Maestro excepcional poco conocido en el ambiente de los pintores al oleo de Pin-Ups girls. Originalmente fue artista de retratos en Hollywood, comenzó en el mundo Pin-Up haciendo ilustraciones para calendarios.
Archivos de la categoría Pintores
pintores : Juan de Juanes
pintores: Pablo Segarra Chias
Pablo Segarra Chias, pintor español contemporáneo, nació en 1945 en Sevilla, centro de la ciudad. A los 18 años, ingresó en la Academia de Bellas Artes de Sevilla, fundada en 1660 por el gran maestro Murillo. Aprendió las técnicas de los maestros del pasado y su conocimiento le ayudó a desarrollar su propio estilo. El verdadero amor por el arte clásico nació bajo la influencia de artistas como Murillo, Zurbarán, García Ramos, Gonzalo Bilbao y Gómez Gil.
pintores: Alberto Vargas
Las «Varga Girls» fueron un éxito desde le primer momento. Con la Segunda Guerra Mundial en pleno desarrollo en Europa y con EEUU como el gran proveedor de los Aliados, el país fue inundado por una ola de patriotismo. Las «Chicas Varga» se convirtieron en un símbolo de Esquire y los mandos militares aprovecharon la oportunidad para utilizarlo como un medio para elevar la moral de las tropas. En 1941, Esquire vendió 320 mil calendarios que le reportaron $80 mil a los editores. Las «Chicas Varga» se convirtieron símbolo del esfuerzo bélico de los EEUU, debido a su poder de penetración en el mercado. Alberto Vargas trabajó como un esclavo, explotado todo ese tiempo por la revista Esquire. En 1944 después de trabajar durante un año sin contrato y con el mismo sueldo. Vargas y su esposa se sentaron con los editores y firmaron un nuevo acuerdo contractual, que por necesidad Vargas firmó sin leerlo siquiera y del cual nunca, ni él ni su esposa, recibieron una copia.
En 1958, Arequipa lo recibió con honores y Esquire y Playboy todavía debían pagarle sus derechos de autor, pero ningún museo estadounidense ha expuesto sus obras en reconocimiento a su arte. Alberto Vargas fue un hombre de una moral a toda prueba, fiel a su esposa y alejado de todo tipo de vicios, incluso los considerados «sociales», excepto por un ocasional cigarrillo. Era un hombre criado con los más nobles códigos de honor y los practicaba en toda su dimensión. Cuando Playboy le pidió que mostrara el vello púbico en sus pinturas se negó, tanto por respeto a las mujeres que posaban para él, como por respeto a su esposa. Trabajó duramente, se convirtió en ciudadano de EEUU y durante la guerra mundial y Corea aportó todo su arte al esfuerzo bélico.
A este notable artista, Hollywood lo puso en la lista negra, Esquire lo explotó, en 1943 los bombarderos de EEUU llevaban las «Chicas Vargas» pintadas en el morro, cientos de miles de soldados americanos en todo el mundo tenían a las «Chicas Vargas» colgadas en sus cuarteles y en las trincheras de Europa y el Pacífico no faltaban tampoco.
pintoras: Ballantyne
Joyce Ballantyne (1918 – 2006) fue un miembro muy destacado entre las artistas Pin-Up de los años 40 y 50 . Estas pintoras solían pintar en actitudes más naturales que las tímidas poses de las Pin-Ups de sus colegas masculinos de la época.
pintores: De Blaas
Pintor italiano que vivio entre 1843 y 1932 . Escuela Academicista. Principales obras:
The Sisters 1878
Conversions of the Rhætians by St. Valentine
Cimabue and Giotto
Scene from the Decameron
Dogaressa Going to Church
Venetian Balcony Scene
God’s Creatures
Bridal Procession, in San Marco
Venetian Masquerade
A Journey to Murano (Vienna Museum)
Die Wasserträgerin (1887)
In the Water (1914)
navidad – cuento
Pintura navdideña de Jan Bruegel el joven.
Emilia Pardo Bazán Los Magos
En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.
Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.
«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.
La llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así:
-Poder celeste, no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille de nuevo!
Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente.
Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del cielo.
Al alba dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno.
Baltasar y Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón… No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso…
Mientras rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos:
-Yo le adoré la noche en que nació -dijo transportado.
-Pues llévanos a su palacio y te recompensaremos.
-¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal tiempo.
-Qué, ¿no tiene palacio? ¿No tiene guardias?
-Una mula y un buey le calientan con su aliento… -respondió el pastor-. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos…
Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros:
-¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!
El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez:
-Estoy aquí, estoy aquí…
Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba del Niño Rey.
-Este pobre zagal nos engaña o se engaña -exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya.
Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño.
-¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje… o volvernos a nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.
-Y vosotros, ¿no oís la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto.
-Nada oímos, nada vemos… -responden los dos Magos, afligidos.
-Orad, y veréis… Orad, y oiréis… Orad, y Dios se revelará a vosotros.
Magos y séquito echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén.
La niebla se disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.
-Van ciegos -exclama Melchor.
Y los Magos aprietan el paso, mientras se aleja la cohorte.