dickens: dos relatos de terror

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 EL CAPITÁN ASESINO Y EL PACTO CON EL DIABLO

No existen muchos lugares que me guste tanto volver a visitar, cuando estoy ocioso, como aquéllos en los que nunca he estado. Debido a que mi conocimiento de tales parajes se ha hecho esperar tanto tiempo, y ha madurado hacia una intimidad de naturaleza tan afectuosa, me tomo un interés particular en asegurarme personalmente de que permanecen inmutables en mi memoria.

Nunca estuve en la isla de Robinson Crusoe y, sin embargo, regreso allí con frecuencia. La colonia que él fundó se disolvió enseguida, y ya no vive allí ninguno de los descendientes de los serios y caballerosos españoles, ni Will Atkins y el resto de amotinados, y la isla ha vuelto a su condición original. No queda ni una sola ramita de las que se utilizaron para fabricar sus chozas y las cabras hace tiempo que se han asilvestrado; si alguien disparase allí una pistola, una nube de loros de colores llameantes oscurecería el sol entre alaridos; ninguna cara se refleja ya en las aguas del arroyuelo a través del que Viernes huyó nadando cuando era perseguido por sus dos hermanos caníbales de estómagos afilados. Después de haber comparado notas con otros viajeros que también han vuelto a visitar la isla y la han inspeccionado a conciencia, me he convencido de que no contiene vestigios ni domésticos ni teológicos de Mr Atkins, aunque aún hay que rastrear el legado que éste dejó en la memorable tarde en que arribó allí para desembarcar a su capitán, cuando se vio confundido por los señuelos y dio vueltas y más vueltas hasta que oscureció y su barco encalló y le empezaron a flaquear las fuerzas y el espíritu. Lo mismo sucede con la cumbre de la colina en la que Robinson quedó mudo de alegría cuando el reinstaurado capitán señaló al barco que había de sacarle de allí, navegando a media milla de la costa, en el vigésimo noveno año de su reclusión en aquel solitario lugar. E igual pasa con la arenosa playa en la que quedaron grabadas sus memorables huellas y hasta la cual los salvajes arrastraban sus canoas cuando se aproximaban a la orilla para celebrar sus macabros festines, tras los cuales ensayaban una danza más salvaje aún que la propia jerigonza que salía de sus enormes bocas. También ocurre así con la cueva donde los ojos llameantes de la vieja cabra hacían pensar en una fantasmagórica aparición en la oscuridad. Y también con la cabaña donde Robinson vivía con su perro, su loro y su gato y en donde se enfrentó a aquellas primeras agonías de la soledad, que —curioso— no trajeron consigo apariciones espectrales precisamente; ¿una circunstancia sorprendente que tal vez él excluyó de su bitácora? Cientos de tales objetos, ocultos entre el denso follaje tropical, donde el cálido mar de los trópicos rompe eternamente; y por encima de ellos el cielo tropical que, salvo en el transcurso de la breve estación lluviosa, brilla límpido y despejado de nubes.

Jamás he estado en el brete de verme rodeado por manadas de lobos en la frontera entre Francia y España; jamás —con la noche oscura a punto de cernirse sobre nuestras cabezas, y todo el suelo cubierto de nieve—, he mandado detenerse a mi pequeña compañía y parapetarse tras un puñado de árboles caídos que nos sirviesen de refugio para desde allí disparar a bulto todo un cargamento de pólvora, con tanta destreza que de pronto logramos acertar a tres, cuatro lobos, los cuales, incendiados en llamas, iluminan durante unos instantes todo el oscuro bosque a nuestro alrededor.

Sin embargo, a veces regreso a esa lúgubre región y vuelvo a temblar ante el solo hecho de oler la chamusquina a carne asada de los lobos ardiendo, y contemplo cómo se incendian, tropezando los unos con los otros; y cómo ruedan por la nieve intentando en vano sofocar las llamas, y cómo sus aullidos son transportados por el eco hacia los bosques donde se ocultan los demás lobos.

