatro comensales, nos acomodamos sin problemas; nuestros anfitriones en los extremos de la mesa y la dama de negro y yo a cada uno de los lados. La cena transcurrió según lo habitual en tales circunstancias. Siendo yo el invitado, dirigí mi conversación principalmente, si no en exclusiva, hacia mi anfitrión y mi anfitriona. No puedo recordar, ahora que lo pienso, que nadie se dirigiese a la dama sentada frente a mí. Viendo esto y rememorando algo que se asemejaba a una ligera llamada de atención hacia ella al entrar al comedor, saqué la conclusión de que debía de tratarse de una especie de gobernanta, o algo así. Observé, eso sí, que cenó magníficamente; degustó la ternera y la empanada y acabó dando cuenta de un generoso vaso de clarete. Probablemente no había almorzado, pensé, o quizás el viaje le había abierto el apetito.

La cena concluyó, las señoras se retiraron y, tras el correspondiente oporto, el señor Kirkbeck y yo nos volvimos a reunir con ellas en la sala de estar. Para entonces la reunión se había ampliado. Fui presentado a varios hermanos y cuñadas que habían acudido desde sus respectivas residencias en el vecindario, y también a varios niños, acompañados de su institutriz, Miss Hardwick. Caí en la cuenta de que mis presunciones sobre la dama de negro estaban erradas. Tras ocupar el tiempo preciso en saludar a los niños y a las distintas personas que me habían sido presentadas, me encontré de nuevo departiendo con la misteriosa dama del tren. Nuestra conversación de la tarde se había ceñido principalmente a los retratos, y ella lo retomó en cuanto tuvo oportunidad:

—¿Cree usted que podría pintar mi retrato? —inquirió.

—Sí. Creo que podría, si se me diese la oportunidad, naturalmente.

—De acuerdo, pues fíjese bien en mi cara. ¿Cree usted que podría recordar mis rasgos si se lo propusiera?

—Si, estoy seguro de que nunca olvidaría sus facciones.

—Esperaba que dijese algo así. Pero ¿cree que podría retratarme de memoria?

—Bueno, si es necesario lo intentaré; aunque, ¿no cree que sería mejor que posara alguna vez para mí?

—No, eso es del todo imposible. No puede ser. Casi todos dicen que el grabado que le mostré antes de la cena guarda un gran parecido conmigo. ¿Está usted de acuerdo?

—Permítame disentir —respondí—. No tiene en absoluto su expresión. Si pudiese posar para mí, aunque sólo fuese una vez, sería mejor que nada.

—No, no lo veo posible.

Para entonces la noche estaba ya bastante avanzada y se habían encendido las luces de los dormitorios. La dama de negro declaró que se encontraba muy cansada, estrechó mi mano sentidamente y me deseó buenas noches. El misterio que rodeaba a aquella mujer me dio bastante en qué pensar durante la noche. Nadie me la había presentado; no la vi hablar con nadie durante toda la velada, ni siquiera para dar las buenas noches cuando se marchó… Seguía sin explicarme cómo había logrado cruzar la región con tal rapidez. Además, ¿por qué diablos quería que la pintase de memoria? ¿No sería mejor que posase directamente para mí? En vista de lo difícil que resultaría resolver todas estas cuestiones, decidí posponer ulteriores consideraciones hasta la hora del desayuno, cuando suponía que el asunto se aclararía por sí solo.

Cuando bajé, a la mañana siguiente, encontré servido el desayuno, pero no hallé a la dama vestida de negro. Terminada la colación, marchamos juntos a la iglesia, luego volvimos para el almuerzo, y así transcurrió el día; pero seguía sin haber señales de la dama ni nadie hizo referencia alguna a ella. Entonces llegué a la conclusión de que debía de tratarse de alguna pariente y de que habría partido temprano para visitar a algún otro miembro de la familia de los muchos que vivían por allí cerca. Aun así, estaba bastante desconcertado por el hecho de que no se la mencionase en absoluto; no hallando la oportunidad de guiar mi conversación con los familiares hacia ese tema, me fui a dormir aquella segunda noche más confuso todavía que la primera. Al llegar el criado por la mañana, me aventuré a preguntarle por el nombre de la dama que había cenado con nosotros la noche del sábado. Su respuesta me dejó anonadado:

—¿Una dama, señor? No había ninguna dama, sólo la señora Kirkbeck, señor.