Nunca he estado en la cueva de los bandidos, en la que vivió Gil Blas, pero a menudo regreso allí y abro la trampilla —tan pesada de levantar—, mientras observo a ese viejo y lisiado Negro lanzando eternas maldiciones mientras se tumba en su cama. Ni siquiera he visitado el estudio en el que Don Quijote leía sus libros de caballerías hasta que, enloquecido, salía y se lanzaba en su rocín contra los gigantes imaginarios para después refrescarse el gaznate con grandes tragos de agua; en aquella biblioteca nadie podría mover un solo libro de su sitio sin mi conocimiento ni mi consentimiento. Jamás disfruté —¡gracias a Dios!— de la compañía de esa ancianita que salió renqueante de un arcón y le dijo al comerciante Abudah que partiese en busca del Talismán de Oromanes; aunque yo mismo me las arreglé para saber que la mentada señora se encuentra todavía en buen estado de conservación, y sigue tan insoportable como siempre. Nunca visité la escuela en la que el niño Horatio Nelson se escapó de la cama para robar las peras —no porque a él le apeteciesen, sino porque ningún otro niño se atrevía a hacerlo— y, sin embargo, he ido varias veces a su Academia para verle descolgarse con una sábana por la ventana de su habitación. Igual ocurre con Damasco, y con Bagdad, y con Brobdingnag —un lugar a menudo condenado a comprobar cómo su nombre se escribe de modo incorrecto—, y con Lilliput, y con Laputa, y con el Nilo, y con Abisinia, y con el Ganges, y con el Polo Norte y con muchos otros cientos de lugares… en los que nunca estuve, aunque mi obligación sea mantenerlos intactos, y a los que siempre estoy volviendo.

Sin embargo, recuerdo una vez que estuve en Dullborough, visitando a mis amigos de la infancia. Mi experiencia en ese terreno se reveló inútil, y me vi incapaz de recordar la cantidad de personas a las que resultó que había sido presentado por mi niñera antes de cumplir los seis años, y los lugares a los que solían obligarme a volver, sin apetecerme, por la noche —hay que decir que todos ellos, personas y lugares, eran totalmente desquiciantes pero no por ello menos reales, para mi alarma—. Si todos pudiésemos controlar nuestras mentes —en un sentido más amplio del que concede el acervo popular a esta frase—, sospecho que hallaríamos a nuestras niñeras responsables de la mayor parte de los rincones oscuros a los que nos vemos forzados a volver contra nuestra voluntad.

El primer personaje diabólico que irrumpió en mi pacífica juventud —como tuve oportunidad de recordar aquel día en Dullborough— era alguien al que llegué a conocer como el Capitán Asesino. Aquel desdichado debió de haber sido un vástago del clan Barba Azul, como poco, aunque por aquel entonces yo no sospechase un parentesco tal. Su alarmante nombre no parecía, al menos hasta entonces, haber generado prejuicios en su contra, puesto que formaba parte de la alta sociedad y poseía enormes riquezas. La aspiración del Capitán Asesino era el matrimonio: eso le permitía saciar su apetito caníbal por las novias tiernas. Cada vez que se prometía con una nueva víctima, el día de la boda, por la mañana temprano, solía hacer plantar a ambos lados del pequeño sendero de entrada a la iglesia unas curiosas flores, y cuando la novia le preguntaba: «Querido Capitán Asesino, nunca había visto flores como éstas, ¿cómo se llaman?», él respondía: «Se llaman Guarnición para Cordero», y se reía de una manera horrible de su chiste atroz, mostrando su afilada dentadura e inquietando las mentes de los nobles acompañantes de la novia. Solía cortejarlas en un coche de seis caballos, que cambiaba, en el día de la boda, por un coche tirado por doce corceles de un blanco inmaculado, todos los cuales tenían una mancha roja en el lomo que él mandaba cubrir con los arneses, ya que la mancha aparecía en el mismo lugar cada vez, a pesar de que todos los caballos eran perfectamente blancos cuando el Capitán Asesino los compraba. La mancha la causaba la sangre de las jóvenes novias asesinadas. (A este pasaje tan terrible debo mi primera experiencia personal de estremecimiento y sudor frío recorriéndome la frente). Cuando finalizaban la ceremonia y el convite, después de haber despedido a sus nobles invitados, el Capitán Asesino se retiraba un mes a solas con su novia. Tenía la costumbre caprichosa de mandar fabricar un rodillo de oro y una tabla de amasar de plata. Previamente, durante el noviazgo, se interesaba vivamente por saber si la dama en cuestión era capaz de cocinar una empanada crujiente. Y en el caso de que, bien por su naturaleza, bien por su educación, no supiera cocinarla, si convenía en ser adiestrada en tal oficio. Bien. Cuando la novia veía que el Capitán Asesino había mandado fabricar el rodillo de oro y la tabla de amasar de plata, recordaba lo que sabía y, arremangándose los encajes de seda, se encerraba en la cocina, dispuesta a preparar la empanada que a su marido tanto le gustaba. El Capitán traía entonces una enorme bandeja de plata y también harina, mantequilla, huevos y todas las cosas necesarias, salvo el relleno de la empanada: aquellos ingredientes que iban dentro del hojaldre nunca los sacaba. Entonces, la encantadora novia preguntaba: «Querido Capitán Asesino, ¿de qué va a estar rellena la empanada?». «De carne», respondía él. Y la adorable muchachita decía: «Pero querido Capitán Asesino, no veo la carne por ningún lado». El Capitán replicaba con buen humor: «Mira en el espejo». Ella miraba, pero allí no veía ninguna carne y en ese momento, el Capitán, con grandes carcajadas, desenfundaba amenazante su sable y le ordenaba extender la masa. Así que ella extendía el hojaldre derramando grandes lágrimas, y cuando había rellenado el molde con la masa y había cortado la parte que senaria de cobertura, el Capitán decía: «¡Veo un montón de carne en el espejo!». Y la novia miraba hacia el espejo justo a tiempo de ver cómo el Capitán le cercenaba la cabeza; luego la despedazaba en cachitos, le añadía sal y pimienta y la usaba como relleno de la empanada. Luego la mandaba al panadero para que la cociese en su horno y se la comía entera hasta no dejar más que los huesos.

Y así continuaba el Capitán Asesino, prosperando muchísimo, hasta que eligió como novia a una muchacha que tenía una hermana gemela. Al principio no sabía a cuál de las dos elegir para sus fines, ya que, aunque la una era rubia y la otra morena, ambas eran igualmente bellas. Sin embargo, eligió a la gemela rubia, que se enamoró de él, puesto que la hermana morena le detestaba vivamente, y sin duda habría impedido el matrimonio por todos los medios a su alcance. En cualquier caso, una noche antes de la boda, acrecentadas sus sospechas hacia el Capitán Asesino, la hermana morena salió sigilosamente y trepó por el muro de su jardín. Allí miró por una rendija en la persiana de su dormitorio y hete aquí que vio al Capitán afilándose los dientes con una lima. Al día siguiente, procuró prestar atención a todo lo que se decía, y escuchó al Capitán hacer la broma de la guarnición para el cordero. Un mes después, como ocurrió con todas las demás novias anteriores, el Capitán mandó extender la masa, decapitó a la gemela rubia, la hizo cachitos, la salpimentó, se la mandó al panadero para hornearla y se la comió hasta no dejar más que los huesos.

La gemela morena estaba cada vez más suspicaz, sobre todo después de haber visto al Capitán afilándose los dientes y haciendo la chanza del cordero. Cuando se hizo pública la muerte de su hermana, logró juntar todas las piezas del rompecabezas. Así, llegó a la conclusión de que su hermana había muerto asesinada y decidió tomarse venganza. De modo que fue hasta la casa del Capitán, golpeó la aldaba, hizo sonar el timbre, y cuando el Capitán abrió la puerta le espetó: «Querido Capitán Asesino, cásese conmigo sin tardanza. Siempre le he amado; si me he portado así con usted, era porque estaba celosa de mi hermana». El Capitán lo tomó por un cumplido, y así el matrimonio quedó acordado. La noche antes de la boda, la gemela volvió a encaramarse hasta su ventana y de nuevo vio al Capitán afilándose los dientes. Ante tal visión, lanzó una risa tan terrible por la rendija de la persiana que al Capitán se le heló la sangre. Entonces él, sabiéndose observado, exclamó: «¡Espero que no se haya producido ninguna contrariedad!». Al oírlo, ella se rió con una carcajada aún más terrorífica y él abrió la ventana buscando alrededor, pero ella había bajado ágilmente del muro, y allí no había nadie. A la mañana siguiente ambos fueron a la iglesia en el carruaje de doce caballos y contrajeron matrimonio. Justo un mes después ella preparó la masa y el Capitán Asesino le cortó la cabeza, la trituró en pedazos, la aderezó, la envió al obrador y se la comió enterita hasta no dejar más que los huesos.

Sin embargo, antes de extender la masa, ella había ingerido un veneno con propiedades letales, destilado a base de ojos de sapo y médulas de serpiente. El Capitán Asesino había terminado de roer el último de los huesos, cuando comenzó a notarse hinchado y a ponerse azul y a llenarse de manchas y a chillar. Y así siguió, hinchándose cada vez más y poniéndose más y más azul y cada vez con más manchas y dando cada vez mayores gritos, hasta que ya alcanzaba desde el suelo hasta el techo y abultaba de una pared a otra, y entonces, sería la una de la madrugada, estalló con una sonora explosión. Los blancos e impolutos caballos, asustados por el estallido, rompieron sus bridas, enloquecieron y arrollaron a todos cuantos se les cruzaron por delante (empezando por la familia del herrero que hacía las limas para afilar sus dientes) hasta matarlos a todos para después huir a galope tendido.

Escuché esta leyenda cientos de veces durante mi tierna juventud, y en cada ocasión que lo hice me sentí tentado a levantarme de la cama, mirar a hurtadillas por la ventana del capitán, como lo hiciera la gemela morena, volver a su casa fatídica y contemplarle agonizando, azul y lleno de manchas y dando gritos, mientras se hinchaba hasta llenar toda la habitación.