—Sí, me refiero a la dama que estuvo sentada frente a mí. Iba vestida de negro.

—¿Tal vez se refiere a Miss Hardwick, nuestra ama de llaves, señor?

—No, no es Miss Hardwick; ella bajó más tarde.

—Pues yo no vi a ninguna otra dama, señor.

—¡Oh sí, caramba, la dama vestida de negro que se encontraba en la sala de estar cuando yo llegué antes de que el señor Kirkbeck volviese a casa!

El hombre me miró con cara de sorpresa, como si albergase serias dudas acerca de mi salud mental. Entonces se limitó a responder:

—Le aseguro que no he visto a ninguna dama como la que usted describe, señor.

Y dicho esto se retiró.

El misterio se presentaba ahora más impenetrable aun si cabe. Reflexioné sobre él desde todos los puntos de vista sin llegar a encontrar ninguna explicación. Tenía que coger mi tren hacia Londres, así que desayuné temprano y no tuve tiempo más que para hablar del asunto que me había llevado hasta allí; de ese modo, tras acordar que volvería a las tres semanas para pintar los retratos, me despedí y partí hacia la ciudad.

Sólo me referiré a mi segunda visita a aquella casa para dejar sentado que tanto el señor como la señora Kirkbeck me aseguraron del modo más tajante que en la cena de aquel sábado en concreto no hubo un cuarto comensal. Su recuerdo al respecto era nítido, pues incluso habían considerado decirle a Miss Hardwick, el ama de llaves, que ocupase el asiento vacío, aunque finalmente no lo hicieron. Tampoco podían recordar a nadie con esa descripción entre su círculo de conocidos.

Pasaron algunas semanas. Faltaba poco para la Navidad. Era un típico día de invierno, y la luz comenzaba a declinar en mi habitación. Recuerdo que me encontraba sentado frente a mi mesa, escribiendo algunas cartas para enviar en el correo de la tarde. Me hallaba situado de espaldas a los batientes de las puertas que daban a la salita en la que normalmente hacía esperar a mis clientes. Llevaba ya algún rato escribiendo cuando, sin saber muy bien por qué, pues nada vi ni escuché que me diera señal de ello, noté que una persona había traspasado el umbral y ahora estaba de pie observándome. Me volví y allí, junto a mí, estaba la misteriosa dama del tren. Supongo que algo en mi comportamiento debió de indicarle que me había sobresaltado, pues, tras los habituales saludos, la dama dijo:

—Perdóneme si le he molestado. Supongo que no me oyó usted entrar.

Su manera de conducirse, aunque más tranquila y suave de lo que yo recordaba, no podía calificarse de seria, ni mucho menos de triste. Había algún cambio en ella, sí, pero era como esos cambios inaprensibles que con frecuencia suelen observarse en la gente; como cuando la espontaneidad sincera de una joven inteligente se transforma en serenidad y autodominio cuando ésta se ha prometido en matrimonio o acaba de dar a luz. Me preguntó si había hecho algún intento de retratarla. Me vi obligado a confesar que no era así. Lo sintió mucho, ya que quería el retrato para entregárselo a su padre. Traía consigo un grabado —un retrato de Lady M** A**—, pensando que me sería de ayuda. Era muy parecido a aquél sobre el que pidió mi opinión en la casa de Lincolnshire. Me insistió en que siempre le habían dicho que el parecido era asombroso, y que por eso quería dejármelo. Entonces, posando su mano firmemente sobre mi brazo, añadió:

—Le estaría realmente de lo más agradecida si lo pintase —y, si mi memoria no me traiciona, recuerdo que añadió—: pues de ello dependen muchas cosas.