La joven que me dio a conocer la historia del Capitán Asesino parecía sentir un disfrute perverso observando cómo me invadía el terror. Recuerdo que solía comenzar su relato con un rasgueo de garras en el aire con ambas manos, a modo de obertura introductoria, tras lo cual profería un prolongado y espeluznante alarido. Tal era la angustia que me causaba con aquella ceremonia, que ella combinaba con la historia del terrible Capitán, que en ocasiones me sorprendía ansiando ser lo bastante fuerte y lo bastante mayor como para volver a escuchar la historia de nuevo. Ella jamás me ahorró ni una coma del relato y, es más, me conminaba a beber de aquel terrible cáliz como la única protección conocida por la ciencia contra el fatídico «Gato Negro», un extraño felino de mirada feroz y aspecto sobrenatural, de quien se creía que merodeaba por el mundo de noche, dejando a los niños sin respiración y que tenía (según se me dio a entender) un ansia especial por mi persona.

Aquella narradora —espero que mi deuda con ella en asuntos de pesadillas y sudores se halla visto reparada— reaparece en mi memoria transmutada en la hija de un carpintero de barcos. Su nombre era Piedad, aunque conmigo no tuvo ni la más mínima. He de decir que hay un cierto sabor de astillero en la siguiente historia que voy a contar. Siempre la he asociado a las pastillas de clorato de mercurio, pues me era narrada en las tristes noches en que me hallaba decaído por los efectos de esa medicina.

Existió una vez un carpintero de barcos cuyo nombre era Chips. Trabajaba en un astillero público. El nombre de su padre era Chips y el nombre del padre de éste era también Chips; todos en la familia se llamaban Chips. Chips el padre se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar; y Chips el abuelo se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar; y Chips el bisabuelo se había vendido asimismo bajo los mismos términos y condiciones. Así que el susodicho pacto diabólico se había venido celebrando en la familia desde hacía mucho, mucho tiempo. Un día, cuando el joven Chips estaba trabajando dentro de la oscura bodega de un viejo barco del setenta y cuatro, previamente izado para su reparación, se le presentó el Diablo en persona y le dijo:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(No sé por qué, pero el hecho de que el Diablo se expresara en lenguaje rimado me resultaba algo particularmente agobiante).

Chips alzó la vista al oír esas palabras y allí, delante de él, vio al Diablo en persona, con ojos como platos que bizqueaban de forma exagerada y que lanzaban continuos destellos de fuego azul. Cuando parpadeaba, los chorros de chispas azules le salían de los ojos, y las pestañas hacían un estrépito como de pedernal y metales friccionándose. Colgando de uno de sus brazos llevaba la tetera de hierro, bajo su otro brazo había media tonelada de cobre, y sentada sobre uno de sus hombros portaba una rata que podía hablar. Así que el Diablo dijo otra vez:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(El invariable efecto de esta alarmante tautología por parte del Espíritu del Mal solía privarme de mis sentidos por un rato).

Chips no dijo ni una palabra, y continuó su tarea.

—¿Qué es lo que haces, Chips? —preguntó la rata que podía hablar.

—Estoy colocando unas planchas nuevas ahí donde tú y tus compañeras habéis roído las que había —dijo Chips.

—Volveremos a comérnoslas —añadió la rata que podía hablar—, y dejaremos que entre el agua y ahogaremos a toda la tripulación, y nos la comeremos también.

Siendo Chips sólo un carpintero y no un marinero de un buque de guerra, respondió:

—Adelante con ello.

Sin embargo no podía apartar su vista de la media tonelada de cobre y del puñado de clavos de a diez peniques, puesto que los clavos y el cobre son los compañeros inseparables de un carpintero de barcos, y todos los del oficio están deseando hacerse con ellos siempre que pueden. El Diablo, dándose cuenta, le dijo:

—Ya veo lo que estás mirando, Chips. Deberías aceptar el pacto. Conoces las condiciones. Tu padre antes que tú, así como tu abuelo y tu bisabuelo antes que él estaban bien familiarizados con ellas.

Chips replicó:

—Aceptaría el cobre y los clavos, y no me importaría quedarme con la tetera, pero la rata… La rata no me gusta.

El Diablo, enojado, exclamó:

—¡No puedes quedarte el metal si no aceptas también la rata…! Y además, es una rareza. En fin, ahí te quedas.

Chips, temiendo perder el puñado de clavos y la media tonelada de cobre, gritó:

—¡Dámelos, dámelos!

Así que al final se quedó el cobre y los clavos y la tetera y la rata, y el Diablo se fue tal como vino. Chips vendió entonces el cobre y los clavos, y habría vendido la tetera si no hubiera sido porque cada vez que se la ofrecía a alguien, la rata se metía dentro y los comerciantes la soltaban presa de una gran histeria y no querían saber nada del trato. En vista de ello, Chips resolvió matar a la rata.

Un día estaba trabajando en el astillero junto a un gran hervidor lleno de brea ardiente. A su lado tenía la tetera con la rata; entonces trasvasó la brea hirviendo a la tetera y la llenó hasta el borde. Procuró no quitarle ojo hasta que se enfrió y se solidificó; dejó que reposase durante veinte días y después volvió a calentar la brea y la vertió en el hervidor, tras lo cual sumergió la tetera en agua durante otros veinte días más y a continuación se la dio a los de la fundición para que la metiesen en el horno otros veinte días, al cabo de los cuales se la devolvieron al rojo vivo, que más bien parecía cristal fundido en vez de hierro… Pero comprobó, desolado, que la rata seguía allí, igual que al principio. La rata miró a Chips, y le espetó, con voz burlona:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(Había estado esperando, con terror indescriptible, a que alguien volviese a contar el dichoso chascarrillo).

En ese momento Chips tuvo la certeza de que no podría separase jamás de la rata, y ésta, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Me pegaré a ti… ¡como la brea!

Al decir esto, la rata dio un salto fuera de la tetera y Chips albergó la esperanza de que el bicho no cumpliese su palabra; pero algo terrible sucedió al día siguiente. Cuando llegó la hora de la cena y sonó la campana del muelle que anunciaba el final de la jornada, Chips se metió la regla en el bolsillo lateral de sus pantalones. Y dentro se encontró a la rata; si bien no era la misma rata del principio, sino otra rata. Al irse a poner su sombrero encontró otra dentro; y otra en el pañuelo de su bolsillo; y dio con otras dos más en las mangas de su abrigo cuando se lo puso para salir a cenar. Desde entonces se acostumbró a que todas las ratas del astillero le treparan por las piernas mientras trabajaba y se sentaran sobre sus herramientas mientras las utilizaba. Eran ratas parlanchinas, iguales que la primera, y hablaban las unas con las otras, y él entendía lo que se decían. Se adueñaron de su dormitorio, se le metieron dentro de la cama, y anidaron en la tetera, dentro de la cerveza y hasta se encontró unas cuantas en las botas. Iba a casarse con la hija de un tratante de cereales, y al ir a entregarle un costurero que él mismo le había fabricado, una rata saltó fuera de él y le pegó a la prometida un susto de muerte; y cuando, al intentar consolarla, fue a pasarle el brazo alrededor de la cintura, otra rata se le descolgó por el brazo. Naturalmente, tuvieron que suspender el matrimonio, a pesar de que ya se habían hecho las amonestaciones dos veces, como bien atestiguará el sacristán, quien, al darle al párroco el libro en la segunda ocasión, siempre recordaría cómo una rata grande y gorda, que salió de quién sabe dónde, empezó a corretear sobre una de las hojas. (A estas alturas del relato, ya notaba cómo me recorría la espalda literalmente una cascada de ratas. Desde entonces, a ratos me he sentido morbosamente atemorizado de explorar mis propios bolsillos, convencido de que, rebuscando en ellos, daría sin duda con algún ejemplar o dos de esas alimañas).

Tal vez piensen ustedes que aquello era bastante terrible para Chips, pero, a pesar de todo, no era lo peor que le pasaba. Él sabía además lo que hacían las ratas dondequiera que estuviesen. A veces, inopinadamente, rompía a llorar cuando estaba en la cantina por la noche.

—¡Oh! —decía—. ¡Expulsad a las ratas del cementerio de convictos! ¡No dejéis que hagan eso!

O bien:

—¡Hay una en el queso, en el piso de abajo!

O también:

—¡Hay un par de ellas olisqueando al bebé en el desván!

Y otras cosas por el estilo. Finalmente se volvió loco y perdió su empleo en el astillero y no pudo encontrar otro trabajo. Sin embargo, el rey Jorge andaba necesitado de hombres y en poco tiempo Chips se vio empleado como marinero. Una tarde le llevaron en un bote a su barco, fondeado en Spithead, y que estaba listo para zarpar. La primera cosa que le vino a la cabeza al verlo fue el mascarón de proa del viejo navío del setenta y cuatro en el que se le apareció el Diablo. El barco se llamaba El Argonauta. Pasaron remando justo bajo la proa donde estaba el mascarón. Este representaba a un hombre con un vellocino en las manos y que llevaba puesto un manto azul mientras miraba hacia alta mar. Sentada sobre su frente, observándole, se encontraba la rata parlanchina.