Viendo su insistencia, tomé mi cuaderno de apuntes y, a la escasa luz que aún quedaba, comencé a ensayar con carboncillo un somero bosquejo de su perfil. De todos modos, al verme hacer esto, lejos de prestarme su ayuda en lo posible, se volvió simulando que miraba a los cuadros que había por la habitación, pasando ocasionalmente de uno a otro y permitiéndome así captar sus rasgos de modo fugaz. Apenas conseguí dibujar dos apresurados bosquejos, aun así bastante expresivos. En vista de que la débil luz no me permitía ya continuar, cerré mi cuaderno y ella se dispuso a marcharse. Aquella vez, en lugar del habitual «buenas noches», me dedicó un expresivo «adiós», al tiempo que sostenía mi mano con más fuerza que si la estuviese estrechando. La acompañé hasta la puerta y, al cruzarla, dio la impresión de que se fundía con la oscuridad exterior; aunque supongo que fue cosa de mi imaginación.

Enseguida pedí cuentas a la criada de por qué no me había sido anunciada la visita de la dama. Dijo no saber nada de ninguna visita, y que si alguien había entrado, debió de haberlo hecho aprovechando que ella había dejado la puerta abierta media hora antes, cuando tuvo que salir a un breve recado.

Pocos días después de que esto sucediese, tenía yo que acudir a una cita en una casa situada cerca de Bosworth Field, en Leicestershire. Salí de la ciudad un viernes. Una semana antes había enviado, en un tren de carga, algunos cuadros que resultaban demasiado grandes para que pudiera llevarlos yo mismo, con el fin de que estuviesen allí a mi llegada. De todas formas, al llegar a la casa me encontré con que nadie sabía nada de los mismos, y al preguntar en la estación, me informaron de que una caja como la que yo describía había pasado en el tren y había seguido de camino a Leicester. Al ser viernes y haber pasado ya la hora del correo, no había posibilidad ninguna de enviar un aviso a Leicester hasta el siguiente lunes por la mañana, pues la oficina de equipajes permanecía cerrada durante el domingo. En consecuencia, no podía contar con recuperar las pinturas antes del martes o del miércoles. La pérdida de tres días suponía un perjuicio considerable para mí, así que, con el fin de evitar males mayores, le sugerí a mi anfitrión que partiría de inmediato para resolver algunos asuntos en South Staffordshire, pues me veía obligado a atenderlos antes de regresar a la ciudad, aprovechando así el intervalo que se me presentaba y ahorrándome algo de tiempo al concluir mi visita en su casa. Este arreglo contó con su aprobación, así que salí a toda prisa hacia la estación de Atherstone en el ferrocarril de Trent Valley. Por las referencias que figuraban en el Bradshaw, vi que mi ruta se extendía a través de Litchfield, en donde debía hacer trasbordo hacia S**, en Staffordshire. Llegué justo a tiempo de tomar el tren que me dejaría en Litchfield a las ocho de la noche. Según anunciaba la guía, había un tren que salía desde allí hacia S** a las ocho y diez (deduje que como enlace con aquella línea en la que yo estaba a punto de viajar). Por lo tanto, no había motivos que me hiciesen dudar de que aquella misma noche podría completar mi trayecto. Sin embargo, al llegar a Litchfield mis planes se frustraron completamente. El tren llegó puntual y yo salí con la intención de esperar en el andén la llegada de los vagones del otro servicio. Me di cuenta entonces de que, aunque ambas líneas pasaban por Litchfield, la estación donde paraba el ferrocarril de Trent Valley, en el que yo había llegado, estaba justamente en el lado opuesto de la ciudad en donde se encontraba el apeadero de la línea de South Staffordshire. También descubrí que ya no había tiempo de llegar a la otra estación para coger el tren aquella misma noche; de hecho, aquel tren acababa de pasar justamente bajo mis pies por una vía inferior, y llegar hasta la otra punta de la ciudad, en donde sólo se detendría dos minutos, quedaba totalmente descartado. No tuve más remedio, pues, que buscar alojamiento para aquella noche en el Swan Hotel. Me disgusta especialmente tener que pasar, siquiera una velada, en un hotel de provincias. En esos lugares es imposible cenar de modo pasable; prefiero prescindir de la comida que tener que cenar algo que no me apetece. Nunca tienen un mísero libro para entretenerse mientras se cena, y los periódicos locales carecen de interés para mí. Ya me había leído el Times de cabo a rabo durante el trayecto del tren que me había llevado allí. Además, no suelo congeniar con el tipo de gente que uno encuentra en estos lugares, que no suelo frecuentar. Bajo tales circunstancias, generalmente me limito a tomar un té a fin de que el tiempo pase lo más rápido posible, y luego a atender la correspondencia atrasada.