¡Chips a la vista! ¡Eh, viejo! ¡Nos zamparemos las tablas, la tripulación se ahogará y entonces nos la zamparemos también, enterita!

(Al llegar a este pasaje del relato me sentía desfallecer, y sin dudarlo habría pedido un vaso agua de no ser porque ya estaba sin habla).

El barco se dirigía a las Indias («si ignoras dónde están, ya deberías saberlo; y si no, no irás nunca al Cielo». Aquella mujer me hizo sentir que mi condena en el futuro era segura). Tal como estaba previsto, el buque zarpó aquella misma noche y navegó y navegó sin parar en dirección a su destino. Chips se sentía fatal. Sin duda, nunca se había sentido tan aterrorizado. Un día, por fin, pidió permiso para hablar con el Almirante. Al llegar junto al oficial, en el gran camarote que éste ocupaba, Chips se postró de rodillas.

—Señoría, por su honor y sin pérdida de tiempo, haga regresar el barco a la costa más cercana. ¡Este buque está maldito y su nombre es Ataúd!

—Joven, he de decir que sus palabras parecen más bien las de un loco.

—No, señoría, ¡ellas están royendo y royendo ahora mismo!

—¿Ellas? ¿A quién se refiere?

—A las ratas, su señoría. ¡Sólo quedarán agujeros y polvo donde ahora hay tablas de roble macizo! ¡Las ratas están cavando una tumba para cada hombre que está a bordo! ¡Ay! ¿Quiere su señoría volver a ver a su mujer y a sus preciosos hijos?

—Puede usted estar seguro de ello.

—Entonces, ¡por Dios todopoderoso, ponga rumbo al puerto más cercano! En este momento las ratas han parado de roer y le están observando a usted atentamente, con sus dientes desnudos, y se dicen entre ellas que jamás de los jamases volverá usted a ver a su familia.

—Mi pobre amigo, el suyo es un caso clínico. ¡Centinela, ocúpese de este hombre!

Así se lo llevaron, y le sometieron a sangrías, y le trataron con ampollas. Estuvo así durante seis días enteros con sus noches. Transcurrido ese tiempo, Chips pidió de nuevo permiso para hablar con el Almirante y éste volvió a acceder a recibirlo. Se arrodilló de nuevo en el gran camarote.

—Bien, Almirante, créame, ¡usted morirá! ¡No ha hecho caso de mis advertencias, y en consecuencia tiene que morir! Las ratas nunca se equivocan en sus cálculos. Me han dicho que a medianoche habrán atravesado ya el casco del barco. Así que vaya acostumbrándose a la idea: ¡morirá…! ¡Y yo también moriré, y todos los demás lo harán!

A las doce en punto se informó de que se había abierto una gran vía de agua en el navío. Un torrente imparable inundó el casco y nada pudo detenerlo. Se ahogaron todos y cada uno de los ocupantes del barco. Los restos de Chips —lo que dejaron las ratas, ratas de agua— flotaron hasta la orilla; sentada sobre su cadáver medio devorado navegaba una inmensa rata de tamaño descomunal, que se reía como una loca. Cuando el cuerpo arribó a la playa, la rata se sumergió en el mar para no volver a salir nunca más. En los alrededores había una gran cantidad de algas. Si se cogen diecisiete de esas algas, se secan y se echan al fuego, sonarán con toda claridad estas diecisiete palabras:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

La misma muchacha que me contaba estos cuentos —posiblemente surgida de entre aquellas antiguas brasas terribles, que parecían haber existido con el único propósito de atribular las mentes de los hombres cuando empiezan a investigar los lenguajes—, hacía un constante alarde que me obligó en gran medida a regresar a numerosos lugares espantosos cuya visita yo habría evitado por todos los medios. Pretendía convencerme de que todas aquellas historias de fantasmas habían tenido como protagonistas a sus propios parientes. El respeto debido hacia tan meritoria familia, por tanto, me impedía dudar de sus relatos, que en mi mente adquirían un tono de autenticidad que perjudicó de por vida mi digestión.

Otra de sus narraciones trataba sobre un animal sobrenatural, una criatura que era el mismísimo presagio de la muerte, y que se le apareció en plena calle a una moza de servicio que «iba a buscar cerveza» para la cena. Al principio —ahora que lo recuerdo— la fiera se manifestaba bajo la guisa de un perro negrísimo que poco a poco se iba elevando sobre sus patas traseras y se iba hinchando hasta convertirse en un ser cuadrúpedo de sorprendente parecido a un hipopótamo, a cuya aparición yo apenas si podía dar crédito (no porque lo juzgase improbable, sino porque la criatura me parecía demasiado grande como para poder darle carta de naturaleza). Si bien Piedad, con su orgullo herido, replicó que la moza en cuestión era su propia cuñada en persona, así que yo sentí que no me quedaba otra alternativa que la de resignarme a aceptar aquel fenómeno zoológico como cierto.

Otra de sus historias, lo recuerdo bien, tenía como protagonista a una joven aparecida que salía de una urna de cristal y embrujaba a otra muchacha, a la que pedía que recuperase sus propios huesos (¡pensar que se preocupaba tanto por sus restos mortales, Dios mío!) y los metiese en la urna de cristal. Luego le exigía que los inhumase en cierto lugar que ella le indicaba, con toda la solemnidad y el boato que pudiesen comprar veinticuatro libras y diez chelines.

Personalmente, recuerdo que solía poner en duda aquella narración en concreto, porque, aunque en casa teníamos unas cuantas urnas de cristal, y puesto que yo no estaba seguro del todo de poder librarme, si se me hubiera presentado el caso, de una aparecida que me exigiese un entierro que costase veinticuatro libras y diez chelines, ¿cómo iba a permitírselo alguien como yo, cuya paga semanal ascendía a dos míseros peniques? Pero mi despiadada niñera, previendo mis objeciones, me quitaba de golpe la alfombra sobre la que se asentaban mis inocentes pies, y me informaba, imprimiendo a su voz un matiz de gran misterio, que la otra joven, aquélla a quien se había hecho el terrible encargo del que hablaba la historia, no era otra que ella misma. Ante tal revelación, comprenderán ustedes que yo no fuera capaz de dudar de sus palabras. No era posible, sencillamente.

Estos son algunos de los viajes que, contra mi voluntad, me vi forzado a emprender cuando era muy joven y adolecía, por tanto, de gran capacidad de discernimiento. Viajes que no me aportaron nada bueno y que, ahora que me detengo a pensar en ello, no se produjeron hace tanto tiempo, dado que no hace mucho se me pidió que volviese, una vez más, a realizar alguno de ellos, siempre con imperturbable semblante.

 


 EL NIÑO QUE SOÑÓ CON UNA ESTRELLA

Érase una vez un niño que había salido a dar un largo paseo mientras pensaba en muchas cosas. Tenía una hermana, pequeña, como él, que le acompañaba siempre. Los dos juntos solían maravillarse todo el tiempo. Se asombraban de la belleza de las flores, de lo elevado y lo azul del cielo, de la profundidad de las aguas brillantes; y se maravillaban de la bondad y del poder de Dios que había creado aquel precioso mundo.

A veces se planteaban el uno al otro: «Suponiendo que todos los niños del mundo se muriesen, ¿se entristecerían las flores, el agua y el cielo?». Ellos creían que sí, pues, según decían, los brotes de las plantas eran como los niños de las flores; y los arroyuelos juguetones que brincaban colina abajo eran como los niños del agua; y los brillantes puntitos diminutos que jugaban toda la noche al escondite en el cielo debían de ser, seguramente, como los niños de las estrellas; y todos ellos se pondrían muy tristes si no volviesen a ver nunca más a sus amiguitos, los niños de los hombres.

Había una estrella clara y brillante que aparecía en el cielo antes que las demás, cerca de la aguja de la torre de la iglesia, sobre las tumbas del cementerio. Era más grande y más bella, pensaban los hermanos, que las otras; y cada noche los dos esperaban cogidos de la mano a que la estrellita apareciese junto a la ventana. El que la avistaba primero gritaba: «¡Ya veo la estrella!». A menudo lo hacían a la vez, pues sabían bien cuándo solía salir y por dónde. Y así, crecieron siendo tan amigos de ella que, antes de acostarse en sus camitas, volvían a asomarse otra vez para desearle buenas noches, y cuando se volvían para dormir decían: «¡Dios bendiga a la estrella!».

Sin embargo, siendo aún muy, muy pequeña, la hermana cayó enferma, y se quedó tan débil que ya no podía levantarse para quedarse junto a la ventana cada noche con su hermano; y cuando el niño, que se levantaba solo y miraba triste hacia fuera, veía por fin salir la estrella, se volvía y le decía a la enfermita de rostro descolorido que estaba en la cama: «¡Veo la estrella!», y entonces ella sonreía y dejaba escapar con una débil vocecilla: «¡Dios bendiga a mi hermano y a la estrella!».

Muy pronto el niño se encontró mirando él solo por la ventana, y no había una carita en la cama, aunque sí, en cambio, una pequeña tumba, que antes no estaba allí, y que estaba rodeada de muchas otras; y cuando la estrella enviaba sus alargados destellos hacia la tierra, él los veía velados a través de sus lágrimas.

Aquellos rayos eran tan brillantes y parecían señalar un camino tan fulgurante desde la tierra hasta el Cielo, que cuando el niño volvía a su solitaria cama soñaba con la estrella, y ésta le mandaba destellos.