He de añadir que nunca antes había estado en Litchfield. Mientras esperaba a que me subieran el té, caí en la cuenta de que en dos ocasiones durante los últimos seis meses había estado a punto de ir a parar a aquel mismo lugar: una vez porque tenía que realizar un pequeño encargo para un viejo conocido que vivía allí; y la otra para comprar los materiales de un cuadro que me había propuesto pintar sobre un incidente de la infancia del Doctor Johnson. En ambas ocasiones habría terminado en aquella ciudad si otros asuntos no me hubiesen desviado de mi propósito y me hubieran hecho posponer el viaje de manera indefinida. Aun así, no pude evitar que me rondara la cabeza un extraño pensamiento: «¡Qué raro!», me dije. «Aquí me encuentro, en Litchfield, sin habérmelo propuesto, cuando por dos veces he desaprovechado la ocasión». Cuando terminé el té se me ocurrió que podría escribirle una nota a un viejo amigo que vivía en Cathedral Close, una calle de aquella misma ciudad, y pedirle que acudiese a mi hotel para compartir con él una o dos horas. Así que llamé a la camarera y le pregunte si conocía a un tal Mr Lute, que vivía cerca de allí.

—Sí, señor.

—¿En Cathedral Close?

—En efecto, señor.

—¿Podría hacerle llegar una nota?

—Por supuesto, señor.

Le escribí una nota diciéndole a mi amigo que me encontraba en la ciudad y que me preguntaba si podría reunirse conmigo para charlar sobre los viejos tiempos. La nota le fue llevada y, transcurridos unos veinte minutos, entró por la puerta de mi habitación un caballero de bastante buen ver, de una edad entre madura y avanzada, sosteniendo mi carta en la mano. Nada más presentarse me dijo que, al parecer, yo le había enviado una carta, y que suponía que había sido por equivocación, puesto que mi nombre le era totalmente desconocido. Comprobé al momento que no se trataba de la persona a quien yo pretendía escribir, así que me disculpé y le pregunté si es que había otro Mr Lute que viviese en Litchfield.

—No, no hay ningún otro —me respondió.

Desde luego, yo recordaba que mi amigo me había dado la dirección correcta, pues le había escrito allí varias veces. Era un apuesto joven que había heredado una hacienda tras la muerte de su tío durante una montería en Quorn. El joven del que hablo se había desposado, haría como dos años, con una dama cuyo apellido de soltera era Fairbairn.

El desconocido, con mucha calma, respondió:

—Se refiere usted, sin duda, a Mr Clyne. Vivía en Cathedral Close, lo recuerdo. Pero hace un tiempo ya que se mudó.