Soñaba que, desde donde estaba acostado, podía contemplar una procesión de personas que unos ángeles conducían por aquella reluciente senda. Y la estrella, abriéndose del todo, le mostraba un mundo de luz en el que otros muchos ángeles les aguardaban para recibirlos.

Todos esos ángeles que esperaban volvían sus ojos refulgentes hacia las personas que eran guiadas hasta la estrella; y algunos se salían de las largas filas por las que eran conducidos y se lanzaban a los cuellos de la gente, besándoles con ternura, y se marchaban con ellos por avenidas luminosas, y eran tan felices juntos que el niño, tendido en su cama, lloraba de alegría.

Aunque había algunos ángeles que no se marchaban en compañía de nadie, y entre aquéllos, una cara que él reconocía: la cara de la enfermita que una vez había estado allí, en la cama, y que estaba ahora toda embellecida y radiante, aunque su corazón la encontró entre todos los que recibían a los demás.

El ángel de su hermana se demoraba cerca de la entrada a la estrella y le preguntaba a quien estuviera a cargo de organizar la fila: «¿Habéis visto a mi hermano?».

Y ellos le respondían: «No».

Ella ya se volvía cuando su hermano extendía los brazos y la llamaba: «¡Oh, hermanita! ¡Estoy aquí! ¡Llévame!». Y entonces ella se volvía, y le iluminaba con su mirada, y se hacía de noche, y la estrella brillaba en la habitación, enviándole largos destellos, mientras él la miraba entre lágrimas. Desde entonces, el niño miraba hacia la estrella como al hogar al que iría cuando llegase su hora, y pensaba que ya no pertenecía solo a la tierra sino también a la estrella adonde el ángel de su hermana había viajado antes que él.

Y nació un bebé que habría de ser el hermanito del niño, y siendo tan pequeño que aún ni siquiera hablaba, cayó de su cama y falleció.

Volvió el niño a soñar con la estrella abierta y con la compañía de los ángeles con sus ojos relucientes vueltos hacia las caras de las personas.

Preguntó el ángel de su hermana al encargado: «¿Va a venir mi hermano?».

Y éste le respondía: «No, ése no. Pero vendrá otro hermanito».

Mientras el niño contemplaba al ángel de su hermano acurrucado en los brazos de ella, gritaba: «¡Oh, hermanita, estoy aquí! ¡Llévame contigo!».

Y ella se volvía y le sonreía, y la estrella brillaba.

El niño creció hasta convertirse en un apuesto joven. Se hallaba un día ocupado con sus libros cuando un criado llegó y le dijo: «Su madre ha fallecido. Traigo sus bendiciones para su querido hijo».

De nuevo vio la estrella por la noche y a toda aquella compañía. Preguntaba el ángel de su hermana a quien estaba al cargo: «¿Viene mi hermano?».

Y le decían: «No, es tu madre».

Un poderoso grito de alegría atravesó la estrella cuando la madre se reunió con sus dos hijos. Y el muchacho extendía los brazos, llamando: «¡Oh, madre, hermanos, aquí estoy! ¡Llevadme con vosotros!».

Ellos le respondían: «Todavía no», y la estrella brillaba.

El joven se hizo un hombre y su pelo empezó a encanecer. Estaba un día sentado junto al fuego, apesadumbrado y con el rostro surcado por el llanto, cuando la estrella se abrió una vez más.

Preguntó el ángel de su hermana: «¿Viene ya mi hermano?».

Y le respondían: «No, esta vez es su querida hijita».

Y el hombre, que un día había sido niño, vio a su hija recién perdida como una criatura celestial entre aquellos tres ángeles que la circundaban, y dijo: «La cabeza de mi hija reposa sobre el pecho de mi hermana, y su brazo está alrededor del cuello de mi madre y a sus pies se encuentra aquel bebé de los viejos tiempos, y yo no puedo soportar separarme de ella, ¡alabado sea Dios!».

Y la estrella brillaba.

Entonces el niño se volvió anciano y su antaño suave rostro se arrugó; y sus pasos se volvieron lentos y débiles; y su espalda se encorvó. Y una noche, mientras yacía postrado en su cama rodeado de sus hijos, gritó, como ya lo hiciera tanto tiempo antes: «¡Veo la estrella!».

Ellos se susurraban entre sí: «Se está muriendo».

Les respondió: «Así es. Se me caen los años como una prenda desgastada y me dirijo hacia la estrella como un niño. Y, ¡oh, Padre mío! ¡Ahora te agradezco que se abra con tanta suavidad para encontrarme con aquéllos que me esperan!».

Y la estrella brillaba; y aún hoy sigue brillando sobre su tumba.