Aquel hombre estaba en lo cierto y, con sorpresa, exclamé:

—¡Oh, vaya! ¡Ahora caigo! Ese era el nombre, efectivamente; pero ¿qué es lo que me habrá hecho pensar en usted? Le ruego que me disculpe; escribirle adivinando su nombre inconscientemente es una de las cosas más inexplicables que jamás he hecho. Perdone la confusión…

Muy tranquilamente continuó:

—No es necesario que se disculpe. Aunque puede que esta haya sido una feliz casualidad; precisamente llevaba tiempo pensando en llamarle a usted para que nos entrevistáramos. Porque usted es el famoso pintor, ¿no es cierto? El hecho es que estaría muy interesado en que pintase el retrato de mi hija. —Y tras hacer una pausa, continuó—: ¿Sería mucho inconveniente para usted si le pido que me acompañe a mi casa?

Me encontraba en extremo sorprendido por la forma en que había conocido a aquel caballero, y por el cariz tan inesperado que habían tomado los acontecimientos. Por el momento no me hallaba en disposición de aceptar su encargo y le expuse mi situación, aclarándole que sólo contaba con un par de días para hacer el trabajo. Aun así, él insistió con tanto empeño que prometí hacer lo que me fuera posible en aquellos dos días. Tras recoger mi equipaje, le acompañé a su casa. Apenas si cruzamos palabra durante el camino, aunque su talante taciturno parecía tan sólo una prolongación de su tranquila compostura en la posada. A nuestra llegada me presentó a su hija Maria y entonces nos dejó solos. Maria Lute era una muchacha rubia de unos quince años. Pensé que era una chica muy guapa, vaya si lo era. Sus modales eran más maduros de lo que su edad daba a entender; evidenciaban una compostura y (en el mejor sentido de la palabra) una feminidad que sólo se da a esas edades entre aquellas chicas que han quedado huérfanas de madre o que, por otros motivos, no han tenido más remedio que valerse por sí mismas.

Evidentemente, no había sido informada del motivo de mi visita y sólo sabía que había ido allí a pasar una noche, por lo cual se excusó para ausentarse unos instantes y así dar órdenes a la servidumbre para que me preparasen una habitación. Cuando regresó me dijo que ya no volvería a ver a su padre hasta la mañana siguiente, pues su estado de salud le obligaba a retirarse al anochecer; sin embargo, esperaba que pudiera volver a verlo al día siguiente. Mientras tanto, me instaba a considerarme como en mi propia casa y a no dudar en pedir cualquier cosa que necesitara. Ella se sentaría en la sala de estar, aunque tal vez yo quisiera fumar o tomar algo, en cuyo caso había un fuego encendido en los aposentos del ama de llaves, y ella misma me haría compañía, pues esperaba la visita del médico que había de llegar de un momento a otro, y éste probablemente se quedaría a tomar algo y a fumar durante un rato. Accedí al momento, ya que la jovencita parecía recomendar esa opción. No fumé ni tomé nada, sin embargo; me limité a sentarme frente a la chimenea, y ella se reunió conmigo poco después. Pronto se reveló como una excelente conversadora, con un dominio del lenguaje inusual en una persona tan joven. Sin mostrarse en absoluto inquisitiva, y sin evidenciar que su intención fuera sacarme información de ningún tipo, me expresó su deseo de saber qué asunto era el que me había llevado a la casa. Le conté que su padre quería que yo pintase su retrato, o el de su hermana, en el caso de que tuviera alguna.

Permaneció silenciosa y pensativa un instante, y entonces pareció comprenderlo todo. Me contó que su única hermana, a quien su padre se hallaba estrechamente unido, había fallecido casi cuatro meses atrás; que su padre aún no se había recuperado del profundo trauma de su muerte. Con frecuencia él había expresado su ferviente deseo de tener un retrato de ella; de hecho, era lo único en lo que pensaba últimamente. Ella tenía la esperanza de que, haciendo algo al respecto, su salud mejoraría notablemente. Al decir aquello titubeó, empezó a tartamudear y finalmente rompió a llorar. Después de una pausa continuó:

—No tiene lógica el ocultarle a usted lo que muy pronto acabará por saber. Papá está algo trastornado, supongo que se habrá dado cuenta… De hecho ha estado así desde que enterraron a la pobre Caroline. Siempre dice que está viendo a nuestra querida Caroline; se halla, sin duda, bajo el influjo de terribles delirios. El doctor dice no saber cuánto más puede empeorar, y nos ha recomendado que mantengamos fuera de su alcance las hojas afiladas, los cuchillos y todo cuanto pudiera ser utilizado para infligirse daño a sí mismo. Comprenda que no podíamos permitir que volviese a verle usted esta noche; a partir de determinada hora, simplemente es incapaz de hablar con lucidez, y temo que lo mismo le suceda mañana. Tal vez pueda usted quedarse hasta el domingo. Yo podría ayudarle en su propósito.

Pregunté si contaban con algún material a partir del que hacer el retrato, una fotografía, algún bosquejo, cualquier otra cosa que ayudase. No tenían nada.

—¿Sería capaz de describirme claramente a su hermana?

Me dijo que creía que sí, y además en algún sitio tenían un grabado de una mujer que guardaba un gran parecido con su hermana. Sin embargo, desgraciadamente lo habían extraviado. Subrayé que, ante tales desventajas y ausencia de materiales, no podía vaticinar un resultado satisfactorio. Ya antes había hecho retratos bajo circunstancias parecidas, si bien su éxito había dependido en gran medida de las capacidades descriptivas de las personas que tenían que ayudarme por medio de sus recuerdos. Había obtenido algunos éxitos, cierto era, pero es bien sabido que la mayoría de las veces esos intentos concluyen en fracaso.

El médico debió de venir, pero yo no le vi. Supe, sin embargo, que había ordenado que se velase al paciente hasta que él volviera al día siguiente. Haciéndome cargo de la situación y de las muchas obligaciones a las que la joven dama tenía que atender, me retiré a dormir temprano. Por la mañana oí que su padre se encontraba bastante mejor; había preguntado insistentemente al despertar si yo aún me encontraba bajo su mismo techo y, durante el desayuno, me envió recado de que esperaba que nada me impidiese realizar el retrato sin más tardanza, para lo cual tal vez se hallaría en disposición de verme a lo largo del día.

Nada más desayunar me puse enseguida a la tarea, guiándome por las descripciones que me daba la hermana. Lo intenté una y otra vez, aunque sin éxito. Incluso, secretamente, empecé a perder toda perspectiva de alcanzarlo. Ante mis intentos se me dijo que los rasgos, considerados por separado, se asemejaban, pero la expresión en conjunto estaba bastante alejada de la realidad. Durante buena parte del día seguí esforzándome sin que los resultados mejorasen. Los diferentes retoques que hice recibieron la misma respuesta: no lograba captar la esencia del retrato que perseguíamos. Me empleé a fondo y, de hecho, me sentía bastante fatigado, circunstancia ésta que la joven percibió, al tiempo que me expresaba sus más cálidos agradecimientos por el interés que me estaba tomando en la materia. En un momento dado, sus explicaciones se tiñeron de un vago sentimiento de irritación. En algún sitio tenía un grabado —se trataba del retrato de una dama, de hecho— que se le parecía mucho a su hermana, pero no lograba encontrarlo. No haría ni tres semanas que había desaparecido como por ensalmo del libro en el que se encontraba. Alguien lo había arrancado. El asunto era de lo más decepcionante, pues estaba convencida de que aquel retrato me habría sido de gran utilidad. Le pregunté si podía decirme quién era la dama del retrato, por si yo la conocía, y al punto me respondió que se trataba de Lady M** A**.

Aquel nombre me recordó de modo inmediato la escena con la dama del tren. Ese debió de ser el mismo grabado que ella me enseñó, me dije. Tenía el cuaderno de apuntes arriba, en mi portafolios y, por una afortunada casualidad, en su interior se hallaba el grabado en cuestión junto con los dos bocetos a lápiz. Inmediatamente bajé con ellos y se los mostré a la joven María Lute. Los observó por un momento y, volviendo la vista hacia mí, dijo lentamente, algo asustada:

—¿De dónde los ha sacado? —y añadió, sin esperar a mi respuesta—: Déjeme enseñárselos a papá.

Se ausentó unos diez minutos y regresó acompañada de su padre. Él no se entretuvo en saludos formales. Adoptó un tono y unas formas que yo no le había observado con anterioridad.

—Yo tenía razón todo el tiempo. ¡Es a usted a quien vi en su compañía, y estos apuntes sólo pueden ser de ella! Valen para mí más que todas mis posesiones, salvo esta querida chiquilla.

La hija también aseguraba que el grabado que yo había llevado a la casa tenía que ser el que faltaba del libro desde hacía tres semanas, en prueba de lo cual me señaló las marcas de cola que tenía por detrás y que se correspondían exactamente con las marcas que habían quedado en la hoja en blanco del libro. Desde el momento en que el padre vio aquellos apuntes recobró su salud mental.

No se me permitió retocar ninguno de los dos dibujos a lápiz del cuaderno, temiendo que pudiesen estropearse; pero enseguida comencé un cuadro al óleo, con el padre sentado junto a mí, hora tras hora, dirigiendo mis pinceladas, conversando racional y hasta alegremente mientras lo hacía. Evitó las alusiones directas a sus visiones, aunque de vez en cuando trató de llevar la conversación a las circunstancias en que yo había tomado aquellos apuntes. El doctor se presentó aquella misma tarde y, tras elogiar el tratamiento que él mismo había aplicado, diagnosticó la notable mejoría del paciente, definitiva en su opinión.

Al día siguiente era domingo y fuimos todos a la iglesia. El padre lo hacía por vez primera desde que comenzara su duelo. Tras el almuerzo me invitó a que diéramos un paseo. Entonces volvió a sacar el tema de los bocetos y, tras dudar unos instantes de si debía confiar en mí, me dijo:

—El que usted me escribiese personalmente desde la posada de Litchfield fue uno de esos hechos inexplicables que supongo imposibles de clarificar. De cualquier modo, yo ya le conocía; puedo decir que ya le había visto. Cuando los que estaban a mi alrededor dudaban de mi lucidez y consideraban cuanto decía una sarta de incoherencias, sólo era porque yo veía cosas que ellos no podían ver. Desde que ella murió, yo sé, con una certeza inamovible, que en diferentes situaciones me he encontrado ante la presencia visible de mi querida hija fallecida… Algo que ocurrió más a menudo, incluso, justo en los días que siguieron a su muerte. De las numerosas veces que esto ha sucedido, recuerdo con claridad una en la que la vi sentada en un vagón de tren. Hablaba con la persona que tenía enfrente. Quién era aquella persona es algo que no puedo asegurar, pues yo parecía estar situado inmediatamente detrás de ella, tras su cabeza. Después la vi cenando en una mesa junto con otras personas entre las que, incuestionablemente, se hallaba usted. Más tarde supe que en aquel momento los doctores y mi familia consideraron que sufría uno de mis más prolongados y violentos paroxismos, pues seguía viéndola mientras hablaba con usted durante horas, en medio de una gran reunión de gente.

«Y de nuevo volví a verla, al lado suyo, mientras usted se encontraba ocupado con unos cuadernos, puede que escribiendo, o quizás dibujando. Una vez más la volví a ver, pero en lo que a usted toca, la siguiente vez que le reconocí fue ya en el salón de la posada.

Todo el día siguiente lo dediqué a completar el rostro de la difunta. Después me llevé conmigo el cuadro a Londres para terminarlo.

Me he encontrado con Mr Lute varias veces desde entonces; su salud, pasados los años, se ha restablecido completamente, y su conversación y sus modales son tan joviales como cabe esperarse de alguien que ha pasado por una grave pérdida pero que ha conseguido dejarla atrás.

El cuadro ahora cuelga en su dormitorio, flanqueado por el grabado y los dos bocetos. Bajo él se halla escrito: «C. L., 13 de septiembre».